Extracto de Meditación Segunda

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Meditación segunda

De la naturaleza del espíritu humano; y que es más fácil de conocer que el cuerpo

Mi meditación de ayer ha llenado mi espíritu de tantas dudas, que ya no está en mi


mano olvidarlas. Y, sin embargo, no veo en qué manera podré resolverlas; y, como si de
repente hubiera caído en aguas muy profundas, tan turbado me hallo que ni puedo
apoyar mis pies en el fondo ni nadar para sostenerme en la superficie. Haré un esfuerzo,
pese a todo, y tomaré de nuevo la misma vía que ayer, alejándome de todo aquello en
que pueda imaginar la más mínima duda, del mismo modo que si supiera que es
completamente falso; y seguiré siempre por ese camino, hasta haber encontrado algo
cierto, o al menos, si otra cosa no puedo, hasta saber de cierto que nada cierto hay en el
mundo. Arquímedes, para trasladar la tierra de lugar, sólo pedía un punto de apoyo
firme e inmóvil; así yo también tendré derecho a concebir grandes esperanzas, si por
ventura hallo tan sólo una cosa que sea cierta e indubitable. Así pues, supongo que todo
lo que veo es falso; estoy persuadido de que nada de cuanto mi mendaz memoria me
representa ha existido jamás; pienso que carezco de sentidos; creo que cuerpo, figura,
extensión, movimiento, lugar, no son sino quimeras de mi espíritu. ¿Qué podré,
entonces, tener por verdadero? Acaso esto solo: que nada cierto hay en el mundo. Pero
¿qué sé yo si no habrá otra cosa, distinta de las que acabo de reputar inciertas, y que sea
absolutamente indudable? ¿No habrá un Dios, o algún otro poder, que me ponga en el
espíritu estos pensamientos? Ello no es necesario: tal vez soy capaz de producirlos por
mí mismo. Y yo mismo, al menos, ¿no soy algo? Ya he negado que yo tenga sentidos ni
cuerpo. Con todo, titubeo, pues ¿qué se sigue de eso? ¿Soy tan dependiente del cuerpo y
de los sentidos que, sin ellos, no puedo ser? Ya estoy persuadido de que nada hay en el
mundo; ni cielo, ni tierra, ni espíritus, ni cuerpos, ¿y no estoy asimismo persuadido de
que yo tampoco existo? Pues no: si yo estoy persuadido de algo, o meramente si pienso
algo, es porque yo soy. Cierto que hay no sé qué engañador todopoderoso y astutísimo,
que emplea toda su industria en burlarme. Pero entonces no cabe duda de que, si me
engaña, es que yo soy; y, engáñeme cuanto quiera, nunca podrá hacer que yo no sea
nada, mientras yo esté pensando que soy algo. De manera que, tras pensarlo bien y
examinarlo todo cuidadosamente, resulta que es preciso concluir y dar como cosa cierta
que esta proposición: “yo soy, “yo existo”, es necesariamente verdadera, cuantas veces
la pronuncio o la concibo en mi espíritu. Ahora bien, ya sé con certeza que soy, pero
aún no sé con claridad qué soy; de suerte que, en adelante, preciso del mayor cuidado
para no confundir imprudentemente otra cosa conmigo, y así no enturbiar ese
conocimiento, que sostengo ser más cierto y evidente que todos los que he tenido antes.
Por ello, examinaré de nuevo lo que yo creía ser, antes de incidir en estos pensamientos,
y quitaré de mis antiguas opiniones todo lo que puede combatirse mediante las razones
que acabo de alegar, de suerte que no quede más que lo enteramente indudable. Así
pues, ¿qué es lo que antes yo creía ser? Un hombre, sin duda. Pero ¿qué es un hombre?
¿Diré, acaso, que un animal racional? No, por cierto: pues habría luego que averiguar
qué es animal y qué es racional, y así una única cuestión nos llevaría insensiblemente a
infinidad de otras cuestiones más difíciles y embarazosas, y no quisiera malgastar en
tales sutilezas el poco tiempo y ocio que me restan. Entonces, me detendré aquí a
considerar más bien los pensamientos que antes nacían espontáneos en mi espíritu,
inspirados por mi sola naturaleza, cuando me aplicaba a considerar mi ser. Me fijaba,
primero, en que yo tenía un rostro, manos, brazos, y toda esa máquina de huesos y
carne, tal y como aparece en un cadáver, a la que designaba con el nombre de cuerpo.
Tras eso, reparaba en que me nutría, y andaba, y sentía, y pensaba, y refería todas esas
acciones al alma; pero no me paraba a pensar en qué era esa alma, o bien, si lo hacía,
imaginaba que era algo extremadamente raro y sutil, como un viento, una llama o un
delicado éter, difundido por mis otras partes más groseras. En lo tocante al cuerpo, no
dudaba en absoluto de su naturaleza, pues pensaba conocerla muy distintamente, y, de
querer explicarla según las nociones que entonces tenía, la hubiera descrito así: entiendo
por cuerpo todo aquello que puede estar delimitado por una figura, estar situado en un
lugar y llenar un espacio, de suerte que todo otro cuerpo quede excluido; todo aquello
que puede ser sentido por el tacto, la vista, el oído, el gusto o el olfato; que puede
moverse de distintos modos, no por sí mismo, sino por alguna otra cosa que lo toca y
cuya impresión recibe; pues no creía yo que fuera atribuible a la naturaleza corpórea la
potencia de moverse, sentir y pensar: al contrario, me asombraba al ver que tales
facultades se hallaban en algunos cuerpos. Pues bien, ¿qué soy yo, ahora que supongo
haber alguien extremadamente poderoso y, si es lícito decirlo así, maligno y astuto, que
emplea todas sus fuerzas e industria en engañarme? ¿Acaso puedo estar seguro de
poseer el más mínimo de esos atributos que acabo de referir a la naturaleza corpórea?
Me paro a pensar en ello con atención, paso revista una y otra vez, en mi espíritu, a esas
cosas, y no hallo ninguna de la que pueda decir que está en mí. No es necesario que me
entretenga en recontarlas. Pasemos, pues, a los atributos del alma, y veamos si hay
alguno que esté en mí. Los primeros son nutrirme y andar; pero, si es cierto que no
tengo cuerpo, es cierto entonces también que no puedo andar ni nutrirme. Un tercero es
sentir, pero no puede uno sentir sin cuerpo, aparte de que yo he creído sentir en sueños
muchas cosas y, al despertar, me he dado cuenta de que no las había sentido realmente.
Un cuarto es pensar: y aquí sí hallo que el pensamiento es un atributo que me pertenece,
siendo el único que no puede separarse de mí. Yo soy, yo existo; eso es cierto, pero
¿cuánto tiempo? Todo el tiempo que estoy pensando: pues quizá ocurriese que, si yo
cesara de pensar, cesaría al mismo tiempo de existir. No admito ahora nada que no sea
necesariamente verdadero: así, pues, hablando con precisión, no soy más que una cosa
que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento o una razón, términos cuyo
significado me era antes desconocido. Soy, entonces, una cosa verdadera, y
verdaderamente existente. Mas, ¿qué cosa? Ya lo he dicho: una cosa que piensa. ¿Y qué
más? Excitaré aún mi imaginación, a fin de averiguar si no soy algo más. No soy esta
reunión de miembros llamada cuerpo humano; no soy un aire sutil y penetrante,
difundido por todos esos miembros; no soy un viento, un soplo, un vapor, ni nada de
cuanto pueda fingir e imaginar, puesto que ya he dicho que todo eso no era nada. Y, sin
modificar ese supuesto, hallo que no dejo de estar cierto de que soy algo. Pero acaso
suceda que esas mismas cosas que supongo ser, puesto que no las conozco, no sean en
efecto diferentes de mí, a quien conozco. Nada sé del caso: de eso no disputo ahora, y
sólo puedo juzgar de las cosas que conozco: ya sé que soy, y eso sabido, busco saber
qué soy. Pues bien: es certísimo que ese conocimiento de mí mismo, hablando con
precisión, no puede depender de cosas cuya existencia aún me es desconocida, ni, por
consiguiente, y con mayor razón, de ninguna de las que son fingidas e inventadas por la
imaginación. E incluso esos términos de “fingir” e “imaginar” me advierten de mi error:
pues en efecto, yo haría algo ficticio, si imaginase ser alguna cosa, pues “imaginar” no
es sino contemplar la figura o “imagen” de una cosa corpórea. Ahora bien: ya sé de
cierto que soy y que, a la vez, puede ocurrir que todas esas imágenes y, en general,
todas las cosas referidas a la naturaleza del cuerpo, no sean más que sueños y quimeras.
Y, en consecuencia, veo claramente que decir “excitaré mi imaginación para saber más
distintamente qué soy”, es tan poco razonable como decir “ahora estoy despierto, y
percibo algo real y verdadero, pero como no lo percibo aún con bastante claridad, voy a
dormirme adrede para que mis sueños me lo representen con mayor verdad y
evidencia”. Así pues, sé con certeza que nada de lo que puedo comprender por medio de
la imaginación pertenece al conocimiento que tengo de mí mismo, y que es preciso
apartar el espíritu de esa manera de concebir, para que pueda conocer con distinción su
propia naturaleza. ¿Qué soy, entonces? Una cosa que piensa. Y ¿qué es una cosa que
piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no
quiere, que imagina también, y que siente. Sin duda no es poco, si todo eso pertenece a
mi naturaleza. ¿Y por qué no habría de pertenecerle? ¿Acaso no soy yo el mismo que
duda casi de todo, que entiende, sin embargo, ciertas cosas, que afirma ser ésas solas las
verdaderas, que niega todas las demás, que quiere conocer otras, que no quiere ser
engañado, que imagina muchas cosas, aun contra su voluntad, y que siente también
otras muchas, por mediación de los órganos de su cuerpo? ¿Hay algo de esto que no sea
tan verdadero como es cierto que soy, que existo, aun en el caso de que estuviera
siempre dormido, y de que quien me ha dado el ser empleara todas sus fuerzas en
burlarme? ¿Hay alguno de esos atributos que pueda distinguirse en mi pensamiento, o
que pueda estimarse separado de sí mismo? Pues es de suyo tan evidente que soy yo
quien duda, entiende y desea, que no hace falta añadir aquí nada para explicarlo. Y
también es cierto que tengo la potestad de imaginar: pues, aunque pueda ocurrir (como
he supuesto más arriba) que las cosas que imagino no sean verdaderas, con todo, ese
poder de imaginar no deja de estar realmente en mí, y forma parte de mi pensamiento.
Por último, también soy yo el mismo que siente, es decir, que recibe y conoce las cosas
como a través de los órganos de los sentidos, puesto que, en efecto, veo la luz, oigo el
ruido, siento el calor. Se me dirá, empero, que esas apariencias son falsas, y que estoy
durmiendo. Concedo que así sea: de todas formas, es al menos muy cierto que me
parece ver, oír, sentir calor, y eso es propiamente lo que en mí se llama sentir, y, así
precisamente considerado, no es otra cosa que pensar. Por donde empiezo a conocer qué
soy, con algo más de claridad y distinción que antes.

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