El Caballero Gene Wolfe
El Caballero Gene Wolfe
El Caballero Gene Wolfe
El caballero
El caballero mago - 1
Título original: The Knight, Book one of The Wizard Knight, 2004
Traducción: Miguel Antón
Ilustración de cubierta: Gregory Manchess
LORD DUNSANY
Ben, antes que nada, lee esto.
He estado releyendo la primera parte de esta carta y me he dado cuenta
que hay un montón de nombres que no conoces. A continuación encontrarás
una lista de ellos. Si al leer te encuentras con uno que desconoces o no
recuerdas, consúltalo aquí. Claro que ahora perderías el tiempo si la vieras
de arriba abajo. Es sólo para que consultes los nombres de vez en cuando.
Si no encuentras alguno es porque me lo he dejado, o yo tampoco sé qué
o quién es, o me pareció que ya lo sabrías. Aquí los tienes.
Able Nombre que utilizo aquí. También fue el nombre del hermano de
Valiente Berthold.
Aelfrice El quinto mundo, situado bajo Mythgarthr.
Agr Mariscal de Marder; he conocido gente peor.
Alvit Una de las doncellas que cabalgan para Valpadre.
Angrborn Los gigantes que fueron expulsados de Skai. Todos ellos
descienden de una giganta famosa llamada Angr, o al menos eso es
lo que afirman.
Arnthor Rey de Celidon. Su efigie figura en las monedas. Disiri me dio
un mensaje para él.
Atl Uno de los sirvientes de Thunrolf.
Aud Senescal de Thunrolf.
Baki Una joven elfo del fuego que conocí en la Torre de Cris. Ella y Uri
dijeron ser mis esclavas.
Baldig Uno de los campesinos con quienes viví en Griffinsford.
Beaw Uno de los hombres de armas. Además, era un buen tipo.
Beel Barón al que Arnthor envió a Jotunlandia.
Ben Mi hermano de Estados Unidos, a quien echo de menos. ¿Lo has
leído, Ben?
Bodachan Elfos de la tierra. Forman uno de los clanes pequeños.
Brega Campesina que vivió en Glennidam.
Bymir Fue el primer angrborn que vi.
Camino del Río Principal camino que partía hacia el interior desde
Irringsmouth. Discurre a lo largo de la orilla norte del Irring.
Caspar Carcelero mayor del castillo de Sheerwall.
Castillo Piedrazul Castillo de Indigno, destrozado por unos piratas
osterlingas.
Celidon Un país grande, más largo que ancho, situado en la costa
occidental del continente. Las ciudades de Irringsmouth, Forcetti y
Kingsdoom pertenecen a Celidon.
Collins Mi antiguo profesor de lengua inglesa.
Compañías Libres, las Grupos de bandidos. Los llamaban así por no
llamarlos otra cosa.
Crinegra Corcel de Ravd.
Crol Heraldo de Beel.
Dama La menor de las hijas de Valpadre. Se supone que nadie debe
mentar su nombre durante una conversación con ella, de ahí que la
llamemos Dama.
Disira Esposa de Seaxneat.
Disiri Reina de los elfos del musgo.
Dollop & Scallop La taberna donde nos alojamos en Forcetti.
Doncella de batalla La espada de Ravd. Aquí ponen nombre a las
espadas, como a los barcos.
Doncellas musgo Chicas de los elfos del musgo.
Duns Hermano mayor de Uns.
Easthall Feudo de Woddet.
Egil Uno de los bandidos.
Egr Uno de los sirvientes de rango de Beel.
Elfos El pueblo del quinto mundo. No trabajan mucho, protegen los
árboles y demás, y ven ciertas cosas de forma distinta a la nuestra.
Elfos del fuego Clan del que se apoderó Setr por completo.
Elfos del musgo Clan de Disiri.
Eterna Madre de todas las espadas.
Finefield Feudo de Garvaon.
Forcetti Ciudad de Marder y puerto de mar.
Garsecg Nombre que utilizaba Setr cuando lo conocí.
Garvaon El mejor caballero al servicio de Beel.
Gaynor Esposa de Arnthor, reina de Celidon.
Gerda Muchacha con la que Valiente Berthold iba a casarse.
Geri Así se llamaba la chica con la que salías cuando perdí Estados
Unidos.
Gigantes del Hielo Angrborn, término utilizado sobre todo para
referirse a los incursores.
Gilling Rey de los angrborn.
Glennidam Pueblo donde nacieron Ulfa y Toug.
Gorn Tabernero de la Dollop & Scallop.
Grengarm Dragón que poseía a Eterna.
Griffin Riachuelo que discurría por Griffmsford y confluía en el Irring.
Griffinsford Pueblo arrasado por los angrborn.
Gylf Mi perro. Valpadre lo extravió y lo cuido hasta que él lo reclame.
Hechicera de batalla Espada de Garvaon.
Heimir Hijo de Gerda e Hymir.
Hel Mujer overcyno encargada de la muerte.
Hela Hija de Gerda e Hymir, hermana de Heimir.
Hermad Uno de los caballeros de Marder.
Hob Uno de los guardias de Caspar.
Hombres musgo Hombres de los elfos del musgo.
Hordsvin Cocinero del Mercader del Oeste.
Hulta Una mujer de Glennidam.
Hymir Angrborn que secuestró a Gerda.
Hyndle Hijo angrborn de Hymir.
Idnn Hija de Beel, bastante bajita y muy guapa. Imposible olvidar su
voz o sus grandes ojos oscuros.
Indigno Duque asesinado por los osterlingas. El castillo Piedrazul le
pertenecía.
Irring Un gran río.
Irringsmouth El pueblo de Indigno, donde el Irring desemboca en el
mar. Los osterlingas habían arrasado buena parte.
Isla Piedrazul Isla rocosa simada a unos cuatrocientos metros del
continente.
Jer Cabecilla de un grupo de bandidos.
Jineteluna Cualquier caballero que envíe la Dama a Mythgarthr.
Jotunlandia Patria de los angrborn, situada al norte de las montañas.
Kelpies Doncellas elfo del mar.
Kerl Primer oficial del Mercader del Oeste.
Kingsdoom Capital de Celidon, puerto de mar.
Kleos El segundo mundo, situado sobre Skai.
Kulili Ser responsable de los elfos.
Lud Otro de los caballeros de Marder.
Lut Herrero que forjó Doncella de batalla.
Mag Madre de Valiente Berthold.
Magneis Caballo que me obsequió Marder.
Maní Gato negro que nos siguió a Gylf y a mí.
Marder Duque del feudo situado más al norte de Celidon.
Matronas musgo Madres entre los elfos del musgo.
Mercader del Oeste Barco que tomé en Irringsmouth.
Miguel Un hombre de Kleos.
Modguda Sirvienta de Sheerwall.
Montaña de Fuego Portal a Muspel.
Montañas del Norte Montañas que separan Celidon de Jotunlandia.
Montañas de los Ratones Otro modo de referirse a las Montañas del
Norte.
Montañas del Sol Montañas que separan Celidon de Osterlandia.
Morcaine Princesa, hermana de Arnthor y Setr.
Mori Herrero de Irringsmouth.
Muspel Sexto mundo, situado bajo Aelfrice.
Mythgarthr Cuarto mundo; es donde está Celidon.
Needam Isla situada al sur de Celidon. Nunca he ido allí.
Njors Marinero del Mercader del Oeste.
Nukara Madre de Uns.
Nur Segundo oficial del Mercader del Oeste.
Nytir Caballero al que vencí en el salón de la Dollop & Scallop.
Obr Padre de Svon. Era barón.
Olof Barón a quien se nombró para hacerse cargo de la Montaña de
Fuego mientras Thunrolf y yo estábamos en Muspel.
Org Ogro que obtuve de Uns.
Ossar Bebé de Disira.
Osterlandia País situado al este de las Montañas del Sol. Osterlingas
Pueblo que devora a otros humanos para volverse más humano.
Overcynos Habitantes de Skai, el pueblo de Valpadre.
Papounce Uno de los sirvientes de rango de Beel.
Parka Una mujer de Kleos.
Pholsung Abuelo de Beel. Fue rey de Celidon.
Pouk Ojotuerto Marinero que me ayudó.
Potash Me daba clases de física y química.
Ratones Raza de seres medio angrborn medio humanos.
Ravd El mejor caballero que he conocido.
Redhall Feudo de Ravd.
Reina del Bosque Hace referencia a Disiri. Mucha gente teme
pronunciar su nombre, porque creen que podría acudir. (A mí nunca
me funcionó.)
Rompespadas Mi maza. Una especie de barra de acero.
Ruta de Guerra El camino principal que recorría el norte de Celidon
hacia Jotunlandia.
Sabel Un caballero muerto.
Sala de los Amores Perdidos Una sala que era como otro mundo
cuando entrabas en ella. A veces, en su interior, los muertos volvían
a la vida.
Salamandras Elfos del fuego. Uri y Baki eran salamandras.
Scaur Amable pescador de Irringsmouth.
Schildstarr Uno de los angrborn más importantes.
Seaxneat Habitante de Glennidam que tenía tratos con los bandidos.
Seagirt Castillo de Thunrolf.
Setr Dragón de padre humano.
Sheerwall Castillo de Marder.
Sha Esposa de pescador, a pesar de lo cual se portó bien conmigo.
Skai Tercer mundo, simado sobre Mythgarthr.
Skjena Muchacha que vivía en Griffinsford.
Sparreo Mi profesora de matemáticas. Era muy buena.
Surt Ayudante de Hordsvin.
Svon Escudero de Ravd.
Swert Sirviente de Beel.
Thiazi Ministro de Gilling.
Thope Maestro de armas de Marder.
Torre Redonda El castillo más grande de la Montaña de Fuego.
Toug, el joven Hermano de Ulfa; más o menos tendría mi edad.
Toug, el viejo Padre de Ulfa.
Tung Maestro de armas que adiestró a Garvaon.
Uld Granjero que vivía en Griffinsford.
Ulfa La joven que me hizo algo de ropa en Glennidam.
Uri Amiga de Baki. A veces se hadan llamar hermanas.
Uns Campesino tullido.
Utgard Castillo de Gilling; también se llamaba así la ciudad que lo
rodeaba.
Valiente Berthold Campesino de Griffinsford que me dejó vivir con él
en la cabaña. Decíamos ser hermanos, y él se lo creía.
Valpadre Rey de Skai.
Vali Hombre a quien hizo avisar el viejo Toug cuando quiso matarme.
Ve Hijo de Vali.
Vidare Uno de los caballeros de Marder.
Volla Esposa fallecida de Garvaon.
Weland Forjador de Eterna. A pesar de haber nacido en Mythgarthr, se
convirtió en rey de los elfos del fuego.
Wistan Escudero de Garvaon.
Woddet El caballero más grandote de Sheerwall.
Wulfkil Arroyo que afluía en el Griffin.
Wyn Marinero del Mercader del Oeste.
Yens El puerto mejor situado entre Forcetti y Kingsdoom.
Yond Escudero de Woddet.
Desperté en una cueva junto al mar, donde una dama anciana con
demasiados dientes permanecía sentada hilando; cuando me hube repuesto
y encontré el bastón, pregunté dónde estaba, intentando hacerlo en un tono
lo más educado posible.
—¿Podría decirme dónde estamos, señora, y cómo puedo ir a
Griffinsford desde aquí?
Por alguna razón pensé que Griffinsford era donde vivíamos, Ben, y de
hecho, aún hoy soy incapaz de recordar cuál era su verdadero nombre. O
incluso puede que sea Griffinsford, porque todos los nombres se me han
mezclado.
La anciana negó con la cabeza.
—¿Sabe cómo he llegado aquí?
Rió, y el viento y el mar formaban parte de su risa; era la espuma y las
olas que rompían en la entrada de la cueva. Las palabras que le dirigí eran
también para la espuma y las olas. Eso fue lo que sentí. ¿No te parece una
locura? Había estado loco desde que nací, y ahora estaba cuerdo y me sentía
de maravilla. El viento y las olas permanecían sentados en aquella cueva,
conmigo, hilando, y la naturaleza había dejado de ser algo ajeno. La anciana
formaba una parte muy importante del conjunto, al contrario que yo, que
me había ausentado mucho tiempo. Más tarde, Garsecg dijo que el mar me
había curado.
Fui a la entrada de la cueva y me las apañé para meterme en el agua
hasta que me llegó a la cintura, aunque sólo pude ver los acantilados que
colgaban a la salida, y más allá, el agua azul oscuro, las gaviotas y las rocas
melladas como dientes de dragón.
—Tendrás que esperar a que baje la marea —dijo entonces la anciana.
Regresé a su lado calado hasta las axilas.
—¿Tardará mucho?
—Bastante.
Después me apoyé en el bastón atento a la hilandera, preguntándome
qué estaría haciendo y por qué producía aquellos ruidos. A veces, tenía la
impresión de que había rostros y brazos y piernas en aquella labor.
—Eres Able del Gran Corazón.
Eso me llamó la atención, y le dije mi antiguo nombre.
Hasta entonces, la anciana no había apartado la mirada de la labor.
—Lo que yo diga bien no habrás de torcer —me dijo.
Le dije que lo sentía.
—Algún menoscabo debe haber, de modo que esto dispondré: cuan más
baja sea tu dama, más elevado será tu amor. —Dejó de hilar para sonreírme.
Comprendí que era un gesto simpático, pero tenía unos dientes
horripilantes, afilados como cuchillas—. La insolencia merece un castigo y,
como tal suele suceder, ése no causará un gran perjuicio.
Así fue como me cambiaron el nombre.
Volvió a concentrarse en la labor, aunque más bien parecía leer el hilo
que tejía.
—Te hundirás antes de alzarte y te alzarás antes de hundirte.
Eso me asustó, y pregunté si podía plantearle una duda.
—Acabas de hacerlo. ¿Qué quieres saber, Able del Gran Corazón?
Había tantas preguntas que no supe por dónde empezar.
—¿Quién es usted? —pregunté.
—Parka.
—¿Es una adivina?
Sonrió de nuevo.
—Eso dicen algunos.
—¿Cómo he llegado aquí?
Con la rueca, el instrumento del que se servía para hilar, señaló hacia el
fondo de la cueva, donde reinaba la oscuridad.
—No recuerdo haber estado allí —dije.
—¿Te han arrebatado la memoria?
En cuanto formuló esa pregunta, supe que así había sucedido. Era capaz
de recordar ciertas cosas. Me acordaba de ti y de la cabaña y las nubes, pero
era como si todo ello perteneciera al pasado, como si después hubieran
ocurrido un montón de cosas que no recordaba en absoluto.
—Los elfos te trajeron aquí.
—¿Quiénes son los elfos? —Tuve la sensación de que debía saberlo.
—¿No lo sabes, Able del Gran Corazón?
Eso fue lo último que dijo en un buen rato. Me senté a observarla,
aunque de vez en cuando me volvía al fondo de la cueva, el lugar de donde
decía que había salido. Cuando aparté la mirada ella se hizo más y más
grande, hasta tal punto que tuve la sensación de que había algo inmenso a
mi espalda. Al volverme y mirarla de nuevo vi que no era tan grande como
yo.
Eso por una parte. Por otra, comprendí que cuando yo era pequeño lo
había sabido todo acerca de los elfos, y que todos esos recuerdos se
mezclaban con los de otra persona, una niña pequeña que había jugado
conmigo: recuerdos de árboles imponentes, de helechos mucho mayores
que nosotros y manantiales de aguas cristalinas. Y musgo, mucho musgo.
Musgo verde y suave como el terciopelo.
—Te han enviado con el relato de sus agravios —dijo Parka—, y de su
veneración.
—¿Veneración? —No estaba seguro de saber a qué se refería.
—A ti. Eso me devolvió otros recuerdos. En realidad no eran recuerdos
concretos, sino sensaciones.
—No me gustan —dije, sabiendo que era la verdad.
—Planta una semilla —me pidió.
Durante un buen rato esperé a que añadiera algo más, esperé porque no
quería hacerle más preguntas. No dijo nada, así que no tuve más remedio
que preguntar:
—¿No va a hablarme de todo eso, de los agravios y demás?
—No.
Respiré hondo. Creo que temía lo que pudiera contarme.
—Estupendo.
—Así es. Algo debe ganarse, de modo que esto dispondré: cada vez que
alcances un propósito, a más habrá de aspirar tu corazón.
Tuve entonces la sensación de que si le hacía más preguntas, no iban a
gustarme las respuestas. El sol entró en la cueva y nos bendijo a ambos con
su luz, o al menos eso fue lo que pensé entonces; luego se hundió en el mar,
y el mar intentó seguirlo. El lugar por el que había vadeado no tardó en
quedar prácticamente seco.
—¿Ha bajado la marea? —pregunté a Parka.
—Aguarda —dijo antes de tirar de la rueca y morder un extremo del
hilo para ofrecérmelo—. Para tu arco.
—No tengo arco.
Parka señaló el bastón, Ben, y vi que éste intentaba convertirse en un
arco. Aparte de una doblez en el centro, el bastón era totalmente recto y,
como había estado puliendo ambos extremos, éstos eran más estrechos que
el centro.
Di las gracias a Parka y salí corriendo a lo que resultó ser una playa
áspera que se extendía al pie del acantilado. Cuando la saludé con la mano,
parecía como si toda la cueva se llenara de aves blancas que volaban y
revoloteaban. Ella me devolvió el saludo también con la mano y entonces
me pareció muy pequeña, como la llama de una vela.
Al sur de la cueva encontré un sendero que ascendía en pendiente hacia
lo alto del acantilado. Allí había muros en ruinas, y los restos de una torre.
Para cuando llegué arriba, las estrellas habían asomado y hacía frío. Anduve
buscando un lugar resguardado y di con uno; después, subí por lo que
quedaba de la torre.
La torre se había erigido en una isla rocosa unida al continente por una
lengua de arena y roca; la lengua de tierra era tan profunda que aun con la
marea baja casi quedaba sepultada bajo el agua, y debí de contemplar por
espacio de cinco minutos a la luz de las estrellas cómo rompían las olas
sobre ella, antes de asegurarme de su existencia. Supe que tenía que
abandonar aquella isla mientras pudiera, y buscar en la orilla un lugar donde
dormir.
Lo supe, pero no lo hice. Por una parte, estaba muy cansado. No muy
hambriento o sediento, pero sí tan cansado que lo único que quería era
tumbarme en cualquier rincón. Por otro lado, no sólo temía lo que yo
pudiera encontrar en la orilla, sino también lo que pudiera encontrarme a
mí.
Además, tenía que pararme a pensar. Había tantas cosas que era incapaz
de recordar, y lo que podía recordar (a ti, Ben, y la cabaña, y la casa donde
vivíamos, y esas fotografías que tienes de papá y mamá) parecía remontarse
a un lejano, lejano pasado. Quería recordar más cosas, y también meditar
acerca de todo lo que había dicho Parka y lo que podía significar.
De modo que volví al lugar resguardado que encontré entre las piedras
azules, y allí me tumbé a descansar. Iba descalzo, y mientras estaba ahí
echado pensé que debería llevar puestas unas botas de montaña y unos
calcetines. No recordaba qué había sido de ellos. Ahora vestía una camisa
de lana gris sin botones y unas calzas grises de lana sin bolsillos, lo cual no
me pareció muy normal. Llevaba un cinturón y una bolsita de cuero atada al
cinto con una cuerda. Las únicas cosas que hallé en su interior fueron la
cuerda para el arco de Parka, tres semillas negras de cierta consistencia y un
cuchillo pequeño con empuñadura y vaina de madera. Al asirlo, comprobé
que la empuñadura encajaba perfectamente en mi mano, como si me
perteneciera, aunque yo no recordaba en absoluto ese cuchillo.
2
EL PUEBLO EN RUINAS
El sol me despertó. Aún recuerdo la calidez que irradiaba y lo agradable
que era sentirse tan calentito, lejos del rumor de las voces de otras personas,
lejos del trabajo y de tanto preocuparse por las vidas de los demás, las cosas
de las que no dejaba de hablarme la cuerda; debí de quedarme una hora
tumbado al sol antes de levantarme.
Cuando lo hice, estaba hambriento y sediento. El agua de lluvia que
encontré en una fuente rota tenía un sabor magnífico. Bebí y bebí; y cuando
me incorporé vi a un caballero observándome, un hombre de hombros
anchos vestido con una cota de malla. El yelmo me impedía verle el rostro,
pero sí advertí que como cimera tenía un dragón negro que me
deslumbraba, así como otros dragones negros en el escudo y la sobrevesta.
Empezó a desvanecerse en cuanto lo vi y en un par de segundos el viento
arrastró lo que quedaba de él. Pasó mucho tiempo hasta que descubrí quién
era, de modo que de momento no diré nada más acerca de él; sin embargo,
sí quiero hablar de otro asunto, y mejor hacerlo ahora que más adelante.
Ese mundo se llama Mythgarthr. No lo descubrí hasta más tarde, pero
no hay motivo para que tú no debas saberlo ahora. La cueva de Parka no se
halla exactamente allí, sino entre Mythgarthr y Aelfrice. Isla Piedrazul está
en Mythgarthr, pero no estaba allí antes de que yo bebiera el agua. O, a
decir verdad, era yo quien no estaba amarrado allí. Eso fue lo que motivó la
llegada del caballero: quería verme beber esa agua.
—¡Dios santo! —exclamé, aunque no hubiera nadie que pudiera oírme.
Me había asustado. No porque creyera que podía estar viendo cosas,
sino porque creía que estaba solo. No dejé de mirar a mi espalda. No es una
mala costumbre, Ben, aunque en ese momento no hubiera nadie más allí.
En la parte este de la isla los riscos no eran tan pronunciados. Encontré
algunos mejillones y me los comí crudos. El sol estaba en lo alto cuando
dos pescadores se acercaron lo suficiente como para llamarlos a gritos. Lo
hice y remaron hacia mí. Me preguntaron si podría ayudarlos con las redes
si me subían a bordo y les prometí que así lo haría; a continuación, salté por
la regala.
—¿Cómo has llegado ahí tú solo? —quiso saber el mayor de ambos.
Yo también quería saberlo, pero probablemente se hubieran burlado de
mí, y por ello respondí:
—¿Cómo iba alguien a llegar hasta ahí? —Parecieron dispuestos a dejar
las cosas así. Compartieron conmigo pan, queso y un pescado que
prepararon en una caja llena de arena. Entonces no me di cuenta, pero fue
en ese momento cuando empezó a enamorarme el mar.
Al anochecer me ofrecieron parte de la pesca que habían capturado con
mi ayuda. Le dije al joven (que no debía de ser mucho mayor que yo) que la
aceptaría y la compartiría con su familia si su esposa la cocinaba, ya que no
tenía a donde ir. Estuvo de acuerdo. Cuando hubimos vendido el pescado,
llevamos las mejores piezas y algunas otras que no se habían vendido a una
casita atestada que apenas distaba veinte pasos de la orilla.
Después de comer contamos historias. Cuando me tocó a mí, dije:
—Nunca había visto un fantasma, pero hoy vi uno. De modo que os
hablaré de ello, aunque no asuste tanto como el espectro de la historia de
Scaur. Además, es la única historia que conozco.
Todos se mostraron de acuerdo; creo que habían escuchado sus propias
historias más de una vez.
—Ayer me encontraba en cierta isla rocosa no muy lejos de aquí, donde
en el pasado se alzaba una torre...
—Era del duque Indigno —interrumpió Scaur.
—Castillo Piedrazul —dijo Sha, su esposa.
—Pasé la noche en el jardín —continué—, porque tenía algo que hacer
allí, tenía que plantar una semilla. Veréis, resulta que alguien importante me
pidió que plantara una semilla, y no supe a qué se refería hasta que las
encontré aquí. —Y les mostré la bolsita de cuero.
—Cortaste la rama de un mandarino —dijo el abuelo de Sha, jadeante;
señaló mi arco—. Cortaste una rama de mandarino y tienes que plantar tres
semillas, joven. Si no lo haces, los hombres musgo irán por ti.
Dije que no había sido consciente de ello.
El abuelo escupió al fuego.
—La gente no lo sabe, ahora no, al menos, y ésa es la razón de que
prácticamente ya no queden mandarinos en pie. La mejor madera del
mundo. Tienes que restregarle aceite de lino, ¿me oyes? Eso lo protegerá
del mal tiempo.
Extendió la mano para que le diera el arco, y así lo hice. Luego se lo dio
a Scaur.
—Rómpelo, hijo. Rómpelo sobre la rodilla.
Scaur lo intentó. Era fuerte, y casi dobló totalmente el arco sobre sí,
pero no se quebró.
—¿Lo ves? No puedes con él. Es irrompible. —El abuelo de Sha lanzó
un graznido cuando Scaur me devolvió el arco—. En general el mandarino
sólo da un fruto, y no hay más que tres semillas en su interior. Si talas el
árbol, tienes que plantarlas en tres lugares distintos, o los hombres musgo
irán por ti.
—Continúa, Able —pidió Sha—. Cuéntanos lo del fantasma.
—Esta mañana quise plantar la primera semilla en el jardín de Castillo
Piedrazul —continué—. Había un cuenco de piedra con agua de lluvia, y
decidí que primero plantaría la semilla y, después, la regaría. Cuando ya la
hubiese regado lo suficiente, bebería el agua que quedase.
Asintieron.
—Cavé un hoyo con la ayuda del cuchillo, deposité una semilla en el
interior, volví a taparlo con tierra, que ya estaba bastante húmeda, y junté
las manos para llevar el agua. Una vez la hube regado bebí y bebí del
cuenco, y al levantar la mirada vi a un caballero observándome. No pude
verle el rostro, pero llevaba un escudo grande y verde con un dragón.
—Ése no era el duque Indigno —comentó Scaur—, pues tenía por
divisa un jabalí azul.
—¿Le hablaste? —quiso saber Sha—. ¿Qué te dijo?
—No. Todo sucedió muy rápido y estaba tan sorprendido... Él... Se
convirtió en una especie de nube, y desapareció del todo.
—Las nubes son el aliento de la Dama —dijo el abuelo de Sha.
Pregunté quién era, pero él se limitó a sacudir la cabeza antes de
concentrar toda su atención en la chimenea.
—¿No sabes que no puede pronunciarse su nombre? —preguntó Sha.
Por la mañana pregunté cómo ir a Griffinsford, pero Scaur me dijo que
no había ninguna población en las cercanías que tuviera ese nombre.
—¿Y ésta cómo se llama? —pregunté.
—Irringsmouth —respondió Scaur.
—Creo que hay un Irringsmouth cerca de donde yo vivo —le dije. En
realidad no estaba muy seguro, pero me sonaba de algo—. Aunque se trata
de una gran ciudad, la única ciudad de verdad en la que he estado.
—Bueno, ésta es la única Irringsmouth de por aquí —dijo Scaur.
Un transeúnte que había escuchado nuestra conversación intervino para
decir:
—Griffinsford está a orillas del Griffin. —Y se alejó caminando antes
de que pudiera hacerle más preguntas.
—Es un arroyo que desemboca en nuestro río —me explicó Scaur—. Ve
al sur hasta que llegues al río, luego toma el camino del Río y lo
encontrarás.
De modo que, con un poco de pescado en salazón envuelto en tela, eché
a andar en dirección sur por la callejuela que había tras la casucha donde
vivían Sha y Scaur, luego seguí también hacia poniente por la calle mayor y
después hacia el este por el camino real que seguía el curso del río. Partía el
camino del portillo sin puerta construido en la maltrecha muralla del
pueblo, y se adentraba en la campiña a través de bosques de árboles jóvenes
donde la nieve asomaba a retales por entre las sombras, y los charcos de
agua de lluvia parecían aguardar el regreso de alguien.
Más allá, el camino serpenteaba entre colinas. Ahí fue donde un par de
muchachos mayores que yo amenazaron con robarme. Uno llevaba un palo
y el otro una flecha cargada, en culatin, tal como decimos aquí. El culatin es
el corte donde se ajusta la cuerda. Les dije que podían llevarse lo que
quisieran, a excepción del arco, pero debí suponer que intentarían
quitármelo. Al resistirme me golpearon con el palo. Después forcejeé,
aparté el arco de su alcance y les golpeé con él. Quizá debería haber sentido
miedo, pero no lo tuve. En realidad estaba enfadado con ellos por pensar
que podrían atacarme sin que yo respondiera. El del palo lo soltó y echó a
correr, así que golpeé al otro hasta que cayó. Luego me senté en su pecho y
le dije que iba a cortarle la garganta.
Me rogó que tuviera piedad, y cuando le dejé levantarse también él echó
a correr, dejando el arco y el carcaj. El arco tenía buen aspecto, pero al
doblarlo sobre la rodilla se partió en dos.
Guardé la cuerda y me colgué el carcaj a la espalda. Aquella noche
acabé de pulir mi arco hasta que no necesitaba más que un baño de aceite de
lino. También lo encordé.
Después también yo eché a andar con una flecha preparada. Vi conejos
y ardillas, e incluso ciervos más de una vez; disparé, pero hasta el último
día lo único que conseguí fue perder un par de flechas. Aquella mañana
estaba tan hambriento que me sentía débil, disparé a un urogallo y busqué
algo con lo que hacer un fuego. Estuve buscando largo rato, y casi había
abandonado toda esperanza, resignado a comer crudo; pero llegó la noche y
vi volutas de humo sobre las copas de los árboles, blancas como espectros
recortados contra el cielo. Cuando asomaron las primeras estrellas, encontré
una choza medio enterrada en violetas. Estaba hecha de palos cubiertos con
pieles, y la puerta era la piel de un ciervo. Como no podía llamar, tosí, y
cuando las toses no obtuvieron respuesta, golpeé las varas de la entrada.
—¿Quién anda ahí? —A juzgar por el tono, la pregunta me pareció un
desafío en toda regla.
—Un suculento urogallo —respondí. Luchar era lo último que buscaba.
Alguien apartó la piel de ciervo, y asomó un hombre encorvado y
tembloroso con una larga barba. Le temblaba la mano, al igual que la
cabeza, pero no hubo temblor alguno en la voz cuando inquirió:
—¿Y tú quién eres?
—Tan sólo un viajero dispuesto a poner esta ave en tu fuego —
respondí.
—Aquí no hay nada que valga la pena robar —advirtió el hombre
barbudo, que empuñó en alto un garrote.
—No he venido a robarte, sólo a asar este urogallo. Lo cacé esta
mañana, pero no tengo nada para hacer un fuego y me muero de hambre.
—Entra, pues. —Se apartó del umbral—. Puedes utilizar el fuego si, a
cambio, me guardas un poco.
—Te daré más que eso —prometí; y fui fiel a mi palabra: le di las dos
alas y los muslos. No me hizo más preguntas, pero noté que me observaba
con tal atención que me presenté y le dije mi edad; también le conté que era
extranjero en ese lugar, y luego le pregunté cómo llegar a Griffinsford.
—¡Maldición! Era mi pueblo, mozuelo, y a veces me acerco a verlo.
Pero ya nadie vive en Griffinsford.
Tuve la sensación de que eso no podía ser cierto.— Mi hermano y yo
vivimos allí.
El barbudo hizo un gesto de negación con la mano temblorosa.
—Ni un alma. Allí no queda nadie.
Supe entonces que el nombre de nuestra ciudad no era Griffinsford.
Quizá sea Griffin, o Griffinsburgo, o algo por el estilo. El caso es que no
puedo acordarme.
—Me consultaron —murmuró el hombre barbudo—. Algunos querían
huir, pero les dije que no. Quedaos y luchad, dije. Si hay demasiados
gigantes, huiremos, aunque antes tendremos que poner a prueba su temple.
Había reparado en la palabra «gigantes» y me preguntaba qué diría a
continuación.
—Su líder era Schildstarr. Yo en aquella época tenía la casa alta de mi
padre. No era como esto. Una casa enorme, con una buhardilla bajo el
tejado elevado y habitaciones pequeñas tras una más espaciosa. También
había una chimenea imponente y una gran mesa lo bastante grande para
sentar a mis amigos.
Asentí, pensando en las casas que había visto en Irringsmouth.
—Schildstarr no era amigo mío, pero podría haber entrado en mi casa.
En el interior, tendría que haberse inclinado, como yo ahora.
—¿Luchaste con ellos?
—Sí. ¿Por mi casa? ¿Por mis campos y por Gerda? ¡Claro que sí! Luché
cuando los vieron acercarse por el camino. Maté a uno de ellos con la lanza,
y a dos con el hacha. Caen como árboles, mozuelo. —Sus ojos se
iluminaron fugazmente—. Una piedra...
—Se llevó la mano a la sien, y de pronto me pareció mucho mayor de lo
que era—. No sé quién o qué fue lo que me golpeó. ¿Una piedra? No lo sé.
Trae esa mano, mozuelo. Toca bajo el cabello.
Tenía el cabello grueso, de un gris oscuro que estaba a un paso de poder
considerarse negro. Tanteé el cuero cabelludo y aparté la mano.
—Después, el tormento. Agua y fuego. ¿Lo conoces? Es lo que más les
gusta. Nos llevaron a un estanque y encendieron fuegos alrededor. Nos
condujeron al agua como a ganado. Nos arrojaron hierro al rojo vivo hasta
que nos ahogamos. Todos menos yo. ¿Cómo te llamas, mozuelo?
Le repetí mi nombre.
—¿Able? Able. Así se llamaba mi hermano. De eso hace años, muchos
años.
Sabía que no era mi auténtico nombre, pero Parka me había dicho que
lo utilizara. Le pregunté cuál era el suyo.
—Encontré la madriguera de una rata de agua —dijo—. Me sumergí y
escarbé; de vez en cuando salía a respirar y los hierros que nos arrojaban
ardían. Perdí la cuenta de cuántas veces asomé y también perdí la cuenta de
las quemaduras, pero no me ahogué. Metí la cabeza en la madriguera de la
rata y allí pude respirar. Esperé hasta que los angrborn nos dieron a todos
por muertos y luego salí.
Incliné la cabeza con la sensación de que había presenciado aquello.
—Intenté salir del estanque, pero mi sombra resbaló. Cayó de nuevo al
estanque, y ahí sigue. —El hombre barbudo sacudió la cabeza—.
¿Pesadillas? No es una pesadilla. Sigo en ese estanque y me arrojan los
hierros al rojo. Intento salir. Está resbaladizo y... tengo fuego en la cara.
—Si paso aquí la noche —sugerí—, podría despertarte cuando tengas
una pesadilla.
—Schildstarr —murmuró el barbudo—. Alto como un árbol es
Schildstarr. La piel del color de la nieve. Ojos de lechuza. Lo vi levantar en
vilo a Baldig y arrancarle los brazos. Podría mostrarte dónde. ¿De veras te
diriges a Griffinsford, Able?
—Sí —respondí—. Iré mañana, si me muestras el camino.
—Te acompañaré —prometió el hombre barbudo—. Aún no he ido este
año. Solía ir siempre. Vivía allí.
—Eso sería estupendo —dije—. Tendré a alguien con quien hablar,
alguien que conoce el camino. Estoy seguro de que mi hermano se
preocupó mucho por mí, aunque a estas alturas ya lo habrá superado.
—No, no —masculló el barbudo—. No, no. Valiente Berthold nunca se
ha preocupado por ti, hermano. No eres un bandido.
Y así fue como empecé a vivir con Valiente Berthold. Estaba un poco
loco y a veces tropezaba y se caía, pero era el hombre más valiente que he
conocido, y no había un solo rasgo cruel en él. Intenté cuidar de Berthold,
ayudarlo, y él intentó cuidar de mí y enseñarme. Estuve en deuda con él un
montón de años, Ben, aunque al final fui capaz de compensarle, y eso puede
que sea lo mejor que he hecho jamás.
A veces me pregunto si fue ésa la razón por la que Parka me dijo que yo
1
era Able Todo esto sucedió en los territorios del norte de Celidon. Debería
mencionarlo en alguna parte.
3
MANDARINO
Valiente Berthold cayó enfermo al día siguiente y me rogó que no lo
dejara, de modo que en lugar de partir fui de caza. Entonces no era muy
bueno cazando, pero más por suerte que por destreza logré alcanzar a un
venado con dos flechas. Ambas astas se rompieron al caer el venado, pero
pude aprovechar las puntas de hierro. Aquella noche, mientras
disfrutábamos del asado, saqué a colación a los elfos al preguntar a Valiente
Berthold si había oído hablar de Aelfrice y si él sabía algo acerca de las
gentes que vivían allí.
—Sí —respondió, al tiempo que asentía con la cabeza.
—Me refiero a la auténtica Aelfrice.
No dijo nada.
—En Irringsmouth, una mujer me contó una historia acerca de una
muchacha que iba a casarse con un rey de los elfos, al que por lo visto
engañó para que no acudiera al lecho. Sólo era un cuento. Nadie creía que
fuera real.
—Vienen aquí a veces —murmuró Valiente Berthold
—¿De veras? ¿Te refieres a los elfos de verdad?
—Sí. Más o menos son tan altos como ese fuego de ahí. La mayoría se
parecen al carbón, como el hollín, y son igual de sucios. Todos hollinientos,
a excepción de los dientes y la lengua. Tienen los ojos de un amarillo fuego.
—¿Son de verdad?
Asintió.
—Siete mundos hay, Able. ¿No te lo he contado nunca?
Esperé a que continuara.
—Mythgarthr es el nuestro. Algunos lo llaman Tierra, pero es un error.
Caminas por la tierra y nadas por los ríos. El mar... Parece que sólo el mar
se interpone. Respiras el aire. Toda Mythgarthr está en medio. De modo que
hay tres por encima y tres por debajo. Skai es el siguiente, o podrías
llamarlo Cielo. Ambos son una misma cosa. Skai es donde las aves reales
vuelan a veces. No me refiero a las palomas y los petirrojos, ni a ninguna de
esas ¿ves, sino a los halcones, las águilas y los gansos. Incluso he visto
enormes garzas allí arriba.
Recordé el castillo flotante, y dije:
—Donde están las nubes.
Valiente Berthold asintió.
—Veo que lo has entendido. ¿Aún quieres ir a Griffinsford? Me siento
recuperado con esta estupenda carne en el estómago. Mañana me encontraré
mejor, y aún no he ido este año a visitar mi viejo hogar.
—Aún quiero ir, sí. Pero ¿qué me dices de Aelfrice?
—Te mostraré el estanque donde me arrojaron fuego y los antiguos
sepulcros.
—También tengo una pregunta respecto a Skai —dije—. Tengo más
preguntas de las que puedo contar.
—Probablemente más preguntas que respuestas pueda ofrecerte.
Afuera se oyó el aullido de un lobo.
—Quiero que me hables de los angrborn y los osterlingas. La familia
con la que me alojé me contó que los osterlingas derribaron el Castillo
Piedrazul.
Valiente Berthold asintió.
—Es muy probable.
—¿De dónde vienen los angrborn?
—De las tierras del hielo. —Señaló al norte—. Vienen con la helada y
se marchan con las nieves.
—¿Sólo vienen a robar?
Asintió de nuevo, contemplando el fuego.
—Y para hacer esclavos. A nosotros no nos quisieron porque habíamos
plantado cara, así que iban a matarnos a todos. Si en lugar de luchar echas a
correr, te hacen esclavo. Se llevan a las mujeres y a los niños. Se llevaron a
Gerda.
—Respecto a Skai...
—Ahora duerme —me pidió Valiente Berthold—. Mañana partimos de
viaje, mozuelo. Habrá que levantarse al alba.
—Una pregunta más, por favor. Después me acostaré a dormir, lo
prometo.
Asintió.
—¿Alguna vez has visto un castillo allí, Valiente Berthold?
Sacudió lentamente la cabeza.
—Porque yo sí. Estaba tumbado en la hierba, mirando al cielo, y...
Me aferró de los hombros, igual que haces tú a veces, y me miró a los
ojos.
—¿Lo viste?
—Sí. De veras, no te miento. No me pareció que fuera real, pero me
levanté y eché a correr tras él con intención de no perderlo de vista, y era
real, un castillo de seis caras de piedra blanca, arriba, entre las nubes.
—Lo viste. —Las manos le temblaban más que nunca.
—Entre las nubes, se movía con ellas, empujado por el mismo viento.
Era tan blanco como ellas, pero los extremos parecían más sólidos y en las
torres ondeaban banderas de colores. —El recuerdo hizo que me atragantara
—. Es la cosa más maravillosa que he visto jamás.
Hice un alto a las afueras de Glennidam para recorrer con la mirada los
campos. Había buscado sin éxito hasta la última habitación de la última
casa del pueblo, así como en cobertizos y establos. No había encontrado ni
rastro de Seaxneat o de su mujer. Ravd me había dicho que lo interrumpiera
si los encontraba, pero no creí que le gustara que lo interrumpiera para
informarle de que no había dado con ellos.
Y Ravd estaba en lo cierto, me dije entonces. Una mujer con un recién
nacido no estaría en condiciones de viajar lejos. Había muchas
posibilidades de que cuando conociera la llegada de un caballero a
Glennidam no hubiera huido más allá de la linde del bosque, donde podría
sentarse a la sombra para cuidar del pequeño. Si me alejaba del pueblo para
buscarla ahí... Mientras intentaba convencerme de que aquello era lo mejor
que podía hacer, pronuncié su nombre en un susurro:
—¿Disira? ¿Disira?
De pronto me pareció haber visto su rostro entre las ramas y las hojas de
los árboles a la entrada del bosque. Por un instante, pensé que había sido un
espejismo, una broma de la luz del sol y las sombras; sin embargo, no tardé
en convencerme de que la había visto.
O al menos de que había visto algo.
Di unos pasos, me detuve un minuto y, sin estar del todo convencido,
me adentré en el bosque.
7
DISIRI
—Ayuda... —No fue tanto un grito, sino un gemido similar al que
produce el viento, y como el gemido del viento se extendió por todo el
bosque. Aparté la espesa vegetación que cubría la linde y eché a correr
entre los arbolillos arracimados, para pasar de largo después junto a árboles
más y más grandes, y más espaciados a medida que avanzaba.
—Ayúdame, por favor. Por favor...
Me detuve a recuperar el aliento, me llevé las manos a la boca para
hacer bocina y exclamé «¡Ya voy!» tan alto como pude. Al hacerlo, me
pregunté cómo había sabido ella que había alguien cerca mientras caminaba
yo por los campos. Posiblemente no lo sabía. Posiblemente llevara horas
pidiendo ayuda, a intervalos.
De nuevo eché a andar con garbo, y luego corrí. Ascendí una loma cuya
cresta estaba poblada de lúgubres abetos que luego daban paso a los robles.
No dejé de tener la impresión de que la mujer que pedía ayuda se hallaba a
cien pasos de distancia.
Estaba convencido de que era la esposa de Seaxneat, Disira.
No tardé en llegar a un riachuelo que con toda seguridad debía de ser el
Griffin. Lo vadeé sin molestarme en encontrar un lugar propicio para
hacerlo. Tuve que cargar en alto con el arco, el carcaj y la bolsita que
llevaba atada al cinto. Logré cruzar el riachuelo y ascender a toda prisa la
inclinada orilla de guijarro.
Las imponentes ramas cubiertas de musgo se alzaban orgullosas hacia
aquel bello mundo llamado Skai; y allí la voz de la mujer se me antojó más
cercana, a no más de unos pocos pasos, o eso me pareció. En un oscuro
vallecito lleno de setas y las hojas del último año tuve la seguridad de que la
encontraría. Sin lugar a dudas se hallaba al otro lado de la pradera. Después,
en lo alto de un saliente rocoso me pareció verla un instante.
Pero cuando llegué allí seguí oyendo la voz que me llamaba en la
distancia. Grité entonces, jadeando entre repetición y repetición de su
nombre.
—¿Disira? ¿Disira? ¿Disira?
—¡Aquí! ¡Aquí, en el árbol quebrado!
Los segundos transcurrieron como suspiros. Vi entonces el árbol en un
valle que se extendía al otro lado del saliente; las hojas de las vencidas
ramas no alcanzaban a ocultar algunos vestigios de verde primaveral.
—Cayó sobre mí —me explicó cuando llegué—. Quería ver si podía
moverlo un poco, y cayó sobre mi pie. Ahora no puedo sacarlo.
Coloqué el arco bajo el tronco caído para hacer palanca; no me dio la
impresión de que se moviera un ápice, pero logró sacar el pie. Para cuando
lo hizo, me había percatado de algo tan extraño que estuve seguro de que en
realidad no podía ver tal cosa, algo tan difícil de describir que quizá no
logre hacerlo adecuadamente. El sol de la tarde relucía en lo alto, y las
hojas del árbol caído (me pareció que debía de haberlo alcanzado un rayo),
así como las hojas de los árboles que lo rodeaban, hacían una sombra
desigual, moteada. La sombra nos cubría casi por completo, pero el sol
penetraba el manto de hojas aquí y allí. Tendría que haber podido verla con
total claridad cuando el sol la iluminaba.
Pero era todo lo contrario: la veía claramente a la sombra, pero cuando
el sol le iluminaba el rostro, las piernas y los hombros, o los brazos, era casi
como si no estuviera allí. En la escuela, la señora Potash nos mostró un
holograma. Bajó la persiana y dijo que cuanto más oscura estuviera el aula
más real parecería el holograma. De modo que cuando todos lo miramos,
levanté un poco la persiana para que entrara la luz, y comprobé que tenía
razón. Era como si se diluyera, aunque al bajar de nuevo la persiana fue
como si el holograma recuperara toda su fuerza.
—No creo que deba caminar con el pie así. —Se lo estaba frotando—.
No me siento con fuerzas. Hay una cueva a unos pasos. ¿Crees que podrías
llevarme allí?
No lo creía, pero no iba a decírselo hasta que lo intentara. La levanté.
He levantado críos que pesaban más que ella; sin embargo, al tenerla en
brazos me pareció cálida y real, y me besó.
—En la cueva estaremos a resguardo de la lluvia —me dijo. Agachaba
los ojos como si fuera tímida, aunque yo sabía que no lo era.
Eché a andar con la esperanza de dirigirme en la dirección correcta, y le
dije que no iba a llover.
—Te equivocas. ¿No te has dado cuenta de lo frío que se ha vuelto el
ambiente? Escucha a los pájaros. Gira un poco a la izquierda y ten cuidado
con el tocón.
Era una cueva pequeña, acogedora en cierto modo, lo bastante alta para
que cupiera yo sin tener que agacharme; había una especie de lecho
guarnecido con pieles, cubierto con una manta de terciopelo verde.
—Déjame ahí —pidió—. Por favor.
Cuando lo hice volvió a besarme; y cuando me soltó, tomé asiento en el
suelo arenoso de la cueva para recuperar el aliento. Se rió de mí, pero no
dijo nada.
Durante un rato yo tampoco dije nada. Pensaba mucho, pero no podía
controlar los pensamientos, y ella me excitaba tanto que estaba convencido
de que en cualquier momento sucedería algo de lo que me avergonzaría el
resto de la vida. Era la mujer más preciosa que había visto jamás (sigue
siéndolo), y tuve que serie los ojos, lo que la movió de nuevo a la risa.
Aquella risa no se parecía a nada en la tierra. Era como si un sinfín de
campanas doradas se alzaran entre las flores de un bosque alfombrado por
los árboles más maravillosos que quepa imaginar, acariciados por el viento
que las tañía a suspiros. Cuando abrí de nuevo los ojos, susurré:
—¿Quién eres?
—Aquella a quien llamabas. —Sonrió sin intentar ocultar los ojos.
Puede que un leopardo tenga ojos como aquellos, pero lo dudo.
—Llamaba a la esposa de Seaxneat, Disira. Tú no eres ella.
—Soy Disiri, la doncella musgo, y te he besado.
Aún sentía el beso, y el cabello le olía a tierra removida y a humo
aromático.
—Los hombres a quienes beso no pueden marcharse hasta que yo se lo
permita.
Quise levantarme entonces, pero sabía que no podría dejarla.
—No soy un hombre, Disiri, tan sólo un muchacho.
—¡Eres un hombre! ¡Lo eres! Dame una gota de sangre y te lo
demostraré.
A la mañana siguiente había dejado de llover. Nadamos juntos en el
riachuelo y nos tumbamos como lagartos en una enorme roca que asomaba
unos centímetros sobre el agua. Era consciente de que yo había cambiado,
pero no sabía cuánto. Creo que debe de ser como se siente un gusano al
convertirse en mariposa mientras seca las alas.
—Dime, si viniera otro hombre, ¿te vería como te veo yo? —pregunté.
—No vendrá ningún otro hombre. ¿No te habló de mí tu hermano?
No supe si se refería a ti o a Valiente Berthold, Ben, pero me limité a
sacudir la cabeza.
—Él me conoce.
—¿Lo has besado?
Ella rió mientras negaba con la cabeza.
—Valiente Berthold me contó que los elfos parecen ceniza.
—Somos elfos del musgo, Able, y pertenecemos al bosque, no a la
ceniza. —Seguía sonriendo—. Nos conoces como dríadas, skogsfru, novias
de los árboles y otros nombres. Tú mismo podrías ponernos un nombre.
¿Cómo te gustaría llamarnos?
—Ángeles —susurré; me puso un dedo en los labios. Pestañeé y aparté
la mirada cuando lo hizo, y tuve la impresión, al verla por el rabillo del ojo,
de que no se parecía a la muchacha con la que había nadado en el riachuelo
ni a todas las chicas con las que acababa de hacer el amor.
—¿Quieres que te lo demuestre?
Asentí. Los músculos del cuello se me tensaron como el cuerpo de una
pitón.
—¡Santo Dios! —exclamé. Oí una nueva voz, desentonada y ronca. Era
muy raro; era consciente de haber experimentado un cambio, pero ignoraba
hasta qué punto había cambiado. Durante mucho tiempo pensé que
cambiaría de nuevo en cualquier momento. Tienes que recordar eso.
—¿No me odiarás, Able?
—Jamás podría odiarte —respondí. Era la verdad.
—Somos despreciables a los ojos de quienes no nos adoran.
Reí al oír aquello; la ronca reverberación del pecho me sorprendió.
—Los ojos me pertenecen —dije—, y hacen lo que les pido. Los cerraré
antes de besarte, si necesitamos más intimidad.
Ella se incorporó, columpiando las piernas sobre las frías aguas
cristalinas.
—No bajo esta luz. —Dio una patada y el agua salpicó un rayo de luz
que nos bañó de gotas argénteas.
—Amas la luz del sol —dije, pues lo percibía.
Ella asintió.
—Porque te pertenece, porque es tu reino. El sol te entregó a mí, y yo te
amo. Mi pueblo prefiere la noche, de modo que amo a ambos.
—No lo entiendo —confesé—. ¿Cómo puedes?
—Tú me amas, ¿podrías al mismo tiempo querer a una mujer humana?
—No —respondí—.Jamás podría. —Y lo decía en serio.
Rió, y en aquella ocasión era una risa burlona.
—Demuéstramelo —dijo.
Volvió a dar una patada en el agua. El piececillo que surgió de las
relucientes aguas era tan verde como las hojas reverdecidas. Su rostro tenía
las facciones más marcadas, también era verde, con tres ángulos, delgado.
Los labios de cereza besaron los míos, y cuando nos separamos me encontré
mirando directamente a aquellos ojos de pálido fuego. El cabello le flotaba
sobre la cabeza.
La abracé para después levantarla, para retenerla, y de nuevo volví a
besarla.
8
ULFA Y TOUG
Cuando se hubo ido intenté encontrarla en la cueva. No estaba allí, sólo
encontré el arco, el carcaj y la ropa tendida en la hierba. El arco de
mandarino que tan grande me había parecido se me antojó pequeño
entonces, casi como un juguete, y de haber podido ponerme la camisa y las
calzas, sin duda las hubiera hecho jirones.
Me deshice de la ropa y empuñé el arco. Tensé la cuerda hasta la oreja,
tal como hacía siempre. La madera no se rompió, pero se dobló casi el
triple. La cuerda sí se rompió. Lo desencordé al recordar que tenía la cuerda
que Parka había arrancado con los dientes de la rueca, la cuerda cuyos
murmullos y miríada de extrañas vidas habían enturbiado mi sueño durante
tantas y tantas noches. Até los extremos y encordé el arco, y cuando tensé la
cuerda entonó un canto a mi oído, y volvió a hacerlo como un imponente
coro lejano al disparar una flecha pendiente arriba.
No pude acercar la flecha a la oreja, pues era dos palmos más corta; sin
embargo, salió disparada como una bala y se hundió hasta la mitad del asta
en el tronco de un roble.
Al anochecer, regresé desnudo a Glennidam, y allí tumbé en el suelo al
hombrecillo de la barba negra porque se rió de mí. Cuando se levantó y fue
capaz de recuperar el habla, me dijo que Ravd y Svon habían partido
aquella mañana.
—Entonces no puedo esperar que me ayuden —dije—. De todos modos
necesito ropa, y puesto que tú estás aquí y ellos no, tú me la proporcionarás.
¿Cómo te propones hacerlo?
—Te...Tenemos ro... Ropa.
Le castañeteaban los dientes, así que tuve paciencia con él.
—Mm... Mi mu... mujer co... coserá para ti.
Fuimos a su casa. Llamó a su hija, y le prometí que no le haría daño. Se
llamaba Ulfa.
—Ayer pasó por aquí un caballero —me dijo cuando su padre se hubo
ido—. Un auténtico caballero cubierto con armadura de acero, con enormes
caballos y dos pajes que lo atendían.
—Interesante —dije. Quería oír qué decía a continuación.
—Tenía un yelmo imponente que colgaba de la silla, ya sabes, con
plumaje y un león, y otro león en el escudo, un león dorado con sangre en
las garras.
—Era sir Ravd —le conté.
—Sí, eso es lo que dicen. Tuvimos que presentarnos y atender a sus
necesidades, y entrar uno a uno cuando lo ordenaban los pajes, pero yo no
fui a verlo. Mi papá temía que sus necesidades pudieran ser sus
necesidades. —Rió divertida—. Sabrá a qué me refiero, soy aún doncella,
de modo que papá me ocultó en el establo y me cubrió con un montón de
paja, pero yo me escapé para mirar y hablé con algunos de los que habían
entrado a ver al caballero. Quiero decir que hablé con algunas de las
mujeres, porque también entraron hombres, aunque no creo que ellos lo...
complacieran. Estese quieto mientras coso.
La aguja era una larga espina negra.
—Me contaron que preguntó por las Compañías Libres, pero nadie le
dijo nada, ninguna de ellas, a pesar de que tuvieron que declarar bajo
juramento. ¿Está seguro de que no quiere unas gachas? Podemos freír
manteca de la matanza del otoño pasado.
—Te cazaré un ciervo —prometí—, como pago por la ropa.
—Sería estupendo. —La espina negra se le recortaba negra entre los
dientes.
Empuñé el arco, pensando en lo que había tenido que hacer el día
anterior para tensar la cuerda a la altura de la oreja. Hablaba conmigo
mismo cuando dije:
—Se han quedado cortas las flechas.
—¿Cómo? —Ulfa desvió la mirada de la labor.
—Las del carcaj. Dos flechas que me hice de mandarino, y dos de un
muchacho a quien me enfrenté.
—Uno de los pajes que acompañaban al caballero lucía espléndidas
galas —aseguró—. Me acerqué cuanto pude para mirarlo. Calzas rojas, ¡lo
juro por la garganta de Garsecg!
—Ése era Svon. ¿Qué me dices del otro paje?
—Oh, era bastante vulgar —respondió Ulfa—. Parecido a mi hermano,
aunque en uno o dos años podría ser atractivo.
—¿No llevaba un arco como el mío?
—Mayor que el suyo, señor. —Había terminado de cortar la tela y se
puso a coser, dando largas puntadas con una aguja de hueso—. Parecía
demasiado para él. Mi hermano también tiene un arco, aunque está roto.
Papá dice que un arco que no está encordado no debería superar en altura a
quien lo lleve, y por lo que he visto la mayoría son más pequeños. Como el
de usted, señor.
—Necesito flechas más largas —dije—. ¿Tiene también tu padre alguna
regla en lo que a las flechas se refiere?
Sin dejar de dar puntadas, ella negó con la cabeza.
—En tal caso, te daré una que acabo de hacer. Una flecha debería
extenderse desde el dedo índice de la zurda del propietario hasta la oreja
derecha. Las mías se quedan muy cortas.
—Tendrá que procurarse otras.
—Tendré que hacer otras, y así lo haré. ¿Y si te dijera que soy d
muchacho del arco grande?
Ulfa detuvo la aguja a media puntada y me miró.
—¿Usted, señor?
Asentí, y ella rió.
—¿El mismo muchacho que estuvo ayer aquí? Casi podría haber
rodeado su brazo con una sola de mis manos. Pero a usted dudo mucho que
ni siquiera con dos manos alrededor de ese brazo, señor.
Apartó las calzas que me estaba cosiendo y se levantó.
—¿Puedo intentarlo?
No pudo rodearme el brazo con ambas manos, pero aprovechó para
acariciarlo.
—Debería ser caballero, señor.
—Lo soy. —Creo que aquella afirmación me sorprendió mucho más de
lo que le sorprendió a ella; sin embargo, recordé lo que había dicho Ravd:
«Consideramos a este hombre un caballero», palabras que implicaban
certeza—. Soy sir Able —añadí.
Ocultos bajo la blusa, los pezones me rozaron el codo.
—En tal caso, tendría que ceñir una espada.
—La mayoría de los caballeros van armados con una espada —
reflexioné en voz alta—. Tienes razón. Me haré con una. Vuelve a coser,
Ulfa.
Cuando hubo terminado las calzas y se puso a trabajar en la camisa,
dije:
—Tu padre temía que sir Ravd te violara. Eso dijiste.
—Que me forzara —asintió—. Pero no por ser quien es. No creo que
fuera consciente de ello entonces.
—Yo tampoco. ¿Y no teme tu padre que yo pueda forzarte?
—No lo sé, sir Able.
—Un hombre que quisiera violarte podría hacerte más daño. ¿No tienes
madre, Ulfa?
—Ah, sí. Por la bendición de Garsecg que ella no ha muerto.
—¿Acaso no puede coser por ser ciega o tullida?
Ulfa dio un mordisco al hilo.
—Puede perfectamente, sir Able. Se lo juro. Ella cose mucho mejor que
yo; fue mi madre quien me enseñó a hacerlo. Pero para el trabajo más
elaborado necesita la luz del sol.
—Comprendo. ¿Quién está en la casa, Ulfa? Nómbralos a todos.
—Usted y yo. Mamá, papá y mi hermano Toug.
—¿De veras? Pues no se oye una mosca. No he oído hablar a nadie, ni
una palabra más de las que tú y yo hemos pronunciado. ¿Por dónde crees
que andará tu madre?
Ulfa no respondió, pero le seguí el recorrido de la mirada y abrí la
puerta que daba a un cuartucho que parecía una especie de despensa. Había
una mujer de la edad de Brega en un rincón; tenía los ojos abiertos como
platos de miedo.
—No te preocupes, mamá —dije—. Pase lo que pase no os haré daño.
Ella asintió y sus labios dibujaron una sonrisa forzada, pero aparté la
mirada al ver lo mucho que le costaba.
Ulfa se reunió con nosotros, ansiosa por distraerme.
—Pruébeselos. Tengo que asegurarme de que no le vayan demasiado
pequeños.
Así lo hice mientras ella daba golpecitos en la pared como un
escarabajo, diciendo que tenía hombros de puerta de establo.
Reí ante la ocurrencia y confesé que no sabía que las puertas de los
establos tuvieran hombros.
—Supongo que se cree usted normal, y nos ve a los demás como a
enanos.
—Me vi reflejado en el agua —dije—. He estado con una mujer
llamada Disiri, y...
—¿Disira?
—No. Disiri, la doncella musgo, cuyo peligroso nombre sirvió de
inspiración para el de Disira. Quería yacer a la sombra, pero se marchó
cuando el sol alcanzó el cénit. Yo estaba al sol y vi mi reflejo. Yo me... Me
vi retenido, Ulfa. No podía crecer a pesar del paso de los años. Me dijo algo
acerca de eso y deshizo lo que me impedía crecer. —Me dolió, pero añadí
—: Supongo que para complacerla.
La boca de Ulfa dibujó un diminuto círculo, pero no dijo nada.
—Sea como fuere, soy lo que soy y tengo que procurarme flechas más
largas.
—Intentamos mantener una buena relación con el Pueblo Oculto.
—¿Y lo lográis?
—Bueno, en cierto modo. A veces sanan a nuestros enfermos midan del
ganado en el bosque.
—¿Siempre y cuando hables bien de ellos y les ofrezcas comida?
Ella asintió, pero sin mirarme a la cara.
—Valiente Berthold y yo les dejamos un cuenco de caldo y una porción
de tarta de maíz de vez en cuando.
—También les cantamos canciones que les gustan y... hacemos cosas,
¿sabe? En lugares de los que nunca hablamos. —La aguja de Ulfa volaba de
puntada en puntada.
—¿Canciones que no cantaríais a extraños, y cosas de las que no podéis
hablar ni siquiera entre vosotros? Valiente Berthold me comentó algo al
respecto.
Tras una larga pausa, dijo:
—Sí. Cosas de las que no puedo hablar.
—Entonces hazlo. ¿Es Disiri importante entre los elfos?
—Claro que sí. —Tras levantarse, Ulfa extendió en alto la camisa para
que pudiera admirarla.
—¿Una gran dama?
—Peor.
Intenté imaginar a Disiri peor.
—Quizá castigue a los bandidos y demás. A los mentirosos.
—A cualquiera que la ofenda, señor.
Suspiré.
—La amo, Ulfa. ¿Qué puedo hacer?
Ulfa acercó los labios a mi oreja.
—Aún no sé nada del amor, sir Able.
—Y no seré yo quien te enseñe, o, al menos... no puedo enseñarte gran
cosa. Dame la camisa. Prometo no mancharla de sangre.
Me la puse y estiré los hombros. Me iba bastante holgada, tal como
prefiero.
—¿No te pidió tu padre que la hicieras más estrecha, para poder
inmovilizarme?
Ulfa negó con la cabeza.
—Quizá no tuvo tiempo de pensar en ello, o puede que pensara que no
me la pondría. Supongo que debe de ser más sencillo matar a un hombre
cuando está entre las piernas de una mujer.
—Yo... yo no tengo nada que ver con...Ya sabe. Nada que ver con esas
cosas, sir Able. Que la reina Disiri me sirva de testigo. —Las manos
pequeñas, fuertes, acariciaron unos hombros que gracias a su esfuerzo ya no
estaban desnudos.
—Te creo —le dije antes de besarla.
Un lobo aulló en la distancia, y con voz estrangulada, dijo:
—Un nornhound. Es mal augurio. Si... si quiere pasar conmigo la
noche, permanecería despierta para prevenirle.
—No haré tal cosa —dije con una sonrisa—. Pero tienes razón, la caza
ha dado comienzo. ¿Prevenirme de qué? ¿De tu padre y tu hermano?
Ella asintió.
—Creía que irrumpirían en la habitación cuando te besé. Esperaba que
lo hicieran, porque prefiero luchar cuando hay luz. Volvamos a probar.
Volví a besarla y la tuve más rato en mis brazos. Cuando nos separamos,
dije:
—De modo que a esto saben las mujeres humanas. No tenía ni idea.
Ella me miró de hito en hito, pero no dijo nada. Me acerqué a la ventana
y miré afuera, a la calle. Estaba demasiado oscuro para ver nada.
—Ahora sé un poco acerca del amor, sir Able. —Se frotaba contra mi
cuerpo de tal modo que me acordé del gato de la abuela—. Tengo algo aquí
abajo que arde como el vapor de la olla.
—Te habrás dado cuenta de que ni tu padre ni tu hermano han entrado
en la estancia.
—Pues su sierva no estaba pendiente de nada que no fuera usted, sir
Able.
—Así que lo harán fuera, en la oscuridad. Esta casa tiene puerta trasera,
en la despensa donde encontré encerrada a tu madre.
Pasé a la despensa e incliné la cabeza para saludar a la asustada mujer
antes de abrir la puerta que había en la otra pared.
Afuera encontré a un muchacho armado con una lanza y a dos hombres
con picos. Los hombres me atacaron con ellos como si fuera un tronco
envuelto en llamas, así que me limité a aferrar un pico en cada mano y
arrancarlos de sus dueños (al mayor de ellos tuve que darle una patada);
seguidamente, rompí las astas en la rodilla. El muchacho arrojó la lanza y
echó a correr.
No llegó muy lejos. Me armé con el arco, eché a correr tras él y logré
atraparlo en la pradera que había cerca del bosque.
—¿Eres Toug?
Es posible que asintiera, no pude verlo; y si habló, lo hizo en voz tan
baja que no alcancé a escucharlo. Le torcí el brazo a la espalda y cuando
empezó a gritar le golpeé la oreja con el arco.
—Responderás a mis preguntas, y lo harás con la verdad —le dije—. En
seguida, también, y con educación. ¿Es seguro el bosque de noche?
—No, señor —murmuró.
—No me lo parecía. Nos necesitamos mutuamente, ya ves. Mientras
esté contigo, contarás con mi protección: una ayuda necesaria, al menos
hasta que salga el sol. Yo, por otra parte, necesito que me adviertas del
peligro. Supón que me enfado y te mato.
Temblaba como una hoja, lo cual me hizo sentir vergüenza. Sólo era un
crío.
—En tal caso no estarías ahí para avisarme y todo se pondría muy feo
para mí. Tenemos que ser cuidadosos. Cuidar el uno del otro. ¿Te llamas
como tu padre?
—Ajá.
—¿Era su casa?
—Ajá.
—Tendrás que hablar con claridad y dirigirte a mí como sir Able. No
quiero que rehúyas mis preguntas con un ajá o un ujú, así que olvídalo; ni
siquiera con un sí o un no. Hablarás para responder a todas las preguntas
que te haga. —Quería decirlo como en la escuela, pero al final añadí
rápidamente—: O tendré que romperte el brazo.
—Lo intentaré. —Toug tragó saliva ruidosamente—. Sir Able.
—Estupendo. Estabas dispuesto a matarme con esa lanza cuando abrí la
puerta, pero te perdonaré si me lo permites. Te acompañaban dos hombres
armados con picos. ¿Quiénes eran?
—Vali y mi papá, sir Able.
—Entiendo. Dejé inconsciente a tu padre por reírse de mí. Supongo que
se lo tomó mal. ¿Y se llama...?
—También se llama Toug. —Cruzábamos el claro a la luz de la luna, y
Toug vigilaba atento las sombras como si esperara encontrar a un león al
acecho en todas ellas.
—Me has dicho la verdad. Eso está bien. —Me detuve, de modo que
también lo hizo él—.Y ¿quién es Vali?
—Un vecino —murmuró Toug.
Lo sacudí un poco del brazo.
—¿Es esa forma de hablarle a un caballero?
—Nuestro vecino, sir Able. El vecino de al lado.
—Esperaba encontrarte en la calle. Por eso salí por la puerta trasera.
¿Cómo lo supusiste?
—Fue papá, sir Able. Dijo que tenía la impresión de que se escabulliría
usted por la puerta de atrás.
—«Escabullirse.» Vaya, menuda lección para mí. Supón que tu padre se
hubiera equivocado.
—Mamá nos hubiera avisado y habríamos rodeado la casa para que no
se escapara.
—¿Y me habrían clavado el pico?
Toug asintió, y lo sacudí hasta que logré arrancarle las siguientes
palabras:
—Así es, sir Able, si no llegamos a alcanzarle le hubiéramos esperado
donde el sendero pasa por los alisos.
—¿Qué me dices del resto de los hombres del pueblo? Por lo menos
habrá veinte o más. ¿No os habrían ayudado?
—Ajá, sir Able. Ellos temían que el caballero pudiera volver. El otro
caballero.
—¡Continúa!
—Sólo Vali y...Y...
—Y alguien más. —Convertí mi voz en un susurro—. ¿De quién se
trata? —Al ver que Toug no respondía tiré hacia arriba del brazo.
—¡Ve, sir Able! Vali y Hulta sólo tienen un hijo, sir Able, y ni siquiera
es lo bastante mayor para tirar del arado. Tuvo que ayudarnos. Su padre se
lo ordenó.
—Entonces no seré muy duro con él. Ayer yo era más joven que tú.
Quizá por eso no tengo la sensación de estar abusando de mi fuerza en este
momento, aunque quizá sea así.
—Us... usted es dos veces más grande que papá, sir Able.
—No vi a ningún crío cuando abrí la puerta, Toug. ¿Dónde estaba?
—Echó a correr al bosque, sir Able.
—¿Cuando abrí la puerta trasera? Estabas asustado y echaste a correr,
pero sólo tú lo hiciste. ¿Por qué no vi a Ver?
—Huyó antes que yo, sir Able.
Le solté el brazo y lo agarré del cuello.
—¿Alguna vez te han golpeado con un arco, Toug?
—Ajá, sir Able. Yo... yo... también tenía un arco, y... y...
—Tu padre te golpeó con él. No, no tendrías reparos para contármelo.
Fue tu hermana, Ulfa. —Toug asintió, y lo sacudí.
—Eso es. Ulfa me golpeó con el arco.
—Te lo habrías ganado, eso seguro. Espero que te dejara el ojo a la
funerala.
—Oh, sí, sir Able. Me pegó con fuerza.
—¿Con tanta que después no pudiste ponerte en pie?
—Mmmm. No, sir Able. No fue para tanto.
—Pues casi eres tan alto como ella. Te defenderías. ¿Qué le creíste?
—Na... nada. Papá no me lo permitiría.
—Vamos a tener que andar, así que voy a soltarte. Camina delante de mí
para que pueda tenerte controlado y pueda ver si echas a correr. Te atraparé
si lo intentas, y cuando lo haga te golpearé con el arco hasta que no puedas
ponerte en pie. —Lo solté y le di un empujón, y cuando dejaba de andar
volvía a empujarlo—. ¿De qué tienes tanto miedo? ¿De los osos? A ti te
comerán el primero, y puede que les llenes la barriga, así que yo me salvaré.
¿En qué piensas?
—En na... nada.
—Lo sé. Pero crees que lo haces, y eso es lo triste. Toug, será mejor que
me digas la verdad o tendré que golpearte ahora mismo, golpearte hasta que
camines a cuatro patas. Así que dime la verdad o prepárate. Tienes miedo
de algo que nos espera ahí delante. ¿De qué se trata?
—Las Compañías Libres, sir Able.
—¿Los bandidos? Continúa.
—Él... Ve fue a buscarlos. Se lo pidió papá, sir Able. Sólo... Sólo...
—¿Sí? ¿Sólo que qué?
—Queríamos pedirle a Ulfa que no cosiera tan rápido para que llegaran
antes de que se marchara usted. Pero no pudimos.
—¿Sabía ella lo que os traíais entre manos?
Toug no respondió y le di una colleja.
—¡Responde!
—No lo sé, sir Able. De veras que no.
—Ulfa sabía que sucedía algo, pero se dio prisa en coser y me cortó las
calzas y la camisa más sencillas que pudo. Pensé que se debía al temor que
le inspiraba. Puede que temiera por mí. Espero que sí. Pero no tienes nada
de qué temer, Toug. Si los bandidos acechan en las sombras, ya nos habrían
asaeteado. Imposible escabullirse con lo que brilla la luna.
—Por lo general van armados con lanzas y hachas —murmuró Toug.
Apenas presté atención a lo que decía; había otra cosa que ¿amaba
poderosamente mi atención.
9
UN CABALLERO MAGO
—¿Dónde estamos? —Toug miró en derredor mientras formulaba la
pregunta, pendiente como yo de unos árboles cuyos troncos eran mayores
que la casa de su padre, árboles tan altos que llegaban a las nubes, en un
terreno boscoso cubierto de flores y onocleas, adornado con riachuelos de
aguas cristalinas. La ^lave luz grisácea gracias a la cual distinguíamos la
nobleza y la desgarradora belleza de todo ello parecía desprenderla el aire.
—Creo que en el mundo que hay debajo. En Aelfrice, de donde vienen
los elfos. Ahora habla en voz baja. Debe de haber sido tu pregunta lo que
nos ha delatado.
—¿Estamos en Aelfrice?
—Eso creo haber dicho. —No las tenía todas conmigo, pero intenté
aparentar que estaba seguro y enfadado.
—¡No puede ser verdad!
Me llevé el índice a los labios.
—Lo siento, sir Able. —Toug estaba a punto de atragantarse de
curiosidad—. ¿Cree que nos han seguido?
—Lo dudo, pero podría ser. Claro que si haces mucho ruido aquí es
posible que llames la atención de algo mucho peor.
—¿Cómo yo, Able? —Era la voz de Disiri, llena de alegría, burla y
musicalidad, una voz que parecía proceder de todas y de ninguna parte a la
vez, como la luz. La reconocí de inmediato.
—Disiri, yo...
—Me adularías si te lo permitiera.
—Sí. —Caí de rodillas; por alguna razón estaba convencido de que
haciéndolo no tartamudearía—. Lo haría, mi bellísima reina. Ten piedad y
muéstrate.
Salió de un árbol que no era más alto que Toug, delgada como la hoja de
la espada que empuñaba, y verde. También él se arrodilló, supuse que por
imitarme.
—¿Es éste tu esclavo, Able? Dile que se levante.
Hice un gesto a Toug, que se levantó.
—Te he concedido el gran favor de homenajearme, lo cual no se
extiende a nadie más que a ti.
—Gracias —dije—. Muchas gracias. Lo comprendo.
—Levántate también. De aquí en adelante tendrás que deshacerte de él
cuando quieras adorarme. No es adecuado que mi consorte se arrodille en
presencia de su esclavo.
Toug retrocedió.
—Disiri, ¿podríamos...? —Yo seguía de rodillas.
—¿Retirarnos a un lugar apartado? Creo que no. Tu esclavo podría
meterse en líos.
—Entonces, ¿puedo matarlo?
Toug ahogó un grito.
—¡Sir Able!
Disiri rió.
—¡Míralo! ¡Cree que lo decías en serio!
—Y así era —confesé.
—Quiere hablar, mira cómo mueve los labios. —Divertida, Disiri lo
señaló con la espada que empuñaba—. Habla, muchacho. No permitiré que
te estrangule. Al menos, de momento.
—Mi hermana...
—¿Qué le pasa?
Toug aspiró con fuerza.
—Tengo una hermana, reina Disiri. Se llama Ulfa.
Disiri me dirigió una mirada.
—Debería haberte vigilado más de cerca, querido mensajero.
—Ella lo ama. Ama a sir Able, o eso creo.
Ajusté la posición de la flecha que se me había quedado corta.
—No puedes saberlo. Y si lo haces, deberías saber que yo no la amo.
—Estuve escuchando bajo la ventana. Mi papá lo dijo. Oí hablar a Ulfa.
Cómo sonaba lo que decía. —Toug hizo una pausa para aclararse la
garganta—. Quiero decir que si me mata, sir Able, habrá matado al
hermano de una chica que lo ama. ¿Quiere hacer tal cosa?
—Lo mataré si quieres que lo haga —dije a Disiri.
Ella me dirigió una mirada cargada de curiosidad.
—¿No te causará problemas después?
—Puede. Pero si quieres verlo muerto, lo mataré por ti y luego ya
veremos qué pasa.
—A menudo los mortales son tan sensibles a este respecto—dijo Disiri
a Toug—. Se supone que constituye un buen ejemplo para nosotros, y a
veces lo es.
Toug asintió con los ojos muy abiertos.
Disiri se volvió hacia mí tras olvidar aparentemente la presencia del
joven.
—¿Cuándo estuvimos juntos por última vez, Able? ¿Hace un año, más o
menos?
—Ayer por la mañana, reina Disiri.
—¿Te has convertido en caballero en un periodo de tiempo tan breve?
¿Y has descubierto que soy una reina? ¿Quién te nombró caballero?
No quise decirle que me lo había contado Ulfa.
—Un caballero sin espada —dije—, y yo mismo me nombré caballero.
Esperaba convertirme en alguien digno de tu amor.
Ella rió mientras Toug se inclinaba.
—Según eso, yo podría convertirme en diosa.
—Te he adorado desde que te llevé a la cueva, reina Disiri.
—Diosa para ti —dijo a Toug—, aunque igualmente no me atreva a
ascender al tercer mundo. ¿Sabías eso, muchachito?
El joven sacudió la cabeza, y, consciente de que yo lo miraba, añadió:
—No, reina Disiri. Nada sabemos de esas cosas en Glennidam.
—Obviamente, vuestros overcynos me destruirían. Tampoco es que el
segundo mundo sea mucho más seguro. —Se volvió de nuevo hacia mí—.
Es un lugar espantoso. Dragones como Setr rugiendo y luchando. ¿Me
acompañarías allí?
Le respondí, y lo dije en serio, que la seguiría a cualquier parte.
—Como has visto, también puedo ascender a vuestro mundo.
Asentí.
—Me preguntaba si podría llegarme al tercer mundo del mismo modo.
—No tengo la menor idea. —Hizo una pausa, observándome
atentamente—. Eres un caballero, Able. Tú lo has dicho, y también el
muchacho. También dices que no tienes espada, y un caballero necesita una.
—Lo que tú digas, reina Disiri.
—Lo digo. —Sonrió—.Y créeme, sé lo que me digo. Un gran caballero,
digno de convertirse en el consorte de una reina, no debería ceñir una
espada normal y corriente, sino un arma fabulosa imbuida de toda suerte de
capacidades mágicas y significados místicos: Eterna, la espada de
Grengarm. No me contradigas, sé que tengo razón.
—No se me ocurriría hacerlo. Jamás.
—Tales espadas fueron forjadas en los Tiempos Antiguos —dijo,
bajando el tono de voz—. Los overcynos visitaban Mythgarthr más a
menudo en esa época, y enseñaron a vuestros herreros que podíais defender
vuestro mundo de los angrborn. Sin duda estarás al corriente de eso, al
menos.
Negué con la cabeza.
—Pues así es. El primer par de tenazas fueron arrojadas de tal modo que
cayeran a los pies de Weland, y, con ellas, una mole ce ardiente acero
blanco. Seis forjó Weland, y seis se rompieron. Pero la séptima, Eterna, no
pudo romperla. Tampoco pudieron los angrborn doblegarla con su fuerza, ni
el fuego de Grengarm templarla. Está hechizada y lidera a los espectros que
la empuñaron. —Hizo una pausa y me miró a los ojos—. Quizá he
cometido un error al contártelo.
—Me haré con ella si me permites ir a buscarla —prometí.
Asintió lentamente.
El solo pensamiento de acometer tal empresa se apoderó de mí como
ninguna otra cosa lo había hecho, a excepción de la propia Disiri.
—Entonces, la conseguiré o moriré en el intento.
—Lo sé. Intentarás arrebatársela al dragón. Supón que te rogara que no
lo hicieras.
—En tal caso no lo haría.
—¿Es cierto? —preguntó inclinándose sobre mí.
—Tan cierto como que puedo hacerlo
—Cuidado —dijo con un suspiro—. Empequeñecerías a mis ojos si lo
hicieras, y tu amor significaría poco para mí.
Levanté la mirada, loco de esperanza.
—Entonces, ¿significa mucho ahora?
—Más de lo que podrías entender, Able. Busca a Eterna, pero no te
olvides nunca de mí.
—No podría.
—Eso dicen todos, pero muchos son los que me olvidan. Cuando gima
el viento en la chimenea, oh amante mío, adéntrate en el bosque. Allí me
encontrarás llorando a los amantes que perdí.
Temblando, el joven Toug dio un paso al frente.
—No lo envíes por la espada, reina de los elfos.
Disiri rió de nuevo.
—¿Temes que sir Able te obligue a acompañarlo?
Toug sacudió la cabeza.
—Lo que temo es que no me permita hacerlo.
—Escúchale, ¿quieres, Able?
—No —respondí—. Cuando salgamos de aquí voy a enviarlo de vuelta
a su hogar.
—¿Lo ves? —Toug extendió la mano hacia Disiri, pero no se atrevió a
tocarla.
—Más de lo que ambos sois capaces de ver. —Arqueó la espalda—.
¿Me obedecerás, Able?
—En todo. Lo juro.
—En ese caso, tengo cosas de que hablar con este muchacho, aunque él
no tenga mucho que decirme. No debes temer que regrese hecho un
hombre. No sufrirá semejante transformación. —Levantó la espada y me
golpeó en los hombros con la parte plana de la hoja, un gesto que me
sorprendió—. Levántate, sir Able, ¡mi fiel caballero!
Dio uno o dos pasos y desapareció entre los árboles jóvenes que eran
verdes como ella; igual que un chucho demasiado temeroso para
desobedecer, Toug se apresuró a seguirla y se esfumó también.
Estuve esperando, no muy convencido de que volvería a verlos. El
tiempo pasó lentamente y descubrí que mi recién estrenado corpachón
estaba muerto de cansancio. Me senté, caminé de arriba abajo y volví a
sentarme. Durante un buen rato intenté encontrar dos árboles de una misma
especie. Todos eran grandes y muy, muy ancianos, pues ahora sé que
Aelfrice no es un lugar donde se tale a los árboles. Cada uno tenía su
manera de crecer, y las hojas tenían un color y forma propios. Descubrí uno
de corteza color rosa, y otro cuya corteza era malva; la corteza blanca,
rugosa o lisa, era la constante más común en aquellos árboles. Las hojas
eran rojas y amarillas, de un centenar de tonalidades verdes, y un árbol
carecía por completo de ellas, y crecía una corteza verde allá donde debería
haber hojas, una corteza que colgaba en pliegues, cuyo objetivo consistía en
recibir una mayor cantidad de luz. Desde aquel tiempo que pasé en el
bosque de Aelfrice he tenido la impresión de que el mandarino debe de
provenir de ese lugar, tal como ya he dicho; su semilla sería transportada
por un elfo, o puede que por un humano tan extraviado como yo al regresar
a su propio mundo. Fuera como fuese, saqué de la bolsita las últimas
semillas y las planté en un prado, un paraje silencioso de una belleza
incomparable. Nunca llegué a saber si logró arraigar y crecer.
En aquel prado me detuve mientras plantaba las semillas; contemplé las
idas y venidas de los hombres, mujeres, niños, y de muchos animales. No
cada paso que daban, sino los movimientos más importantes de sus vidas.
Un hombre araba un campo mientras yo pestañeaba, y al regresar cansado
al hogar se asomaba por la ventana para ver a su mujer entregándose a otro.
Tan agotado estaba que fingió no ver nada y se sentó al fuego; al salir ella
apresuradamente con pinta de cama revuelta, llena de mentiras, le preguntó
por la cena y calló.
Terminaba de plantar las semillas cuando me puse a pensar en esa
escena, y me pareció que las cosas que había visto en los cielos de Aelfrice
eran como las que me mostraba la cuerda del arco en sueños; había
desencordado el arco como haces tú, pero volví a encordarlo y lo sostuve en
alto para observar la cuerda recortada contra el firmamento, aunque la
diminuta hebra de Parka se desvaneció en el cielo gris hasta tal punto que
fui incapaz de distinguirla. No comprendí lo sucedido entonces, y no lo
comprendo ahora, pero es lo que vi.
Tras cubrir las semillas con tierra, hubiera regresado al lugar donde me
separé de Disiri de haber podido hacerlo. Fui incapaz Je encontrarlo, de
modo que caminé en círculos, o al menos en lo que yo esperaba que fueran
círculos, buscándolo. Pronto me dio la impresión de que el día oscurecía a
cada paso que daba. Encontré un lugar resguardado, me tumbé a descansar
y me quedé dormido.
Desperté con frío, y en esa ocasión fui capaz de llegar hasta la ventana.
No había modo de cerrarla; en realidad, había un agujero en la pared. Los
murciélagos volaban en el exterior, murciélagos más grandes que los que
había visto en Estados Unidos. Perseguían a los insectos como suelen hacer
los murciélagos, descendían en picado, ascendían, revoloteaban y eso,
mientras gañían en un tono tan agudo que casi se perdía. En lo alto me
pareció ver por un instante a las khimairas.
Al otro lado de la cama había una chimenea pequeña, pero no disponía
de leña ni de lo necesario para encender el fuego. Tendría que hablar con
Modguda de ello, o pedirle a Pouk que me trajera algo cuando me visitara.
Después volví a la cama y me cubrí con las mantas, con la esperanza de no
volver a tener un sueño como aquél.
«Señor? ¿Señor?»
En aquella ocasión había vuelto a la isla. Miré en derredor y : un
montón de árboles, flores y aves.
«¿Señor?»
Pero no había mandarino. Quería encontrar uno y dejar que me
agradeciera el plantarlo, aunque en el fondo sabía que no podía oírme y,
además, no había ninguno a la vista. Lo que sí había era un sinfín de
imponentes serpientes rojas. Se me enroscaban en las piernas, algo
estupendo puesto que tenía las piernas heladas y ellas estaban ardiendo.
—Usted quería saber qué podía hacer para verlo, señor, si se quedaba a
dormir —dijo Duns mientras cenábamos.
Incliné levemente la cabeza y aseguré que dormiría de buen grado en la
cocina, si eso me permitía echar un vistazo al fantasma.
Nukura negó con la cabeza.
—Puedo explicarle cómo me las apañé —continuó Duns—. Contarle
qué me pasó.
—Por lo visto, se trata de un fantasma de lo más sólido —dije.
Mientras Duns asentía con tristeza, su madre lo hizo con cierta
ansiedad. Él se limitó a contemplar el plato sin levantar la mirada.
—Lo que hice fue sentarme una noche, sentarme muy quieto hasta que
oí ruido. Entonces me levanté con todo el cuidado que pude. Le mostraré
dónde lo vi por primera vez.
—Más tarde.
—Hacía calor con las ventanas abiertas, salté por una de ellas y lo
alcancé en los pastos del sur. Soy un hombre fuerte.
—Ya, me di cuenta cuando nos estrechamos la mano —dije.
—Entonces aún era más fuerte. Pero él me superaba en fuerza. Y por
mucho. —Saltaba a la vista que se sentía avergonzado.
Nukura me dirigió una mirada cargada de ansiedad.
—¿No irá a forcejear con él, sir Able, tal como hizo Duns? Creí que
usted... Bueno, no sé.
—Yo no... —Guardé silencio cuando el gemido del viento llenó la
estancia, un fantasma no tan sustancial como aquel al que esperaba dar
caza.
—La tormenta arrecia —murmuró Duns.
—Sí —dije al tiempo que me levantaba.
—No es más que el viento en la chimenea, sir Able —explicó Nukura,
que parecía sorprendida.
Me mostré de acuerdo; el caso es que acababa de recordar lo que me
dijo Disiri cuando nos despedimos, y comprendí que tenía que marcharme.
Pouk también se levantó, pero le pedí que volviera a sentarse y terminara de
cenar.
Después, me di la vuelta y salí de la estancia, temeroso de hacer algo
que revelara mi secreto. Había un porche cubierto en la parte posterior de la
casa, y supongo que permanecí allí de pie durante medio minuto viendo
llover. Quizá por eso no la vi.
Salí de la casa acompañado por Gylf y Uns, que nos seguía a ambos.
Tomé el angosto sendero que me había llevado al bosque entre los campos,
el mismo sendero que Duns y Uns debían recordar cuando salían en busca
de leña. Nos detuvimos al llegar al pie de los primeros árboles. Recuerdo
que la luna asomaba por entre los picos que se alzan al este. Cuando Uns
nos alcanzó, le dije:
—No he venido aquí a dar caza a tu ogro, y sé tan bien como tú que no
está aquí. He venido a charlar contigo en privado.
Esperé a que dijera algo, pero no lo hizo.
—No tengo mucho tiempo, como bien sabes. Me ahorrarás un buen rato
si me lo contaras todo. No quiero hacerte daño y lo tomaría como un favor
personal.
Abrió la boca, titubeó y la cerró de nuevo. Al cabo, negó c la cabeza.
—Como quieras. Después de esto, nada podrás pedirme. Ya estás
advertido, no habrá favores.
Gylf profirió un ronco gruñido.
—Antes de llegar, un par de amigas mías se acercaron a esperarme. Se
hacen llamar mis esclavas, cuando en realidad son mis amigas —expliqué.
Con la espalda jorobada, a Uns le costaba más levantar la mirada que
mirar al suelo. En ese momento, optó por lo más fácil, pues contemplaba el
terreno embarrado.
—Gylf fue incapaz de encontrar el rastro de ese ogro tuyo aquí en el
bosque. Gylf es mi perro. Creo que ya te lo he contado. Tiene un olfato
prodigioso.
Uns asintió.
—Claro que lo que sucede en realidad es que sí existe ese ogro. Tu
hermano forcejeó con él y tuvo que pasar un año en cama. No sé si creo en
fantasmas; de lo que estoy seguro es de que no creo en fantasmas que se
comportan como seres vivos. Pedí a una de mis amigas que vigilaran la casa
mientras yo no estuviera. ¿Tengo que contarte qué fue lo que vio? Es tu
última oportunidad, Uns.
Uns se dio la vuelta y echó a correr. Hice un gesto a Gylf, que trajo de
vuelta antes de que apenas se hubiera alejado diez metros.
—Te vio entrar en la bodega, donde hablaste con un ogro —dije
mientras Gylf se agazapaba entre gruñidos sobre Uns—. Ahí es donde se
esconde, creo. Supongo que roba la comida de la cocina de tu madre.
Querías que durmiera ahí. ¿Para que tu ogro pudiera matarme mientras
dormía? ¿O para impedirle robar de noche?
—¡Que se aparte el perro! —gritó Uns.
—En seguida. Es un ogro vivo, tiene que serlo, eso si es un ogro, claro.
¿Lo es?
—No sé. Supongo.
Ésa fue la primera vez que admitió algo, y pensé que sería mejor fingir
que no me había dado cuenta de ello. Alcé la barbilla le pregunté si hablaba
con él.
—No dice gran cosa.
—¿Pero habla?
—Un poco. Yo le enseñé.
Sonreí a pesar de que no tenía muchas ganas.
—Supongo que lo conociste cuando era muy joven. ¿Cómo se llama?
—Org. Que se aparte el perro o no diré nada más.
Ordené a Gylf que se apartara; Gylf retrocedió sin dejar de gruñir.
Uns aguardó un minuto: no estaba seguro de que Gylf no fuera a
arrancarle un brazo si se levantaba. Finalmente, lo hizo. No le resultó fácil
debido a la deformidad que tenía en la espalda, pues le impedía mantener el
equilibrio en condiciones.
—Quizá he hablado como si estuviera al corriente de todo —dije—.Y
no es así. Lo que me importa es que no sé si podría vencer a tu ogro en
combate. Y tú, aunque creas lo contrario, no podrías decírmelo. ¿Te hiciste
con él cuando era joven?
—Yo no me hice con él de ningún modo —murmuró Uns—. La madre
había muerto, tendida en el bosque con flechas clavadas; cerca andaba Org,
muerto de hambre. Debí dejarlo ahí abandonado, lo sé. Pero no lo hice y me
lo llevé a casa.
—¿Lo ocultaste en la bodega de tu madre?
—Sí, señor; hay una despensa que mi madre parece haber olvidado. Ahí
es donde vive Org.
—Comprendo.
Uns estiró el cuello para levantar la barbilla, en busca de un gesto
compasivo.
—Huele mal, de verdad, porque duerme encima de su propia mierda, y
a veces he querido echarlo. Algún día lo sacaré de allí, quiero hacerlo y lo
haré. Algún día.
Esperé convencido de que seguiría hablando si le daba tiempo para
pensar en todo aquello.
—Le enseñé a hablar un poco, señor. Intenté enseñarle a decir «ogro»
porque eso es lo que es. Pero él dice «org», por eso lo llamo así. Dice «sí»,
«no» y «Uns». Palabras cortas como ésas.
—Supongo que el hecho de tenerlo, el hecho de ocultar a un monstruo
cuya existencia todos en casa ignoraban, te hacía sentir como si fueras
mejor que tu hermano. Incluso mejor que te madre.
—Me hacía sentir tan bueno como ellos, eso es, señor. Mi ma..
—Continúa.
—Ella es mi madre, eso es, y a veces es como si yo no fuera nada. La
granja le pertenece, y Duns la heredará a su muerte.
Asentí.
—Por eso Org dice que también yo cuento.
—¿Podrías sacar al ogro de la bodega y traerlo aquí sin que te vean?
Uns titubeó y se mordió el labio.
—¿Va a matarlo, sir Able?
—Voy a luchar con él, si él lucha conmigo. Puede que me mate, que me
parta la espalda o el cuello. Si lo hace...
Gylf lanzó un gruñido; si alguna vez lo has oído, es posible que hayas
creído que era un trueno lejano.
—Tú, Gylf y Pouk tendréis que apañároslas. También cabe la
posibilidad de que yo lo mate. Ya veremos.
—¿Luchará con él en un combate justo, señor?
—Sí. Sin armas, si es a eso a lo que te refieres. ¿Puedes traerlo? No
permitas que nadie te vea.
Uns agachó la cabeza.
—Sí, señor. Saldremos por la puerta de la bodega. No me verán.
—Entonces, ve a por él. Tráelo y haré lo posible por que no resulte
gravemente herido.
Gylf quiso acompañar a Uns, pero no se lo permití. Cuando Uns se hubo
marchado, me quité las botas y el cinto de la espada y los dejé a un lado con
Rompespadas y la daga envainadas. Después me quité la ropa. Aún tenía la
tenía húmeda, aunque descubrí que tenía mucho más frío desnudo del que
había tenido estido. Había metido la vaina en la caña de la bota para
impedir que se humedeciera, y para proteger la empuñadura apilé la ropa
sobre las armas.
Cuando me hube desnudado, me estiré como te enseñan a hacer en el
gimnasio; me incliné a la derecha y a la izquierda y me toqué los dedos de
los pies. El embate del mar se alzaba en mi interior, y le sacaba una cabeza
a la mayoría de la gente que conocía, era ancho de hombros y tenía los
brazos más musculosos que los muslos de muchos hombres. Sabía que iba a
necesitar de todo ello, sobre todo de la fuerza del mar. Las olas golpean y
golpean, retroceden y retroceden. Son fuertes, flexibles y lo engullen todo a
su paso, todo lo que les eches, para devolvértelo después con fuerza
renovada.
Gylf gruñó; por su tono, comprendí que Org se acercaba. Aspiré con
fuerza y solté el aire.
Después doblé los brazos a la altura del pecho, dispuesto a esperar.
Aquélla sería la prueba, e ignoraba qué resultado podría tener.
41
ORG
—Debo advertirle que muerde, señor. Y ahora es mayor que cuando
Duns lo sorprendió.
Le dije que no se preocupara, aunque me sentía inquieto. De pie tras
Uns y a la luz de la luna, el ogro no parecía mucho mayor que él, pero tenía
los hombros enormes. Al observarlo con atención, tuve también la
impresión de que la cabeza medía dos veces la del muchacho, aunque en
aquellos hombros se antojara demasiado pequeña. Pude verle los brazos
largos, tanto que tocaban el suelo, aunque tardé en reparar en el hecho de
que caminaba apoyándose en los nudillos.
—Y es rápido, sir Able —aseguró Uns con un tono cargado de orgullo
—. Tenga cuidado, señor. No vaya a pensar que por ser tan grandote es
lento. Todo lo contrario, es rápido y cuando golpea con las manos es como
el rayo. Lo abofeteará, señor, pero será más doloroso.
—Hablas como si hubieras luchado con él.
—No como lo hizo Duns, señor. Me venció con facilidad, y logré que
comprendiera que tenía que dejarme en paz. Alguien debía cuidar de él.
Creo que iba a devorarme, señor.
—No tendrá de qué preocuparse conmigo —dije al tiempo que daba un
paso al frente—. Podrá devorarme si vence.
La zurda de Org cayó sobre mí con mayor rapidez que cualquier espada
que hubiera visto. Intenté agacharme, pero antes me golpeó la cabeza con el
canto de la mano. Aunque quedé medio aturdido, comprendí que debía
cerrar la distancia respecto a aquellos largos brazos antes de perder la
conciencia. Arremetí sobre la enorme tripa con el hombro por delante.
Fue como golpear una piedra. Hundí los puños en la panza, directos
cortos con la fuerza del desafío, izquierda derecha, derecha izquierda, una y
otra vez. Las escamas me arrancaban la piel de los nudillos, un dolor que no
sentiría hasta después. A continuación me levantó y me arrojó a lo lejos.
Supongo que tendría que acordarme del momento en que estuve volando,
pero no lo recuerdo.
Cuando recuperé la conciencia estaba tendido en la hierba húmeda; me
sentía como si hubiera tragado una pastilla de jabón. Estaba convencido de
haberme quedado dormido en lugar de haber hecho algo muy importante,
aunque no se me ocurría qué podía ser. Valiente Berthold no tardaría en
llegar, vería que no había terminado y, como siempre, procuraría no decir
nada que pudiera molestarme, lo cual haría que me sintiera como un gusano
deseoso de que alguien lo aplastara.
Quizá podía descubrir a tiempo en qué consistía el encargo si me
sentaba en seguida. Quizá podía poner manos a la obra, para evitar
decepcionarlo cuando llegara. Entonces oí a un perro y pensé que debía de
ser una oveja o algo parecido. Había prometido cuidar del rebaño de alguien
y me había quedado dormido. Pero estaba oscuro, la única luz era la de la
luna, y probablemente las ovejas debían de estar cerca, en un corral, sólo
que yo no las había encerrado porque me había quedado dormido antes de
que se pusiera el sol.
A jugar por el tono, más que un perro era un oso.
Probablemente Valiente Berthold había muerto. También Disira, y yo
había entregado al pequeño Ossar a los bodachan cuando ellos me confiaron
a Gylf. Me levanté aturdido. La hierba era cebada, alta, aunque no lo
suficiente para la cosecha.
Cuando encontré a Org, Gylf lo había agarrado de la garganta, un Gylf
negro y grande como un caballo. Sacudía a Org como si fuera una rata, y
Org intentaba soltarse mientras una serpiente de dos cabezas de fuego y
cobre le golpeaba el rostro. Voceé a la serpiente hasta que desistió y se
transformó en Uri y en Baki entre una nube de humo.
Les pedí que me ayudaran a apartar a Gylf. Creo que jamás he tenido
que afrontar una tarea más ardua. Baki y yo intentamos separarle la
mandíbula, mientras él nos sacudía al igual que sacudía a Org y partía las
varas de madera que Uri nos había proporcionado. Cuando finalmente
logramos apartarlo de la presa, Org claudicó y supe exactamente cómo se
sentía. Le dije que lo lamentaba, que yo quería que nuestra pelea fuera
justa, y que él la había ganado y yo lo sabía. Quizá debí ofrecerle la
armadura y los caballos, pero no se me ocurrió hacerlo y, además, Org no
era caballero. Dije que jamás aseguraría haber ganado el combate, que si
alguien me lo preguntaba contaría la verdad.
Gylf no quería recuperar la forma de perro, pero le ordene hacerlo;
luego ayudé a Org a ponerse en pie y le prometí que Gylf lo dejaría en paz.
—Estoy dispuesto a luchar de nuevo, si quieres —aseguré. Sabía que no
era cierto, pero pensé que probablemente Org se encontrara aún peor que yo
—. Si necesitas unos minutos para recuperar el resuello, por mí no hay
problema. Pero no podemos demorarnos mucho porque tengo que regresar
al castillo Sheerwall.
Me he llevado algunas sorpresas tremendas en la vida, y ésta fue una de
las mayores. Org se tumbó de nuevo en el suelo y arrastró la panza hacia
mí.
—Se rinde, mi señor —afirmó Uri—. Eso es una rendición
—¿Está en lo cierto, Org? ¿Me estás diciendo que te rindes? —
pregunté.
Él lanzó un gemido y puso mi pie sobre su cabeza. Estaba firme como
una roca.
—Desea unirse a nosotros, mi atractivo y desnudo señor —aventuró
Baki. Uri le rió la gracia, y yo quise echar a correr y ocultarme en la cebada.
—Esas dos doncellas elfo aseguran ser mis esclavas —expliqué a Org.
Me había tapado las partes pudendas con las manos y por supuesto me
sentía como el mayor idiota del mundo— Creen que también tú quieres ser
mi esclavo. —Callé unos instantes; seguía aturdido y me preguntaba si
entendía una palabra de lo que le estaba diciendo.
»Al menos, eso es lo que quieren que creamos. ¿Es eso lo que quieres?
Gruñó dos veces.
—¡Vaya! —exclamó Baki como si hubiera ganado la lotería—. ¿Lo ve,
mi señor? Acaba de decir «ajá».
Me puse furioso.
—No, no lo veo, y no sé qué ha dicho. Y no creo que tú lo sepas.
Encontré el cinto de la espada y me lo puse; no estaba seguro de que
pudiera partirle el cráneo con Rompespadas, pero estaba dispuesto a
intentarlo y no podía dejar de pensar en lo que diría la gente del castillo
Sheerwall si mataba al último ogro. Pero tal como estaba, tendido en el
suelo constituía una tentación terrible, así que le ordené incorporarse.
Así lo hizo; acabó como acuclillado.
Uri me acarició la espalda.
—No lo ha aceptado, mi señor. Teme que si se pone en pie, mi señor
pueda interpretarlo como un gesto belicoso.
Había apoyado la mano en la empuñadura de Rompespadas.
—Si eres mi esclavo, Org, puedo venderte. ¿Entiendes eso? Puedo, y
probablemente lo haga. ¿Es eso lo que quieres?
Negó con la cabeza. No lo hizo muy bien, pero bastó para que
comprendiera qué era lo que pretendía decir.
—¿Qué es lo que quieres, pues? —pregunté—. No puedo permitir que
vuelvas a casa de Nukura. Le prometí que la libraría de ti si podía hacerlo.
Si te dejo en libertad... En fin, Uns temía que pudieras matar al ganado y a
las ovejas, pero mucho me temo que más bien podrás matar a gente.
—Con... igo —murmuró.
No supe qué decir, así que le pedí a Baki que me sostuviera la vaina de
la espada mientras recuperaba la ropa húmeda. Cuando me hube puesto la
capa, dije:
—¿Como Pouk, quieres decir? Va a resultarme muy difícil impedir que
la gente te ataque.
Org volvió a arrastrarse por el suelo hasta donde yo me había situado.
—Contigo, mi señor.
—De acuerdo, puedes servirme. —Lo dije antes de pensarlo, y después
hubo momentos en los que deseé haberlo meditado más—. Pero escúchame:
si vas a servirme, tienes que prometer que no matarás a nadie, a menos que
yo te dé permiso. Tampoco puedes atacar al ganado, a menos que yo te lo
permita. —No estaba seguro de que hubiera entendido la palabra «ganado»,
razón por la cual añadí—: Ni caballos, ni vacas, ovejas o asnos. Ni perros ni
gatos. Ni gallinas.
Levantó la mirada (vi brillarle los ojos a la luz de la luna), y pensé que
estaba pensando si lo decía en serio. Al cabo de unos instantes, asintió.
—Pasarás hambre, pero el hambre no te servirá de excusa si me
desobedeces. ¿Entendido?
—Supongo que querrá que nos lo llevemos a Aelfrice y lo cuidemos en
su nombre cuando le moleste. Lo digo porque va apañado —advirtió Uri.
—¿De veras? —Ajusté la posición del cinto para tener más a mano a
Rompespadas en caso necesario—. Supongo que después de todo no sois
mis esclavas.
Baki intentó adoptar una expresión y un tono de humildad:
—Haremos lo que nos pida, mi señor. Tenemos que hacer Pero dudo
que podamos llevárnoslo a Aelfrice. Es demasiado grande...
Uri asintió con fuerza.
—Además, es demasiado tonto. En cuanto lo llevemos, n: podremos
controlarlo. Ni siquiera aquí podríamos, aun contando con la ayuda de Gylf.
Les dije que no se preocuparan.
—Aunque no me ha pedido consejo, voy a dárselo —di Uri—. Conocí a
algunas de estas criaturas cuando abundaban Son estúpidas, perezosas y
traicioneras. Pero se las ingenian bien a la hora de ocultarse y de acechar a
la gente, porque son capaces de adoptar cualquier color que deseen. Si le
ordena seguirlo sin que nadie lo vea, pocos llegarán siquiera a vislumbrarlo.
No le aseguro que nadie lo haga, porque en gran medida dependerá de
adónde vaya y de la intensidad de la luz reinante. En definitiva creo que le
sorprenderá comprobar que son muy pocos los que lo ven.
Me encogí de hombros, deseando pedir consejo a Gylf.
—De acuerdo, lo intentaremos. Pero antes, quiero llevarlo de vuelta a la
casa, mostrárselo a Duns y Nukura, y descubrir qué ha sido de Uns.
Después, supongo que se lo presentaré a Pouk, pues será Pouk quien tenga
que cuidarlo y vigilarlo. Espero que Pollino se convierta en alimento de
ogros.
—No devoró a Uns —apuntó Uri con una sonrisa.
—No, pero quizá hubiera resultado mejor que lo hiciera Volved a Ael...
—¿Cómo? —preguntó Baki.
—Volved y decidle a la reina Disiri... Quiero decir, si la veis y podéis
encontrarla, cuánto me gustaría estar con ella. Cuánto la amo y lo mucho
que le agradezco los favores que me ha dado
Prometieron hacerlo y desaparecieron en las sombras.
Me volví hacia Gylf.
—Si no eres un perro elfo, y debo admitir que no te comportas como tal,
¿qué eres, exactamente?
Gylf compuso una expresión lúgubre, tendido y con el hocico apoyado
sobre las pezuñas.
—¿No puedes decírmelo? Vamos, Gylf. ¿De veras eres uno de los perros
de Valpadre? Eso es lo que dijeron.
Lanzó una significativa mirada a Org.
—El. ¿Te refieres a eso? ¿No hablarás mientras él esté cerca?
Gylf asintió del modo que lo había hecho cuando lo conocí.
—Otra desventaja. En fin, puede que tenerte también comerte ventajas,
Org, aunque aún deba ocurrírseme alguna. Eso espero, al menos. —Eché a
andar hacia la casa, tras indicarles que me siguieran con un gesto. Ambos
obedecieron.
Disiri nos observaba en ese momento. Lo sé por algo que me dio
cuando llegamos aquí, no un dibujo (aunque al principio pensé que era eso),
sino por una escena compuesta por trozos de papeles negro y azul: un
caballero que se pavoneaba con la mano en la empuñadura de la espada de
hoja corta; una cosa monstruosa a su espalda, más alta que él, que andaba
arrastrando los pies, patizambo y con la mano cubierta de escamas apoyada
en el hombro del caballero, y, finalmente, un enorme perro que se antojaba
pequeño por andar tras el monstruo. Lo he puesto donde pueda verlo a
diario. No ha hecho que sienta ganas de volver a Mythgarthr, aunque sé que
algún día lo hará.
Las ventanas de la cocina lucían iluminadas y alegres cuando asomaron
Nukura, Duns y Pouk. No tuve la sensación de regresar al hogar, pero fue
algo parecido. Podría comer (no había comido mucho antes de la pelea), y
entrar en calor ante el fuego. Entonces parecía que ésas podían ser las
mayores aspiraciones de cualquiera.
Todo eso era importante, pero no lo era todo. Había estado hablando con
Gylf, Uri y Baki, incluso con Org, y no había problema. Sin embargo, las
voces que escuché a través de las ventanas cubiertas de grasa eran todas
humanas. A veces eso puede suponer una gran diferencia.
Pouk abrió la puerta cuando yo llamé.
—Ahí está, señor. Vaya si lo he echado de menos. Sabía que no...
Había visto al ogro que me seguía.
—Es Org, Pouk. No debes hacerle daño. Si se comporta mal, dímelo.
Pouk se quedó paralizado y boquiabierto. No creo que escuchara una
sola palabra de las que le dirigí.
—Org, este hombre es Pouk, otro sirviente. En general, él cuidará de ti
y de que te alimentes. Debes obedecerle, exactamente como si me
obedecieras a mí.
Org gruñó y se volvió hacia Pouk, quien retrocedió un par de pasos.
Puede que convenga mencionar en este momento que Org nunca gruñó
amenazadoramente. Tampoco sonreía, ni arrugaba el entrecejo. Sus ojos
parecían perlas negras. Eran pequeños en aquel rostro enorme, dominado
por la boca. No era un rostro humano ni nada parecido. La cara de un perro
o la de un caballo tiene más de humano que la de Org.
Entré en la casa, seguido por Org. Gylf se nos adelantó p tenderse al
fuego. Duns y Nukura habían estado sentados en la mesa con Pouk, o eso
me pareció. Se habían levantado, probablemente cuando Pouk se acercó a la
puerta. En ese momento parecían tan desconcertados como él.
—Aquí está el fantasma —les dije—. Es sólido como roca. ¿Oís cómo
cruje el suelo? Si queréis tocarlo para asegura ros, adelante.
Duns intentó por tres veces decir algo, antes de preguntar:
—¿Se enfrentó a él?
—Así es, y no me gustó tener que hacerlo. Me venció, y luego se rindió
ante mí. Es una larga historia y preferiría no hablar de ello ahora.
—¿Dónde está Uns? —preguntó Nukura—. ¿Dónde está mi hijo?
—No lo sé. Me acompañó para ayudarme, y estaba pensando en llevarlo
a ayudar a Pouk un rato, si quería. Pero cuando Org y yo luchamos,
desapareció.
—¿Huyó? —quiso saber Pouk, que parecía haberse repuesto un poco.
—No lo vi huir, así que no lo sé. Si lo hizo, no puedo culparlo. Yo
también tuve la tentación de huir.
Gylf gruñó a Org, quien pareció no oírlo.
—Tendré unas palabras con él cuando vuelva —aseguró Duns.
—No tendrás que regañarle —le dije—. No se lo merece.
Pouk desenvainó el cuchillo.
—¿Vamos a matarlo ya, señor?
—¿Matarlo después de haberse rendido? —Negué con la cabeza—. Si
has prestado atención, sabrás qué me he propuesta hacer. Vamos a llevarlo
de vuelta a Sheerwall, y tú cuidarás de él
Pouk asintió.
—Allí nos encargaremos de él, señor. Habrá un centenar de hombres
dispuestos a ayudarnos.
—Querrás decir que allí se encargarán de él, si nosotros no se lo
impedimos. Él matará a diez o a quince antes de caer. Tenemos que
encontrar un modo de impedir que eso suceda.
Nukura me dio pan y queso, y más sopa. Encontró la carcasa de una
oveja para Org, y me la confió para que yo se la diera. Se comió los huesos
y todo, y pareció satisfecho.
Después nos marchamos. No dejé de pensar en la pelea con Org y en
qué iba a hacer con él. Probablemente Pouk me hizo un sinfín de preguntas,
pero no sé sí las respondí. Coronamos la cima de la colina y divisé
Sheerwall con la luna llena detrás, las torres altas y cuadradas rematadas
por almenas. Más tarde vi Utgard, que era mucho mayor (tanto que te
asustó). Y Torrethor, más alta y bonita. Pero Sheerwall era Sheerwall, y no
había ninguna como ella. Al menos, no para mí.
Creo que llegamos poco después de medianoche. Maese Agr me había
dado el santo y seña, aunque le aseguré que llegaríamos antes de que se
pusiera el sol. Comprendí que había hecho lo correcto. Alcé la voz para
avisar a los centinelas, y cuando ellos me dieron el santo, respondí y
bajaron el puente. Nunca había visto descender un puente levadizo, y deseé
tener ocasión de volver a hacerlo. De hecho, lo único que vi fue la enorme
cadena que se movía y el contrapeso de piedra que ascendía. Sheerwall
contaba con un amplio foso y un puente estrecho sin pasamanos. Tuve un
poco de miedo al pasar, y lo hice al galope corto para fingir que no temía
nada.
Cuando lo cruzamos, llamé la atención de los centinelas para poder
charlar con ellos.
—Dentro de un minuto pasará por el puente algo grande a lo que
vuestros ojos no darán crédito —les advertí—. No voy a haceros prometer
que no se lo diréis a nadie. Si creéis que es vuestro deber informar de ello,
debéis cumplir con él. Sin embargo, os pediré que no parloteéis por ahí.
¿Podéis darme vuestra palabra de honor?
Dijeron que contara con ello.
—Estupendo. Como he dicho, podéis informar de ello si creéis que es
vuestro deber. Pero os ordeno no combatirlo ni intentar impedirle que cruce.
Si lo hacéis, también tendréis que luchar contra mí. Dejadlo pasar, que yo
me hago responsable de cualquier cosa que haga.
El más veterano de los centinelas, dijo:
—Con eso nos vale, señor.
—Aún no lo habéis visto —repliqué intentando componer una sonrisa
fiera. Me disponía a dar la orden a Pouk para que informara a Org de que
podía pasar, cuando oí más caballos en el puente. Era Pouk, que montaba la
yegua y conducía a los demás, seguido de Gylf, que cerraba la marcha como
un perro pastor—. Creí haberte dicho que te quedaras con Org hasta que te
avisara.
—Sí, señor. —Pouk soltó las riendas lo suficiente para llevarse la mano
a la gorra—. Intento estar con él, señor. Está aquí, en la muralla.
—¿Pretendes decir que ha cruzado sin que lo hayamos visto?
—No, señor. No está sobre el puente, señor. Lo ha cubierto a nado. —
Pouk miraba hacia la penumbra que se extendía tras el rastrillo—. Luego
creo que lo rodeó.
—Ya. Pero no lo veo. ¿Y tú?
Pouk titubeó unos instantes, por miedo a hacerme enfadar:
—No, señor. En este preciso instante, no. Pero creo que dónde está,
señor, y si quiere se lo puedo traer.
—Ahora, no. —Me volví hacia los centinelas—. No informaré de esto.
Podéis hacer lo que os plazca.
El más veterano se aclaró la garganta.
—Estamos con usted, sir... sir...
—Able del Gran Corazón.
—Sir Able, estamos con usted, siempre y cuando esté con nosotros.
—Yo juego en vuestro equipo, y voy a meter en el calabozo a eso que
mi sirviente Pouk debió de mantener vigilado.
—Estupendo, señor —aplaudió el más joven.
—Ya me pareció que os agradaría la idea. —Mis labios volvieron a
dibujar una sonrisa torcida—. Debo dar con el jefe de allí, y supongo que
hablar con él también, aunque eso puede esperar al amanecer.
Probablemente esté durmiendo, y también yo querría descansar. De todos
modos, ¿por quién debo preguntar?
—Por maese Caspar, señor. Está a las órdenes de maese Agr. señor. Es
el carcelero mayor. ¿Sabe dónde está la torre del mariscal?
—Me alojo allí.
—Estupendo, señor, pues sólo tiene que subir la escalera, tal como hace
siempre, y luego la baja en lugar de seguir subiéndola. No vaya más allá de
la primera puerta que encuentre, señor.
—Gracias. —Fue al desmontar cuando caí en la cuenta de que estaba
agotado—. Pouk, llévalos al establo y desensíllalos. Asegúrate de que
beban agua, coman y los lleven a un establo limpio.
—A la orden, señor.
—Ya sabes dónde encontrar mi habitación.
—Sí, señor.
—De acuerdo. —Quise ceder al peso de los hombros, pero comprendí
que no debía hacerlo. Permanecí con ellos bien erguidos, el pecho fuera y la
barbilla bien alta—. Allí estaré en cuanto me haya ocupado de Org. Lleva
allí nuestras cosas, todo lo del barco y lo que le ganamos a ese sir Como se
llame. Si los mozos te dan problemas, diles que actúas en mi nombre.
—¡A la orden, señor!
El foso hedía, y la suciedad que manchaba mis botas era orín caca de
caballo, pero no me importaba. Me dirigí al rincón más oscuro de la
muralla, consciente de lo que pretendía hacer, consciente de que una vez
hecho podría irme a la cama.
Yo era una mujer en una cama sucia de una habitación mal vendada.
Una anciana sentada junto a la cama no dejaba de decirme que empujara, y
yo empujaba, aunque estaba tan cansada que no podía hacerlo con fuerza
por mucho que me esforzara. Sabía que el bebé intentaba respirar, que no
podía y que no tardaría en morir.
—¡Empuja!
Se refería a Svon. Recuerdo aquella vez que levanté la mirada del fuego
para observarlo largamente, vi que estaba dormido y que Gylf le había
dejado una liebre muerta muy cerca de la cabeza. La recogí para
despellejarla después, y luego ensarté una pata a un palo tal como haces tú y
la puse al fuego.
Adquiría un tono pardo cuando despertó Svon.
—¿Va a comérsela toda, sir Able?
Levanté el resto.
—Hay más ahí. Coge la que quieras.
—Gracias. Hemos tenido que racionar, ¿eh?
Le recordé que había comprado comida para sí mismo siempre que
habíamos parado en fondas o en poblados. Era fácil enfadarse con Svon.
Muy fácil, a decir verdad. Puede que a él le resultara tan fácil enfadarse con
nosotros, como a nosotros con él. Pero cuando lo meditaba, no me resultaba
tan complicado entender porqué. Después de todo, él seguía siendo
escudero, cuando había un montón de caballeros más jóvenes que él.
Yo, sin ir más lejos.
Se alejó unos pasos para arrancar una rama. A su regreso, ensartó la otra
pata y la puso al fuego.
—Me la comería cruda, como ese monstruo suyo, sir Able. Pero soy un
hombre, así que intentaré ablandarla.
Guardé silencio, consciente de que Svon intentaba ponerme furioso.
—Debería haber dicho «su ogro». No me gusta.
Eché otro vistazo a la carne y volví el palo.
—Echaba una cabezada hasta que olí a liebre al fuego. ¿Ha dormido
algo?
Respondí que no.
—Porque tiene miedo de dormir sin que el perro y ese monstruo le
guarden el sueño, ¿verdad? Teme que pueda acuchillarlo.
—No sería la primera vez que me acuchillan —le dije.
—Pero sería la primera vez que yo lo acuchillara —replicó él, tenso el
rictus de la boca.
—No.
—Permítame decirle algo, sir Able. Sé que no me hará caso, pero me
gustaría decirlo por poco crédito que pueda dar a mis palabras. No lo
traicionaré, no mientras esté dormido, al menos. No obstante, algún día ese
ogro que tiene por mascota se volverá en su contra, esté dormido o
despierto.
—¿Me defenderías, si eso sucediera?
—¿Cómo debo tomarme eso? ¿Debo responder que sí, para que tenga
algo positivo que informar de mí a nuestro regreso?
Negué con la cabeza.
—Se supone que debes tomártelo seriamente, eso es todo. Y que
responderás honestamente, aunque sea para ti mismo. —Intenté arrancar del
palo la carne que había asado sin abrasarme los dedos; cuando lo logré, di
un mordisco. Ardía, de modo que me quemé la lengua; además, estaba algo
correosa, pero tenía un sabor estupendo.
—Siempre dice la verdad, ¿no es así?
Tenía la boca llena, razón por la cual sacudí la cabeza.
—Pues ¿sabe? Creo que intenta dar esa impresión. —Me señaló con el
índice—. Esa impresión es mentira.
Le di otro mordisco, mastiqué, tragué.
—Claro. Como veo que te has sacudido el sueño, ve a echar un vistazo
a los caballos.
Ignoró la orden.
—Le contaste a Su Excelencia que nos había guiado a sir Ravd y a mí
por el bosque que se extiende sobre Irringsmouth. He ahí otra mentira.
El grito de algún animal nos sobresaltó a ambos.
Svon llenó de aire los pulmones y me dedicó una sonrisa torcida.
—Parece que su mascota acaba de matar a otro animal.
Rodeé el fuego y lo tumbé de un golpe.
Es posible que tocara a Pouk al caer, porque éste se incorporó.
Contempló a Svon, pestañeando y frotándose los ojos.
Recogí la vara que Svon había soltado y se la ofrecí a Pouk.
—Ten. La carne tiene restos de ceniza, pero no te sentar, mal. —
Después, me acerqué al lugar donde habíamos amontonado el equipaje y
saqué el arco y el carcaj.
Svon se incorporó. (Puede que creyera que me había ido; hecho, había
descubierto que a veces resultaba difícil verme.) Se llevó la mano a la
mandíbula y al costado del cuello, que era donde lo había golpeado.
—Se veía venir —dijo Pouk.
—Debería cortarle esa cabezota. —Retrocedí un poco más al escuchar
aquello. No quería matarlo, pero sabía que tendría que hacerlo si me veía.
Pouk había estado contemplando la carne que le había ofrecido. Decidió
que estaba un poco cruda aún, así que la acercó a. fuego.
—Yo en su pellejo ni lo intentaría, señor.
—Soy un gentilhombre, y los gentilhombres se vengan de cualquier
afrenta de la que puedan haber sido objeto —afirmó Svon, engallado.
—Se veía venir —repitió Pouk—. No es de extrañar.
—Y tú qué sabrás, si estabas durmiendo.
Me di la vuelta dispuesto a alejarme. A mi espalda, oí decir a Pouk:
—Le conozco, señor. Y también le conozco a usted.
—¡Voy a matarlo!
En un hilo de voz me llegó la respuesta:
—Si creyera que lo dice en serio, señor, yo mismo le mataría con estas
manos.
44
MIGUEL
De haber sabido a dónde me dirigía cuando me alejé del fuego, te lo
diría. Lo cierto es que no tenía la menor idea. Quería alejarme de Svon y
quería alejarme de Org. Eso era todo. Quería encontrar un lugar donde
pudiera descansar y poner orden en mi cabeza, antes de tener que
enfrentarme de nuevo a ellos. Podría haber encendido un fuego en el sitio
en que me detuve; sin embargo, hacerlo en la oscuridad me hubiera llevado
mucho tiempo. Estaba cansado, y entonces no hacía demasiado frío a pesar
de que era de noche. Supongo que rondaba finales de junio o principios de
julio, aunque no estoy seguro.
En fin, el caso es que acababa de tumbarme, tras cubrirme bien con la
capa tal como haces tú. Ni siquiera me descalcé, algo que más tarde oí
comentar a Uri y Baki. Me encontraron mientras estaba ahí tumbado y
dormido, también con Gylf, que había vuelto al fuego y me había seguido el
rastro desde ahí. Los tres se quedaron para protegerme, no estoy seguro de
qué.
Cuando desperté, el sol se hallaba en lo alto y brillaba con gran
intensidad. En cuanto me hube despejado, Gylf me lamió el rostro; había
estado esperando la oportunidad de hacerlo, aunque era algo que hacía sólo
cuando realmente pensaba que lo necesitaba. Creo que torcí el gesto y le
dije que me encontraba bien; cuando no me respondió comprendí que había
alguien más.
Baki saludó medio oculta en sombras al verme mirar en su dirección;
Uri me saludó bajo el mismo árbol.
—Temíamos que pudieran hacerle daño, mi señor. Los tres temíamos
por usted.
—Gracias. —Me levanté y miré en derredor en busca del arroyo, con la
esperanza de echar un trago, refrescarme el rostro y puede que desnudarme
y darme un chapuzón antes de que se marcharan. No vi ninguno, así que les
pregunté dónde podría encontrar a Svon y a Pouk.— No sé dónde andarán
ahora, mi señor —respondió Uri— pero Baki y yo iremos a buscarlos si
quiere.
—Puede que Gylf sí lo sepa —sugirió Baki. Sin embargo, el perro negó
con la cabeza.
Uri se acercó a mí; era una preciosa muchacha, tan delgada como suelen
serlo los jóvenes, rojo oscuro pero transparente a luz del sol. (Imagina a una
chica desnuda de piel cobrizo-rojiza en una vidriera.)
—¿Por qué se adentró en el bosque a solas y de noche? Fue una
estupidez.
—Hubiera sido una estupidez seguir donde estaba. ¿Hay agua por aquí?
—No, al menos en una legua a la redonda —respondió Uri.
Sin embargo, Gylf asintió.
—Tenía agua donde acamparon —señaló Baki—. En las botellas de
agua.
—De haber seguido allí, Svon y yo nos hubiéramos peleado —expliqué
—. Además, sabía que Org había matado y quería saber qué.
—Oh, nosotras podemos responder a eso —aseguró Baki.
—Fue una mula —dijo Uri—. Apareció una mujer en el camino a lomos
de una muía, y Org se arrojó sobre ella. No cree que fuera a matarla.
—Pero ella creyó que sí —añadió Baki.
—La muía reculó y la arrojó al suelo. Entonces Org la recogió. Eso fue
lo que oyó.
—Se la comió. Buena parte, al menos.
Lo medité unos instantes.
—¿La mujer logró huir?
—Sí.
En ese momento, una nube se interpuso entre nosotros y el sol. Baki dio
un paso al frente.
—Ella llevaba una espada, pero corrió igualmente. No puedo culparla
por ello. ¿Quién querría enfrentarse a Org en la oscuridad?
—Yo; al menos, yo lo hice —afirmé—. Puede que algún día vuelva a
hacerlo. Supongo que no sabréis dónde podría encontrarlo ahora.
Ambas negaron con la cabeza.
—Entonces, id a buscarlo por mí. O halladme a Svon y a Pouk. Cuando
encontréis a alguien, volved a decirme dónde están.
Ambas se desvanecieron.
—Dijiste que sabías dónde encontrar agua, Gylf. ¿Está muy lejos?
—Es una buena charca —dijo tras responder que no.
—Llévame allí, por favor.
Echó a andar tras asentir con la cabeza. Luego se volvió hacia mí para
ver si lo seguía, como suelen hacer los perros.
Tuve que apretar el paso para mantenerme a su altura.
—No hay nadie por aquí, ¿verdad? ¿Puedes hablar?
—He hablado.
—¿Conocían Uri y Baki el paradero del agua?
—Ajá.
—Pero no quisieron decírmelo. No puede deberse a que quisieran que
me muriera de sed. Estamos en un bosque, no en un desierto, de modo que
no puede ser muy complicado encontrar agua. ¿Por qué no querían que
averiguara el lugar donde se encuentra el agua de la que me has hablado?
—Hay un dios ahí.
La respuesta me dejó perplejo e inmóvil durante un minuto. Parka fue lo
primero en lo que pensé, luego en Thunor (uno de los overcynos de los que
tanto hablaba la gente).
—Nadie llama dioses a los overcynos —dije a Gylf—. Nadie de por
aquí, al menos. ¿Se trata de Parka? ¿Sabes quién es Parka?
No respondió, y a esas alturas casi ya lo había perdido de vista. Eché a
correr para alcanzarlo, pero no lo logré hasta llegar al estanque.
Busqué entonces al dios con la mirada, pero no vi a nadie, de modo que
me arrodillé para lavarme la cara y las manos (sudaba profusamente), y
echar un largo, largo trago.
Después me arrojé más agua a la cara y acoplé las manos para
echármela en la cabeza; mientras estaba en ello, el sol asomó de nuevo. La
luz del sol transformó en pequeños diamantes las gotas que me llovían de
los dedos a medida que se precipitaban en el estanque. En el fondo, muy,
muy al fondo, distinguí a Uri y Baki. Se encontraban en una estancia que
parecía tener el tamaño de un aeropuerto. Había espadas, lanzas y hachas en
las paredes y en largos armeros, de modo que por doquier se veía el fulgor
del acero. Hablaban de algo grande y oscuro que culebreaba como una
serpiente. Mientras las observaba, Uri volvió a adoptar la forma de un
khimaira.
Pronto desapareció. El sol seguía brillando en lo alto, pero no tanto
como antes. O esa impresión me dio. En cuanto hubo desaparecido llegó
una nube, o lo que parecía serlo.
—Ahí está el dios —anunció Gylf. A veces se ponía nervioso y en esa
ocasión percibí una nota de nerviosismo en su voz, a pesar de que habló en
voz baja.
Levanté la mirada; la nube había desaparecido. Era un ala blanca que
relucía, y mucho mayor que la vela mayor de Mercader del Oeste. Procedía
de la espalda de un hombre cubierto de armadura sentado a orillas del
estanque. No podía creer que las alas, pues eran cuatro, le pertenecieran. Le
bastó con mirarme para saber en qué estaba pensando, de modo que plegó
las alas alrededor de su cuerpo. Hecho esto, resultaba imposible distinguir
su armadura. Daba la impresión de llevar una larga túnica de plumas
blancas.
—También a mí me han expulsado.
—¡A ti también! —Estaba sorprendido. De veras que no sabía lo que
me decía—. Me han expulsado de la corte del duque Marder hasta que el
hielo cubra la bahía.
—Por eso he venido a verte.
Hablaba como si lo supiera todo sobre mí. Me quedé tan boquiabierto,
que a punto estuvo la mandíbula de llegarme a la cintura.
—No es así. Pero te conozco mejor de lo que tu madre llegó a
conocerte, porque soy capaz de escuchar tus pensamientos. —Levantó la
mano derecha. (Más adelante llegué a conocer al rey Arnthor, y a él le
hubiera encantado ser capaz de levantar así la mano, pero no podía. Ningún
humano puede.)—. Tu madre no llegó a conocerte —añadió—. Yo, que tan
poco sé, sí conozco eso ahora. Cometo errores, ¿tú ves? Me hallo cerca de
la perfección.
A esas alturas yo ya estaba de rodillas y con la cerviz inclinada.
—Cuentas con mi agradecimiento, pero debes levantarte —dijo—. No
he venido a que me rindas pleitesía, sino a ayudarte. También yo soy un
caballero al servicio de un señor. Me llamo Miguel.
Cuando dijo aquello, no dejé de pensar en que era un nombre propio de
nuestro mundo. Recuerdo que entonces me pareció un milagro. Aún me lo
parece. Tenía un nombre terrestre, y había ido a Mythgarthr a ayudarme.
—Pondré mi conocimiento a tu disposición.
Me alegré tanto que no se me ocurrió nada que decir. Me levanté al
recordar que me lo había pedido, y lo contemplé mientras él también me
contemplaba. No tenía blanco en los ojos, ni un punto negro en mitad. Tuve
la impresión de estar mirando directamente a Skai a través de su cabeza.
—Piensas en Skai, del tercer mundo. Crees que me han enviado del
castillo que ves allí.
No me resultó fácil asentir, pero lo hice.
—Yo... Espero que sí.
—Pues no es tal. Pertenezco al segundo mundo, llamado Kleos, el
Mundo del buen lustre.
—Ni siquiera sabía cómo se llamaba, mi señor. —Estuve a punto de
romper a toser, al caer en la cuenta de que me había dirigido a él como lo
había hecho con Thunrolf—. Yo... Me gustaría llegar a ese castillo, a ser
posible. ¿Haría mal?
—Es una ambición superior a la mayoría de las ambiciones.
—¿Podría...? —Me acordé de Ravd—. ¿Me diría cómo hacerlo?
Miguel volvió a observarme con atención; aquella vez pareció
tomárselo con calma.
—Conoces los rudimentos de la lanza —dijo, al cabo.
Asentí, demasiado cohibido como para responder.
—Te ha enseñado alguien diestro en su manejo. —Miguel chascó los
dedos; Gylf acudió a su vera y se le tendió a los pies con cara de sentirse la
mar de orgulloso.
—Sí —confirmé—. Maese Thope. Estaba muy malherido para practicar
conmigo, pero me contó cosas y encargó a uno de sus ayudantes justar
conmigo.
La respuesta arrancó una sonrisa a Miguel, una sonrisa apenas
perceptible, pero que hizo que el sol brillara con mayor intensidad.
—¿No te molesta que tu perro me prefiera sobre ti?
—No —respondí—. También yo te prefiero.
—Comprendo. Maese Thope es diestro con la lanza, pero nunca llegará
al castillo del cual estamos hablamos. ¿Qué va más allá de la destreza?
Empecé a decir algo absurdo, pero me contuve. Ni siquiera recuerdo
qué era.
—Cuando lo sepas, irás. Pero no antes. ¿Tienes alguna otra pregunta?
Hazlas ahora, debo partir pronto.
—¿Cómo puedo encontrar a la reina Disiri?
Al oír aquello, no sonrió.
—Más bien debes rezar para que ella no te encuentre.
Me sentí como si me hubieran coceado.
—Muy bien. También yo disto mucho de la perfección, tal como he
aprendido no sin pagar un precio. Aprende a invocarla, a invocar a
cualquiera de ellas, y acudirá a tu lado.
—Uri y Baki acuden a veces cuando las llamo —explique— ¿Se refiere
a eso?
—No. —Miguel acarició la cabeza de Gylf—. Debes invocar la a ella, o
a cualquiera de ellas, como aquellos a quienes llamas overcynos te
invocarían a ti.
—¿Me enseñarás?
Miguel negó con la cabeza.
—No puedo. Nadie puede. Enséñate a ti mismo. Así sucede con todo.
—Cerró los ojos y un hombre tuerto armado con una lanza salió de entre los
árboles, se arrodilló y dejó la lanza a i pies de Miguel. Gylf se restregó
contra el hombre tuerto.
Entonces desapareció, y con él la lanza.
—¿Lo ves? ¿Cómo iba yo, o cualquier otro, a enseñarte a hacer algo
así?
Miré en derredor, al reluciente estanque y al claro bañado por la luz del
sol. Buscaba al hombre tuerto... De acuerdo, buscaba a Valpadre, pues era
él, y comprendí que jamás podría olvidarlos. Me bastaba con eso. Después,
cuando por un tiempo olvidé todo, incluso a Disiri, a ellos sí seguí
recordándolos.
—Si no tienes más preguntas, sir Able, debo irme.
—Tengo más preguntas, sir Miguel. —Me costó horrores decir eso—.
¿Puedo hacérselas? Tres más, si...
—Si no son demasiadas. Pregunta.
—En una ocasión en que estuve en… cierta isla, la isla donde se
ubicaba el castillo Piedrazul...
Él inclinó la cabeza.
—Vi a un caballero, apenas un instante. Un caballero con un dragón
negro en el escudo. ¿Lo invoqué de igual modo que acaba de invocar a
Valpadre?
—Él te invocó. —Miguel se levantó.
Extendió un poco las alas y pude vislumbrar el fulgor que ocultaba el
destello blanco.
—¿Puede volar a pesar de la cota de malla?
Algo no muy ajeno a la risa asomó a aquellos ojos azul celeste.
—Ésa no era tu segunda pregunta.
—No. Iba a preguntar quién era el caballero que vi.
—Sí, puedo. Pero he venido aquí para descender, no para volar.
Respecto al caballero que viste, te diré que no había nadie en aquella isla
excepto tú.
—No entiendo nada.
—Tu tercera pregunta es la más sabia. Las cosas siempre remitan así.
Hazla.
—Me preguntaba qué podía preguntarte.
Volvió a sonreír.
—Deberías preguntar de dónde salieron las tenacillas que aferraron a
Eterna. Date cuenta, por favor, de que no he dicho que te la respondería.
Adiós. Debo ir a Aelfrice en busca de ese afamado caballero, sir Able del
Gran Corazón.
Así las cosas, Miguel caminó sobre la superficie del estanque hasta
situarse en el centro y sumergirse en las aguas por completo.
45
LA GRANJA DEL BOSQUE
Pasé el resto del día haciendo algo que jamás había hecho hasta
entonces, algo que habría jurado sobre una montaña de Biblias que no haría
jamás. En Sheerwall había visto una mesa de piedra en la que ofrecían
sacrificios antes de entrar en guerra o celebrar una batalla, y se me ocurrió
construir una muy parecida junto a ese estanque, para lo cual cargué con
piedras todo el día mientras Gylf se dedicó a la caza. Las coloqué juntas
dando forma a una especie de rompecabezas. Terminé justo antes de
anochecer.
A la mañana siguiente, recogí muchas ramas caídas, las suficientes para
encender una buena hoguera, lo cual no me resultó tan laborioso. Rompí las
ramas en mi rodilla y, cuando no pude, las coloqué en el suelo de tal modo
que no se movieran cuando las golpeara con Rompespadas. Luego, Gylf y
yo salimos de caza. El día anterior se había cobrado una perdiz y una
marmota, pero el caso era que andábamos detrás de algo grande para el
sacrificio. Más o menos en el momento en que el sol rozó las copas de los
árboles, dimos con un alce imponente. A esas alturas del año no tenía
cornamenta, por supuesto; pero era un animal grande. Lo vi en una cresta a
unos doscientos metros de distancia. La cuerda del arco no me había vuelto
loco la noche anterior al inducirme aquellos sueños ajenos. Había estado
pensando en deshacerme de ella. Cuando vi al alce, me alegré de cazarlo tan
deprisa. La flecha voló como el relámpago y alcanzó al alce entre los
omóplatos. Al principio corrió como el viento, pero Gylf se situó delante de
él y lo hizo volverse hacia la mesa, adonde se dirigió hasta que dejó de
correr.
Soy un hombretón gracias a Disiri, y son muchos quienes han alabado
mi fuerza; sin embargo, no fui lo bastante fuerte para llevar al alce a
cuestas. Tuve que arrastrarlo, y Gylf tiró de él con los dientes en los tramos
más difíciles. Finalmente, me rendí. Dije a Gylf que no podíamos y que
tendríamos que cortar una parte para comer y dejar el resto. Entonces, se
hizo más grande; y negro, y tomó al alce como si se tratara de un conejo. Lo
más gracioso fue que a pesar de su tamaño, caí en la cuenta de que temía
que pudiera enfurecerme. No estaba furioso. Tenía miedo, eso sí. Pero no
estaba furioso con él.
Recorrimos el bosque con el alce a cuestas y lo dejamos en la mesa, que
después cubrimos con más leña. Luego, ambos rezamos a los dioses de
Kleos. Yo prendí fuego a la pira. Sólo estábamos Gylf y yo, pero jamás me
había sentido tan bien como aquella noche.
Cuando al final me fui a dormir, sucedió lo mismo que había pasado la
noche anterior. Yo era alguien, luego alguien distinto, y después alguien
nuevo. A veces volvía a estar contigo y con Geri, aunque todos éramos
mayores. A decir verdad, me alegré de que Uri me despertara. Sabía que
debía enfadarme, pero no pude.
—Hablaba en sueños, mi señor. Me pareció mejor despertarlo.
Le dije que había hecho bien. Era una niña pequeña a la que se
disponían a operar, aunque sabía que la anestesia no serviría de nada y lo
sentiría todo.
—Muy bien, ¿qué se os ofrece?
Baki inclinó la cabeza.
—Hemos hecho lo que nos pidió, mi señor.
—He encontrado a su sirviente Svon, y Baki ha dado con su sirviente
Pouk —informó Uri.
Dije que me parecía perfecto, y que al día siguiente me acercaría a
verlo.
—¿Al sirviente Svon o al sirviente Pouk?
—¿Están separados?
—Sí. Pouk el sirviente se encuentra a dos días a caballo al norte, en el
camino que seguíamos antes de que mi señor se adentrara solo en el bosque
—explicó Baki.
Supe que tendría que abandonar el estanque. Lo había sabido todo ese
tiempo y no me gustaba la idea.
—¿Y Org? —quise averiguar.
—Su sirviente Org se encuentra con Svon, mi señor —respondió Uri.
—Comprendo. Maese Agr me dio un corcel, un semental castaño
llamado Magnets. ¿Dónde está?
—Lo conozco bien, mi señor —aseguró Baki—. Está con su sirviente
Pouk, mi señor. Él tiene todos los caballos.
—Entonces, será mejor que vaya a buscar primero a Pouk. ¿Qué camino
tomó? ¿Lo encontraré si me dirijo al norte?
—No sabría decir, mi señor. Viajará más rápido, creo. Aunque no hay
duda de que se detendrá al llegar al pie de L montañas.
—Lo hará mucho antes si le avisáis —dije—. Id a buscarlo y decidle
que yo le ordeno que dé la vuelta y se dirija hacia el sur.
Ambas negaron con la cabeza.
—No nos creerá —afirmó Uri—. No nos ha visto y de ningún modo
confiará en nosotras.
—Invocará hechizos en contra de nosotros que perfectamente podrían
destruirnos, mi señor. ¿Está dispuesto a enviarnos a la muerte? —preguntó
Baki.
Reí al oír aquello.
—¿Me estáis diciendo que Pouk, precisamente Pouk, conoce hechizos
capaces de agredir a un elfo?
Uri miró alrededor para asegurarse de que nadie la estuviera
escuchando.
—Es un ignorante, mi señor —aseguró en un susurro culpable—, y los
ignorantes son peligrosos. Su especie no ha perdonado.
—Es uno de los dioses antiguos, igual que mi señor —dijo Baki—. Su
especie no ha perdonado.
—Tenéis que obedecernos. —No se me había ocurrido pensar en ello
hasta ese momento.
—Sí, mi señor. Aunque os hemos alimentado, debemos obedecer. Igual
que los vuestros obedecen a los overcynos, mi señor
Aquél se me antojó un comentario muy espinoso. Generalmente,
obedecíamos a los overcynos, pero sólo cuando temíamos no irnos de
rositas sin obedecer. Llevaba allí el tiempo necesario para comprenderlo.
En resumen, les ordené ir al sur y permanecer en Mythgarthr con Svon
y Org, mientras Gylf y yo íbamos en busca de Pouk y los caballos. Después
me fui a dormir, y dormí como un bebé.
Mientras recorríamos el bosque a la mañana siguiente, Gylf quiso saber
cómo se las había apañado Pouk para hacerse con todos los caballos.
—Peleó con Svon, y ganó Pouk —respondí—. Dejó que Svon
conservara el dinero y el arma, pero se llevó los caballos, incluido el de
Svon, y todo el equipaje.
—Pero no la espada.
—En efecto. Pouk no tiene espada. Pero hay una mujer que lo
acompaña, o eso dijeron Uri y Baki, una mujer que sí lleva espada. Le puso
la punta en el cuello a Svon después de que Pouk lo tumbara. Eso me
contaron.
Me detuve un minuto a reconsiderarlo.
—Creo que debe de ser la misma mujer que montaba la muía que
devoró Org.
Gylf lanzó un gruñido.
—¿Qué hace ella aquí?
—Uri y Baki no lo sabían. O si lo saben, no dijeron nada.
Gylf no me preguntó qué había visto cuando miré al fondo del estanque.
No creo que las hubiera visto, y yo no le he hablado de ellas. Sin embargo,
sí pregunté a Uri y Baki al respecto. Admitieron que aquella cosa negra que
había visto era Setr, a quien llamaron Garsecg para hacerlo sonar menos
amenazador. Era un nuevo dios al que tenían que obedecer.
Llegamos a la Ruta de Guerra pasado el mediodía, y la recorrimos toda
la tarde sin ver un alma. Al caer la noche, acampamos en el margen.
Beel e Idnn estaban comiendo cuando entré. Maní me saltó del hombro
para subirse al regazo de Idnn.
—¿Quería verme, milord? —pregunté tras inclinarme.
Beel saludó a su vez con una leve inclinación de cabeza.
—Ayer prometió hablar conmigo después.
—Lo intenté, milord.
—Abandonó el campamento.
—Para poder volver sin ser visto, milord. Esperé demasiado tiempo y a
mi vuelta ya se había ido a dormir. Consideré que lo mejor era no
molestarlo.
—De modo que volvió a nuestro pabellón —dijo Idnn.
—No a la mitad que ocupa mi señora. Jamás habría hecho tal cosa.
—¿Cómo? ¿Jamás? —preguntó con una sonrisa.
Beel nos interrumpió.
—Entiendo que se refiere a después del anochecer.
—Fue justo cuando asomó la luna, milord.
—No le oí, aunque la verdad es que anoche me costó mucho conciliar el
sueño —aseguró Idnn—. ¿Sabe qué hacía cuando salió la luna?
—Lo sabe —le dijo Beel—. Mírale la cara. Saliste en camisón,
¿verdad?
Resultó difícil hablar después de aquello; sin embargo, lo hice.
—Observaba la luna, milady. Consideré preferible no interrumpirla.
Mani sonrió desde el regazo de Idnn cuando ésta preguntó:
—¿Os dieron el alto los centinelas, sir Able? No los oi.
—No, mi señora.
—¿Os infiltrasteis, pues? —preguntó Beel.
—Sí, milord. Al menos pasé sin ser visto por los centinelas que
vigilaban el pabellón. Sabía que me retrasarían.
—No es posible.
—No es tan difícil siendo un solo hombre, milord.
—Con la armadura.
Intenté cambiar de tema.
—Sí, milord, pero sin yelmo porque aún no tenía. Ahora tengo uno,
gracias a su generosidad.
Beel comió un huevo cocido sin pronunciar una sola palabra más,
mientras Idnn me sonreía. Cuando el huevo hubo desaparecido, Beel dijo:
—Ese gato negro se te ha acomodado bien; creo que a mí me
convendría más el perro. ¿Dónde está?
—Lo he enviado a buscar a Pouk, milord.
—Refrésqueme la memoria, por favor. ¿Quién es Pouk?
—Mi sirviente, milord. Marchó al norte para esperarme en los pasos de
montaña.
—El sirviente que agredió a Svon.
—Sí, milord.
—¿Y obedecerá el perro? ¿Irá en busca de ese hombre que puede estar a
leguas de distancia, sólo porque se lo ha pedido?
—No lo sé, milord, pero creo que sí.
Idnn miraba a Mani.
—Su gato considera eso muy gracioso.
—Lo sé, milady. Probablemente espera que Gylf tenga problemas, pero
yo confío en que no sea así.
—¿Saldría hoy a montar conmigo, sir Able? Me encantaría disfrutar de
su compañía.
—Me siento muy honrado, milady, pero debo cabalgar al frente para
asegurarme de que los hombres de la montaña no nos tienden de nuevo una
emboscada.
—Se lo ruego, sir Able. Hágame ese favor.
Beel tosió aposta para interrumpirnos.
—Querría preguntarle por la arquería. Ayer...
—Entiendo, pero podría explicarle cómo pasé junto a los centinelas sin
ser visto con mayor facilidad que cómo pude errar tanto como lo hice en el
tercer tiro.
Idnn sonrió a Beel.
—Los magos nunca dan explicaciones, ¿recuerdas?
54
IDNN
El sol matinal había ahuyentado el último resquicio de frío nocturno
mucho antes de levantar el campamento. Las montañas en las que nos
habían emboscado dieron paso a un valle de considerables proporciones,
boscoso en su mayor parte, a través del cual fluían las aguas de un río. Más
allá se alzaba y alzaba la Ruta de Guerra hasta donde me alcanzaba la
mirada, trazando curvas sinuosas hasta desaparecer entre los picos de
aquellas cimas montañosas que se perdían entre las nubes.
—Ahí debe de estar Pouk —susurré al corcel blanco que me había dado
Beel—, y también encontraremos a Gylf. —Quise galopar, pero me vi
obligado a adoptar un rápido trote. «Mañana», pensé. Mañana alcanzaremos
el primero de los pasos; sin embargo, esta noche, casi con toda seguridad
acamparemos en el valle, donde disfrutamos de agua y terreno abierto.
¿Habría cruzado Gylf el río? Parecía lo más probable.
Los árboles, que desde lo alto me había parecido que formaban un
bosque denso, resultaron ser dispersas arboledas cuando los alcancé,
demasiado separados entre sí como para que nadie pudiera plantearse una
emboscada. Me detuve ante la primera arboleda y esperé a ver brillar el sol
en el yelmo de Garvaon, luego tiré de las riendas y seguí cabalgando hasta
cubrir fácilmente la distancia de un tiro con arco, momento en que me
detuve a escuchar.
Unas veinte pausas después no había oído nada más destacable que el
suspiro del viento y el rumor de las hojas, aparte de algún que otro trino; sin
embargo, lo siguiente que llegó a mis oídos fue el constante toque de retreta
de los cascos de un caballo. Pensé que alguien había picado espuelas para
acercarse a comunicarme algo, de modo que permanecí quieto. En lugar de
ir en aumento, el sonido perdió intensidad hasta desaparecer por completo.
Me planteé entonces la posibilidad de encordar el arco; sir embargo, me
encogí de hombros, destrabé a Rompespadas en la vaina y seguí
cabalgando.
El camino serpenteaba alrededor de una enorme piedra gris coronada
por árboles raquíticos, enmohecido cráneo de una colina que contaba con
algunos otros árboles arracimados a su alrededor. Más allá, la Ruta de
Guerra discurría por espacio de una legua; y allí, a media distancia,
aguardaba un jinete.
Fue una excusa para emprender el galope, y no la dejé escapar.
Idnn sonrió cuando tiré de las riendas, y Maní se me plantó de un salto
en la silla.
—No debería arriesgarse así, milady.
La sonrisa de Idnn se hizo más pronunciada.
—¿Y cómo me sugiere que lo haga?
Llené de aire los pulmones, planteándome la posibilidad de ofenderla
por su propio bien.
—Pues... pues... Es igual.
—No quiso cabalgar conmigo, de modo que decidí cabalgar con usted.
Asentí.
—Me fui rezagando hasta situarme entre las muías, que es donde
pertenezco, y entonces, cuando llegamos a los árboles me desvié a la
izquierda hasta que me perdieron de vista al pasar. Es un bosque precioso
para cabalgar. Sabía quién era en cuanto me vio, ¿verdad?
Volví a asentir.
—Lo digo porque no desenvainó esa... cosa, sino que se acercó hacia
mí. Ahora supongo que va a enviarme de vuelta.
—Voy a acompañarla de vuelta, milady. —Me costó decirlo, pero no
tanto como aquello que no había dicho.
—Porque no confía que obedezca sus órdenes. —Hubo algo
desgarrador en aquella sonrisa.
—Soy un muchacho de clase humilde, milady. Mi padre era
comerciante y mi abuelo fue granjero, lo que usted llamaría un campesino.
La gente no deja de recordármelo. Su abuelo fue rey. No tengo ningún
derecho a darle órdenes.
—Suponga que estuviéramos casados. Un marido tiene derecho a dar
órdenes a su mujer, sin importar quién fuera el abuelo de ésta.
—Nunca nos casaremos, milady.
—No he dicho que fuera a obedecerle. —Me tendió la mano; cuando la
ignoré, asió la correa del carcaj—. ¿De veras va a llevarme de vuelta?
—Debo hacerlo.
—Pero no quieres, ¿verdad? —intervino Mani—. Si siempre haces
cosas que no quieres hacer acabarás teniendo problemas.
Idnn rió, olvidado aquel rastro de melancolía que había impregnado la
anterior sonrisa.
—Me he estado preguntando si nos hablaría cuando estuviéramos a
solas.
—Tiene razón —le dije—. Hacer lo que no quieres hacer suele acarrear
problemas. Pero hay momentos en los que no hay más remedio que hacer
frente al problema.
Idnn asintió para mostrar que estaba de acuerdo.
—Por eso no volveré a separarme y a cabalgar al sur en lugar de hacerlo
al norte. Volver a Kingsdoom. —Como si pensara que era necesario dar
explicaciones, añadió—: Allí tenemos casa.
Intenté ganar distancia; sin embargo, mantuvo al sudoroso castrado a la
altura de mi corcel.
—Eso iba a decirme que debía hacer, ¿no? Volver a casa, a Kingsdoom.
Hace un minuto, antes de perder los nervios.
—Sería insensato aceptar mi consejo, milady, aunque sería peor aún
seguir el suyo.
—O podría ir a Torrethor y contar al rey alguna historia absurda. Usted
no me trató como a una dama durante unos instantes que desearía hubieran
sido más largos.
Tuve que reunir todo el coraje para decirle:
—Debo llevarla de vuelta junto a su padre, milady.
—¿Sir Able? —preguntó. La risa había desaparecido.
—¿Sí, milady?
—Permítame cabalgar una hora con usted y charlar mientras montamos,
y volveré con mi padre sin discutir.
—No puedo permitirlo, milady. Tendrá que volver con él ahora.
—Media hora.
Negué con la cabeza.
—Tengo un caballo rápido, sir Able. Suponga que cae y yo me lastimo.
Le aferré la muñeca con la que me tiraba del carcaj.
—¡Le diré a mi padre que me ha puesto las manos encima!
—Es cierto, milady. ¿Por qué no iba a decírselo?
—¿No le importo nada?
—Dejadme juzgar la situación —intervino Mani—. Ambos me
agradáis. Si me prometéis hacer lo que decida, no tendréis que reñir. ¿Acaso
no preferís eso?
Idnn asintió.
—Eres su gato, así que él tendrá ventaja. Pero acepto hacer lo que digas,
aunque tenga que volver con mi padre ahora mismo.
—¿Señor?
—No debería, pero acepto.
—Estupendo. —Mani se relamió el bigote—. Escuchad mi decisión.
Ambos tenéis que permanecer juntos, charlando, hasta llegar a ese árbol que
hay ahí al fondo, el que no tiene copa. Entonces, Idnn cabalgará de regreso
junto a su padre y no podrá acusarte de haberla tocado, ni de nada que
pueda perjudicarte. Tenéis que hacerlo, recordad que lo habéis prometido.
Me encogí de hombros.
—Me temo que el paseo nos llevará media mañana. Sin embargo, di mi
palabra y la mantendré.
—No más que un baile —aseguró Idnn—. Sin embargo, antes de llegar
allí nos atacarán los hombres de la montaña. Nos harán prisioneros, a los
tres, y pasaremos los próximos diez años arracimados en una mazmorra
congelada. Para cuando nos liberen, yo seré fea y nadie me querrá, aunque
Mani y yo lograremos que usted se case conmigo.
Resoplé.
—Cuando ambos seamos viejos, estemos encorvados, tengamos canas y
treinta y tres hijos, volveremos a cabalgar por este camino. Cuando
lleguemos a ese árbol, cabalgará hacia Skai o bajo la tierra y nunca más
volveremos a verlo.
—¡Miau! —exclamó Mani.
—Ah, sí, sólo quedaremos tú y yo.
—¿Era de eso de lo que quería hablarme? —pregunté a Idnn.
—No. En realidad, no. Estoy tan acostumbrada a idear historias como
ésa para distraerme que no puedo evitarlo. Habré ideado un millar, aunque
Mani y mi niñera son los únicos con quienes las he compartido. Y ahora,
usted. ¿Alguna vez ha visto a un angrborn, sir Able?
Aquella pregunta, por inesperada, me sorprendió con la guardia baja.
Observé con atención los claros que se extendían a ambos lados de la Ruta
de Guerra, consciente de pronto de que tenía que haberlo hecho antes y no
había sido así, al menos desde que vi a Idnn en la distancia.
—No lo digo porque haya visto a uno. Respóndame.
—Sí, milady. Durante poco tiempo, pero he visto a un angrborn.
—Los hombres de la montaña eran enormes. Eso dice Mani. ¿Tan
grandes como usted?
—Mucho más que yo, milady.
—¿Y los angrborn?
—Tanto como yo pueda parecerle a un bebé.
Idnn se estremeció. Después de aquella conversación, cabalgamos en
silencio.
—¿Recuerda lo que le conté cuando nos encontramos? —preguntó
finalmente—. Le dije que debía estar en retaguardia, con las muías. Usted
no replicó. ¿Pretendía insultarme, o es que no entendió a qué me refería?
—Creo haberlo comprendido, milady.
—Sin embargo, eso no le conmueve, ¿verdad? ¿Nada en absoluto?
Me sentí más desdichado de lo que me había sentido en toda la vida. No
dije nada.
—Nuestros pertrechos viajan en esas muías. Los alimentos que
comemos a diario, y los pabellones. Sin embargo, la mayor parte de las
muías transportan también los regalos destinados al rey Gilling de
Jotunlandia.
—Lo sé.
—Hay un yelmo enorme, uno como el que luce usted ahora. Un yelmo
del tamaño de una ponchera, adornado de oro.
—Seda y terciopelo, y joyas —apuntó Mani.
—Intentamos comprar la paz —continuó Idnn—. La paz del rey Gilling
y los angrborn. Hay guerra en el este mientras los osterlingas avanzan por el
sur, como si los nómadas no constituyeran ya un grave problema. ¿Estaba al
corriente de todo esto?
—Alguien mencionó los problemas que hay en el sur cuando estuve en
Sheerwall, milady. Sir Woddet, quizá. No presté mucha atención. Pensé que
no podía ser tan grave, puesto que el sur siempre me pareció un lugar
tranquilo el tiempo que pasé allí. Pensé que si las cosas estuvieran tan mal
en el este, nos enviarían allí a luchar.
—Si se despachara a los caballeros de Marder, toda la región norte
quedaría a merced del rey Gilling. —Y agregó con una nota de amargura en
la voz—: Probablemente se la cedamos si accede a mantener apartada a su
gente del resto de las tierras que pertenecen al rey.
—Si no accede a concedernos la paz, deberíamos adentrarnos en sus
tierras y combatir a su pueblo.
—Bien dicho. Aunque no creo que tengan gran cosa que robar ¿Tiene
alguna idea de cuánto come uno de esos gigantes de hielo?
—No, milady.
—Tampoco yo. Espero que no tenga que cocinar para el mío.
No supe qué responder a eso.
—Lo ha sabido todo este tiempo, ¿verdad?
Sacudí la cabeza.
—En realidad no, milady. Tan sólo desde que me enteré de que los
hombres de la montaña, esos hombretones a quienes los angrborn llaman
ratones, son los hijos concebidos por nuestras mujeres. Pero...
—Pero ni siquiera podía imaginar que tal cosa fuera posible, como
emparejar el corcel de un caballero con el pony de un niño
—En efecto, milady.
—Tampoco yo. No, puedo, pero es que tampoco puedo hablar de lo que
le hará a ella, ni de cómo se sentirá después.
Idnn envaró la espalda y sacudió la larga melena de cabello negro.
—Sucedió en Coldcliff cuando yo era pequeña, sir Able. Así fue como
sucedió. Coldcliff pertenece a mi tío, a quien fuimos a visitar. Yo entonces
tenía un pequeño pony, que mi padre me permitía montar. Cuando volvimos
a casa y llegó la hora, los mozos tuvieron que ayudarla a parir. Encontraron
dentro a una yegua a la que hubo que cuidar. No tuvieron más remedio, ya
que el pony murió. ¿Cree que me lo invento?
—No, milady.
—Desearía que fuera una invención, porque entonces sería fácil darle
un final feliz. Mi padre quería que montara la yegua, porque yo había
crecido para cuando el animal estuvo en condiciones. Sin embargo, fui
incapaz de hacer tal cosa, y al cabo de un tiempo la vendimos.
Idnn rompió a llorar y yo piqué espuelas para cabalgar al frente a cierta
distancia.
Cuando llegué al árbol, volví grupas para mirarla.
—Ahora debe volver con lord Beel, milady, pues eso fue lo que
acordamos.
Tiró de las riendas.
—Aún no he llegado al árbol, sir Able. Aún no. Cuando usted llegó, creí
ver en usted a mi salvador.
—Milady, la he escuchado y he descubierto más cosas de las que
desearía saber. Le ruego que atienda a razones, aunque sólo sea por unos
instantes.
—Debo obedecer a mi padre. Eso es lo que va a decirme. Mi padre es el
hijo pequeño de un hijo pequeño. ¿Tiene usted la menor idea de lo que
supone eso?
—Muy poca, milady.
—No hace mucho pertenecíamos a la realeza. —Su adorable voz se
había convertido en un susurro—. Algunos miembros de mi familia aún lo
recuerdan. Mi abuelo fue duque, lo mismo que mi tío ahora. Mi hermano
mayor heredará la baronía. Mi hermano pequeño será caballero. Caballero
como mucho, con un feudo pequeño a una semana a caballo de cualquier
lugar que tenga un mínimo de importancia y de un par de pueblos.
Soltó las riendas del castrado y se secó las lágrimas.
—Eso está matando a mi padre. Es como si se hubiera tragado a una
rata y le le estuviera devorando el corazón. Escúcheme, sir Able.
Asentí.
—Ha servido con lealtad al trono durante veinticinco años, consciente
todo este tiempo de que si las cosas hubieran sido distintas, sería él quien lo
ocupara. Pero el rey no ha sido desagradecido. ¡Ah, no! Nada más lejos.
¿Sabe cuál ha sido su recompensa?
—Dígame, milady.
—Pues yo. Su hija, la hija de un simple barón, me convertiré en reina, la
reina de Jotunlandia. Seré entregada al rey Gillang como un cáliz, un cáliz
de plata en el que depositar el esperma. De ese modo, cuando mi padre
regrese a Torrethor, podrá decir: «Su Majestad, mi hija.»
—Comprendo, milady. Pero no iba a hablar de su deber para con lord
Beel. Le pedí que atendiera a razones. El deber es como el honor. Es mayor
que él mismo. Dice que quiere que la rescate. Por rescatar imagino que se
supone que debería llevarla al País de las Piruletas, donde se verán
cumplidos todos sus deseos. Sé que no existe dicho lugar; aún en el caso de
que supiera de su existencia, no tendría la menor idea de cómo llegar a él.
Idnn se había puesto a llorar de nuevo, sollozaba como la cría que había
dejado atrás apenas hacía uno o dos años.
—A usted no le agradan los caballeros. A la mayoría de los caballeros
de Sheerwall no les agrado yo. Míreme. Tengo oxidada la armadura de
caminar por el bosque bajo la lluvia y dormir donde buenamente podía.
Wistan me ha estado enseñando a sacarle brillo. Mi escudero ha renegado
de mí. La mitad de la ropa que llevo me la han prestado sir Garvaon y sus
hombres. Su padre me dio este caballo. No tengo tierras ni dinero, y si fuera
a obtener uno de esos feudos que tan mala opinión le merecen, me sentiría
tan feliz como pueda estarlo su padre cuando la vea coronada reina.
Idnn lloró y lloró; al poco me acerqué a ella, así las riendas volví al
castrado y le di una fuerte palmada en la grupa.
Se alejó al trote. Idnn siguió llorando. Antes de que se alejara mucho,
Mani abandonó mi silla de un brinco y se perdió en la hierba alta que crecía
a lo largo de la Ruta de Guerra.
55
ESCUDO Y ESPADA
—¿Ve cómo empuño la espada? —preguntó Garvaon—. ¿Ve el pulgar
en la parte superior? Quiero que la empuñe igual que yo.
Lo que en realidad empuñaba Garvaon era una vara verde que había
talado, y la espada que yo empuñaba era otra vara.
—Con un hacha o una maza, lo que uno quiere es potencia. Así armado,
tu objetivo consiste en golpear con la mayor dureza posible, ya que de otro
modo no causarás el menor daño. Una buena espada hará mucho daño con
un simple corte, por tanto lo que se busca es la precisión. No intentarás
partir en dos el escudo del contrario. Una espada no sirve para eso.
Hizo una pausa para observar el modo en que empuñaba la vara.
—Desplace la mano un poco más hacia delante. Hay que protegerla tras
la cruz.
Desplacé la mano unos milímetros.
—Eso está mejor. A veces es necesario deshacerse del escudo y asirla
con ambas manos para golpear más fuerte.
—¿Como un hacha?
—No. No cortas, sino que te lanzas al tajo. —Garvaon dio un paso atrás
con expresión pensativa—. De pequeño tuve muchos problemas con eso.
Con lo de lanzarme al tajo en lugar de cortar, quiero decir. Solían molerme
a palos por no entenderlo, así que le explicaré cómo logré comprenderlo.
Cuando uno corta, quiere que la hoja del hacha permanezca. Piense en la
madera. Sin embargo, cuando lanzas un tajo, pretendes que la hoja se
deslice con la inercia del movimiento. La hoja de la espada alcanzará el
cuello del contrincante, por ejemplo, a un palmo de la punta. Entonces, el
resto de la hoja, desde ese lugar al extremo, se deslizará a lo largo del corte.
Después lo hará la punta. Toda la hoja se destrabará y podrás volver a
lanzar el tajo, de revés o a derechas.
Asentí a pesar de que no estaba muy convencido de haber entendido.
—Intentas empeñar el peso del brazo en el peso del arma pero si tensas
la muñeca lo más probable es que acabes por cortar. Ese árbol de ahí es el
contrincante. Quiero que se acerque a él y le dé un tajo.
Lo intenté.
—¡Más rápido!
—Quería que viera lo que estaba haciendo —me justifiqué.
—Lo veré. Escúcheme. —Garvaon me cogió de los hombros—. La
velocidad no es un factor primordial. No es lo más importante. Lo es todo.
Si no la tiene, no importará lo bien que pueda empuñar la espada, lo
valiente que sea o que sepa un par de docenas de trucos.
Asentí, intentando aparentar mayor seguridad de la que sentía.
—¿Ha visto alguna vez cómo pelea un toro? ¿Ha visto pelear a un par
de buenos toros?
Negué con la cabeza.
—Son rápidos. Se quedaría sin aliento si viera lo rápidos que son. Se
plantan uno frente a otro, dando zarpazos al suelo, probándolo para no
perder pie. En cuanto uno salta, se topan como el rayo. Fíjese que he dicho
buenos toros, ¿comprende? Si son buenos, son rápidos, porque si no son
rápidos no importa lo fuertes que puedan ser. Si uno es un poco lento, el
otro lo alcanzará con la guardia baja y todo habrá acabado. Vuelva a
hacerlo. Y rápido.
Lo hice, parando golpes imaginarios con el escudo que me había
prestado un hombre de armas, a la vez que arañaba el árbol con la vara
hasta que empecé a jadear y a sudar profusamente.
—Eso ha estado mucho mejor —reconoció Garvaon—. Ahora, veamos
cómo se las apaña conmigo.
Me arrojé sobre él, pero mi vara topó con el escudo una y otra vez,
mientras que Garvaon no paraba de darme golpes en las rodillas.
Cuando me dio en las orejas con ella, retrocedió un paso y dirigió al
suelo la punta de la vara.
—Es rápido, pero está cometiendo un par de errores graves. Cada tajo
que da forma parte de un acto individual.
Asentí.
—Se supone que no debe ser así. El siguiente tajo tiene que nacer del
anterior. —Me hizo una demostración en la que la vara hendió el aire con
fluidez—. Es fácil porque esta espada es muy liviana. Cuando entreno en
casa, uso una espada de prácticas que es más pesada que Hechicera de
batalla.
Asentí de nuevo, tras reflexionar en el hecho de que Rompespadas era
más pesada que cualquier otro acero que hubiera empuñado.
—Veamos cómo se las apaña ahora. Primero abajo, luego atrás.
Izquierda y derecha. Arriba y en diagonal. Apoye el peso con el brazo. No
está agitando una vara, sino cortando con el filo de la espada. Él viste la
loriga, por no mencionar el camisote de cuero que lleva debajo... No baje el
ritmo. ¡No baje el ritmo! Si se cansa, morirá. Así está mejor.
Los tajos se convirtieron en el oleaje del pálido mar de Aelfrice, el palo
verde que hacía las veces de espada se trasformó en Eterna, ondulándose
como una ola y rompiendo como una avalancha, sólo para regresar al mar y
besar de nuevo la orilla.
—¡Eso es! ¡Eso es! De acuerdo. Basta.
Lo dejé jadeando.
—Ha estado muy bien. Si puede hacerlo siempre así con una espada de
verdad, se habrá convertido en espadachín. —Garvaon hizo una pausa, y
por un instante la mirada dura adquirió un aire soñador—. Maese Tung
solía decir que un auténtico espadachín es el lirio que reverdece en el fuego.
Maese Tung me enseñó cuando yo no alcanzaba la altura de ese palo que
empuña usted. ¿Comprende a qué se refería?
—Puede que sí, al menos un poco —respondí al recordar el combate
contra los osterlingas.
—Hasta el último overcyno de Skai sabe que yo no. —Garvaon rió a
carcajadas—. Pero lo decía una y otra vez, así que para él debía tener algún
significado. El caso es que era un espadachín fabuloso.
—Y mejor hombre. Debió de serlo. De no haberlo sido, no hablaría de
él como lo hace.
—Usted no es un espadachín fabuloso —me dijo Garvaon—, pero
logrará serlo. Puede que si desentraña ese asunto del lirio que reverdece en
el fuego lo logre.
Me golpeó el escudo con la vara.
—Le dije que hacía dos cosas mal. ¿Lo recuerda? ¿Cuáles eran?
—Afirmó que... Afirmó que mi espada no era como el mar. No se
parecía lo suficiente, al menos. —Me esforcé por encontrar el otro
problema—.Y dijo que...—No lo dije. No le pregunto qué dije. Le pregunto
qué ha* cía usted mal. Ha dado en el clavo con la primera. Tiene que lograr
que la espada fluya. Veamos, ¿cuál era la otra?
—No lo sé.
—Piénselo. Piense en nuestro combate y en el modo en que combatió
conmigo.
Lo intenté.
—Voy a contarle un pequeño secreto mientras lo medita —dijo Garvaon
—. Si quiere ser bueno, tiene que pensar en sus combates cuando hayan
terminado. No importa que sean de prácticas o reales, o con qué armas haya
reñido. Tiene que recordarlo, examinarlo. Qué hizo él y qué hizo usted.
¿Cómo resultó?
—No dejó de golpearme las piernas —dije—, y luego me dio en la
cabeza. Yo no dejaba de atacarle el escudo. No quería e intenté no hacerlo,
pero así es cómo salió.
—Bien. Cuando se arrojó sobre mí, lo hizo por el costado con el que
empuño el arma. Así.
Garvaon me lo demostró.
—Eso fue porque pensaba en la espada, en la espada y en la espada,
cuando debió pensar en el escudo, la espada, en el escudo y espada. El
escudo es tan importante como la espada. No lo olvide nunca.
Hizo una pausa y se miró el escudo.
—A veces, me he enfrentado a hombres que nunca habían aprendido a
combatir de verdad, hombres a los que he calado desde el segundo aliento.
Caen rápido.
—Igual de rápido que yo, de haber empuñado usted un arma de verdad
—dije después de tragar saliva—. El primer corte en el muslo.
—Cierto. Ahora intentaremos algo distinto. Pase el escudo a la mano
derecha y empuñe la espada con la izquierda. Quiero que piense escudo,
espada, escudo y espada. ¿Entendido?
Así aprendí a luchar con la zurda. Parece una estupidez, lo sé, pero fue
una estupenda lección. Cuando tienes el escudo en la mano derecha y la
espada en la mano izquierda, usas el escudo tanto como la espada, y he ahí
el modo de ganar. Los principiantes siempre piensan en cómo van a pinchar
o a cortar. Los guerreros veteranos piensan en seguir de una pieza mientras
lo hacen. Es más, saben que pueden convertir al escudo en un arma, y la
espada en la salvaguarda.
Antes que nada viene la velocidad, lo cual no dejó de repetirme
Garvaon. Si no puedes hacerlo rápido, no puedes hacerlo. Un caballero
joven, y yo lo era, tiene potencial para ser más rápido que uno más mayor
como Garvaon. Eso lo sabia, y también él, a pesar de lo cual se las
ingeniaba para ser más rápido, porque había luchado y practicado tanto que
todo aquello era instintivo para él. No recibí muchas lecciones de él.
Cabalgué al frente hacia Jotunlandia antes de que pudiéramos avanzar
mucho más. Pero aprendí lo suficiente para que llegado el momento de ir a
Skai, algunos de los caballeros de allí, caballeros que eran famosos en
Mythgarthr, afirmaran que yo era mejor espadachín que la mayoría de los
recién llegados.
Garvaon era un hombre sencillo, y fue esa sencillez la que lo hacía
difícil de entender, aunque yo también soy sencillo. Practicaba con sus
hombres siempre que podía, y les enseñaba al límite de su capacidad, lo
cual era estupendo. Me contó una vez que siempre tenía miedo antes de la
batalla, pero que el miedo no lo acompañaba al combate. A veces, eso es lo
que empuja a los hombres a atacar demasiado pronto; pero si alguna vez el
miedo empujó a Garvaon a precipitarse, lo cierto es que no sabría decir
cuándo. Llegado el momento de luchar, ordenaba a sus hombres seguirlo y
se arrojaba al frente de ellos. Se enorgullecía de su aspecto y del aspecto de
sus hombres. Cumplía con su deber, tal como él lo entendía, consciente de
que la mayoría no podía decir lo mismo, razón por la cual se mostraba
displicente con ellos. Era de esos guerreros que siempre parecen pendientes
de que a ningún caballo le falte una herradura.
56
CENIZAS EN EL PASO
Hacía una hora que avistaba el paso mientras recorríamos con dificultad
la Ruta de Guerra. De pronto había aparecido alguien. No, dos personas. Se
hallaban de pie en el camino, recortadas en tonos carmesí contra el cielo
encapotado. Quise espolear al corcel, pero llevaba fatigado toda la mañana,
y fueran cuales fuesen las reservas que tuviera, podía necesitarlas al caer la
tarde.
Una de las figuras saludaba y señalaba, inclinada para contrarrestar el
vaivén de su cuerpo sensual; mientras señalaba, comprendí que no es que el
sol las iluminara recortándolas sobre la capa de nubes bajas, sino que, de
hecho, eran rojas.
Y mujeres.
—¡Uri! ¡Baki! ¿Sois vosotras?
Algo encorvado y tan sucio que parecía moldeado en el barro del
camino se alzó de una zanja para aferrarme del estribo.
—¿Amo? ¿Sir Able? ¿Amo?
Tiré de las riendas, sobresaltado.
—¡Amo! ¡Lo encontré!
Me quedé mirando boquiabierto aquel rostro sucio y famélico.
—Iba a llevarme con usted, amo. A darme un lugar. Me lo prometió.
—Lo siento —dije con toda la suavidad posible—. ¿Te conozco?
—Soy Uns, amo. Soy Uns. Luché contra Org por usted después de que
lo arrojara al campo de cebada.
—Es el hijo de la granjera —pensé en voz alta—. El hijo pequeño.
—Sí, señor. Org lo hubiera matado de no haber sido por mí. —Sus ojos
acuosos eran exactamente iguales a los de un animal lastimado.
—Él te hirió —dije—. Pensé que habías huido. Uns asintió.
—Mamá me lo dijo. Dijo que iba a llevarme con usted y que creyó que
yo había huido. Así que fui a buscarlo. No puedo ponerme derecho, pero
puedo caminar bastante deprisa. —El orgullo asomó a la expresión desolada
de Uns—. Me hablaron de usted en un castillo por el que pasó. No sabía
cuánto tardaría, ni lo difícil que sería el camino, pero lo emprendí. Sabía
que lo encontraría, amo. Y que todo saldría bien.
Desde el costado opuesto del corcel, Uri extendió la mano para tocarme
el muslo.
—Cuando mi señor haya terminado de hablar con ese mendigo, Baki y
yo tenemos algo importante que mostrarle.
Me volví hacia ella.
—¿Corre prisa?
—Eso creemos.
—Voy a subir allí, Uns. —Señalé el lugar—. Reúnete conmigo. O si a tu
llegada me he ido, sígueme tal como has estado haciendo. Te procuraré un
caballo en cuanto pueda permitírmelo.
—¿Puedo sentarme en la grupa, mi señor? —preguntó Uri—. He venido
corriendo.
Medité en cómo me sentiría.
—No, no puedes. —Desmonté—. Pero puedes ocupar la silla. Yo lo
conduciré de las riendas.
—¡No puedo cabalgar mientras usted camina! —exclamó indignada.
—Entonces, caminarás con Uns y conmigo.
—Treparé por la roca —decidió—. Allí hay sombra. —Por unos
instantes la vimos saltar como una cabra de saliente en saliente, o pasar de
asidero en asidero como una sombra, esquivando el sol que rompía el cerco
de nubes; en seguida, dio la impresión de que se había esfumado en el
viento.
—Es una elfo, señor —afirmó Uns—. Las vi a ella y a su hermana
aparecer un par de veces en el camino, pero no les dije nada.
—No me hubiera perjudicado. De todos modos, me alegro de que no te
hicieran daño.
Uns lanzó un resoplido alegre.
—Oh, hicieron lo que pudieron, amo, pero no fue gran cosa.
—Me alegra ver que puedes reírte de ello, Uns. No creo que haya
mucha gente capaz de hacer tal cosa.
Sonrió; tenía los dientes amarillos, torcidos.
—Lo encontré, amo, ¿o no? De modo que todo está en su sitio. ¿Qué me
importan a mí los elfos?
—Si vas a acompañarnos, no creo que puedas afirmar tan tranquilo que
todo está en su lugar —advertí lentamente—. Nos dirigimos a Jotunlandia.
De pronto, Uns me pareció asustado.
Aquella noche hablé con todos los sirvientes, los arqueros, los hombres
de armas.
—Sólo tengo tres cosas que deciros. Volveré muchas veces a tocar estos
tres puntos, porque creo que querréis que lo haga. Responderé a vuestras
preguntas tan acertadamente como me sea posible. Sin embargo, todo lo
que pueda decir se reducirá a esas tres cosas, de modo que me gustaría
resolverlas antes de que nos dediquemos a lo demás. —Los observé con la
esperanza de que el silencio dotara de mayor peso a mis palabras—. Os
pido que luchéis. Os lo pido a todos vosotros. A todos los presentes. Lord
Beel os ha ordenado luchar, pero él no puede obligaros, de igual modo que
yo no puedo. Lo único que puede hacer es castigaros si desobedecéis.
Dependerá de vosotros luchar o no, y ésa era la primera cosa que tenía que
deciros.
»No combatiréis solos. Cada uno de los arqueros y los hombres de
armas se ocupará de dos o tres de vosotros, dependiendo de los que seáis, y
os adiestrarán en todo lo que debáis saber y os liderarán cuando llegue el
momento de recuperar lo que nos arrebataron los angrborn. Lord Beel en
persona liderará a los arqueros y hombres de armas, al igual que lo haremos
sir Garvaon y yo. Éste era el segundo punto que quería tratar.
A esas alturas cruzaban miradas entre sí; los dejé en ascuas durante algo
más de un minuto.—La mayoría de vosotros habréis oído que anoche maté
a uno de los angrborn. Sir Garvaon se encargó de acabar con la vida de otro,
aunque contó con el apoyo de dos arqueros y un hombre de armas. Se
empeña en decir que esa ayuda lo hace desmerecer a mi lado. Sin embargo,
lo que hizo, y lo que hice, no importa gran cosa. Lo que importa es que
nuestros arqueros y hombres de armas mataron a dos antes de que sir
Garvaon y yo llegáramos procedentes del paso. No es necesario ser
caballero. Un puñado de hombres valientes fueron capaces de hacerlo sin
que un caballero los liderara. Ésa era la tercera cuestión de la que quería
hablaros, y creo que la más importante. —Hice una nueva pausa—.
Algunos de vosotros tendréis preguntas que hacerme a mí, a lord Beel o a
sir Garvaon. Algunos puede que incluso quieran dirigírselas a lady Idnn.
Levantaos y hablad con claridad. Yo mismo tengo preguntas para lord Beel,
y él también me planteará sus dudas. Nadie será castigado por el mero
hecho de preguntar.
Un sirviente de mediana edad se levantó.
—¿Acaso hay alguien aquí que no esté dispuesto a luchar?
—No lo sé —respondí—. Habrá que verlo.
El sirviente se sentó.
—Lord Beel va a luchar. Lady Idnn va a luchar. Sir Garvaon va a luchar.
Los arqueros y los hombres de armas van a luchar, igual que yo.
—¡Y yo! —exclamó maese Crol.
—Y maese Crol también luchará, por supuesto. Lo di tan por sentado
que ni siquiera me molesté en mencionarlo. Sin embargo, ninguno de
nosotros sabe qué hará el resto. Es una de las cosas que debemos descubrir.
Una de las doncellas de Idnn titubeó tras ponerse en pie.
—¿Nosotras también debemos luchar?
—¿No ha hablado lady Idnn con vosotras?
La doncella inclinó tímidamente la cabeza.
—En tal caso, ya conocéis la respuesta. Dejad que me explique. Por
regla general, las mujeres no pelean porque no son tan fuertes como los
hombres. Pero ¿qué es mi fuerza o la de sir Garvaon, comparada con la
fuerza de los gigantes? También vosotras podéis luchar contra ellos, si
decidís hacerlo. Lady Idnn os liderará y adiestrará. Ella y su arco han dado
buena cuenta de más de un ciervo; ahora anda tras una presa mayor, y
vuestro deber consiste en ayudarla.
—¿Podremos escoger a los hombres de armas que queramos? —
preguntó un cocinero sentado junto a la sirvienta.
—Levántate. Los demás no pueden oírte.
El cocinero obedeció algo cohibido.
—Ha dicho que cada dos o tres de nosotros estaríamos a cargo de un
hombre de armas que nos adiestrará. ¿Podemos escogerlo?
—O al arquero, recuerda. No. Ellos os escogerán.
El sirviente que había sido el primero en levantarse, volvió a hacerlo.
—Sólo quería decir que yo lucharé, si me dan armas.
—Cuando lord Beel se enteró de que había matado a un angrborn, me
preguntó cómo lo había hecho. Le dije que a flechazos, y él me preguntó
cómo podía ver a qué debía disparar, puesto que nos enfrentamos a ellos en
plena noche. Respondí que son tan grandes que uno siempre puede verlos
recortados contra el cielo nocturno, tan grandes que resulta imposible errar
el tiro.
Levanté el arco.
—Yo me hice esto. No me hice todas las flechas, pero si las mejores.
Ahí hay árboles lo bastante recios, a la par que flexibles, como para
soportar el viento de la montaña y erguirse de nuevo cuando cesa. Los
angrborn se llevaron buena parte del tesoro, pero nos dejaron las tazas de
cobre y el bronce de los soportes de los pabellones. El hombre que repara
las herraduras de nuestras muías y nuestros caballos puede dar forma a esas
cosas y convertirlas en puntas de flecha. Eso por no mencionar que en este
preciso momento os sentáis en rocas que podrían afilarse con excelentes
resultados.
Cerré la boca para que pudieran reflexionar. Casi se había puesto el sol,
y los mojones que señalaban las tumbas en la cima proyectaban largas
sombras que parecían extenderse hacia nosotros en forma de innumerables
dedos.
—Puede que algunos de vosotros recibáis la ayuda de los elfos del
fuego —advertí—. Eso espero, al menos. Si es así, prestad atención a
cuanto os digan, pues son maestros forjadores de metal.
62
TRAS LOS INCURSORES
Las montañas menguaron antes de acampar; eran colinas altas de tierra
parda y amarilla, cuya piedra arenisca quedaba oculta a veces por hierbajos.
Había cabalgado hasta que se puso el sol, y también había caminado
llevando al lastimado corcel de las riendas, siempre con la esperanza de
encontrar agua y leña. El agua del pozo que encontré era espesa como el
barro, pero el caballo bebió igualmente para saciar la sed.
Lo até a su propia silla, extendí la manta en el suelo y puse otra manta
encima. No habría estado de más hacer un fuego, pero podría haber
prendido la hierba y quemado la mitad del mundo. Al menos, eso parecía:
un erial que se extendía y extendía como el mar.
Después, durante lo que se me antojaron horas, yací temblando,
envuelto en la capa y cubierto por otra manta, con la mirada puesta en las
estrellas, oyendo tan sólo los lentos pasos del caballo que pacía y el suave
gemido del viento.
Era finales de verano. Finales de verano y un tiempo cálido en el noble
castillo de piedra gris de Marder. Tiempo cálido en la bahía de Forcetti. No
habría hielo en la bahía durante meses.
Un calor sofocante de finales de verano en el bosque donde había vivido
con Valiente Berthold. Los ciervos empezarían a soportar el peso de las
astas para la temporada de apareamiento; sin embargo, a las astas aún les
quedaba un largo camino por recorrer, armas para el galante combate,
ocultas aún bajo la piel velluda. Ser consciente de que el verano se
prolongaba en el Griffin me había servido de poco consuelo, y la cota de
malla de menos aún. En ese momento, me hallaba en la cara norte de las
Montañas de los Ratones, lejos de las colinas y creo que a una altura
bastante mayor que la que imperaba en las acogedoras tierras sureñas.
Las olas golpeaban la pared del acantilado y salté y jugueteé con ellas,
junto a las doncellas elfo del mar, las doncellas que, a excepción de los ojos,
eran completamente azules como los ojos azules de la mujer más bella de
Mythgarthr, jóvenes mujeres que reían y centelleaban al saltar del mar a la
tormenta que iluminaba y sacudía los cielos.
Iluminó y sacudió a Mythgarthr. ¿Por qué no se me había ocurrido?
Rodé a un lado, con la esperanza de poder taparme mejor con la capa y la
manta.
Garsecg y Garvaon aguardaban en el acantilado. Garvaon lo hacía con
el acero desnudo, y Garsecg era un dragón de acerado fuego azul. Las
kelpies alzaron los preciosos brazos y rostros en un gesto de adoración, todo
ello mientras elevaban a voz en grito una plegaria a Setr. Vitorearon cuando
una gota de fuego escarlata empujó a Garvaon por el borde del precipicio.
Cayó y se golpeó una y otra vez contra las rocas. Perdió el yelmo, la
espada resonó metálica al dar contra las piedras, y se rompió los huesos
hasta convertirse en una masa informe hecha de armadura y carne
sanguinolenta que flotó a merced del oleaje.
No podía ver. Quizá era de noche, aunque puede que fuera de día. No
había forma de saberlo. La cadena que llevaba alrededor del cuello pendía
de una argolla clavada a la pared. En una ocasión había intentado tirar de
ella, pero no volví a hacerlo.
En una ocasión había temblado. Tampoco volví a temblar.
En una ocasión había confiado en que un amigo me traería una manta o
unos andrajos. Que la mujer vista que había sido mi esposa me trajera un
mendrugo o una taza de caldo. Esas cosas no habían sucedido, y jamás
sucederían.
En una ocasión había temblado al viento, pero había desobedecido y no
volvería a temblar. Tenía sueño, y aunque la nieve me azotaba el rostro y
me enterraba los pies, no me sentía incómodo. El dolor había dejado de
existir.
En el sueño, era un crío que nunca había sido; corría por los montes con
otros niños. Cazamos al conejo que había caído en una trampa; su muerte y
una inmensa pena percibida que era incapaz de ver, pero se me acercaba,
me hicieron llorar. Despellejamos y limpiamos el conejo, y luego lo
ensartamos y lo pusimos en un fuego que encendimos gracias a la leña
menuda. Me asfixié con un hueso, caí inconsciente sobre el fuego y así fue
como morí. Había planeado guardarle los huesos al perro, pero en lugar de
ello me había muerto, y el perro, de hecho, se había unido a las huestes de
la Cacería Salvaje. La carne humeante del conejo me ardía en la tráquea.
Estaba oscuro cuando desperté, pero no tanto como antes desde que la
luna hubiera coronado el cielo. Toug lloraba acuclillado al otro lado del
fuego, un fuego en decadencia ya, a pesar de que había una veintena de
ramas chamuscadas a su alrededor.
Las agrupé tras levantarme y luego las arrojé a las llamas.
—¿De qué tienes miedo? —le pregunté. Cuando no hizo ademán de
responder, me senté a su lado y le puse el brazo en el hombro—. ¿Qué
sucede?
Se señaló la boca.
—No puedes hablar. ¿Sabes por qué?
Sollozaba cuando asintió y señaló en mi dirección.
—¿Te lo hizo Disiri?
Asintió de nuevo; después, me senté a su lado hasta que el fuego
renacido casi se extinguió del todo. Puesto que no podía hablar, fui yo quien
lo hizo, y mucho, sobre todo acerca de Disiri y las aventuras que había
vivido recientemente.
—Querías que fuera a la montaña donde está el dragón —dije
finalmente—. ¿Porque Disiri te prometió que volverías a hablar si me
guiabas allí?
Recogió un trozo de madera chamuscada y trazó una línea larga en la
piedra lisa, que luego atravesó con otra línea más corta.
—¿La espada?
Asintió.
—¿Recuperarás el habla si me hago con Eterna?
Asintió con fuerza y una sonrisa se impuso a las lágrimas. Le brillaron
los ojos.
—Quédate aquí —le ordené—. Tendrás que cuidarme el caballo, pero
puedes utilizar mis mantas. No toques ni el arco ni las flechas. Creciste en
el bosque, ¿verdad? Claro que sí. Deberías saber cómo poner trampas.
Debes de estar hambriento, y puesto que el pan y el queso se han acabado
no hay nada de comer. —Me detuve un minuto a pensarlo todo, antes de
agregar—:Yo en tu lugar no intentaría regresar a Aelfrice.
Cuando llegué y pude inspeccionarlo a la luz del día, el rostro tallado
del grifo era incluso mayor de lo que había imaginado, enorme, antiguo y
erosionado. El enorme pico podría haber aplastado un autobús, y los ojos
salidos, abiertos y espeluznantes se hallaban a medio tiro de arco pared del
risco arriba. Había algo inquietante en aquellos ojos, así que los estuve
observando un rato antes de encogerme de hombros y tomar asiento en una
piedra para quitarme las botas y los calcetines. Aquellos ojos habían
intentado decirme algo, pero estaba convencido de que jamás lo entendería.
El caudal del Griffin surgía de la boca del grifo, frío y espumeante.
Aunque el agua apenas me alcanzaba la altura de las rodillas, me vi
obligado a colgarme las botas del cinto y aferrarme a todo aquel saliente
que pude encontrar para remontar la pendiente. Cuando tuve la impresión
de haberme adentrado en la montaña, hice un alto para mirar hacia atrás. El
círculo de luz que formaba la boca esculpida del grifo se antojaba tan lejano
y valioso como Estados Unidos, en los que pensaba de vez en cuando, un
paraíso perdido que se desvanecía a cada difícil paso que daba.
—Un caballero no se molesta en contar al enemigo —me dije a mí
mismo. Di un paso, y luego otro—. Pero me gustaría encontrar a Disiri,
poder verla por última vez antes de marcharme.
Ben, no puedo decirte cómo sabía entonces que incluso iba a perder el
recuerdo de ella. Pero lo sabía.
Más tarde, cuando la luz no parecía mayor que una estrella, expresé en
voz alta el deseo de que Gylf estuviera allí.
Al frente había luz. Me apresuré luchando contra la corriente, había
mayor profundidad ahí, y pisé aguas negras al dar a un pozo que no había
visto; me hundí con rapidez, empujado por el peso de la cota de malla.
Forcejeé como un loco, me la quité sin librarme antes del cinto y la dejé
caer al fondo, antes de comprender que no corría peligro de ahogarme. No
podía respirar bajo el agua, aunque no tenía necesidad de ello. Nadé de
vuelta a la superficie, que me parecía muy lejana, y me impulsé a la orilla
temblando y escupiendo agua.
Cuando recuperé el aliento, descubrí que la amplia estancia en la que
me hallaba no era oscura del todo. Había dos rendijas en lo alto de la pared,
los ojos del grifo, por las cuales se filtraban delgados haces de luz, luz que
acababa por encontrarse en un altar pequeño y sencillo situado a cierta
distancia.
Al ver que seguía vivo y con la urgente necesidad de moverme para
entrar en calor, me levanté para acercarme al altar. El lado que tenía más
cerca carecía de rasgos distintivos, piedra lisa, y la parte superior también lo
era, húmeda debido a las lentas gotas que caían como lluvia del techo. El
otro lado estaba esculpido, y aunque la luz del sol que se filtraba escasa por
los ojos del grifo no le acariciaba la elaborada superficie, repasé los motivos
con la yema de los dedos. Kantel, Ahlaw, Lio... «Llama y vendremos.»
«No sé leer», me dije a mí mismo, «Al menos, no como leen aquí ni
como escriben lo que dicen. ¿Cómo he podido leerlo?», me pregunté antes
de caer en la cuenta. «¡Son caracteres élficos!»
Me levanté un poco aturdido. Un millar de recuerdos me sacudían como
las cálidas olas azules de un mar cristalino, las sonrientes kelpies que me
habían llevado a la cueva de Garsecg, la isla oculta, la larga y rápida
brazada que nos había conducido a la Torre de Cris.
Llama y vendremos.
—Pues yo os llamo —dije. Sonó más alto de lo que había pretendido, y
reverberó y reverberó a través de la estancia—. Llamo al grifo, o a quien
pueda estar dedicado este altar.
Mis palabras agonizaron en un murmullo.
Y no sucedió nada.
Volví al pozo del cual manaba el riachuelo al que llamábamos Griffin.
No había espada, ni grifo, ni dragón en la gruta en la que me hallaba; sin
embargo, ahí dentro estaban mis botas, en algún lugar en el fondo del pozo,
con los calcetines arrebujados en su interior. Probablemente flotarían entre
la superficie y el fondo. Ahí estaba la cota de malla, también, en el fondo,
sin duda.
Me quité el cinto, sequé a Rompespadas y la daga tan bien como pude,
y luego me desnudé. Intentaba recordar el vaivén del mar cuando me
sumergí.
El agua estaba muy fría, pero clara como el cristal, tanto que podía ver
un poco gracias a la tenue luz que se filtraba de la cueva. Más abajo, allá
donde la luz prácticamente desaparecía, algo oscuro me pasó de largo.
Estiré la mano para cogerlo; era una bota. Me relajé al dejar que la corriente
me arrastrara hacia la superficie.
Gané la superficie con un rugido triunfal. Arrojé la bota fuera del pozo,
me impulsé para salir de él y me senté tembloroso en el borde. Si había
encontrado una bota, podía perfectamente encontrar la otra. Si recuperaba
ambas, cabía la posibilidad de recuperar también la armadura.
Me levanté y vacié el agua de la bota que acababa de recuperar. El
calcetín seguía arrebujado en el interior. Lo extendí y llevé toda la ropa al
lugar más seco que pude encontrar, un rincón situado a cierta distancia tras
el altar, donde la gruta se estrechaba y se adentraba hacia el centro de la
tierra. Después de tender allí el jubón y las calzas, me sumergí de nuevo en
el pozo.
En esa ocasión, no tuve tanta suerte y volví a la superficie con las
manos vacías. Me impulsé afuera, cansado, congelado, y decidí
inspeccionar a conciencia la gruta antes de intentarlo de nuevo. Hacerlo me
proporcionaría tiempo para recuperar el aliento y entrar un poco en calor.
El oscuro pasadizo que había tras el altar descendía formando una
pendiente pronunciada durante veinte y treinta peldaños. Seguí por el
pasadizo, y en seguida se volvió oscuro como boca de lobo. Una docena de
lóbregas aberturas en las paredes de la gruta conducían a pequeñas cuevas,
a cual más húmeda. Pensé que Grengarm tendría probablemente el cubil en
las raíces de la montaña, al final de un largo pasadizo. Grengarm no podría
verme, lo cual era buena cosa. Claro que tampoco yo podría verlo.
Volví a zambullirme mientras recordaba con un temblor a Setr. Me
sumergí hasta que creí que me iban a estallar los pulmones, y al final pude
aferrarme a algo que me pareció un palo.
Ya en la superficie, resultó ser mi otra bota. Me sentía como
un niño el día de Navidad. Estaba helado, tan débil que temía que en
cualquier momento sería incapaz de salir del pozo; sin embargo, bailé en el
húmedo suelo de piedra de la gruta, e incluso intenté dar algunas volteretas
laterales antes de sacar el calcetín y tenderlo junto al otro.
Tal como te conté antes, había tendido los calcetines a la entrada del
pasadizo situado tras el altar. Al mirarlo de nuevo, no me pareció tan oscuro
como antes, y al pensarlo detenidamente, comprendí que había recordado la
absoluta negrura de quince o veinte metros y la había dado por establecida
en la entrada.
La mente puede jugarte malas pasadas, eso fue lo que me dije. Podía
leer la escritura élfica, aunque había olvidado que podía utilizarla a la hora
de escribir. Ahora que sabía de lo que era capaz, comprendí que debió de
ser una de las cosas que aprendí en Aelfrice antes de salir a la cueva de
Parka. Los elfos me habían borrado muchas cosas de la memoria, a saber
por qué. Todos mis recuerdos de aquella época habían desaparecido. Pero
no habían borrado lo que se suponía que debía decirle a alguien acerca de
sus problemas y las injusticias que habían sufrido. No pude recordar
ninguno de los detalles, pero debían de estar ahí, como las formas de las
letras élfícas. «Te han enviado con el relato de sus agravios y de su
veneración», me había dicho Parka. Cuando dejaron el mensaje, debieron
de dejar también lo que había aprendido acerca de la escritura. Puede que
tuvieran que hacerlo.
Para cuando hube pensado en todo ello, ya me encontraba de vuelta en
el pozo. Sabía que en esa ocasión tendría que alcanzar el fondo si quería
recuperar la cota de malla. Tendría que dar todo lo que llevaba dentro.
Empezar con una buena zambullida, saltar tan alto como pudiera para
sumergirme con fuerza en el agua, como una flecha, tan hondo como fuera
posible.
Hice un buen salto y me sumergí hasta que me dolieron los oídos, pero
cuando tuve que volver a la superficie no había visto nada más que agua.
Después de dar un par de vueltas a la cueva mientras entraba en calor y
recuperaba el aliento, recogí una piedra lisa muy pesada y salté con ella al
pozo. Al fondo, al fondo me llevó hasta que desapareció la luz. Había
reparado, o eso me pareció, en una nueva cualidad del agua: seguía helada,
muy distinta del aire más frío y húmedo que quepa imaginar. Pero no me
asfixiaba. Era el agua la que había dejado de intentar ahogarme.
Estaba tan sorprendido, tan asustado, que solté la piedra y nadé a la
deriva hasta orientarme y ascender con todas mis fuerzas cuando volvió a
perfilarse el diminuto círculo de luz azulada que había en lo alto.
En esa ocasión, salí del agua disparado, helado y agotado, pero no del
todo sin aliento. Me dije que aquello de ahí abajo era Aelfrice. El agua de
Aelfrice sabe quién soy.
Recordé que el fondo del estanque en el que me había sumergido en la
isla de Cris estaba en Aelfrice. Y el mar, o eso fue lo que me pareció
cuando las kelpies se zambulleron en él conmigo. También, para el caso, el
estanque en el que se había sumergido el hombre alado. No había motivo
para no pensar que aquel pozo no debía llevarme también a Aelfrice,
aunque sospechaba que no llevaría a cualquiera allí.
—Pero yo no soy cualquiera. —En esa ocasión, escogí dos piedras más
pequeñas y redondeadas.
Algo se movió en las frías y opacas profundidades. No alcanzaba a
tocarlo, pero sentía las corrientes que creaba. Entonces, con las manos
extendidas con las que aferraba las piedras de lastre, sentía algo totalmente
nuevo. Era áspero y duro. Flexible. Solté una piedra, lo aferré y me deshice
de la otra.
Mi vuelta a la superficie me dolió como un demonio. Más de una vez
estuve a punto de soltar aquel sucio y deforme objeto que me lastraba. A
juzgar por el peso y el tacto, estaba convencido de que era la loriga de malla
doble que había ganado a Nytir, aunque parecía haber algo más trabado a
ella, algo largo y deslucido, rígido y desigual.
Al fin había llegado a la superficie; cogido al borde del pozo con una
mano, levanté con la otra todo aquello para depositarlo en el suelo de la
cueva, lo que me hizo hundirme, aunque asomé en cuanto el brazo se libró
del peso. Estaba agotado, pero me encaramé al borde del pozo, llevado por
una súbita corriente de agua cuya fuerza me pareció que había aumentado
mucho desde la última vez que había reparado en ella.
Cuando salí del pozo y me sacudí toda el agua posible del cuerpo,
escurrí el agua del pelo con los dedos, el zumbido de los oídos ensordeció la
música que reverberaba débilmente en la gruta. Temblé, escupí, bostecé,
sacudí la cabeza.
Entonces la oí.
Misteriosa y salpicada de notas ásperas, caía y se alzaba de nuevo,
extraña y familiar a la vez, chascaba como una llama, luego se convertía en
el canto de un cisne cuando la flecha del cazador le arrebata la vida. Me
espantó de veras, aunque me hizo añorar un lugar que era incapaz de
recordar.
Me vestí tan rápido como pude y hundí los pies en las botas húmedas, a
pesar de que tuve la sensación de que iba a romperme los huesos con ellas.
La loriga que había sacado del fondo del pozo estaba enmarañada con
algas y restos cubiertos de barro. La limpié en el agua clara y fría que se
convertiría en el Griffin. Una de las cosas que se le habían trabado era un
cinto metálico de espada de buena factura, del que colgaba una vaina con
incrustaciones de gemas. Desenvainé un poco la espada para contemplarla.
Tenía la hoja negra, de tal forma manchada de plata que me recordó el
cuchillo que había visto en Forcetti.
La volví del revés. ¿Estaba realmente manchada? ¿O eran salpicaduras
hechas aposta? ¿O se habría ennegrecido con el paso del tiempo bajo el
agua? A veces me parecía distinguir inscripciones en ella; en otras, no veía
nada. La empuñadura podía ser de oro o de bronce, y tenía manchas verdes
de herrumbre.
Un millar de voces diáfanas se sumaron a la música. Un canto como los
coros de la iglesia. Tan pronto como pude me puse la loriga, que me pareció
más liviana de lo que recordaba.
Había dejado atrás el cinto de mi propia espada. Corrí con la intención
de recuperarlo cuando el pozo entró en erupción. El agua cubrió el suelo y
la espuma se alzó hasta el techo. Tras la erupción asomó un hocico como el
fondo de un pecio; al verlo, me oculté en una de las aberturas, una cueva
pequeña en la que me arrodillé tras una roca y me ceñí la espada y la
desenvainé más rápido de lo que había esperado.
Cuando volví a mirar, el dragón había asomado la cabeza sobre el agua.
Las escamas se antojaban negras en la tenue luz; los ojos eran de una
negrura capaz de transformar el negro en gris, el tipo de negro capaz de
absorber hasta el menor resquicio de luz.
Se alzó anillo a anillo, y creo que hubiera extendido las alas de haber
podido; sin embargo, por ancha y alta que fuera la gruta, no era lo bastante
grande para ello. Medio abiertas, las alas la llenaban, de modo que durante
uno o dos minutos, quizá más, pareció como si la hubieran decorado con
cortinas de cuero negro, cortinas que colgaban de crueles garras curvas,
negras como ébano.
Verde agua, multicolores y fieros eran los elfos que marchaban, los elfos
cantarines que surgían del pasadizo para saludar a Grengarm; y negra era la
túnica de la mujer atada que tendieron sobre el altar: el cabello largo y
rizado no bastaba para ocultar su la desnudez. Bajo el cabello, la piel era
blanca como la leche. Contemplé la escena, embobado por su belleza, sin
estar del todo seguro de que fuera humana.
Uno de los elfos, barbudo y vestido con túnica, la señaló con un gesto y
dirigió unas palabras solemnes a Grengarm enmudecidas por la música y
los cánticos. Luego se postró de rodillas, inclinada la cabeza sobre el suelo
rocoso.
Grengarm abrió la boca y una voz parecida a un centenar de tambores
de guerra llenó por completo la gruta.
—Venís con lanzas. Con espadas. —Los colmillos curvos que mostraba
eran más imponentes que cualquiera de esas espadas a las que se refería, y
más afilados que cualquiera de las lanzas—. ¿Y si Grengarm considera
indigno el sacrificio?
Los cánticos cesaron. Las arpas, los cuernos y las flautas dejaron de
tocar. De algún lejano lugar llegó el estampido de las mridangas, el
repiqueteo de los címbalos de oro y el retintín del sistro. El corazón me latía
con fuerza, y comprendí entonces que en tiempos había bailado como los
bailarines que se acercaban.
Eran doncellas elfo, veinte o más, desnudas como la mujer del altar,
pero coronadas con un cabello flotante, que saltaban y giraban sobre sí, que
bailaban cada una a su ritmo, o quizá lo hicieran al ritmo de una música que
iba más allá de la música, a un ritmo de sistro, címbalo y mridanga
demasiado complejo para que pudiera entenderlo. Daban rápidas vueltas y
se agachaban, daban un paso y una cabriola mientras tocaban. Distinguí a
Uri entre ellas.
Grengarm plegó las alas y se movió como lo hace una serpiente en
dirección al altar. Las bailarinas se dispersaron, y yo, casi de forma
inconsciente, desenvainé la espada que acababa de encontrar.
El fantasma de un caballero apareció de pie ante Grengarm en cuanto
desnudé el acero, un caballero que empuñaba una espada en lo alto y
gritaba:
—¡Alto, gusano! ¡Alto o morirás!
69
GRENGARM
El dragón reculó como una cobra, y unas alas más pequeñas que las
anteriores se le extendieron a la altura del cuello.
—¿Quién te ha volcado la lápida, sombra, para que te alces dispuesto a
enfrentarte a Grengarm?
—¿Qué lápida se ha volcado para que hayas subido a la superficie,
sombra? —replicó a su vez el caballero fantasma.
—Esto no es de tu incumbencia, mi señor —advirtió el elfo barbudo de
la túnica, que seguía de rodillas—. Veo la mano de Setr en ello.
—Setr tiene la mano fuerte. —A juzgar por cómo lo dijo, a Grengarm
debió parecerle divertido—. Sombra, caballero espectro, ¿qué harás si
quemo hisopo? ¿O llamo a los dioses de tus muertos? ¿No bastará con un
soplo para que te desvanezcas?
Supe entonces qué espada empuñaba cuando, armado con ella, salí de
mi escondite.
—¡Llamará a su hermano caballero!
Grengarm se movió con mayor rapidez de lo que había creído posible, y
el golpe se vio precedido de una cortina de fuego de igual modo que a la
carga le precede el toque de trompeta.
Me lancé a la estocada con ambas manos en la empuñadura, y medio
cegado por el fuego y el humo oí el cascabeleo del arma entre sus colmillos,
luego al tajo y al tajo, y de nuevo al tajo, la hoja de doble filo encontró la
carne y partió escamas con cada golpe.
Los caballeros lucharon hombro con hombro, de tal modo que casi me
parecieron reales, hombres decididos cuyos ojos sostenían la mirada de Hel;
sin embargo, tras Grengarm, así como a los flancos, los elfos lucharon a su
lado armados con lanzas, escudos y espada élfícas, y cayeron sangrando, y
murieron igual que lo hacen los hombres en batalla.
Grengarm cedió terreno, y se hubiera sumergido en el pozo de no
haberlo impedido yo y una veintena de caballeros. Se volvió entonces como
un relámpago...
Y desapareció. La sangre manaba de la boca de un enano lastimoso que
corría en dirección a la corriente de agua. Eché a correr tras él. El fuego me
lo impidió. Se arrojó al Griffin y desapareció.
Los elfos siguieron luchando, pero los caballeros fantasma cerraron filas
con fieras voces de batalla que los árboles más jóvenes jamás habían
escuchado. De las profundidades del tiempo se alzó el estruendo de los
cascos.
Eterna destrozó las espadas élfícas y las cabezas hasta que el último
elfo vivo huyó por el oscuro pasadizo. Jadeando, me volví a la mujer del
altar.
Un elfo gris como la ceniza le cortaba las ataduras con una espada
mellada. Casi le habían cortado la cabeza, y la sangre le resbalaba entre los
dedos hasta tal punto que teñía de rojo la piel blanca y el cabello negro de la
mujer. Sin embargo, siguió adelante, empeñado en liberarla.
—Envaina la espada y haz que esos espectros descansen antes de que
nos perjudiquen —pidió la mujer—.Y, por favor, te lo ruego: libérame.
Me dirigí a uno de los caballeros fantasma. (Se había quitado el yelmo,
y vi tristeza en su expresión, Ben, una pena capaz de helarte el alma.)
—¿Quién eres? —pregunté—. ¿Debería obedecer a la dama? Por mi
honor que no pienso despediros sin daros antes las gracias.
Se reunieron a mi alrededor, murmurando que no habían hecho más de
lo que su honor les obligaba a hacer. Las voces eran secas, huecas, como si
un mago hubiera hecho hablar a una calabaza.
—Somos aquellos caballeros que empuñaron a Eterna de forma indigna
—respondió el caballero al que me había dirigido.
—Tú serás sabio para hacer lo que ella te dice, pero imprudente para
confiar en ella —dijo otro.
—Libérame y dame algo de beber —pidió la mujer del altar—. ¿Tienes
vino?
Los caballeros fantasma y yo seguimos conversando; no te contaré por
ahora lo que hablamos. Entonces, alguien me mostró un pellejo que había
soltado uno de los elfos. Lo descorchó y vertió un poco en la tacita que
colgaba del cuello del pellejo. Así lo hacen en Aelfrice. A juzgar por el
aroma que me llegó, era un brandy bastante fuerte; no me fue necesario
probarlo.
Limpié la hoja de Eterna en el cabello de un elfo muerto y la envainé
pensando en que debía coger el pellejo. Los caballeros desaparecieron por
completo. Imagina una sala repleta de velas.
El viento sopla y de pronto se apaga hasta la última llama. Fue algo así
lo que sucedió.
El pellejo cayó al suelo de piedra de la gruta, y la mayor parte del
brandy se desperdició, aunque al apresurarme a recogerlo logré salvar un
poco. Ese poco lo llevé a la mujer del altar, y cuando hube recogido mi
antiguo cinto y la desaté con la daga, le serví un poco en la tacita y se lo
ofrecí.
Me dio las gracias y hundió el dedo en el licor. De pronto ardió azulado,
y lo apuró de un trago, así, con fuego y todo.
—¡Mi señora!
Eso la hizo sonreír.
—No digas eso, caballero. —Y me acarició la mejilla—. No soy amo,
señor caballero. Ni tampoco dama. ¿Eres súbdito de mi hermano?
Le respondí que era caballero de Sheerwall.
—Lo eres, y la próxima vez que nos veamos, te inclinarás ante mí
mientras yo sonría con tal... oh, con tal frialdad. —El aliento le olía a
brandy—. Pero no estamos en la corte, ¿qué estás haciendo?
Me estaba quitando la capa para ponérsela.
—Sigue húmeda —advertí.
—La secaré. —Abandonó entonces el altar, grácil y oscilante como el
sauce a merced de la tormenta, y me dejó ponérsela en los hombros. Dicen
que soy alto, pero la capa que me caía a la altura de los tobillos no alcanzó a
cubrirle las rodillas.
—Ambos nos mojaremos más, alteza, antes de abandonar este lugar.
Ella levantó el pellejo vacío.
—Me trajeron esto. —Rió mientras lo arrojaba a un lado, una risa que
se me antojó a la vez adorable y desalmada—. ¡Ah, la ternura de mis
antiguos protectores! «Que esté atontada y feliz hasta que las fauces de
Grengarm cierren sobre ella.» Me encantaría tener más licor.
Me puse a buscar otro pellejo, pero ella me lo impidió.
—No hay más, mas es una lástima. Te hubiera secado. En lo que a mí
respecta, no estaré húmeda, y antes de irme te confesaré, mi amable
caballero, un gran secreto. —Se inclinó sobre mí para susurrarme—: De
haberme devorado aquél que se acercó al altar, se hubiera vuelto tan real
aquí como lo es en Muspel.
Y al pronunciar aquella última palabra, se desplomó en el suelo la capa,
vacía, y con ella lo hizo el elfo muerto.
El sol estaba muy bajo y casi apagado cuando el grifo cayó de nuevo en
picado y mis flechas alcanzaron a Grengarm en la parte posterior de la
cabeza.
La tercera vez que salió a la superficie, en una hora en que el sol se
había ocultado ya tras las islas de poniente, no se sumergió; en lugar de ello,
batió las alas negras sobre el feroz oleaje y se elevó en el aire como un
faisán ante los perros. Lo perseguimos durante largo rato y a gran altura, y
contemplamos millares de estrellas bajo nosotros, brillantes como
diamantes extendidos en un manto de nubes.
Entre la luna y el castillo de Valpadre alcanzamos a la presa. Grifo y
dragón se enfrentaron en un duelo al cual tan sólo sobreviviría uno de ellos;
a una altura tan grande que el castillo (cuyas relucientes torres se alzan de
los seis costados, de tal forma que para quien carece de discernimiento es
como una estrella puntiaguda) parecía mucho mayor que la oscura mancha
a la que se había reducido Mythgarthr. Había filas de hombres en las
almenas; nos observaban y coreaban; a todas las ventanas se había asomado
un bello rostro de mujer.
Cuando Grengarm cerró los colmillos en dirección a la garganta del
grifo, salté de éste al dragón con el viento de las alas zumbándome en los
oídos, la espada Eterna en mano, y con una veintena de caballeros fantasma
arracimados como hojas pardas a mi alrededor. Y hundí la famosa hoja
hasta la empuñadura en el mismo lugar donde la flecha le había allanado el
camino, y sentí a Grengarm agonizar a mis pies. El estruendoso batir de alas
perdió fuelle, y el grifo, incapaz de sostenerlo, lo soltó. Al caer, arranqué a
Eterna de la herida mortal que había infligido; la hoja se limpió al viento,
esparciendo al cielo gotas de la sangre de dragón.
La envainé finalmente, pensando que aunque yo pereciera, la espada y
la vaina debían seguir juntas.
Fue en ese momento, desaparecidos los fantasmas, cuando Grengarm
volvió la espantosa cabeza hacía mí, estirándola sobre aquel cuello un
millar de veces más fuerte que cualquier grúa. Abrió ampliamente el buche.
Yo, contemplándolo fijamente como si mirase a la muerte a los ojos,
comprendí algunas cosas que habían permanecido ocultas.
Un caballo cayó sobre mí al galope, los cascos plateados lo llevaban
hacia la tierra con mayor rapidez incluso que las alas del grifo. La doncella
que lo montaba quiso aferrarme, pero no lo logró; sin embargo, una segunda
doncella cabalgaba al galope tendido tras la primera, y una tercera lo hacía
tras la segunda, gritando de alegría mientras cabalgaba por el cielo
estrellado, fustigando al caballo con las propias riendas. Aquella tercera
doncella me alcanzó, me puso un brazo fuerte en la espalda y me pasó la
mano por la axila derecha, me alzó y me sentó en su propia silla, delante de
ella, igual que yo había hecho con Toug cuando éste era incapaz de hablar.
Volví la mirada hacia ella, y comprendí que si bien se me tenía por un
guerrero capaz de enfrentarse al mejor, mi cabeza no le llegaba a la altura
de la barbilla.
—¡Soy Alvit! —exclamó la doncella—. ¡No es necesario que me digas
tu nombre! ¡Lo sabemos!
Volábamos tan bajo que las nubes se recortaban en lo alto, y
precisamente hacia una montaña de nubes anduvo al medio galope el corcel
blanco de Alvit, sin tropiezos ni muestras de cansancio. De la cima de la
montaña nublada se impulsó de nuevo sobre los cascos, que tamborilearon
un camino hecho de aire.
—Esto es lo mejor del mundo —dije, pensando que sólo hablaba para
mí, palabras que se perderían en el viento veloz que levantaba el corcel
blanco a su paso.
—No lo es, pues es ajeno al mundo —replicó Alvit—. ¿Disfrutas con
un buen combate, sir Able?
—No —respondí antes de ahondarme en el alma con honradez—.
Lucho cuando lo dictan tanto el honor como todo lo que tengo. Y salgo
vencedor siempre que puedo.
Ella rió y me aferró con fuerzas renovadas, y la risa era aquel extraño y
emocionante ruido que proviene del cielo y que los hombres escuchan a
veces, un ruido que al poco los intriga.
—Eso nos basta, y tú eres un hombre que persigue mi corazón. ¿Nos
defenderás de los Gigantes del Invierno y de la Vieja Noche? ¿Lo harás si
nosotros te llevamos a la batalla?
—Os defenderé de cualquier cosa —aseguré—, y no tienes que
conducirme a ninguna parte. Nadie lo hace. Me las apaño bien solo y me
batiré como un león cuando cualquiera de los líderes que puedas asignarme
hayan caído vencidos.
Se inclinó sobre mí y me besó al abandonarme los labios la última
sílaba; y fue un beso como nunca lo había experimentado y nunca volvería
a hacerlo, un beso que convirtió todas mis extremidades en hierro y me
encendió un fuego en el pecho.
Al cabo, el corcel se volteó cuando paseaba de un modo muy propio, y
alcancé a ver que el castillo de Valpadre, que se me había antojado en lo
alto, se hallaba de hecho bajo él. Poco después, los cascos de plata
repicaron en las losas de cristal del atrio.
Notas
[←1]
Able en inglés significa «capaz». (N. del T.)
Gene Wolfe nació en Nueva York en 1931 y vive en Illinois. Luchó en la
guerra de Corea y estudió ingeniería mecánica en la universidad de
Houston. Considerado uno de los mejores escritores de ciencia ficción
norteamericanos, es autor de, entre otros libros, La quinta cabeza de
Cerbero (1972), Death of Doctor Island (1973), Peace (1975), There are
Doors (1988) y Endangered Species (1989).
Su obra más significativa vio la luz a partir de 1980 con la publicación
de La sombra del torturador (premios World Fantasy 1981 y British SF
1982), primer volumen de la premiada serie «El libro del Sol Nuevo», a
caballo entre la ciencia ficción y la literatura fantástica. Asimismo, la serie
de «El libro del Sol Largo» le ha valido un especial reconocimiento del
público y la crítica. En 1996 recibió el World Fantasy Award por toda su
carrera.