El Pinto
El Pinto
El Pinto
Era un perro de pueblo, enteramente flaco, de orejas derechas y agudas, ojo vivaz,
hocico puntiagudo, grandes pelos lacios y cerdosos, patas delgadas y cola pendiente; era de
esa clase de perros de raza indígena, que tienen una semejanza con los lobos; de un color
amarillo sucio, manchado de negro, lo que había valido su nombre de Pinto. Su historia puede
encerrarse en estos capítulos: el hogar, el cuartel, la calle, la vagancia.
Muy pocos días duró bajo el brasero en el cajón de vino, lleno de trapos manchados de
petróleo que le sirvió de cuna. Aún no abría bien los ojos, que tenían esa opacidad azulosa de
los recién nacidos; aún su paso era débil, cuando lo regalaron a la primera que lo pidió, y fue
Doña Petra, portera del 6 de Mesones, señora fea, que no teniendo quien la amara, amaba a
los animales. Un gato se le había desertado, y para mitigar la ausencia iba a sustituirlo con un
consentido más fiel, el Pinto. Con calma maternal daba las migas de pan en leche al tierno niño.
Lo acostaba en un rincón envuelto en trozos de alfombra, lo arrullaba en el regazo y en horas
de quehacer lo exponía al sol tibio de la mañana; ahí reposaba el Pinto cazando moscas al
vuelo, dando paseos cortos, oliendo las junturas del embaldosado y acostándose de nuevo,
previas las vueltas de ordenanza.
Creció, y comía entonces las sobras que daba a su ama una familia de la vivienda
principal. Su vida era sedentaria; se reducía a vegetar y no salía del zaguán de la casa porque
sentía un temor invencible por los transeúntes, los coches y los perros más grandes que él.
Cuando el ama salía, lo dejaba encerrado y más de una vez se oyeron tras la puerta aullidos
lastimeros a los que respondían frases coléricas de los vecinos nerviosos.
Vivían arriba dos niños que al irse le arrojaban pedazos de pan y al volver le hacían
cariños diciéndole con voz muy dulce: “Pinto, toma.” Y tronándole los dedos lo llamaban en
dirección de la escalera. Él los hubiera seguido, pero le inspiraba serios temores aquella
ascensión peligrosa y sobre todo, la opinión de su ama. Un día se decidió a subir, los Angulo lo
colmaron de cariños, lo hicieron corretear por el corredor, enseñándole y escondiéndole un
pañuelo que desgarraba a mordiscos y les hacía exclamar con infinito placer: “¡Sabe jugar al
toro!” Ya era amigos. Ya el pobre Pinto seguía a la criada hasta el colegio, y con disimulo
señalaba su huella en todas las esquinas para reconocer el camino. Aparecían los Angulito, y
corría con esa vivacidad infantil propia de una gran emoción.
Todo lo sufría el buen amigo: que lo ensillaran, lo vistieran de muñeco, lo hicieran tirar
de un carrito de palo lleno de ladrillos, lo forzaran a saltar por el mango de una escoba, o hacer
de toro y hasta de verdugo, cuando alguna rata infeliz salía de un agujero por sus negras
desdichas. Sin embargo, ¡qué de temores en aquellas visitas! ¡Qué odio debía tenerle aquella
señora descolorida que lo veía con ojos tan malos y lo hacía despejar el corredor!
Una ocasión los niños no lo llamaron como otras veces y él subió. La criada lo esperaba
tras de la puerta y lo llamaba, ¡cosa rara! con voz dulce. Acudió, y entonces lo suspendió por el
aire tomándolo por el pescuezo; lo llevó a un rincón del corredor, le restregó el hocico contra
un ladrillo sucio y le pegó de escobazos. En vano aulló, en vano decía con los ojos, ¡yo no he
sido! La fuerte mocetona le pegó duro, y los niños lo veían con inmensa compasión tras de los
vidrios.
¡Pobre Pinto! Su ama lo abandonó. Días enteros se pasó en las calles oliendo todos los
rincones y en busca de ella. Aulló a la puerta de la antigua portería hasta que una vecina se
compadeció de él: era una mujer de cascos ligeros que tenía amores con un albañil. Hacían
tres viajes diarios hasta la Alameda para que comiera en una banca el señor aquel lleno de cal.
Gravemente sentado esperaba que le echaran su piltrafa de carne; como perro bien educado,
ni parpadeaba.
Después, el amor de su nueva ama pasó a un soldado, y supo lo que era la vida de
cuartel. Comió el vil rancho, tuvo amistad con gentes malignas, pero sucedió lo que tenía que
tenía que suceder: el regimiento salió y de nuevo lo abandonaron…
¿Qué comer? Si se detenía a la puerta de una fonda, le aventaban unas tenazas; si iba
a una carnicería, lo pateaban: si encontraba un hueso, se lo arrancaba otro can famélico más
fuerte que él. En aquellos días se apiadó de él un viejo de barba blanca y sucia, pantalones
rotos y zapatos llenos de agujeros; era un mendigo que se fingía ciego.
Todo el día se paseaban frente a la puerta de las iglesias donde había función o jubileo.
El amo, apoyado en grasiento bastón en forma de báculo, y él, amarrado del cuello con un
mecate lleno de punzantes hilos. Comió las tortillas heladas y los mendrugos de pan frío de la
miseria; sufrió los palos de más de un sacristán, tenía también en aquella época un aire de
mendicidad, la cabeza gacha, los ojos tristes, el rabo entre las piernas y la apariencia de un
esqueleto.
Estaba predestinado para el martirio. Su amo, el falso ciego, robó una vez y los
condujeron a la inspección. ¡Terrible noche al aire libre! La pasó en la puerta de la comisaría y
nunca olvidó la escena del día siguiente: el rostro demacrado del amo, que acompañado por
muchos pillos, con un jarrito colgado a la espalda, entre dos hileras de gendarmes fue conducido
hasta Belén. Quiso entrar, pero no tuvo ni una mirada de despedida de su amo, y sí un culatazo
de un centinela.
¿Qué hacer? Caminar al acaso. Anduvo calles y más calles, fatigado, sudoroso,
sediento, y lo recibían en los barrios con ladridos de amenaza.
Eran noches de pesadillas terribles. Pinto soñaba estar en una azotea con la cazuela de
sobras repleta; subía la Diana, le hablaba de amores y junto al tinaco le decía: eres mi vida, y
¡paf!... Un señor que entraba a deshoras a su casa lo despertaba con un puntapié. Aquello no
era vida, los carretones de basura no traían ni un solo hueso que roer y cuando lo había, la
fuerza bruta se lo arrancaba de los dientes.
Evocaba aquel pasado siempre adverso. ¿Para qué había nacido? ¡Sin creencias, sin
paraíso, sin palabra siquiera para pedir un mendrugo! Y cazaba moscas al vuelo o saciaba su
sed en los charcos…
Una mañana lo llamó un señor y le arrojó un pedazo de carne. ¡Al fin! Sí, sí; había
indudablemente un espíritu protector de los hambrientos; sintió una embriaguez de placer al
aspirar el aroma tibio de aquella pulpa, ¡y era fresca! Y la comió con glotonería... Un fuego
devorador circulaba por sus venas; parecía que desgarraba sus entrañas; sus miembros se
estremecían en dolorosas convulsiones; se tambaleaba como un ebrio, y, por fin, se desplomó.
¡Lo habían envenenado!
¡Qué cuadro! Yacía en el lodazal. Todo fue crueldad en aquellos momentos. Un carro al
pasar le trituró la pata; había un círculo de curiosos, criadas que volvían de la compra;
mandaderos con la canasta en la mano y que se entretenían en picarlo para provocarle largos
estremecimientos convulsivos. La cabeza caída, los ojos inyectados fuera de las órbitas; los
blancos colmillos descubiertos, la lengua fuera, el hocico abierto y babeante; la respiración de
un sofocado y las patas agitándose en nervioso desorden. ¡Y aún en su agonía lo azuzaban y
se reían de sus contracciones de epiléptico…! ¡Ni una queja, ni un ladrido…! Los niños Angulo
pasaron y se detuvieron; sus ojos infantiles lo vieron con gran tristeza, y los oyó murmurar:
Era el Pinto. ¡Qué flaco estaría para ser inconocible! ¡Después de un último sacudimiento
quedó inmóvil!
Lamiéndose los bigotes, dijo uno de los comensales: “He ahí al Pinto, ciudadano
honrado, de origen noble, fiel, trabajador, digno de un cojín de viuda o de una azotea de
ranchería, convertido en cadáver y ¡envenenado!… Pero, ¡ésta es la vida!” Y se alejó al trote
por el potrero, donde ya las sombras se extendían; el crepúsculo daba un fulgor sangriento a
aquel cuadro y perfilaba en el horizonte las siluetas macabras de esas limosneras que
remueven las basuras para encontrar hilachas... ¡La sombra tendió sus alas de búho en aquel
cementerio de cosas viejas y animales muertos! Cementerio sin epitafios.
¡Cuántos en la plebe son como el Pinto! ¡Cuántos desdichados hay, que con forma humana, no
son sino perros que hablan y visten pantalones!