Collingwood, R., Idea de La Naturaleza

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Primera edición en inglés, 1945
Primera edición en español (Filosofia), 1950
Segunda edición (Conmemorativa 70 Aniversario), 2006
Tercera edición (Filosofía), 2019

Collingwood, Robin George


Idea de la naturaleza / Robin George Collingwood ; nota introductoria
y trad. de Eugenio Ímaz Echeverria. — 3n ed. — México : FCE, 2019
243 p. ; 21 >< 14 cm —— (Colec. Filosofia)
Titulo original: The Idea of Nature
ISBN 978-607-16-6211-8

1. Naturaleza 2. Ciencia — Filosofía I. Ímaz Echeverría, Eugenio, tr. II.


Ser. III. t.

LC BD511 C618 Dewey 113 C711i

Distribución mundial

© 1945, Robin George Collingwood


Título original: The Idea ofNature
Esta traducción de Idea de la naturaleza, originalmente publicada en inglés
en 1945, se publica por convenio con Oxford University Press

D. R. © 1950, Fondo de Cultura Económica


Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
wwwfondodeculturaeconomica.com
Comentarios: eclitorialct‘vfondodcculturaeconomicacom
Tel. 55-5227—4672

Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar

Se prohibe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere


el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

ISBN 978-607-16-6211-8

Impreso en México o Printed in Mexico


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ÍNDICE


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Nota del traductor, l 1

Introducción, 15
§ 1. Ciencia y filosofia, 15
§ 2. La idea que los griegos tuvieron de la naturaleza, 18
§ 3. La idea renacentista de la naturaleza, 19
§ 4. La idea moderna de la naturaleza, 25
§ 5. Consecuencias de esta idea, 30
I. El cambio ya no es cíclico, sino progresivo, 30
II. La naturaleza ya no es mecánica, 32
III. Se reintroduce la teleología, 32
IV. La sustancia se resuelve en función, 34
V. Espacio mínimo y tiempo mínimo, 35
a) El principio de espacio mínimo, 36
b) El principio de tiempo mínimo, 37

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ÍNDICE

Primera parte

LA COSMOLOGÍA GRIEGA

I. Los jónicos, 51
6 1. La ciencia jónica de la naturaleza, 51
I. Tales, 53
II. Anaximandro, 55
III. Anaxímenes, 58

§ 2. Los límites de la ciencia natural de los jo’nicos, 64


§ 3. El sentido de la palabra “naturaleza’,’ 67

II. Los pitagóricos, 75


§ 1. Pitágoras, 75
§ 2. Platón: la teoría de las formas, 83
I. Realidad e inteligibilidad de las formas, 83
II. Las formas concebidas primero como inmanentes
y después como trascendentes, 85
III. ¿Es la trascendencia de las formas una concepción
platónicañ 87
IV. Participación e imitación, 89
V. El “Parme’nides’Ï La inmanencia y la trascendencia
se implican mutuamente, 92
VI. La influencia de Cratilo, 94
VII. La influencia de Parme'nides, 98
VIII. La concepción madura de las formas en Platón, 99

§ 3. La cosmología de Platón: el Timeo, 102

III. Aristóteles, 113


§ 1. Sentido de φυ΄σις, 113
ÍNDICE

§ 2. La naturaleza como semoviente, 115


§ 3. Teoría aristote’lica del conocimiento, 120
9 4. Teología de Aristóteles, 122
§ 5. Pluralidad de motores inmo’viles, 124
§ 6. La materia, 127

Segunda parte

LA VISIÓN RENACENTISTA DE LA NATURALEZA

I. Los siglos XVI y XVII, 133


§ 1. Antiaristotelismo, 133
§ 2. Cosmologia renacentista: primera etapa, 135
§ 3. Copérnico, 137
§ 4. Cosmologia del Renacimiento: segunda etapa.
Giordano Bruno, 139
§ 5. Bacon, 142
§ 6. Gilbert y Kepler, 143
§ 7. Galileo, 144
§ 8. Espiritu y materia. Materialismo, 145
§ 9. Spinoza, 148
§ 10. Newton, 149
§ 11. Leibniz, 154
§ 12. Resumen: contraste entre la cosmología griega
y la renacentista, 155

II. El siglo XVIII, 159


§ 1. Berkeley, 159
§ 2. Kant, 163

III. Hegel: la transición a la idea moderna de la naturaleza, 169


IND'ICE

Tercera parte

LA IDEA MODERNA DE LA NATURALEZA

I. El concepto de vida, 187


§ 1. Biología evolucionista, 187
§ 2. Bergson, 191

II. La física moderna, 199


9 1. La Vieja teoría de la materia, 200
§ 2. Sus complicaciones y sus incongruencias, 201
§ 3. La teoria nueva de la materia, 204
9 4. La finitud de la naturaleza, 211

III. La cosmología moderna, 219


§ 1. Alexander, 220
§ 2. Whitehead, 228
§ 3. Conclusión: de la Naturaleza a la Historia, 239

10
NOTA DEL TRADUCTOR

G. Collingwood, nacido en 1891, muere a los 52 años de edad.


En 1938 sufrió el primero de los ataques cerebrales que, al
. repetirse en forma insidiosa —su cerebro fue consumie’ndose
poco a poco , irían reducie’ndolo a la impotencia. La pulmonía que lo
llevó al sepulcro en 1943 significó una verdadera liberación.
Este libro que ahora presentamos lo redactó fundamentalmente
entre 1933 y 1934, en un intento de aplicar a la cosmología su idea
del método filosófico, primorosamente desarrollada en Essay on Phi-
losophical Method (1933). El material acumulado en esos años en sus
cuadernos de notas fue condensado para un cursillo que dictó en 1934
y en 1937. En septiembre de 1939 revisó a fondo el manuscrito del
cursillo, tratando de darle la forma adecuada para su publicación
como libro. Ma’s tarde, estando ocupado en la redacción de The New
Leviathan (1942), encontró tiempo para una nueva revisión, cuyo
resultado principal consistió en remplazar el u’ltimo capítulo, donde
exponía su propia cosmología, por unas breves páginas en que se reco-
mendaba el tra’nsito de la ciencia natural a la historia, seguramente
porque aquélla ya no le satisfacía.
Hace unos tres o cuatro años presenta’bamos nosotros en Cuader-
nos Americanos a Collingwood, con el título Oxford nos envía un
filósofo. Entonces no conocíamos apenas ma’s que esta obra que ahora
sale en versión española. Nos había impresionado tanto la serenidad
intelectual del autor, su mano segura y sin tembleque, su ironía ace-

11
NOTA DEL TRADUCTOR

rada a veces, que fantaseamos un poco a propósito del rubio tabaco


inglés y del apacible ambiente oxfordiano. Por las fechas que arriba
hemos señalado, se dará cuenta el lector en qué circunstancias tra’gi-
cas personales ( la muerte inminente), nacionales (los bombardeos de
Londres) γ universales (la civilización en peligro, y de ahí la geome-
tría. apasionada del New Leviathan),fue retocado una y. otra vez el
manuscrito original. Mis palabras ligeras de entonces, producto de la
impresión directa —n—1agnífica impresión de clarividente serenidad y
de seguro sosiego- que me produjo la lectura del libro, constituyen, a
la vuelta de los años, el mejor homenaje que yo pudiera rendir a quien
supo no ya morir sino vivir como un gran señor abrigado por la muer-
te. Spinoza dijo por primera vez que si la filosofía había sido hasta sus
días una meditación sobre la muerte, desde entonces tenía que con-
vertirse en una meditación sobre la Vida. Y si Sócrates nos enseñó a
morir, Collingwood nos mostró cómo vivir sin angustias la agonía.
No nos ha sido posible conseguir todavía la Autobiografía de
Collingwood, pues los editores ingleses no disponían ni de un ejem-
plar de segunda mano. Por eso nos reservamos cualquier estudio mayor
del pensamiento de Collingwood hasta el momento en que conozca-
mos el relato que este gran historiador nos hace de la evolución de su
propio pensamiento.
Entre los grandes maestros de Collingwood hay que destacar, de
los antiguos, a Platón, su “filósofo favorito”; de los modernos, a Vico,
que “ha influido sobre e'l más que ningún otro filósofo”; hay que des-
tacarlos porque las entrecomilladas son frases habituales suyas. “El
interés de la obra de Vico radica en el hecho de que fue, en primer
lugar, un historiador ejercitado y brillante que se propuso como misión
formular los principios del método histórico, como Bacon había for-
mulado los del método científico” (The Idea of History, p. 63). Él se
hallaba en el mismo caso.
Esta situación pareja le relaciona también, casi filialmente, con
Benedetto Croce. Tradujo, entre otras obras suyas, la Autobiografía y el
artículo que sobre “estética” escribió Croce para la Enciclopedia Britá-
nica. Naturalmente que la otra gran influencia tiene que ser la de Hegel.

12
NOTA DEL TRADUCTOR

Pero, por otra parte, Collingwood significa la culminación ——un


poco frustrada acaso por la muerte— de la gran filosofía inglesa con-
temporánea. La de Alexander y la de Whitehead. Esto es lo que le pone
aparte de Croce, no obstante todas sus relaciones de familia, y de Dil-
they, a despecho de todas las coincidencias. Su gran propósito consistió
en resolver el conocimiento natural dentro del conocimiento histórico.
Ambos mantienen todavía en Dilthey una dualidad con nu’mero mar-
cado entre los enigmas del universo, mientras que en Croce la pugna se
decide demasiado fácilmente en favor del conocimiento histórico.
Además de sus obras de historia —Roman Britain and the
english settlements (en colaboración con I. N. L. Myres), que forma
el volumen I de la Oxford History of England, y el brillante resumen
Roman Britain— y de la acción ejercida sobre historiadores de talla,
como lo testimonia por sí C. N. Cochrane (final del prefacio a su Cris-
tianismo y cultura clásica), Collingwood ha recorrido todo el ciclo
filosófico, como sigue. Religion and Philosophy (1916) y Speculum
Mentis (1924): son sus obras juveniles γ representarían la primera
etapa en su evolución intelectual. La segunda comienza con Essay on
Philosophical Method (1933) γ continúa con The Idea of Nature
(que procede de 1934), si se exceptu'a su conclusión, y gran parte
(1936) de The Idea of History. La u’ltima etapa comprendería Auto-
biography (1939), Essay on Metaphysics (1940) y The New Levia-
than (1942). Los Principles of Art (1938) estarían a caballo entre la
segunda y la tercera etapa. Como no podemos justificar estas etapas
con base en las confldencias del autor, dejamos la responsabilidad de
las mismas a T. M. Knox, el editor inglés de sus obras póstumas. Para
establecerlas se fija en la invasión creciente del punto de vista histo-
ricista.
A nosotros el título de su obra juvenil, Speculum Mentis, y el de
las obras póstumas, Idea de la naturaleza e Idea de la historia, nos
sugieren la conveniencia de completar el primer título latino con otros
dos títulos medievales: [mago Mundi y Speculum Historiale. De ese
modo, la marcha del pensamiento filosófico de Collingwood, que
arranca de una experiencia intelectual genuina, su ocupación directa

13
NOTA DEL TRADUCTOR

en la ciencia histórica, se inicia con una toma de conciencia de los


poderes de la razón, frente a la religión, que culmina en su ensayo
sobre el método filosófico. En posesión de este método, puede arries-
garse a ponderar los resultados de la ciencia contemporanea y a esta-
blecer la imago mundi actual, cuyos problemas filosóficos u’ltimo's
encontrarán solución en el speculum historiale, en la idea de la his-
toria. Para llegar hasta aquí ha tenido que deslindar la diferencia entre
la imaginación artistica y la imaginación histórica: The Principles of
Art. Con esta imagen de la historia, que no es otra cosa que la des-
cripción del mundo vivo del espíritu, Collingwood puede aplicar su
filosofía a la convivencia humana, a la civitas gentium: The New
Leviathan. Pero, como decíamos, se trata de un esquema provisional,
en espera de las luces que nos puedan venir de la autobiografía. Entre
tanto, vaya el libro desnudo a enfrentarse con el lector.
Como la obra ha sido publicada po’stumamente, copiamos esta
advertencia del editor inglés: ‘A‘ su muerte, el manuscrito estaba com-
pletamente preparado para la publicación hasta el final de la parte pri-
mera, capítulo I, pero no ma's. Sin embargo, no ha sido menester inter-
venir mucho en el resto: se han insertado divisiones de capítulos y
secciones; se han borrado algunos vestigios de la forma impuesta por
los cursillos y se han rectificado algunos detalles menores. No se ha creí-
do conveniente incorporar la documentación ma’s amplia reservada
por Collingwood para la sección de los pitago’ricos y para otros lugares’.’
No quisiera terminar esta nota sin dar las gracias a mi amigo
Iulia'n Calvo por el cuidado con que ha revisado las pruebas, ayuda'n-
dome notablemente a limpiar mi prosa de algunos desalin”os que
empañaban la transparencia seca del original.
E. I.

México, pascuas de Navidad, 1949

14
INTRODUCCIÓN

§ 1. CIENCIA Y FILOSOFÍA

N LA HISTORIA DEL PENSAMIENTO EUROPEO HA HABIDO TRES


épocas de pensamiento cosmológico positivo; tres épocas,
queremos decir, en las que la idea de la naturaleza se ha colo-
cado en el centro del pensamiento, se ha convertido en tema de
intensa y prolongada reflexión, adquiriendo de este modo caracte-
rísticas nuevas que, a su vez, han impreso un aspecto nuevo a la
ciencia detallada de la naturaleza basada en aquella idea. ,
Decir que la ciencia detallada de la naturaleza se basa en la idea
de la naturaleza no significa que la idea de la naturaleza en general, de
la naturaleza como un todo, se elabore de antemano con abstrac-
ción de todo estudio detallado de los hechos naturales y que, una
vez que se tiene esta idea abstracta y completa de la naturaleza, las
gentes empiezan a levantar sobre ella una superestructura detallada
de ciencia natural. No aludimos a una relación temporal, sino lógi-
ca. En este caso, como en otros muchos, la relación temporal invier-
te la relación lógica. En la ciencia de la naturaleza, lo mismo que
ocurre en la economía, en la e’tica o en el derecho, la gente empieza
por los detalles. Comienzan tratando los problemas concretos a
medida que van surgiendo. So’lo una vez que los detalles se han acu-
mulado en proporciones considerables suelen reflexionar sobre la
labor realizada para descubrir que la han estado efectuando de un
modo meto’dico, de acuerdo con principios de los que hasta enton-
ces no se habían percatado.

15
INTRODUCCIÓN

Pero no hay que exagerar la prioridad temporal de la obra de


detalle con respecto a la reflexión sobre los principios que esa obra
implica. Sería una exageración, en efecto, pensar que un periodo de
trabajo detallado en la ciencia de la naturaleza o en cualquier otro
campo del pensamiento o de la acción, un periodo que, digamos,
dura media centuria o quizá media década, sea seguido por un perio-
do de reflexión sobre los principios lógicamente subyacentes. A seme-
jante contraste entre periodos de pensamiento no filosófico y subsi-
guientes periodos en los que se filosofa alude quizá Hegel en su
famosa lamentación al final de su prefacio a la Filosofía del derecho:
“Cuando la filosofía escribe con trazos grises sobre un fondo gris es
que ya ha envejecido una forma de la vida; y el gris sobre el gris no
nos procura su rejuvenecimiento, sino únicamente conocerla. El
búho de Minerva alza su vuelo al caer de la tarde’.’ Si en verdad Hegel
aludía a eso se equivocó: y su equivocación Marx la volvió del revés,
pero sin corregirla, cuando escribió aquello de que “hasta este
momento la filosofía se ha limitado a interpretar el mundo: ahora,
sin embargo, se trata de cambiarlo” (Tesis sobre Feuerbach, XI). El
reproche que hace a la filosofía lo ha sacado, casi con las mismas pala-
bras, de Hegel, sólo que lo que e’ste presenta como un rasgo necesa-
rio de toda filosofía, Marx nos lo muestra como un vicio del que ha
estado padeciendo la filosofía hasta que e’l, Marx, la revolucionó.
De hecho, la obra de detalle raras veces marcha muy adelante
sin que intervenga la reflexión. Y esta reflexión repercute en la obra
de detalle; porque cuando la gente cobra conciencia de los princi-
pios con los que ha estado pensando o actuando, se percata tam-
bién de algo que ha tratado de hacer, aunque sea inconscientemen-
te, con esos pensamientos y acciones: a saber, desarrollar en detalle
las implicaciones lógicas de esos principios. A los espíritus fuertes
esta conciencia nueva les proporciona un nuevo vigor, una firmeza
nueva en su manera de abordar los problemas de detalle. A los espí-
ritus débiles les añade una nueva tentación, la tentación de ese géne-
ro de pedantería que consiste en recordar el principio y olvidar los
rasgos especiales del problema al cual se aplica.

16
INTRODUCCIÓN

El estudio detallado del hecho natural se denomina común-


mente ciencia de la naturaleza o, sencillamente, ciencia; la reflexión
sobre los principios, ya sean los de la ciencia de la naturaleza o los
de cualquier otro compartimiento del pensamiento o de la acción
se llama comúnmente filosofía. Hablando en estos términos y res-
tringiendo por el momento el significado de la palabra filosofía a la
reflexión sobre los principios de la ciencia natural, podemos for-
mular de nuevo lo anterior diciendo que la ciencia de la naturaleza
tiene que presentarse en primer lugar para que la filosofía tenga
algo sobre que reflexionar; pero que ambas cosas se hallan tan ínti-
mamente trabadas que la ciencia de la naturaleza no puede mar-
char largo tiempo sin que comience ya la filosofía y que ésta reper-
cute sobre la ciencia, de la que ha surgido, proporciona’ndole luego
una firmeza y consistencia nuevas, debidas a la nueva conciencia
que el científico cobra de los principios con los que ha venido ope-
rando.
Por esta razón resulta desatinado que se atribuya la ciencia de
la naturaleza exclusivamente a una clase de personas llamadas cien-
tíficos y la filosofía a otra clase llamada filósofos. Un hombre que
no ha reflexionado jamás sobre los principios que animan su obra no
ha alcanzado una actitud de madurez viril frente a ella; un científi-
co que no ha filosofado jamás sobre su ciencia no pasará de ser un
científico de segunda mano, imitador y jornalero. Un hombre que
no ha pasado jamás por un cierto tipo de experiencia no puede
reflexionar sobre ella; un filósofo que no ha estudiado ni trabajado
jamás la ciencia natural no puede filosofar sobre ella si no es enga-
ña’ndose a sí mismo.
Con anterioridad al siglo XIX por lo menos los hombres de cien-
cia eminentes han filosofado en algún grado sobre su ciencia, como
lo comprueban sus obras. Y si ellos consideraban la ciencia natural
como su empeño principal, parece sensato suponer que estos testi-
monios escritos no cubren toda la extensión de su filosofar. En el
siglo XIX se impuso la moda de separar a científicos y filósofos en
dos gremios diferentes, que apenas se conocían entre sí ni se profe-

17
INTRODUCCIÓN-

saban tampoco demasiada estima. Ha sido una moda desdichada,


que ha perjudicado a ambas partes, y hoy en día vemos cómo en
los dos lados se siente un deseo sincero de acabar con ella y de lan-
zar el puente que salve el abismo de incomprensión abierto. El
puente es menester construirlo arrancando de las dos orillas y yo,
en mi condición de miembro del gremio filosófico, creo que como
mejor puedo comenzar la tarea desde mi lado es filosofando acerca
de la experiencia que tengo de la ciencia natural. Como no soy cien-
tífico de profesión, se’ de sobra que estare’ en peligro de engañarme
a mí mismo; pero, de todas maneras, no hay más remedio que
comenzar a trabajar en la construcción del puente.

§ 2. LA IDEA QUE LOS GRIEGOS TUVIERON DE LA NATURALEZA

La ciencia natural de los griegos se basaba en el principio de que el


mundo natural se halla saturado o impregnado por la mente. Los
pensadores griegos consideraban la presencia de la mente en la
naturaleza como la fuente de esa regularidad y orden del mundo
natural cuya existencia hace posible una ciencia de la naturaleza.
Veían el mundo de la naturaleza como un mundo de cuerpos en
movimiento. Los movimientos, de acuerdo con las ideas griegas, se
debían a la vitalidad o “alma”; pero una cosa es el movimiento en si
mismo, según creían, y otra el orden. Concebían a la mente, en todas
sus manifestaciones, tanto en los asuntos humanos cuanto en otros
cualesquiera, como el elemento gobernante, dominador o regula-
dor, que imponía el orden, en primer término en sí mismo y luego
a otra cosa que le pertenecía, primero su propio cuerpo y después
lo que rodeaba a este cuerpo.
Como el mundo de la naturaleza no es sólo un mundo de movi-
miento incesante y, por lo tanto, vivo, sino también un mundo de
movimiento ordenado, o regular, declaraban en consecuencia que
el mundo de la naturaleza no sólo vive sino que es inteligente; no
sólo era para ellos un enorme animal con su “alma” o vida propia,

18
INTRODUCCIÓN

sino un animal racional con su “mente” propia. Argüían que la vida


y la inteligencia de los seres que habitaban en la superficie de la tie-
rra y en las regiones adyacentes a ella representaban una organiza-
ción local especializada de esta vitalidad y racionalidad que todo lo
impregnaba, de suerte que, según ellos, una planta o un animal par-
ticipaba psíquicamente, en su medida propia, del proceso Vital del
“alma” del mundo, e intelectualmente de la actividad de la “mente”
del mundo, así como participaba materialmente en la organización
física del “cuerpo” del mundo.
Nosotros compartimos con los griegos la creencia de que las
plantas y los animales son físicamente afines a la tierra; pero la idea
de un parentesco psíquico e intelectual es extraña para nosotros y
constituye verdaderamente una dificultad cuando tratamos de com-
prender los testimonios de la ciencia griega de la naturaleza que
encontramos en sus obras.

§ 3. LA IDEA RENACENTISTA DE LA NATURALEZA

El segundo de los tres movimientos cosmológicos mencionados al


comienzo de este capítulo se desenvolvio’ en los siglos XVI y XVII. Pro-
pongo que se designe su visión de la naturaleza con el nombre de
cosmología del Renacimiento. El nombre no es muy bueno, porque
la palabra Renacimiento suele aplicarse a una etapa anterior de la
historia del pensamiento, que comienza en Italia con el humanismo
del siglo XIV y continúa en el mismo país con las cosmologías plató-
nica y aristote’lica de ese siglo y del XV. La cosmología que voy a des-
cribir ahora fue al principio una reacción contra e’stas y quiza’ podría
ser denominada con más exactitud cosmología posrenacentista, pero
me resulta un término un poco desmañado.
Los historiadores del arte han sabido emplear, al referirse a una
parte del periodo que me ocupa, el adjetivo barroco; pero se trata
de una palabra tomada en préstamo de los tecnicismos de la lógica
formal y empleada como un término despectivo que alude a una

19
INTRODUCCIÓN

especie de mal gusto que prevalece en el siglo XVII, y su adopción


como epíteto descriptivo de la ciencia natural de Galileo, Descartes
y Newton sería, precisamente, “bien barroca”.l La palabra gótico,
aplicada a la arquitectura medieval, acabó por despojarse de su sig-
nificado original para convertirse en un término puramente des-
criptivo de cierto estilo; pero nadie, que yo sepa, propuso jamás que
la obra de Tomás de Aquino o de Escoto se llamara “filosofía góti-
ca”; y hasta en su aplicación a la arquitectura se va desvaneciendo
el vocablo. Por lo tanto, voy a emplear la palabra Renacimiento con
esa definición de lo que yo entiendo por ella y con esta excusa por
apartarme del uso establecido.
La visión renacentista de la naturaleza comenzó a cobrar for-
ma como visión antite’tica de la griega en la obra de Copérnico
(1473-1543), Telesio (1508-1588) y Bruno (1548-1600). El punto
central de la antítesis radicó en la negación de que el mundo de la
naturaleza, el mundo estudiado por la ciencia física, sea un orga-
nismo, y en la afirmación de que está desprovisto tanto de inteli-
gencia como de Vida. El mundo es incapaz, por consiguiente, de
ordenar sus propios movimientos de un modo racional e incapaz
también de moverse a sí mismo. Los movimientos que manifiesta y
que los físicos investigan le son impuestos desde fuera y su regula-
ridad se debe a leyes de la naturaleza también impuestas desde fue-
ra. En lugar de ser un organismo, el mundo natural es una máqui-
na: una máquina en el sentido literal y propio de la palabra, una
disposición de partes corporales diseñada, montada y puesta en
marcha, con un propósito definido, por un ser inteligente que está
fuera de ella. Los pensadores del Renacimiento, lo mismo que los
griegos, veían en el orden del mundo natural una expresión de inte-
ligencia: pero para los griegos esta inteligencia era la inteligencia de
la naturaleza misma, mientras que para los pensadores renacentis-

1 Saint-Simon, apud Littré, citado por Croce, Storz'a della Eta‘ baracca in Italia, Bari, Laterza,
1928, p. 22. Cf. Encyclopédie: “L’ide’e du baroque entraine avec soi celle du ridicule poussé a‘
l’exce’s’.’ Y Francesco Milizia, Dizionario delle belle artí del disegno (1797): “Barocco e‘ il super-
lativo del bizzarro, l’eccesso del ridicolo’.’ Citados ambos por Croce, op. cit., p. 23.

20
INTRODUCCIÓN

tas era la inteligencia de algo diferente de la naturaleza: el creador y


gobernante divino de la naturaleza. Esta distinción constituye la
clave de todas las diferencias capitales entre la ciencia natural grie-
ga y la renacentista.
Cada uno de estos movimientos cosmológicos fue seguido por
un movimiento en el cual el centro del intere’s se desplazó de la
naturaleza a la mente. En la historia del pensamiento griego este
desplazamiento tiene lugar con Sócrates. Aunque los pensadores
anteriores no habían descuidado la moral, la política, ni siquiera la
lógica y la teoría del conocimiento, el esfuerzo principal de su medi-
tación se concentró en la teoría de la naturaleza. Sócrates invirtió
los términos y concentró su pensamiento en la e’tica y en la lógica;
y desde entonces, si bien la teoría de la naturaleza en modo alguno
fue olvidada ni siquiera por Platón, quien trabajó bastante más
sobre ella de lo que generalmente se cree, predomino’, sin embargo,
la teoría de la mente, mientras que la de la naturaleza vino a ocu-
par un lugar secundario.
Esta teoría griega de la mente que encontramos en Sócrates y
en sus sucesores se hallaba íntimamente relacionada con los resul-
tados ya obtenidos en la teoría de la naturaleza y condicionada por
ellos. La mente que estudiaron Sócrates, Platón y Aristóteles fue,
más que nada, mente en la naturaleza, mente en el cuerpo y del
cuerpo que se manifestaba por el dominio ejercido sobre él; y cuan-
do estos filósofos se vieron obligados a reconocer que la mente tras-
cendía al cuerpo, enunciaron este descubrimiento en una forma
que pone claramente de relieve cuán paradójico les parecía y cua’n
remoto era a sus modos habituales o (como a veces decimos) “ins-
tintivos” de pensar. Una y otra vez sorprendernos a Sócrates, en los
diálogos de Platón, temeroso de tropezar con la incredulidad y
la incomprensión de sus oyentes cuando se atreve a afirmar que la
mente o alma racional opera con independencia del cuerpo: ya sea
cuando habla de teoría del conocimiento y contrasta la psique cor-
poral apetitiva y sensible con la aprehensión intelectual pura de las
formas llevada a cabo por la actividad totalmente independiente y

21
INTRODUCCIÓN

autónoma del alma racional, sin ayuda alguna del cuerpo, o cuan-
do expone la doctrina de la inmortalidad y afirma que el alma
racional goza de una vida eterna no afectada por el nacimiento o la
muerte del cuerpo que la alberga.
El mismo tono encontramos en Aristóteles, quien considera
como algo sabido por todos que el alma debe ser definida como la
entelequia de un cuerpo orgánico, esto es, la actividad auto-subsis-
tente del organismo, mientras que al decirnos que el intelecto o
razón, vofig, si bien constituye en cierto sentido una parte del
“alma”, no posee ningún órgano corporal ni es tampoco actuado,
como la sensibilidad, por sus objetos correspondientes (De Anima
429315 seqq.), de modo que nada es fuera de su actividad de pensar
(ibid. 21-22) y es “separable” del cuerpo (ibid. 429b15), nos habla
como alguien que está exponiendo una doctrina misteriosa y difí-
cil. Todo esto nos pone de relieve lo que ya podíamos presumir a
base de un conocimiento general de la física presocra’tica: que, en
general, los pensadores griegos daban por sentado que la mente
pertenece esencialmente al cuerpo, vive con e’l en la más estrecha
unión, y que cuando tropiezan con razones que les hacen pensar
que esta unión es parcial, ocasional o precaria, se hallan desconcer-
tados por no saber cómo puede ser esto.
En el pensamiento renacentista la situación se invierte exacta-
mente. Para Descartes el cuerpo es una sustancia y la mente otra.
Cada una opera con independencia de la otra y de acuerdo con sus
propias leyes. Así como el axioma fundamental del pensamiento
griego acerca de la mente es su inmanencia al cuerpo, el axioma
fundamental de Descartes es su trascendencia. Descartes sabe muy
bien que no hay que extremar la trascendencia hasta el punto de
llegar al dualismo; es menester conectar ambas cosas de algún
modo; pero, cosmolo’gicamente, no puede encontrar conexión fue-
ra de Dios, y por lo que respecta al ser humano individual tiene
que recurrir al expediente desesperado, ridiculizado con razón por
Spinoza, de encontrar esta conexión en la glándula pineal, de la
que piensa debe ser el órgano de unión entre el cuerpo y el alma

22
INTRODUCCIÓN

porque, en su calidad de anatómico, no le encuentra ninguna otra


función.
Pero tampoco Spinoza se halla en mejor situación con su insis-
tencia en la unidad de la sustancia; porque el pensamiento y la
extensión no son en su filosofía sino dos atributos extremadamen-
te distintos de esta única sustancia, y cada uno, como atributo, tras-
ciende completamente al otro. De aquí que, cuando al correr del
siglo XVIII se fue desplazando el centro de gravedad del pensamien-
to filoso’fico de la teoría de la naturaleza a la teoría de la mente,
correspondiendo a Berkeley en esta ocasión una significación pare-
ja a la de Sócrates entre los griegos, el problema de la naturaleza
tuvo que formularse de esta manera: ¿Cómo es posible que la men-
te pueda tener conexión alguna con algo que le es tan extraño, con
algo esencialmente mecánico y no-mental, es decir, con la natura-
leza? Ésta fue la cuestión, en el fondo la única cuestión, concernien-
te a la naturaleza que preocupó a los grandes filósofos de la mente,
Berkeley, Hume, Kant y Hegel. En cada caso su respuesta fue, en el
fondo, la misma, a saber, que la mente hace a la naturaleza; la natu-
raleza es, por decirlo así, un producto subalterno de la actividad
autónoma y autoexistente de la mente.
Más tarde examinare’ esta visión idealista de la naturaleza con
mayor detalle; lo que me interesa aclarar por el momento es que
hay dos cosas que nunca esta Visión ha pretendido significar. No
quiere decir, en efecto, que la naturaleza sea en sí misma mental,
hecha con estofa mental; por el contrario, arranca del supuesto de
que la naturaleza es radicalmente no-mental o mecánica, y jamás
ha renunciado a este supuesto, antes al contrario, ha mantenido
siempre que la naturaleza es esencialmente ajena a la mente, lo otro
u opuesto de la mente. En segundo lugar, tampoco quiere decir que.
la naturaleza sea una ilusión o sueño de la mente, algo que no exis-
tiría: por el contrario, siempre ha mantenido que la naturaleza, en
realidad, es lo que parece ser: una obra de la mente y que no existe
por sí misma, pero obra realmente producida y, por lo mismo que
es producida realmente, es que existe en realidad.

23
INTRODUCCIÓN

Era menester poner en guardia contra estos dos errores porque


una y otra vez han sido enseñados como verdades en libros cuyos
autores se hallan tan obsesos por las ideas del siglo xx que ya no
les es posible comprender las del XVIII. En un cierto sentido no hay
que tomarlo a mal, pues sin duda significa algún género de avan-
ce que la gente se vaya despojando de las ideas que abrigaron sus
tatarabuelos; pero no es un progreso que capacite a las gentes para
hacer afirmaciones históricas acerca de ideas que ya no compren-
den; y cuando gentes tales se atreven con esas afirmaciones y llegan
a decir que para Hegel “las características materiales son aparien-
cias ilusorias de ciertas características mentales” (C. D. Broad, The
Mind and its Place in Nature, 1928, p. 624) o que, según Berkeley, la
“experiencia de verde en nada se puede distinguir del verde” (G. E.
Moore, Philosophical Studies, 1922, p. 14, donde no se cita a Berke-
ley pero parece tene’rsele en cuenta), el respeto por sus aportacio-
nes personales y por su posición académica no debe cegarnos ante
el hecho de que están diciendo cosas falsas acerca de algo que no
han comprendido.
La visión que los griegos tenían de la naturaleza como un orga-
nismo inteligente se basaba en la analogía; una analogía entre el
mundo de la naturaleza y el ser humano individual, que comienza
por encontrar en sí mismo como individuo ciertas características y
pasa a pensar que la naturaleza posee características semejantes.
Por obra de su propia autoconciencia llega a pensar de sí mismo
como siendo un cuerpo cuyas partes se hallan constantemente en
rítmicos movimientos, delicadamente ajustados entre sí para pre-
servar la vitalidad del todo: y encuentra a la vez que es una mente
que dirige las actividades de este cuerpo de acuerdo con sus pro-
pios deseos. Se explica entonces el mundo total de la naturaleza
como un macrocosmos análogo a este microcosmos.
También la visión renacentista de la naturaleza como máquina
tiene un origen analógico pero presupone un orden de ideas muy
diferente. En primer lugar, se basa en la idea cristiana de un Dios
creador y omnipotente. En segundo lugar, en la experiencia huma-

2.4
INTRODUCCIÓN

na de idear y construir máquinas. Los griegos y los romanos no fue-


ron gente habituada a emplear máquinas: sus catapultas y sus relo-
jes de agua no ocupaban en sus vidas un lugar lo bastante promi-
nente para que pudiera afectar el modo de concebir la relación entre
ellos y el mundo. Pero en el siglo XVI, la Revolución Industrial esta-
ba ya en marcha. La imprenta y el molino de viento, la palanca, la
bomba y la polea, el reloj y la carretilla y toda una serie de máqui-
nas en uso entre mineros y mecánicos eran artificios empleados en
la Vida diaria. Todo el mundo entendía la índole de una máquina,
y la experiencia de construir y usar cosas semejantes se había con-
vertido en una parte de la conciencia general del hombre europeo.
No era muy difícil dar el paso hasta llegar a la proposición: Dios es
a la naturaleza como un constructor de relojes o de molinos es a
un reloj o a un molino.‘

§ 4. LA IDEA MODERNA DE LA NATURALEZA

La Visión moderna de la naturaleza no es menos tributaria de la cos-


mología griega que de la renacentista, pero difiere de ambas en ras-
gos fundamentales. No es fa’c1l' describir con precisión las diferencias
porque el movimiento es aún bastante tierno y no ha tenido tiempo
todavía de madurar sus ideas como para permitir una exposición sis-
temática. Más que frente a una nueva cosmología, nos hallamos ante
un gran número de nuevos experimentos cosmolo’gicos, todos ellos
desconcertantes si se les mira desde el punto de Vista renacentista y
todos ellos animados en algún grado por lo que pudiéramos recono-
cer como un solo espíritu; pero ceñir este espíritu resulta bien difícfl.
Sin embargo, podemos descubrir el género de experiencia en que se
basa y señalar así el punto de arranque del movimiento.
También la cosmología moderna, como sus predecesoras, está
basada en una analogía. Lo nuevo en ella es que la analogía es nue-
va. Así como la ciencia griega de la naturaleza se basaba en la ana-
logía entre la naturaleza macrocósmica y el hombre microco’smico,

25
INTRODUCCIÓN

el hombre tal como se revela a sí mismo en su propia autoconcien-


cia, y la ciencia renacentista de la naturaleza se basaba en la analo-
gía entre la naturaleza que es obra de Dios y las máquinas que son
obra del hombre (la misma Analogy que en el siglo XVII habría de
constituir el supuesto de la obra maestra de Joseph Butler),2 asi
también la visión moderna de la naturaleza, que empieza a cobrar
expresión hacia fines del siglo XVIII y a partir de entonces va ganan-
do volumen y solidez conforme llegamos a nuestros días, se basa
en la analogía entre los procesos del mundo natural tal como los
estudian los hombres de ciencia y las vicisitudes de los asuntos
humanos tal como las estudian los historiadores.
Lo mismo que la analogía renacentista, tampoco ésta pudo
empezar a operar antes que no estuvieran cumplidas ciertas condi-
ciones. Como lo he observado, la cosmología renacentista surgió
de una amplia familiaridad con la construcción y el manejo de las
máquinas. Fue en el siglo XVI cuando se llegó a esta familiaridad.
La cosmología moderna no pudo surgir sino de una amplia fami-
liaridad con los estudios históricos y en particular con los estudios
históricos que colocaban la idea del proceso, cambio o desarrollo
en el centro mismo del cuadro y la reconocían como la categoría
fundamental del pensamiento histórico. Este tipo de Historia apa-
rece por vez primera hacia mediados del siglo XVIII.3 Bury la
encuentra por primera vez en Turgot (Discours sur l’histoire univer-
selle, 1750) y Voltaire (Le sz'e‘cle de Louis XIV, 1751). Fue desarrolla-
da en la Encyclopédie (1751-1765), y más tarde se convirtió en un
lugar común. Vertida durante los cincuenta años que siguen en tér-
minos de ciencia natural, la idea de “progreso” se convirtió (como
en la Zoonomía, 1794—1798, de Erasmus Darwin y en la Philosophie
zoologique, 1809, de Lamarck) en la idea que en otros cincuenta
años se haría famosa bajo el rótulo de “evolucio’n’.’

2 “Siendo este método evidentemente concluyente... mi intención es aplicarla... dando


por probado que existe un autor inteligente de la naturaleza” (cursivas mías); Introducción,
parágrafo 10, Oxford, Oxford University Press, 1897, p. 10.
3 I. B. Bury, The Idea of Progress, Londres, 1924, cap. vu.

26
INTRODUCCIÓN

En su sentido más restringido la palabra evolución alude a la


teoría que se asocia especialmente al nombre de Charles Darwin,
aunque no fue expuesta por él por primera vez, según la cual las
especies orgánicas no constituyen un repertorio fijo de tipos per-
manentes, sino que comienzan a existir en el tiempo y también aca-
ban en él. Pero esta teoría no es más que la expresión de una ten-
dencia que puede actuar, y de hecho ha actuado, en un campo
mucho más amplio: la tendencia a resolver el tan Viejo dualismo
entre los elementos cambiantes y los elementos inmutables de la
naturaleza asegurando que lo que hasta entonces se había conside-
rado como inmutable estaba en realidad sujeto al cambio. Cuando
esta tendencia actúa sin freno alguno y se elimina por completo la
idea de que haya elementos inmutables en la naturaleza, el resulta-
do puede denominarse evoluciom‘smo radical: una doctrina que ape-
nas si ha llegado a su madurez en el siglo XX y que fue expuesta sis-
temáticamente por primera vez por Bergson.
El origen de esta tendencia, a la que podemos ver actuando en
varios campos de la ciencia natural desde ma’s de cien años antes de
Bergson, hay que buscarlo en el movimiento histórico de la segunda
mitad del siglo XVIII y su desarrollo ulterior en el curso del XIX.
La idea de evolución, como lo saben quienes fueron testigos de
su aplicación detallada al campo de la biología que hizo Darwin, sig-
nificó una crisis de primer orden en la historia del pensamiento
humano. Pero los intentos primerizos de exposición filosófica de la
idea, especialmente los de Herbert Spencer, fueron del tipo amateur
y bien poco concluyentes; pero la crítica que con justicia provoca-
ron no condujo tanto a un examen más detenido de la idea misma
como a la creencia de que semejante examen no valía la pena.
Lo que estaba en juego era algo de gran alcance: ¿En qué con-
diciones es posible el conocimiento? Para los griegos era un axio-
ma que nada se puede conocer como no sea inmutable. El mundo
de la naturaleza, según ellos, es un mundo de un cambio incesante
que todo lo invade. Parece que la conclusión habría de ser que es
imposible cualquier ciencia de la naturaleza. Pero la cosmología del

27
INTRODUCCIÓN

Renacimiento esquivo’ esta conclusión con un “distingo”. Se reco-


nocía que el mundo de la naturaleza, tal como aparece a nuestros
sentidos, es incognoscible; pero se argu"ía que detrás de este mundo
de las llamadas “cualidades secundarias” había otras cosas, los obje-
tos verdaderos de la ciencia natural, que se podían conocer porque
eran inmutables. En primer lugar teníamos la “sustancia” o “mate-
ria”, no sometida ella misma al cambio, pero cuyas posiciones y
ordenamientos cambiantes constituían las realidades cuya aparien-
cia sensible adoptaba la forma de las cualidades secundarias. En
segundo lugar teníamos las “leyes” de acuerdo con las cuales cam-
biaban esas posiciones y ordenamiento. Estas dos cosas, la materia
y la ley natural, constituían los objetos inmutables de la ciencia de
la naturaleza.
¿Cuál es la relación entre la “materia”, que era considerada el
sustrato de los cambios que ocurrían en el mundo natural percep-
tible, y las “leyes” de acuerdo con las cuales tenían lugar esos cam-
bios? Sin entrar a discutir de lleno la cuestión, me atrevo a sugerir
que nos hallamos ante una misma cosa dicha dos veces. La razón
para afirmar cualquiera de ellas surge de la supuesta necesidad de
que haya algo inmutable y, por lo mismo —de acuerdo con el axio-
ma que prevalecía entonces——, cognoscible detrás del espectáculo
cambiante, y por lo mismo incognoscible, de la naturaleza tal como
la percibimos con nuestros sentidos.
Este algo inmutable se buscó en dos direcciones a la vez o, si se
quiere, fue descrito a la vez con dos vocabularies. En primer lugar
se buscó apartando de la naturaleza, tal como la percibimos, todo
lo obviamente cambiante, de suerte que no quedara sino un resi-
duo en la forma de un mundo natural ya cognoscible porque se
hallaba exento del cambio; en segundo lugar se buscó mirando si
había relaciones inmutables entre las cosas cambiantes. También
podríamos decir que ese algo inmutable fue descrito primeramente
con el vocabulario del “materialismo”, como lo hicieron los Viejos
jonios, y en segundo lugar con el vocabulario del “idealismo’,’ como
lo hicieron los pitago’ricos; entendiéndose en este caso por “mate-

28
INTRODUCCIÓN

rialismo” el intento de comprender las cosas preguntando por aque-


llo de lo que esta’n hechas y por “idealismo” el intento de compren-
der las cosas preguntando que’ quiere decir que “A está hecho de B”:
esto es, qué “forma” se le ha impreso para que se diferencie de aque-
llo de lo cual está hecho.
Si ese “algo inmutable” lo podemos encontrar por una de las
vías o describir con uno de los vocabularies, el otro resulta innece-
sario. Por eso el “materialismo” y el “idealismo’,’ que en el siglo XVII
convivieron pacíficamente, en el siglo XVIII se van sintiendo poco a
poco como rivales. Para Spinoza parecía claro que la naturaleza se
revela al intelecto humano en dos “atributos”, la “extensión” y el
“pensamiento’,’ significando “extensión” no la extensión visible de,
por ejemplo, manchas visibles de color en el cielo, en los árboles,
en la hierba y asi sucesivamente, sino la “extensión” inteligible de la
geometría que Descartes había identificado con la materia; mien-
tras que el “pensamiento” tampoco significa la actividad mental de
pensar, sino las “leyes de la naturaleza” que constituyen los objetos
del pensar del hombre de ciencia. Spinoza sostiene que la realidad
de la naturaleza se “expresa” alternativamente en estos dos “atribu-
tos”; en otras palabras, Spinoza es “materialista” e “idealista” a la
vez. Pero cuando Locke sostuvo que no existe una “ciencia de la sus-
tancia’,’ estaba abandonando la respuesta materialista a la cuestión
y proclamando la suficiencia de la respuesta “idealista’Ï La cuestión era:
¿Cómo podremos encontrar algo inmutable, y por lo mismo cog-
noscible, dentro o detra’s del fluir de la naturaleza tal como la per-
cibimos o vinculado de algún modo a ello? En la ciencia natural
moderna o evolucionista esta pregunta no surge ma’s y la contro-
versia entre materialismo e idealismo, como las dos respuestas a la
misma, no alberga ya ningún sentido.
Esta controversia perdió su sentido porque sus supuestos
habían experimentado un cambio radical a comienzos del siglo XIX.
Por entonces los historiadores se han ejercitado en pensar, y han
visto que eran capaces de hacerlo científicamente, un mundo de
asuntos humanos en cambio constante, en el cual no había ningún

29
lN'l‘R()l)U(‘(‘IÓN

sustrato inmutablc tras de los cambios ni tampoco leyes inmuta-


bles de acuerdo con las cuales ocurrirían los cambios. Ahora la His-
toria se ha establecido ya como una ciencia, es decir, como una
investigación progresiva en la cual se establecen las conclusiones de
un modo sólido y demostrativo. De tal suerte se ha probado expe-
rimentalmente que es posible el conocimiento científico de objetos
que se hallan en perpetuo cambio. Una vez más la autoconciencia
del hombre, en este caso la autoconciencia colectiva del hombre, su
conciencia histórica de su propio hacer colectivo, suministró la cla-
ve para sus ideas acerca de la naturaleza. La idea histórica del cam-
bio o proceso científicamente cognoscible se aplico, con el nombre
de evolución, al mundo de la naturaleza.

ξ 5. CONSECUENCIAS DE ESTA IDEA

Esta concepcio’n nueva de la naturaleza, la concepción evolucionis-


ta basada en la analogía de la Historia, posee ciertas características
que se siguen necesariamente de la idea central en que se basa. Aca-
so convenga mencionar algunas de ellas.

I. El cam/bio ya no es cíclico, sino progresivo. Lo primero a que voy a


referirme es que el cambio se presenta en la mente del hombre de
ciencia con un carácter nuevo. Tanto los griegos como los renacen-
tistas y los modernos han convenido en que todo en el mundo de
la naturaleza, tal como la percibimos, se halla en un estado de cam-
bio incesante. Pero los pensadores griegos consideraban en el fondo
estos cambios naturales como cíclicos. Pensaban que el cambio de
un estado α un estado β constituye siempre una parte de un pro-
ceso que se completa volviendo del estado β 81 estado oc. Cuando
se veían obligados a reconocer la existencia de un cambio que no
era cíclico porque no admitía semejante retorno, por ejemplo, el
cambio de la juventud a la madurez en un organismo animal o vege-
tal, lo consideraban como un fragmento mutilado de un cam-

30
INTRODUCCIÓN

bio que, de haber sido completo, habría sido cíclico; y consideraban


que la cosa que exhibía un cambio semejante, fuera animal o ve-
getal o lo que sea, era defectuosa por ese motivo, ya que no mos-
traba en sus cambios el patrón cíclico que deben mostrar idealmen-
te todas las cosas. Había también otra opción, ya que era posible a
menudo considerar un cambio no cíclico no como incompleto en
sí mismo, sino como incompletamente conocido, como un caso de
cambio cíclico en el que, por alguna razón, no podíamos percibir
más que una parte de la revolución. Esta tendencia a concebir el
cambio en el fondo, o cuando es capaz de realizar y exhibir su pro-
pia naturaleza como cambio, no como progresivo (entendiendo por
progreso un cambio que conduce siempre a algo nuevo, sin impli-
cación necesaria de mejoramiento), sino como cíclico, ha caracteri-
zado a la mente griega a través de toda su historia. Voy a mencionar
un solo ejemplo destacado: la idea que obsesiona a la cosmología
griega desde los jonios hasta Aristóteles es que el movimiento total
del mundo-organismo, el movimiento del cual se derivan todos los
demás movimientos del mundo natural, consiste en una rotación
uniforme.
El pensamiento moderno invierte la situación. Dominado por la
idea de progreso o desarrollo, que se deriva del principio de que
la historia nunca se repite, considera el mundo de la naturaleza
como un segundo mundo en el que nada se repite, un segundo
mundo de progreso que se caracteriza, no menos que el de la histo-
ria, por la aparición constante de cosas nuevas. El cambio es, en el
fondo, progresivo. Los cambios que parecen ser cíclicos no son real-
mente cíclicos. Siempre es posible explicarlos como cíclicos en apa-
riencia y progresivos en realidad, de estas dos maneras: subjetiva-
mente diciendo que lo que se había tomado por idéntico no era
más que semejante, y objetivamente diciendo (para hablar metafo’-
ricamente) que lo que se había tomado como un movimiento rota-
torio o circular es, de hecho, un movimiento en espiral, un movi-
miento en el cual el radio esta’ cambiando constantemente o el
centro desplaza’ndose de continuo, o ambas cosas a la vez.

31
INTRODUCCIÓN

II. La naturaleza ya no es mecánica. Un resultado negativo de la


introducción de la idea de evolución en la ciencia natural fue el
abandono de la concepción mecánica de la naturaleza.
Es imposible describir a la vez la misma cosa como una máqui-
na y como algo que se desarrolla o evoluciona. Algo que está des-
arrollándose puede construir máquinas, pero no puede ser una
máquina. Por consiguiente con base en la teoría evolucionista pue-
de haber máquinas en la naturaleza, pero la naturaleza misma no
puede ser una máquina y tampoco puede ser descrita en su con-
junto, o descrita completamente en cuanto a ninguna de sus par-
tes, en términos mecánicos.
Una máquina es esencialmente un producto acabado o un sis-
tema cerrado. No es una máquina en tanto no esté acabada. Mien-
tras la estamos construyendo no está funcionando como una
máquina; esto no puede hacerlo hasta tanto no este’ completa; por
consiguiente, nunca puede desarrollarse, porque desarrollarse sig-
nifica actuar para llegar a ser lo que no se es todavía (como, por
ejemplo, una ternera actúa para llegar a ser vaca) y una máquina
en estado inacabado no puede actuar para nada. El único género
de cambio que una máquina puede producir en sí misma mediante
su funcionamiento es el de estropearse o gastarse. No estamos ante
un caso de desarrollo, porque no se trata de la adquisición de nin-
guna función nueva, sino, simplemente, de la pérdida de las anti-
guas. Así, un barco en condiciones puede hacer todas las cosas que
un barco estropeado y además otras. Una máquina puede producir
una especie de desarrollo en aquello en que trabaja, como una
máquina elevadora de granos puede constituir un montón de gra-
nos; pero si la máquina ha de continuar trabajando, hay que cance-
lar este desarrollo en la siguiente etapa (por ejemplo, hay que qui-
tar el montón de granos) y en lugar de desarrollo tenemos un ciclo
de etapas.

III. Se reintroduce la teleología. Un corolario positivo de este resul-


tado negativo es la reintroduccio’n en la ciencia natural de una idea

32
INTRODUCCIÓN

que la visión mecánica de la naturaleza había eliminado: la idea de


teleología. Si el mundo de la naturaleza es una máquina o una colec-
ción de máquinas, todo lo que en e’l ocurre es debido a causas efi-
cientes, no en el sentido aristote’lico de esta frase aristote’lica, sino
en el sentido mecánico, que denota impacto, atracción, repulsio’n y
así sucesivamente. So’lo cuando examinamos la relación de la má-
quina con su constructor comienzan a aparecer las “causas finales’.’
Si se considera a la naturaleza como una máquina, entonces tiene
que ser proscrita de la ciencia natural la teleología o causación fina-
lista, con su idea acompañante del nisus o esfuerzo por parte de la
naturaleza o de algo en la naturaleza hacia la realización de algo
que todavía no existe; su lugar de aplicación está en la esfera men-
tal; aplicarla a la naturaleza supone confundir las características de
estas dos cosas radicalmente diferentes.
Esta negación de la teleología por la ciencia natural mecanicis-
ta puede presentarse en forma más embozada al sostener, como de
hecho lo sostuvo Spinoza, que todo en la naturaleza realiza un
esfuerzo para mantenerse en su propio ser (in πιο esse perseverare
conatur, Etica, III, prop. 6). Esto no es más que una pseudoteleolo-
gía, porque el conatus del que habla Spinoza no se dirige hacia la
realización de algo que no existe todavía. Bajo la forma de palabras
que parecen afirmar la realidad y universalidad del esfuerzo, se nie-
ga de hecho la verdadera esencia del esfuerzo.
Para una ciencia evolucionista de la naturaleza el esse de algo
en la naturaleza es su fieri; y una ciencia de este género debe, por lo
mismo, sustituir la proposición de Spinoza por la de que todo en la
naturaleza trata de perseverar en su propio devenir, de continuar el
proceso de desarrollo en el cual, en la medida misma en que existe,
se halla ya involucrado. Y esto contradice lo que Spinoza preten-
de dar a entender; porque el “ser” de una cosa significa, en Spinoza,
lo que ella es ahora; y una cosa involucrada en un proceso de des-
arrollo se halla involucrada en dejar de ser lo que ahora es, por
ejemplo, una ternera, para llegar a ser lo que ahora no es, es decir,
una vaca.

33
INTRODUCCIÓN

IV. La sustancia se resuelve cn ]:΄Μπι"όπ. El principio de que cl c-sse


de una cosa es su fieri requiere una reforma algo extensa del voca-
bulario de la ciencia natural, de modo que todas aquellas palabras
y frases que describen la sustancia o la estructura sean rcmplaza-
das por palabras y frases que describan la función. Una ciencia
mecanicista de la naturaleza dispondrá de un considerable vocabu-
lario de términos funcionales pero éstos irán acompañados siem-
pre de otro vocabulario de términos sustanciales. En una máqui-
na, una cosa es la estructura y otra la función; porque una máquina
tiene que ser construida antes de que pueda ser puesta en movi-
miento.
Para construir un soporte escogemos un trozo de acero de cier-
to grado de dureza y, antes de que pueda funcionar como soporte,
le imprimimos una forma determinada. Su tamaño, forma, peso,
dureza, y así sucesivamente, son propiedades estructurales inde-
pendientes de su actuación en esta máquina particular o en cual-
quier otra máquina, en un soporte o en cualquier otra cosa. Siguen
siendo las mismas con independencia de si la máquina en cuestión
se halla en movimiento o en reposo. Además, estas propiedades
estructurales, que pertenecen a una parte determinada de una
máquina determinada, constituyen el fundamento y el requisito
previo de sus propiedades funcionales. A menos que la pieza de ace-
ro no posea la forma, dureza, etc., adecuadas, no servirá como
soporte.
Por consiguiente, si la naturaleza es una máquina, los movi-
mientos diversos de sus partes serán movimientos de cosas que
poseen propiedades estructurales suyas con independencia de estos
movimientos, a los que sirven de requisitos previos indispensables.
Resumiendo: en una máquina, y también en la naturaleza si ésta es
de tipo mecánico, la estructura y la función son cosas distintas y la
función presupone la estructura.
En el mundo de los asuntos humanos, tal como es conocido
por los historiadores, no existe semejante distinción y tampoco a
fortiori semejante prioridad. La estructura se puede resolver en fun-

34
INTRODUCCIÓN

ción. No hay inconveniente en que los historiadores nos hablen de


la estructura de la sociedad feudal o de la industria capitalista o
de la ciudad-estado griega, pero la razón por la cual no hay incon-
veniente es porque saben que las así llamadas estructuras son, real-
mente, complejos de funciones, modos diferentes de comportarse
los seres humanos; y que cuando decimos, por ejemplo, que existe
la constitución inglesa, lo que queremos dar a entender es que cier-
tas gentes se están comportando de cierta manera.
Sobre la base de una visión evolucionista de la naturaleza, una
ciencia de la misma lógicamente construida seguirá el ejemplo de
la Historia y resolvera’ las estructuras que le conciernen en funcio-
nes. Se entenderá la naturaleza como consistente en procesos y la
existencia de cualquier género de cosas en la naturaleza se entende-
rá que quiere decir que se hallan en marcha procesos de un ge’nero
especial. Así, la “dureza” del acero se comprenderá, como lo hacen
de hecho los físicos modernos, no como el nombre de una propie-
dad estructural del acero independiente de cualquier modo de com-
portamiento del acero y prerrequisito del mismo, sino como un
nombre para designar un cierto modo de comportarse: por ejem-
plo, el nombre designará un movimiento rápido de las partículas
que lo componen, en el cual e’stas bombardean violentamente cual-
quier cosa puesta en lo que se llama “contacto” con el acero, esto
es, dentro del alcance del bombardeo.

V. Espacio mínimo γ tiempo mínimo. Esta resolución de la estructu-


ra o sustancia en función implica consecuencias importantes para
el detalle de la ciencia natural. Como la idea de cualquier especie
de sustancia natural se resuelve en la idea de alguna especie de fun-
ción natural, y como estas funciones siguen siendo concebidas por
nuestros hombres de ciencia del mismo modo que las concibieron
desde el alborear del pensamiento griego, esto es, como movimien-
to, y como todo movimiento ocupa lugar y necesita tiempo, se sigue
de aquí que, de acuerdo con las ideas de una ciencia evolucionis-
ta de la naturaleza, para que exista cualquier especie de sustancia

35
INTRODUCCIÓN

natural es menester una extensión adecuada de espacio y un perio-


do también adecuado de tiempo. Veamos estos dos aspectos por
separado.
a) El principio de espacio mínimo. Una ciencia evolucionista de
la naturaleza sostendrá que para que exista una especie cualquiera
de sustancia natural es menester una cantidad apropiada de espa-
cio. No es infinitamente divisible. Hay una cantidad, la más peque-
ña posible, de ella; y si se divide esta cantidad, las partes ya no sera’n
ejemplares de la misma sustancia.
Ésta es la teoría que John Dalton propuso a comienzos del siglo
XIX y que ahora es universalmente aceptada. Suele llama’rsela ato-
mismo, pero difiere no menos de la doctrina de los atomistas grie-
gos que del homeomerismo de Anaxa’goras. Sostenía e’ste que las
sustancias naturales específicas estaban hechas de partículas homo-
géneas consigo mismas y cualquier idea de este porte se halla en
conflicto patente con la química daltoniana, según la cual el agua,
por ejemplo, esta’ hecha no de agua sino de oxígeno e hidrógeno,
dos gases. El atomismo de Demócrito, que conocemos a través de
Epicuro y Lucrecio, difiere también del atomismo daltoniano en
forma no menos profunda; para los griegos los átomos eran partí-
culas indivisibles de materia indiferenciada, mientras que los áto-
mos de Dalton (hasta que Rutherford comenzó a desintegrarlos)
eran partículas indivisibles de esta o aquella especie de materia,
hidrógeno o carbono o plomo. ΄
Dalton dividía las sustancias naturales en dos clases: las com-
puestas de moléculas, como el agua, y las compuestas de átomos,
como el hidrógeno. En cada caso, la partícula, molécula o átomo,
era la más pequeña cantidad de esa sustancia que podía existir: pero
no por la misma razón. La molécula de agua era la cantidad más
pequeña posible de agua porque aquellas únicas partes en que podía
ser dividida ya no eran partículas de agua sino de oxígeno e hidró-
geno. El átomo de oxígeno era la cantidad más pequeña posible de
oxígeno no porque fuera divisible en partes que ya no eran oxígeno
sino porque no podía dividirse más.

36
INTRODUCCIÓN

Esta concepción de un átomo físicamente indivisible no era


nueva. Constituía una reliquia fosilizada de la vieja física griega,
que sobrevivía anacrónicamente en un ambiente extraño, la ciencia
evolucionista del siglo XIX. La parte fecunda de la teoría de Dalton
no fue la idea de “átomo” sino la de “molécula”: no la idea, a lo Ana-
xa’goras, de partículas homogéneas con aquello que componen, sino
la idea, completamente moderna, de que partículas en posesión de
determinadas cualidades especiales peculiares pueden componer
cuerpos que poseen cualidades especiales completamente diferen-
tes. Esta idea no la encontramos jamás entre los griegos. La teoría
de Empe’docles acerca de los cuatro elementos no representa una
anticipación de ella; porque, de acuerdo con esta teoría, los elemen-
tos tierra, aire, fuego y agua preservan sus cualidades especiales en los
compuestos que resultan de ellos, de suerte que estos compues-
tos son, por lo que se refiere a sus cualidades especiales, en parte
te'rreos, aéreos en parte, y asi sucesivamente.
Pero el “átomo” de Dalton no sobrevivió al siglo XIX. No había
expirado todavía el siglo y ya I. I. Thomson y otros resolvieron el
dualismo daltoniano entre el “átomo” y la “molécula” y colocaron
la teoría del átomo en línea con la teoría de la molécula. Se llegó a
esto sosteniendo que, así como la “molécula” de agua estaba hecha
de partes que, tomadas por separado, no eran agua sino otra cosa,
a saber, oxígeno e hidrógeno, así también el “átomo” de oxígeno
estaba hecho de partes que, tomadas por separado, no eran oxíge-
no sino algo distinto, a saber, electricidad.
b) El principio de tiempo mínimo. Una ciencia evolucionista de
la naturaleza sostendrá que una sustancia natural necesita tiempo
para existir; una cantidad apropiada de tiempo, necesitando cada
tipo especial de sustancia su cantidad específica de tiempo. Para
cada sustancia específica hay un específico lapso durante el cual
puede existir; en un lapso más breve no puede existir, porque la
función o proceso específico a cuya ocurrencia aludimos cuando
hablamos de la existencia de una sustancia específica, no puede te-
ner lugar en un tiempo tan breve.

37
1ΝΙΉΟΌΓιΥ10Χ

Si la sugestiou arriba hecha, a saber, que la ciencia evolucionis


ta de la natunilem se basa en la analogta con la ciencia historica. es
correcta y si la Historia consiste en el estudio de los .‘tsuntos Imma-
nos, los asuntos humanos deberan ofrecernos analtmias para este
principio lo mismo que nos las ofrecen para el principio de espacio
mínimo, por el hecho de que cualquier tipo de actividanl humana
implica, como minimo, un cierto numero de seres Μπαµπ"… bacen
fitlta dos para que haya una riña, tres para que haya un caso de celos,
cuatro o cinco ικά Platon tiene razon, ΗνριέΜί…. 3…) |») para que
ha)“ una sociedad civil, y asi sucesivamente. Υ sin duda estas ana-
logias de los asuntos humanos para el principio de tiempo mínimo
han debido de ser lugares comunes mucho antes de que el princi-
pio comenzara a atc‘ctar el trabaio mismo de los hombres de cien—
da natural.
Éste ha sido, de hecho, el caso. Un ejemplo tipico y famoso lo
tenemos en la observacio’n de Aristóteles (ΕΜ… Nic. l(l98"|8) de
que el ser feliz es una actividad que requiere todo el transcurso
de la Vida y no puede e\.'istir en menos tiempo. l.o mismo ocurre,
sin duda, con actividanies como la del estratega o el estadista o el
compositor musical. Quiza nadie pueda decir e.\'actamente cuanto
tiempo necesitan para existir; pero uno pudiera insinuar que el ser
estratega requiere, por lo menos, el tiempo de una campana; el
ser un estadista, el tiempo necc-‘sario para laborar e imponer una obra
legislativa; el ser compositor, el tiempo requerido para componer
una pieza de música. Supongamos que sea t el tiempo requerido
por cualquiera de esas actividades. Entonces, no sera' posible que
tenga lugar la actividad si no ocurren también otras actividades,
que necesitan un tiempo menor que t, las cuales, en el sentido laxo
de la tr‘ase, se pudieran llamar las " partes” que la componen. Supon-
gamos que un hombre tarda un an‘o en escribir un libro; durante
cierto minuto de ese año escribe una frase y, en este sentido, el es-
cribir el libro es un todo del cual la escritura de cada frase es una
parte. Estas partes no son homogéneas entre sí o con el todo. Cada
frase representa la solución de un problema especial con sus ca-

38
INTRODUCCIÓN

racterísticas peculiares; y el libro como un todo es la solución de


un problema que no se parece a ninguno de esos problemas espe-
ciales.
En otra parte Aristóteles está a punto de aplicar esta noción a
las cosas de la naturaleza. Señala (Etica Nic. 1174320 seqq.) que los
movimientos se componen de partes no homogéneas entre sí o con
el todo que componen. Ofrece como ejemplos la construcción de
un templo y el andar. Analiza el primer ejemplo; yo presentare’ un
anal’isis del segundo. Cuando un hombre anda a razón de tres mil'las
por hora, ejecutando tres pasos cada dos segundos, no se puede
decir, propiamente, que este’ caminando en ninguna cente’sima de
segundo, porque caminar es un género de locomoción, que se efec-
túa apoyando alternativamente cada uno de los pies mientras el
otro se proyecta hacia adelante; el que anda se sostiene sobre un pie
y levanta el otro del suelo, o lo mueve hacia adelante, o lo baja con
el apoyo de su peso, o se apoya sobre los dedos de un pie y el talón
del otro, o algo semejante. Puede ser una cuestión difícil y hasta
quiza’ imposible de responder con certeza cua’nto tiempo hace falta
exactamente para que se establezca la acción rítmica que llamamos
andar pero es claro que no basta una cente’sima de segundo.
El empleo que en este caso hace Aristóteles de la palabra “movi-
miento” sugiere el famoso argumento de Zenón de Elea. Dice Zenón
que, en un instante cualquiera, una flecha lanzada no se halla en
movimiento; se halla en reposo, ocupando el espacio igual a sí mis-
ma en que está situada; de suerte que, si el tiempo no es más que
una suma de instantes, la flecha nunca se halla en movimiento. Aris-
tóteles observa en el pasaje citado que un género determinado
de movimiento requiere, para producirse, un determinado lapso de
tiempo, lo que permite que el lector, si quiere, pueda responder a
Zenón diciendo: “No se’ cuánto tiempo necesita exactamente una
flecha para estar en movimiento, pero, de todas maneras, algún
tiempo necesitará. Si definimos el instante como cualquier lapso
más breve que aquél, entonces no hay contradicción entre afirmar
que en un instante dado la flecha está en reposo y que el tiempo se

39
INTRODUCCIÓN

compone de instantes, y afirmar que durante un periodo de tiem-


po más largo la flecha se mueve’.’
Aristóteles no dice esto ni hay tampoco prueba alguna de que
trate de insinuarlo. Todo lo que dice es que un movimiento de cier-
to tipo se compone de movimientos que no son de este tipo. Que
el movimiento, como tal, está formado de partes. Sin duda, hubiera
negado que el movimiento como tal se componga de partes que no
son movimiento. La respuesta a Zenón que, como he indicado, Aris-
tóteles deja al lector en libertad de hacerla, sería una buena respues-
ta u’nicamente si estuviera respaldada por una teoría física de acuer-
do con la cual la flecha, aun estando en “reposo’,’ es concebida como
un microcosmos de partículas que se mueven todas tan rápidamen-
te que los ritmos de sus movimientos pueden constituirse en un
lapso más corto que el que, por hipótesis, necesita la flecha para
“estar en movimiento’.’
Así es como de hecho concibe la flecha la física moderna. Se
responde a Zenón negando la hipótesis que subyace en su argu-
mento. No debemos decir que Zenón es “refutado’,’ porque no obs-
tante que su argumento es fa’cil de entenderlo en sí mismo, los eru-
ditos siguen discutiendo sobre que’ es lo que pretendía probar: cua’l
era, exactamente, el problema que trataba de esclarecer. Sin embar-
go, resulta claro que entre los términos del problema estaba la dis-
tinción entr'e una flecha que se halla “en movimiento” cuando es
arrojada al aire y esa misma flecha “en reposo” cuando descansa en
la aljaba o en el suelo. La física evolucionista niega esta distinción.
La flecha está hecha, digamos, en parte de madera y en parte de hie-
rro. Cada una de estas materias se compone de partículas diminu-
tas que se mueven incesantemente; las de madera se mueven de un
modo, las de hierro de otro. Estas partículas se componen, a su vez,
de otras todavía más diminutas que por su parte se mueven de otro
modo. Por muy lejos que el físico lleve su análisis, jamás llega a par-
tículas en reposo y jamás a partículas que se comporten exactamen-
te del mismo modo que aquellas de que son parte. Ni piensa que
ninguna de ellas, en cualquier etapa, se comporte exactamente del

40
INTRODUCCIÓN

mismo modo que cualquiera otra: por el contrario, las “leyes” de


acuerdo con las cuales las piensa en movimiento son, como él mis-
mo las llama, “leyes estadísticas’,’ que describen su comportamien-
to medio en masa y no su comportamiento individual tomadas por
separado.
De acuerdo con el principio de espacio mínimo, allí donde hay
una sustancia natural 5l (como el agua) hay una cantidad de ella la
más pequeña posible (la molécula de agua) y cualquier cantidad
menor no sería porción de esa sustancia sino de una sustancia dife-
rente (oxígeno o hidrógeno). De acuerdo con el principio de tiem-
po mínimo hay un tiempo mínimo t durante el cual los movimien-
tos de los átomos (de oxígeno e hidrógeno) dentro de una sola
molécula (de agua) pueden establecer su ritmo y de este modo
constituir esa molécula. En un lapso menor que t existen los áto-
mos (de oxígeno e hidrógeno) pero no existe la molécula. No hay
sl; hay únicamente 52, la clase de sustancias a que pertenecen el oxí-
geno y el hidrógeno.
Pero las partículas de s2 esta’n también compuestas de partícu-
las en movimiento más pequeñas (electrones, núcleos; hasta ahora
no se ha logrado de modo definitivo el análisis completo); y es-
tas partículas no serán de s2 sino de s3 (electricidad, negativa y
positiva).
Se aplican una vez más los principios de espacio mínimo y
tiempo mínimo. Habra’ una cantidad de s2 (los átomos de oxígeno
o de hidrógeno) la más pequeña posible, que no ha de ser nece-
sariamente la misma para todas las diferentes especies de sustan-
cia incluidas en esa clase; la cantidad más pequeña posible de s3
será mucho más pequeña. También habrá un lapso el más pequeño
posible t2, durante el cual los movimientos de las partículas s3
dentro de una sola partícula $2 pueden establecer su ritmo y cons-
tituir de ese modo esa partícula 52; un lapso que no sera’ necesa-
riamente el mismo para las diversas especies de sustancia inclui-
das en la clase s2 pero que, en todo caso, caerá dentro de los límites
que implica el llamarlo t2. En un lapso ma’s pequeño que t2 no

41
INTRODUCCIÓN

habrá, por consiguiente, sustancias pertenecientes a la clase 52;


no hay más que 53.
Si se pregunta si una determinada cosa es un ejemplo de sl,
de $2 o de 53, la respuesta dependerá de esta otra pregunta: ¿en
qué lapso? Si se trata de un tiempo del orden de η, tenemos un
ejemplo de sl; si de un tiempo del orden de t2, un ejemplo de 52;
si de un tiempo del orden de & un ejemplo de 53. Diferentes ór-
denes de sustancia necesitan para existir diferentes órdenes de lap-
sos de tiempo.
Las consecuencias de este principio han sido desarrolladas por
el profesor A. N. Whitehead y compendiadas en su apotegma4 de
que “no hay naturaleza en un instante’.’ La tendencia de toda la cien-
cia moderna de la naturaleza es la de resolver la sustancia en fun-
ción. Todas las funciones naturales son formas de movimiento y
todos los movimientos necesitan tiempo. En un instante, no el ins-
tante de la fotografía instantánea, que contiene un lapso mensu-
rable, sino un instante matemático que no contiene ningún tiempo,
no puede haber movimiento y tampoco, por consiguiente, función
natural ni, por consiguiente, sustancia natural.
Podemos observar de pasada que el principio no abre la puerta
al idealismo subjetivo. Se pudiera expresar este principio diciendo
que el aspecto con que nos aparece el mundo de la naturaleza
depende del tiempo que nos toma el observarlo: que para una per-
sona que tuviera una visión de ese mundo que se extendiera sobre
mil años aparecería de un modo, y de modo diferente para una per-
sona que tuviera una visión que se extendiera sobre una milésima
de segundo, pero que cada uno de estos modos sería una mera apa-
riencia debida al hecho de que nos toma exactamente ese tiempo el
hacer nuestra observación.
Aunque esto es verdad, podría despistarnos. El agua, que para
existir requiere un tiempo del orden de t, es tan real como los átomos
de oxígeno e hidrógeno que la componen, que requieren un tiempo

4 Nature and Life, Illinois University of Chicago Press, 1934, p. 48.

42
INTRODUCCIÓN

del orden de t2; y éstos son tan reales como los electrones y núcleos
que los componen, que requieren un tiempo todavía menor. La mane-
ra como el mundo natural se nos aparezca dependerá, ciertamente,
del tiempo que nos tome el observarlo; pero esto es debido a que,
cuando observamos durante cierto lapso, observamos los procesos
que requieren precisamente ese tiempo para su ocurrencia.
Otra forma peligrosa de enunciar el principio es la de adelan-
tar la hipótesis: supongamos que se detienen todo's los movimien-
tos de la naturaleza; entonces, ¿qué quedaría? De acuerdo con la
física griega y también con las ideas renacentistas que, con referen-
cia especial a su formulación por Newton, se conocen hoy día como
“física cla’sica’,’ lo que quedaría sería el cadáver de la naturaleza, un
frío mundo muerto, como la herrumbre de una máquina parada.
De acuerdo con la física moderna no quedaría nada. Pero esta Vía
es peligrosa porque la hipótesis según la cual no quedaría nada es
para la física moderna una hipótesis sin sentido: implica una dis-
tinción entre sustancia y función y lo que niega la física moderna
es, precisamente, esa distinción.
Pero se puede ilustrar el principio valiéndose de otra hipótesis,
incapaz de realización práctica pero que no envuelve un contrasen-
tido. Nuestro conocimiento experimental del mundo natural se
basa en nuestra familiaridad con esos procesos naturales que pode-
mos observar experimentalmente. Esta familiaridad se halla limita-
da hacia abajo, en el espacio y en el tiempo, por nuestra incapaci-
dad de observar cualquier proceso que ocupe menos de una cierta
extensión de espacio y dure menos de un cierto tiempo y, hacia arri-
ba, por la imposibilidad de observar cualquier proceso que ocupe
más espacio o dure más tiempo de los accesibles a la amplitud de la
Visión humana o más tiempo que el cubierto por el testimonio hu-
mano, o también puede estar limitada por la mera incomodidad de
observar procesos que requieren más tiempo que el que nosotros
estimamos conveniente dedicarles. Estos límites superiores e infe-
riores de nuestras observaciones en el espacio y en el tiempo han
sido grandemente distendidos por todo el aparato del hombre de

43
INTRODUCCIÓN

ciencia moderno, pero subsisten sin embargo y nos son impuestos,


en última instancia, por nuestra constitución de animales de un
tamaño definido y que viven con un tempo definido. Animales
mucho mayores o mucho más pequeños que nosotros, cuya Vida
transcurriera segu’n un ritmo mucho ma’s lento o mucho más ra’pi-
do, observarían procesos de un tipo bien diferente y llegarían, a tra-
ve’s de estas observaciones, a una idea bien diferente de la nuestra
acerca de lo que es el mundo natural.
Por eso la nueva cosmología abriga cierto escepticismo acerca
de la validez de cualquier argumento que, partiendo de nuestras
propias observaciones, razona inductivamente que lo que nosotros
hemos observado es una muestra neta de la naturaleza en su totali-
dad. Argumentos semejantes son, sin duda, válidos en el sentido de
que los procesos que observamos pueden ser una muestra neta
de procesos que, ya sean observables o inobservables para nosotros,
posean el mismo orden de magnitud en el espacio o en el tiempo;
pero nada nos pueden comunicar acerca de procesos mucho mayo-
res o menores en el espacio o mucho más largos o breves en el tiem-
po. El mundo natural que el hombre de ciencia puede estudiar
mediante la observación y el experimento es un mundo antropo-
ce’ntrico; se compone únicamente de esos procesos naturales cuya
fase temporal y cuya amplitud espacial caen dentro de los límites
de nuestra observación.5
Este escepticismo no supone duda alguna acerca de la validez
de nuestros me’todos de observación dentro de su propio campo.

5 La segunda ley de la termodinámica es verdad tan sólo porque pra’ctic'amente no pode-


mos manejar magnitudes por debajo de un cierto límite. Si nuestro universo estuviera pobla-
do por bacterias inteligentes, no tendrían necesidad de una ley semejante” (I. W. N. Sullivan,
The Bases ofModern Science, cap. v). El profesor I. B. S. Haldane (“On Being the Right Size’,’
en Possible Worlds, Londres, Chatto and Windus, 1927) ha señalado que el organismo huma-
no es exactamente intermedio, en tamaño, entre el electrón y la nebulosa espiral, que son las
cosas más pequeñas y más grandes que existen. Esto, añade, proporciona al hombre una po-
sición privilegiada en el mundo de la naturaleza; exactamente lo mismo que argumenta Aris-
tóteles (Política, l327"29) cuando dice quc Grecia está dotada para gobernar el mundo porque
µεσευ΄ει κατά τούς τόπους y su pueblo posee un carácter correspomiiente; en otras pala-
bras, el lugar adecuado de un hombre es el centro de su propio horizonte.

44
INTRODUCCIÓN

Seguimos con el legado de los métodos de la ciencia renacentista,


por lo menos en este punto: no consideramos que una teoría es acep-
table mientras no haya sido confirmada por la observación y el expe-
rimento; y la teoría de que los procesos naturales poseen cierto
carácter dentro de un orden de magnitud en el espacio y en el tiem-
po y otro cuando su amplitud espacial o su lapso temporal es dife-
rente, ha sido ampliamente confirmada por esa vía. Uno de los resul-
tados, y no el menos importante, de esa ampliación de los límites de
nuestra observación por medio del instrumental científico moder-
no ha sido que, dentro de esos límites así ampliados, podemos com—
parar los procesos de escala máxima con los de escala mínima que
nos han sido revelados de este modo y observar las diferencias que los
distinguen y que los distinguen también de aquellos otros a los que
tenemos acceso por la mera observación sin ayuda de aparatos.
De este modo se ha descubierto que las leyes newtonianas del
movimiento se aplican a todos aquellos movimientos cuya veloci-
dad queda dentro del ámbito de la experiencia humana corriente,
pero que no por eso se aplican, como suponía Newton, a todas las
velocidades, pues fracasan en el caso de velocidades que se acercan
a la de la luz.
Una vez más puede ser conveniente observar que lo que resulta
verdad en la física moderna es un rasgo familiar de la Historia. Si
un historiador no dispusiera de medios para captar sucesos que
duren más de una hora, podría describir el incendio de una casa
pero no la construcción de la misma; el asesinato de César pero no
su conquista de las Galias; la no admisión de un cuadro por el comi-
te’ de exposiciones de la Academia de Pintura pero no la pintura del
mismo; la ejecución de una sinfonía pero no su composición. Si
dos historiadores contestaran cada uno la pregunta: “¿Qué género
de sucesos ocurren o pueden ocurrir en la historia?’,’ sus respuestas
serían muy diversas si uno de ellos piensa habitualmente que un
suceso es algo que dura una hora, mientras otro piensa que necesi-
ta diez años; y un tercero que concibiera el suceso como algo que
requiere mil años, daría una respuesta diferente.

45
INTRODUCCIÓN

Hasta podemos adivinar, en cierta medida, cual' sería el tipo de


divergencia. En general, el hacer las cosas lleva más tiempo que el
destruirlas. Cuanto más breve fuera nuestra pauta temporal de un
suceso histórico tanto más nuestra historia se compondría de des-
trucciones, catástrofes, batallas, asesinatos y muertes repentinas.
Pero la destrucción supone la existencia de algo que se destruye; y
como este tipo de Historia no puede describir cómo advino a la
existencia una cosa semejante, puesto que el proceso de su adveni-
miento es demasiado largo para que pueda ser concebido como un
suceso por este tipo de Historia, su existencia tiene que presupo-
nerse como dada, preacabada, milagrosamente establecida por algu-
na fuerza de fuera de la historia.
Para alguien que no es un profesional de la ciencia natural sería
fác1l' aventurar una opinión sobre cuán estrecho es el paralelo entre lo
que acabamos de decir acerca de la Historia y cualquier cosa de la
ciencia de la naturaleza. He citado la observación del finado Sullivan:
que la segunda ley de la termodinámica se aplica únicamente desde el
punto de Vista humano y que sería innecesaria para un microbio inte-
ligente. Si el paralelo de que ‘he hablado es completo, un organismo
inteligente cuya Vida dispusiera de un tempo más amplio que el del
hombre encontraría que esta ley no sólo era inútil' sino falsa.
Pudiera ser que los procesos naturales que caen con más facili-
dad dentro de la observación humana corriente sean predominante-
mente de tipo destructivo, a la manera de los sucesos históricos que
caen con más fac1l’idad dentro del conocimiento del historiador que
piensa el suceso como algo que transcurre en breve tiempo. Al igual
que un historiador semejante, pudiera ser que el estudioso de la natu-
raleza fuera conducido por este hecho a pensar que los acaeceres de
la naturaleza son predominantemente de tipo destructivo: disipacio-
nes de una energía almacenada no se sabe cómo; a pensar que el
mundo de la naturaleza va camino de pararse como un reloj de cuer-
da o se consume dispara’ndose como un depósito de municiones.
Una concepción semejante del proceso natural no es algo que
haya inventado yo; es la que vemos realmente formulada una y otra

46
INTRODUCCIÓN

vez en las obras de los científicos de nuestros días. Se parece muchí-


simo a una idea de la historia, como todo el mundo sabe, ya muy
anticuada: la idea según la cual los procesos históricos no poseen
un carácter constructivo sino meramente destructivo, con el coro-
lario de que estos procesos destruyen una forma de la vida humana
dada ya como perfecta y milagrosamente establecida, una Edad de
Oro primitiva de la que todo lo que la Historia nos puede decir es
cómo ha sido roída paulatinamente por el colmillo del tiempo.
Esta idea de la historia es, como todo el mundo sabe, una ilu-
sión. Una ilusión que corresponde a lo que pudiera acaso llamarse
miopía histórica: el hábito de ver sucesos históricos de corto alcan-
ce y de no ver aquellos cuyo tempo es más amplio. Es verdad, sin
duda, que la historia es un proceso en el cual tout casse, tout lasse,
tout passe; pero también es un proceso en el cual las cosas que han
sido destruidas fueron traídas previamente a existencia. Sólo que es
más fa’cfl ver su destrucción que no su construcción, porque la pri-
mera no toma tanto tiempo.
¿No ocurriría lo mismo en el mundo de la naturaleza? ¿No
pudiera ser que la visión moderna de un universo cuesta abajo, en
el cual la energía se va cambiando gradualmente de una distribu-
ción no uniforme y arbitraria (esto es, una distribución que no
explica ninguna de las leyes que conocemos y que es, por lo tanto,
una distribución dada de antemano, milagrosamente estableci-
da, una especie de Edad de Oro del físico) en una distribución uni-
forme de acuerdo con la segunda ley de la termodinámica, sea una
visión basada en la observación habitual de procesos relativamente
breves, una visión destinada a ser rechazada por ilusoria algún día
cuando se haya prestado una mayor atención a procesos cuya ampli-
tud temporal sea mayor? O, aun en el caso de que los procesos con
ese tempo mayor siguieran esquivando la observación humana, ¿no
se verá que es necesario rechazar aquella descripción como ilusoria
porque, de acuerdo con los principios de la física evolucionista, ten-
dremos que postular nosotros mismos procesos semejantes aunque
no los podamos observar directamente?

47
…- «.….. … να. "… *…

'
PRIMERA PARTE
LA. C-OSMOLOGIA’ GRIEGA-

L.J.,:‘y
I. LOS IÓNICOS

€ 1. LA CIENCIA IÓNICA DE LA NATURALEZA

os FILÓSOFOS IÓNICOS DE LOS SIGLOS VII Y VI A.C. DEDICARON


tanta atencio’n a los problemas cosmológicos que Aristóteles,
quien es, con mucho, nuestra autoridad más importante para
la historia del primitivo pensamiento griego, se refiere a ellos en
grupo como Φυσιόλογοι, teóricos de la naturaleza. Según Aristó-
teles, la característica de esta cosmología jónica es el hecho de que
siempre que sus adeptos plantean la pregunta: “¿Qué es la natura-
leza?” la convierten de inmediato en esta otra: “¿De que’ están hechas
las cosas?” o <‘¿Cual’ es la sustancia original, inmutable, que subyace
a todos los cambios del mundo natural que nos es familiar?”
Para que estas gentes pudieran plantear semejante cuestión
tenían que haber puesto ya en orden en sus cabezas un gran
número de puntos preliminares; y si toda una escuela de pensa-
dores, cuya obra se extiende por casi una centuria, pudo coinci-
dir en plantear la misma pregunta, es que esos puntos prelimina-

1 E. Bréhier (Histoire de la philosophie, París, Libraire Felix' Alcan, 1928, vol. I, p. 42) dice que
la pregunta “¿de que’ están hechas las cosas?” no es de Tales sino de Aristóteles. No le falta
razón al advertimos que nuestra versión tradicional de los físicos de Ionia, a través de los
lentes de Aristóteles, nos pone en peligro de atribuir una importancia exagerada, dentro de
la mente de esos hombres, a lo que, de hecho, muy bien han podido ser no más que obiter
dicta, proyectando de este modo los problemas del siglo IV al siglo VI o últimos del VII. Sin
embargo, el mismo Bréhier dice que “el fenómeno fundamental de esta física milesia es, cier-
tamente, la evaporación del agua del mar bajo la influencia del calor” (p. 44). En otras pala-
bras, que el mismo Bréhier, a pesar de sus advertencias, sigue aceptando la idea de Aristóteles
de que el concepto fundamental de la física jónica era el de transformación.

51
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

res estaban firmemente establecidos. Voy a mencionar tres de


ellos.
1. Que hay cosas “naturales’Ï Con otras palabras: que, de las cosas
entre las que nos movemos, algunas son, sin duda, “artificiales’l es
decir, productos de la habilidad del hombre o de otros animales,
pero otras son “naturales’,’ por contraposición a las artificiales, cosas
que ocurren o existen por sí mismas y no porque alguien las haya
hecho o producido.
2. Que las cosas “naturales” constituyen un solo “mundo de la
naturaleza’.’ Con otras palabras: que las cosas que ocurren o existen
por sí mismas tienen en común no sólo la característica negativa
de no haber sido producidas por artificio, sino también ciertas ca-
racterísticas positivas, de modo que resulta posible hacer ciertas
afirmaciones en torno a las mismas que se apliquen no sólo a cier-
tos grupos selectos, sino a todas en común.
Estos dos puntos constituyen los supuestos previos necesarios a
toda “ciencia de la naturaleza”. Los griegos los han desarrollado
durante el siglo VII a.C., sin que sepamos en absoluto gracias a qué
procesos de investigación o de reflexión y muy poco acerca de la
ayuda que pudo venir de los mesopotamios y los egipcios y de otros
pueblos.
3. Que lo que es común a todas las cosas “naturales” es el estar hechas
de una sola “sustancia” 0 materia. Éste fue el supuesto especial o pecu-
liar de los físicos jónicos; y se puede considerar a la escuela de Mil‘eto
como a un grupo de pensadores que se dieron a la faena de tomar ese
supuesto como “hipótesis de trabajo” y ver qué es lo que se podía con-
seguir con ella, planteando en particular esta interrogación: “Si las
cosas son así, ¿qué es lo que podemos decir acerca de esta sustancia
única?” Claro es que no la trataron conscientemente como una “hipóte-
sis de trabajo’,’ pues no cabe duda de que la aceptaron como un supues-
to absoluto incuestionable de todo su pensar; pero el historiador de las
ideas, que mira retrospectivamente los logros de esos pensadores, no
puede menos de ver que en realidad no hicieron otra cosa sino probar
esta idea de una sustancia universal única y que resultaron insuficientes.

52
LOS JÓNICOS

I. Tales. Tales, el fundador de la escuela, nació en Mileto entre los


años 630 y 620 a.C. y vivió hasta la caída de Sardis en 546/545.
Sostenía, como se sabe, que la sustancia universal de que están
hechas todas las cosas es agua. No dejó obras escritas o, por lo
menos, dedicadas a este tema;2 y ya en la época de Aristóteles nada
dice la tradición de por que’ escogió el agua para que desempeñara
este papel central en su sistema de la naturaleza y cómo concebía el
proceso de hacer las cosas de ella, es decir, cómo pensó exactamen-
te el modo en que una cosa hecha de agua, por ejemplo, una piedra
o un pez, difería del agua de la que estaba hecha. Acerca de lo segun-
do no tenemos luz alguna. Sobre lo primero Aristóteles mismo care-
ce de información, pero ha adelantado dos sugestiones que no
pasan de ser conjeturas. La primera sería que la humedad es nece-
saria para la nutrición de cualquier organismo; la segunda, que toda
vida animal comienza en el líquido seminal.3
Pero no hay que fijarse tanto en lo que Aristóteles dice cuanto
en lo que presupone, a saber, que Tales concebía el mundo de la
naturaleza como un organismo: de hecho como un animal. Esto se
corrobora con los fragmentos que han llegado a nosotros de lo que
dijera Tales. A tenor de estos fragmentos, Tales consideraba el mun-
do (la tierra más los cielos, es decir, lo que pensadores griegos ulte-
riores llamaron %όσμ0ζ pero que los de Mll'eto llamaban OÚQOLVÓC)
como algo “animado’,’ έμψυχο… un organismo vivo o animal den-
tro del cual hay otros organismos menores con su alma propia; de

2 Diógenes Laercio nos cuenta que, de acuerdo con algunas autoridades, Tales no dejó
obras escritas y que otros le atribuyen obras sobre los solsticios y los equinoccios. Teofrasto le
atribuye una obra de astronomía para los navegantes. No hay razón para creer que escribió
sobre cosmología; el tratado “sobre los comienzos’,’ que cita Galeno (apud Diels, Fragmente
der Vorsokmtiker, 4‘=1 ed., Berlin, Weidmannsche Buchhandlung, 1922, vol. I, p. 13), fue sin
duda una mistificación de época muy posterior. En la época de Aristóteles era ya cuestión de
conjetura cua’les serían sus doctrinas cosmológicas. La tradición trasmitía varias pretendidas ma-
nifestaciones suyas: el historiador del siglo IV tenia que adivinar qué es lo que querían decir.
3 λαδω'ν ι'΄σως τη*ν υ"πόληψιν ταύτην έν: του" πάντων όραν" τη*ν τροφη*ν υ'γρα*ν
ου'σαν… και* δια" τό πάντων ta‘ σπέρµατα τη'ν φύσιν υ'γρυ*α*ν ε"κειν (acaso derivaba
esta idea de la observación de que toda cosa tiene un alimento húmedo... y del hecho de
que la simiente de cada cosa es de naturaleza húmeda): Aristóteles, Metafísica, A, 983b22-27.

53
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

modo que un árbol o una piedra son, según él, organismos vivos
en sí mismos y también una parte del gran organismo vivo que es
el mundo. Uno de tales organismos dentro del mundo es la Tierra, a
la que Tales, según nos dicen, se imaginaba flotando en un océano de
agua. Como, sin duda, pensó que la Tierra vivía y que ella y todo lo
que contiene estaban hechos de agua y es posible que pensara,
lo que ya sus discípulos pensaron en firme, que en la naturaleza todo
es fugaz y, por consiguiente, necesita una renovación o sustitución
constante, es posible que se haya figurado a la Tierra como pastan-
do, por decirlo así, en el agua en que flotaba, restaurando de este
modo sus propios tejidos y los tejidos de todas las cosas que conte-
nía, tomando el agua de este océano y transformándola, mediante
procesos afines a la respiración y a la digestión, en las diversas par-
tes de sus propio cuerpo. También se nos dice que describió el mun-
do como ποίημα θεοι)", algo hecho por Dios. Es decir, que los pro-
cesos vitales de este organismo cósmico no fueron concebidos por
e'l como existentes por sí mismos o eternos (pues dijo que Dios es
“más Viejo” que el mundo), sino que dependían para su existencia
de un agente anterior a ellos y que los trascendía.4
De estos escasos testimonios resulta, sin embargo, evidente que
las ideas de Tales se hallaban a una enorme distancia de la idea que del
mundo natural tuvo el Renacimiento: una máquina cósmica cons-
truida por un ingeniero divino para que sirviera a sus propósitos.

4 Dice Diógenes Laercio que Tales consideraba el mundo como “animado” (i-Éutpvxov), es
decir, como un organismo vivo, y repite también la información de Aristóteles (De Anima,
405319), que atribuía almas a las cosas que podían originar movimiento, por ejemplo, la pie-
dra imán.
Aristóteles (de Ccelo, 294328) nos informa de una supuesta (“dicen”) opinión de Tales de
que la Tierra flota lo mismo que una balsa de madera sobre el agua cósmica.
Entre las afirmaciones que Diógenes Laercio atribuye a Tales tenemos que “Dios es la
cosa más vieja, porque no tiene comienzo” y que “el mundo es la mejor cosa porque ha sido
hecha por Dios’.’
Que la tierra “pasta” en el agua no es una doctrina que se exprese en ninguno de los frag-
mentos de Tales o que le sea atribuida por ningún escritor antiguo, pero no soy el único en
pensar que se halla implicada en los fragmentos conservados y en su contexto. “El mundo de
las cosas se encuentra en medio de las aguas y se nutre de ellas” (A. Rey, La Ieunesse de la
Science grecque, La Renaissance de Livre, París, 1933, p. 40: las cursivas son mías).

54
LOS JÓNICOS

La consideraba como un animal cósmico cuyos movimientos, por


consiguiente, servían a sus propios fines. Este animal vivía en el me-
dio del cual habría sido hecho, como una vaca vive en un prado. Pero
surgía la pregunta: ¿De dónde vino la vaca? ¿Qué es lo que trans-
formó el agua indiferenciada en esta masa de agua diferenciada y
animada que llamamos el mundo? En este punto se. rompe la analo-
gía entre el mundo y la vaca. La vaca cósmica no comenzó su vida
como ternera. La Vida del animal cósmico no comprende nada seme-
jante a la reproducción. El mundo no‘nació, sino que fue hecho;
hecho por el único hacedor que osó hacer su temible fábrica: Dios.
Pero ¿qué clase de hacer era éste? Muy diferente del hacer que
la cosmología renacentista atribuía al “gran arquitecto del univer-
so’.’ Porque el Renacimiento pensaba, como indica esta frase, que la
actividad creadora de Dios en su relación con el mundo de la natu-
raleza era, en todos sus puntos menos uno, una versión en gran
escala de la actividad con la que el hombre construye una casa
o una máquina; la única diferencia es que Dios es un arquitecto o
ingeniero que no necesita de materiales, puesto que su palabra los
puede sacar de la nada. Si la actividad divina de la que Tales habla
en su frase ποίημα θεοι)" es una versión en escala mayor de alguna
actividad humana, no será ésta la del arquitecto o la del ingeniero,
sino la del hechicero. En la cosmología de Tales, Dios hace un ani-
mal cósmico del agua en la misma forma mágica en que Aarón hizo
una serpiente de un bastón o como los orunta, en sus ceremonias
inchitiuma, producen alimentos con hierbas embrujadas.

II. Anaximandro. Anaximandro, hacia mediados de siglo VI,5 mo-


dificó esta enseñanza en algunos puntos importantes. No concebía
la tierra como una especie de balsa flotante en la superficie de un

mar, sino como un cuerpo sólido cilíndrico, parecido al fuste de una


columna de la arquitectura griega,6 que flotaba libremente en

5 Diógenes Laercio data su nacimiento hacia 610-61 l a.C. y su muerte poco después de
547—546.
ό κυλινδροειδη"΄ “cilíndrico” dice el Seudo-Plutarco (Strom. 2; πρ…! Diels, p. 16, l. 15)

55
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

un medio de materia indiferenciada, de la que había sido hecha.


Esta primera materia o estofa no era para él el agua (porque, des-
pue’s de todo, el agua es un ejemplo de las sustancias naturales espe-
cíficas cuyo origen trata de explicar el ουσιο΄λφγος), sino como algo
que sólo podía ser descrito con el nombre de Io‘ a”rtetgov,“lo ili-
mitado’.’ Con este nombre quería dar a entender que es infinita en
cantidad espacial y temporalmente, extendiéndose indefinidamen-
te en toda dirección lo mismo que hacia atrás y hacia adelante en el
tiempo; y también que es indeterminada en cualidad, falta’ndole,
por ejemplo, las características especiales de fluidez no menos que
las de solidez o las gaseosas.7 Pensaba que surgían mundos innu-
merables aquí y alla’ en este medio uniforme, a la manera de remo-
linos o burbujas ingentes, uno de los cuales sería nuestro mundo.
Identificaba “lo il'imitado” con Dios, puesto que era imperecedero.8
Algunos autores nos cuentan que concebía también los diversos
mundos como si fueran dioses.9 Pero esto parece estar en contra-
dicción flagrante con la doctrina que se le atribuye (a no ser que se
trate de una glosa, acaso aristote’lica, de esa doctrina) de que lo que
hacía a “lo ilimitado” merecedor del nombre de Dios era su infini-
tud y eternidad, mientras que cualquier mundo determinado es
finito en extensión y finito en la duración de su vida.
Sólo cabe conjeturar que’ es lo que pudo haber llevado a Anaxi-

apoyándose en Teofrasto, “con su altura un tercio de su diámetro”; cf. Hipólito, Ref. i. 6, apud
Diels, ibid., 1. 33. Sin embargo, Diógenes Laercio dice que Anaximandro consideraba la Tierra
como esférica, coatguóñ (Diels, p. 14, l. 5).
7 άόριστον και* κατ, εΐδος και* κατά µέγεθος “indefinida tanto en género como en
extensión” (Simplicio, Phys. 154, 14, apud Diels, p. 16, 1. 6, utilizando a Teofrasto).
8 και* τούτο (sc. τό άπειρν) εϊναι το δει"ον' άι3α΄νατον γάρ καιΧ άνώλερον “y lo
divino, decía, era esto [lo ilimitado]; porque esto era inmortal e indestructible” (Aristóteles,
Física, iii, 203b12, apud. Diels, p. 17, 1. 34).
9 A. άπεφη*νατο τους άπει΄ρους ου*ρανυ*ς Θεούς “A. decía que los mundos innume-
rables eran dioses” (Aecio, i. 17. 12, apud Diels, p. 18, 1. 30). A. autem opinio est nativos esse
deos longis intervallis orientis occidentisquc, eosque innumerabiles esse mundos “pero la opi-
nión de A. es que existen dioses que han venido a la existencia por nacimiento, situados en
el plano del Ecuador terrestre a intervalos grandes y que estos son innumerables mundos”
(Cicerón, De nat. Deorum, i. 10. 25, apud Diels, p. 18, l. 31). De ninguna de nuestras autori-
dades, excepto Cicerón, se desprende que Anaximandro concibiera esos otros mundos como
colocados en el plano del ecuador.

56
LOS JÓNICOS

mandro a semejante contradicción. Pero es claro, por lo menos, que


su desviación más notoria de la cosmología de su maestro Tales
tenía una base razonable y debió de haberle conducido a conse-
cuencias razonables. El agua no podía ser la cosa de la cual están
hechas todas las demás, porque el agua, como lo húmedo, tiene un
contrario que es lo seco. En cada pareja de contrarios, cada miem-
bro implica al otro y ambos han tenido que surgir por la diferen-
ciación de algo que, originalmente era indiferenciado. La cosa de la
cual todas las demás están hechas debe ser, por consiguiente, indi-
ferenciada. Dentro de ella tiene lugar un proceso creador en el que
se generan y segregan, simultáneamente, los contrarios, lo caliente
y lo frío, lo húmedo y lo seco. Se nos dice que así argumentó de
hecho Anaximandro. También se nos dice que concebía el proceso
creador como un movimiento de rotación que podía producirse en
cualquier punto de “lo ilimitado”, dando así origen a un mundo
en cualquier parte suya.
Esto parece implicar que, en teología, Anaximandro reaccionó
contra la trascendencia de Tales con una doctrina de inmanencia.lo
En lugar de concebir a Dios como una especie de hechicero divino
que hacía el mundo instaurando un proceso de diferenciación den-
tro de la materia primera indiferenciada, parece que pensó la forma-
ción del mundo como un proceso que esta materia primera engen-
dra dentro de sí misma provocando esos vórtices locales. Un mundo
es así una cosa que se hace a sí misma allí donde surge un vo’rtice en
“lo ilimitado”; por eso un mundo es también hacedor de mundo o

[Ο Si Tales dijo realmente que “todas las cosas están llenas de dioses” (como cuenta Aris-
tóteles, De Anima, 41 la8), no puede haber pensado de la naturaleza divina como meramen-
te trascendente en relación con el mundo. Y esto no tiene que extrañamos, porque una teo-
ría de trascendencia pura y rígida es una cosa tan difícil de encontrar en la historia del
pensamiento como una teología de inmanencia pura y rígida. Todo lo más que se puede
decir es que en esta o aquella teología la tendencia predominante es la inmanencia o la tras-
cendencia.
Pero no es muy seguro que el dicho pertenezca a Tales y no a Heráclito; ni, caso de que
pertenezca a Tales, es muy seguro lo que quiso decir; porque a menudo, en la literatura griega,
las almas son llamadas dioses, y ya sabemos que Tales pensaba que todos los cuerpos naturales
tenían alma. Véase Überweg, Geschichte der Philosophie, 12a ed., Berlín, 1926, vol. I, pp. 44-45.

57
LA COSMOLOGIA' GRIEGA

dios. La natura naturata de este mundo (sirvie’ndonos de una distin-


cio'n que es muy posterior) es finita en su extensión y en la duración
de su vida, pero su natura naturans es la misma naturaleza creadora
de lo “ilimitado” y de su movimiento de rotación y, por lo tanto, eter-
na e infinita.
Acaso podamos llevar la conjetura un poco más lejos. Como
hemos Visto, resulta un rasgo paradójico de la cosmología de Tales
que, de acuerdo con su doctrina, una cosa como el plomo deba ser
un animal en sí mismo y también una parte del animal que es la
Tierra. Es paradójico porque quiebra la analogía. Un hombre o un
pájaro son un organismo. La mano del hombre o el ala del pájaro
son partes del organismo pero no son, ellos mismos, organismos.
Un hombre o un pájaro forman parte de una famil'ia o de una ban-
dada o de algo parecido, pero esta familia o bandada no es un orga-
nismo sino un grupo de organismos. Y la Tierra no es solamente
un organismo de organismos, sino un organismo que cría los orga-
nismos que surgen en ella. Respecto a ellos es creadora y, por lo tan-
to, divina. Anticipando una vez más una doctrina posterior, viene a
ser una “causa segunda” a la que se ha atribuido una creatividad
que se halla limitada en su amplitud y especializada en su carácter
pero que no deja de ser, con toda su limitación y especialización,
divina. Si se pudieran establecer estas distinciones, desaparecería en
la cosmología de Anaximandro la contradicción entre elementos
inmanentes y trascendentes.

III. Anaxímenes. Anaxímenes (a fines del siglo VI a.C.)ll retorna a


la teoría de la Tierra plana de Tales, pero no pensaba ya que este
cuerpo plano estuviera flotando sobre la superficie de nada. Flotaba
en el medio que la rodeaba, decía, sostenida por la densidad de este

“ Diógenes Laercio coloca su nacimiento “por el tiempo de la caída de Sardis” (546-545)


y su muerte en 528-525 (Diels, p. 22). Esto supondría que murió entre los 18 y los 20 años,
lo cual es imposible. Eusebio, sin duda correctamente, hace coincidir la caída de Sardis, no
con su nacun'iento sino con su floruit, que tradicionalmente se colocaba a la edad de cuaren-
ta años, lo que implicaría que nació alrededor de 585.

58
LOS JÓNICOS

medio.12 Como todos los jónicos, creía que el medio en que flotaba
era también la estofa de la que estaba hecha. Como Anaximandro,
concebía esta estofa como un volumen tridimensional que se exten-
día infinitamente, en todas las direcciones en torno al mundo;13 pero,
a pesar del ejemplo de Anaximandro, no vio la necesidad lógica de
concebirlo como indeterminado en su cualidad. Volvió a Tales e
identificó esa estofa con una sustancia natural específica que difería
de la de Tales porque no la llamaba agua, sino aire o vapor, Oc’n‘g.“
Las diferencias entre las diversas sustancias naturales eran debi-
das a la rarefacción de este vapor en fuego o su condensación pro-
gresiva en viento, nube, agua, tierra y piedra.15 El vapor cósmico
produce eternamente el movimiento dentro de sí mismo y este
movimiento, que era de rotación, diferencio’ y segrego’ las diversas
sustancias naturales, saliendo las porciones rarificadas a la periferia
y formando los astros, mientras que las condensadas se reunían en
el centro del vo’rtice y formaban la Tierra.
Todo esto se parece bastante a lo de Anaximandro. También
siguió a Anaximandro al pensar que la sustancia primitiva era divi-
na; rechazando el trascendente dios hechicero de Tales y poniendo

'? τη*ν δέ γη"ν πλατει"αν ει"ναι έπ* άε΄ρο ς όχουμένην “dijo que la Tierra era plana y
sostenida por el aire” (Hipólito, Ref. i, 7; apud Diels, p. 23, 1. 19). τό πλάτος αι"τιον εϊναι
του" μένειν αυ,τη*ν- ού γάρ τέμνειν άλλ* έπιπωματίζειν τόν άερα τόν κα΄τωΘεν
decía que la razón por la cual la Tierra estaba quieta era porque era plana; porque no divide
al aire que tiene debajo, sino que lo presiona como una tapadera” (Aristóteles, de Ccelo,
294513; apud Diels, p. 25, 1. 24).
Anaximandro, en una de sus intuiciones ma’s notables, ha visto que la Tierra no necesi-
taba sostén porque no había razón para que cayera en una dirección más bien que en otra,
así que estaba quieta. In‘v yñv εϊναι μετε΄ωρον υ,πο* μηδενός κρατουμένην, μένουσαν
δέ διά τήν όμοίαν πάντων άπόστασιν “la Tierra, decía, se cierne libre en el espacio y
está quieta sin sostén alguno, porque todo se halla a igual distancia de ella” (Hipólito, Ref. i.
6; apud Diels, p. 16, 1. 31). Anaximenes no fue capaz de seguir esta idea de su maestro y tuvo
que hacer descansar la Tierra sobre algo.
" τω…" µεγέΘει άπειρον “ilimitada en extensión” (Scudo-Plutarco, Strom. 3; apud Diels,
p. 23, 1. 2).
Η En Homero y en Hesíodo άήρ quiere decir “niebla” o “bruma’.’
"* διαφέρειν δέ μανότητι και* πυκνότητι κατά τάς ου*σι΄ας, και* άραιου΄μενον
μέν πυ"ρ γίνεσΘαι κ.τ.λ. “difiere en rarefacción o densidad, dice, de acuerdo con las dife-
rencias entre las sustancias; enrarecido se convierte en fuego, etc.” (Simplicio, Phys, 24. 26;
derivado de Teofrasto; apud Diels, p. 22, l. 18).

59
LA COSMOLOGIA' GRIEGA

en su lugar un dios inmanente, idéntico al proceso creador del mun-


do. Pero es un rasgo nuevo en Anaxímenes, según nos instruyen las
fuentes, que este dios-mundo era para e’l trascendente al mismo
tiempo que inmanente, aunque de un modo un poco burdamente
materialista; porque, decía, el vapor divino no es sólo la sustancia
de la cual está hecha el mundo, sino que es también el tegumento
que lo envuelve y arracima, como el alma humana, según nos dice
en uno de sus fragmentos, envuelve y arracima el cuerpo humano.16
Lo mismo que Anaximandro, cree Anaxímenes en la pluralidad
de mundos; y como él (y, sin duda, por las mismas razones) parece
que llamó a cada uno de ellos dios. Pero estos mundos no estarían,
como los de Anaximandro, uno fuera de otro en el espacio sino uno
fuera de otro en el tiempo, pereciendo uno mientras surgía otro.
En un momento del tiempo —así entendemos su pensamiento—
no podía haber más que un mundo.17
En comparación con la figura brumosa pero gigantesca de Tales
y la no menos grande pero ya mucho ma’s discernible de Anaxi-
mandro, Anaximenes no resulta ni impresionante ni verdadera-
mente interesante. Casi todo lo que conocemos acerca de sus ideas
no es ma’s que una mera repetición de Anaximandro. Y cuando
difiere de él es casi siempre para empeorarlo. No conocemos más
que una sola idea cosmolo’gica suya que parezca genuinamente ori-
ginal y que resultó fecunda; pero tampoco resultó fecunda en sus
manos, porque las posibilidades de progreso que encerraba sólo

'6 οϊον ή ψυχή, φησι΄ν, ή ήµετε΄ρα άη*ρ ου*σα συγκρατεϊ ήμα"ς, και* ο'΄λον τόν κόσ-
μον πνεύµα και* άη*ρ περιέχει “así como, según dice Anaxímenes, nuestra alma, que es
aire, nos mantiene en unidad, así el mundo se halla envuelto como un todo en su aliento, es
decir, en el aire” (Aecio, i. 3. 4; apud Diels, p. 26, 1. 20).
" γενητο*ν δέ και* φΘαρτόν τόν ένα κόσµον ποιου"σιν ό'σοι άει* μέν φασιν elven
κόσμον, ov’ un‘v τόν αυ,το*ν αεί, άλλα άλλοτε άλλον γινόμενον κατά τινας χρόνων
περιόδους, ώς ,Αναξιμένης “todos los que, como Anaxímenes, dicen que existe siempre
un mundo pero que no siempre es el mismo, porque de tiempo en tiempo un mundo nuevo
aparece después de un cierto lapso, consideran que el mundo está sometido a nacer y pere-
cer” (Simplício, Phys., 1121. 12; apud Diels, p. 24, l. 20). Nec deos negavit nec tacuit; non
tamen ab ipsis aérem factum, sed ipsos ex aére ortos credidit “ni negó los dioses ni los pasó por
alto, pero no sostuvo que el aire fue hecho por ellos sino que ellos surgieron del aire” (Agus-
tín, de civ. Dei, víii. 2; apud Diels, p. 24, l. 16).

60
LOS JÓNICOS

pudieron ser actualizadas por alguien capaz de sacrificar a ellas los


primeros principios de la cosmología jo’nica y de ponerse a rastrear
un sendero nuevo.
Esta idea es la de condensación y rarefaccio’n. Anaximandro se
había planteado la pregunta: “¿Cómo es que las sustancias naturales
de diversa índole pueden comportarse de diferente manera si todas
ellas están hechas de la misma estofa original?” Y se contestó a sí
mismo: “Porque dentro de la estofa original indiferenciada se dife-
rencian y segregan los contrarios gracias a su movimiento rotato-
rio’.’ Pero no tenemos motivos para creer que Anaximandro fuera
capaz de señalar ninguna causa que explicara por qué el movimien-
to en una materia indiferenciada habría de generar dentro de ella
los contrarios de que hablaba, a saber, lo caliente y lo frío, lo húme-
do y lo seco.
Es evidente que Anaxímenes era consciente de este defecto de la
cosmología de su maestro y que trato’ de corregirlo. ¿Cómo es posi-
ble, se preguntaba, que el hombre pueda espirar aire caliente y frío?
Todo depende, respondió en el más largo de los fragmentos suyos
que nos han quedado, de que espiremos con la boca muy abierta o
con ella casi cerrada. Si abrimos la boca al espirar, el ha’lito será
caliente. Si espiramos con los labios juntos, el ha’lito será frío. ¿Cual'
es la diferencia entre los dos casos? Únicamente ésta: cuando expul-
samos el aire con la boca muy abierta, aquél sale a baja presión,
mientras que en el caso contrario se halla comprimido.18
Tenemos, pues, un experimento de la mayor importancia para
la cosmología. He aquí, en primer lugar, una sustancia, el aire, que
adopta cualidades opuestas (lo caliente y lo frío) bajo la influencia
del movimiento, como decía Anaximandro. En este punto crucial

… όθεν ου*% άπεικότως λέγεσθαι τό και* Θερµά τόν άνθρωπον ένα του" στόμα-
τος χαι* ψυχρά μεθιέναι' ψύχεται γάρ ή πνοή πιεσθεϊσα και* πυκνωΘει"σα τοι"ς
χει΄λεσιν, άνειμένου δέ του" στόματος έχπι΄πτουσα γι'γνεται Θερμόν υ,πό μανότη-
τος “y así dice Anaxímenes que no es nada insensato sostener que un hombre sopla caliente
y frío. Porque el aliento es enfriado mediante la compresión y condensación por los labios;
pero, cuando sale con facilidad por una boca abierta se calienta gracias a la rarefaccio’n” (Plu-
tarco, de prim. frig., 7. 947 y ss.; apud Diels, 26, pp. 11, 9—13).

61
LA COSMOLOGIA' GRIEGA

Anaximandro tenía razón. En segundo lugar, podríamos subsanar


la deficiencia de la formulación suya intercalando entre el movi-
miento, por un lado, y los contrarios caliente-frío, por otro, lo que
Aristóteles habría de llamar “término medio”. El término medio es
la condensación-rarefacción. Cuando el movimiento condensa el
aire, se genera frío, cuando lo enrarece, se genera calor.
No es extraño que fuera esto lo que indujo a Anaxímenes a aban-
donar la indeterminada estofa primitiva de Anaximandro y a iden-
tificarla con el aire. Podemos supone’rnoslo pensando que una mate-
ria primera indeterminada es una nada acerca de la cual nada se
puede descubrir ni decir. Por lo menos, parte de lo que Anaximan-
dro dejó de decir acerca de su indeterminada estofa original, puede
decirse realmente, y no sólo decirse sino probarse, acerca del aire.
En este punto Anaxímenes señala un progreso. Iba ma’s allá que
su maestro supliendo, como dijimos, un defecto de la formulación
de Anaximandro acerca de cómo el movimiento genera los contra-
rios en la sustancia original. Pero, al realizar este progreso, estaba
abandonando el mundo de la física jónica y apuntando hacia otro
tipo de ciencia física que no existía todavía. Quebrantó las reglas
de la física según se jugaba en su e’poca este juego. Mereció un epi-
tafio parecido a la inscripción que conmemora en la Rugby School
la hazaña de William Webb Ellis, “quien, desdeñando elegantemen-
te las reglas del rugby tal como se jugaba en sus días, fue el primero
que recogió el balón y corrió con e’l, creando de este modo el rugby
moderno’.’ Desde el punto de vista de la escuela jónica, en la que es
colocado tradicionalmente, Anaxímenes es un ejemplo de decaden-
cia. Desde otro punto de vista, resulta ser un ejemplo de progreso; y
desde este punto de vista ya no pertenece a la escuela jónica, sino que
representa el eslabón entre ella y los pitagóricos.
Esta afirmación hay que documentarla tanto negativa como
positivamente: negativamente, mostrando que Anaxímenes ya no
era un verdadero jónico; positivamente, mostrando que ya estaba
embarcado en la empresa pitagórica.
Que no era un verdadero jonio resulta claro por estos dos

62
LOS JÓNICOS

hechos: primero, que abandonó la concluyente demostración con


la que Anaximandro puso de manifiesto que una sustancia univer-
sal realmente primitiva debe ser indeterminada en su cualidad y no
puede ser equiparada, por lo mismo, ni con el aire ni con el agua;
segundo, que su interés principal parece haberse desplazado de la
unicidad de la sustancia primitiva a la pluralidad de las diversas
sustancias naturales, cada una con su comportamiento peculiar.
Anaxímenes, si lo interpreto bien, se desinteresó de la cuestión:
“¿Cuál es la única cosa de la que están hechas todas las demás?”
Según Aristóteles, ésta fue la pregunta central de Tales y su escuela.
En la medida en que Anaxímenes se desinteresó de ella, dejó de ser
miembro de esa escuela. Anaximandro había reducido la pregunta
al absurdo y Anaxímenes la abandonó en tal estado.
Su insistencia en la idea de la condensación y rarefacción mues-
tra a las claras que era un pitagórico en agraz. Su pregunta era:
“¿Cómo es que cosas diferentes se comportan de diferente mane-
ra?” Esto no es el problema de la física jo’nica, sino el de la pitagóri-
ca. Anaxímenes contestó: “Porque la cosa de la que están hechas,
cualquiera que ella sea, está sometida a disposiciones diferentes en
el espacio’.’ Ésta es también la respuesta pitagórica. Pero tal como la
enunció Anaxímenes no era más que un rudimento de pitagoris-
mo. La única diferencia en la disposición de la que habló Anaxíme-
nes fue la diferencia entre una disposición más o menos densa de
la materia en el espacio. El pitagorismo habría de ir mucho más
lejos. Pero, de todos modos, se ha pasado de la idea de sustancia a
la de disposición, de la idea de materia a la idea de forma; y ésta es la
razón por la cual Anaxímenes, aunque nunca haya sido presentado
a esta luz por ningún historiador de la filosofía,19 debiera contar no
ya como miembro de la escuela jónica, sino como el eslabón entre
ella y la escuela de Pitágoras.
"* Abel Rey casi lo llega a ver (La jeunesse de la science grecque, op. cit, p. 94): “Porque el
proceso de rarefacción y condensación no es una metamorfosis cualitativa. Se trata de una
transformación de orden cuantitativo destinada a hacer inteligible la transformación cua-
litativa misma... He aquí ya el presentimiento [el lector presumiría “del pítagorismo” pero
Abel Rey, como un verdadero francés, salta al siglo XVII] del trozo de cera de Descartes’.’

63
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

ξ 2. LOS LÍMITES DE LA CIENCIA NATURAL DE LOS IÓNICOS

Los jónicos coincidían en concebir el mundo como una diferencia-


ción local dentro de una materia primitiva homogénea. Aquello de
lo que está hecho el mundo es idéntico, pensaban, con lo que lo
rodea. Parece que Tales distinguió esta materia primitiva de Dios,
pero sus sucesores identificaron a ambos al concebir la estofa origi-
nal indiferenciada como creadora dentro de sí misma de las dife-
renciaciones que constituyen los mundos.
Ninguna de las alternativas parece satisfactoria. Si comenzamos
nuestra cosmología postulando una materia uniforme y pasamos a
decir que el mundo es una diferenciación local en esta materia, nos
vemos lógicamente obligados a ofrecer alguna explicación de por
qué la diferenciación ocurrió en el lugar en que ocurrió y no en cual-
quier otro. Pero al definir la estofa original como uniforme hemos
eliminado la posibilidad de ofrecer nosotros mismos cualquier
explicación semejante, o de dejar tan siquiera un resquicio para el
descubrimiento ulterior diciendo que confesamos que debió de
haber alguna razón pero que no la conocemos.
Tampoco podemos resolver el problema diciendo que Dios deci-
dió crear el mundo en un cierto lugar de la materia uniforme escogi-
do por e’l. Es, probablemente, lo que dijo Tales, pero carece de senti-
do. A no ser que Dios tuviera una razón para su elección, no hubo tal
elección; sería algo de lo que no podemos hacernos una idea y deno-
minarla elección equivale a engañarnos voluntariamente al empare-
jarla con una actividad humana familiar, la actividad de elección,
cuando sabemos que, en realidad, no la concebimos así. Escoger sig-
nifica hacerlo entre alternativas y éstas deben ser discernibles o no
serán alternativas; además, una de ellas debe presentarse como más
atractiva que la otra, pues de lo contrario no podría ser elegida.
Tampoco se resuelve el problema diciendo que la materia pri-
mordial, que era capaz de ponerse a sí misma en movimiento, resul-
taba su propio Dios y escogió dentro de sí misma el lugar donde

64
LOS JÓNICOS

había de producirse la diferenciación. Esto es, probablemente, lo


que dijeron Anaximandro y Anaxíme‘nes. Ya sea Dios inmanente o
trascendente, el dilema es el mismo. Hablar de Él como escogien-
do, implica que escoge por alguna razón, en cuyo caso las alternati-
vas entre las que escoge están ya diferenciadas y se abandona la uni-
formidad de la materia original, o que escoge sin razón alguna, en
cuyo caso no escoge.
No es posible eludir el dilema mediante la profesión de una
ignorancia reverente. No es posible escapar diciendo que se trata
de misterios en los que uno no quiere meterse; que los caminos de
Dios son inescrutables o (si preferimos una engañifa a otra) que se
trata de problemas últimos o, si se quiere, metafísicos, que los hom-
bres prudentes saben que son insolubles y ante los que debemos
contentarnos con mirarlos fijamente y pasar de largo.
A decir verdad, los jonios no intentaron semejante evasión.
Engañifas de este tipo surgen de una especie de seudorreligiosidad
que no constituye, precisamente, uno de los Vicios de la mente grie-
ga. Es un timo porque es uno mismo quien ha empezado a fisgar
en estos misterios. Hemos arrastrado el nombre de Dios por nues-
tra cosmología pensando que de ese modo la ensalmaríamos. Pero
ahora vemos que no, lo cual prueba, no que Dios es grande, sino
que somos, más bien, pobres ensalmadores.
En otras palabras: el dilema no surge de la naturaleza de las
cosas, sino del modo como la ciencia natural de los jo’nicos trató de
abordar sus propios problemas. La moraleja a sacar es no que la
naturaleza de las cosas sea inescrutable, sino que la ciencia natural
de los jonios dio un paso en falso; suponer que se puede construir
una cosmología sobre una base materialista representa, especial-
mente, un paso en falso. Se puede argu"ir, si así se desea, retrotra-
ye’ndose, desde el mundo de las cosas naturales, a la idea de una
sustancia o material universal primitiva, de la cual esta” hecho aquél;
pero he aquí dos limitaciones a las que no puede escapar ningún
intento de este tipo.
1. No podemos esperar, como esperaban los jónicos, hacernos

65
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

una idea clara de esta sustancia. Elaboramos la idea gracias a un


proceso de abstracción en el cual omitimos todas las diferencias
entre las distintas clases de sustancia natural; lo que quede una vez
acabado el proceso no será, ciertamente, según se lo imaginó Tales,
agua; tampoco, como se lo figuró Anaxímenes, aire; fue Anaximan-
dro quien encontró la respuesta justa al describir este residuo como
“lo indefinido” o “indeterminado’Ï
2. Tampoco pretendamos, como pretendieron los jónicos, inver-
tir el proceso. Suponiendo que sea posible llegar a una idea abstrac-
ta de una materia universal primitiva descartando todas las dife-
rencias existentes entre los diversos géneros de sustancias naturales,
no es posible argumentar después, partiendo de esta materia pri-
mitiva, para llegar al mundo de la naturaleza tal como lo conoce-
mos. No existe un paso lógico desde una materia primitiva unifor-
me a un mundo natural hecho de ella.
Por haber ignorado los jonios estas dos imposibilidades y habe’r-
selo jugado todo en la esperanza de 1) describir de un modo con-
creto la sustancia primitiva universal y 2) explicar en que’ modo el
mundo de la naturaleza, tal como lo conocemos, ha surgido de
aquélla, fracasó en definitiva la primera gran empresa de ciencia
natural europea. La historia de la ciencia, en la medida en que es
una historia del progreso científico, no consiste tanto en la acumu-
lación progresiva de hechos cuanto en el progresivo esclarecimien-
to de los problemas. Lo que hace de alguien un hombre de ciencia
no es tanto su conocimiento de hechos acerca de la naturaleza cuan-
to su aptitud para plantearle interrogaciones: primero, preguntan-
do algo en lugar de esperar pasivamente a ver que’ pasa; segundo,
preguntando inteligentemente, es decir, haciendo preguntas que
puedan ser contestadas: preguntas que intrínsecamente puedan ser
contestadas y no preguntas sin sentido, y preguntas que puedan
recibir una respuesta habida cuenta de la información de que se
dispone y no preguntas a las que se podría contestar únicamente si
se tuviera acceso a hechos que nos son ocultos. Sin duda que los
físicos jónicos plantearon muchas preguntas a las que se podía res-

66
Los JÓNICOS

ponder en ambos sentidos y algunas de ellas obtuvieron, sin duda,


una respuesta correcta. En todo caso, no es posible que nadie capaz
de apreciar la enorme energía intelectual de que dan testimonio los
fragmentos salvados pueda abrigar la menor duda respecto de estos
puntos. Pero el plan general de su ciencia de la naturaleza estaba
viciado de antemano, no por el hecho de que se hallaba confinado
a observaciones de simple vista sin la ayuda de los instrumentos de
laboratorio modernos, sino por haberse aferrado a dos cuestiones
respecto de las cuales, por tratarse de cuestiones sin sentido, nin-
gún refinamiento técnico de laboratorio podría haberle facilitado
la respuesta:
1 ) ¿Cómo podremos formarnos una idea clara de la primitiva
sustancia universal?
2) ¿Cómo podremos reducir el mundo de la naturaleza partien-
do de esta sustancia primitiva?

§ 3. EL SENTIDO DE LA PALABRA “NATURALEZA”

He dicho que los físicos jo’nicos, al hacer la pregunta “¿Qué es la


naturaleza?’,’ la convierten de inmediato en esta otra: “¿De qué esta’n
hechas las cosas?” Antes de abandonar a los jo’nicos, voy a agregar
un comentario a esta observación. Acaso parezca que las mentes de
los físicos jo’nicos funcionaban en este punto un poco estrambóti-
camente. Un europeo moderno, al serle hecha la misma pregun-
ta, " ¿Qué es la naturaleza?’,’ probablemente la cambiaría en esta otra:
“¿Qué clase de cosas existen en el mundo natural?”, y trataría de
contestarla embarca’ndose en una descripción del mundo natural,
es decir, haciendo historia natural.
Esto se debe a que en los idiomas europeos modernos la palabra
“naturaleza” se usa casi siempre en el sentido colectivo de suma total
o agregado de cosas naturales. Sin embargo, no es éste el único sen-
tido en que se emplea comúnmente en las lenguas modernas. Existe
también otro sentido, que reconocemos como su sentido original y,

67
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

en rigor, propio: cuando se refiere, no a una colección sino a un


“principio” en el sentido propio de este vocablo, un principíum OL’an'
o fuente. Decimos que la naturaleza del fresno es la de ser flexible y
la naturaleza del roble la de ser duro. Decimos: “Dejad que los perros
se diviertan aullando y mordiendo. .. porque ésta es su naturaleza’.’
En este caso la palabra “naturaleza” se refiere a algo que hace a quien
la posee comportarse como lo hace; esta fuente de su comporta-
miento es algo que está dentro de e’l: de haber estado fuera, su com-
portamiento no habría sido “natural’,’ sino “impuesto’,’ compulsivo.
Si un hombre camina rápido porque es fuerte y enérgico y determi-
nado, decimos que el caminar de prisa le es natural. Si camina ra’pi-
do porque es perseguido por un perro, no decimos que su caminar
de prisa se deba a su naturaleza, sino a una compulsión.
La palabra φυ΄σις 86 emplea en griego en estos dos sentidos y la
relación entre ellos es la misma que guardan en español. En nues-
tros primeros testimonios literarios griegos, φυ΄σις siempre lleva
consigo el sentido que reconocemos como el original en la palabra
española “naturaleza”. Siempre significa algo interior a una cosa o
que le corresponde íntimamente y' que es la fuente de su compor-
tamiento. Éste es el único sentido que tiene en los primeros autores
griegos y a través de toda la historia de la literatura griega se man-
tiene como su sentido normal. Pero algunas veces, y en una época
relativamente tardía, también lleva el sentido secundario de la suma
total o agregado de las cosas naturales, es decir, que resulta ma’s o
menos sinónima con la palabra xo’ouog,“el cosmos’.’ Así, por ejem-
plo, Gorgias,20 el famoso siciliano de fines del siglo V, escribió un
libro con el título de Περί του" μη* όντος, ή περί φύσεως; y según
lo que autores antiguos nos cuentan sobre el contenido de este libro,
resulta cla'ro que la palabra φυ΄σις de su título no significa un prin-
20 Vivió, según parece, entre fines del siglo V y fines del IV, poco más o menos: 483-375
(así Überweg, Geschichte der Philosophie, op. cit., p. 120). Véanse los testimonios en Diels,
nu’m. 76, vol. II, pp. 236-266. Se desprende de éstos que Gorgias argumentó: 1) que nada
existe; 2) que si algo existiera, no podría ser conocido; 3) que si alguien conociera algo exis-
tente, no podría comunicar su conocimiento. De aquí se infiere claramente lo que quiere
decir con φυ΄σις.

68
LOS JÓNICOS

cipio, sino un agregado: no aquello de las cosas que las hace com-
portarse como lo hacen, sino el mundo de la naturaleza.
Presumo que φυ΄σις nunca fue empleada por los filósofos jónicos
en este sentido secundario, sino siempre en el primario. Para ellos
“naturaleza” nunca quiso decir el mundo o las cosas que compo-
nen el mundo, sino, siempre, algo inherente a estas cosas que las
hace comportarse como lo hacen. Así que la pregunta “¿Qué es la
naturaleza?” dirigida a uno de estos filósofos jónicos no le podía
sugerir la compilación de una “historia natural”, una descripción
en compendio de objetos y hechos naturales, y uno de esos filóso-
fos, al publicar un libro titulado “acerca de la naturaleza” περί
θυ΄σεως, no podía dar a entender a sus lectores que iba a tratar de
describir los objetos o los hechos naturales. Un libro que llevara ese
título en esa época de la historia de la literatura griega no podía ser
una historia natural o relato de las cosas que hay en el mundo de la
naturaleza, sino una ciencia explicativa de la naturaleza, una expo-
sición del principio en cuya Virtud las cosas del mundo de la natu-
raleza se comportan como lo hacen.
No es esto más que una mera aclaración lexicogra’fica acerca de
lo que la palabra φυ΄σις significa en todos los documentos primiti-
vos de la literatura griega y también en la mayoría de los que siguen.
Todos los demás sentidos que la palabra griega lleva consigo se pue-
den reducir a e’ste o pueden explicarse como derivados de e’l; y a
quien desee documentarse sobre el particular podemos remitirle al
largo y elaborado comentario de esta palabra en el diccionario aris-
tote’lico21 de términos filosóficos, que examinaré con mayor detalle
en otro lugar (vid. pp. 1 11 y ss.).
Como he dicho, el sentido original y propio de la palabra grie-
ga es el mismo sentido original y propio de “naturaleza” en espa-
ñol: y por la sencilla razón de que la palabra española no es más
que la traducción latina del griego. Por ejemplo, un proyectil vuela
por el aire porque ha explotado la pólvora tras e’l. No diremos que

21 Metafi'sica, Δ, 1014bl6-1015319.

69
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

ha volado “por naturaleza”, puesto que la explosión no se hallaba


en el proyectil; la velocidad que comunicó al proyectil se la comu-
nicó desde fuera y por eso el vuelo del proyectil no es su compor-
tamiento “natural”, sino un comportamiento impuesto. Pero si en
su marcha el proyectil penetra una plancha de acero, lo hace por-
que es lo bastante pesado para atravesarlo en lugar de ser detenido,
como le hubiera ocurrido a un proyectil más ligero que llevara la
misma velocidad; por lo tanto, su poder de penetración, en la medi-
da en que es una función de su peso, es una función de su natura-
leza y, en esa misma medida, penetrar la plancha de acero es un
comportamiento “natural” por parte del proyectil.
Así es como los jo’nicos emplearon la palabra “naturaleza’,’ exac-
tamente del mismo modo en que nosotros la seguimos empleando
en algunos casos. Semejante empleo de una palabra no fuerza al
que la emplea a ninguna teoría científica o filosófica. Si la palabra
“naturaleza” significa la fuente interna del comportamiento de una
cosa, una persona que emplee esa palabra no por eso se compro-
mete a sostener que existe en realidad cualquier cosa significada
por ella. Una persona puede decir que no hay nada que sea “natu-
raleza’,’ queriendo dar a entender no, como Gorgias quería, que no
existe un mundo de cosas existentes, sino que no existe una fuente
interna de donde proceda el comportamiento de las cosas. Pudiera
decir que cada detalle del comportamiento de cada cosa es debido
a un acto de voluntad ad hoc especial por parte de un Dios omni-
potente. En ese caso, la palabra “naturaleza” sigue siendo empleada
en su sentido original, aunque se niegue la existencia de una cosa
semejante.
Todavía menos la palabra naturaleza obliga a quien la emplea a
sostener ninguna teoría acerca de si las diversas cosas que existen
en el mundo poseen naturalezas diferentes o una y la misma natu-
raleza. “¿Es la naturaleza una o muchas?”: he aquí una pregunta
sobre la que ninguna luz arroja el mero hecho de emplear la pala-
bra “naturaleza”. La persona que la emplea se halla en libertad,
mientras pueda, de sostener que hay una sola naturaleza o que hay

7O
LOS JÓNICOS

varias sin límite superior o inferior señalado a la pregunta “¿cuán-


tas?” Se comprenderá también, sin más, que preguntar “si la natu-
raleza es' una o varias” no equivale a preguntar “si el mundo es una
o varias colecciones de cosas”. Ésta es una cuestión que ningún
hombre sensato se preocuparía en plantear. Equivale a preguntar si
las diversas clases de comportamientos que encontramos en el
mundo proceden de un solo principio o de una serie de principios
diferentes.
Mucho menos todavía el mero uso de la palabra “naturaleza”
obliga a teoría alguna acerca de qué sea en sí misma la cosa que,
por relación al comportamiento de las cosas que la poseen, se deno-
mina su “naturaleza”. Porque “naturaleza”, en lo que he calificado
de sentido original, es un término relativo. La “naturaleza” de una
cosa es aquello en ella que la hace comportarse como lo hace. Una
vez dicho esto, sigue perfectamente abierta la interrogación: “¿Qué
es lo que la hace comportarse como lo hace?” Decir “su naturaleza”
no es contestar a la pregunta, porque afirmar que “su naturaleza es
lo que la hace comportarse como lo hace” es una mera tautología
que no suministra información alguna. Sería lo mismo que respon-
der a la pregunta “¿con quién está casada esa señora?” diciendo:
“con su marido’.’
Sobre estos tres puntos los filósofos jonios tuvieron en verdad
ideas bien definidas. Creían que había una cosa tal como “naturale-
za”; creían que esta naturaleza era “una”, y creían que la cosa que
en relación con el comportamiento se llamaba naturaleza era en sí
misma sustancia o materia. Pero se trataba de doctrinas filosóficas
o científicas; y pudieron haber abandonado cualquiera de ellas sin
abandonar el uso de la palabra “naturaleza” o haber modificado
cualquiera de ellas sin modificar el sentido en que la empleaban.
Por ejemplo, alguien pudo haber dicho que la causa interna del
comportamiento de una cosa no es aquello de lo que esta’ hecha,
sino la disposición de sus partes: no su “materia’,’ sino su “forma’Ï Y
pudo formularlo así: “La verdadera naturaleza de las cosas no es la
materia sino la forma”, sin implicar por ello ningún cambio en el

71
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

sentido asignado a la palabra “naturaleza”. Todo lo que habría cam-


biado sería su aplicación.
Conviene aclarar este punto porque ha quedado un tanto con-
fuso en las obras de una reconocida autoridad, John Burnet, a quien
todos los que estudian la filosofía griega primitiva consideran como
uno de sus guías más valiosos. Dice Burnet que la palabra φυ΄σις
“significa, originalmente, la estofa particular de que está hecha una de-
terminada cosa. Por ejemplo, las cosas de madera poseen una φύσις,
las rocas otra, la carne y la sangre otra. Los milesios preguntaban
por la φυ΄σις de todas las cosas” (Greek Philosophy, Thales to Plato,
Londres, Macmillan, 1920, p. 27). Esto equivale a decir que para la
señora Pérez “esposo” significa Juan Pérez, mientras que para la se-
ñora Martínez significa Ricardo Martínez. Es verdad, pero equivo-
ca. Las señoras Pérez y Martínez están de acuerdo por lo que toca a
que’ es lo que hace de un hombre un esposo; están de acuerdo en que
consiste en una relación peculiar entre e’l y determinada mujer. En
primer lugar, cada una de ellas se interesa principalmente por un
ejemplo de esta relación, a saber, el ejemplo que le concierne; y así,
cuando la señora Pérez llama al “esposo” entiende nombrar a Juan,
y cuando la señora Martínez llama al “esposo” entiende nombrar a
Ricardo. Esto no es porque empleen la palabra “esposo” con senti-
dos diferentes, sino porque están casadas con diferentes hombres.
Así, cuando Burnet dice que “los milesios creían que lo que aparece
en estas tres formas (sólido, líquido y gas) es la misma cosa y esta
cosa la llamaban, según creo, φυ΄σις" (117121), 10 que dice es, sin duda,
verdad, pero también es equivoco y de hecho le ha desviado a él mis-
mo. Piensa que ha descubierto un sentido peculiar y “original” de la
palabra φυ΄σις. Ε8 una ilusión. Sólo ha descubierto un caso en que
esa palabra se aplicó a una cosa peculiar, a saber, la sustancia primi-
tiva universal; por una razo’n peculiar, a saber, porque se consideraba
que era la fuente interna de todo comportamiento que reconoce una
fuente interna; lo mismo que la señora Pérez aplica la palabra “es-
poso” a un hombre peculiar, a saber, un hombre alto, delgado, afeitado,
por una razón peculiar, a saber, que está casada con él.

72
LOS JÓNICOS

Lo que Burnet está examinando no tiene que ver, según pienso,


con el sentido de la palabra φυ΄σις, sino con el descubrimiento de
algo a lo cual se creía que esa palabra podría aplicarse correctamen-
te y con su sentido corriente. Los jónicos, como dice con razón Bur-
net, aplicaban la palabra a aquello de lo cual están hechas todas las
cosas. Para poder ser aplicada así, la palabra debió poseer ya antes
un sentido establecido en el lenguaje hablado o escrito; lo mis-
mo que si la señora Pérez dice “Juan es mi esposo’,’ la palabra “espo-
so’,’ que ella emplea, debe poseer ya un sentido que le corresponde
y no puede ser meramente un nombre alternativo de Juan. Parece
que Burnet no se preguntó por el sentido que la palabra φυ΄σις
posee en el griego primitivo; indago’, tan sólo, a que’ cosas la aplica-
ron diversas personas.

73
II. LOS PITAGÓRICOS

€ 1. PITÁGORAS

ITÁGORAS ES UNA DE LAS FIGURAS MÁS IMPORTANTES EN LA


historia del pensamiento griego. También es una de las más
inciertas. Nuestras viejas autoridades no nos proporcionan
más que un solo dato fechado de su biografía: que abandonó la isla
de Samos, lugar de su nacimiento, y emigró al sur de Italia porque
no le agradaba el gobierno del tirano Polícrates, que comenzó en el
año 532. También se nos dice que arribó a Crotona, en las costas de
Calabria, y fundó en esa ciudad una comunidad con una rigurosa
regla de Vida y con funciones en parte religiosas, en parte filosófi-
cas y científicas y en parte políticas.- Suponiendo que no habría
abandonado Samos por una causa semejante antes de tener la edad
suficiente para ser dueño de sus pensamientos, hay escritores anti-
guos que suponen que, cuando Polícrates llegó a ser tirano, ya Pitágo-
ras había alcanzado aquella madurez intelectual que ellos conocían
por el nombre de oc’xun' y que situaban, un poco arbitrariamente, a
la edad de cuarenta. En tal caso Pitágoras habría nacido alrededor
del 572, pero todo esto es pura conjetura basada en el supuesto de
que Vivió hasta la edad de setenta y cinco años.
La comunidad pitagórica de Crotona conoció una historia tur-
bulenta y fue finalmente disuelta después de mediado el siglo V a.C.
Los sobrevivientes se dispersaron y mantuvieron viva la tradición
pitagórica en partes diversas del mundo griego; pero ninguno de
ellos parece haberla recogido por escrito y el mismo Pitágoras nada

75
LA COSMOLOGI’A GRIEGA

escribió; a esto se debe que Aristóteles, cuando se puso a escribir la


historia del pensamiento griego, se viera imposibilitado de distin-
guir entre las ideas de Pitágoras y las de sus adeptos y tampoco pudo
distinguir entre las ideas de los primeros pitago’ricos y las de quie-
nes vivieron mucho más tarde. Hoy en día, y no obstante el pro-
longado esfuerzo de varias generaciones de eruditos, el pitagoris-
mo apenas si es algo más que el rótulo de un cuerpo de doctrina
fluctuante e informe, algunas de cuyas partes podemos hacer
remontar hasta el siglo V a.C., otras hasta el IV y otras no ma’s lejos
de los primeros siglos d.C.
So’lo nos interesa el elemento cosmolo’gico de este cuerpo de
doctrina; y tratare’ de esbozar un esquema de tipo inferencial, tos-
co, sólo en muy pocos puntos basado en la autoridad de los anti-
guos, de cómo pudo haber abordado Pitágoras el problema de la
naturaleza.
Habiendo pasado la juventud en Samos, es presumible que Pitá-
goras respirara la atmósfera científica de Ionia. Debe de haber naci-
do antes de la muerte de Tales y su estancia en Samos coincidiría
en parte con la Vida de Anaximandro y sin duda con la de Anaxí-
menes. En todo caso las doctrinas de la escuela jo’nica sobrevivie-
ron mucho a sus fundadores y continuaron enseñándose en el siglo
V a.C.; y así, aunque Pitágoras no haya sido pupilo de ninguno de
los tres primeros maestros de la escuela, no se sigue que nada les
debiera. De hecho, a juzgar por lo que conocemos del pitagorismo,
ha debido de ser fundado por un hombre versado en la ciencia natu-
ral jonia, cuya vida intelectual interna ha sido condicionada por
ella, en parte positivamente y en parte negativamente: un hombre
que, en ciertos puntos, aceptó y perpetuo’ su enseñanza y que en
otros la criticó decididamente.
La cosmografía —o descripción del mundo— de los pitago’ri-
cos sugiere que, en este aspecto, Pitágoras se mantuvo discípulo fiel
de la escuela jo’nica. Como Anaxímenes, describía el mundo como
suspendido en un tridimensional oce’ano de vapor ilimitado e inha-
lando de e’l su alimento. Lo mismo que Anaxímenes y Anaximan-

76
LOS PITAGÓRICOS

dro, se lo imaginó como un núcleo en rotación dentro de este vapor


y que tenía en su centro a la Tierra; el movimiento de rotación ser.-
vía para engendrar y separar los contrarios. Un descubrimiento pro-
pio de e'l parece haber sido que la forma de la Tierra es esférica.
En el comentario cosmolo’gico o teórico de este cuadro, Pitágo-
ras desbrozo’ zonas nuevas, con consecuencias enormes. En este
punto la ruptura entre Pitágoras y sus predecesores fue tan defini-
da que podemos conjeturar con alguna verosimilitud cómo se
movió realmente su pensamiento.
Debio’ de haber visto que los jónicos con su idea de la materia
primaria se hallaban, por ejemplo, entre los cuernos de un dilema.
Si trataban de dar una idea definida de esta materia figurándose
que era como agua o vapor o algo semejante, estaban planteando
una cuestión que no podía tener respuesta: no porque no llegue-
mos a saber cuál de las alternativas sea la buena, sino porque cual-
quier alternativa que se escoja resulta fatal para la teoría en su con-
junto. Si la materia primaria es realmente aquello de lo que todas
las cosas están hechas, no puede ser más parecida a una de las cosas
que pueden ser hechas de ella que a las demás; no puede ser algo
más parecido al agua que a la niebla o al fuego o a la tierra. De
hecho, debe estar desprovista por completo de cualquier carácter
intrínseco (como lo comprendió Anaximandro); y si alguien trata-
ba de decir algo sobre esta materia primordial en términos positi-
vos en lugar de negativos, lo ma’s que podría decir sería que ocupa-
ba espacio.
Pero de haberse decidido los jo’nicos por esta alternativa, la de
mantener que la materia primaria no posee carácter alguno intrín-
seco, resultaban cogidos por el otro cuerno del dilema. Basados en
esta alternativa había que mantener, como ya lo hizo Anaxímenes,
el maestro inmediato de Pitágoras, que la materia primaria se hacía
, fuego, niebla, agua o tierra mediante la rarefacción o la conden-
sación. Pero esta rarefaccio’n y condensación implicaba una distin-
ción entre la materia misma y el espacio que ocupaba; porque
implicaba que cantidades diferentes de materia podían ocupar el

77
LA COSMOLOGIA (ι'1111,"(ι'Λ

mismo espacio y que la misma cantidad de materia podía ocupar


un espacio mayor o menor. Pero si la materia es totalmente indeter-
minada o desprovista de carácter específico, ¿cómo la distinguire-
mos del espacio que ocupa? Porque un centímetro cúbico de ella es
un centímetro cúbico de nada en particular, y no hay manera de
distinguir esto de un centímetro cúbico de espacio vacío. Siguien-
do a lo largo de esta línea llega uno a una Μάικ…) ad absurdum de
la cosmología jónica: la idea de materia no se puede distinguir de la
idea de vacío y todo el edificio de la teoría se viene abajo.
Pero Pitágoras no se contento” con dejar la cuestión en este pun-
to. Sus predecesores jónicos habían hecho ya considerables progre-
sos en la geometría y e'l mismo estaba brillantemente dotado para la
misma. Vislumbró que acaso existía una conexión, ignorada hasta
entonces, entre los problemas de la cosmología y lo logrado por la
geometría. Figuras geométricas diferentes están dotadas de diferen-
cias cualitativas, a despecho de que, siendo todas ellas meras formas
espaciales, no poseen peculiaridades materiales, sino únicamente
formales. Apoyándose en esta nueva base, Pitágoras sugirió que las
diferencias cualitativas de la naturaleza tenían su fundamento en
estructuras geométricas diferentes. Ésta fue, en todo caso, la doctri-
na de la escuela pitagórica, y no creo equivocarme al atribuirla a
Pitágoras mismo. Lo central de la nueva teoría es que ya no tene-
mos necesidad de preocuparnos con la pregunta de qué sea la mate-
ria primitiva; lo mismo da; no necesitamos atribuirle ningún carác-
ter que difiera del espacio mismo: todo lo que debemos atribuirle
es la capacidad de ser configurada geométricamente. La naturaleza
de las cosas, aquello en cuya Virtud ellas son, por separado y colecti-
vamente, lo que son, es estructura o forma geométrica.
Esto significó un gran avance dentro de la teoría jo’nica. Los
jónicos fueron incapaces de explicar las diferencias entre las diferen-
tes especies de cosas. Tales diferencias no podían basarse en la mate-
ria, ya que ésta era homogénea e indiferenciada; y no tan sólo no
hay que considerarlas como no naturales e impuestas arbitraria-
mente desde fuera, sino que esta misma imposición desde fuera es

78
LOS PITAGÓRJCOS

imposible si, como parece, es imposible también la condensación y


rarefaccio’n de la materia. Para Tales, un imán activo y un gusano
activo son ambos agua y nada más que agua. Entonces ¿por que’ el
uno se comporta como un ima’n y el otro como un gusano? Una
teoría del tipo de la jónica no puede responder a esta pregunta: de
hecho debe negar que exista una cosa como naturaleza magnética
o naturaleza de gusano, es decir, tiene que negar que el comporta-
miento característico de un imán o de un gusano sea natural a cada
uno de ellos. Pero supongamos que un imán es imán y un gusano
gusano a causa de sus respectivas estructuras geométricas; y supon-
gamos que la expresión “naturaleza de las cosas” no signifique sino
esta estructura geométrica: en tal caso, cada tipo de comportamien-
to sería natural a cada una de esas cosas. Tenemos, pues, que Pitá-
goras hizo posible, en principio, responder a las preguntas que los
jo’nicos no podían responder; y que en la práctica ofreció, realmen-
te, respuestas válidas y bien establecidas a este tipo de preguntas.
El campo en que logro’ este éxito fue el de la acústica. Mostró
que las diferencias cualitativas entre una nota musical y otra depen-
den no del material de que están hechas las cuerdas que producen
estas notas, sino del número de sus vibraciones: es decir, del modo
como una determinada cuerda adopta sucesivamente, con un rit-
mo regular, una serie determinada de formas geométricas. Si cam-
biamos el tempo de este ritmo, cambiaremos la nota; si producimos
el mismo ritmo en dos cuerdas diferentes, e’stas rendira’n la misma
nota. Además mostró que existía una relación significativa entre los
acordes de los intervalos musicalesl y la sencillez matemática de las
proporciones correspondientes. Las proporciones 1:2, 2:3, 3:4 pro-
ducen intervalos “consonantes”; proporciones ulteriores de la mis-
ma serie resultan progresivamente “disonantes”, aunque cada una
de ellas posea su propia cualidad única. De este modo, Vio Pitágo-
ras que era posible formular una teoría de la música en términos

' Las palabras “consonancia” y “disonancia” no se refieren en la música griega a las com-
binaciones de notas en armonía, sino a las sucesiones de notas en la melodía, aunque cuan-
do se inventó la armonía se vio que también regían en ella las mismas reglas.

79
LA COSMOLOGÍA GRIEGA
J

matemáticos: no solamente una teoría acústica, que explicara las


diferencias de sonido, sino una teoría estética que explicara la dife-
rencia entre consonancia y disonancia. La naturaleza de los soni-
dos musicales, su naturaleza acústica y estética a la vez, se explicaba
sacando las consecuencias del supuesto de que la naturaleza de una
cosa ——aquello en ella que la hace comportarse como lo hace— no
es aquello de que esta’ hecha, sino su estructura, estructura que pue-
de ser descrita en términos matemáticos.
El gran triunfo del pitagorismo durante la vida del fundador
corresponde al campo de la teoría musical, pero desde un princi-
pio se reconoció que no era más que el heraldo de otros triunfos
que le iban a seguir. Si se puede considerar a un instrumento de
música como un complejo rítmico de formas geométricas, ¿no cabe
hacer lo mismo con un imán o con un gusano? Y la historia de la
ciencia muestra que Pitágoras tenía, en principio, razón. Cuando
la química pone en relación las peculiaridades del agua con la fór-
mula H20, tenemos una nueva aplicación del principio pitagórico;
y toda la fisica moderna con sus teorías matemáticas de la luz, de la
radiación, de la estructura atómica y así sucesivamente, no es sino
una continuación de la misma línea de pensamiento y una reivin-
dicación del punto de Vista pitago’rico. Cuando un hombre de cien-
cia moderno nos dice que no sabe si la luz está hecha de corpúscu-
los o de ondas y que a veces la piensa como corpuscular y otras
como ondulatoria, pero que sí sabe bastantes cosas acerca de su
velocidad, de su refracción y asi sucesivamente, conocimientos
todos que pueden ser expresados en ecuaciones, se hace eco de
lo que podemos figurarnos que Pitágoras comunicó a sus discípu-
los: que no importa de que” este’ hecho el mundo y que lo que tene-
mos que estudiar son los módulos y cambios de módulos que esta
materia primitiva, cualquiera que ella sea, adopte y padezca.
No es difícil comprender el e’xito espectacular de la revolución
pitago’rica en la ciencia de la naturaleza si se recuerda en que” con-
sistió esa revolución. Consistio’ en renunciar al intento de explicar
el comportamiento de las cosas apelando a la materia o sustancia

80
LOS PITAGÓRICOS

de que estaban hechas, tratando, en su lugar, de explicar su com-


portamiento apelando a su forma, es decir, a su estructura conside-
rada como algo que puede ser explicado en términos matemáticos.
La razón por la que este cambio de actitud tuvo tanto e’xito fue que,
para explicar el comportamiento de las cosas, era necesario tener
en cuenta tanto las semejanzas entre los comportamientos de cosas
diferentes como las diferencias entre ellos. El intento de explicar
ese comportamiento en términos de materia no podía dar satisfac-
ción a ambas exigencias. Si en ese intento no llegamos a una u’nica
materia primitiva u’ltima, nuestra faena ha quedado a medio hacer.
Si llevamos a término el intento y llegamos a una materia primiti-
va última, hemos borrado todas las diferencias. La materia, consi-
derada como un principio, o es demasiado uniforme o no es” bas-
tante uniforme. Pero la forma matemática constituye un principio
que se diferencia e’l mismo en una jerarquía de formas matemáti-
cas infinitamente variadas: el triángulo, el cuadrado, el penta’go-
no. . .; la pirámide, el cubo, el dodecaedro. ..; las proporciones 1:2,
2:3, 3:4..., y así sucesivamente ad inflnitum. Como esta serie de
series de formas contiene dentro de sí misma la razón de su propia
diferenciación, suministra una explicación posible de las diferen-
cias entre innumerables especies de cosas.
Había también una segunda razón, más interesante por su temá-
tica y también más profunda filoso’ficamente, del e’xito del pitago-
rismo. Los jo’nicos trabajaron a la vez en física y en matemáticas. No
parece que en su mente llegaran ambas a un contacto efectivo. Su
física fracasó porque apeló a un principio, la materia abstracta, que
era incognoscible e ininteligible. Los pitago’ricos o Pitágoras mis-
mo (porque quien realizó una cosa tan sencilla tuvo que ser un
genio de primer orden) observaron que los jo’nicos habían estado
fabricando una cerradura durante una parte de su trabajo y una
llave que le fuera adecuada durante el resto. Lo que el problema de
la física había menester para su solución era que se lo abordara des-
de el punto de vista de las matemáticas. E1 principio que la física
necesitaba y que hasta entonces había sido identificado vanamente

81
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

con algo ininteligible, a saber, la materia, se identificaba ahora con


algo supremamente inteligible, a saber, la verdad matemática. Una
vez que la gente había aprendido a pensar matemáticamente (y los
griegos lo habían aprendido de los jónicos), le resultaba obvio que
las matemáticas suministran un campo en el cual la mente humana
se encuentra en su elemento: un campo en el cual se puede alcan-
zar un conocimiento claro y cierto, mejor que en cualquier otro;
mucho mejor que en las predicciones astronómicas o en las espe-
culacion‘es cosmológicas de Ionia. Esta clase peculiar de conoci-
miento claro y cierto fue colocada por los pitago’ricos (acaso haya
que decir por Pitágoras mismo) en una posición radicalmente nue-
va pero instantáneamente convincente, a saber, como un conoci-
miento de la esencia de las cosas; no sólo de las formas que pueden
adoptar las cosas, sino de aquello que les proporciona sus propie-
dades peculiares y sus diferencias recíprocas. De paso, esto significó
un estímulo poderosísimo para los estudios matemáticos; pero su
importancia filosófica fue todavía mayor, porque venía a decir que
la esencia de las cosas, lo que las hace lo que son, es supremamente
inteligible.
Por eso cuando Sócrates proclamó que los conceptos éticos eran
todavía más inteligibles que los matemáticos y cuando e’l o su dis-
cípulo Platón identificó la naturaleza última de las cosas con la idea
del bien, el nuevo movimiento de pensamiento, aunque distrajo la
atención en algún grado de las matemáticas, no significó filosófica-
mente cambio alguno, y así es como Aristóteles, mirando retros-
pectivamente a la historia del pensamiento griego, pudo describir a
Platón como pitagórico. Porque si la forma es, esencialmente, algo
que se diferencia ella misma en una jerarquía de formas, no es nece-
sario suponer que las formas matemáticas, aunque son infinitas en
su propia diversidad, agotan la totalidad de esta jerarquía: también
puede haber formas no matemáticas.

82
Los PITAGÓRICOS

© 2. PLATÓN.‘ LA TEORÍA DE LAS FORMAS

I. Realidad e inteligibilidad de las formas. Como vemos, la forma, que


se diferencia ella misma en una jerarquía infinita de formas,
fue concebida por el pitagorismo, y posiblemente por su fundador,
como constitutiva de la naturaleza de las cosas. Era la forma de las
cosas la que las hacía comportarse como lo hacían, la que las hacía
ser lo que eran. La forma o estructura, y no la materia o aquello
que es capaz de adoptar formas, fue lo que se consideró en adelan-
te como esencia. En relación con el comportamiento de las cosas
en que existe, la forma es esencia o naturaleza. En relación con la
mente humana que la estudia, la forma no es perceptible, como lo
son las cosas que componen el mundo natural: es inteligible. Como
una pluralidad de formas constituye lo que puede llamarse un mun-
do inteligible, κτυπά… intelligibilis, νοητός τόπος.
Este mundo inteligible es real plenamente y en todos los senti-
dos. Nada más lejos del pensamiento de un Pitágoras o de un Pla-
tón que la idea de que la circularidad o la bondad sea una mera idea
de nuestras mentes, una criatura de nuestro intelecto humano, un
υ΄όημα o ens rationis. Son tan independientes del pensamiento
humano que las estudia como la Tierra y los astros y las dema’s cosas
que componen el mundo de la naturaleza.
Si la palabra “real” significa lo contrario de “imaginario” o “ilu-
sorio’,’ estas “ideas” (como fueron denominadas por Platón) se con-
sideraron tan reales como las cosas corpo’reas o materiales. Si “real”
se entiende como la traducción del griego άληθη΄ς, entonces son
mucho más reales. Porque άληΘη΄ς significa, literalmente, lo que
no se esconde, lo patente, lo que no engaña por disimulo. Decir de
un hombre άληθής equivale a decir que es franco, abierto, veraz
acerca de lo que e’l es, y no un hipócrita. Decir que una cosa es
άληθη΄ς equivale a decir que no decepcionará a la gente haciendo
que la piense como lo que en realidad no es. Tenemos el mismo
sentido de la expresión griega cuando hablamos de que algo es real

83
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

y verdaderamente lo que pretende ser, y que una moneda falsa no


es moneda sino en apariencia y no realmente.
Ahora bien, los triángulos y los círculos son cosas en las que no
cabe engaño. Un círculo matemático es absolutamente “real”, en
realidad de verdad, en el sentido griego; es decir, que es realmente
circular. Mientras que un plato o una copa no son realmente circu-
lares porque el alfarero no los puede hacer absolutamente circula-
res. Defraudan al ojo haciéndole creer que hay allí un verdadero
círculo cuando no es e’ste el caso.
La doctrina platónica de que las cosas perceptibles son irreales
o, por lo menos, mucho menos reales que las cosas inteligibles o
“formas” o “ideas”, resulta difícil de entender por un lector moder-
no a no ser que se tome la molestia de distinguir dos sentidos de la
palabra “real”. Sería fácil de entender si la gente fuera capaz de ver
que implica el mismo sentido que tiene la palabra “real” cuando
decimos, por ejemplo: “Esto si que es realmente un cigarro y no eso’.’
Para Platón una prueba de la “irrealidad” de las cosas que com-
ponen el mundo natural es que están sujetas al cambio: no simple-
mente que pueden ser cambiadas por la acción sobre ellas de fuer-
zas externas, sino que cambian por sí mismas y, de este modo, se
muestran como intrínsecamente transitorias: γιγν0΄μενα, dice, y
no όντα. Esto nos muestra que son irreales, porque pone de mani-
fiesto que su asiento en sus propias características ostensibles es
inseguro. El sol, por ejemplo, es un sol poniente, y esto no es más
que un modo de decir que alberga características no solares y hasta
antisolares, las que paulatinamente se van sobreponiendo a sus
características solares y elimina’ndolas. No es un sol entero y verda-
dero, un sol genuino; que en este momento prevalezcan en e’l carac-
terísticas solares no es más que una fase pasajera de una existencia
hecha por completo de fases fugaces. Cuando Platón dice que el sol
es irreal, no quiere dar a entender que cuando decimos: “Ahí está el
sol”, de hecho no haya nada ahí; lo que quiere decir es que la cosa
que realmente está ahí no posee, en modo firme e inalienable, las
cualidades que pensamos que posee cuando la llamamos sol: es-

84
LOS PITAGÓRICOS

tas cualidades las posee por ahora; no constituyen su propiedad


inalienable; pensamos que lo son, pero resultamos engañados.
Comparemos esto con lo que ocurre en un triángulo o en un
círculo matemático. El triángulo no contiene en sí elementos ocul-
tos de intriangularidad; el círculo tampoco posee elementos escon-
didos de incircularidad. Si un cuerpo perceptible, como un trozo
de hierro, es caliente, lo es sólo en cierta medida. Decir que no es
más caliente es un modo de decir que hay en e’l cierto elemento de
frialdad. También en el mismo sol coexisten los contrarios caliente
y frío, y si uno de ellos se halla oculto, no por eso está ausente. Pero
el triángulo o el círculo no contienen cualidades ocultas contrarias
a las suyas propias. Son pura o exclusivamente lo que son. Esto es
verdad de todas las “ideas” o “formas” o “inteligibles”; todos ellos
son exclusivamente lo que son, mientras que la verdad acerca de
todas las cosas perceptibles o corpo’reas esta’ en ser una mezcla
de “lo que son” ——sus características ostensibles, como las he deno-
minado— y “lo que no son”, las contrarias de sus características
ostensibles.

II. Las formas concebidas primero como inmanentes y después como


trascendentes. Éste es el modo, o en todo caso cierto modo, en que
encontramos relacionadas las cosas “perceptibles” y las “inteligi-
bles” en las obras de Platón. Parece que ha habido dos etapas en la
idea griega de esta relación. En un principio la forma inteligible o
“idea” parece haber sido meramente el elemento o estructura de
una cosa que, considerada como un todo, consiste en materia orga-
nizada de cierto modo. La materia era aquello que padecía la for-
mación u organización: la forma era el modo en que se hallaba
organizada la materia. El mundo, el agregado de cosas naturales,
΄ era en toda su fábrica un complejo de materia y forma. En ninguna
parte del mundo habia una materia informe, en ninguna parte una
forma no encarnada en materia. Fuera del mundo podía haber,
como los jonios creían, materia informe en cantidad indefinida;
pero no se sigue que hubiera también forma desencarnada. La for-

85
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

ma era totalmente inmanente al mundo. La forma, lo inteligible,


poseía su ser únicamente como lo que convertía en inteligible el
mundo en el cual era inmanente.
Pero además de esta idea encontramos en la literatura filosófica
griega otra de acuerdo con la cual la forma es trascendente. Se con-
cibe la forma como poseyendo su ser no en el mundo perceptible
de la naturaleza, sino “por sí misma” (OLU’TO‘ καθ, αύτό) en un
mundo separado, no el mundo perceptible de cosas materiales, sino
el mundo inteligible de las formas puras.
Esta idea de la forma como trascendente ha sido expuesta pode-
rosa y minuciosamente por Platón en el Banquete y en el Fedón. Los
filo’logos que han analizado el lenguaje de los diálogos plato’nicos
estadísticamente, con el propósito de fijar sus fechas respectivas, han
colocado estos dos diálogos muy cerca uno del otro y los han atri-
buido al segundo de los cuatro “grupos” en que han dividido los
escritos de Platón. Cualquiera que sea el criterio que se adopte acer-
ca de la “estilometría” plato’nica en su desarrollo más detallado,2 los
eruditos coinciden hoy en que tanto el Banquete como el Fedón fue-
ron escritos hacia el año 385 o poco después, cuando Platón acaba-
ba de fundar la Academia y andaba entre los 40 y los 45 afios.

2 Lutoslawski, The Origin and Growth of Plato’s Logic (Londres, Nueva York, Longsman
Green and Co., 1897). Sus nombres para los cuatro “grupos” (pp. 162-183) son: I) Grupo so-
cra'tico (Apologia, Eutifro’n, Critón, Ca’rmides, Laques, Prota’goras, Menón, Eutidemo, Gorgz'as);
II) Primer grupo plato’nico (Cratilo, Banquete, Fedón, República i); 111) Grupo platónico central
(República ii-x, Pedro, Teeteto, Parme’nides); IV) último grupo (Sofista, Político, Filebo, Timeo,
Critias, Leyes). La obra de Lutoslawski fue una continuación y elaboración de investigaciones
comenzadas en 1867 por Lewis Campbell. Generalmente se reconoce hoy que los métodos
de Campbell eran sanos en principio y que gracias a su aplicación se ha establecido de un
modo definitivo la cronología de los diálogos de Platón en sus líneas principales. Por esto
A. E. Taylor (Plato, Nueva York, Meridien, 1926, p. 19), achaca a Lutoslawski el “haber llevado
un principio sano al extremo del absurdo en su intento” de fechar cada diálogo respecto a
los demás, pero reconoce e incorpora a su propia obra la amplia discriminación entre una
΄

serie primera de diálogos, de los que la República constituye la obra principal, y una serie
“ulterior’Ï Y L. Robin (Platon, París, Felix Alcan', 1935, p. 37) también coincide en decir que el
método de Campbell es sano y que Lutoslawski ha sido llevado, por su atracción, a un grado de
detalle que no puede justificarse.
La fecha 385 se fija por una referencia que se hace en el Banquete a un suceso que ocu-
rrió en ese año.

86
LOS PITAGÓRICOS

III. ¿Es la trascendencia de las formas una concepción platónica?


Es posible que la concepción de la forma como inmanente fuese la
original: la concepción pitagórica original, en el caso de las formas
matemáticas y el mundo de la naturaleza; la concepción socra’tica
original, en el caso de las formas éticas y el mundo de la conducta
humana. Esto parece lo probable por razones generales; porque
parece natural que, cuando la gente comienza a pensar acerca de la
forma y su relación con la materia, tenga que pensarla como corre-
lativa a e’sta y existiendo únicamente en cosas que poseen también
un elemento material. Y puede que haya sido Platón el primero en
abandonar esta concepción primitiva y en propugnar un concepto
de la forma como trascendente.
Antes de atender a la prueba que puede emplearse en apoyo de
esta sugestio’n, trataré de definir con un poco más de precisión la
sugestión misma. Hay que matizar dos aspectos.
En primer lugar, debe entenderse que la inmanencia y la tras-
cendencia no son conceptos que se excluyan mutuamente. Ya
observé, al ocuparme del contraste entre el trascendente dios-he-
chicero de Tales y el inmanente dios-mundo de Anaximandro (ve’a-
se supra, p. 57, n. 10), que es tan difícil encontrar en la historia del
pensamiento una teología de trascendencia pura como una de in-
manencia pura. Todas las teologías poseen en realidad elementos
inmanentes y trascendentes, aunque en uno u otro caso tal o cual
elemento puede estar opacado o desplazado al fondo. Lo que es
verdad en teología lo es también en el caso de un concepto metafí-
sico como el de forma. La sugestión que estamos tratando no es,
por lo tanto, que una concepción de la forma puramente inmanen-
te fuera remplazada por otra puramente trascendente, sino que la
concepción que insistía en la inmanencia cedió a otra que insistía
en la trascendencia: el elemento sobre el que no se insistía jamás
se negó o, por lo menos, jamás se negó a no ser por personas in-
competentes y de mente confusa.
En segundo lugar, debe entenderse que palabras como “des-
cubrimiento”, “primeramente” o “novedad” connotan un sentido

87
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

especial cuando se emplean en conexión con la historia de la filo-


sofía. Normalmente, una persona de la que se dice que “ha hecho
un descubrimiento filosófico” a los cuarenta años, por ejemplo, nos
diría, si le preguntáramos, que ya conocía desde largo tiempo, qui-
za’ durante toda su Vida, la cosa que se le achaca haber descubierto;
y que lo que hizo entonces no fue descubrirla, sino ver por primera
vez, o ver con más claridad y firmeza que antes, las conexiones entre
ella y ciertas otras cosas; o también, que vio esas conexiones a una
nueva luz, como conexiones útiles o esclarecedoras, cuando hasta
entonces las había visto como engorrosas y embrolladoras. Nor-
malmente, un hombre del que se dice que “ha hecho un descubri-
miento filoso’fico” nos diría, si le pregunta’ramos, que la idea la sacó
de algo que alguien había ya escrito o dicho. Se puede dudar de si
este predecesor entendió por completo lo que estaba escribiendo o
diciendo; pero si lo entendió, el descubrimiento le pertenece a e'l, y
no a la persona a quien se atribuye. Y si no lo entendió por com-
pleto, también merece una parte de las alabanzas. He dicho nor-
malmente, porque la disposición de un hombre para atribuir a otro,
o a sí mismo en el pasado, el me’rito de haber conocido ya esas cosas
depende de su generosidad, de su candor, de su buena disposición
para admitir lo que debe a otros o lo que su yo actual debe al de
otros días, o de las cualidades contrarias. Históricamente existen
siempre deudas de esta clase, se reconozcan o no. Es posible que un
hombre sea psicológicamente incapaz de reconocerlas y, sin embar-
go, capaz intelectualmente de hacer descubrimientos importantes.
Pero ello es excepcional. Normalmente, los descubrimientos impor-
tantes son hechos por personas cuya condición psicológica respec-
to de estas cuestiones es sana. Si el hombre que dio el decisivo paso
filosófico que le llevó de una concepción relativamente inmanente
de la forma a otra relativamente trascendente fue el mismo hom-
bre que escribió los dia’logos plato’nicos, se trata, sin duda, de un
hombre de notable modestia y de notable humor; el más incapaz
en el mundo de pretender el mérito exclusivo de sus propios des-
cubrimientos; un hombre más propenso a sobreestimar que a

88
LOS PITAGÓRJCOS

subestimar la deuda que, al hacerlo, contraía con los predecesores


que nos ha sabido presentar tan vivaz y simpáticamente en el tabla-
do de su teatro.
La sugestión que estamos considerando, matizada de este modo,
abarca dos partes. En primer lugar, que en el pitagorismo primitivo
las formas matemáticas fueron concebidas como primordial aun-
que no exclusivamente inmanentes y que Platón desarrolló y con-
solidó, aunque no fuera su autor original ni nunca creyera serlo,
una concepción de las formas como primordial pero no exclusiva-
mente trascendentes; en segundo lugar, que en la filosofía huma-
nista de Sócrates las formas éticas fueron concebidas como primor-
dial pero no exclusivamente inmanentes y que Platón desarrolló y
consolidó del mismo modo, y con las mismas reservas apuntadas,
una concepción de aquéllas como primordialmente trascendentes.

IV. Participación e imitación. En lo que respecta al primer punto


encontramos una curiosa prueba en la Metafísica de Aristóteles
(987b1 1-13): oí μέν γάρ Πυθαγόρειοι μιμη"σει τά όντα φασι*ν
εϊναι τω"ν α΄ριθμω"ν, Πλάτων δέ μεθέξει, του"νομα µεταβαλών
(“los pitagóricos dicen que las cosas imitan a los números; Platón,
que participan en ellos: cambio meramente verbal”). Leemos esto
en un pasaje que trata de la filosofía de Platón y la describe como
muy parecida al pitagorismo en sus rasgos generales, pero difirien-
do de él en algunos aspectos especiales. El parecido general no supo-
ne filiación, porque el mismo Aristóteles nos dice al comienzo del
mismo pasaje que Platón sacó sus ideas filosóficas de un contacto
temprano con el heraclitiano Cratilo y de su asociación ulterior con
Sócrates (Met. 987332 y ss.). El pasaje es curioso porque “imitación”
implica trascendencia mientras que “participación” implica in-
manencia. Por esta razón sir David Ross, en la nota a esa frase (Aris-
totle’s Metaphysics, Oxford, Clarendon Press, 1924, vol. I, p. 162), dice
que “es sorprendente que Aristóteles describa el cambio de μι΄μησις
8 μέθεξις como puramente verbal”. Hubiera sido menos sorpren-
dente que Platón, al cambiar de terminología, se hubiera propuesto

89
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

señalar el hecho de que los pitago’ricos expusieron una teoría inma-


nente de la forma pero emplearon un vocabulario que implicaba una
teoría trascendente. En tal caso, un pospitagórico que quisiera expo-
ner una teoría trascendente se vería en la necesidad de distinguir con
mayor claridad que sus predecesores entre el lenguaje de trascenden-
cia y lenguaje de inmanencia y podía haber criticado razonablemente
a los pitago’ricos por hablar en términos trascendentes cuando, en
realidad, querían expresar algo inmanente.
Hay una prueba independiente de que Platón, cuando comen-
zo’ a exponer su propia teoría trascendente, encontró a su disposi-
cio’n una terminología adecuada pero que se empleaba con propo’-‘
sito diferente, Como es sabido, en el Fedón se emplean frases de aire
trascendente como 0(1))130‘ Ο" ε΄,στι y om’ro‘ xae’ αύτό sin explica-
ción alguna, como si fueran familiares a un círculo de oyentes de
Sócrates en el año 399 o a un círculo de lectores de Platón en el año
385. Pero si es obvia esta implicada familiaridad con el lenguaje
trascendente, es más obvio todavía que no se implica familiaridad
con la teoría trascendente que expresa Sócrates al emplearlo. Los
oyentes, oyentes del 399 o del 385, estaban acostumbrados a oír el
lenguaje trascendente empleado para expresar una teoría trascen-
dente muy imperfectamente pensada o lo habían escuchado a pro-
pósito de una teoría inmanente. Pero estas dos opciones no son
realmente distintas. Porque resultaba una simplificación excesiva
calificar μίμησις o μέθεξις, αυ,το" o“ e"ouv o omc’o‘ καθ, αύτό o
cualquier otra expresión de lenguaje trascendente o de lenguaje
inmanente, como si su empleo implicara únicamente trascenden-
cia o inmanencia. La trascendencia y la inmanencia se implican
mutuamente y, por lo tanto, μι΄μησις que afirma trascendencia,
implica inmanencia, mientras μέθεξις, que afirma inmanencia,
implica trascendencia.
Decir que una cosa “participa en” una forma equivale a emplear
una metáfora jurídica cuyo significado exacto, en tal contexto, no
es fa’cil de ponderar. E1 concepto jurídico empleado metafo’ricamen-
te es el de copropiedad; y el verbo μετέχειν posee normalmente

90
LOS PITAGÓRICOS

un objeto doble, un acusativo de la participación y un genitivo de


aquello de que se participa. Así, decir que una rosa “tiene su parte
de rojo” equivale a decir que hay rojo en la rosa y, por lo tanto, que el
rojo es inmanente a la rosa; pero se implica también que hay otro ro-
jo que no es esta parte de rosa y que se halla, por consiguiente, fuera
de ella. Las otras participaciones de rojo están, sin duda, en otras
rosas. Pero lo que uno trata de describir con esa metáfora jurídica
es un estado de cosas en el que encontramos uno y el mismo color,
rojo, en muchas rosas diferentes pero que sigue siendo el mismo
dondequiera que se encuentre; esto es lo que implica cuando se dice
que todas estas rosas tienen su parte “de rojo”, que participan “del
rojo”. Hasta se implica que esta singular cosa indivisible llamada
“roja” es independiente de que haya o no rosas; lo mismo que cuan-
do digo que tengo una participación en los Ferrocarrfles del Orien-
te, lo cual indica que los Ferrocarriles del Oriente son algo divisible
y que a mí me corresponde una parte, implica también que los
Ferrocarriles del Oriente son algo singular e indivisible, una sola
unidad de empresa, y que esta unidad de empresa es independiente
de que haya coparticipes en ella, de suerte que si se suprimieran los
copartícipes o accionistas y fuera confiscada por un gobierno socia-
lista seguiría siendo los Ferrocarriles del Oriente.
Decir que una cosa “imita” una forma equivale a decir que la
forma no está en la cosa sino fuera de ella. Pero también se implica
que la cosa y la forma a la que imita tienen algo en común; porque
ninguna cosa puede imitar a otra si no es teniendo algo en común
con esta otra. Lo que “tienen en común” es algo en lo cual “partici-
pan”. Por ejemplo, si decimos que el rojo no es participado por las
rosas sino que constituye una cosa singular e indivisible, un rojo
arquetípico independiente de todas las rosas del mundo, describi-
remos la relación entre una rosa determinada y este rojo arquetípi-
co diciendo que la rosa “imita” al rojo. Pero si preguntamos co'mo
es posible que una rosa imite al rojo, habremos de contestar: “pose-
yendo un color propio, es decir, un color lo bastante parecido al
rojo como para pasar por una imitación suya”. Y si preguntamos

91
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

cuán semejante debe ser, habremos de contestar: “Tan semejante


como el rojo lo es del rojo’.’ La rosa puede imitar el rojo únicamen-
te porque tiene rojo en sí misma. Así como la inmanencia implica
trascendencia, así la trascendencia implica inmanencia.

V. El “Parménides’Ï La inmanencia y la trascendencia se implican


mutuamente. No sólo es verdad la recíproca implicación de inma-
nencia y trascendencia, sino que es una verdad que ha sido descu-
bierta y explanada por Platón; aunque la expusiera por escrito unos
quince a veinte años después de tener escritas sus exposiciones de
la teoría de la trascendencia, y aunque presentara su descubrimien-
to, en forma muy característica, como justicia tardía hecha a un
gran hombre que lo había enseñado cerca de cien años antes.
El gran hombre es Parménides de Elea, y Platón reconoce lo que
debe al filósofo italiano publicando su descubrimiento en un dia”-
logo que lleva su nombre y describiendo una conversación entre e’l
y Sócrates, que se finge haber tenido lugar hacia el 450 a.C. El diá-
logo se redactó poco después de 369.3
Comienza el joven Sócrates (129) enunciando y defendiendo la
teoría inmanente de la forma y describiendo la relación entre ésta y
las cosas formadas con el lenguaje de la participación. Replica Par-
ménides que este lenguaje de la participación, tomado en serio, le
obliga a uno a pensar la forma como divisible, en cuyo caso se ha
sacrificado su unidad; siendo así que si la forma no es una e indivi-
sible, no es nada (131). El joven Sócrates, como tantos filósofos
cuando se encuentran en una posición incómoda, se refugia en un
idealismo subjetivo limitado y ad hoc: quizá, dice, las formas no son
más que pensamientos. Parménides lo saca rudamente del burlade-
ro y Sócrates tiene que encarar de nuevo el problema, aunque esta
vez lo hace exponiendo la teoría trascendente y empleando el len-
guaje de la imitación. Replica Parménides (con la rapidez y deci-
sión tan características de este diálogo y que son un mentís para
3 Para las fechas véase A. Taylor, The Parmenides of Plato, Oxford, Clarendon Press,
1934, pp. 1-4.

92
LOS PITAGÓRICOS

quienes piensan que la absorción creciente de Platón por los pro-


blemas filosóficos le fue debilitando su nervio de escritor dramáti-
co) que si algo es parecido a la forma debe tener algo en común con
la forma. y este algo en común es una forma segunda, sin duda
inmanente; y si convertimos esta forma inmanente en una forma
trascendente, necesitaremos una tercera forma y así sucesivamente;
así que la conversión de la inmanencia (participación) en trascen-
dencia (imitacio’n) no resuelve nuestro problema (132-133).
Los argumentos de Parménides son concluyentes tanto contra
la teoría inmanente como contra la teoría trascendente tomadas
por separado, como teorías unilaterales y que se excluyen. No ten-
drían peso frente a una teoría en la que la inmanencia y la trascen-
dencia se consideran como correlativas e implica’ndose mutuamen-
te. Los lectores de estos argumentos a menudo se imaginan que no
es posible esa tercera teoría; que toda teoría sobre la forma ha de
ser o una teoría inmanente unilateral o una teoría trascendente uni-
lateral y que, como Parme’nides ha refutado las dos variedades, la
“teoría platónica de las formas” se halla en bancarrota. Pero es un
error. Lo que Parme’nides ha puesto de manifiesto no es que sea
insostenible la teoría de las formas, sino que cuando tratamos de
formularla en términos de inmanencia, estamos implicando la tras-
cendencia, y cuando tratamos de formularla en términos de trascen-
dencia, estamos implicando la inmanencia.
Parece, pues, no diré que demostrado pero sí probable, habida
cuenta de los testimonios de que disponemos, que la concepción
pitagórica original de la forma en el mundo de la naturaleza fue
una concepción esbozada primordial, aunque no exclusivamente,
en términos de inmanencia, apareciendo quizá el elemento de tras-
cendencia principalmente en la selección del vocabulario; y que Pla-
tón distinguió estos dos elementos con mayor claridad que sus pre-
decesores y comenzó a subrayar el elemento que había sido
descuidado, acaso a subrayarlo con exceso. Ma’s tarde, Platón reco-
nocera’ que los dos elementos son lógicamente interdependientes.
Parece haber ocurrido lo mismo por lo que a la concepción

93
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

socra’tica de la forma en el mundo de la actividad humana se refie-


re. Citando una vez más a Aristóteles (Met. 1078b30—31), “Sócrates
no hizo los universales o definiciones separables pero otros los sepa-
raron’,’ o‘ μέν Σωκράτης τά καθόλου ov’ χωριστά ε,ποι΄ει ου)-
δε* τούς όρισμου΄ς oí 6’ εχώρισαν. Este “otros” de Aristóteles
alude a Platón. Se ha negado esto en favor de la teoría que sostiene
que las ideas propuestas por Sócrates en los diálogos platónicos o,
cuando menos, en el grupo de ellos que abarca el Banquete, el Fedón
y la República, eran ideas defendidas realmente por Sócrates en per-
sona. De acuerdo con esta teoría, la concepción trascendente que
en estos tres diálogos se expone tiene que ser socra’tica en su origen
y el contraste señalado en esa frase de Aristóteles entre la inmanen-
cia socra’tica y la trascendencia platónica sería algo ilusorio. Sin
embargo, Sir David Ross ha demostrado en forma concluyente
(Aristotle’s Metaphysics, cit., II, 420-421), comparando este pasaje
del libro M con lo que prácticamente resulta ser su repetición en el
libro A, que “otros” se refiere a Platón y que Aristóteles nos está di-
ciendo que las formas éticas fueron consideradas por Sócrates como
inmanentes y por Platón como trascendentes.

VI. La influencia de Cmtilo. Si la concepción de la forma en el


pitagorismo y en la filosofía de Sócrates fue, de primer plano, una
concepción inmanente, ¿qué es lo que empujó a Platón al extremo
opuesto? Aristóteles (Met. 987332) dice que Platón, en su juventud,
aprendió la doctrina de Heráclito con Cratilo. En otra parte (Met.
101037) nos dice que muchos, partiendo de las ideas heraclitianas
de un fluir universal, llegaron a la conclusión esce’ptica de que, si
todas las cosas se hallan comprendidas en cambio perpetuo, nin-
gún enunciado acerca de nada podía ser verdad (περί γε τό πάν…
πάντως μεταβάλλον 013% ε'νδε΄χεσθαι άληθευ΄ειν). Conse-
cuente consigo mismo, dice Aristóteles, Cratilo decidió no hablar
ya nunca más: no hacía más que apuntar con el dedo (OÜGÉV (15810
δει"υ λέγειν άλλα τόν δάκτυλον έ%ίνει μόνον).
Si alguna vez pudo ser influido Platón por este escepticismo, de

94
Los PITAGÓRICOS

e’l lo habría salvado, sin duda, Sócrates. Un hombre que, por razo-
nes filosóficas, decide renunciar al habla y se limita a señalar con el
dedo, ha de ser un hombre en el que los alicientes comunes de los
seres humanos inteligentes han sido sofocados por completo por el
desarrollo parasitario de una filosofía capaz, únicamente, de matar
lo que la alimenta. Sócrates era un filósofo del tipo contrario; un
filósofo cuya filosofía aclaraba y vigorizaba aquellos alicientes que
la habían dado origen, especialmente el interés por los λόγοι, las
cosas precisamente a que Cratilo había renunciado: λόγοι como
conversaciones, λόγοι como enunciados, λόγοι como definicio-
nes, λόγοι como argumentos, λόγοι como razones, λόγοι como
proporciones, ratio o formas. Para un joven que ha entrado en con-
tacto con la rica y vigorosa Vida intelectual de Sócrates, recordar a
Cratilo ha debido de significar poco menos que evocar un fantas-
ma. Retrospectivamente, Cratilo ha debido de aparecer como un
hombre que ha cometido un suicidio intelectual, que ha tomado el
ba’culo por el extremo opuesto y no ha poseído la fuerza de volun-
tad de echar a andar; por el contrario, Sócrates era, a todas luces,
un hombre que vivía y se afanaba, con un apetito gigantesco, por la
Vida intelectual, porque había tomado el báculo por donde se debe.
El contraste tiene algo que ver, sin duda, con el hecho de que a
Cratilo le obsesionaba el mundo de la naturaleza tal como lo perci-
bimos. El mundo perceptible, como lo sabían los jónicos, es un mun-
do de cambio incesante. Heráclito, fiel a la tradición jónica, había
dicho que no es posible bañarse dos veces en el mismo río. Cratilo
—y es la única sentencia suya que nos ha sido conservada— dijo
que Heráclito se equivocó al pensar que uno se podía bañar en el
mismo río siquiera una vez (Aristóteles, Met. 10108115). La obsesión
por lo perceptible, como se ve, le condujo a donde ha conducido a
William James. El mundo se fundió en una “confusión abigarrada
y bulliciosa”. La lección que sacó Platón de su trato con Cratilo fue,
sin duda alguna, la sólida experiencia de que, cuando uno deja que
lo perceptible le obsesione, es esto lo que suele ocurrir. Digo “sin
duda alguna” porque las obras de Platón no nos permiten dudar

95
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

sobre el particular. Una y otra vez Platón nos ofrece descripciones


vivísímas del mundo, perceptible como pie’lago espeso, agitado, sin
reposo, en el cual, apenas una cosa acaba de adoptar una forma
definida cuando ya la vuelve a perder. El pensamiento no encuen-
tra en e’l lugar donde asentar la planta. Nada hay por conocer por-
que nada hay definido. Sócrates, a pesar de tener plena conciencia
de esta confusión agitada y espesa del mundo perceptible, no esta-
ba obsesionado por e’l, porque en las indagaciones éticas en que le
vio enfrascado Platón no se ocupaba de los procesos psicológicos
supuestos por el intento de un hombre para ser valiente, sino del
ideal de la valentía que ese hombre tenía delante de sí. ¿Qué es, pre-
guntaría Sócrates, esta cosa que llamamos valentía? ¿Cuál es su
λόγος, su definición? ¿Con qué λόγος, con qué proceso de pensar,
razonar, argüir, trataremos de dar con esa definición? El señalar con
el dedo no es, en este caso, ni provechoso ni necesario: no es prove-
choso, porque en nada nos acerca a la comprensión de la naturale-
za de la valentía; no es necesario, porque la valentía no es una fase
transitoria del proceso psicológico, sino un ideal que el hombre tie-
ne constantemente ante sus ojos mientras el proceso marcha.
Sócrates, nos dice Aristóteles, “no separó” una forma como ésta
de la valentía; consideraba una forma semejante como “ingredien-
te” (empleo la terminología de Whitehead) “en las ocasiones” en
que se manifiesta. Ésta es la teoría inmanente de la forma, teoría
que el “joven Sócrates” comienza exponiendo en el Parménides de
Platón. Sugiero que el desplazamiento de Platón desde esta teoría
inmanente a su propia teoría trascendente fue debido a la necesi-
dad que sintió de protegerse contra el legado de Cratilo. Si la forma
de la valentía es del todo inmanente, si no es más que una forma fu-
gaz, asumida por un momento y abandonada en seguida, por esa
confusión agitada y espesa que llamamos procesos psicológicos
implicados en el intento de ser valiente, en ese caso se ha perdido
la unidad o indivisibilidad de esa forma. Para que pueda “haber
algo que llamemos “valentía” (la frase es común en los escritos de
Platón) la cosa que denominamos valentía en una ocasión debe ser

96
LOS PITAGÓRICOS

la misma que la que llamamos valentía en otra; y la cosa que un


hombre tiene delante como ideal mientras trata de ser valiente tie-
ne que ser la misma que aquella que e’l logra más tarde cuando es
un valiente o que se le escapa cuando fracasa como valiente. En una
palabra: el análisis socra’tico de los conceptos éticos, que a Sócrates
le revelaba que estos conceptos eran inmanentes a las acciones de
cierto tipo, le revelaba a Platón que esos conceptos eran trascen-
dentes: no solamente como características de ciertas clases de accio-
nes, sino como ideales que las personas que ejecutaban esas acciones
tenían a la Vista como ideales y con los cuales se relacionaban las
acciones mismas, no como casos o ejemplos, sino como aproxima-
ciones. En el desarrollo más extremado de esta teoría de la trascen-
dencia ya no se mantenía que hubiera o fuera menester que hubie-
ra casos de ninguna clase: las formas éticas socráticas nunca fueron
concebidas como caracteres ejemplificados por esta o. aquella
acción, sino siempre como puros ideales a los que tendía el agente
al ejecutar su acción. Así se conseguía una protección perfecta con-
tra el escepticismo que se había apoderado de Cratilo; y cuanto
mayor era la fuerza con que Platón sentía que la influencia de Cra-
tilo operaba todavía en su mente, con tanta mayor fuerza habría de
subrayar, como es de suponer, el elemento de trascendencia en su
propia concepción de la forma. Es fácil de creer, al mismo tiempo,
que el contraste entre su propia teoría trascendente y la teoría inma-
nente de Sócrates le pareciera a e’l mucho menos agudo que a Aris-
tóteles. Las ideas que entraron en la elaboración de su teoría tras-
cendente se hallaban todas presentes, sin duda, en la enseñanza de
Sócrates. Sólo que Sócrates no había pasado por el molino del
escepticismo cratiliano y, por consiguiente, no se vio obligado a
destacarlas y juntarlas y organizarlas en una teoría trascendente
deliberadamente elaborada y sostenida. Ésta es la razón por la cual
Platón, tanto en el Banquete como en el Fedón, fue capaz de poner
en labios de Sócrates una doctrina que, al decir de Aristóteles, cons-
tituía su divergencia principal con la enseñanza socra’tica.
Más tarde, cuando la impresión primeriza de Cratll'o fue supera-

97
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

da por la mente de Platón por estos medios, pudo ver que la teoría
trascendente del Banquete y del Fedón era una exageración. Ya no
había necesidad de seleccionar en el pensamiento de Sócrates, con el
propósito de hacer hincapié en ellos, los elementos de trascendencia,
porque esta selección e insistencia ya habían cumplido su cometido.
Ésta fue la mentalidad con que escribió el Parme’nides.

VII. La influencia de Parménides. No es fácil determinar si Par-


me’nides mismo y la escuela elea’tica que fundó ejercieron alguna
influencia positiva en el primer desarrollo de Platón. Aristóteles no
nos ayuda en este punto. Tampoco Platón nos ayuda gran cosa. Pero
es más que posible que la teoría trascendente de la primeriza madu-
rez de Platón estuviera condicionada por la enseñanza elea’tica. En
los extensos fragmentos que han llegado a nosotros, Parme’nides
establece una distinción entre dos vías del pensamiento, la vía de la
verdad y la vía de la opinión. Considera que la opinión no contie-
ne verdad: opinar es ser engañado y una vía de opinión significa la
manera de pensar en la que el pensador resulta sistemática e ince-
santemente defraudado.
Con esta introducción, ya Parme’nides ha formulado una espe-
cie de teoría trascendente. Dice a sus lectores que la verdad no es
inmanente a la opinión como una especie de levadura que hiciera
fermentar la masa del error. La verdad es muy diferente. La opinión
es mera opinión y, por consiguiente, puro error. La verdad es muy
diferente de ella y no tiene por que’ arregla’rselas con ella. La verdad
ha de alcanzarse con el puro pensar y el pensar puro no presta aten-
ción a las plausibil'idades de la opinión. Parme'nides está exponiendo
lo que pudiera llamarse una concepción trascendente de la me-
todología o epistemología, de acuerdo con la cual el pensamiento,
como búsqueda de la verdad acompañada de éxito, se distancia por
la Vía de la trascendencia de la búsqueda fracasada de la verdad que
se llama opinión.
Esto conduce a una concepción trascendente del mundo. Lo que
es, argumenta Parme’nides, no ha podido advenir a la existencia en

98
LOS PITAGÓRICOS

el pasado y tampoco puede perecer en el futuro. Debe ser uno; es


decir, ninguna otra cosa puede ser además de lo que es. En este caso,
“lo uno que es” significa el mundo físico material; lo que está dicien-
do Parme’nides es que este mundo no puede tener un principio o
un fin, que debe ser eterno, y que ni dentro de sí ni fuera de sí pue-
de tener un espacio vacío. El mundo es un plenum indivisible, con-
tinuo y homogéneo, del cual y dentro del cual no puede haber
movimiento. Éste es el mundo real, el mundo verdadero, el mundo
tal como lo conocemos cuando pensamos con claridad, en otras
palabras, el mundo inteligible. El mundo de las sustancias diferen-
ciadas, el mundo del cambio y del movimiento, el mundo del adve-
nir a la existencia y de la evanescencia, en una palabra, el mundo
perceptible, es el mundo de la opinión. No es, como piensan los
jónicos, realidad; es la ilusión de que somos víctimas al pensar erró-
neamente.
Es imposible no hallar ecos de esto en los diálogos platónicos
del grupo trascendente, especialmente en la República. Encontra-
mos aquí la misma distinción entre los dos modos de pensar, el
conocimiento (en’to'm‘un) y la opinión (δόξα); 18 misma insisten-
cia en que lo que la mayoría de la gente toma por conocimiento
no‘es más que opinión; la misma convicción de que la opinión
resulta engañada por el mundo inestable e indeterminado de lo
perceptible y la misma convicción de que la única realidad, la úni-
ca cosa que no nos engaña, es el objeto imperceptible o inteligible
del conocimiento.

VIII. La concepción madura de las formas en Platón. Donde Platón


difiere agudamente de los eleatas es en que, para e’stos, lo real e in-
teligible es un mundo físico pero “parado’jico’: es decir, un mundo
que posee características contrarias a las que encontramos en el
mundo físico que percibimos, mientras que para Platón el mundo
real o inteligible no es físico, sino pura forma sin materia; la fisi-
calidad constituye para Platón una característica de lo perceptible y
todo lo que es físico resulta en la misma medida no inteligible.

99
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

A esta diferencia le acompaña otra. Al identificar lo inteligible


con la forma, Platón ha abolido la distinción parmenídea entre el
mundo físico tal como se nos aparece en la percepción y el mundo
físico tal como se nos revela en el pensamiento. En otras palabras,
ha abolido la distinción entre el mundo físico o mundo de la natu-
raleza, tal como lo concebimos falsamente de acuerdo con el testi-
monio de nuestros sentidos, y ese mismo mundo tal como lo cono-
cemos en verdad por el puro intelecto. Platón sostiene que todo lo
que podemos conocer acerca del mundo físico o natural lo conoce-
mos mediante la percepción; la percepción, por consiguiente, no es
un modo de engañarnos a nosotros mismos sobre cosas que pudie-
ran ser estudiadas más efectivamente de un modo distinto; es la
mejor manera de estudiar cosas que, al estar siempre cambiando,
no poseen caracteres determinados y, por lo mismo, no pueden ser
conocidas o comprendidas en el sentido estricto de estos términos;
pero esto no es razón para que no las observemos con cuidado ni
aun para que no comprendamos lo que haya en ellas de inteligible,
a saber, los elementos formales que les son inmanentes. De esta
suerte, hasta en su etapa más unilateralmente trascendente, Platón
defiende por anticipado en contra de los elea’ticos, lo que en la
actualidad llamamos ciencias empíricas de la naturaleza, es decir,
la acumulación y organización de hechos naturales perceptivamen-
te observados, y cuando ha superado ya esta etapa unilateralmente
trascendente, llega a defender con anticipación una ciencia de la
naturaleza que es más que meramente empírica: una ciencia de
la naturaleza que no se limita a observar y clasificar hechos en bru-
to, sino que encuentra en el mundoinatural mismo elementos
estructurales o formales que, en la medida en que lo son, resultan
inteligibles por propio derecho.
Esto implica una pura teoría acerca de la relación entre la for-
ma y el mundo de la naturaleza que no es una pura teoría trascen-
dente ni tampoco una pura teoría inmanente. He insistido en sefia-
lar que había alguna combinación de trascendencia e inmanencia,
desde un principio, tanto en el concepto pitagórico de la forma

100
LOS PITAGÓRICOS

como en el socra’tico; pero parece que Platón ha sido el primero en


distinguir con nitidez la concepción trascendente de la forma y su
concepción inmanente, y hasta que no fueron distinguidas con cla-
ridad no pudo surgir la cuestión de cómo podrían combinarse. El
modo en que Platón parece haberlas combinado es e’ste. La forma,
ya sea matemática o e’tica, si se la entiende en todo su rigor, es tras-
cendente y no inmanente. Cuando decimos que un plato es redon-
do o que una acción es justa nunca queremos dar a entender que el
plato sea absolutamente redondo o la acción absolutamente justa.
La redondez absoluta es una forma trascendente pura, captada por
el alfarero que. fabrica el plato y captada también por el hombre que
mira el plato: por el alfarero, porque se empeña en hacer el plato lo
más redondo que puede y, por lo tanto, debe conocer que’ es la re-
dondez como tal, la redondez absoluta; por el hombre que mira el
plato, porque el plato (en términos de Platón) le “recuerda” la redon-
dez como tal o redondez absoluta. En ambos casos existe una co-
nexión entre el plato y la redondez verdadera o absoluta. La forma
del plato no es un ejemplo de redondez verdadera o absoluta. A des-
pecho de todo lo que se ha dicho en sentido contrario, la forma pla-
tónica no es un “universal lógico” y las cosas del mundo natural o
del mundo de la conducta humana con las cuales se halla en una
relación de uno a muchos no son ejemplos, o eso que a veces llama-
mos “particulares’,’ de ella. La forma del plato es un caso no de re-
dondez sino de aproximación a la redondez.
Así pues, la forma inmanente a las cosas perceptibles, la forma
que es un “universal lógico” de las que estas cosas perceptibles son
casos o “particulares’,’ no es una forma pura tal como la forma pura
es entendida por el pensamiento matemático o ético; no es más que
una aproximación a esa forma pura. La estructura o forma que “en”
las cosas naturales o en las acciones humanas constituye su esencia
y es la fuente de sus características generales o especiales, no es la
forma pura misma, sino una tendencia a aproximarse a esta forma
pura. Lo que los platos y las ruedas y las órbitas planetarias tienen
en común, lo que es inmanente a todos ellos como aquello en que

101
LA COSMOLOGIA' GRIEGA

participan, no es la circularidad, sino una tendencia a la circulari-


dad. Lo que diferentes sentencias judiciales tienen en común no es
la justicia misma, sino el intento, por parte de los tribunales que
dictan esas sentencias, de llegar a una decisión justa. Semejantes
intentos nunca tienen un éxito completo y por eso la forma pura
permanece trascendente. Si tuvieran éxito completo esa forma sería
inmanente al mismo tiempo que trascendente. En razón de que
nunca tienen éxito completo, la forma trascendente sigue siendo
puramente trascendente y la forma inmanente una mera “imita-
ción” o aproximación.
Los neoplatónicos se preguntaron mucho después cómo es que
esos intentos de encarnar la forma pura jamás tienen e’xito pleno, y
se respondieron que era debido al cara’cter remiso de la materia,
incapaz de asumir la forma con plasticidad perfecta. Por eso los
neoplatónicos identificaron la materia con la causa de la imperfec-
ción, de la organización deficiente o, en general, con el mal. Esta
idea no fue expresada por Platón ni se halla implícita en sus escri-
tos. Para él no surge la pregunta de por qué semejantes intentos
siempre fracasan en parte. Que siempre fracasen parcialmente es
una pura cuestión de hecho.

€ 3. LA COSMOLOGÍA DE PLATÓN.‘ EL TIMEO

La cosmología desarrollada bajo la influencia de estas ideas nos ha


sido expuesta por Platón en el Timeo. Generalmente se ha supuesto
que Platón en este diálogo expone sus propios puntos de Vista cos-
mológicos; pero el profesor Taylor, con gran lujo de detalles y una
gran erudición, ha mostrado4 que no es éste el caso, pues Platón
expone la doctrina pitagórica de fines del siglo v. No importa
mucho a nuestro intento la hipótesis que se adopte; y cuanto más
en serio tomemos la descripción que Aristóteles hace de Platón

4 A Commentary on Plato’s Tinueus, Oxford, Clarendon Press, 1928.

102
LOS PITAGÓRICOS

como un pitago’rico, tanto menos importará a ningún efecto; con


este preámbulo puedo adelantarme a ofrecer un esbozo de la doc-
trina cosmológica contenida en el Timeo.
Las líneas principales del pensamiento jonio han sido reprodu-
cidas hasta el punto de que el mundo material o perceptible sigue
siendo concebido como un organismo Vivo o animal hecho por
Dios. Pero, de acuerdo con la revolución pitagórica, el acento se
desplaza de la idea de materia a la idea de forma. Timeo nunca dice
explícitamente que Dios hiciera el mundo de, o dentro de, una
materia preexistente; y se da a lo largo del diálogo tan poca impor-
tancia a la materia, que el profesor Taylor ha declarado abiertamen-
te que la cosmología del Timeo es una cosmología sin materia, en
la cual todo lo material se revuelve en pura forma. Acaso Taylor va
demasiado lejos, o lo bastante lejos como para refutar su propia
idea de que el Timeo es pitago’rico, porque otras fuentes muestran
que la cosmología pitago’rica empleó sin duda alguna la idea de
materia, aunque no la idea de una materia que pudiera ser enrare-
cida y condensada. La materia del Timeo es, simplemente, la capaz
de adoptar forma geométrica; y la forma que puede recibir es inde-
pendiente de cualquiera de estas encarnaciones materiales y consti-
tuye, por sí misma y con independencia de la materia, un mundo
inteligible. Este mundo inteligible es un supuesto previo al acto
creador de Dios y constituye el modelo eterno e inmutable con el
que Dios hizo el mundo temporal y cambiante de la naturaleza. El
mundo de la naturaleza es un organismo material o animal, vivo
en todas sus partes, con movimiento espontáneo; el mundo inteli-
gible es llamado un organismo o animal inmaterial: vivo, porque
las formas se hallan dinámicamente relacionadas unas con otras en
virtud de las conexiones diale’cticas entre ellas, pero no vivo con
movimiento, porque e'ste implica el espacio y el tiempo, y el mun-
do de las formas no alberga ni espacio ni tiempo.
Pero surge en seguida el problema: si no hay espacio ni tiempo
en el mundo de las formas, ¿de dónde proceden aquéllos como ras-
gos del mundo de la naturaleza? Porque ese mundo es calificado de

103
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

copia o imitación del mundo de las formas y cabría esperar que


cada rasgo de e’l correspondiera a un rasgo del modelo. Para res-
ponder a esta pregunta habremos de considerar por separado el
espacio y el tiempo.
El espacio en el Timeo no corresponde a rasgo alguno del mun-
do inteligible. El espacio es, sencillamente, aquello de lo que esta”
hecha la copia; es lo mismo que el yeso del escultor o el papel del
diseñador. En la argumentación del Timeo no encontramos ningún
intento de deducción del espacio. Lo mismo que los jonios partie-
ron en su cosmogonía de la afirmación de la materia como un
hecho dado, o más bien de la afirmación de la materia y el espacio
como dos hechos dados, ya que sostenían que la materia era capaz
de condensación y rarefacción, así el Timeo comienza su cosmogo-
nía con el espacio o (como pudiéramos decir igualmente) con la
materia, porque la materia y el espacio no se hallan diferenciados
en esta etapa. El Timeo no elimina la materia, como cree el profe-
sor Taylor: la identifica con el espacio en calidad de recepta’culo de
las formas y la presupone. Cuando digo que el espacio está presu-
puesto y que no es deducido, esto mismo puede expresarse en el
lenguaje del Timeo diciendo que en el diálogo no se hace ningún
intento para mostrar que Dios creó el espacio.
No ocurre lo mismo con el tiempo. El tiempo, de acuerdo con
la doctrina explícita del dia’logo, no es un supuesto previo del acto
creador de Dios. Es una de las cosas que Él creó. Por consiguiente,
ha tenido que ser creado basándose en algún modelo; es decir, debe
corresponder a algún rasgo del mundo inteligible. Advino a la exis-
tencia, nos dice Timeo, simultáneamente con el mundo de la natu-
raleza, de suerte que no hubo un abismo de un tiempo sin acaece-
… res antes de la creación y la creación misma no fue un acaecer en el
tiempo: es un acto eterno, no un acaecer temporal. De acuerdo con
una expresión bien conocida pero difícil, el tiempo fue creado como
la imagen moviente de la eternidad. ¿Qué quiere decir esto? En pri-
mer lugar, el tiempo constituye un rasgo del mundo natural y mate-
rial y todo en este mundo se halla involucrado en el proceso gene-

104
LOS PITAGÓRICOS

ral de cambio. El tiempo, por consiguiente, también se halla invo-


lucrado en ese proceso: pasa o transcurre. En segundo lugar, todo
en este mundo es una copia de algo en el mundo inteligible; por lo
tanto, el tiempo debe ser una copia de algún rasgo del mundo inte-
ligible que corresponda al transcurso del tiempo en el mundo sensi-
ble. Pero ¿a que’ corresponde? No a la intemporalidad, porque e’sta
es una mera negación y, por lo mismo, nada; ha de tratarse de algo
positivo. Este algo positivo es la eternidad considerada, no como la
mera ausencia de tiempo (y menos todavía, claro está, como una
cantidad infinita de tiempo), sino como un modo de ser que no
implica cambio o transcurso porque contiene todo lo que es nece-
sario para sí en cada momento de su propia existencia.
En el mundo perceptible nunca se realiza plenamente la natu-
raleza total de una cosa. Un animal, por ejemplo, es algo en el que
el dormir y el estar despierto son igualmente naturales; pero un
animal no puede, a la vez, dormir y estar despierto; puede realizar
estas dos partes de su naturaleza en momentos diferentes, pasando
de una a otra. En el mundo inteligible cada cosa realiza su natura-
leza íntegra simultáneamente: por ejemplo, todas las propiedades
de un triángulo se hallan presentes en el triángulo en cualquier
momento. La eternidad del triángulo consiste en el hecho de que
posee todas sus propiedades de una vez, de suerte que no necesita
un tiempo para realizarlas una después de otra. La sucesión tem-
poral es la imagen moviente de esta autoposesio’n atemporal que
caracteriza a todas las partes del mundo inteligible.
Si el mundo de la naturaleza es tan Viejo como el tiempo y, por
consiguiente, nunca advino a la existencia en un momento deter-
minado, ¿por que’ (pudiéramos preguntar) no habrá de considerar-
sele como existente por sí mismo y por su propio derecho? ¿Por que’
andar en busca de un creador y por qué no descartar a Dios de nues-
tra cosmología? Timeo contesta que el mundo entero de la natura-
leza es un devenir o proceso y que todo devenir debe poseer una
causa (τ…ω" γενομένιω φαμεχν ύπ> αι)τίου τινος άνα΄γ%ην εϊναι
γενέσθαι, 28 C). A este argumento Kant replicaria que es sofístico

105
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

(o, como él lo llama, dialéctico) porque implica el abuso de una cate-


goría cuya función propia consiste en relacionar un fenómeno con
otro, al emplearla en relacionar la suma total de los fenómenos
cion algo que no es un fenómeno: en otras palabras, la relación entre
efecto y causa es una relación entre un devenir o proceso y otro; no
puede emplearse para relacionar la totalidad de los procesos con
algo que no es un proceso. Desde el punto de vista kantiano la afir-
mación que hace Timeo de que todo devenir ha de tener una causa
es ambigua. Si todo devenir significa cualquier caso dado de devenir,
la afirmación es verdadera y la causa sera’ otro caso de devenir, ante-
cedente a aquél. Si todo devenir significa la totalidad de los deveni-
res, como ocurre en boca de Timeo, entonces Kant nos diría que la
afirmación no tanto es falsa cuanto que carece de toda base y resul-
ta, en última instancia, desprovista de sentido.
Pero esta crítica no solventa la dificultad. Valdría si la palabra
“causa” poseyera el sentido que le corresponde en el siglo XVIII, sen-
tido que Hume estableció por primera vez de un modo definitivo
en la metafísica, como acaecer que antecede y se halla necesaria-
mente Vinculado a otro llamado efecto. Para un griego merece el
nombre de “causa” cualquier cosa que, en alguno de los diversos
sentidos de esa palabra, proporciona una respuesta a una pregunta
que comience diciendo por qué. Como es sabido, Aristóteles habría
de distinguir cuatro sentidos de esa palabra y, por consiguiente,
cuatro clases u órdenes de causa: material, formal, eficiente y final.
Y ninguna de ellas era considerada como un acaecer anterior en el
tiempo a su efecto. Precisamente la causa eficiente no es para Aris-
tóteles un acaecer, sino una sustancia que es sede de poder: así, la
causa eficiente de un organismo nuevo no es el acaecer o acto de
la generación, sino el padre que realizó tal acto. Por lo tanto, si pre-
guntamos por que” hay un mundo de la naturaleza estamos plante-
ando una cuestión que no supone necesariamente el sofisma de
aplicar la categoría de causalidad, entendida al modo de Kant y
Hume, a algo que se halla fuera del dominio de los fenómenos y de
la experiencia posible. Por el contrario... planteamos una pregunta

106
LOS PITAGÓRICOS

que el mismo Kant pensó que era legítimo plantear y a la cual dio
una respuesta verdaderamente original e importante, diciendo que
es el entendimiento el que hace la naturaleza: una pregunta que te-
nemos que plantear tan pronto como nos demos cuenta de que el
mundo de la naturaleza no se explica a sí mismo, sino que se nos
presenta como un complejo de hechos que requieren una explica-
ción. Es cierto que hay un modo de explicar esos hechos mostran-
do las relaciones entre ellos: es decir, explicando a cualquiera de
ellos en función del resto; pero hay otro género de explicación que
no es menos necesario, a saber, explicar por que’ existen en general
hechos de la clase que llamamos natural: esto es lo que Kant llama-
ba metafísica de la naturaleza y éste es el tipo de investigación al
que pertenece el Timeo.
Si preguntamos, pues, por que” existe un mundo cambiante, un
mundo perceptible o natural, ¿habrá que buscar la fuente de este mun-
do en un Dios creador? ¿No se podra” identificar la fuente inmuta-
ble del cambio con las formas? Es claro que Timeo piensa que esto
es imposible: para e’l tiene que haber un Dios no menos que un
mundo inteligible de las formas; pero ¿por qué? No nos lo ha dicho,
pero más tarde Aristóteles dio la respuesta. Y es que las formas no
son OL’QXOLÏ κινήσεως, no fuentes del cambio o causas eficientes,
sino únicamente causas formales y finales: no originan el cambio, si-
no que únicamente regulan cambios iniciados en alguna otra parte.
Son patrones, pero no potencias. Así que tenemos que buscar por otra
parte la fuente activa del movimiento y de la Vida en el mundo;
y puede serlo únicamente un agente cuyos actos no sean acaeceres,
un agente eterno que no sea parte del mundo natural, algo cuyo
nombre más adecuado es el de Dios.
Lo primero que pregunta Timeo es por que’ Dios ha creado un
mundo en general. La razón que da es que Dios es bueno y la natu-
raleza de la bondad es la de rebosar y multiplicarse. Según se expre-
sa, la bondad excluye la envidia; y esto implica que lo que es bueno
no sólo se estima a sí mismo por su propia bondad y no se contenta
con gozar de semejante bondad con exclusividad, sino que, por su

107
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

propia naturaleza, tiene que prestarla a alguna otra cosa. Este argu-
mento implica que hay alguna otra cosa a que prestar la bondad; en
otras palabras, lógicamente (aunque no, claro está, temporalmente)
había o, mejor, hay algo anterior a la creación del mundo por Dios,
un mundo o caos de materia informe que constituye el recepta’culo
posible de la forma y, por consiguiente, del bien. El profesor Taylor,
al sostener que la idea de materia no desempeña ningún papel en la
cosmología del Timeo, se ve obligado a descartar ese argumento, afir-
mando que el lenguaje es deliberadamente mitológico y que ningún
pitago’rico lo habría tomado al pie de la letra. Pero ¿cuál es la doc-
trina envuelta en ese ropaje mitológico? No nos lo ha dicho y no veo
la razón de por qué Timeo nos haya hablado en este solo parágrafo
en para’bolas sin advertencia previa. Es más verosímil que quiera
darnos a entender lo que en efecto dice. Después de todo,.Dios resul-
ta en el Timeo un δημιουργός, un hacedor o artesano; su acto crea-
dor no es en ningún caso un acto de creación absoluta porque pre-
supone algo distinto a Él, a saber, el modelo bajo cuya inspiración
hace el mundo; y si se renuncia a la creatividad absoluta o perfecta-
mente libre de Dios con la doctrina de que Él hizo el mundo a base
de un modelo preexistente, no hay pérdida mayor ni mayor incon-
gruencia al sostener que lo hizo de una materia preexistente. Por el
contrario, si el modelo o forma preexistio’ al acto de copiarla, tam-
bie’n la materia ha tenido que preexistir; porque materia y forma son
términos correlativos, y si se concibe que el hacer una cosa presupo-
ne la forma de dicha cosa, también debe presuponer, lógicamente,
su materia. Entonces el acto de hacer la cosa se concibe lógicamente
como la imposición de esa forma a esa materia.
Al negar el profesor Taylor que la idea de materia se halle com-
prendida en la cosmología del Timeo, en realidad está deformando
a Platón, como es visible que lo hace a lo largo de su obra, para
adaptarlo a ciertas ideas modernas que admira y de las que partici-
pa. Resulta casi imposible exponer a los filósofos antiguos sin caer
en este tipo de error, e indudablemente todos somos sus víctimas en
grado mayor o menor. En el caso presente, el error consiste en olvi-

108
LOS PITAGÓRICOS

dar que la idea de creación absoluta, de un acto creador que no pre-


suponga nada, ni una materia preexistente ni una forma preexis-
tente, es una idea que se originó con el cristianismo y que constitu-
ye la principal diferenciación característica que distingue la idea
cristiana de la creación de la idea griega (y, en este respecto, de la
idea hebrea que se expone en el Génesis).
Timeo nos muestra primeramente cómo es que los elementos
diferentes surgen necesariamente dentro de un mundo extenso y
visible. Extenso quiere decir tridimensional; por consiguiente, todas
las mediciones que se lleven a cabo en el mundo material tienen
que ser medidas de volumen o cu’bicas. La visibilidad supone fuego
o luz, materia en forma radiante; pero el mundo material también
tiene que ser tangible, y esto supone materia en forma de sólidos.
Estas formas cualitativamente distintas de la materia se basan, de
acuerdo con la tradición pitagórica, en tipos matemáticamente dis-
tintos de estructura. Digamos que la unidad de radiación se llama
a3 y la unidad de materia sólida b3; entre estos dos extremos tene-
mos dos proporciones medias, α219 y abz, que originan las dos for-
mas intermedias de la materia, la gaseosa y la líquida. El mundo
está hecho, por consiguiente, de los cuatro elementos de Empe’do-
cles, deducidos de un principio matemático en una forma típica-
mente pitagórica (y, por lo mismo, como han sido deducidos, no
son, en realidad, los elementos a la manera como los concibió
Empe’docles); y el todo que componen tiene que ser esférico, por-
que la esfera es el único sólido uniforme y, por lo tanto, cualquier
desviación de la esfericidad tiene que deberse a alguna influencia
externa —presión, atracción o algo parecido—, la cual, por hipóte-
sis, no puede darse.
Esto por lo que al cuerpo del mundo se refiere. Pasa luego Timeo
a considerar la creación de su alma, a la que describe como infusa
en todo el cuerpo y recogie’ndolo externamente como una envoltu-
ra, de modo que el cuerpo del mundo se halla como fajado por su
propia alma. Porque el alma pertenece a un orden peculiar del ser:
algo intermedio entre el mundo material, o naturaleza como un

109
LA COSMOLOGIA' GRIEGA

complejo de procesos, y el mundo inmaterial, o naturaleza como


un complejo permanente e indivisible de formas; por eso se halla a
la vez en el mundo y fuera de e’l, lo mismo que el alma de un hom-
bre se halla infusa en su cuerpo y alcanza más allá de e'l, según la
amplitud de su visión, de su audición y de su pensamiento. Este
pasaje está lleno de dificultades y no voy a detenerme a analizarlo;
me limitare’ a señalar que en él, Platón o Timeo tratan de hacer dos
cosas: la primera, mostrar cómo puede deducirse el sistema de los mo-
vimientos y distancias planetarias, al igual que la tabla de los cuatro
elementos, a partir de consideraciones matemáticas, y la segunda,
mostrar cómo la vida que se expresa en un sistema semejante de mo-
vimientos puede ser una Vida sensible y pensante que genera en sí
misma pensamientos y juicios.
En este punto tengo que interrumpir mi análisis, presentando
lo anterior como una muestra del método pitagórico en cosmolo-
gía. Al abandonar el Timeo no puedo menos de recordar la alta opi-
nión que de e’l, considerado como un cuerpo de doctrina cosmoló-
gica, tiene el filósofo Whitehead, cuyo juicio merece el mayor
respeto por provenir de uno de los más grandes filósofos contem-
poráneos y quizá el mayor de todos en cuestiones de cosmología.
Según la opinión de Whitehead, el Timeo se halla más próximo que
ningún otro libro a suministrar la base filosófica que requieren las
ideas de la moderna ciencia física. Ciertamente, casi llega a coinci-
dir con las ideas cosmológicas generales de Whitehead mismo. En
los dos casos, resulta que el mundo de la naturaleza es un complejo
de movimientos o procesos, en el espacio y en el tiempo, que pre-
supone otro complejo, a saber, un mundo de formas que Whitehead
denomina objetos eternos, que no se hallan en el espacio ni en el
tiempo. Existen, sin duda, diferencias entre las dos concepciones y
algunas muy importantes: más tarde me ocupare’ por extenso de
ellas, pero se me permitirá que aluda en este momento a dos o tres
puntos de divergencia.
1) Para Platón, o para Timeo, las cosas del mundo visible se
hallan modeladas según las formas; se aproximan a éstas lo más

110
LOS PITAGÓRICOS

posible. Ningún movimiento planetario, por ejemplo, reproduce en


realidad la curva matemática, de la que no es sino una aproxima-
ción. Para Whitehead, los objetos eternos constituyen realmente,
según su expresión, “ingredientes” de los fenómenos fugaces. El
mundo visible no es una mera aproximación del inteligible: es, pre-
cisamente, el mundo inteligible realizado aquí y ahora.
2) Por consiguiente, para Whitehead cualquier cualidad que
encontremos en el mundo de la naturaleza debe ser un objeto eter-
no que ocupa su lugar en el mundo eterno de las formas: el azul de
este trozo de cielo o el olor de esta cebolla, no son menos objeto
eterno que la igualdad o la justicia. Mientras que, para el Timeo,
muchas de las cualidades que encontramos en el mundo visible
pudieran ser, por así decirlo, subproductos del hecho de que este
mundo no es una copia exacta del mundo inteligible.
3) Para el Timeo el alma del mundo empapa su cuerpo entero,
y asi se concibe que el mundo como un todo capte, mediante su
pensamiento, las formas eternas con las que se modelan sus movi-
mientos. Para Whitehead, las almas son una clase especial de fenó-
menos, “ocasiones percipientes”, según las llama, de suerte que, en
lugar de que la psique empape al mundo de la naturaleza, aparece
aquí y allá dentro de ella en lugares y tiempos especiales. Es ésta
una divergencia de doctrina característica de toda la diferencia que
existe entre la concepción griega de la naturaleza y la moderna.

111
III. ARISTÓTELES

OY A OCUPARME AHORA DE LA COSMOLOGÍA DE ARISTóTELEs


tal como la expone en el libro A de su Metafísica. El profesor
Iaeger, en su gran obra acerca del desarrollo del pensamien-
to de Aristóteles,* nos dice que aquel libro es una obra primeriza,
escrita bajo la influencia de Platón y superada a medida que el pen-
samiento de Aristóteles se hizo menos teolo’gico y más científico y
positivo. Esta opinión ha sido criticada vigorosamente por W. K.
Guthrie, de Cambridge, quien en dos artículos de la Classical Quar-
terly (1933—1934) ha mostrado que el libro A lleva las marcas de
una composición tardía y de desarrollo maduro, y sostiene que Aris-
tóteles llegó realmente a las conclusiones que expone en e’l a través
de una etapa en que su pensamiento era puramente materialista.

€ 1. SENTIDO DE φύσις

Antes de entrar a considerar la doctrina del libro A sera’ necesario


analizar el pasaje del libro Δ en el que Aristóteles examina el senti-
do de la palabra Φυ΄σις. Aristóteles tiene un método característico
por lo que a la lexicografía filosófica se refiere. Reconoce que una
misma palabra posee varios sentidos diferentes y jamás comete el

* Véase W. Iaeger, Aristóteles, trad. de José Gaos, Fondo de Cultura Económica, Mé-
xico, 1946.

113
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

estúpido error de suponer que una palabra significa una sola cosa;
por otra parte, reconoce también que estos diversos significados se
hallan relacionados entre sí y que la palabra no resulta equívoca
por el hecho de poseer más de un sentido. Piensa que entre sus
diversos sentidos hay uno que es el más profundo y verdadero; los
dema’s no son sino sus aproximaciones, que se deben a los diversos
grados en que se marra la captación de este sentido ma’s profundo.
Por eso dispone sus significados en una serie parecida a la de los
disparos contra un blanco, que se van acercando gradualmente has-
ta dar, finalmente, en su centro.
Distingue siete sentidos de la palabra φυ΄σις:
1) Origen o nacimiento: “como si —nos dice— la υ 86 pronun-
ciara larga”. La 1) 68 realmente breve; y sir David Ross (op. cit., ad
lac.) observa que en la literatura griega la palabra nunca poseyó este
sentido y conjetura, sin duda con razo’n, que se trata de un sentido
impuesto a la palabra especulativamente en el siglo IV a.C. por una
errónea etimología. Así que el primer disparo registrado por Aris-
tóteles no da en modo alguno en el blanco.
2) Aquello de donde las cosas se desarrollan, su simiente. Otra
vez nos encontramos con un sentido que no se halla en la lengua
griega: me imagino que ha sido introducido como un eslabón entre
el primer sentido y el tercero.
3) La fuente del movimiento o del cambio en los objetos natura-
les (ya veremos más tarde que un objeto natural es aquel que se
mueve a sí mismo). Éste es el sentido que la palabra tiene cuando
decimos que la piedra cae o que el fuego asciende “por naturaleza”:
corresponde al uso griego común y no técnico.
4) La materia primitiva de la que están hechas las cosas. Ha sido el
sentido subrayado por los .jonios. Burnet lo consideraría como el úni-
co sentido que la palabra ha tenido en la filosofía griega primitiva.
Sería más exacto, pienso yo, decir que en la filosofía del siglo VI
la palabra φυ΄σις significa lo que siempre significó, a saber, la esen-
cia o naturaleza de las cosas, pero que los jonios, debido a una pecu-
liaridad filosófica y no a una peculiaridad lexicogra’fica, trataron de

114
ARISTÓTELES

explicar la esencia o naturaleza de las cosas en función de la estofa


de la que estaban hechas. (Cf. supra, pp. 67 y ss.)
5) La esencia o forma de las cosas naturales. En este sentido
vemos que se emplea realmente la palabra entre los escritores del
siglo V a.C., tanto en filosofía como en el griego común; pero la
definición es defectuosa por lo mismo que es circular. Definir la na-
turaleza como la esencia de las cosas naturales deja sin definir el
término “cosas naturales”.
6) Esencia o forma en general. Por ejemplo, habla Platón de ñ
1701)~ OL’YOLGOU~ φυ΄σις, y el bien no es una cosa natural. El círculo
vicioso ha sido removido pero, en opinión de Aristóteles, el térmi-
no esta’ empleado con demasiada amplitud y poco rigor: por eso
procede a restringirlo de nuevo, pero remueve el círculo vicioso al
de finir el término “cosas naturales” como significativo de “cosas que
poseen una fuente de movimiento en sí mismas’.’
7) La esencia de las cosas que poseen una fuente de movimiento
en sí mismas. Éste es el sentido que Aristóteles considera como el
verdadero y fundamental, y asi es como e’l mismo emplea el voca-
blo. Sin duda corresponde, exactamente, al uso común griego.
Cuando un escritor griego compara φυ΄σις con τέχνη (68 decir, lo
que son las cosas abandonadas a sí mismas con lo que la destreza
humana puede hacer de ellas) o cuando compara φυ΄σις con βία
(cómo se comportan las cosas abandonadas a sí mismas y cómo se
comportan cuando se interfiere en ellas), está suponiendo que las
cosas poseen un principio de desarrollo, organización y movimien-
to por sí mismas y que es a esto a lo que alude cuando habla de su
naturaleza; y cuando califica las cosas de “naturales” entiende que
poseen un principio semejante.

© 2. LA NATURALEZA COMO SEMOVIENTE

Así resulta que para Aristóteles el mundo de la naturaleza es un


mundo de cosas que se mueven por sí mismas, lo mismo que para

115
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

los jónicos y para Platón. Es un mundo vivo: un mundo caracteri-


-…

zado, no por la inercia, como el mundo de la materia del siglo XVII,


sino por el movimiento espontáneo. La naturaleza, en cuanto tal,
Χ….-6…-

es proceso, desarrollo, cambio. Este proceso es un desarrollo, es


decir, que en el cambio lo cambiante adopta formas sucesivas α, β,
γ,… en las cuales cada una es la potencia de la que le sigue; pero
no se trata de lo que nosotros llamamos “evolución” porque, para
Aristóteles, las diversas clases de cambio y de estructura que se
manifiestan en el mundo de la naturaleza constituyen un reperto-
rio eterno y los temas de este repertorio se hallan relacionados entre
sí lógica y no temporalmente. De aquí se sigue que el cambio resul-
ta, en última instancia, cíclico; el movimiento circular es para e’l ca-
racterístico de lo perfectamente orgánico y no, como para nosotros,
de lo inorgánico.
Como la naturaleza es semoviente, resulta ilógico postular una
causa eficiente fuera de ella para explicar los cambios que en ella
tienen lugar. De haber habido un tiempo en que la naturaleza no
existiera, habría sido necesaria una causa eficiente exterior a ella
para traerla a existencia; y Aristóteles no hace sino seguir la línea
del Timeo al sostener que jamás hubo un tiempo semejante. Pero
resulta de aquí que el proceso del mundo es para e'l, exactamente,
lo que Platón dijo en el Timeo que no podía ser, a saber, un proceso
causante de sí mismo y existente por sí mismo.
Parece como si Aristóteles hiciera compañía a los materialistas,
de los que Aristófanes escribía que habían destronado a Zeus y colo-
cado en su lugar al Torbellino. Pero en el libro A de la Metafísica se
reintroduce a Dios en la cosmología mediante un argumento com-
pletamente nuevo. Para poder ser materialista en esta nueva direc-
ción habría que sostener, como lo han sostenido muchos pensado-
res modernos y algunos lo sostienen todavía, que las leyes de la
naturaleza son meras descripciones empíricas de los modos como
realmente ocurren las cosas. Hay cuerpos en movimiento; tienen
que moverse de algún modo; y los modos en que de hecho se mue-
ven los llamamos leyes de la naturaleza, sin que al hablar de leyes

116
ARISTÓTELES

impliquemos la existencia de un legislador ni les atribuyamos nin-


guna fuerza imperativa o compulsiva, sino que, sencillamente, que-
remos dar a entender su carácter general. Pero el pensamiento grie-
go nunca adoptó esta posición. Para los griegos, la naturaleza no
estaba caracterizada únicamente por el cambio, sino por el esfuer-
zo o Με… o tendencia, una tendencia a cambiar de ciertas maneras
definidas. La semilla se abre su camino a través de la tierra, la pie-
dra presiona sobre ella; el cachorro tiende a aumentar su tamaño y
desarrollar su forma hasta alcanzar el tamaño y la forma de un adul-
to y, entonces, habiendo alcanzado su meta, cesa el esfuerzo. Todo
proceso implica una distinción entre la potencia y el acto y la poten-
cia es la sede de un nisus en cuya Virtud tiende a llegar al acto. Esta
concepción del nisus como un factor que penetra todo el mundo
natural, y sus implicaciones teleolo’gicas de los fines hacia los cua-
les tienden los procesos naturales, fue rechazada definitivamente
por la ciencia moderna como viciada de antropomorfismo. Pero en
manera alguna se trata de una idea antropomórfica, a no ser que
identifiquemos falsamente el Με… con la volición consciente. Sin
duda que sería antropomorfismo de la peor especie atribuir a la
semilla un conocimiento de aquello a que tiende, una figuración
de sí misma como planta plenamente desarrollada; pero por el
hecho de que la semilla no sepa que tiende a devenir planta no esta-
mos autorizados a decir que no tienda, en verdad, inconsciente-
mente. No hay razón para creer que el esfuerzo inconsciente sea
una imposibilidad. Y muy recientemente la teoría de la evolución
ha requerido el retorno a algo no del todo diferente de la teoría aris-
tote’lica de la potencia. Hoy se reconoce ampliamente que no se pue-
de concebir un proceso de devenir si lo todavía no realizado no
afecta al proceso como una meta hacia la cual se encamina, y que
las mutaciones de las especies no surgen por obra paulatina de las
leyes del azar, sino por medio de pasos que van encaminados, de
algún modo, hacia una forma superior de vida, es decir, a una for-
ma más eficiente y más vivamente en Vida. A este respecto, si la físi-
ca moderna se va acercando a Platón, como el gran filósofo-mate-

117
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

ma’tico de la Antigüedad, la biología moderna se va acercando a su


gran filósofo-biólogo, Aristóteles, y filosofías evolucionistas como
las de Lloyd Morgan, Alexander y Whitehead aceptan francamen-
te las ideas de potencia, nisus y teleología.
La idea de desarrollo es fatal para el materialismo. De acuerdo
con una metafísica materialista, es decir, una metafísica a tenor de
la cual la existencia corpórea es la única especie de existencia, todo
lo que actúe o produzca resultados ha de ser, por necesidad, un
cuerpo: en otras palabras, que no puede haber causas inmateriales.
Pero el desarrollo implica una causa inmaterial. Si una semilla se
esta” desarrollando de verdad en planta y no meramente cambia’n-
dose en ella por puro azar debido al impacto caprichoso de partí-
culas suficientes de materia procedentes del exterior, ese desarrollo
se halla controlado por algo no material, a saber, la forma de una
planta y de tal planta específica, lo cual no es otra cosa que la idea
platónica de la planta como causa formal de la planta plena y causa
final del proceso en Virtud del cual la semilla se desarrolla plena-
mente. Esta idea, por lo demás, no ha de entenderse en el sentido
de una idea que alguien tiene. No existe en la mente de la planta;
porque de tener la planta una psique no sería del tipo de psique
capaz de concebir ideas abstractas. Es una idea en el sentido técni-
co de Platón, algo objetivamente real pero no material.
Hasta ahora no hacemos más que seguir a Platón; pero en este
momento es cuando Aristóteles avanza un paso más. Para Platón la
energía canalizada por la idea no es promovida por ella sino que
existe con independencia. El origen de esta energía se debe a una
causa eficiente; y la doctrina de Platón, expresada en lenguaje aris-
tote’lico, es que si la causa formal y la final pueden ser idénticas, la
causa eficiente es algo muy diferente. Una cosa es la mera fuerza
que actúa en el desarrollo de una semilla y otra la influencia con-
troladora que dirige a esta fuerza para producir una planta. Por el
contrario, Aristóteles concibe la idea de una causa final que no se
limita a dirigir sino que también provoca o despierta la energía que.
controla al hacer surgir en el objeto adecuado un nisus hacia su pro-

118
ARISTÓTELES

pia realización en forma corpo’rea. De este modo es a la vez causa


final y causa eficiente. pero una causa eficiente de un género muy
particular, una causa eficiente inmaterial. Y Aristóteles llega a esta
concepción de una causa eficiente inmaterial mediante la reflexión
sobre el hecho del desarrollo; porque el desarrollo implica nisus,
esto es, un movimiento o proceso no solamente orientado hacia la
realización en forma corpórea de algo no realizado todavía, sino
movido realmente por la tendencia hacia semejante realización. La
semilla se desarrolla en general porque tiende a convertirse en una
planta; de aquí que la forma de una planta sea la causa, no sólo de
su desarrollarse de tal modo específico, sino de su desarrollarse en
general y, por lo mismo, resulta tanto la causa eficiente como la final
de su crecimiento. La semilla se desarrolla porque anhela devenir
una planta. Desea encarnar en sí misma, con figura material, la for-
ma de una planta que, de otro modo, no posee sino una existencia
meramente ideal o inmaterial. Podemos emplear palabras como
“anhelo” o “deseo” porque, a pesar de que la planta no posee una
mente o intelecto y no puede, por lo tanto, concebir la forma en
cuestión, sí posee un alma o ψυχή y, por consiguiente, tiene anhe-
los o deseos, aunque no conozca lo que anhela. La forma constituye
el objeto de estos deseos: según las palabras mismas de Aristóteles,
la forma no se halla ella misma en movimiento (porque no se trata
de una cosa material y no puede, por lo tanto, hallarse en movi-
miento), pero es la causa del movimiento en otras cosas por ser un
objeto de deseo: χινεϊ ώς έρώμενον (1072b3).
Ahora bien, el deseo de la cosa material es el de encarnar esta
forma en su propia materia, de configurarse como ella y de imitar-
la, todo lo mejor posible, con su materia. La forma, para poder sus-
citar semejante deseo, debe ser por sí misma algo digno de ser imi-
tado, algo que posea una actividad propia intrínsecamente valiosa.
¿Qué género de actividad podemos adscribir al ser inmaterial que,
en este sentido, constituye el primer motor inmóvil del mundo
natural?

119
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

ξ 3. TEORÍA ARISTOTÉLICA DEL CONOCIMIENTO

Para poder contestar a esta pregunta tenemos que recurrir a la teo-


ría del conocimiento de Aristóteles. Mucho antes que e'l, los griegos
habían descubierto que el sonido es una vibración rítmica promo-
vida por un cuerpo sonoro y transmitida por el aire al mecanismo
auditivo. La esencia de este mecanismo consiste en que una parte
del organismo capta las vibraciones que le trasmite el aire y se pone
a vibrar al mismo ritmo. Cualquier sonido que posea un ritmo que
nuestros oídos no puedan reproducir por sí mismos, es algo inau-
dible por nosotros. Reproducir en mí mismo una vibración rítmica
de este género y oír un sonido son una y la misma cosa; porque,
para los griegos, el alma no es más que las actividades vitales del
cuerpo y, por lo mismo, no existía para ellos ese abismo que se abre
en el pensamiento moderno entre las vibraciones corpóreas del
mecanismo auditivo y la sensación psíquica del sonido. Ahora bien,
ni el bronce de la campana ni los gases del aire entran en mi orga-
nismo, pero sí entra el ritmo de sus vibraciones, y precisamente en
esta entrada del ritmo en mi cabeza consiste mi oír el sonido. Pero
un ritmo es una forma pitagórica o platónica; es una cosa inmate-
rial, un tipo de estructura o, en el lenguaje aristote’lico, un λόγος.
Oír una campana que vibra consiste en recibir en el propio orga-
nismo el λόγος de la campana vibrante, sin su Όλη; y esto, genera-
lizado, nos ofrece la definición aristote’lica de sensación. La vibra-
ción rítmica de la campana se reproduce en mi cabeza y en esto
consiste el oír. De igual manera ocurre con la vista y con los demás
sentidos. En cada caso tenemos un objeto percibido, que es una
cierta clase de materia en posesión permanente o temporal de
una cierta forma: percibir este objeto no es otra cosa que reprodu-
cir en nosotros la forma mientras la materia permanece fuera. De
aquí la definición que hace Aristóteles de la sensación como recep-
ción de la forma sensible sin su materia.
No se trata de una teoría representativa de la percepción que la

120
ARIS’I‘ÓTELES

concibe a manera de copia o representación. Sería falso decir que,


en opinión de Aristóteles, lo que nosotros oímos es el sonar en nues-
tra cabeza, que se parece al sonar de la campana por su tono e inten-
sidad. Porque la nota que da la campana no es más que un λόγος
o ritmo: es, sencillamente, el ritmo de 480 Vibraciones por segun-
do o el número que sea. Por consiguiente, la nota que suena en
nuestra cabeza no es otra nota parecida a la de la campana sino la
misma nota, del mismo modo que la ecuación (x + y 2 =χ2 + 2χγ +
y?- es la misma ecuación cuando x = 2 e’ γ = 3 que cuando x = 3 e’ y
= 4. La nota no es materia, sino forma; ciertamente una forma que
para existir debe existir en alguna materia, pero es la misma forma
cualquiera que sea la materia en que exista.
Ahora bien, la sensación es una especie de conocimiento; no
una especie perfecta, porque al oír la campana oímos tan so’lo su
nota y no oímos su figura o su color o su composición química.
Pero es un ejemplo neto de conocimiento porque aquello que oímos
es una forma y el modo como lo oímos consiste en recibir esa for-
ma en nuestro órgano auditivo. Supongamos ahora que existiera
una especie de conocimiento cuyo objeto fuera una forma no encar-
nada en materia alguna: por ejemplo, la forma del bien, suponien-
do que exista una cosa semejante. Si captamos esa forma mediante
el pensamiento, ello sera’ posible únicamente recibie’ndola en nues-
tra mente, experimenta’ndola como el modo en que nuestra mente
está organizada por el tiempo que la captamos, del mismo modo
que oímos una nota experimenta’ndola como el modo en que nues-
tro oído está organizado durante el tiempo que la oímos. En el caso
de la campana, el bronce permanece fuera de nosotros, pero en el
caso del bien, en el que no hay materia sino sólo forma, nada per-
manece fuera de nosotros; el objeto íntegro se reproduce (no como
una copia de sí mismo, sino como e’l mismo) en nuestro intelecto.
Por eso, como observa Aristóteles, en el caso de los objetos en que
no hay materia el sujeto cognoscente y lo conocido son idénticos.

121
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

ξ 4. TEOLOGÍA DE ARISTÓTELES

A la luz de esta idea volvamos a considerar la distinción trazada en


el Timeo entre Dios como el pensador, el sujeto, la mente eterna, y
las formas, como objetos inmateriales eternos. El Dios del Timeo
ciertamente piensa las formas y, por consiguiente, de acuerdo con
Aristóteles, Dios y las formas no son dos cosas, sino una. Las for-
mas son los modos como Dios piensa, su estructura dialéctica es la
articulación de Su pensamiento; e inversamente, Dios es la activi-
dad cuyos diversos aspectos estamos describiendo cada vez que
identificamos esta o aquella forma. Esta identificación de Dios con
las formas resuelve todas las objeciones que Aristóteles opone a la
teoría platónica de las formas; porque estas objeciones no se diri-
gen contra la concepción de la forma en cuanto tal —Aristóteles
mismo emplea de continuo esta concepción— ni tampoco contra
la concepción de formas trascendentes que existirían con indepen-
dencia de toda materia ——tambie’n es ésta una doctrina no menos
suya que de Platón—, sino contra la concepción de tales formas
como pura y simplemente objetivas, divorciadas de la actividad de
una mente pensante. En el Timeo, Platón representa a Dios como
la causa eficiente de la naturaleza, en virtud de su acto de voluntad
creador, y a las formas como su causa final, en virtud de su perfec-
ción estática; Aristóteles, al identificar a Dios con las formas, conci-
be un único motor inmóvil con una actividad propia que se basta a
sí misma, a saber, el autoconocimiento, ν0ήσεως νόησις, activi-
dad que piensa las formas que constituyen las categorías de su pro-
pio pensamiento y, como esa actividad es la más alta y mejor posi-
ble (Erica Nic. X, 7), inspira a toda la naturaleza el deseo por ella y
el Με… por su reproducción, cada cosa en la medida de sus posibi-
lidades.
Existen ciertos puntos en esta teoría que parecen extraños y has-
ta quizá repugnen un poco a personas educadas en el seno de la tra-
dición cristiana. En primer lugar, Aristóteles habla mucho acerca

122
ARISTÓTELES

del amor de Dios; pero, para e’l, no es Dios quien ama al mundo,
sino el mundo quien ama a Dios. El amor que mueve al mundo no
es el amor de Dios por nosotros ni tampoco nuestro amor de unos
a otros, sino un amor universal por Dios, que carece totalmente de
reciprocidad. No pretendo suprimir el contraste entre esta idea y la
cristiana, pero creo oportuno subrayar que tal contraste se mitiga
si nos damos cuenta de la diferencia en la terminología. La palabra
que Aristóteles emplea para hablar de amor es έρως, que quiere
decir el anhelo de lo que es esencialmente imperfecto por su per-
fección propia; έρως 88 61 amor que mira hacia arriba o amor de
aspiración, amor de lo que se siente inferior por aquello que reco-
noce como superior a e’l. Esto fue explicado de una vez para siem-
pre en la clásica discusión sobre el έρως en el Banquete de Platón.
La palabra cristiana para amor es άγάπη, que originalmente signi-
fica el amor que mira hacia abajo o amor condescendiente, el que
un superior siente por un inferior; es el contento que uno halla en
cosas que, no obstante ser reconocidamente imperfectas, sirven
muy bien a los fines del lugar que ocupan en la Vida de uno. Al negar
que Dios ame al mundo, Aristóteles no hace sino decir que Dios es
ya perfecto y que no abriga en sí mismo ninguna fuente de cambio,
ni nisus alguno hacia algo mejor; al decir que el mundo ama a Dios,
está diciendo que el mundo anda desasosegado en busca de una
perfección que existe ya en Dios y que se identifica con Él.
Pero, en segundo lugar —y esto ya es menos fa’cil de concertar
con nuestras ideas corrientes—, Aristóteles niega que Dios conozca
el mundo y a fortiori niega que lo haya creado por un acto de volun-
tad o que abrigue ningún plan providencial por su historia o por la
Vida de algo dentro de e’l. Una negativa semejante alivia sin duda a
la mente de muchas perplejidades; nos alivia de la necesidad de pen-
sar que Dios permite y tolera o, todavía peor, causa deliberadamen-
te todos los males de que se halla lleno el mundo, lo que constituye
siempre una grave dificultad moral para la teología popular cristia-
na, y nos libra también de la necesidad de que nos lo imaginemos
Viendo colores, oyendo sonidos y así sucesivamente, lo cual impli-

123
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

caría que estaba provisto de ojos y oídos o, alternativamente, que


conocía un mundo tan diferente del nuestro que no lo podríamos
designar con el mismo nombre. Pero si esto significa una gran
ganancia, se halla más que compensada con algo que no podemos
menos de sentir sino como una pérdida mayor. La idea que nos
hacemos de Dios como vigilando la vida del mundo, dirigiendo el
curso de su historia, juzgando sus acciones y haciendo que, en defi-
nitiva, vuelva a la unidad con Él, es una idea sin la cual difícilmente
podríamos pensar en Dios. Una vez más, no pretendo negar el con-
traste que existe entre la concepción aristote’lica y la cristiana, ni
tampoco sugerir que la concepción aristote’lica sería, ni siquiera por
puras razones filosóficas, la mejor; pero el contraste se mitiga
si recordarnos que en la teoría de Aristóteles el autoconocimiento
de Dios significa Su conocimiento del vofig en cuanto tal, con su
articulada estructura de formas; y como también nosotros, en la
medida en que somos racionales, participamos en el vofig, nuestro
autoconocimiento y nuestro conocimiento de las formas son parti-
cipaciones nuestras en la Vida de Dios y, por esta razón, nos colo-
can dentro del círculo del autoconocimiento de Dios. Hasta los
impulsos ciegos de la naturaleza inorga’nica, aunque en sí mismos
no son partes de Dios ni tampoco conocidos por Él, se dirigen hacia
objetivos que son conocidos por Él y que constituyen aspectos de
Su naturaleza.

ξ 5. PLURALIDAD DE MOTORES INMÓVILES

Pero es necesario acercarse un poco más a los detalles de la cosmo-


logía aristote’lica para que podamos mostrar cómo se figuraba Aris-
tóteles que el amor de Dios producía los procesos de la naturaleza.
Estos procesos son muy complejos, tanto que no es posible consi-
derarlos como si se dirigieran todos al mismo fin. Ya hemos indica-
do cuán inútil fue para Tales decir que tanto el imán como el gusa-
no son, sencillamente, agua; porque esto no explica por que” el uno

124
ARISTÓTELES

se comporta como ima’n y el otro como gusano. Ahora bien, si Aris-


tóteles tratara de explicar los procesos del mundo diciendo que
todas las cosas procuran imitar la vida de Dios, también le sería
imposible explicar las diferencias obvias que se manifiestan entre
procesos de clases muy diferentes y que patentemente se encami-
nan a la realización de fines muy diversos. En otras palabras, tiene
que haber una jerarquía de fines y cada orden de los seres debe
poseer un fin peculiar.
Para solventar esta dificultad, ideó Aristóteles una teoría que
hacía ver que el número de los motores inmo’viles no es uno sino
varios. Uno de ellos es el primer motor o sea Dios; su actividad es
un puro autopensarse, νόησις νοηι΄σεως, y esta actividad absolu-
tamente suficiente y autónoma de un agente inmaterial es copiada
por la actividad de un agente material (es decir, un movimiento),
que es tan suficiente y autónomo como un movimiento puede ser-
lo, por ejemplo, el movimiento perfectamente uniforme de rota-
ción del primum mobile, la esfera celeste superior o estelar. El alma
del primum mobile se halla directamente actuada por el amor de
Dios y mueve su propio cuerpo de un modo tan parecido a la Vida
de Dios como es posible al movimiento de un cuerpo.
Pero la actividad divina puede ser imitada de dos modos: por
un cuerpo (lo que, en este caso, como siempre en la cosmología
griega, significa un cuerpo vivo, un organismo dotado de alma y
actuado por el nisus, el deseo o el amor), o por una inteligencia des-
encarnada, νου"ς. Dios se piensa o contempla a sí mismo; otras inte-
ligencias piensan o contemplan a Dios. En esa medida participan
de la naturaleza divina, pero su participación es imperfecta en la
medida en que es parcial: cada inteligencia capta únicamente parte
de la naturaleza divina (esto es, ciertos aspectos del mundo inteli-
gible o mundo de las formas) y, por lo tanto, cada una posee un
carácter y una Vida mental peculiares, lo cual es un modo o limita-
ción peculiar del carácter y la vida de Dios.
Ahora bien, según Aristóteles, existen razones cosmológicas
para creer en tales inteligencias. La rotación uniforme del primum

125
LA COSMOLOGIA GRIEGA

mobile representa su empeño por reproducir la actividad inmóvil


de Dios; pero el movimiento complejo y errático de un planeta no
representa un intento desordenadamente fracasado de moverse uni-
formemente en círculo, sino que representa un intento logrado de
seguir una trayectoria racional y determinada de un género dife-
rente y complicado. La geometría griega considera a las demás cur-
vas como modificaciones del círculo, lo mismo que los otros casos
gramaticales son modificaciones del nominativo y las dema’s figu-
ras silogísticas modificaciones de la figura perfecta, la primera; por
consiguiente, tiene que haber alguna actividad inmaterial relacio-
nada con la actividad de Dios como la trayectoria compleja del pla-
neta se halla relacionada con el círculo, y es esta actividad inmaterial,
y no la de Dios, la que el alma del planeta simboliza directamente
en forma material como un movimiento. La órbita planetaria es
una imitación de una imitación de la actividad de Dios, por cuanto
que la rotación del primum mobile es una imitación directa de ella
en términos de cuerpo, y el pensamiento de la inteligencia del pla-
neta es una imitación indirecta en términos de intelecto. Todo el
complejo o sociedad de inteligencias forma un modelo inmaterial y
eterno con arreglo al cual está modelado el complejo de los movi-
mientos cósmicos: y aquí Aristóteles no hace sino repetir a su mane-
ra la doctrina del Timeo según la cual Dios, al hacer el mundo mate-
rial o temporal, lo modeló de acuerdo con un patrón eterno, a saber,
el mundo inmaterial o eterno de las formas. La idea común a ambas
doctrinas es de alguna importancia, porque dice que la diferencia-
ción de las actividades que existe en el mundo de la naturaleza
depende de una previa diferenciación lógica que existe en la reali-
dad eterna. No sólo el ser inmaterial o la inteligencia absoluta es
lógicamente anterior a la naturaleza, sino que también la diferen-
ciación de la inteligencia en inteligencias es anterior a la naturaleza.
Acaso pueda aclarar este punto refirie’ndome a la nota que le
pone sir David Ross en su edición de la Metafísica, uno de los pocos
puntos de toda su magnífica obra en que me atrevo a diferir. Argu-
mento (I, p. CXL) que las inteligencias representan una excrecencia

126
ARISTÓTELES

lógica de la teoría aristote’lica: las esferas celestes deberían haber


sido representadas como organismos celestes que procuran, cada
uno a su medida, reproducir la Vida inmutable del motor inmóvil.
Pero me pregunto que’ es lo que se quiere decir con “cada uno a su
medida”. Sin duda que no puede significar sino que un determina-
do organismo celeste, digamos, el número 35, trata no sólo de
reproducir la actividad de Dios, sino de reproducirla en el modo
especial adecuado a un cuerpo en la posición número 35, del mis-
mo modo que un interior derecha no trata únicamente de jugar al
futbol, sino de jugarlo en la forma adecuada a un interior derecha.
Por lo tanto, lo mismo que la idea o esquema de un equipo de fut-
bol es lógicamente anterior a la ocupación de cada lugar por un
jugador real, así también la idea o esquema de actividades diferen-
ciales es anterior a los movimientos de las esferas reales. En una
palabra, Sir David Ross ha reconocido la idea de Aristóteles al
emplear la frase “cada uno a su medida’.’

§ 6. LA MATERIA

No debo demorarme en Aristóteles a pesar de la importancia de su


cosmología, tanto considerada en sí misma como por representar
la forma en la que el pensamiento griego concerniente a la natura-
leza legó su fruto más maduro a la Edad Media; pero no puedo
abandonarlo sin decir algo acerca de su concepción de la materia.
No resulta nada fácil decidir con precisión cuál era su teoría de la
materia, especialmente porque, cosa extraña, no nos ha ofrecido
ninguna versión de ella en el libro cuarto de la Metafísica que con-
tiene su vocabulario de términos metafísicos. Dios y, en general, la
inteligencia, ya se la considere, subjetivamente, como aquello que
piensa u, objetivamente, como los objetos eternos o las formas
puras, no contiene materia y no puede encarnar en materia; lo que
contiene materia es lo que se halla sujeto al proceso de cambio,
movimiento o devenir. Pero la materia de estas cosas es, en sí mis-

127
LA COSMOLOGÍA GRIEGA

ma, imperceptible e incognoscible; los sentidos perciben únicamen-


te la forma, pero la forma incorporada a la materia; el intelecto no
conoce más que la forma, pero forma no incorporada. No hay que
esperar, pues, que Aristóteles nos ofrezca una concepción clara de
la materia; para e’l la frase sería una contradicción en los términos,
porque aquello de lo que podemos tener conceptos claros es siem-
pre forma, y la forma, precisamente, no es materia. Lo que la cien-
cia moderna denomina la teoría de la materia, es decir, la teoría de
los átomos, de los electrones, de la radiación, y así sucesivamente,
es una descripción de diversos tipos de estructura y de movimien-
tos rítmicos, y todo ello, a tenor de la terminología griega, consti-
tuye una teoría de la forma y no de la materia, de suerte que el
agnosticismo aristotélico en torno a la materia nada contiene que
haya de chocar al físico moderno. En sí misma, la materia es para
Aristóteles lo indeterminado, aquello que puede ser pero no está
organizado en. esta o aquella forma o estructura específica; por eso
identifica a menudo la materia con la potencia, o aquello que es en
potencia uno de los dos contrarios, δυ΄ναμις τω"ν εν*αντι΄ων. Cuan-
do trata de definirla, no puede hacerlo sino negativamente: “En-
tiendo por materia aquello que en sí mismo no tiene ni cualidad ni
cantidad ni ninguno de los demás atributos por los cuales se deter-
mina el ser” (Met. 1029320). Sin embargo, aunque la materia es
incognoscible e indescriptible, no por eso puede ser desterrada de
la cosmología, porque es el caso límite o punto evanescente en el
término negativo del proceso de la naturaleza: todo en la naturale-
za se halla constantemente en desarrollo, esto es, realizándose a sí
mismo o deviniendo en realidad lo que siempre es en potencia, y la
materia es la indeterminación que constituye el aspecto negativo
de la potencia. Así, un cachorro tiende a ser un perro, pero no es
todavía un perro; hay en e'l un nisus hacia la forma de perro pero
también hay en e’l algo en cuya virtud ese nisus no ha alcanzado to-
davía su objetivo, y este algo es lo que Aristóteles llama materia. La
materia es, por consiguiente, la irrealización de la potencia no rea-
lizada; y como no hay nada semejante a una potencia completa-

128
ARISTÓTELES

mente no realizada, un nisus que fuera totalmente inefectivo, tam-


poco hay una cosa semejante a pura o mera materia; siempre y por
todas partes hay materia en proceso de organizarse, materia que
adquiere forma. Pero la materia desaparece por completo sólo cuan-
do la forma se realiza plenamente y la potencia se resuelve en acto;
por eso dice Aristóteles que todo lo que es acto puro no contiene
materia. Así, cualquier cosa situada en algún lugar del espacio es
material, porque podría estar en otro lugar y, sin embargo, seguir
siendo ella misma; pero nada hay que Dios pudiera ser y que no sea,
porque las cosas que no es, por ejemplo, una piedra, son cosas que Él
no podría ser sin dejar de ser Dios y, por esto, Dios es acto puro y no
contiene materia.

129
SEGUNDA PARTE

LA VISIÓN RENACENTISTA
DE LA NATURALEZA
I. LOS SIGLOS XVI Y XVII

§ l. ANTIARISTOTELISMO

L SEGUNDO GRAN MOVIMIENTO COSMOLÓGICO ES EL DE LOS


siglos XVI y XVII. La mejor manera como podremos captar su
característica principal es considerándolo, negativamente,
como una polémica en contra del pensamiento medieval inspira-
do, en parte, por Aristóteles y, en parte, por las ideas filosóficas
implícitas en la religión cristiana. La concepción escogida especial-
mente para el ataque fue la teleología, la teoría de las causas finales,
el intento de explicar la naturaleza como infundida por una ten-
dencia a realizar formas todavía no existentes. Es típico de todo el
movimiento el celebrado dicho de Bacon de que la teleología, lo
mismo que una Virgen consagrada a Dios, nada pare, tanquam vir—
go Deo consecrata, nihil parit (De Aug. Sci. III, 5). Quiere dar a enten-
der que cuando un científico aristote’lico trataba de explicar la pro-
ducción de un determinado efecto por una determinada causa
diciendo que la causa posee una tendencia natural a producir ese
efecto, nada decía en realidad, y no hacía sino distraer a la inteli-
gencia de la tarea propia de la ciencia, a saber, el descubrimiento de
la estructura o naturaleza precisa de la causa en cuestión. La mis-
ma crítica encontramos en la comedia de Molie‘re, donde se nos
presenta un examen de la escuela de medicina llevado a cabo en un
latín macarrónico y siguiendo los métodos aristote’licos:

133
LA VISIÓN RENACENTIS'I'A DE LA NA’I‘URALEZA

Candidato: Mihi a docto doctore


Domandatur causam et rationem quare
Opium facit dormire.
A quoi respondéo:
(Μία est in eo
Vertus dormitiva,
Cuius est natura
Sensus assoupire.
Coro de catedráticos:
Bene bene bene respondere.
Dignus, dignus est intrare
In nostra docto corpóre.

En oposición a estos métodos teleológicos, la nueva teoría de la


naturaleza insistía en la explicación por las causas eficientes, lo que
quiere decir que se trata de explicar todo cambio y todo proceso
por la acción de cosas materiales ya existentes al comienzo del cam-
bio. El supuesto de que el cambio debe ser explicado de este modo
es ya un principio consciente en los filósofos del siglo XVI. Así, Ber-
nardino Telesio, a mediados de esa centuria, considera a la natura-
leza, no como llevada por algo fuera de ella a imitar formas que
poseen una existencia eterna e inmaterial, sino como algo que posee
una actividad intrínseca, a saber, el calor, en cuya virtud engendra
el movimiento en sí misma y produce así los diversos tipos de
estructura que encontramos en el mundo natural. La filosofía natu-
ralista del Renacimiento consideraba a la naturaleza como algo divi-
no y autocreador; distinguían el lado activo y el pasivo de este ser
autocreador único hablando de natura καντάτα, o complejo de los
cambios y procesos naturales, y de natura "παταω, o fuerza inma-
nente que los anima y dirige. Esta concepción estaba mucho más
cerca de Platón que de Aristóteles, porque la tendencia de la cos-
mología pitago’rica de Platón era explicar el comportamiento de las
cosas naturales como un efecto de su estructura matemática, ten-
dencia que iba de acuerdo con la obra de la nueva ciencia física,

134
LOS SIGLOS XVI Y XVII

mientras que la cosmología de Aristóteles tendía a explicar aquel


comportamiento mediante una complicada cadena de imitaciones
de la naturaleza divina. Por esto los filósofos del Renacimiento se alis-
taron bajo las banderas de Platón en contra de Aristóteles, hasta que
Galileo, el verdadero padre de la ciencia moderna, volvió a formu-
lar el punto de vista pitagórico-platónico en palabras propias, procla-
mando que el libro de la naturaleza se halla escrito por Dios en len-
guaje matemático. El siglo XVI sustituyó la doctrina aristote’lica de
que el movimiento es una expresión de una tendencia por la doc-
trina platónica —en rigor la doctrina pitagórica, pues en su esencia
es presocra’tica— de que el cambio es una función de la estructura.

ξ 2. COSMOLOGÍA RENACENTISTA: PRIMERA ETAPA

La teoría de la naturaleza atraviesa en los siglos XVI y XVII por dos


etapas principales. Ambas se asemejan por su hostilidad a Aristóte-
les y su repudio de la teleología y por su insistencia en la inmanen-
cia, en la naturaleza, de las causas formales y eficientes. También se
asemejan en una especie de neoplatonismo o neopitagorismo, quie-
ro decir, por el hincapié que hacen en la estructura matemática
como base de las diferencias cualitativas. La diferencia entre ambas
etapas radica en su idea acerca de la relación entre lo corpóreo y lo
mental. En la primera etapa, el mundo de la naturaleza, llamado
ahora natura παντα…, 86 concibe todavía como un organismo Vivo
cuyas energías y fuerzas inmanentes poseen un carácter vital y psí-
quico. Las filosofías naturalistas de los siglos XV y XVI atribuyen a la
naturaleza razón y sensibilidad, amor y odio, placer y dolor, y
encuentran en estas facultades y pasiones las causas del proceso
natural. En esa medida su cosmología se parecía a la de Platón y a
la de Aristóteles, y todavía más a la de los presocráticos. Pero este
aninismo o hilozoísmo es un factor recesivo en las primeras cos-
mologías renacentistas, mientras que fue factor dominante en el
pensamiento griego; con el curso del tiempo, fue dominado por la

135
LA VISIÓN RENACENTISTA DE LA NATURALEZA

tendencia matemática que le acompañó desde un principio, y cuan-


do esa tendencia cobró supremacía, la idea de la naturaleza como
organismo fue remplazada por la idea de la naturaleza como má-
quina. Como trataré de explicarlo, el cambio de la primera visión
orgánica a la ulterior Visio’n meca’nica se debió principalmente a
Copérnico. Pero aun la misma Visión orgánica primera difería agu-
damente de la teoría griega del mundo como organismo, debido a
su insistencia en el concepto de inmanencia. Se concebía que las
causas formal y eficiente estaban en el mundo de la naturaleza y no
fuera de ella, como ocurre en Aristóteles. Desde muy pronto en la
historia de este movimiento, llevó a la gente a pensar en la natura-
leza como autocreadora y, en ese sentido, divina, y la indujo, por
esa razón, a mirar a los fenómenos naturales con ojos respetuosos,
atentos y observadores; es decir, que condujo a un hábito de obser-
vación detallada y exacta, basado en el postulado de que todo en la
naturaleza, no importa cuán pequeño o accidental parezca, se halla
imbuido de racionalidad y es, por consiguiente, significativo y valio-
so. La tradición aristote’lica, que consideraba la naturaleza como la
imitación material de un modelo inmaterial trascendente, implica-
ba que algunas cosas de la naturaleza eran accidentales. El mismo
Aristóteles ha dicho que la materia, es decir, el elemento de ininteli-
gibilidad, era la fuente del elemento accidental en la naturaleza; y,
hasta que fue barrida la cosmología aristote’lica, los científicos no
pudieron empezar a tomar en serio a la naturaleza y a tratar, como si
dije’ramos, la más insignificante palabra suya como digna de atención
y respeto. Esta actitud se hallaba ya firmemente establecida en los
días de Leonardo da Vinci, a fines del siglo XV.
Pero en esta temprana fecha se seguía considerando a la natu-
raleza como un organismo vivo, y la relación entre ella y el hombre
era conocida en términos de astrología y magia; porque el dominio
del hombre sobre la naturaleza no era concebido como el dominio de
la mente sobre el mecanismo, sino como el dominio de un alma
sobre otra, lo que implica magia; y la esfera suprema o estelar seguía
siendo concebida, a la manera aristote’lica, como la parte más pura

136
LOS SIGLOS XVI Y XVII

y más eminentemente Viva o más activa o influyente del organismo


cósmico y, por lo tanto, como la fuente de todos los acontecimien-
tos en las demás partes, de donde la astrología. Esta concepción
mágica y astrolo’gica tuvo, desde un comienzo, poderosos adversa-
rios, especialmente Pico della Mirandola, que la atacó a fines del
siglo XV y fue seguido por varios reformadores religiosos tales como
Savonarola y Calvino; no obstante, los siglos XV y XVI se dieron en
abundancia a estas ciencias ocultas, que sólo fueron extinguie’ndo-
se paulatinamente, y todavía dieron que hacer con la brujería popu-
lar de los siglos XVII y XVIII.

§ 3. COPERNICO

La crisis de la cosmología moderna data del siglo XVI. En 1543 se


publicó póstumamente la obra de Copérnico sobre el sistema solar
(De revolutionibus orbium coelestium). La nueva astronomía expues-
ta en este libro desplaza a la Tierra del centro del universo y explica
los movimientos planetarios con una hipótesis helioce’ntrica. La sig-
nificación filosófica de esta astronomía nueva era profunda pero ha
sido mal comprendida a menudo. Se dice comúnmente que su efec-
to consistió en disminuir la importancia [de la Tierra dentro del
esquema de las cosas y en enseñar al hombre que no es más que un
parásito microscópico en una pequeña mancha de materia fría que
gira en torno a una estrella de menor cuantía. Es ésta una idea filo-
sóficamente necia e históricamente falsa. Fil'osóficamente necia por-
que ningún problema filosófico, ya se refiera al universo o al hom-
bre o a la relación entre los dos, resulta afectado en modo alguno al
tener en cuenta la cantidad relativa de espacio que ocupan; históri-
camente falsa porque la pequeñez del hombre en el mundo ha sido,
desde siempre, un tópico corriente de meditación. En De consolatione
philosophiae, de Boecio, libro del que se ha dicho que fue el más leí-
do de la Edad Media, encontramos estas palabras:
“Has aprendido con las demostraciones astronómicas que la

137
LA VISIÓN RENACENTISTA DE LA NATURALEZA

Tierra entera no es mayor que un punto si se compara con el uni-


verso, es decir, que comparada con la esfera celeste podríamos pen-
sarla como desprovista de tamaño. Pues bien, este rincón escaso
sólo en una cuarta parte, según Tolomeo, es habitable por los seres
vivientes. Si sustraemos de esta cuarta parte los mares, lagos, pan-
tanos y otros lugares desiertos, el espacio que le queda al hombre
apenas si merece el nombre de infinitesimal”. (Libro II, Prosa VII.)
Desde mil años antes de Copérnico todo europeo culto conocía
ese pasaje y Copérnico no se ponía en trance de ser condenado por
herejía al repetir la sustancia del mismo.
El sentido verdadero de sus descubrimientos astronómicos era
de mucho mayor alcance. No consistió tanto en desplazar el centro
del mundo desde la Tierra al Sol cuanto en negar implícitamente
que el mundo tuviera un centro. Como dice su editor póstumo,
podemos considerar cualquier punto como su centro; para estu-
diar las órbitas de los planetas, era conveniente considerar como
centro al Sol. Se ha pensado a veces que esta formulación se debe a
la timidez frente a la doctrina establecida, como si quisiera decirse:
“Reconozco que el punto de vista ortodoxo es verdadero pero, no
obstante, el punto de Vista helioce’ntrico es una ficción convenien-
te’,’ cuando el quid de la cuestión es que el mundo material no posee
centro; y con razón se consideraba esto como una revolución en la
cosmología, porque destruía toda la teoría del mundo natural como
organismo. Un organismo implica órganos diferenciados; en el esfé-
rico organismo-mundo del pensamiento griego, teníamos tierra en
el centro, después agua, aire, fuego y, por último, según Aristóteles,
la quinta essentia de la envoltura más extensa del mundo; ahora
bien, si el mundo carece de centro desaparece la base real de estas
diferencias; el mundo entero está hecho de la misma especie de
materia y la ley de la gravitación no sólo rige en las regiones sub-
lunares, según pensaba Aristóteles, sino por todas partes, y los astros,
en lugar de poseer una sustancia divina exclusiva de ellos, son
homogéneos con la Tierra. Esta idea, lejos de disminuir el alcance
de los poderes del hombre, lo ampliaba enormemente; porque le

138
LOS SIGLOS XVI Y XVII

enseñaba que las leyes científicas establecidas por él sobre la Tierra


regían también en los cielos estelares. El que Newton pudiera ima-
ginarse que la fuerza que mantiene a. la Luna dentro de su órbita
era la misma que atrajo a su manzana hacia el suelo se debió direc-
tamente a la negación que hizo Copérnico de la astronomía geo-
ce’ntrica. Para Aristóteles la naturaleza se compone de sustancias
que difieren en cualidad y actúan heteroge’neamente: lo te’rreo tien-
de naturalmente hacia el centro, lo ígneo se aparta del centro, y así
sucesivamente. Para la cosmología nueva no puede haber diferen-
cias naturales de cualidad; no puede haber más que una sustancia
cualitativamente uniforme en el mundo entero, y todas sus diferen-
cias no son más que diferencias de cantidad y de estructura geomé-
trica. Esto también nos lleva hacia algo parecido a lo mantenido
por Platón y los pitagóricos o hacia algo parecido a lo mantenido por
los atomistas griegos al negar que haya algo real fuera de los a'to-
mos y el vacío y a reducir todo lo demás a patrones de estructuras
atómicas determinadas.

€ 4. COSMOLOGÍA DEL RENACIMIENTO: SEGUNDA ETAPA.

GIORDANO BRUNO

Cato’licos y protestantes se unieron para rechazar como here’tica la


doctrina de Copérnico, y sus sucesores inmediatos en astronomía
(como Tycho Brahe, nacido tres años después de la publicación del
libro) se negaron a aceptar su sistema en su significado estricta-
mente astronómico. Pero su importancia filosófica, como acabo de
explicar, radica en el hecho de que su tesis principal implica la
homogeneidad de sustancia entre la Tierra y los cuerpos celestes y
una identidad en las leyes que gobiernan sus movimientos; y estas
implicaciones fueron pronto aceptadas con alborozo por un nuevo
grupo de pensadores a quienes corresponde el mérito de haber ini-
ciado la etapa segunda y final en la teoría renacentista de la natura-
leza. No me voy a detener en detalles concernientes a las personali-

139
LA VISIÓN ΒΕΝΛ(3ΕΝΤ15"ΓΛ ΠΕ 1,Α ΝΛ'Γι…Α141ζ|,΄Λ

dades y a las variedades teóricas del grupo, sino que me voy a ocu-
par solamente de su figura principal, Giordano Bruno.
Bruno, nacido en 1548, entró en la orden dominicana muy joven
y, antes de cumplir los treinta, tuvo que abandonar Italia bajo la
acusación de herejía, Viviendo sucesivamente en Ginebra, Tolosa de
Francia, París, Londres, Wittenberg y algunos otros lugares; volvió
a Italia para residir en Venecia bajo el patronato del dogo Giovanni
Mocenigo, pero fue apresado por la Inquisición y llevado a Roma,
donde se le hizo proceso que duró siete años (1593-1600), hasta
que finalmente fue quemado vivo en la hoguera.
La contribución más importante de Bruno a la teoría de la natu-
raleza consistió en su interpretación filosófica del copernicanismo.
Se dio cuenta de que la astronomía nueva, que aceptó con entusias-
mo, implicaba una negación de toda diferencia cualitativa entre la
sustancia terrestre y la celeste. Extendió esta negativa, cosa que
Copérnico no hizo jamás, del sistema solar o planetario al de las
estrellas fijas, no reconociendo más que una sola distinción, a saber,
entre cuerpos ígneos o luminosos y cuerpos traslúcidos o cristali-
nos; todos se mueven de acuerdo con las mismas leyes, con un
movimiento circular intrínseco, y se rechazan las ideas aristotélicas
de pesadez y liviandad naturales. No hay un primer motor externo
al mundo material; el movimiento es intrínseco y natural a lo cor-
póreo como tal. Se concibe el mundo material como un espacio
infinito, no vacío, sino lleno de una materia plástica y flexible, que
nos hace pensar en el éter de la física moderna; dentro de este éter
hay mundos innumerables parecidos al nuestro, formando en su
conjunto un universo que no cambia ni se mueve por sí mismo,
sino que contiene dentro de sí todo cambio y movimiento. Esta sus-
tancia inmutable y que lo abarca todo, la matriz de todo cambio es,
al mismo tiempo, materia, en su condición de extensa y moviente,
y forma o espíritu o Dios, en su condición de existente por sí mis-
ma y fuente del movimiento; pero no se trata de un motor inmóvil
trascendente, como el Dios de Aristóteles, sino de un motor inma-
nente a su propio cuerpo y causando los movimientos a través de

140
LOS SIGLOS XVI Y XVII

este cuerpo. De este modo, toda cosa y todo movimiento particula-


res poseen, en el lenguaje de Bruno, un principio o fuente dentro de sí
mismos y una causa o fuente fuera de ellos; Dios es, a la vez, princi-
pio y causa: principio, como inmanente en cada parte individual de la
naturaleza; causa, como trascendiendo cada parte individual.
Esta cosmología panteísta nos recuerda, por una parte, a los últi-
mos jonios y, por otra, a Spinoza. Se parece a la de Anaximandro
porque concibe nuestro mundo como uno de un número infinito
de vórtices dentro de una materia primaria homogénea e infinita,
que se extiende por el espacio infinito, y porque concibe esta mate-
ria como idéntica con Dios. Y tengo que observar que así como el
panteísmo de Anaximandro cedió, a medida que se desarrolló
el pensamiento griego, ante una doctrina de acuerdo con la cual el
mundo no es Dios, sino criatura de Dios, también el pa’nteísmo de
Bruno cedió ante una doctrina de acuerdo con la cual el mundo no
es divino sino mecánico e implica, por lo tanto, un Dios trascen-
dente que lo diseñó y lo construyó. La idea de la naturaleza como
máquina es fatal para el monismo. Una máquina implica algo fue-
ra de ella. La identificación de la naturaleza con Dios se disipa tan
pronto como desaparece la Visión orgánica de la naturaleza.
Por otra parte, el pensamiento de Bruno se parece al de Spino-
za en tantos aspectos que se ha dicho que no llega a laposición
completa de Spinoza porque Bruno era un pensador poco sistemá-
tico y muy desigual, más cargado de pasión y provisto de intuición
que de método y perseverancia lógica. Pero e’sta no es toda la ver-
dad. La cosmología de Spinoza presupone toda la teoría mecánica
del universo, que Bruno no tenía todavía delante. La gran hazaña
de Spinoza consiste en haber juntado dos concepciones que en Bru-
no no están todavía distinguidas, la concepción de un mundo de la
materia mecánica y la concepción de un mundo de la mente, tal
como fueron elaborados separadamente por Descartes.
La síntesis de Bruno de las dos ideas de principio y causa no es
más que aparente. Por principio quiere decir causa inmanente, cau-
sa sui: por causa entiende la causa que trasciende, donde A es la

141
LA VISIÓN RENACENTISTA DE LA NA’I'URALRZA

causa de B. En términos panteístas, el mundo, que es también Dios,


es tomado como un todo, la causa de sí mismo, pero la causa de
cualquier acaecer particular no es el mundo como un todo sino
algún otro acaecer particular. Porque el todo no trasciende esta o
aquella parte de sí mismo; es inmanente en esta o aquella parte; lo
que trasciende a cualquier parte no puede ser sino otra parte.
Hablar del todo como si trascendiera a una parte es degradarlo a la
condición de una de sus partes. Para aclarar esta confusión Bruno
debía haber dado un paso decisivo que nunca dio, a saber, abando-
nar la concepción de la naturaleza como organismo y desarrollar la
concepción de la naturaleza como máquina.

§ 5. BACON

Por consiguiente, el dualismo no ha sido superado por Bruno. Per-


manece como un dualismo entre la causacio’n inmanente y la tras-
cendente (causarse su propio movimiento y ser causado a moverse
por alguna otra cosa). Así es como en el siglo XVII se produjo una
eclosión de dualismos: a) en metafísica, entre espíritu y materia; b)
en cosmología, entre la naturaleza y Dios; c) en epistemología, entre
racionalismo y empirismo.
Estos dualismos surgen con Descartes. En Bacon (1561-1626)
no son todavía conscientes. Podemos darnos cuenta de esto por su
versión del método científico, donde no ve dificultad alguna: recha-
za tanto el empirismo como el racionalismo, comparando al empi-
rista con la hormiga y al racionalista con la araña, mientras que el
verdadero científico es como una abeja que transmuta lo que saca
de las flores en una sustancia nueva y preciosa: esto es, el hombre de
ciencia avanza por medio de experimentos conducidos a la luz
de teorias y los emplea para probar y confirmar estas teorías. En su
metafísica, Bacon sigue la tradición del XVI y considera todas las dife-
rencias cualitativas de la naturaleza como funciones de diferencias
estructurales que son, en último término, de carácter cuantitativo o

142
LOS SIGLOS XVI Y XVII

reducibles al estudio matemático; así pues, creía firmemente en la


homogeneidad o unidad de la sustancia; pero su conciencia de las
implicaciones de este principio fue muy inadecuada y nunca se per-
cató de la importancia extraordinaria de las matemáticas para la
ciencia física. Por esto, aunque sería completamente erróneo identi-
flcarlo con la tendencia empirista en el me’todo científico, de la que
se separaba netamente en teoría, en la práctica resbaló de continuo
por este lado, empleando la clasificación de las diferencias cualitati-
vas en lugar de su explicación en términos cuantitativos.

§ 6. GILBERT Y KEPLER

Fue la obra de Gilbert sobre magnetismo, publicada en 1600 y


rechazada por Bacon, la que determinó el paso siguiente en la teo-
ría general de la naturaleza. Al estudiar Gilbert la fuerza de la atrac-
ción magnética sugirió que toda la naturaleza estaba imbuida de
fuerzas atractivas y que todos los cuerpos ejercían una atracción
de esta índole sobre todo lo demás. Kepler (1571-1630), a comien-
zos del siglo XVII, desarrolló esta sugestión con consecuencias nota-
bles. Por naturaleza, decía, todo cuerpo tiende a quedarse estacio-
nado en el lugar que ocupa, enunciando de este modo el principio
de inercia y repudiando enfáticamente la concepción griega y de
principios del Renacimiento acerca de los movimientos naturales;
pero, continuaba, cuando un cuerpo se halla próximo a otro, su
reposo resulta perturbado por una afección recíproca que tiende a
llevar cada cuerpo hacia su vecino. Así, una piedra cae a causa de
que la Tierra la atrae; y, de modo semejante, insinuaba Kepler, la ma-
rea se mueve gracias a la atracción de la Luna. En posesión de la
clave del fenómeno de la gravitación, Kepler dio el paso decisivo
de proponer que, siempre que se tratara de fenómenos físicos, se
sustituyera la palabra anima por la palabra vis: en otros términos,
que se sustituyera la idea de una energia vital que produce cambios

143
LA VISIÓN RENACENTISTA DE LA NATURALEZA

cualitativos por la de una energía mecánica, cuantitativa en sí mis-


ma, y que produce cambios cuantitativos.

§ 7. GALILEO

Si para Kepler ésta no fue más que una sugestión escrita al pie de la
página, para Galileo (1564-1642) constituyó un principio clara-
mente aprehendido y con sus supuestos enunciados con claridad.
“La filosofía está escrita en ese vasto libro que se halla abierto
ante nuestros ojos, quiero decir, el universo; pero no puede ser leí-
do en tanto que no hayamos aprendido el lenguaje y nos hayamos
familiarizado con los caracteres en que esta’ escrito. Está escrito en
lenguaje matemático y las letras son triángulos, círculos y otras figu-
ras geométricas, sin cuyos medios es humanamente imposible
entender una sola palabra.”l
El sentido es claro: la verdad de la naturaleza consiste en hechos
matemáticos; lo que es real e inteligible en la naturaleza es aquello
que es mensurable y cuantitativo. Las distinciones cualitativas,
como las de los colores, sonidos y así sucesivamente, no tienen lugar
en la estructura del mundo natural, sino que son modificaciones
producidas en nosotros por la operación de determinados cuerpos
naturales sobre los órganos de nuestros sentidos. Está ya completa-
mente madura la teoría del carácter meramente fenome’nico, o
dependiente de la mente, de las cualidades secundarias, tal como la
enseñó Locke. Los ingleses que estudian filosofía, cuando tropiezan
con esta teoría en Locke no siempre se dan cuenta de que en modo
alguno se trata de una invención suya, sino que hacía tiempo que
la enseñó Galileo como una verdad importante y constituyó de
hecho uno de los principios directivos de todo el movimiento cien-
tífico de las dos centurias precedentes; y que cuando llega a manos

' “Il Saggiatore” (Opcre, 1890 y 55., V1, p. 232), citado por G. da Ruggiero, La filosofía
moderna, I, Bari, Later/za, 1933, p. 70.

144
LOS SIGLOS XVI Y XVII

de Locke se halla ya un poco anticuada y dispuesta a fenecer ante


las primeras acometidas de Berkeley.
Para Galileo, las cualidades secundarias no solamente son fun-
ciones de las primarias y, por tanto, derivadas y dependientes de
ellas, sino que, realmente, están desprovistas de existencia objetiva:
no son más que mera apariencia. Por eso el mundo de Galileo es
un mundo de pura cantidad que, gracias a la introducción inexpli-
cable de seres Vivos y sensibles, cobra el aspecto cualitativo diversi-
ficado que nos es familiar.2 La naturaleza así considerada se enfren-
ta, por un lado, con su creador, Dios, y por otro, con su conocedor,
el hombre. Galileo entiende que tanto Dios como el hombre tras-
cienden la naturaleza; y con razón, porque si la naturaleza consiste
únicamente en cantidad, su aparente aspecto cualitativo ha de serle
revestido desde fuera, a saber, por la mente humana que la trascien-
de; mientras que, por otra parte, al no concebirla ya como un orga-
nismo vivo, sino como una materia inerte, no puede ser considera-
da como autocreadora sino que debe tener una causa distinta de sí.

§ 8. ESPÍRITU Y MATERIA. MATERIALISMO

Con Galileo la ciencia moderna de la naturaleza llega a su madu-


rez. Fue el primero que estableció en forma clara y definitiva los
términos en los cuales la naturaleza podía ser objeto de conoci-
miento científico adecuado y cierto. En una palabra, estos términos
consistían en la exclusión de todo lo cualitativo y la reducción de la
realidad natural a un complejo de magnitudes, espaciales o tempo-
rales, pero magnitudes y nada más. El principio de la ciencia tal
como la entendió Galileo es que nada se puede conocer científica-
mente si no es mensurable.
Ya he señalado los pasos con los que se llegó a esta concepción;
queda por señalar el precio pagado por el viaje. En primer lugar, la

2 Ruggiero, op. cit., p. 74.

145
LA VISIÓN RENACENTISTA DE LA NA’l‘URALE/J'A

naturaleza ya no es un organismo, sino una máquina: es decir, sus


cambios y procesos se hallan producidos y dirigidos no por causas
finales, sino por causas eficientes únicamente. No son tendencias o
esfuerzos; no esta’n dirigidos u orientados hacia la realización de
algo que todavía no existe; son meros movimientos producidos por
la acción de cuerpos ya existentes, sea esta acción de la índole de
un choque o de la índole de una atracción o repulsión. En segundo
lugar, lo que ha sido excluido del concepto de naturaleza tiene que
encontrar acomodo en algún otro lugar de la teoría metafísica. Estas
entidades sin hogar abarcan dos grandes ramas: en primer lugar,
las cualidades en general; en segundo, las mentes o espíritus. Según
Galileo, cuyos puntos de vista sobre el tema fueron adoptados por
Descartes y por Locke y se convirtieron en lo que pudiera llamarse
la ortodoxia del siglo XVII, los espíritus constituyen una clase de
seres fuera de la naturaleza y las cualidades se explican como apa-
riencias para los espíritus: según palabras de Descartes, “pertene-
cen a la unión de los cuerpos con las almas’,’ y los sentidos con los
que las captamos son, en general, nuestro órgano para aprehender
esa unión. Era la teoría de las dos sustancias, espíritu y materia;
pero nunca se mantuvo sin una fuerte oposición de una minoría
formidable. Fue el mismo Descartes, el seguidor de Galileo mejor
dotado filoso’ficamente, quien sostuvo esta doctrina de las dos sus-
tancias, pero reconoció que ambas debían de tener una fuente
común, que e’l identificaba con Dios, y observaba, muy correcta-
mente, que en tal caso el término sustancia sólo se podía aplicar
con propiedad a Dios: porque si una sustancia es algo que existe
por sí mismo, sin necesidad de ninguna otra cosa (lo cual constitu-
ye su definición), la materia y el espíritu, que han sido creados por
Dios y que, por lo tanto, lo necesitan para poder subsistir, no son
sustancias en un sentido riguroso. Son sustancias no más que en
un sentido secundario de la palabra.
En vida de Descartes, sin embargo, las tendencias panteístas del
Renacimiento se desarrollaron en una dirección nueva. La idea
del mundo de la naturaleza como autocreador y autorregulador dio

146
LOS SIGLOS XVI Y XVII

origen a la teoría materialista de la naturaleza al combinarse con la


idea de la naturaleza como máquina. E1 cabecilla de este movimien-
to fue el neoepicúreo Gassendi, quien sostuvo que la naturaleza
cuantitativa y mecánica descrita por Galileo era la única realidad y
que el espíritu no era más que una clase peculiar de patrón o estruc-
tura de los elementos materiales. Esto daba como resultado una
Visión monista metafísicamente seductora, pero que nunca pudo
ser elaborada en detalle, pues nadie pudo explicar jamás (y mucho
menos demostrar experimentalmente) que’ patrón preciso de ele-
mentos materiales producía el espíritu en general o cualquier ge’ne-
ro particular de disposición o actividad mentales.
El materialismo, heredero del panteísmo renacentista, siguió
Viviendo y prosperando no sólo en el siglo XVII sino también en el
XVIII y aun en el XIX, hasta que fue destruido finalmente por la nue-
va teoría de la materia que se desarrolló a fines del siglo XIX. Hasta
el final conservó la impronta de sus orígenes panteístas. Esto se
refleja en el carácter expresamente religioso de su actitud ante la
materia, a la que postula como única realidad. Niega a Dios, pero
sólo porque ha transferido sus atributos a la materia y, siendo el
heredero de una tradición monoteísta, piensa que basta con un solo
Dios. El fenómeno es tan uniforme que, de un modo general, pode-
mos reconocer a un autor materialista por la costumbre de emplear
las formas tradicionales de la piedad cristiana a propósito del mun-
do material. En ocasiones, hasta le dirigirá plegarias. Así, el famoso
materialista Holbach (barón d’Holbach, 1723-1789, nacido en Hil-
desheim, en Alemania, pero que escribe en un francés límpido y ele-
gante) termina su gran obra Du syste‘me de la Nature con algo que
no es ni más ni menos que una oración formulada en un lenguaje
tal que bastaría con cambiarle alguna que otra palabra para que el
lector creyera tener delante una plegaria cristiana.
Hablando científicamente, por otro lado, el materialismo fue,
desde el principio hasta el fin, una aspiración más bien que un
logro. Su Dios fue siempre un Dios milagrero cuyas Vías misterio-
sas se escapan a nuestra indagación. Se abrigaba siempre la espe—

147
LA VISIÓN RENACENTISTA DE LA NATURALEZA

ranza de que, con el progreso de la ciencia, acabaríamos por descu-


brir aquellas vías; de este modo, el crédito científico del materialis-
mo se mantuvo gracias a que emitía cheques de consideración a su
propia orden, sin disponer, sin embargo, de fondos suficientes. Al
no conseguir la confirmación experimental en el laboratorio —el
tipo de confirmación que se obtuvo cuando los bioquímicos reali-
zaron la hazaña de obtener urea sinte’ticamente—, una afirmación
como la que sostiene que el cerebro segrega pensamiento de la mis-
ma manera qu‘e la vesícula biliar segrega bilis puede pasar por un
dogma religioso pero, científicamente considerada, no deja de ser
un Μωβ.

9 9. 8ΡΙΝΟΖΑ

De aquí que el materialismo, aunque durante mucho tiempo con-


tinuó siendo la voz de una minoría, se mantuvo más bien al mar-
gen de la tradición principal del pensamiento europeo, no siendo
sino un empozamiento de ideas del Renacimiento. La corriente
principal marchaba, a partir de Descartes, en otra direccio’n, la que
siguieron principalmente Spinoza, Newton, Leibniz y Locke. La idea
común a todos ellos es que una cosa es la materia y otra muy dife-
rente el espíritu, y que ambos procedían, en alguna manera, de su
fuente común en Dios. Dios, como fuente de todas las cosas, era
considerado como si operara en dos direcciones a la vez; en una
dirección creaba el mundo de la naturaleza o la materia; en la otra
creaba el espíritu humano y cualesquiera otros espíritus que pu-
diera haber.
Este desarrollo fue trazado de modo suficiente por Descartes
mismo; porque, como he dicho, Descartes no expuso una simple
doctrina de las dos sustancias sin matizarla; la matizó al} decir que,
como la palabra sustancia significa aquello que existe por sí mis-
mo, por derecho propio, no había en rigor más que una sola sus-
tancia, a saber, Dios.
Spinoza tomo’ en serio esta reserva y sacó las consecuencias lógi-

148
LOS SIGLOS XVI Y XVII

cas. Sostuvo que no había más que una sola sustancia. Y, al no poder
haber ninguna otra sustancia, ni el espíritu ni la materia lo eran y,
por consiguiente, mal podían ser sustancias creadas por Dios. El
espíritu y la materia, decía, eran dos “atributos” de una sola sustan-
cia; y, a la manera de Bruno pero con una coherencia sistemática
mucho mayor, llamó indistintamente a esta sustancia única Dios y
Naturaleza, representándola como un todo infinito inmutable que,
qua extenso, es el mundo material y, qua pensante, el mundo del
espíritu. En ambos aspectos contiene dentro de sí partes finitas,
cambiantes y perecederas, que son cuerpos individuales y mentes
individuales. Cada parte cambia únicamente por la operación de
las causas eficientes, es decir, por la acción que sobre ella ejercen
otras partes; en este punto, Spinoza corrige a Bruno, eliminando el
último vestigio de hilozoísmo del Renacimiento temprano, y aun-
que acepta la física de Galileo en su integridad, supera al mismo
tiempo su principal paradoja filosófica, la separación de la natura-
leza material de la mente percipiente, por un lado, y de su divino
creador, por otro, insistiendo en su unión inseparable con la mente
y dando a esta unidad el nombre de Dios. Pero a pesar de los gran-
des me’ritos de la cosmología de Spinoza —me’ritos a los que no
puedo atender en esta breve exposición—, e’ste fracasó porque los
dos atributos, la extensión y el pensamiento, se mantienen unidos en
teoría casi diríamos que a la fuerza: ninguna razón puede ofrecer
Spinoza de por que’ lo que es extenso debe también pensar y vice-
versa; de donde resulta que la teoría es algo, en el fondo, ininteligi-
ble, una mera afirmación del hecho bruto.

§ 10. NEWTON

Pero si la teoría de Spinoza acerca de la relación entre lo material y


lo mental es, en el fondo, ininteligible, no se puede negar que es
obra de una cabeza extraordinariamente capaz, que comprendió
el punto débil de la teoría cartesiana y trabajó heroicamente por

149
LA VISIÓN RENACENTISTA DE LA NATURALEZA

subsanarlo. No podríamos decir otro tanto de Newton (1642-1727).


Su obra lo ha colocado, sin duda, entre los grandes pensadores, pe-
ro cuando Wordsworth describió su estatua del Trinity College
diciendo:

The marble index of a mind for ever


Voyaging through strange seas of though alone, *

no sobreestimo’ tanto la grandeza de Newton cuanto su soledad y


la rareza de las ideas que fue explorando. Es verdad que, en mate-
máticas, fue un innovador y un innovador notable al descubrir el
cálculo diferencial; pero en esto se hallaba tan lejos de encontrarse
solo que el descubrimiento simultáneo e independiente del mismo
método llevado a cabo por Leibniz dio origen a una disputa de prio-
ridad entre los dos grandes hombres que no arroja una luz dema-
siado favorable sobre el carácter moral de ninguno de ellos; ade-
ma’s, el germen del descubrimiento común estaba ya en una
invención mucho más importante, la geometría analítica de Des-
cartes. El genio de Newton consistió en la paciente perfección con
que desarrolló los detalles de lo que llamó, en la primera página de
su obra inmortal, los Principios matemáticos de la filosofía natu-
ral (1687; 2a ed., 1713; 3al ed., 1726). Pero la idea principal de esta
obra no es ni más ni menos que la idea de Descartes de una “ciencia
universal” de forma matemática; las reglas del método que estable-
ce al comienzo de su libro tercero esta’n sacadas de Bacon; y la cos-
mología que desarrolla no es otra que la de Galileo, de acuerdo con
la cual el mundo natural es un mundo de cuerpos que poseen exten-
sión, figura, número, movimiento y reposo, modificada por la idea
kepleriana de fuerza y por la hipótesis gilbertiana de la atracción
universal entre los cuerpos, concibie’ndose por lo tanto el mundo
natural, a la manera de Galileo, como una máquina hecha por Dios
y conocida por los seres humanos, quienes, en su condición de cria-
* El índice marmóreo de una mente
Viajando solitaria por extraños océanos de pensamiento.

150
LOS SIGLOS XVI Y XVII

turas sensibles, la revisten de las cualidades secundarias de color,


sonido, etc., que no posee por sí mismo.
También debe algo Newton a los neoepicúreos. De acuerdo con
ellos, cree que todos los cuerpos se componen de minúsculas par-
tículas circundadas de espacios vacíos. Su reposo o movimiento en
este espacio vacío estaría determinado por fuerzas de dos clases: vis
insita o inercia (idea que obtiene de Galileo), en cuya virtud se man-
tienen en reposo o se mueven únicamente en línea recta; y vis
impressa, en cuya virtud se producen los movimientos acelerados,
distinguiendo dentro de ella varios tipos de los que mencionamos
sólo dos: 1 ) la gravedad o peso, que define matemáticamente como
una fuerza de atracción recíproca que varía directamente como el
producto de las masas de los cuerpos en cuestión (definie’ndose la
masa como la cantidad de materia) e inversamente como el cua-
drado de la distancia entre sus centros (entendiéndose por centro
el que define circularmente como centro de gravedad); y 2) la elec-
tricidad, sobre la cual se niega, muy característicamente, a decir
nada, basándose en que, por entonces, el conocimiento experimen-
tal era insuficiente. _
No parece que Newton se diera cuenta de las dificultades teóri-
cas que acechaban a los fundamentos de su filosofía natural, a pesar
de que muchas de ellas eran conocidas de antiguo. En el escolio que
añade a su definición distingue el tiempo absoluto, el cual “por sí
mismo y sin relación con nada exterior fluye de un modo unifor-
me”, y el tiempo relativo, que es “medido por el movimiento”, sin
preguntarse si ambos son realmente distintos, o cómo puede afir-
marse de algo que “fluye” si no en relación con algo que se halla en
reposo, o cómo puede decirse que fluye de un modo uniforme si su
fluir no es medido por el movimiento. Distingue también entre
espacio absoluto, que “es uniforme e inmóvil por doquier’,’ y espa-
cio relativo, que “es definido por nuestros sentidos por su posición
en relación con los cuerpos”, y nuevamente sin plantearse ningún
problema. Distingue también entre movimiento absoluto y relati-
vo, pero, una vez ma’s, de modo nada crítico. Y estas distinciones

151
LA VISIÓN RENACENTISTA DE LA NATURALEZA

nada críticas constituyen todo el cimiento de su obra. Ante una


mirada rigurosa tales distinciones se desvanecen inmediatamente,
dejando como conclusión la que los sucesores de Newton han adop-
tado, por fin, conscientemente: que la única clase de tiempo de que
puede hablar la filosofía experimental es el tiempo relativo, la úni-
ca clase de espacio el espacio relativo y la única clase de movimien-
to el movimiento relativo.
De modo semejante, en el “escolio general” que va al final de la
obra destruye con argumentos irrefutables la teoría cartesiana de
los vo’rtices (es decir, la idea de Descartes de que el espacio, que
comúnmente se cree vacío, está lleno de una materia continua y
sutilísima, en movimiento constante, que gira en torbellino en tor-
no a todo cuerpo de materia tosca y que, por ejemplo, el movi-
miento de rotación de un planeta se debe a que flota en esta mate-
ria sutil y es arrastrado en torno al vórtice solar) y piensa que
de este modo ha demolido la teoría de que el espacio está lleno de
materia y ha establecido la realidad del espacio vacío. Arguye que,
como no podemos explicar, valiéndonos de sus propios principios,
por que’ todos los planetas se mueven en la misma dirección en tor-
no al sol o por qué sus órbitas están dispuestas de tal modo que
jamás llegan a coludir entre sí, tal estructura supremamente ele-
gante del sistema solar no ha podido surgir si no es por el designio
y el poder de un ser inteligente, potenciando de este modo las limi-
taciones de su propio método hasta constituirlas en una prueba de
la existencia de Dios. Por último, en el parágrafo final de la obra,
como si tratara de excusarse por no haber cumplido con el progra-
ma cartesiano de una ciencia matemática universal, llama la aten-
ción acerca de algunas cosas que ha dejado fuera. Voy a traducir
todo el parágrafo.

Me hubiera gustado haber dicho algo acerca del espíritu sutilísimo


que impregna los cuerpos toscos y se esconde en ellos, en cuya virtud
las partículas de los mismos se atraen entre sí en distancias diminutas
y se cohesionan en esta continuidad; los cuerpos eléctricos actúan a

152
LOS SIGLOS XVI Y XVII

mayores distancias, tanto atrayendo como repeliendo a otros; la luz se


emite, se refleja, se refracta, se difracta y calienta los cuerpos; y se exci-
ta la sensación y los miembros del animal se mueven a voluntad por
la vibraciones de este espíritu que se propaga por los sólidos filamen-
tos nerviosos desde los órganos de los sentidos al cerebro y del cere-
bro a los músculos. Pero estas cuestiones no pueden ser expuestas en
pocas palabras; tampoco tenemos experimentos bastantes en cuya vir-
tud podríamos determinar y demostrar con exactitud las leyes de la
acción de este espíritu.

En estas líneas habla un hombre lo bastante grande para darse


cuenta de las limitaciones de su propia obra. Se da cuenta de que
su programa ha sido desarrollado sólo en parte. Pero no es lo bas-
tante grande para percatarse de que los problemas que ha dejado
sin respuesta han de repercutir sobre los que e’l resolvió. Por ejem-
pl : ¿los fenómenos luminosos están de acuerdo con su teoría del
espacio vacío? El supuesto de que la cohesión de un cuerpo es debi-
da a la atracción recíproca de sus partes, atracción que no es la gra-
Vitación, ¿está de acuerdo con su teoría de que la masa no es más
que cantidad de materia? El supuesto de que la naturaleza contiene
fuerzas de repulsio’n no menos que de atracción ¿está de acuerdo
con su teoría de que únicamente un Dios omnipotente puede evi-
tar el choque entre los planetas? ¿Y que’ razones tiene para afirmar
que todos los fenómenos enumerados en este parágrafo se deben a
un mismo spiritus subtilissimus?
Newton llego’ a ser profesor a la edad de 27 años. Publicó los
Principio: a los 43; de los 54 alos 85 fue director de la Casa de la
Moneda y Vivió en retiro de anciano. Sabemos que trató de resol-
ver uno de los problemas irresolutos mencionados en el parágrafo:
el problema de la luz. Publicó los resultados en su Óptica en 1704,
a la edad de 62 años, pero e’l mismo y los amigos a cuya crítica la
expuso encontraron la obra insatisfactoria. Había sacado conclu-
siones basado en ese “espíritu sutilísimo” y sufrió una derrota. Aca-
so se pueda inferir legítimamente que el referido descuido y el pen-

153
LA VISIÓN RENACENTISTA DE LA NATURALEZA

samiento de segunda mano en lo tocante a cuestiones fundamenta-


les de cosmología se vengo’ a la postre.

ξ 11. LEIBNIZ

La cosmología de Leibniz no es, en lo esencial, muy diferente de la


de Spinoza y, a la postre, naufraga ante el mismo escollo. También
para e’l la realidad es física y mental, posee los dos atributos de
extensión y pensamiento; se compone de mo’nadas, cada una de las
cuales es un punto espacialmente relacionado con otros y también
una mente que aprehende lo que le rodea. La paradoja que supone
sostener que cada trozo de materia posee su mente propia se disipa
al idear mentes de grado ínfimo; es decir, que existirían mentes
enormemente más primitivas y rudimentarias que las nuestras
cuyas percepciones y voliciones serían fugaces chispazos de lo men-
tal, muy lejos del umbral de la conciencia. La gran diferencia entre
Spinoza y Leibniz reside en que este último vuelve a sostener enér-
gicamente la doctrina de las causas finales; tiene una idea clara del
desarrollo y ve que éste no es nada si deja de ser teleolo’gico, y se da
cuenta, al mismo tiempo, de que si la mente primitiva es incons-
ciente, puede abrigar propósitos y sin embargo no tener conciencia
de ellos. De esta suerte la naturaleza se resuelve para Leibniz en un
vasto organismo cuyas partes son organismos menores imbuidos de
vida, desarrollo y esfuerzo, y forman una escala continua en uno
de cuyos extremos se halla el puro mecanismo y al otro los desarro-
llos ma’s altamente conscientes de la Vida mental, con un ímpetu o
nisus constante que opera ascendentemente a lo largo de la escala.
También este sistema posee grandes méritos, pero, una vez más, la
relación entre el aspecto mental y el material de la realidad sigue
siendo, a la postre ininteligible; porque Leibniz, como antes Spino—
za, Vio que la Vida de un organismo qua material, el proceso físico
de la naturaleza, tiene que ser explicado por leyes puramente físi-
cas, mientras que su Vida qua mental debe ser explicada únicamen-

154
LOS SIGLOS XVI Y XVII

te por las leyes de la mente, y por eso, cuando se pregunta a sí mis-


mo cómo es que un golpe en mi cuerpo se acompaña de un dolor
en mi conciencia, no puede dar otra respuesta que la de decir que
existe una armonía preestablecida entre las dos series de acaeceres,
una armonía preestablecida por decreto de Dios, la mo’nada de las
mo’nadas. Pero al decir esto, Leibniz, lejos de resolver el problema,
no hace sino bautizarlo con otro nombre.

€ 12. RESUMEN: CONTRASTE ENTRE LA COSMOLOGÍA


GRIEGA Y LA RENACENTISTA

Antes de pasar adelante vamos a detenernos para percatarnos del


lugar en que nos hallamos. De un modo absoluto para los primeros
griegos y con algunas matizaciones para todos los griegos en gene-
ral, la naturaleza era un vasto organismo Vivo que consistía en un
cuerpo material extendido en el espacio e imbuido de movimientos
en el tiempo; el cuerpo entero estaba dotado de vida, de suerte que
todos sus movimientos eran movimientos vitales; y todos estos
movimientos eran teleolo’gicos, estaban dirigidos por la inteligencia.
Este cuerpo viviente y pensante era completamente homogéneo en
el sentido de que todo en e’l estaba vivo, todo en e’l dotado de alma
y razón; pero no era homogéneo, porque partes diferentes de e'l esta-
ban hechas de sustancias diferentes, cada una con su naturaleza y
modo de obrar cualitativo peculiares. No existían los problemas que
tan profundamente preocupan al pensamiento moderno, el proble-
ma de la relación entre la materia muerta y la materia Viva y el pro-
blema de la relación entre materia y espíritu. No había materia
muerta, pues no se reconocía diferencia de principio entre la rota-
ción periódica de los cielos y el desarrollo y caída periódicos de las
hojas de un árbol, o entre los movimientos de un planeta en el cielo
y los movimientos de un pez en el agua; en ningún momento se
sugirió que uno de esos movimientos pudiera explicarse por un tipo
de ley que no sirviera para explicar el otro. Y no había el problema

155
LA VISIÓN RENACENTISTA DE LA NATURALEZA

de la relación entre la materia y el espíritu, pues no se reconocía dife-


rencia alguna entre el modo en que un ateniense concibe y obedece
las leyes de Solo’n o un espartano las leyes de Licurgo y el modo en
que los objetos inanimados conciben y obedecen las leyes de la natu-
raleza a que se hallan sujetos. No había un mundo material despro-
visto de alma ni un mundo psíquico desprovisto de materialidad; la
materia era sencillamente aquello de que estaba hecha cada cosa,
algo informe e indeterminado en sí mismo, y la psique era, sencilla-
mente, la actividad por la cual cada cosa aprehendía la causa final
de sus propios cambios.
En el siglo XVII todo esto ha cambiado. La ciencia ha descubierto
un mundo material en un sentido muy especial: un mundo de ma-
teria muerta, infinito en extensión y completamente dotado de
movimiento, pero desprovisto en absoluto de diferencias cualitati-
vas últimas y movido por fuerzas uniformes y puramente cuantita-
tivas. La palabra materia ha cobrado ahora un sentido nuevo: ya no
era la informe estofa de que están hechas todas las cosas mediante
la imposición de la forma, sino la totalidad cuantitativa organizada
de las cosas en movimiento. Ahora bien, esta idea nueva de un mun-
do material no era una figuración vana; había dado grandes resul-
tados en la ciencia física elaborada por hombres como Galileo y
Newton; y esta ciencia física nueva fue reconocida por todos como
una posesión genuina y segura del intelecto humano, sin duda el
avance mayor y más seguro hecho por el conocimiento humano
desde que los griegos inventaron las matemáticas. Así como, en
tiempos de Platón, la filosofía griega tuvo que tomar en serio sobre
todo a las matemáticas y reconocerlas como un hecho establecido,
y preguntarse no ya si eran posibles, sino cómo eran posibles, así
también, a partir del siglo XVII, la filosofía moderna se ha visto obli-
gada a reconocer como primer deber suyo el tomar la física en serio;
a confesar que el conocimiento que la humanidad ha adquirido a
través de Galileo y de Newton y de sus sucesores, hasta Einstein, es
un conocimiento genuino, y a preguntar no ya si se puede conocer
este mundo material cuantitativo, sino cómo es posible conocerlo.

156
LOS SIGLOS XVI Y XVII

Ya he señalado dos de los modos en que esta pregunta fue con-


testada sin éxito en el curso del siglo XVII. Uno fue el materialismo
o intento de explicar el conocimiento como la actividad específica
de la mente considerada como un tipo especial de cosa material.
Fracasó este intento porque la concepción moderna de la materia
contenía como esencia suya el postulado de que todas las activida-
des de las cosas materiales se pueden describir, en términos de can-
tidad, como movimientos matemáticamente determinados en el
tiempo y en el espacio, pero el conocimiento no puede ser descrito
en estos términos. El otro intento lo representa la teoría de las dos
sustancias, con sus respectivas modificaciones en Spinoza y en Leib-
niz, intento que fracasó también porque era imposible ver ninguna
conexión entre la mente y la materia concebida de este modo. El
corolario de semejantes teorías fue su reducción al absurdo, ya que
la mente no puede conocer otra cosa que sus propios estados y, por
hipótesis, el mundo material no es un estado mental.

157
II. EL SIGLO XVIII

L SIGLO XVII LEGÓ AL XVIII, SIN RESOLVER, EL PROBLEMA DE DES-


cubrir alguna conexión intrínseca entre espíritu y materia:
alguna conexión que preservara el carácter especial de cada uno
y, sin embargo, los convirtiera en partes genuinas e inteligibles de un
mismo mundo. Era menester evitar dos errores: no había que negar
su diferencia esencial y hasta su oposición, no había que reducir el
espíritu a una clase especial de materia ni la materia a una forma espe-
cial de la mente; pero al afirmar esta diferencia y hasta oposición,
tampoco había que hacerlo en forma que se negara una unidad esen-
cial que los conectara. Por unidad “esencial” se quiere dar a entender
una unidad necesaria para la existencia de las cosas unidas. Así, si se
extiende una cuerda tirante entre dos postes habrá una tensión en
uno de ellos en una dirección y otra en direccio’n contraria en el otro.
Se trata de tensiones diferentes; operan en direcciones opuestas; y si
los dos postes son de construcción diferente y han sido empotrados
en el suelo de modo diferente, operara’n también de diferente mane-
ra; pero existe una unidad esencial entre ellos porque cada tensión
condiciona a la otra.

§ 1. BERKELEY

Berkeley ofrecio’ una solucio’n a este problema. Aceptando la ver—


sio’n del siglo XVII acerca de la naturaleza como un complejo com-

159
LA VISIÓN RENACENTISTA DE LA NATURALEZA

puesto de materia inerte —es decir, una materia cuyos movimien-


tos eran producidos por alguna vis impressa, por la operación de
alguna causa eficiente externa—, un complejo que se podía descri-
bir por completo en términos puramente cuantitativos y que esta-
ba desprovisto de cualquier diferencia cualitativa, observó que esta
idea era una idea abstracta y que, por lo tanto, representaba una
versión parcial y no completa de la cosa que pretendía representar.
Según el lenguaje que heredó a trave's de Locke, de Descartes y Gali-
leo, el mundo material que el físico describe no posee más que cua-
lidades primarias, pero la naturaleza tal como realmente la conoce-
mos posee también cualidades secundarias. Por ninguna parte
encontramos en la naturaleza cosas que posean cualidades prima-
rias sin poseer también las secundarias; o, hablando con más rigor,
por ninguna parte encontramos cantidad pura desprovista de cua-
lidad. Cantidad sin cualidad no es más que abstracción y un mundo
de cantidad sin cualidad no es más que un ens rationis, no una rea-
lidad autoexistente; sino una visión esquema’tica de ciertos aspec-
tos seleccionados de la realidad. Éste es el primer paso en el argu-
mento de Berkeley. Y el segundo: la doctrina corriente, heredada
también de Descartes y Galileo a través de Locke, atribuye todas las
diferencias cualitativas de la naturaleza a la obra de la mente. Los
colores existen porque son vistos, y así sucesivamente. Ahora bien,
si esto es así, un elemento integrante de la naturaleza, tal como real-
mente existe, es la obra de la mente; y si la naturaleza como un todo
no puede existir sin ese elemento, se sigue que la naturaleza como
un todo es obra de la mente.
De este modo conseguimos una posición metafísica completa-
mente nueva. Sin más que tomar los elementos de la cosmología
tradicional del siglo XVII y arreglarlos un poco, nos muestra Berke—
ley que si sustancia significa aquello que existe por sí mismo y no
depende sino de sí, no es menester afirmar más que la existencia de
una sola sustancia, a saber, la espiritual. La naturaleza tal como exis-
te empíricamente para nuestra percepción cotidiana es la obra o
criatura del espíritu; la naturaleza en el sentido galileano, el mundo

160
EL SIGLO XVIII

material puramente cuantitativo del físico, no es más que una abs-


tracción de aquélla, no es, por decirlo así, más que el esqueleto o
armazón de la naturaleza que percibimos con nuestros sentidos y
que creamos al percibirla. Resumiendo: de inmediato, y gracias a la
operación de nuestras facultades mentales, creamos el mundo natu-
ral caliente, vivo, lleno de color, de carne y de sangre que conoce-
mos en nuestra experiencia diaria y después, mediante la operación
del pensar abstracto, le despojamos de su carne y de su sangre y lo
dejamos en sus puros huesos. Este esqueleto es el “mundo mate-
rial” de los físicos.
No hay punto flaco en el meollo del argumento de Berkeley, tal
como lo hemos formulado. A menudo, e’l mismo se expresa un
poco apresuradamente y, a menudo también, trata de reforzar su
tesis con razonamientos que están lejos de ser convincentes; pero
no hay crítica de detalles que valga frente a su posición fundamen-
tal, y tan pronto como uno comprende el problema con que se
encara está obligado a reconocer que lo resolvió de la única mane-
ra posible. Puede que su conclusión no parezca convincente y son
innegables las dificultades que nos crea; pero no hay manera de
escapar al hecho de que si se definen lo corpóreo y lo mental tal
como los definió la cosmología del siglo XVII, el problema de la
ligazón esencial entre ellos sólo se puede resolver a la manera de
Berkeley. El meollo del argumento de Berkeley se halla en la tesis
de que, si la materia es lo que por consenso común se reconoce
que es, no le cabe sino ser creada en esas dos etapas por una opera-
ción doble de la mente; pero dejó intacta la cuestión complemen-
taria de cómo siendo el espíritu lo que es puede ejecutar esta ope-
ración doble y, de ese modo, crear la materia. Ésta fue la pregunta
que se hizo Kant en la sección de su Crítica de la razón pura que
lleva el título de “Analítica trascendental”; y su respuesta fue que si
la teoría corriente de la mente es correcta, esto es, si la actividad
del pensamiento ha sido descrita correctamente por los lógicos, las
características que los físicos encuentran como existentes en el
mundo material son, precisamente, aquellas que existirían en cual-

161
LA VISIÓN ΒΕΝΛΟΙ.*΄Ν΄ΓΙ5΄ΓΑ DE LA NA'l‘URAlJa‘L'A

quier objeto construido por sí mismo por el entendimiento; en


otras palabras, cualquiera que piense, siempre que piense a la mate-
ria descrita por los lógicos, se encontraría construyendo un objeto
que poseería las características atribuidas a la materia por los físi-
cos del siglo XVII.
Pero había otra cuestión ma’s que no ya Berkeley sino el propio
Kant dejó intacta. Si la naturaleza es creada por la mente como el
producto de su actividad pensante, ¿cuál es este espíritu que así crea
la naturaleza? Sin duda que no se trata de la mente autónoma de
este o aquel individuo humano. Ni Berkeley y ni Kant ni ninguno
de sus seguidores pensaron por un momento que Copérnico creó
el sistema planetario helioce’ntrico o Kepler sus órbitas elípticas o
Newton la proporción inversa entre la atracción mutua de dos cuer-
pos y el cuadrado de la distancia entre sus centros. Berkeley afir-
maba en forma expresa que el creador del mundo físico no era nin-
gún espíritu humano o finito, sino un espíritu infinito o divino,
Dios concebido como sujeto pensador absoluto. De este modo
rechazó el panteísmo de los pensadores renacentistas, la teoría del
mundo físico o material como cuerpo de Dios, teoría que sobrevi-
vía no sólo en el materialismo, que todavía “se llevaba” en sus días,
sino también parcialmente en Spinoza y Leibniz. Para Berkeley, lo
mismo que para Platón y Aristóteles y para la teología cristiana,
Dios es pensamiento puro y carece de cuerpo; el mundo no es Dios
sino criatura de Dios, algo que Él crea mediante Su actividad pen-
sante. Pero entonces surge el problema de la relación entre la men-
te infinita de Dios y las diversas mentes humanas finitas. Para Ber-
keley se trata de dos clases absolutamente diferentes de mentes; la
mente divina resulta algo parecido al intellectus agens de Aristóte-
les, que crea lo que piensa, mientras que la mente humana es algo
parecido al intelecto pasivo, que capta pasivamente un orden obje-
tivo que Dios le presenta. Pero esto no era realmente coherente con
el punto de partida de Berkeley; porque al recibir de Locke la teo-
ría de que la mente crea una parte, por lo menos, de la naturaleza,
las cualidades secundarias, esta teoría implicaba que la mente en

162
EL SIGLO XVIII

cuestión era una mente humana. Si se niega esto, se Viene al suelo


todo el edificio del idealismo berkeleyano.

§ 2. KANT

Kant, ma’s precavido y lógico que Berkeley, insiste en que la mente


que construye la naturaleza es una mente puramente humana, bloss
menschliches; pero tampoco se trata de la mente del pensador
humano individual, sino de un ego trascendental, la mentalidad
como tal o el entendimiento puro, que es inmanente a todo pensa-
miento humano (y que no crea, aunque sí construye la naturaleza).
De este modo la forma kantiana de idealismo representa a la natu-
raleza —por la cual entiendo, como Kant, la naturaleza del físico, el
mundo material de Galileo y de Newton— como un producto no
arbitrario o irracional, sino esencialmente racional y necesario del
modo humano de mirar a las cosas; y cuando preguntamos qué son
en sí mismas estas cosas, Kant nos contesta, sencillamente, que no
lo sabemos.
El problema de la cosa en sí es uno de los problemas más des-
concertantes de la filosofía kantiana. Y lo que lo hace tan descon-
certante es el hecho de que parece imposible formular el problema
sin contradecirse uno mismo de modo flagrante. El problema se
enuncia en una forma parecida a ésta:
Todo lo que conocemos lo conocemos, a la vez, intuitiva y dis-
cursivamente, es decir mediante el uso combinado de nuestros sen-
tidos y de nuestro entendimiento. La única intuición genuina es la
intuición sensible y el único empleo Válido del entendimiento es el
de pensar acerca de cosas que percibimos sensiblemente. Por consi-
guiente, el único conocimiento es la percepción inteligente o pen-
sada. Ahora bien, lo que percibimos se compone (para emplear un
término moderno) de datos sensibles, y Kant aceptó lo que duran-
te casi dos centurias había sido generalmente aceptado, que los
datos sensibles sólo podían existir en relación con un sujeto sensi-

163
LA VISIÓN RENACENTISTA DE LA NATURALEZA

ble: son esencialmente datos y, por consiguiente, para poder existir


tienen que ser dados y recibidos. De aquí que cualquier cosa que
conozcamos no sea más que fenome’nica: es decir, que existe única-
mente en relación con nuestra mente cognoscente. Hasta ahora
todo marcha bien, pero en este punto comienza la contradicción.
La mente a la que le son dados estos datos no es ella misma un dato;
y aquello que da los datos, la cosa en sí, tampoco es un dato. El argu-
mento implica que tiene que haber mentes y que tiene que haber
cosas en sí; si no existieran, todo el argumento caería por tierra;
pero como sólo podemos conocer fenómenos, he aquí que, por
fuerza del argumento, no podemos conocer ni las mentes ni las
cosas en sí. Entonces ¿cómo podemos decir que existen? Si la cosa
en sí es un mero sinónimo de lo desconocido estamos ante una fra-
se sin sentido que se lo quita a todo argumento en el que participe;
y lo cierto es que entra como un elemento indispensable en toda la
estructura de la filosofía de Kant.
Los intentos que hace Kant para escapar a esta dificultad se le
figuran a menudo al lector que no hacen sino añadir al daño la
ofensa. Lo que dice es que, si bien no podemos conocer la cosa en
sí, si la podemos pensar: por ejemplo, la pensamos como aquello
que nos proporciona los datos sensibles y, por lo tanto, como algo
creador y racionalmente creador; y como sus estudios e’ticos le con-
vencieron de que en la voluntad humana se encuentra una activi-
dad racional creadora, llegó en realidad hasta el punto de sugerir
que la cosa en sí es más parecida a la voluntad que a cualquier otra
cosa. Esto le lleva a una metafísica no muy distante de la de Berke-
ley y la de Aristóteles, una metafísica a cuyo tenor hay que buscar
el fundamento último de los fenómenos en algo que, en todo caso,
es mucho más parecido a la mente de lo que pueda serlo a la ma-
teria. Y es opinión de Kant que mientras la naturaleza o mundo
material nos es conocida únicamente como una colección de fenó-
menos que deben su existencia a nuestras propias actividades pen-
santes y que son esencialmente relativas a estas actividades, nuestra
experiencia práctica como agentes morales activos nos revela no

164
EL SIGLO XVIII

una mera colección de fenómenos mentales, sino la mente tal como


es en sí misma. Cualquier intento (por ejemplo, el que hacen los
psicólogos) de un estudio “científico” de la mente en condiciones de
laboratorio resultará en la construcción de fenómenos mentales
que sera’n tan relativos a nuestros propios modos de pensar como
lo son los fenómenos de la naturaleza. Si deseamos conocer lo que
la mente es realmente en sí misma, la respuesta es: “Obra y lo vera’s’.’
En la acción, cosa que no ocurre en la investigación científica, “topa-
mos con la realidad misma’.’ La vida de la acción es una vida en la
que el espíritu humano consuma su propia realidad, su propia exis-
tencia como espíritu y, al mismo tiempo, logra conciencia de su
propia realidad como espíritu.
De aquí que la filosofía crítica de Kant parezca contradecirse a
medida que se desarrolla, por lo menos dos veces. En la primera
crítica (Crítica de la razón pura), en la que Kant investiga los fun-
damentos metafísicos de la ciencia física o conocimiento de la natu-
raleza, su doctrina es que sólo podemos conocer un mundo feno-
me’nico que construimos en el acto de conocerlo. En la segunda
(Crítica de la razón práctica), en la que investiga los fundamentos
metafísicos de la experiencia moral, su doctrina es que en la expe-
riencia moral llegamos a conocer nuestra mente como cosa en sí
misma. En la tercera (Crítica del juicio), su doctrina es que la cosa
en sí que subyace en los fenómenos de la naturaleza posee el carác-
ter de la mente: de suerte que lo que conocemos en nuestra expe-
riencia práctica o moral es del mismo género que aquello que pen-
samos pero no podemos conocer en nuestra experiencia teórica
cuando estudiamos la ciencia de la naturaleza.
El lector moderno corriente desconoce este aspecto de la filoso-
fía de Kant porque le parece como una ofensa a su inteligencia
tomar en serio una doctrina que, de una vez, le dice que la cosa en
sí es incognoscible y, sin embargo, pretende contarle en qué consis-
te. Pero esto equivale a no comprender a Kant. Ni por un momen-
to pensó Kant que la cosa en sí era incognoscible en el sentido en
que sus críticos han entendido esta declaración. Las palabras wis-

165
.:

LA VISIÓN RENACENTISTA DE LA NATURALEZA

sen, Wissenschafl, tienen en Kant el mismo sentido especial restrin-


". -….ή
_

gido que tiene la palabra “ciencia” en el idioma español corriente.


Ciencia no equivale a conocimiento en general; es una clase o for-
ma especial de conocimiento cuyo objeto propio es la naturaleza y
cuyo método propio es, exactamente, aquella combinación de per-
cepción y pensamiento, de sensación y entendimiento que Kant ha
tratado de describir en la “estética” y la “analítica” de su Crítica de
la razón pura. Kant no nos ha ofrecido una teoría del conocimiento
en el sentido moderno de la expresión: lo que nos ha ofrecido es
una teoría del conocimiento cientfzz’co; y cuando dice que podemos
pensar la cosa en sí aunque no la podemos conocer, lo que quiere
dar a entender es que tenemos conocimiento de ella pero no un
conocimiento científico.
Y en esta conexión podría observarse que no era nada nuevo el
intento de delimitar un campo especial para el conocimiento cien-
tífico fuera del cual habría otros campos que se podrían explorar
con otras formas de pensamiento. El proyecto de Descartes acerca
de una ciencia universal estaba concebido expresamente dejando
fuera de ella los tres grandes campos de la historia, la poesía y la
teología. Las formas del pensamiento valederas en estos campos no
las consideraba Descartes como nulas; no tenemos derecho a dudar
de su sinceridad cuando nos dice que les atribuye gran importan-
cia pero que las considera como campos en los cuales el método
que propone, por lo mismo, precisamente, que es un método cien-
tífico en sentido estricto, no podra’ aplicarse. Kant acogió este pun-
to de Vista de Descartes, pero difiere de e’l principalmente porque si
Descartes mantiene a la metafísica dentro de la esfera propia del
método científico, Kant la coloca fuera.
La idea de Kant viene a ser, pues, ésta: el objeto propio del cono-
cimiento científico no es Dios ni la mente ni las cosas en sí, sino la
naturaleza; el método propio del conocimiento científico es una
combinación de sensación y entendimiento; y como la naturaleza
es aquello que conocemos con este método, se sigue que la natura-
leza es mero fenómeno, un mundo de cosas tal como nos aparecen,

166
EL SIGLO XVIII

cognoscible científicamente porque sus modos de aparición son


perfectamente regulares y previsibles, pero que existe únicamente
en la medida en que nosotros adoptamos el punto de vista en cuya
virtud las cosas cobran tal apariencia. Estas verdades las conoce-
mos por una clase de conocimiento que no es científico: llame’mos-
le filosófico. Nuestro conocimiento de que existen cosas en sí es,
por consiguiente, conocimiento filosófico, y éste es el tipo de cono-
cimiento que nos ha de enseñar lo que son las cosas en sí.
Si tratamos de averiguar exactamente qué es lo que Kant pensó
de la cosa en sí, en otras palabras, cuál era su teoría filosófica acer-
ca de ella, no obtendremos una respuesta clara. Hay dos explicacio-
nes posibles del hecho. En general, si alguien no dice algo ello pue-
de deberse a que no tenga nada definido que decir porque no llega
a ver claro o a que piense que la cosa es tan obvia que no necesita
mención alguna. Puede ser que Kant se hallara a tal grado bajo la
influencia del escepticismo metafísico de escritores como Voltaire y
Hume que realmente dudara que pudiese haber una teoría filosófi-
ca de la cosa en sí, aunque la lógica de su propia posición implica-
ba la posibilidad de una teoría semejante. Pero también pudo ocu-
rrir que siguiera tan influido todavía por su primera formación
leibniziana que consideraba obvio que la cosa en sí es algo del tipo
de la mente. Quizás ambas explicaciones contienen parte de la ver-
dad y no son incompatibles. El primer despertar de un sueño dog-
ma’tico para entrar en una situación de escepticismo le lleva a uno
a una condición no muy distante del dogmatismo mismo. De todos
modos, resulta claro que, sean cualesquiera las razones que haya
tenido Kant, el hecho es que, mientras insistió justamente en que la
idea de la cosa en sí era un elemento esencial de su filosofía (pues
así se expresó cuando, en su ancianidad, Fichte suscitó la discusión
en torno al tema), nunca trató de elaborar esta idea dicie’ndose a sí
mismo: “Puesto que admito que nosotros podemos y tenemos que
pensar la cosa en sí, debo poner en claro cómo la pensamos exacta-
mente y qué es lo que pensamos que es”.
Con esta omisión, Kant abandonó la tarea a sus sucesores. Fich-

167
LA VISIÓN RENACEN'I'IS'I‘A DE LA NATURALEZA

te trató de resolver el problema cortando el nudo gordiano, es decir,


eliminando la cosa en sí y presentando a la mente como construc-
tora de la naturaleza a base de nada. Esto condujo a una filosofía
que se presentaba con el cariz de un kantismo por primera vez cohe-
rente y lógico, pero, en realidad, destruyó el problema kantiano en
vez de resolverlo, porque el problema no surge de una considera-
ción general acerca del conocimiento, sino de las peculiaridades
especiales de la naturaleza como algo dado a la mente, algo con lo
que la mente tiene que encararse, y esto implica que hay una cosa
en sí. El otro método que quedaba para poder desarrollar a Kant
era el único justo y fue el adoptado por Hegel.

168
III. HEGEL: LA TRANSICIÓN A LA IDEA MODERNA
DE LA NATURALEZA

ANT RECONOCIÓ QUE ERA POSIBLE QUE PENSÁRAMOS LA COSA


en sí pero dejó a sus sucesores el trabajo de descubrir co’mo,
de hecho, tenemos que pensar y pensamos la cosa en sí.
Quien se planteó esta tarea como punto de partida de toda teo-
ría cosmolo’gica fue Hegel. Rechazó la pretensión exclusiva del pen-
samiento científico al título de conocimiento y, por consiguiente,
también la idea de que la cosa en sí es incognoscible, afirmando,
por el contrario, que es la más fácil de conocer entre todas: no es
más que puro ser, el ser en cuanto tal, desprovisto de cualquier
determinación particular cualitativa o cuantitativa, espacial o tem-
poral, material o espiritual. La única razón por la que parece incog—
noscible es que, en ella, nada de particular hay para conocer; no
posee caracteristicas que la distingan de cualquier otra cosa y, por
eso, al tratar de describirla fracasamos, no por no poder entender
el misterio de su naturaleza, sino porque comprendemos muy bien
que nada hay en ella para ser descrito. El ser en general no es nada
en particular; así, el concepto del ser puro se convierte, como dice
Hegel, en el concepto de la nada. Este paso o transición lógica de
un concepto a otro no es una pura transición meramente subjetiva
o psicolo’gica, de nuestro pensamiento, de un concepto a otro dife-
rente; se trata de una transición objetiva, un proceso real mediante
el cual un concepto se desenvuelve lógicamente de otro que presu-
pone. Esta es la idea del devenir, del desarrollo o proceso, que en su

169
LA VISIÓN RENACENTISTA DE LA NATURALEZA

forma primaria o fundamental es un devenir lógico: un proceso,


pero no un proceso en el tiempo o un movimiento en el espacio y
todavia menos un cambio de la mente o proceso del pensar, sino
un proceso de la noción, un movimiento lógico inherente a los con-
ceptos en cuanto tales. De este modo ha contestado Hegel a la pre-
gunta de cómo la cosa en sí puede ser creadora o fuente de algo dis-
tinto de ella: su actividad es la misma que la que llamamos
necesidad lógica, el poder intrínseco en cuya virtud un concepto
genera otro que, a la vez, es un concepto fresco y una forma nueva
de aquél. El concepto crece como un organismo pasando de la
potencia al acto, haciendo que broten nuevas determinaciones de sí
mismo que son heteroge’neas con respecto a su punto de partida
indiferenciado.
A partir de este comienzo, Hegel desarrolla un sistema de con-
ceptos que expone en lo que denomina la ciencia de la lógica. Este
sistema de conceptos es parecido al mundo plato’nico de las formas
porque es inmaterial, puramente inteligible, construido orgánica-
mente y el supuesto previo de toda existencia material y espiritual.
La diferencia entre la concepción hegeliana y la platónica es que,
mientras el mundo de formas plato’nicas es estático, desprovisto de
cambio y devenir, el de Hegel se halla totalmente imbuido de pro-
ceso. Es dinámico, su ser resulta constantemente en un devenir en
el cual cada concepto conduce, por necesidad lógica, al siguiente.
De este modo se supera la objeción que hizo Aristóteles a Platón al
decirle que sus formas, por lo mismo que son estáticas, no pueden
explicar el origen del cambio y del proceso en el mundo natural;
para Hegel los cambios de la naturaleza y también el origen de la
naturaleza son el resultado o consecuencia lógica del proceso que
tiene lugar en el mundo de los conceptos: la prioridad lógica cons-
tituye el fundamento de la prioridad temporal. Por eso, al contra-
rio que Aristóteles, Hegel no necesita colocar un pensador o mente
al comienzo de su cosmología en calidad de causa primera; es ver-
dad que describe a Dios como el objeto estudiado por la ciencia de
la lógica, pero Dios no es para e’l una mente, lo cual sería un modo

170
HEGEL: LA TRANSICIÓN A LA IDEA MODERNA DE LA NATURALEZA

falsamente antropomórfico de concebirlo; Dios es el mundo auto-


creador y autosubsistente u organismo de puros conceptos y la
mente o espíritu no constituye más que una de las determinacio-
nes, aunque la más alta y perfecta, que Dios adquiere en ese proce-
so de autocreacio’n que es también el proceso de crear el mundo.
Aquí tenemos la respuesta que da Hegel a la cuestión de la relación
entre la mente humana y la divina, que Berkeley dejó sin resolver y
a la que Kant renunció como insoluble: la importancia del hombre
en el mundo radica, precisamente, en el hecho de ser el vehículo
del espíritu, la forma en que el ser o, mejor dicho, el devenir de Dios
se desarrolla en su etapa cirnera como el ser o devenir del espíritu.
Se parece al panteísmo porque se concibe el proceso del mundo
como ide’ntico con el proceso de la Vida autocreadora de Dios; pero
difiere del panteísmo porque Dios en sí mismo, como el puro con-
cepto creador, es anterior al mundo material y lo trasciende como
causa suya.
Este mundo de formas dinámico, al que Hegel se refiere colecti-
vamente con el nombre de Idea, es la fuente o creador inmediato
de la naturaleza y, a través de ella, mediatamente del espíritu. Así
rechaza Hegel lo que llama idealismo subjetivo de Berkeley y Kant,
a cuyo tenor el espíritu es el supuesto previo o creador de la natu-
raleza; esto, dice Hegel, invierte la relación existente entre ellos, y
prefiere a este respecto el punto de vista materialista de la naturale-
za como fuente del espíritu. A sus ojos, el único error de este punto
de Vista es que convierte a la naturaleza en algo absoluto, autocrea-
dor o autoexplicador, mientras que e’l cree que, de hecho, tienen
razón los idealistas subjetivos, como la tenían Platón y Aristóteles,
al considerar la naturaleza como esencialmente creada, derivada,
dependiente de alguna otra cosa: sólo que esta otra cosa no es para
él el espíritu, sino la Idea. Y Hegel coincide totalmente con Platón
en considerar la Idea, no como un estado de la mente o como acti-
vidad alguna de la misma o como criatura de ella, en una palabra,
como algo subjetivo, sino como un reino del ser que subsiste por sí
mismo, es autosuficiente y constituye el objeto apropiado de la

171
LA VISIÓN RENACENTISTA DE LA NATURALEZA

mente. Esto es lo que Hegel llama “idealismo objetivo” —como


opuesto al idealismo subjetivo de Kant— o, con otro nombre, “idea-
lismo absoluto’,’ porque concibe la Idea como algo real en sí mismo
y que en modo alguno depende de la mente que la piensa.
Al designar como idealismo subjetivo el punto de Vista filosófi-
co que comparten Kant y Berkeley, no hago sino seguir a Hegel. No
estoy seguro de si e’ste inventó el nombre pero, en todo caso, el
empleo ordinario que hacemos de e'l procede de Hegel, quien, por
lo tanto, tiene derecho a que se le consulte por lo que se refiere a su
sentido. Tal como la empleó e’l, la expresión “idealismo subjetivo”
significa la teoría de que las ideas o conceptos existen únicamente
para un sujeto o (como se expresa Hegel) la ilusión de que las ideas
“existen únicamente en nuestras cabezas’.’ Considera que esta ilu-
sión es una herencia del dualismo cartesiano entre espíritu y mate-
ria, que ha acostumbrado a la gente a pensar que todo lo que no es
material es mental, de suerte que el concepto, en lugar de ser un
supuesto previo del pensamiento, se convierte en una mera manera
de pensar, en un acto o hábito del pensamiento. El idealismo subje-
tivo, así entendido, debe ser distinguido claramente del solipsismo,
que es la teoría ——que de hecho mantuvo una de las escuelas carte-
sianas—— de que nada existe más que yo mismo, es decir, mi mente.
Es, sin duda, una forma de idealismo subjetivo, pero no la forma
sostenida por Berkeley o por Kant.
La filosofía de Hegel es un sistema en tres partes. La parte pri-
mera es la lógica o teoría de la Idea. La segunda es la teoría de la
naturaleza; la tercera es la teoría del espíritu. Las tres partes juntas
constituyen lo que él llama “enciclopedia de las ciencias filosóficas”
y cualquier tema y doctrina filosófica tiene su lugar en este esque-
ma. No pretendo, como es natural, exponer el sistema en su con-
junto, sino que me limitare’ a destacar la concepción de la naturale-
za y la relación que guarda con la Idea, por una parte, y con el
espíritu, por la otra.
La naturaleza, para Hegel, es real; en modo alguno es una ilu-
sión o algo que pensamos que existe cuando lo que existe, en reali-

172
HEGEL: LA TRANSICIÓN A LA IDEA MODERNA DE LA NATURALEZA

dad, sería alguna otra cosa; tampoco es, en modo alguno, una mera
apariencia, algo que existiría únicamente porque lo pensamos. Exis-
te realmente y existe con independencia de cualquier mente. Pero
la palabra “real” resulta un poco ambigua. Literalmente significa
poseer el carácter de una res o cosa: y si las cosas son aquello que
existe en el espacio y en el tiempo, la naturaleza no sólo es real sino
la única realidad, porque constituye, precisamente, la totalidad de
las cosas, el reino de la “coseidad’Ï Pero en su uso corriente, la pala-
bra “real” posee, por lo menos, otro sentido: como cuando deci-
mos, por ejemplo, que este cuadro no es un Rembrandt real sino
una simple copia. El cuadro es una cosa, posee realitas; pero no
posee veritas; no encarna la idea que pretende encarnar.
Ahora bien, de acuerdo con Platón y Aristóteles, todas las cosas
naturales son, esencialmente, cosas implicadas en un proceso de
devenir; y esto es porque esta’n siempre tratando de llegar a ser
encarnaciones adecuadas de sus respectivas formas sin lograrlo
nunca de modo absoluto. En este sentido, cualquier cosa de la natu-
raleza es, en algún grado, irreal en el segundo sentido de la palabra:
no una mera apariencia, menos todavía una flusión, sino algo que no
logra del todo ser e’l mismo. Hegel acepta esta idea platónico-aris-
tote’lica de la naturaleza.
Tanto para Hegel como para Aristóteles, la naturaleza se halla
infundida de Με…; todo en la naturaleza trata de llegar a ser algo
definido; pero la convergencia del proceso con su propia meta es
siempre asintótica y nunca alcanza el punto de coincidencia. Así es
como las leyes de la naturaleza no son lo que los científicos moder-
nos llaman leyes estadísticas, leyes que no describen con exacto
rigor el comportamiento de cada uno de los individuos a que se
aplican, sino la tendencia general de su comportamiento, el tipo de
comportamiento hacia el cual se orienta su movimiento. En este
sentido la naturaleza no es real; nada hay en la naturaleza que col-
me en forma plena las medidas de nuestra descripción científica de
ella, y no porque nuestras descripciones necesiten ser corregidas,
sino porque siempre hay en la naturaleza una especie de rezago, un

173
LA VISIÓN RENACENTISTA DE LA NATURALEZA

elemento de indeterminacio’n, de potencia (para emplear el lengua-


je aristote’lico) no resuelto todavía en acto perfecto.
¿Cuál es la razón de este elemento de rezago o indeterminación
en la naturaleza? La respuesta que da Hegel es profundamente ori-
ginal. Los griegos propendieron a echarle la culpa a la materia y a
sugerir que la forma, aunque perfecta en sí misma, no se hallaba
perfectamente encarnada en la materia a causa de que e'sta era recal-
citrante; pero esto no es una respuesta, porque la pretendida renuen-
cia de la materia no era sino un nombre dado al hecho de que la for-
ma, por la razón que fuere, no se hallaba perfectamente encarnada.
La opinión de Hegel es que las formas de la naturaleza no encarnan
con perfección debido a cierta peculiaridad de estas mismas formas.
Son formas de una clase especial que, en virtud de algo inherente a
su estructura, no pueden ser realizadas de modo completo. La tarea
que la naturaleza se propone al tratar de realizarlas es, por consi-
guiente, intrínsecamente imposible y sólo puede cumplirse de un
modo imperfecto y aproximado. Se trata, como si dije’ramos, de for-
mas utópicas que reclaman realización y que, sin embargo, tienen
algo en sí mismas que hace imposible la realización. Lo que hace
imposible su realización es el hecho de que son “abstractas”: esto es,
el hecho de que se ciernen sobre sus propios casos como patrones
trascendentes que, en sí mismos, son esencialmente inmateriales,
pero que, sin embargo, reclaman su reproducción en la materia.
Podemos comparar en este aspecto los conceptos de la natura-
leza con los otros dos tipos de conceptos: los de la lógica pura y
los del espíritu. Los conceptos de la lógica pura son determinacio-
nes del puro ser y pertenecen todos, como atributos necesarios, a
todo lo que sea; no hay posibilidad de que algo deje de exhibir nin-
guno de ellos, porque se hallan ligados entre sí de tal suerte que,
cuando uno está realizado, todos están realizados; y todos están rea-
lizados por doquier. Su descripción equivale a la descripción elabo—
rada o desarrollada de cualquier cosa que sea en la medida en que
es algo —un cuerpo o un espíritu u otra cosa cualquiera, si es
que existe otra cosa cualquiera—.

174
HEGEL: LA TRANSICIÓN A LA IDEA MODERNA DE LA NATURALEZA

Los conceptos del espíritu, por otra parte, son (como los de la
naturaleza) conceptos que determinan el carácter de una clase espe-
cial de cosas que existen realmente: pero esta clase de cosas (a saber,
las espirituales) poseen la peculiaridad de imponerse a sí mismas
este carácter por su propia actividad y, por consiguiente, son libres
para desarrollar en sí mismas la posesión perfecta de este carácter.
Estos conceptos definen lo que el espíritu tiene que ser, y lo que el
espíritu tiene que ser puede ser y, además, conoce que tiene que ser
esto en la medida en que está ya sie’ndolo. La moralidad, por ejem-
plo, es un concepto del espíritu, y sólo un espíritu que es ya un agen-
te moral reconoce que tiene que ser un agente moral.
La manera en que Hegel piensa los conceptos o formas que diri-
gen los procesos de la naturaleza es paralela al modo en que Platón
pensó todas las formas. El mismo Platón explica que el concepto
del estado ideal no puede ser realizado exactamente en ningún esta-
do real, porque siendo la naturaleza humana lo que es, nunca pue-
de organizarse ella misma como encarnación perfecta de tal con-
cepto; sin embargo, la exigencia de que esto ha de hacerse, la
exigencia de que la forma del estado ideal ha de realizarse en la na-
turaleza humana, es una exigencia esencial a la forma misma: de
suerte que la forma impone a la naturaleza humana una tarea a la
que no puede sustraerse y la que, sin embargo, no puede esperar
jamás colmar realmente.
Pero ¿por que’ supuso Hegel que todas las formas de la natura-
leza poseen este extraño carácter? Para responder a la pregunta
tenemos que preguntarnos todavía cua’l es la diferencia de la natu-
raleza, la peculiaridad que la distingue, como un todo, de la Idea,
por una parte, y del espíritu, por otra. La respuesta de Hegel es que
la naturaleza es, esencialmente, la realidad externa, el mundo exte-
rior. Exterior no quiere decir en este caso exterior a nosotros. En
modo alguno la naturaleza es exterior a nosotros. No es exterior a
nuestros cuerpos; por el contrario, nuestros cuerpos son parte y
parcela de ella; tampoco es exterior a nuestras mentes, pues ningu-
na cosa puede ser exterior a otra a no ser que ambas ocupen posi-

175
LA VISIÓN RENACENTISTA DE LA NATURALEZA

ciones en el espacio y sean, por lo tanto, cuerpos materiales; y nues-


tras mentes, no siendo cuerpos, no se hallan situadas en ningún
lugar del espacio:- de estarlo, también serían parte de la naturaleza.
Lo que se quiere decir cuando se habla de la naturaleza como mun-
do exterior es que se trata de un mundo dominado y caracterizado
por la exterioridad, un mundo en el que cada cosa es exterior a cual-
quier otra. Por consiguiente, la naturaleza es el reino de la exterio-
ridad; es un mundo (o más bien el mundo) en el cual las cosas están
unas fuera de otras. Esta exterioridad adopta dos formas: una en
la cual cada cosa está fuera de toda otra, o sea el espacio; y otra en la
cual una cosa está fuera de sí misma, o sea el tiempo. Cuando digo que
una cosa está fuera de sí misma en el tiempo, entiendo que la reali-
zación de su concepto o idea se halla esparcida en el tiempo; los
diversos elementos que componen ese concepto, los diversos atribu-
tos o características de la cosa están separados unos de otros aun-
que pertenecen a ella sucesivamente, y no pueden copertenecerle
juntos. Es propio, por ejemplo, de la naturaleza de un corazón el te-
ner que dilatarse y contraerse, pero por lo mismo que el proceso que
comprende estas dos fases es un proceso natural y no lógico, la tran-
sición de una fase a otra tiene lugar en el tiempo y el corazón deja
de hacer una cosa cuando comienza a hacer la otra. Su ser completo
como corazón comprende tanto la sístole como la dia’stole; pero su
ser está fragmentado y se realiza a pedazos, siendo el tiempo la ma-
nera de su fragmentación y de su realización a pedazos.
La idea de la naturaleza, de acuerdo con Hegel, es la idea de una
realidad doblemente fragmentada, esparcida o distribuida en el
espacio y en el tiempo. Esta característica no sólo afecta a la idea de
la naturaleza como un todo, sino a cada idea de cada cosa en la
naturaleza. La idea de un cuerpo material es la idea de un núme-
ro de partículas distribuidas en el espacio; la idea de la vida es la
idea de un número de características distribuidas en el tiempo. Por
lo tanto, no hay lugar en el cual pudiera ejemplificarse localmente
la idea de un cuerpo ni tampoco un tiempo en el cual pudieran rea-
lizarse todas las características de la vida. En ninguna parte pode-

176
HEGEL: LA TRANSICIÓN A LA IDEA MODERNA DE LA NATURALEZA

mos decir que el cuerpo esta’ aquí; nunca puede decir uno: “Yo soy
ahora, en este instante, viviente”. Aunque señalemos un decímetro
cúbico de espacio al decir aquí y un periodo de ocho años al decir
ahora tampoco podemos sostener que el ser del cuerpo se halle con-
tenido por completo dentro de esa circunscripción o el ser del orga-
nismo dentro de ese periodo; en ambos casos, el ser de la cosa reba-
sa los límites fijados; el cuerpo se hace sentir por sus efectos
gravitatorios a través del espacio, y el organismo, ya le considere-
mos física, química, biológica o moralmente, no es más que una
concreción temporal y local de una corriente vital que se extiende
mucho más allá por todas direcciones, y lo que nosotros llamamos
sus peculiaridades son, en realidad, características que impregnan
esa corriente vital como un todo.
Siguiendo esta línea de pensamiento, pronto llegamos a la con-
cepción que Whitehead ha redescubierto y hecho familiar en nues-
tros días, a saber, que cada trozo de materia del mundo no se halla
localizado aquí o allí sencillamente, sino en todas partes. Esta con-
cepción, como ha subrayado Whitehead, en modo alguno repugna
a la física moderna; y he aquí un hecho notable de la cosmología
moderna, a saber, que la ciencia física de hoy día ha llegado a una
idea de la materia y de la energía que concuerda hasta tal punto con
las consecuencias de la teoría de Hegel sobre la naturaleza, que un
filósofo-científico como Whitehead puede volver a formular la teo-
ría de Hegel (sin saber que se trata de Hegel, pues no creo, a juzgar
por las apariencias, que lo haya leído) abandona’ndose con tranqui-
la conciencia a su ímpetu y resolviendo con alegría, como dice e’l
mismo, el concepto de naturaleza en el concepto de actividad pura.
Pero lo que ha sido posible para Whitehead no fue posible para
Hegel, porque la física de sus días era todavía la física de Galileo y
de Newton, una física concebida en términos de cosas “simplemen-
te localizadas” (para emplear la expresión de \Nhitehead) en el espa-
cio. Por eso mismo toda la teoría natural hegeliana se halla desga-
rrada por un dualismo que acaba a la larga por quebrantarla.
Tenemos, por una parte, el supuesto previo heredado del siglo XVII,

177
LA VISIÓN RENACENTISTA DE LA NATURALEZA

la concepción de la naturaleza como una máquina, una congrega-


ción moviente de trozos de materia muerta; por otra parte, tene-
mos la implicación cosmológica de su propio pensamiento, que
insiste en que toda realidad debe estar imbuida de proceso y activi-
dad; que la naturaleza no puede ser una mera máquina porque
alberga en sí el poder de desenvolver, por una necesidad lógica, la
Vida y el espíritu.
Hegel pertenecía a una generación de alemanes que adoraba la
Vieja He'lade con un culto casi idola’trico y que estudió su arte, su
literatura y su pensamiento con intensidad apasionada. Sería cómo-
do y barato describir el organicismo y antimecanicismo de la Natur-
philosophie de Hegel como una filosofía en la que los problemas no
resueltos por el pensamiento del siglo XVIII se resolvieron tomando
de prestado del pensamiento griego. Digo que sería cómodo y bara-
to porque semejantes métodos caracterizan a ese tipo frívolo y
superficial de historia que habla de influencias, préstamos y así
sucesivamente, y que cuando dice que A está influido por B o que
A toma prestado de B nunca se pregunta que’ es lo que hizo que A
estuviera expuesto a la influencia de B o qué es lo que había en
A que le capacitó para tomar prestado de B. Un historiador de las
ideas que no se contente con estas fórmulas baratas no sera’ capaz
de figurarse a Hegel como tapando con masilla tomada de Platón y
Aristóteles las grietas del pensamiento dieciochesco. Por el contrario,
vera’ que en Hegel el pensamiento del siglo XVIII, por Virtud de su
propio desarrollo espontáneo, se hizo lo suficientemente maduro
para comprender a Platón y a Aristóteles y de este modo conectar
sus propios problemas con los problemas que éstos discutían. Pero
al establecer Hegel este contacto con las ideas griegas, perdió el con-
tacto con la vida práctica de su propia generación. Hegel era un
revolucionario. Su Visión de la naturaleza conducía (consciente-
mente) a conclusiones revolucionarias acerca del método correcto
de la investigación científica. Pujaba por marchar desde Galileo más
o menos directamente a Einstein. Pero vivía entre una generación
de contrarrevolucionarios que sostenían que lo que fue bueno para

178
HEGEL: LA TRANSICIÓN A LA IDEA MODERNA DE LA NATURALEZA

Newton era bueno para ellos y sería bueno para todas las genera-
ciones futuras. Esta querella entre Hegel y sus contemporáneos sur-
gió de ciertas discrepancias íntimas del propio pensamiento de
Hegel.
No hacía sino seguir a Kant y a Newton, a Descartes y a Galileo
cuando consideraba el espacio vacío y el tiempo como las cosas fun-
damentales de la naturaleza, la doble armazón en que se extiende
todo hecho natural; por otra parte, piensa que el movimiento que
penetra la naturaleza entera es, como pensaban Platón y Aristo’te-
les, una versión de algo más fundamental, a saber, el proceso lógi-
co, en términos de espacio y tiempo; pero ve que si se toma en serio
la concepción de la naturaleza como extendida en el espacio y en el
tiempo, nos abocamos a la conclusión de que ninguna cosa o pro-
ceso natural posee un hogar propio ni en el espacio ni en el tiem-
po, y de este modo la idea misma de existir en el espacio o de ocu-
rrir en el tiempo es una idea que se contradice a sí misma.
¿Qué hace Hegel en esta situación? Cuando algunos filósofos
tropiezan con algo contradictorio en sí mismo declaran que, por
tal razón, es una pura apariencia y no una realidad. Pero a Hegel
no le era posible escaparse de este modo, porque siendo un ultra-
rrealista en su teoría del conocimiento, las cosas que aparecen, cua-
lesquiera que ellas sean, en la medida en que realmente aparecen
son también reales. Ahora bien, la naturaleza se nos aparece real-
mente; es visiblemente presente a nuestros sentidos o, mejor dicho,
como lo ha puesto de manifiesto Kant, no a nuestros sentidos, sino
a nuestra imaginación, e inteligiblemente presente al pensamiento
del científico. Por consiguiente, es real. Pero la contradicción que
abriga prueba, según Hegel, que no es algo completo; es algo empe-
ñado en convertirse en algo diferente. Este algo diferente en que la
naturaleza esta” empeñada es el espíritu. Por consiguiente, podría-
mos decir que para Hegel la naturaleza implica el espíritu. Pero esta
implicación nada tiene que ver con un movimiento del pensamien-
to. No quiere decir que al pensar en la naturaleza nos vemos forza-
dos a avanzar y pensar en el espíritu. Tampoco quiere decir que la

179
LA VISIÓN RENACENTISTA DE LA NATURALEZA

naturaleza sea algo que no puede existir a menos que exista tam-
bién el espíritu. Quiere decir que la naturaleza constituye una fase
en un proceso real que conduce a la existencia del espíritu. La natu-
raleza es para e’l una abstracción, como lo fue para Berkeley y para
Kant; pero una abstracción real, no una abstracción mental. Entien-
do por abstracción real una fase real en un proceso real, una fase
en sí misma y aparte de la fase subsiguiente, a la que conduce. Así,
el desarrollo de una yema es un proceso que acontece realmente y
acontece antes de que la flor se halle formada por completo; la sepa-
ración de las dos cosas, la yema y la flor, no es una ficción de la
mente humana; pero aunque la yema posee un carácter propio real-
mente diferente del de la flor, también es cierto que tiende a con-
vertirse en una flor y esta actividad de convertirse en una flor cons-
tituye parte de su esencia y hasta es la parte más esencial de esa
esencia. Así tenemos que la yema y la flor son fases de un mismo
proceso, y la yema en sí misma una abstracción de tal proceso. Pero
una abstracción hecha por la naturaleza, la que por todas partes
trabaja de este modo a través de fases sucesivas del proceso, hacien-
do una cosa antes de empezar con la siguiente. Ahora bien, la natu-
raleza como un todo implica para Hegel el espíritu del mismo modo
en que la yema implica la flor; la naturaleza tiene antes que nada
que ser ella misma y por eso nuestra concepción de ella es verdade-
ra y no ilusoria; pero esta’ siendo ella misma sólo provisionalmen-
te; marcha a dejar de ser ella misma y a convertirse en espíritu, del
mismo modo en que la yema esta’ siendo ella misma únicamente
para dejar de ser yema y convertirse en flor. Y este carácter provi-
sional de la yema como una fase transitoria del proceso entero apa-
rece, lógicamente, como una autocontradicción en la idea de una
yema, una contradicción entre lo que es su ser y lo que es su deve-
nir. La contradicción no es culpa del botánico; no es, en general,
culpa alguna; es una característica inherente a la realidad en la
medida en que realidad quiere decir lo que existe aquí y ahora, esto
es, el mundo de la naturaleza.
En un aspecto resulta imperfecto el paralelo entre el proceso que

180
HEGEL: LA TRANSICIÓN A LA IDEA MODERNA DE LA NATURALEZA

marcha de la yema a la flor y el proceso que marcha de la naturale-


za al espíritu. El proceso de la yema a la flor es un proceso dentro
de la naturaleza y, por lo tanto, en el tiempo: la yema existe en un
momento y la flor en un momento ulterior. Es obvio que la transi-
ción de la naturaleza al espíritu no puede caer dentro de la natura-
leza porque nos lleva más allá de la idea de la naturaleza; por con-
siguiente, la transición no es de carácter temporal, sino una
transición ideal o lógica. De acuerdo con Hegel, nunca habrá un
tiempo en que toda la naturaleza se haya convertido en espíritu e,
inversamente, tampoco hubo nunca un tiempo en que nada de la
naturaleza se hubiera convertido en espíritu; el espíritu siempre
está y siempre ha estado desarrollándose de la naturaleza, algo así
como los cuerpos gravitatorios han estado siempre generando cam-
pos de fuerza o como las series de los números se han estado gene-
rando ellas mismas hasta el infinito.
Esto nos lleva a un punto en el que la cosmología de Hegel difie-
re agudamente de la mayor parte de las cosmologías corrientes hoy
día: se trata de la diferencia principal o crucial. El punto a que me
refiero tiene que ver con la significación del tiempo. Las cosmolo-
gías modernas se basan por lo general, en la idea de evolución, y
representan como un desarrollo en el tiempo no sólo el desarrollo
de una especie u orden natural, sino también el desarrollo del espí-
ritu de la naturaleza. Ideas de esta especie se agitaban ya en los días
de Hegel y a ellas prestó atención sólo para rechazarlas enérgica-
mente. Toda la realidad, nos dice, constituye un sistema de estratos
o peldaños, superiores e inferiores; esto es verdad tanto del espíri-
tu, donde tenemos un estrato inferior del sentido y un estrato supe-
rior del intelecto, con subdivisiones, como de la naturaleza, en la
que lo inorgánico o sin Vida y lo orgánico o viviente constituyen
las dos divisiones principales; y en la naturaleza, que es el reino de
la exterioridad, lo vivo y lo sin Vida, en lugar de interpenetrarse,
deben existir uno fuera de otro como clases separadas de cosas. Pero
insiste en que no puede haber una transición temporal, sino única-
mente una transición lógica de las formas inferiores de la naturale-

181
LA VISIÓN RENACENTISTA DE LA NATURALEZA

za a las superiores. Ahora bien, hay una razón que explica por que’
Hegel adoptó esta posición. La razón es que no es posible que un
mundo de la materia puramente muerto y mecánico, tal como lo
concebían los físicos en sus días (y que e’l aceptaba como punto de
partida) produzca Vida haciendo la única cosa que es capaz de hacer,
a saber redistribuirse en el espacio. En los seres vivos hay un nuevo
principio de organización actuando que difiere cualitativamente
del de la materia muerta; y como el reino de la materia se halla por
hipótesis desprovisto de diferencias cualitativas, no podía producir
en sí misma esa particular novedad cualitativa. Por consiguiente,
mientras los físicos estuvieran contentos con su concepción de la
materia muerta, su autoridad hacía imposible la aceptación de una
teoría evolutiva.
En este punto observamos una vez más el carácter incompleto
de la Naturphilosophie de Hegel, las contradicciones no resueltas de
su base lógica. ¿Qué es lo que estaba haciendo? ¿Pretendía ofrecer
una versión filosófica, a la manera kantiana, de lo que los científi-
cos de la naturaleza habían logrado de verdad y en lo que, en ver-
dad, creían? En otras palabras ¿es que su Naturphilosophie repre-
senta un intento de responder a la pregunta de cómo los científicos
llegan a conocer lo que de hecho conocen? ¿O pretendía ir más alla”
de los resultados obtenidos por los hombres de ciencia y buscaba
una serie diferente de resultados valiéndose de un método que no
era el método tradicional de la ciencia natural, sino su propio méto-
do filosófico?
Se le ha reprochado por haber hecho ambas cosas y, cada vez,
en razón de que debía de haber hecho la contraria. La verdad es que
estaba realmente haciendo las dos. Comienza por aceptar provisio-
nalmente la ciencia natural de su tiempo (y esto se le ha reprocha-
do a menudo y con encono y bien injustamente, es decir, el haber
aceptado lo que le comunicaban hombres que por haber vivido a
fines del siglo XVIII se supone ahora que eran buenas muestras de
necedad medieval) y llega a sentirse profundamente insatisfecho
con esta ciencia natural coeta’nea y trata de mejorarla de acuerdo

182
HEGEL: LA TRANSICIÓN A LA IDEA MODERNA DE LA NATURALEZA

con sus propias ideas acerca de lo que la ciencia debe ser. Y tam-
bién se le ha reprochado con frecuencia y encono y bastante injus-
ticia el haber hecho esto, es decir, el no haber aceptado lo que aque-
llos presuntos necios le comunicaban y haber pretendido criticar
su obra cuando lo que le correspondía era aceptarla como “científi-
ca” y, por lo mismo, sacrosanta.
Hegel pugnaba por llegar a una síntesis entre la ciencia de su
tiempo y los resultados que había obtenido con sus propios méto-
dos, entre la idea de la naturaleza como máquina y la concepción
de la realidad toda envuelta en proceso. Tenía razón al pensar que
era necesaria una síntesis. No digo que tuviera razón por lo que res-
pecta a la síntesis particular a que llegó. Lo que digo es que se halla-
ba en un apuro y trató (habiéndose entregado a una distinción insa-
tisfactoria entre ciencia natural y filosofía) de resolver mediante la
filosofía los problemas de la ciencia natural, sin ver que la ciencia
natural es la que tiene que resolver sus propios problemas en sus
propias épocas y con sus propios métodos. Trato’ de anticipar
mediante la filosofía algo que, de hecho, no podía ser sino el des-
arrollo futuro de la ciencia natural. Su anticipación, como pode-
mos Verlo ahora, fue sorprendentemente exacta en varios sentidos,
pero el pensamiento científico no tiene lugar reservado a la antici-
pación; no aprecia más que los resultados científicamente logrados.

183
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TERCERA PARTE

LA. IDEA MODERNA DE LA NATURALEZA

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I. EL CONCEPTO DE VIDA

§ 1. BIOLOGÍA EVOLUCIONISTA

ESDE LOS DÍAS DE HEGEL EL CONCEPTO DE EVOLUCIÓN HA


atravesado dos fases principales: la primera fue una fase
biológica; después Vino la cosmológica.
La fase biológica reviste una importancia extrema en su rela-
ción con la teoría general de la naturaleza, porque fue este movi-
miento del pensamiento el que, a la postre, acabó con el viejo dua-
lismo cartesiano de espíritu y materia al introducir entre ellos un
tercer término, a saber, la Vida. La obra Cientifica del siglo XIX se
dedicó largamente a establecer la autonomía de las ciencias bioló-
gicas como un reino separado, independiente de la física o ciencia
de la materia, por un lado, y de la ciencia del espíritu, por otro. En
la cosmología antigua y medieval las ideas de materia, Vida y espí-
ritu se hallaban tan interpenetradas que era difícil distinguirlas; el
mundo, qua extenso, era considerado como materia; qua moviente,
como vivo; qua ordenado, como inteligente. El pensamiento de los
siglos XVI y XVII expelió el alma del mundo y creó la física moderna
al concebir los movimientos ordenados de la materia como movi-
mientos muertos. En esta concepción tenemos ya implícito el con-
traste con los movimientos vivos, pero la biología moderna no
había nacido todavía y Descartes trata delibermlamenle de pensar
los animales como autómatas, es decir, de explicar los hechos bio-
lógicos en términos de la nueva física. Hasta en Hegel la división
de su cosmología en teoría de la naturaleza y teoría del espíritu

187
LA IDEA \.lODERN.-\ DF [..-Χ ΝΑ΄Γ1Ή.-Χ1.1.-'|..'Α

guarda todavía vestigios del dualismo cartesiano ¡v muestra que la


biologia no constituye todavia una tercera division de la ciencia con
principios peculiares.
Antes de que surgier.-1 la biologia del siglo .\'I.\', el proceso de la
generacion de los organismos vivos era concebido como un proceso
reproductivo, esto es, un proceso mediante el cual se reproducia la
forma específica del organismo generador en la descendencia Cual-
quier frac.'1so en su reprmiuccio'n exacta se consideralm como una
aberración, un tin-¡caso en el sentido estricto, un disparo en el cual la
naturaleza no había dado en el blanco. Y es cierto que había toda una
cantidad de pruebas en favor de semejante concepcion; dentro de la
experiencia nuestra, las especies orgimizadas permanecen relativa-
mente estables y las aberraciones ostensibles de su forma carecen de
viabilidad o son, por lo menos, estériles. Pero la paleontologia, tal
como la estudiaron los geólogos del siglo XVIII, puso de mamitiesto
que esa prueba no se mantiene en un periodo mas Largo de tiempo:
porque la geología pronto nos presentó descripciones de edades pasa-
das en las que la flora y la fauna del mundo fueron muy diferentes
de lo que son en la actualidad. El modo natural de interpretar este
conocimiento nuevo era suponer que los organismos de nuestros
días no tienen una genealogía a través de una línea de antepasados
todos específicamente idénticos entre si, sino que esa linea recorre
formas específicamente diferentes, de suerte que la forma específica
misma está sujeta a cambios en el tiempo a medida que transcurre la
historia del mundo. Esta hipótesis fue reforzada en gran medida, si
es que no fue sugerida realmente, por el estudio de la historia huma-
na, en la cual podemos ver que las to‘rmas de la organizacio’n política
y social han sufrido una evolución del mismo tipo. Esa hipótesis fue
verificada mediante el estudio, debido especialmente a Darwin, de la
cría de animales domésticos, en la cual la intervención humana, con
sólo escoger ciertas castas para su crianza, puede producir en espa-
cios de tiempo relativamente cortos formas que en todo caso se pare-
cen mucho a especies independ¡entes y que son cap.-1ces, como ellas,
de procrear conforme al tipo.

188
EL CONCEPTO DE VIDA

Estas consideraciones condujeron a una concepción enteramen-


te nueva del proceso generador. Mientras hasta entonces se creyó
que la naturaleza se esforzaba en reproducir formas específicas fijas
de Vida, de ahora en adelante se la concibió como tratando, igual
que los criadores de animales, de producir formas siempre nuevas
y mejoradas. Pero para el ganadero una forma mejorada significa
una forma que se acomoda mejor a sus intereses, lo que no signifi-
ca que sean los intereses del ganado mismo: así que los propósitos
del ganadero le son impuestos al ganado desde fuera. Si la natura-
leza está mejorando las formas de vida, lo hace desde dentro; y por
eso, cuando hablamos de que la naturaleza produce una forma
mejorada de vida, queremos decir que se trata de una forma mejor
adaptada para sobrevivir o simplemente para vivir, es decir, una
forma que encarna de modo más adecuado la idea de la vida. Así,
se concibió la historia de la vida como la historia de una sucesión
infinita de experimentos por parte de la naturaleza para producir
organismos cada vez más intensa y efectivamente vivos. Esta con-
cepcio'n de la Vida se fue destacando con grandes dificultades y
serias pugnas de las concepciones ya familiares de la materia y del
espíritu. La biología nueva pensaba que la vida se parecía a la mate-
ria y era diferente del espíritu al estar completamente desprovista
de propósito consciente; Darwin hablaba libremente de selección y
empleaba constantemente un lenguaje que implicaba la teleología
en la naturaleza orgánica, pero ni por un momento pensó que la
naturaleza fuera un agente consciente que llevaba a cabo del modo
deliberado sus experimentos y se diera cuenta de los fines que per-
seguía; si se hubiera molestado en pensar la filosofía subyacente en
su biología, habría llegado a algo parecido a la idea que tenía Scho-
penhauer del proceso evolucionista como autoexpresio’n de una
voluntad ciega, una fuerza creadora y directiva desprovista por
completo de toda conciencia y de los atributos morales que la con-
ciencia presta a la voluntad del hombre; e ideas de este tipo son las
que vemos flotar por todas partes en la atmosfera de los contem-
poráneos de Darwin como, por ejemplo, 'le‘nnyson. Por otra parte,

189
LA IDEA MODERNA DE Ι.Λ ΝΛ'1'υΒΑ11Ε/.'Λ

18 vida era concebida como parecida al espíritu y diferente de la


materia, ya que se desarrollaba a través de un proceso histórico y se
orientaba, a través de este proceso, no al azar, sino en una determi-
nada dirección, hacia la producción de organismos mejor dispues-
tos para la supervivencia en el medio dado, cualquiera que éste fue-
ra. Si el medio cambiaba, si, por ejemplo, un lago que contenía peces
se secaba poco a poco, la teoría nos enseñaba que los peces, genera-
ción tras generación, encontrarían los medios de adaptarse, prime-
ro, a la Vida en el fango y, después, en la tierra seca; si el ambiente
permanecía estable, la teoría enseñaba que poco a poco se irían pro-
duciendo peces más fuertes y ma’s activos que desplazarían o de-
vorarían a sus vecinos menos capaces. Esta teoría implicaba la
concepción filosófica de una fuerza vital, a la vez inmanente y tras-
cendente, en relación con todos y cada uno de los organismos vivos:
inmanente puesto que existía únicamente como encarnada en esos
organismos, trascendente porque no trataba de realizarse sólo en la
supervivencia de los organismos individuales, ni tampoco mera-
mente en la perpetuacio’n de su tipo específico, sino que era capaz
de encontrar para sí una realización más adecuada en un tipo nue-
vo y la procuraba.
Esta nueva concepción filosófica de la vida como algo diferente
tanto de la materia como del espíritu, no se estableció sin alguna
oposición. Procedía ésta, como es natural, de la herencia cartesiana
de las dos sustancias, con su inclusión tradicional de la vida dentro
del reino de la materia y su consiguiente impulso para explicar los
hechos biológicos mediante los conceptos de la física. El punto fuer-
te de esta oposición era la teoría de que las modificaciones de la
forma específica dependían del puro azar, pues las células paterna y
materna se mezclaban y arreglaban en el huevo fertilizado al azar
y formaban así descend¡entes de muy diversas clases, entre los cuales
algunos, a causa de esta estructtu'a congénita, eran capaces de vivir
en un ambiente mientras que otros no lo eran. (Jon base en esta
teoría ha surgido una imponente construcción de genetica mate-
rialista, entendiéndose en este caso por materialista que trata de

190
EL CONCEPTO DE VIDA

explicar la función fisiológica en términos de estricta estructura


físico-química. No puedo detenerme a examinar las controversias,
no acalladas todavía, entre las concepciones de este tipo y las de
otras escuelas, porque realmente estas controversias pertenecen al
campo de la biología y únicamente sus consecuencias remotas afec-
tan a las cuestiones filosóficas de las que me ocupo. En el campo
filosófico pienso que es legítimo decir que la idea del proceso vital
como distinto del cambio mecánico o químico ha llegado a impo-
nerse y que ha evolucionado nuestra idea de la naturaleza. No debe
sorprendernos que algunos eminentes biólogos no la hayan acepta-
do todavía. Del mismo modo, la física antiaristote’lica, que he des-
crito como el elemento nuevo y fecundo en la cosmología del siglo
XVI, fue rechazada por muchos científicos destacados de la época;
no se trataba de unos pedantes cualesquiera, sino de hombres que
estaban realizando importantes contribuciones al progreso del
conocimiento.

§ 2. BERGSON

Puede considerarse, sin exageración, que esta fase del pensamiento


en la cual la idea de evolución fue elaborada como una idea esen-
cialmente biológica culmina en la obra de Bergson. No pretendo
examinar el conjunto de su obra, sino señalar las líneas principales
de lo que pudiera llamarse el elemento biológico de su filosofía y
su relación con otros elementos determinados.
El pensamiento de Bergson acerca de la vida comienza al captar
firmemente la diferencia que la destaca de la materia tal como la
entienden los físicos. En e’sta, todo lo que acontece es el mero resul-
tado de una causa existente de antemano; la materia y la energía
son constantes y todos los movimientos están predeterminados
y son teóricamente calculables, quiere decirse que no puede haber
nada realmente nuevo; todos los acaeceres futuros están implica-
dos en cualquier acaecer pasado o, según la frase de Bergson, tout
est donné, las puertas del futuro están cerradas. En la Vida, por el

191
LA IDEA MODERNA DE l..~\ NATURALEZA

contrario, las puertas del futuro están abiertas; el proceso de cam-


bio es un proceso creador que conduce a la aparición de novedades
genuinas. Tenemos, pues, un dualismo prima fizcie, dentro de la na-
turaleza, entre el reino de la materia ¡v el reino de la vida, ¿Que ha-
cer con este dualismo? Bergson lo aborda a traves de la teoría del
conocimiento. Tambien aqui encuentra un dualismo entre el in-
telecto, que razona y demuestra v trabaja con conceptos rígidos,
siendo el órgano apropiado para concebir la materia, y la intuición,
que entra en la vida de su objeto, lo sigue en su movimiento y resul-
ta el órgano apropiado para conocer el mundo fluyente y autocrea-
dor de la vida. Bergson intenta resolver este segundo dualismo sos-
teniendo que, siendo la mente humana, en su conjunto, un
producto de la evolucion natural-, no tenemos por que suponer que
la naturaleza nos ha dotado de facultades mentales con el fin de
conocer la verdad; de hecho, nuestra inteligencia no es en modo
alguno una facultad conocedora de la verdad, sino esencialmente,
una facultad práctica, que nos capacita para actuar efectivamente
en el fluir de la naturaleza, contando este fluir en pedazos rígidos
que podemos manipular, lo mismo que un carnicero manipula
la carne animal' o un ebanista manipula los árboles. De este modo,
Bergson llega a un tercer dualismo, el que se da entre el conoci-
miento y la acción: el conocimiento, concebido como esencialmen-
te intuitivo, obra de la conciencia viva que se sumerge en su objeto
vivo, y la acción, concebida con caracter manipulador, la obra de
esa misma conciencia que se despega de su objeto y se cierne sobre
e’l para matarlo, para cortarlo y convertirlo en cosas.
Estos tres dualismos se resuelven uno en otro caleidosco’pica-
mente en la filosofía de Bergson; pero, de los tres, el fundamental
para nuestro propósito es el dualismo cosmolo’gico entre materia y
vida. Acabamos de ver que la vida es el poder o proceso que ha crea-
do, entre otras cosas, la mente humana, y que la materia es un
modo en que esta mente concibe la realidad con el propósito de
manipularla; pero esta realidad, con independencia de cualquier
otra cosa que ella pueda ser, es la vida misma; y como la vida y la

192
lil, CONCEP'I‘O DE VIDA

materia son opuestas en todos los sentidos, no puede ser al mismo


tiempo materia: por consiguiente, la materia es una ficción del inte-
lecto, útil y necesaria a los propósitos de la acción, pero no verdad
en ningún sentido. De este modo, Bergson elimina la materia de su
cosmología y nos vemos ante un mundo que se compone simple y
sencillamente de los procesos vitales y de sus productos.
Este proceso es descrito como un proceso de evolución creado-
ra. Se destierran de e'l las causas eficientes, que pertenecen única-
mente al mundo ficticio de la materia; lo que se mueve obedecien-
do a una causa eficiente es empujado o puesto en movimiento, pero
la vida se mueve por sí misma, obedeciendo a su propio élan vital
intrínseco. Pero también se destierran las causas finales; porque en
la causación finalista el fin es un dato que ya está dado y, por con-
siguiente, el proceso que conduce a ese fin debe transcurrir a través
de líneas predeterminadas y, una vez más, nos encontrarnos con
que tout est donne” y se niega la absoluta creatividad o espontanei-
dad del proceso. Bergson explica esto diciendo que la teleología no
es sino un mecanicismo al revés: un mécanisme au rebours. El pro-
ceso del mundo es una vasta extemporización; la fuerza vital no
posee propósitos, meta o luces que la guíen desde fuera o princi-
pios que la guíen desde dentro; es pura fuerza, cuya única propie-
dad intrínseca es la de fluir, la de pujar indefinidamente hacia adelan-
te en todas las direcciones. Las cosas materiales no son los vehículos
o supuestos previos de este movimiento cósmico, sino sus produc-
tos; y las leyes de la naturaleza tampoco son las que guían su curso;
son meramente las formas que adopta éste durante un tiempo. De
este modo se niega, en una forma nueva, la vieja distinción entre
un mundo sustancial, externo, perceptible, de objetos naturales, y
las leyes inteligibles, inmateriales e inmutables que gobiernan el
comportamiento de esos objetos la distinción griega entre los
mundos perceptible e inteligible——, resolviendo ambos terminos
por igual en el concepto de proceso o evolución, quien produce a
la vez las cosas que cambian y las leyes cambiantes de sus cambios.
El mérito mayor y permanente de la teoría bergsoniana de la

I93
LA IDEA MODERNA DE LA NATURALEZA

naturaleza es que ha tomado muy en serio el concepto de Vida; ha


captado este concepto con la mayor firmeza y lo ha definido de un
modo que no es sólo brillante e impresionante sino también con-
cluyente, dentro de sus propios límites. Pero cuando miramos a su
filosofía en conjunto y vemos cómo ha tratado de identificar este
concepto de la Vida con el concepto de la naturaleza, reducie’ndolo
todo en ella al término Vida, vemos que ha repetido con la Vida la
misma faena que los materialistas de los siglos XVII y XVIII hicieron
con la materia. Tomaron la física como su punto de partida y argu-
mentaron que, no importa qué otra cosa fuera la naturaleza, de
todos modos era material en el sentido en que esta palabra era
entendida por los físicos. Luego procedieron a reducir el mundo
entero de la naturaleza a términos de materia. Bergson toma la bio-
logía como su punto de partida y acaba reduciendo el mundo ente-
ro de la naturaleza a términos de Vida. Tenemos que preguntarnos
si esta reducción está más justificada que la reducción paralela
intentada por los materialistas.
Surgen dos cuestiones. En primer lugar, existen cosas que re-
sisten obstinadamente a ser absorbidas por el concepto de Vida
como el espíritu resiste a ser absorbido por el concepto de materia.
Y, en segundo lugar, ¿será capaz el concepto de Vida de aguantar
como principio cósmico único, capaz de seguir operando cuando
hayan sido arrumbados todos los demás conceptos como un anda-
miaje?
La primera cuestión el Vitalismo bergsoniano puede encararla
más confiadamente que el viejo materialismo. La idea de la Vida,
como puente entre la materia y el espíritu, podría pretender plausi-
blemente explicar los dos. Por eso no me detendre’ en este problema.
La segunda cuestión es más seria. La vida, tal como la conoce-
mos, desempeña su papel en un escenario preparado ya por la mate-
ria. En la medida que lo podemos ver, no es más que eflorescencia
local y transitoria sobre la superficie de uno entre un inmenso
número de cuerpos inorgánicos. El mundo inorgánico de la as-
tronomía y de la física constituye un vasto sistema, con una ampli-

194
EL CONCEPTO DE VIDA

tud en el espacio y en el tiempo incalculablemente mayor que la del


mundo orgánico. El hecho de que la Vida aparezca siempre y en
todas partes en este mundo inorga’nico arroja, sin duda, una luz sig-
nificativa sobre la naturaleza del mundo inorgánico; pero, una vez
que nos libramos del hechizo de la elocuencia bergsoniana y nos
preguntamos en frío si, como e’l dice, la materia es un subproducto
de la Vida o la vida un subproducto de la materia, como creen los
materialistas, difícilmente dejaremos de reconocer que la posición
que defiende Bergson es una paradoja monstruosa e intolerable. Si
no podemos aceptar con seriedad la teoría de Kant de que la natu-
raleza es un subproducto de la actividad pensante de la mente
humana, porque estamos seguros de que lo contrario se halla más
cerca de la verdad, ¿cómo aceptaremos la teoría bergsoniana, tan
semejante, de que el mundo de la física es un subproducto de la
actividad autocreadora de la vida? Ésta es una forma nueva de idea-
lismo subjetivo, del cual podemos decir lo que Hume dijo de Ber-
keley, a saber, que posiblemente su argumento no tuviera vuelta de
hoja, pero que no convencía.
Este sentido de las desproporciones y paradojas implicadas por
el vitalismo bergsoniano debe conducirnos a una revisión ma’s apre-
tada de su concepto fundamental. La fuerza vital, cuya operación
crea tanto los organismos naturales como las leyes naturales y dota
a los organismos de mentes que trabajan intuitivamente para el
conocimiento e intelectualmente para la acción, es una fuerza fue-
ra de la cual y antes de la cual no hay nada; sin embargo, se dife-
rencia ella misma, ella misma se organiza en modos diversos, se
ramifica y desarrolla en líneas diferentes, tiene éxito al desarrollar-
se a lo largo de esta línea y fracasa al desarrollarse a lo largo de aque-
lla otra; aquí se congela en estancamiento, allí fluye con vigor inin-
terrumpido. En una palabra, y según podemos verlo por las
descripciones detalladas que hace de su actividad, Bergson piensa
esa fuerza vital como si fuera un río que fluye entre rocas y montu-
ñas que, si no determinan su Imwimicnto, si dctcrmímm las rami—
ficaciones y diversi“caciones de 686 movimiento. listo implica una

195
1.Α IDEA .\l()DFl\‘\.‘:\ [Hi I Λ .Χ'.ΧΓ['11Α1.1ζ/,΄Λ

de dos: o que la causa de estas obstrucciones y ramiticaciones es


inherente a la fuerza vital misma o que esa causa es cosa distinta
que la vida. La primera alternativa es eliminada por la concepción
que Bergson tiene de la vida como actividad pura, puro ¿"Ian positi-
vo infinito. Tenemos que quedarnos con la segunda y pensar esta
causa como un algo real en sí mismo, una olmstruccio’n del río de
la vida; en una palabra, un mundo material en el que se desarrolla la
Vida y por cuya actividad están condicionadas las obras de la vida;
volvemos de nuevo a la idea de la materia como escenario en el que
la vida desempeña su papel. Éste es el círculo vicioso de la cosmo-
logía de Bergson: en forma ostensible, no puede explicar cómo este
o aquel otro subproducto especial puede surgir sin presuponer,
paralelamente a la vida y hasta antes que ella, la materia misma.
Esta conclusión resulta fatal para la teoría bergsoniana del cono-
cimiento. Si la materia no es menos real que la vida, la inteligencia
que piensa el mundo material no sera” menos un órgano de conoci-
miento que la intuición que mira a la vida, y su actitud esce’ptica o
pragmatista frente a la física y, en general, frente al pensamiento
lógico, se derrumba y nos vemos obligados a reconocer que el inte-
lecto, cuando diseca el mundo y solidifica sus fragmentos en uni-
dades conceptuales, no está falsificando la realidad para fines pra'c-
ticos, sino dividie’ndola (como dijo Platón) por sus articulaciones,
discerniendo divisiones que realmente existen en ella. También la
teoría bergsoniana de la intención se derrumba; no es posible ya
restringir el conocimiento a la mera conciencia inmediata que la
vida tiene de sí, una conciencia tan fluida y cambiante como aque-
llo de lo que es conciencia; y volvemos a la idea de la conciencia
que se eleva al nivel del conocimiento únicamente si lleva el lastre
de la lógica, algo así como cuando Bergson habla del espacio que
lleva lastre de geometría. Así como la corriente vital presupone la
topografía de un mundo material dentro del cual fluye, también
la corriente de la conciencia presupone la topografía de las formas
lógicas y conceptuales, de las categorías o ideas en el sentido plató-
nico y hegeliano; y el intento de Bergson de negar estas dos presu-

196
EL CONCEPTO DE VIDA

posiciones le deja en el dilema de afirmar ta’citamente lo que expre-


samente niega o de afirmar, únicamente, la existencia de una fuer-
za que nada hace y de una intuición que no capta más que esta
nadería.
Lo que falla en la filosofía de Bergson, considerada como una
cosmología, no es el hecho de que tome la Vida con seriedad, sino
el hecho de que no tome en serio ninguna otra cosa. El concepto
de Vida es una clave importantísima para la naturaleza general del
mundo, pero no es, como ha tratado Bergson de figurarlo, una defi-
nición adecuada del mundo en su totalidad. El mundo inanimado
del físico es un peso muerto de la metafísica bergsoniana; nada pue-
de hacer con e’l excepto tratar de digerirlo con el estómago de su
proceso vital; pero resulta indigerible. Sin embargo, no se puede
negar el avance logrado por Bergson en la teoría de la naturaleza al
fijar su atención en la vida. No podemos ignorar la obra de Berg-
son; lo que tenemos que hacer es volver a considerar el concepto
que e’l encontró intratable, el concepto de la materia muerta.

197
II. LA FÍSICA MODERNA

STO NOS CONDUCE A LA FÍSICA COMO LA CIENCIA EN CUYAS


manos han de estar las cartas en la nueva etapa del juego, así
como, un siglo antes, las cartas estuvieron en manos de la
biología. Todos sabemos que los conceptos capitales de la física han
sido modificados profundamente en los últimos cincuenta años y a
estas modificaciones me voy a referir; pero es una faena mucho más
difícil de la que sería, por ejemplo, narrar el auge de la biología evo-
lucionista, porque el cambio es tan reciente que nuestras ideas no
se han reajustado todavía y sus efectos, en lugar de haber sido dige-
ridos largamente en textos populares, se hallan todavía incorpora-
dos principalmente a obras te’cnicas que resultan ininteligibles para
un lego como yo. Por consiguiente, todo lo que pueda decir sobre
la materia no pasa de ser una tentativa, y en el momento de decir
algo tengo aguda conciencia de que puedo incurrir en las equivo-
caciones más serias. Pero no me es posible eludir la responsabili-
dad de decir algo porque, en la medida en que yo puedo entender
estas ideas nuevas, parecen implicar consecuencias de la mayor
importancia para la Visión filosófica de la naturaleza y su relación
con el espíritu.

[99
LA IDEA MODERNA DE LA NATURALEZA

§ l. LA VIEJA TEORÍA DE LA MATERIA

En primer lugar trataré de describir cómo se concebía el mundo de


la naturaleza antes de que se iniciaran estos cambios. Era concebido
como dividido en partículas sólidas que se mueven en el espacio.
Cada partícula, físicamente considerada, era atómica: es decir, física-
mente indivisible e indestructible pero no geome’tricamente indivisi-
ble; esto es, poseía un cierto tamaño y forma. Pero no era posible
definirla exhaustivamente en términos geométricos, porque poseía
ciertas propiedades físicas, distintas de las geométricas, de las que la
más fundamental era la impenetrabilidad. En virtud de su impene-
trabilidad, nunca podía ocupar el mismo lugar que cualquier otra
partícula; esto es, en cualquier momento determinado poseía un
lugar que le era propio, lugar en que se hallaba situada por entero y
en el que ninguna otra partícula estaba contenida. Como toda par-
tícula podía moverse en cualquier dirección, siempre era posible la
intersección de la trayectoria de dos partículas de suerte que acudie-
ran al mismo lugar en el mismo momento; entonces coludían y el
choque cambiaba la dirección de sus movimientos. Además, cada
partícula estaba dotada de inercia, en cuya virtud se movía con velo-
cidad uniforme en línea recta si se hallaba en movimiento o perma-
necía estacionaria si se hallaba en reposo; y semejante movimiento o
reposo uniforme persistía hasta que fuera interferido por el choque
de alguna otra partícula. Ésta era la teoría corpuscular o atómica de
la materia, que el siglo XVII heredó de los atomistas griegos y que fue
aceptada por los hombres de ciencia de los dos siglos siguientes como
expresión de la verdad fundamental acerca del mundo fisico.
Hasta ahora la concepción parece bastante comprensible aun-
que, si uno la examina más de cerca, surgen serias dificultades a
propósito de preguntas como éstas: ¿cuál es la relación exacta de
un cuerpo con el espacio que se dice que ocupa? ¿Cómo es posible que
el movimiento se traslade por choque de un cuerpo a otro? ¿Por
qué se mueven los cuerpos en lugar de estar todos en reposo? Y así

200
LA FÍSICA MODERNA

sucesivamente. Pero dejando a un lado estas dificultades, nos ofre-


ce un cuadro claramente imaginable, aunque no una teoría clara-
mente inteligible, del mundo material.

§ 2. SUS COMPLICACIONES Y SUS INCONGRUENCIAS

Ya en los tiempos de Newton, sin embargo, esta concepción tan sen-


cilla se vio complicada por la adición de un elemento nuevo. Soste-
nía Newton que toda partícula de materia obraba como si estuvie—
ra en posesión de una fuerza atractiva que actuaba sobre todas las
dema’s partículas con una potencia directamente proporcional al
producto de sus masas e inversa al cuadrado de la distancia entre
ellas. Ahora bien, esta fuerza gravitatoria aparece como una segun-
da causa del movimiento que ocuparía su lugar al lado del choque:
algunos movimientos parecen deberse a una de las causas, otros a
la otra. Una teoría semejante, en la cruda forma dualista en que la
he formulado, no es tolerable ni en filosofía ni en ciencias; tanto la
una como la otra no pueden menos de buscar principios que unifi-
quen las cosas que estudian, y un físico serio nunca llegará a suge-
rir que algunos movimientos se deben al choque y otros al agente
totalmente diferente de la atracción sin preguntarse, a la vez, cómo
se relacionan entre sí estos dos principios. El mismo Newton sintió
la dificultad con tanta fuerza que, más de una vez, negó explícita-
mente la teoría de una fuerza gravitatoria intrínseca que pertene-
ciera a la materia como tal. He aquí sus palabras en una carta a
Betley (25 de febrero de 1692 o 1693):

Que la gravedad sea innata, intrínseca y esencial a la materia de suerte


que un cuerpo pueda actuar sobre otro a distancia, a través del vacío,
sin la mediación de ninguna otra cosa a través de la cual su acción
pueda pasar de uno a otro, me parece a mí un absurdo tan grande que
no creo que hombre alguno que piense con sensatez en materias filo-
sóficas pueda jamás caer en e’l.

201
LA IDEA MODERNA DE LA NATURALEZA

Creía que la gravitación tenía que ser, o bien un efecto peculiar


| de alguna clase peculiar de choque, al que siempre consideraba
como la única causa física posible del movimiento, o bien el efecto
de alguna causa inmaterial. Y todavía a mediados del siglo XIX, físi-
cos distinguidos repitieron una y otra vez las objeciones de New-
ton sin que fueran jamás contestadas. Siempre quedará como un
reproche de lo que ahora se llama la física cla’sica el que en ningún
momento se aproximo’ a una solución satisfactoria de esta pregun-
ta: ¿Cua’l es la relación entre estas dos causas aparentemente dispa-
res del movimiento, el choque y la gravitación?
Las complicaciones no terminaban aquí. Newton había conce-
bido el espacio en que sus partículas se movían como vacío, pero
físicos posteriores se vieron obligados a pensar este espacio lleno
de algo que llamaban éter, que se requería para poder explicar el
comportamiento de la luz. El éter venía a ser otra especie de mate-
ria; no estaba dividido en partículas, era uniforme y homogéneo y
su función consistía en propagar las perturbaciones de tipo ondu-
latorio causadas por los movimientos de las partículas. Era, por lo
mismo, estacionario, ya que todos los movimientos eran movi-
mientos a través de él; pero no ofrecía resistencia a estos movimien-
tos a pesar de que invadía todo el espacio y era, a la vez, elástico y
perfectamente rígido.
La dificultad de conciliar estas dos concepciones, la de la mate-
ria tosca, por decirlo así, y el éter, fue siempre patente para los físi-
cos y se hicieron toda clase de intentos para acabar con esta dificul-
tad. Por un lado, una y otra vez se trató de adscribir una estructura
corpuscular al éter, es decir, de concebirlo como si fuera un gas
extremadamente enrarecido, o también se trató de concebir la luz
como una corriente de partículas en movimiento, lo que permitiría
prescindir del éter; pero ambos intentos fracasaron frente a los
hechos experimentales. Por un lado, se trato” también de pensar la
materia tosca como compuesta de perturbaciones locales o nuclea-
ciones en el éter, pero esto estaba en contrmliccio’n con la idea fun—
damental del éter como esencialmente homogéneo y estaciomirio.

202
LA FÍSICA MODERNA

Surgio’ una tercera complicación del lado de la química. John


Dalton llego’ a detectar ciertas clases de materia de las que cada una
poseía su modo cualitativo peculiar de conducirse; estos elemen-
tos, como se llamaron entonces, se consideraron como compuestos
de especies de a’tomos, cada una con sus propias peculiaridades físi-
cas. Pero los átomos, que no eran más que partículas de materia
tosca, no podían poseer ma’s propiedades que las puramente cuan-
titativas; se supuso, por lo tanto, y el supuesto resultó comprobado
por el experimento, que los átomos de un elemento diferían en
masa o peso de los átomos de otro. De aquí que hubo de pensarse
en que las partículas últimas de materia no eran uniformes en su
cantidad de masa, sino que ésta variaba de acuerdo con una escala,
la de los pesos ato’micos. Ahora bien, aparte de la imposibilidad de
lanzar un puente entre la cantidad física y la cualidad química —es
decir, la imposibilidad de mostrar por que’ un cuerpo con un peso
atómico determinado debe comportarse de un modo químico espe-
cífico cuando otro con un peso atómico ligeramente diferente se
comportaba de otro modo—, la teoría corpuscular de la materia
requería, desde el punto de Vista del físico, el supuesto de que todos
los átomos poseen la misma masa, porque esta teoría consideraba
el átomo o partícula primordial de materia esencialmente como
una unidad de masa. Por esta razón, así como hace cincuenta años
hubo un conflicto abierto entre la teoría de la materia y la del éter,
así hubo también otro entre la idea de la materia requerida por la
física y la requerida por la química.
Me refiero a estos viejos problemas y controversias que figuran
tan ampliamente en la bibliografía científica de hace dos genera-
ciones porque la situación provocada en la física por los descubri-
mientos y teorías últimos es tan extraña que las gentes se sienten a
menudo seducidas por la nostalgia de los viejos buenos tiempos en
que reinaba la por ellos llamada física clásica, cuando todos creían
en una teoría sencilla y comprensible de la materia, que se compo-
nía de partículas en movimiento en un espacio absoluto; y vale la
pena recordar que esta supuesta teoría sencilla no existía más que

203
LA IDEA MODERNA DE LA NATURALEZA

en los textos populares, que ofrecía al público una fachada de cohe-


rencia imponente que disimulaba las grietas más profundas, las más
vivas disensiones y las más penosas dudas en lo que concierne a las
teorías mismas que en los textos se suponían como fundamentales
e indiscutibles.

ξ 3. LA TEORÍA NUEVA DE LA MATERIA

La física actual, cualesquiera que sean las dificultades a que nos ha


conducido, algo ha hecho por lo menos para acabar con estos escán-
dalos. Fija'ndonos en el último de ellos, la disputa entre la química
y la física, ha sido resuelto por la teoría electrónica según la cual el
átomo químico no es un corpúsculo sino una constelación de elec-
trones, de modo que átomos que poseen una serie de cualidades
químicas pueden cambiarse en átomos que posean otra serie de
cualidades con sólo quitarles un electrón. De este modo volvemos
a una sola unidad física, el electrón; pero también conseguimos una
nueva concepción muy importante de la cualidad química que
dependería, no ya del mero aspecto cuantitativo del átomo, o sea
de su peso, sino del patrón o pauta que forman los electrones que
lo componen. No se trata de una pauta estática sino de una pauta
dinámica, un patrón que cambia constantemente de un modo rít-
mico definido, parecido a las pautas rítmicas que los pitagóricos
descubrieron en los dominios de la acústica.
Esta idea de la pauta rítmica, como un eslabón entre la canti-
dad y la cualidad, resulta importante en la teoría moderna de la
naturaleza no sólo porque nos provee de una conexión entre esas
nociones hasta ahora inconexas sino, lo que es mucho más impor-
tante, porque presta una nueva significación a la idea de tiempo. Si
un átomo de hidrógeno posee las cualidades del hidrógeno no por-
que se componga meramente de cierto número de electrones, tam-
poco meramente porque estos átomos estén dispuestos de cierto
modo, sino porque se mueven de un determinado modo rítmico,

204
LA FÍSICA MODERNA

se sigue de aquí que, dentro de un determinado momento del tiem-


po, el átomo no posee en modo alguno esas cualidades; únicamen-
te las posee en un espacio de tiempo lo suficientemente amplio para
que se cumpla el ritmo del movimiento. Siempre se ha sabido que
había algunas cosas que so’lo podían existir en un espacio de tiem-
po y no en un mero instante. El movimiento es el caso más paten-
te: en un instante no hay diferencia entre un cuerpo en movimien-
to y otro en reposo. También la vida es un caso bastante obvio: la
única cosa que diferencia a un cuerpo vivo de otro muerto es que
en el animal vivo van ocurriendo ciertos procesos y cambios rítmi-
cos que se hallan ausentes del cuerpo muerto. Tenemos, pues, que
la vida, lo mismo que el movimiento, es cosa que necesita tiempo y
no posee una‘existencia instantánea. Aristóteles mostró que lo mis-
mo ocurre con las cualidades morales: la felicidad, por ejemplo, es,
según e’l, una cosa que pertenece a un hombre únicamente si le per-
tenece a trave’s de toda la Vida (εν) βι΄ιω τελει΄…ω), (16 suerte que una
vista instantánea de su estado de ánimo no podría distinguir si era
feliz o no, lo mismo que una fotografía instantánea no podría dis-
tinguir a un animal vivo de otro muerto, o a un cuerpo en movi-
miento de otro en reposo (cf. supra, pp. 37-42). Pero antes del adve-
nimiento de la física actual se supuso siempre que el movimiento
no es más que un accidente que le ocurre a un cuerpo y que el cuer-
po goza de su propia naturaleza con independencia de tales acci-
dentes; la gente piensa que un cuerpo es lo que es en cada instante
de su historia y que nada que le ocurra puede alterar sus atributos
físicos. Esta nueva idea del a’tomo como un patrón dinámico de
electrones ha cambiado todo esto y ha asimilado las propiedades
químicas de la materia, al convertirla en una función del tiempo, a
las cualidades morales de un espíritu o a las vitales de un organis-
mo. De aquí en adelante, así como en la e’tica no se puede separar
lo que un hombre es de aquello que hace, ni en biología lo que un
organismo es de aquello que hace, tampoco en física podremos
separar lo que la materia es de aquello que hace. Esta separación
fue la piedra fundamental de la llamada física clásica, que concebía

205
LA IDEA NIODERNA DE LA NATURALEZA

el movimiento como algo externo añadido a una materia que ya de


por sí gozaba de sus propios atributos con independencia de seme-
jante adición y creía que una fotografía instantánea del mundo ma-
terial revelaría su naturaleza entera.
Con la teoría electrónica de la valencia vemos que la vieja teo-
ría de la materia, que Bergson supone todavía como la verdadera,
se disuelve y deja su lugar a una teoría nueva en la cual la materia
es esencialmente proceso o actividad o algo muy parecido a la vida.
Pero esta nueva teoría no hace ninguna concesión al animismo y al
hilozoísmo o a cualquier confusión entre el proceso vital de un
organismo y el proceso físico de un átomo. No se olvida la diferen-
cia entre estas dos clases de procesos cuando se descubre esa seme-
janza tan importante. De aquí que, cuando un filósofo como White-
head, incitado por estas nuevas teorías de la materia, declara que el
conjunto de la realidad es un organismo, u otro filósofo, como
Alexander, nos describe el tiempo como el alma de la cual el espa-
cio es el cuerpo, sería entenderlos mal acusarles de que vuelven a la
vieja idea griega de la naturaleza como ser viviente; no están fun-
diendo la física con la biología, como le hubiera gustado hacer a
Bergson, sino que esta’n saludando una nueva visión de la física que,
por primera vez en la historia moderna, revela una semejanza fun-
damental, en lugar de una serie indefinida de contrastes, entre el
mundo de la materia y el mundo de la Vida.
Veamos ahora el dualismo entre choque y atracción y pregun-
temos cómo lo aborda la física reciente. Si recordamos que para
Newton la única esperanza parecía residir en negar la existencia de
fuerzas atractivas reales y en reducirlas a términos de choque, la
novedad de la física reciente se pone de relieve con el hecho de que
sigue la línea contraria: niega el choque como vera causa y lo redu-
ce a un caso especial de atracción y repulsio’n. De acuerdo con la
nueva teoría de la materia, ninguna partícula de materia se pone
jamás en contacto con otra partícula. Cada partícula se halla ro-
deada por un campo de fuerzas, concebido por la analogía con el
campo magnético; y cuando un cuerpo rebota sobre otro no se debe

206
LA FÍSICA MODERNA

al choque con e’l, sino a una repulsión análoga a la que hace que los
polos nórdicos de dos agujas magnéticas se repelan entre sí.
De nuevo encontrarnos que el concepto fundamental de la mate-
ria ha experimentado una profunda alteración en su estructura. La
vieja idea era que, primero que nada, un determinado trozo de mate-
ria es lo que es y que, en razón de que goza de esa naturaleza, per-
manente e inmutable, actúa en ocasiones diversas de diversas mane-
ras. Porque un cuerpo posee en sí mismo o intrínsecamente cierta
masa, ejerce una fuerza determinada al chocar o al atraer otros cuer-
pos. Pero, ahora, las energías pertenecientes a los cuerpos materiales
no sólo explican su acción recíproca, sino también la extensión y la
masa de cada cuerpo en sí mismo; porque un centímetro cúbico de
hierro ocupa no más de un centímetro cúbico a causa del equilibrio
entre las fuerzas atractivas y repulsivas de los átomos que lo compo-
nen y éstos, a su vez, son átomos de hierro únicamente a causa de las
pautas rítmicas establecidas por las fuerzas atractivas y repulsivas de
los electrones que los componen. Resulta, pues que no sólo las cuali-
dades químicas, sino hasta las mismas propiedades físicas y cuantita-
tivas se conciben ahora como una función de la actividad. Lejos de
ser verdad que la materia hace lo que hace porque, con independen-
cia de lo que hace, es lo que es, se nos dice ahora que la materia es lo
que es a causa de que hace lo que hace; o, hablando con más rigor,
ser lo que es es la misma cosa que hacer lo que hace. Una vez más, y
ahora no sólo en la química sino en el campo mas fundamental de la
física, ha surgido una nueva semejanza entre la materia, por un lado,
y el espíritu y la vida, por otro: ya no se antepone la materia al espí-
ritu y a la vida como el reino en el cual el ser es independiente del
actuar y lógicamente anterior a e’l, sino que se le parece como un ter-
cer reino en el que el ser no es, en el fondo, sino actuar.
Para mostrar que los filósofos de hoy día que poseen una pre-
paración científica reconocen claramente estas consecuencias per-
mítaseme citar un breve pasaje de Whitehead, cuya anterior carrera
como matemático y físico se prolonga tan brillantemente con su
obra de filósofo:

207
LA IDEA MODERNA DE LA NATURALEZA

El punto de vista antiguo nos permite abstraernos del cambio y con-


cebir la realidad plena de la naturaleza en un instante, hecha abstrac-
ción de toda duración temporal, y caracterizada, en cuanto a sus inter-
relaciones, sólo por la distribución instantánea de la materia en el
espacio. De acuerdo con la idea newtoniana, lo que de este modo se
ha omitido es el cambio de distribución en los instantes próximos.
Pero para esa idea, semejante cambio era completamente insignifican-
te para la realidad esencial del universo material en el instante consi-
derado. El movimiento [. . .] era accidental y no esencial. Igualmente
no esencial era la duración [...] Según el punto de vista moderno, la
actividad y el cambio son la realidad. En un instante nada hay. Cada
instante no es más que un modo de agrupar realidades. Por lo tanto,
como no hay instantes, concebidos como entidades primarias simples,
no hay naturaleza en un instante. (Nature and Life, 1934, pp. 47—48.)

Después de esto apenas si será necesario volver a considerar el


famoso dualismo entre materia y éter; porque la materia, que se
compondría de cuerpos idénticos en cada instante y en posesión de
una extensión y masa intrínsecas, ha desaparecido. También ha des-
aparecido el éter de acuerdo con el experimento Michelson-Mor-
ley, que probó en forma concluyente que la luz no es una perturba-
ción que se propaga a través de un medio estacionario. Pero persiste
en la física de hoy día un curioso vestigio del viejo dualismo. Los
físicos modernos han probado que no sólo los rayos de luz, sino
todos los electrones se comportan de un modo curiosamente ambi-
guo. Unas veces se conducen como partículas, otras como ondas.
Entonces hay que preguntarse que’ es lo que son en realidad. Difí-
cilmente pueden ser ambas cosas, porque si un electrón fuera una
partícula no podría comportarse como una onda y si fuera una
onda tampoco podría comportarse algunas veces como una par-
tícula. Por eso, un físico ha descrito su propio estado de ánimo
diciendo que cree en la teoría corpuscular los lunes, miércoles y
viernes y en la teoría ondulatoria, los martes, jueves y sábados. Aho-
ra bien, parece claro que la teoría corpuscular no es más que el fan-

208
LA FÍSICA MODERNA

tasma de la idea de la materia tosca en la física clásica y la teoría


ondulatoria, el fantasma de la idea del e’ter. Al morir las ideas suele
ocurrir que, por lo general, las sustituyan sus espectros; pero no hay
fantasma paseante perpetuo, y lo más importante para las gentes a
quienes espantan es que sepan que no son más que fantasmas.
Según la teoría moderna de la materia, el electrón no puede ser una
partícula porque partícula quiere decir que un trozo de materia tos-
ca es la que es con independencia de lo que hace. Tampoco puede
ser una onda, porque la onda significa una perturbación en un
medio elástico que posee sus propiedades de extensión y elastici-
dad con independencia de esta perturbación.
Si los electrones y los protones se comportaran unas veces como
partículas y otras como ondas, la situación sería grave. Pero existe
una ley que rige estas diferencias de comportamiento. Cito de Sir
Iames Jeans (The New Background of Science, Cambridge, Cambridge
University Press, 1933, p. 163): “Los electrones y los protones se
conducen como partículas mientras atraviesan libremente el espa-
cio y como ondas cuando tropiezan con la materia’.’ Y, en otro lugar:
“Existe una teoría matemática completa que muestra cómo en un
caso semejante las imágenes corpusculares y ondulatorias no son más
que dos aspectos de la misma realidad, de modo que la luz puede
aparecer unas veces como corpuscular y otras como ondulatoria,
pero jamás de los dos modos al mismo tiempo. Y explica también
cómo puede decirse lo mismo de electrones y protones”. La mate-
mática de la teoría a que se refiere Ieans ——la teoría de la mecánica
ondulatoria de Heisenberg- esta” fuera de mi alcance, pero yo me
refiero únicamente a su metafísica. Y, desde este punto de vista, la
teoría está muy lejos de ser absurda.
Supongamos que tomamos en serio la idea moderna de que no
sólo el espíritu y la vida, sino también la materia es intrínseca y
esencialmente actividad. Supongamos también que la actividad que
constituye y es el mundo material es una actividad que se extiende
por el espacio y transcurre en e] tiempo. Se seguirá entonces que lo
que llamamos una partícula de materia es un foco de actividad

209
LA IDEA MODERNA Dl-I LA NA’I‘URALEZA

espacialmente relacionado con otros tales focos. Su actividad abri-


gara’ necesariamente un carácter doble: en primer lugar, en relación
consigo misma y, en segundo, en su relación con las otras pretendi-
das partículas. En su relación consigo misma es un proceso que se
autodesenvuelve y, así, se autoconserva: algo que se basta a sí mis-
mo y que dura, algo a lo que puede aplicarse el viejo término meta-
físico de sustancia. Por esta actividad autoconservadora podemos
comparar el electrón de la física moderna con la mónada leibnizia-
na. En su relación con cualquier otro electrón es una actividad que
tropieza con otra desde fuera; no es más que una perturbación en
los alrededores, un campo de fuerzas en el cual la otra se encuentra
como una limadura de hierro pudiera encontrarse dentro del cam-
po magnético de un imán. Si recordamos que el electrón no es más
que lo que hace, que su sustancia no es otra cosa que su actividad,
no encontraremos dificultad en ver que el ser real o sustancial del
electrón debe poseer este carácter doble: ya no deberemos decir que
es una cosa y que, en ciertas circunstancias, se comporta como si
fuera otra, y menos que es una tercera cosa misteriosa, que ora se
comporta de este modo, ora de otro; debemos decir que la misma
actividad que en su relación consigo misma presenta un carácter,
ha de presentar, necesariamente, otro carácter en su relación con
sus compañeras. Quienquiera que pretenda expresar esta idea en
los términos del Viejo dualismo entre materia y éter dirá, lo mismo
que dice Jeans, que los electrones que se mueven libremente se pare-
cen a partículas de materia mientras que un electrón que encuen-
tra a otro se parecerá a una perturbación en el éter que rodea a este
último. Y cualquiera que se percate de que la materia tosca y el éter
no son ideas sino fantasmas de ideas, se quedara” tan tranquilo con
esta apariencia de contradicción y hasta la exagerara’ para mostrar
que sabe de sobra cuán muertas esta’n estas ideas.
Así, la teoría moderna de la materia ha resuelto los tres dualis—
mos subrayados por mí: el dualismo entre choque y atracción, el
de éter y materia y el de cantidad física y cualidad química. Pero he
mencionado también otros problemas que perturbaban la forma

210
LA FÍSICA MODERNA

newtoniana de la física moderna: el dualismo entre materia y movi-


miento, el problema de la transmisión de movimiento de cuerpo a
cuerpo y el dualismo de materia y espacio. Corresponde a la física
moderna resolverlos también y vamos a preguntarnos si el nuevo
concepto de la materia será capaz de ello.
Desaparece el dualismo entre materia y movimiento. Se debe
este dualismo a que pensamos el movimiento como un accidente
de la materia y la materia como algo que posee en cada momento
sus propias características íntegras, ya se mueva o no. De aquí se
sigue que no hay razón intrínseca alguna para que la materia haya
de moverse o haya de estar quieta; teniendo su naturaleza comple-
tamente realizada en cualquier momento dado, no hay razón algu-
na para que exista en cualquier otro momento; por eso dice Des-
cartes que Dios debe crear el mundo de nuevo en cada instante.
Pero la teoría física moderna considera que la materia posee sus
características, sean químicas o físicas, sólo porque se mueve; por
lo tanto, el tiempo constituye un factor de su ser y este ser es fun-
damentalmente movimiento.
También desaparece la transmisión del movimiento de un cuer-
po a otro. Todos los cuerpos están en movimiento durante todo el
tiempo y, como este movimiento es actividad, tiene que explayarse
en la forma doble de actividad inmanente y actividad transeu’nte,
de suerte que cada cuerpo debe actuar sobre sí mismo, como
moviéndose, y también actuar sobre otros, como moviéndolos.

ξ 4. LA FINITUD DE LA NATURALEZA

Subsiste el dualismo de materia y espacio: o, mejor dicho, como el


tiempo constituye ahora un factor del ser de la materia, el dualis-
mo de materia y espacio-tiempo. La materia es una actividad que
se extiende en el espacio y que requiere tiempo. ¿Cuál es la relación
entre el espacio y el tiempo, de una parte, y la actividad que los ocu-
pa, de otra?

211
LA IDEA MODERNA DE LA NATURALEZA

A diferencia de Newton, el físico moderno no admite el espacio


vacío. La materia es actividad y, por consiguiente, un cuerpo está
donde actúa; y como cada partícula de materia actúa sobre todo el
universo, cada cuerpo esta” en todas partes. Es una doctrina que
también enseña explícitamente Whitehead. Puede parecer una
negación rotunda de la extensión o exterioridad de la materia, que
implica que cada trozo de materia esté fuera de los demás; pero no
es realmente esto, porque esas varias actividades que se superpo-
nen e interpretan tienen cada una su propio foco o centro y, en su
aspecto autoconservador, el cuerpo en cuestión se halla situado en
ese centro y en ninguna otra parte. Por lo tanto, la doctrina mo-
derna, aunque niega la teoría newtoniana del espacio vacío, no afir-
ma la teoría contraria o cartesiana de que todo el espacio esté lleno
de materia; porque materia, en esta teoría, no significa actividad o
energía, sino materia tosca.
Todos los físicos admiten ahora la teoría de la relatividad. En su
forma más estrecha y primitiva sostenía esta teoría que las activida-
des fi'sicas y químicas de dos cuerpos cualesquiera, A y B, aunque se
hallen afectadas por un cambio de distancia entre los dos, no son
afectadas de modo diferente según que A se halle en reposo y B en
movimiento o B en reposo y A en movimiento. En su forma amplia,
enunciada por Einstein en 1916, esta teoría se aplica a movimientos
de todo género, por ejemplo, cuando A esta’ en reposo y B gira en
torno a 6΄1 o cuando B está en reposo y A gira en torno a su propio
eje. Viene a decir que la física ahora no tiene necesidad de los con-
ceptos de reposo o de movimiento absolutos: todo lo que necesita
son los conceptos de movimiento y reposo relativos. Y esto implica
que la física ya nada tiene que hacer con el concepto de situación
absoluta o de tamaño absoluto; todo lo que necesita es la idea de la
situación o tamaño de una cosa en relación con otra.
Todo esto está muy bien para el físico, pero las consecuencias
cosmológicas son alarmantes. Como ya he explicado, la física clási-
ca de tiempos de Newton comenzó con un cuadro cosmológico
tomado de los atomistas griegos; según ese cuadro, el espacio debe

212
LA FÍSICA MODERNA

extenderse, en forma uniforme e infinita, por todas direcciones, ya


haya o no algo en e’l, y el tiempo debe ser infinito en el mismo sen-
tido. Ahora bien, si el espacio se halla lleno todo e’l de campos de
fuerzas, se sigue que en cada punto del espacio hay infinitas fuerzas
que repercuten desde todos los lados sobre cualquier trozo de mate-
ria situado allí; y, por consiguiente, como estas fuerzas se anulara’n,
ninguna de ellas actuará sobre tal trozo de materia. Si ocurren deter-
minados fenómenos en este o aquel punto del espacio, se debe úni-
camente a que están operando en e'l determinadas fuerzas, y deter-
minadas quiere decir finitas. Por lo tanto, como señala Einstein,
tenemos que pensar el mundo material, y por consiguiente el espa-
cio, como finito; y habremos de contestar a la pregunta de Lucrecio
sobre que’ ocurriría si marcha’ramos al borde del espacio y lanza’ra-
mos una jabalina hacia fuera, diciendo que, dentro de este universo
finito, todas las trayectorias que pueda recorrer la materia o la
radiación son trayectorias curvas, de modo que son infinitas en el
sentido de que retornan infinitamente sobre sí mismas, pero finitas
en el sentido de estar confinadas dentro de un volumen determina-
do, que es el volumen del universo. En correspondencia con esta
finitud espacial del universo, ha surgido la idea de su finitud tem-
poral. Los espectros de las nebulae espirales han revelado hechos
que parecen mostrar que se hallan viajando hacia fuera con respec-
to a un centro común, y esto ha resultado en la teoría de que el uni-
verso físico se originó, en una fecha no infinitamente remota del
pasado, por algo semejante a una explosión de energía que, de una
vez, dio comienzo al tiempo y comenzó en el tiempo a generar el
espacio.
Es fácil insistir en que este acontecimiento, por lo mismo que
tiene una fecha, ha tenido que suponer un tiempo anterior, como
es fácil insistir en que un universo en expansión o un universo fini-
to que no se expande supone un espacio en torno suyo. Pero ya no
es tan fácil responder a la pregunta: ¿qué se quiere decir, si es que se
quiere decir algo, con esa insistencia?; es decir, si tenemos realmen-
te alguna idea de un tiempo en el que nada sucede y de un espacio

213
LA IDEA MODERNA DE LA NATURALEZA

en el que nada está situado y, si las tenemos, cuáles son. Por un lado,
las ideas de espacio y tiempo no parecen ser más que abstracciones
de la idea de movimiento; por otro, parecen ser los supuestos lógi-
cos previos de tal idea. La física moderna es capaz de tratarlas como
abstracciones de esa idea, pero el pensamiento filosófico, a partir
de Kant, se ha acostumbrado a tratarlas como supuestos previos.
Supongamos, sin embargo, que es el pensamiento filosófico
quien tiene razón. Si el espacio y el tiempo son lógicamente ante-
riores al movimiento y no sus meras abstracciones, se seguirá que,
hablando cosmológicamente, esto es, hablando no de presuposi-
ciones lógicas sino de la existencia real, el espacio y el tiempo tuvie-
ron que existir realmente antes que los movimientos comenzaran y . '
fuera de la región donde los movimientos tienen lugar. Argumen-
tar en esta forma equivale a hipostasiar conceptos, al atribuir exis-
tencia real a algo que, en realidad, sólo posee un ser lógico. Así como
Tales pensó la materia como algo que debió haber existido realmen-
te antes de que el mundo fuera hecho de ella, mientras que la mate-
ria, en el sentido griego del término, no es más que una abstrac-
ción lógica, así los críticos de la ciencia moderna, que se conturban
con la idea de un universo finito, esta’n pensando el espacio y el
tiempo vacíos como dos ge’neros de vaciedades que deben existir
realmente antes y por fuera del universo, siendo así que, de hecho,
no son más que sus supuestos lógicos y no el alve’olo en que se
engarza como un cristal o el seno vacío en el que se forma como
un niño.
A medida que se desarrollaba y criticaba la concepción de la
materia propia de Tales, el pensamiento griego llego’ a la conclu-
sión de que materia significa realmente potencia, de suerte que
hablar de materia como de algo que existiera antes del mundo sólo
querría decir que antes de que el mundo viniera a la existencia había
la posibilidad de que esto ocurriera. En el mismo sentido se podría
decir, acaso, que el espacio-tiempo vacío, que es el fantasma de la
vieja idea de materia, significa realmente la potencialidad del movi-
miento; de suerte que, si insistimos sobre la idea de un tiempo pre-

214
LA FÍSICA MODERNA

vio al comienzo del mundo físico y sobre un espacio fuera de sus


límites, no hacemos más que insistir en la afirmación de que debe
haber algo previo a e’l y que lo trascienda, en que se funde la posi-
bilidad de su origen y existencia. Pero esta prioridad es una priori-
dad lógica y no una prioridad temporal; y esta trascendencia es una
trascendencia lógica y no una exterioridad espacial.
De todos modos, esto parece claro: desde que la ciencia moder-
na se ve abocada a una visión del universo físico como finito, con
seguridad en cuanto al espacio y probablemente en cuanto al tiem-
po, la actividad con la que esa misma ciencia identifica la naturale-
za no puede ser una actividad autocreada o definitivamente autó-
noma. Cuando se tiene esa visión, el mundo de la naturaleza o el
mundo físico en su conjunto habrá de depender en definitiva para
su existencia de alguna otra cosa diferente de e’l mismo. En este pun-
to la ciencia moderna se halla de acuerdo con Platón y Aristóteles,
con Galileo y Newton, con Kant y Hegel; en una palabra: la ciencia
moderna, después de un experimento con el materialismo, se ha
puesto en línea con la tradición caudal del pensamiento europeo,
que siempre ha adscrito a la naturaleza una condición esencial-
mente derivada o dependiente dentro del esquema general de las
cosas. Es verdad que se han ofrecido las pruebas más diversas para
explicar cómo ha de ser dependiente la naturaleza y también las
teorías más diversas sobre aquello de que depende; pero, en gene-
ral, y con excepciones notablemente escasas, los científicos y los
filósofos han estado de acuerdo para decir que el mundo de la natu-
raleza constituye únicamente una parte o aspecto del ser entero y
que en este reino total su lugar es secundario, de dependencia res-
pecto de algo que tiene prioridad. Esta idea tradicional fue negada,
sin duda, por los atomistas griegos; también lo fue por Juan Esco-
to, que llegó al punto de identificar la naturaleza no sólo con la
suma total de lo que es, sino con la suma total de lo que es más
la suma total de lo que no es; y fue negada de nuevo por el mate-
rialismo, que constituyó una corriente popular e influyente en el
pensamiento europeo del siglo XIX; pero este materialismo se basa-

215
LA IDEA MODERNA DE LA NATURALEZA

ba en una noción de la materia que, como señale”, fue hecha pedazos


por la obra científica de los últimos treinta o cuarenta años y que
aletea todavía en los rincones y desvanes del pensamiento a donde
no ha llegado la luz de los nuevos descubrimientos.
Ésta es la razón por la cual hombres de ciencia que van a la cabe-
za en nuestros días, como Eddington y Ieans, hablan de Dios en una
forma que hubiera escandalizado a la mayoría de los científicos de
hace cincuenta años. Habiendo elaborado su teoría de la materia
hasta un punto en que se pone de manifiesto la fmitud y depen-
dencia esenciales del mundo físico, dan el nombre tradicional de
Dios a aquello de lo cual depende. Y hay que celebrar el uso de este
nombre tradicional, no sólo en razón de la esperanza que acarrea
de que podrá curar el desgarrón decimonónico entre la ciencia y la
religión, no sólo en razón de que señala un retorno a la tradición
filosófica caudal de Platón, Aristóteles y Descartes, sino también
porque revela en qué medida el pensamiento moderno se está des-
embarazando de las telarañas del idealismo subjetivo. La justamen-
te reverenciada autoridad de Kant sugeriría una conclusión muy
diferente, a saber, que si la naturaleza lleva en su rostro las marcas
de que depende para su existencia de alguna otra cosa, esta tal cosa
sería la mente humana. Se han hecho intentos para captar la relati-
vidad y otras teorías modernas, con su patente tendencia antimate-
rialista, a favor del idealismo subjetivo; y existen hombres de cien-
cia que echan su manecita a estos intentos y utilizan el idealismo
subjetivo como una especie de refugio antiae’reo donde escapar a la
crítica de su propia concepción de la naturaleza: porque esto, dicen,
no es, después de todo, más que una concepción fraguada por la
mente humana con sus facultades de comprensión patentemente
limitadas y no es sino natural que una concepción semejante se
encuentre afectada de incoherencia. Esto es mala filosofía, porque
implica que podemos y a la vez no podemos trascender nuestras
facultades cognoscitivas: podemos trascenderlas, pues de otro modo
seríamos incapaces de reconocer sus limitaciones y la mala calidad
de las conclusiones a que nos conducen, y no podemos trascender-

216
LA FÍSICA MODERNA

las, pues de otro modo seríamos capaces de superar las limitacio-


nes y mejorar las conclusiones. El pensamiento más vigoroso de
nuestro tiempo, lo mismo científico que filosófico, se ha desviado
resueltamente de estas doctrinas subjetivistas o fenome’nicas y está
de acuerdo en reconocer que, de cualquier cosa de que dependa la
naturaleza, en todo caso no depende de la mente humana.
Sin embargo, aunque demos la bienvenida a una teoría como la
expresada por hombres de ciencia como Eddington y Ieans, de que
la naturaleza o el mundo material depende de Dios, porque indica
que rechazan tanto el materialismo como el subjetivismo, éstos no
serían más que méritos negativos. Si la teoría ha de presentarse con
un carácter positivo, tenemos que saber no sólo que Dios es algo
diferente de la materia o del espíritu humano, sino que’ sea esta otra
cosa diferente. Para Eddington, que se hallaba muy cerca de la tra-
dición religiosa, la realidad no material de la que depende la natu-
raleza material es espíritu: es decir, que concibe a Dios como espí-
ritu. Su argumentación a este respecto (que expone en su The
Nature of the Physical World, 1928, Gifford Lectures) me parece teñi-
da de residuos de fenomenismo: piensa que, en último término, la
naturaleza es una apariencia y el espíritu aquello a lo que aparece.
Jeans, que converge más bien con Platón, piensa que la realidad
inmaterial de la que depende la naturaleza para su existencia es pri-
mariamente un complejo de formas matemáticas y, en segundo
lugar, también a la manera de Platón, un Dios que piensa esas for-
mas, un Dios geo’metra. Pero también en este caso creemos encon-
trar un elemento subjetivo, aunque de un tipo más sutil, en la for-
ma de dependencia del orden matemático objetivo ideal de la mente
de un matemático absoluto.

217
III. LA COSMOLOGÍA MODERNA

BANDONANDO LOS HILOS METAFÍSICOS, NO MUY FIRMES, DE LA


argumentación de algunos físico-matemáticos, volvamos
nuestra mirada a la obra de los filósofos de profesión, de
los que me voy a ocupar únicamente de dos, Alexander y Whitehead.
Se trata de dos genios filosóficos de gran estatura y sus obras seña-
lan el retorno a la gran manera de escribir filosofía, manera que los
ingleses conocieron por última vez cuando Hume publicó su Trea-
tise of Human Nature. Esta manera grande no es el signo de una
época; es el signo de una mente que ha dominado y digerido ade-
cuadamente su material filosófico. Por eso se basa en una perspec-
tiva amplia y firme del objeto de estudio; es esencialmente objeti-
va, interesada no en el pensamiento de los demás, para criticarlo o
exponerlo, sino en los rasgos de la cosa misma; se distingue por un
temple tranquilo y por el candor de la exposición, que no disimula
ninguna dificultad y nada vierte en los moldes de la malicia o de la
pasión. Todos los grandes filósofos poseen este sosiego de la mente,
su pasión se ha consumido, en el momento en que su visión se ha
aclarado y escriben como si vieran pasar las cosas desde la cúspide
de una montaña. Éste es el tono que distingue a un gran filósofo;
un escritor que carezca de e’l podrá o no ser digno de que lo lean,
pero, sin duda, le falta grandeza.

219
LA IDEA MODERNA DE LA NATURALEZA

§ 1. ALEXANDER

Comenzaremos, pues, considerando en qué forma le ha aparecido


el mundo de la naturaleza a Alexander, colocado en la cúspide de
su montaña. Este mundo, tal como existe en su cambio incesante,
se le presentaI como un solo proceso cósmico en el que van sur-
giendo, a medida que transcurre, órdenes superiores del ser. La pala-
bra emergente la ha tomado de Lloyd Morgan, que la empleó en su
Instinct and Experience (1912) y que, más tarde, expuso en su Emer-
gent Evolution (1923) una Visio’n semejante del mundo como pro-
ceso en evolución; empleaba la palabra emergente para mostrar que
los órdenes superiores del ser no son meras resultantes de lo que
ocurrió antes ni estaban contenidos en ello como un efecto en su
causa eficiente: así, tenemos que lo superior no es una mera modi-
ficación o complicación de lo inferior, sino algo genuina y cualita-
tivamente nuevo, que ha de ser explicado, no reducie’ndolo a te’r-
minos de lo inferior de donde salió, sino de acuerdo con sus propios
principios. Así, según Lloyd Morgan, la Vida ha emergido de la
materia y el espíritu de la vida; pero esto no quiere decir que la vida
no sea más que materia y que la biología tenga que ser reducida a
un caso especial de la física; tampoco que el espíritu sea meramen-
te vida y que las ciencias del espíritu tengan que reducirse a biolo-
gía y, en último término, a física. La argumentación de Lloyd Mor-
gan no pretende mostrar cómo un orden nuevo del ser tiene que
emerger de un orden viejo o cómo las cosas tengan que emerger en
cualquier secuencia determinada; su método es, y pretende ser,
puramente descriptivo. Y en este punto debo referirme a la amplia-
ción que de la misma idea ha hecho el general Smuts en su libro
Holism and Evolution (1926): más netamente filosófico en su pers-
pectiva que Lloyd Morgan, ha tratado de enunciar el principio de
emergencia diciendo que la naturaleza se halla imbuida de un

‘Space, Time, and Deity (2 vols.), Gifford Lectures, 1916-1918, Londres, Macmillan, 1920.

220
LA COSMOLOGÍA MODERNA

impulso hacia la creación de todos o individuos autosuficientes,


mostrando también cómo cada etapa de la evolución se señala por
la emergencia de un tipo de individualidad nuevo y más adecuado,
que abarca y trasciende, como partes de sí, los individuos previa-
mente existentes.
La idea de evolución de Alexander es muy afín a la de estos dos
pensadores. Acepta el esquema general (un lugar común desde
Hegel) de la Vida que surge de la materia y el espíritu de la vida, y
sostiene que en esas dos emergencias —y de modo semejante en
todas las dema’s— la esencia del proceso consiste, en primer lugar,
en que existen cosas con una estructura y carácter determinados
que les son propios y, en segundo, que estas cosas se ordenan en
un patrón que, como todo, posee un tipo nuevo de estructura y un
orden nuevo de cualidades. La idea fundamental aquí implicada es
que la cualidad depende de la pauta. Es, como ya lo dije, la misma
idea con la cual los pitagóricos explicaban las notas musicales y con
la cual la ciencia moderna explica las cualidades químicas. Osada-
mente, Alexander la extiende a la evolución como un todo. Comien-
za con el espacio-tiempo, no espacio y tiempo como dos entidades
separadas a la manera de Newton, sino como una sola entidad en
la cual, para emplear su propia expresión, el espacio es, metafo’rica-
mente, el cuerpo, y el tiempo, como principio de organización, el
espíritu; sin espacio no habría tiempo ni sin tiempo espacio. Así
obtenemos, no una pluralidad infinita de puntos y otra de instan-
tes, localizados respectivamente en el espacio y en el tiempo, sino
una sola pluralidad infinita de puntos-instantes, que serían los com-
ponentes u’ltimos de todo lo que existe. De aquí que todo lo que
existe ofrece un aspecto espacial y otro aspecto temporal. En su
aspecto espacial, posee una situación determinada; en su aspecto
temporal, se está moviendo siempre a una situación nueva; y de
este modo llega Alexander, metafísicamente, a la concepción
moderna de la materia en posesión intrínseca del movimiento y de
todos los movimientos como relativos unos a otros dentro del espa-
cio-tiempo como un todo. La emergencia primera es la de la mate-

221
LA IDEA MODERNA DE LA NATURALEZA

ria misma de los puntos-instantes: una partícula de materia es un


patrón moviente de puntos-instantes y, como se trata siempre de
un patrón determinado, habrá de tener una cualidad determinada.
Esto viene a ser la exposición metafísica de la teoría moderna de la
materia; y aquí, como ocurre frecuentemente en cualquier otro
lugar de su argumentación, Alexander se cuida de subrayar que la
cualidad no es un mero fenómeno, que existiría meramente a causa
de que aparece a una mente; existe como una función de estruc-
tura en el mundo objetivo. Esto no se aplica sólo a las cualidades
químicas, sino a las llamadas cualidades secundarias de la materia,
como el color y cosas semejantes, que son funciones de patrones
que se componen de elementos materiales: así, una nota musical
particular es la cualidad que corresponde intrínsecamente a un
ritmo determinado de vibraciones de aire y es real con indepen-
dencia de que haya o no oídos que la oigan. En el mundo físico
anterior a la emergencia de la Vida existen ya varios órdenes del ser,
consistente cada uno en un patrón o pauta compuesta de elemen-
tos que pertenecen al orden inmediatamente inferior: los puntos-
instantes constituyen una pauta que es el electrón dotado de cuali-
dades físicas; los electrones forman un átomo dotado de cualidades
físicas; los electrones forman una molécula dotada de cualidades quí-
micas de un orden nuevo y superior; las moléculas, como las del
aire, forman pautas ondulatorias dotadas de sonoridad y así suce-
sivamente.
Los organismos Vivos, a su vez, son pautas cuyos elementos los
constituyen trozos de materia. En sí mismos estos trozos son inor-
ga’nicos; únicamente el patrón total que componen es el que vive y
su vida es el aspecto temporal o proceso rítmico de sus partes mate-
riales. Tenemos, pues, que la vida es el aspecto temporal del orga-
nismo, mientras que la materia inorga’nica es su aspecto espacial;
en otras palabras, la vida es un género peculiar de actividad o pro-
ceso que corresponde a un cuerpo compuesto de partes que, toma-
das en sí mismas, disfrutan de una actividad del orden inmediata-
mente inferior.

222
LA COSMOLOGÍA MODERNA

El espíritu o lo mental es otra ulterior clase peculiar de activi-


dad que surge en los organismos vivos y que emplea la Vida como
su sustrato o material: así que el espíritu es una pauta de activida-
des vitales. Lo mismo que la Vida es cualitativamente diferente de
cualquier actividad que corresponda al material del cuerpo orgáni-
co, así el espíritu es cualitativamente diferente de cualquier activi-
dad que corresponda a la Vida como tal. De nuevo, así como hay
órdenes diferentes del ser dentro de la materia, hay también órde-
nes diferentes de la vida, superiores e inferiores, habiendo sido los
órdenes superiores formas elaboradas de los inferiores, y existen
también órdenes diferentes del espíritu. El ascenso tiene lugar,‘
según parece, a trave’s de la complejidad. Pero a cada cambio de
cualidad parece como si la complejidad se concentrara y fuera
expresada en una nueva simplicidad. “La cualidad emergente no es
sino la composición en una nueva totalidad de los materiales com-
ponentes” (II, p. 70).
Este proceso evolutivo es teóricamente infinito. Hasta la fecha
ha alcanzado la etapa del espíritu; pero sigue marchando hacia
delante porque en cada etapa hay un movimiento hacia delante,
hay un impulso, un nisus o tendencia hacia la realización de la pró-
xima. Entre otras peculiaridades, el espíritu posee el privilegio de
ser consciente de esta tendencia y de concebir en su pensamiento la
meta hacia la cual su evolución le conduce. De aquí que todo espí-
ritu posea una concepción de una forma superior de espiritualidad
hacia la que trata de encaminarse conscientemente; estas concep-
ciones son los ideales que gobiernan la conducta y el pensamiento
humanos. Pero el espíritu, considerado como un todo, que no es
más que una etapa en el proceso cósmico, se halla comprometido
en la empresa de sacar de sí mismo algo tan diferente como el espí-
ritu lo es de la vida, algo que, cuando aparezca, será en su aspecto
material una pauta de actividades mentales como el espíritu es una
pauta de actividades vitales, pero que, en su aspecto formal o cuali-
tativo, será algo completamente nuevo. Este orden inmediatamente
superior de cualidad, todavía no realizado, es la divinidad, y así

223
LA IDEA MODERNA l)l',' LA NA'I'URAIJ'ZI'A

resulta que Dios es el ser a cuya emergencia se dirige el nisus evolu-


tivo del espíritu.
No puedo detenerme a señalar los innumerables modos en que
este argumento, tan clásicamente severo y simple en sus líneas
arquitectónicas, es verificado y defendido en sus detalles; menos
me puedo detener a subrayar sus diversas afinidades con las teorías
cosmológicas de otros grandes filósofos. 'le‘ngo que volver hacia
atra’s y plantear la cuestión de en que’ fundamento o supuesto des-
cansa el proceso cósmico tal como lo concibe Alexander. Para Pla-
tón, Hegel y para el platónico moderno, como Jeans, descansa en
un orden eterno de formas o categorías inmateriales. Alexander tie-
ne una teoría peculiar en lo que respecta a las categorías: no las con-
sidera a la manera de Platón o de Hegel como trascendiendo las
cosas empíricas o siendo supuestas por ellas, sino, sencillamente,
como inmanentes a las mismas donde y cuando quiera que existan:
esto es, que no serían otra cosa que las características omnipresen-
tes de todo lo que existe en el espacio-tiempo. Así, para e’l el espa-
cio-tiempo genera con una mano, como si dije’ramos, las catego-
rías, como la marca con que sella todas sus criaturas, y con la otra,
el orden de los existentes empíricos, cada uno en posesión de sus
cualidades peculiares, pero llevando todos el sello de las caracterís-
ticas categoriales de identidad, diversidad, existencia, universalidad,
particularidad, individualidad, relación, orden, causalidad, recipro-
cidad, cantidad, intensidad, totalidad y parcialidad, movimiento,
unidad y pluralidad. El espacio-tiempo es la fuente de las catego-
rías, pero no se aplican al espacio-tiempo; corresponden tan sólo a
lo que existe, y lo que existe no es el espacio-tiempo mismo, sino
únicamente las cosas empíricas en e'l; pero estas cosas poseen carac-
terísticas categoriales por sólo una razón, a saber, la de existir en el
espacio-tiempo. De aquí que Alexander las considere como depen-
diendo de la naturaleza del espacio-tiempo: esto es, que pretende
deducirlas de la definición de espacio-tiempo como sus consecuen-
cias necesarias.
Ahora bien, esta teoría del espacio-tiempo como lógicamente

224
LA COSMOLOGÍA MODERNA

anterior a las categorías exige una atención mayor. De un modo


superficial nos recuerda a la Crítica de la razón pura, que comienza
con el espacio y el tiempo y aborda luego las categorías; pero Kant
no deriva las categorías del espacio y del tiempo, sino de una fuen-
te independiente, a saber, el cuadro lógico del juicio. Y Kant no
piensa, como Alexander, que las cosas empíricas se hallen, como si
dije'ramos, visiblemente acuñadas con las categorías; por el contra-
rio, piensa que las características omnipresentes, empíricamente
descubiertas, en el mundo de la naturaleza, no son las categorías
mismas, sino los esquemas de las categorías. Así, para poner un
ejemplo, lo que empíricamente encontramos en el mundo de la
naturaleza no es nunca la causalidad o la conexión necesaria que
vincula el efecto o la causa, sino solamente el esquema de la causa-
lidad, es decir, la secuencia uniforme. Los esquemas son las carac-
terísticas omnipresentes del mundo Visible; dependen del espacio y
del tiempo, ya que son simples formas de la estructura espacio-tem-
poral; y si preguntamos si las categorías del sistema de Alexander
son categorías o esquemas, en lenguaje kantiano, la respuesta es
fácil y puede ser comprobada por cualquiera sirvie’ndose de las pági-
nas de Alexander: no son categorías, sino esquemas. Parece como si
Alexander, profundamente influido por Kant pero resuelto a evitar
a toda costa el subjetivismo kantiano, hubiera descartado las cate-
gorías kantianas, porque no son más que necesidades subjetivas del
pensamiento, y se hubiera contentado con so’lo los esquemas. Pero
si descartamos la categoría de causa y la remplazamos por su es-
quema estamos descartando la idea de conexión necesaria y tratan-
do de contentarnos con la mera sucesión uniforme; es decir, que
nos estamos apegando a un empirismo parecido al de John Stuart
Mill, para el que una causa no es más que un antecedente y para
quien, por consiguiente, todo conocimiento es una mera observa-
ción de hecho, desprovisto de toda captación de necesidad. Y esto
es, precisamente, lo que hace Alexander. Su teoría del conocimien-
to viene a decir que las mentes son cosas que poseen el poder de
conocer otras cosas; y su teoría del método filosófico, cuidadosa-

225
LA IDEA \rl()l)lïl\‘i\":\ ΠΕ 1.Α 1Χ1.-11'1111ΛΙ,1ι΄/,΄Λ

mente explicado, no es sino una aplicacion de la misma doctrina,


puesto que nos dice que la faena de la filosofia no consiste en razo-
nar o argumentar o explicar, sino, sencillamente, en observar y des-
cribir los hechos.
Esta vena de empirismo constituye la debilidad de la filosofía de
Alexander. Si el método de la filosofía es puramente empírico, si lo
universal no quiere decir sino lo omnipresente, lo necesario única-
mente lo real y el pensamiento meramente la observacio’n, un siste-
ma edificado con este método no puede poseer fuerza impulsiva ni
continuidad; existe un elemento de arbitrariedad en cada transición,
y un lector que preguntara obstinadamente por que” el espacio-tiem-
po ha de engendrar la materia, por que la materia ha de engendrar
la vida, por qué la vida ha de engendrar el espíritu, y así sucesiva-
mente, no obtendría respuesta alguna; únicamente se le diría que
no debe hacer preguntas semejantes, sino que tiene que aceptar los
hechos con un espíritu de piedad natural. Sin embargo, si el niño es
el padre del hombre, seguramente que el primer deber de piedad
natural de éste, es el de respetar y tratar de satisfacer la tendencia
infantil a hacer preguntas que comienzan con un “¿por qué?”
Esta debilidad aparece en su forma extrema en la exposición
que hace Alexander de la idea de Dios. Esta exposición deslumbra
con su esplendor austero; pero esto no debe cegarnos en cuanto a
su carácter paradójico. Nuestros pensamientos corrientes sobre
Dios son, sin duda, infantiles; pero siendo como son, comienzan
pensando que, en un principio, Dios creó los cielos y la tierra. Ale-
xander, por el contrario, dice que, al final, los cielos y la tierra crearán
a Dios. La crudeza de esta contradicción se amortigua haciendo de
Dios un término equivoco y diciendo que también el mundo, en
virtud de su nisus hacia la emergencia de la divinidad, puede ser
llamado Dios, como si dije'ramos, por anticipación; pero Alexander
no está autorizado a semejante ambigüedad y su pensamiento real
lo expresa en otro pasaje en el que dice que Dios, siendo un infini-
to cualificado, no puede existir (lo que tiene que implicar que Su
existencia es intrínsecamente imposible, de suerte que nunca va a

226
LA COSMOI.OGÍA MODERNA

existir); Dios, nos dice, es, por consiguiente, no más que una ima-
gen, pero una imagen eminentemente digna de ser pintada aunque
nada real corresponda a ella (o, tendremos que añadir, nunca ven—
drá a corresponder a ella). Por eso, cuando Alexander se pregunta
si podrá apoyar la creencia, común a la religión y a la cosmología
tradicional, de que Dios es el creador del mundo, contesta que, por
el contrario, tiene que rechazarla: es el espacio-tiempo quien es el
creador y no Dios; y, hablando con rigor, Dios no es un creador,
sino una criatura. Esta conclusión no sería de objetar en una filo-
sofía cuyo método pretendiera ser el de la deducción rígida; por-
que un me’todo semejante, caso de que llegara a conclusiones con-
trarias a las ideas corrientes, estaría autorizado a defenderlas con
argumentos (como Spinoza defiende su idea de que nuestra noción
corriente de la libertad es una ilusión); pero en una filosofía cuyo
concepto metodológico principal es el de la piedad natural sí resul-
ta objetable, porque una filosofía semejante habría de tomar las ide-
as corrientes tal como las halla y nada hay más esencial a la idea
corriente de Dios que la creencia de que ha creado el mundo.
Vemos, pues, que, a pesar de los brillantes méritos de la obra de
Alexander —uno de los triunfos mayores de la filosofía moderna y
una obra donde no hay página que no exprese verdades luminosas
e importantes—, hay en ella un como vacío entre la lógica del sis-
tema y los materiales, derivados de su experiencia general como
hombre, que ha pretendido elaborar con el sistema. De acuerdo con
la lógica del sistema, Alexander debió haber negado, desde el
comienzo, la necesidad lógica, entrega’ndose al empirismo puro; al
llegar al final, debio’ haber negado a Dios, entrega’ndose al ateísmo
puro (excepto en la medida en que identificara a Dios con el espa-
cio-tiempo). Y es fácil que esos dos pasos pudieran darlos secuaces
suyos menos ricamente dotados que e'l con la experiencia de la vida
y del pensamiento; filósofos más sagaces pero no tan grandes hom-
bres como e’l. El otro modo alternativo de seguirle es volver a con-
siderar la lógica del sistema y, especialmente, volver a plantear la
cuestión de si las características categoriales que impreglmn la na-

227
LA IDEA NIODERNA DE LA NATURALEZA

turaleza entera no implicarán algo fuera de la naturaleza, algo que


tiene prioridad sobre el espacio y el tiempo.
Esto me lleva a ocuparme de Whitehead; no porque sea un
seguidor de Alexander, que no lo es, sino porque representa una
concepción que si, en general, se parece mucho a la de Alexander,
resuelve esa cuestión de modo diferente.

6 2. WHITEHEAD

La preparación primera de Whitehead ha sido la de matemático y


físico. Abordó por primera vez los estudios filosóficos en su condi-
cio’n de matemático que reflexiona sobre su propio pensamiento,
colaborando con Russell en los Principia Mathematica, vasto trata-
do de lógica de las matemáticas que estableció los fundamentos del
moderno análisis lógico. Más tarde escribió libros en los que se ofre-
cía una explicación filosófica de la física: The Principles of Natural
Knowledge y The Concept of Nature y, por último, en 1929, un siste-
ma metafísico general: Process and Reality, Su obra filosófica forma
parte, y una parte muy importante, del movimiento realista del siglo
XX; pero mientras que los otros jefes de ese movimiento llegaron a
e’l después de practicar en el idealismo de fines del siglo XIX y, por
consiguiente, son realistas con el fanatismo del converso y tienen
un miedo morboso a recaer en los pecados de la juventud, lo cual
presta a toda su obra una tensión especial, como si les preocupara
menos el progreso del conocimiento científico que probar que son
buenos enemigos del idealismo, la obra de Whitehead se halla per-
fectamente limpia de semejantes temores y no sufre de obsesión
alguna; se ve claramente que no le importa lo que dice con tal de
que sea verdad. En esta libertad de la angustia radica el secreto de
su éxito.
Su teoría de la naturaleza se parece mucho a la de Alexander.
Para e’l la naturaleza se compone de pautas dinámicas cuyo movi-
miento es esencial a su ser; y estas pautas las analiza en lo que e’l

228
LA COSMOLOGÍA MODERNA

llama acaeceres u ocasiones, que corresponden a los puntos-instan-


tes de Alexander. Pero, al contrario de algunos que han adoptado
su método analítico, se niega a creer que el ser real o esencia de una
cosa compleja se descubra analiza’ndola en las ocasiones que la com-
ponen. El análisis revela, sin duda, los componentes pero desinte-
gra su estructura; y Whitehead participa de la idea de Alexander de
que la esencia de una cosa compleja es idéntica a su estructura o lo
que Alexander llama su pauta. Los realistas más fanáticos han cele-
brado el método analítico principalmente como una escapada del
idealismo subjetivo. En la experiencia real el objeto conocido co-
existe siempre con la mente que lo conoce; y el idealismo subjetivo
argumenta que no es posible disgregar este todo compuesto de dos
partes, el cognoscente y lo conocido, sin adulterar a los dos al des-
pojarlos de algo que cada uno posee únicamente por su unión con
el otro. Por consiguiente, argumenta el idealista, las cosas tal como
las conocemos no existirían precisamente tal como las conocemos
si no nos fueran conocidas de este modo. El método analítico pare-
ce ofrecer una respuesta contra este argumento: un todo complejo
es un mero agregado de partes externamente relacionadas y el aná-
lisis nos muestra esas partes como son, según su separada naturaleza.
Este argumento contra el idealismo sería Válido únicamente en
el caso de que pudiera mantenerse, como una proposición perfec-
tamente general, que cada todo es un mero agregado de sus partes.
Sin embargo, esto no lo sostuvo ni el mismo G. E. Moore, que
empleó el argumento contra el idealismo; porque Moore reconoció
también que existen lo que él denomina unidades orgánicas, es
decir, todos que poseen características que no se pueden remitir a
ninguna de sus partes por separado, sino únicamente al todo como
tal. Puede ser que el recuerdo del principio de Moore haya induci-
do a Whitehead a designar su propia filosofía como la filosofía del
organismo; porque lo que ha hecho no ha sido sino considerar ese
principio, no como una ley un poco extraña y parado’jica que se
aplica en la e’tica y, acaso, en algunos otros campos, sino como un
principio universal aplicable al dominio entero de la realidad exis-

229
1..-Χ1111-*.Χ *.Χ|()1)1*΄11ΝλΙ"."| λΝλΠ'11'λΙ l-‘/.-\

tente. lïs muy explicito en cuanto a esta universalidad de su aplica-


cion. 'lodo lo que existe ocupa su lugar en lo que denomina el orden
de la naturaleza (Process and Reality Il, iii): este orden se compone
de “entidades actuales“ orgamizadas, u organizandose, en “socieda-
des“: asi, toda cosa compleia re.-1lmente e.\'istente es una sociedad, y
\\"hitehead dice que “una sociedad es algo mas que una serie de
entidades a la que se aplica un nombre generico de clase; es decir,
que implica algo mas que la mera idea matematica de orden“ (p.
124). En este pasaie \\’hitehead hiere la raiz de teorías que conduje-
ron a algunos de sus anteriores colegas a hacer atirmaciones tales
como la de que una silla es la clase de datos sensibles que común-
mente se llamarian aspectos de la silla.
Cuando \\"hitehead afirma constantemente que la realidad es
un organismo, no pretende reducir toda la realidad a terminos bio-
lógicas; lo que quiere decir es que toda cosa existente se parece a
un organismo vivo por el hecho de que su esencia depende no sólo
de sus componentes, sino de la pauta o estructura que componen.
De aquí que (para destacar un corolario evidente) sea ocioso pre-
guntarnos si la rosa es realmente roja o únicamente parece roja a
nuestros ojos; el mismo orden de la mttumleza que contiene la rosa
contiene también seres humanos con sus ojos y sus mentes, y la
situación que estamos emminando es una situación en la cual las
rosas y los hombres son igualmente reales e igualmente elementos
en la sociedad de las cosas vivas; y sus colores y su belleza son ras-
gos reales de esta sociedad, no localizados simplemente en la rosa
(esto es lo que MJhitehead denomina la “falacia de la localización
simple”), sino en la sociedad de la que la rosa constituye una parte
orgánica. Por consiguiente, si sometemos a Whitehead a la causa
realista, es decir, si le preguntaramos: “¿una rosa sería roja si no
hubiera nadie que la mirara?”, de seguro que nos contestaría dulce-
mente: “No; la situación habría cambiado por completo". Y con
razón los miembros estrictos de la facción realista miran a White—
head con recelo, como si fuera un bromista.
La naturaleza, para Whitehead, no es so'lo organismo, sino tam-

230
LA COSMOLOGÍA MODERNA

bie’n proceso. Las actividades del organismo no son accidentes


externos, sino que se hallan unidas en una singular actividad com-
pleja que es el organismo mismo. La sustancia y la actividad no son
dos cosas, sino una. Éste es el principio básico de la cosmología de
Whitehead, principio que ha captado con una tenacidad y claridad
inusitadas y que le ha sido sugerido, según e’l mismo lo dice, por la
física moderna con su teoria nueva de la materia. El proceso de
la naturaleza no es meramente un cambio cíclico o rítmico, sino un
avance creador; el organismo esta' padeciendo o prosiguiendo un pro-
ceso de evolución en el cual esta' adoptando constantemente formas
nuevas y produciendo formas nuevas en cada parte de sí mismo.
Este proceso cósmico posee dos características principales que,
empleando las palabras de Whitehead, podriamos llamar extensivi-
dad y objetivo. Por extensividad entiendo que se desarrolla sobre un
escenario de espacio y tiempo: se extiende en el espacio y transcu-
rre en el tiempo. Con objetivo quiero decir que Whitehead, lo mis-
mo que Alexander, explica el proceso en términos de teleología; el
A que se halla en proceso de devenir B no sólo está cambiando al
azar sino que orienta sus cambios hacia B como meta. Qua exten-
sivo, el proceso implica lo que Alexander llama espacio-tiempo;
Whitehead lo llama el continuo extensivo y sostiene, en forma muy
parecida a Alexander, que ofrece un aspecto temporal y otro espa-
cial, pero que no habría espacio sin tiempo ni tiempo sin espacio.
También como Alexander, sostiene que no hay ni ha habido nunca
un espacio o tiempo vacíos, desprovistos de pautas y procesos; la
idea del espacio-tiempo vacío desaparece en cuanto desaparece
la idea tradicional de la materia y es sustituida por la idea de pro-
ceso. Y la finitud del mundo natural tanto en el espacio como en el
tiempo —las limitaciones espaciales del universo side’reo y las limi-
taciones temporales de su vida las explica con su concepción de
las épocas cósmicas. Observa que hay diversas 6.Ή'ι16[6τί8116.18 omni-
presentes de la naturaleza que son arbitnu'ias: por ejemplo, el quan-
tum de energía, las leyes del campo electromagne’tico descubiertas
por Clerk Maxwell, las cuatro dimensiones del continuo, los axio-

231
LA IDEA MODERNA DE LA NATURALEZA

mas de la geometría (Process and Reality, pp. 126-127; ofrezco sus


mismos ejemplos). Arguye que, como podría haber habido mun-
dos en que estas características arbitrarias tuvieran valores diferen-
tes, nuestro mundo no es más que uno entre varios mundos posi-
bles, como ya había dicho Leibniz. Pero, a diferencia de éste, sostiene
que, como no hay razón intrínseca alguna para que esos otros mun-
dos no existan (porque si la hubiera no serían mundos posibles sino
imposibles), todos ellos tienen que existir, no aquí y ahora, sino en
algún otro lugar en el espacio-tiempo, y el nombre general para
ellos es el de épocas cósmicas.
La finitud de una época cósmica particular no quiere sólo decir
que, como las leyes que la definen son arbitrarias, pudiera haber, y
por lo tanto tiene que haber, y por consiguiente hay, otras épocas
fuera de ella en el espacio y en el tiempo. También quiere decir que,
como las leyes que la definen son arbitrarias, no son obedecidas
perfectamente, de lo cual se sigue que el orden que prevalece en una
determinada época cósmica se halla pespunteado con caso's de
desorden, y estos casos de desorden van subvirtiendo poco a poco
el orden y convirtiéndolo en otro orden de diferente género. He
aquí las palabras del propio Whitehead (Process and Reality, p. 127):

Pero existe desorden en el sentido de que las leyes no son perfecta-


mente obedecidas y que la reproducción [por la cual se producen nue-
vos electrones y nuevos protones] se halla mezclada con casos de fra-
caso. Por lo tanto, tenemos una transición gradual a nuevos tipos de
orden que, creciendo gradualmente, cobran el predominio sobre las
leyes actuales de la naturaleza.

Qua teleolo’gico, o dominado por el objetivo, el proceso cósmi-


co implica alguna otra cosa, y aquí tropezamos con la diferencia
entre la cosmología de Whitehead y la de Alexander. Para Alexan-
der, las cualidades nuevas que emergen cuando se forma una pauta
nueva en el espacio-tiempo pertenecen a esta pauta y no a otra cosa;
son nuevas en todos los sentidos, completamente inmanentes al

232
LA COSMOLOGIA’ MODERNA

acaecer nuevo en el que son realizadas. Para Whitehead resultan en


un sentido inmanentes al mundo de la existencia, pero en otro sen-
tido lo trascienden: no son meras cualidades empíricas de la “oca-
sión” nueva, sino también “objetos eternos” que pertenecen a un
mundo que Platón llamó de las formas o ideas. En este punto Ale-
xander propende hacia una tradición empirista ——ya he señalado
su afinidad, en estas materias, con John Stuart Mill— que identifi-
ca lo que es conocido con los fugaces datos sensibles del momento;
Whitehead, gracias a su entrenamiento matemático, encarna una
tradición racionalista que identifica lo que es conocido con verda-
des necesarias y eternas. Esto conduce a Whitehead hacia Platón y
a afirmar la realidad de un mundo de objetos eternos como el
supuesto previo del proceso cósmico.
Así pues, el proceso cósmico de Alexander descansa en un solo
fundamento, espacio-tiempo; el de Whitehead en un fundamento
doble, espacio-tiempo y objetos eternos. Esta diferencia permite a
Whitehead resolver algunos problemas fundamentales que para
Alexander resultan necesariamente insolubles. ¿'Co’mo, por ejemplo,
ha de poseer la naturaleza un nisus hacia la producción de ciertas
cosas? Para Alexander no hay respuesta: sencillamente, debemos
aceptar el hecho con un espíritu de piedad natural. Para Whitehead
la respuesta es que la cualidad peculiar que corresponde a estas
cosas es un objeto eterno (que, según e’l mismo se expresa, es un
“reclamo” para el proceso: el objeto eterno, exactamente como pasa
con Platón o Aristóteles, atrae al proceso hacia su realización. Y de
nuevo ¿cual es la relación entre Dios y el mundo? Para Alexander,
Dios es el mundo tal como sera’ cuando llegue a poseer esa cuali-
dad futura que es la divinidad; pero, como ya lo indique’, esto con-
vierte en un absurdo el sentido corriente que solemos atribuir a la
palabra Dios. Para Whitehead, Dios es un objeto eterno, pero infi-
nito; por consiguiente, no es meramente un incentivo que desata
un proceso particular, sino el reclamo infinito hacia el cual se enca-
minan todos los procesos. He aquí sus palabras:

233
LA IDEA MODERNA DE LA NATURALEZA

Es el cebo del sentimiento, el afán eterno del deseo [recue’rdese que


sentimiento y deseo, tal como Whitehead emplea estos términos, no
corresponden únicamente a las psiques, sino a todas las cosas en cuan-
to comprometidas en una actividad creadora y, por lo mismo, teleoló-
gica]. Sin particular significación para cada acto creador, en cuanto
surge de su propia condicionada posición en el mundo, le constituye
en el objeto inicial del deseo que establece la fase inicial de cada pro-
pósito subjetivo (Process and Reality, p. 487).

Whitehead, siguiendo la marcha de su propio pensamiento, ha


reelaborado para sí la concepción aristote’lica de Dios como motor
inmóvil, que inicia y dirige todo el proceso cósmico por el amor a
Él. Y es curioso observar que la identidad de su propio pensamien-
to con el de Aristóteles, que Whitehead reconoce francamente, le
tuvo que ser señalada por un amigo, ya que Whitehead no parece
haber leído la Metafísica de Aristóteles. Recuerdo esto no para ridi-
culizar a Whitehead por su desconocimiento de Aristóteles —nada
más lejos de mí—, sino para mostrar cómo, según él mismo pien-
sa, una cosmología plato’nica puede convertirse, en las páginas de
Process and Reality, en una cosmología aristote’lica. De este modo el
ciclo del pensamiento cosmolo’gico del mundo moderno, desde
Descartes y Newton hasta Whitehead, recapitula el ciclo que va de
Tales a Aristóteles. Pero esta recapitulación no es una mera repeti-
ción; en primer lugar, lleva dentro todo el cuerpo de la teología cris-
tiana; en segundo lugar, y como derivación de esa teología, el cuer-
po de la ciencia moderna, la física nueva del siglo XVII y la biología
nueva del XIX. En la obra de Whitehead todos los conceptos capita-
les de estas ciencias nuevas han sido fundidos en una única visión
del mundo que no sólo resulta coherente y sencilla en sí misma,
sino que se ha conectado conscientemente con la tradición caudal
del pensamiento filosófico; Whitehead mismo, aunque no muestra
señales de haber leído a Hegel, dice en el prefacio a Process and Re-
ality que en sus ideas últimas se está aproximando a Bradley y a las
doctrinas principales del idealismo absoluto, aunque sobre una base

234
LA COSMOLOGIA' MODERNA

realista (es esto lo que muestra su desconocimiento de la polémica


de Hegel contra el subjetivismo), y reclama continuidad con la tra-
dicio’n filoso’fica. Whitehead ha salido de la etapa en que pensaba
que todos los grandes filósofos estaban equivocados para entrar en
la etapa de ver que todos tenían razón; y ha logrado esto, no
mediante una erudición filosófica seguida del intento de pensar ori-
ginalmente, sino pensando por su propia cuenta primero y estu-
diando a los grandes filósofos despue’s.
Las líneas capitales de la filosofía de Whitehead son, como dije,
coherentes y sencillas, pero al tratar de repensarlas a fondo tropieza
uno con varias dificultades de orden secundario pero de considera-
ción. Tratare’ de exponer algunas de las más importantes, declaran-
do al mismo tiempo que no siempre estoy seguro de si Whitehead
las ha encarado o no; porque, de todos modos, es un escritor de
difícfl lectura, y aun después de un prolongado estudio uno no está
seguro a veces de en que’ medida ha resuelto por implicación pro-
blemas que parece haber pasado por alto.
En primer lugar, veamos la dificultad que se refiere a la teoría
de los objetos eternos. Parece pensar que cualquier cosa de ésas que
Alexander llamaría una cualidad empírica —el azul del cielo en un
momento particular, ola relación entre dos acordes musicales jamás
escrita hasta entonces de ese modo——— sería un objeto eterno. Sin
duda, ésta es la opinión expresa de Santayana, con quien White-
head pretende coincidir (Process and Reality, pp. 198— 199). Ahora bien,
una vez que se ha establecido la doctrina de los objetos eternos, no
parece sino lógico ampliarla de ese modo hasta el extremo. El pasa-
je clásico sobre el tema lo tenemos en el Parménides de Platón. ¿Exis-
ten, pregunta Parme’nides, formas de lo justo, lo bello y lo bueno?
Ciertamente, contesta Sócrates. ¿Existen formas del hombre, del
fuego o del agua? Sócrates contesta que no esta” seguro. ¿Existen for-
mas del cabello, del fango y del excremento? Seguramente que no,
repone Sócrates; aunque reconoce que la negativa le conduce a difi-
cultades de las que no sabe cómo salir. El sentido del pasaje es bas-
tante claro: algunas cosas deben ser consideradas como presuposi-

235
Ι,Λ [Di-1A MODERNA Dli LA ΝΛ΄Ι*|,ΉΛΙ,|ε/,΄Λ

ciones eternas del proceso cósmico; otras pueden ser consideradas


como sus productos y qui/ná únicamente como sus productos; otras,
son meramente sus subproductos, ni siquiera necesarios o inteligi-
bles en sí mismos, sino inteligibles (en la medida en que son inteli-

i gibles de algún modo) únicamente como accidentes en un proceso

l creador cuyos productos verdaderos están en otra parte. Alexander


l

consideraría a todos como igualmente productos; Whitehead como


l l l

igualmente presuposiciones. Sócrates, cuando intentó adoptar un


punto de vista parejo al de Whitehead, tuvo que echar a correr para,
como nos dice, no caer en un océano de insensateces. Con esto no
quiso decir, sin duda, que sería una imperdonable falta de gusto
atribuir algo tan solemne y venerable como una forma eterna a algo
tan grosero y desagradable como el olor del estiércol; lo que quiere
decir es que un mundo de formas eternas que incluyere en sí for-
mas de cada detalle empírico de la naturaleza no sería otra cosa que
el desván de los detalles naturales convertidos en conceptos rígi-
dos, y que un mundo de formas concebido de este modo, en lugar
de explicar los procesos de la naturaleza, no haría sino duplicarlos
dejando fuera el proceso.
Hay un modo de evitar esta conclusión absurda. Si se pudiera
mostrar, por ejemplo, que la forma del bien, en sí misma y aparte
de todo proceso temporal en la naturaleza, implica la forma de ani-
mal como su consecuencia lógica; si se pudiera mostrar que esta for-
ma de animal implica en sí misma la forma de excremento, enton-
ces se podría sostener que había formas de estas cosas y que, en su
conexión y subordinación lógicas, servían realmente para explicar
los procesos de la naturaleza. En otras palabras, el meollo del pro-
blema está en la cuestión de cómo se halla organizado en sí mismo
el mundo de los objetos eternos, el reino de la esencia. Platón cier-
tamente que vio esto y también lo vio Hegel; pero si seguimos esta
línea, como parece hacerlo Whitehead y como ciertamente lo hace
Santayana, nos abrumaría (como le abrumó a Hegel) la terrible tarea
de deducir lógicamente cada cualidad empírica que encontramos
en el mundo de algún primer principio absoluto, o tendremos que

236
LA COSMOLOGÍA MODERNA

renunciar al intento de tomar en serio la teoría de los objetos eter-


nos. Porque nada se gana insistiendo en que el cielo tiene ahora este
azul especialísimo por participar (como dijo Platón) en la forma de
ese matiz de azul o, como dice Whitehead, por 18 “ingrediencia”
de ese matiz como un objeto eterno en mi “ocasión” presente de mi
ver el cielo; al decir esto estamos apelando a la concepción de un
mundo de formas u objetos eternos como la fuente o fundamento
del proceso natural, y hay que pasar a explicar este mundo y mos-
trar cómo ese matiz de azul aparece en él.
Santayana tiene preparada su respuesta para el caso, pero no
creo que le satisfaría a Whitehead. Si le pido a Santayana que mues-
tre que este matiz de azul es una esencia lógicamente implicada por
su concepción general de un reino de la esencia, contestara’ que
“ninguna esencia puede tener implicaciones”: “la implicación es
algo impuesto a las esencias por el discurso humano, apoyándose
no en la lógica sino en los accidentes de la existencia” (Realm of
Essence, p. 81). Por lo tanto, para e’l cada esencia es completamente
autosuficiente y atómica; el reino de la esencia es sencillamente un
agregado o gran rebaño informe de detalles. Si no estoy muy equi-
vocado, es el océano de insensateces que Sócrates quería evitar a
toda costa; y ciertamente que no habría de ser atractivo para un
matemático como Whitehead, cuya pra’ctica habitual ha sido la cap-
tación de las implicaciones de las esencias. Pero no sé cómo habría
de contestar Whitehead a la cuestión.
El segundo problema capital que Whitehead parece dejar sin
solución se refiere al proceso creador de la naturaleza. Evolucionis-
tas como Lloyd Morgan, Alexander y el general Smuts creen que
ese proceso pasa por etapas definidas: que hubo un tiempo en que
no había vida orgánica sobre el planeta y que surgió, sobre una base
inorga’nica físico-química, mediante la operación del proceso crea-
dor mismo. Pero no parece ser ésta la opinión de Whitehead. En
Nature and Life trata a la naturaleza inorga’nica no como a una cosa
real que una vez existiera por sí misma y que todavía existe como
el medio ambiente de la vida, sino como una abstmcción, la natu-

237
LA IDEA MODERNA DE LA NATURALEZA

raleza misma concebida con independencia de los elementos vita-


les que la impregnan por todas partes. Pregunta que” es lo que que-
remos decir con vida y, después de definirla por las tres caracterís-
ticas de autogoce, actividad creadora y objetivo, pasa a argumentar
que las tres se hallan realmente presentes en el llamado mundo
inorga’nico, aunque la ciencia física, cumpliendo con sus fines per-
fectamente legítimos, las ignore. Ahora bien, esto me parece una
manera de eludir el problema más bien que de resolverlo. Hay tipos
de proceso que ocurren en los seres vivos y que no ocurren en otra
parte; las tres características de Whitehead no me parecen ofrecer
una versión adecuada de los mismos; y lo que ha hecho es escapar
a la dificultad restringiendo la connotación del término vida a algo
que corresponde, en verdad, a la Vida pero que no constituye su
diferencia específica, sino únicamente el ge’nero común a ella y a la
materia. Por consiguiente, al llamar a la materia una mera abstrac-
ción recae en el subjetivismo que pretende evitar. Existe un elemen-
to de verdad en esta conclusión pero requiere una elaboración
mayor antes de que pueda ser considerado como satisfactorio. Si la
materia es una abstracción, tenemos que preguntar cuáles son los
hechos reales de la naturaleza que nos obligan a practicar esa abs-
tracción.
La misma dificultad surge con respecto al espíritu. La señal
característica del espíritu es que conoce, aprehende la realidad. Aho-
ra bien, dice Whitehead, como ocurre con las características de la
Vida, tampoco esto es algo realmente sin precedentes. Todas las
cosas disfrutan de lo que e’l llama prehensíones, es decir, que absor-
ben de algún modo en su ser lo que está fuera de ellas. Una lima-
dura de hierro prehende o capta el campo magnético en que se halla,
es decir, que convierte ese campo en un modo de su propio com-
portamiento, responde a e’l; una planta prehende o capta la luz solar,
y así sucesivamente. La peculiaridad de lo que nosotros llamamos
ordinariamente, “mentes” es que captan un orden de cosas que los
tipos inferiores de organismo no pueden captar, a saber, proposi-
ciones. Otra vez encontramos una verdad profunda e importante

238
LA COSMOLOGÍA MODERNA

en la concepción de Whitehead; su negativa a considerar la mente


como algo extremadamente dispar con la naturaleza, su insistencia
en que la mente, tal como la conocemos en el hombre, es algo que
ha llegado a ser lo que es mediante el desarrollo de funciones
que pertenecen a la vida en general y, en último término, al mis-
mo mundo inorga’nico, es, sin duda, admirable. Pero una vez más,
como le pasa con la vida, se halla entre los cuernos de un dilema. O
bien la mente es, en el fondo, lo mismo que estas prehensiones ele-
mentales, en cuyo caso no hay un avance creador y la vida es una
mera abstracción de la mente como la materia lo es de la Vida, o
bien es también algo genuinamente nuevo, en cuyo caso tenemos
que explicar su relación con aquello de donde surgió. Y una vez
más, Whitehead no parece percatarse del dilema. Nadie ha Visto ni
descrito mejor las semejanzas, la continuidad fundamental que
atraviesa todo el mundo de la naturaleza, desde sus formas más
rudimentarias, como el electrón y el proto’n, y pasando por el resto
hasta llegar al desarrollo supremo que nosotros conocemos en la
Vida mental del hombre; pero al preguntarle si esta serie de formas
representa una serie que se ha desarrollado realmente en el tiempo,
parece vacilar en la respuesta; y si le llegamos a preguntar sobre la
naturaleza precisa de la conexión entre una forma y la que le sigue,
tampoco tiene más respuesta que la de insistir en que, en general,
todas estas conexiones están formadas por el proceso creador que
es el mundo mismo.

§ 3. CONCLUSIÓN: DE LA NATURALEZA A LA HISTORIA

He narrado en este libro, en la medida que me lo han permitido mi


ignorancia y mi indolencia, no la historia completa de la idea de la
naturaleza desde los primeros griegos hasta la fecha, sino ciertos
aspectos concernientes a los tres periodos de esa historia en los que
mi ignorancia es menor. Habiendo llegado a una especie de final,
tengo que terminar con una advertencia y con una pregunta. La

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LA IDEA MODERNA DE LA NA'I'URALEZA

advertencia es que el final no significa conclusión. Hegel, tapando


de antemano la boca de los mentirosos que le achacarían que él
consideraba su filosofía como definitiva, escribió al final de su tra-
tado de filosofía de la historia: Bis hierher ist das Bewusstseín gekom-
men, “hasta aqui ha llegado la conciencia’.’ De modo parejo tengo
que decir ahora: “Hasta aquí ha llegado la ciencia’.’ Todo lo que se
ha dicho no es más que narración de la historia de la idea de la natu-
raleza hasta nuestro tiempo. Si conociera los progresos que se han
de hacer en el futuro, ya los habría hecho. Lejos de conocer que’ cla-
ses de progresos nos aguardan, ni siquiera conozco si se lograrán
algunos. No tengo garantía alguna de que el espíritu de la ciencia
natural sobreviva al ataque emprendido ahora, desde tantos fren-
tes, contra la Vida de la razón humana.
La pregunta reza: ¿Adónde marchar desde aquí? ¿Qué suges-
tiones positivas pueden surgir de mis tímidas críticas a las conclu-
siones de Alexander y Whitehead? Tratare’ de responder a la pre-
gunta.
A lo largo de la tradición del pensamiento europeo se ha veni-
do diciendo ——si no por todo el mundo, sí por la mayoría o, cuando
menos, por la mayoría de aquellos que han conquistado el dere-
cho a ser escuchados— que la naturaleza, no obstante ser una cosa
que existe realmente, no es una cosa que exista por sí misma o,
como si dije'ramos, por derecho propio, sino una cosa que depende
para su existencia de alguna otra. Considero que esto implica que
la ciencia natural, vista como un departamento o forma del pensa—
miento humano, es algo en marcha, capaz de plantear sus propios
problemas y de resolverlos con sus propios métodos y de criticar
las soluciones que va ofreciendo al aplicar sus propios criterios; en
otras palabras, que la ciencia natural no es un tejido de quimeras o
fantasías, que no es mitología o tautología, sino una búsqueda de la,
verdad y una búsqueda que no queda sin recompensa; pero que
la ciencia natural no es, como ímaginaban los positivistas, el único
departamento o forma del pensamiento humano acerca del cual se
pueda decir eso y que no es tan siquiera una forma de pensamien-

240
LA COSMOLOGÍA MODERNA

to autosuficiente, sino que depende para su existencia de alguna


otra forma de pensamiento diferente y que en modo alguno puede
ser reducida a ella.
Pienso que ha llegado el momento en que tenemos que pregun-
tarnos cua’l sea esta otra forma de pensamiento y de que tratemos
de comprender sus métodos, sus propósitos y su objeto de modo
no menos adecuado a como hombres tales como Whitehead y Ale-
xander han tratado de comprender los métodos y propósitos de la
ciencia natural y el mundo natural que constituye el objeto de
la ciencia natural. No creo que las deficiencias que me parecía poder
señalar en la filosofía de estos grandes hombres puedan ser subsa-
nadas por lo que pudiera llamarse el camino directo de arrancar,
de acuerdo con sus propios métodos, desde su propio punto de par-
tida y tratar de rehacer su misma obra sólo que mejor. No creo que
esa obra podría llevarse a cabo ni siquiera arrancando de su propio
punto de partida y trabajando con métodos mejores. Pienso que
esas deficiencias se deben a algo que radica en el punto de partida
mismo. Ese punto de partida, creo yo, encierra un cierto vestigio
de positivismo. Supone que la única tarea de una filosofía cosmo-
lo’gica consiste en reflexionar sobre lo que la ciencia natural pueda
comunicarnos acerca de la naturaleza, como si la ciencia natural
fuera, no diré la única forma Válida de pensamiento, pero sí la úni-
ca forma de pensamiento que un filósofo debe tomar en cuenta
cuando trata de responder a la pregunta: ¿Qué es la naturaleza? Pero
yo objeto que si la naturaleza es una cosa que depende para su exis-
tencia de alguna otra, esta dependencia es algo que debe tomarse
en cuenta cuando tratemos de comprender lo que la naturaleza es;
y que si la ciencia natural es una forma de pensamiento que depen-
de para su existencia de alguna otra forma de pensamiento, no
podremos reflexionar adecuadamente acerca de lo que la ciencia
natural nos comunica sin tomar en cuenta la forma de pensamien-
to de la que depende.
¿Cuál es esta otra forma de pensamiento? Respondo: la His-
toria.

241
LA IDEA MODERNA DE LA NATURALEZA

La ciencia natural (doy por supuesto, por el momento, que la


versión positivista de la misma es pasablemente correcta) se com-
pone de hechos y teorías. Un hecho científico es un acaecer en el
mundo de la naturaleza. Una teoría científica es una hipótesis acer-
ca de ese acaecer que ulteriores acaeceres comprobara’n o refuta-
ra’n. Un acaecer en el mundo de la naturaleza resulta importante
para el hombre de ciencia sólo con la condición de que sea obser-
vado. “El hecho de que el acaecer ha ocurrido” es una frase del voca-
bulario de la ciencia natural que significa “el hecho de que el acae-
cer ha sido observado’.’ Es decir, que ha sido observado por alguien
en algún momento y en ciertas condiciones; el observador ha de
ser un observador que merezca crédito ¡v las condiciones deben ser
de suerte que permitan practicar observaciones dignas de crédito.
Y por último, aunque no en último lugar, el observador ha de haber
registrado su observación de modo que el conocimiento de lo
observado por e'l sea del dominio público. El hombre de ciencia que
desee conocer que un tal acaecer ha tenido lugar en el mundo de la
naturaleza, únicamente lo puede saber consultando el registro deja-
do por el observador e interpreta’ndolo, con sumisión a ciertas
reglas, de modo que quede satisfecho en cuanto a que el hombre
cuyos registros repasa realmente observó lo que dice haber obser-
vado. Esta consulta e interpretación de los registros constituye el
rasgo característico de la obra histórica. Cada hombre de ciencia
que dice que Newton observó los efectos de la luz al atravesar un
prisma o que Adams vio al planeta Neptuno o que Pasteur observó
que el mosto sometido a una corriente de aire a determinada tem-
peratura no experimenta fermentación, está contando historia. Los
hechos que observaron por primera vez Newton, Adams y Pasteur
han sido después observados por otros; pero cada hombre de cien-
cia que dice que la luz es descompuesta por el prisma o que Neptu-
no existe o que la fermentación es evitada por un cierto grado de
calor, sigue contando historia: sigue contando acerca de toda la cla-
se de hechos históricos que son las ocasiones en las cuales alguien
ha hecho esas observaciones. Tenemos, pues, que un hecho cientí-

242
LA COSMOLOGIA’ MODERNA

fico es una clase de hechos históricos; y nadie puede comprender


lo que es un hecho científico a menos que sepa lo bastante acerca
de la teoría de la historia como para comprender lo que es un hecho
histórico.
Lo mismo ocurre con las teorías. Una teoría científica no sólo
descansa en ciertos hechos históricos y es comprobada o refutada
por otros hechos históricos; en sí misma es un hecho histórico, a
saber, el hecho de que alguien ha propuesto o aceptado, comproba-
do o refutado esa teoría. Si queremos saber, por ejemplo, que’ es la
teoría clásica de la gravitación, tenemos que examinar los registros
del pensamiento de Newton e interpretarlos, y esto es investigación
histórica.
Concluyo que la ciencia natural, como una forma de pensa-
miento, existe y ha existido siempre en un contexto de historia y
depende para su existencia del pensamiento histórico. A partir de
esto, me aventuro a inferir que nadie podrá comprender la ciencia
natural a no ser que comprenda la Historia: y que nadie podrá res-
ponder a la pregunta que’ es la naturaleza a no ser que conozca que’
es la historia. Ésta es una pregunta que no han planteado ni Ale-
xander ni Whitehead. Y así es como yo respondo a la pregunta:
¿Ado’nde marchar desde aquí?, diciendo: “Marchamos de la idea de
la naturaleza a la idea de la historia’.’

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