FOUCAULT Michel - de Lenguaje y Literatura

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De lenguaje y literatura

PENSAMIENTO CONTEMPORÁNEO
Colección dirigida por Manuel Cruz

1. L. Wittgenstein, Conferencia sobre ética


2. J, Derrida, La desconstrucción en las fronteras de la filosofía
5. P. K, Feyerabend, Límites de la ciencia
4. J. F. Lyotard, ¡¿Por qué filosofar?
5. A. C. Danto, Historia y narración
6. T. S, Kuhn, ¿Qué son las revoluciones científicas?
7. M. Foucault, Tecnologías del yo
8. N. Luhmann, Sociedad y sistema: la ambición de la teoría
9. J. Rawls, Sobre las libertades
10. G. Vattimo, La sociedad transparente
11. R. Rorty, El giro lingüístico
12. G. Colli, El libro de nuestra crisis
15. K. O. Apel, Teoría de la verdad y ética del discurso
14. J. Elster, Domar la suerte
15. U. G. Gadamer, La actualidad de lo bello
16. G. E. M. Anscombe, Intención
17. .1. Habermas, Escritos sobre moralidad y eticidad
18. T. W. Adorno, A dualidad de la filosofía
19. T. -Negri, Fin de siglo
20. D. Davidson, Mente, mundo y acción
21. E. Husserl, Invitación a la fenomenología
22. L. Wittgenstein, Lecciones y conversaciones sobre estética,
psicología y creencia religiosa
25. R. Carrolp. -luíofcíogríí'/ifí intelectual
24. N. Bobbio, Igualdad y libertad
25. G. E. Moore, Ensayos éticos
26. E. Levinas, El Tiempo y el Otro
27. W. Benjamin, La metafísica de la juventud
28. E. Jünger y M. Heidegger, Acerca del nihilismo
29. R. Dworkin, Etica privada e igualitarismo político
30. 0. Taylor, La ética de la autenticidad
31. H. Putnam, Las mil caras del realismo
32. M. Blanchot, El paso (no) más allá
33. P. Winch, Comprender una sociedad primitiva
34. A. Koyré, Pensar la ciencia
35. J. Derrida, El lenguaje y las instituciones filosóficas
36. S. Weil, Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social
37. P. F. Strawson, Libertad y resentimiento
38. II. Arendl, De la historia a la acción
39. G. Vattimo, Más allá de la interpretación
40. W. Benjamin, Personajes alemanes
41. G. Bataille, Lo que entiendo por soberanía
42. M. Foucault, De lenguaje y literatura
44. C. Gaertz, Los usos de la diversidad
Michel Foucault

De lenguaje y literatura

Introducción de Ángel Gabilondo

Ediciones Paidós
I.C.E. de la Universidad Autónoma de Barcelona
Barcelona - Buenos Aires - México
Títulos originales: «Le “non” du pére»; «Préface á la transgression»; «Le langage á
l’infini»; «Guetter le jour qui vient»; «Distance, aspect, origine»; «La prose
d’Actéon»; «Le langage de l’espace»; «Le Mallarmé de J.-P. Richard»; «L’arriére-
fable»; y Langage et littérature.
Los nueve primeros textos pertenecen al primer volumen de Dits et écrits, 1954-
1988, de Michel Foucault, publicado en francés por Gallimard, París, 1994,
págs., 189-203, 233-268, 272-285, 326-337, 407-412, 427-437 y 506-513,
respectivamente.
Por lo que toca a Langage et littérature, Paidós quiere hacer constar un
agradecimiento especial a Publications des Facultes Universitaires Saint-Louis de
Bruselas, por su amable autorización para la edición castellana de este texto
inédito de Foucault.

Traducción de Isidro Herrera Baquero

Cubierta de Mario Eskenazi

Obra publicada con la ayuda del Ministerio de Cultura francés

edición, 1996

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares


del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción
total o parcial de esta obra por cualquier método o procedimiento,
comprendidos la reprografia y el tratamiento informático, y la distribución
de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

© 1994 by Éditions Gallimard, París


© de todas las ediciones en castellano,
Ediciones Paidós Ibérica, S. A.,
Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona
e Instituto de Ciencias de la Educación
de la Universidad Autónoma de Barcelona, 08193 Bellaterra

ISBN: 84-493-0227-7
Depósito legal: B-770/1996

Impreso en Novagráfik, S. L.,


Puigcerdá, 127 - 08018 Barcelona

Impreso en España - Printed in Spain


SUMARIO

Introducción, Ángel Gabilondo ....... . . . ... . 9


Las palabras que sangran...................................................... 9
La experiencia del lenguaje................................................... 12
* El retorno del ser del lenguaje ................................................ 16
La locura del lenguaje.......................................................... 21
Transgresión e impugnación......................... 24
La conspiración del silencio................................................... 30
Los límites del lenguaje.......................................................... 34
' El habla del habla.......................................................... 39
La memoria sin recuerdo....................................................... 43
Nota sobre la edición.............................................................. 49
Bibliografía......................................................... 53

Primera parte
Lenguaje y literatura................................................................. 63

Segunda parte
El «no» del padre......................................................................... 107
Prefacio a la transgresión.......................................................... 123
T El lenguaje al infinito................................................................. 143
Acechar el día que llega . ........................................................... 157
Distancia, aspecto, origen.......................................................... 165
La prosa de Acteón..................................................................... 181
El lenguaje del espacio .............................................................. 195
El Mallarmé de J.-P. Richard................................................... 201
La trasfábula................................................................................ 213
Introducción

Unos textos sobre Bataille, Klossowski, Veyne... que se incorpo­


ran a los ya traducidos sobre, por ejemplo, Roussel o Blanchot, con­
forman un espacio de lenguaje y literatura1 en el que nos encontramos
con el gesto de Foucault. No ha de olvidarse, en todo caso, que él ex­
plícitamente señala: «No soy en absoluto un crítico literario, no soy
un historiador de la literatura».2 Sin embargo, Foucault atraviesa
ciertos caminos como quien ha sostenido interesantes perspectivas
sobre la literatura, esquivándola a la par constantemente, y nos ha
mostrado que, sin duda, era necesario situarse fuera de ella.3

Las palabras que sangran

Si «“hablo” pone a prueba toda la ficción moderna»,4 los «dichos»


{dits) que acompañan los «escritos» {écrits) de Foucault fuerzan a
quebrar la recopilación reciente de sus textos,5 más allá de la estruc­

1. Langage et littérature-. tal es el título de la hasta ahora inédita intervención de


Foucault en los años que nos ocupan y que, a su modo y en cierto silencio (mecano­
grafiada, guardada en la Universidad Saint-Louis de Bruselas y en la Bibliothéque du
Saulchoir, en el Centro Michel Foucault de París), convoca sin presidir estos textos,
abriendo un espacio en el que caben los ahora presentados.
2. Archéologie d’unepassion, D.E., IV, págs. 599-608, pág. 607.
3. «Es Blanchot quien nos ha indicado la vía.» Folie, littérature, société, D.E., II,
págs. 104-128, pág. 126.
4. La pensée du dehors, D.E., I, págs. 518-539, pág. 518 (trad. Valencia, Pre-tex-
tos, 1988, pág. 7).
5. Foucault, Michel, Dits et écrits (1954-1988), (D.E.), ed. dirigida por Daniel
Deferí y Francjois Ewald, París, Gallimard, 1994, 4 vols.
10 ÁNGEL GABILONDO

tura de libro. Y no sólo porque evidentemente encontramos escritos


los dichos (leídos y revisados en una publicación), sino porque así las
entrevistas, alocuciones y conversaciones se tejen con las recensiones,
presentaciones y artículos hasta configurar un espacio de materiales
que convoca a la necesidad, además de la lectura, de otras interven­
ciones, en ese despliegue del lenguaje en el modo de una tarea por ha­
cer, más semejante a la inmersión arriesgada que a las certidumbres
de algún tipo de visión. La mera reproducción mecánica de los «di­
chos» no parece suficiente. El magnetófono no permite escucharlos.
No es, sin más, la voz de Foucault la que buscamos oír.
Quizás la traducción sea otro modo de no limitarse a su reproduc­
ción, ni de preservar su recuerdo, sino una manera privilegiada de me­
moria, la de reconducir los textos a un fecundo olvido, aquel en el que
no es cuestión de reconciliarse con ellos sino de padecer su erosión, rei-
tinerarlos, no cesar de recomenzar. Y parece necesario hacerlo. Nos en­
contramos ante textos que brotan entre 1962 y 1966. No son todos los
que de uno u otro modo firmó Foucault, ni quizás esto sea ahora lo de­
cisivo. En efecto sigue siendo necesario acercarlos y quede abierta esta
necesidad. El período elegido es importante y singular: desde Historia
de la locura en la época clásica, en 1961, hasta 1966, con Las palabras y
las cosas. Resulta complicado para el hegeliano que por ahora descansa
más o menos en vigilia en el pensamiento renunciar a la publicación de
todos los textos. Cabe en cualquier caso inscribirse en una labor que se
viene haciendo. Y tal es el sentido de esta relación, relacionarse con
otras ediciones y traducciones al español que aquí se consideran para
evitar repeticiones. En espera de esa recopilación más amplia, quizás
como de un libro que vendrá, es hora más de abrir que de cerrar.
Sin embargo, sólo ciertas palabras preservan y procuran un fe­
cundo olvido. No basta con ignorar. De lenguaje y literatura respon­
de a una experiencia, la que permanentemente se recrea en el trágico
peligro de la traducción: «En su desenvolvimiento, las palabras no se
contentan con decir lo que cuentan; imitan, forman, mediante su
choque, su dispersión y su encuentro, el “doble” de la aventura» .6 De

6. «Son las palabras las que toman una actitud, no los cuerpos; las que se tejen,
no los vestidos; las que brillan, no las armaduras; las que retumban, no las tormentas.
Son las palabras las que sangran, no las heridas.» Así da pie Klossowski, en el prefacio
de su versión al francés de la Eneida de Virgilio (París, Galiimard, 1956), al título de la
recensión de Foucault: Les mots qui saignent, D.E., I, págs. 424-427.
INTRODUCCIÓN 11

ahí que esta aventura ni siquiera esté ya cumplida en la traducción. Es


la tarea de todo lector que sepa oír. Los dichos, entonces, llaman, con­
vocan, sentencian... están por decir, precisamente en la medida en
que, a su modo, a otro modo, se dicen también como escritura.
Lejos, pues, de toda voluntad de agotar un espacio y un tiempo,
los textos recogidos resultan, sin embargo, especialmente significati­
vos. Y no sólo para el conocimiento de una época de Foucault no
siempre bien atendida, o para hacerse cargo de los avatares del pen­
samiento francés contemporáneo, o para ampliar horizontes filosófi­
cos supuestamente hacia perspectivas más literarias. Los trabajos, en
efecto, ofrecen esbozos de una crítica literaria, quizás incluso mues­
tran cómo ésta puede llegar a ser, en este corte, fecunda. Pero, más
aún, se sitúan en el murmullo incesante en el que se despliega y de­
rrama hoy nuestro lenguaje, casi como lamento de un silencio incon­
veniente e imposible. Los textos despojan hacia la superficie, en la
que la experiencia del límite y la de permanecer en él sin defraudar ni
abandonar el lenguaje no pueden identificarse, inocentemente, con la
de alguna disciplina académica: es la tarea de otro pensar y no la del
pensamiento del pensamiento. Y más propiamente, la del habla.
Efectivamente, todo está poblado de tareas. Si ya en Nietzsche,
Ereud, Marx, Foucault propone la necesidad de establecer el catálogo
de todas las técnicas de interpretación,7 o en El pensamiento del afue­
ra la de definir las formas y categorías fundamentales de éste, a fin de
encontrar las huellas de su recorrido y sus destellos, los textos aquí
presentados responden a la cuestión de «si no se podría hacer, o por
lo menos esbozar con el paso del tiempo, una ontología de la litera­
tura a partir de estos fenómenos de autorrepresentación del lengua­
je»,8 tal vez a partir de las formas de reduplicación que corresponden
a su ser y que ofrecen signos que han de leerse como indicaciones on-
tológicas, signos para el propio lenguaje. Tales tareas se confirman
ahora y quedan en suspenso como labor no exclusiva de Foucault.
No será suficiente, por tanto, con rastrear hasta qué punto se cumple

7. Foucault señala que tras los temas relativos a las técnicas de interpretación está
el sueño de hacer en su día una especie de corpus general, de enciclopedia de todas
las técnicas de interpretación hasta hoy conocidas. Nietzsche, Freud, Marx, D.E., I,
págs. 564-579. Véase pág. 564 (trad. cast.: Anagrama, Barcelona, 2a, 1981, pág. 23).
8. Le langage á l’infini, D.E., I, págs. 250-261, pág. 253 (trad. pág. 140).
12 ÁNGEL GABILONDO

en sus textos posteriores. Este importante estudio, quizás impres­


cindible, no supondría para sujeto alguno la contemplación del ser
del lenguaje. La ontología de la literatura habrá de alumbrarse como
ontología en ella. Más exactamente, quizás, como sus propios límites.
Estos textos convocan hasta el extremo de invitar. Pueden consi­
derarse, en efecto, invitaciones, gestos hechos en público, más que
enseñanzas. No se reducen a una mera constatación personal, son ex­
periencias.9 De algún modo su interés radica, a la par, en la capacidad
de procurar la refutación pública de lo que somos. Del mismo modo,
«dichos» y «escritos» se impugnan mutuamente. Ya no son unos «di­
chos» y otros «escritos». Todos los textos quedan escritos y dichos,
esto es, reclaman el habla, que ya no es, sin más, de Foucault,

La experiencia del lenguaje

«En el fondo, nuestro problema —como el de la filosofía actual­


mente— es pensar y hablar.»10 No es suficiente, sin embargo, con de­
jar constancia de ello. Ahora bien, ni siquiera esto sería posible si no
correspondiera a un cierto número de experiencias, una verdadera
constelación, como el sueño, la locura, la sinrazón, la repetición, el
doble, el retorno... Foucault ha reconocido y valorado la mano y el di­
bujo de los surrealistas pero lejos de quedar abocado a un terreno
que podría considerarse psicológico, sitúa la experiencia no en el es­
pacio de la psyché sino en el del pensamiento: «Se intenta mantener al
nivel de una experiencia muy difícil de formular —la del pensamien­
to— un cierto número de pruebas límite como la de la razón, el sue­
ño, la vigilia, etc., de mantenerlas al nivel del pensamiento».11 Es
evidente que no es cuestión de considerar el lenguaje como un ins­
trumento de acceso o una superficie de reflexión para determinadas
experiencias. Foucault va más allá de estas lecturas del surrealismo,

9. Foucault ha insistido en que rechaza para su labor la palabra «enseñanza»: «Mis


libros no tienen exactamente ese valor. Son más bien invitaciones, gestos hechos en pú­
blico». Entretien avec Michel Foucaulty D.E., IV, págs. 41-95, pág. 47 y véase pág, 41.
10. Débat sur le román (dirigido por Foucault, con G. Amy, J.-L. Baudry, M.-J.
Durry, J.P. Faye, M. de Gondillac, C. Ollier, M. Pleynet, E. Sanguineti, P. Sollers, J.
Thibaudeau, J. Tortel), D.E., I, págs. 338-339, pág. 340.
11. Ibíd., pág. 339.
INTRODUCCIÓN 13

más exactamente de esta lectura de cierto surrealismo. Su tarea se re­


conoce en cauces seguidos por escritores como Philippe Sollers
quien, en su opinión, retoma el esfuerzo tan frecuentemente quebra­
do y que es asimismo el de Georges Bataille y Maurice Blanchot.
En septiembre de 1963, en el contexto del debate sobre «¿Una li­
teratura nueva?», organizado por Tel Quel, periódico y a la par pla­
taforma para la teoría y la práctica vanguardistas, fundado en 1960 por
Sollers, Hollier y otros, las referencias y citas llegan a ser inscripción
en cuestiones, reconocimiento de tareas y no sólo un acopio de nom­
bres y deudas. «¿Por qué Bataille ha sido para el equipo de Tel Quel
alguien tan importante sino porque ha hecho emerger de las dimen­
siones psicológicas del surrealismo algo que ha llamado “límite”,
“transgresión”, “risa”, “locura”, para hacer de ello experiencias del
pensamiento? Diría de buen grado que entonces se plantea la cues­
tión; ¿qué es pensar, qué es esta experiencia extraordinaria del pen­
samiento? Y la literatura en la actualidad redescubre esta pregunta
próxima pero diferente de la que recientemente ha sido abierta por la
obra de Roussel y de Robbe-Grillet: ¿qué es ver y hablar?»12
Resultaría desacertado, por tanto, considerar filosóficamente
irrelevantes una serie de textos supuestamente literarios, o relegarlos
a ejercicios de lenguaje en los que el desvarío es juego de palabras. El
lenguaje corre su suerte y es atravesado por sus propios peligros,
aquellos en los que reconoce su camino. No son experiencias con el
lenguaje, ya que el lenguaje mismo es el espacio denso en el que di­
chas experiencias se hacen. Se trata de una verdadera restitución, la
del ámbito en el que tienen lugar, surgen y se cumplen. El lenguaje no
se limita a relatar lo que parece haber sucedido lejos de él. La expe­
riencia es la que en el volumen del lenguaje lo desdobla y hace apare­
cer en él «un espacio vacío y pleno a la vez que es el del pensamien­
to» que es «quien habla, el de la palabra que piensa».13
Los textos aquí recogidos son experiencias, ejercicios de expe­
riencia en los que el propio lenguaje se conmina a abrir en su seno, a
reconocer en él, la distancia fecunda respecto de sí que le da que de­
cir: lenguaje dice lenguaje. Lejos de una simple tautología, los riesgos
son tan posibles como necesarios y fecundos. Y lo son en la medida

12. Ibíd., pág. 339.


13. Débat sur le román, o.c., pág. 340.
14 ÁNGEL GABILONDO

en que «vivimos en un mundo de signos y de lenguaje» y «la realidad


no existe, lo único que hay es el lenguaje y de lo que hablamos es del
lenguaje, hablamos en el interior de él».14 Convocados a este campo
de experiencias del lenguaje, se tratará más bien de experimentar (no
de hacer el experimento de) los avatares de sus peripecias y peligros.
Más aún, la cuestión no consiste simplemente en hacerse cargo de
la estructura de la lengua o en encadenar psicológicamente lo vivido:
«Lo que debe ser el objeto propio de cualquier discurso crítico no es
la relación de un hombre con un mundo, ni la de un adulto con sus
fantasmas o su infancia, ni la de un literato con una lengua, sino la de
un sujeto hablante con este ser singular, difícil, complejo, profunda­
mente ambiguo (ya que designa y da su ser a todos los demás, inclui­
do a sí mismo) y que se llama lenguaje».15 Con independencia del re­
conocimiento que en este punto hace Foucault de la aportación
«históricamente única» de Mallarmé,16 los textos no nos convocan a
una mera aceptación o imposición. En la medida en que la corres­
pondencia lo es al efectivo modo de proceder del propio lenguaje,
que se va trastornando en su quehacer, no estamos simplemente ante
anécdotas y curiosidades de determinados itinerarios y viajes, en los
que siempre hay lugar y momento para el comentario. Es un aconte­
cimiento, el de «la experiencia desnuda del lenguaje, la relación del
sujeto hablante con el ser mismo del lenguaje».17
La experiencia del lenguaje no es entonces una experiencia más
que «hacemos». Los escritos de Foucault no son simplemente ejerci­
cios con el lenguaje o acerca de él. Y no sólo porque afectan de modo
singular a quien los lee —como a quien los escribe—, hasta alterar as­
pectos concretos de su modo de ser. «Una experiencia es algo de lo
que uno mismo sale transformado.»18 Se trata de «textos-experien­

14. Ibíd., pág. 380.


15. Le Mallarmé de J.-P. Richard, D.E., I, págs. 427-437, pág. 436 (trad. pág. 211).
16. Véase asimismo L'homme est-il mort?, D.E., I, págs. 540-544, pág. 543.
«La experiencia es única entre otras razones porque el libro de Mallarmé hace casi
visible el invisible espacio del lenguaje.» (Langage et littérature, trad. pág. 101). «El li­
bro habla. El lenguaje es espacio» (ibíd., pág. 81).
17. LeMallarméde J.-P. RichardDLL I, pág. 436 (trad. pág. 211).
18. «Mis libros son para mí experiencias, en un sentido que querría lo más pleno
posible (...) Si debiera escribir un libro para comunicar lo que ya pienso antes de haber
comenzado a escribir, nunca tendría el valor de emprenderlo. No escribo sino porque
INTRODUCCIÓN 15

cia» de quien se ha reconocido como un experimentador y no un teó­


rico.19 Ello resultaría sólo en mayor o menor medida autobiográfico si
no afectara de modo radical a la noción misma de experiencia, a la la­
bor que cabe desarrollar y en definitiva a lo que, en los escritos que
nos ocupan, pueda significar pensar.
Hacer la experiencia de que ya no nos tendremos nunca, sin que
eso sea considerado, sin más, como una pérdida, es correr los riesgos
que implica corresponder a los avatares aquí propuestos. Foucault se
acompaña por quienes sin ser filósofos en el sentido institucional del
término, Bataille, Nietzsche, Blanchot, Klossowski, consideran que la
experiencia consiste en «intentar llegar a un cierto punto de la vida
que sea lo más próximo posible a lo inviable. Lo que se requiere es el
máximo de intensidad y, al mismo tiempo, de imposibilidad».20 La
fecundidad de los textos aquí recogidos radica en la experiencia que
procuran. A través de un determinado contenido permiten no sólo
hacernos cargo de lo que somos sino, a la par, de nuestro propio pre­
sente, ofreciéndonos aspectos inauditos del pensar, impidiéndonos
ser lo que ya venimos siendo y ofreciendo inesperados efectos, en los
que tanto lo que somos como el pensar juegan su suerte.
No se trata, sin más, de experiencias personales: «Esta experien­
cia, en fin, debe poder estar ligada hasta cierto punto a una práctica
colectiva, a una manera de pensar».21 Nos vemos constante y concre­
tamente conminados por los gestos públicos que estos escritos impli­
can. Nos invitan a desasirnos de lo que ya parecemos ser, de la verdad
que supuestamente abrigaríamos y, en definitiva, convocan a expe­
riencias directas que nos arrancan de lo que tenemos la certeza de po­
seer o de conocer. Nos impiden ser los mismos. Tal parece ser en
última instancia el corazón de estos escritos: «La idea de una expe­

no sé aún exactamente qué pensar de algo que me gustaría tanto pensar... De modo
que el libro me transforma y transforma lo que pienso.» Entretien avec Michel Fou­
cault, D.E., IV, págs. 41-95, págs. 41-42.
19. Ibíd., pág. 42.
20. Ibíd., pág. 43.
21. Ibíd., pág. 47. Foucault, aunque destaca que no se trata de trasponer en el
saber experiencias personales, dado que la transformación de la experiencia no ha de
ser simplemente de la de uno (ibíd., pág. 46), sin embargo reconoce que en su forma­
ción intelectual resultaron decisivas un cierto número de experiencias que pueden
considerarse personales (pág. 43).
16 ÁNGEL GABILONDO

rienda límite que arranque ai sujeto de sí mismo». No es cuestión, por


tanto, de proyectar una mirada reflexiva sobre aspectos de lo vivido, de
encontrar útiles significaciones o rentables pensamientos. Lo que está
(se pone) en juego en estos dichos y escritos es la verdad de lo que so­
mos, no sólo la difícil relación con la verdad, sino una radical involu-
cración en la experiencia hasta el extremo de que la misma verdad vie­
ne a perderse (en algo otro). Si «se escribe para ser otro que el que se
es» y «hay una modificación del modo de ser que se atisba a través del
hecho de escribir»,22 la experiencia convoca a una determinada rela­
ción con el texto. Por ella, quien finalmente es hablando y escribiendo
hasta formar parte, siquiera en los múltiples rostros de la ausencia, del
texto mismo, no se reduce a ser simplemente su obra en sus libros.23
Desde tal punto de vista, estos escritos son sencillamente exigentes.

El retorno del ser del lenguaje

No es suficiente con destacar que estamos ante escritos-experien­


cia que en la medida en que lo son reclaman que se prosiga su queha­
cer correspondiendo con el encaminarse del posible lector. La cues­
tión llegará a ser «¿cómo se forja una experiencia?», ya que no se
trata, como señalábamos, de que los textos se digan a través de un
mero proceso psicológico en el que uno se complace o angustia. Es
más, desde 1961, con Historia de la locura, se confirma un modo de
proceder del que forman parte decisiva los trabajos ahora recogidos
y que se presentará posteriormente en las palabras casi iniciales de su
texto más conocido con una dimensión no siempre atendida. «Se nos
muestra como encanto exótico de otro pensamiento, es el límite del
nuestro: la desnuda imposibilidad de pensar <?r/o.»24
La alteración no es sólo la de quien pretenda hacerlo sino la de todo
lenguaje en el que quepa decirse. Cuando las palabras dejan de entre­
cruzarse con las representaciones, el lenguaje sólo existe en una deter­

22. Archéologie d’une passion, D.E., IV, págs. 509-608, pág. 605.
23. Ibíd., véase pág. 607. En este caso, Foucault se refiere concretamente a Ray-
mond Roussel.
24. El texto de Borges cumple ya lo que dice, que resuena en el de Foucault. Les
mots et les chases. Une archéologie des sciences humaines, París, Gallimard, 1966, pág.
7 (trad. cast.: México, Madrid, Buenos Aires, Bogotá, Siglo XXI, 9a, 1978, pág. 1).
INTRODUCCIÓN 17

minada dispersión, un desparramamiento, una multiplicidad misterio­


sa. La pregunta de Nietzsche ¿quién habla?, se encuentra con la res­
puesta de Mallarmé la palabra misma, su ser enigmático y precario.
Así se confirma una distancia nunca salvada entre la pregunta y la res­
puesta, que propicia múltiples interrogantes; entre ellos, el que recorre
los escritos que nos ocupan. En la misma medida, son éstos los que ade­
más de efectuar la experiencia de las cuestiones, las hacen posibles:
«¿Qué relación hay entre el lenguaje y el ser, y es al ser al que siempre
se dirige el lenguaje, al menos aquel que habla verdaderamente? ¿Qué
es pues este lenguaje que no dice nada, que no se calla jamás y que se lla­
ma “Literatura”?».25 Es en efecto un lenguaje, pero transgresivo, entre
otros motivos, porque en ella sólo hay un sujeto que habla y es el libro.26
La literatura es el lenguaje del libro mismo en la desnudez de la palabra.
Pero la irrupción de la fragilidad de la palabra, de la palabra en
su fragilidad, no es ningún acto de debilidad. Corresponde más bien
al «pensamiento, al ras de su existencia, de su forma más matinal»,
donde originariamente «es en sí mismo una acción —un acto peli­
groso».27 El juego resulta clave y resurge en él la cuestión del ser del
lenguaje como interrogante sobre lo que es el lenguaje en su ser. Di­
cha cuestión está confiada a la palabra que no ha dejado de plantear­
la, pero que por primera vez se la plantea a sí misma. «El que la lite­
ratura de nuestros días esté fascinada por el ser del lenguaje esto no
es ni signo de un fin ni la prueba de una radicalización: es un fenó­
meno que enraiza su necesidad en una configuración muy vasta en la
que se dibuja toda la nervadura de nuestro pensamiento y de nuestro
saber.»28

25. Ibíd., pág. 317 (trad. pág. 298). Véase «L’homme et ses doubles, I. Le retour
du langage», c. IX, págs. 314-318 (trad. págs. 295-299).
El reconocimiento es explícito. Tanto a la labor de Nietzsche, «el primero en acer­
car la tarea filosófica a una reflexión radical sobre el lenguaje», como a la de Mallarmé:
«Es la que nos domina ahora; en su balbuceo encierra todos nuestros esfuerzos actua­
les por devolver a la constricción de una unidad quizás imposible el ser dividido del
lenguaje» (pág. 316, trad. pág. 297).
26. Langage et littérature, trad. pág. 81.
27. Foucault nos lo recuerda: «Sade, Nietzsche, Artaud y Bataille lo han sabido
por todos aquellos que han querido ignorarlo; pero también es cierto que Hegel, Marx
y Freud lo sabían». (Les mots et les choses, pág. 339, trad. pág. 319).
28. Les mots et les choses, pág. 394 (trad. pág. 371).
18 ÁNGEL GABILONDO

Foucault recoge finalmente en Las palabras y las cosas una expe­


riencia contemporánea que es la que se efectúa en sus propios tex­
tos, en la lectura que realizan y en su reescritura; aquella en la que se
despliega de modo riguroso nuestra cultura: Es el retorno del len­
guaje. Este se produce no como manifestación de un poderoso fun­
damento, ni como proveniente de recónditos lugares por inespera­
dos caminos. El retorno no es una simple reaparición. Exige un
modo de proceder que se provoca en los escritos presentados en tan­
to que dan cuenta de la verdad de una experiencia. «Desde el inte­
rior del lenguaje probado y recorrido como lenguaje, en el juego de
sus posibilidades tensas hasta el extremo, lo que se anuncia es que el
hombre está “terminado” y que, al llegar a la cima de toda palabra po­
sible, no llega al corazón de sí mismo, sino al borde de lo que lo li­
mita: en esta región en la que ronda la muerte, en la que el pensa­
miento se extingue, en la que la promesa del origen retrocede
indefinidamente.»29 Se trata de un verdadero nuevo modo de ser de
la literatura, prueba de las formas de la finitud en el lenguaje, reve­
lado en obras como las de Artaud o Roussel y que precisamente en
su fragilidad e insuficiencia conlleva una extremidad no siempre so­
portable: es la irrupción del lenguaje en una intemperie múltiple. Di­
cho modo de ser «se ha manifestado en el interior de la locura —la
figura de la finitud se da así al lenguaje (como aquello que se desve­
la en él), pero también antes de él, más acá, como esta región infor­
me, muda, insignificante, en la que el lenguaje puede liberarse. Y en
realidad es en este espacio puesto así al descubierto, donde la litera­
tura, primero con el surrealismo (pero bajo una forma aún muy dis­
frazada), después, cada vez de modo más puro, con Kafka, Bataille,
Blanchot, se da como experiencia: como experiencia de la muerte (y
en el elemento de la muerte), del pensamiento impensable (y en su
presencia inaccesible), de la repetición (de la inocencia original,
siempre en el término más cercano del lenguaje y siempre más aleja­
do); como experiencia de la finitud (tomada en la apertura y consti­
tución de esta finitud)».30
La literatura como experiencia de la muerte, de lo impensable, de
la repetición, de la finitud abre ese espacio en el que irrumpe en efec­

29. Ibíd., págs. 394-395 (trad. pág. 372).


30. Ibíd., pág. 395 (trad. pág. 372).
INTRODUCCIÓN 19

to el lenguaje en su ser, al correr la suerte de su propio probarse y re­


correrse, en el juego de sus posibilidades. Sale al encuentro de su pro­
pia desaparición. Ahí, sin embargo, el sujeto no halla su verdadero
rostro. Aún más, la lectura de Bataille, de Blanchot y también a tra­
vés de ellos de Nietzsche,31 implica para Foucault algo diferente de
una suerte de especulaciones sobre el cuestionamiento de la catego­
ría de sujeto, su supremacía o su función fundadora: «Poner en cues­
tión al sujeto significaba experimentar algo que conduciría a su des­
trucción real, a su disociación, a su explosión, a su inversión en algo
completamente otro».32
Ya desde Historia de la locura se provoca la suficiente convul­
sión como para comprender que la alteración correspondía, a su
vez, al propio lenguaje y que en ella se jugaban, a la par, las posibi­
lidades de quien atendiera sus riesgos hasta reconocerlos suyos. El
destino común se cumple, por un lado, como «relación del sujeto
hablante con el ser mismo del lenguaje», lo que puede denominar­
se, como ya recordábamos, «la experiencia desnuda del lenguaje».33
Más aún, el juego propio y autónomo del lenguaje encuentra su
campo donde el hombre no cesa de borrarse y desaparecer, y la li­
teratura es el lugar en el que se cumple el vacío de tal esfumación
en beneficio del lenguaje.34 Pero la irrupción del lenguaje en ese va­
cío es el reconocimiento de que en efecto era su no-lugar. De ahí
que la experiencia de la literatura moderna resulte clave para la
configuración de la episteme de la modernidad, aquella en la que el
hombre es contemporáneo del espacio de su finitud. Precisamente
la literatura moderna surge en la misma episteme en que aparecen
las ciencias humanas, en la misma experiencia de disolución del
hombre en el ser del lenguaje. Pero la propia literatura trasciende la
modernidad y vislumbra una nueva experiencia, aquella que procu­

31. «Sé muy bien por qué he leído a Nietzsche: he leído a Nietzsche gracias a (a
cause de) Bataille y he leído a Bataille gracias a Blanchot.» Structuralisme el poststruc-
turalisme, DE., IV, págs. 431-457, pág. 437.
La lectura de Nietzsche supone para Foucault una auténtica fractura: «Hay una his­
toria del sujeto del mismo modo que hay una historia de la razón». (Ibíd., pág. 436).
32. Entretien avec Michel Foucault, (con D. Trombadori, en París, a finales de
1978), D.E., IV, págs. 41-95, pág. 48.
33. Véase LeMallarméde J.-P. Richard, págs. 427-437, pág. 436 (trad. pág. 211).
34. L’homme est-il mort?, D.E., I, págs. 540-544, véase pág. 544.
20 ÁNGEL GABILONDO

ra la dispersión del espacio representativo en el que se asienta el len­


guaje discursivo, a fin de entregarse en la búsqueda del ser del lenguaje
en su silencio?5
Con ello se produce una auténtica convulsión en el seno de la li­
teratura, un trastorno interior, en cierto sentido sin bullicio, discreto,
que obedece a la liberación de nuevos modos de la ficción en la obra
literaria («lenguaje neutro hablando completamente solo y sin lugar,
en un murmullo ininterrumpido, hablas ajenas irrumpiendo...»)?6
que supone el retorno a la propia literatura, desde el interior de ella,
de textos olvidados. Más bien se recupera una memoria que quizás
carece de recuerdo, en la que brotan en su aventura dichos y escritos
nunca vistos. En tal caso, nada menos acertado que desatender no
sólo la literatura como experiencia sino además la efectiva experien­
cia de la literatura. «Toda literatura está en una relación con el len­
guaje que es en el fondo la que el pensamiento mantiene con el saber.
El lenguaje dice el saber no sabido de la literatura.»3' Los escritos de
Foucault que ahora nos ocupan cobran en esta perspectiva todo su
alcance filosófico y más que filosófico. Se inscriben en la labor del
lenguaje por decirse lo que nunca se dijo, por decirse a sí mismo
como nunca lo hizo porque, sin ocultárselo, jamás lo necesitó como
sólo ahora puede más que saberlo. La labor es tarea del pensar, pero
de otro modo. El pensamiento no es ya una mirada abierta sobre for­
mas claras y fijadas en su identidad; «es gesto, salto, danza, desvia­
ción extrema, tensa oscuridad»?8

35. «Quizás eso que se debe llamar con todo rigor “literatura” tiene su umbral de
existencia allí precisamente, en ese fin del siglo xvm, cuando aparece un lenguaje que
recupera y consume en su rayo cualquier otro lenguaje, alumbrando una figura oscura
pero dominadora, donde desempeñan su papel la muerte, el espejo y el doble, el en­
sortijamiento al infinito de las palabras.» Le langage a l’infini, D.E., I, págs. 250-261,
pág. 260 (trad. págs. 153-154).
. 36. L’arriére fable, D.E., I, págs. 506-513, pág. 507 (trad. pág. 214).
37. L’homme est-il mort?, a.c., pág. 544.
38. El recurso a Deleuze (Différence et répétition) permite a Foucault la senten­
cia: «Es el fin de la filosofía (la de la representación). Incipit philosophia (la de la dife­
rencia)». Ariane s’est pendue, D.E., I, págs. 767-771, pág. 769.
La tarea es tarea filosófica. Podría incluso esbozarse el carácter del nuevo pensa­
miento, que se abre paso frente a las exigencias de totalización o de fundamentación.
Así procede, por ejemplo, Navarro Cordón, Juan Manuel, «Project und Philosophie,
zura “philosophischen Projekt” Foucaults», en Rühle, Volker (comp.), Beitrage zur
Philosophie aus Spanien, Friburgo/Munich, Aber-Reihe Philosophie, 1992.
INTRODUCCIÓN 21

La locura del lenguaje

El lenguaje vuelve en sí curiosamente ganando la constancia de


su propia insuficiencia. La Historia de la locura es un cierto retorno
no sólo del lenguaje en la historia sino, y de modo más decisivo, de
inversión de la historia en lenguaje,39 de recuperación —como de una
enfermedad— no tanto de sus palabras cuanto del vacío que da per­
manentemente que decirlas. «Descubierta como un lenguaje que se
callaba en su superposición a sí mismo, la locura no manifiesta ni
cuenta el nacimiento de una obra (o de cualquier cosa que, con genio
o con buena suerte, habría podido llegar a ser una obra); designa la
forma vacía de la que viene esa obra, es decir, el lugar donde no deja
de estar ausente, donde jamás se la hallará, porque nunca se ha en­
contrado allí. Allí, en esta región pálida, en este escondite esencial, se
revela la incompatibilidad gemelar de la obra y de la locura; es el pun­
to ciego de la posibilidad de cada una y de su exclusión mutua.»40
Foucault insiste en que desde Roussel, desde Artaud, la cuestión no
consiste en enunciar con determinada habilidad, calidad o genio di­
cha forma vacía. «Ha llegado el tiempo de percibir que el lenguaje de
la literatura no se define por lo que dice, ni por esas estructuras que
lo hacen significativo, sino que, en cambio, tiene un ser, y es sobre
este ser sobre el que hay que interrogarlo.»41
Quede de lado en este momento lo que el texto de Historia de la
locura ha podido significar para la consideración de ésta, para la
puesta en juego de tantas posiciones ya preestablecidas, para la aper­
tura de nuevas perspectivas de lectura, para la actitud social ante ella.
Pero subrayemos la experiencia del lenguaje que conlleva. La historia
de la locura es locura del lenguaje. Sin olvidar el dolor y sufrimiento
de esta experiencia, la cuestión será cómo podemos hacernos cargo

39. Refiriéndose al siglo xix, Foucault señala que «el papel que jugó entonces la
historia lo juega ahora el lenguaje». Débat sur la poésie (con J.-L. Baudry, M.-J. Durry,
J.P. Faye, M. Pleynet, E. Sanguíneti, P. SoIIers, J. Tortel), D.E., I, págs. 390-406, pág.
400.
40. La folie, l’ahsence d’oeuvre, D.E., I, págs. 412-420, pág. 419 (trad. apéndice
a Historia de la locura en la época clásica, México, F.C.E., 2a, 1976, 2 t., t. II, págs.
328-340, págs. 337-338).
41. Ibíd., pág. 419 (trad. pág. 338).
22 ÁNGEL GABILONDO

de una palabra que ni siquiera se limita a encontrar obstáculos para


ser proferida, es palabra, la palabra en que uno mismo consiste, y que
no se posee. Ni se tiene a mano, ni se tiene en absoluto. La incompa­
tibilidad y el desgarramiento sin reconciliación laten en el lenguaje de
la locura, y «del lado del lenguaje, ahí donde se repliega sin decir
nada aún, está a punto de nacer una experiencia, en la que va nuestro
pensamiento; su inminencia, ya visible pero absolutamente vacía, no
puede aún nombrarse».42
Es esta experiencia la que nos convoca y a la que somos convoca­
dos por la necesidad. Precisamente en el mismo año en que se publi­
ca Historia de la locura, Foucault destaca en la Introducción a los Diá­
logos de Rousseau43 hasta qué punto es el propio lenguaje el que
delira. En la medida en que él prescribe a una obra su espacio, su es­
tructura formal y su existencia como obra de lenguaje, puede confe­
rir al lenguaje segundo, que reside en el interior de la obra, una ana­
logía con el delirio. «Hay que distinguir: el lenguaje de la obra, éste
es, más allá de ella misma, aquello hacia lo que se dirige, es lo que
dice; pero también, más acá de ella misma, es aquello a partir de lo
que habla.»44 Se produce de este modo un desplazamiento que su­
braya un aspecto clave. La categoría de locura se aplica al lenguaje, en
la medida en que éste desde el fondo de sí mismo la hace posible,
cabe en él.45 Se cumple entonces un lugar en el que la ausencia (de
obra) es viable gracias a la presencia de la obra del lenguaje, del len­
guaje como obra. En su seno, se abre una ausencia constitutiva. La lo­
cura es un modo de ser del lenguaje, aquel en el que la transgresión
es su propia confirmación.
Lo que ahora resultaría interesante es concretamente un discurso
que se emplazara en la postura gramatical —y más que gramatical—,
«de esa “y” de la locura y de la obra, un discurso que interrogara este
entredós en su indivisible unidad y en el espacio que abre no podría
sino cuestionar el Límite, es decir, esa línea donde la locura es ruptu­

42. Ibíd., pág. 420 (trad. pág. 340).


43. Introduction, en Rousseau juge de Jean-Jacques. Dialogues, D.E., I, págs.
172-188.
44. Ibíd., pág. 188.
45. Efectivamente es el lenguaje el que, a partir de sí, abre el delirio al espacio
empírico de la locura (como lo hizo también al del erotismo o al del misticismo). Véa­
se ibíd., pág. 188.
INTRODUCCIÓN 23

ra perpetua».46 Es, por tanto, una tarea. No cualquier lenguaje, sin


más, se hace cargo de esta profunda «incompatibilidad», ni lo hace
como espacio de la falta.
Foucault muestra con alguna solemnidad el momento crucial en
el que esta experiencia se hace posible: «Es en nuestro lenguaje don­
de la muerte de Dios ha repercutido profundamente, por el silencio
que ella ha situado en su principio, y que ninguna obra, a menos que
no sea sino pura charlatanería, puede recubrir. El lenguaje ha adqui­
rido entonces una estatura soberana: surge como llegado de otra par­
te, de allí donde nadie habla; pero sólo es obra si, remontando su pro­
pio discurso, habla en la dirección de esa ausencia».4' No basta, por
tanto, con decir que el siglo xix es el de la historia y el nuestro el del
lenguaje. Más bien, se trata de hacerse cargo de la vértebra y matriz
del lenguaje y no como garante fundamentador en el que reposa el
sentido, ni como supuesto sustento en el que descansa el discurrir de
los acontecimientos. La ausencia de obra se hace factible. La locura
inaugura el tiempo de la verdad de aquélla. La «incompatibilidad» se
muestra porque hay un espacio común en el que puede tener lugar «y
es que la continuidad del sentido entre la locura y la obra sólo es posi­
ble a partir del enigma de lo mismo que deja que aparezca lo absoluto
de la ruptura. La abolición de la obra en la locura, el vacío al que es
atraída el habla poética como hacia su desastre, es lo que autoriza en­
tre ellas el texto de un lenguaje que les sería común».48 Esto es así
porque la partición forma parte de nuestra cultura y ello se corres­
ponde al vínculo entre la obra y la ausencia de ésta,49 aquel en el que
la obra lleva en sí su borrarse y abolirse, al estar constituida no sólo
por lo que carece sino, y de modo decisivo, por su propio faltar. Las
diferencias corresponden al enigmático diferenciarse de lo mismo.
Tal vínculo cobra cuerpo en la escritura que se cumple con inde­
pendencia de todo posible lector, de todo placer, de toda utilidad.
Ello confirma su parentesco con la locura. Lo que antes era «incom­

46. Un discurso así sería, para Foucauit, el de Maurice Blanchot. Le «non» du


pére, D.E., I, págs. 189-203, págs. 201-202 (trad. pág. 121).
47. Ibíd., pág. 202 (trad. pág. 122).
48. Ibíd. pág. 202 (trad. pág. 121).
49. Es aquí donde Foucault destaca el lugar único y ejemplar de Holderlin.
(Ibíd., pág. 203, trad. pág. 122.)
24 ÁNGEL GABILONDO

patibilidad» es ahora la constatación de que no se vive ni muere sino


de escribir, es decir, la de la gemela posibilidad e imposibilidad de es­
cribir y de ser.50 El asunto, por tanto, no se reduce a que la locura es,
en cierto modo, un lenguaje que no se identifica con la palabra trans­
mitida, moneda de cambio, sino que a la par «esta escritura no circu­
latoria, esta escritura que se tiene en pie es justamente un equivalen­
te de la locura»,51 de aquella que se produce en el acto mismo de
escribir, acto transgresivo. En su experiencia extrema, el lenguaje de
la locura es ahora, gracias a la escritura en la que se cumple su carác­
ter subversivo, la locura del lenguaje, su decisión sagital hacia el vacío
de sentido.52

Transgresión e impugnación

El interés de Foucault por la experiencia de la literatura contempo­


ránea viene a ser, desde este punto de vista, una ocasión central y privi­
legiada para hacerse cargo, con todos los riesgos, del retomo del ser del
lenguaje. En él y con él la ausencia se muestra constitutiva, la distancia
se confirma en cada curso, y en toda posible posesión no es uno mismo
ni el que posee ni el que se posee. Entonces la pérdida no es mero ex­
travío. Precisamente el mismo 1964 en que aparece, en La Table Ron­
de, La folie, l’absence d’oeuvre, Foucault lee, en el mes de julio, una sig­
nificativa ponencia en el Coloquio de Royaumont sobre Nietzsche,5’ un
año después de la conferencia de i'el Quel celebrada en Cérisy. No es
cuestión de centrarse ahora en su exposición sobre la interpretación, ni
en la importancia del texto entonces presentado y su relación con mo­
mentos clave de Les mots et les choses. Se ha destacado,54 en todo

50. Foucault subraya por ello la mutua pertenencia de la escritura y la locura, que
Nerval ha hecho surgir en los límites de la cultura occidental. L’obligation d’écrire,
D.E., I, pág. 437.
51. Folie, littérature, société, D.E., II, págs. 104-128, pág. 114.
52. Véase Gros, Frédéric, «Littérature et folie», Magazine littéraire, Dossier
«Foucault aujourd’hui», octubre, 1994, págs. 46-48.
53. Nietzsche, Freud, Marx. El texto se publica en 1967. Véase D.E., I, págs.
564-579 (trad. Barcelona, Anagrama, 1970).
54. Macey, David, Las vidas de Michel Foucault, Madrid, Cátedra, 1995,
pág. 207.
INTRODUCCIÓN 25

caso, el entorno más propiamente filosófico en el que se encuentra


Foucault. Presidida por Martial Guéroult, la reunión de distinguidos
pensadores y escritores como Pierre Klossowski, Gilíes Deleuze, Jean
Beaufret, Jean Wahl, además de editores y especialistas como Gior-
gio Colli y Mazzino Montinari, consolida, si cabe, la posición de Fou­
cault, que llegará a ser profusamente leído. El, en todo caso, puede
ser considerado un lector de Nietzsche?5 Tal vez decir eso resulte
ahora poco clarificador ya que toda la filosofía contemporánea, con
independencia de que en muchos casos no se haya detenido explíci­
tamente en sus textos, lo es. Lejos de la presunta inocencia desintere­
sada de las palabras, éstas imponen interpretación, desean, buscan,
procuran efectos. En ocasiones tan inesperados e imprevisibles que
no cabe declararse sujeto sino en tanto que desconsiderado y supues­
to controlador de sus procesos.
Si la tarea de la versión francesa del proyecto común, con italia­
nos y holandeses, de traducir a Nietzsche corrió a cargo de Foucault
y Deleuze, es significativo que la publicación de las Oeuvres philosop-
hiques se inicie, en 1967, tras la introducción general, con Le gay sa-
voir, en versión de Pierre Klossowski. Y lo es porque el interés y la
atracción que suscita en Foucault este magnífico e inclasificable pen­
sador puede considerarse, en primera instancia, al menos perturba­
dora. Los escritos aquí recogidos se ven envueltos en este entorno en
el que hacia 1963 Foucault conoce a Klossowski. No es cuestión de
presentar a quien no lo precisa.55 56 Escritor y traductor, en toda su la­
bor no parece dejar de dibujar escenas en las que la representación
trata de representarse a sí misma. La escena es siempre instantánea y
no hay tiempo para retener en verdad lo ocurrido sino en el modo de
una representación en la que lo que se diga implique lo que otros de­
nominarían contradicción. El simulacro no simula nada. Presenta la
imposibilidad de la absoluta presentación. Y si simula algo es con­
cretamente que uno ya es. El simulacro se confirma cuando uno se

55. Un lector invertido y descompuesto por esa lectura: «Seguí siendo ideológi­
camente “historicista” y hegeliano hasta que leí a Nietzsche». Qui étes-vous professeur
Foucault?, D.E., I, págs. 601-620, pág. 613. Esta cuestión exigirá un mayor deteni­
miento.
56. Véase en su caso el excelente trabajo de Alain Arnaud, Pierre Klossowski,
París, Seuil, 1990.
26 ÁNGEL GABILONDO

pierde viéndose venir en lo que viene y no se limita a ver, dado que es


él en otro lugar, a esa distancia sin medida en la que ser sí mismo con­
lleva estar fuera de sí, tanto para ver como para ser visto.57
Sin necesidad de fingimiento, la ficción no es ya vía hacía un más
acá o más allá donde aguardan nuevos secretos. ¿Y si no fuera «sino
el trayecto de flecha que nos golpea los ojos y nos ofrece todo lo que
aparece? Entonces lo ficticio sería además lo que nombra las cosas,
las hace hablar y da en el lenguaje su ser compartido ya por el poder
soberano de las palabras»,58 algo que reside como lo hace lo que no
existe en lo que existe. Foucault considera, en todo caso, que la ex­
periencia de ello exigiría borrar las palabras que, por contradictorias,
permitirían dialectizarla.
En este espacio en el que la experiencia de la literatura contem­
poránea se entrecruza con la de la lectura de Nietzsche, brota con vi­
gor el propio lenguaje transgrediendo sus límites, confirmando a la
par su urgencia y su existencia. Es el propio ser del lenguaje el que re­
torna para desconcierto de Foucault, quien ya subraya con claridad la
necesidad de un lenguaje no dialéctico. Tal necesidad no es resultado
operativo de ciertas técnicas o procedimientos, es una experiencia, y
no simplemente de Foucault. El lenguaje no puede más, y no se trata
de una fatiga sino de un cierto autorrebasamiento, en la dirección de
hacerse cargo de los efectos de sus acciones y de su ser, hasta el fi­
nal.59
Puede decirse, por tanto, que la cuestión no se reduce a la cons­
tatación de la importancia de la lectura de Nietzsche en los textos que
nos ocupan. Se trata de incidir en todo un modo de hacer, una activi­
dad que se ejerce en diversos campos y que procura una nueva expe­
riencia del pensar. El propio Foucault ha sido reiteradamente explí­

57. «Ser fuera de sí, consigo, en un “con” donde se cruzan los que están lejos.»
Distance, aspect, origine, D.E., I, págs. 272-285, pág. 275 (trad. pág. 168).
58. Ibíd., pág. 280 (trad. pág. 174).
59. «Robertc. ...Esa puesta fuera de sí que sugiere a los demás, a fuerza de expli­
cársela mediante sus dogmas “carcomíticos”. Es eso exactamente lo que hay que des­
truir.
»Octave\ Entonces, anule la conciencia humana.
»Roberte\ Al contrario, es a curarla de su infección dialéctica a lo que yo aspiro.(...)
desafiarlo a sufrir fríamente la consecuencia de sus actos.» Klossowski, Pierre, Rober-
te esta noche, Barcelona, Montesinos, 1989, págs. 100-102.
INTRODUCCIÓN 27

cito al respecto. «Nietzsche, Blanchot y Bataille son los autores que


me permitieron liberarme de quienes dominaron mi formación uni­
versitaria, a comienzos de los años cincuenta: Hegel y la fenomenolo­
gía.»60 Tal «liberación» es tarea de toda la vida filosófica de Foucault
y la constatación de su dificultad.61 Pero se trata de un concreto He­
gel, el de su configuración «francesa», el reescrito por la portentosa
lectura de Kojéve (de directa influencia en Bataille, Bretón, Klos-
sowski, Lacan), el vertido por el cuidado de Hyppolite (a partir de su
traducción y comentario de la Fenomenología), el de las lecciones de
Jean Wahl. El Hegel sin duda presente en la disertación de Foucault
hoy desconocida sobre «La constitution d’un transcendental dans la
Phénoménologie de l’esprit», presente siquiera en el modo de algo a
partir de lo cual pensar de otra manera. Más aún y con carácter bien
próximo, el Hegel del renombrado Sartre. Y con ello, diversas prefe­
rencias, por Merleau-Ponty, por Husserl. La «liberación» de Fou­
cault es, en alguna medida, la de la sujeción radicalizada de la filo­
sofía a la historia de la filosofía, hasta el extremo de una cierta
reducción. Así, el hegelianismo fuertemente penetrado de fenomeno­
logía y de existencialismo parecería en ocasiones no tener más que
proponer que una conciencia desdichada, ni más que ofrecer que una
determinada filosofía del sujeto de corte más dramático que trágico.

60. Entretien avec Michel Foucault, D.E., IV, págs. 41-95, pág. 48.
No debe dejarse al menos de mencionar que en esa liberación del universo dialéc­
tico supone una auténtica sacudida intelectual la influencia de músicos seriales y do-
decafonistas franceses como Boulez o Barraqué, autor precisamente este último de una
cantata, interpretada en 1955, y con texto, entregado por Foucault, de Nietzsche (Qui
étcs-vousprofesseur Foucault?, a.c., véase pág. 613).
Foucault reconoce que el problema del signo material ha sido abordado por la mú­
sica con técnicas más avanzadas que las de la literatura y la filosofía. (Débat sur le ro­
mán, o.c., pág. 381.) Pero no sólo la música. Foucault habla de una cultura no dialécti­
ca. Klee, al hacer aparecer en forma visible todos los gestos, actos, grafismos, rasgos,
alineamientos y superficies que pueden constituir la pintura, hace del acto mismo de
pintar el saber de la pintura misma (L’homme est-il morí?, a.c., pág. 544).
61. Baste recordar el texto bien conocido de L’ordre du discoursi escapar de He­
gel supone contar con él y saber lo que es todavía hegeliano en aquello que nos permi­
te pensar contra él (París, Gallimard, 1971, págs. 74 y sigs., trad. Barcelona, Tusquets,
1973, págs. 58 y sigs.). Dicha tarea compleja y dificultosa es en efecto «también y sobre
todo filosófica, la de buscar lo que es el pensamiento sin aplicar las viejas categorías, in­
tentando ante todo salir de esta dialéctica del espíritu que una vez definiera Hegel»
(Débat sur le román, o.c., pág. 340).
28 ÁNGEL GABILONDO

En estos textos Foucault se encuentra entre aquellos que cometie­


ron la «insensatez» de leer tanto a Hegel como a Nietzsche, soportando
las consecuencias. Más aún, se hace cargo de la experiencia del lengua­
je que ello conlleva y que a su modo se hace patente no sólo «filosófica­
mente». De hecho Foucault, que reconoce haber crecido encerrado en
un horizonte marcado por el marxismo, la fenomenología, el existencia-
lismo, etc., no cesa de considerarlos no sólo extremadamente interesan­
tes sino incluso estimulantes. Sin embargo, con el tiempo —y no sim­
plemente con él— la sensación de ahogo y el deseo de otros lugares le
conducen a unas lecturas quizás incatalogables, diferentes, que pasan
entre otras por Beckett, Robbe-Grillet, Blanchot, Bataille, Butor, Bar-
thes, Lévi-Strauss... en una relación clave en los escritos aquí recogidos.6263
Se trata de una nueva experiencia que viene a ser sin duda una
transformación, un tornar, un dar la vuelta (retournement), un cierto
retomo, pero a la par un bien determinado trastorno, aquel en el que
quizás el sujeto no sea la única forma de existencia posible y en el
que quepan experiencias en el curso de las cuales el sujeto ya no sea
dado, en sus relaciones constitutivas, en lo que tiene de idéntico a sí
mismo; experiencias en las que el sujeto pueda disociarse, quebrar la
relación consigo mismo, perder su identidad.6J
La cuestión podría alterarse si no se otorgara un decisivo protago­
nismo a los autores que son objeto de estudio en los textos aquí reco­
gidos. Podría decirse que más bien es la lectura de, por ejemplo Blan­
chot o Bataille, la que acerca a Foucault a Nietzsche y a Heidegger.64
Con independencia de que le interesaran, parece fundado considerar
que estos escritos alumbran en Foucault perspectivas realmente origí­
nales, en las que no se limita a pensar en ellos, sino con ellos, hasta
abrirlos más allá de sí. El entorno Nietzsche es un entorno suyo en el
que se halla «como emparentado una suerte de punto de encuentro
entre el discurso sobre las experiencias límite, donde se trataría para el
sujeto de transformarse a sí mismo, y el discurso sobre la transforma­
ción del sujeto mismo mediante la constitución de un saber».65

62. Véase Archéologie d’une passion, o.c., pág. 608.


63. Foucault se pregunta: «¿No ha sido ésta la experiencia de Nietzsche con el
eterno retorno?». Entretien avecMichel Foucault, D.E., IV, pág. 50.
64. Ibíd., pág. 48.
65. Ibíd., pág. 57.
INTRODUCCIÓN 29

De este modo cobra una importancia filosófica decisiva, ya que uno


mismo está involucrado y comprometido en el seno de su propio saber.
Aquí no hay dos historias. Este aspecto resulta clave para comprender
con Foucault cómo el hombre vive transformando en objetos de cono­
cimiento ciertas de sus experiencias límite, desde la muerte hasta la lo­
cura. Y entonces los textos que nos ocupan muestran su alcance. «Se
trata siempre de experiencia límite y de historia de la verdad»,66 ya que
ésta forma parte de la historia del discurso y de su práctica. En los tex­
tos se juega en efecto la verdad, que corre su suerte y su destino.
La proximidad vendrá a ser intimidad, una vez que la distancia ya
no es sin más la de quien habla respecto de lo que dice, la de quien es­
cribe respecto de él mismo, ni siquiera, sin más, la del lenguaje con las
cosas. El propio lenguaje es su distancia, difiere de sí, y toda ficción
se nutre y se sostiene en la fecunda afirmación de esta quiebra y falla
que le da que decir. La cuestión no consistiría en hablar de ellas cuan­
to en hacerlo a partir de esta experiencia que sólo se cumple como
tal, a su vez, como lenguaje. El mismo es el lugar de la falta, y tal dis­
tancia, fractura y dispersión no es sólo lo que nos hace hablar. Más
exactamente responde a lo que el propio lenguaje es. Como nos re­
cuerda Foucault, no son los temas de la literatura de hoy sino lo im­
pensable de ella lo que la hace posible en los textos que leemos, lo
que posibilita a éstos, «aquello en lo que el lenguaje ahora nos es
dado y viene hasta nosotros: lo que hace que hable» 67
Los pasos del grupo de Tel Quel (Robbe-Grillet como referencia)
no hacían sino confirmar ciertas coherencias de un lenguaje común,
que es más que un simple lenguaje de época o una visión del mundo
y que responde a una serie de isomorfísmos, pliegues interiores al len­
guaje a través de los cuales pasa cada palabra.68 Ahora hablamos no
ya de una región o de una estructura, sino de una relación constante
interior al propio lenguaje, que ha de hacerse patente en las palabras
y que más bien es su propio mutismo y no una mera red. La búsque­
da de una realidad que hace posible lo que se dice convoca a una ex­

66. Ibíd., pág. 57: «No basta con hacer una historia de la racionalidad, sino la his­
toria misma de la verdad» (pág. 54).
67. Le langage de l’espace, D.E., I, págs. 407-412, pág. 407 (trad. pág. 196).
68. Distance, aspect, origine, D.E., I, págs. 272-285, véase también, págs. 273-274
(trad. pág. 166).
30 ÁNGEL GABILONDO

periencia ya otra que se nutre de un fecundo desplazamiento: «¿Y si


estas experiencias, por el contrario, pudieran mantenerse allí donde
están, en su superficie sin profundidad, en ese volumen indeciso de
donde vienen, vibrando alrededor de su núcleo inasignable, sobre su
suelo que es una ausencia de suelo?».69 El alejamiento propio del len­
guaje es entonces murmullo incesante, no ya algo fuera del lenguaje
sino aquello que no cesa de hablar ni deja de tenerse que decir.

La conspiración del silencio

Ahora son más bien las palabras las que vienen a decir. Tienden
la mano, acarician, aprietan y esperan. Como Roberte, la gran opera­
dora de los simulacros de Klossowski. «Sin parar, con sus manos, con
sus largas y bellas manos, acaricia hombros y cabellos, alumbra deseos,
vuelve a llamar a antiguos amantes, desprende un corsé de lente­
juelas o el uniforme de las salutistas, se entrega a soldados o busca por
las miserias ocultas.»70 Ella, la que refracta, ella, que es legión. Así
Roberte, mano, palabra, es a la par pieza convincente, carne tendida
de la palma y amplitud de los dedos que posee la particularidad de
ser órgano de los sentidos. Se trata de observar lo que hace la mano
que se esconde cuando la otra mano se muestra. Esta, a su vez, se
oculta en su ponerse de manifiesto.71 Klossowski queda en efecto re­
fractado para sí mismo. Amigo de Rilke y de Gide, notable teólogo,
intérprete de filmes de Bresson, excelente traductor de Virgilio, Sue-
tonio, san Agustín y Kafka, extraordinario novelista, conferencian-

69. Ibíd., pág. 279 (trad. pág. 173).


70. La prose d’Actéon, D.E., I, págs. 326-337, pág. 334 (trad. pág. 190).
71. «A la mano se le reserva un papel privilegiado: más que ninguna otra parte
del cuerpo, la mano expresa el pensamiento, posee un lenguaje codificado, cuyo valor
es el del ritual religioso.» Zucca, Pierre, «La double nature de l’image», en AA.VV.,
Pierre Klossowski, París, La Différence/Centre National des Arts Plastiques, págs.
267-270, pág. 270.
Es Heidegger quien nos ha recordado que «sólo un ser que habla, o sea, piensa,
puede tener mano (...) Mas los gestos de la mano trascienden el habla por doquier, y
más puramente y justo allí donde el hombre habla callando». Was heisst denken?,
Tubinga, Max Niemeyer, 1971, págs. 50-51 (trad. Buenos Aires, Nova, 2a, 1972,
pág. 21).
INTRODUCCIÓN 31

¡ e y dibujante, quizás a su modo siempre dibujante, es en los años en


que Foucault escribe los textos que nos ocupan una permanente re­
ferencia. Ambos se intercambian escritos, se leen, conversan, se apre­
cian, se reconocen, comparten el interés por Nietzsche y Sade, que vie­
nen a ser reescritos, recreados. Resultan simulacros, hasta decir no sólo
más, sino demasiado. El propio simulacro, al decir simultáneamente
iodo, dice algo bien distinto y desconcertante, dice la impostura, que
va no es sólo la de Roberte, sino la de la imagen, la impostura de ha­
cerse pasar sucesivamente por única e inimitable, en una sucesión dis-
tinta de manifestaciones, que en algún modo no podrán soportarse,
ofrecidas conjuntamente de un solo y conjunto golpe.
Este es otro silencio, el más radical de los silencios, aquel que oye
todo y no se refugia y detiene en aspectos aislados, aquel que quizás
no tenga alguien para oír. Roberte es una extraña y desconcertante
pluralidad de Robertes. Ella, que es mano, es a la par proliferación de
palabras que llegan a ser gesto litúrgico, escritura que en KIossowski
se prolonga en obra gráfica, en cuadro que no imita, que es simula­
cro 72 y que, como tal, no soporta «ni la exégesis que cree en los signos
ni la virtud a la que le gustan los seres».7374
Las palabras, entonces, gesticulan en una cierta «conspiración del
silencio»/4 aquella que está dispuesta a no dejar de oír nada, a escu­
charlo todo. KIossowski combate con esta conspiración, que tan bien
conoce y tan bien le conoce, y que se trama tanto en la epidermis de Ro­
berte como en su propia sintaxis. Este tejido será el texto al que otorgar
guiños y ojeadas y en el que uno podría resultar literalmente «tocado».
I ,a extraordinaria escritura de KIossowski se ofrece a la mirada del otro
para que, en efecto, éste pueda mirar. Pero tales cuadros, en la liturgia
teatral, pueden traer sus propios efectos. Acteón metamorfoseado en
ciervo es devorado por sus propios perros en el momento en que sor­
prende a Diana a punto de bañarse desnuda. ¿Cómo su cuerpo (el de
Diana, el de Roberte, el del lenguaje) podría ser tan delicioso sí no fuera
en virtud de la palabra oculta? La palabra proliferada queda cubierta.
El reconocimiento por Foucault de £/ baño de Diana de KIos-

72. «Ceci n’est pas une pipe», dice a su vez «ceci n’est pas un tableau».
73. La prose d’Actéon, pág. 334 (trad. pág. 191).
74. Klossowski, Pierre, Les lois de ihospitalité, «Avertissement», París, Galli­
mard, 1965, pág. 9.
32 ÁNGEL GABILONDO

sowski obedece a la frescura en la que se ofrece el simulacro, «sin re­


currir al enigma de los signos»,5 pero ello corresponde a la presencia
de lo inaccesible, a lo que se ofrece a la mirada, a distancia de sí mis­
ma, que no se agota ni reposa en palabra alguna y cuya desnudez nun­
ca conseguirá ver Acteón. La palabra no dará cuenta de algo otro sino
en la medida en que dé cuenta de sí y de su ser siempre como en otro
lugar. No hay habla pura, sólo aquella que acecha y atisba lo que ha­
bla, que lo alienta en la medida en que únicamente lo apunta.75 76 El len­
guaje impuro, obsceno, impío, es quizás el que sostiene el silencio
puro. La perversión consiste en excitarse por lo que no está ahí, en en­
tregarse al cuerpo de la representación en la lógica del libertinaje. Por
ello, «el lenguaje de Klossowski es la prosa de Acteón: habla transgre-
sora. ¿No lo es acaso cualquier habla, cuando negocia con el silen­
cio?».7778Sólo cabe concebir el propio lenguaje como un simulacro.
Ahora el soplo es aún mayor. Las palabras han sido «sopladas»,
tanto insufladas como birladas, hurtadas al sentido, a otro sentido
que el que se apunta ausente. Ya, como Roberte, sólo ellas tomarán
gusto de sí mismas y no habrá otras confirmaciones que un simple ver
que crea simulacros y reflejos. «De este modo, a medida que el pro­
pio lenguaje de Klossowski se recoge, saca de quicio lo que acaba de
decir (...), el sujeto hablante se dispersa en voces que se soplan, se su­
gieren, se apagan, se reemplazan unas a otras.»'8 Esas voces otorgan
el único espacio posible en el que cabe todo lenguaje, incluso quizás

75. La prose d’Actéon, pág. 335 (trad. pág. 192). Con todo, Klossowski se ha man­
tenido dentro del poder del signo, en tanto que signo único, nombre arbitrariamente ele­
gido que vale por todos los significados del mundo, cuya persistencia como signo, den­
tro del movimiento de las intensidades que determinan que su pensamiento lo ha
conducido al arte, donde el signo se hace visible en una serie de representaciones —diá­
logos, cuadros vivos, descripciones de lugares que constituyen el espacio, la sombra—
sobre el que se manifiesta su brillo. García Ponce, J., Teología y pornografía. Pierre Klos­
sowski en su obra: una descripción, México, Era, 1975, pág. 188.
76. Bastaría detenerse en Klossowski, Pierre, Le souffleur ou Un thédtre de so-
cieté, en Les lois de Thospitalité, o.c., págs. 175-332.
«Le souffleur» es también «el apuntador», el que sopla y sostiene el texto, su nece­
sitado hálito. El texto concluye con la alusión a aquel día que, tal vez por su silencio,
vino a resultar inolvidable. Un silencio curioso. «Todo el mundo hablaba a la vez, Ro­
berte estaba radiante» (pág. 332). Es ese «a la vez» el que ahora subrayamos.
77. La prose d’Actéon, pág. 336 (trad. pág. 192).
78. Ibíd., pág. 337 (trad. pág. 194).
INTRODUCCIÓN 33

el que denominamos «el nuestro», aquel que se hace pasar por noso­
tros y nos atraviesa, toda vez que nunca hicimos otra cosa que hacer­
nos pasar por él. Sopladas las palabras, hoy hemos de considerar la
pintura de Klossowski, lejos de todo pincel, y el quehacer minucioso
de sus lápices de colores, que logra quizá en otra escritura (una vez
abandonada la suya) que finalmente todo coexista en la comprensión
del simulacro que no se limita a ocultar ni a reproducir; su desplaza­
miento hace que sea posible y visible.
De este modo, la irrupción en el seno del lenguaje del espacio pro­
pio del pensamiento no hace sino confirmar la distancia de toda pa­
labra respecto de sí, de todo pensamiento que habla como de toda
palabra que piensa.79 Si en efecto las palabras, como señalábamos, no
indican un significado sino que ofrecen una interpretación, no sólo
apuntan; hacen gestos y señas. Por ello, si Foucault llega a hablar de
una filosofía de la significación, cuyo representante será Merleau-Ponty,
lo hace como correspondencia a una literatura de la significación, aque­
lla que con pretensión humanista, interesada por lo que significa el
mundo o el hombre, se desarrolla en Francia desde 1945 hasta 1955.
Pero en los años de los textos aquí recogidos surge algo diferente, re­
sistente a la significación «y que es el signo, el lenguaje mismo», donde
brilla la fecundidad de la insignificancia, la que late en Mnemosyne de
Hólderlin, traído ahora por Foucault.80 Lo que se apunta y parece sig­
nificar no tiene porvenir, sino destino. No es que resulte indescifrable,
es que es insignificante, distancia en sí, «como un enigma», «de nadie»,
que retoma cada vez como el diferenciarse de lo mismo.
Pero aquel humanismo contemporáneo, cuya molicie81 se desa­

79. Débat sur le román, o.c., véase pág. 340.


80. La prose d’Actéon, pág. 335 (trad. pág. 191). «Zeichen sind wir, bedeutung-
los.» Los borradores para un himno recuerdan que el camino señala hacia la sustrac­
ción. (Heidegger, Martín, Was heisst denken?, o.c, págs. 6-8; trad. págs. 15-17).
«Un lenguaje perdido en sus últimos confines, allí donde él es el más extraño para
sí mismo, la región de los signos que no apuntan hacia nada, la de una resistencia que
no soporta.» Le «non» du pére, o.c., pág. 201 (trad. pág. 120).
81. El humanismo blando como fórmula puramente redundante, ya que «huma­
nismo» implica para Foucault, en todo caso, «molicie» (la tecnocracia será una más de
sus formas). En 1967 señala que tanto el de Camus como el existencialismo de Sartre
constituyen una suerte de pequeña prostituta de todo pensamiento, cultura, moral y
política de aquellos últimos veinte años. Véase Qui étes-vous professeur Foucault?, o.c.,
págs. 616-617.
34 ÁNGEL GABILONDO

rrolla a su vez en una serie de autores con tintes más o menos mora­
les, y en la medida en que se construye al ser humano como objeto de
un saber posible, es dialéctica promesa de acceso a un supuesto hom­
bre auténtico y verdadero. Para Foucault, la tarea es entonces la de
una cultura no dialéctica, empeñada en la relación entre el saber y el
no saber y no en edulcorar la vida de los hombres con vanas expecta­
tivas y promesas. Las preocupaciones por la literatura son, en esa me­
dida, correspondencia con otro pensar. Foucault insiste: «Puede
comprenderse perfectamente de una vez la literatura clásica y la filo­
sofía de Leibniz, la historia natural de Linneo, la gramática de Port-
Royal. Del mismo modo, me parece que la literatura actual forma
parte de este pensamiento no dialéctico que caracteriza la filosofía» ,82
Ello conlleva, como venimos insistiendo, una decisiva tarea, una vez
que «la desaparición del hombre en favor del lenguaje» no es sólo
empresa literaria. Robbe-Grillet, Malcolm Lowry, Borges o Blanchot
lo atestiguan.83 La coexistencia en ese espacio común es a la par ex­
periencia de carencia de suelo propio. La transgresión es ya despoja-
miento, ese vaciar que al dejarlo todo en la ausencia de lugar, nos deja
sin nada. El arrebato y el extravío son los de una mirada que en efec­
to vacía, fundamentalmente al sujeto del lenguaje.

Los LÍMITES DEL LENGUAJE

Los esfuerzos por sacudirse el lenguaje dialéctico no obedecen a


una decisión de presunta innovación, sino a la voluntad de correspon­
der al pensar, a su retorno y devolución a la filosofía, y quizás de ella al
lenguaje, para «dejar a este pensamiento el juego sin reconciliación, el
juego absolutamente transgresor de lo Mismo y de la Diferencia (es
quizás así como hay que comprender a Bataille y las últimas obras de
KIossowski), la urgencia de pensar en un lenguaje que no sea empírico,
la posibilidad de un lenguaje del pensamiento» .84 Este juego, que es el
de dicho pensamiento, es a la par el de su posibilidad y necesidad. El
lenguaje se juega en él su destino ya que es en su interior (mejor, inti­

82. L’homme est-il mort?, D.E., I, págs. 540 .544, pág. 543.
83. Ibíd., véase pág. 544
84. Guetter le jour qui vient, D.E., I, págs. 261-268, pág. 269 (trad. pág. 164).
INTRODUCCIÓN 35

midad) en el que puede brotar un pensamiento así, siempre y cuando


el propio lenguaje se conduzca hasta su misma imposibilidad. Un len­
guaje del pensamiento dice, a su vez, el límite del ser del lenguaje.85
Distancia y límite juegan su mutua correspondencia. El lenguaje se
recorre sin recogerse para confirmar permanentemente sus posibilida­
des. Siempre que dice algo, se dice. La distancia respecto de sí es el lí­
mite en que experimenta su doble, no ya como mero desdoblamiento
sino como muerte en el seno del lenguaje. Cuestiones de este tipo vie­
nen a ser lugares permanentes en los textos en los que Foucault traba­
ja en los años sesenta. Y no tanto como «tema de consideración» cuan­
to como lectura y escritura cuya experiencia no es siempre ni la que
uno decide hacer, ni la que «se hace» «con ello». Más bien, parece co­
brarse otros planes para ganar una presencia e inminencia trágicas.
Sin embargo, no se trata de «hacer» sin más una determinada ex­
periencia. Si la tarea viene a ser una tarea del pensar, lo es porque, a su
vez, hay que dar lugar a ella, procurar los desplazamientosy las apertu­
ras para que sea, a la par, la que hace el propio lenguaje. Este comien­
za por ponerse sin cesar en cuestión, y en un contexto de proliferación
de la palabra en el que lo que se ofrece en el modo de atracción y de
empacho ha de experimentarse como gesto de derroche y exceso. En­
tonces se dice transgresión, que es la permanente afirmación del
murmullo incesante, del mundo centelleante sin negatividad ni contra­
dicción. Foucault sitúa así «filosóficamente» a Georges Bataille, al fe­
cundo precio, quizás, de descolocar a la filosofía. Este dejar ser conlle­
va reconocer que el lenguaje nos desborda y que conducir por ejemplo
la sexualidad al límite, como hace Sade, es constatar el límite de nues­
tro lenguaje, la escisión y fractura que lo traza en nosotros y nos desig­
na a nosotros mismos como límite. Se reconstituye así una suerte de
profanación, precisamente en un mundo en el que no hay ya ni objetos,
ni seres, ni espacios que profanar. Esta profanación sin objeto es una
transgresión. En el mismo gesto que franquea los límites se toca la au­
sencia misma, la ausencia del yo que responde a la ausencia de Dios.
En este aspecto, Bataille es una referencia constante para Fou-

85. «¿No nos viene, en efecto, la posibilidad de un pensamiento así dentro de un


lenguaje que precisamente nos lo hurta como pensamiento y lo reconduce hasta la im­
posibilidad misma del lenguaje, hasta ese límite en que llega a objeto de discusión el ser
del lenguaje?», Préfaceala transgression, D.E., I, págs. 233-250, pág. 241 (trad. pág. 132).
36 ÁNGEL GABILONDO

cault. Convulsivo lector de Hegel, su risa está dispuesta a seguir a


Nietzsche literalmente hasta el final, a través de la locura.86 Y lo hace
en el campo de juego y de batalla del lenguaje, una vez que no hay pa­
labra que guarde y proteja de la intemperie a todas las palabras y que
la ausencia, como leimos en Historia de la locura, no es pura nada. Hay
en ello otro modo de entrega, distinta del compromiso de Sartre. La
tarea consistiría en abrirse a nuevos textos, lecturas e interpretaciones.
Entre otros aspectos, Foucault destaca el carácter tutelar de aquellos
que también contribuyeron a que «la cultura francesa» se halle prote­
gida por obstinados heraldos empeñados en preservarla, por ejemplo
de Holderlin, Rilke o Fichte. Bien concretamente, cabe hacer una re­
lación de quienes se inscriben en el encabalgamiento de una evolución
empeñada en ese momento en conjurar la danza brincadora de Nietzs­
che. En concreto, «Sartre, el tutor, nos ha protegido contra Heideg­
ger» ,87 Bataille se opone claramente a este acordonamiento e interpre­
tación desde su posición como director de Critique, en los años de la
posguerra.88 Precisamente, en el número especial dedicado por dicha
revista como homenaje a Bataille, fallecido en julio de 1962, publica
Foucault Prefacio a la transgresión, junto a importantes trabajos de,
entre otros, Blanchot, Barthes, Klossowski, Wahl, Sollers, Queneau y
Leiris. El lugar y la ocasión ofrecen una cierta solemnidad. Y cierta­
mente hay momentos en los que el tono tiene el sabor de retomo de
cuestiones originarias en el modo de nuevas preguntas.

86. «Por esta razón, no podía escribir sino con mi vida este libro proyectado so­
bre Nietzsche, en el que quería plantear, y si pudiera resolver, el problema íntimo de
la moral.» Bataille, Georges, Sur Nietzsche, volonté de chance, París, Gallimard, 1945,
pág. 21.
87. «Los románticos nos han protegido de Holderlin, como Valéry de Rilke o de
Trakl, Proust de Joyce. Saint-John Perse de Pound. El esfuerzo de Maine de Biran fue
saludable contra Fichte (...) Pronto se cumplirán dos siglos desde que estamos en de­
fensa. Vivimos en el corazón de un discurso almenado» (Une histoire restée muette,
D.E., I, págs. 545-549, pág. 545). Lz critique de la raison dialectique sería el magnífico y
patético esfuerzo de un hombre del siglo xix por pensar el siglo xx, el del último hege-
liano e incluso el último marxista: Sartre (L’homme est-ilmorí?, a.c., págs. 541-542).
88. Puede encontrarse una curiosa e interesante presentación de Bataille en
Eros y contrasentido: Georges Bataille, firmada por Michel Beaujour, nombre que no
hubiera disgustado a otro Michel, Foucault, tan aficionado por otra parte a seudóni­
mos. (Véase en Simón, J. K., La moderna crítica literaria francesa, Madrid, F.C.E.,
1984, págs. 163-185).
INTRODUCCIÓN 37

En efecto la filosofía, desde Nietzsche, se hace cuestión de una


apertura que ignora la paciencia de lo negativo. No hay auxilio dia­
léctico para pensar la experiencia de «una filosofía que se interroga
sobre el ser del límite». «¿El juego instantáneo del límite y de la trans­
gresión sería en nuestros días la prueba esencial de un pensamiento
del “origen" al que Nietzsche nos ha encomendado desde el comienzo
de su obra —un pensamiento que sería, de un modo absoluto y en el
mismo movimiento, una Crítica y una Ontología, un pensamiento
que pensaría la finitud y el ser?»8990
Aquí Bataille, Blanchot o KIossowski, por ejemplo, con sus for­
mas extremas de pensamiento, parecen haber respondido de modo
más adecuado a la apertura radical de Kant —al cuestionar el ser y el
límite— y a las figuras nietzscheanas que otros lenguajes discursivos.
De ahí que Foucault se vea atraído por este cuestionamiento que pro­
ponen sin cesar, hasta el extremo de transgredir incluso los propios
textos de Bataille, más allá de sí mismos, y se sienta convocado a una
experiencia «allí donde precisamente las palabras le faltan». 0 Y no
sólo a Bataille, sino al propio lenguaje. Pensar en un lenguaje que fal­
ta, desde él, es confirmar una cierta imposibilidad. Para empezar, la
de todo sujeto «filosofante». Las aristas del lenguaje se hacen paten­
tes en su propio interior. Y aquí «interior» es el extremo de lo posi­
ble. El ojo no es sólo de Bataille sino también de Kant y Nietzsche.
Más aún, ya no tiene dueño. «El ojo extirpado o invertido es el espa­
cio del lenguaje filosófico, el vacío en que se derrama y se pierde pero
donde no deja de hablar.»91
El ojo de Bataille ya no es el de un sujeto. Foucault escribe desde
éste, desde donde ha quedado el ojo de su lenguaje filosófico. Pero
así se confirma, en efecto, como ojo de Bataille, el que tuvo y siempre
tendrá, el que «dibuja el espacio de pertenencia del lenguaje y de la
muerte, allí donde el lenguaje descubre su ser en el salto por encima
de sus límites».92 Este salto es el franquear (le franchissement} que
abre posibilidades para un lenguaje no dialéctico de la filosofía, en el
que quepa decir, a la par, finitud y ser.

89. Préface a la transgression, o.c., pág. 239 (trad. pág. 130).


90. Ibíd., pág. 241 (trad. pág. 132).
91. Ibíd., pág. 247 (trad. pág. 139).
92. Ibíd.
38 ÁNGEL GABILONDO

Pero esta perspectiva resultaría insuficiente si no se viera acom­


pañada de un proceso que atraviesa el tiempo de los textos que nos
ocupan. No se trata sólo de esos itinerarios a los que aludimos, me­
diante los cuales, en los años sesenta, el recurso a Nietzsche y a sus
lectores y lecturas podría entenderse como un mero salir del marxis­
mo. Ni siquiera muchos de sus lectores estaban en él, y buscaban más
bien dejar la fenomenología.93 Y eso no es todo. Se trataba de una
aproximación y de una toma de distancia. Esta, respecto de un mun­
do insatisfactorio, aquélla, de lo que con mayor o menor ingenuidad
se consideraba que pudiera encarnarse en el comunismo. El camino
de ser «comunista nietzscheano»,94 quizás inviable y que podría con­
siderarse tal vez ridículo, es transitado a su modo por Foucault. Pero
la insistencia en Nietzsche lo es, a la par, en unos hilos de lectura, los
que Bataille o Blanchot esbozan. Dichos hilos tejen los procesos por
los que Foucault va cuidándose de sí, en los que la experiencia es un
auténtico ensayo del vivir.
Las necesidades llegarán a ser auténtico reconocimiento: «Debe­
mos a Bataille gran parte del momento en que existimos; pero sin
duda también le debemos, y así será durante largo tiempo, lo que
queda por hacer, pensar y decir» ,95 Estas palabras reclaman tarea fi­
losófica. Así se desprende de la presentación que el propio Foucault
hace de las Obras Completas de Bataille. Más aún, son convocatoria a
un espacio que se abre en la lectura de sus textos. Y no sólo porque
Foucault está en condiciones de saber lo que ya en 1970 puede sa­
berse («Bataille es uno de los escritores más importantes de su siglo»)
sino porque su obra, en efecto abierta, «se engrandecerá».96
La experiencia filosófica se desfonda y se hunde en el lenguaje:
«es en él y en el movimiento en que dice lo que no puede ser dicho
donde se realiza una experiencia del límite tal como la filosofía, aho­
ra, deberá efectivamente pensarla» 97 Con ello, el ojo es, de hecho, la
experiencia extrema de lo posible, aquella en la que el sujeto que ha­

93. Structuralisme et postslructuralisme, a.c., pág. 437.


94. Entretien avec Michel Foucault, o.c., pág. 50.
95. Foucault, Michel, «Presen tation» a Bataille, Georges, Ocurres Completes
(vol. I, «Prerriiers écrits, 1922-1940», París, Gallimard, 1970, pág. 5), D.E., II, págs.
25-27.
96. Ibíd.
97. Préface á la transgression, o.c., pág. 249 (trad. pág. 142).
INTRODUCCIÓN 39

bla ya no se reduce a expresarse sino que corre la suerte de una au­


téntica exposición, en la que va a la búsqueda de su propia pérdida,
sale al encuentro de la confirmación de su finitud y se ve remitido a
su propia muerte. La experiencia de lo imposible es entonces lo que
constituye la experiencia. El límite de nuestro lenguaje nos alumbra a
nosotros mismos como límite, en un único gesto en el que se toca la
ausencia misma. La transgresión dice lo que siempre quiso negarse:
en el límite, las palabras nos entregan al silencio, en la medida en que
el lenguaje irrumpe fuera de sí y ya habla de sí mismo en ausencia de
un sujeto.

El habla del habla

Si bien en Foucault no es infrecuente encontrar hasta la reitera­


ción la tríada «KIossowski, Bataille, Blanchot», en referencias a la ex­
periencia del lenguaje, al alcance ontológico de la literatura contem­
poránea, a la influencia de Nietzsche (su cómplice también en
múltiples relaciones), «Bataille y Blanchot» son citados con frecuen­
cia juntos como los inmediatos interlocutores de sus ocupaciones en
los años sesenta. Pero «Blanchot» es quien le ofrece todo un depósito
de posibilidades, un auténtico murmullo incesante que recorre explí­
citamente sus Dichos y escritos.
Blanchot viene a ser en efecto un espacio literario y, además, has­
ta cierto extremo: «Blanchot es, de alguna manera, el Hegel de la li­
teratura (...) Si en el lenguaje que hablamos, Hólderlin, Mallarmé,
Kafka existen plenamente, es justamente gracias a Blanchot. Esto se
asemeja a la manera en que Hegel ha reactualizado en el siglo xix la
filosofía griega, Platón, la escultura griega, las catedrales medievales,
El sobrino de Rameau y tantas otras cosas».98 Dicho extremo llegará a
ser incluso el de la necesidad de «salir de la literatura», el de no per­
manecer en su «dentro», en el supuesto cómodo calor de cierta co­
municación y reconocimiento, el de, precisamente en las vías indica­
das por Blanchot, esquivar lo que la literatura definida por la sociedad

98. Folie, littérature, société, D.E., II, págs. 104-128, pág. 124.
«El Hegel de la literatura» es, en cierto sentido, «el último escritor» (véase ibíd.,
pág. 123).
40 ÁNGEL GABILONDO

burguesa moderna va llegando a ser." Pero, en todo caso, los textos


de Foucault se inscriben en un clima en el que no es difícil reconocer
la terminología, los asuntos, las deudas, las lecturas, los escritos que
ocupan a Blanchot. Y sobre todo, su sabor.
Ciertamente Foucault está en la tarea de Blanchot, en la medi­
da en que éste «se encuentra fuera de todas sus obras», y todos nos
vemos abocados fuera de la literatura, hasta el extremo de las rela­
ciones que se nutren del olvido, y no tanto de representación y de
memoria. Aquí Blanchot es Hegel en tanto que opuesto y diferente
de sí mismo y de él (de sí y del otro); es su toma de distancia. Sin
duda es en el espacio en el que se dicen los escritos de Blanchot,
poblado de textos y referencias clave, donde Foucault reconoce te­
jido nuestro lenguaje, si bien en la experiencia de que tales escritos
existen fuera de nosotros y nosotros de ellos. Blanchot se ve tras­
pasado, a su vez, por los escritos de Foucault y por la presencia de
«esta nueva manera de ser que consiste en la desaparición o inclu­
so dispersión»,99100 y no en el aniquilamiento. Estar ausente, como a
su modo lo está el hombre de acción, solitario, secreto;101 ausente
de la existencia precisamente por la maravillosa fuerza de una exis­
tencia. Estar ausente en el «hablo» como el discurso mismo lo
está.102
En esta perspectiva, la experiencia literaria no es la que ha de ha­
cerse con la obra, no es un estado del alma. El tránsito al afuera que
da lugar a la literatura es un acontecimiento: «El lenguaje escapa al
modo de ser del discurso —es decir, a la dinastía de la representa­
ción—, y la palabra literaria se desarrolla a partir de sí misma».103 De
este modo, el afuera dice precisamente que no cabe explicarse la obra
desde fuera, ya que ella carece de dentro y no pide una profundiza-
ción. Si está a distancia de sí, lo está impregnándose y afirmándose
cada vez, entregándose a la dispersión. No es que no esté porque es­

99. Ibíd., págs. 125-126. En cierto modo, para Foucault, «Blanchot es el último
escritor» (véase pág. 123).
100. Blanchot, Maurice, Michel Foucault tal y como yo lo imagino, Pre-textos,
Valencia, 1988, pág. 29.
101. Así imagina Blanchot a Foucault. Ibíd., pág. 15.
102. Véase La pensée du dehors, D.E., I, págs. 518-539, pág. 519 (trad. Valencia,
Pre-textos, 1988, pág. 9).
103. Ibíd., pág. 520 (trad. pág. 12).
INTRODUCCIÓN 41

tará. No está y ése es su modo de ser. Pero en la medida en que dicho


modo de ser se corresponde al del «lenguaje alejándose de sí, po­
niéndose fuera de sí»,104 puede experimentarse esa ausencia. Ahora
bien, ni siquiera ella está simplemente dada. Incluso la propia pre­
gunta «¿qué es la literatura?» es en cierto modo un hueco que se abre
en la literatura misma, y en el que recoge su ser.105
No hay más efectiva experiencia literaria que la que tiene lugar
cuando se corre la suerte del obrar de la obra. Esto sólo sucede en
Blanchot si se persigue en cada caso hasta el final, hasta padecer la
pérdida de sí en una imposible constatación de lo impersonal.
Entonces, la experiencia literaria es la de una literatura que convoca
a salir de sí, la que no permite reposar en sus textos. Este diferir de sí
se corresponde no con la unidad de la obra sino con su propia disi­
pación. Sin embargo, en ella está más que en cualquier otro posible
lugar. Los escritos de Blanchot convocan la lectura de Foucault y su
propio quehacer, en los que sólo el olvido de dicho lugar puede pro­
piciar ciertas presencias, las de lo que pasa porque no ha quedado pa­
sado, las de lo que procura un determinado pasar.106
Se trata de la experiencia de algo que no es. En efecto, la litera­
tura es lo que no hay, y su proliferación. Ser lo que no hay, tal pare­
ce ser su destino en Blanchot. Su «sujeto» (lo que en ella habla y de
lo que ella habla) «no sería tanto el lenguaje en su positividad cuan­
to el vacío en el que encuentra su espacio cuando se enuncia en la
desnudez del “hablo ”»,107 en el que espejea un pronombre personal
que no está en lugar de nombre alguno. Entonces se presenta la
línea del afuera como nuestro doble, en la necesidad de curvarla, de
plegarla, hasta lograr que se autoafecte, subjetivación como pro­
ducción de modos de existencia, estilos y posibilidades de vida.108
Soportar un lenguaje que no se reduce a lo que alguien quiso decir
y que dice tanto más cuanto que precisamente no dice nada, éste es
su lenguaje imposible. La filosofía hace la experiencia, también en

104. Ibíd., pág. 520 (trad. pág. 12).


105. Jaingage et littérature, trad. pág. 63.
106. Collin, Fran^oise, Maurice Blanchot et la question de l’écriture, París Galli­
mard, 2a, 1986. Véase c. I, págs. 27-54.
107. La pensée da dehors, o.c., pág. 520 (trad. pág. 13).
108. Véase Deleuze, Gilíes, «Michel Foucault», en Conversaciones, Valencia,
Pre-textos, 1995, págs. 133-189, págs. 159-161.
42 ÁNGEL GABILONDO

Foucault, de que esta literatura es una cuestión que aquélla ha de


tener siempre en cuenta, no para aportarle supuestas respuestas
sino a fin de hacerse cargo de un lenguaje adecuado para no decir
nada, ése que salpica definitivamente todo otro lenguaje.
Sin embargo, algo se dice en él. El murmullo incesante al que se
refiere Foucault es ahora, a la par, lenguaje literario que brota y sur ­
ge cada vez y no reposa en un origen de una vez por todas. Preservar
el silencio en un lenguaje que se limite a ese murmullo incesante
confirma al que habla «como la inexistencia en cuyo vacío se pro­
longa sin descanso el derramamiento indefinido del lenguaje».109
Tal derramamiento preserva el silencio en un lenguaje que incomo­
da a otros rumores y que es capaz de reconocer lo insignificante in­
cluso de todo silencio. Es aquí donde el lenguaje, como Blanchot
recuerda, es silencio. Pero la insignificancia no es la carencia de im­
portancia, es la ausencia de significado, la pérdida de interés por
zanjar la cuestión en el sentido, incluso en la muerte. Entonces, la
intimidad no es ninguna mayor posesión de sí y el estar fuera de sí
es estarlo de tal sentido. Se muere. Sin embargo, se está sustraído a
la muerte, en una palabra en la que ya se es lo que todavía y siempre
parece no haber muerto suficientemente y en la que se muere sin
fin. Efectivamente se muere y no cabe la palabra del sujeto que,
sin más, lo hable, de sujeto alguno que hable. Es «el habla del ha­
bla».110 El «hablo» (a diferencia del «pienso») no trae la afirmación
del «existo». La muerte se confirma como «el más esencial de los
accidentes del lenguaje (su límite, su centro)». El murmullo nace
del día en que se ha hablado de ella, hacia ella, contra ella. Ahí «se
aloja y se oculta nuestro lenguaje de hoy».111 El lenguaje alejándose
de sí, poniéndose fuera de sí se abre al distanciarse, descubre su
propio ser y destella el afuera. De este modo, su autoimpugnación
no es contradicción sino refutación, no reconciliación sino reitera­
ción, un permanente recomenzar, un indefinido despliegue de las
palabras,

109. La pensée du dehors, o.c., pág. 519 (trad. pág. 11).


110. No será la profunda interioridad a la que se accede en «el pensamiento del
pensamiento», sino la desnuda experiencia del lenguaje, el riesgo de pensar su ser». La
pensée du dehors, pág. 520 (trad. pág. 14).
111. Le langage d l’infini, D.E., I, págs. 250-261, y pág. 252 (trad. pág. 145).
INTRODUCCIÓN 43

La memoria sin recuerdo

En este período hay un texto que, si bien podría considerarse en


principio ajeno a lo que nos ocupa, explícitamente y según señala
l'oucault, «trata del espacio, del lenguaje y de la muerte». A su modo
es otra historia del ojo o, mejor, de la mirada. En el corazón de los
primeros años sesenta, en 1963, Foucault publica Nacimiento de la
clínica.112 El libro resulta decisivo para la constatación de la trama
de nuestra experiencia y para la articulación y toma de distancia de lo
que ve y lo que dice. El lenguaje encuentra en la muerte la ley del dis­
curso, lo «no pensado» que sistematiza los pensamientos de los hom­
bres, «haciéndolos para el resto del tiempo indefinidamente accesi­
bles al lenguaje y abiertos a la tarea de pensarlos de nuevo».113 Esto
supone la necesidad de recurrir a esta región en la cual las «cosas» y
las «palabras» no están aún separadas, allí donde todavía se pertene­
cen, al nivel del lenguaje, los modos de decir y los modos de ver. La
atención se ocupa del espacio lleno en el hueco del cual el lenguaje
gana su volumen y su medida, en el que surge la mirada, mirada lo­
cuaz, sin la cual no es posible la enfermedad.114115
Esa mirada que crea,
que procura cuerpos e individuos, da a luz sujetos concretamente en­
fermos.
Podría hablarse aquí de un auténtico procedimiento, como el que
es capaz de corresponder a una suerte de locura organizada de las pa­
labras. No es casual que Foucault se ocupe explícitamente de que en
ese mismo año 1963, y sólo unos meses después del Nacimiento de la clí­
nica, se publique Raymond Roussel, escrito, a su vez, sobre decir y
ver,"5 y sobre alguien del que «nunca había oído hablar», hasta que
cayó en sus manos precisamente su libro La vue. Este juego de los

112. Naissance de la clinique. Las palabras citadas se encuentran en el inicio del


«Prefacio», (trad. Siglo XXI, pág. 1).
113. Ibíd., (trad. pág. 15).
114. En este caso, la tarea crítica consistirá en la determinación de las condicio­
nes de posibilidad de la mirada médica. (Ibíd., pág. 15.)
115. Ya en 1962 publica lo que, con diversas modificaciones, será el primer ca­
pítulo de Raymond Roussel, cuyo título resulta ahora clarificador. «Dire et voir chez
Raymond Roussel», Lettre ouverte, n.° 4, verano, 1962, págs. 38-51. (Véase D.E., I,
págs. 205-215.)
44 ÁNGEL GABILONDO

sentidos será el del hablar, leer y escribir que sostienen en una pasión
(casa secreta de Foucault, ignorada historia de amor), un libro quizás
«aparte», escrito con otra facilidad, otro placer,116 Foucault lee a
Roussel mientras redacta Historia de la locura, y publica el libro sobre
él a la vez que Nacimiento de la clínica. Ello aísla un modo de proceder
singular que condujo a Sollers a destacar que con este texto se produ­
ce una suerte de Nacimiento de la crítica f1 Se trata del ejercicio de
una escritura y la relación de una experiencia que queda abierta, en
efecto, según un modo de proceder que quizás filósofos, críticos, es­
tudiosos de la literatura y pensadores de todo corte y mal asiento, en­
contrarán como un desafío. Todos los textos aquí recogidos acechan,
velan y atisban este escrito «aparte» de Foucault que, a su manera, está
presente en ellos y podrían considerarse, en cierto sentido, sus infi­
delidades a Roussel, ya que lo «normalizan» como un autor entre
otros.118 Pero a la par confirman una repetición, la del fantasma del
procedimiento, repetición al infinito que trama la escritura. Gracias a
él, los encuentros de sus seres parecerían obedecer a cierta «ontología
descarrilada». El lenguaje es devuelto a sí mismo, sin su voz, para ser
disuelto a continuación en un cierto silencio. Dicho lenguaje «no obe­
dece a las percepciones, les traza un camino y, en su estela, vuelta a ser
muda, las cosas se ponen a centellear por sí mismas, olvidando que ha­
bían sido, previamente, “habladas”».119 Pero a su vez las letras, los so­
nidos y las sílabas llegan a incorporarse y desembarcan, siquiera en la
quiebra de navegantes y tripulantes.120 Las frases-espectáculo son es­
cenificaciones situadas en la articulación del lenguaje, máquinas que
dan contenido en su reiteración, hasta traer un lenguaje mudo y roto.

116. Archéologie d’une passion, D.E., IV, págs. 599-608. Véanse págs. 607-608.
117. Sollers, Philippe, «Logicus Solus», TelQuel, 14, verano, 1963, págs. 46-50,
nota 50.
Para una lectura de la historia del olvido del texto de Foucault, véanse las referen­
cias de Macey, David, Las vidas de Michel Foucault, o.c., págs. 194 y sigs.
118. Véase Archéologie d’une passion, a.c., pág. 607.
119. Pourquoi réédite-t-on l’oeuvre de Raymond Roussel? Un précurseur de notre
littérature moderne, D.E., I, págs. 421-424.
Efectivamente las construcciones de Roussel se inscriben en el lenguaje encontra­
do. Sólo cabe construir a partir de lo ya dicho. Archéologie d’une passion, o.c., véanse
págs. 602-603.
120. Véase Roussel, Rayniond, Impressions d’Afrique, París, Pauvert, 1979 (trad.
Madrid, Siruela, 1990),
INTRODUCCIÓN 45

Roussel, de manías precisas, gran imitador, amigo de las repeti­


ciones y del orden, torturado por lo imprevisto, se somete, en el apa­
rente domeñar las palabras, a su más fecundo juego. Al instalar en el
interior del lenguaje un sistema de vías invisibles, de ardides y de su­
tiles prohibiciones, oculta en un luminoso olvido, y con el pretexto de
una revelación, Ja fuerza subterránea de donde brota el lenguaje.121
I íste viene a ser, como el texto que nos ocupa, la autobiografía escri-
t a por un autor muerto, en el que el propio sujeto parecería ser el me­
canismo de la lengua en favor de una máquina de escritura.
Las aparentes locuras de Brisset cobran, a su lado, todos sus sen-
i idos. La liberación de la palabra en carne y hueso se produce en ese
silencio que sólo se atiende cuando todo se escucha, en el ruido re­
petitivo que poco a poco se conforma. «La palabra no aparece cuan­
do el ruido cesa; acaba naciendo con su forma bien recortada, con to­
dos sus múltiples sentidos, cuando los discursos se han amontonado,
acurrucado, aplastado unos contra otros, en el recorte escultórico del
murmullo.»122
La manipulación de los sonidos llega a serlo de las cosas imbri­
cadas en las palabras, una suerte de esterilización de las cosas que a
su vez espera el discurso, capaz ya de procurar un espectáculo, aquel
en el que «Roussel hace surgir sus enanos, sus rieles de bofe de ter­
nera, sus autómatas cadavéricos en el espacio, extrañamente vacío y
tan difícil de colmar, que está abierto, en el corazón de una frase ar­
bitraria, por la herida de una distancia casi imperceptible».123 Los

121. Comment j’ai écrit certains de mes livres, (trad. pág. 16) y Roudinesco,
Elisabeth, «La mort de Raymond Roussel, en Raymond Roussel, L’Arc, 1990, págs.
3-6.
122. Sept propos sur le septieme auge, D.E., II (1970-1975), págs. 13-25, pág. 20.
No es posible ahora dar más cuenta de este magnífico texto en el que se subrayan tres
formas de procedimiento presentes en Wolfson, Roussel y Brisset, que logran que fi­
nalmente la boca se cierre al solaparse las cosas con las palabras. «Cuando la comuni­
cación de las frases por el sentido se interrumpe, entonces el ojo se dilata ante el infi­
nito de las palabras» (pág. 24).
123. Ibíd., pág. 20. En la reciente edición de D.E., los enanos (nalns) que hace
surgir Roussel pasan a ser, por la prestidigitación de una errata, sus propias manos
imams). Si las escenas maravillosas logran que las palabras tomen cuerpo, la tipografía
es ahora un procedimiento rousseliano. (Véase la versión del texto de Foucault que
precede a Brisset, Jean Pierre, La grammaire logique seguida de La science de Dieu, Pa­
rís, Claude Tchou, 1970, págs. VII-XIX, pág. XIV.)
46 ÁNGEL GABILONDO

saltos de Brisset de palabra en palabra procuran irrupciones inespe­


radas de sonidos capaces de conformar nuevas palabras; sonidos que
se encuentran y sorprenden como viejos conocidos ahora irrecono­
cibles.
Este lenguaje que nace de un cierto lenguaje abolido cuya ani­
quilación ha sido procurada por sí mismo, lenguaje desdoblado de
sí, viene a producir una promiscuidad aparentemente inverosímil
de los seres. Es «la dinastía de lo improbable»,124 que trata de so­
breponerse a la dispersión, «como si el lenguaje solo, en su posibi­
lidad fundamental de repetir y ser repetido, pudiera dar lo que el
ser retira y sólo pudiera darlo mediante una presencia desbocada,
que va sin descanso de uno al otro»?25 Lenguaje y ser, tal es ahora
el espacio del incansable recorrido de las palabras y las cosas en su
permanente desencontrarse. Tal recorrido logra «dejar que llegue al
lenguaje el espacio de todo lenguaje, el espacio en el que las pala­
bras, los fonemas, los sonidos, las siglas escritas pueden ser, en ge­
neral, signos».126127
128
La materialidad de los enunciados es entonces materia verbal
pulverizada y arrojada al aire, que cae según figuras que Foucault
considera, estrictamente hablando, disparates. Tales disparates con­
firman una nueva impugnación y transgresión. Cuando todo se orga­
niza para impedir el roce y el combate de las palabras, o cuando se
pretende evitar dicha materialidad y controlar los efectos de su azar,
como de otro deseo, cuando el propio lenguaje parece necesitar elu­
dir cualquier incontrolada convulsión, dichos disparates se revelan,
no como productos de extravagancias más o menos geniales: «Es el
azar del lenguaje instaurado en todo su poder en el interior de lo que
dice; y el azar no es sino una manera de transformar en discurso el im­
probable encuentro de las palabras»?27
Es así como la pacotilla de las especulaciones sobre el lenguaje
viene a ser, en manos de Brisset, palabra literaria?28 en la que la in­
tervención procura saltos que llegan a ser los de las propias palabras

124. RaymondRoussel, (trad. pág. 50).


125. Ibíd., (trad. pág. 167).
126. Langage et littérature, trad. pág. 101.
127. Pourquoi réédite-t-on l’oeuvre de RaymondRoussel?, a.c., pág. 423.
128. Le cycle des grenouilles, D.E., I, págs. 203-205, pág. 204.
INTRODUCCIÓN 47

que, liberadas, nos sorprenden diciéndonos, hasta el extremo de de­


cirnos no sólo a nosotros, ni de decir sólo de nosotros, sino de que
somos nosotros lo que resulta «lo dicho».129 Tras una arriesgada peri­
pecia literaria, y más que literaria, el murmullo llega.
El discurso ya perfilado se ve sometido al azar de su propia
materialidad. Su recreación, bien sea por el procedimiento rousse-
liano, o por los saltos de Brisset, o por los relatos de Julio Verne,
supone el retorno de la improbabilidad. Que las frases hayan resul­
tado pulverizadas y sacudidas o la voz helada de su verdad científica
sometida a la polifonía de voces que, a su estilo, corresponden a
modos de ser del discurso, no es ahora lo decisivo. Se «restituye al ru­
mor del lenguaje el desequilibrio de sus poderes soberanos», gracias
a las voces de la trasfábula cuyo intercambio dibuja la trama de la fic­
ción y a los fuegos ardientes de ésta.130 La capacidad de la ciencia
para reabsorber las voces múltiples de la ficción permitiría un sujeto,
tal vez sabio, al margen de la aventura. Pero no es el saber el que pro­
cura el retorno, son las aventuras de las voces y de los discursos en­
cabalgados, impugnándose unos a otros, las que conllevan la insu­
rrección silenciosa de las palabras, su callado quehacer, que se
introduce en el ojo locuaz y enturbia toda visión, una vez que el ojo
sólo podrá ver viéndose especularmente desdoblado.
Las palabras en su juego y en sus luchas confirman aquel mati­
nal presagio: no nos tendremos nunca. Los amagos serán todo, la
memoria será «a la vez»; se dirá y su repetición no guardará su se­
creto. No habrá tiempo de añorar. El desconcierto y la sorpresa sin
recuperación nos atravesarán y darse cuenta no resolverá nada.
Este «arte de la palabra», que Foucault reconoce en Margueríte Du­
ras, es ya, a partir de Blanchot, «la memoria sin recuerdo», «una es­
pecie de niebla que reenvía permanentemente a la memoria, una
memoria sobre la memoria, y cada memoria borrando todo recuer­
do, y esto indefinidamente».131 Entonces la dicha se ganará por des­

129. Ahora, en verdad, el autor-sujeto es una función variable y compleja del dis­
curso, un efecto del funcionamiento de los enunciados. Sólo cabe definir de qué ma­
nera se ejerce esta función, en qué condiciones, en qué campo. Véase Quest-ce qu’un
auteur?, D.E., I, págs. 789-821 (trad. págs. 35-68).
130. L’arriére-fable, D.E., I, págs. 506-513, pág. 512 (trad. pág. 220).
131. A propos de Margueríte Duras, D.E., II, págs. 762-771, pág. 763.
48 ÁNGEL GABILONDO

posesión y despojamiento, no como un don, sino como serena ac­


ción, la de vivir generosamente, en la irrupción del acontecimiento,
la pérdida de lo que no somos.132 La memoria seca el recuerdo, pero
las palabras sangran...

Angel Gabilondo
Universidad Autónoma de Madrid

132. El cuidado de sí es, en Foucault, cuidado del lenguaje, cuyo retorno es,
como es bien sabido, una pérdida del sujeto; su verdadero trastorno en la palabra. En
esta dirección los primeros textos de Foucault encuentran su verdad en los últimos,
más aún en ese texto-Foucault, tejido como cuerpo de juego y de lucha, que es, a la par,
el cuerpo de Foucault. Las palabras sangran y no las heridas, pero las palabras sangran
a través de las heridas. Sin embargo, no son éstas las que brotan. Las heridas sólo des­
velan el murmullo incesante de sangrar lo que no es suyo.
Nota sobre la edición

Se ofrece en primer lugar el texto titulado Langage et littérature


que corresponde al mecanografiado y depositado tanto en la Biblio-
théque du Saulchoir, del Centro Michel Foucault de París, como en
la de la Universidad donde se celebraron en 1964, en el apogeo de los
años que nos ocupan, las dos sesiones de conferencia hasta ahora iné­
ditas: Saint-Louis de Bruselas. Por ello y por el carácter de reunión o
conversación, que se ha pretendido preservar, el texto tiene un carác­
ter singular que simplemente se subraya aislándolo espacialmente, ya
que acompaña, brota y resurge en los restantes. La traducción se ha
efectuado de dicha reproducción mecanografiada y únicamente se
ha modificado la división de sus párrafos para ajustarla a las necesida­
des de una edición. El tono y el estilo son, por lo demás, distintos, me­
nos tejidos y cuidados que los de los otros escritos, como cabe esperar
de unas palabras no concebidas inicialmente para su publicación, si
bien los apartados I y II se reclaman y convocan permanentemente.
Los demás textos recogidos se encuentran en el primer tomo de
la reciente recopilación Dits et écrits y fueron originalmente publica­
dos entre los años 1962 y 1966. La presente traducción toma en con­
sideración las versiones al castellano ya existentes de otros textos de
lenguaje y literatura y trata de evitar repeticiones inútiles. Sólo este
motivo y los necesarios límites de toda colección explican que, por
ejemplo, La pensée du dehors o Raymond Roussel estén de otro modo
presentes y no expresamente incluidos. Se ha optado por textos que
no fueran introducciones (como el que acompaña a los Diálogos de
Rousseau), ni postfacios (como el que sigue a La tentación de san
Antonio de Flaubert), ni apéndices, como el interesante La folie,
Labsence d’oeuvre, insertado finalmente como tal, en 1972, en la ree­
50 ÁNGEL GABILONDO

dición de L’histoire de la folie á 1’age classique. Se ha considerado que


es junto a los escritos que los provocan y en esos espacios y lugares
donde deben encontrarse. Por otra parte, el carácter singular de las
referencias, no siempre cercanas, ha forzado otras ausencias, como la
de los textos dedicados a J.-P. Brisset (el brevísimo Le cycle des gre-
nouilles o el desconcertante Sept propos sur le septiéme auge). En
alguna ocasión, las palabras de Foucault respondían a obras no fácil­
mente asequibles ni conocidas. Sin ellas, su indiscutible interés resul­
taba demasiado extravagante. Tal es el caso del magnífico Un si cruel
savoir. Sin embargo, estos textos han sido tenidos en cuenta en la «In­
troducción» a la presente edición, y en el modo y gusto de Foucault, a
saber, atendiendo no tanto a cómo se dijeron o cuándo, sino al fun­
cionamiento de sus enunciados. La selección ofrecida recoge otros
aspectos especialmente significativos que acercan cuestiones y plan­
tean asuntos que ocupan a Foucault en esos años clave, en un afán
más diversificador que englobante, sin reducirse a las perspectivas
consideradas habituales en una tópica lectura.
A continuación, se relacionan los restantes textos contenidos en
la presente edición, y tras la cita del lugar de la publicación original
de los trabajos, se hacen constar, entre paréntesis, las páginas corres­
pondientes a la edición de Dits et écrits, Éditions Gallimard, París,
1994 (abreviado D.E.). Finalmente, se menciona alguna traducción
castellana existente, aunque de no fácil acceso, que ha sido consulta­
da y tenida en cuenta para la presente edición:

— «Le “non” du pére», Critique, n.° 178, marzo, 1962, págs. 195-209.
(D.E., I, págs. 189-203.) [Trad. de Irene Agoff en Abraham, T., Los
senderos de Foucault, Nueva Visión, Buenos Aires, 1989.] Acerca del
libro que Laplanche publicó sobre Hólderlin: Hólderlin et la question
du pére (París, P.U.F., 1961).
— «Préface á la transgression», Critique, n.° 195-196, agosto-septiem­
bre, 1963, págs. 751-769. (D.E., I, págs. 233-250.) Tras la muerte de Ba­
taille, en 1961, Critique, la revista que el propio Bataille fundara en 1945,
dedica un número monográfico a su obra con la colaboración entre otros,
además de Foucault, de Blanchot, Barthes, Wahl, Klossowski y Leiris.
— «Le langage á l’infini», Tel Quel, otoño, 1963, n.° 15, págs. 44-53.
(D.E., I, págs. 250-261.) Es el único artículo que Foucault publicó en
Tel Quel, grupo al que trata con entusiasmo, en contraste con la frial­
dad y la «distancia» con las que fue acogido (muy diferente fue el tra­
INTRODUCCIÓN 51

to que ahí mismo se le dio a los primeros escritos de Derrida, y evi­


dentemente a Barthes).
— «Guetter le jour que vient», La Nouvelle Revue fran^aise, n.° 130,
octubre, 1963, págs. 709-716. (D.E., I, págs. 261-268.) La novela co­
mentada, La Veille, de Laporte (Gallimard, París, 1963) , aparte de sus
valores propios, tiene la virtud de ser una de las recreaciones más no­
tables del mundo literario de Blanchot.
— «Distance, aspect, origine», Critique, n.° 198, noviembre, 1963,
págs. 931-945. (D.E., I, págs. 272-285.) [Trad. de S. Oliva, N. Coma-
dira y D. Oller en AA. W., Teoría de conjunto, Ed. Seix-Barral, Bar­
celona, 1971.] Con ocasión de la aparición de diversas obras de miem­
bros del grupo Tel Quel (Sollers, Pleynet y Baudry), Foucault enjuicia
los 14 primeros números de la revista, su labor renovadora y su rela­
ción de conjunto con la obra de Robbe-Grillet.
— «La prose d’Actéon», La Nouvelle Revue frangaise, n.° 135, marzo,
1964, págs. 444-459. (D.E., I, págs. 326-337.) Estudio general de los
principales temas de KIossowski, que dirá posteriormente: «Fue mi
mejor comentador».
— «Le langage de l’espace», Critique, abril, 1964, n.° 203, págs. 378-
382. (D.E., I, págs. 407-412.) Comentario muy sintetizado de novelas
de Laporte, Ollier, Le Clezió y Butor, alguna de ellas atendida más
detenidamente en otros lugares. Sin embargo, importa que todas ellas
queden agrupadas en la temática común del espacio.
— «Le Mallarmé de J.-P. Richard», Annales, n.° 5, septiembre-octu­
bre, 1964, págs. 996-1004. (D.E., I, págs. 427-437.) J.-P. Richard es,
con Starobinski, representante de lo que en crítica literaria se ha lla­
mado «tematismo». Su voluminoso trabajo sobre Mallarmé (publica­
do en 1962) causó tras su publicación una viva polémica.
— «L’arriére-fable», L’Arc, n.° 29, mayo, 1966, págs. 5-12. (D.E., I,
págs. 506-513.) [Trad. de Noé Jitrik en Julio Verne: un revolucionario
subterráneo, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1968.] En el mismo número de
la revista colaboran Brion, Butor, Serres, Moré, Bellour, etc. También
se incluye una carta de Raymond Roussel en la que manifiesta su ad­
miración desmedida por Verne.

La versión presentada contiene tres tipos de notas. Las escritas por


el propio Foucault y que se incluyen en su primera publicación (co­
rrespondientemente numeradas), las añadidas por los editores de Dits
et écrits (señaladas con asteriscos) y las notas de traducción [N. de T.].
Se ha evitado, en todo caso, complicar la presentación de los textos con
más citas o referencias que las alusiones del estudio introductorio.
Bibliografía

MICHEL FOUCAULT

Otros textos de lenguaje y literatura

«Introduction», en Rowsréww (J.-JJ, Rousseau juge de ]ean-]acques.


Dialogues, 1962, D.E., I, págs. 172-188.
Le óyele des grenouilles, 1962, D.E., I, págs. 203-205.
Un si cruel savoir, 1962, D.E., I, págs. 215-228.
Raymond Roussel, París, Gallimard, 1963 (trad. Buenos Aires, Siglo
XXI, 1973).
«Postface á Flaubert (G.)», Die Versuchung des Heiligen Antonius (La
tentation de saint Antoine), 1964, D.E., I, págs. 293-325. En 1970
aparece como La bibliothéque fantastique, en Flaubert, Debray-
Genette, (R.), comp., París, Firmin-Didot/Didier, págs. 171-190
(trad. Madrid, Siruela, 1989).
La folie, l’absence d’oeuvre, 1964, D.E., I, págs. 412-420 (trad. en His­
toria de la locura en la época clásica, México, F.C.E., 2a, 1976,2 t.,
t. II, «Apéndice», págs. 328-340).
Les mots qui saignent (Sur L’Énéide de P. Klossowski), 1964, D.E., I,
págs. 424-427.
Lapensée du dehors, 1966, D.E., I, págs. 518-539 (trad. Valencia, Pre­
textos, 1988).
Nietzsche, Freud, Marx, 1967, D.E., I, págs. 564-579 (trad. Barcelona,
Anagrama, 1970).
Ceciríest pas une pipe, 1968, D.E., I, págs. 635-650 (trad. Barcelona,
Anagrama, 1981).
Quest-ce quun auteur?, 1969, D.E., I, págs. 789-821 (trad. en Crea­
ción, n.° 9, octubre, 1993, págs. 35-68).
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págs. 83-87).
Sept propos sur le septiéme ange, 1970, D.E,, II, págs. 13-17.
Rheatrum philosophicum, 1970, D.E., II, págs. 75-99 (trad. Barcelo­
na, Anagrama, 1972).
«Présentation», en Moi Pierre Riviere, ayant égorgé ma mere, ma soeur
et mon frére. Un cas de parricide au XlXéme. siécle, París, Galli-
mard, 1973 (trad. Barcelona, Tusquets, 1976).
La vie des hommes infames, 1977, D.E., III, págs. 237-253 (trad., Ma­
drid, La Piqueta, 1990).
L’écriture de soi, 1983, D.E., IV, págs. 415-430 (trad. en Abraham, Th.,
Los senderos de Foucault, Buenos Aires, Nueva Visión, 1989, págs.
175-189).

Otras recopilaciones

Scritti Letterari, trad. y posfacio de Cesare Milanese, Milán, Giangia-


como Feltrinelli, 1971.
Schriften zur Literatur, Trad. de Karin von Hofer y Annelise Botond,
Munich, Nymphenburger Verlagshandlung, 1974 (reed. en Frank-
furt, Fischer Taschenbuch Verlag, 1988. Contiene los mismos
textos que la edición italiana).
Language, counter-memory, practice. Selected Essays and Interviews,
edic. e introduce, de Donald F. Bouchard. Trad. de Donald F.
Bouchard y Sherry Simón, Ithaca, Nueva York, Cornell Univer-
sity Press, 1977.

Algunos otros textos

Histoire de la folie á l’age classique, París, Pión, 1961; reed. en 1972


con nuevo prefacio y dos apéndices, París, Gallimard (trad. Mé­
xico, F.C.E., 2a ed., 1976,2 t.).
Naissance de la clinique. Une archéologie du regard médical, París,
P.U.F., 4a ed., 1978 (trad. México, Siglo XXI, 4a, 1978).
Les mots et les choses. Une archéologie des sciences humaines, París,
Gallimard, 1966 (trad. México, Siglo XXI, 9a ed., 1978).
INTRODUCCIÓN 55

L’archéologie du savoir, París, Gallimard, 1969 (trad. México, Siglo


XXI, 5a ed., 1978).
Surveiller et punir. Naissance de la prison, París, Gallimard, 1975
(trad. Madrid, Siglo XXI, 3a ed., 1978).
La volonté de savoir. Histoire de la sexualité 1, París, Gallimard, 1976
(trad. Madrid, Siglo XXI, 2a ed., 1978).
A verdade e as formas jurídicas, Río de Janeiro, Pontificia Universida-
de Católica do Rio de Janeiro, 1978 (trad. Barcelona, Gedisa,
1980).
L’usage des plaisirs. Histoire de la sexualité 2, París, Gallimard, 1984
(trad. México, Siglo XXI, 1986).
Le soucide soi. Histoire de la sexualité 3, París, Gallimard, 1984 (trad.
México, Siglo XXI, 1987).

CONTEXTOS

Se ofrecen a continuación algunos títulos de obras aparecidas en


Francia, relacionadas con los asuntos de la presente edición y que
Foucault debe de haber tenido en cuenta o que han ejercido una in­
fluencia real sobre él, y de las cuales hay, en casi todos los casos, tra­
ducción castellana:

Barthes, R., Le degré zéro de l’écriture, París, Éd. du Seuil, 1953.


[Barthes, R., El grado cero de la escritura, trad. de Nicolás Rosa,
Buenos Aires, Siglo XXI, 1973.]
—, Essais critiques, París, Ed. du Seuil, 1964. [Barthes, R., Ensayos
críticos, trad. de Carlos Pujol, Barcelona, Seix-Barral, 1967.]
Bataille, G., numerosos artículos publicados a lo largo de los años
cuarenta y cincuenta en la revista Critique recogidos posterior­
mente en (Euvres Completes, tomos XI y XII, París, Gallimard.
[Bataille, G., La literatura como lujo, sel. de Jordi Llovet y trad.
de Ana Torrent, Madrid, Cátedra, 1993.]
Blanchot, M., «La littérature et le droit á la mort», en La part dufeu,
París, Gallimard, 3a ed., 1949.
—, artículos de crítica literaria publicados principalmente en Criti­
que y la Nouvelle Revue Erangaise, recogidos posteriormente en
Le livre a venir, París, Gallimard, 1959, y Ventretien influí, París,
56 ÁNGEL GABILONDO

Gallimard, 1969. [Blanchot, M., El libro que vendrá, trad. de


Pierre de Place, Caracas, Monte Avila, 1969; Id., El diálogo in­
concluso, trad. de Pierre de Place, Caracas, Monte Avila, 1970.]
Klossowski, P., Un si funeste désir, París, Gallimard, 1963. [Klos-
sowski. P., Tan funesto deseo, trad. de Mauro Armiño, Madrid,
Taurus, 1980.]
Merleau-Ponty, M., Signes, París, Gallimard, 1960. [Merleau-
Ponty, M., Signos, Barcelona, Seix-Barral, 1970.]
Poulet, G., Les métamorphoses du cercle, París, Pión, 1961.
Richard, J-P., L’universe imaginaire deMallarmé, París, Ed. du Seuil,
1961.
Robbe-Grillet, A., Pour un Nouveau Román, París, Minuit, 1963.
[Robbe-Grillet, A., Por una novela nueva, Barcelona, Seix-Ba­
rral, 1964.]
Robert, M., L’anden et le nouveau, París, Grasset, 1963. [Robert,
M., Lo viejo y lo nuevo, trad. de Francisco Rivera, Caracas, Mon­
te Ávila, 1975.]
Roussel Raymond, Comment fai écrit certains de mes livres, París,
Jean-Jacques Pauvert, 1963 (trad. Barcelona, Tusquets, 1973).
Sartre, J. P., «Qu’est-ce que la littérature?», en Situations II, París,
Gallimard, 1948. [Sartre, J. P. ¿Qué es la literatura?, trad. de
Aurora Bernárdez, Losada, Buenos Aires3,1962.]
Sollers, P., artículos de este período publicados en Tel Quel y otras
revistas, recogidos en parte en L’Écriture et l’expérience des li­
mites, París, Ed. du Seuil, 1973 [Sollers, P., La escritura y la ex­
periencia de los límites, trad. Francisco Rivera, Caracas, Monte
Ávila, 1976.]
Starobinski, J., Jean-Jacques Rousseau: la transparence et Tobstacle,
París, Pión, 1957. [Starobinski, J., Jean-Jacques Rousseau: la
transparencia y el obstáculo, Madrid, Taurus, 1983.]

OTROS AUTORES

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(trad. Barcelona, Anagrama, 1973).
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vista de Filosofía, 1992, n.° 5, págs. 25-45.
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(comp.), Discurso, poder, sujeto. Lecturas sobre Michel Fou&ult,
Universidad de Santiago de Compostela, 1987, págs. 69-96.
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Gallimard, 2a ed., 1986.
Deleuze, Gilíes, Foucault, París, Minuit, 1986 (trad. Barcelona, Rai­
dos, 1987).
—, Pourparlers, París, Minuit, 1990 (trad. Valencia, Pre-textos,
1995).
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V/riting, Londres, Routledge, 1992.
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drid, Anthropos/U.A.M., 1990. (Véase «Los límites del lenguaje»,
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Serrano González, Antonio, Michel Foucault. Sujeto, Derecho, Po­
der, Universidad de Zaragoza, 1987.
Simón, John K., La moderna crítica literaria francesa, Madrid, F.C.E.,
1984, págs. 163-185.
Vázquez García, Francisco, Foucault y los historiadores: análisis de
una coexistencia intelectual, Universidad de Cádiz, 1987.
Veyne, Paúl, Comment on écrit l’histoire, París, Ed. du Seuil, 1978
(trad. Madrid, Alianza, 1984. Véase apéndice: «Foucault revolu­
ciona la historia», págs. 199-238).
PRIMERA PARTE
LENGUAJE Y LITERATURA

PRIMERA SESIÓN

Como ustedes saben, la pregunta, que ha llegado a ser célebre,


«¿Qué es la literatura?», está asociada para nosotros al ejercicio mis­
mo de la literatura, no como si esta pregunta estuviera planteada a
destiempo por una tercera persona que se interroga acerca de un ob­
jeto extraño y que le fuera exterior, sino como si tuviera su lugar de
origen exactamente en la literatura, como si plantear la pregunta
«¿Qué es la literatura?» se fundiera con el acto mismo de escribir.
«¿Qué es la literatura?» no es en absoluto una pregunta de críti­
co, ni una pregunta de historiador o de sociólogo que se interrogan
ante cierto hecho de lenguaje. Es en cierto modo un hueco que se
abre en la literatura, hueco donde tendría que alojarse y que recoger
probablemente todo su ser. Hay sin embargo una paradoja, en cual­
quier caso una dificultad. Acabo de decir que la literatura se aloja en
la pregunta «¿Qué es la literatura?». Pero, después de todo, esta pre­
gunta es muy reciente; es apenas más antigua que nosotros. En suma,
la pregunta «¿Qué es la literatura?» se puede decir que en líneas ge­
nerales ha llegado hasta nosotros y ha podido formularse sólo después
del acontecimiento que ha sido la obra de Mallarmé. Mientras que
la literatura no tiene edad, no tiene más cronología o estado civil
que el propio lenguaje humano.
Sin embargo, no estoy seguro de que la propia literatura sea tan
antigua como habitualmente se dice. Sin duda hace milenios que
existe eso que retrospectivamente tenemos el hábito de llamar «lite­
ratura». Creo que es precisamente esto lo que habría que preguntar.
No es tan seguro que Dante o Cervantes o Eurípides sean literatura.
Pertenecen desde luego a la literatura; eso quiere decir que forman
parte en este momento de nuestra literatura actual, y forman parte de
64 MICHEL FOUCAULT

la literatura gracias a cierta relación que sólo nos concierne de hecho


a nosotros. Forman parte de nuestra literatura, no de la suya, por la
magnífica razón de que la literatura griega no existe, como tampoco la
literatura latina. Dicho de otro modo, si la relación de la obra de Eu­
rípides con nuestro lenguaje es efectivamente literatura, la relación de
esa misma obra con el lenguaje griego no era ciertamente literatura.
Por eso, quisiera distinguir muy claramente tres cosas. En primer
lugar, está el lenguaje. El lenguaje es, como saben, el murmullo de
todo lo que se pronuncia, y es al mismo tiempo ese sistema transpa­
rente que hace que, cuando hablamos, se nos comprenda; en pocas
palabras, el lenguaje es a la vez todo el hecho de las hablas acumula­
das en la historia y además el sistema mismo de la lengua.
Así pues, tenemos aquí, de un lado, el lenguaje. Por otro, están las
obras. Digamos que está esa cosa extraña en el interior del lenguaje,
esta configuración de lenguaje que se detiene sobre sí, que se inmovili­
za, que constituye un espacio que le es propio y que retiene en ese es­
pacio el derrame del murmullo, que espesa la transparencia de los
signos y de las palabras, y que erige así cierto volumen opaco, proba­
blemente enigmático. Eso es en suma lo que constituye una obra.
Hay después un tercer término, que no es exactamente ni la obra
ni el lenguaje; este tercer término es la literatura. La literatura no es la
forma general de cualquier obra de lenguaje, no es tampoco el lugar
universal donde se sitúa la obra de lenguaje. Es de alguna manera un
tercer término, el vértice de un triángulo por el que pasa la relación del
lenguaje con la obra y de la obra con el lenguaje. Creo que una relación
de este género es lo que se designa con la palabra «literatura» en su
acepción clásica: la literatura en el siglo xvii que, sin más, quería de­
signar la familiaridad que alguien, en el momento mismo en que utili­
zaba el lenguaje corriente, podía tener con las obras de lenguaje, el u¿?o,
la frecuentación por la que recuperaba poniéndolo al nivel de su len­
guaje cotidiano lo que era en sí y para sí una obra. En esta época la re­
lación que constituía la literatura en la época clásica sólo era un asun­
to de memoria, de familiaridad, de saber: era un asunto de recepción.
Ahora bien, esta relación entre el lenguaje y la obra, relación que pasa
por la literatura, a partir de cierto momento ha dejado de ser una rela­
ción puramente pasiva de saber y de memoria, se ha convertido en una
relación activa, práctica, por eso mismo, en una relación oscura y pro­
funda entre la obra en el momento en que se hace y el lenguaje mismo.
LENGUAJE Y LITERATURA 65

funda entre la obra en el momento en que se hace y el lenguaje mismo.


En el orden de la cronología, el momento en que la literatura se ha
convertido en el tercer término activo del triángulo así constituido, es
evidentemente el principio del siglo xix —o el final del xvin en el entor­
no de Chateaubriand, de Madame de Staél, de Laharpe—, en el reco­
do del siglo xvni, en el momento en que éste nos abandona, se cierra
sobre sí y se lleva consigo algo que ahora nos está hurtado, pero que sin
duda queda por pensar si queremos pensar qué es la literatura.
Habitualmente se dice que la conciencia crítica, la inquietud re­
flexiva sobre lo que es la literatura se ha introducido muy tarde. En
cierto modo en la rarefacción, en la desecación de la obra en el mo­
mento en que, por razones puramente históricas, la literatura no ha
sido capaz de darse otro objeto que ella misma.
A decir verdad, me parece que la relación de la literatura consigo
misma, la pregunta acerca de lo que es formaba desde el origen parte
de su triangulación de nacimiento. La literatura no es para un len­
guaje el hecho de transformarse en obra, no es tampoco para una
obra el hecho de ser fabricada con lenguaje; la literatura es un tercer
punto, diferente del lenguaje y diferente de la obra, un tercer punto
que es exterior a su línea recta y que por eso mismo dibuja un espa­
cio vacío, una blancura esencial donde nace la pregunta: «¿Qué es la
literatura?», blancura esencial que a decir verdad es esta misma pre­
gunta. Por consiguiente, tal pregunta no se superpone a la literatura,
no se añade a ella mediante una conciencia crítica suplementaria: es
el ser mismo de la literatura, originariamente cuarteado y fracturado.
Bien es cierto que no tengo el proyecto de hablarles de lo que eso
sea, ni de la obra, ni de la literatura, ni del lenguaje. Pero quisiera si­
tuar en cierto modo mi lenguaje, que desgraciadamente no es ni obra
ni literatura, en esa distancia, en ese apartamiento, en ese triángulo,
en esa dispersión de origen donde la obra, la literatura y el lenguaje se
deslumbran mutuamente, quiero decir, se iluminan y se ciegan unos
a otros, para que tal vez, gracias a ello, algo de su ser llegue taimada­
mente hasta nosotros. Acaso estén ustedes un poco sorprendidos y
decepcionados por lo poco que tengo que decirles. Pero a este poco
me gustaría mucho que le prestaran atención, porque quisiera que
llegase hasta ustedes ese hueco del lenguaje que no deja de socavar la
literatura desde que él existe, es decir, desde el siglo xix. Querría que
por lo menos les resultara patente la necesidad de desembarazarse de
66 MICHEL FOUCAULT

una idea preconcebida, de una idea que la literatura precisamente se


ha hecho de sí misma, y esta idea es que la literatura es un lenguaje,
un texto hecho de palabras, de palabras como las demás, pero pala­
bras que son suficientemente y de tal manera elegidas y dispuestas
que a través de ellas pase algo que es inefable.
Me parece que es todo lo contrario, que la literatura no está en
absoluto hecha de algo inefable: está hecha de algo no inefable, de
algo que por consiguiente se podría llamar, en el sentido estricto y
originario del término, fábula. Está hecha, pues, de una fábula, de
algo que está por decir y que se puede decir, pero tal fábula está di­
cha en un lenguaje que es ausencia, que es asesinato, que es desdo­
blamiento, que es simulacro, gracias al cual me parece que es posible
un discurso sobre la literatura, un discurso que fuera algo distinto de
las alusiones que nos han repicado en los oídos desde hace centena­
res de años, esas alusiones al silencio, al secreto, a lo indecible, a las
modulaciones del corazón, finalmente a todos los prestigios de la in­
dividualidad, donde la crítica, hasta estos últimos tiempos, había
arropado su inconsistencia.
La primera constatación es que la literatura no es aquel hecho
bruto de lenguaje que se deja poco a poco penetrar por la pregunta
sutil y secundaria de su esencia y de su derecho a la existencia. La li­
teratura, en sí misma, es una distancia socavada en el interior del len­
guaje, una distancia recorrida sin cesar y nunca realmente franquea­
da; finalmente, la literatura es una especie de lenguaje que oscila
sobre sí mismo, una especie de vibración sin moverse del sitio. Aun
estas palabras, oscilación y vibración, son insuficientes y bastante
poco ajustadas, porque permiten suponer que hay dos polos, que la
literatura es a la vez literatura y además, al mismo tiempo, lenguaje, y
que habría entre la literatura y el lenguaje algo así como una indeci­
sión. De hecho, la relación con la literatura está por completo atrapa­
da en el espesor absolutamente inmóvil, sin movimiento, de la obra,
y al mismo tiempo tal relación es aquello por lo que la obra y la lite­
ratura se esquivan mutuamente. Porque, en un sentido, ¿cuándo la
obra es literatura? La paradoja de la obra es precisamente ésta: que
sólo es literatura en el instante mismo de su comienzo, desde su pri­
mera frase, desde la página en blanco, y, a decir verdad, no es real­
mente literatura sino en la medida en que la página permanece en
blanco, en tanto que sobre esta superficie no ha sido escrito nada
LENGUAJE Y LITERATURA 67

aún; ¿qué es lo que hace que la literatura sea literatura?, ¿qué es lo


que hace que el lenguaje que está escrito ahí sobre un libro sea litera'
tura? Es esa especie de ritual previo que traza en las palabras su es­
pacio de consagración.
Por consiguiente, desde que la página en blanco comienza a re­
llenarse, desde que las palabras comienzan a transcribirse en esta su­
perficie que es todavía virgen, en ese momento cada palabra es en
cierto modo absolutamente decepcionante en relación con la litera­
tura, porque no hay ninguna palabra que pertenezca por esencia, por
derecho de naturaleza a la literatura. De hecho, desde que una pala­
bra está escrita en la página en blanco, página que debe ser de litera­
tura, a partir de ese momento no es ya literatura; es decir, cada pala­
bra real es en cierto modo una transgresión, que se efectúa en
relación con la esencia pura, blanca, vacía, sagrada de la literatura,
que en modo alguno hace de toda obra la realización plena de la lite­
ratura, sino su ruptura, su caída, su expoliación. Es una expoliación
que toda palabra hace, incluso la que carece de estatuto y de presti­
gio literario; es una expoliación que toda palabra prosaica o cotidia­
na realiza, es más, es una expoliación efectuada asimismo por toda
palabra desde que es escrita.
«Mucho tiempo me he acostado temprano.» Esta es la primera
frase de En busca del tiempo perdido. Es efectivamente en un sentido
una entrada en la literatura, pero es evidente que no hay una sola de
estas palabras que pertenezca a la literatura; es una entrada en la lite­
ratura no porque esa frase fuera la salida a escena de un lenguaje
completamente armado con los signos, con el escudo y con las mar­
cas de la literatura, sino lisa y llanamente porque es la irrupción de un
lenguaje a secas sobre una página completamente en blanco; es la
irrupción del lenguaje sin señas ni armas en el umbral mismo de algo
que nunca se verá en cueros: esas palabras que nos conducen hasta el
umbral de una perpetua ausencia, que será la literatura.
Es por lo demás característico que la literatura, desde que existe,
desde el siglo xix, desde que ha ofrecido a la cultura occidental esta
figura extraña acerca de la que nos interrogamos, se haya dado siem­
pre cierta tarea, y que esta tarea sea precisamente el asesinato de la li­
teratura. A partir del siglo xix no se trata en absoluto, entre las obras
que se suceden, de la relación impugnada, reversible, por lo demás
ella misma muy intrigante, que es la relación de lo antiguo y lo nuevo,
68 MICHEL FOUCAULT

y sobre la que toda la literatura clásica se ha interrogado. La relación de


sucesión que aparece a partir del siglo xix es una relación mucho más
de primera hora, que sería a la vez relación de acabamiento de la litera­
tura y de asesinato inicial de la misma. Baudelaire no es al romanticis­
mo, Mallarmé no es a Baudelaire, el surrealismo no es a Mallarmé lo
que Racine fue a Comeille o lo que Beaumarchais fue a Marivaux.
En realidad, la historicidad que aparece en el siglo xix en el do­
minio de la literatura es una historicidad de un tipo completamente
especial y que no se puede en ningún sentido asimilar a la que ha ase­
gurado la continuidad o discontinuidad de la literatura hasta el siglo
xvin. La historicidad de la literatura en el siglo xix no pasa por el re­
chazo de otras obras, por dejarlas atrás o por su recepción; la histori­
cidad de la literatura pasa obligatoriamente por el rechazo de la lite­
ratura misma, y este rechazo de la literatura hay que tomarlo en toda
la madeja muy compleja de sus negaciones. Cada acto literario nuevo,
sea el de Baudelaire, de Mallarmé, de los surrealistas, poco importa,
creo que por lo menos implica cuatro negaciones, cuatro rechazos,
cuatro tentativas de asesinato: en primer lugar, rechazar la literatura
de los demás; en segundo lugar, rehusar a los demás el derecho a ha­
cer literatura, discutir que las obras de los demás sean literatura; en
tercer lugar, rechazarse a sí mismo, discutirse a sí mismo el derecho a
hacer literatura; y finalmente, rehusar hacer o decir en el uso del len­
guaje literario algo distinto del asesinato sistemático, realizado, de la
literatura.
Así pues, se puede decir, creo, que a partir del siglo xix todo acto
literario se da y toma conciencia de sí como una transgresión de esa
esencia pura e inaccesible que sería la literatura. Y sin embargo, en un
sentido distinto, cada palabra, a partir del momento en que es escrita
en esa famosa página en blanco a propósito de la cual nos interroga­
mos, cada palabra, sin embargo, hace señas. Hace señas a algo porque
no es como una palabra normal, como una palabra ordinaria. Señala
hacia algo que es la literatura. Cada palabra, a partir del momento en
que ha sido escrita en la página en blanco de la obra, es una especie de
intermitente que parpadea hacia algo que llamamos literatura. Porque,
a decir verdad, nada, en una obra de lenguaje, es semejante a lo que se
dice cotidianamente. Nada es verdadero lenguaje. Les desafío a en­
contrar un solo pasaje de una obra cualquiera que se pueda conside­
rar prestado realmente de la realidad del lenguaje cotidiano.
LENGUAJE Y LITERATURA 69

Y bien sé que alguna vez eso se produce, bien sé que algunos han
entresacado precisamente diálogos reales, alguna vez incluso registra­
dos con el magnetófono, como Butor acaba de hacer para su descrip­
ción de San Marco, donde en cierto modo ha pegado a la descripción
misma de la catedral las bandas magnéticas que han sido efectiva­
mente entresacadas del diálogo de los que visitaban la catedral y ha­
cían comentarios, entre los cuales unos se referían a la propia catedral
y otros a la calidad de los helados que se pueden tomar en la plaza.
Pero la existencia de un lenguaje real así entresacado e introduci­
do en la obra literaria, cuando eso se produce, no es sino un papel pe­
gado en un cuadro cubista. El papel pegado, en un cuadro cubista,
no está ahí para convertirlo en «verdadero», está ahí, por el contrario,
para horadar en cierto modo el espacio del cuadro, y, de la misma
manera el lenguaje verdadero, cuando se introduce realmente en una
obra literaria, está puesto ahí para horadar el espacio del lenguaje,
para darle en cierto modo una dimensión sagital que, de hecho, no le
pertenecería naturalmente. De tal modo que la obra finalmente no
existe sino en la medida en que en cada instante todas las palabras es­
tán giradas hacia la literatura, están alumbradas por la literatura, y al
mismo tiempo la obra sólo existe porque la literatura es en ese mo­
mento conjurada y profanada, la literatura que, sin embargo, sostiene
todas y cada una de sus palabras, y desde la primera.
Así pues, es posible decir, si quieren, que en resumidas cuentas la
obra como irrupción desaparece y se disuelve en el murmullo que es
la machaconería de la literatura; no hay obra que no se convierta por
ello en un fragmento de literatura, un pedazo que sólo existe porque
existe a su alrededor, por delante y por detrás de ella, algo así como
la continuidad de la literatura.
Me parece que estos dos aspectos, el de la profanación y el de esa
seña perpetuamente renovada de cada palabra hacia la literatura, per­
mitirían esbozar en cierto modo dos figuras ejemplares y paradigmá­
ticas de lo que es la literatura, dos figuras ajenas y que, sin embargo,
tal vez se pertenezcan mutuamente. Una sería la figura de la transgre­
sión, la figura del habla transgresora, y otra, por el contrario, la figu­
ra de todas aquellas palabras que apuntan y hacen señas hacia la lite­
ratura; de un lado, pues, el habla de transgresión, y de otro lo que
llamaría la machaconería de la biblioteca. Una es la figura de lo prohi­
bido, del lenguaje en el límite, es la figura del escritor encerrado; la
70 MICHEL FOUCAULT

otra, por el contrario, es el espacio de los libros que se acumulan, que


se adosan unos a otros, y de los cuales cada uno sólo tiene la existen­
cia almenada que lo recorta y lo repite hasta el infinito en el cielo de
todos los libros posibles.
Es evidente que Sade ha sido el primero en articular, a finales del
siglo xviii, el habla de transgresión; se puede incluso decir que su obra
es el punto que a la vez acoge y hace posible cualquier habla de trans­
gresión. La obra de Sade, no cabe ninguna duda, es el umbral históri­
co de la literatura. En un sentido, saben ustedes que la obra de Sade es
un gigantesco pastiche. No hay una sola frase de Sade que no esté en­
teramente vuelta hacia algo que ha sido dicho antes que él, por los fi­
lósofos del siglo xviii, por Rousseau; no hay un solo episodio, una de
esas escenas únicas, insoportables, que Sade cuenta, que no sea en rea­
lidad el pastiche irrisorio, completamente profanador, de una escena
de una novela del siglo xviii —es suficiente por lo demás seguir el
nombre de los personajes para encontrar exactamente de qué ha que­
rido Sade hacer el pastiche profanador. Es decir, la obra de Sade tie­
ne la pretensión, tuvo la pretensión, de ser la borradura de toda la fi­
losofía, de toda la literatura, de todo el lenguaje que ha podido serle
anterior, y la borradura de toda esa literatura en la transgresión de un
habla que profanaría la página vuelta así a tornarse blanca.
Con respecto a la nominación sin reticencias, con respecto a los
movimientos que recorren meticulosamente todas las posibilidades
en las famosas escenas eróticas de Sade, no se trata sino de una obra
reducida al habla única de transgresión, una obra que en un sentido
borra cualquier habla alguna vez escrita, y por ello abre un espacio
vacío donde la literatura moderna va a tener su lugar. Creo que Sade
es el paradigma mismo de la literatura. Y esta figura de Sade, que es
la del habla de transgresión, tiene su doble en la figura del libro, del
libro que se mantiene en su eternidad; tiene su doble, su opuesto, en
la biblioteca, es decir, en la existencia horizontal de la literatura, esa
existencia que no es, a decir verdad, sencilla, que no es unívoca, pero
cuyo paradigma gemelo sería, creo, Chateaubriand.
No hay absolutamente ninguna duda de que la contemporanei­
dad de Sade y Chateaubriand no es un azar en la literatura. De entra­
da, la obra de Chateaubriand, desde su primera línea, quiere ser un li­
bro, quiere mantenerse en el nivel de un murmullo continuo de la
literatura, quiere transportarse inmediatamente a esa especie de eter­
LENGUAJE Y LITERATURA 71

nidad polvorienta que es la de la biblioteca absoluta. En seguida se


orienta a alcanzar el ser sólido de la literatura, haciendo que de ese
modo retroceda a una especie de prehistoria todo lo que ha podido
ser dicho o escrito antes de él, Chateaubriand. De tal manera que, pa­
sados unos cuantos años, se puede decir, creo, que Chateaubriand y
Sade constituyen los dos umbrales de la literatura contemporánea.
Attala y la Nouvelle Justine han salido a la luz poco más o menos al
mismo tiempo. Con toda seguridad sería un fácil juego aproximarlas
u oponerlas, pero lo que hay que tratar de comprender es el sistema
mismo de su pertenencia mutua, el pliegue en el que nace en ese mo­
mento, a finales del siglo xvin, al comienzo del siglo xix, en tales
obras, en tales existencias, la experiencia moderna de la literatura;
creo que esta experiencia no es disociable de la transgresión y de la
muerte, no es disociable de la transgresión en la que Sade ha conver­
tido toda su vida y de la que ha pagado por lo demás el precio de la
libertad que ya saben; con respecto a la muerte, saben igualmente
que obsesionó a Chateaubriand desde el momento en que empezó a
escribir; era evidente para él que la palabra que escribía no tenía sen­
tido sino en la medida en que estaba en cierto modo ya muerta, en la
medida en que ese habla flotaba más allá de la vida y más allá de su
existencia; me parece que la transgresión y el tránsito más allá de la
muerte representan dos grandes categorías de la literatura contem­
poránea. Se podría decir, si lo desean, que en la literatura, en esa for­
ma de lenguaje que existe desde el siglo xix, sólo hay dos sujetos rea­
les, dos sujetos que hablan: Edipo para la transgresión, Orfeo para la
muerte. Y no hay sino dos figuras de las que se habla, y a las cuales al
mismo tiempo, a media voz y como de soslayo, se dirige, que son la fi­
gura de Yocasta profanada y la de Eurídice perdida y recobrada.
Me parece, pues, que estas dos categorías de la transgresión y de
la muerte, o si se quiere, de lo prohibido y de la biblioteca, distribu­
yen poco más o menos lo que podría llamarse el espacio propio de la
literatura. En cualquier caso, es en este lugar donde algo como la li­
teratura nos llega. Es importante darse cuenta de que Ja literatura, la
obra literaria, no viene de una especie de blancura anterior al lengua­
je, sino justamente de la machaconería de la biblioteca, de la impure­
za ya asesina de la palabra, y es a partir de ese momento cuando el
lenguaje realmente nos hace señas y al mismo tiempo hace señas ha­
cia la literatura.
72 MICHEL FOUCAULT

La obra le hace señas a la literatura; ¿qué quiere decir esto?


Quiere decir que la obra llama a la literatura, que le da garantías, que
se impone a sí misma cierto número de marcas que le muestran a sí
y a las demás que es efectivamente literatura. A esos signos, reales,
por los cuales cada palabra, cada frase indican que pertenecen a la li­
teratura, la crítica reciente, desde Roland Barthes, los llama la es­
critura.
Esta escritura hace de cualquier obra, en cierto modo, una pe­
queña representación, algo así como un modelo concreto de la lite­
ratura. Detenta la esencia de la literatura, pero da de ella al mismo
tiempo su imagen visible, real. En este sentido se puede decir que
cualquier obra dice no solamente lo que dice, lo que cuenta, su histo­
ria, su fábula, sino, además, dice lo que es la literatura. Lo que ocurre
simplemente es que no lo dice en dos tiempos, un tiempo para el con­
tenido y un tiempo para la retórica; lo dice en una unidad. Esta uni­
dad está señalada precisamente por el hecho de que la retórica, a fi­
nales del siglo xvin, desaparece.
La retórica desaparece, lo que quiere decir que la literatura mis­
ma está encargada, a partir de esa desaparición, de definir los signos
y los juegos por los que va a ser, precisamente, literatura.
Así pues, se puede decir, si lo desean, que la literatura, tal como
existe desde la desaparición de la retórica, no tendrá la tarea de con­
tar algo y añadir después los signos manifiestos y visibles de que eso
es literatura, los signos de la retórica; va a verse obligada a tener un
lenguaje único, y, sin embargo, un lenguaje bifurcado, un lenguaje
desdoblado, puesto que, no diciendo sino una historia, no contando
sino una cosa, deberá en cada instante mostrar y hacer visible lo que
es la literatura, lo que es el lenguaje de la literatura, puesto que ha de­
saparecido la retórica, que era en otro tiempo la encargada de decir
lo que debía ser un bello lenguaje.
Es posible, pues, decir que la literatura es un lenguaje a la vez úni­
co y sometido a la ley del doble; ocurre con la literatura lo que pasa­
ba con el doble, en Dostoievski, esa distancia ya dada en la bruma y
en el anochecer, esa otra cara mediante la cual no se deja, en el reco­
do de las calles, de estar doblado y que, sin embargo, viene de hecho
también al encuentro del paseante, y esto hasta el pánico, que obliga
a reconocer al doble en ese mismo momento en que uno se encuentra
justamente frente a él.
LENGUAJE Y LITERATURA 73

Un juego semejante es el que se produce entre la obra y la litera­


tura: la obra va sin cesar por delante de la literatura, la literatura es
esa especie de doble que se pasea ante la obra, la obra no la reconoce
nunca, la cruza, no obstante, sin detenerse, pero, justamente, carece
siempre de ese momento de pánico que se encuentra en Dostoievski.
En la literatura, no hay nunca encuentro absoluto entre la obra real y
la literatura en carne y hueso. La obra no encuentra nunca su doble
por fin dado, y, en esta medida, la obra es aquella distancia, la dis­
tancia que hay entre el lenguaje y la literatura; es esta especie de es­
pacio de desdoblamiento, el espacio de espejo, que se podría llamar
el simulacro. Me parece que la literatura, el ser mismo de la literatu­
ra, si se la interroga sobre lo que es, sobre su ser mismo, sólo podría
responder una cosa: que no hay ser de la literatura, que hay sencilla­
mente un simulacro, un simulacro que es todo el ser de la literatura.
Creo que la obra de Proust podría mostrarnos muy bien en qué y
cómo la literatura es simulacro. En busca del tiempo perdido, ya se
sabe, es el relato de un camino que no va de la vida de Proust a la obra
de Proust, sino que va del momento en que la vida de Proust, la vida
real, su vida mundana, etc., se suspende, se interrumpe, se cierra sobre
sí misma, y donde, en la misma medida en que la vida se repliega so­
bre sí, la obra va a poder inaugurarse y abrir su propio espacio. Pero
la vida de Proust, la vida real, no se cuenta nunca en la obra. Y, por
otro lado, esta obra por cuya causa ha suspendido su vida y decidido
interrumpir su vida mundana, esta obra no está tampoco dada nunca,
puesto que Proust cuenta cómo, precisamente, va a llegar a esta obra,
la obra que debería comenzar en la última línea del libro, pero que, en
realidad, no está nunca dada en su cuerpo propio.
De tal manera que, En busca del tiempo perdido, la palabra «per­
dido» tiene al menos tres significados. Por una parte, quiere decir
que el tiempo de la vida aparece ahora como encerrado, lejano, irre­
cuperable, perdido. En contrapartida, en segundo lugar, el tiempo de
la obra, que precisamente no tiene el tiempo de ser hecha, puesto que
cuando el texto realmente escrito se acaba, la obra no está aún ahí, es
decir, el tiempo de la obra que no ha podido llegar a hacerse sitio en
el relato que debía contar la génesis de la obra, este tiempo de la obra
ha sido en cierto modo despilfarrado de antemano, no solamente por
la vida, sino por el relato que Proust hace de la manera en que va a es­
cribir su obra. Y finalmente el tiempo sin hogar ni sede, tiempo sin
74 MICHEL FOUCAULT

fecha ni cronología, que flota en plena deriva, como perdido entre el


lenguaje sofocado de todos los días y aquel otro, centelleante, de la
obra por fin iluminada, este tiempo es el que vemos en la obra misma
de Proust, que vemos aparecer por fragmentos, que vemos aparecer
a la deriva, sin cronología real, es un tiempo que está perdido y que
no se puede recuperar sino como pepitas de oro, por fragmentos. Si
bien la obra, en Proust, no es nunca la propia obra dada en la litera'
tura, tampoco es nada distinto, la obra real de Proust, del proyecto de
hacer una obra, del proyecto de hacer literatura; pero, sin cesar, la
obra real está retenida en el umbral de la literatura.
En el momento en que el lenguaje real, que cuenta esta venida de
la literatura, va a callarse, para que, por fin, la obra pueda aparecer,
en su habla soberana, inevitable, en ese momento, la obra se acaba, el
tiempo ha terminado, de tal manera que es posible decir que, en un
cuarto sentido, el tiempo se pierde en el momento mismo en que se
recobra.
Ven ustedes que en una obra como la de Proust no se puede de­
cir que hay un solo momento que sea realmente la obra, no se puede
decir que hay un solo momento que sea la literatura. De hecho, todo
el lenguaje real de Proust, todo el lenguaje que ahora leemos y que
nosotros en particular llamamos su obra, y del que decimos que es li­
teratura, de hecho, si se le pide lo que es, no para nosotros, sino en sí,
uno se apercibe de que no es ni una obra ni literatura, sino aquella es­
pecie de espacio intermedio, de espacio virtual como el que uno pue­
de vislumbrar, pero nunca tocar, en los espejos, y este espacio de si­
mulacro es el que da a la obra de Proust su verdadero volumen.
En esta medida es preciso convenir efectivamente que el proyec­
to mismo de Proust, el acto literario que realizó cuando escribió su
obra, no tiene realmente ningún ser asignable, no se puede situar
nunca en un punto cualquiera del lenguaje o de la literatura; de he­
cho, sólo es posible encontrar el simulacro, el simulacro de la litera­
tura. Y la importancia aparente del tiempo en Proust viene lisa y lla­
namente del hecho de que el tiempo proustiano, que, por un lado, es
dispersión y marchitamiento, retorno e identidad de los momentos
dichosos, por el otro, este tiempo proustiano no es sino la proyección
interna, temática, dramatizada, contada, relatada, de esta distancia
esencial entre la obra y la literatura, que constituye, creo, el ser pro­
fundo del lenguaje literario.
LENGUAJE Y LITERATURA 75

Así pues, si tenemos que caracterizar qué es la literatura, se en­


contraría la figura negativa de la transgresión y de lo prohibido, sim­
bolizada por Sade, la figura de la machaconería, la imagen del hom­
bre que desciende a la tumba con un crucifijo en la mano, ese hombre
que sólo ha escrito «ultratumba»; finalmente, pues, encontramos la
figura de la muerte simbolizada por Chateaubriand, y después en­
contramos la figura del simulacro. Otras tantas figuras, no diría que
negativas, sino sin ninguna positividad, y entre las cuales el ser de la
literatura me parece fundamentalmente disperso y cuarteado.
Pero tal vez carecemos aún, para definir lo que es la literatura, de
algo esencial. En cualquier caso, hay algo que todavía no hemos di­
cho y que es, sin embargo, históricamente muy importante para saber
qué es esta forma de lenguaje que ha aparecido a partir del siglo xix.
Es evidente, en efecto, que la transgresión no basta para definir del
todo la literatura, puesto que había efectivamente literaturas trans-
gresoras antes del siglo xix. Es asimismo evidente que tampoco el si­
mulacro basta para definirla, puesto que antes de Proust había algo
así como el simulacro, y si no miren a Cervantes, que escribe el simu­
lacro de una novela, miren igualmente a Diderot con Jacques el fata­
lista. En todos estos textos se encuentra aquel espacio virtual en el
que no hay ni literatura ni obra, y donde, sin embargo, hay perpetua­
mente intercambio entre la obra y la literatura.
«Ah, si yo fuera novelista», le dice Jacques el fatalista a su señor,
«lo que cuento sería mucho más bello que la realidad que estoy na­
rrando; si quisiera embellecer todo lo que le cuento, vería usted como,
en ese momento, esto sería bella literatura, pero no puedo, no hago
literatura, estoy obligado a contar lo que es...» Y en el simulacro de li­
teratura, en el simulacro de rechazo de literatura, es donde Diderot es­
cribe una novela que es, en el fondo, el simulacro de una novela.
Efectivamente, el problema del simulacro, por ejemplo en Dide­
rot, y del simulacro en la literatura a partir del siglo xix, es importan­
te para introducirnos en lo que me parece central en el hecho de la li­
teratura. En jacques el fatalista, en efecto, saben ustedes que la
historia se despliega en varios niveles. Por una parte, el nivel uno es
el relato, de Diderot, del viaje y de los diálogos entre Jacques, llama­
do el fatalista, y su señor. Después el relato de Diderot es interrum­
pido por el hecho de que Jacques, en cierto modo, toma la palabra en
lugar de Diderot, y empieza a contar sus amores. Además, el relato de
76 MICHEL FOUCAULT

los amores de Jacques es interrumpido de nuevo, interrumpido por


un relato de tercer nivel, por una serie de relatos de tercer nivel, don­
de se ve, por ejemplo, que los huéspedes, o el capitán, etc., cuentan
sus propias historias. Y tenemos así en el interior del relato todo un
espesor de relatos que se encajan como muñecas japonesas, y eso es
lo que constituye el pastiche de la novela de aventuras de Jacques el
fatalista.
Pero lo que es importante, lo que parece del todo característico,
no es tanto esa encajadura de los relatos unos en otros, como el hecho
de que en cada instante Diderot, en cierto modo, hace que el relato
salte hacia atrás, y les impone, en cualquier caso, a esos relatos que se
encajan, géneros de figuras retrógradas que inducen sin cesar hacia
una especie de realidad, realidad de lenguaje neutro, de lenguaje pri­
mero, que sería el lenguaje de todos los días, el lenguaje del propio
Diderot, el lenguaje mismo de los lectores.
Y estas figuras retrógradas son de tres clases. Se dan, en primer
lugar, las reacciones de los personajes del relato encajador, los cuales
en cada instante interrumpen el relato que oyen; después, en segun­
do lugar, tienen ustedes los personajes que se ve que aparecen en un
relato encajado —en un momento dado, el huésped cuenta la historia
de alguien que no se ve, que simplemente está alojado ahí, virtual­
mente, en el relato, y después, encontramos que bruscamente, en el
relato del propio Diderot, se ve que surge el personaje real, mientras
que en realidad sólo tenía estatuto de realidad encajado en el interior
del relato hecho por el huésped.
Más tarde, tercera figura, en cada instante, Diderot se vuelve ha­
cia su lector, para decirle: «Debe encontrar extraordinario lo que le
cuento, pero así es como ha pasado; naturalmente, esta aventura no
es conforme a las reglas de la literatura, no es conforme a las reglas de
los relatos bien hechos, pero no soy dueño de mis personajes, ellos
me desbordan, han llegado a mi horizonte con su pasado, con sus
aventuras, con sus enigmas, no hago sino contarle las cosas tal como
han pasado efectivamente...».
Así, del corazón más escondido, más indirecto del relato, hasta
una realidad que es contemporánea, anterior incluso a la escritura,
Diderot no hace otra cosa que desengancharse, en cierto modo, con
respecto a su propia literatura. Se trata en cada instante de mostrar
que, de hecho, todo ello no es literatura, y que hay un lenguaje inme­
LENGUAJE Y LITERATURA 77

diato y primero, el único sólido, sobre el que se encuentran edifica­


dos, arbitrariamente y a capricho, los propios relatos. Esta estructura
es una estructura característica de Diderot, pero que se encuentra
igualmente en Cervantes, y en infinidad de relatos que van de los si­
glos xvi al xviii.
Para la literatura, es decir, para la forma de lenguaje que se inau­
gura en el siglo xix, juegos como el de Jacques el fatalista, de los que
acabo de hablar, no son en realidad, más que bromas. Cuando Joyce,
por ejemplo, se entretiene en hacer una novela que está, si les parece,
construida por entero sobre la Odisea, no hace del todo como Dide­
rot cuando construye una novela sobre el modelo de la novela pica­
resca; de hecho, cuando Joyce repite a Ulises, lo repite para que en
ese pliegue del lenguaje, repetido sobre sí mismo, aparezca algo que no
sea como en Diderot el lenguaje de todos los días, sino algo que sea
como el nacimiento mismo de la literatura. Es decir, Joyce actúa de
tal modo que, en el interior de su relato, en el interior de sus frases,
de las palabras que emplea, del relato infinito de la jornada de un
hombre como todo el mundo en una ciudad como cualquiera, algo se
ahueca, bien sea a la vez la ausencia de la literatura y su inminencia,
bien el hecho de que está ahí, la literatura, absolutamente, y está ahí
absolutamente porque se trata de Ulises, pero al mismo tiempo, en la
distancia, en cierto modo, si ustedes quieren, en la mayor cercanía de
su alejamiento.
De aquí, sin duda, esta configuración que le es esencial al Ulises
de Joyce: por una parte las figuras circulares, el círculo del tiempo,
que va desde la madrugada hasta el anochecer del día, después el
círculo del espacio, que da la vuelta a la ciudad, con el paseo del per­
sonaje. Después, fuera de estas figuras circulares, tienen ustedes una
especie de relación perpendicular y virtual, una relación punto por
punto, una relación biunívoca, entre cada episodio del Ulises de Joy­
ce y cada aventura de la Odisea. Y mediante esta referencia, en cada
instante, las aventuras del personaje de Joyce no están dobladas y so­
breimpresionadas; por el contrario, están socavadas por la presencia
ausente del personaje de la Odisea, que es, él, el detentador, pero de­
tentador absolutamente lejano, nunca accesible, de la literatura.
Tal vez se podría decir, para resumir todo esto, que la obra de
lenguaje, en la época clásica, no era verdaderamente literatura. ¿Por
qué no se puede decir que Jacques elfatalista, o Cervantes, por qué no
78 MICHEL FOUCAULT

decir que Ráeme, o Corneille, o Eurípides son literatura, salvo natu­


ralmente para nosotros, en la medida en que lo integramos en nues­
tro lenguaje? ¿Por qué, en aquel momento, la relación de Diderot
con su propio lenguaje no era esa relación literaria de la que he ha­
blado hace un instante? Me parece que cabría decir lo siguiente: lo
que sucede es que, en la época clásica, en cualquier caso antes de fi­
nales del siglo xviii, toda obra existía en función de cierto lenguaje
mudo y primitivo que ella estaría encargada de restituir.
Ese lenguaje mudo era en cierto modo el fondo inicial, el fondo
absoluto del que toda obra en lo sucesivo venía a desprenderse, en
cuyo interior venía a alojarse. Ese lenguaje mudo, lenguaje anterior a
los lenguajes, era la palabra de Dios, era la verdad, era el modelo,
eran los clásicos, era la Biblia, dándole a la palabra misma «biblia» su
sentido absoluto, es decir, su sentido común. Había una especie de li­
bro previo, que era la verdad, que era la naturaleza, que era la pala­
bra de Dios, y que, en cierto modo, ocultaba en él y pronunciaba al
mismo tiempo toda la verdad.
Y ese lenguaje soberano y retenido era tal que, por una parte,
cualquier otro lenguaje, cualquier lenguaje humano, cuando quería
ser una obra, debía lisa y llanamente volver a traducirlo, volver a
transcribirlo, repetirlo, restituirlo. Pero, por otro lado, el lenguaje, de
Dios, de la naturaleza o de la verdad, estaba, sin embargo, oculto. Era
el fundamento de cualquier desvelamiento y, no obstante, él mismo
estaba oculto, no se podía transcribir directamente. De ahí la necesi­
dad de los deslizamientos, de las torsiones de palabras, de todo ese
sistema que se llama precisamente la retórica. Después de todo, ¿qué
eran las metáforas, las metonimias, las sinécdoques, etc., sino el es­
fuerzo por, con palabras humanas que son oscuras y ocultas en sí mis­
mas, reencontrar, mediante un juego de aberturas y como a través de
enredos, ese lenguaje mudo que la obra tenía como sentido y como
tarea restituir y restaurar?
Dicho de otro modo: entre un lenguaje charlatán, que no decía
nada, y un lenguaje absoluto, que lo decía todo, pero no mostraba nada,
era preciso que hubiera un lenguaje intermedio, lenguaje intermedio
que llevaba de nuevo del lenguaje charlatán al lenguaje mudo de la
naturaleza y de Dios, y era precisamente el lenguaje literario. Si lla­
mamos signos, con Berkeley, con los filósofos del siglo xviii, a eso
mismo que antes era dicho por la naturaleza o por Dios, es posible de­
LENGUAJE Y LITERATURA 79

cir, lisa y llanamente, que la obra clásica se caracteriza por el hecho de


que se trataba, mediante un juego de figuras, que eran las figuras de la
retórica, de llevar de nuevo la espesura, la opacidad, la oscuridad del
lenguaje a la transparencia, a la luminosidad misma de los signos.
Por el contrario, la literatura comienza cuando ha callado, para el
mundo occidental, o para una parte del mundo occidental, aquel len­
guaje que no se había dejado de oír, de percibirse, de estar supuesto
durante milenios. A partir del siglo xix, se deja de estar a la escucha
de ese habla primera y, en su lugar, se deja oír el infinito del murmu­
llo, el amontonamiento de las hablas ya dichas; en esas condiciones,
la obra no tiene que tomar cuerpo en las figuras de la retórica, que
valdrían como signos de un lenguaje mudo y absoluto, la obra sólo
tiene que hablar como lenguaje que repite lo que ha sido dicho, y
que, por la fuerza de su repetición, borra a la vez todo lo que ha sido
dicho, y lo aproxima lo más cerca de sí, para volver a captar la esen­
cia de la literatura.
Se puede decir, si quieren, que la literatura comienza el día en
que algo que podría llamarse el volumen del libro sustituye al espacio
de la retórica.
Por lo demás, es muy curioso constatar que el libro sólo se ha
convertido en un acontecimiento en el ser de la literatura muy tarde.
Cuatro siglos después del momento en que ha sido realmente, técni­
camente, materialmente inventado, es cuando el libro ha obtenido es­
tatuto en la literatura; y el Libro de Mallarmé es el primer libro de la
literatura, el Libro de Mallarmé, ese proyecto fundamentalmente fra­
casado, ese proyecto que no podía sino fracasar, es, si les parece, la
incidencia del logro de Gutenberg en la literatura. El Libro de Ma­
llarmé, que quiere repetir y anular al mismo tiempo todos los demás
libros, ese libro que, en su blancura, roza el ser definitivamente esca­
pado de la literatura, responde al gran libro mudo, pero lleno de sig­
nos, que la obra clásica procuraba copiar, procuraba representar. El
Libro de Mallarmé responde a aquel gran libro, pero, al mismo tiem­
po, lo sustituye, es el atestado de su desaparición.
Se comprende por qué, ahora, en su celebridad, y no solamente
en ella, sino en su esencia, por una parte, la obra clásica no era algo
distinto de una re presentación, porque tenía que re-presentar un
lenguaje que estaba ya hecho, y por eso, en el fondo, la esencia misma
de la obra clásica, se la encuentra siempre, ya sea en Shakespeare o en
80 MICHEL FOUCAULT

Racine, en el teatro, porque se está en el mundo de la representación;


y, a la inversa, la esencia de la literatura, en el sentido estricto del
término, a partir del siglo xix, no es en el teatro donde se la va a en­
contrar, sino precisamente en el libro,
Y es finalmente en el libro, ese libro asesino de todos los otros
libros, que asume al mismo tiempo en él el proyecto, siempre frustra­
do, de hacer literatura, donde la literatura encuentra y funda su ser.
Si el libro existía, y con una realidad muy densa, desde hace siglos,
antes de esta invención de la literatura, él no era, en realidad, el lugar
de la literatura, sólo era una ocasión material de hacer que transite el
lenguaje. La mejor prueba es que Jacques el fatalista escapaba o bus­
caba escapar, sin cesar, del embrujo de los libros de aventuras, me­
diante aquellos saltos hacia atrás de los que hemos hablado; del mis­
mo modo Don Quijote y Cervantes.
Pero, de hecho, si la literatura realiza su ser en el libro, no acoge
plácidamente la esencia del libro —por lo demás el libro, en realidad,
no tiene esencia, no la tiene fuera de lo que contiene—, por eso, la
literatura será siempre el simulacro del libro; hace como si fuera un li­
bro, hace que semeje ser una serie de libros. Por eso, igualmente, no
puede realizarse sino mediante la agresión y la violencia contra todos
los demás libros, mucho más, mediante la agresión y la violencia con­
tra la esencia plástica, irrisoria, femenina del libro. La literatura es
transgresión, la literatura es la virilidad del lenguaje contra la femini­
dad del libro, pero, ¿qué puede ser finalmente ella sino un libro entre
todos los demás, un libro junto a todos los demás, en el espacio lineal
de la biblioteca? Que acaso la literatura no pueda ser sino, precisa­
mente, una endeble existencia postuma del lenguaje responde a que
a esta literatura, ahora que todo su ser está en el libro, no le es posi­
ble no ser, fatalmente, de ultratumba.
Así, en el espesor único, abierto y cerrado del libro, en las hojas
que están a la vez en blanco y cubiertas de signos, en el volumen úni­
co, porque cada libro es único, pero semejante a todos porque todos
los libros se parecen, lo que se recoge es algo así como el ser mismo
de la literatura; literatura que no hay que comprender ni como el len­
guaje del hombre, ni como el habla de Dios, ni como el lenguaje de la
naturaleza, ni como el lenguaje del corazón o del silencio; la literatura
es un lenguaje transgresivo, es un lenguaje mortal, repetitivo, redobla­
do, el lenguaje del libro mismo. En la literatura sólo hay un sujeto que
LENGUAJE Y LITERATURA 81

habla, habla uno solo, y es el libro, esa cosa que Cervantes, lo recuer­
dan, había hasta tal punto querido quemar, el libro, esa cosa de la que
Diderot había querido, en Jacques elfatalista, tan a menudo escaparse,
el libro, esta cosa en la que Sade ha estado, lo saben, encerrado, y en
la que nosotros en particular estamos, también nosotros, encerrados.

SEGUNDA SESIÓN

Ayer sostuve ante ustedes, o procuré hacerlo, algunas propuestas


acerca de la literatura, acerca de este ser de negación y de simulacro,
que toma cuerpo en el libro. Esta tarde quisiera efectuar un movi­
miento de retroceso y procurar contornear un poco estas propuestas
que yo mismo he mantenido acerca de ella. Porque, después de todo,
¿es tan claro, realmente, tan evidente, tan inmediato, que se pueda
hablar de la literatura? Porque, finalmente, cuando se habla de la li­
teratura, ¿qué se tiene como suelo, como horizonte? Nada en absolu­
to, sin duda, sino el vacío que ha dejado la literatura a su alrededor, y
que autoriza a algo a pesar de todo extraño, acaso único; lo que ocu­
rre es que la literatura es un lenguaje al infinito, que le permite hablar
de sí misma hasta el infinito. ¿Qué es esa reduplicación perpetua de
la literatura a través del lenguaje acerca de sí misma?, ¿qué es ese len­
guaje que es la literatura, y que autoriza, hasta el infinito, las exégesis,
los comentarios, los redoblamientos? Creo que este problema no está
claro. No está claro en sí mismo, y me parece que hoy día lo está me­
nos que nunca.
Y no lo está, por cierto número de razones. La primera sería ésta:
que se ha producido un cambio muy recientemente en lo que se po­
dría llamar la crítica. Cabría decir lo siguiente: nunca el sedimento de
lenguaje crítico fue más espeso que hoy. Nunca se ha utilizado, tan a
menudo, el lenguaje segundo, que se denomina crítica, y nunca, recí­
procamente, el lenguaje absolutamente primero, el lenguaje que sólo
habla de sí, y en su propio nombre, fue proporcionalmente más del­
gado que lo es hoy.
Ahora bien, el espesamiento, la multiplicación de los actos críti­
cos se han visto acompañados por un fenómeno que es casi contrario.
I íste fenómeno es, creo, éste: el personaje del crítico, del «homo cri-
i ¡cus», que fue inventado poco más o menos en el siglo xix, entre La-
82 MICHEL FOUCAULT

harpe y Sainte-Beuve, va borrándose en el momento mismo en que se


multiplican los actos de crítica. Es decir, los actos críticos, al prolife-
rar, al dispersarse, se esparcen en cierto modo, y van a alojarse, no ya
en textos que preceden a la crítica, sino en novelas, en poemas, en re­
flexiones, eventualmente en filosofías. Los verdaderos actos de la crí­
tica hay que encontrarlos en nuestros días en poemas de Char o en
fragmentos de Blanchot, en los textos de Ponge, mucho más que en
tal o cual parcela de lenguaje que hubiera sido, explícitamente, y por
el nombre de su autor, destinada a ser acto crítico. Se podría decir
que la crítica se convierte en una función del lenguaje en general,
pero sin organismo ni asunto propio.
Con todo, y éste sería el tercer fenómeno que haría difícil com­
prender lo que es, actualmente, la crítica literaria; aparece un fenó­
meno nuevo: se ve cómo se establece, de lenguaje a lenguaje, una re­
lación que no es exactamente una relación crítica, que en cualquier
caso no se corresponde con la idea que uno se hacía tradicionalmen­
te de la crítica, aquella institución juzgadora, jerarquizante, aquella
institución mediadora entre un lenguaje creador, un autor creador y
un público que sería sencillamente consumidor. Se forma, en nues­
tros días, una relación muy diferente entre el lenguaje que es posible
denominar primero, y que nosotros llamaremos más sencillamente li­
teratura, y el lenguaje segundo, que habla de la literatura, y que de or­
dinario se llama crítica. En efecto, la crítica se encuentra actualmente
solicitada por dos formas de relación que hay que establecer entre la
literatura y ella.
Me parece que en la actualidad la crítica se orienta a establecer,
en relación con la literatura, en relación con el lenguaje primero, una
especie de red objetiva, discursiva, justificable en cada uno de sus
puntos, demostrable, una relación donde lo que es primero, lo que es
constitutivo, no es el gusto del crítico, un gusto más o menos secreto,
más o menos manifiesto; ahora bien, lo que es esencial, en esa rela­
ción, sería un método, necesariamente explícito, un método de análi­
sis, que puede ser un método psicoanalítico, lingüístico, temático,
formal, como ustedes quieran. Si les parece, por tanto, la crítica está
planteándose el problema de su fundamento, en el orden de la posi­
tividad o de la ciencia.
Y, por otro lado, la crítica desempeña un papel completamente
nuevo, que ya no es en absoluto el que tenía en otro tiempo, que era el
LENGUAJE Y LITERATURA 83

de intermediario entre la escritura y la lectura —después de todo,


¿qué tenía que hacer la crítica en la época de Sainte-Beuve, e incluso
hasta ahora? Tenía que hacer una especie de lectura privilegiada, pri­
mera, una lectura más de primera hora que todas las demás, y que per­
mitía que la escritura, necesariamente un poco opaca, oscura o esoté­
rica del autor, se volviera accesible a los lectores de segunda zona que
seríamos todos nosotros, lectores que tienen necesidad de pasar por la
crítica para comprender lo que leen. Dicho de otro modo, la crítica
era la forma privilegiada, absoluta y primera de la lectura.
Ahora bien, considero que lo que hay ahora de importante en la
crítica es que se está pasando al lado de la escritura. Y esto de dos ma­
neras. Primero, porque, cada vez más, la crítica ya no se interesa en
absoluto por el momento psicológico de la creación de la obra, sino
por lo que es la escritura, por el espesor mismo de la escritura de los
escritores, esa escritura que tiene sus formas, sus configuraciones.
Además, igualmente, porque la crítica deja de querer ser una lectura
mejor o más de primera hora, o mejor armada: la propia crítica está
convirtiéndose en un acto de escritura. Una escritura no cabe duda
que segunda en relación con la otra, pero una escritura, a pesar de
todo, qúe forma con todas las demás una malla, una red, un encabal­
gamiento de puntos y de líneas. Estos puntos y estas líneas de la es­
critura en general se cruzan, se repiten, se recubren, se desfasan, para
formar finalmente en una neutralidad total lo que se podría llamar el
total de la crítica y de la literatura, es decir, el actual jeroglífico flo­
tante de la escritura en general.
Ven ustedes a qué ambigüedad nos encontramos enfrentados
cuando se trata de intentar pensar lo que es ese lenguaje segundo que
viene a añadirse al lenguaje primero de la literatura, y que pretende,
a la vez, sostener acerca del primer lenguaje un discurso absoluta­
mente positivo, explícito, enteramente discursivo y demostrable, y
que además intenta al mismo tiempo ser un acto de escritura, como la
literatura. Cómo llegar a pensar esta paradoja, cómo puede la crítica
llegar a ser a la vez lenguaje segundo y ser al mismo tiempo como un
lenguaje primero, esto es lo que quisiera intentar elucidar con uste­
des, para saber en suma lo que es la crítica.
Recuerdan que, bastante recientemente, hace tal vez una docena
de años, no más, para intentar explicar lo que era la crítica, un lin­
güista, Jacobson, introdujo una noción que había tomado prestada de
84 MICHEL FOUCAULT

los lógicos, la noción de metalenguaje. Sugirió que, después de todo,


la crítica era, como la gramática, como la estilística, como la lingüísti­
ca en general, un metalenguaje.
Es evidentemente una noción muy seductora, que parece, a prime­
ra vista en todos los casos, ajustarse perfectamente, puesto que la no­
ción de metalenguaje nos pone en presencia de dos propiedades que
son, en el fondo, esenciales para definir la crítica. La primera es la po­
sibilidad de definir las propiedades de un lenguaje dado, la formas de
un lenguaje, los códigos, las leyes de un lenguaje, en otro lenguaje. Y
la segunda propiedad del metalenguaje es que este segundo lenguaje,
en el que pueden definirse las formas, las leyes y los códigos del pri­
mer lenguaje, no es necesariamente diferente en sustancia del lengua­
je primero. Puesto que, después de todo, es posible hacer el metalen-
guaje del francés en francés. Es posible hacerlo, desde luego, en
alemán, en inglés, en una lengua cualquiera, es posible igualmente ha­
cerlo en un lenguaje simbólico inventado al efecto, pero también es po­
sible hacer el metalenguaje del francés en francés, o el metalenguaje del
inglés en inglés. Por consiguiente, se halla aquí, en esta posibilidad de
retroceso absoluto con respecto al lenguaje primero, una posibilidad, a
la vez, de sostener acerca de él un discurso enteramente discursivo y de
estar, no obstante, por completo en el mismo plano que él.
No estoy seguro, sin embargo, de que la noción de metalenguaje,
que parece definir, por lo menos abstractamente, el lugar lógico don­
de podría alojarse la crítica, se deba mantener para definir lo que es
la crítica. En efecto, acaso habría que regresar, para explicar esta re­
ticencia con respecto a la noción de metalenguaje, un poco sobre lo
que dijimos ayer a propósito de la literatura.
Recordarán que el libro se nos había aparecido como el lugar de
la literatura, es decir, como el espacio en que la obra se concede el si­
mulacro de la literatura en cierto juego de espejo y de irrealidad, don­
de el problema era a la vez el de la transgresión y el de la muerte. Si
procuramos expresar lo mismo, pero en el vocabulario de los espe­
cialistas del lenguaje, se podría decir tal vez algo como esto: la litera­
tura, sin lugar a dudas, es uno de los innumerables fenómenos de ha­
bla pronunciados efectivamente por los hombres. Como todos los
fenómenos de habla, la literatura sólo es posible en la medida en que
esas hablas son conformes a la lengua, al horizonte general que cons­
tituye el código de una lengua dada. Así pues, toda literatura, como
LENGUAJE Y LITERATURA 85

acto de habla, sólo es posible en relación con aquella lengua, en rela­


ción con las estructuras de códigos que hacen que cada palabra de la
lengua sea efectivamente pronunciada, que la hacen transparente,
que permiten que sea comprendida. Si las frases tienen un sentido, es
porque cada fenómeno de habla se encuentra alojado en el horizonte
virtual, pero absolutamente apremiante, de la lengua. Todo esto, que­
da claro, son nociones muy conocidas.
Pero, ¿no sería posible decir que la literatura es un fenómeno de
habla extremadamente singular, y que se distingue probablemente
de todos los demás fenómenos de habla? En efecto, la literatura, en el
fondo, es un habla que obedece quizás al código en que está situada,
pero que, en el mismo momento en que comienza, y en cada una de
las palabras que pronuncia, compromete el código donde se halla si­
tuada y comprendida. Es decir, cada vez que alguien coge la pluma
para escribir algo, eso es literatura, en la medida en que, si ustedes
quieren, el apremio del código se halla suspendido en el acto mismo
que consiste en escribir la palabra, y hace que, llevada al límite, esa
palabra pudiera muy bien no obedecer al código de la lengua. Si,
efectivamente, cada palabra escrita por un literato no obedeciera al
código de la lengua, no se podría comprender en modo alguno, sería
un habla absolutamente de locura, y acaso ahí está la razón de la per­
tenencia esencial de la literatura y de la locura, en nuestros días.
Ahora bien, ése es otro problema. Podemos decir sencillamente|
que la literatura es el riesgo siempre corrido y siempre asumido por
cada palabra de una frase de literatura, el riesgo de que, después de
todo, esa palabra, esa frase, y a continuación lo demás, no obedezcan
al código. Hay diferencia entre las dos frases siguientes: «Mucho
tiempo me he acostado temprano» y «Mucho tiempo me he acostado
temprano», siendo la primera la que yo digo y siendo la segunda la
que leo en Proust, que son verbalmente exactamente idénticas; en rea­
lidad, son profundamente diferentes. A partir del momento en que la
frase está escrita por Proust en el umbral de En busca del tiempo per­
dido, es posible, al final, que ninguna de estas palabras tenga exacta­
mente el sentido que les demos, a estas mismas palabras, cuando las
pronunciamos cotidianamente, y es también muy posible que el ha­
bla haya suspendido el código en el que ha sido tomada. Hay, si quie­
ren, un riesgo siempre esencial, fundamental, siempre indeleble en
cualquier literatura: es el del esoterismo estructural. Muy bien podría
86 MICHEL FOUCAULT

suceder que el código se respetara. En todo caso, el habla literaria tie­


ne siempre el derecho soberano de suspender el código, y la presen­
cia de esta soberanía, incluso aunque no sea, de hecho, ejercida, es lo
que constituye probablemente el peligro y la grandeza de cualquier
obra literaria.
En la misma medida, no me parece que el metalenguaje se pue­
da realmente aplicar como método para la crítica literaria, que pueda
proponerse como horizonte lógico en el que pudiéramos situar lo que
es la crítica. Porque el metalenguaje implica precisamente que se
haga la teoría de toda habla efectivamente pronunciada, a partir del
código establecido por la lengua. Si el código se halla comprometido
en el habla, si, al final, el código puede no valer absolutamente, en ese
momento, no es posible hacer el metalenguaje de semejante habla, y
se está obligado a recurrir a otra cosa.
¿A qué recurrir, por consiguiente, para definir la literatura, si no
es a la noción de metalenguaje? Tal vez hay que ser más modesto y,
en lugar de adelantar sin ninguna prudencia esa palabra entera tran­
sida de lógica, como la de metalenguaje, ¿no se podría constatar todo
lo más esta evidencia casi imperceptible, pero que me parece decisi­
va, de que el lenguaje es acaso el único ser que existe en el mundo y
que sea absolutamente repetible?
Naturalmente, hay otros seres en el mundo que son repetibles:
uno encuentra dos veces el mismo animal, la misma planta. Pero, en
el orden de la naturaleza, la repetición no es en realidad sino una
identidad parcial, por lo demás perfectamente analizable de una ma­
nera discursiva. No hay repeticiones, en sentido estricto, creo, sino en
el orden del lenguaje. Y, sin duda, habrá de hacerse algún día el aná­
lisis de todas las formas de repetición posibles que hay en el lenguaje,
y quizás en el análisis de las formas de repeticiones es donde se
pudiera esbozar algo similar a una ontología del lenguaje. Por ahora
digamos sencillamente que el lenguaje no cesa de repetirse.
Bien lo saben los lingüistas, que han mostrado qué pocos fenó­
menos eran precisos para constituir el vocabulario total de una lengua.
Los mismos lingüistas, e igualmente los autores de diccionarios, sa­
ben qué pocas palabras hacen falta finalmente para llegar a constituir
todos los enunciados posibles, infinitos —cantidad necesariamen­
te abierta—, que son los enunciados que pronunciamos todos los
días. No dejamos de utilizar cierta estructura de repetición: repetí-
LENGUAJE Y LITERATURA 87

ción fonemática, repetición semántica de las palabras, y, además, ya


se sabe que el lenguaje puede repetirse, y puede repetirse en la voz
casi y en el momento casi de la elocución; cabe que se diga la misma
frase, la misma cosa con otras palabras, y eso es precisamente en lo
que consiste el comentario, la exégesis, etc.; puede incluso repetirse
un lenguaje en su forma, suspendiendo por entero su sentido, que es
lo que hacen los teóricos del lenguaje, cuando repiten finalmente una
lengua, en su estructura gramatical, o en su estructura morfológica.
Ya ven, en todo caso, que el lenguaje, probablemente, es en cierto
modo el único lugar del ser en el que algo como la repetición resulta
absolutamente posible.
Ahora bien, este fenómeno de la repetición en el lenguaje es una
propiedad constitutiva, con toda seguridad, del lenguaje; pero esta pro­
piedad no permanece neutra e inerte en relación con el acto de escri­
bir. Escribir no es contornear la repetición necesaria del lenguaje; es­
cribir, en sentido literario, es, creo, poner la repetición en el corazón
mismo de la obra, y tendría tal vez que decirse que la literatura, occi­
dental naturalmente —porque no conozco las otras y no sé qué podría
decirse de ellas—, la literatura occidental ha debido de comenzar con
Homero, Homero que precisamente ha utilizado en la Odisea una
muy sorprendente estructura de repetición. Recuerden el canto VIII
de la Odisea, en que se ve cómo Ulises, que ha llegado a la tierra de los
feacios y aún no ha sido reconocido por ellos, es invitado al banquete.
Nadie lo ha reconocido, simplemente su fuerza en los juegos y su
triunfo sobre sus adversarios han mostrado que era un héroe, pero no
han traicionado su verdadera identidad. Está ahí, pero oculto. Y, en
medio del banquete, llega un aeda que viene a cantar, viene a cantar las
aventuras de Ulises, viene a cantar las hazañas de Ulises, aventuras y
hazañas que están prosiguiéndose ante los ojos del aeda, puesto que ahí
está Ulises, esas hazañas que están lejos de haber acabado y que con­
tienen, pues, su propio relato como si fuera uno de sus episodios,
puesto que el relato pertenece a las aventuras de Ulises que en un mo­
mento dado oye cómo un aeda canta las aventuras de Ulises.
Y así la Odisea se repite en el interior de sí misma, tiene esta es­
pecie de espejo central, en el corazón de su propio lenguaje, de tal
modo que el texto de Homero se enrolla sobre sí mismo, se envuelve
y se desenvuelve alrededor de su centro, y se redobla, en un movi­
miento que le es esencial. Tengo la impresión de que se da esta es­
88 MICHEL FOUCAULT

tructura, que por lo demás se encuentra muy a menudo —se la en­


cuentra en las Mil y una noches\ como saben, hay una de ellas consa­
grada a la historia de Shéhérazade que cuenta las mil una noches a un
sultán, para escapar de la muerte. Tal estructura de repetición, pues,
me parece constitutiva probablemente del ser mismo de la literatura,
si no en general, por lo menos de la literatura occidental.
Hay, no cabe duda, incluso con toda certeza, una distinción muy
importante entre esta estructura de repetición y la estructura de re­
petición interna que encontramos en la literatura moderna. En la
Odisea, en efecto, se hallaba el canto infinito del aeda que, en cierto
modo, perseguía a Ulises y procuraba atraparlo, y además, al mismo
tiempo, se hallaba el canto del aeda, que ya siempre había comenza­
do, y que venía al encuentro de Ulises, quien lo acogía en su propia
leyenda, lo obligaba a hablar en el mismo momento en que se callaba
y lo desvelaba cuando se ocultaba.
En la literatura moderna, la autorreferencia es probablemente
mucho más silenciosa que esa larga desencajadura contada por Ho­
mero. Es probable que en el espesor de su lenguaje sea donde la lite­
ratura se repita ella misma, y, probablemente, mediante aquel juego
del habla y del código del que les hablaba hace un instante.
En cualquier caso, querría terminar estas consideraciones sobre
el metalenguaje y las estructuras de repetición diciéndoles esto, sugi­
riéndoles esto: ¿no piensan ustedes que se podría, en este momento,
definir la crítica, de una manera muy ingenua, no como un meta-
lenguaje, sino como la repetición de lo que hay de repetible en el len­
guaje? Y en esta medida la crítica literaria probablemente no hiciera
sino inscribirse en una gran tradición exegética, que ha comenzado,
por lo menos para el mundo griego, con los primeros gramáticos que
comentaron a Homero. ¿No se podría decir, en una primera aproxi­
mación, que la crítica es pura y simplemente el discurso de los dobles,
es decir, el análisis de las distancias y de las diferencias en las que se
distribuyen las identidades del lenguaje?
En este momento se verían por lo demás tres formas de crítica
perfectamente posibles; una, la primera, sería, si les parece, la ciencia,
o el conocimiento, o el repertorio de figuras por las que los elemen­
tos idénticos del lenguaje son repetidos, variados, combinados —cómo
se varían, combinan o repiten los elementos fonéticos, los elementos
semánticos, los elementos sintácticos, en pocas palabras, la crítica en­
LENGUAJE Y LITERATURA 89

tendida, en ese sentido, como ciencia de las repeticiones formales del


lenguaje—; esto tiene un nombre, existió durante mucho tiempo, es
la retórica.
Por otra parte, hay una segunda forma de ciencia de los do­
bles: sería el análisis de las identidades, de las modificaciones o de
las mutaciones, del sentido, a través de la diversidad de los lenguajes
—cómo sucede que se pueda repetir un sentido, con palabras dife­
rentes, y ustedes saben que poco más o menos eso es lo que ha hecho
la crítica en el sentido clásico del término, desde Sainte-Beuve hasta
nuestros días aproximadamente, en que se intentaba recuperar la
identidad de una significación psicológica o histórica, la identidad fi­
nalmente de un tematismo cualquiera, a través de la pluralidad de
una obra. Esto es lo que tradicionalmente se llama la crítica.
Me pregunto entonces si no podría haber lugar, y si no hay ya
ahora lugar, para una tercera forma de crítica que sería el descifra­
miento de la autorreferencia, de la implicación que la obra se hace a
sí misma, en esta espesa estructura de repetición, de la que hablaba
hace poco a propósito de Homero; ¿no habría lugar para el análisis
de la curva por la que la obra se designa siempre en el interior de sí
misma, y se da como repetición del lenguaje por el lenguaje? Me pa­
rece que, poco más o menos, el análisis de esta implicación de la obra
en sí misma, el análisis de los signos por los que la obra no deja de de­
signarse en el interior de sí misma, esto creo que es, en suma, lo que
da su significación a Jas empresas diversas y polimorfas que hoy día se
llaman el análisis literario.
Y quisiera mostrarles en qué esa noción de análisis literario, que
ha sido utilizada y aplicada por gente diversa: Barthes, Starobinsky,
etc., o cómo el análisis literario puede, creo, fundar por fin una refle­
xión, abrir y desembocar en una reflexión casi filosófica, puesto que
no me jacto de hacer más verdadera filosofía que lo que ayer permi­
tía a los literatos hacer verdadera literatura —-yo estaría en el simula­
cro de la filosofía como ayer la literatura estaba en el simulacro de la
literatura. Así pues, desearía saber si es sólo a un simulacro de filoso­
fa hacia donde podrían conducirnos los análisis literarios.
Me parece que los esbozos de análisis literario que se han hecho
hasta el presente podrían reagruparse, o se les podría dar, si ustedes
quieren, dos grandes direcciones diferentes. Unos conciernen a los
signos por los que las obras se designan en el interior de sí mismas. Y
90 MICHEL FOUCAULT

otros concernirían a la manera como se espacializa la distancia que las


obras toman en el interior de sí mismas.
Les hablaré primero, a título puramente programático, de análi­
sis que han sido hechos, o podrían hacerse, probablemente, para
mostrar cómo las obras literarias no dejan de designarse en el interior
de sí mismas. Saben que éste es un descubrimiento paradójicamente
reciente, a saber, que la obra literaria está hecha, después de todo, no
con ideas, no con belleza, no, sobre todo, con sentimientos, sino que
la obra literaria está hecha todo lo más con lenguaje. Así pues, a par­
tir de un sistema de signos. Pero este sistema de signos no está aisla­
do, forma parte de toda una red de signos distintos, que son los sig­
nos que circulan dentro de una sociedad dada, signos que no son
lingüísticos, sino signos que pueden ser económicos, monetarios, re­
ligiosos, sociales, etc. En cada instante que se elija estudiar en la his­
toria de una cultura hay, pues, cierto estado de signos, un estado de
los signos en general, es decir, que habría que establecer cuáles son los
elementos que actúan como soportes de valores significantes y a qué
reglas obedecen esos elementos significantes en su circulación.
En tanto que es una manipulación concertada de signos verbales,
se puede estar seguro de que la obra literaria forma parte, como re­
gión, de una red horizontal, muda o charlatana, importa poco, pero
siempre centelleante, que forma, a cada momento, en la historia de
una cultura, lo que se puede llamar el estado de signos. Y, por consi­
guiente, para saber cómo se significa la literatura habría que saber
cómo es significada, dónde se sitúa en el mundo de los signos de una
sociedad, cosa que prácticamente no ha sido hecha nunca para las so­
ciedades contemporáneas, y que habría que hacer, tomando quizás
como modelo un trabajo que trata de culturas mucho más arcaicas
que las nuestras —pienso en los estudios efectuados por Georges
Dumézil sobre las sociedades indoeuropeas. Saben que ha mostrado
cómo las leyendas irlandesas, las sagas escandinavas, los relatos histó­
ricos de los romanos, tal como son reflejados por Tito Livio, o las le­
yendas armenias, cómo todo ese conjunto, que se puede llamar obras
de lenguaje si se quiere evitar la palabra literatura, cómo todas ellas
forman parte, en realidad, de una estructura de signos mucho más ge­
neral, y que sólo puede comprenderse lo que son realmente aquellas
leyendas siempre y cuando se restablezca la homogeneidad de es­
tructura que hay entre dichas leyendas y, por ejemplo, tal o cual ritual
LENGUAJE Y LITERATURA 91

religioso o social que se encuentre en una sociedad iraní, o en pocas


palabras, en otra sociedad indoeuropea distinta. En ese momento,
uno se da cuenta de que la literatura en aquellas sociedades funcio­
naba como un signo esencialmente social y religioso, y que en la mis­
ma medida en que ella tomaba a su cargo la función significante de
un ritual religioso, de un ritual social, ella existía, era a la vez creada
y consumada.
En nuestros días, es muy probable —habría que verlo, que esta­
blecer el estado de signos actualmente en nuestra sociedad—, es muy
probable que la literatura no estuviera situada del lado de los signos
religiosos, sino probablemente mucho más del lado de los signos, di­
gamos, del consumo o de la economía. Pero, después de todo, aun­
que no se sabe nada de ello, es este primer sedimento semiológico, al
lijar la región significante que ocupa la literatura, lo que habría que
establecer.
Pero, en relación con dicho primer sedimento semiológico, se
puede decir que la literatura es inerte; ciertamente funciona, pero la
red en la que funciona no le pertenece, no la domina. ¿Habría, por
consiguiente, que impulsar este análisis semiológico, o más bien de­
sarrollarlo hacia otro sedimento que sería interno a la obra?, es decir,
¿habría que establecer cuál es el sistema de signos que funciona, no
en una cultura dada, sino en el interior de la propia obra? Todavía
aquí sólo se está en los rudimentos, en cierto modo en las excepcio­
nes. Saussure ha dejado cierto número de cuadernos en los que pre­
cisamente ha intentado definir el uso y la estructura de los signos fo­
néticos o semánticos en la literatura latina. (Estos textos han sido
publicados actualmente por Starobinsky en el Mercure de France, y
a ellos les remito.) Ahí se encuentra el esbozo de un análisis donde la
literatura aparecía esencialmente como una combinación de signos
verbales. Hay cierto número de autores para los que semejantes aná­
lisis son fáciles, pienso en Péguy, en Raymond Roussel, desde luego,
en los surrealistas igualmente. Habría, en el análisis del signo verbal
en cuanto tal, un segundo sedimento de análisis semiológico posible,
no ya el de la semiología cultural, sino el de la semiología lingüística,
que define las elecciones que pueden hacerse, las estructuras a las que
están sometidas las elecciones, por qué se han hecho, el grado de la­
titud que se le ha dado a cada punto del sistema y que justifica la es­
tructura interna de la obra.
92 MICHEL FOUCAULT

Hay igualmente un tercer sedimento de signos, una tercera red de


signos, que son utilizados por la literatura para significarse a sí misma;
serían, si ustedes quieren, los signos que Barthes llama escritura. Es de­
cir, los signos por los que el acto de escribir se ritualiza fuera del domi­
nio de la comunicación inmediata. Escribir, ahora se sabe, no es sim­
plemente utilizar las fórmulas de una época, mezclando con ellas
algunas fórmulas individuales, escribir no es mezclar cierta dosis de ta­
lento, de mediocridad y de genio, escribir implica sobre todo la utiliza­
ción de signos que no son otros que signos de escritura. Estos signos de
escritura son tal vez ciertas palabras, ciertas palabras llamadas nobles,
pero sobre todo son ciertas estructuras lingüísticas profundas, como
por ejemplo, en francés, los tiempos del verbo —ya saben que la escri­
tura de Flaubert, y se puede decir otro tanto de todos los relatos clási­
cos franceses desde Balzac a Proust, consiste esencialmente en cierta
configuración, en cierta relación entre el imperfecto, el pretérito inde­
finido, el pretérito perfecto y el pluscuamperfecto, constelación que no
se recobra nunca con los mismos valores en el lenguaje realmente utili­
zado por ustedes y por mí, o en los periódicos; la configuración de es­
tos cuatro tiempos es en el relato francés clásico constitutiva del hecho
de que se trata precisamente de un relato literario.
Finalmente, habría que hacer sitio a un cuarto sedimento semio-
lógico, mucho más restringido y discreto: sería el estudio de los sig­
nos que podrían llamarse de implicación, o de autoimplicación; son
los signos por los que una obra se designa en el interior de sí misma,
se re-presenta bajo cierta forma, con cierto rostro, en el interior de sí
misma. Hace poco hablaba del canto VIII de la Odisea, donde Ulises
oye cantar al aeda las aventuras de Ulises. Ahora bien, hay algo muy
característico, y es que en el momento en que Ulises, al escuchar al
aeda cantar sus propias aventuras, cuando los feacios todavía no lo
han reconocido, baja la cabeza, se vela el rostro y se pone a llorar,
dice el texto de Homero, con un gesto que es el de las mujeres cuan­
do reciben, tras la batalla, el cadáver de su esposo.
El signo de la autoimplicación de la literatura mediante ella mis­
ma, ya ven, es aquí muy significativo, es un ritual, es exactamente un
ritual de duelo. Es decir, la obra sólo se designa a sí misma en la
muerte, y en la muerte del héroe. No hay obra en la medida en que el
héroe, que está vivo en la obra, está sin embargo muerto en relación
con el relato que se ha hecho.
LENGUAJE Y LITERATURA 93

Si se compara ese signo de autoimplicación con el signo de au-


toimplicación que hay en la obra de Proust, se ven diferencias que
son muy interesantes y características. ¿Cuándo está dada la autoim­
plicación de En busca del tiempo perdido por ella misma? Está dada,
por el contrario, bajo la forma de la iluminación, de la iluminación in­
temporal, cuando bruscamente, a propósito de una servilleta ada­
mascada, a propósito de una magdalena o a propósito de la desigual­
dad de las baldosas del patio de Guermantes, que recuerda la de las
baldosas de Venecia, algo así como la presencia intemporal, ilumina­
da, absolutamente dichosa, de la obra se da en aquel que está preci­
samente escribiéndola.
Entre esta iluminación intemporal y el gesto de Ulises que se vela
el rostro y que llora como una esposa al recibir el cadáver de su mari­
do muerto en la guerra, ven ustedes que hay una diferencia absoluta,
y que una semiología de esos signos de la autoimplicación de las
obras en sí mismas nos enseñaría ciertamente muchas cosas sobre lo
que es la literatura.
Pero todo ello son programas que prácticamente todavía no se
han cumplido nunca. Si he insistido en los diferentes sedimentos se­
miológicos es porque actualmente reina cierto confusionismo a pro­
pósito de la utilización de métodos lingüísticos o semiológicos en la
literatura. Saben que algunos, actualmente, ponen, como se dice, en
todas las salsas los métodos de la lingüística, y tratan la literatura
como si fuera un hecho bruto de lenguaje.
Es verdad que la literatura está hecha con lenguaje. Como, des­
pués de todo, la arquitectura está hecha con piedra. Pero de ello no
hay que sacar la consecuencia de que es posible aplicarle indiferente­
mente las estructuras, los conceptos y las leyes que valen para el len­
guaje en general. De hecho, cuando se aplican, en estado bruto, los
métodos semiológicos a la literatura, se es víctima de una doble con­
fusión. Por una parte, se hace un uso recurrente de una estructura
significante particular en el dominio de los signos en general; es de­
cir, se olvida que el lenguaje sólo es, en el fondo, un sistema de signos
entre un sistema mucho más general de signos, que son los signos re­
ligiosos, sociales, económicos, de los que les hablé hace poco. Y ade­
más, por otra parte, al aplicar en estado bruto los análisis lingüísticos a
la literatura se olvida justamente que la literatura hace uso de estructu­
ras significantes muy particulares, mucho más finas que las estructuras
94 MICHEL FOUCAULT

propias del lenguaje, y, en particular, aquellos signos de autoimplica-


ción antes citados de hecho sólo existen en la literatura, y sería impo­
sible encontrar ejemplos de ellos en el lenguaje en general.
Dicho de otro modo, el análisis de la literatura como significante
y significándose a sí misma no se despliega en la sola dimensión del
lenguaje. Se hunde en un dominio de signos que aún no son signos
verbales, y, por otro lado, se estira, se eleva, se alarga hacia otros sig­
nos que son mucho más complejos que los signos verbales. Eso hace
que la literatura sea lo que es en la medida en que no está sencilla­
mente limitada al uso de una sola superficie semántica, de la superfi­
cie única de los signos verbales. En realidad, la literatura se mantiene
en pie a través de varios espesores de signos. Es, si ustedes quieren,
profundamente polisemántica, pero de un modo singular, no como
se dice que un mensaje puede tener varias significaciones y que es am­
biguo, sino que la literatura es realmente polisemántica; esto implica
que para decir una sola cosa, o acaso para no decir nada en absoluto,
porque nada prueba que la literatura deba decir algo, sea como sea,
para decir algo o no decir nada, la literatura está siempre obligada a
recorrer cierto número de sedimentos semiológicos —creo que,
como mínimo, los cuatro de los que les he hablado—, y en estos cua­
tro sedimentos entresaca con qué constituir una figura, una figura
que tiene la propiedad de significarse a sí misma. Es decir, la literatu­
ra no es otra cosa que la re-configuración, en una forma vertical, de
signos que están dados en la sociedad, en la cultura, en sedimentos
separados; es decir, la literatura no se constituye a partir del silencio,
la literatura no es lo inefable de un silencio, la literatura no es la efu­
sión de lo que no puede decirse y nunca se dirá.
La literatura, en realidad, sólo existe en la medida en que no ha
dejado de hablar, en la medida en que no deja de hacer que circulen
signos. Porque hay signos a su alrededor, porque ello habla, por eso
algo así como un literato puede hablar.
Aquí tenemos, si ustedes quieren, muy groseramente esquemati­
zada, la orientación en la que se podría desarrollar un análisis litera­
rio que fuera, en el sentido estricto del término, semiológico. Me pa­
rece que la otra vía sería la vía, a la vez más y menos conocida, que
concerniría, ya no a las estructuras significativas y significantes de la
obra, sino a su espacialidad.
Saben que, durante mucho tiempo, se ha considerado que el len­
LENGUAJE Y LITERATURA 95

guaje tenía un profundo parentesco con el tiempo. Así se ha creído,


sin duda, por varias razones. Porque el lenguaje es esencialmente lo
que permite hacer un relato y al mismo tiempo lo que permite hacer
una promesa. El lenguaje es esencialmente lo que «lee» el tiempo.
Además, el lenguaje deposita el tiempo en él, puesto que es escritura
v, como tal, va a mantenerse en el tiempo y a mantener lo que dice en
el tiempo. La superficie cubierta de signos no es, en el fondo, sino la
astucia espacial de la duración.
Es, pues, en el lenguaje donde el tiempo se manifiesta a sí mismo,
v es en el lenguaje, por lo demás, donde se convertirá en consciente
de sí mismo como historia. Se puede decir, si ustedes quieren, que de
Herder a Heidegger, el lenguaje como logos ha tenido siempre como
I unción suprema conservar el tiempo, velar por el tiempo, mantener­
se en el tiempo y mantener el tiempo bajo su vigilia inmóvil.
Creo que nadie había soñado que el lenguaje, después de todo,
no era cosa del tiempo, sino del espacio. Nadie excepto alguien que,
sin embargo, no me gusta, pero que estoy obligado a constatar: es
Bergson. Bergson, que ha tenido la idea de que tras todo el lenguaje
no había tiempo sino espacio. Sólo ha tenido un descuido: que ha sa­
cado de ello una consecuencia negativa, y ésta es que se haya dicho
que si el lenguaje era cosa del espacio, y no del tiempo, tanto peor
para el lenguaje. Y como lo esencial de la filosofía, que es precisa­
mente lenguaje, era pensar el tiempo, sacaba de ello dos conclusiones
negativas: en primer lugar, que la filosofía tenía que desviarse del es­
pacio y del lenguaje para poder pensar mejor el tiempo, y después
que para poder pensar y expresar el tiempo debía, en cierto modo,
cortocircuitar el lenguaje, en fin, tenía que desembarazarse de lo que
podía haber en él de pesadez espacial. Y, para neutralizar estos po­
deres, esta naturaleza o este destino espacial del lenguaje, había que
hacer que el lenguaje jugara consigo mismo, utilizar frente a las pala­
bras otras palabras, contrapalabras, en cierto modo; y en el plegado,
en el choque, en el entrelazado de unas palabras sobre otras, donde
la espacialidad de algunas palabras habría sido matada, en cualquier
caso secada con una esponja, anulada, en cualquier caso limitada por
la espacialidad de las demás, en ese juego que es, en el sentido estríe­
lo del término, la metáfora —de ahí la importancia de las metáforas
en Bergson— pensaba que, gracias a todo ese juego del lenguaje con-
i ra sí mismo, gracias a todo este juego de la metáfora que neutraliza
96 MICHEL FOUCAULT

la espacialidad, algo llegaría a nacer, o por lo menos a pasar, que se­


ría el fluir mismo del tiempo.
De hecho, lo que ahora se está descubriendo, y por mil caminos,
que por lo demás son casi todos empíricos, es que el lenguaje es es­
pacio. En efecto, el lenguaje es espacio y había sido olvidado, mucho
más porque el lenguaje funciona en el tiempo. Es la cadena hablada
que funciona para decir el tiempo. Pero la función del lenguaje1 no es
su ser, y el ser del lenguaje, precisamente, si su función es ser tiempo,
es ser espacio.
Espacio, puesto que cada elemento del lenguaje sólo tiene senti­
do en la red de una sincronía. Espacio, puesto que el valor semántico
de cada palabra o de cada expresión está definido por el desglose de
un cuadro, de un paradigma. Espacio, puesto que la misma sucesión
de los elementos, el orden de las palabras, las flexiones, los acordes
entre las diferentes palabras, la longitud de la cadena hablada obede­
cen, con más o menos latitud, a las exigencias simultáneas, arquitec­
tónicas, espaciales por consiguiente, de la sintaxis. Espacio, por fin,
puesto que, de una manera general, sólo hay signo significante, con
un significado, mediante leyes de sustitución, de combinación de ele­
mentos, así pues, mediante una serie de operaciones definidas en un
conjunto, por consiguiente, en un espacio. Y durante mucho tiempo,
creo, hasta prácticamente ahora, se han confundido las funciones
anunciadoras y recapituladoras del signo, que son de hecho funcio­
nes temporales, con lo que le permitía ser signo, ya que lo que le per­
mite a un signo ser signo no es el tiempo, es el espacio.
La palabra de Dios, que hace que los signos del fin del mundo
sean efectivamente los signos del fin del mundo, no tiene lugar en el
tiempo; puede manifestarse en el tiempo, pero es eterna, es sincróni­
ca en relación con cada uno de los signos que significan algo.
El análisis literario sólo tendrá, creo, sentido propio siempre y
cuando olvide todos esos esquemas temporales en los que está preso,
hasta el punto de que se ha confundido el lenguaje y el tiempo. Y, en
particular, el mito de la creación. Si la crítica, durante mucho tiempo,
se ha concedido la función y el papel de restituir el momento de la
creación primera, que sería el momento en que la obra está naciendo
y germinando, es lisa y llanamente porque obedecía a la mitología
temporal del lenguaje. Siempre había la necesidad, la nostalgia de la
crítica, que era encontrar de nuevo los caminos de la creación, re-
LENGUAJE Y LITERATURA 97

constituir en su propio discurso de crítica el tiempo del nacimiento y


de la culminación que, se pensaba, debía contener de hecho los se­
cretos de la obra. La crítica ha estado, si quieren, tan vinculada al
tiempo como las concepciones del lenguaje, la crítica ha sido creacio-
nista en la misma medida en que el lenguaje ha sido recibido como
tiempo, creía en la creación lo mismo que creía en el silencio. Me pa­
rece que este análisis del lenguaje de la obra como espacio merecería
intentarse. A decir verdad, lo han intentado algunas personas y en
cierto número de direcciones.
Voy a ser incluso un poco dogmático, y a esquematizar cosas que
no son más que programas y ensayos. Pero me pregunto si no se po­
dría, grosso modo, decir algo así como lo que sigue:
En primer lugar, que es cierto que hay valores espaciales que están
inscritos en configuraciones culturales complejas y que espacializan
todo lenguaje y toda obra que aparecen en esta cultura. Pienso por
ejemplo en el espacio de la esfera desde finales del siglo xv hasta co­
mienzos, más o menos, del siglo xvii. Durante todo el período que
cubre el extremo final de la Edad Media, el Renacimiento, hasta el
comienzo de la edad clásica. La esfera, en aquella época, no fue senci­
llamente una figura privilegiada, en la iconografía o en la literatura, en­
tre otras figuras; fue en realidad la figura realmente espacializante, el
lugar absoluto y originario donde tenían sitio las demás figuras de la
cultura renacentista y de la cultura, digamos, barroca. La curva cerra­
da, el centro, fa cúpula, el globo que irradia no son formas simplemen­
te elegidas por la gente de aquella época, son los movimientos por los
que están dados silenciosamente todos los espacios posibles de aquella
cultura —y el espacio del lenguaje. Empíricamente, sin duda, se había
descubierto que la Tierra era redonda, lo que ha privilegiado, de he­
cho, la esfera: esto ha sido el descubrimiento de que la Tierra era la
imagen sólida, sombría, amontonada sobre sí misma de la esfera celes­
te, y también de su bóveda, y por consiguiente de la idea de que el
hombre, a su vez, sólo es una pequeña esfera microcósmica, situada en
el cosmos de la Tierra y en el interior del macrocosmos del éter.
Que son estos descubrimientos, estas ideas, los que han dado a la es­
fera su importancia no parece muy significativo para plantear el proble­
ma. Lo cierto, lo que debería poder analizarse, es que la representación,
en el sentido más general, la imagen, la apariencia, la verdad, la analo­
gía, desde finales del siglo xv hasta comienzos del xvii están dados en el
98 MICHEL FOUCAULT

espacio fundamentai de la esfera. Lo cierto es que el cubo pictórico de


la pintura del Quattrocento, por ejemplo, ha sido reemplazado por la
semiesfera hueca donde están situados y desplazados los personajes de
la pintura a partir del final del siglo xv y sobre todo del xvi. Lo cierto es
que el lenguaje ha comenzado a curvarse sobre sí mismo, para inventar
formas circulares, para regresar a su punto de partida —tomad por
ejemplo el viaje fantástico de Pantagruel que se acaba en el punto ambi­
guo de partida, con una marcha a través de un país delicioso que evoca
el Olimpo, Tesalia, Egipto, Libia y, añade Rabelais, la isla Hyperbórea
en el mar judaico, pero he ahí que esa tierra que se atraviesa, al final de
las islas, cuando se ha llegado a lo más lejano del viaje, cuando se está ab­
solutamente perdido, he ahí que ese país, sigue diciendo Rabelais, tiene
tanta gracia que es el suelo natal de Touraine, que es precisamente ese
mismo país, sin ninguna duda, donde los compañeros encontraron su
punto de partida, de donde partieron para ir a alcanzar las islas, de tal
manera que para regresar a su país no era necesario hacer todo ese via­
je, ya que no dejaron de estar en él, o acaso con el fin de dejarlo de nue­
vo, porque si ahora, en el momento en que quieren reembarcar, están ya
en el suelo natal de Touraine, es quizás porque van a partir en un nuevo
viaje. Y el círculo vuelve a comenzar indefinidamente.
En cualquier caso, probablemente esta esfera de la representa­
ción renacentista, disociándose, haciendo explosión literalmente o
retorciéndose sobre sí misma, ha dado, en la mitad del siglo xvn, las
grandes figuras barrocas del espejo, de la pompa irisada, de la esfera,
de la franja en espiral, de los grandes edificios que se envuelven como
hélices alrededor de los cuerpos y que ascienden en vertical.
Me parece que de la espacialidad de las obras en general se po­
dría hacer un análisis de este tipo; y de ello se dispone por lo demás
de muchos esbozos, más que de presentaciones de grandes líneas, en
análisis como los que hace Poulet por ejemplo. Es probable también
que esta espacialidad cultural del lenguaje en general sólo pueda, ex­
tremando el rigor, captar la obra desde el exterior. De hecho, hay
también una espacialidad interior a la propia obra. Esta espacialidad
interior no es exactamente su composición, no es lo que tradicional­
mente se llama su ritmo o su movimiento.
De cualquier manera, el espacio profundo es de donde vienen y
circulan las figuras de la obra. Y, a decir verdad, semejantes análisis
ya se han hecho: en gran parte por Starovinsky en su Rousseau o por
LENGUAJE Y LITERATURA 99

Rousset en Formes et significations —pienso, y no hago más que citar


el texto y remitirles a él explícitamente, en el muy bello análisis que
Rousset ha hecho del bucle y del zarcillo en Corneille. Ha mostrado
cómo el teatro de Corneille al comienzo, desde la Galerie du Palais
hasta el CzE, obedece a una espacialidad de bucle; es decir, que se dan
dos personajes que están juntos antes del comienzo de la pieza. Esta
sólo comienza en la medida en que esos personajes se separan, y des­
pués, en el centro de la pieza, se reencuentran, aunque no se cruzan,
la reconciliación no es posible o no es perfecta; es la historia de Ro­
drigo y de Jimena, que no pueden llegar a juntarse absolutamente, a
causa de lo que ha pasado; que se encuentran separados de nuevo, y
vueltos a unir simplemente al final de la pieza. De ahí una forma de
bucle, una forma de ocho, si ustedes quieren, de signo de infinito,
que caracteriza la espacialidad de las primeras obras de Corneille. Y
más tarde Polyeucte representa en cierto modo la irrupción de un mo­
vimiento ascensional que no existía, porque en Polyeucte se encuen­
tra efectivamente la figura en ocho, dos personajes que están juntos
antes del comienzo de la pieza, Polyeucte y Pauline, que se separan
después, que se juntan y se separan para volver a encontrarse al final.
Pero el juego de la separación no se debe a acontecimientos que estén
en el mismo plano que los propios personajes, se debe esencialmente
al movimiento ascendente provocado por la conversión de Polyeuc­
te. Si quieren, el factor de separación y de reunión es una estructura
vertical que culmina en Dios. A partir de ese momento, Polyeucte se
separa de Pauline para juntarse con Dios, y Pauline, para juntarse con
Polyeucte, lo va a seguir; el juego del bucle o de la espiral dará a la pie­
za de Polyeucte y a las obras posteriores de Corneille ese movimiento
de hélice, esa especie de drapeado ascendente que es tal vez el mismo
que el que se encuentra, en la misma época, en la escultura barroca.
Finalmente, y siendo esto la espacialidad de la obra misma, qui­
zás se podría encontrar una tercera posibilidad de analizar la espacia-
lidad de la obra, estudiando no ya la espacialidad de la obra en gene­
ral, sino la espacialidad del lenguaje mismo en la obra. Es decir, sacar
a la luz un espacio que no sería el de la cultura, que no sería el de la
obra, sino el del lenguaje mismo, puesto ahí en la hoja blanca de papel,
el lenguaje que, por su propia naturaleza, constituye y abre cierto es­
pacio, un espacio a menudo muy complicado y que ha sido quizás, en
d fondo, hecho sensible en la obra misma de Mallarmé —el espacio
100 MICHEL FOUCAULT

de la inocencia, de la virginidad, de la blancura, también el espacio del


cristal de la ventana, que es el del frío, de la nieve, del hielo donde el
pájaro está retenido; espacio a la vez tenso y liso, además de cerrado
y replegado sobre sí, que se abre en todas sus cualidades de licitud,
abriéndose a la penetración absoluta de la mirada que puede reco­
rrerlo, pero no pudiendo la mirada, en el fondo, sino resbalar sobre
él. Este espacio abierto es al mismo tiempo un espacio completamen­
te cerrado, este espacio que se puede recorrer es un espacio como
congelado y enteramente cerrado. Y esto es probablemente el espa­
cio de las palabras de Mallarmé. El espacio de los objetos mallarmea-
nos, el espacio del lago de Mallarmé, es igualmente el espacio de sus
palabras. Tomen, por ejemplo, los valores, muy bien analizados por
J-P. Richard, del abanico y del ala en Mallarmé. El abanico y el ala,
cuando están abiertos, tienen la propiedad de sustraer a la vista: el ala
sustrae el pájaro a la vista, más cuanto más amplia, el abanico enmas­
cara el rostro; ambos, pues, sustraen a la vista, ocultan, ponen fuera
del alcance y a distancia, pero sólo ocultan en la medida en que des­
pliegan, es decir, en la medida en que se encuentra desplegada la ri­
queza esmaltada del ala o el dibujo mismo del abanico. Y, por el con­
trario, cuando están cerrados, el ala deja ver el pájaro y el abanico
deja ver el rostro, dejan, pues, acercarse, ofrecen a la captación de la
mirada o de la mano lo que hace poco ocultaban cuando estaban
abiertos; pero en el mismo momento en que se repliegan se convier­
ten en ocultadores, recelan precisamente de todo lo que estaba ex­
puesto en el momento en que se abrían. Así pues, el ala y el abanico
forman el momento ambiguo del desvelamiento y, sin embargo, del
enigma; forman el momento del velo extendido sobre lo que está por
ver, e igualmente el momento de la absoluta exhibición.
El espacio ambiguo de los objetos mallarmeanos, que a la vez
desvelan y ocultan, es probablemente el mismo espacio de las pala­
bras de Mallarmé, el espacio de la palabra misma; la palabra, en Ma­
llarmé, despliega su parada, envolviendo, sumergiendo bajo esa para­
da lo que está diciéndose. Está a la vez replegada sobre la página en
blanco, ocultando lo que tiene que decir, y hace que surja, en el mis­
mo movimiento de repliegue sobre sí, en la distancia, lo que irreme­
diablemente permanece ausente. Es probablemente el movimiento
de todo el lenguaje de Mallarmé, en cualquier caso es el movimien­
to del Libro de Mallarmé, libro que hay que tomar a la vez en el sen­
LENGUAJE Y LITERATURA 101

tido más simbólico, del lugar del lenguaje, y en el sentido más preci­
so de la empresa de Mallarmé, en la que está literalmente perdido, al
final de su existencia; así pues, es el movimiento del Libro que, abier­
to como un abanico, debe ocultarlo todo mostrándolo, y que, cerrado
debe dejar que se vea el vacío que en su lenguaje no ha dejado de nom­
brar. Por eso, el Libro es la imposibilidad misma del libro, su blancu­
ra selladora cuando se despliega, su blancura desveladora cuando se
repliega. El Libro de Mallarmé, en su imposibilidad obstinada, hace
casi visible el invisible espacio del lenguaje, ese invisible espacio cuyo
análisis habría que hacer, no solamente en Mallarmé, sino en cual­
quier autor que se quiera abordar.
Me dirán que esos posibles análisis, ya esbozados en parte aquí y
allá, parecen abordar la obra en un orden disperso; hay, por un lado, el
desciframiento de los sedimentos semiológicos y después, por el otro,
el análisis de las formas de espacialización. ¿Deben permanecer parale­
los esos dos movimientos? ¿Quieren ser convergentes o quieren con­
verger solamente en el infinito, por el lado en que la obra es apenas vi­
sible en su lejanía? ¿Cabe esperar que hubiera un día un lenguaje único
que hiciera aparecer a la vez los valores semiológicos nuevos y el espa­
cio en que se espacializan? No hay absolutamente ninguna duda; esta­
mos lejos de poder mantener todavía un discurso así, y la dispersión de
las propuestas que acabo de sostener lo atestigua.
Y, sin embargo, y más bien, ésta es sin duda nuestra tarea. La ta­
rea del análisis literario ahora, la tarea, acaso, de la filosofía, la tarea,
quizás, de todo el pensamiento y de todo el lenguaje sería actualmen­
te dejar que llegue al lenguaje el espacio de todo lenguaje, el espacio
en el que las palabras, los fonemas, los sonidos, las siglas escritas pue­
den ser, en general, signos; tendrá que haber efectivamente un día en
que aparezca la reja que libere el sentido reteniendo el lenguaje. Pero
no sabemos qué lenguaje tendrá la fuerza o la reserva, qué lenguaje
tendrá tanta violencia o neutralidad como para dejar que aparezca y
para nombrar él mismo el espacio que lo constituye como lenguaje.
¿Será acaso un lenguaje mucho más ceñido que el nuestro, un len­
guaje que no conocerá la separación actual de la literatura, la crítica y
la filosofía; un lenguaje en cierto modo absolutamente de primera
hora, y que evocará, en el sentido fuerte de la palabra evocación, lo
que ha podido ser el primer lenguaje del pensamiento griego? ¿No se
podría decir, tal vez, otra cosa aún: que si la literatura tiene actual­
102 MICHEL FOUCAULT

mente un sentido, y si el análisis literario tal como acabo de hablar de


él actualmente también lo tiene, es porque presagian lo que será ese
lenguaje, porque son quizás signos de que ese lenguaje está nacien­
do? ¿Qué es, después de todo, la literatura? ¿Por qué ha aparecido
en el siglo xix, como decíamos ayer, y ligada al curioso espacio del li­
bro? Tal vez por eso precisamente, la literatura es esta invención re­
ciente, que data de menos de dos siglos, fundamentalmente la rela­
ción constituyéndose, tornándose oscuramente visible, pero todavía
no pensable, del lenguaje y del espacio.
En el momento en que el lenguaje renuncia a lo que ha sido su vie­
ja tarea desde hace milenios, que era la de recoger lo que no se debe ol­
vidar, cuando el lenguaje descubre que está ligado mediante la trans­
gresión y la muerte a ese fragmento de espacio, tan fácil de manipular,
pero tan arduo de pensar, que es el libro, entonces algo así como la li­
teratura está naciendo. El nacimiento de la literatura está aún muy cer­
ca de nosotros y, sin embargo, ya, en el hueco de sí misma, plantea la
pregunta de lo que es. Lo que ocurre es que es extremadamente joven
aún dentro de un lenguaje que era muy viejo. Ha aparecido dentro de
un lenguaje que desde hace milenios, desde, en cualquier caso, la auro­
ra del pensamiento griego, estaba encomendado al tiempo.
Así pues, ha aparecido dentro de un lenguaje encomendado al
tiempo como el balbuceo, el primer balbuceo, de un lenguaje todavía
muy largo, a cuyos comienzos estamos muy lejos de haber llegado,
lenguaje que estará encomendado al espacio. El libro, en su materia­
lidad, ha sido hasta el siglo xix el soporte accesorio de un habla preo­
cupada por la memoria y el retorno. Y helo ahí convertido, y esto es
la literatura, más o menos en la época de Sade, en el lugar esencial del
lenguaje, su origen siempre repetible, pero definitivamente sin me­
moria.
En cuanto a la crítica, ¿qué ha sido desde Sainte-Beuve a los de­
más, qué ha sido sino precisamente el esfuerzo por pensar, el esfuer­
zo desesperado, el esfuerzo condenado al fracaso, por pensar en tér­
minos de tiempo, de sucesión, de creación, de filiación, de influencia,
aquello que era ajeno al tiempo, que estaba encomendado al espacio,
es decir, la literatura?
Y este análisis literario en el que tantos se ejercitan hoy día no es
la promoción de la crítica en un metalenguaje, no es la crítica por fin
convertida en algo positivo, con todos sus gestos menudos, pacientes,
LENGUAJE Y LITERATURA 103

con todas sus acumulaciones un poco laboriosas; el análisis literario,


si tiene un sentido, no hace sino borrar la posibilidad misma de la críti­
ca. Poco a poco hace visible, pero todavía envuelto en una niebla, que
el lenguaje se torna cada vez menos histórico y sucesivo, muestra
que el lenguaje está cada vez más distante de sí mismo, que algo así
como una red se aparta de sí, que su dispersión no se debe a la suce­
sión del tiempo, ni al esparcimiento del anochecer, sino al estallido, al
centelleo, a la tempestad inmóvil del mediodía.
La literatura en el sentido estricto y serio de esa palabra, que he
procurado explicarles, no sería sino ese lenguaje iluminado, inmóvil y
fracturado, es decir, esto mismo que tenemos ahora, hoy, que pensar.
SEGUNDA PARTE
EL «NO» DEL PADRE

La importancia del Holderlin Jahrbuch


* es extrema; paciente­
mente, desde 1946, ha desembarazado la obra que comenta del espe­
sor en que la habían sumido, durante casi medio siglo, exégesis visi­
blemente inspiradas por el George Kreis. ** El comentario de El
Archipiélago del Gundolf sirve de testimonio: la presencia circular y
sagrada de la naturaleza, la visible proximidad de los dioses que to­
man forma en la belleza de los cuerpos, su salida a la luz en los ciclos
de la historia, su retorno por fin, ya signado por la fugitiva presencia
del Niño—del eterno y perecedero guardián del fuego—, todos es­
tos temas asfixiaban en un lirismo de la inminencia de los tiempos lo
que Holderlin había anunciado en el vigor de la ruptura. El mucha­
cho del Rio encadenado, el héroe arrancado de la orilla estupefacta por
un vuelo que lo expone a la violencia sin frontera de los dioses, vemos
que se convirtió, según la temática de George, en un niño tierno, se­
doso y prometedor. El canto de los ciclos hizo que se callara el habla,
la dura habla que parte el tiempo. Era preciso recuperar el lenguaje
de Holderlin allí donde había nacido.
Diversas investigaciones, unas antiguas, otras más recientes, han
hecho que las referencias de la tradición sufran una serie de significa­
tivos desarreglos. Desde hace ya tiempo se había enredado la sencilla

* Holderlin Jahrbuch, publicado primero bajo la responsabilidad de F. Beissner


y P. Kluckhon, a partir de 1947 (Tubinga, J. C. B. Mohr), después de W. Binder y F.
Kelletat, y, finalmente, de B. Bóschenstein y G. Kurz.
** Se trata del círculo de amigos agrupados en torno al poeta alemán Stefan
George (1868-1933), que contó entre sus miembros con poetas como C. Delerth, P.
Gérardy, A. Schuler y F. Walters, filósofos, germanistas e historiadores como L. Kla-
ges, F. Gundolf, E. Bertram, M. Kommerell y E. Kantorowicz.
108 MICHEL FOUCAULT

cronología de Lange que atribuía todos ios textos «oscuros» (como el


Fundamento para el Empédocles) a un calendario patológico cuyo año
cero habría estado fijado por el episodio de Burdeos; hubo que ade­
lantar las fechas y dejar que los enigmas nacieran más temprano de lo
que se hubiera deseado (todas las elaboraciones del Empédocles fue­
ron redactadas antes de la partida a Francia). Pero, en sentido inver­
so, la testaruda erosión del sentido no cesó de crecer; Beissner inte­
rrogó incansablemente los últimos himnos y los textos de la locura;
Liegler y Andreas Müller estudiaron las sucesivas figuras de un mis­
mo núcleo poético (El viajero y Ganimedes). La escarpadura del li­
rismo mítico, las luchas en las fronteras del lenguaje, de las cuales el
mismo lenguaje es el momento, la única expresión y el espacio cons­
tantemente abierto, no son ya fulgor último en un crepúsculo que as­
ciende; se emplazan, en el orden de las significaciones como en el de
los tiempos, en ese punto central y profundamente enterrado donde
la poesía se abre a sí misma a partir del habla que le es propia.
El desescombro biográfico realizado por Adolf Beck prescribe,
también, toda una serie de reevaluaciones. Concernientes sobre todo
a dos episodios: el regreso de Burdeos (1802) y los dieciocho meses
que, desde finales de 1793 hasta mediados de 1795, están delimitados
por el preceptorado de Waltershausen y la partida de Jena. En este
período singularmente, relaciones poco o mal conocidas se han situa­
do bajo una nueva luz: es la época del encuentro con Charlotte von
Kalb, de las estrechas y a la vez lejanas relaciones con Schiller, de las
lecciones de Fichte, del brusco regreso a la casa materna; pero es so­
bre todo la época de extrañas anticipaciones, de ensayos a contrape­
lo que conceden en tiempo débil lo que será restituido, más adelante
o con otras formas, como tiempo fuerte. Charlotte von Kalb anuncia
desde luego a Diotima y Susette Gontard; el extático apego a Schiller,
que, desde lejos, vigila, protege y, desde lo alto de su reserva, dicta la
Ley, dibuja desde el exterior y en el orden de los acontecimientos esa
terrible presencia de los dioses «infieles», de los que Edipo, por ha­
berse acercado demasiado a ellos, se apartará con el gesto que lo cie­
ga: «Traidor según un modo sagrado». Y la huida a Nürtingen, lejos
de Schiller, de Fichte el legislador, y de un Goethe ya divinizado,
mudo delante de un Holderlin silencioso, ¿no es acaso, en el punteado
de las peripecias, la figura descifrable de ese dar media vuelta natal
que más tarde se opondrá, para equilibrarla, a la media vuelta cate­
EL «NO» DEL PADRE 109

górica de los dioses?1 Siempre en Joña, y en el espesor mismo de la si­


tuación que allí se trama, otras repeticiones encuentran su espacio de
juego, pero según la simultaneidad de los espejos: el vínculo ahora
cierto de Hólderlin con Wilhemine Marianne Kirmes constituye, tras
la forma de la dependencia, el doble de la bella e inaccesible unión en
que se juntan, como los dioses, Schiller y Charlotte von Kalb; la em­
presa pedagógica en la que el joven preceptor se ha sumido con en­
tusiasmo y en la que se ha mostrado riguroso, exigente, insistiendo
quizás hasta la crueldad, ofrece en relieve la imagen invertida de
aquel maestro presente y amante que Hólderlin buscaba en Schiller,
cuando apenas encontraba en él más que discreta solicitud, distancia
mantenida y, más acá de las palabras, sorda incomprensión.
Gracias al cielo, el Hólderlin Jahrbuch permanece extraño al parloteo
de los psicólogos; gracias al mismo cielo —o a otro-—, los psicólogos no
leen el Hólderlin Jahrbuch. Los dioses velaron: la ocasión se perdió, es de­
cir, se salvó. La tentación de sostener sobre Hólderlin y su locura un dis­
curso bien trabado habría sido grande, pero del mismo tono que aquel
cuyos modelos repetidos e inútiles tantos psiquiatras (Jaspers en el pri­
mer y en el último puesto)2 nos han dado: conservados hasta el corazón
de la locura, el sentido de la obra, sus temas y su espacio propio parecen
tomar prestado su perfil de una trama de acontecimientos cuyo detalle
ahora se conoce. ¿No le es acaso posible al eclecticismo sin concepto de
una psicología «clínica» engarzar una cadena de significaciones ligando
sin ruptura ni discontinuidad la vida con la obra, el acontecimiento con el
habla, las formas mudas de la locura con la esencia del poema?

1. «Dar media vuelta» vierte la palabra francesa retournement, la cual a su vez


traduce la alemana Umkehr, que se encuentra en las complejas expresiones de Hól­
derlin: vaterlandische Umkehr [media vuelta natal o patria] y kategorische Umkehr
[media vuelta categórica], acciones que corresponden respectivamente a hombres y a
dioses. La traducción por «retorno» o «viraje», sin duda con sentido, no es, sin em­
bargo, satisfactoria, dado que hay muchas formas de retornar o virar (algunas incluso
inadecuadas, como la nostalgia), mientras que el vuelco que supone dar media vuelta,
o incluso dar la espalda, parece indicar más convenientemente el sentido de la fuga que
Hólderlin intenta anunciar. ¿N. de T.]
2. Jaspers, K., Strindberg and Van Gogh, Berna, E. Bircher, 1922. {Strindberg et
Van Gogh. Swedenborg-Holderlin, trad. H. Naef, precedido por La Folie par excellen-
ce, de Maurice Blanchot, París, Éd. de Minuit, 1953, págs. 196-217.) [Jaspers, K., Ge­
nio y locura, trad. de Agustín Caballero, Aguijar, Madrid, 1956. No incluye el prólogo
de Blanchot.]
110 MICHEL FOUCAULT

De hecho, esta posibilidad, a quien la escuche sin dejarse atrapar


por ella, le impone una conversión. El viejo problema: ¿dónde termi­
na la obra, dónde comienza la locura? se encuentra, a causa de la
apretura que enreda los datos e imbrica los fenómenos, trastornado
de arriba abajo y reemplazado por una tarea distinta: en lugar de ver
en el acontecimiento patológico el crepúsculo en que la obra se des­
morona realizando su secreta verdad, hay que seguir ese movimiento
por el que la obra se abre poco a poco sobre un espacio donde el ser
esquizofrénico adquiere su volumen, revelando así, en el límite extre­
mo, lo que ningún lenguaje, fuera de la sima en que se abisma, habría
podido decir, lo que ninguna caída habría podido mostrar, si no hu­
biera sido al mismo tiempo acceso a la cima.
Tal es el trayecto del libro de Laplanche. Comienza con poco rui­
do en un estilo de «psicobiografía». Después, recorriendo la diagonal
del campo que se ha asignado, descubre en el momento de concluir
el planteamiento del problema que, desde el origen, le había dado a
su texto prestigio y maestría: ¿cómo es posible un lenguaje que sos­
tenga sobre el poema y sobre la locura uno y el mismo discurso? ¿Qué
sintaxis puede pasar a la vez por el sentido que se pronuncia y por la
significación que se interpreta?
Pero quizás, para esclarecer con una luz que es la suya el texto de
Laplanche en su poder de inversión sistemática, tendría que ser, si no
resuelta, por lo menos planteada en su forma de origen esta pregun­
ta: ¿de dónde nos viene la posibilidad de semejante lenguaje que nos
parece desde hace muchísimo tiempo tan «natural», es decir, tan ol­
vidadizo de su propio enigma?

Cuando la Europa cristiana se puso a dar un nombre a sus artis­


tas, les prestó a su existencia la forma anónima del héroe: como si el
nombre debiera desempeñar el pálido papel de memoria cronológica
en el ciclo de las perfectas vueltas a comenzar. Las Vite de Vasari se
imponen la tarea de recordar lo inmemorial; siguen un orden estatu­
tario y ritual. El genio se pronuncia en ellas desde niño: no bajo la for­
ma psicológica de la precocidad, sino por ese derecho, que es el suyo,
de ser anterior al tiempo y no salir a la luz sino ya en la culminación;
no hay nacimiento sino aparición del genio, sin intermediario ni du­
EL «NO» DEL PADRE 111

ración, en el desgarrón de la historia; como el héroe, el artista rompe


el tiempo para volver a anudarlo con sus manos. Esta aparición, no
obstante, no está libre de peripecias: una de las más frecuentes la
constituye el episodio del desconocimiento-reconocimiento: Giotto
era pastor y dibujaba sus borregos en la piedra cuando Cimabue lo
vio y saludó en él su realeza oculta (como en los relatos medievales, el
hijo de los reyes, mezclado con los campesinos que lo han recogido,
es súbitamente reconocido por la gracia de una cifra misteriosa). Lle­
ga el aprendizaje; es más simbólico que real, reduciéndose al enfren­
tamiento singular y siempre desigual entre el maestro y el discípulo;
el anciano creyó darle todo al adolescente que ya lo poseía todo; des­
de la primera justa, la proeza invierte las relaciones; el niño marcado
con el signo pasa a ser el maestro del maestro y, simbólicamente, lo
mata, puesto que su reino sólo era usurpación y el pastor sin nombre
tenía derechos imprescriptibles: Verrocchio abandonó la pintura una
vez que Leonardo hubo dibujado el ángel del Bautismo de Cristo, y
el viejo Ghirlandaio se inclinó a su vez ante Miguel Angel, Pero el ac­
ceso a la soberanía aún impone rodeos; debe pasar por la nueva prue­
ba del secreto, aunque involuntario éste; como el héroe que se bate
bajo una coraza y con la visera calada, el artista oculta su obra para no
desvelarla sino una vez concluida; esto es lo que hicieron Miguel
Angel con su David y Uccello con el fresco que figuraba encima de la
puerta de San Tommaso. Les son otorgadas entonces las llaves del
reino: son las de la Demiurgia; el pintor produce un mundo que es el
doble, el rival fraterno del nuestro; en el equívoco instantáneo de la
ilusión ocupa su lugar y vale en función de él; Leonardo pintó sobre
la rodela de San Pedro monstruos cuyos poderes horrendos son tan
grandes como los de la naturaleza. Y en este retorno, en esta perfec­
ción de lo idéntico, se realiza una promesa; el hombre se libera, lo
mismo que Filippo Lippi, según la anécdota, se liberara realmente el
día en que pintó un retrato de su señor de un parecido sobrenatural.
El Renacimiento tuvo de la individualidad del artista una percep­
ción épica donde han llegado a confundirse las figuras arcaizantes del
héroe medieval y de los temas griegos del ciclo iniciático; en esta fron­
tera aparecen las estructuras ambiguas y sobrecargadas del secreto y
del descubrimiento, de la fuerza embriagadora de la ilusión, del re­
torno a una naturaleza que en el fondo es otra, y del acceso a una nue­
va tierra que se revela como la misma. El artista sólo ha salido del
112 MICHEL FOUCAULT

anonimato en que habían residido aquellos que habían cantado las


epopeyas cuando recupera para sí las fuerzas y el sentido de aquellas
valoraciones épicas. La dimensión de lo heroico pasó del héroe a
aquel que lo representa, en el momento en que la propia cultura oc­
cidental se convirtió en un mundo de representaciones. La obra no
extrae su único sentido de ser un monumento que figura como una
memoria de piedra a través del tiempo: pertenece a esa leyenda que
no hace mucho ella cantaba; es «gesto» puesto que otorga su eterna
verdad a los hombres y a sus acciones perecederas, pero también por­
que remite, como a su lugar natural de nacimiento, al orden maravi­
lloso de la vida de los artistas. El pintor es la primera flexión subjeti­
va del héroe. El autorretrato no es ya, en un rincón del cuadro, una
participación furtiva del artista en la escena que representa; es, en el
corazón de la labor, la obra de la obra, el encuentro, al término de su
recorrido, del origen y del acabamiento, la heroicización absoluta de
aquél gracias al cual los héroes aparecen y permanecen.
Se ha establecido así para el artista, en el interior de su gesto, una
relación de sí consigo mismo que el héroe no había podido conocer.
El heroísmo se ha disfrazado aquí como modo primero de manifesta­
ción, en la frontera de lo que aparece y de lo que se representa, como
una manera de identificarse, para sí y para los demás, sólo con la ver­
dad de la obra. Precaria y sin embargo indeleble unidad. Abre, desde
el fondo de sí misma, la posibilidad de todas las disociaciones; permi­
te la existencia del «héroe extraviado», cuya vida o pasiones impug­
nan sin cesar su obra (Eilippo Lippi atormentado por la carne y que
pintaba a una mujer cuando, por no haber podido poseerla, tenía
que «apagar su ardor»); del «héroe alienado» en su obra, olvidándo­
se en ella y ella olvidándolo a él (como Uccello, que «habría sido el pin­
tor más elegante y el más original desde el Giotto si hubiera consa­
grado a las figuras de hombres y de animales el tiempo que perdió en
sus investigaciones sobre la perspectiva»); del «héroe desconocido» y
rechazado por sus pares (como Tintoretto, expulsado por Tiziano y
repudiado toda su vida por los pintores de Venecia). En estos avata-
res que poco a poco hacen el reparto entre el gesto del artista y la ges­
ta del héroe, se abre la posibilidad de una aprehensión ambigua don­
de se trata a la vez, y en un vocabulario mixto, de la obra y de lo que
no es ella. Entre el tema heroico y los contratiempos en que se pier­
de, se abre un espacio que el siglo xvi comienza a sospechar y que el
EL «NO» DEL PADRE 113

nuestro recorre con el alborozo de los olvidos fundamentales; es aquel


donde viene a instalarse la «locura» del artista; ésta lo identifica con
su obra volviéndolo extraño ante los demás —ante todos los que se
callan—, y lo sitúa en el exterior de esa misma obra volviéndolo sor­
do y ciego ante las cosas que ve y ante las palabras que sin embargo él
mismo pronuncia. No se trata ya de aquella embriaguez platónica
que volvía al hombre insensible a la realidad ilusoria para colocarlo
en la luz plena de los dioses, sino de una relación subterránea en que
la obra y lo que no es ella formulan su exterioridad en el lenguaje de
una interioridad sombría. Entonces es posible la extraña empresa
que es una «psicología del artista», en la que anda siempre la locura,
incluso cuando el tema patológico no aparece en ella. Se inscribe en
el fondo de la bella unidad heroica que da su nombre a los primeros
pintores, pero capaz del desgarramiento, la negación y el olvido. La
dimensión de lo psicológico es en nuestra cultura el negativo de las
percepciones épicas. Y estamos ahora encomendados, para interro­
gar lo que sea un artista, a esta vía diagonal y alusiva donde se perci­
be y se pierde la vieja alianza muda entre la obra y «lo otro que la
obra» de la que Vasari nos ha contado en el pasado el heroísmo ritual
y los ciclos inmutables.

A esta unidad, nuestro entendimiento discursivo procura otor­


garle de nuevo lenguaje. ¿Está perdida para nosotros? ¿O solamente
comprometida, hasta llegar a ser difícilmente accesible, en la mono­
tonía de los discursos sobre las «relaciones del arte y de la locura»?
En sus machaconerías (pienso en Vinchon), en su miseria (pienso en
el bueno de Fretet, y en muchos otros aún), discursos así no son po­
sibles sino por ella; al mismo tiempo, la enmascaran, la recusan y la
desparraman al hilo de sus ensayos. Duerme en ellos, y por ellos se
adentra en un olvido testarudo. Pueden despertarla, sin embargo,
cuando son rigurosos y sin compromiso: sirva de testimonio el texto
de Laplanche, el único, sin duda, que se salva de una dinastía hasta
él carente de gloria. Una notable lectura de los textos multiplica en él
los problemas que la esquizofrenia plantea con una insistencia re­
ciente al psicoanálisis.
¿Qué se dice exactamente cuando se dice que el sitio vacío del
114 MICHEL FOUCAULT

Padre es ese mismo sitio que Schiller ha ocupado imaginariamente


para Hólderlin y después abandonado; ese mismo sitio que los dioses
de los últimos textos han hecho centellear desde su presencia infiel
antes de dejar a los hespéricos bajo la ley regia de la institución? Y
más sencillamente, ¿cuál es esa misma figura de la que el Thalia-Frag-
ment dibuja los contornos antes del encuentro real con Susette Gon-
tard, quien a su vez, encontrará en la Diotima definitiva su fiel repe­
tición? ¿Qué es este «mismo» al que el análisis ha recurrido tan
fácilmente? ¿Qué es esta obstinación de un «idéntico» siempre vuel­
to a poner en juego, que asegura, sin problema aparente, el paso en­
tre la obra y lo que no es ella?
Hacia ese «idéntico» las rutas son diversas. El análisis de Laplan-
che sigue ciertamente las más seguras, adoptando unas veces unas,
otras veces otras, sin que el sentido de su marcha se pierda nunca,
tanta es su fidelidad a ese «mismo» que lo obsesiona con su presencia
inaccesible, con su tangible ausencia. Hacia él forman como tres vías
de acceso metodológicamente distintas, pero convergentes: la asimi­
lación de los temas en lo imaginario; el dibujo de las formas funda­
mentales de la experiencia; el trazado por fin de esa línea a lo largo de
la cual la obra y la vida se enfrentan, se equilibran y se hacen a la vez
posibles e imposibles una a otra.

1) Las fuerzas míticas, cuyo extraño y penetrante vigor la poe­


sía de Hólderlin, en él y fuera de él, experimenta, son aquellas cuya
violencia divina atraviesa a los mortales para conducirlos hasta una
proximidad que los ilumina y los reduce a cenizas; son las del Jun-
gling, las del joven río encadenado y sellado por el hielo, el invierno y
el sueño, que, con un movimiento, se libera para encontrar lejos de sí,
fuera de sí, su lejana, profunda y acogedora patria. ¿No son acaso
también las fuerzas del niño Hólderlin detentadas por su madre, con­
fiscadas por su avaricia y de las que él pedirá que se le conceda «el
uso inalterado» como si fuera la libre disposición de una herencia pa­
terna? ¿O incluso esas fuerzas que confronta con las de su alumno en
una lucha en que ellas se exasperan al reconocerse sin duda como en la
imagen de un espejo? La experiencia de Hólderlin está a la vez soste­
nida y sacada de quicio por esta amenaza maravillosa de fuerzas que
son suyas y otras, lejanas y cercanas, divinas y subterráneas, invenci­
blemente precarias; entre ellas se abren las distancias imaginarias que
EL «NO» DEL PADRE 115

fundan e impugnan su identidad y el juego de su simbolización recí­


proca. ¿Es la relación oceánica de los dioses, con su joven vigor que
se desencadena, la forma simbólica y luminosa o el soporte profundo,
nocturno, constitutivo de las relaciones con la imagen de la madre?
Indefinidamente, las relaciones se invierten.

2) Este juego, sin salida ni llegada, se despliega en un espacio


que le es propio —espacio organizado por las categorías de lo cerca­
no y de lo lejano. Estas categorías, según un balance inmediatamente
contradictorio, dominaron las relaciones de Hólderlin con Schiller.
En Jena, Hólderlin se exalta con «la proximidad de espíritus verda­
deramente grandes». Pero en esta profusión que lo atrae experimen­
ta su propia miseria —vacío desértico que lo mantiene alejado y abre
en él un espacio al que no cabe recurrir. Esta aridez dibuja la forma
vacía de una abundancia: poder de acogida a la fecundidad del otro,
de ese otro que, manteniéndose en la reserva, se rehúsa, y voluntaria­
mente establece el apartamiento de su ausencia. Aquí adquiere su
sentido la partida de Jena: Hólderlin se aleja de la vecindad de Schi­
ller porque, en la inmediata proximidad, experimentaba que no sig­
nificaba nada para su héroe y permanecía indefinidamente alejado de
él; cuando intenta atraerse el afecto de Schiller, sucede que quería
«atraerse el Bien» —lo que precisamente está fuera de su alcance; así
pues, deja Jena para convertir en más cercano ese «apego» que lo liga
pero que cualquier ligazón degrada y cualquier cercanía hace retro­
ceder. Es muy probable que esta experiencia esté vinculada en Hól­
derlin a la de un espacio fundamental donde se le aparecen la pre­
sencia y el desvío de los dioses. Este espacio, desde el principio, y en
su forma general, es el gran círculo de la naturaleza que es el «Uno-
Todo de lo divino»; pero ese círculo sin falla ni mediación no sale a la
luz del día sino en la luz ahora extinguida de Grecia; los dioses no es­
tán aquí m ás que cuando están allá lejos-, el genio de la Hélade fue «el
primogénito de la alta naturaleza»; es a él a quien hay que reencontrar
en el gran retorno cuyos círculos indefinidos canta el H¿perlón. Pero
desde el Thalia-Fragment, que constituye el primer bosquejo de la no­
vela, parece que Grecia no es la tierra de la presencia ofrecida: cuan­
do Hiperión deja a Melita habiéndola encontrado apenas, para hacer
una peregrinación por los héroes muertos a las orillas del Escaman-
dro, ella a su vez desaparece y lo condena a regresar a aquella tierra
116 MICHEL FOUCAULT

natal donde los dioses están presentes y ausentes, visibles y ocultos,


en la manifiesta reserva del «gran secreto que otorga la vida o la
muerte». Grecia dibuja esa playa donde se cruzan los dioses y los
hombres, su mutua presencia y su ausencia recíproca. De ahí su pri­
vilegio de ser la tierra de luz: en ella se define una lontananza lumi­
nosa (opuesta punto por punto a la proximidad nocturna de Novalis)
que atraviesa como el águila o el relámpago la violencia de un rapto a
la vez mortífero y amoroso. La luz griega es la absoluta distancia que la
fuerza distante e inminente de todos los dioses juntos abole y exalta.
Contra esa fuga absoluta de lo que está cerca, contra la flecha amena­
zadora de lo distante, ¿dónde hay escapatoria, y quién protegerá?
«¿El espacio es para siempre esta absoluta y centelleante vacancia,
este raquítico volver el rostro?»

3) En su redacción definitiva, el Hiperión es ya la búsqueda de


un punto de apoyo: lo requiere de la improbable unidad de dos seres
tan cercanos y tan inconciliables como una figura y su imagen espe­
cular; allí el límite se vuelve a cerrar en un círculo perfecto, sin nada
exterior, como fue circular y pura la amistad con Susette Gontard.
En esta luz donde se reflejan dos rostros que son el mismo, la fuga de
los Inmortales se detiene, lo divino es atrapado en la trampa del es­
pejo, abandonada por fin la sombría amenaza de la ausencia y del va­
cío. El lenguaje se adelanta ahora contra ese espacio que abriéndose
lo llamaba y lo hacía posible; intenta taparlo cubriéndolo con las be­
llas imágenes de la presencia inmediata. La obra se convierte enton­
ces en medida de lo que no es, en el doble sentido de que recorre toda
su superficie y lo limita oponiéndose a él. Ella se instaura como ex­
presión feliz y locura conjurada. Es el período de Francfurt, del pre-
ceptorado en casa de los Gontard, de la ternura compartida, de la
perfecta reciprocidad de las miradas. Pero Diotima muere, Alabanda
parte a la búsqueda de una patria perdida y Adamas a la de la impo­
sible Arcadia; se ha introducido una figura en la relación dual de la
imagen del espejo —gran figura vacía, pero cuyo boquete devora el
frágil reflejo, algo que no es nada pero que designa en todas sus for­
mas el Límite', fatalidad de la muerte, ley no escrita de la fraternidad
de los hombres, existencia divinizada e inaccesible de los mortales.
En el acierto de la obra, al borde de su lenguaje, surge, para reducir­
lo al silencio y culminarlo, ese Límite que era ella misma contra todo
EL «NO» DEL PADRE 117

lo que no era ella. La forma del equilibrio se convierte en aquel


abrupto acantilado donde la obra encuentra un término que no lo­
gra cercarla sino sustrayéndola de sí misma. Lo que la fundamenta­
ba la arruina. El límite a lo largo del que se equilibraban la vida dual
con Susette Gontard y los espejos encantados del Hiperión surge
como el límite dentro de la vida (es la partida «sin motivo» de Franc­
fort) y límite de la obra (es la muerte de Diotima y el regreso de Hi­
perión a Alemania «como Edipo, ciego y sin patria ante las puertas
de Atenas»).
En este enigma de lo Mismo en que la obra coincide con lo que
ella no es: aquí está lo que ella enuncia en la forma exactamente
opuesta a aquella en la que Vasari lo había proclamado resuelto. Ella
se sitúa en lo que, en el corazón de la obra, consuma (y desde su na­
cimiento) su ruina. La obra y lo otro que la obra sólo hablan de lo mis­
mo y en el mismo lenguaje a partir del límite de la obra. Es necesario
que cualquier discurso que intente alcanzar la obra en su fondo sea,
aun implícitamente, interrogación sóbrelas relaciones entre la locura
y la obra: no sólo porque los temas del lirismo y los de la psicosis se ase­
mejan, no sólo porque las estructuras de la experiencia en una y en
otra son aquí y allá isomorfas, sino más profundamente porque la
obra en su conjunto pone y atraviesa el límite que la funda, la amena­
za y la culmina.

* *

La gravitación según la ley de la mayor simpleza posible en la que


está sumido, en su mayor parte, el pueblo de los psicólogos, lo ha
conducido, tras muchos años, al estudio de las «frustraciones» donde
el ayuno involuntario de las ratas sirve como modelo epistemológico
indefinidamente fecundo. Laplanche le debe a su doble cultura de fi­
lósofo y de psicoanalista el haber conducido su investigación sobre
Hólderlin hasta un profundo cuestión amiento de lo negativo, donde
se encuentran repetidas, es decir, requeridas desde su destino, la re­
petición hegeliana del señor Hyppolite, y la freudiana, del doctor La-
can.
Mejor que en francés, los prefijos y sufijos alemanes (ab-, ent-,
los, un-, ver-) distribuyen de distinta manera las formas de la ausen­
cia, de la laguna, del abandono que, en la psicosis, conciernen ante
118 MICHEL FOUCAULT

todo a la imagen del Padre y a las armas de la virilidad. En este «no»3


del Padre, no se trata de ver una orfandad real o mítica, ni la huella
de una borradura característica del genitor. El caso de Holderlin es
aparentemente claro, pero ambiguo en el fondo: perdió a su verda­
dero padre a los dos años; cuando tenía cuatro, su madre se volvió a
casar con el burgomaestre Gock, que murió cinco años más tarde,
dejando en el niño un recuerdo encantado que la presencia de un
hermanastro parece no haber oscurecido nunca. En el orden de la
memoria, el sitio del padre está ampliamente ocupado por una figura
clara, positiva, que sólo ha sido impugnada por el acontecimiento de
la muerte. Sin duda, la ausencia no hay que tomarla por el lado del
juego de las presencias y de las desapariciones, sino por ese otro don­
de están vinculados lo que se dice y quien lo dice. Melanie Klein y
después Lacan han mostrado que el padre es, como tercera persona
en la situación edípica, no solamente el rival odiado y amenazante,
sino aquel cuya presencia limita la relación ilimitada de la madre con
el niño, al que la fantasía de la devoración le otorga su primera forma
angustiada. El padre es entonces quien separa, es decir, el que prote­
ge cuando, pronunciando la Ley, anuda en una experiencia capital el
espacio, la regla y el lenguaje. Están dadas de un golpe la distancia a
lo largo de la cual se desarrollan la escansión de las presencias y las
ausencias, el habla cuya primera forma es la de la coacción, y por fin
la relación del significante con el significado a partir de la cual va a rea­
lizarse no sólo la edificación del lenguaje sino también el rechazo y la
simbolización de lo reprimido. Así pues, no es en los términos ali­
mentarios o funcionales de la carencia como hay que pensar una lagu­
na fundamental en la posición del Padre. Poder decir que falta, que es
odiado, rechazado o introyectado, que su imagen pasa por transmuta­
ciones simbólicas, supone que no está de entrada «forcluido» como
dice Lacan, que en su lugar no se abre un boquete absoluto. Esta au­
sencia del Padre, que la psicosis, precipitándose en ella, manifiesta, no

3. Ya desde su título (Le «non» du pére), este artículo de Foucault, que es un co­
mentario acerca del libro del psicoanalista Laplanche, juega con las palabras francesas
non [no] y nom [nombre]. A la hora de traducir no parece conveniente introducir nin­
gún arreglo ortográfico (como no-mbre, no/mbre o [nojmbre) que no se correspon­
den con el original, pero sí se ha de tener en cuenta este deslizamiento del «no» en el
«nombre» y sus derivados, muestra de esa béance (la ausencia, el boquete) que el nom­
bre del padre acarrea. [N. de T.]
EL «NO» DEL PADRE 119

nos lleva al registro de las percepciones o las imágenes, sino al de los


significantes. El «no» por el que se abre aquel boquete indica sola­
mente que el nombre del padre ha quedado sin titular real, que el pa­
dre no ha accedido nunca a la nominación y que ha quedado vacío el
sitio del significante mediante el cual el padre se nombra y, según la
Ley, nombra. Hacia este «no» es hacia donde infaliblemente se dirige
la línea recta de la psicosis cuando, cayendo en picado hacia el abismo
de su sentido, hace surgir en las formas del delirio o de la fantasía, y en
el desastre del significante, la ausencia devastadora del padre.
Desde el período de Homburg, Hólderlin se encamina hacia esta
ausencia que excavan incesantemente las elaboraciones sucesivas del
Empédocles. El himno trágico se abalanza primeramente hacia el co­
razón profundo de las cosas, lo «Ilimitado» central en donde se disi­
pa cualquier determinación. Desaparecer en el fuego del volcán es
coincidir con el Uno-Todo hasta en su foco inaccesible y abierto, a la
vez vigor subterráneo de las piedras y llama clara de la verdad. Pero
a medida que Hólderlin recupera el tema, las relaciones del espacio
fundamental se modifican: la proximidad abrasadora de lo divino
(alta y profunda forja del caos donde todos los acabares vuelven a co­
menzar) se abre para ya no designar más que una presencia lejana de
los dioses, centelleante e infiel; calificándose como Dios y adquirien­
do la estatura de mediador, Empédocles desanudó la bella alianza;
creía que horadaba lo Ilimitado; reactivó, con una falta que es su pro­
pia existencia y «el juego de sus manos», el Límite. Y en el retroceso
definitivo de los confines, la vigilancia de los dioses trama ya su ine­
vitable artimaña; la ceguera de Edipo pronto podrá adelantarse con
los ojos abiertos hacia esta playa hecha desierto donde se alzan para
el parricida charlatán, enfrentados pero fraternos, el Lenguaje y la
Ley. El Lenguaje en cierto sentido es el lugar de la falta: proclaman­
do a los dioses es como Empédocles los profana, y lanza al corazón de
las cosas la flecha de su ausencia. Al lenguaje de Empédocles se opo­
ne la resistencia del enemigo fraterno; su papel consiste en fundar, en
el entredós del límite, el pedestal de la Ley que vincula el entendi­
miento a la necesidad y prescribe a la determinación la estela del des­
tino. Esta positividad no es la del olvido; reaparece en el último esbo­
zo bajo los rasgos de Manes, como poder absoluto de interrogación
(«dime quién eres y quién soy») y férrea voluntad de guardar silencio;
es la perpetua pregunta a la que nunca responde; y, sin embargo, él,
120 MICHEL FOUCAULT

que ha venido desde el fondo del tiempo y del espacio, atestiguará


siempre que Empédocles fue el Llamado, el definitivo ausente, aquel
por el que «todo vuelve de nuevo y lo que debe advenir está ya con­
sumado».
En este último y tan reñido enfrentamiento se encuentran dadas
las dos posibilidades extremas —las más cercanas y las más opuestas.
Por un lado se dibujan la media vuelta categórica de los dioses hacia
su éter esencial, el mundo terrestre que les ha tocado en el reparto a
los hespéricos, la figura de Empédocles que se borra como la del úl­
timo griego, la pareja Cristo y Dionysos llegada desde el fondo de
Oriente para testimoniar por el fulgurante paso de los dioses agoni­
zando. Pero al mismo tiempo se abre la región de un lenguaje perdi­
do en sus últimos confines, allí donde él es el más extraño para sí mis­
mo, la región de los signos que no apuntan hacia nada, la de una
resistencia que no soporta: «Ein Zeichen sind wir, deutunglos...»? La
apertura del lirismo final es la apertura misma de la locura. La curva
dibujada por el alzado del vuelo de los dioses y la, inversa, de los
hombres regresando a su tierra paterna se funden con la línea recta
despiadada que dirige a Hólderlin hacia la ausencia del Padre, a su
lenguaje hacia el boquete fundamental del significante, a su lirismo
hacia el delirio, a su obra hacia la ausencia de obra.

* * *

Al principio de su libro, Laplanche se pregunta si Blanchot, ha­


blando de Hólderlin no ha renunciado a mantener hasta el fin la uni­
dad de las significaciones, si no ha apelado demasiado pronto al mo­
mento opaco de la locura, e invocado, sin interrogarla, la entidad
muda de la esquizofrenia.* En nombre de una teoría «unitaria» le re­
procha haber admitido un punto de ruptura, una catástrofe absoluta
del lenguaje cuando hubiera sido posible hacer que se comuniquen
durante mucho más tiempo aún —tal vez indefinidamente— el senti­
do del habla y el fondo de la enfermedad. Pero Laplanche sólo ha

4. Primer verso de una de las versiones del himno de Hólderlin titulado Mne-
mosyne. Traducido literalmente: «Un signo somos, sin significado...». fN. de T.]
* Se trata del texto de Maurice Blanchot, La Folie par excellence, publicado como
introducción al libro de Karl Jaspers (ob. cit., págs. 7-33).
EL «NO» DEL PADRE 121

conseguido mantener dicha continuidad dejando fuera del lenguaje


la identidad enigmática desde la cual puede hablar de la locura y de
la obra juntas. Laplanche tiene un notable poder de análisis: su dis­
curso a la vez meticuloso y veloz recorre inequívocamente el dominio
comprendido entre las formas poéticas y las estructuras psicológicas:
se trata sin duda de oscilaciones extraordinariamente rápidas, que
permiten, en los dos sentidos, la transferencia imperceptible de figu­
ras analógicas. Pero un discurso (como el de Blanchot) que se empla­
zara en la postura gramatical de esa «y» de la locura y de la obra, un
discurso que interrogara este entredós en su indivisible unidad y en el
espacio que abre no podría sino cuestionar el Límite, es decir, esa lí­
nea donde la locura es, precisamente ruptura perpetua.
Estos dos discursos, a pesar de la identidad de un contenido
siempre reversible de uno a otro y demostrativo para cada uno, poseen
sin duda una profunda incompatibilidad; el desciframiento conjunto
de las estructuras poéticas y de las estructuras psicológicas nunca
reducirá su distancia. Y, sin embargo, están infinitamente próximos
uno al otro, como próximo a lo posible está la posibilidad que lo fun­
da; y es que la continuidad del sentido entre la obra y la locura sólo es
posible a partir del enigma de lo mismo que deja que aparezca lo ab­
soluto de la ruptura. La abolición de la obra en la locura, el vacío al
que es atraída el habla poética como hacia su desastre, es lo que au­
toriza entre ellas el texto de un lenguaje que les sería común. Y no
hay aquí una figura abstracta, sino una relación histórica donde nues­
tra cultura debe interrogarse.
Laplanche llama «depresión de Jen a» al primer episodio patoló­
gico de la vida de Holderlin. Se podría meditar sobre este aconteci­
miento depresivo: con la crisis poskantiana, la disputa del ateísmo, las
especulaciones de Schlegel y de Novalis, con el ruido de la Revolu­
ción que se oía como un cercano más allá, Jena fue de hecho ese lu­
gar donde el espacio occidental, bruscamente, se ha excavado; la pre­
sencia y la ausencia de los dioses, su partida y su inminencia han
definido en él, para la cultura europea, un espacio vacío y central
donde van a aparecer, ligados en una sola interrogación, la finitud del
hombre y el retorno del tiempo. El siglo xix pasa por haberse dado la
dimensión de la historia; y sólo ha podido abrirla a partir del círculo,
figura espacial y negadora del tiempo, según la cual los dioses mani­
fiestan su venida y el alzado de su vuelo, y los hombres su retorno al
122 MICHEL FOUCAULT

suelo natal de la finitud. Más que en nuestra afectividad por el miedo


a la nada, es en nuestro lenguaje donde la muerte de Dios ha reper­
cutido profundamente, por el silencio que ella ha situado en su prin­
cipio, y que ninguna obra, a menos que no sea sino pura charlatane­
ría, puede recubrir. El lenguaje ha adquirido entonces una estatura
soberana; surge como llegado de otra parte, de allí donde nadie ha­
bla; pero sólo es obra si, remontando su propio discurso, habla en la
dirección de esa ausencia. En este sentido, cualquier obra es empresa
de exhaución del lenguaje; la escatología se ha convertido en nuestros
días en una estructura de la experiencia literaria; ésta, por derecho de
nacimiento, es última. Char ha dicho: «Cuando zozobró el dique del
hombre, aspirado por la grieta gigante del abandono de lo divino, pa­
labras en lontananza, palabras que no querían perderse intentaron re­
sistir el exorbitante empuje. Allí se decidió la dinastía de su sentido.
He corrido hasta la salida de esa noche diluviana».
En este acontecimiento, Hólderlin ocupa un sitio único y ejem­
plar: ha anudado y puesto de manifiesto el vínculo entre la obra y la
ausencia de obra, entre el desvío de los dioses y la perdición del len­
guaje. Ha borrado de la figura del artista los signos de magnificencia
que se anticipaban al tiempo, fundamentaban las certezas y elevaban
cualquier acontecimiento hasta el lenguaje. Hólderlin ha sustituido la
unidad épica que reinaba aún en Vasari por una partición constituti­
va de cualquier obra en nuestra cultura, una partición que la vincula
a su propia ausencia, a su abolición desde siempre en una locura que,
de entrada, formaba parte de ella. El es quien ha permitido que, en
las pendientes de esta imposible cima adonde él había llegado y que
dibujaba el límite, nosotros en particular, cuadrúpedos positivos, ru­
miemos la psicopatología de los poetas.
PREFACIO A LA TRANSGRESIÓN

De buen grado se cree que, en la experiencia contemporánea, la


sexualidad ha recuperado una verdad de naturaleza que durante mu­
cho tiempo habría esperado pacientemente en la sombra, y bajo di­
versos disfraces, que sólo nuestra perspicacia positiva nos permite
hoy descifrar, antes de tener el derecho de acceder por fin a la plena
luz del lenguaje. Nunca, sin embargo, la sexualidad ha tenido un sen­
tido más inmediatamente natural ni ha conocido sin duda más «feliz
de expresión» que en el mundo cristiano del pecado y de los cuerpos
caídos en desgracia. Toda una mística, toda una espiritualidad lo
prueban, y éstas no podrían desunir las formas continuas del deseo,
de la embriaguez, de la penetración, del éxtasis y del desahogo que
flaquea; sentían que todos esos movimientos se prosiguen, sin inte­
rrupción ni límite, hasta el corazón de un amor divino del que eran su
último ensanchamiento y su fuente originaria de regreso. Lo que ca­
racteriza la sexualidad moderna no es haber encontrado, desde Sade
a Freud, el lenguaje de su razón o de su naturaleza, sino haber sido, y
mediante la violencia de sus discursos, «desnaturalizada» —arrojada
a un espacio vacío donde no encuentra sino la forma sutil del límite y
donde no tiene más allá ni prolongación que el frenesí que la rompe.
No hemos liberado la sexualidad, sino que, exactamente, la hemos
llevado al límite: límite de nuestra conciencia, puesto que dicta final­
mente la única lectura posible, para nuestra consciencia, de nuestra
inconsciencia; límite de la ley, puesto que aparece como el único con­
tenido absolutamente universal de lo prohibido; límite de nuestro
lenguaje: ella dibuja la línea de espuma de lo que él apenas en el últi­
mo momento puede alcanzar en la arena del silencio. Así pues, no nos
comunicamos a través suyo con el mundo ordenado y felizmente pro­
124 MICHEL FOUCAULT

fano de los animales; es más bien hendidura: no a nuestro alrededor


para aislarnos o designarnos, sino para trazar el límite en nosotros y
dibujarnos nosotros mismos como límite.
Tal vez se podría decir que ella reconstituye, en un mundo don­
de ya no hay objetos ni seres ni espacios que profanar, el único re­
parto que sea aún posible. No porque ofrezca nuevos contenidos a
gestos milenarios, sino porque autoriza una profanación sin objeto,
una profanación vacía y replegada en sí misma, cuyos instrumentos
no se dirigen a nada distinto de sí mismos. Ahora bien, una profana­
ción en un mundo que ya no reconoce sentido positivo a lo sagrado,
¿no es poco más o menos lo que se podría llamar transgresión? Esta,
en el espacio que nuestra cultura da a nuestros gestos y a nuestro len­
guaje, prescribe no tanto la única manera de encontrar lo sagrado en
su contenido inmediato, como la de recomponerlo en su forma vacía,
en su ausencia que se vuelve por ello mismo centelleante. Lo que un
lenguaje, si es riguroso, puede decir a partir de la sexualidad no es el
secreto natural del hombre, no es su tranquila verdad antropológica,
sino que no tiene Dios; la palabra que hemos cedido a la sexualidad
es contemporánea, por el tiempo y la estructura, de aquella por la que
nos hemos anunciado a nosotros mismos que Dios había muerto. El
lenguaje de la sexualidad, al que Sade, desde que pronunció sus pri­
meras palabras, hizo recorrer en un solo discurso todo el espacio en
cuyo soberano se convertía de repente, nos ha izado hasta una noche
en la que Dios está ausente y donde todos nuestros gestos se dirigen
a esa ausencia en una profanación que de una vez la designa, la con­
jura, se agota en ella y se encuentra reconducida por ella a su pureza
vacía de transgresión.
Hay efectivamente una sexualidad moderna: es la que, sostenien­
do sobre sí misma y superficialmente el discurso de una animalidad
natural y sólida, se dirige oscuramente a la Ausencia, a ese lugar pree­
minente donde Bataille ha dispuesto, en función de una noche que
no termina de acabarse, a los personajes de Eponine-. «En esa calma
tensa, a través de los vapores de mi borrachera, me pareció que el
viento aflojaba; un largo silencio emanaba de la inmensidad del cielo.
El cura se arrodilló suavemente... Cantó de un modo aterrado, lenta­
mente, como en una muerte: Miserere meiDeus, secundum misericor-
diam magnam tuam. Ese lamento de una melodía voluptuosa era muy
sospechoso. Confesaba estrafalariamente la angustia ante las delicias
PREFACIO A LA TRANSGRESIÓN 125

de la desnudez. El cura debía vencernos negándose y el mismo es­


fuerzo con el que intentaba zafarse lo afirmaba más aún; la belleza de
su canto en el silencio del cielo lo encerraba en la soledad de una de­
liberada complacencia en los malos pensamientos... De este modo me
soliviantó en mi tranquilidad una aclamación feliz, infinita, pero ya
cercana al olvido. En el momento en que vio al cura, saliendo visible­
mente del sueño en que estaba aturdida, Eponine se echó a reír, tan
rápido que la risa la desternilló; se revolvió e, inclinada sobre la ba­
laustrada, apareció sacudida como un niño. Reía con la cabeza entre
las manos y el cura, que había interrumpido un cloqueo mal conteni­
do, no alzó la cabeza, con los brazos en alto, sino ante un trasero des­
nudo: el viento había levantado la capa que ella en el momento en que
la risa la había desarmado no había podido mantener cerrada».
*
Tal vez la importancia de la sexualidad en nuestra cultura, el he­
cho de que desde Sade haya estado vinculada tan frecuentemente a
las decisiones más profundas de nuestro lenguaje, obedecen precisa­
mente a esta atadura que la liga a la muerte de Dios. Muerte que no
hay que entender como el final de su reino histórico, ni como la
constatación por fin alcanzada de su inexistencia, sino como el espa­
cio a partir de ahora constante de nuestra experiencia. La muerte de
Dios, al suprimir de nuestra existencia el límite de lo Ilimitado, la re­
conduce a una experiencia en la que nada puede ya anunciar la ex­
terioridad del ser, a una experiencia por consiguiente interior y sobe­
rana. Pero una experiencia así, en la que estalla la muerte de Dios,
descubre, como su secreto y su luz, su propia finitud, el reino ilimita­
do del Límite, el vacío de ese salto donde desfallece y se ausenta. En
este sentido, la experiencia interior es por completo experiencia de lo
imposible (siendo lo imposible aquello de lo que se hace la experien­
cia y lo que la constituye). La muerte de Dios no sólo ha sido el
«acontecimiento» que ha suscitado en la forma en que la conocemos
la experiencia contemporánea: dibuja indefinidamente su gran ner­
vadura esquelética.
Bataille sabía bien qué posibilidades de pensamiento podía abrir

* Bataille, G., L'Abhé C., X parte: Relato de Charles C. (París, Éd. de Minuit,
1950) in (Euvres Completes, París, Gallimard, «Collection blanche», t. III, 1971, págs.
263-264. [Bataille, G., £7 cura C., trad. Antonio Desmond, Icaria Editorial, Barcelo­
na 1979, págs. 39-41.1
126 MICHEL FOUCAULT

esta muerte, y también en qué imposibilidad comprometía al pensa


miento. ¿Que quiere decir, en efecto, la muerte de Dios sino una ex­
traña solidaridad entre su inexistencia que estalla y el gesto que lo
mata? Pero, ¿qué quiere decir matar a Dios si no existe, matar a Dios
que no existe? Quizás a la vez matar a Dios porque no existe y para
que no exista: y esto es la risa. Matar a Dios para librar a la existencia
de esa existencia que la limita, pero también para devolverla a los lí
mites que esa existencia ilimitada borra (el sacrificio). Matar a Dios
para devolverlo a esa nada que es y para manifestar su existencia en el
corazón de una luz que hace que llamee como una presencia (es el éx­
tasis). Matar a Dios para perder el lenguaje en una noche ensordece­
dora, y porque la herida debe hacerlo sangrar hasta que brote «un in­
menso aleluya perdido en el silencio sin final» (es la comunicación).
La ntuerte de Dios no nos restituye a un mundo limitado y positivo,
sino a un mundo que se resuelve en la experiencia del límite, se hace
y se deshace en el exceso que lo transgrede.
Es sin duda el exceso quien descubre, ligadas en una misma ex­
periencia, la sexualidad y la muerte de Dios; o incluso quien nos
muestra, como en «el más incongruente de todos los libros», que
«Dios es una prostituta». Y en esta medida el pensamiento de Dios y
el pensamiento de la sexualidad se encuentran, sin duda desde Sade,
pero nunca en nuestros días con tanta insistencia y dificultad como
en Bataille, ligados en una forma común. Y si hubiera que dar, opues­
to a la sexualidad, un sentido preciso al erotismo, sería sin duda éste:
una experiencia de la sexualidad que vincula en función de sí misma
la superación del límite con la muerte de Dios. «Lo que el misticismo
no ha podido decir (en el momento de decirlo, desfallecer), el erotis­
mo lo dice: Dios no es nada si no es superación de Dios en todos los
sentidos del ser vulgar, en el del horror y la impureza; finalmente, en
el sentido de nada...»"
Así, en el fondo de la sexualidad, de su movimiento que nada es
capaz de limitar nunca (porque es, desde su origen y en su totalidad,
encuentro constante con el límite), y de ese discurso sobre Dios que

* Bataille, G., L’Erotisme, 2.a parte: Eludes diverses, VII: Préface de «Madame
Edwarda», París, Ed. de Minuit, en CEuvres Completes, ob. cit. 1987, págs. 262-263. I
[Bataille, G., Madame Edwarda, trad. Antonio Escohotado, Tusquets Editores, Bar­
celona 1977, págs. 28-29],
PREFACIO A LA TRANSGRESIÓN 127

Occidente ha sostenido desde hace tanto tiempo —sin darse cuenta


claramente de que «no podemos añadir impunemente al lenguaje la
palabra que deja atrás todas las palabras» y que estamos a través de
ella situados en los límites de cualquier lenguaje posible—, una expe
riencia singular se dibuja: la de la transgresión. Quizás un día aparez­
ca tan decisiva para nuestra cultura, tan enterrada en su suelo, como
lo ha sido hasta hace poco, para el pensamiento dialéctico, la expe­
riencia de la contradicción. Pero, a pesar de tantos signos dispersos,
el lenguaje en donde la transgresión encontrará su espacio y su ser
iluminado está casi enteramente por nacer.
Es posible, sin lugar a dudas, encontrar en Bataille los tocones
calcinados de tal lenguaje, su ceniza promisoria.

La transgresión es un gesto que concierne al límite; es allí, en la


delgadez de la línea, donde se manifiesta el relámpago de su paso,
pero quizás también su trayectoria total, su origen mismo. La raya
que ella cruza podría ser efectivamente todo su espacio. El juego de
los límites y de la transgresión parece estar regido por una sencilla
obstinación: la transgresión salta y no deja de volver a empezar otra
vez a saltar por encima de una línea que de inmediato, tras ella, se cie­
rra en una ola de escasa memoria, retrocediendo así de nuevo hasta el
horizonte de lo infranqueable. Pero este juego pone en juego muchos
otros elementos más; los sitúa dentro de una incertidumbre, dentro
de certidumbres de inmediato invertidas, donde el pensamiento se
atranca rápidamente por querer captarlos.
El límite y la transgresión se deben entre sí la densidad de su ser:
inexistencia de un límite que no se podría saltar en absoluto; vanidad
a cambio de una transgresión que sólo saltaría por encima de un lí­
mite de ilusión o de sombra. Pero, ¿tiene el límite una existencia ver­
dadera fuera del gesto que gloriosamente lo atraviesa y lo niega?
/Qué sería él, después, y que podía ser, antes? ¿Y no agota acaso la
t ransgresión todo lo que ella es en el instante en que salta por encima
< leí límite, no estando por lo demás en ninguna otra parte sino en ese
plinto del tiempo? Ahora bien, ese punto, ese extraño cruce de seres
que, fuera de él, no existen, pero que intercambian en él totalmente
lo que son, ¿no es además todo lo que, por todas partes, lo desborda?
128 MICHEL FOUCAULT

Opera algo así como una glorificación de lo que excluye; el límite


abre violentamente a lo ilimitado, se encuentra de repente arrastrado
por el contenido que rechaza, y realizado por esa plenitud ajena que
lo invade hasta el corazón. La transgresión lleva el límite hasta el lí­
mite de su ser; lo conduce a despertarse ante su desaparición inmi­
nente, a encontrarse de nuevo en lo que excluye (más exactamente
quizás a reconocerse allí por primera vez), a experimentar su verdad
positiva en el movimiento de su pérdida. Y, sin embargo, en este mo­
vimiento de pura violencia, ¿hacia qué se desencadena la transgresión
sino hacia lo que la encadena, hacia el límite y lo que se encuentra en­
cerrado en él? ¿Contra qué dirige su fractura y a qué vacío le debe la
libre plenitud de su ser sino a eso mismo que ella atraviesa con su ges­
to violento y que se aplica a anular en el trazo que borra?
Así pues, la transgresión no es al límite como el negro es al blan­
co, lo prohibido a lo permitido, lo exterior a lo interior, lo excluido al
espacio protegido del resguardo. Está vinculada a él más bien según
una relación en barrena que ninguna fractura simple puede llevar a
cabo. Tal vez algo así como el relámpago por la noche, que, desde el
fondo del tiempo, confiere un ser denso y negro a lo que niega, la ilu­
mina desde el interior y de arriba abajo, le debe sin embargo su viva
claridad, su singularidad desgarradora y realzada, se pierde en ese es­
pacio que firma con su soberanía y se calla al fin habiéndole dado un
nombre a lo oscuro.
Para intentar pensar esta existencia tan pura y encabestrada, pen­
sar a partir de ella misma y en el espacio que dibuja, hay que des­
prenderla de sus sospechosos parentescos con la ética. Liberarla de lo
que es escandaloso o subversivo, es decir, de lo que está animado por 1
la potencia de lo negativo. La transgresión no opone nada a nada, no ,
hace que nada se deslice al juego de la chanza, no busca quebrantar
la solidez de los fundamentos; no hace que resplandezca el otro lado *
del espejo más allá de la línea invisible e infranqueable. Porque, pre­
cisamente, no es violencia en un mundo parcelado (en un mundo éti­
co) ni triunfo sobre límites que borra (en un mundo dialéctico o re­
volucionario), ella toma, en el corazón del límite, la medida sin
medida de la distancia que se abre en éste y dibuja el trazo fulguran­
te que lo hace ser. Nada es negativo en la transgresión. Afirma el ser
limitado, afirma lo ilimitado en lo que ella brinca, abriéndolo por pri­
mera vez a la existencia. Pero se puede decir que esta afirmación no
PREFACIO A LA TRANSGRESIÓN 129

posee nada positivo: ningún contenido puede obligarla, puesto que,


por definición, ningún límite puede retenerla. Quizás no es nada más
que la afirmación de lá partición. Aún habría que aligerar esta palabra
quitándole todo lo que pueda recordar el gesto de la cortadura, o el es­
tablecimiento de una separación o la medida de un apartamiento, y
dejarle solamente lo que en ella pueda designar el ser de la diferencia.
Tal vez la filosofía contemporánea ha inaugurado, al descubrir la
posibilidad de una afirmación no positiva, un descalce cuyo único
equivalente se encontraría en la distinción que hizo Kant entre el
nihil negativum y el nihil privativum —distinción de la que se sabe
efectivamente que abrió la marcha del pensamiento crítico.
* Esta fi­
losofía de la afirmación no positiva, es decir, de la experiencia del lí­
mite, es, creo, lo que Blanchot ha definido mediante el principio de
impugnación.5 No se trata aquí de una negación generalizada, sino de
una afirmación que no afirma nada: en plena ruptura de la transitivi-
dad. La impugnación no es el esfuerzo del pensamiento por negar
existencias o valores, es el gesto que vuelve a conducir a cada uno de
ellos a sus límites, y por eso al Límite donde se realiza la decisión on-
tológica: impugnar es ir hasta el corazón vacío donde el ser alcanza su
límite y donde el límite define el ser. Allí, en el límite transgredido,
resuena el sí de la impugnación, que deja sin eco al I-A del asno
nietzscheano.
Así se dibuja una experiencia que Bataille, en todos los rodeos y
retornos de su obra, ha querido circunvalar, experiencia que tiene el

* Kant, E,, Versuch den Eegriff der negativen Gróssen in die Weltweisheit einzu-
führen, Kónigsberg, Johann Jacob Kanter, 1763 (Essai pour introduíre en philosophie le
concept de grandeur négative, trad. R. Kernpf, Primera sección: Explicaron du concept
de grandeur négative en general, París, Vrin, 1980, págs. 19-20).
5. La palabra francesa contcstation, usada de una manera tan técnica como lo ha­
cen Blanchot y Foucault, plantea alguna dificultad de traducción. Las diversas opcio­
nes, que naturalmente excluyen el sentido de «contestación» o «respuesta», como «re­
futación», «impugnación» e incluso «discusión» o «protesta» pueden ser válidas. Si se
ha preferido «impugnación» en lugar de «refutación» es por evitar, primero, el senti­
do lógico que ésta conlleva y, en segundo lugar, porque parece que lo refutado es aque­
llo que queda anulado, es decir, negado por lo que se le opone. «Impugnar» tiene el
sentido de una pugna que se dirige ai interior {¿n-pugnare) de aquello que combate,
primordialmente mediante la palabra, y que no predetermina más que el límite de su
enfrentamiento, pero no su resolución, afirmando, de esa manera que no es positiva, y
liberando ambos términos. ¿N. de T.J
130 MICHEL FOUCAULT

poder de «ponerlo todo en tela de juicio (cuestionarlo), sin admitir


reposo» e indicar allí donde se encuentre, lo más cerca de ella, «el ser
sin demora». Nada le es más ajeno que la figura de lo demoníaco que
precisamente «lo niega todo». La transgresión se abre a un mundo
centelleante y siempre afirmado, un mundo sin sombra, sin crepúscu­
lo, sin ese deslizamiento del no que muerde la fruta y le hinca en el
corazón la contradicción consigo misma. Es el reverso solar de la de­
negación satánica; ha arrancado ligada a lo divino, o más bien abre, a
partir de ese límite que indica lo sagrado, el espacio donde se ventila
lo divino. Que una filosofía que se interroga sobre el ser del límite en­
cuentre una categoría como aquélla, es evidentemente uno de los in­
numerables signos de que nuestro camino es una vía de retorno y
de que nos volvemos cada día más griegos. Este retorno todavía no hay
que entenderlo como la promesa de una tierra de origen, de un suelo
primero donde nacieran, esto es, se resolvieran para nosotros, todas
, las oposiciones. Al reemplazar la experiencia de lo divino en el cora­
zón del pensamiento, la filosofía desde Nietzsche sabe bien, o debe­
ría saberlo bien, que se interroga por un origen sin positividad y una
abertura que ignora las paciencias de lo negativo. Ningún movimien­
to dialéctico, ningún análisis de las constituciones y de su suelo tras­
cendental pueden servir de ayuda para pensar semejante experiencia,
ni siquiera el acceso a esta experiencia. ¿El juego instantáneo del lí
mite y de la transgresión sería en nuestros días la prueba esencial de
un pensamiento del «origen» al que Nietzsche nos ha encomendado
desde el comienzo de su obra —un pensamiento que sería, de un
modo absoluto y en el mismo movimiento, una Crítica y una (Antolo­
gía, un pensamiento que pensaría la finitud y el ser?
¿De qué posibilidad nos viene este pensamiento del que todo
hasta el presente nos ha desviado, pero como para llevarnos hasta su
retorno? ¿Desde qué imposibilidad mantiene para nosotros su insis­
tencia? Puede decirse sin duda que nos viene de la abertura practica­
da por Kant en la filosofía occidental, del día en que, de un modo aún
muy enigmático, articuló el discurso metafísico y la reflexión acerca
de los límites de nuestra razón. El propio Kant terminó por cerrar
de nuevo tal abertura en la pregunta antropológica, a la cual, a fin de
cuentas, ha referido toda la interrogación crítica; y sin duda se la ha
entendido en lo sucesivo como demora indefinidamente concedida a
la metafísica, porque la dialéctica ha sustituido el cuestionamiento
PREFACIO A LA TRANSGRESIÓN 131

del ser y del límite por el juego de la contradicción y de la totalidad.


Para despertarnos del juego combinado de la dialéctica y de la antro­
pología, han sido precisas las figuras nietzscheanas de lo trágico y de
Dionysos, de la muerte de Dios, del martillo del filósofo, del super­
hombre que se acerca con pasos de paloma, y del Retorno. Pero, ¿por
qué en nuestros días el lenguaje discursivo se encuentra tan despro­
visto cuando se trata de mantener presentes estas figuras y de mante­
nerse en ellas? ¿Por qué está ante ellas reducido, o casi, al mutismo, y
como obligado, para que continúen encontrando sus palabras, a de­
jar hablar a esas formas extremas del lenguaje que Bataille, Blanchot
y KIossowski han convertido en las moradas, por ahora, y las cumbres
del pensamiento?
Habrá efectivamente un día que reconocer la soberanía de estas
experiencias y procurar acogerlas: no que se trate de rescatar su ver­
dad —pretensión irrisoria, a propósito de estos discursos que son
para nosotros límites—, sino de liberar por fin a partir de ellos nues­
tro lenguaje. Baste hoy con preguntarnos cuál es ese lenguaje no dis­
cursivo que desde hará pronto dos siglos se obstina y se rompe en
nuestra cultura, de dónde viene ese lenguaje que no está acabado, ni
es desde luego dueño de sí, aunque para nosotros sea soberano y nos
domine desde lo alto, inmovilizándose a veces en escenas que se acos­
tumbra a llamar «eróticas» y se volatilizan de repente en una turbu­
lencia filosófica donde parece perder hasta su suelo.
La distribución del discurso filosófico y del cuadro en la obra de
Sade obedece sin duda a leyes de arquitectura compleja. Es de hecho
probable que las sencillas reglas de la alternancia, de la continuidad o
del contraste temáticos sean insuficientes para definir el espacio del
lenguaje en que se articulan lo que se muestra y lo que se demuestra,
donde se encadenan el orden de las razones y el orden de los place­
res, donde se sitúan sobre todo los sujetos en el movimiento de los
discursos y en la constelación de los cuerpos. Decimos sólo que este
espacio está enteramente cubierto por un lenguaje discursivo (inclu­
so cuando se trata de un relato), explícito (incluso en el momento en
que no nombra), continuo (sobre todo cuando el hilo pasa de un per­
sonaje a otro), lenguaje que entretanto no tiene sujeto absoluto, ni
descubre nunca a aquel que, como último recurso, habla y no deja de
sostener el habla desde que «el triunfo de la filosofía» fuera anuncia­
do con la primera aventura de Justine, hasta el tránsito a la eternidad
132 MICHEL FOUCAULT

de Juliette en una desaparición sin osario. El lenguaje de Bataille, en


compensación, se desmorona sin cesar en ei corazón de su propio es­
pacio, dejando al desnudo, en la inercia del éxtasis, al sujeto insisten­
te y visible que ha intentado mantenerlo hasta el extremo de sus fuer­
zas, y se encuentra como rechazado por él, extenuado en la arena de
lo que ya no puede decir.
Así pues, ¿cómo es posible, tras todas estas figuras diferentes, este
pensamiento que se designa apresuradamente como «filosofía del ero­
tismo», pero en el que habría que reconocer (lo que es menos y mucho
más) una experiencia esencial en nuestra cultura desde Kant y Sade
—una experiencia de la finitud y del ser, del límite y de la transgresión?
¿Cuál es el espacio propio de este pensamiento y qué lenguaje puede
darse? Sin lugar a dudas no tiene su modelo, su fundamento, el tesoro
mismo de su vocabulario, en ninguna forma hasta ahora definida de re­
flexión, en ningún discurso ya pronunciado. ¿Sería de gran ayuda de­
cir, por analogía, que habría que encontrar para lo transgresivo un len­
guaje que fuera lo que la dialéctica ha sido para la contradicción? Vale
más, sin duda, intentar hablar de esta experiencia, hacerla hablar en el
hueco mismo del desfallecimiento de su lenguaje, allí donde precisa­
mente las palabras le faltan, donde el sujeto que habla viene a desvane­
cerse, donde el espectáculo se inclina al ojo en blanco. Allí donde la
muerte de Bataille acaba de situar su lenguaje. Ahora que esta muerte
nos remite a la pura transgresión de sus textos, cuando éstos protegen
cualquier tentativa de encontrar un lenguaje para el pensamiento del lí­
mite. Cuando sirven de morada a este proyecto en ruinas, tal vez, ya.

* * *

¿No nos viene, en efecto, la posibilidad de un pensamiento así


dentro de un lenguaje que precisamente nos lo hurta como pensa­
miento y lo reconduce hasta la imposibilidad misma del lenguaje,
hasta ese límite en que llega a objeto de discusión el ser del lenguaje?
Y es que el lenguaje de la filosofía está, más allá de cualquier memo­
ria, o casi, ligado a la dialéctica; ésta, desde Kant, se ha convertido en
la forma y el movimiento interior de la filosofía sólo gracias a un re­
doblamiento del espacio milenario en que no había dejado de hablar.
Es bien sabido: la apelación a Kant no ha dejado de dirigirnos obsti­
nadamente hacia lo más matinal que hay en el pensamiento griego.
PREFACIO A LA TRANSGRESIÓN 133

No para recuperar allí una experiencia perdida, sino para acercarnos


a las posibilidades de un lenguaje no dialéctico. La época de los co­
mentarios a la que pertenecemos, este redoblamiento histórico del
que parece que no pudiéramos escapar, no indica la velocidad de
nuestro lenguaje en un campo que no tiene ya objeto filosófico nue­
vo, y que hay que repasar bien sin cesar y con una mirada olvidadiza
y cada vez rejuvenecida, sino mucho antes el atranque, el mutismo
profundo de un lenguaje filosófico que la novedad de su dominio ha
expulsado de su elemento natural, de su dialéctica originaria. No es
por haber perdido su objeto propio o la frescura de su experiencia,
sino por haber sido repentinamente desposeída de un lenguaje que le
es históricamente «natural» por lo que la filosofía de nuestros días se
experimenta como un desierto múltiple: no final de la filosofía, sino
filosofía que sólo puede recuperar el habla, y recuperarse en ella, en
los bordes de sus límites: dentro de un metalenguaje purificado o en el
espesor de las palabras encerradas en su noche, en su verdad ciega.
Esta distancia prodigiosa donde se manifiesta nuestra dispersión filo­
sófica mide, más que un desconcierto, una profunda coherencia: este
apartamiento, esta real incompatibilidad, es la distancia desde cuyo
fondo nos habla la filosofía. En ella se debe fijar nuestra atención.
Pero, de una ausencia tal, ¿qué lenguaje puede nacer? Y, sobre
todo, ¿cuál es, pues, el filósofo que toma entonces la palabra? «¿Qué
es de nosotros cuando, desín toxicados, nos enteramos de lo que so­
mos? Perdidos entre charlatanes, en una noche, donde no podremos
sino odiar la apariencia de luz que viene de charlatanerías.»
* En un
lenguaje desdialectizado, en el corazón de lo que dice, pero igual­
mente en la raíz de su posibilidad, el filósofo sabe que «no somos
todo»; pero aprende que el propio filósofo no habita la totalidad de
su lenguaje como un dios secreto y omniparlante: descubre que hay,
a su lado, un lenguaje que habla y del que no es dueño: un lenguaje
que se esfuerza, que embarranca y se calla y que él ya no puede mo­
ver; un lenguaje que en otro tiempo él mismo habló y que ahora se ha
desprendido de él y gravita en un espacio cada vez más silencioso. Y
descubre sobre todo que, en el momento mismo de hablar, no está

* Bataille, G., Somme athéologique, I: L’Expérience intérieure (1943), París, Ga­


llimard, «Collection blanche», 6.a ed., 1954, prólogo, pág. 10. [Bataille, G., La expe­
riencia interior, trad. Fernando Savater, Ed. Taurus, Madrid. 1973, pág. 10.]
134 MICHEL FOUCAULT

siempre alojado en el interior de su lenguaje de la misma manera; y


que en el emplazamiento del sujeto hablante de la filosofía —cuya
identidad evidente y charlatana nadie, desde Platón hasta Nietzsche,
había puesto en tela de juicio— se ha excavado un vacío en el que se
liga y se desata, se combina y se excluye una multiplicidad de sujetos
hablantes. Desde las lecciones sobre Homero hasta los gritos del loco
en las calles de Turín, ¿quién, pues, ha hablado ese lenguaje continuo,
tan obstinadamente el mismo? ¿El Viajero o su sombra? ¿El filósofo o
el primero de los no filósofos? ¿Zaratustra, su mono o ya el super­
hombre? ¿Dionysos, Cristo, sus figuras reconciliadas o este hombre
que por fin aquí tenemos? El desmoronamiento de la subjetividad fi­
losófica, su dispersión en el interior de un lenguaje que la desposee,
pero que la multiplica en el espacio de su cavidad, es probablemente
una de las estructuras fundamentales del pensamiento contemporá­
neo. No se trata aquí todavía de un final de la filosofía. Más bien del
final del filósofo como forma soberana y primera del lenguaje filosófi­
co. Y tal vez a todos los que se esfuerzan por mantener la unidad de la
función gramatical del filósofo —al precio de la coherencia, de la exis­
tencia misma del lenguaje filosófico— se les podría oponer la ejemplar
empresa de Bataille, que no ha dejado de romper en él, y con encarni­
zamiento, la soberanía del sujeto filosofante. Con lo que su lenguaje y
su experiencia fueron su suplicio. Descuartizamiento primero y reper­
cutido de quien habla en el lenguaje filosófico. Dispersión de estrellas
que cercan una noche situada en el centro para dejar que nazcan en
ella palabras sin voz, «Como un rebaño perseguido por un pastor in­
finito, el arremolinamiento balante que somos huiría, huiría sin fin del
horror de una reducción del ser a la totalidad.»
*
Esta fractura del sujeto filosófico no sólo se ha hecho sensible por
la yuxtaposición de obras novelísticas y de textos de reflexión en el len­
guaje de nuestro pensamiento. La obra de Bataille lo muestra mucho
más de cerca, en un perpetuo tránsito a niveles diferentes de habla, a
través de un desenganche sistemático con relación al Yo que acaba de
tomar la palabra, listo ya para desplegarla e instalarse en ella: desen­
ganches en el tiempo («yo escribía esto», o incluso «volviendo atrás, si
yo rehiciera ese camino»), desenganches en la distancia que hay desde
el habla a aquel que habla (diario, cuadernos de notas, poemas, relatos,

* Bataille, G„ ibíd. 2.a parte; LeSupplice, pág. 51 [Bataille, G., ob. cit. pág. 44].
PREFACIO A LA TRANSGRESIÓN 135

meditaciones, discursos demostrativos), desenganches interiores a la


soberanía que piensa y escribe (libros, textos anónimos, prefacios a sus
propios libros, notas añadidas). Y es en el corazón de esta desaparición
del sujeto filosofante donde el lenguaje filosófico se adelanta como en
un laberinto, no para recuperarlo, sino para experimentar (y mediante
el lenguaje mismo) su pérdida hasta el límite, es decir, hasta esa aber
tura en que su ser surge, pero ya perdido, enteramente derramado fue­
ra de sí mismo, vaciado de sí hasta el vacío absoluto —abertura que es
la comunicación: «En este momento la elaboración ya no es necesaria;
de inmediato y desde el arrebato mismo, entro de nuevo en la noche
del niño extraviado, en la angustia para regresar más allá al arrebato, y
así sin otro fin que el agotamiento, sin otra posibilidad de detención
que un desfallecimiento. Es el gozo que da suplicio.»
*
Es exactamente lo inverso del movimiento que ha sostenido, desde
Sócrates sin duda, la sabiduría occidental: a esta sabiduría el lenguaje
filosófico le prometía la unidad serena de una subjetividad que triunfa­
ría en él, habiéndose constituido enteramente por él y a través de él.
Pero si el lenguaje filosófico es eso en lo que se repite incansablemente
el suplicio del filósofo y en lo que se encuentra arrojada al viento su
subjetividad, entonces no solamente la sabiduría ya no puede valer
como figura de la composición y de la recompensa, sino que una posi­
bilidad se le abre fatalmente, con el vencimiento del plazo del lenguaje
filosófico (aquello sobre lo que cae —la cara del dado; y aquello en lo
que cae: el vacío en que el dado es lanzado): la posibilidad del filósofo
loco. Es decir, que encuentra, no en el exterior de su lenguaje (por un
accidente llegado de fuera, o por un ejercicio imaginario), sino en él, en
el núcleo de sus posibilidades, la transgresión de su ser de filósofo.
Lenguaje no dialéctico del límite que sólo se despliega en la transgre
sión de quien lo habla. El juego de la transgresión y del ser es consti­
tutivo del lenguaje filosófico que lo reproduce y, sin duda, lo produce.

Así, este lenguaje rocoso, este lenguaje que no se deja rodear, al


que ruptura, escarpadura, perfil desgarrado le son esenciales, es un
lenguaje circular que remite a sí mismo y se repliega en un cuestiona-

* Ibíd., pág. 74. [Ibíd., pág. 63.]


136 MICHEL FOUCAULT

miento de sus límites —como si no fuese nada más que un pequeño


globo de noche desde el que brotara una extraña luz, que designa el
vacío de donde procede y hacia el que dirige fatalmente todo lo que
ilumina y toca. Tal vez es esta extraña configuración lo que da al Ojo
el prestigio obstinado que le ha reconocido Bataille. De un extremo a
otro de su obra (desde la primera novela hasta las Larmes d’Éros),
* ha
valido como figura de la experiencia interior: «Cuando solicito sua­
vemente, en el corazón mismo de la angustia, un extraño absurdo, un
ojo se abre en la cima, en el centro de mi cráneo».
** Y es que el ojo,
pequeño globo blanco encerrado en su noche, dibuja el círculo de
un límite tan sólo traspasado por la irrupción de la mirada. Y su os­
curidad interior, su núcleo sombrío se vierten sobre el mundo como
una fuente que ve, es decir, que ilumina; pero puede decirse también
que condensa toda la luz del mundo en la pequeña mancha negra del
iris y que, allí, la transforma en la noche clara de una imagen. Es es­
pejo y lámpara; irradia su luz a todo su alrededor, y, con un movi­
miento que, quizás, no es contradictorio, precipita esa misma luz en
la transparencia de su pozo. Su globo tiene la expansión de un ger­
men maravilloso —como la de un huevo que estallara en sí mismo
hacia ese centro de noche y de extrema luz que él es y que acaba de
dejar de ser, Es la figura del ser que sólo es la transgresión de su pro­
pio límite.
En una filosofía de la reflexión, el ojo obtiene de su facultad de
mirar el poder de volverse sin cesar más interior a sí mismo. Detrás de
todo ojo que ve, hay un ojo más tenue, tan discreto, pero tan ágil que,
a decir verdad, su todopoderosa mirada roe el globo blanco de su
carne; y detrás de éste hay otro nuevo, luego otros más, cada vez más
sutiles, y que pronto sólo tienen ya como única sustancia la pura
transparencia de una mirada. Se dirige hacia un centro de inmateria­
lidad donde nacen y se anudan las formas no tangibles de la verdad:
el corazón de las cosas que es su sujeto soberano. En Bataille, el mo­
vimiento es al revés: la mirada, al saltar por encima del límite globu­

* Bataille, G., Les Larmes d’Éros (Jean-Jacques Pauvert, 1961), en (Euvres


Completes, ob. cit., t. X, págs. 57.3-627. [Bataille, G., Las lágrimas deEros, trad. de Da­
vid Fernández, Tusquets Editores, Barcelona, 1981.]
** Bataille, G., LeBleu du del, en La Expérience intérieure, 3 a parte: «Antece­
dentes de suplicio o la comedia», ob. cit., pág. 101. [Bataille, G., La experienda inte­
rior, ob. cit., pág. 86.]
PREFACIO A LA TRANSGRESIÓN 137

lar del ojo, lo constituye en su ser instantáneo; lo arrastra en ese cho­


rrear luminoso (fuente que se derrama, lágrimas que se vierten, muy
pronto sangre), lo arroja fuera de sí mismo, hace que pase al límite,
allí donde brota en la fulguración en seguida abolida de su ser, y no
deja ya entre las manos sino la pequeña bola blanca veteada de sangre
de un ojo exorbitado cuya masa globular ha apagado cualquier mira­
da. Y en el lugar donde se tramaba esta mirada, sólo permanece la ca­
vidad del cráneo, un globo de noche delante del cual, arrancado, aca­
ba de cerrar su esfera, privándolo de la mirada y ofreciendo a esta
ausencia, sin embargo, el espectáculo del inquebrantable núcleo que
encarcela ahora la mirada muerta. En esta distancia de violencia y de
extirpación, el ojo es visto absolutamente, pero fuera de cualquier
mirada: el sujeto filosofante ha sido arrojado fuera de sí mismo, per­
seguido hasta sus confines, y la soberanía del lenguaje filosófico es
quien habla desde el fondo de esta distancia, en el vacío sin medida
dejado por el sujeto exorbitado.
Pero quizás al ser arrancado sin moverse del sitio, volteado por
un movimiento que lo vuelca hacia el interior nocturno y estrellado
del cráneo, mostrando dentro su reverso ciego y blanco, es cuando el
ojo realiza lo más esencial que hay en su juego: se cierra a la luz del
día en el movimiento que manifiesta su propia blancura (ésta es de
hecho la imagen de la claridad, su reflejo de superficie, pero, por lo
mismo, no puede ni comunicarse con ella ni comunicarla); y dirige la
noche circular del iris a la oscuridad central que ilumina con un re­
lámpago, manifestándola como noche. El globo volteado es a la vez el
ojo más cerrado y el más abierto: haciendo que su esfera gire sobre su
eje, permaneciendo por consiguiente el mismo y en el mismo lugar,
trastorna el día y la noche, salta por encima de su límite, pero para re­
cuperarlo en la misma línea y al revés; y la semiesfera blanca que apa­
rece por un instante allí donde se abría la pupila es como el ser del ojo
cuando salta por encima de su propia mirada —cuando transgrede
esta apertura a la luz del día por la cual se definía la transgresión de
toda mirada. «Sí el hombre no cerrara soberanamente los ojos, termi­
naría por no ver ya lo que vale la pena ser mirado.»
*

* Bataille, G., La Littérature et le mal. Baudelaire (1957), en CEuvres Completes,


ob. cit., t. IX, 1979, pág. 193. [Bataille, G., La literatura y el mal, trad. de Lourdes Mu-
nárriz, Ed. Taurus, Madrid, 1971, pág. 61.]
138 MICHEL FOUCAULT

Pero lo que merece ser mirado no es ningún secreto interior, nin­


gún otro mundo más nocturno- Arrancado del lugar de su mirada, ha­
biendo dado media vuelta hacia su órbita, ahora el ojo ya no vierte su
luz más que hacia la caverna del hueso. El volteo de su globo no revela
tanto la petite morí cuanto la muerte a secas, la cual experimenta allí
mismo donde está, en ese surgimiento sin moverse del sitio que lo obli­
ga a caer. La muerte no es para el ojo la línea siempre alzada del hori­
zonte, sino en su emplazamiento mismo, en el hueco de todas sus mira­
das posibles, el límite que no deja de transgredir, haciéndola surgir
como absoluto límite en el movimiento de éxtasis que le permite brin­
car al otro lado. El ojo volteado descubre el vínculo del lenguaje con la
muerte en el momento en que representa el juego del límite y del ser.
Tal vez la razón de su prestigio esté precisamente en que funda la posi­
bilidad de dar un lenguaje a este juego. ¿Qué son las grandes escenas en
las que se detienen los relatos de Bataille sino el espectáculo de esas
muertes eróticas donde ojos volteados sacan a la luz sus blancos límites
y se inclinan hacia órbitas gigantescas y vacías? Este movimiento está
dibujado con singular precisión en EZ azul del cielo: uno de los primeros
días de noviembre, cuando las bujías y los pábilos siembran de estrellas
el suelo de los cementerios alemanes, el narrador está acostado entre las
losas con Dorothée; haciendo el amor en medio de los muertos, ve a
todo su alrededor la tierra como un cielo de noche clara. Y el cielo por
encima de él forma una gran órbita hueca, una cabeza de muerto don­
de reconoce su vencimiento, por una revolución de su mirada en el mo­
mento en que el placer hace que caigan los cuatro globos de carne: «La
tierra bajo el cuerpo de Dorothée estaba abierta como una tumba, su
vientre se abría a mí como una tumba reciente. Nos quedamos estupe­
factos, haciendo el amor encima de un cementerio estrellado. Cada una
de sus luces anunciaba un esqueleto en una tumba; formaban un cielo
vacilante tan turbio como nuestros cuerpos enmarañados... Desabro­
ché a Dorothée, manché su ropa interior y su pecho con la tierra fresca
que estaba pegada a mis dedos. Nuestros cuerpos temblaban como dos
filas de dientes castañetean una contra otra» .*

6. Expresión que Bataille utiliza muy a menudo para referirse al orgasmo. /TV. de T.]
* Bataille, G., Le Bien du ciel, (París, Jean-Jacques Pauvert, 1957), en CEuvres
completes, ob. cit., págs. 481-482. [Bataille, G., El azul del cielo, trad. de Ramón García
Fernández, Ed. Ayuso, Madrid, 1976, pág. 176.]
PREFACIO A LA TRANSGRESIÓN 139

Ahora bien, ¿qué puede significar, en el corazón de un pensa­


miento, la presencia de tal figura? ¿Qué quiere decir ese ojo insisten­
te en el que parece recogerse lo que Bataille ha designado sucesiva­
mente como experiencia interior, extremo de lo posible, operación
cómica o sencillamente meditación? Sin duda no es ya una metáfora,
tal como no es metafórica en Descartes la percepción clara de la mi­
rada o esa agudeza de espíritu que llama acies mentís. A decir verdad,
en Bataille, el ojo volteado no significa nada dentro de su lenguaje,
por la sencilla razón de que marca su límite. Indica el momento en
que el lenguaje, llegado a sus confines, irrumpe fuera de sí mismo,
hace explosión y se impugna radicalmente en la risa, las lágrimas, los
ojos trastornados de éxtasis, el horror mudo y exorbitado del sacrifi­
cio, y mora así en el límite de este vacío, hablando de sí mismo en un
lenguaje segundo donde la ausencia de un sujeto soberano dibuja su
vacío esencial y fractura sin tregua la unidad del discurso. El ojo ex­
tirpado o invertido es el espacio del lenguaje filosófico de Bataille, el
vacío en que se vierte y se pierde pero donde no deja de hablar —un
poco como el ojo interior, diáfano e iluminado de los místicos o de los
espirituales marca el punto en que el lenguaje secreto de la oración se
fija y se atranca en una comunicación maravillosa que lo hace callar.
Igualmente, pero de una manera invertida, el ojo de Bataille dibuja el
espacio de pertenencia del lenguaje y de la muerte, allí donde el len­
guaje descubre su ser en el salto por encima de sus límites: la forma
de un lenguaje no dialéctico de la filosofía.
En este ojo, figura fundamental del lugar desde donde habla Ba­
taille, y donde su lenguaje quebrado encuentra su morada ininte­
rrumpida, la muerte de Dios (sol que cae y gran párpado que se cie­
rra sobre el mundo), la experiencia de la finitud (surgimiento dentro
de la muerte, torsión de la luz que se apaga al descubrir que el inte­
rior es el cráneo vacío, la central ausencia) y el retorno a sí mismo del
lenguaje en el momento de su desfallecimiento encuentran una forma
de enlace anterior a cualquier discurso, que sin duda sólo tiene equi­
valente en el enlace, familiar para otras filosofías, entre la mirada y la
verdad o la contemplación y lo absoluto. Lo que se le desvela a este
ojo que al girar sobre su eje se vela para siempre es el ser del límite:
«Nunca olvidaré lo que de violento y maravilloso se vincula a la vo­
luntad de abrir los ojos, de ver de frente lo que es, lo que ocurre».
Tal vez la experiencia de la transgresión, en el movimiento que la
140 MICHEL FOUCAULT

arrebata hacia cualquier noche, saque a la luz del día esta relación de
la finitud con el ser, ese momento del límite que el pensamiento an­
tropológico, desde Kant, sólo designaba de lejos y desde el exterior,
en el lenguaje de la dialéctica.

El siglo xx habrá descubierto sin duda las categorías parientes del


gasto, del exceso, del límite y de la transgresión: la forma extraña e irre­
ductible de esos gestos sin retorno que consuman y consumen. En un
pensamiento del hombre que trabaja y del hombre productor —que
fue el de la cultura europea desde finales del siglo xvni—, el consumo
se definía por la mera necesidad, y la necesidad se medía con el simple
modelo del hambre. Prolongada ésta en la búsqueda de la ganancia
(apetito de aquel que ya no tiene hambre), introducía al hombre en una
dialéctica de la producción donde se leía una antropología sencilla: el
hombre perdía la verdad de sus necesidades inmediatas en los gestos
de su trabajo y en los objetos que creaba con sus manos, pero era allí
solamente donde podía recobrar su esencia y la satisfacción indefinida
de sus necesidades. Pero, sin duda, no hay que entender el hambre
como el mínimo antropológico indispensable para definir el trabajo, la
producción y la ganancia; sin duda, la necesidad tiene un estatuto to­
talmente distinto o por lo menos obedece a un régimen cuyas leyes son
irreductibles a una dialéctica de la producción. El descubrimiento de la
sexualidad, el cielo de irrealidad indefinida donde Sade, de entrada, la
ha colocado, las formas sistemáticas de prohibición donde ahora se
sabe que está presa, la transgresión de la que es en todas las culturas
objeto e instrumento indican de una manera bastante imperiosa la im­
posibilidad de prestarle a la experiencia mayor que ella constituye para
nosotros un lenguaje como aquel milenario de la dialéctica.
Quizás la emergencia de la sexualidad en nuestra cultura es un
acontecimiento con valor múltiple: está ligada a la muerte de Dios y
al vacío ontológico que ésta ha dejado en los límites de nuestro pen­
samiento; está ligada también a la aparición, todavía sorda y titu­
beante, de una forma de pensamiento en donde la interrogación acer­
ca del límite sustituye a la búsqueda de la totalidad y donde el gesto
de transgresión reemplaza al movimiento de las contradicciones. Fi­
nalmente, está ligada a un cuestionamiento del lenguaje a través de sí
PREFACIO A LA TRANSGRESIÓN 141

mismo, en una circularidad que la violencia «escandalosa» de la li­


teratura erótica, lejos de romper, manifiesta a partir del uso primero
que hace de las palabras. Sólo hablada, la sexualidad es decisiva para
nuestra cultura, y en la medida en que es hablada. No es nuestro len­
guaje el que, desde hará pronto dos siglos, ha sido erotizado: es nues­
tra sexualidad la que, desde Sade y la muerte de Dios, fue absorbida
por el universo del lenguaje, y desnaturalizada por él, colocada por él
en ese vacío donde establece su soberanía y pone sin cesar, como Ley,
límites que él mismo transgrede. En este sentido, la aparición de la se­
xualidad como problema fundamental marca el deslizamiento de una
filosofía del hombre que trabaja hacia una filosofía del ser que habla;
y así como la filosofía ha sido durante mucho tiempo segunda con re­
lación al saber y al trabajo, hay efectivamente que admitir, no a título
de crisis sino a título de estructura esencial, que ahora es segunda con
relación al lenguaje. Lo de segunda no quiere decir que esté enco­
mendada a la repetición o al comentario, sino que hace la experiencia
de sí misma y de sus límites en el lenguaje y en esa transgresión del
lenguaje que la conduce, como ha conducido a Bataille, al desfalleci­
miento del sujeto hablante. Desde el día en que nuestra sexualidad se
ha puesto a hablar y se ha hablado de ella, el lenguaje ha dejado de ser
el momento del desvelamiento del infinito; es en su espesor donde
hacemos en adelante la experiencia de la finitud y del ser. Es en su
morada oscura donde encontramos la ausencia de Dios y nuestra
muerte, los límites y su transgresión. Pero tal vez se ilumine para
quienes, por fin, han liberado su pensamiento de todo lenguaje dia­
léctico, como se ha iluminado, y más de una vez para Bataille, en el
momento en que experimentaba, en el corazón de la noche, la pérdi­
da de su lenguaje. «Lo que llamo la noche difiere de la oscuridad del
pensamiento; la noche tiene la violencia de la luz. La propia noche es
la juventud y la embriaguez del pensamiento.»
*
Este «atranque de habla» en que se encuentra presa nuestra filo­
sofía, y de la que Bataille ha recorrido todas las dimensiones, quizás
no es esa pérdida del lenguaje que el final de la dialéctica parecía in­
dicar: es, más bien, el propio adentramiento de la experiencia filosó­

* Bataille, G., Le Coupable. La Divinitédu rite. III: Rire et Tremblement, en (Ene­


res Completes, ob. cit., t. V, 1973, pág. 354. [Bataille, G., El culpable, trac!, de Fernan­
do Savater, Taurus, pág. 131-1
142 MICHEL FOUCAULT

fica en el lenguaje y el descubrimiento de que es en él y en el movi­


miento en que dice lo que no puede ser dicho donde se realiza una
experiencia del límite tal como la filosofía, ahora, deberá efectiva­
mente pensarla.
Tal vez él define el espacio de una experiencia en la que el sujeto
que habla, en lugar de expresarse, se expone, va al encuentro de su
propia finitud y bajo cada palabra se encuentra remitido a su propia
muerte. Un espacio que haría de cualquier obra uno de esos gestos de
«tauromaquia» de los que hablaba Leiris, pensando en sí mismo,
pero sin duda también en Bataille/' En todo caso, es en la playa blan­
ca del ruedo (ojo gigantesco) donde Bataille ha hecho esta experien­
cia, esencial para él y característica de todo su lenguaje, donde la
muerte comunicaba con la comunicación y donde el ojo arrancado, es­
fera blanca y muda, podía tornarse germen violento en la noche del
cuerpo, y hacer presente esa ausencia de la que no ha dejado de ha­
blar la sexualidad, y a partir de la cual ella no ha dejado de hablar. En
el momento en que el cuerno del toro (cuchillo deslumbrante que
anuncia la noche en un movimiento exactamente contrario a la luz
que sale de la noche del ojo) se hunde en la órbita del torero al que
ciega y mata, Simone hace ese gesto que ya conocemos, y engulle un
germen pálido y despellejado, restituyendo a su noche originaria la
gran virilidad luminosa que acaba de realizar su mortífera acción. El
ojo es devuelto a su noche, el globo del ruedo se voltea y cae: pero es
el momento en que el ser precisamente aparece sin demora y en que
e/ gesto que salta por encima de los límites toca la ausencia misma'.
«Dos globos de igual color y consistencia se habían animado con mo­
vimientos contrarios y simultáneos. Un testículo blanco de toro había
penetrado en la carne negra y rosa de Simone; un ojo había salido de
la cabeza del joven. Esta coincidencia, ligada hasta la muerte a una es­
pecie de licuefacción urinaria del cíelo, por un momento, me devol­
vió a Marcelle. Me pareció, en aquel instante inasible, tocarla» .***

* Leiris, M., De la littérature considérée comme une tauromachie, París, Galli­


mard, «Collection blanche», 1946. [Leiris, M., Edad de hombre, «La literatura consi­
derada como una tauromaquia», trad. de Mauricio Wacquez, Ed. Labor, Barcelona,
1976, págs. 9-22.]
** Bataille, G., Historie de l’oeil: sous le soled de Séville, en (Eneres Completes,
ob. cit., t. I, 1970, apéndice, pág. 598. [Bataille, G., Historia del ojo, trad. de Antonio
Escohotado, Ed. Tusquets, Barcelona, 1978, pág. 113.]
EL LENGUAJE AL INFINITO

Escribir para no morir, como decía Blanchot, o tal vez incluso ha­
blar para no morir, es una tarea tan vieja sin duda como el habla. Las
más mortales decisiones, inevitablemente, permanecen todavía en
suspenso el tiempo de un relato. El discurso, ya se sabe, tiene el po­
der de retener la flecha, ya lanzada, en un retraimiento del tiempo
que es su espacio propio. Es posible efectivamente, como dice Ho­
mero, que los dioses hayan enviado las desdichas a ios mortales para
que puedan contarlas, y que en esa posibilidad el habla encuentre su
infinito recurso; es posible de hecho que la cercanía de la muerte,
su gesto soberano, su resalto en la memoria de los hombres excaven
en el ser y en el presente el vacío a partir del cual y hacia el cual se ha­
bla. Pero la Odisea, que afirma este regalo del lenguaje en la muerte,
cuenta al revés cómo Ulises ha regresado a su casa: repitiendo preci­
samente, cada vez que la muerte lo amenazaba, y para conjurarla,
cómo —por cualesquiera ardides y aventuras— había conseguido
conservar esa inminencia que, de nuevo, en el momento en que aca­
ba de tomar la palabra, regresa en la amenaza de un gesto o en un
nuevo peligro... Y cuando, extranjero en tierra de los feacios, oye por
boca de otro la voz, milenaria ya, de su propia historia, es como si
oyera su propia muerte: se vela el rostro y llora, con ese gesto que es
el de las mujeres cuando se les lleva tras la batalla el cuerpo del héroe
muerto; contra este habla que le anuncia su muerte y que se escucha
en el fondo de la nueva Odisea como un habla de otro tiempo, Ulises
debe cantar el canto de su identidad, contar sus desdichas para alejar
el destino que un lenguaje anterior al lenguaje le trae. Y prosigue ese
habla ficticia, confirmándola y conjurándola a la vez, en aquel espa­
cio vecino de la muerte pero erigido contra ella donde el relato en­
144 MICHEL FOUCAULT

cuentra su lugar natural. Los dioses envían las desdichas a los morta­
les para que las cuenten; pero los mortales las cuentan para que las
desdichas nunca lleguen a su fin, y que su cumplimiento se sustraiga
en la lejanía de las palabras, allí donde éstas que no quieren callarse,
cesarán al fin. La desdicha innúmera, donación ruidosa de los dioses,
marca el punto en que comienza el lenguaje; pero el límite de la
muerte abre por delante del lenguaje, o más bien en él, un espacio in­
finito; ante la inminencia de la muerte, prosigue con una aceleración
extrema, pero también vuelve a comenzar, se cuenta a sí mismo, des­
cubre el relato del relato y aquella encajadura que bien podría no aca­
bar nunca. El lenguaje, sobre la línea de la muerte, se refleja: halla en
sí como un espejo; y para detener esa muerte que va a detenerlo, sólo
tiene un poder: el de alumbrar en sí mismo su propia imagen dentro
de un juego de lunas que no tiene límites. En el fondo del espejo don­
de vuelve a comenzar, para llegar de nuevo al punto en que es alcan­
zado (el de la muerte), pero para alejarla otro tanto, se percibe otro
lenguaje —imagen del lenguaje actual, pero tanto más cuanto que
modelo minúsculo, interior y virtual; es el canto del aeda que canta­
ba ya Ulises antes de la Odisea y antes del propio Ulises (puesto que
Ulises lo oye), pero que lo cantará indefinidamente después de su
muerte (puesto que para él Ulises es ya como un muerto); y Ulises,
que está vivo, recibe el canto como la mujer recibe al esposo herido
de muerte.
Hay tal vez en el habla una dependencia esencial entre la muerte,
la prosecución ilimitada y la representación del lenguaje por sí mis­
mo. Tal vez la configuración del espejo hasta el infinito contra la pa­
red negra de la muerte es fundamental para cualquier lenguaje desde
el momento en que ya no acepta pasar sin dejar huella. No es después
de que se ha inventado la escritura como el lenguaje pretende prose­
guir hasta el infinito, sino que porque no quería morir nunca ha deci­
dido un día tomar cuerpo en signos visibles e indelebles. Más bien
esto: un poco retraído tras la escritura, abriendo el espacio en que ella
ha podido esparcirse y fijarse, algo ha debido producirse, cuya figura,
la más originaria y la más simbólica a la vez, Homero nos dibuja, y
que forma para nosotros algo así como uno de los grandes aconteci­
mientos ontológicos del lenguaje: su reflexión en espejo sobre la
muerte y la constitución a partir de allí de un espacio virtual donde el
habla encuentra la recurrencia indefinida de su propia imagen y don­
EL LENGUAJE AL INFINITO 145

de una vez allí puede representarse hasta el infinito detrás de sí mis­


mo, y, aún allí, más allá de sí mismo. La posibilidad de una obra de
lenguaje encuentra en esta duplicación su pliegue originario. En este
sentido, la muerte es sin duda el más esencial de los accidentes del
lenguaje (su límite y su centro): del día en que uno ha hablado hacia
la muerte y contra ella, para contenerla y detenerla, algo ha nacido,
murmullo que se recobra y se cuenta y se redobla sin fin, según una
multiplicación y un espesamiento fantásticos donde se aloja y se ocul­
ta nuestro lenguaje de hoy.
(Hipótesis que no es indispensable, y bien lejos se halla de serlo:
la escritura alfabética es ya en sí misma una forma de duplicación,
puesto que representa no el significado sino los elementos fonéticos
que lo significan; el ideograma, por el contrario, representa directa­
mente lo significado, independientemente del sistema fonético que es
otro modo de representación. Escribir, para la cultura occidental, se­
ría desde el principio situarse en el espacio virtual de la autorrepre-
sentación y del redoblamiento; al significar la escritura no la cosa sino
el habla, la obra de lenguaje no haría otra cosa más que avanzar más
profundamente por ese impalpable espesor del espejo, suscitar el doble
de ese doble que es ya la escritura, descubrir así un infinito posible e
imposible, proseguir sin término el habla, conservarla más allá de la
muerte que la condena, y liberar el chorrear de un murmullo. Esta
presencia del habla repetida en la escritura le da sin duda a eso que
llamamos una obra un estatuto ontológico desconocido en aquellas
culturas en que, cuando uno escribe, es la cosa misma lo que uno de­
signa, en su propio cuerpo, visible, obstinadamente inaccesible al mis­
mo tiempo.)
Borges cuenta la historia del escritor condenado al que Dios con­
cede, en el momento mismo en que se le fusila, un año de supervi­
vencia para acabar la obra comenzada; esa obra suspendida en el pa­
réntesis de la muerte es un drama donde precisamente todo se repite,
recuperando el final (que queda por escribir) palabra por palabra el
comienzo (ya escrito), pero con el objeto de mostrar que el personaje
que uno conoce y que habla tras las primeras escenas no es él, sino
aquel que se toma por él; y en la inminencia de la muerte, durante el
año que duran el deslizamiento sobre su mejilla de una gota de lluvia,
la difuminación del humo del último cigarrillo, Hladik escribe, pero
con palabras que nadie podrá leer, ni siquiera Dios, el gran laberinto
146 MICHEL FOUCAULT

invisible de la repetición, del lenguaje que se desdobla y se hace es­


pejo de sí mismo. Y cuando ha sido encontrado el último epíteto (sin
duda era también el primero puesto que el drama vuelve a comenzar)
la descarga de los fusiles, habiendo partido menos de un segundo an­
tes, hiela su silencio en el pecho.
Me pregunto si no se podría hacer, o por lo menos esbozar con el
paso del tiempo, una ontología de la literatura a partir de estos fenó­
menos de autorrepresentación del lenguaje: tales figuras, que son en
apariencia del orden del ardid o del entretenimiento, ocultan, es decir,
traicionan, la relación que el lenguaje mantiene con la muerte —con
ese límite al que se dirige y contra el que se alza. Habría que comenzar
por una analítica general de todas las formas de reduplicación del len­
guaje de las que se pueden encontrar ejemplos en la literatura occi­
dental. Estas formas, no cabe duda, son un número finito y se debe
poder levantar un cuadro universal de ellas. Su extrema discreción
con frecuencia, el hecho de que están a veces ocultas y arrojadas allí
como por azar o inadvertencia no deben crear ilusiones: o más bien
hay que reconocer en ellas el poder mismo de la ilusión, la posibili­
dad para el lenguaje (cadena monocorde) de mantenerse en pie como
una obra. La reduplicación del lenguaje, incluso si es secreta, es cons­
titutiva de su ser en cuanto obra, y los signos que de ella pueden apa­
recer hay que leerlos como indicaciones ontológicas.
Signos a menudo imperceptibles y casi fútiles. Lo que les ocurre
es que se presentan como faltas —simples rasgones en la superficie de
la obra: se diría que hay allí como una involuntaria abertura en el fon­
do inagotable desde donde ella viene hasta nosotros. Pienso en un
episodio de La religiosa, donde Suzanne cuenta a su corresponsal la
historia de una carta (su redacción, el escondite donde la ha puesto,
una tentativa de robo, su depósito por fin a un confidente que ha po­
dido remitirla), de esta carta precisamente donde cuenta a su corres­
ponsal etc. Prueba, con seguridad, de que Diderot se ha distraído.
Pero signo sobre todo de que el lenguaje se cuenta a sí mismo: de que
la carta no es la carta, sino el lenguaje que la redobla en el mismo sis­
tema de actualidad (puesto que habla al mismo tiempo que ella y usa
las mismas palabras y tiene idénticamente el mismo cuerpo: es la mis­
ma carta en carne y hueso); y, sin embargo, está ausente de él, pero no
por el efecto de aquella soberanía que se le presta al escritor; más
bien se ausenta de él atravesando el espacio virtual donde el lenguaje
EL LENGUAJE AL INFINITO 147

se vuelve imagen de sí mismo y salta por encima del límite de la muer­


te mediante el redoblamiento de espejo. La «plancha» de Diderot no
se debe a una intervención demasiado apremiante del autor, sino a la
abertura misma del lenguaje en su sistema de autorrepresentación:
la carta de ¿«z religiosa no es sino el análogo de la carta, desde cual­
quier punto de vista semejante a ella salvo éste: que es su doble im­
perceptiblemente desfasado (no llegando a ser visible el desfase más
que por el rasgón del lenguaje). Se tiene en este lapsus (en el sentido
exacto de la palabra) una figura muy próxima, pero exactamente in­
versa, de la que se encuentra en Las mil y una noches, donde un episo­
dio contado por Shéhérazade cuenta cómo ésta se ha visto obligada
durante mil y una noches etc. La estructura de espejo está aquí explí­
citamente dada: en el centro de sí misma, la obra ofrece una psique'
(espacio ficticio, alma real) donde aparece como en miniatura y pre­
cediéndose a sí misma, puesto que se cuenta en medio de tantas otras
maravillas pasadas, en medio de tantas otras noches. Y en esta noche
privilegiada, tan semejante a las demás, un espacio se abre semejante
a aquel en que ella constituye solamente un ínfimo rasgón, y descubre
en el mismo cielo las mismas estrellas. Se podría decir que hay una
noche de más y que mil habrían bastado; se podría decir a la inversa
que falta una carta en La religiosa (aquella en que debería ser conta­
da la historia de la carta que no tendría que decir ya entonces su pro­
pia aventura). De hecho, se siente efectivamente que es en la misma
dimensión donde hay aquí un día de menos, allí una noche de más: el
espacio mortal donde el lenguaje habla de sí mismo.
Pudiera ser que en cualquier obra el lenguaje se superponga a sí
mismo en una verticalidad secreta donde el doble es exactamente
el mismo excepto un matiz —fina línea negra que ninguna mirada pue­
de revelar salvo en esos momentos accidentales o concertados de in­
terferencia en que la presencia de Shéhérazade se rodea de bruma, re­
trocede al fondo del tiempo y puede emerger minúscula en el centro
de un disco brillante, profundo, virtual. La obra de lenguaje es el pro- ’
pió cuerpo del lenguaje que la muerte atraviesa para abrirle aquel es­
pacio infinito donde se reflejan los dobles. Y las formas de esta su-

7. La palabra francesa psyché no sólo significa alma o mente, sino también espe­
jo. Concretamente psyché es un espejo que gira sobre un eje dentro de un bastidor.
M de T.J
148 MICHEL FOUCAULT

perposición, constitutiva de cualquier obra, sin duda sólo se pueden


descifrar en esas figuras adyacentes, frágiles, un poco monstruosas en
que el desdoblamiento se señala. Su alzado exacto, su clasificación, la
lectura de sus leyes de funcionamiento o de transformación podrían
introducir a una ontología formal de la literatura.
Tengo la impresión de que en esta relación del lenguaje con su
repetición indefinida se produjo un cambio a fines del siglo xviii
—poco más o menos coincidiendo con el momento en que la obra de
lenguaje se ha convertido en lo que es ahora para nosotros, es decir,
en literatura. Es el momento (o falta poco para ello) en que Hólder­
lin se dio cuenta hasta la ceguera de que ya sólo podía hablar en el es­
pacio marcado por el desvío de los dioses y que el lenguaje sólo le de­
bía ya a su propio poder el mantener la muerte apartada. Entonces se
dibujó por debajo del cielo esa abertura hacia la que nuestro habla no
ha dejado de avanzar.
Durante mucho tiempo —desde la aparición de los dioses homé­
ricos hasta el alejamiento de lo divino en el fragmento de Empédo­
cles— hablar para no morir tuvo un sentido que nos es ahora ajeno.
Hablar del héroe o como héroe, querer hacer algo así como una obra,
hablar para que los demás hablen de ello hasta el infinito, hablar en
función de la «gloria», era efectivamente adelantarse hacia y contra
esa muerte que el lenguaje mantiene; hablar como los oradores sagra­
dos para anunciar la muerte, para amenazar a los hombres con ese
final que deja atrás cualquier gloria, era todavía conjurarla y prome­
terle una inmortalidad. Es, de otro modo, decir que cualquier obra
estaba hecha para acabarse, para callarse en un silencio donde el Ha­
bla infinita iba a recuperar su soberanía. En la obra, el lenguaje se
protegía de la muerte gracias a ese habla invisible, ese habla anterior
y posterior a todos los tiempos en cuyo reflejo pronto recluido en sí
mismo se convertía. La obra no manifestaba el espejo al infinito que
todo lenguaje alumbra desde que se yergue verticalmente contra la
muerte sin escamotearlo: ella situaba el infinito fuera de sí misma —in­
finito majestuoso y real del cual se convertía en espejo virtual, circu­
lar, rematado en una bella forma cerrada.
Escribir, en nuestros días, se ha acercado infinitamente a su fuen­
te. Es decir, a ese rumor inquietante que, en el fondo del lenguaje,
anuncia, cuando uno acerca un poco el oído, contra qué se resguarda
uno y al mismo tiempo a qué se dirige. Como la bestia de Kafka, el
EL LENGUAJE AL INFINITO 149

lenguaje escucha ahora en el fondo de su madriguera este rumor ine­


vitable y creciente. Y para defenderse de él es preciso que siga sus
movimientos, que se constituya en su fiel enemigo, que sólo deje ya
entre ellos la delgadez contradictoria de un tabique transparente e
irrompible. Hay que hablar sin cesar, tanto tiempo y tan fuerte como
aquel rumor indefinido y ensordecedor —más tiempo y más fuerte
para que mezclando su voz con él se llegue sí no a hacerlo callar, si no
a dominarlo, por lo menos a modular su inutilidad en ese murmullo
sin término que se llama literatura. Tras este momento, una obra
cuyo sentido sería cerrarse en sí misma para que sólo hable su gloría
no es ya posible.
La aparición simultánea en los últimos años del siglo xvm de la
obra de Sade y de los relatos de terror marca poco más o menos este
dato. El problema no es un parentesco en la crueldad, ni el descubri­
miento de un vínculo entre la literatura y el mal. Sino algo más oscu­
ro, y paradójico a primera vista: estos lenguajes, sacados sin cesar fue­
ra de sí mismos por lo innúmero, lo indecible, el escalofrío, el estupor,
el éxtasis, el mutismo, la pura violencia, el gesto sin palabras, y que es­
tán calculados, con la economía y la precisión más grandes, en función
del efecto (hasta el punto de que se vuelven transparentes tanto como
es posible a ese límite del lenguaje hacia el que se apresuran, anulán­
dose en su escritura en favor de la simple soberanía de lo que quieren
decir y que está fuera de las palabras), son muy curiosamente lengua­
jes que se representan a sí mismos en una ceremonia lenta, meticulosa
y prolongada hasta el infinito. Estos lenguajes sencillos, que nombran y
que hacen ver, son lenguajes curiosamente dobles.
Sin duda, será necesario mucho tiempo aún para saber lo que es
el lenguaje de Sade, tal como permanece ante nuestros ojos: no hablo
de lo que ha podido significar para ese hombre encerrado el acto de
escribir hasta el infinito textos que no podían ser leídos (un poco
como el personaje de Borges al mantener desmesuradamente el se­
gundo de su muerte a través del lenguaje de una repetición que no se
dirigía a nadie); sino de lo que son actualmente esas palabras y de la
existencia en la que se prolongan hasta nosotros. En este lenguaje
la pretensión de cualquier decir no es solamente la de saltar por encima
de las prohibiciones; sino la de ir hasta el final de lo posible; el cui­
dadoso emplazamiento de todas las configuraciones eventuales, el
dibujo, en una red sistemáticamente transformada, de todas las rami­
150 MICHEL FOUCAULT

ficaciones, inserciones y encajaduras que permite el cristal humano


para el nacimiento de grandes formaciones centelleantes, móviles e
indefinidamente prolongables, el largo avance por los subterráneos
de la naturaleza hasta el doble rayo del Espíritu (aquel, irrisorio y dra­
mático, que fulmina a Justine y aquel, invisible, absolutamente lento
que, sin osario, hace desaparecer a Juliette en una especie de eterni­
dad asintótica a la muerte) designan el proyecto de devolver todo len­
guaje posible, todo lenguaje por venir, a la soberanía actual de ese
Discurso único que quizás nadie podrá escuchar. Todas las palabras
eventuales, todas las palabras aún por nacer que son devoradas por
ese lenguaje saturniano, lo son a través de tantos cuerpos consumidos
en su existencia actual. Y si cada escena, en lo que muestra, está do­
blada por una demostración que la repite y la acredita en el elemento
de lo universal, es porque en este discurso segundo se halla consu­
mado, y en un modo distinto, no ya todo el lenguaje por venir, sino
todo lenguaje efectivamente pronunciado: todo lo que ha podido ser,
antes de Sade y a su alrededor, pensado, dicho, practicado, deseado,
honrado, escarnecido, condenado, a propósito del hombre, de Dios,
del alma, del cuerpo, del sexo, de la naturaleza, del sacerdote, de la
mujer, se encuentra meticulosamente repetido (de ahí aquellas enu­
meraciones sin fin de orden histórico o etnográfico, que no sostienen
el razonamiento de Sade, sino que dibujan el espacio de su razón)
—repetido, combinado, disociado, invertido, vuelto a invertir de
nuevo después, no hacia una recompensa dialéctica, sino hacia una
exhaustación radical. La maravillosa cosmología negativa de Saint-
Fond, el castigo que la reduce al silencio, Clairwil arrojada al volcán
y la apoteosis muda de Juliette marcan los momentos de esta calcina­
ción de todo lenguaje. El libro imposible de Sade ocupa el lugar de
todos los libros —de todos esos libros que hace imposibles desde el
comienzo hasta el fin de los tiempos: y bajo el evidente pastiche de to­
das las filosofías y de todos los relatos del siglo xviii, bajo el doble gi­
gantesco que no deja de tener analogía con Don Quijote, es el len­
guaje en su integridad el que se encuentra esterilizado en uno y el
mismo movimiento cuyas dos figuras indisociables son la repetición
estricta e inversora de lo que ya se ha dicho, y el nombrar desnudo de
aquello que está en el extremo de lo que se puede decir.
El objeto exacto del «sadismo» no es el otro, ni su cuerpo, ni su so­
beranía: es todo lo que ha podido ser dicho. Más lejos y retraído aún está
EL LENGUAJE AL INFINITO 151

el círculo mudo en que el lenguaje se despliega: a todo ese mundo de lec­


tores cautivos, Sade, el cautivo, le retira la posibilidad de leer. De mane­
ra que a la pregunta por saber a quién se dirigía (y se dirige desde nues­
tros días) la obra de Sade, no hay más que una respuesta: a nadie. La obra
de Sade se sitúa en un extraño límite, que, sin embargo, no cesa de trans­
gredir (o más bien por esta razón puesto que ella habla): se retira a sí mis­
ma —pero confiscándolo con un gesto de apropiación repetitiva— el es­
pacio de su lenguaje; y elude no solamente su sentido (lo que no deja de
hacer a cada instante) sino su ser: el juego en ella indescifrable del equí­
voco no es nada más que el signo, grave de otro modo, de esta impugna­
ción que la fuerza a ser el doble de cualquier lenguaje (que repite que­
mándolo) y de su propia ausencia (que no cesa de manifestar). Podría y,
en sentido estricto, debería continuar sin detenerse, en un murmullo que
no tiene otro estatuto ontológico que el de una impugnación igual.
La ingenuidad de las novelas de terror no se encamina en otra di­
rección, a pesar de las apariencias. Se destinaban a ser leídas y en efec­
to lo eran: de Coelina ou l’Enfant du mystére
* publicada en 1798, se
vendieron hasta la Restauración 1.200,000 ejemplares. Es decir, que
toda persona que supiera leer y hubiera abierto por lo menos un libro
en su vida había leído Coelina. Era el Libro —texto absoluto cuyo
consumo ha recubierto exactamente todo el dominio de los lectores
posibles. Un libro sin margen de sordera y sin porvenir, puesto que, en
un solo movimiento y casi de inmediato, ha podido alcanzar lo que era
su fin. Para que un fenómeno tan nuevo (y pienso que no se ha vuelto
a producir nunca) fuera posible, han sido necesarias facilidades histó­
ricas. Sobre todo, ha sido necesario que el libro posea una exacta efi­
cacia funcional y que coincida, sin veladura ni alteración, sin desdo­
blamiento, con su proyecto, que era muy sencillamente ser leído. Pero
para novelas de ese género no se trataba de que fueran leídas por su
escritura y en las dimensiones propias de su lenguaje; querían ser leí­
das por lo que contaban, por aquella emoción, o aquel miedo, o aquel
espanto, o aquella piedad que las palabras se encargaban de transmi­
tir, pero que debían comunicar mediante su pura y simple transparen­
cia. El lenguaje debía tener la delgadez y la seriedad absolutas del re­
lato; le era preciso, haciéndose tan gris como fuera posible, llevar un

8. Ducray-Duminil F.-G., Coelina ou l’Enfant du mystére, París, Le prieur, 1798,


3 vols.
152 MICHEL FOUCAULT

acontecimiento hasta su lectura dócil y aterrorizada; no ser nada más


que el elemento neutro de lo patético. Es decir, no se ofrecía nunca a
sí mismo; no tenía, deslizado en el espesor de su discurso, ningún es­
pejo que pudiera abrir el espacio indefinido de su propia imagen. Se
anulaba más bien entre lo que decía y a quien se lo decía, tomando ab­
solutamente en serio y según los principios de una estricta economía
su papel de lenguaje horizontal: su papel de comunicación.
Ahora bien, las novelas de terror están acompañadas por un movi­
miento de ironía que las dobla y las desdobla. Ironía que no es una re­
percusión histórica, un efecto de cansancio. Fenómeno bastante raro
en la historia del lenguaje literario, la sátira es exactamente contempo­
ránea de aquello de lo que devuelve una imagen irrisoria.9 Como sí na­
cieran juntos y del mismo punto central dos lenguajes complementa­
rios y gemelos: uno residiendo por completo en su ingenuidad, el otro
en la parodia; uno no existiendo sino para la mirada que lo lee, el
otro reconduciendo la fascinación tosca del lector hacia las fáciles arti­
mañas del escritor. Pero, a decir verdad, estos dos lenguajes no son so­
lamente contemporáneos; son interiores uno al otro, cohabitan, se cru­
zan incesantemente, forman una trama verbal única y algo así como un
lenguaje bifurcado, vuelto contra sí en el interior de sí mismo, destru­
yéndose en su propio cuerpo, venenoso en su propio espesor.
La ingenua delgadez del relato está quizás efectivamente muy li­
gada a una anulación secreta, a una impugnación interior que es la ley
misma de su desarrollo, de su proliferación, de su inagotable floreci­
miento. Ese «demasiado» funciona un poco como el exceso en Sade:
pero éste va al acto desnudo de nombrar y al recubrimiento de todo
lenguaje, mientras que aquél se apoya en dos figuras diferentes. Una es
la de la plétora ornamental, donde nada se muestra si no es bajo la in­
dicación expresa, simultánea y contradictoria de todos sus atributos a
la vez: no es el arma lo que se muestra bajo la palabra y la atraviesa,
sino la panoplia inofensiva y completa (llamamos a esta figura, tras un
episodio a menudo reincidente, el efecto del «esqueleto sangrante»: la
presencia de la muerte se manifiesta por la blancura de los huesos co­
queteantes y, al mismo tiempo, sobre ese esqueleto bien liso, por me­

9. Un texto como el de Bellin de la Liborliére (Une nuit anglaise, París, Lemar-


chand, 1800) quiere ser para las novelas de terror lo que Don Quijote para las de caba­
llería; pero les es exactamente contemporáneo.
EL LENGUAJE AL INFINITO 153

dio del chorrear sombrío e inmediatamente contradictorio de la san


gre). La otra figura es la del «ensortijamiento al infinito»: cada episo­
dio debe seguir al precedente según la ley simple, pero absolutamente
necesaria, del crecimiento. Hay que estar siempre más cerca del mo­
mento en que el lenguaje mostrará su poder absoluto, haciendo que
nazca, de todas sus pobres palabras, el terror; pero ese momento es
aquel en que justamente el lenguaje no podrá ya nada, en que el alien­
to quedará cortado, en que deberá callarse sin ni siquiera decir que se
calla. Es preciso que el lenguaje retrase hasta el infinito este límite que
lleva consigo, y que marca a la vez su reino y su frontera. De ahí, en
cada novela, una serie exponencial y sin fin de episodios; luego, más
allá, una serie sin fin de novelas... El lenguaje del terror está consagra­
do a un gasto infinito, aun cuando incluso sólo se proponga alcanzar
un efecto. El mismo se ahuyenta de cualquier posible reposo.
Sade y las novelas de terror introducen en la obra de lenguaje un
desequilibrio esencial: la arrojan a la necesidad de estar siempre en
exceso o a falta. En exceso, puesto que el lenguaje no puede ya evitar
multiplicarse en ella por sí mismo —como atacado por una enferme­
dad interna de proliferación; está siempre en relación consigo mismo
más allá del límite, sólo habla como suplemento a partir de un desfa­
se tal que el propio lenguaje del que se separa y que recubre aparece
como algo inútil, de más, exactamente a punto de ser tachado; pero
por este mismo desfase, se aligera a su vez de toda gravedad ontoló-
gica; es hasta ese punto excesivo y tan poco denso que está consagra­
do a prolongarse hasta el infinito sin adquirir nunca la pesadez que lo
inmovilizaría. Pero, ¿acaso no es esto decir además que está a falta, o
más bien que ha sido alcanzado por la herida del doble? ¿Que im­
pugna el lenguaje para reproducirlo en el espacio virtual (en la trans­
gresión real) del espejo, y para abrir en éste un nuevo espejo y otro
aún y siempre hasta el infinito? Infinito actual del espejismo que
constituye, en su vanidad, el espesor de la obra —aquella ausencia en
el interior de la obra desde donde ésta, paradójicamente, se alza.

Quizás eso que se debe llamar con todo rigor «literatura» tiene su
umbral de existencia allí precisamente, en ese fin del siglo xvm, cuan­
do aparece un lenguaje que recupera y consume en su rayo cualquier
154 MICHEL FOUCAULT

otro lenguaje, alumbrando una figura oscura pero dominadora, don­


de desempeñan su papel la muerte, el espejo y el doble, el arremoli-
namiento al infinito de las palabras.
En La biblioteca de Babel todo lo que puede ser dicho ha sido ya
dicho: uno puede encontrar en ella todos los lenguajes concebidos,
imaginados, incluso los lenguajes concebibles, imaginables; todo ha
sido pronunciado, incluso lo que no tiene sentido, hasta el punto de
que el hallazgo de la más mínima coherencia formal es un azar alta­
mente improbable, cuyo favor muchas existencias, aunque encarni­
zadas en ello, no han recibido nunca. Y, sin embargo, por encima de
todas estas palabras, hay un lenguaje riguroso, soberano, que las re­
cubre, un lenguaje que las relata y, a decir verdad, las alumbra: len­
guaje apoyado él mismo en la muerte, puesto que en el momento de
caer en el pozo del Hexágono infinito es cuando el más lúcido (el úl­
timo por consiguiente) de los bibliotecarios revela que incluso el infi­
nito del lenguaje se multiplica hasta el infinito, repitiéndose sin tér­
mino en las figuras desdobladas de lo Mismo.
Es una configuración exactamente al revés que la de la Retórica
clásica. Esta no enunciaba las leyes o las formas de un lenguaje; ponía
en relación dos hablas. Una, muda, indescifrable, por completo pre­
sente para sí misma y absoluta; la otra, charlatana, sólo tenía que ha­
blar este primer habla según formas, juegos, cruces, cuyo espacio me­
día el alejamiento del texto primero e inaudible; la retórica repetía sin
cesar, para criaturas finitas y hombres que iban a morir, el habla del
Infinito que no acabaría de pasar nunca. Cualquier figura de retórica,
en su espacio propio, revelaba una distancia, pero, haciéndole señas al
Habla primera, le prestaba a la segunda la densidad provisional de la
revelación: mostraba. Hoy día, el espacio del lenguaje no está definido
por la Retórica sino por la Biblioteca: por la empalizada hasta el infi­
nito de lenguajes fragmentarios, que sustituyen la doble cadena de la
Retórica por la línea simple, continua, monótona de un lenguaje en­
tregado a sí mismo, de un lenguaje que está consagrado a ser infinito
porque no puede apoyarse ya en el habla del infinito. Pero que en­
cuentra en sí la posibilidad de desdoblarse, de repetirse, de alumbrar
el sistema vertical de los espejos, de las imágenes de sí mismo, de las
analogías. Un lenguaje que no repite ningún habla, ninguna Promesa,
sino que retrasa indefinidamente la muerte abriendo sin cesar un es­
pacio en donde es siempre el análogo a sí mismo.
EL LENGUAJE AL INFINITO 155

Las bibliotecas son el lugar encantado de dos dificultades mayo­


res. Los matemáticos y los tiranos, ya se sabe, las han resuelto (aun­
que quizás no del todo). Hay un dilema: o bien todos esos libros es­
tán ya en el Habla y hay que quemarlos; o bien le son contrarios y hay
que quemarlos todavía más. La Retórica es el medio de conjurar de
momento el incendio de las bibliotecas (pero lo promete para pron­
to, es decir, para el fin del tiempo). Y aquí tenemos la paradoja: si se
hace un libro que relate todos los otros libros, ¿es él mismo un libro,
o no? ¿Debe relatarse a sí mismo como si fuera un libro entre los de­
más? Y si él, que tenía el proyecto de ser un libro, no se relata, lo que
bien podría ocurrir, ¿por qué omitirse en su relato, cuando se obliga­
ba a decir todos los libros? La literatura comienza cuando aquel dile­
ma es sustituido por esta paradoja; cuando el libro no es ya el espacio
en que el habla toma figura (figuras de estilo, figuras de retórica, fi­
guras de lenguaje), sino el lugar en que todos los libros están recogi­
dos y consumados: lugar sin lugar puesto que aloja todos los libros
pasados en ese imposible «volumen» que acaba de incluir su murmu­
llo en medio de tantos otros —después de todos los otros, antes que
todos los otros.
ACECHAR EL DÍA QUE LLEGA

Descartes meditó seis días enteros. El séptimo se puede apostar


que se convirtió en físico. Pero, ¿qué puede ser exactamente una re­
flexión anterior al día, anterior a la mañana de todos los días? ¿No
una reflexión, es decir ya demasiado, sino un ejercicio del pensa­
miento y del lenguaje —del habla pensativa—, que retrocede más allá
de la primera luz, se adelanta en dirección a aquella noche de donde
viene, y se esfuerza sin romper nada por mantenerse en un lugar sin
espacio en que los ojos permanecen abiertos, el oído atento, todo el
espíritu alerta y las palabras movilizadas ya para un movimiento que
no conocen? No cerraré los ojos, no me taparé los oídos, porque sé
bien que el mediodía no está allí y que todavía está lejos.
La Veille de Roger Laporte no cuenta la meditación de una no­
che, prolongación de un trabajo comenzado hace mucho tiempo y
que la noche aligera —labor de manos libres que aprende a consu­
marse a sí misma, a reconducir al centro de la sombra los poderes
ahora desarmados del día, elevando como indicación el cuchillo de
una llama que subsiste. Velar, para Laporte, no es estar siguiendo la
noche, sino antecediendo la mañana, sin ningún otro «antes» que esa
antelación que yo mismo soy en todos los días posibles. Y en esta no­
che, o más bien (porque la noche es espesa, cerrada, opaca; la noche
comparte dos jornadas, dibuja límites, dramatiza el sol que restituye,
dispone la luz que retiene por un momento) en este «aún no» de la
mañana que es gris antes que negro, y como diáfano por su propia
transparencia, la palabra neutra vigilia10 centellea suavemente. Evoca

10. La palabra francesa veille no sólo significa «vela» o «vigilia», sino también
«víspera». De este modo «permanecer en vela» es «acechar el día que llega», labor pro­
158 MICHEL FOUCAULT

en primer lugar el no-sueño; es el cuerpo replegado pero tendido; es el


espíritu atento a las cuatro esquinas de sí mismo y que escruta; es la es­
pera del peligro (con sus luchas indistintas anteriores al alba), pero
igualmente el sobresalto de la iluminación prometida (con el sueño por
fin con ciliado gracias al ascenso del día); antes incluso de que esa espe­
ranza y ese temor, en el centro de su identidad nativa, deshagan su em­
pate, es la vigilancia aguda y sin rostro del Acecho A Pero, a decir ver­
dad, nadie vela en esta clase de vigilia: ninguna conciencia más lúcida
que la de los Medio Dormidos, ninguna subjetividad singularmente in­
quieta. Lo que vela es la víspera \veille] —esa forma impalpable que di­
buja un mañana y se dibuja de vuelta a partir de ese mañana que no está
todavía ahí, que quizás no llegará nunca. Solamente eso vela, lo que
dice el «aún no» del mañana: la vigilia es e¿ día que precede. O mejor: es
lo que precede a cada jornada, a toda jornada posible y a ésta en que
hablo precisamente, desde donde hablo, puesto que mi lenguaje as­
ciende desde ella hasta lo que anticipa sobre ella. La víspera no es el
otro día, el anterior; es hoy, ahora mismo, esta carencia y a la vez este
exceso que bordea, que desborda el día y de donde no cesa de venir, el
que tal vez no cesará nunca de haber venido aún. Lo que está al acecho
en esta vigilancia de la vigilia no es el yo, es el retroceso del día.
La experiencia (palabra demasiado cargada de contenido para designar
tal transparencia alerta sobre sí misma, pero, ¿qué otra emplear que no
ensordezca aquel silencio que está a la escucha?), la experiencia que lle­
va a cabo aquí Roger Laporte, es fácil distinguirla de otros ejercicios
que son, también ellos, de vigilancia. Se la podría oponer exactamente a
ese recurso del alma que encuentra en Dios su feste Burg [fortaleza];11 12

pía de la vigilia, que entonces se convierte en víspera de ese día que aguarda. Por otro
lado, ni veille ni ninguna palabra francesa es neutra, y tal vez Foucault se refiere al neu­
tro del que habla Blanchot, que no es un género sino más bien una relación. [N. de T.]
11. Guet y guetter se traducen aquí por «acecho» y «acechar», pero hay que re­
cordar que ambas palabras francesas proceden del alemán warten [esperar, aguardar],
la que a su vez está en el origen de las castellanas «guarda», «guardar» y «aguardar». Si
lográramos pensar que aguardar supone también guardar, guet debería traducirse pof
«guarda», y el título en castellano de este artículo de Foucault sería: «A-guardar el día
que llega». [N. deT.}
12. Alusión al luteranismo a través de las primeras palabras de su himno: Ein fes-
te Burg ist unser Got / ein guíe Wehr und Waffen... [Una fortaleza es nuestro Dios, una
buena defensa y armamento...]. [N.de T.J
ACECHAR EL DÍA QUE LLEGA 159

que toma conciencia de que allá lejos hay un torreón abierto a todas
las miradas y un buen atisbador agazapado tras sus muros; que se
despierta solamente con la certeza de que hay un velador absoluto,
gracias a cuya vigilancia puede encontrar su reposo y medio dormir­
se. Se podría también oponer semejante vigilia a la de san Juan de la
Cruz —a la salida furtiva del alma que se escapa del guardián amo­
dorrado y que, trepando por la escala secreta hasta la almena del atis­
bo, va a exponerse a la noche. En el centro de esta sombra se encien­
de una luz, que «guía con más seguridad que la luz de mediodía»:
conduce sin error ni desvío hasta el Amado, hasta el rostro radiante
donde se prosterna, olvidando la inquietud ahora irrisoria del día que
va a despuntar.
Hay que leer el texto de Roger Laporte dejando a un lado, al me­
nos durante un tiempo, a esos atisbadores y esas vigilias donde la es­
piritualidad occidental ha encontrado tan a menudo sus recursos me­
tafóricos. Acaso un día habrá que preguntarse, sin embargo, lo que
puede significar, en una cultura como la nuestra, el prestigio de la Vi­
gilia, de esos ojos abiertos que abren y conjuran la noche, de esa re­
sistencia atenta que hace que el sueño sea sueño, que el ensueño se
convierta en quimera, pero también destino balbuciente y que la ver­
dad centellee en la luz. En el despertar con el día, en la vigilia que
mantiene su claridad en medio de la noche y en contra del sueño de
los demás, Occidente ha dibujado sin duda uno de sus límites fun­
damentales; ha trazado un reparto de donde nos llega sin cesar esta
pregunta que mantiene abierto el espacio de la filosofía: ¿en qué con­
siste, pues, aparecer? Reparto casi impensable, puesto que sólo se
puede pensar ni hablar después de él: no es posible pensarlo, reco­
nocerlo y prestarle palabras más que una vez llegado plenamente el
día y devuelta la noche a su incertidumbre. De manera que no pode­
mos ya pensar sino esta disposición —bastión de nuestra necedad:
aún no pensamos.
El texto de Roger Laporte se despliega en esa distancia al pensa­
miento en que sin duda nos encontramos desde el origen; no busca ni
reducirla ni medirla, ni siquiera recorrerla; sino acogerla más bien,
abriéndose a la abertura que es, aguardándola según un deseo que,
absolutamente, la gobierna. No es, pues, ni un texto de filosofía, ni
¡ampoco un texto de reflexión: porque reflexionar sobre esta distan­
cia sería recuperarla en sí, prestarle sentido a partir de una subjetivi­
160 MICIIEL FOUCAULT

dad soberana, hacerla caer en la desmesura gramatical del Yo [Je].


Así pues, ¿cuál es ese discurso, tan próximo y tan lejano al pensa­
miento, tan exento de la reflexión, pero limpio también de cualquier
ceremonia ficticia? ¿Que puede ser, en su ser mismo, semejante len­
guaje? Podremos decir: uno de los más origínales que sea dado leer
en nuestro tiempo; uno de los más difíciles, pero el más transparente,
el más próximo a ese día del que nos reitera, en contra de tantos pá­
jaros chillones, que aún no ha llegado. Diciendo esto, sabemos que
no decimos nada. Pero, ¿cómo hablar en términos de reflexión, de
mero lenguaje que, fuera de la reflexión, se encamine indefinidamen­
te hacia el pensamiento? Tratamos aquí con una obra absolutamente
en suspenso, una obra que no tiene otro suelo que aquella abertura,
aquel vacío que excava a partir de sí misma cuando se reserva el lugar
que al caminar esquiva bajo sus pasos.
Por eso esta vigilia del día (es el propio día el que, retraído sobre
sí, vela, acechando en su vigilancia ese día que es él mismo y cuya irre­
mediable antelación, con un signo, indica) no se resguarda en ningu­
na fortaleza; a diferencia de la espiritualidad luterana o la mística de
los españoles, el acecho se hace aquí a campo abierto. Los únicos mu­
ros son los de la transparencia que se empaña o se acrisola. La sola
distancia sin cuerpo prepara sus trapacerías. La inminencia puede lle­
gar de cualquier parte; el horizonte no tiene ni relieve ni ofrece esca­
patorias. En un sentido, todo es visible, porque no hay punto de vis­
ta, vuelta de perfil, perspectiva que se apiñe a lo lejos; pero, a decir
verdad, nada es visible, puesto que lo cercano es por otra parte lejano
en esa borradura cuidadosa y atenta de cualquier acomodo. Este ex­
traño familiar está aquí, o bien, lo que nos devuelve a lo mismo, allá le­
jos, Amenazante y conjurado. Pero, ¿qué es exactamente esta presen­
cia? Aquello cuyo peligro se experimenta, ¿es un arma o una caricia?
¿Amenaza o consuelo, amigo enemigo? E/.13
Así pues, tal vez no hay que ceder a la tentación más fácil y pre­
guntarse enseguida quién es este él cuya insistencia itálica recorre
todo el texto de Roger Laporte. No es que haya que poner aparte, ni
siquiera un instante, la pregunta ni intentar acercarse a ella por medio

13. Il es el pronombre personal «masculino» de tercera persona, pero no se debe


olvidar que aparece también como sujeto de los verbos «impersonales», como il faut,
il y a o il pleut. [N. de T.]
ACECHAR EL DÍA QUE LLEGA 161

de desvíos o rodeos; precisamente hay que mantenerla a distancia, y


en esa distancia dejarla que llegue a nosotros con el lenguaje que le es
propio —con aquella escritura límpida, acuática, casi inmóvil cuya
transparencia deja ver con detalle todas las oscilaciones que la ani­
man o más bien la recorren mortalmente, en aquella escritura purifi­
cada de cualquier imagen, sin duda con el fin de que permanezca sólo
visible, pero nunca del todo al desnudo, nunca del todo rodeada, la
profunda metáfora sobre la que reposa cualquier lenguaje en camino
hacia el pensamiento: la de la distancia.
¿Cuál es, pues, esa cercanía de la distancia? ¿Cercanía que se pier­
de en su profundidad, alejamiento que él mismo se abole en la cerca­
nía? Se diría una historia del lenguaje en el espacio, como la crónica
de ese lugar, familiar por nativo, pero extraño puesto que uno no re­
gresa nunca del todo a él, donde nacen las palabras y donde no cesan
de ir a perderse. ¿Es esto un relato que ha compuesto Roger Lapor­
te? Mas bien sería lo contrario; porque a decir verdad en él no pasa
nada; pero, acabado el texto, descontada de todo acontecimiento po­
sible se suelta —se encuentra más exactamente ya suelta— una capa
líquida, luminosa, que ha llevado al escritor hasta el extremo en que
se calla, y que al mismo tiempo se le anuncia próxima, como una ma­
ñana completamente cercana y como una fiesta. Proust conducía su
relato hasta el momento en que da comienzo, con la liberación del
tiempo repetido, aquello que le permite contarlo; de modo que la au­
sencia de la obra, si está inscrita en vaciado a lo largo de todo el tex­
to, la carga con todo lo que la hace posible y la hace ya vivir y morir
en el puro momento de su nacimiento. Aquí, la posibilidad de escri­
bir, alcanzándose e impugnándose sin respiro mediante un movi­
miento difícil donde se cruzan la amenaza, la astucia, la resistencia, el
fingimiento, la espera disfrazada, no conduce finalmente sino a una
ausencia de obra sin concesiones, pero que se ha vuelto tan pura, tan
transparente, tan libre de cualquier obstáculo y de la grisalla de pala­
bras que difuminaría su irradiación, que es esta misma ausencia —un
vacío sin niebla donde ella centellea como la obra prometida: casi allí
por fin, llevada por el momento que va a venir, o quizás incluso pre­
sente desde hace mucho tiempo, anterior de hecho a aquella palabra
de la Promesa, desde el momento en que se anuncia, al comienzo del
texto, que: «El ha desaparecido».
La obra de Laporte haría pensar más bien por su configuración
162 MICHEL FOUCAULT

en Zaratustra —en su retiro inicial, en sus acercamientos sucesivos al


sol y a los hombres, en sus retrocesos, en los peligros que conjura o de
los que hace que reine su amenaza, en esa última mañana en que la au­
rora trae la inminencia del Signo, ilumina la cercana presencia de la
obra, domina el vuelo de las palomas y anuncia que ahí está final­
mente la primera mañana. Pero Laporte, sin embargo, no hace la ex­
periencia del retorno ni la de la eternidad, sino de algo más arcaico
aún: dice la repetición de lo que todavía no ha tenido lugar nunca,
como la oscilación sin moverse del sitio de un tiempo que no ha sido
inaugurado. Acaso Laporte cuenta lo que ha pasado durante los diez
años de soledad en que, antes de descender hacia los hombres y de to­
mar la palabra, Zaratustra, cada mañana, esperaba el sol que ascen­
día. Pero, ¿es posible hacer el relato de lo que se repite antes del tiem­
po y no se da bajo ninguna otra forma que no sea la pura posibilidad
de escribir?
A decir verdad, este él del que nos habla el texto de Laporte no
es el lenguaje realizando su ser, ni la escritura llegando finalmente a
ser posible. A través de esta posibilidad, como a través de una reja
o de una claraboya, es como él centellea, proyectando sobre el tex­
to bandas grises de ausencia o de retroceso entre las playas blan­
cas de la proximidad. Pero él es además quien retiene cualquier es­
critura mediante una vecindad demasiado expresiva y la libera
cuando éZse aleja. De modo que las páginas más traslúcidas son tal
vez aquellas donde se marca más profundamente la ausencia, y las
más sombrías aquellas donde se agazapa lo más cerca posible de ese
sol obrero pero inaccesible. Sin duda la escritura incesantemente
tiene tratos con él\ él la saca de quicio y la mina; él es su don pero
también la fuerza que la sustrae. La escritura en Laporte no tiene,
pues, la función de mantener el tiempo o transformar en piedra la
arena del habla; abre por el contrario la inestabilidad de una dis­
tancia. En efecto, en la escritura la distancia del él (hay que en­
tender la distancia al comienzo de la cual él centellea y la distancia
que precisamente constituye, en su infranqueable transparencia,
el ser de ese él) se acerca infinitamente, pero ella acerca como dis­
tancia y en lugar de abolirse se abre y se mantiene abierta. Aparece
allí muy retrasada en una lejanía sin indicaciones donde, absolu­
tamente a distancia, es como la proximidad perdida: cercana por
consiguiente puesto que hace señas entre las palabras y hasta en
ACECHAR EL DIA QUE LLEGA 163

cada una de ellas. Nada es más inminente que esta distancia que en­
vuelve y sostiene lo más cerca de mí mismo cualquier horizonte po­
sible.
Dentro de semejante alternancia, las artimañas y las promesas de
una dialéctica no desempeñan ningún papel. Se trata de un universo
sin contradicción ni reconciliación, un universo de la pura amenaza.
Todo el ser de esta amenaza consiste en acercar, acercar indefinida­
mente en una desmesura que no puede soportarse. Y, sin embargo, a
ella no se le puede asignar ningún núcleo de peligro positivo; no hay
nada que amenace en el corazón de esta inminencia, sino ella misma
y sólo ella en su vacío perfecto. De modo que, en su forma extrema,
este peligro no es nada más que su propio alejamiento, el retraimien­
to en que se ampara, haciendo que irradie, a lo largo de toda la dis­
tancia que ha abierto, la amenaza, sin ley ni límite, de su ausencia.
¿Se podría decir que esta ausencia, peligrosa como la más cerca­
na de las amenazas, sería, en el orden empírico, algo así como la
muerte o la sinrazón? Nada permite pensar que la muerte o la locura
hayan sido más ajenas a la experiencia de Laporte que a las de Nietzs­
che o Artaud. Pero quizás estas figuras fijadas y familiares no tienen
para nosotros insistencia más que en la medida en que toman presta­
da su amenaza de aquel puro peligro donde él se anuncia (y, en ese
sentido, sería conjurarlas a que se mantengan en su inminencia con
éZ). La locura y la muerte dominan desde lo alto nuestro lenguaje y
nuestro tiempo porque ellas se elevan sin cesar sobre el fondo de esa
distancia, y porque él permite, en aquel «aún no» de su presencia,
pensarlas como límites y como fin. El espacio que recorre Laporte
(en medio del cual es alcanzado por el lenguaje) es aquel donde el
pensamiento, indefinidamente, va hacia lo impensado que centellea
ante él, y en silencio sostiene su posibilidad. Impensado que no es el
oscuro objeto por conocer, sino más bien la apertura misma del pen­
samiento: eso en lo que, inmóvil, no cesa de esperar, permaneciendo
al acecho en este adelanto sobre su propio día que de hecho hay que
llamar «vigilia». De ahí, la preocupación de Laporte —preocupación
griega y nietzscheana— por pensar no «verdad», sino «justo»; es de­
cir mantener el pensamiento en una distancia a lo impensado que le
permita ir hacia ello, replegarse sobre ello, dejarlo venir, acoger su
amenaza con una espera valerosa y pensante. En una espera en que la
escritura es posible y que la escritura dirige a su promesa.
164 MICHEL FOUCAULT

Pero ¿no es esto todavía captar ese él absolutamente anónimo en


una forma demasiado positiva que es la de asignarle como ser la aper­
tura misma del pensamiento y fijarle como lugar el lenguaje de un ha­
bla pensativa? Porque precisamente no cesa de amenazar al pensa­
miento por medio del lenguaje y de acallar además cualquier habla en
la inminencia de un pensamiento. ¿No puede uno darse cuenta de
que brilla y se sustrae en el entredós del lenguaje y el pensamiento
—no siendo ni éste, ni aquél, no siendo su unidad como tampoco su
oposición? No es posible verlo pestañear en el fondo de ésta y del ha­
bla y el lenguaje —puro espacio vacío que los separa pero sin inter­
mediario, que enuncia a la vez su identidad y el hueco de su diferen­
cia, que permite decir, en términos de ontología, que pensar y hablar
son lo mismo. Por eso, en la apertura mantenida de esta identidad,
algo así como una Obra podrá hacer que centellee su esfera (ahora
bien, redondeado por el baile en el mediodía nietzscheano): «absolu­
tamente inaparente y en secreto aún para sí, él se elevará en la pureza
de su propia gloria; de la obra del todo solitaria, porque es suficiente
por sí misma, recibiré mi día de asueto».
Se puede comprender en qué espacio general se encuentra situa­
do el libro de Laporte. El redescubrimiento, desde Nietzsche (pero
oscuramente quizás desde Kant), de un pensamiento que no se puede
reducir a la filosofía porque es, más que ella, originario y soberano
{arcaico}, el esfuerzo por hacer, a propósito de este pensamiento, el
relato de su inminencia y de su retroceso, de su peligro y de su pro­
mesa (es Zaratustra, pero es la experiencia de Artaud, y toda la obra,
o casi, de Blanchot), el esfuerzo por zarandear el lenguaje dialéctico
que devuelve a la fuerza el pensamiento a la filosofía, y por dejar a
este pensamiento el juego sin reconciliación, el juego absolutamente
transgresor de lo Mismo y de la Diferencia (es quizás así como hay
que comprender a Bataille y las últimas obras de Klossowski), la ur­
gencia de pensar en un lenguaje que no sea empírico, la posibilidad de
un lenguaje del pensamiento —todo ello marca con piedras y signos un
camino donde la soledad de Laporte es la misma que la del Velador;
está solo en su vigilia (así pues, ¿quién podría tener los ojos abiertos
en su lugar?) pero esta vigilia se cruza con otras vigilancias: la de los
buenos acechadores cuya espera multiplicada traza en la sombra el
dibujo sin rostro aún del día que llega.
DISTANCIA, ASPECTO, ORIGEN

Se mide la importancia de Robbe-Grillet por la pregunta que su


obra plantea a cualquier obra que le sea contemporánea. Pregunta
profundamente crítica, que atañe a posibilidades del lenguaje; pre­
gunta que, a menudo, los ratos libres de los críticos tergiversan en in­
terrogación maligna acerca del derecho a utilizar un lenguaje distinto
—o cercano, A los escritores de Tel Quel (la existencia de esta revis­
ta ha cambiado algo en la región en que se habla, pero, ¿qué?) se les
suele objetar (poner por delante de ellos y enfrente) a Robbe-Grillet:
quizás no para hacerles un reproche o mostrar una desmesura, sino
para sugerir que en ese lenguaje soberano, tan obsesionante, más de
uno, que pensaba poder escapar, ha encontrado su laberinto; y que
en ese padre ha encontrado una trampa donde permanece cautivo,
cautivado. Y ya que ellos mismos, después de todo, apenas si hablan
en primera persona sin tomar como referencia y apoyo ese El mayor...
No quiero evidentemente añadir a las siete proposiciones que So-
llers ha adelantado sobre Robbe-Grillet (situándolas casi en la cabe­
cera de la revista, como una segunda «declaración», cercana a la pri­
mera e imperceptiblemente desplazada) una octava, última o no, que
justificara, bien o mal, las otras siete; sino procurar hacer legible, en
la claridad de estas proposiciones, de este lenguaje vuelto de frente,
una relación que esté un poco retraída, interior a lo que dicen, y
como diagonal respecto a su dirección.
Se dice: hay en Sollers (o en Thibaudeau, etc.) figuras, un lengua­
je y un estilo y temas descriptivos que están imitados o tomados pres­
tados de Robbe-Grillet. Diría más gustosamente: hay en ellos, tejidos
en la trama de sus palabras y presentes ante sus ojos, objetos que sólo
le deben su existencia y su posibilidad de existencia a Robbe-Grillet.
166 MICHEL FOUCAULT

Pienso en aquella balaustrada de hierro cuyas formas negras, redon­


deadas («los barrotes simétricos, curvos, redondos, doblados, ne­
gros») limitan el balcón de Le Pare
* y lo abren como una vidriera a la
calle, a la ciudad, a los árboles, a las casas: objeto de Robbe-Grillet
que se recorta en sombras sobre la tarde aún luminosa —objeto visto
sin cesar, que articula el espectáculo, pero objeto negativo desde el
que se extiende la mirada un poco flotante, gris y azul, hacia esas ho­
jas y esa figura sin fuste, que quedan por ver, un poco más allá, en la
noche que llega. Y tal vez no es indiferente que Le Pare despliegue
más allá de esa balaustrada una distancia que le es propia; ni que se
abra a un paisaje nocturno donde se invierten en un centelleo lejano
los valores de sombra y de luz, que, en Robbe-Grillet, recortan las
formas en mitad del pleno día: al otro lado de la calle, a una distancia
incierta y que la oscuridad hace más dudosa aún, «un gran aparta­
mento muy claro» excava una galería muda, accidentada, desigual
—gruta de teatro y de enigma más allá de los arabescos de hierro obs­
tinados en su presencia negativa. Hay quizás aquí, de una a otra obra,
la imagen, no de una mutación, no de un desarrollo, sino de una arti­
culación discursiva; habrá de hecho un día que analizar los fenóme­
nos de esta clase con un vocabulario que no sea el de las influencias y
los exorcismos, tan familiar a los críticos y curiosamente embrujado.
Antes de regresar a este tema (del que confieso que forma lo esen­
cial de mi propósito), querría decir dos o tres cosas sobre las cohe­
rencias de este lenguaje común, hasta cierto punto, a Sollers, a Thi-
baudeau, a Baudry, a otros quizás también. No ignoro lo injusto que
es hablar de manera tan general, y que uno está atrapado de antema­
no en el dilema: el autor o la escuela. Me parece, sin embargo, que las
posibilidades del lenguaje en una época dada no son tan numerosas
que no se puedan encontrar isomorfismos (posibilidades, pues, de
leer muchos textos que en su desarrollo se incluyen a sí mismos [en
afáme]} y que no se pueda dejar su escenario abierto para otros que
aún no han escrito u otros que uno todavía no ha leído. Porque tales
isomorfismos no son «concepciones del mundo», son pliegues inte­
riores al lenguaje; las palabras pronunciadas, las frases escritas pasan
por ellos, incluso si añaden arrugas singulares.

" Sollers, P., Le Pare, París, Éd. du Seuil, 1961.


DISTANCIA, ASPECTO, ORIGEN 167

1) Sin duda, algunas figuras (o tal vez todas) de Le Pare, de Une


cérémonie royale
* o de lmages carecen de volumen interior, aligera'
das del núcleo sombrío, lírico, del centro retirado pero insistente
cuya presencia ya había conjurado Robbe'Grillet. Pero, de una ma­
nera bastante extraña, tienen un volumen —su volumen— a su lado,
por encima y por debajo, por todas partes, a todo su alrededor: un
volumen en perpetua desinserción, que flota o vibra en torno a una fi­
gura señalada, pero nunca fijada, un volumen que se adelanta o se
sustrae, excava su propia lejanía y brinca hasta los ojos. Verdadera­
mente estos volúmenes satélites y como errantes no manifiestan de la
cosa ni su presencia ni su ausencia, sino más bien una distancia que
de una vez la mantiene lejos al fondo de la mirada y la separa inco­
rregiblemente de sí misma; distancia que le pertenece a la mirada (y
parece, pues, imponerse a los objetos desde el exterior de los objetos)
pero que a cada instante se renueva en el más secreto corazón de las
cosas. Ahora bien, estos volúmenes que son el interior de los objetos
en el exterior de sí mismos, se cruzan, se interfieren unos con otros,
dibujan formas compuestas que sólo tienen un rostro y se esquivan
por turno: así, en Le Pare, ante los ojos del narrador, su habitación
(acaba de dejarla para ir al balcón y ella flota a su lado, afuera, en una
vertiente irreal e interior) comunica su espacio a un pequeño cuadro
que está colgado en una de las paredes; éste se abre a su vez detrás del
lienzo, derramando su espacio interior en un paisaje de mar, en la ar­
boladura de un barco, en un grupo de personajes cuyos vestidos, fi­
sonomías y gestos algo teatrales se despliegan siguiendo grandezas
tan desmesuradas, tan poco sujetas a la medida en todo caso del cua­
dro que las encierra que uno de esos gestos vuelve imperiosamente a
la actual posición del narrador en el balcón. O quizás de otro que
hace el mismo gesto. Porque este mundo de la distancia no es de nin­
guna manera el del aislamiento, sino el de la identidad asilvestrada, el
de lo Mismo en el momento de su bifurcación, o en la curva de su re­
torno.

2) Este medio, seguramente, hace pensar en el espejo -—en el


espejo que les da a las cosas un espacio fuera de ellas y trasplantado,
que multiplica las identidades y mezcla las diferencias en un lugar im-

Thibaudeau, J., Une cérémonie royale, París, Éd. de Minuit, 1957.


168 MICHEL FOUCAULT

palpable que nadie puede desanudar. Recuérdese precisamente la de­


finición del Parque, el «compuesto de lugares muy bellos y muy pin­
torescos»; cada uno ha sido entresacado de un paisaje diferente, des­
plazado fuera de su lugar natal y transportado igual o casi igual, en esa
disposición en que «todo parece natural exceptuado el conjunto».
Parque, espejo de volúmenes incompatibles. Espejo, parque sutil don­
de los árboles distantes se entrecruzan. Bajo estas dos figuras provisio­
nales se está abriendo un espacio difícil (a pesar de su ligereza), regu­
lar (bajo su aparente ilegalidad). Pero, ¿de qué está hecho, si no lo está
de reflejo o de sueño, de imitación o de deseo? De ficción diría Sollers;
pero dejemos de momento esta palabra tan pesada como ligera.
Preferiría tomar prestada de KIossowski una palabra muy bella:
simulacro. Se podría decir que si, en Robbe-Grillet, las cosas se enca­
bezonan y se obstinan, en Sollers se simulan; es decir, siguiendo el
diccionario, que son la imagen de sí mismas (la vana imagen), su es­
pectro inconsistente, su pensamiento engañoso; se representan fuera
de su presencia divina, pero sin embargo le hacen señas —objetos de
una piedad que se dirige a la lejanía. Pero habría quizás que escuchar
la etimología con más atención; ¿no es simular «venir juntos»,14 estar
al mismo tiempo en sí, y desplazado de sí?; ¿ser sí mismo en ese otro
lugar que no es el emplazamiento del nacimiento, el suelo natal de la
percepción, sino una distancia sin medida, en el exterior más cercano?
Ser fuera de sí, consigo, en un «con» donde se cruzan los que están le­
jos. Pienso en el simulacro sin fondo y perfectamente circular de Une
cérémonie royale, o en ese otro, dirigido también por Thibaudeau, del
Match de footbalk el partido de fútbol apenas despegado de sí mismo
por la voz de los locutores encuentra en ese parque sonoro, en ese rui­
doso espejo, su lugar de encuentro con muchas otras palabras refleja­
das. Tal vez en esta dirección es como hay que entender lo que el pro­
pio Thibaudeau dice cuando opone otro teatro al teatro del tiempo, el
del espacio, apenas dibujado hasta ahora por Appia y Meyerhold.

3) Así pues, nos las habernos con un espacio desplazado, a la


vez retraído y adelantado, nunca del todo al mismo nivel; y, a decir
verdad, en él no es posible ninguna intrusión. En Robbe-Grillet, los
espectadores son hombres en pie y marchando, o al acecho, acechan­

14. Véase la nota de la página 185. fN. de T.J


DISTANCIA, ASPECTO, ORIGEN 169

do las sombras, las huellas, los obstáculos y los desplazamientos; pe­


netran, han penetrado ya, en el centro de las cosas que se les presen­
tan de perfil, girando a medida que las rodean. Los personajes de Le
Pare, de Images, están sentados, inmóviles, en regiones algo desen­
ganchadas del espacio, como en suspenso: terrazas de café, balcones.
Regiones separadas, pero, ¿mediante qué? Sin lugar a dudas, nada
más que por una distancia, su distancia; un vacío imperceptible, pero
que nada puede reabsorber, ni rellenar, una línea que no se cesa de
saltar por encima sin que se borre, como si, por el contrario, fuera
cruzándola sin parar como se la marcara aún más. Porque este límite
no aísla dos partes del mundo: un sujeto y un objeto o las cosas fren­
te al pensamiento; es más bien la relación universal, la muda, laborio­
sa e instantánea relación por la que todo se anuda y se desanuda, por
la que todo aparece, centellea y se extingue, por la que en el mismo
movimiento las cosas se dan y se escapan. Sin duda es el papel que de­
sempeña, en las novelas de J.-P. Faye, la forma obstinadamente pre­
sente del corte (lobotomía, frontera interior de un país) o en las Ima­
ges de Baudry, la transparencia infranqueable de los cristales. Pero lo
esencial en esta distancia milimétrica como una línea no es que ex­
cluya, lo esencial es más fundamentalmente que abre; libera, por am­
bos lados de su lanza, dos espacios que poseen el secreto de ser el
mismo, de estar por completo aquí y allá; de estar donde están a dis­
tancia; de ofrecer su interioridad, su tibia caverna, su rostro de noche
fuera de sí mismos y, sin embargo, en la más cercana vecindad. En
torno a este invisible cuchillo todos los seres giran como sobre un eje.

4) Esta torsión tiene la propiedad maravillosa de restablecer el


tiempo: no para hacer que cohabiten sus formas sucesivas en un es­
pacio de recorrido (como en Robbe-Grillet) sino para dejarlas llegar
más bien en una dimensión sagital —flechas que atraviesan el espesor
ante nosotros. O, más aún, ellas vienen fuera de quicio, no siendo ya
el pasado el suelo sobre el que estamos ni una ascensión hacia noso­
tros bajo las especies del recuerdo, sino, por el contrario, viniendo
inesperadamente a pesar de las más viejas metáforas de la memoria,
arribando desde el fondo de la distancia tan próxima y con ella: ad­
quiere una estatura vertical de superposición donde lo más antiguo es
paradójicamente lo más cercano a la cima, línea divisoria [de faite] y
línea de fuga [de faite], sitio privilegiado de trasposición. De esta cu­
170 MICHEL FOUCAULT

riosa estructura se tiene un dibujo preciso y complejo al comienzo de


lmages: una mujer está sentada en una terraza de café; tiene delante
los grandes ventanales de un inmueble que la domina; y a través de
estas masas de hielo le llegan sin discontinuidad imágenes que se su­
perponen, mientras que sobre la mesa está posado un libro cuyas pá- ■
ginas ella desliza rápidamente entre pulgar e índice (de atrás adelan­
te, al revés, pues): aparición, borradura, superposición que responde
de una manera enigmática, en el momento en que ella mantiene los
ojos bajos, por las imágenes vitreas que se acumulan encima de ella
cuando levanta los ojos.

5) Desplegado al lado de sí mismo, el tiempo de La Jalousie


* y de
**
Le Voyeur deja huellas que son diferencias, es decir, finalmente un
sistema de signos. Pero el tiempo que viene inesperadamente y se su­
perpone hace que parpadeen las analogías, sin manifestar otra cosa
que las figuras de lo Mismo. De manera que, en Robbe-Grillet, la di­
ferencia entre lo que ha tenido lugar y lo que no lo ha tenido, incluso
si (y en la medida que) es difícil de establecer, reside en el centro del
texto (por lo menos en la forma de laguna, de página en blanco o de
repetición): es su límite y su enigma; en La Chambre secrete,*** la ba­
jada y la subida del hombre por la escalera hasta el cuerpo de la vícti­
ma (muerta, herida, sangrante, debatiéndose, muerta de nuevo) es
después de todo la lectura de un acontecimiento. Thibaudeau, en la
secuencia del atentado, parece seguir un dibujo semejante: de hecho
se trata, en el desfile circular de los caballos y las carrozas, de desple­
gar una serie de acontecimientos virtuales (movimientos, gestos, acla­
maciones, alaridos, que tal vez se producen o no se producen) y que
tienen la misma densidad que la «realidad», ni más ni menos que ella,
puesto que son arrastrados con ella, cuando, en el último momento
de la parada, entre el polvo, el sol, la música y los gritos, desaparecen
los últimos caballos con la reja que se cierra. No se descifran signos a

* Robbe-Grillet, A., La Jalónate, París, Éd. de Minuit, 1957. [Robbe-Grillet,


A., La celosía, trad. de Juan Antonio Rero, Barral, Barcelona, 1970.]
** Id., Le Voyeur, París, Éd. de Minuit, 1955. [Robbe-Grillet, A., El mirón,
trad. de Juan Petit, Seix-Barral, Barcelona, 1969.]
*** Id., La Chambre secrete, en Dans le labyrinthe, París, Éd. de Minuit, 1959.
[Robbe-Grillet, A., lóz el laberinto, trad. de Miguel Angel Asturias y Blanca de Astu­
rias, Ed. Losada, Buenos Aires, 1962. ]
DISTANCIA, ASPECTO, ORIGEN 171

través de un sistema de diferencias; se siguen isomorfismos, a través


de un espesor de analogías. No una lectura, sino más bien recogi­
miento de lo idéntico, avance inmóvil hacia lo que no tiene diferen­
cia. Aquí, los repartos entre lo real y lo virtual, percepción y sueño,
pasado y fantasía (que permanecen o que se los atraviesa) no tienen
ya otro valor que el de ser momentos de tránsito, repetidores más que
signos, huellas de pasos, playas vacías donde uno no se demora, pero
donde se anuncia desde una gran distancia y se insinúa lo que de en­
trada era lo mismo (invirtiendo en el horizonte, pero aquí mismo
igualmente en cada instante, el tiempo, la mirada y el reparto de las
cosas y no dejando de hacer que aparezca su otro lado). Lo interme­
dio es precisamente esto. Oigamos a Sollers: «Se encuentran aquí
algunos textos en apariencia contradictorios, pero cuyo tema se
mostraba en definitiva que era el mismo. Que se trate de pinturas o
de acontecimientos muy reales (en el límite del sueño, sin embargo), de
reflexiones o de descripciones resbaladizas, siempre lo que se provo­
ca, se experimenta o se persigue es el estado intermedio hacia un lugar
de inversión». Este movimiento casi en el mismo sitio, esta atención
llena de recogimiento a lo Idéntico, esta ceremonia en la dimensión en
suspenso de lo Intermedio descubren no un espacio, no una región o
una estructura (palabras demasiado comprometidas en una forma de
lectura que ya no conviene), sino una relación constante, móvil, inte­
rior al propio lenguaje, y que Sollers ha llamado con una palabra de­
cisiva: «ficción».15

Si me he parado en estas referencias, un poco meticulosas, a Rob­


be-Grillet, no es porque sea el momento de las originalidades, sino el
de establecer, de una obra a otra, una relación visible y designable en
cada uno de sus elementos que no sea ni del orden de la semejanza
(con toda la serie de nociones mal pensadas, y verdaderamente im­
pensables, como las de influencia o de imitación) ni del orden de la
sustitución (como las de sucesión, desarrollo o escuelas): una relación
tal que en ella unas obras puedan definirse enfrente, al lado y a dis­
tancia de las demás, apoyándose a la vez sobre su diferencia y sobre

15. Sollers, P., «Logique de la fiction», Tel Quel, n." 15, otoño de 1963, págs. 3-29.
172 MICHEL FOUCAULT

su simultaneidad, y definiendo, sin privilegio ni culminación, la ex­


tensión de una red. Aunque la historia hiciera que aparecieran suce­
sivamente sus trayectos, sus cruces y sus nudos, esta red puede y debe
ser recorrida por la crítica siguiendo un movimiento reversible (re­
versión que cambia algunas propiedades; pero que no impugna la
existencia de la red, puesto que es precisamente una de sus leyes fun­
damentales); y si la crítica desempeña un papel, quiero decir, si el len­
guaje necesariamente segundo de la crítica puede dejar de ser un
lenguaje derivado, aleatorio y fatalmente arrastrado por la obra, si
puede ser a la vez segundo y fundamental, es en la medida que hace
que llegue por primera vez a las palabras esta red de las obras que es
cabalmente para cada una de ellas su propio mutismo.
En un libro cuyas ideas, durante mucho tiempo aún, van a tener
valor directivo,16 Marthe Robert ha mostrado qué relaciones habían
tejido el Quijote y El castillo, no con tal o cual historia, sino con lo
que concierne al ser mismo de la literatura occidental, con sus condi­
ciones de posibilidad en la historia (condiciones que son obras, que
permiten de esta manera una lectura crítica en el sentido más riguro­
so del término). Pero si es posible esta lectura, se debe a las obras ac­
tuales: el libro de Marthe Robert es entre todos los libros de crítica el
más próximo a lo que hoy día es la literatura: cierta relación consigo
mismo, compleja, multilateral, simultánea, en la que el hecho de ve­
nir después (de ser algo nuevo) no se reduce de ninguna manera a la
ley lineal de la sucesión. Sin duda, en términos históricos, un desa­
rrollo parecido ha sido, desde el siglo xix hasta nuestros días, la for­
ma de existencia y de coexistencia de la literatura; ella tenía su lugar
abiertamente temporal en el espacio a la vez real y fantástico de la Bi­
blioteca; ahí, cada libro estaba hecho para recoger todos los demás,
consumirlos, reducirlos al silencio y finalmente venir a instalarse a su
lado —fuera de ellos y en su centro (Sade y Mallarmé con sus libros,
con El Libro, son por definición el Infierno de las bibliotecas). De
una manera más arcaica todavía, antes de la gran mutación de la que
Sade fue contemporáneo, la literatura se reflejaba y se criticaba a sí
misma en el modo de la Retórica; eso era porque se apoyaba a dis­
tancia en un Habla, retirada pero presente (Verdad y Ley), que tenía
que restituir mediante figuras (de ahí el cara a cara indisociable de la

16. Robert, M., L’ancien et le Nouveau, Grasset, 1963.


DISTANCIA, ASPECTO, ORIGEN 173

Retórica y la Hermenéutica). Tal vez podría decirse que hoy (desde


Robbe-Grillet, y eso es lo que le hace único), la literatura que no exis­
tía ya como retórica, desaparecía como biblioteca. Ella se constituye
en red —en una red en la que ya no pueden desempeñar ningún pa­
pel ni la verdad del habla ni la serie de la historia, donde el único a
priori es el lenguaje. Lo que me parece importante en Tel Quel es que
la existencia de la literatura como red no deja de iluminarse aquí cada
vez más, a partir del momento liminar en que ya se decía: «Lo que hay
que decir hoy día es que la escritura no es ya concebible sin una clara
previsión de sus poderes, sin una sangre fría a la medida del caos en
que ella se despierta, sin una determinación que pondrá a la poesía en
el más alto lugar del espíritu. El resto no será literatura».1'

J- J-

A la palabra ficción, muchas veces citada, para abandonarla des­


pués, hay que regresar finalmente. No sin algo de temor. Porque sue­
na a un término de psicología (imaginación, fantasía, ensoñación, in­
vención, etc.). Porque tiene el aire de pertenecer a una de las dos
dinastías: lo Real y lo Irreal. Porque parece conducir de nuevo —y se­
ría tan sencillo tras la literatura del objeto— a las flexiones del lengua­
je subjetivo. Porque ofrece hasta tal punto una captura que se escapa.
Atravesando, al sesgo, la incertidumbre del sueño y de la espera, de la
locura y de la vigilia, ¿no designa acaso la ficción una serie de expe­
riencias a las que el surrealismo ya les había prestado su lenguaje? La
mirada atenta que Tel Quel dirige a Bretón no es retrospectiva. Y, sin
embargo, el surrealismo había comprometido estas experiencias en la
búsqueda de una realidad que las hacía posibles y les daba, por enci­
ma de todo lenguaje (actuando sobre él, o con él, o a su pesar), un po­
der imperioso. Pero, ¿y si estas experiencias, por el contrario, pudie­
ran mantenerse allí donde están, en su superficie sin profundidad, en
ese volumen indeciso de donde nos vienen, vibrando alrededor de su
núcleo inasignable, sobre su suelo que es una ausencia de suelo? ¿Y si
el sueño, la locura o la noche no marcaran , el emplazamiento de nin-

17. Y más tarde, precisamente, J.-P. Faye se ha acercado a Tel Quel, él, que sue­
ña con escribir novelas no «en serie», sino que establezcan unas con respecto a las otras
cierta relación de proporción.
174 MICHEL FOUCAULT

gún umbral solemne, sino que trazaran y borraran sin cesar los límites
que la vigilia y el discurso se saltan, cuando vienen hasta nosotros y
nos alcanzan una vez desdoblados? ¿Y si lo ficticio fuera precisamen­
te no el más allá ni el secreto íntimo de lo cotidiano, sino el trayecto de
flecha que nos golpea los ojos y nos ofrece todo lo que aparece? En­
tonces lo ficticio sería además lo que nombra las cosas, las hace hablar
y les da en el lenguaje su ser compartido ya por el poder soberano de
las palabras: «Paisajes en dos», dice Marcelin Pleynet. Así pues, no
hay que decir que la ficción es el lenguaje: el giro sería demasiado sim­
ple, aunque nos resulte familiar en nuestros días. Hay que decir, con
más prudencia, que hay entre ellos una pertenencia compleja, un apo­
yo y una impugnación; y que, mantenida durante tanto tiempo como
pueda conservar el habla, la sencilla experiencia que consiste en coger
una pluma y escribir desprende (como quien dice: liberar, desente­
rrar, desempeñar una prenda o retirar una promesa) una distancia que
no pertenece ni al mundo, ni al inconsciente, ni a la mirada, ni a la in­
terioridad, una distancia que, en estado desnudo, ofrece una cuadrí­
cula de líneas de tinta y además un encabalganiento de calles, una ciu­
dad naciente, ya aquí desde hace mucho tiempo:

Las palabras son lineas, hechas cuando se cruzan


representaríamos de esta manera una serie de rectas
cortadas en ángulo recto por una serie de rectas:
una ciudad

Y si finalmente se me pidiera que definiera lo ficticio, diría, des­


mañadamente: la nervadura verbal de lo que no existe, tal como es.
Borraré, para dejar esta experiencia en lo que es (así pues, para
tratarla como ficción, puesto que, es bien sabido, ella no existe), bo­
rraré todas las palabras contradictorias por las que fácilmente se la
podría dialectizar: enfrentamiento o abolición de lo subjetivo y de lo
objetivo, de lo interior y lo exterior, de la realidad y lo imaginario.
Habría que sustituir todo este léxico de la mezcla por el vocabulario
de la distancia, y dejar que se vea entonces que lo ficticio es un aleja­
miento propio del lenguaje —un alejamiento que tiene en él su lugar,

18. Pleynet, M., Paysages en deux, Les ligues de la prose, París, Éd. du Seuil,
1963, pág. 121.
DISTANCIA, ASPECTO, ORIGEN 175

pero que, además, lo expone, lo dispersa, lo parte de nuevo y lo abre.


No hay ficción porque el lenguaje esté a distancia de las cosas; de
ellas, el lenguaje es su distancia, la luz en que están en su inaccesibili­
dad, el simulacro en que se da únicamente su presencia; y todo len­
guaje que en lugar de olvidar esta distancia se mantenga en ella y la
mantenga en él, todo lenguaje que hable de esta distancia adelantán­
dose en ella es un lenguaje de ficción. Es posible entonces atravesar
cualquier prosa y cualquier poesía, cualquier novela y cualquier re­
flexión, indiferentemente.
El estallido de esta distancia lo designa Pleynet con unas pala­
bras: «Fragmentación es la fuente». Dicho de otro modo, y peor: un
primer enunciado de rostros y líneas que sea absolutamente de pri­
mera hora no es nunca posible, no más que esa venida primitiva de las
cosas que la literatura a veces se ha puesto como tarea acoger, en
nombre o bajo el signo de una fenomenología despistada. El lengua­
je de la ficción se inserta en lenguaje ya dicho, en un murmullo que
nunca ha comenzado. La virginidad de la mirada, el andar atento que
levanta las palabras hasta la medida de las cosas descubiertas y con­
torneadas, no le importan; sino más bien la usura y el alejamiento, la
palidez de lo que ya ha sido pronunciado. Nada se dice en la aurora
(Le Pare comienza una tarde; y por la mañana, otra mañana, vuelve a
comenzar); lo que estaría por decirse por primera vez no es nada, no
está dicho, merodea por los confines de las palabras, en las hojas de
papel en blanco que los poemas de Pleynet esculpen y ahuecan para
que pase la luz, es decir, abren a la luz del día. Sin embargo, hay efec­
tivamente en este lenguaje de la ficción un instante de origen puro: es
el de la escritura, el momento de las propias palabras, de la tinta ape­
nas seca, el momento en que se esboza lo que por definición y en su
ser más material sólo puede ser huella (seña, en una distancia, hacia
lo anterior y lo posterior):

Tal como escribo (aquí) en esta página con líneas desiguales


justificando la prosa (la poesía)
las palabras designan palabras y se remiten unas a otras
lo que escucháis. 9

19. Pleynet, M., «Grammaire I» (Tel Quel, 14, verano de 1963, pág. 11).
176 MICHEL FOUCAULT

Repetidas veces, Le Pare invoca el gesto paciente que llena con


una tinta negroazulada las páginas del cuaderno con pastas naranjas,
Pero este gesto sólo está él presente, en su actualidad precisa, absolu­
ta, en el último momento: únicamente las últimas líneas del libro lo
anuncian y lo incorporan. Todo lo que ha sido dicho con anteriori­
dad y mediante aquella escritura (el propio relato) es remitido a un
orden gobernado por ese minuto, ese segundo actual; todo ello se re­
suelve en este origen que es el único presente y también el final (el
momento de callarse); se repliega en él por completo; pero además
está, en su despliegue y su recorrido, sostenido a cada instante por él;
se distribuye en su espacio y su tiempo (la página por concluir, las pa­
labras que se alinean); encuentra en él su constante actualidad.
No hay, pues, una serie lineal que vaya desde el pasado que se re­
memora hasta el presente actual y que el recuerdo una vez vuelto y el
instante de escribir definan. Sino más bien una relación vertical y ar­
borescente donde una actualidad paciente, casi siempre silenciosa,
nunca dada en función de sí misma, sostiene figuras que, en lugar de
obedecer al tiempo, se distribuyen según otras reglas: el propio pre­
sente sólo aparece en el momento en que la actualidad de la escritura
está finalmente dada, cuando la novela se acaba y el lenguaje no es ya
posible. Antes y en otras partes del libro, quien reina es otro orden:
entre los diferentes episodios (pero esta palabra es de hecho cronoló­
gica; quizás conviniera más decir «fases», pegándonos a la etimología),
la distinción de los tiempos y los modos (presente, futuro, imperfecto
o condicional) no remite sino muy indirectamente a un calendario; di­
buja referencias, índices, remisiones donde están en juego las catego­
rías de lo acabado, lo inacabado, la continuidad, la iteración, la inmi­
nencia, la proximidad y el alejamiento, que los gramáticos designan
como categorías del aspecto. Hay sin duda que dar un sentido pro­
fundo a esta frase de aire discreto, una de las primeras de la novela de
Baudry: «Dispongo de lo que me rodea por un tiempo indetermina­
do». Es decir, que la repartición del tiempo —de los tiempos— se
hace no imprecisa en sí misma, sino enteramente relativa al juego del
aspecto y gobernada por él —por este juego en que se trata de la di­
gresión, el trayecto, la venida y el retorno. Lo que instaura secreta­
mente y determina este tiempo indeterminado es, pues, una red más
espacial que temporal; habría aún que quitarle a la palabra espacial lo
que la emparenta con una mirada imperiosa o una andadura sucesi­
DISTANCIA, ASPECTO, ORIGEN 177

va; se trata más bien de ese espacio, por debajo del espacio y el tiem­
po, que es el de la distancia. Y si me detengo expresamente en la pa­
labra aspecto, después de haberlo hecho en ficción y simulacro, es a
la vez por su precisión gramatical y por todo un núcleo semántico
que gira a su alrededor (la species del espejo y la especie de la analo­
gía; la difracción del espectro; el desdoblamiento de los espectros; el
aspecto exterior que no es ni la cosa misma ni su perímetro concreto;
el aspecto que se modifica con la distancia, el aspecto que a menudo
engaña pero que no se borra, etc.).
Lenguaje del aspecto que intenta hacer que llegue a las palabras
un juego más soberano que el del tiempo; lenguaje de la distancia que
distribuye según una profundidad distinta las relaciones del espacio.
Pero la distancia y el aspecto están vinculados entre sí de manera más
estrecha que el espacio y el tiempo; forman una red que ninguna psi­
cología puede desenredar (el aspecto que ofrece no el tiempo mismo,
sino el movimiento de su venida-, la distancia que ofrece no las cosas
en su sitio, sino el movimiento que las presenta y hace que pasen). Y
el lenguaje que hace que venga a la luz esta profunda pertenencia no
es un lenguaje de la subjetividad; abre y, en sentido estricto, «da lu­
gar» a algo que podría designarse con la palabra neutra experiencia:
ni verdadero ni falso, ni vigilia ni sueño, ni locura ni razón, ella alza lo
que Pleynet llama «voluntad de calificación». El apartamiento de la
distancia y las relaciones del aspecto no relevan ni de la percepción,
ni de las cosas, ni del sujeto, ni tampoco de lo que se designa gustosa
y extrañamente como el «mundo»; todo esto pertenece a la disper­
sión del lenguaje (al hecho originario que nunca se dice en el origen,
sino en la lejanía). Así pues, una literatura del aspecto como ésta es
interior al lenguaje; no es que ella lo trate como un sistema cerrado,
sino porque experimenta en él el alejamiento del origen, la fragmen­
tación, la exterioridad esparcida. Encuentra en él su punto de refe­
rencia y su impugnación.
De aquí proceden algunos rasgos propios de tales obras: en pri­
mer lugar, borradura de cualquier nombre propio (aunque fuera re­
duciéndolo a su letra inicial) en beneficio del pronombre personal, es
decir, de una sencilla referencia a lo ya nombrado en un lenguaje co­
menzado desde siempre; y los personajes que reciben una designa­
ción sólo tienen derecho a un sustantivo indefinidamente repetido (el
hombre, la mujer), modificado solamente por un adjetivo enterrado
178 MICHEL FOUCAULT

lejos, en el espesor de las familiaridades (la mujer de rojo). De ahí,


también, la exclusión de lo nunca oído ni visto, las precauciones con­
tra lo fantástico: no estando nunca lo ficticio sino en los soportes, en
los deslizamientos, en la inesperada venida de las cosas (no en las co­
sas mismas) —en elementos neutros desprovistos de cualquier presti­
gio onírico que condujeran de una playa del relato a otra. Lo ficticio
tiene su lugar en la articulación casi muda: grandes intersticios blan­
cos que separan los parágrafos impresos o delgada partícula casi de la
constitución de un punto (un gesto, un color en Le Pare, un rayo de
sol en Une cérémonie) alrededor de la cual el lenguaje gira sobre un
eje, fundamenta, se recompone, asegurando el tránsito mediante su
repetición o su imperceptible continuidad. Figura opuesta a la imagi­
nación que libera la fantasía en el corazón mismo de las cosas, lo fic­
ticio habita en el elemento vector que se borra poco a poco en la pre­
cisión central de la imagen— simulacro riguroso de lo que no se
puede ver, doble único.
Pero nunca podrá ser restituido el momento anterior a la disper­
sión; nunca el aspecto podrá ser vuelto a traer a la pura línea del tiem­
po; nunca se reducirá ia difracción que significan Les Images por las
mil aberturas vitreas del inmueble, que Le Pare cuenta en una alter­
nativa suspendida hasta «el infinitivo» (caer del balcón y convertir el
ruido del cuerpo en el silencio que sigue, o bien rasgar las páginas del
cuaderno en pequeños pedazos, verlos por un instante oscilar en el
aire). Así el sujeto hablante se ve repelido a los bordes exteriores, de­
jando de sí un entrecruzamiento de estelas (Yo o El, Yo y El a la vez),
flexiones gramaticales entre otros pliegues del lenguaje. O aún más,
en Thibaudeau, el sujeto que mira la ceremonia, y que mirando a los
que la miran no está situado en ninguna parte a no ser en «los vacíos
dejados entre los transeúntes», en la distancia que produce el espec­
táculo lejano, en la cesura gris de las paredes que tapa los preparati­
vos, el aseo y los secretos de la reina. Por todas partes se reconoce,
pero como a ciegas, el vacío esencial en que el lenguaje adquiere su
espacio; no laguna como las que el relato de Robbe-Grillet no cesa de
recubrir, sino ausencia de ser, blancura que es, para el lenguaje, cen­
tro paradójico y también exterioridad imborrable. La laguna no es,
fuera del lenguaje, lo que éste debe enmascarar, ni, en él, lo que lo
desgarra irreparablemente. El. lenguaje es ese vacío, ese exterior en
cuyo interior no cesa de hablar: «El eterno chorrear del afuera». Tal
DISTANCIA, ASPECTO, ORIGEN 179

vez, dentro de semejante vacío que resuena, a semejante vacío es


adonde apunta el disparo central de Le Pare, que detiene el tiempo en
el punto medianero entre el día y la noche, matando al otro así como
al sujeto hablante (según una figura que no deja de tener parentesco
con la comunicación tal como la entendía Bataille). Pero este asesina­
to no alcanza al lenguaje; quizás incluso, en esa hora que no es ni
sombra ni luz, en ese límite de todo (vida y muerte, día y noche, ha­
bla y silencio) se abre paso un lenguaje que había comenzado desde
siempre. Sin lugar a dudas, no es de la muerte de lo que se trata en
esta ruptura, sino de algo que está un paso atrás respecto a cualquier
acontecimiento. ¿Se puede decir que ese disparo, que ahueca lo más
hueco de la noche, indica el retroceso absoluto del origen, la borra­
dura esencial de la mañana en que las cosas están ahí, en que el len­
guaje da nombre a los primeros animales, en que pensar es hablar?
Este retroceso nos consagra a la partición (partición primera y cons­
titutiva de todas las demás) entre el pensamiento y el lenguaje; en la
horca donde estamos atrapados se dibuja un espacio en el que el es-
tructuralismo actual deposita sin que quepan dudas de ello la mirada
de superficie más meticulosa. Pero si se examina este espacio, si se le
pregunta de dónde nos viene, él y las mudas metáforas sobre las que
obstinadamente reposa, veremos quizás dibujarse figuras que no son
ya las de lo simultáneo: las relaciones del aspecto en el juego de la dis­
tancia, la desaparición de la subjetividad en el retroceso del origen; o,
al revés, el retraimiento que dispensa un lenguaje de suyo esparcido
en el que el aspecto de las cosas brilla a distancia hasta nosotros. Es­
tas figuras, en la mañana en que estamos, más de uno las acecha en la
aurora. Tal vez anuncian una experiencia donde reinará una única
Partición (ley y vencimiento de todas las demás): pensar y hablar,
—designando esta «y» el intermedio que nos ha tocado en el reparto
y donde actualmente procuran mantenerse algunas obras.
«De la tierra que no es sino un dibujo», escribe Pleynet en una
página en blanco. Y en el otro extremo de este lenguaje que forma
parte de las siglas milenarias de nuestro suelo y que, al igual que la tie­
rra, tampoco ha comenzado nunca, una última página, simétrica y
también intacta, deja que llegue a nosotros esta otra frase: «La pared
del fondo es una pared de cal», dibujando con ello la blancura del
fondo, el vacío visible del origen, ese estallido incoloro de donde nos
vienen las palabras —estas palabras precisamente.
LA PROSA DE ACTEÓN

Klossowski enlaza de nuevo con una experiencia perdida desde


hace mucho tiempo. Apenas quedan hoy vestigios de esta experiencia
para señalárnosla; y sin duda permanecerían enigmáticos si no hubie­
ran recuperado en este lenguaje vivacidad y evidencia. Y si, a partir de
él, no se hubieran puesto a hablar de nuevo —diciendo que el Demo­
nio no es el Otro, el polo opuesto de Dios, la Antítesis sin escapatoria
(o casi), la mala materia, sino más bien algo extraño, desconcertante
que se queda quieto y sin moverse del sitio: el Mismo, el exactamente
Semejante.
El dualismo y la gnosis, pese a tantos rechazos y persecuciones, han
pesado en efecto en la concepción cristiana del Mal: su pensamiento
binario (Dios y Satán, la Luz y la Sombra, el Bien y la Gravedad, el gran
combate, cierta ruindad radical y obstinada) ha organizado para nues­
tro pensamiento el orden de los desórdenes. El cristianismo occidental
condenó la gnosis; pero guarda de ella una forma ligera y promete­
dora de reconciliación; ha mantenido mucho tiempo en sus fantasías
los duelos simplificados de la Tentación: mediante los bostezos del
mundo, todo un pueblo de animales extraños se alza ante los ojos
semicerrados del anacoreta arrodillado —figuras sin edad de la ma­
teria.
Pero, ¿si el Diablo, el Otro, por el contrario, fuera el Mismo? ¿Y
si la Tentación no fuera uno de los episodios del gran antagonismo,
sino la tenue insinuación del Doble? ¿Si el duelo se desarrollara en un
espacio de espejo? ¿Si la Historia eterna (de la cual la nuestra sólo es
la forma visible y pronto borrada) no fuera sencillamente siempre la
misma, sino la identidad de ese Mismo: a la vez imperceptible desa­
rreglo y asfixia de lo indisociable? Ha habido toda una experiencia
182 MICHEL FOUCAULT

cristiana que ha conocido efectivamente este peligro —tentación de


experimentar la tentación en el modo de lo indiscernible. Las dispu­
tas de la demonología están regidas por este profundo peligro; y mi­
nadas o más bien animadas y multiplicadas por él, relanzan al infini­
to una discusión sin término: ir al Sabbat es entregarse al Diablo, o tal
vez además es encomendarse al simulacro del Diablo que Dios, para
tentarlos, les envía a los hombres de poca fe —o de demasiada fe, a
los crédulos que se imaginan que hay otro dios distinto de Dios. Los
propios jueces que queman a los endemoniados son víctimas de esta
tentación, ese lazo donde se enreda su justicia: porque los poseídos
no son sino una vana imagen de la falsa potencia de los demonios;
una imagen por la que el Demonio se adueña no del cuerpo de los
brujos, sino del alma de sus verdugos. A menos todavía que el propio
Dios no haya tomado el rostro de Satán para obnubilar la mente de
los que no creen en su solitaria omnipotencia; de manera que Dios si­
mulando al Diablo habría concertado el extraño desposorio entre la
bruja y su perseguidor, esas dos figuras condenadas: consagradas por
consiguiente al Infierno, a la realidad del Diablo, a este verdadero si­
mulacro de Dios que simula al Diablo. En estos codos y recodos se
multiplican los juegos peligrosos de la extrema similitud: Dios que se
asemeja tanto a Satán; Satán que imita tan bien a Dios...
Ha sido necesario nada menos que el Genio Maligno de Descar­
tes para poner término a ese gran peligro de las Identidades donde el
pensamiento del siglo xvi no había dejado de «sutilizarse». El Genio
Maligno de la 3 .a Meditación no es el resumen ligeramente realzado
de las potencias engañadoras que residen en el hombre, sino quien
más se asemeja a Dios, el que puede imitar todos Sus poderes, pro­
nunciar como El verdades eternas y hacer si quiere que 2+2=5. Es su
maravilloso gemelo. Excepto una malignidad que lo desposee de
toda existencia posible. Desde entonces la inquietud de los simula­
cros quedó en silencio. Se olvidó incluso que ellos fueron hasta el co­
mienzo de la edad clásica (véase la literatura y sobre todo el teatro ba­
rrocos) una de las grandes ocasiones de vértigo del pensamiento
occidental. Se continuó con la preocupación por el mal, por la reali­
dad de las imágenes y la representación, por la síntesis de lo diverso.
No se pensaba ya que lo Mismo pudiera hacer perder la cabeza.
Incipit Klossowski, como Zaratustra. En esta cara, un poco oscu­
ra y secreta, de la experiencia cristiana, él descubre repentinamente
LA PROSA DE ACTEÓN 183

(como si fuera su doble, tal vez su simulacro) la teofanía resplande­


ciente de los dioses griegos. Entre el innoble Macho Cabrío que se
exhibe en el Sabbat y la diosa virgen que se hurta en el frescor del
agua, el juego está invertido: en el baño de Diana, el simulacro se da
en la huida de la extrema proximidad y no en la irrupción insistente
del otro mundo; pero la duda es la misma, así como el riesgo del des­
doblamiento: «Diana pacta con un demonio intermediario entre los
dioses y los hombres para manifestarse a Acteón. Mediante su cuerpo
aéreo, el Demonio simula a Diana en su teofanía e inspira a Acteón el
deseo y la insensata esperanza de poseer a la diosa. Se convierte en la
imaginación y el espejo de Diana». Y la última metamorfosis de Ac­
teón no lo transforma en ciervo dilacerado, sino en un macho cabrío
impuro, frenética y deliciosamente profanador. Como si, en la com­
plicidad de lo divino con lo sacrilego, algo de la luz griega surcara
como un relámpago el fondo de la noche cristiana.
KIossowski se encuentra situado en el cruce de dos caminos muy
alejados y, sin embargo, semejantes de hecho, viniendo ambos de lo
Mismo, y ambos yendo tal vez allí: el de los teólogos y el de los dioses
griegos cuyo centelleante retorno anunciaba Nietzsche con urgencia.
Retorno de los dioses que es además, y sin disociación posible, el des­
lizamiento del Demonio en la tibieza de la noche: «¿Qué dirías si un
día, si una noche, un demonio se deslizara en tu más retirada soledad
y te dijera: “Esta vida, tal como la vives ahora y como la has vivido,
deberás aún vivirla una vez más e innumerables veces; y no habrá
nada nuevo en ella, sino que cada dolor y cada placer, cada pensa­
miento y cada gemido y todo lo que hay de indeciblemente pequeño
y grande en tu vida deberán regresar para ti y todo en el mismo orden
y la misma sucesión —igualmente aquella araña, este instante y yo
mismo. El eterno reloj de arena de la existencia se invierte una y otra
vez de nuevo y tú con él, oh grano del polvo del polvo”. ¿No te arro­
jarías al suelo rechinando los dientes, maldiciendo al demonio que te
habla de esa manera? O bien te ocurriría vivir un instante formidable
en el que habrías podido responderle: “Eres un dios y nunca oí nada
más divino”».20

20. Hemos subrayado demonio, yo mismo y dios. Este texto se cita en Un si fu­
neste desir, recopilación capital que contiene sobre Nietzsche páginas de una gran pro­
fundidad y permite una relectura completa de KIossowski.
184 MICHEL FOUCAULT

* * *

La experiencia de Klossowski se sitúa ahí, poco más o menos: en


un mundo donde reinaría un genio maligno que no hubiera encon­
trado a su dios, o que pudiera además hacerse pasar por Dios, o que
tal vez fuera el mismo Dios. Este mundo no sería ni el Cielo ni el In­
fierno, ni el limbo; sino nuestro mundo, así de simple. Un mundo,
por último, que sería el mismo que el nuestro excepto precisamente
que es el mismo. En este apartamiento imperceptible de lo Mismo,
encuentra su lugar de nacimiento un movimiento infinito. Este movi­
miento es perfectamente ajeno a la dialéctica; porque no se trata de la
experiencia de la contradicción, ni del juego de la identidad primero
afirmada y más tarde negada: la igualdad A=A se anima con un mo­
vimiento interior y sin fin que aleja cada uno de los dos términos de
su propia identidad y los remite uno a otro por el juego (la fuerza y la
perfidia) de ese mismo apartamiento. De manera que desde esa afir­
mación no puede engendrarse ninguna verdad; pero está abriéndose
un espacio peligroso donde los discursos, las fábulas, los ardides en­
trampantes y entrampados de Klossowski van a encontrar su lengua­
je. Un lenguaje para nosotros tan esencial como el de Blanchot y de
Bataille, puesto que a su vez nos enseña cómo lo más grave del pen­
samiento debe encontrar fuera de la dialéctica su ligereza iluminada.
A decir verdad, ni Dios ni Satán se manifiestan nunca en este es­
pacio. Ausencia estricta que es además su entrelazamiento. Pero ni
uno ni otro son nombrados, tal vez porque ellos son «los que lla­
man», no recordados. Es una región estrecha y numinosa, todas las fi­
guras están en ella como índice de algo. Se atraviesa en ella el espacio
paradójico de la presencia real. Presencia que no es real sino en la me­
dida en que Dios se ha ausentado del mundo, dejando en él solamen­
te una huella y un vacío, de manera que la realidad de esta presencia
es la ausencia en que se asienta y en la que mediante la transustancia-
ción se irrealiza. Numen quod habitat simulacro.
Por esto Klossowski apenas está de acuerdo con Claudel o Du
Bos21 al emplazar a Gide a convertirse; bien sabe él que se engañaban

21. Gide. Du Bos et le Dentón, en Un si funeste désir, París, Gallimard, «Collec-


tion blanche», 1963, págs. 37-54, y «En marge de la correspondance de Claudel et de
Gide», ibíd., págs. 55-88. [Klossowski, Pierre, Tan funesto deseo, trad. de Mauro Ar­
miño, Ed. Taurus, Madrid, 1980, págs. 31-41.]
LA PROSA DE ACTEÓN 185

los que ponían a Dios en un extremo y al Diablo en otro, hacién­


dolos combatir en carne y hueso (un dios de hueso contra un diablo de
carne), y que Gidc estaba más cerca de tener razón cuando vuelta
tras vuelta se aproximaba y se escabullía, desempeñando ante la pe­
tición de los otros el simulacro del diablo, pero no sabiendo, al ha­
cerlo, si era su juguete, su objeto, su instrumento, o si no era tam­
bién el elegido de un dios avisado y astuto. Quizás la esencia de la
salvación no es anunciarse por signos, sino operarse en la profundi­
dad de los simulacros.
Y puesto que todas las figuras que Klossowski dibuja y pone en
movimiento en su lenguaje son simulacros, es preciso escuchar bien
esta palabra en la resonancia que ahora podemos darle: vana imagen
(opuesta a la realidad); representación de algo (en la que eso se dele­
ga, se manifiesta, pero se retira y en un sentido se oculta); mensaje
que lleva a tomar un signo por otro;22 signo de la presencia de una di­
vinidad (y posibilidad recíproca de tomar ese signo por su contrario);
venida simultánea del Mismo y del Otro (simular es, originariamen­
te, venir ensemble [juntos])23. Así se establece esta constelación pro­
pia de Klossowski, y maravillosamente rica: simulacro, similitud, si­
multaneidad, simulación y disimulo.

-U Jj. «.Ij.

Para los lingüistas, el signo no retiene su sentido más que por el


juego y la soberanía de todos los otros signos. No tiene relación autó­
noma, natural o inmediata con lo que significa. Vale no solamente en
función de su contexto, sino también por toda una extensión virtual
que se despliega como en punteado sobre el mismo plano que él: está
constreñido a decir lo que dice mediante aquel conjunto de signifi­
cantes que definan la lengua en un momento dado. En el dominio de
lo religioso, se encuentra frecuentemente un signo de una estructura
completamente distinta: lo que dice lo dice por una profunda perte­
nencia al origen, por una consagración. No un árbol en la Escritura,

22. Marmontel decía admirablemente: «Fingir expresaba los mensajes del senti­
miento y el pensamiento» (CEuvres, París, Verdiére, 1819, t. X, pág. 431).
23. El castellano, a diferencia del francés ensemble, no puede mantener esta rela­
ción de «juntos» o «conjunto» con el simulare latino. fN. de T.].
186 MICHEL FOUCAULT

no una planta viva o desecada que remite al árbol de la Cruz —sino a


aquella madera tallada en el Primer Arbol a cuyo pie ha sucumbido
Adán. Semejante figura se escalona en profundidad a través de for­
mas movedizas, lo que le confiere al signo esa doble y extraña pro­
piedad de no designar ningún sentido, sino de referirse a un modelo
(a uno simple, del cual sería su doble, pero que lo recobraría en sí
como su difracción y su transitorio desdoblamiento) y estar ligado a
la historia de una manifestación que nunca está acabada; en esta his­
toria, el signo se puede remitir siempre a un nuevo episodio en el que
un simple aún más simple, un modelo más primordial (pero ulterior
en la Revelación) aparecerá dándole un sentido totalmente contrario:
de este modo el árbol de la Caída se ha convertido un día en lo que
siempre fue, el de la Reconciliación. Un signo así es a la vez profético
e irónico: está suspendido por completo de un porvenir que repite
por adelantado y que a su vez lo repetirá a plena luz; dice esto, luego
aquello, o más bien decía ya, sin que se haya podido saber, esto
y aquello. En su esencia es simulacro —diciéndolo todo simultánea­
mente y simulando sin cesar algo distinto de lo que dice. Ofrece una
imagen dependiente de una verdad siempre en retroceso —-fabula\
liga en su forma, como un enigma, los avalares de la luz que le acae­
cerá —fatum. Fabula y fatum que remiten ambos a la enunciación
primera de donde vienen, a esa raíz que los latinos escuchan como
habla, y donde los griegos ven además la esencia de la visibilidad lu­
minosa.24
Sin duda hay que establecer una partición rigurosa entre signos
y simulacros. No competen a la misma experiencia, incluso si a ve­
ces les ocurre que se superpongan. Y es que el simulacro no deter­
mina un sentido; es del orden del aparecer en el estallido del tiem­
po: iluminación del Mediodía y eterno retorno. Tal vez la religión
griega sólo conocía los simulacros. Los sofistas primero, después los
estoicos y los epicúreos han querido leer estos simulacros como sig­
nos, lectura tardía donde los dioses griegos se han borrado. La exé-
gesis cristiana, cuya patria es alejandrina, ha heredado esta inter­
pretación.

24. tabula y fatum son palabras derivadas del verbo latino fari [hablar], el cual,
a su vez, procede del griego <J>r]|ií [hablar], de la misma raíz que 0aívco [mostrar, hacer
visible, sacar a la luz]. [N.de T.]
LA PROSA DE ACTEÓN 187

En el gran rodeo que hoy es el nuestro y por el que procuramos


circunvalar todo el alejandrinismo de nuestra cultura, Klossowski es
quien, desde el fondo de la experiencia cristiana, ha vuelto a encon­
trar los prodigios y las profundidades del simulacro, más allá de to­
dos los juegos de ayer: los del sentido y del sinsentido, del significan­
te y del significado, del símbolo y del signo. Eso es sin duda lo que le
da a su obra su sesgo cultual y solar por cuanto que en ella se vuelve
a encontrar aquel movimiento nietzscheano donde se trata de Diony-
sos y el Crucificado (ya que son, Nietzsche lo ha visto, simulacros uno
del otro).
El reino de los simulacros obedece, en la obra de Klossowski, a
reglas precisas. El vuelco de las situaciones se hace en un momento y
del pro al contra de un modo casi policial (los buenos se convierten
en malvados, los muertos reviven, los rivales se revelan cómplices, los
verdugos son sutiles salvadores, los encuentros están preparados
desde tiempo atrás, las frases más banales tienen doble significado).
Cada vuelco parece estar hecho en el camino de una epifanía; pero en
realidad cada exploración hace más profundo el enigma, multiplica la
incertidumbre, y no desvela un elemento sino para velar la relación
que existe entre todos los demás. Pero lo más singular y difícil del
asunto es que los simulacros no son cosas ni huellas, ni esas bellas for­
mas inmóviles que eran las estatuas griegas. Los simulacros, aquí, son
seres humanos.
El mundo de Klossowski es avaro de objetos; éstos todavía no
forman más que tenues repetidores entre los hombres cuyo doble son
y algo así como su pausa precaria: retratos, fotografías, vistas este­
reoscópicas, firmas en cheques, corsés abiertos que son como la cás­
cara vacía y rígida aún de un talle. En contrapartida, los Hombres-Si­
mulacros proliferan: todavía poco numerosos en Roberte * se
multiplican en La Révocation ** y sobre todo en Le Souffleur
*** has­

* Klossowski, P., Roberte, ce soir, en Les Lois de 1‘hospitalité, Gallimard, col.


«Le Chemin», 1965. [Klossowski, Pierre, Robería esta noche, trad. de Michéile Alban
y Juan García Ponce, Ed. Montesinos, Barcelona, 1989.]
** Klossowski, P., La Révocation de Védil de Nantes, en Les Lois de Vhospitalilé,
Gallimard, col. «Le Chemin», 1965. [Trad. de Michéile Alban y Juan García Ponce,
Ed. Montesinos, Barcelona, 1989.]
*** Klossowski, P., Le Souffleur ou le Thédtre de la société, en Lcr Lois de l'hos-
pitalité, Gallimard, col. «Le Chemin», 1965.
188 MICHEL FOUCAULT

ta el punto de que este texto, casi desprovisto de cualquier decorado,


de cualquier materialidad que pudiera traer signos estables y ofertas
a la interpretación, no forma apenas sino una encajadura sucesiva de
diálogos. Y es que los hombres son simulacros mucho más vertigino­
sos que los rostros pintados de las divinidades. Son seres perfecta­
mente ambiguos puesto que hablan, hacen gestos, envían guiños, agi­
tan sus dedos y se asoman a las ventanas como semáforos (¿para
lanzar signos o dar la impresión de que los envían es, entonces, por lo
que hacen solamente simulacros de signos?).
Con tales personajes uno no tiene que habérselas con los seres
profundos y continuos de la reminiscencia, sino con seres encomen­
dados, como los de Nietzsche, a un profundo olvido, que permite en
el «sub-venir» el surgimiento de lo Mismo. Todo en ellos se fragmen­
ta, destella, se ofrece y se retira en un instante; pueden de hecho estar
vivos o muertos, poco importa; el olvido en ellos vela por lo Idéntico.
No significan nada, se simulan a sí mismos: Vittorio y von A., el tío
Florence y el monstruoso marido, Théodore que es K., Roberte sobre
todo que simula a Roberte en la distancia ínfima, infranqueable, por
la que Roberte es tal como es, esta noche.

* * *

Todas estas figuras-simulacros giran sobre su eje sin moverse del


sitio: los depravados se convierten en inquisidores, los seminaristas
en oficiales nazis, los turbios perseguidores de Théodore Lacase se
vuelven a encontrar en un semicírculo amistoso alrededor de la cama
de K. Esas torsiones instantáneas se producen por el solo juego de los
«alternadores» de experiencia. Estos alternadores son en las novelas
de Klossowski las únicas peripecias, pero en el estricto sentido de la
palabra: lo que asegura el rodeo y el retorno. Así: la prueba-provoca­
ción (la piedra de la verdad que es al mismo tiempo la tentación de lo
peor: el fresco de la Vocation
* la tarea sacrilega confiada por von A.);
la inquisición sospechosa (los censores que se hacen pasar por viejos
depravados, como Malagrida, o el psiquiatra de oscuras intenciones):

* Klossowski, P., La Vocation suspendue, París, Gallimard, «Collection blan-


che», 1950. [Klossowski, Pierre, La vocación suspendida, trad. de Michélle Alban y
Juan García Ponce, Ed. Era, México, 1976.]
LA PROSA DE ACTEÓN 189

el complot a dos bandos (la red de «resistencia» que ejecuta el doctor


Rodin). Pero, sobre todo, las dos grandes configuraciones que alter­
nan su apariencia son la hospitalidad y el teatro: dos estructuras que
se enfrentan en simetría invertida.
El huésped (la palabra ya se arremolina sobre su eje interior, di­
ciendo una cosa y su complementaria), el huésped ofrece lo que po­
see, porque no puede poseer más que lo que declara —lo que está ahí
frente a sus ojos y para todos. Es, como se dice con una palabra ma­
ravillosa por lo equívoca, «mirado».25 Subrepticiamente y con toda
avaricia, esta mirada que da entresaca su parte de gozo y confisca con
toda soberanía una cara de las cosas por las que sólo él mira. Pero esta
mirada tiene el poder de ausentarse, de dejar vacío el sitio que ocupa
y de ofrecer lo que rodea de atenciones con su avidez. De manera que
su regalo es el simulacro de una ofrenda, desde el momento en que no
conserva de lo que da sino su frágil silueta distante, su simulacro visi­
ble. En Le Souffleur, el teatro sustituye a esta mirada que da, del mis­
mo modo que reinaba en Roberte y en La Révocation. El teatro impo­
ne a Roberte el papel de Roberte: es decir, que tiende a reducir la
distancia interior que se abría en el simulacro (bajo el efecto de la mi­
rada que da) y hacer que la propia Roberte habite su doble que ha
desatado Théodore (acaso K.). Pero si Roberte interpreta su papel
con naturalidad (lo que le sucede por lo menos en una réplica), eso
no es más que un simulacro de teatro, y si en cambio Roberte recita
con torpeza su texto, es Roberte-Roberte la que se escabulle bajo una
pseudoactriz (y que es mala en la medida en que no es actriz sino Ro­
berte). Por eso, sólo puede interpretar ese papel un simulacro de
Roberte que se le parece tanto que la propia Roberte es quizás ese si­
mulacro. Así pues, es preciso que o bien Roberte tenga dos existencias,
o bien que haya dos Roberte con una existencia; es preciso que sea
puro simulacro de sí. En la mirada [regará], es el Mirado [Regardant]

25. Regardant significa a la vez «el que mira» y «agarrado» o «tacaño». La pala­
bra española «mirado», como cuando se dice de alguien que es muy mirado con sus co­
sas, puede servir para decir lo mismo: alguien que mira, y que mira por lo suyo, y que
es visto mirando así. Pero, también, regarder es re-garder, lo que nos lleva, por un lado,
por el camino de la reduplicación o de los dobles tan frecuente en Foucault, y, por otro
lado, nos devuelve a la misma raíz de guetter (el alemán warten [aguardar]) de la que
ya se hablaba en nota anterior, abriéndonos paso hacia el «acecho», la «guarda» o la
«espera». [N. de T.]
190 MICHEL FOUCAULT

quien se desdobla (y hasta la muerte); en la escena del falso teatro, es


la Mirada [Regardée] la que está alcanzada por una irreparable esci­
sión ontológica.26
Pero, tras todo este gran juego de experiencias alternantes que
hacen parpadear los simulacros, ¿hay un Operador absoluto que por
este conducto envía signos enigmáticos? En La Vocation suspendue
parece que todos ios simulacros y sus alternancias estuvieran organi­
zados en torno a una llamada superior que se hiciera oír en ellos, o
acaso, además, permaneciera mudo. En los textos siguientes, este
Dios imperceptible, pero que llama, ha sido reemplazado por dos fi­
guras visibles, o más bien dos series de figuras que están en relación
con los simulacros a la vez en el mismo plano y en perfecto desequili­
brio: desdoblantes y doblados. En un extremo, la dinastía de los per­
sonajes monstruosos, en el límite de la vida y de la muerte: el profesor
Octave, o aún ese «maestro venerable» al que se le ve al principio de
Le Souffleur encargarse de las agujas de una estación de las afueras, en
un vasto vestíbulo de vidrio anterior o posterior a la existencia. Pero,
¿interviene este «operador» verdaderamente? ¿Cómo anuda la tra­
ma? ¿Quién es con precisión? ¿El Maestro, el tío de Roberte (el que
tiene dos rostros), el doctor Rodin (el que ha muerto y resucitado), el
aficionado a los espectáculos estereoscópicos, el fisioterapeuta (que
amolda y amasa los cuerpos), K. (que roba las obras y quizás la mujer
de los demás, a menos que no dé la suya), Théodore Lacase (que
hace que Roberte actúe)? ¿O el marido de Roberte? Inmensa genealo­
gía que va desde el Todopoderoso hasta aquel que está crucificado en
el simulacro que es (puesto que él, que es K., dice «yo» cuando habla
Théodore). Pero, en el otro extremo, también ella, Roberte, es la gran
operadora de los simulacros. Sin parar, con sus manos, con sus largas
y bellas manos, acaricia hombros y cabellos, alumbra deseos, vuelve a
llamar a antiguos amantes, desprende un corsé de lentejuelas o el uni­
forme de las salutistas, se entrega a soldados o busca por las miserias
ocultas. Es ella sin ninguna duda la que difracta a su marido en todos
los personajes monstruosos o lamentables en que se dispersa. Ella es
legión. No la que siempre dice no. Sino la que, a la inversa, sin cesar
dice sí. Un sí bifurcado que alumbra ese espacio del entredós en que

26. Aquí se encuentra, pero como forma pura y en el juego desprovisto de orna­
mento del simulacro, el problema de la presencia rea! y de la transustanciación.
LA PROSA DE ACTEÓN 191

cada uno está del lado de sí. No decimos Roberte-el-Diablo y Théo-


dore-Dios. Sino que decimos más bien que uno es el simulacro de
Dios (el mismo que Dios, luego el Diablo) y que la otra es el simula­
cro de Satán (el mismo que el Maligno, luego Dios). Pero uno es el
Inquisidor-desairado (irrisorio buscador de signos, intérprete obsti­
nado y siempre decepcionado: porque no hay signos, sino únicamen­
te simulacros) y la otra es la Santa-Bruja (siempre a punto de partir
hacia un Sabbat donde su deseo invoca en vano los seres, porque no
hay nunca hombres, sino solamente simulacros). Pertenece a la natu­
raleza de los simulacros el no soportar ni la exégesis que cree en los
signos ni la virtud a la que le gustan los seres.
Los católicos escrutan los signos. Los calvinistas no confían en
ellos porque creen solamente en la elección de las almas. Pero, ¿y si
no fuéramos ni signos ni almas, sino simplemente los mismos que no­
sotros mismos (ni hilos visibles de nuestras obras, ni predestinados) y
por tal camino descuartizados en la distancia en sí del simulacro?
¡Pues bien! los signos y el destino de los hombres no tendrían ya pa­
tria común, el Edicto de Nantes habría sido revocado, y en lo suce­
sivo estaríamos en el vacío dejado por la partición de la teología
cristiana;27 en esta tierra desierta (o rica quizás por ese abandono)
podríamos prestar oídos a las palabras de Hólderlin: Zeichen sind
wir, bedeutunglos, y acaso, más allá todavía, a todos aquellos grandes
y fugitivos simulacros que los dioses hacían centellear al sol naciente,
o como grandes arcos de plata en el fondo de la noche.
Por esto Le Bain de Diane
* es sin duda, de entre todos los textos
de Klossowski, el más cercano a esta luz resplandeciente, pero tan
sombría para nosotros, de donde nos llegan los simulacros. Se en­
cuentra en esa exégesis de una leyenda, una configuración semejante
a la que organiza los demás relatos, como si todos ellos encontraran
allí su gran modelo mítico: un fresco anunciador como en La Voca-
tion\ Acteón sobrino de Artemisa, como Antoine lo es de Roberte;

27. Cuando Roberte, calvinista, viola, para salvar a un hombre, un tabernáculo


donde no se oculta para ella la presencia real, es agarrada bruscamente, a través de ese
templo minúsculo, por dos manos que son las suyas mismas: en el vacío del signo y de
la obra, triunfa el simulacro de Roberte desdoblada.
* Klossowski, P., Le Bain de Diane, París, Jean-Jacques Pauvert, 1950. [Klos-
sowski, Pierre, El baño de Diana, trad. de Ma Dolores Díaz Vaillagou, Ed. Tecnos, Ma­
drid, 1990.]
192 MICHEL FOUCAULT

Dionysos tío de Acteón, y antiguo señor de la embriaguez, del desga­


rramiento, de la muerte renovada sin cesar, de la perpetua teofanía;
Diana desdoblada por su propio deseo, Acteón metamorfoseado a la
vez por el suyo y el de Artemisa. Y, sin embargo, en este texto dedi­
cado a la interpretación de una leyenda lejana y de un mito de la an­
tigüedad (el hombre castigado por haber intentado acercarse a la di­
vinidad desnuda) la ofrenda se hace a lo más cercano. Allí los cuerpos
son jóvenes, bellos, intactos; huyen uno hacia el otro en la más abso­
luta certidumbre. Lo que sucede es que el simulacro se da aún con su
frescor chispeante, sin recurrir al enigma de los signos. Las fantasías
son en él acogida de la apariencia en la luz de origen. Pero es un ori­
gen que, desde su propio movimiento, retrocede a una lejanía inacce­
sible. Diana en el baño, la diosa hurtándose en el agua en el momen­
to en que se ofrece a la mirada, no es solamente el desvío de los dioses
griegos, es el momento en que la unidad intacta de lo divino «refleja
su divinidad en un cuerpo virginal», y por ahí se desdobla en un de­
monio que la hace, a distancia de sí misma, aparecer casta y la ofrece
al mismo tiempo a la violencia del Macho Cabrío. Y cuando la divi­
nidad deja de centellear en los calveros para desdoblarse en la apa­
riencia en que sucumbe justificándose, sale del espacio mítico y entra
en el tiempo de los teólogos. La huella deseable de los dioses se refu­
gia (se pierde tal vez) en el tabernáculo y en el juego ambiguo de los
signos.
Entonces la pura habla del mito deja de ser posible. ¿Cómo trans­
cribir a partir de ahora en un lenguaje parecido al nuestro el orden
perdido pero insistente de los simulacros? Habla forzosamente im­
pura que saca tales sombras a la luz, y quiere restituir a todos estos si­
mulacros, en la otra orilla, algo que sería como un cuerpo visible, un
signo o un ser. üam dirá cupido.2* Este es el deseo que la diosa ha
puesto en el corazón de Acteón en el momento de la metamorfosis y
de la muerte: si puedes describir la desnudez de la diosa, tú verás.
El lenguaje de KIossowski es la prosa de Acteón: habla transgre-
sora. ¿No lo es acaso cualquier habla, cuando negocia con el silencio?

28. Virgilio, Eneida, Libro VI, v. 720 : «¿De dónde les viene a estas desgracia­
das tan funesto deseo de luz?», le pregunta Eneas en los infiernos a su padre, ante el
espectáculo de las almas bebiendo las aguas del Leteo para reencarnarse de nuevo. ¿N.
de T.]
LA PROSA DE ACTEÓN 193

Gide y muchos otros con él querían transcribir un silencio puro en un


lenguaje puro, no viendo sin duda que tal habla sólo recibe su pureza de
un silencio más profundo que no nombra y que habla en ella, a pesar
suyo —haciéndola por ese camino turbia e impura.29 Sabemos ahora,
después de Bataille y de Blanchot, que el lenguaje le debe su poder de
transgresión a una relación contraria, la de un habla impura con un si­
lencio puro, y que en el espacio indefinidamente recorrido de esa impu­
reza es donde el habla puede dirigirse a un silencio así. En Bataille, la es­
critura es una consagración deshecha; una transustanciación ritualizada
en sentido contrario, donde la presencia real vuelve a convertirse en
cuerpo yacente y se halla reconducida al silencio en un vómito. El len­
guaje de Blanchot se dirige a la muerte: no para triunfar sobre ella con
palabras de gloria, sino para mantenerse en esa dimensión órfica donde
el canto, hecho posible y necesario por la muerte, no puede nunca mirar
a la muerte cara a cara ni hacerla visible: de manera que le habla y habla
de ella en una imposibilidad que lo encomienda al infinito del murmullo.
Klossowski conoce estas formas de la transgresión. Pero las recu­
pera en un movimiento que le es propio: trata su propio lenguaje como
un simulacro. La Vocation suspendue es un comentario simulado de un
relato que es él mismo simulacro, puesto que no existe o más bien resi­
de por completo en el comentario que se hace de él. De modo que en
una sola capa de lenguaje se abre esa distancia interior de la identidad
que le permite al comentario de una obra inaccesible darse en la pre­
sencia misma de la obra y a la obra escabullirse en ese comentario que
es sin embargo su única forma de existencia: misterio de la presencia
real y enigma de lo Mismo. La trilogía de Roberte está tratada de forma
diferente, por lo menos en apariencia: fragmentos de diarios, escenas
dialogadas, largas conversaciones que parecen inclinar el habla hacia la
actualidad de un lenguaje inmediato y sin altos vuelos. Pero entre estos
tres textos se establece una relación compleja. Roberte ce soir existe ya
en el interior del propio texto, ya que éste cuenta la decisión de censu­
ra tomada por Roberte contra uno de los episodios de la novela. Pero
este primer relato existe también en el segundo que lo impugna desde
el interior por medio del diario de Roberte, y después en el tercero
donde se ve cómo se prepara su representación teatral, representación

29. Sobre el habla y la pureza, véase La Messe de Georges Bataille, en Un sifunes­


te désir, págs. 123-125. [Klossowski, Pierre, Tan funesto deseo, ob. cit., págs. 93-95.]
194 NÍICHEL FOUCAULT

teatral que se desvanece en el texto mismo de Le Souffleur, donde Ro­


berte, llamada a dar vida a Roberte desde su presencia idéntica, se des­
dobla en un boquete irreductible. Al mismo tiempo, el narrador del
primer relato, Antoine, se dispersa en el segundo entre Roberte y Oc­
tave, y después se disemina en la multiplicidad de Le Souffleur, donde
quien habla es, sin que se sepa determinarlo, o bien Théodore Tacase,
o bien K., su doble, que se hace pasar por él, quiere atribuirse sus libros
y se encuentra finalmente en su lugar, o bien quizás también el Viejo,
que vela por las agujas y sigue siendo el invisible Apuntador de todo
este lenguaje. Apuntador ya muerto. ¿Apuntador-Apuntado, acaso
Octave que habla de nuevo más allá de la muerte?
Ni unos ni otros, sin lugar a dudas, sino seguramente esa super­
posición de voces que se «soplan» unas a otras: insinuando sus pala­
bras en el discurso del otro y animándolo sin cesar con un movimien­
to, con un «pneuma» que no es el suyo; pero soplando también en el
sentido de un aliento, de una expiración que apaga la luz de una bu­
jía; soplando finalmente en el sentido en que uno se adueña de una
cosa destinada a otro (soplarle su lugar, su papel, su situación, su mu­
jer). De este modo, a medida que el propio lenguaje de Klossowski se
recoge, saca de quicio lo que acaba de decir en la voluta de un nuevo
relato (hay tres, tantos como espirales en la escalera de caracol que
adorna la cubierta de Le Souffleur), el sujeto hablante se dispersa en
voces que se soplan, se sugieren, se apagan, se reemplazan unas a
otras —dispersando el acto de escribir y al escritor en la distancia del
simulacro donde se pierde, respira y vive.
De ordinario, cuando un autor habla de sí mismo como autor, es
según la confesión del «diario» que dice la verdad cotidiana —esa im­
pura verdad en un lenguaje sin ornamento y puro. Klossowski inven­
ta, en esta recuperación de su propio lenguaje, en ese retroceso que
no se inclina hacia ninguna intimidad, un espacio de simulacro que es
sin duda el lugar contemporáneo, pero aún oculto, de la literatura.
Klossowski escribe una obra, una de esas raras obras que descubren:
uno se percata en ella de que el ser de la literatura no concierne ni a
los hombres ni a los signos, sino a este espacio del doble, este vacia­
do del simulacro donde el cristianismo se ha encantado con su De­
monio y donde los griegos han temido la presencia centelleante de los
dioses con sus flechas. Distancia y proximidad del Mismo donde no­
sotros en particular, ahora, encontramos nuestro único lenguaje.
EL LENGUAJE DEL ESPACIO

Escribir, durante siglos, ha estado regido por el tiempo. El relato


(real o ficticio) no era la única forma de esta pertenencia, ni la más
cercana a lo esencial; es incluso probable que haya ocultado su pro­
fundidad y su ley, en el movimiento que parece manifestarlas mejor.
Hasta el punto de que eximiendo al relato de su orden lineal, del gran
juego sintáctico de la concordancia de los tiempos, se ha creído que
se relevaba al acto de escribir de su vieja obediencia temporal. De he­
cho, el rigor del tiempo no se ejercía en la escritura por medio de la
oblicuidad de lo que ella escribía, sino en su espesor mismo, en lo que
constituía su ser singular —eso incorporal. Dirigiéndose o no al pa­
sado, sometiéndose al orden de las cronologías o aplicándose a desa­
nudarlas, la escritura estaba atrapada en una curva fundamental que
era la del retorno homérico, pero también la del cumplimiento de las
profecías judías. Alejandría, que es nuestro lugar de nacimiento, ha­
bía prescrito este círculo a todo el lenguaje occidental; escribir era re­
tornar, era regresar al origen, reiterarse desde el primer momento; era
estar de nuevo por la mañana. De allí, la función mítica, hasta no­
sotros, de la literatura; de allí, su relación con lo antiguo; de allí, el
privilegio que ha concedido a la analogía, a lo mismo, a todas las ma­
ravillas de la identidad. De allí, sobre todo, una estructura de repeti­
ción que designaba su ser.
El siglo xx es quizás la época en la que se desanudan tales paren­
tescos. El retorno nietzscheano ha cerrado de una buena vez la curva
de la memoria platónica, y Joyce ha vuelto a cerrar la del relato ho­
mérico. Lo que no nos condena al espacio como a la única otra posi­
bilidad demasiado tiempo descuidada, pero desvela que el lenguaje
es (o, quizás, ha llegado a ser) cosa de espacio. Que lo describe o lo
196 MICHEL FOUCAULT

recorre no es aquí lo más esencial. Y si el espacio es en el lenguaje de


hoy la más obsesiva de las metáforas, no es que ofrezca en adelante el
único recurso; pero en el espacio es donde el lenguaje desde el prin­
cipio se despliega, se desliza sobre sí mismo, determina sus eleccio­
nes, dibuja sus figuras y sus traslaciones. En él es donde se transpor­
ta —donde su ser mismo se «metaforiza».
El aparte, la distancia, el intermedio, la dispersión, la fractura, la
diferencia no son los temas de la literatura de hoy; sino aquello en
lo que el lenguaje ahora nos es dado y viene hasta nosotros: lo que hace
que hable. No les ha entresacado estas dimensiones a las cosas para
restituir su análogo y algo así como su modelo verbal. Ellas son co­
munes a las cosas y a él mismo: el punto ciego de donde nos llegan las
cosas y las palabras en el momento en que van a su punto de encuen­
tro. Esta «curva» paradójica, tan diferente del retorno homérico o de
la consumación de la Promesa, es sin duda por ahora lo impensable
de la Literatura. Es decir, lo que la hace posible en los textos en que
podemos leerla hoy día.

JL. ~U -U

La veille de Roger Laporte 31* se mantiene en el punto más cercano


a esa «región» a la vez pálida y temible. Está señalada en ella como
una prueba: peligro y comprobación, abertura que instaura pero que
queda con la boca abierta, cercanía y lejanía. Lo que impone de este
modo su inminencia, pero de pronto y tanto más cuanto que se des­
vía, no es el lenguaje. Sino un sujeto neutro, «él» sin rostro por el que
cualquier lenguaje es posible. Escribir sólo está dado si él no se retira
en lo absoluto de la distancia: pero escribir se vuelve imposible cuan­
do él amenaza con todo el peso de su extrema proximidad. En esta
separación llena de peligros, no puede haber (no más que en el Em­
pédocles de Hólderlin) ni Centro, ni Ley, ni Medida. Porque nada
está dado sino la distancia y la vigilia del acechante abriendo los ojos
al día que aún no está allí. De un modo luminoso, y absolutamente re­
servado, este él dice la medida sin medida de la distancia en vela don­
de habla el lenguaje. La experiencia contada por Laporte como el pa­
sado de una prueba es eso mismo en que está dado el lenguaje que la30

30. Roger Laporte, La veille, ob. cit., Gallimard, 1963.


EL LENGUAJE DEL ESPACIO 197

cuenta; es el pliegue en que el lenguaje redobla la distancia vacía de


donde nos viene y se separa de sí en la cercanía de esta distancia a la
cual le corresponde, a él solo, velar.
En este sentido, la obra de Laporte, en la vecindad de Blanchot,
piensa lo impensado de la Literatura y se acerca a su ser por la
transparencia de un lenguaje que no busca tanto alcanzarlo como
acogerlo.

Novela adánica. Le procés-verbal^ es también una vigilia, pero en


la luz del pleno mediodía. Extendido en la «diagonal del cielo»,
Adam Pollo está en el punto en que las caras del tiempo se repliegan
una sobre otra. Es quizás, al comienzo de la novela, un evadido de la
prisión donde está encerrado al final; acaso viene del hospital cuya
concha de nácar, pintada de blanco y de metal, vuelve a encontrar en
las últimas páginas. Y la anciana sofocada que asciende hacia él, con
toda la tierra como aureola alrededor de la cabeza es sin duda, en el
discurso de la locura, la joven que, al comienzo del texto, ha trepado
hasta su casa abandonada. Y en este repliegue del tiempo, nace un es­
pacio vacío, una distancia aún no nombrada donde el lenguaje se pre­
cipita. En la cumbre de esta distancia que es pendiente, Adam Pollo
es como Zaratustra: desciende hacia el mundo, la mar, la ciudad. Y
cuando asciende de nuevo a su antro, no son el águila y la serpiente,
inseparables enemigos, círculo solar, quienes lo esperan; sino la sucia
rata blanca que desgarra a cuchilladas y pone a pudrirse en un sol de
espinas. Adam Pollo es un profeta en un sentido singular: no anuncia
el Tiempo; habla de aquella distancia que lo separa del mundo (del
mundo que «le ha salido de la cabeza a fuerza de ser mirado») y, por
la marea de su discurso demente, el mundo refluirá hasta él, como un
gran pez remontando la corriente, lo engullirá y lo tendrá encerrado
por tiempo indefinido e inmóvil en la habitación cuadriculada de un
asilo. Encerrado en sí mismo, el tiempo se reparte ahora sobre ese
tablero de barrotes y de sol. Enrejado que es tal vez la reja del len­
guaje.

31. Le Clezio, J. M. G., Le procés-verbal, París, Gallimard, col. «Le Chemin», 1963.
198 MICHEL FOUCAULT

i* V'

La obra entera de Claude Ollier es una investigación del espacio


común al lenguaje y a las cosas; en apariencia, ejercicio para ajustar en
los espacios complejos de los paisajes y de las ciudades largas frases
pacientes, deshechas, reiniciadas y hechas bucles en los movimientos
incluso de una mirada o de un camino. A decir verdad, la primera no­
vela de Ollier, La mise en scéne, revelaba va entre lenguaje y espacio
una relación más profunda que la de una descripción o un alzado: en
el círculo dejado en blanco de una región no cartografiada, el relato
había alumbrado un espacio preciso, poblado, surcado por aconteci­
mientos donde quien los describía (alumbrándolos) se hallaba com­
prometido y como perdido; porque el narrador había tenido un «do­
ble» al que, en ese mismo lugar inexistente hasta él, habían matado a
través de un encadenamiento de hechos idénticos a los que se trama­
ban a su alrededor: de manera que ese espacio aún no descrito nunca
no era nombrado, relatado, medido, sino al precio de un redobla­
miento mortífero; el espacio accedía al lenguaje por un «tartamudeo»
que abolía el tiempo. El espacio y el lenguaje nacían juntos, en el Le
Maintien de l’ordre, de una oscilación entre una mirada que se mira­
ba vigilada y una doble mirada obstinada y muda que la vigilaba y era
sorprendida vigilándola por medio de un juego constante de retrovi-
sión.
Été indienL obedece a una estructura octagonal. El eje de abci-
sas es el coche que desde el final de su capó corta en dos la extensión
de un paisaje, es el paseo a pie o en coche por la ciudad; son los tran­
vías o los trenes. Para la vertical de las ordenadas, hay la subida por
la cara de la pirámide, el ascensor en el rascacielos, el belvedere que
domina desde lo alto la ciudad. Y en el espacio abierto por estas per­
pendiculares, todos los movimientos compuestos se despliegan: la
mirada que gira, aquel que se sumerge en la extensión de la ciudad
como en un plano; la curva del avión a reacción que se lanza por en­
cima de la bahía y más tarde vuelve a descender hacia los suburbios.
Además, algunos de estos movimientos están prolongados, repercuti­
dos, desplazados o fijados por fotos, vistas fijas, fragmentos de pelí-

32. Ollier, C., Été iridien, París, Éd. de Minuit, 1963.


EL LENGUAJE DEL ESPACIO 199

culas. Pero todos están desdoblados por el ojo que los sigue, los re
lata o los realiza por sí mismo. Porque esta mirada no es neutra;
aparenta dejar las cosas allí donde están; de hecho, las «entresaca»,
desprendiéndolas virtualmente de sí mismas en su espesor, para ohli
garlas a entrar en la composición de una película que todavía no exis
te y cuyo escenario ni siquiera ha sido escogido. Son esas «vistas» no
decididas pero «con preferencia» las que, entre las cosas que ya no
son y la película que todavía no es, forman con el lenguaje la trama
del libro.
En este nuevo lugar, lo que ha sido percibido abandona su con­
sistencia, se desprende de sí, flota en un espacio y según combinacio­
nes improbables, gana la mirada que las desprende y las anuda, de
manera que penetra en ellas, se desliza en esa extraña distancia im­
palpable que separa y une su lugar de nacimiento y su pantalla final.
zAJ entrar en el avión que lo trae de nuevo a la realidad de la película
(los productores y los autores), como si hubiera entrado en ese tenue
espacio, el narrador desaparece con él —con la frágil distancia ins­
taurada por su mirada: el avión cae en una ciénaga que se vuelve a ce­
rrar sobre todas aquellas cosas vistas en este espacio «entresacado»,
no dejando encima de la perfecta superficie ahora en calma más que
flores rojas «ante ninguna mirada», y el texto que leemos— lenguaje
flotante de un espacio que ha sido engullido con su demiurgo, pero
que permanece presente aún y para siempre en todas esas palabras que
no tienen ya voz para ser pronunciadas.

Tal es el poder del lenguaje: él, que está tejido de espacio, lo sus­
cita, lo adquiere por medio de una abertura originaria y lo entresaca
para recuperarlo en sí. Pero de nuevo está encomendado al espacio:
¿dónde podría flotar y posarse sino en ese lugar que es la página, con
sus líneas y su superficie, en ese volumen que es el libro? Michel Bu­
tor, en muchas ocasiones, ha formulado las leyes y paradojas de este
espacio tan visible que el lenguaje cubre de ordinario sin manifestar­
lo. La Description de San Marco^ no busca restituir en el lenguaje el
modelo arquitectónico de aquello que la mirada puede recorrer. Pero

33. Butor, M., Description de San Marco, París, Gallimard, 1963.


200 MICHEL FOUCAULT

utiliza sistemáticamente y por su propia cuenta todos los espacios de


lenguaje que están conectados al edificio de piedras: espacios ante­
riores que éste restituye (los textos sagrados ilustrados por los fres­
cos), espacios inmediata y materialmente superpuestos a las superfi­
cies pintadas (las inscripciones y leyendas), espacios ulteriores que
analizan y describen los elementos de la iglesia (comentarios de libros
y guías), espacios vecinos y correlativos que se enganchan un poco al
azar, cogidos con alfileres por palabras (reflexiones de turistas que
miran), espacios cercanos pero cuyas miradas están giradas como a
otro lado (fragmentos de diálogos). Estos espacios tienen su lugar
propio de inscripción: rollos de manuscritos, superficie de los muros,
libros, cintas de magnetófono recortadas con tijeras. Y ese triple jue­
go (la basílica, los espacios verbales, su lugar de escritura) distribuye
sus elementos según un sistema doble: el sentido de la visita (él es la
resultante encabestrada del espacio de la basílica, de la marcha del
paseante y el movimiento de su mirada), y aquello que está prescrito
por las grandes páginas blancas en las que Michel Butor ha hecho im­
primir su texto, con cintas de palabras recortadas por la única ley de
los márgenes, otras dispuestas en versículos y otras en columnas. Y
esta organización acaso remite a ese otro espacio que es todavía el de
la fotografía... Inmensa arquitectura que obedece al orden de la basí­
lica, pero diferente absolutamente de su espacio de piedras y pinturas
—dirigido hacia él, pegado a él, atravesando sus muros, abriendo la
extensión de las palabras desaparecidas en él, añadiéndole todo
un murmullo que se le escapa o se desvía de él, haciendo brotar con un
rigor metódico los juegos del espacio verbal en las conexiones con las
cosas.
La «descripción» no es aquí reproducción, sino más bien desci­
framiento: empresa meticulosa para desencajar ese batiburrillo de
lenguajes diversos que son las cosas, para restablecer a cada uno en su
lugar natural, y hacer del libro el emplazamiento blanco donde todos,
después de la de-scripción, pueden volver a encontrar un espacio
universal de inscripción. Y ahí está sin lugar a dudas el ser del libro,
objeto y lugar de la literatura.
EL MALLARMÉ DE J.-P. RICHARD

Puesto que este libro54 tiene ya dos años de antigüedad, aquí lo


encontramos solidario de sus efectos. Aún no es descifrable la serie
de sus consecuencias, pero, por lo menos, en su figura de conjunto, sí de
las reacciones que ha provocado. Un libro no es importante por las co­
sas que remueva, sino cuando el lenguaje, a su alrededor, se desarre­
gla, habilitando un vacío que se convierte en su lugar de residencia.
No criticaré a los que han criticado a Richard. Querría solamen­
te llamar la atención sobre el aparte que se ha dibujado en el contor­
no de su texto: en sus márgenes que están en apariencia cubiertos por
los signos de la polémica, pero que, de una manera muda, definen el
blanco de su emplazamiento. Cuando se lo remite para más rigor o
actualidad a un método francamente psícoanalítico34 o a la lectura de
3536
las discontinuidades estructurales,56 ¿no sale de hecho a relucir lo que
en él está más cerca del futuro que esas mismas objeciones?, ¿acaso
no se dibuja desde el exterior el lugar nuevo desde donde repentina­
mente él, y sólo él, se ha puesto a hablar y que su lenguaje no podía
nombrar puesto que desde el origen hablaba en él?

* * *

¿De qué habla Richard exactamente? De Mallarmé. Pero he ahí


que no está en absoluto claro. El dominio en que Richard ejerce su

34. L'Umvers imaginaire de Mallarmé, París. Ed. du Seuil, 1962.


35. Mauron, C., ZVí méthaphores obsédanles au mythe personnel. Introduction á
la psychocritique, París, José Corti, 1963.
36. Genette, G-, «Bonheur de Mallarmé?», Te! Quel, o.” 10, 1962.
202 MICHEL FOUCAULT

oficio de analista es cierta cantidad de lenguaje con los límites un


poco desflecados, donde se suman poemas, prosas, textos críticos,
notas sobre la moda, palabras y temas ingleses, fragmentos, proyec­
tos, cartas, borradores. Masa inestable, a decir verdad, sin lugar pro­
pio y de la que poco se sabe qué es: ¿Opus envuelto por sus esbozos,
por sus primeros brotes, por sus ecos biográficos, por sus correspon­
dencias anecdóticas y vestimentas? ¿O bien arena de un lenguaje in­
cesante que es preciso tratar como una obra esparcida pero virtual­
mente única? ¿Se puede estudiar, en función de sí mismo y sólo en él,
este lenguaje que desborda los límites rematados de una obra en la
que, sin embargo, solamente la parte gráfica es del propio Mallarmé?
Se le ha reprochado a Richard haber sido tentado por la metáfo­
ra de la profundidad y haber querido suspender más allá de un len­
guaje en fragmentos un «espejeo de soslayo»; es decir, lo que dos­
cientos años de psicologismo nos han enseñado que está antes que el
lenguaje —algo así como el alma, la psique, la experiencia, lo vivido.
Así se habría producido en Richard un deslizamiento perpetuo hacia
Mallarmé (no ya la obra, sino el hombre), hacia su sueño, su imagina­
ción, su relación onírica con la materia, con el espacio y con las cosas,
en pocas palabras, hacia el movimiento (mitad azar, mitad destino)
de su vida. Ahora bien, ya se sabe, el análisis literario ha llegado a esa
edad adulta que lo exime de la psicología.
Por otra parte, está el reproche de inicio: ¿por qué Richard ha
acortado y como recortado sistemáticamente sus análisis? Para esta­
blecer el principio de coherencia del lenguaje mallarmeano, y el jue­
go de sus transformaciones, se ha servido de métodos casi freudianos.
Pero, ¿es posible no ir más allá? ¿Preservan los conceptos del psico­
análisis su sentido si se limita su aplicación a las relaciones del len­
guaje consigo mismo y a sus redes interiores? Desde el momento en
que se habla, a propósito de Igitur, de la experiencia depresiva de
Tournon, tiene de hecho ocasiones para quedar en precario e infun­
dado, si, preocupado por respetar la dimensión de lo literario puro,
no se utilizan las categorías ahora conocidas de la pérdida del objeto,
de la identificación y del castigo suicida. Es imposible permanecer en
estos límites indecisos, donde la obra no es ya el problema, ni aún la
psique, sino solamente, en un vocabulario un poco hegeliano, la ex­
periencia, el espíritu o la existencia.
Alrededor de estos reproches se han organizado todas las críticas
EL MALLARMÉ DE J.-P. RICHARD 203

que se han dirigido contra Richard: ia ambigüedad de una psicología


existencial, el equívoco mantenido sin cesar entre la obra y la vida, la
lenta fusión y como el empaste de las estructuras en la continuidad
temporal de sus metamorfosis, la vacilación entre el punto de vista
del significante y el del significado. Incertidumbres que llegan a resu­
mirse todas en la noción de «tema» (a la vez red manifiesta del len­
guaje, forma constante de la imaginación y muda obsesión de la exis­
tencia).
Ahora bien, el tematismo de Richard no es esta oscilación, nom­
brada y enmascarada. Es, en el orden del método, el correlato de un
nuevo objeto propuesto al análisis literario.
Hasta el siglo xix, se ha tenido de la obra de lenguaje (entendida
en su extensión) una noción al menos práctica, pero bastante clara y
bien delimitada: era el Opus, que podía comprender, además de la
obra publicada, fragmentos interrumpidos, cartas, textos postumos;
pero se les reconocía a todos cierta evidencia hoy perdida: era la del
lenguaje vuelto hacia el exterior, destinado cuando menos a una for­
ma de consumo; era lenguaje propagado. Ahora bien, el siglo xix ha
inventado la conservación documental absoluta: ha creado con los
«archivos» y la «biblioteca» un fondo de lenguaje estancado que no
está ahí sino para ser redescubierto en función de sí mismo, en su ser
bruto. Esta masa documental de lenguaje inmóvil (hecho de un
amontonamiento de borradores, fragmentos, garabatos) no es sola­
mente una adición al Opus, como un lenguaje de entorno, satélite y
balbuceante, destinado solamente a hacer que se comprenda mejor lo
que está dicho en el Opus\ no es su exégesis espontánea; pero no es
tampoco una adición a la biografía del autor, permitiendo levantar
sus secretos, o hacer que surja una trama no visible aún entre «la vida
y la obra». De hecho, lo que emerge con el lenguaje estancado es un
tercer objeto, irreductible.
Naturalmente, hace mucho tiempo que los críticos y los historia­
dores de la literatura han cogido el hábito de servirse de los docu­
mentos. El recurso al documento se ha convertido con los años en
una prescripción moral. Moral, justamente y no otra cosa. Es decir,
que si el siglo xix ha instaurado de hecho la conservación documen­
tal absoluta, el xx no ha definido todavía los dos correlatos de este
acontecimiento: el modo de tratar exhaustivamente el documento
verbal y la conciencia de que el lenguaje estancado es para nuestra
204 MICHEL FOUCAULT

cultura un objeto nuevo. Paradójicamente este objeto, tras muchos


decenios, nos ha llegado a ser familiar: y, sin embargo, nunca nadie se
ha dado cuenta claramente de que no estaba hecho de fragmentos
más ingenuos o más arcaicos que el Opus; y que tampoco era un sim­
ple monumento de la vida; que ni siquiera era el lugar de encuentro
de una obra y una existencia; en pocas palabras, que no rellenaba la
página tradicionalmente dejada en blanco en los libros antiguos entre
las últimas líneas del Elogio o de la Vida y la primera de las Obras
completas.
Esta conciencia y el método que se articularía sobre ella todavía
nos hacen falta actualmente.3' Por lo menos nos harían falta, porque
me parece que es aquí donde vienen a alojarse la originalidad del li­
bro de Richard y la solitaria dificultad de su empresa. Es fácil criti­
carlo en nombre de las estructuras o del psicoanálisis. Sucede que su
dominio no es ni el Opus ni la Vida de Mallarmé, sino ese bloque de
lenguaje inmóvil conservado, yacente, destinado no a ser consumido,
sino iluminado —y que se llama Mallarmé.
Así pues, se trata de mostrar «que los Cuentos Indios prolongan
el Soneto fúnebre, que Herodías es la hermana del Eauno y que Igitur
desemboca directamente en la Última Moda»; se desea instituir «en­
tre todas las obras particulares y todos los registros —serio, trágico,
metafísico, rebuscado, enamorado, estético, ideológico, frívolo— de
esa obra, una relación de conjunto que los obligue a esclarecerse mu­
tuamente».3738 Es decir, que antes de determinar un método de análisis
o de desciframiento, antes de optar por un «estructuralismo» o un
«psicoanálisis», antes incluso de anunciar su elección (lo que es un
signo de honestidad intelectual, pero no es en absoluto un gesto fun­
dador), Richard hace explícitamente esta diligencia esencial que con­
siste en constituir un objeto: volumen verbal abierto, puesto que toda
nueva huella encontrada podrá tener sitio en él, pero absolutamente

37. El problema es el mismo en el dominio de lo que se llama la historia de las


ideas. La conservación documental ha hecho aparecer al lado de las ciencias, las filo­
sofías, las literaturas, una masa de textos que se trata injustamente como falsas ciencias
o cuasífilosofías, u opiniones débilmente expresadas, o aun como el esbozo previo y el
reflejo ulterior de eso que va a llegar a ser y de lo que era con anterioridad literatura,
filosofía o ciencia. De hecho, se trata ahí de un objeto cultural nuevo que espera su de­
finición y su método y que rehúsa que lo traten con el modo analógico del «casi».
38. Pág. 15.
EL MALLARMÉ DE J.-P. RICHARD 205

cerrada, porque ella sólo existe como lenguaje de Mallarmé. Su ex­


tensión es casi infinita por derecho. Su comprensión, en contraparti­
da, es tan restringida como es posible: se limita al siglo mallarmeano.
* ir ir

Desde entonces, están prescritos un cierto número de caminos


que excluyen a todos los demás.
1) Ya no es cuestión de oponer ni siquiera de distinguir el fondo
y la forma. No porque se hubiera encontrado por fin el lugar de su
unidad, sino porque el problema del análisis literario se ha desplaza­
do: se trata ahora de confrontar la forma y lo informe, de estudiar el
movimiento de un murmullo. En lugar de analizar lo formal por ese
lado diurno que mira hacia el sentido, en lugar de tratarlo en su fun­
ción frontal de significante, se lo considera por su lado sombrío o noc­
turno, por esa cara de sí mismo que mira hacia su propio desenlace:
allí de donde viene y a donde va de nuevo a perderse. La forma no es
sino un modo de aparición de la no forma (el mero quizás, pero ella no
es otra cosa que esa transitoria figuración). Es preciso leer el muy be­
llo análisis que Richard ha hecho de la «Tumba» mallarmeana:39 se
trata de edificar con palabras vivientes, frágiles, pasajeras la estela le­
vantada para siempre de lo que ya no es. La «tumba», al esculpir las
palabras que él emplea, les dará muerte, convirtiéndose así doblemen­
te en forma: dice (por su sentido) la tumba, y es (por sus palabras) el
monumento. Pero no dice nunca la muerte sin decir fatalmente (por­
que está hecha de palabras reales) la resurrección en el lenguaje: la pie­
dra negra, entonces, se volatiliza; sus valores se invierten; su mármol
que era sombrío bajo el cielo claro se convierte en fulgor infinito por
la noche; es ahora fulgor bizqueante del reverbero o todavía «poco
profundo arroyo calumniado». La forma-signo de la tumba se disipa a
partir de sí misma; y las palabras que formaban el monumento se de­
satan, no sin llevarse consigo el hueco donde la muerte está presente.
De manera que la Tumba se convierte o vuelve a convertirse en el mur­
mullo del lenguaje, el ruido de sonidos frágiles consagrados todos a
perecer. La Tumba no ha sido sino la forma centelleante de lo informe
y la relación arruinada sin cesar del habla con la muerte.

39. Págs. 243-283.


206 MICHEL FOUCAULT

Injusto, pues, el reproche hecho a Richard de esquivar el rigor de


las formas haciéndolas continuas y absolutamente plásticas. Porque
su proyecto es el de decir justamente la disolución de las formas, su
perpetua derrota. Cuenta el juego de la forma con lo informe; es de­
cir, el momento esencial, tan difícil de enunciar, en que se anudan y
se desanudan la literatura y el murmullo.

2) Pero ¿quién habla en esa masa de lenguaje extendida según


su murmullo discontinuo y reiterado? ¿No es nadie? ¿O es ese hom­
bre real que fue Stéphane Mallarmé, que ha dejado de su vida, de sus
amores, de sus emociones, de su existencia histórica estas huellas que
hoy leemos? La respuesta a esta pregunta es importante: es ahí don­
de acechan con una impaciencia igual los antipsicologistas que tienen
mucha razón al pensar que las biografías tienen poco peso, y los psi­
coanalistas que saben bien que no se puede limitar la tarea de la in­
terpretación una vez emprendida. Ahora bien, ¿qué hace Richard? El
Mallarmé al que refiere sus análisis no es ni el sujeto gramatical puro,
ni el espeso sujeto psicológico; sino aquel que dice «yo» en las obras,
las cartas, los borradores, los esbozos, las confidencias; es, pues, aquel
que, desde lejos y por aproximaciones sucesivas, hace la experiencia
de su obra siempre futura, en cualquier caso nunca acabada a través
de la neblina continua de su lenguaje; y en este sentido salta siempre
por encima de los límites de su obra, merodeando en sus confines,
poniéndose en contacto con ella y no penetrando en ella sino para ser
rechazado de ella al punto, como el imaginaria más cercano y el más
excluido; pero, a la inversa, es aquel que, en la trama de la obra y des­
bordándola esta vez en profundidad, descubre en ella y a partir de
ella las posibilidades todavía futuras del lenguaje; de tal manera que
él mismo, desde esta obra necesariamente fragmentaria, es el punto
virtual de unidad, la única convergencia hasta el infinito. Así pues, el
Mallarmé que estudia Richard es exterior a su obra, pero con una ex­
terioridad tan radical y tan pura que no es otra cosa que el sujeto de
esta obra: es su única referencia; pero para cualquier contenido sólo
la tiene a ella; sólo mantiene relación con esta forma solitaria. De ma­
nera que Mallarmé es también, en esta capa de lenguaje, el pliegue in­
terior que ella dibuja y alrededor del cual ella se reparte —la forma
más interior de esta forma.
Naturalmente, cada punto del análisis de Richard está amenaza­
EL MALLARMÉ DE J.-P. RICHARD 207

do por dos conminaciones posibles y perpendiculares: una para lor •


malizar, otra para psicologizar. Pero lo que surge, en la línea que se
mantiene recta de su discurso, es una dimensión nueva de la crítica li­
teraria. Dimensión poco más o menos desconocida hasta él (salvo sin
duda Starobinski), y que se podría oponer tanto al «Yo» literario
como a la subjetividad psicológica, designándola solamente como vzr
jeto hablante. Se sabe cuántas dificultades opone (o propone) a las
teorías lógicas, lingüísticas y psicoanalíticas; y, sin embargo, las tres,
por diversos caminos y a propósito de problemas diferentes, están re-
tornando actualmente hacia ella. Tal vez es igualmente para el análi­
sis literario una categoría fundamental.

3) Él en cualquier caso es quien permite reconocer en la imagen


algo distinto de una metáfora o un fantasma y analizarla por primera
vez quizás como pensamiento poético. Curiosamente, se le ha repro­
chado a Richard haber sensualizado la experiencia de Mallarmé y ha­
ber restituido en términos de disfrute lo que fue más bien la seque­
dad y la desesperación de la idea: como si la suculencia del placer
pudiera ser el paraíso, perdido pero siempre buscado, de aquel cuya
obra ha estado muy tempranamente marcada por la noche de Igitur.
Pero que se recuerde el análisis de Richard.40 La historia de ese El-
behnon, (17/ be none) no es para él ni la transcripción de una crisis
melancólica ni el equivalente filosófico de un suicidio libidinal. Ve en
ella más bien la instalación o la liberación del lenguaje literario alre­
dedor de una vacante central —cavidad que no es otra cosa que eso
mismo que habla: en adelante la voz del poeta no llegará de unos la­
bios; en el hueco del tiempo, será el habla de Medianoche. Vela so­
plada.
Por eso, Richard no puede disociar la experiencia de Mallarmé
de estas dos imágenes inversas y solidarias que son la gruta y el dia­
mante: el diamante que destella en el espacio en torno a partir de un
corazón secretamente sombrío; y la gruta, inmenso volumen de no­
che que repercute el eco de las voces en el perímetro interior de los
peñascos. Pero estas imágenes son algo más que objetos privilegia­
dos; son las imágenes mismas de todas las imágenes; dicen mediante
su configuración cuál es la necesaria relación del pensamiento con lo

40. Págs. 184-208.


208 MICHEL FOUCAULT

visible; muestran cómo el habla, desde el momento en que se con­


vierte en habla pensativa, se ahueca en su centro, deja que zozobre en
la noche su punto de partida y su coherencia subjetiva y no se recon­
cilia consigo misma sino en la periferia de lo sensible, en el centelleo
ininterrumpido de una piedra que gira lentamente sobre sí misma, o
en la prolongación del eco que duplica con su voz los peñascos de la
caverna. La imaginación mallarmeana, tal como Richard la analiza a
partir de estas dos metáforas fundamentales donde se alojan todas las
otras imágenes, no es, pues, la superficie dichosa del contacto entre el
pensamiento y el mundo; es más bien ese volumen de noche que sólo
centellea y vibra en sus confines. La imagen no manifiesta la suerte de
un pensamiento que hubiera encontrado por fin su paraíso sensible;
su fragilidad muestra un pensamiento abismado en su noche y que en
adelante ya sólo puede hablar a distancia de sí mismo, hacia ese lími­
te donde las cosas son mudas. Por eso, Richard analiza las imágenes
de Mallarmé de una manera tan singular y tan turbadora para la tra­
dición contemporánea: no va de la metáfora a la impresión, ni del ele­
mento sensible a su valor significante; va de la figura nombrada a la
muerte del poeta que se pronuncia en ella (como se va del destello del
diamante a su corazón carbonoso); y la imagen aparece entonces
como el otro lado, el reverso visible de la muerte: desde que es la
muerte quien habla, su habla merodea por la superficie visible de las
cosas, quitándoles cualquier otro sentido que no sea el de su desapa­
rición. La cosa percibida o sentida se convierte en imagen, no cuando
funciona como metáfora o cuando oculta un recuerdo, sino cuan­
do revela que el que la ve y la designa y la obliga a venir al lenguaje
está, para siempre, irremediablemente ausente. El «sensualismo» de
Richard, si se quiere emplear esta palabra, no tiene nada en común
con la felicidad cosmológica de Bachelard; es un sensualismo «vacia­
do», ahuecado en su centro; imaginar, para él, es el acto de un pensa­
miento que atraviesa su propia muerte para ir a acogerse en la distan­
cia de su lenguaje.

4) Si la muerte o la negación del sujeto hablante son el poder


que constituye las imágenes, ¿cuál va a ser su principio de coheren­
cia? Ni el juego metafórico de los fantasmas, ni las proximidades me-
tonímicas del mundo. Las imágenes concuerdan y se articulan según
un espacio profundo; Richard ha visto bien que tai espacio no se debe
EL MALLARMÉ DE J.-P, RICHARD 209

relacionar ni con el mundo ni con la psique, sino con esa distancia


que lleva consigo el lenguaje cuando nombra a la vez lo sensible y la
muerte. Le es innato a la palabra mallarmeana el ser «ala» (el ala que
desplegándose oculta el cuerpo del pájaro; muestra su propio esplen­
dor pero enseguida lo esquiva en su movimiento, y lo arrastra al fon­
do del cielo, para no devolverlo finalmente sino bajo la forma de un
plumaje marchito, caído, prisionero, en la ausencia misma del pájaro
cuya forma visible es); le es también innato el ser «abanico» y pudor
contradictorio (el abanico oculta el rostro, pero no sin mostrar él mis­
mo el secreto que mantenía replegado, de modo que su poder de re­
celo es manifestación necesaria; a la inversa, cuando se vuelve a cerrar
sobre sus nervaduras de nácar, oculta los enigmas pintados en su
membrana, pero dejando a la luz el rostro descifrable cuyo cometido
era resguardar). Por eso, la palabra, la verdadera palabra es pura: o
más bien es la virginidad misma de las cosas, su integridad manifies­
ta y como ofrecida, pero además su inaccesible alejamiento, su dis­
tancia sin transgresión posible. La palabra que hace que surja la ima­
gen dice a la vez la muerte del sujeto hablante y la distancia del objeto
hablado.
Trazando tal análisis, el libro de Richard, todavía allí, se vuelve
una obra ejemplar: estudia sin recurrir a conceptos ajenos, ese domi­
nio aún mal conocido por la crítica literaria que se podría llamar la es-
pacialidadde una obra. La caída, la separación, el cristal, el surgimien­
to de la luz o del reflejo, no los descifra Richard como las dimensiones
de un mundo imaginario reflejado en la poesía, sino como una expe­
riencia mucho más sorda y retirada: lo que se arroja o lo que se des­
pliega son a la vez las cosas y las palabras, la luz y el lenguaje. Richard
quiere alcanzar la región anterior a cualquier separación donde la ti­
rada de dados lanza, con un mismo movimiento sobre la página en
blanco, las letras, las sílabas, las frases dispersas y el chorrear azaroso
de la apariencia.

"k "k k

Para hablar de una obra literaria, existe actualmente cierto nú­


mero de modelos de análisis. Modelo lógico (metalenguaje), modelo
lingüístico (definición y funcionamiento de los elementos significan­
tes), modelo mitológico (segmentos del relato fabuloso y correlación
210 MICHEL FOUCAULT

de estos segmentos), modelo freudiano. Antiguamente, han existido


muchos otros (el modelo retórico, el exegético); y existirán aún con
seguridad (tal vez un día el modelo informativo). Pero ningún eclec­
ticismo puede quedarse satisfecho utilizándolos unas veces sí y otras
no. Y todavía no se puede decir si el análisis literario descubrirá
pronto un modelo exhaustivo —o la posibilidad de no utilizar ningu­
no de ellos.
¿Qué modelo ha utilizado Richard? Y después de todo, ¿se ha
servido él de un modelo? Si es verdad que ha querido tratar a Ma­
llarmé como una masa cúbica de lenguaje, y si es verdad que ha que­
rido definir en él cierta relación con lo informe, encontrar en él la voz
de un sujeto que está como ausente de su habla, dibujar en él imáge­
nes que son el reverso y el límite del pensamiento, continuar en él el
recorrido de una espacialidad que es más profunda que la del mundo
o las palabras, ¿no se ha expuesto a lo arbitrario? ¿No se ha dado la
libertad de trazar el recorrido que él escogía o privilegiar, sin control,
las experiencias a su gusto? ¿Por qué haber reconstituido un Mallar­
mé de la refulgencia, del espejeo, del reflejo a la vez precario y conti­
nuo, cuando hay también el del ocaso, del drama y de la risa —o aun
el del pájaro fuera del nido?
De hecho, el análisis de Richard obedece a una necesidad muy
estricta. El secreto de este libro tan continuo, es que en sus últimas
páginas se desdobla. El último capítulo, «Formas y medios de la li­
teratura», no es la prolongación de los nueve primeros: en un sentido
es su repetición, su imagen en el espejo, su microcosmos, su configu­
ración similar y reducida. Todas las figuras analizadas precedente­
mente por Richard (el ala, el abanico, la tumba, la gruta, el destello
luminoso) son recuperadas en él, pero en su necesidad de origen.
Ahí se ve que para Mallarmé la palabra arraigada en la naturaleza de
la cosa significada, al ofrecer su ser mudo mediante el juego de su
sonoridad, está sin embargo sumida en la arbitrariedad de las len­
guas: no nombra sin mostrar y ocultar a la vez; es la figura más cer­
cana a la cosa y su distancia indeleble. Así pues, aquí está, en sí mis­
ma, en su ser, delante de todas las imágenes que a su vez puede
suscitar, vuelo de la presencia y tumba visible. Igualmente, esto no
es el diamante con sus valores cosmológicos que viene a alojarse en
un libro; la forma del diamante no era en el fondo sino el doblete in­
terior y derivado del propio libro cuyas hojas, palabras, significa-
EL MALLARMÉ DE J.-P. RICHARD 211

clones, desprenden en cada ceremonia de la lectura un reflejo aza­


roso que se apoya en los otros, remite a los otros, y sólo se mani­
fiesta durante un instante aboliendo los demás y al punto prome­
tiéndolos.
De esta manera, todos los análisis de Richard se hallan fundados
y hechos necesarios por una ley revelada finalmente, aunque su for­
mulación haya corrido de un modo insensible a lo largo de todo el li­
bro, adelantándolo y justificándolo en cada uno de sus puntos. Esta
ley no es ni la estructura de la lengua (con sus posibilidades retóricas)
ni el encadenamiento de lo vivido (con sus necesidades psicológicas).
Podría designársela como la experiencia desnuda del lenguaje, la re­
lación del sujeto hablante con el ser mismo del lenguaje. Esa relación ha
recibido en Mallarmé (en aquella masa de lenguaje por nosotros lla­
mada «Mallarmé») una forma históricamente única: es ella quien dis­
puso soberanamente las palabras, la sintaxis, los poemas, los libros
(reales o imposibles) de Mallarmé. Y, sin embargo, es solamente en
ese lenguaje concertado y hecho trizas, que nos fue efectivamente
transmitido, donde se la puede descubrir; es solamente en él donde
Mallarmé la estableció. En esta medida, el «modelo» que Richard
ha seguido en su análisis lo ha encontrado en Mallarmé: era esa re­
lación con el ser del lenguaje que las obras hacen visible, pero que a
cada instante hacía posibles las obras en su centelleante visibilidad.
En este punto, me parece, es donde el libro de Richard descubre
sus más profundos poderes. Ha puesto al día, fuera de cualquier re­
ferencia a una antropología constituida en otra parte, lo que debe ser
el objeto propio de cualquier discurso crítico: no la relación de un
hombre con un mundo, ni la de un adulto con sus fantasmas o su in­
fancia, ni la de un literato con una lengua, sino la de un sujeto ha­
blante con este ser singular, difícil, complejo, profundamente ambi­
guo (ya que designa y da su ser a todos los demás, incluido a sí
mismo) y que se llama lenguaje. Y demostrando que esa relación no
es de pura aceptación (como en los charlatanes o en los hombres co­
rrientes), sino que, en una obra verdadera, ella problematiza y tras­
torna el ser del lenguaje, Richard hace posible una crítica que es al
mismo tiempo una historia (hace lo que se podría llamar en el senti­
do estricto un «análisis literario»): su Mallarmé hace visible, en efec­
to, eso en lo que se ha convertido, tras el acontecimiento de los años
1865-1895, el lenguaje que le da quehacer a cualquier poeta. Por esto
212 MICHEL FOUCAULT

los análisis publicados más recientemente por Richard (sobre Char,


Saint John Perse, Ponge, Bonnefoy) se alojan en el espacio descu­
bierto por su Mallarmé'. experimenta en ellos la continuidad de su
método, y la unidad de esa historia inaugurada en el espesor del len­
guaje por Mallarmé.
LA TRASFÁBULA

En cualquier obra que tiene forma de relato, hay que distinguir


fábula y ficción. Fábula, lo que es contado (episodios, personajes, fun­
ciones que ejercen en los relatos, acontecimientos). Ficción, el régi­
men del relato o, más bien, los diversos regímenes según los cuales
aquél es «relatado»: postura del narrador respecto a lo que cuenta
(según que forme parte de la aventura, o que la contemple como un
espectador ligeramente retirado, o que esté excluido de ella y la sor­
prenda desde el exterior), presencia y ausencia de una mirada neutra
que recorre las cosas y la gente, asegurando una descripción objetiva;
compromiso de todo el relato en la perspectiva de un personaje o de
varios sucesivamente o de ninguno en particular; discurso que repite
los acontecimientos a destiempo o los desdobla a medida que se de­
sarrollan, etc. La fábula se hace de elementos situados en cierto or­
den. La ficción es la trama de las relaciones establecidas, a través del
propio discurso, entre quien habla y aquello de lo que habla. Ficción,
«aspecto» de la fábula.
Cuando se habla realmente, es posible de hecho decir cosas «fa­
bulosas»: el triángulo dibujado por el sujeto hablante, su discurso y lo
que cuenta está determinado desde el exterior por la situación: no
hay ficción. En ese análogo de discurso que es una obra, esta relación
sólo puede establecerse en el interior del acto mismo de habla; lo que
se cuenta debe indicar, por sí solo, quién habla, a qué distancia, se­
gún qué perspectiva y qué modo de discurso está utilizando. La obra
se define menos por los elementos de la fábula o su ordenación que
por los modos de la ficción, indicados de soslayo por el propio enun­
ciado de la fábula. La fábula de un relato se aloja en el interior de las
posibilidades míticas de la cultura; su escritura se aloja en el interior
214 MICHEL FOUCAULT

de las posibilidades de la lengua; su ficción, en el interior de las posi­


bilidades del acto de habla.
Ninguna época ha utilizado simultáneamente todos los modos de
ficción que pueden definirse en abstracto; se excluyen algunos consi­
derados parásitos; otros, en compensación, se privilegian y definen
una norma. El discurso del autor, que interrumpe su relato y levanta
los ojos de su texto para hacer un requerimiento al lector y convocar­
lo como juez o testigo de lo que sucede, era frecuente en el siglo xvin;
casi ha desaparecido, sin embargo, en el último siglo. En contraparti­
da, el discurso ligado al acto de escribir, contemporáneo de su desa­
rrollo y encerrado en él, ha hecho su aparición desde hace menos de
un siglo. Tal vez ha ejercido una muy poderosa tiranía, desterrando
con la acusación de ingenuidad, de artificio o de realismo cualquier
ficción que no tuviera su lugar en el discurso de un sujeto único, y en
el propio gesto de su escritura.
Desde que han sido admitidos nuevos modos de la ficción en la
obra literaria (lenguaje neutro hablando completamente solo y sin lu­
gar, en un murmullo ininterrumpido, hablas ajenas irrumpiendo des­
de el exterior, marquetería de discursos, poseedor cada uno de un
modo diferente), vuelve a ser posible leer, según su arquitectura pro­
pia, textos que, poblados de discursos «parásitos», habían, por eso
mismo, sido expulsados de la literatura.

Los relatos de Julio Verne están maravillosamente llenos de esas


discontinuidades en el modo de la ficción. Sin cesar, la relación esta­
blecida entre narrador, discurso y fábula se desanuda y se reconstitu­
ye según un nuevo perfil. El texto que cuenta se rompe a cada ins­
tante; cambia de signo, se invierte, toma distancia, viene de otra parte
y como de otra voz. Se introducen, surgidos no se sabe de dónde, ha­
blantes, éstos obligan a callar a los que los precedían, sostienen du­
rante un instante su discurso propio, y, de repente, ceden la palabra
a otro de esos rostros anónimos, a otra de esas siluetas grises. Orga­
nización completamente contraria a la de Las mil y una noches-, allí,
cada relato, incluso si está relacionado con un tercero, está contado
—ficticiamente— por aquel que ha vivido la historia; a cada fábula su
voz, a cada voz una nueva fábula; toda la «ficción» consiste en el mo­
LA TRAS FÁBULA 215

vimiento por el que un personaje se desgaja de la fábula a la que per­


tenece y se convierte en relator de la fábula siguiente. En Julio Verne
hay una sola fábula por novela, pero contada por voces diferentes,
encabalgadas, oscuras, e impugnándose unas a otras.
Tras los personajes de la fábula —los que se ven, que tienen un
nombre, que dialogan y a quienes les ocurren las aventuras— reina
todo un teatro de sombras, con sus rivalidades y sus luchas noctur­
nas, sus justas y sus triunfos. Voces sin cuerpo se baten para contar la
fábula.

1) Completamente al lado de los personajes principales,41 com­


partiendo su familiaridad, conociendo su rostro, sus hábitos, su esta­
do civil, pero también sus pensamientos y los pliegues secretos de su
carácter, escuchando sus replicas, pero experimentando sus senti­
mientos como desde el interior, habla una sombra. Está alojada bajo
la misma enseña que los personajes esenciales, ve las cosas como
ellos, comparte sus aventuras, se inquieta con ellos por lo que va a
ocurrir. Ella es quien transforma la aventura en relato. Por más que
esté dotado de grandes poderes, este relator tiene sus límites y sus
constreñimientos: se ha deslizado al proyectil lunar, con Ardan, Bar-
bicane y Nicholl, y sin embargo hay sesiones secretas en el Gun-Club
a las que no ha podido asistir. ¿Es el mismo relator? ¿Acaso otro que
está aquí y allí, en Baltimore y en el Kilimanjaro, en el cohete sideral,
en tierra y en la sonda submarina? ¿Hay que admitir una especie de
personaje de más a todo lo largo del relato, errando continuamente
por los limbos de la narración, una silueta hueca que tuviera el don de
la ubicuidad? ¿O bien suponer, en cada lugar, para cada grupo de
personas, genios atentos, singulares y charlatanes? En cualquier caso,
estas figuras de sombra están en el primer rango de la invisibílídad:
están muy cerca de ser personajes verdaderos.

2) Un paso más atrás que estos «relatores» íntimos, figuras más


discretas y más furtivas pronuncian el discurso que cuenta sus movi­
mientos o indican el tránsito de uno a otro. «Esa noche, dicen estas
voces, un extranjero que se hubiera encontrado en Baltimore no ha­

41. Por comodidad, tomaré como ejemplo privilegiado los tres libros: De la Tie­
rra a la Luna, Alrededor de la Luna, Sin arriba abajo.
216 MICHEL FOUCAULT

bría conseguido, ni siquiera a precio de oro, penetrar en la gran sa­


la... »; y, sin embargo, un invisible extranjero (un relator del nivel 1)
ha podido a pesar de todo traspasar las puertas y contar el relato de
las subastas «como si hubiera estado allí». Todavía son tales voces las
que hacen que pase el habla de un relator a otro, asegurando de este
modo el huroneo del discurso. «Si el honorable M. Maston no oyó los
hurras lanzados en su honor» (acaban de aclamarlo en el obús gigan­
tesco), «por lo menos, le zumbaron los oídos» (y el sostenedor del
discurso acaba de alojarse en Baltimore).

3) Aún más exterior a las formas de la fábula, un discurso la


vuelve a captar en su totalidad y la relaciona con otro sistema de rela­
to, con una cronología objetiva o, en cualquier caso, con un tiempo
que es el del propio lector. Esta voz enteramente «fuera de la fábula»
indica las referencias históricas («durante la guerra federal, un nuevo
club muy influyente...»); recuerda otros relatos ya publicados por Ju­
lio Verne sobre un tema análogo (incita hasta la exactitud, en una
nota de Sin arriba abajo, a hacer la distinción entre las verdaderas ex­
pediciones polares y la contada en El desierto de hielo)-, trata de reani­
mar a lo largo del relato la memoria del lector («Recordemos que...»).
Esta voz es la de un relator absoluto: la primera persona del escritor
(pero neutralizada), que anota a los márgenes de su relato lo que es
necesario saber para utilizarlo cómodamente.

4) Detrás de él, y aún más lejana, se eleva de vez en cuando otra


voz que impugna el relato, subraya sus inverosimilitudes, muestra
todo lo que en él fuera imposible. Pero responde de inmediato a esa
impugnación que ha alumbrado. No creáis, dice, que hay que ser in­
sensato para emprender semejante aventura: «No asombrará a nadie:
los yanquis, primeros mecánicos del mundo...». Los personajes ence­
rrados en el cohete lunar se ven afectados por extraños malestares; no
estéis sorprendidos: «Sucede que, después de una docena de horas, la
atmósfera del proyectil se había cargado con ese gas absolutamente
deletéreo, producto definitivo de la combustión de la sangre». Y,
como precaución suplementaria, esta voz justificadora plantea por sí
misma los problemas que debe resolver: «Nos asombrará quizás ver a
Barbicane y sus compañeros tan poco preocupados por el porve­
nir...».
I,A TRASFÁBULA 217

5) Existe un último modo de discurso aún más exterior. Voz


por completo blanca, articulada por nadie, sin soporte ni punto de
origen, viniendo de otra parte indeterminada y surgiendo en el inte­
rior del texto mediante un acto de pura irrupción. Lenguaje anónimo
depositado allí en grandes placas. Discurso inmigrante. Ahora bien,
este discurso es siempre un discurso docto. Ciertamente, hay de hecho
largas disertaciones en los diálogos, o exposiciones, o cartas, o tele­
gramas atribuidos a diversos personajes; pero no están en esa posición
de exterioridad que marca los fragmentos de «información automáti­
ca», por los que, de vez en cuando, es interrumpido el relato. Cuadro
de horarios simultáneos en las principales ciudades del mundo; cua­
dro de tres columnas que indican el nombre, la situación y la altura
de los grandes macizos montañosos de la Luna; mediciones de la Tie­
rra introducidas por esta mera fórmula: «Júzguese por las siguientes
cifras...». Depositadas allí por una voz que no se puede asignar, estas
morrenas de saber residen en el límite externo del relato.

* * *

Habría que estudiar en función de sí mismas, en su juego y en sus


luchas, estas voces de la trasfábula, cuyo intercambio dibuja la trama
de la ficción. Limitémonos a la última.
Es extraño que en estas «novelas científicas» el discurso docto
venga de otra parte, como un lenguaje añadido. Extraño que hable
completamente solo en un rumor anónimo. Extraño que aparezca
bajo las especies de fragmentos irruptivos y autónomos. Ahora bien,
el análisis de la fábula revela la misma disposición, como si reprodu­
jera, en la relación de los personajes, el encabalgamiento de los dis­
cursos que cuentan sus imaginarias aventuras.

1) En las novelas de Julio Verne, el sabio permanece al margen.


No es a él a quien le sucede la aventura, por lo menos no es su héroe
principal. Formula conocimientos, despliega un saber, enuncia las
posibilidades y los límites, observa los resultados, espera, con calma,
constatar que ha dicho la verdad y que en él el saber no se ha equivo­
cado. Maston ha hecho todas las operaciones, pero él no es quien va
a la Luna; no es él quien va a disparar el cañón del Kilimanjaro. Ci­
lindro registrador, desarrolla un saber ya constituido, obedece a im­
218 MICHEL FOUCAULT

pulsos, funciona completamente solo en el secreto de su automatis­


mo, y produce resultados. El sabio no descubre; es aquel en quien se
ha inscrito el saber: libro de conjuros en blanco de una ciencia hecha
en otra parte. En Héctor Servadac, el sabio no es sino una piedra de
inscripción: precisamente se llama Palmyrin Roseta.

2) El sabio de Julio Verne es un puro intermediario. Aritméti­


co, mide, multiplica y divide (como Maston o Roseta); técnico puro,
utiliza y construye (como Schultze o Camaret). Es un homo calcula-
tor, nada más que un «Ttr2». Ahí está la razón por la que es distraído,
no solamente con esa despreocupación que la tradición les ha presta­
do a los sabios, sino con una distracción más profunda: retraído ante
el mundo y la aventura, aritmetiza; retraído ante el saber inventivo, lo
cifra y lo descifra. Lo que lo expone a todas esas distracciones acci­
dentales que manifiestan su ser profundamente abstraído.

3) El sabio está siempre situado en el lugar de la falta. En el


peor de los casos, encarna el mal (Rrente a la bandera); o bien, lo per­
mite sin verlo ni quererlo (La asombrosa aventura de la misión Barsac);
o bien, es un exiliado (Roberto); o bien, es un maníaco (como lo son
los artilleros del Gun-Club); o bien, si es simpático y está muy cerca
de ser un héroe positivo, en sus cálculos mismos es entonces donde
surge el rasgón (Maston se equivoca copiando las medidas de la Tie­
rra). De cualquier manera, el sabio es aquel a quien le falta algo (el
cráneo hendido, el brazo artificial del secretario del Gun-Club lo
proclaman suficientemente). De ahí, un principio general: saber y fal­
ta están vinculados; y una ley de proporcionalidad: cuanto menos se
equivoca el sabio, más perverso es, o demente, o ajeno al mundo (Ca­
maret); cuanto más positivo, más se equivoca (Maston, como lo indi­
ca su nombre y lo muestra la historia, no es sino un tejido de errores:
está equivocado acerca de las masas, cuando se puso a buscar en el
fondo del mar el cohete que flotaba; y acerca de las toneladas, cuan­
do quiso calcular el peso de la Tierra). La ciencia sólo habla en un es­
pacio vacío.

4) Frente al sabio, el héroe positivo es la ignorancia misma. En


algunos casos (Michel Ardan), resbala por la aventura que el saber
autoriza, y si penetra en el espacio acondicionado por el cálculo es
LA TRASFÁBULA 219

como en una especie de juego: para ver. En otros casos, cae involun­
tariamente en la trampa tendida. Ciertamente, aprende al hilo de los
episodios; pero su papel no consiste nunca en adquirir ese saber y
convertirse a su vez en su dueño y señor. O bien, puro testigo, está allí
para contar lo que ha visto; o bien, su función consiste en destruir y
borrar hasta las huellas del infernal saber (es el caso de Jane Buxton
en La asombrosa aventura de la misión Barsac). Y, bien mirado, las
dos funciones se juntan: se trata, en ambos casos, de reducir la (fabu­
losa) realidad a la pura (y ficticia) verdad de un relato. Maston, el sa­
bio inocente, ayudado por la inocente e ignara Evangelina Scorbitt,
es aquel cuya «grieta» hace a la vez posible la imposible empresa y,
sin embargo, la encomienda al fracaso, la borra de la realidad para
ofrecerla a la vana ficción del relato.

Hay que observar que en general los grandes calculadores de Ju­


lio Verne se proponen o reciben una tarea muy precisa: impedir que
el mundo se detenga por el efecto de un equilibrio que sería mortal
para él; encontrar de nuevo fuentes de energía, descubrir el hogar
central, prever una colonización planetaria, escapar de la monotonía
del reino humano. En pocas palabras, se trata de luchar contra la en­
tropía. De ahí (si se pasa del nivel de la fábula al de la temática), la
obstinación con la que las aventuras regresan del calor y del frío, del
hielo y del volcán, de los planetas incendiados y de los astros muer­
tos, de las altitudes y de las profundidades, de la energía que propul­
sa y del movimiento que se extingue. Sin cesar, en contra del mundo
más probable —mundo neutro, blanco, homogéneo, anónimo—, el
calculador (genial, loco, malvado o distraído) permite descubrir un
hogar encendido que asegura el desequilibrio y garantiza el mundo
contra la muerte. La falla en que se aloja el calculador, el rasgón de su
sinrazón o su error dispuesto sobre la gran superficie del saber preci­
pitan a la verdad en el fabuloso acontecimiento en que se torna visi­
ble, donde las energías se esparcen de nuevo con profusión, donde el
mundo es devuelto a una nueva juventud, donde todos los ardores
flamean e iluminan la noche. Hasta el instante (infinitamente cercano
al primero) en el que el error se disipa, en el que la locura se suprime
a sí misma, y en el que la verdad es devuelta a su demasiado probable
arremolinamiento, a su indefinido rumor.
Se puede captar ahora la coherencia entre los modos de la fie-
220 MICHEL FOUCAULT

ción, las formas de la fábula y el contenido de los temas. El gran jue­


go de sombras que se desarrollaba detrás de la fábula era la lucha en­
tre la probabilidad neutra del discurso científico (esa voz anónima,
monocorde, lisa, que viene de no se sabe dónde y que se insertaba en
la ficción, imponiéndole la certidumbre de su verdad) y el nacimien­
to, él triunfo y la muerte de los discursos improbables en los que se
esbozaban, en los que desaparecían también las figuras de la fábula.
Contra las verdades científicas y rompiendo su voz helada, los dis­
cursos de la ficción volvían a ascender sin cesar hacia la mayor im­
probabilidad. Por encima del monótono murmullo en el que se enun­
ciaba el fin del mundo, hacían que crepitara el ardor asimétrico de la
suerte, del azar inverosímil, de la impaciente sinrazón. Las novelas de
Julio Verne: neguentropía del saber. No la ciencia convertida en re­
creo; sino la re-creación a partir del discurso uniforme de la ciencia.
Esta función del discurso científico (murmullo que hay que de­
volver a su improbabilidad) obliga a pensar en el papel que Roussel
les asignaba a las frases que encontraba ya hechas del todo, y que
rompía, pulverizaba, sacudía, para hacer que surgiera de ellas la mi­
lagrosa extrañeza del relato imposible. Lo que le restituye al rumor
del lenguaje el desequilibrio de sus poderes soberanos no es el saber
(siempre cada vez más probable), no es la fábula (que tiene sus for­
mas obligadas), son, entre ambos, y como en una invisibilidad de lim­
bos, los juegos ardientes de la ficción.

Por sus temas y su fábula, los relatos de Julio Verne están muy
cerca de las novelas de «iniciación» o de «formación». Por la ficción,
están en sus antípodas. Sin lugar a dudas, el héroe ingenuo atraviesa
sus propias aventuras como otras tantas pruebas marcadas por los
acontecimientos rituales: purificación del fuego, muerte helada, viaje
a través de una región peligrosa, ascenso y descenso, paso al punto úl­
timo desde donde no debería ser posible regresar, regreso casi mila­
groso al punto de partida. Pero, más aún, cualquier iniciación o cual­
quier formación obedecen regularmente a la doble ley de la decepción
y.de la metamorfosis. El héroe ha venido a buscar una verdad que co­
nocía de sobra y que centelleaba ante sus ojos inocentes. No encuen­
tra esta verdad, porque era la de su deseo o su vana curiosidad; en
LA TRAS FÁBULA 221

compensación, una realidad que no sospechaba se le ha revelado,


más profunda, más reticente, más bella o más sombría que aquella
con la que estaba familiarizado: esta realidad consiste en él mismo y
el mundo transfigurados uno por el otro; carbón y diamante han in­
tercambiado su negrura, su brillo. Los Viajes de Julio Verne obede­
cen a una ley completamente opuesta: una verdad se desarrolla, se­
gún sus leyes autónomas, ante los ojos asombrados de los ignorantes,
ahitos de lo que saben. Esta capa lisa, este discurso sin sujeto hablan­
te, permanecería en su retraimiento esencial si el «apartamiento» del
sabio (su falta, su maldad, su distracción, el rasgón que produce en el
mundo) no hubiera provocado que se mostrara. Gracias a esa tenue
fisura, los personajes atraviesan un mundo de verdad que permanece
indiferente y que se recluye en sí mismo tan pronto como han pasa­
do. Cuando regresan, ciertamente han visto y aprendido, pero no ha
cambiado nada, ni en el rostro del mundo ni en la profundidad de su
ser. La aventura no ha dejado ninguna cicatriz. Y el sabio «distraído»
se retira al esencial retraimiento del saber. «Por voluntad de su autor,
la obra de Camaret estaba muerta enteramente y nada transmitiría a
las épocas futuras el nombre del inventor genial y demente.» Las vo­
ces múltiples de la ficción se reabsorben en el murmullo sin cuerpo
de la ciencia; y las grandes ondulaciones de lo más probable borran de
su arena infinita las aristas de lo más improbable. Y eso hasta la de­
saparición y la reaparición probables de toda la ciencia, que Julio
Verne promete, en el momento de su muerte, en El eterno Adán.
«La señorita Momas tiene una manera muy suya de abordarlo a
usted por medio de un Ini-ciado (buenos días), sólo le digo esto.»
Pero en el sentido en que uno dice: Iniciado, buenas noches.

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