Carta Apostólica Patris Cordis

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Carta Apostólica “Patris Corde” 1

CARTA APOSTÓLICA
PATRIS CORDE
DEL SANTO PADRE FRANCISCO

CON MOTIVO DEL 150.° ANIVERSARIO


DE LA DECLARACIÓN DE SAN JOSÉ
COMO PATRONO DE LA IGLESIA UNIVERSAL

Con corazón de padre: así José amó a Jesús, lla-


mado en los cuatro Evangelios «el hijo de
José»[1].
Los dos evangelistas que evidenciaron su figura, Ma-
teo y Lucas, refieren poco, pero lo suficiente para en-
tender qué tipo de padre fuese y la misión que la Pro-
videncia le confió.
Sabemos que fue un humilde carpintero (cf. Mt
13,55), desposado con María (cf. Mt 1,18; Lc 1,27);
un «hombre justo» (Mt 1,19), siempre dispuesto a
hacer la voluntad de Dios manifestada en su ley (cf. Lc
2,22.27.39) y a través de los cuatro sueños que tuvo
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(cf. Mt 1,20; 2,13.19.22). Después de un largo y duro


viaje de Nazaret a Belén, vio nacer al Mesías en un
pesebre, porque en otro sitio «no había lugar para
ellos» (Lc 2,7). Fue testigo de la adoración de los pas-
tores (cf. Lc 2,8-20) y de los Magos (cf. Mt 2,1-12),
que representaban respectivamente el pueblo de Is-
rael y los pueblos paganos.
Tuvo la valentía de asumir la paternidad legal de Je-
sús, a quien dio el nombre que le reveló el ángel: «Tú
le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su
pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Como se sabe, en
los pueblos antiguos poner un nombre a una persona
o a una cosa significaba adquirir la pertenencia, como
hizo Adán en el relato del Génesis (cf. 2,19-20).
En el templo, cuarenta días después del nacimiento,
José, junto a la madre, presentó el Niño al Señor y
escuchó sorprendido la profecía que Simeón pronunció
sobre Jesús y María (cf. Lc 2,22-35). Para proteger a
Jesús de Herodes, permaneció en Egipto como extran-
jero (cf. Mt 2,13-18). De regreso en su tierra, vivió de
manera oculta en el pequeño y desconocido pueblo de
Nazaret, en Galilea —de donde, se decía: “No sale
ningún profeta” y “no puede salir nada bueno” (cf. Jn
7,52; 1,46)—, lejos de Belén, su ciudad de origen, y
de Jerusalén, donde estaba el templo. Cuando, duran-
te una peregrinación a Jerusalén, perdieron a Jesús,
que tenía doce años, él y María lo buscaron angustia-
dos y lo encontraron en el templo mientras discutía
con los doctores de la ley (cf. Lc 2,41-50).
Después de María, Madre de Dios, ningún santo ocupa
tanto espacio en el Magisterio pontificio como José, su
esposo. Mis predecesores han profundizado en el
mensaje contenido en los pocos datos transmitidos
por los Evangelios para destacar su papel central en la
historia de la salvación: el beato Pío IX lo declaró «Pa-
trono de la Iglesia Católica»[2], el venerable Pío XII lo
presentó como “Patrono de los trabajadores”[3] y san
Juan Pablo II como «Custodio del Redentor»[4]. El
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pueblo lo invoca como «Patrono de la buena


muerte»[5].
Por eso, al cumplirse ciento cincuenta años de que el
beato Pío IX, el 8 de diciembre de 1870, lo declarara
como Patrono de la Iglesia Católica, quisiera —como
dice Jesús— que “la boca hable de aquello de lo que
está lleno el corazón” (cf. Mt 12,34), para compartir
con ustedes algunas reflexiones personales sobre esta
figura extraordinaria, tan cercana a nuestra condición
humana. Este deseo ha crecido durante estos meses
de pandemia, en los que podemos experimentar, en
medio de la crisis que nos está golpeando, que «nues-
tras vidas están tejidas y sostenidas por personas co-
munes —corrientemente olvidadas— que no aparecen
en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes
pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, es-
tán escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de
nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras,
encargados de reponer los productos en los supermer-
cados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas
de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y
tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie
se salva solo. […] Cuánta gente cada día demuestra
paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no
sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos pa-
dres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a
nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos,
cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando ru-
tinas, levantando miradas e impulsando la oración.
Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el
bien de todos»[6]. Todos pueden encontrar en san
José —el hombre que pasa desapercibido, el hombre
de la presencia diaria, discreta y oculta— un interce-
sor, un apoyo y una guía en tiempos de dificultad. San
José nos recuerda que todos los que están aparente-
mente ocultos o en “segunda línea” tienen un prota-
gonismo sin igual en la historia de la salvación. A to-
dos ellos va dirigida una palabra de reconocimiento y
de gratitud.
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1. Padre amado
La grandeza de san José consiste en el hecho de que
fue el esposo de María y el padre de Jesús. En cuanto
tal, «entró en el servicio de toda la economía de la
encarnación», como dice san Juan Crisóstomo[7].
San Pablo VI observa que su paternidad se manifestó
concretamente «al haber hecho de su vida un servicio,
un sacrificio al misterio de la Encarnación y a la misión
redentora que le está unida; al haber utilizado la auto-
ridad legal, que le correspondía en la Sagrada Familia,
para hacer de ella un don total de sí mismo, de su
vida, de su trabajo; al haber convertido su vocación
humana de amor doméstico en la oblación sobrehu-
mana de sí mismo, de su corazón y de toda capacidad
en el amor puesto al servicio del Mesías nacido en su
casa»[8].
Por su papel en la historia de la salvación, san José es
un padre que siempre ha sido amado por el pueblo
cristiano, como lo demuestra el hecho de que se le
han dedicado numerosas iglesias en todo el mundo;
que muchos institutos religiosos, hermandades y gru-
pos eclesiales se inspiran en su espiritualidad y llevan
su nombre; y que desde hace siglos se celebran en su
honor diversas representaciones sagradas. Muchos
santos y santas le tuvieron una gran devoción, entre
ellos Teresa de Ávila, quien lo tomó como abogado e
intercesor, encomendándose mucho a él y recibiendo
todas las gracias que le pedía. Alentada por su expe-
riencia, la santa persuadía a otros para que le fueran
devotos[9].
En todos los libros de oraciones se encuentra alguna
oración a san José. Invocaciones particulares que le
son dirigidas todos los miércoles y especialmente du-
rante todo el mes de marzo, tradicionalmente dedica-
do a él[10].
La confianza del pueblo en san José se resume en la
expresión “Ite ad Ioseph”, que hace referencia al
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tiempo de hambruna en Egipto, cuando la gente le


pedía pan al faraón y él les respondía: «Vayan donde
José y hagan lo que él les diga» (Gn 41,55). Se trata-
ba de José el hijo de Jacob, a quien sus hermanos
vendieron por envidia (cf. Gn 37,11-28) y que —si-
guiendo el relato bíblico— se convirtió posteriormente
en virrey de Egipto (cf. Gn 41,41-44).
Como descendiente de David (cf. Mt 1,16.20), de cuya
raíz debía brotar Jesús según la promesa hecha a Da-
vid por el profeta Natán (cf. 2 Sam 7), y como esposo
de María de Nazaret, san José es la pieza que une el
Antiguo y el Nuevo Testamento.

2. Padre en la ternura
José vio a Jesús progresar día tras día «en sabiduría,
en estatura y en gracia ante Dios y los hombres» (Lc
2,52). Como hizo el Señor con Israel, así él “le enseñó
a caminar, y lo tomaba en sus brazos: era para él
como el padre que alza a un niño hasta sus mejillas, y
se inclina hacia él para darle de comer” (cf. Os
11,3-4).
Jesús vio la ternura de Dios en José: «Como un padre
siente ternura por sus hijos, así el Señor siente ternu-
ra por quienes lo temen» (Sal 103,13).
En la sinagoga, durante la oración de los Salmos, José
ciertamente habrá oído el eco de que el Dios de Israel
es un Dios de ternura[11], que es bueno para todos y
«su ternura alcanza a todas las criaturas» (Sal 145,9).
La historia de la salvación se cumple creyendo «contra
toda esperanza» (Rm 4,18) a través de nuestras debi-
lidades. Muchas veces pensamos que Dios se basa
sólo en la parte buena y vencedora de nosotros,
cuando en realidad la mayoría de sus designios se
realizan a través y a pesar de nuestra debilidad. Esto
es lo que hace que san Pablo diga: «Para que no me
engría tengo una espina clavada en el cuerpo, un emi-
sario de Satanás que me golpea para que no me en-
gría. Tres veces le he pedido al Señor que la aparte de
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mí, y él me ha dicho: “¡Te basta mi gracia!, porque mi


poder se manifiesta plenamente en la debilidad”» (2
Co 12,7-9).
Si esta es la perspectiva de la economía de la salva-
ción, debemos aprender a aceptar nuestra debilidad
con intensa ternura[12].
El Maligno nos hace mirar nuestra fragilidad con un
juicio negativo, mientras que el Espíritu la saca a la
luz con ternura. La ternura es el mejor modo para to-
car lo que es frágil en nosotros. El dedo que señala y
el juicio que hacemos de los demás son a menudo un
signo de nuestra incapacidad para aceptar nuestra
propia debilidad, nuestra propia fragilidad. Sólo la ter-
nura nos salvará de la obra del Acusador (cf. Ap
12,10). Por esta razón es importante encontrarnos
con la Misericordia de Dios, especialmente en el sa-
cramento de la Reconciliación, teniendo una experien-
cia de verdad y ternura. Paradójicamente, incluso el
Maligno puede decirnos la verdad, pero, si lo hace, es
para condenarnos. Sabemos, sin embargo, que la
Verdad que viene de Dios no nos condena, sino que
nos acoge, nos abraza, nos sostiene, nos perdona. La
Verdad siempre se nos presenta como el Padre miseri-
cordioso de la parábola (cf. Lc 15,11-32): viene a
nuestro encuentro, nos devuelve la dignidad, nos pone
nuevamente de pie, celebra con nosotros, porque «mi
hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba per-
dido y ha sido encontrado» (v. 24).
También a través de la angustia de José pasa la volun-
tad de Dios, su historia, su proyecto. Así, José nos en-
seña que tener fe en Dios incluye además creer que Él
puede actuar incluso a través de nuestros miedos, de
nuestras fragilidades, de nuestra debilidad. Y nos en-
seña que, en medio de las tormentas de la vida, no
debemos tener miedo de ceder a Dios el timón de
nuestra barca. A veces, nosotros quisiéramos tener
todo bajo control, pero Él tiene siempre una mirada
más amplia.
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3. Padre en la obediencia
Así como Dios hizo con María cuando le manifestó su
plan de salvación, también a José le reveló sus desig-
nios y lo hizo a través de sueños que, en la Biblia,
como en todos los pueblos antiguos, eran considera-
dos uno de los medios por los que Dios manifestaba
su voluntad[13].
José estaba muy angustiado por el embarazo incom-
prensible de María; no quería «denunciarla pública-
mente»[14], pero decidió «romper su compromiso en
secreto» (Mt 1,19). En el primer sueño el ángel lo
ayudó a resolver su grave dilema: «No temas aceptar
a María, tu mujer, porque lo engendrado en ella pro-
viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le
pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su
pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21). Su respuesta
fue inmediata: «Cuando José despertó del sueño, hizo
lo que el ángel del Señor le había mandado» (Mt
1,24). Con la obediencia superó su drama y salvó a
María.
En el segundo sueño el ángel ordenó a José: «Leván-
tate, toma contigo al niño y a su madre, y huye a
Egipto; quédate allí hasta que te diga, porque Herodes
va a buscar al niño para matarlo» (Mt 2,13). José no
dudó en obedecer, sin cuestionarse acerca de las difi-
cultades que podía encontrar: «Se levantó, tomó de
noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto, donde
estuvo hasta la muerte de Herodes» (Mt 2,14-15).
En Egipto, José esperó con confianza y paciencia el
aviso prometido por el ángel para regresar a su país.
Y cuando en un tercer sueño el mensajero divino,
después de haberle informado que los que intentaban
matar al niño habían muerto, le ordenó que se levan-
tara, que tomase consigo al niño y a su madre y que
volviera a la tierra de Israel (cf. Mt 2,19-20), él una
vez más obedeció sin vacilar: «Se levantó, tomó al
niño y a su madre y entró en la tierra de Israel» (Mt
2,21).
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Pero durante el viaje de regreso, «al enterarse de que


Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Hero-
des, tuvo miedo de ir allí y, avisado en sueños —y es
la cuarta vez que sucedió—, se retiró a la región de
Galilea y se fue a vivir a un pueblo llamado
Nazaret» (Mt 2,22-23).
El evangelista Lucas, por su parte, relató que José
afrontó el largo e incómodo viaje de Nazaret a Belén,
según la ley del censo del emperador César Augusto,
para empadronarse en su ciudad de origen. Y fue pre-
cisamente en esta circunstancia que Jesús nació y fue
asentado en el censo del Imperio, como todos los de-
más niños (cf. Lc 2,1-7).
San Lucas, en particular, se preocupó de resaltar que
los padres de Jesús observaban todas las prescripcio-
nes de la ley: los ritos de la circuncisión de Jesús, de
la purificación de María después del parto, de la pre-
sentación del primogénito a Dios (cf. 2,21-24)[15].
En cada circunstancia de su vida, José supo pronun-
ciar su “fiat”, como María en la Anunciación y Jesús en
Getsemaní.
José, en su papel de cabeza de familia, enseñó a Je-
sús a ser sumiso a sus padres, según el mandamiento
de Dios (cf. Ex 20,12).
En la vida oculta de Nazaret, bajo la guía de José, Je-
sús aprendió a hacer la voluntad del Padre. Dicha vo-
luntad se transformó en su alimento diario (cf. Jn
4,34). Incluso en el momento más difícil de su vida,
que fue en Getsemaní, prefirió hacer la voluntad del
Padre y no la suya propia[16] y se hizo «obediente
hasta la muerte […] de cruz» (Flp 2,8). Por ello, el au-
tor de la Carta a los Hebreos concluye que Jesús
«aprendió sufriendo a obedecer» (5,8).
Todos estos acontecimientos muestran que José «ha
sido llamado por Dios para servir directamente a la
persona y a la misión de Jesús mediante el ejercicio
de su paternidad; de este modo él coopera en la ple-
nitud de los tiempos en el gran misterio de la reden-
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ción y es verdaderamente “ministro de la


salvación”»[17].

4. Padre en la acogida
José acogió a María sin poner condiciones previas.
Confió en las palabras del ángel. «La nobleza de su
corazón le hace supeditar a la caridad lo aprendido
por ley; y hoy, en este mundo donde la violencia psi-
cológica, verbal y física sobre la mujer es patente,
José se presenta como figura de varón respetuoso,
delicado que, aun no teniendo toda la información, se
decide por la fama, dignidad y vida de María. Y, en su
duda de cómo hacer lo mejor, Dios lo ayudó a optar
iluminando su juicio»[18].
Muchas veces ocurren hechos en nuestra vida cuyo
significado no entendemos. Nuestra primera reacción
es a menudo de decepción y rebelión. José deja de
lado sus razonamientos para dar paso a lo que acon-
tece y, por más misterioso que le parezca, lo acoge,
asume la responsabilidad y se reconcilia con su propia
historia. Si no nos reconciliamos con nuestra historia,
ni siquiera podremos dar el paso siguiente, porque
siempre seremos prisioneros de nuestras expectativas
y de las consiguientes decepciones.
La vida espiritual de José no nos muestra una vía que
explica, sino una vía que acoge. Sólo a partir de esta
acogida, de esta reconciliación, podemos también in-
tuir una historia más grande, un significado más pro-
fundo. Parecen hacerse eco las ardientes palabras de
Job que, ante la invitación de su esposa a rebelarse
contra todo el mal que le sucedía, respondió: «Si
aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar
los males?» (Jb 2,10).
José no es un hombre que se resigna pasivamente. Es
un protagonista valiente y fuerte. La acogida es un
modo por el que se manifiesta en nuestra vida el don
de la fortaleza que nos viene del Espíritu Santo. Sólo
el Señor puede darnos la fuerza para acoger la vida
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tal como es, para hacer sitio incluso a esa parte con-
tradictoria, inesperada y decepcionante de la existen-
cia.
La venida de Jesús en medio de nosotros es un regalo
del Padre, para que cada uno pueda reconciliarse con
la carne de su propia historia, aunque no la compren-
da del todo.
Como Dios dijo a nuestro santo: «José, hijo de David,
no temas» (Mt 1,20), parece repetirnos también a no-
sotros: “¡No tengan miedo!”. Tenemos que dejar de
lado nuestra ira y decepción, y hacer espacio —sin
ninguna resignación mundana y con una fortaleza lle-
na de esperanza— a lo que no hemos elegido, pero
está allí. Acoger la vida de esta manera nos introduce
en un significado oculto. La vida de cada uno de noso-
tros puede comenzar de nuevo milagrosamente, si en-
contramos la valentía para vivirla según lo que nos
dice el Evangelio. Y no importa si ahora todo parece
haber tomado un rumbo equivocado y si algunas
cuestiones son irreversibles. Dios puede hacer que las
flores broten entre las rocas. Aun cuando nuestra con-
ciencia nos reprocha algo, Él «es más grande que
nuestra conciencia y lo sabe todo» (1 Jn 3,20).
El realismo cristiano, que no rechaza nada de lo que
existe, vuelve una vez más. La realidad, en su miste-
riosa irreductibilidad y complejidad, es portadora de
un sentido de la existencia con sus luces y sombras.
Esto hace que el apóstol Pablo afirme: «Sabemos que
todo contribuye al bien de quienes aman a Dios» (Rm
8,28). Y san Agustín añade: «Aun lo que llamamos
mal (etiam illud quod malum dicitur)»[19]. En esta
perspectiva general, la fe da sentido a cada aconteci-
miento feliz o triste.
Entonces, lejos de nosotros el pensar que creer signi-
fica encontrar soluciones fáciles que consuelan. La fe
que Cristo nos enseñó es, en cambio, la que vemos en
san José, que no buscó atajos, sino que afrontó “con
los ojos abiertos” lo que le acontecía, asumiendo la
responsabilidad en primera persona.
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La acogida de José nos invita a acoger a los demás,


sin exclusiones, tal como son, con preferencia por los
débiles, porque Dios elige lo que es débil (cf. 1 Co
1,27), es «padre de los huérfanos y defensor de las
viudas» (Sal 68,6) y nos ordena amar al
extranjero[20]. Deseo imaginar que Jesús tomó de las
actitudes de José el ejemplo para la parábola del hijo
pródigo y el padre misericordioso (cf. Lc 15,11-32).

5. Padre de la valentía creativa


Si la primera etapa de toda verdadera curación inte-
rior es acoger la propia historia, es decir, hacer espa-
cio dentro de nosotros mismos incluso para lo que no
hemos elegido en nuestra vida, necesitamos añadir
otra característica importante: la valentía creativa.
Esta surge especialmente cuando encontramos dificul-
tades. De hecho, cuando nos enfrentamos a un pro-
blema podemos detenernos y bajar los brazos, o po-
demos ingeniárnoslas de alguna manera. A veces las
dificultades son precisamente las que sacan a relucir
recursos en cada uno de nosotros que ni siquiera pen-
sábamos tener.
Muchas veces, leyendo los “Evangelios de la infancia”,
nos preguntamos por qué Dios no intervino directa y
claramente. Pero Dios actúa a través de eventos y
personas. José era el hombre por medio del cual Dios
se ocupó de los comienzos de la historia de la reden-
ción. Él era el verdadero “milagro” con el que Dios
salvó al Niño y a su madre. El cielo intervino confiando
en la valentía creadora de este hombre, que cuando
llegó a Belén y no encontró un lugar donde María pu-
diera dar a luz, se instaló en un establo y lo arregló
hasta convertirlo en un lugar lo más acogedor posible
para el Hijo de Dios que venía al mundo (cf. Lc 2,6-7).
Ante el peligro inminente de Herodes, que quería ma-
tar al Niño, José fue alertado una vez más en un sue-
ño para protegerlo, y en medio de la noche organizó
la huida a Egipto (cf. Mt 2,13-14).
Carta Apostólica “Patris Corde” 12

De una lectura superficial de estos relatos se tiene


siempre la impresión de que el mundo esté a merced
de los fuertes y de los poderosos, pero la “buena noti-
cia” del Evangelio consiste en mostrar cómo, a pesar
de la arrogancia y la violencia de los gobernantes te-
rrenales, Dios siempre encuentra un camino para
cumplir su plan de salvación. Incluso nuestra vida pa-
rece a veces que está en manos de fuerzas superio-
res, pero el Evangelio nos dice que Dios siempre logra
salvar lo que es importante, con la condición de que
tengamos la misma valentía creativa del carpintero de
Nazaret, que sabía transformar un problema en una
oportunidad, anteponiendo siempre la confianza en la
Providencia.
Si a veces pareciera que Dios no nos ayuda, no signi-
fica que nos haya abandonado, sino que confía en no-
sotros, en lo que podemos planear, inventar, encon-
trar.
Es la misma valentía creativa que mostraron los ami-
gos del paralítico que, para presentarlo a Jesús, lo ba-
jaron del techo (cf. Lc 5,17-26). La dificultad no detu-
vo la audacia y la obstinación de esos amigos. Ellos
estaban convencidos de que Jesús podía curar al en-
fermo y «como no pudieron introducirlo por causa de
la multitud, subieron a lo alto de la casa y lo hicieron
bajar en la camilla a través de las tejas, y lo colocaron
en medio de la gente frente a Jesús. Jesús, al ver la fe
de ellos, le dijo al paralítico: “¡Hombre, tus pecados
quedan perdonados!”» (vv. 19-20). Jesús reconoció la
fe creativa con la que esos hombres trataron de traer-
le a su amigo enfermo.
El Evangelio no da ninguna información sobre el tiem-
po en que María, José y el Niño permanecieron en
Egipto. Sin embargo, lo que es cierto es que habrán
tenido necesidad de comer, de encontrar una casa, un
trabajo. No hace falta mucha imaginación para llenar
el silencio del Evangelio a este respecto. La Sagrada
Familia tuvo que afrontar problemas concretos como
todas las demás familias, como muchos de nuestros
Carta Apostólica “Patris Corde” 13

hermanos y hermanas migrantes que incluso hoy


arriesgan sus vidas forzados por las adversidades y el
hambre. A este respecto, creo que san José sea real-
mente un santo patrono especial para todos aquellos
que tienen que dejar su tierra a causa de la guerra, el
odio, la persecución y la miseria.
Al final de cada relato en el que José es el protagonis-
ta, el Evangelio señala que él se levantó, tomó al Niño
y a su madre e hizo lo que Dios le había mandado (cf.
Mt 1,24; 2,14.21). De hecho, Jesús y María, su ma-
dre, son el tesoro más preciado de nuestra fe[21].
En el plan de salvación no se puede separar al Hijo de
la Madre, de aquella que «avanzó en la peregrinación
de la fe y mantuvo fielmente su unión con su Hijo has-
ta la cruz»[22].
Debemos preguntarnos siempre si estamos protegien-
do con todas nuestras fuerzas a Jesús y María, que
están misteriosamente confiados a nuestra responsa-
bilidad, a nuestro cuidado, a nuestra custodia. El Hijo
del Todopoderoso viene al mundo asumiendo una
condición de gran debilidad. Necesita de José para ser
defendido, protegido, cuidado, criado. Dios confía en
este hombre, del mismo modo que lo hace María, que
encuentra en José no sólo al que quiere salvar su
vida, sino al que siempre velará por ella y por el Niño.
En este sentido, san José no puede dejar de ser el
Custodio de la Iglesia, porque la Iglesia es la exten-
sión del Cuerpo de Cristo en la historia, y al mismo
tiempo en la maternidad de la Iglesia se manifiesta la
maternidad de María[23]. José, a la vez que continúa
protegiendo a la Iglesia, sigue amparando al Niño y a
su madre, y nosotros también, amando a la Iglesia,
continuamos amando al Niño y a su madre.
Este Niño es el que dirá: «Les aseguro que siempre
que ustedes lo hicieron con uno de estos mis herma-
nos más pequeños, conmigo lo hicieron» (Mt 25,40).
Así, cada persona necesitada, cada pobre, cada per-
sona que sufre, cada moribundo, cada extranjero,
cada prisionero, cada enfermo son “el Niño” que José
Carta Apostólica “Patris Corde” 14

sigue custodiando. Por eso se invoca a san José como


protector de los indigentes, los necesitados, los exilia-
dos, los afligidos, los pobres, los moribundos. Y es por
lo mismo que la Iglesia no puede dejar de amar a los
más pequeños, porque Jesús ha puesto en ellos su
preferencia, se identifica personalmente con ellos. De
José debemos aprender el mismo cuidado y responsa-
bilidad: amar al Niño y a su madre; amar los sacra-
mentos y la caridad; amar a la Iglesia y a los pobres.
En cada una de estas realidades está siempre el Niño
y su madre.

6. Padre trabajador
Un aspecto que caracteriza a san José y que se ha
destacado desde la época de la primera Encíclica so-
cial, la Rerum novarum de León XIII, es su relación
con el trabajo. San José era un carpintero que traba-
jaba honestamente para asegurar el sustento de su
familia. De él, Jesús aprendió el valor, la dignidad y la
alegría de lo que significa comer el pan que es fruto
del propio trabajo.
En nuestra época actual, en la que el trabajo parece
haber vuelto a representar una urgente cuestión social
y el desempleo alcanza a veces niveles impresionan-
tes, aun en aquellas naciones en las que durante dé-
cadas se ha experimentado un cierto bienestar, es ne-
cesario, con una conciencia renovada, comprender el
significado del trabajo que da dignidad y del que
nuestro santo es un patrono ejemplar.
El trabajo se convierte en participación en la obra
misma de la salvación, en oportunidad para acelerar el
advenimiento del Reino, para desarrollar las propias
potencialidades y cualidades, poniéndolas al servicio
de la sociedad y de la comunión. El trabajo se convier-
te en ocasión de realización no sólo para uno mismo,
sino sobre todo para ese núcleo original de la sociedad
que es la familia. Una familia que carece de trabajo
está más expuesta a dificultades, tensiones, fracturas
Carta Apostólica “Patris Corde” 15

e incluso a la desesperada y desesperante tentación


de la disolución. ¿Cómo podríamos hablar de dignidad
humana sin comprometernos para que todos y cada
uno tengan la posibilidad de un sustento digno?
La persona que trabaja, cualquiera que sea su tarea,
colabora con Dios mismo, se convierte un poco en
creador del mundo que nos rodea. La crisis de nuestro
tiempo, que es una crisis económica, social, cultural y
espiritual, puede representar para todos un llamado a
redescubrir el significado, la importancia y la necesi-
dad del trabajo para dar lugar a una nueva “normali-
dad” en la que nadie quede excluido. La obra de san
José nos recuerda que el mismo Dios hecho hombre
no desdeñó el trabajo. La pérdida de trabajo que afec-
ta a tantos hermanos y hermanas, y que ha aumenta-
do en los últimos tiempos debido a la pandemia de
Covid-19, debe ser un llamado a revisar nuestras prio-
ridades. Imploremos a san José obrero para que en-
contremos caminos que nos lleven a decir: ¡Ningún
joven, ninguna persona, ninguna familia sin trabajo!

7. Padre en la sombra
El escritor polaco Jan Dobraczyński, en su libro La
sombra del Padre[24], noveló la vida de san José. Con
la imagen evocadora de la sombra define la figura de
José, que para Jesús es la sombra del Padre celestial
en la tierra: lo auxilia, lo protege, no se aparta jamás
de su lado para seguir sus pasos. Pensemos en aque-
llo que Moisés recuerda a Israel: «En el desierto, don-
de viste cómo el Señor, tu Dios, te cuidaba como un
padre cuida a su hijo durante todo el camino» (Dt
1,31). Así José ejercitó la paternidad durante toda su
vida[25].
Nadie nace padre, sino que se hace. Y no se hace sólo
por traer un hijo al mundo, sino por hacerse cargo de
él responsablemente. Todas las veces que alguien
asume la responsabilidad de la vida de otro, en cierto
sentido ejercita la paternidad respecto a él.
Carta Apostólica “Patris Corde” 16

En la sociedad de nuestro tiempo, los niños a menudo


parecen no tener padre. También la Iglesia de hoy en
día necesita padres. La amonestación dirigida por san
Pablo a los Corintios es siempre oportuna: «Podrán
tener diez mil instructores, pero padres no tienen mu-
chos» (1 Co 4,15); y cada sacerdote u obispo debería
poder decir como el Apóstol: «Fui yo quien los engen-
dré para Cristo al anunciarles el Evangelio» (ibíd.). Y a
los Gálatas les dice: «Hijos míos, por quienes de nue-
vo sufro dolores de parto hasta que Cristo sea forma-
do en ustedes» (4,19).
Ser padre significa introducir al niño en la experiencia
de la vida, en la realidad. No para retenerlo, no para
encarcelarlo, no para poseerlo, sino para hacerlo ca-
paz de elegir, de ser libre, de salir. Quizás por esta ra-
zón la tradición también le ha puesto a José, junto al
apelativo de padre, el de “castísimo”. No es una indi-
cación meramente afectiva, sino la síntesis de una ac-
titud que expresa lo contrario a poseer. La castidad
está en ser libres del afán de poseer en todos los ám-
bitos de la vida. Sólo cuando un amor es casto es un
verdadero amor. El amor que quiere poseer, al final,
siempre se vuelve peligroso, aprisiona, sofoca, hace
infeliz. Dios mismo amó al hombre con amor casto,
dejándolo libre incluso para equivocarse y ponerse en
contra suya. La lógica del amor es siempre una lógica
de libertad, y José fue capaz de amar de una manera
extraordinariamente libre. Nunca se puso en el centro.
Supo cómo descentrarse, para poner a María y a Jesús
en el centro de su vida.
La felicidad de José no está en la lógica del auto-sacri-
ficio, sino en el don de sí mismo. Nunca se percibe en
este hombre la frustración, sino sólo la confianza. Su
silencio persistente no contempla quejas, sino gestos
concretos de confianza. El mundo necesita padres, re-
chaza a los amos, es decir: rechaza a los que quieren
usar la posesión del otro para llenar su propio vacío;
rehúsa a los que confunden autoridad con autoritaris-
mo, servicio con servilismo, confrontación con opre-
Carta Apostólica “Patris Corde” 17

sión, caridad con asistencialismo, fuerza con destruc-


ción. Toda vocación verdadera nace del don de sí
mismo, que es la maduración del simple sacrificio.
También en el sacerdocio y la vida consagrada se re-
quiere este tipo de madurez. Cuando una vocación, ya
sea en la vida matrimonial, célibe o virginal, no alcan-
za la madurez de la entrega de sí misma deteniéndose
sólo en la lógica del sacrificio, entonces en lugar de
convertirse en signo de la belleza y la alegría del amor
corre el riesgo de expresar infelicidad, tristeza y frus-
tración.
La paternidad que rehúsa la tentación de vivir la vida
de los hijos está siempre abierta a nuevos espacios.
Cada niño lleva siempre consigo un misterio, algo iné-
dito que sólo puede ser revelado con la ayuda de un
padre que respete su libertad. Un padre que es cons-
ciente de que completa su acción educativa y de que
vive plenamente su paternidad sólo cuando se ha he-
cho “inútil”, cuando ve que el hijo ha logrado ser au-
tónomo y camina solo por los senderos de la vida,
cuando se pone en la situación de José, que siempre
supo que el Niño no era suyo, sino que simplemente
había sido confiado a su cuidado. Después de todo,
eso es lo que Jesús sugiere cuando dice: «No llamen
“padre” a ninguno de ustedes en la tierra, pues uno
solo es su Padre, el del cielo» (Mt 23,9).
Siempre que nos encontremos en la condición de ejer-
cer la paternidad, debemos recordar que nunca es un
ejercicio de posesión, sino un “signo” que nos evoca
una paternidad superior. En cierto sentido, todos nos
encontramos en la condición de José: sombra del úni-
co Padre celestial, que «hace salir el sol sobre malos y
buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos» (Mt
5,45); y sombra que sigue al Hijo.
***
«Levántate, toma contigo al niño y a su
madre» (Mt 2,13), dijo Dios a san José.
Carta Apostólica “Patris Corde” 18

El objetivo de esta Carta apostólica es que crezca el


amor a este gran santo, para ser impulsados a implo-
rar su intercesión e imitar sus virtudes, como también
su resolución.
En efecto, la misión específica de los santos no es sólo
la de conceder milagros y gracias, sino la de interce-
der por nosotros ante Dios, como hicieron
Abrahán[26] y Moisés[27], como hace Jesús, «único
mediador» (1 Tm 2,5), que es nuestro «abogado»
ante Dios Padre (1 Jn 2,1), «ya que vive eternamente
para interceder por nosotros» (Hb 7,25; cf. Rm 8,34).
Los santos ayudan a todos los fieles «a la plenitud de
la vida cristiana y a la perfección de la
caridad»[28]. Su vida es una prueba concreta de que
es posible vivir el Evangelio.
Jesús dijo: «Aprendan de mí, que soy manso y humil-
de de corazón» (Mt 11,29), y ellos a su vez son ejem-
plos de vida a imitar. San Pablo exhortó explícitamen-
te: «Vivan como imitadores míos» (1 Co 4,16)
[29]. San José lo dijo a través de su elocuente silen-
cio.
Ante el ejemplo de tantos santos y santas, san Agus-
tín se preguntó: «¿No podrás tú lo que éstos y
éstas?». Y así llegó a la conversión definitiva excla-
mando: «¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan
nueva!»[30].
No queda más que implorar a san José la gracia de las
gracias: nuestra conversión.
A él dirijamos nuestra oración:

Salve, custodio del Redentor


y esposo de la Virgen María.
A ti Dios confió a su Hijo,
en ti María depositó su confianza,
contigo Cristo se forjó como hombre.
Oh, bienaventurado José,
muéstrate padre también a nosotros
Carta Apostólica “Patris Corde” 19

y guíanos en el camino de la vida.


Concédenos gracia, misericordia y valentía,
y defiéndenos de todo mal. Amén.

Roma, en San Juan de Letrán, 8 de diciembre, Solem-


nidad de la Inmaculada Concepción de la Bienaventu-
rada Virgen María, del año 2020, octavo de mi pontifi-
cado.
Francisco

NOTAS:
[1] Lc 4,22; Jn 6,42; cf. Mt 13,55; Mc 6,3.
[2] S. Rituum Congreg., Quemadmodum Deus (8 di-
ciembre 1870): ASS 6 (1870-71), 194.
[3] Cf. Discurso a las Asociaciones cristianas de Traba-
jadores italianos con motivo de la Solemnidad de san
José obrero (1 mayo 1955): AAS 47 (1955), 406.
[4] Exhort. ap. Redemptoris custos (15 agosto 1989):
AAS 82 (1990), 5-34.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, 1014.
[6] Meditación en tiempos de pandemia (27 marzo
2020): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua
española (3 abril 2020), p. 3.
[7] In Matth. Hom, V, 3: PG 57, 58.
[8] Homilía (19 marzo 1966): Insegnamenti di Paolo
VI, IV (1966), 110.
[9] Cf. Libro de la vida, 6, 6-8.
[10] Todos los días, durante más de cuarenta años,
después de Laudes, recito una oración a san José to-
mada de un libro de devociones francés del siglo XIX,
de la Congregación de las Religiosas de Jesús y María,
que expresa devoción, confianza y un cierto reto a san
Carta Apostólica “Patris Corde” 20

José: «Glorioso patriarca san José, cuyo poder sabe


hacer posibles las cosas imposibles, ven en mi ayuda
en estos momentos de angustia y dificultad. Toma
bajo tu protección las situaciones tan graves y difíciles
que te confío, para que tengan una buena solución. Mi
amado Padre, toda mi confianza está puesta en ti.
Que no se diga que te haya invocado en vano y, como
puedes hacer todo con Jesús y María, muéstrame que
tu bondad es tan grande como tu poder. Amén».
[11] Cf. Dt 4,31; Sal 69,17; 78,38; 86,5; 111,4;
116,5; Jr 31,20.
[12] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre
2013), 88, 288: AAS 105 (2013), 1057, 1136-1137.
[13] Cf. Gn 20,3; 28,12; 31,11.24; 40,8; 41,1-32;
Nm 12,6; 1 Sam 3,3-10; Dn 2; 4; Jb 33,15.
[14] En estos casos estaba prevista la lapidación (cf.
Dt 22,20-21).
[15] Cf. Lv 12,1-8; Ex 13,2.
[16] Cf. Mt 26,39; Mc 14,36; Lc 22,42.
[17] S. Juan Pablo II, Exhort. ap. Redemptoris
custos (15 agosto 1989), 8: AAS 82 (1990), 14.
[18] Homilía en la Santa Misa con beatificaciones, Vi-
llavicencio – Colombia (8 septiembre 2017): AAS 109
(2017), 1061.
[19] Enchiridion de fide, spe et caritate, 3.11: PL 40,
236.
[20] Cf. Dt 10,19; Ex 22,20-22; Lc 10,29-37.
[21] Cf. S. Rituum Congreg., Quemadmodum Deus (8
diciembre 1870): ASS 6 (1870-71), 193; B. Pío IX,
Carta ap. Inclytum Patriarcham (7 julio 1871): l.c.,
324-327.
[22] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gen-
tium, 58.
[23] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 963-970.
[24] Edición original: Cień Ojca, Varsovia 1977.
Carta Apostólica “Patris Corde” 21

[25] Cf. S. Juan Pablo II, Exhort. ap. Redemptoris cus-


tos, 7-8: AAS 82 (1990), 12-16.
[26] Cf. Gn 18,23-32.
[27] Cf. Ex 17,8-13; 32,30-35.
[28] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gen-
tium, 42.
[29] Cf. 1 Co 11,1; Flp 3,17; 1 Ts 1,6.
[30] Confesiones, 8, 11, 27: PL 32, 761; 10, 27, 38:
PL 32, 795.

Para la reflexión personal:

• ¿Cuál es el lugar que ocupa san José en mi fe y mi


Carta Apostólica “Patris Corde” 22

vida cristiana?
• ¿Qué dificultades experimento yo para vivir la obe-
diencia? ¿Cómo hago frente a esas dificultades?
• ¿Cómo acojo yo en vi vida el plan de Dios? ¿Qué
dificultades encuentro para cumplir con su voluntad
cada día?
• ¿Afronto yo las dificultades de mi vida y las dificul-
tades pastorales, con una “valentía creativa” como
san José?
• ¿Ofrezco al Señor mi trabajo y esfuerzos de cada
día? ¿Tomo suficientemente en serio mi trabajo y
obligaciones?
• ¿Estoy integrando yo la castidad en mi vida, al
modo que nos indica el Papa, como un ofrecimiento
libre que hace más libres a los demás?

He aquí el gran atractivo


de nuestro tiempo:
abismarse en la más alta contemplación
y permanecer mezclado con todos,
hombre entre los hombres.
diría aún más:
perderse en la muchedumbre
para informarla de lo divino,
como se empapa
un trozo de pan en el vino.
Y diría más todavía:
hechos partícipes de los designios
de Dios sobre la humanidad,
trazar sobre la multitud estelas de luz
y al mismo tiempo,
compartir con el prójimo
la deshonra, el hambre, los golpes,
las pequeñas alegrías.
Porque el atractivo
del nuestro,
Carta Apostólica “Patris Corde” 23

como el de todos los tiempos


es lo más humano y lo más divino
que se puede pensar:
Jesús y María,
el Verbo de Dios, hijo de un carpintero.

(Chiara Lubich)

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