Tedesco - Directivismo y Espontaneismo - Las Ideas Pedagogicas

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DIRECTIVISMO Y ESPONTANEÍSMO

EN LOS ORÍGENES DEL SISTEMA EDUCATIVO ARGENTINO

1. Introducción

El presente trabajo constituye la primera parte de un estudio más amplio sobre el pensamiento
pedagógico argentino. Su propósito no consiste en un análisis de las corrientes pedagógicas en función de su
estructura y lógica internas, sino de su correspondencia y articulación con el conjunto de la práctica
pedagógica, especialmente de la vigente en el ámbito del sistema educativo formal.
La historia de la educación en América Latina, particularmente la referida al pensamiento
pedagógico, es uno de los ámbitos menos desarrollados por la investigación sistemática. Argentina no es una
excepción a esta generalidad. Sin embargo, existe una difundida imagen acerca del pensamiento pedagógico
en los orígenes del sistema (1860-1900) que adjudica una hegemonía muy fuerte al positivismo y asocia la
influencia positivista con el conjunto de rasgos que el sentido común pedagógico atribuye al sistema
educativo tradicional.
Un análisis más exhaustivo del período permitirá apreciar que la situación es mucho más compleja
de lo previsto y que ya desde muy temprano quedaron planteadas con notable grado de madurez las
diferentes alternativas posibles, no sólo en términos de política educativa sino también de opciones
curriculares y metodológicas. Desde este punto de vista, hoy resulta habitual encontrar explicaciones y
alternativas de acción pedagógica, que oscilan entre el directivismo y el espontaneísmo, entre la
institucionalización del vínculo de aprendizaje a través de la escuela y la des-institucionalización que
promueve la indiferenciación del proceso de aprendizaje en el proceso de socialización general. Estas
alternativas, sin embargo, estuvieron presentes desde el origen mismo de la expansión escolar. En sí misma,
una comprobación de este tipo no tiene demasiada importancia. La significación, en cambio, puede
sobrevenir si contribuye a explicar más claramente el comportamiento de los diferentes actores sociales
frente a las alternativas que se presentaban y cuáles fueron los resultados –en términos de permitir el acceso
a una cuota mayor o menor de participación en la distribución social del conocimiento– de cada una de estas
opciones.

2. El origen del sistema educativo argentino

Como se sabe, Argentina fue uno de los países de la región que expandió más tempranamente la
escolaridad básica en el marco de los modelos europeos de la época. Las circunstancias socio-económicas
que explican este fenómeno ya han sido analizadas en los capítulos anteriores de este libro. Corresponde, sin
embargo, recordar algunos de los rasgos centrales de la propuesta educativa de fines del siglo pasado y que
definen la naturaleza de lo que hoy se identifica como el sistema educativo tradicional.
En primer lugar y aunque parezca obvio, es preciso tener en cuenta que la instauración misma del
sistema educativo y la difusión de la enseñanza básica universal constituyeron una modificación sustancial
en los modos de imposición ideológica tradicionalmente vigentes. Desde este punto de vista, uno de los
aspectos que diferencia a los distintos países de América Latina en este momento fue la inclusión o
exclusión del acceso a la acción pedagógica escolar como modalidades de imposición ideológica. Argentina,
junto con Uruguay, Costa Rica y, en menor medida, Chile, fueron los países de la región que acompañaron
su incorporación al mercado mundial como exportadores de materias primas e importadores de productos
manufacturados, con una organización social y jurídica que suponía la inclusión del conjunto de la
población en los circuitos básicos de difusión cultural.
Sintéticamente expuesto, el sistema educativo tradicional estaba concebido como un sistema de
distribución social del conocimiento según el cual la masa global de la población tenía acceso sólo a un
mínimo de enseñanza básica que garantizaba la homogeneidad cultural y una élite accedía a las expresiones
más elaboradas y al dominio de los instrumentos que permitían cierto nivel de creación del conocimiento.

1
3. La didáctica positivista

Como se recordará, la base teórica más general de la metodología de la enseñanza aceptada y


difundida por los positivistas radicó en los principios herbartianos y pestalozzianos. Desde José María
Torres que los sintetizó y divulgó a través de la Escuela Normal de Paraná, prácticamente la casi totalidad
de ellos ofreció una versión de dichos principios en algunas de sus obras. Pero sobre esa base, el interés de
los educadores positivistas radicó en fundamentar la enseñanza sobre un conocimiento basado
científicamente en los principales aspectos de la psicología infantil. Al respecto, vale la pena recordar los
trabajos tan importantes para la época de Víctor Mercante, Rodolfo Senet y otros educadores del momento.
El análisis de estos textos permite apreciar que la didáctica positivista estuvo estructurada sobre la base de
un doble reduccionismo. El primero, que mantiene todavía su vigencia, es el que lleva la metodología de la
enseñanza a apoyarse en la psicología, principalmente en la psicología evolutiva y en la teoría del
aprendizaje; el segundo, en cambio, es específico del positivismo y es el que le brinda la posibilidad de
elaborar una argumentación claramente conservadora sobre bases supuestamente científicas: la psicología
quedaba, a su vez, reducida a la biología. A través de este paso por la psicología, se abría la posibilidad de
que la didáctica quedara sujeta a las reglas mecanicistas, fijas y lineales de la biología de la época. Además,
esta rigidez iba acompañada por toda la carga ideológica que rodeaba a los análisis sociales hechos en
función de postulados biológicos que concebían a la sociedad bajo el modelo del organismo.
En el marco de la subordinación a la psicología y a la biología, es posible apreciar tanto los rasgos
científicos como los rasgos ideológicos de la didáctica positivista. Con respecto al primer aspecto, no
corresponde discutir la validez del contenido de las proposiciones psicológicas y sus consecuencias
didácticas. Los pedagogos positivistas no fueron, en todo caso, más allá de lo que el desarrollo de la ciencia
en ese momento les permitía; en todo caso, la validez de su trabajo radicó en que se movieron muy cerca de
la frontera internacional del conocimiento.
El aspecto central, en este punto, consiste en advertir que la preocupación por el método fue una
constante del período y que esa preocupación estuvo fuertemente asociada a la formación docente. El núcleo
central de pedagogos positivistas de esta época se movió en estrecha articulación con los establecimientos
de formación de maestros por un lado y con las instancias de supervisión escolar por el otro. De esta forma,
se pudo establecer un grado de correspondencia relativamente fuerte entre teoría educativa, formación
docente y prácticas pedagógicas aplicadas en el aula, que permitieron obtener un nivel de eficiencia
relativamente satisfactorio.
Pero la preocupación por el método estaba, también, vinculada a las circunstancias sociales
concretas en las cuales se producía la expansión escolar. La reducción del nivel de análisis psicológico y
social al biológico implicaba explicar las diferencias sociales a través de variables tales como la herencia y
la raza. Al respecto, son bien conocidas las versiones positivistas acerca de América Latina y las causas de
su estancamiento y atraso. Carlos O. Bunge, por ejemplo, ofrece un buen modelo de esta forma de enfocar el
problema en su obra Nuestra América1. Pero esta caracterización implicaba, desde el punto de vista
pedagógico, una serie de consecuencias importantes. En primer lugar, los pedagogos positivistas
desarrollaron una concepción muy precisa de los rasgos que definían a la capacidad de aprendizaje de la
población escolar en virtud de su herencia genética y racial. Al respecto, vale la pena citar extensamente a
Víctor Mercante, quien comienza el segundo torno de su libro sobre Enseñanza de la aritmética2, con la
siguiente caracterización de los alumnos:

“Es injusto atribuir ya a los programas, ya a los maestros, ya a los gobiernos, ya a las modificaciones
introducidas por un decreto de efímera duración, defectos que fluyen de una juventud escolar heterogénea,
porque es el producto natural de seis, siete u ocho razas que la evolución rezagada y tardía arrojaron a estas
playas después de sentir en los flancos el acicate de la miseria; no nos puede asombrar la intriga en unos, la
hipocresía en otros, el rencor en éste, la envidia en aquél, exteriorizados por la maldicencia, el chisme, la
soberbia mal disimulada y una sed de aplastar y reducir a nada al semejante, un eterno contendor creado por
una imaginación enviciada con las pequeñeces de una vida primaria todavía.
Este frondoso árbol, que en cada hoja esconde una vanidad, arraiga en un cerebro duro y perezoso, indócil y
arrogante a veces. Hay hogares para quienes el maestro es un enemigo y otros que se permiten el papel de

1
Carlos O. Bunge, Nuestra América: ensayo de psicología social, V. Abeledo, Bs. As., 1905.
2
Víctor Mercante, Enseñanza de la aritmética; Cultivo y desarrollo de la aptitud matemática del niño, 2ª ed., Cabaut, Bs.
As., 1916.
2
patrones amonestándolos en esquelas de estraza con frases como éstas: ‘Ayer le he preguntado a mi hijo el
alfabeto salteado y no lo ha sabido; dígale al maestro que le enseñe a leer, que para eso lo mando a la escuela’.
En un ambiente republicano, sin opresiones, la tosca personalidad recobra su vieja robustez.
Al tender, cada año, mis ojos sobre el libro de matrícula, no dejo de sentir escalofríos cuando descubro las
imperfecciones de un hogar lleno de exigencias, si el hogar existe. Aquí, una columna de jóvenes sin padre;
allá, otra de huérfanos; allá, otra donde la madre, único sostén de seis pequeños, hace esfuerzos sobrehumanos
para ganar, cosiendo o planchando, los dos o tres pesos diarios con que alquila dos cuartos, viste y alimenta su
prole; acullá, otra donde la hermana mayor, o el tutor, o un presunto pariente, reniega de un fardo que desea
abandonar cuanto antes; por fin, otra, donde el padre es pudiente, pero los hijos llevan en el bolsillo la llave de
la puerta de la calle. Pocos son aquellos que dentro de una familia acomodada, buena, sin miserias, ni
angustias, ni sufrimientos, van a la escuela llevados por el sólo afán de perfeccionarse y pocos aquellos que
alcanzan la cima de sus deseos”.

En otras de sus obras3, Mercante resume su diagnóstico más claramente: “...la mayor parte de los
alumnos pertenecen al tipo pasivo (indolente) que se mueve bajo la acción de estímulos enérgicos, obligados
por algo que, contrariando sus hábitos de inercia, los vuelva activos”.

En síntesis, la desconfianza general acerca de las respuestas espontáneas orienta toda la postura
didáctica positivista. Esto no conduce a una propuesta totalmente pasiva sino a la regulación detallada de los
estímulos para la actividad. Dicha regulación se asentaba –como ya vimos– en los clásicos principios de
Herbart y Pestalozzi e incluía un fuerte acento en el manejo de instrumentos, el control de experiencias
científicas, la observación, etc. En este sentido, la propuesta positivista está lejos del formalismo vacío de
las prácticas pedagógicas habituales. En realidad la descripción crítica que los positivistas hacían de las
prácticas docentes vigentes en las escuelas no diferían mucho de las actuales caracterizaciones que se
obtienen a partir de estudios etnográficos sobre interacción en el aula. La peculiaridad de la alternativa
positivista consistía, por lo tanto, en proponer una estructuración de la acción pedagógica destinada a
superar las características originales de los actores del proceso. En este sentido y más allá del pesimismo y
el fatalismo biológico, reconocidos como punto de partida, la propuesta didáctica del positivismo tendía a
garantizar el progreso individual a través de estrategias que movilizaran, externamente, las capacidades
naturales individuales.

4. El espontaneísmo anti-autoritario de Carlos Vergara

El pensamiento de Carlos Vergara (1859-1929) –notoriamente desconocido a pesar de la vastedad


de su obra ocupa un lugar importante en el desarrollo histórico de la pedagogía argentina. Esta importancia
proviene fundamentalmente del hecho de haber postulado una seria crítica a los esquemas positivistas de
análisis pedagógico, en los momentos en que dichos esquemas poseían un grado muy alto de hegemonía
dentro de los ámbitos intelectuales argentinos.
Desde el punto de vista filosófico, la crítica de Vergara al positivismo puede definirse como una
crítica krausista, concepción que –como se sabe– tuvo cierta vigencia hacia fines del siglo pasado y
principios de éste4. En el plano político, en cambio, Vergara se ubica claramente en una posición
antioligárquica que si bien lo acercó en diversos momentos al radicalismo no se concretó en su
incorporación orgánica a ningún movimiento político determinado.
Desde el punto de vista filosófico y científico, en cambio, el análisis del pensamiento de Vergara no
resistiría un examen riguroso. Las imprecisiones, las ambigüedades, las generalizaciones rápidas y sin base
abundan en buena parte de sus textos.
Sin embargo y a pesar de su simplicidad, vale la pena esquematizar las ideas centrales de la propuesta teórica
que expone Vergara para –desde allí– abordar las cuestiones específicamente pedagógicas.
El concepto que puede servirnos de punto de partida en esta breve reseña de sus ideas filosóficas es
el concepto de acción. Vergara es, al respecto, muy categórico: “...cada organismo y cada órgano (...) es una
resultante de la acción que ese órgano o ese organismo ha realizado a través de innumerables generaciones”5

3
Víctor Mercante, Metodología especial de la enseñanza primaria, Cabaut, Bs. As., t. I, pág. 71 y siguientes.
4
La obra más completa sobre el krausismo argentino es, sin duda alguna, el libro de Arturo Andrés Roig, Los krausistas
argentinos, Cajica, México, 1969.
5
Carlos Vergara, Filosofía de la educación, Compañía Sudamericana de Billetes de Banco, Bs. As., 1916, pág. 73 (en
3
. Todo el desarrollo –sea cual fuese el organismo del cual nos ocupemos– depende de la actividad que
desarrolle. El significado de esa actividad tiene connotaciones importantes para nuestro análisis: en primer
término, Vergara concibe la actividad como expresión de un plan predeterminado en cada organismo, plan
que resulta de la acción de todas las generaciones anteriores. Este determinismo natural absoluto es, sin
embargo, la base de su postulado central sobre la libertad, porque en la medida en que dicho plan está
preformado, lo importante será garantizar su expresión evitando cualquier traba que impida su desarrollo
libre y espontáneo6.
Estos dos rasgos –libertad y espontaneidad– son centrales en la definición del concepto de acción en
Vergara. El tercero, que completaría el significado del concepto, es su carácter divino. Para Vergara –en
contraposición al positivismo dominante en este período de la historia del pensamiento argentino y
retornando así una conceptualización metafísica– la acción espontánea y libre implica la realización de lo
divino en cada ser. La acción –siempre, insistimos, en la medida que sea libre– expresa el espíritu divino
que en última instancia dirige el movimiento del universo. Esta connotación metafísica con la cual Vergara
alude al concepto de acción le permite asociarlo directamente con valores morales específicos. Así, actuar
será bueno en tanto significa poner de manifiesto el espíritu de Dios y, complementariamente, la inactividad
o la pasividad será concebida como mala. “La acción, dirá Vergara, sintetiza todas las virtudes” 7.

5. Las ideas pedagógicas

El primer aspecto a tener en cuenta aquí es el valor educativo que Vengara otorga a la acción.
Actuar es educativo en la medida que significa enriquecimiento y desarrollo de las capacidades que el
organismo trae preformadas. Invirtiendo este postulado desde la perspectiva de la pedagogía, Vergara podrá
decir que educar será estimular la acción y permitir su desarrollo, distinguiendo la acción “verdadera” (que
sería precisamente la que cumple con esas condiciones) de otros tipos de acción que en lugar de favorecer el
desarrollo lo traban.
Dewey, con mucha más precisión conceptual y sin las connotaciones metafísicas y éticas que
aparecen en Vergara, planteó la misma concepción a través tanto del valor educativo que otorga a la
experiencia como a la distinción que establece entre experiencia educativa (definida como aquella
experiencia que permite al educando seguir avanzando en su desarrollo personal, que no lo traba ni lo frena
en su crecimiento) y experiencia no-educativa (definida, precisamente, por lo contrario). Un ejemplo
frecuente en Dewey para señalar esta diferencia es el tipo de experiencias al cual la educación tradicional
sometía al alumno: estudios memorísticos, pasividad, etc., experiencias todas que determinaban un freno al
desarrollo personal y que impedían su crecimiento.
Pero la semejanza no termina aquí. Si –como se decía más arriba– para Vergara la actividad
desarrollada por un organismo expresa un plan prefigurado a través del tiempo y las sucesivas generaciones,
¿cuál será el papel que le corresponde a la educación en la formación del sujeto? Vergara contestará
diciendo que lo fundamental en toda área educativa es rodear al alumno de un medio ambiente que no trabe
el desarrollo espontáneo de la actividad del sujeto, es decir, un medio ambiente caracterizado por su
permeabilidad y su fluidez. La importancia del medio ambiente queda reflejada en las fórmulas con las
cuales Vergara expuso sus dos primeros principios educativos 8 y no es preciso extremar los términos para

adelante se citará FE).


6
“... la espontaneidad y la libertad son inherentes al progreso y al desarrollo de todos los seres vivos. Una planta sólo puede
crecer y perfeccionarse conforme al plan y al programa ya formado por la herencia desde innumerables generaciones, sin
que nadie pueda obligarle a crecer tanto por semana o por mes” (...) “Según esto, el plan y el programa a seguir por todos
los organismos está ya dentro de ellos mismos, trazado por la naturaleza y corregido por ella. Lo necesario y conveniente es
favorecer el desarrollo de ese plan o tendencias íntimas de los seres por las condiciones favorables del medio”. C. Vergara,
FE, págs. 252-3.
7
Véase FE, págs. 73, 91, 117 y 201.
8
El principio nº 1 de la educación estaba formulado en los términos siguientes: “Así como la Naturaleza para formar y
perfeccionar los individuos y las especies obra por la influencia del medio ambiente, así también debe procederse siempre
en la educación. Si la Naturaleza siempre obra por influencia del medio ambiente para dirigir y transformar las especies, es
así como debieran proceder los educadores; y casi todo lo que hay que decir sobre la educación debe referirse a la
preparación del medio ambiente adecuado, para que el alumno desarrolle los mejores impulsos que la Naturaleza puso en su
alma”. FE, págs. 430-31. El principio nº 2 sostiene: “En el alma humana pugna por manifestarse el espíritu divino, y lo más
y mejor que puede hacerse por un niño o por un joven es favorecer los buenos impulsos ya existentes en él, alejándole lo
4
evocar aquí la concepción de Dewey acerca del papel del medio ambiente en la educación, largamente
explicado en el capítulo 2 de Democracia y educación9 .
Esta valoración de la acción y de la actividad le permite a Vergara ensayar una crítica (a veces de
tono furibundo) a las prácticas pedagógicas vigentes, todas ellas de carácter libresco y basadas
fundamentalmente en el verbalismo. Para Vergara, nadie aprende si no es capaz de transformar el saber en
actos; las escuelas de Derecho, por ejemplo, no enseñan nada acerca de su objeto central –la justicia– en la
medida que no impulsan en sus alumnos la práctica de la justicia. Lo mismo dirá de las otras disciplinas y en
su conjunto, de todo el sistema educativo apoyado –sostenía repetidamente Vergara y con razón– en
palabras y no en actos. Buena parte de sus escritos están destinados a repetir en todos los tonos y formas
posibles ese postulado. Pero, siguiendo en forma coherente su esquema fuertemente eticista, para Vergara
las acciones con más alto valor educativo serán precisamente aquellas con más alto contenido moral.
Enseñar a “hacer el bien” es uno de los fines básicos de la educación.
El problema de las formas metódicas reviste, en el período que estamos analizando, una importancia
peculiar. Como ya vimos, el pensamiento positivista asignó a la metodología didáctica un lugar relevante
dentro de la tarea educativa y se ocupó de regularla hasta sus más mínimos detalles.
Vergara, en cambio, sostiene una teoría diferente. Partiendo del supuesto según el cual todo está
prefigurado en el sujeto, sostuvo que la única tarea válida desde el punto de vista educativo era dar al sujeto
la más amplia libertad de trabajo y expresión para que las condiciones que trae prefiguradas puedan
desarrollarse. Los estímulos externos, en esta concepción, no deben ser cuidadosamente organizados de
manera tal que vayan provocando gradualmente el desarrollo de los conocimientos; al contrario, su función
es configurar un medio ambiente fluido cuya función principal en cuanto estimulante sería la de permitir la
libre expresión de los sujetos.
La significativa valoración de las potencialidades autónomas de los sujetos condujo a Vergara a
negar la validez de las investigaciones encaradas en el marco de la pedagogía positivista y destinadas a
regular externamente la conducta de los alumnos. Sus críticas fueron, en este sentido, categóricas:

“De acuerdo con la doctrina expuesta, la sabiduría del pedagogo y del sociólogo consistirá en
favorecer lo que va está en los seres y en obedecer los planes ya trazados por la Naturaleza. Como toda la
ciencia de la educación se ha propuesto hasta hoy dirigir al espíritu de la niñez y la juventud; ahora al llegar a
establecer que el propósito del educador es enseñar a los alumnos a que marchen, estudien, aprendan, se
eduquen y se gobiernen solos, resulta que todo lo que hasta hoy se ha llamado pedagogía y ciencia de la
educación queda sin base y sin objeto, dando lugar a una ciencia nueva, con caracteres muy distintos a la
anterior pedagogía. La importancia de este nuevo concepto ha de verse en sus aplicaciones. Los métodos y
procedimientos que tanto absorben la atención de los pedagogos y de la pedagogía al querer determinar un
camino que se imagina indispensable para aprender y enseñar cada una de las materias, quedarán sin
consistencia cuando se comprenda que el alma de los métodos y de los procedimientos está en la espontaneidad
del maestro y de los alumnos, a la vez que en las condiciones y necesidades del medio ambiente” 10.

Las últimas palabras de la cita anterior son claves para entender la postura de Vergara acerca de las
formas metódicas: espontaneidad y medio ambiente. Ya vimos en puntos anteriores la base desde la cual
Vergara llega a esta concepción. Pero lo importante ahora es advertir que esta postura de Vergara lo condujo
naturalmente a dar los primeros pasos y dentro de una línea que –pasando por redefinir los roles del maestro
y del alumno– configura una especie de “anti-didáctica”, anticipación elocuente de algunas propuestas
actuales de la teoría del antiautoritarismo pedagógico.
Los componentes conceptuales de esta anticipación teórica son los siguientes: en primer término,
catalogar los regímenes vigentes como opresores tanto para los maestros como para los alumnos. Esta
valoración de la forma como los sistemas vigentes degradan a los actores del hecho educativo derivó,
necesariamente, en la redefinición de sus roles, Vergara sostuvo enfáticamente que “...el maestro, tal como
hoy se lo conoce, debe desaparecer”. Sobre esta línea, la obra de Vergara es rica en argumentaciones
tendientes a dar a la escuela las características propias de los ambientes no escolares. “La escuela es la
sociedad misma”, sintetiza Vergara, y cuando analiza las tareas, los temas y el papel del alumno, esta
expresión adquiere todo su significado:

adverso y acercándole lo favorable”. FE, pág. 440.


9
John Dewey, Democracia y educación, trad. de Lorenzo Luzuriaga, Ed. Losada, Bs. As., 1953.
10
Carlos Vergara, Revolución pacífica, Bs. As., 1911, pág. 292.
5
“Hemos llegado a un momento en que todo lo que se haga por la enseñanza, aun lo mejor, será flor de
un día, porque carecerá de consistencia y de base si no es obra directa de la conciencia popular, que la sostenga
sobre todos los cambios políticos de gobierno. Por este sistema el alumno ya no tiene como único mundo
escolar las cuatro paredes del aula que deprimieran tantas almas infantiles. Los temas de estudio los encuentra
en el mundo real que le rodea, en la sociedad misma, que no sólo estudia como observador, sino principalmente
como actor, como agente productor de bien para sí y para la comunidad. Por ejemplo, el niño producirá
primero una cajita de cartón (...) en una conferencia semanal de las organizadas por la escuela, una sencilla
lectura... más tarde sabrá forjar el hierro y a otras horas irá, encabezado por sus maestros, a hacer propaganda
en favor de la pureza del sufragio, del respeto mutuo que se deben a todos los bandos y asistirá a presenciar las
elecciones”11.

Consecuente con los planteos anteriores acerca de los métodos, Vergara desarrolla una concepción
de la disciplina escolar en la cual se ponen de manifiesto en forma muy notoria los rasgos antiautoritarios de
su doctrina. Este punto fue, indudablemente, uno de los que más perturbaciones produjo en los ambientes
oficiales de la época, no tanto por el desarrollo teórico que Vergara pudo otorgarle sino por sus
consecuencias prácticas.
Desde el punto de vista teórico, la exposición de Vergara sobre este tema no se aparta de los
argumentos que expusimos basta ahora. De acuerdo a su postulado central acerca de la influencia decisiva
del medio ambiente en la determinación de las conductas, todo tipo de conducta desviada –desde un simple
acto de indisciplina escolar hasta un hecho delictivo grave– tiene su origen en circunstancias exteriores o en
la herencia, pero nunca en el sujeto como tal, que tiene una responsabilidad muy limitada en la producción
de esos actos.
Sobre esta base, Vergara niega valor a cualquier tipo de código disciplinario que se base en castigos.
Al contrario, “...el más fecundo elemento disciplinario consiste en que los alumnos sepan que el maestro
cree que él no tiene derecho a tocar jamás su libertad física ni moral ni en lo más mínimo” 12.
En éste, como en otros puntos, carece de sentido hacer un análisis de la consistencia teórica de la
propuesta de Vergara. Es obvio que tal como está presentada, su propuesta contiene un alto grado de
ingenuidad, que la hace muy vulnerable. Sin embargo, lo rescatable es la línea global de su posición, que
tiende a enfatizar lo negativo de toda la política coercitiva en el ámbito escolar y a colocar el problema de la
disciplina no como factor aislado sino como uno de los componentes básicos de las condiciones para el
aprendizaje (compartiendo en este sentido la responsabilidad junto a los contenidos, los métodos, etc.). La
contrapropuesta de Vergara pasa por lograr la disciplina –indispensable para que tenga lugar la tarea de
aprendizaje– a partir de condiciones externas adecuadas y estímulos internos lo suficientemente fuertes
como para que no tengan sentido las imposiciones formales externas.
Vergara trató de poner en práctica este énfasis en el respeto absoluto por la libertad. Así, en el
período en que actuó como Director de la Escuela Normal de Mercedes se propuso aplicar en la escuela una
serie de nociones sobre la disciplina que pasaban por la eliminación de todo tipo de sanciones. Vale la pena
recordar la resolución que dictara sobre este punto y que constituye uno de los testimonios más claros del
espíritu antiautoritario de Vergara:

“lº Que los profesores del establecimiento deben tratar a todo alumno que cometa una falta, con entera
consideración, proponiéndose hacerle ver que ha cometido un error, no una acción con el deseo de hacer mal.
2º Que todos los medios disciplinarios que afecten en lo más mínimo la dignidad del alumno, sean considerados
contraproducentes y como que propenden a desorganizar la escuela.
3º Que ningún profesor dirija palabras ni miradas imperiosas a los alumnos, ni aun al más culpable.
7º Todos los alumnos deben tener la convicción de que nadie tiene derecho de tocarles su dignidad, ni con una
mirada fuerte, y si no tuvieran esa convicción, los profesores están en el deber de dárselas, porque éste es el
medio más eficaz de asegurar la disciplina de toda la escuela”13.

6. Consideraciones finales

11
Ibídem, pág. 293.
12
Ibídem, año 1889, t. II, pág. 581.
13
Ibídem, también Educación republicana, pág. 61.
6
Tal como puede apreciarse a través de esta somera presentación de los postulados positivistas y
krausistas frente al problema de las prácticas pedagógicas, es evidente que las alternativas directivistas y no-
directivistas, acompañadas de fundamentaciones genetistas o culturales sobre el carácter de la inteligencia,
tienen una historia muy prolongada.
Resulta difícil resistir la tentación de enfatizar el carácter claramente antidemocrático de sus
postulados. El fatalismo biológico resultaría inmodificable; el fracaso escolar sería explicado por razones
genéticas y la función de los métodos y programas escolares sería seleccionar a los “más aptos” y excluir
rápidamente a los que no podrán avanzar en el sistema más allá de sus posibilidades “objetivas”. Mercante
mismo se ocuparía de fundamentar uno de los proyectos más orgánicos de reforma escolar basado en este
diagnóstico psico-pedagógico brindando, en 1916, los argumentos para la reforma del ministro Saavedra
Lamas, que intentaba reducir la escolaridad básica a cuatro o cinco años, estableciendo un nivel intermedio
con funciones orientadoras y un ciclo secundario diversificado.
Saavedra Lamas, apoyándose en Mercante, justificaba la necesidad de esta reforma diciendo que de
esta manera se beneficiaría al sector social que por su ubicación “...no está en condiciones de realizar
opciones más elevadas. Ellos tienen ya predeterminada casi su situación social y se trata sólo de evitar que
no completen su instrucción incipiente haciendo que obtengan una aptitud remunerable que mejore su
condición y asegure su dignidad en la vida. Así no se impedirá que los demás, los de aptitudes más
vigorosas, de mayor holgura en su situación personal, de mayor fuerza de voluntad, puedan completar otro
género de preparación integral haciendo los tres años de la Escuela Intermedia, completándolos con el
núcleo obligatorio y dirigiéndose, si a ello aspira, a una finalidad universitaria”14.

Si bien la propuesta positivista logró hegemonizar las prácticas pedagógicas, no logró modificar la estructura
homogénea del sistema educativo. De esta forma, el sistema garantizaba una relativa igualdad en el acceso a
formas metódicas que ostentaban un alto grado de legitimidad científica.

La peculiaridad del caso argentino –y de allí el carácter democrático relativamente más amplio de
su sistema escolar– consistiría precisamente en haber ofrecido una estructura organizativa homogénea y una
oferta metodológica donde la preocupación por los “déficits” en el punto de partida de la población escolar
constituyó una variable relevante en la acción pedagógica escolar.

14
Carlos Saavedra Lamas, Reformas orgánicas en la enseñanza pública; sus antecedentes y fundamentos. Bs. As., Peuser,
1916, t. II, pág. 372. Un análisis de esta reforma puede verse en págs. 190 y sigts. de este libro.
7

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