El Caballero Gene Wolfe

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Elementos propios del pasado medieval y de la mitología cobran vida de

nuevo en el mundo fantástico que Wolfe recrea: un universo plagado de


espadas mágicas, dragones, gigantes, aventuras, amor, honor y nobleza.
En El caballero, primera entrega de la novela en dos volúmenes El
caballero, un adolescente se ve trasladado desde su mundo a un reino
mágico que contiene siete niveles de realidad. Rápidamente se transforma
en un hombre adulto de heroicas dimensiones y adopta el nombre de sir
Able del Gran Corazón. Sólo si consigue arrebatarle la espada Eterna al
dragón que la custodia, sus sueños se harán realidad y se convertirá en un
auténtico caballero.
Sin embargo, por dentro, Able sigue siendo un niño que debe crecer
para sobrevivir a los peligros y placeres que va encontrando en su aventura.
«Me bastaron menos de dos páginas para adentrarme completamente en
el mundo que Wolfe recrea en El caballero. Y una vez que llegué, creo que
me quedaré aquí el resto de mi vida.»
Gene Wolfe

El caballero
El caballero mago - 1
Título original: The Knight, Book one of The Wizard Knight, 2004
Traducción: Miguel Antón
Ilustración de cubierta: Gregory Manchess

Edición digital: Elumbriel


Escaneo: Urijenny
Dedico, con el mayor respeto, este libro a Yves Meynard,
autor de The Book of Knights
LOS JINETES
¿Quién holla las llanuras de oro,
los llanos de bruma y aire,
las numerosas montañas onduladas
y las torres crepusculares?
Ningún pie mortal se extravía en ellas,
ningún arquero mora en las torres,
sólo pasos más etéreos que los nuestros
recorren las colinas y los valles.
Las gentes que alumbraron los antiguos cuentos,
y el pueblo que jamás existió,
y quienes bailan en la frontera
entre la antigua historia y la fábula sonora,
como el rey que en Camelot tuvo la corte.
Allí vagabundea Ginebra,
así como el caballero Lanzarote.
Y, junto a aquel precipicio blanco,
escarpado como Roncesvalles, y más,
a una pulgada de la mirada de la fantasía,
cabalga a la guerra el sin par Roldán.
¡Se vislumbra también desde aquí
la punta de la lanza de Don Quijote,
el más grande de todos!
Mas no, es la estrella vespertina.

LORD DUNSANY
Ben, antes que nada, lee esto.
He estado releyendo la primera parte de esta carta y me he dado cuenta
que hay un montón de nombres que no conoces. A continuación encontrarás
una lista de ellos. Si al leer te encuentras con uno que desconoces o no
recuerdas, consúltalo aquí. Claro que ahora perderías el tiempo si la vieras
de arriba abajo. Es sólo para que consultes los nombres de vez en cuando.
Si no encuentras alguno es porque me lo he dejado, o yo tampoco sé qué
o quién es, o me pareció que ya lo sabrías. Aquí los tienes.

Able Nombre que utilizo aquí. También fue el nombre del hermano de
Valiente Berthold.
Aelfrice El quinto mundo, situado bajo Mythgarthr.
Agr Mariscal de Marder; he conocido gente peor.
Alvit Una de las doncellas que cabalgan para Valpadre.
Angrborn Los gigantes que fueron expulsados de Skai. Todos ellos
descienden de una giganta famosa llamada Angr, o al menos eso es
lo que afirman.
Arnthor Rey de Celidon. Su efigie figura en las monedas. Disiri me dio
un mensaje para él.
Atl Uno de los sirvientes de Thunrolf.
Aud Senescal de Thunrolf.
Baki Una joven elfo del fuego que conocí en la Torre de Cris. Ella y Uri
dijeron ser mis esclavas.
Baldig Uno de los campesinos con quienes viví en Griffinsford.
Beaw Uno de los hombres de armas. Además, era un buen tipo.
Beel Barón al que Arnthor envió a Jotunlandia.
Ben Mi hermano de Estados Unidos, a quien echo de menos. ¿Lo has
leído, Ben?
Bodachan Elfos de la tierra. Forman uno de los clanes pequeños.
Brega Campesina que vivió en Glennidam.
Bymir Fue el primer angrborn que vi.
Camino del Río Principal camino que partía hacia el interior desde
Irringsmouth. Discurre a lo largo de la orilla norte del Irring.
Caspar Carcelero mayor del castillo de Sheerwall.
Castillo Piedrazul Castillo de Indigno, destrozado por unos piratas
osterlingas.
Celidon Un país grande, más largo que ancho, situado en la costa
occidental del continente. Las ciudades de Irringsmouth, Forcetti y
Kingsdoom pertenecen a Celidon.
Collins Mi antiguo profesor de lengua inglesa.
Compañías Libres, las Grupos de bandidos. Los llamaban así por no
llamarlos otra cosa.
Crinegra Corcel de Ravd.
Crol Heraldo de Beel.
Dama La menor de las hijas de Valpadre. Se supone que nadie debe
mentar su nombre durante una conversación con ella, de ahí que la
llamemos Dama.
Disira Esposa de Seaxneat.
Disiri Reina de los elfos del musgo.
Dollop & Scallop La taberna donde nos alojamos en Forcetti.
Doncella de batalla La espada de Ravd. Aquí ponen nombre a las
espadas, como a los barcos.
Doncellas musgo Chicas de los elfos del musgo.
Duns Hermano mayor de Uns.
Easthall Feudo de Woddet.
Egil Uno de los bandidos.
Egr Uno de los sirvientes de rango de Beel.
Elfos El pueblo del quinto mundo. No trabajan mucho, protegen los
árboles y demás, y ven ciertas cosas de forma distinta a la nuestra.
Elfos del fuego Clan del que se apoderó Setr por completo.
Elfos del musgo Clan de Disiri.
Eterna Madre de todas las espadas.
Finefield Feudo de Garvaon.
Forcetti Ciudad de Marder y puerto de mar.
Garsecg Nombre que utilizaba Setr cuando lo conocí.
Garvaon El mejor caballero al servicio de Beel.
Gaynor Esposa de Arnthor, reina de Celidon.
Gerda Muchacha con la que Valiente Berthold iba a casarse.
Geri Así se llamaba la chica con la que salías cuando perdí Estados
Unidos.
Gigantes del Hielo Angrborn, término utilizado sobre todo para
referirse a los incursores.
Gilling Rey de los angrborn.
Glennidam Pueblo donde nacieron Ulfa y Toug.
Gorn Tabernero de la Dollop & Scallop.
Grengarm Dragón que poseía a Eterna.
Griffin Riachuelo que discurría por Griffmsford y confluía en el Irring.
Griffinsford Pueblo arrasado por los angrborn.
Gylf Mi perro. Valpadre lo extravió y lo cuido hasta que él lo reclame.
Hechicera de batalla Espada de Garvaon.
Heimir Hijo de Gerda e Hymir.
Hel Mujer overcyno encargada de la muerte.
Hela Hija de Gerda e Hymir, hermana de Heimir.
Hermad Uno de los caballeros de Marder.
Hob Uno de los guardias de Caspar.
Hombres musgo Hombres de los elfos del musgo.
Hordsvin Cocinero del Mercader del Oeste.
Hulta Una mujer de Glennidam.
Hymir Angrborn que secuestró a Gerda.
Hyndle Hijo angrborn de Hymir.
Idnn Hija de Beel, bastante bajita y muy guapa. Imposible olvidar su
voz o sus grandes ojos oscuros.
Indigno Duque asesinado por los osterlingas. El castillo Piedrazul le
pertenecía.
Irring Un gran río.
Irringsmouth El pueblo de Indigno, donde el Irring desemboca en el
mar. Los osterlingas habían arrasado buena parte.
Isla Piedrazul Isla rocosa simada a unos cuatrocientos metros del
continente.
Jer Cabecilla de un grupo de bandidos.
Jineteluna Cualquier caballero que envíe la Dama a Mythgarthr.
Jotunlandia Patria de los angrborn, situada al norte de las montañas.
Kelpies Doncellas elfo del mar.
Kerl Primer oficial del Mercader del Oeste.
Kingsdoom Capital de Celidon, puerto de mar.
Kleos El segundo mundo, situado sobre Skai.
Kulili Ser responsable de los elfos.
Lud Otro de los caballeros de Marder.
Lut Herrero que forjó Doncella de batalla.
Mag Madre de Valiente Berthold.
Magneis Caballo que me obsequió Marder.
Maní Gato negro que nos siguió a Gylf y a mí.
Marder Duque del feudo situado más al norte de Celidon.
Matronas musgo Madres entre los elfos del musgo.
Mercader del Oeste Barco que tomé en Irringsmouth.
Miguel Un hombre de Kleos.
Modguda Sirvienta de Sheerwall.
Montaña de Fuego Portal a Muspel.
Montañas del Norte Montañas que separan Celidon de Jotunlandia.
Montañas de los Ratones Otro modo de referirse a las Montañas del
Norte.
Montañas del Sol Montañas que separan Celidon de Osterlandia.
Morcaine Princesa, hermana de Arnthor y Setr.
Mori Herrero de Irringsmouth.
Muspel Sexto mundo, situado bajo Aelfrice.
Mythgarthr Cuarto mundo; es donde está Celidon.
Needam Isla situada al sur de Celidon. Nunca he ido allí.
Njors Marinero del Mercader del Oeste.
Nukara Madre de Uns.
Nur Segundo oficial del Mercader del Oeste.
Nytir Caballero al que vencí en el salón de la Dollop & Scallop.
Obr Padre de Svon. Era barón.
Olof Barón a quien se nombró para hacerse cargo de la Montaña de
Fuego mientras Thunrolf y yo estábamos en Muspel.
Org Ogro que obtuve de Uns.
Ossar Bebé de Disira.
Osterlandia País situado al este de las Montañas del Sol. Osterlingas
Pueblo que devora a otros humanos para volverse más humano.
Overcynos Habitantes de Skai, el pueblo de Valpadre.
Papounce Uno de los sirvientes de rango de Beel.
Parka Una mujer de Kleos.
Pholsung Abuelo de Beel. Fue rey de Celidon.
Pouk Ojotuerto Marinero que me ayudó.
Potash Me daba clases de física y química.
Ratones Raza de seres medio angrborn medio humanos.
Ravd El mejor caballero que he conocido.
Redhall Feudo de Ravd.
Reina del Bosque Hace referencia a Disiri. Mucha gente teme
pronunciar su nombre, porque creen que podría acudir. (A mí nunca
me funcionó.)
Rompespadas Mi maza. Una especie de barra de acero.
Ruta de Guerra El camino principal que recorría el norte de Celidon
hacia Jotunlandia.
Sabel Un caballero muerto.
Sala de los Amores Perdidos Una sala que era como otro mundo
cuando entrabas en ella. A veces, en su interior, los muertos volvían
a la vida.
Salamandras Elfos del fuego. Uri y Baki eran salamandras.
Scaur Amable pescador de Irringsmouth.
Schildstarr Uno de los angrborn más importantes.
Seaxneat Habitante de Glennidam que tenía tratos con los bandidos.
Seagirt Castillo de Thunrolf.
Setr Dragón de padre humano.
Sheerwall Castillo de Marder.
Sha Esposa de pescador, a pesar de lo cual se portó bien conmigo.
Skai Tercer mundo, simado sobre Mythgarthr.
Skjena Muchacha que vivía en Griffinsford.
Sparreo Mi profesora de matemáticas. Era muy buena.
Surt Ayudante de Hordsvin.
Svon Escudero de Ravd.
Swert Sirviente de Beel.
Thiazi Ministro de Gilling.
Thope Maestro de armas de Marder.
Torre Redonda El castillo más grande de la Montaña de Fuego.
Toug, el joven Hermano de Ulfa; más o menos tendría mi edad.
Toug, el viejo Padre de Ulfa.
Tung Maestro de armas que adiestró a Garvaon.
Uld Granjero que vivía en Griffinsford.
Ulfa La joven que me hizo algo de ropa en Glennidam.
Uri Amiga de Baki. A veces se hadan llamar hermanas.
Uns Campesino tullido.
Utgard Castillo de Gilling; también se llamaba así la ciudad que lo
rodeaba.
Valiente Berthold Campesino de Griffinsford que me dejó vivir con él
en la cabaña. Decíamos ser hermanos, y él se lo creía.
Valpadre Rey de Skai.
Vali Hombre a quien hizo avisar el viejo Toug cuando quiso matarme.
Ve Hijo de Vali.
Vidare Uno de los caballeros de Marder.
Volla Esposa fallecida de Garvaon.
Weland Forjador de Eterna. A pesar de haber nacido en Mythgarthr, se
convirtió en rey de los elfos del fuego.
Wistan Escudero de Garvaon.
Woddet El caballero más grandote de Sheerwall.
Wulfkil Arroyo que afluía en el Griffin.
Wyn Marinero del Mercader del Oeste.
Yens El puerto mejor situado entre Forcetti y Kingsdoom.
Yond Escudero de Woddet.

Ahí los tienes, Ben. Ha sido fácil nombrarlos. Lo que me ha parecido


más complicado ha sido lograr que los visualices. Recuerda que los
osterlingas tienen dientes largos y rostros famélicos, y que los angrborn
apestan. Recuerda también que Disiri era capaz de cambiar de forma, y que
todas sus formas eran maravillosas.
1
QUERIDO BEN
Hace tiempo que habrás dejado de preguntarte qué me sucedió; sé que
han pasado muchos años. Aquí dispongo del tiempo para escribir, y de lo
que parece una buena oportunidad para enviar todo cuanto escriba a donde
estás. Al menos, eso intentaré. Si te lo contara todo en un par de folios, no
creerías la mayor parte. Nada, de hecho, porque incluso yo tengo problemas
para entenderlo. Así que lo que haré será contártelo todo. Puede que sigas
sin creerlo para cuando acabe, pero sabrás todo cuanto yo sé. Por una parte
es mucho. Por otra, prácticamente nada. Cuando te vi sentado junto al fuego
(¡a mi hermano!), allí en el campo de batalla... Es igual. Ya habrá tiempo de
hablar de eso. Es sólo que quizá ésa sea la razón de que me haya decidido a
escribirte.
¿Recuerdas el día que fuimos en coche a la cabaña? Geri telefoneó.
Tenías que volver a casa y no era momento de tener a un crío cerca, así que
quedamos en que no era necesario que te acompañara, que podía quedarme
ahí hasta que volvieras al día siguiente.
Quedamos en que saldría de pesca.
Y eso fue todo.
Pero no lo hice. Pensé que no sería muy divertido estar ahí solo, pero
era un día frío y caían las hojas, de modo que fui a dar una vuelta. Quizá fue
un error. Caminé un buen rato, y no me había perdido. En seguida cogí un
palo y me serví de él para caminar, aunque era curvo y no muy fuerte.
Vamos, que no me convencía, así que decidí cortar una buena rama y
dejarla en la cabaña para cuando pasáramos allí unos días.
Vi un árbol diferente a los demás. No era muy grande, de corteza blanca
y hojas brillantes. Era un mandarino, Ben, aunque nunca había oído hablar
de ellos. Más tarde, Valiente Berthold me hablaría largo y tendido de ellos.
Era demasiado grande para talarlo, pero encontré una rama prácticamente
recta. La corté y luego la pulí un poco aquí y allá. Eso debió de ser; quiero
decir que tuvo que ser mi principal error. No son como otros árboles. Los
hombres musgo se preocupan más de ellos.
Había abandonado el sendero cuando encontré el mandarino; al
retomarlo vi que estaba en la linde del bosque y que más allá se extendían
los montes. Algunas colinas tenían pendientes pronunciadas, aunque
preciosas, llanas y cubiertas de hierba alta. Eché a andar con mi bastón
nuevo y en total subí tres o cuatro colinas. Fue estupendo. Encontré un
manantial en lo alto de una, bebí un poco de agua y me senté (a esas alturas
estaba bastante cansado). Luego seguí puliendo el bastón y haciendo quién
sabe qué. Tallándolo, supongo. Al cabo de un rato me tumbé a contemplar
las nubes. Todo el mundo ha visto imágenes dibujadas en ellas, pero aquella
tarde distinguí muchas más de las que haya podido ver antes o después de
entonces: un anciano con una barba que el viento convertía en un dragón
negro, un magnífico caballo con un cuerno en la cabeza, una dama preciosa
que me sonreía.
Después contemplé un castillo flotante, puntiagudo como una estrella, y
es que estaba repleto de torres y torrecillas. No dejaba de recordarme que
sólo era una nube, pero el caso era que lo no parecía, Ben. Parecía de
piedra. Me levanté dispuesto a seguirlo, pensando que el viento lo
dispersaría, cosa que no sucedió.
Cayó la noche. Ya no veía el castillo, y comprendí que tenía que
haberme alejado mucho de la cabaña. Emprendí el camino de vuelta
descendiendo las colinas, caminando a buen paso, pero me topé con una
que no tenía fondo. Alguien me agarró, y otra persona me tiró del tobillo
cuando aparté la mano del primero. Justo entonces preguntó una voz:
«¿Quién viene a Aelfrice?». Aún lo recuerdo, y durante mucho, mucho
tiempo después eso fue lo único que pude recordar. Eso y que un montón de
gente me aferró en la oscuridad.

Desperté en una cueva junto al mar, donde una dama anciana con
demasiados dientes permanecía sentada hilando; cuando me hube repuesto
y encontré el bastón, pregunté dónde estaba, intentando hacerlo en un tono
lo más educado posible.
—¿Podría decirme dónde estamos, señora, y cómo puedo ir a
Griffinsford desde aquí?
Por alguna razón pensé que Griffinsford era donde vivíamos, Ben, y de
hecho, aún hoy soy incapaz de recordar cuál era su verdadero nombre. O
incluso puede que sea Griffinsford, porque todos los nombres se me han
mezclado.
La anciana negó con la cabeza.
—¿Sabe cómo he llegado aquí?
Rió, y el viento y el mar formaban parte de su risa; era la espuma y las
olas que rompían en la entrada de la cueva. Las palabras que le dirigí eran
también para la espuma y las olas. Eso fue lo que sentí. ¿No te parece una
locura? Había estado loco desde que nací, y ahora estaba cuerdo y me sentía
de maravilla. El viento y las olas permanecían sentados en aquella cueva,
conmigo, hilando, y la naturaleza había dejado de ser algo ajeno. La anciana
formaba una parte muy importante del conjunto, al contrario que yo, que
me había ausentado mucho tiempo. Más tarde, Garsecg dijo que el mar me
había curado.
Fui a la entrada de la cueva y me las apañé para meterme en el agua
hasta que me llegó a la cintura, aunque sólo pude ver los acantilados que
colgaban a la salida, y más allá, el agua azul oscuro, las gaviotas y las rocas
melladas como dientes de dragón.
—Tendrás que esperar a que baje la marea —dijo entonces la anciana.
Regresé a su lado calado hasta las axilas.
—¿Tardará mucho?
—Bastante.
Después me apoyé en el bastón atento a la hilandera, preguntándome
qué estaría haciendo y por qué producía aquellos ruidos. A veces, tenía la
impresión de que había rostros y brazos y piernas en aquella labor.
—Eres Able del Gran Corazón.
Eso me llamó la atención, y le dije mi antiguo nombre.
Hasta entonces, la anciana no había apartado la mirada de la labor.
—Lo que yo diga bien no habrás de torcer —me dijo.
Le dije que lo sentía.
—Algún menoscabo debe haber, de modo que esto dispondré: cuan más
baja sea tu dama, más elevado será tu amor. —Dejó de hilar para sonreírme.
Comprendí que era un gesto simpático, pero tenía unos dientes
horripilantes, afilados como cuchillas—. La insolencia merece un castigo y,
como tal suele suceder, ése no causará un gran perjuicio.
Así fue como me cambiaron el nombre.
Volvió a concentrarse en la labor, aunque más bien parecía leer el hilo
que tejía.
—Te hundirás antes de alzarte y te alzarás antes de hundirte.
Eso me asustó, y pregunté si podía plantearle una duda.
—Acabas de hacerlo. ¿Qué quieres saber, Able del Gran Corazón?
Había tantas preguntas que no supe por dónde empezar.
—¿Quién es usted? —pregunté.
—Parka.
—¿Es una adivina?
Sonrió de nuevo.
—Eso dicen algunos.
—¿Cómo he llegado aquí?
Con la rueca, el instrumento del que se servía para hilar, señaló hacia el
fondo de la cueva, donde reinaba la oscuridad.
—No recuerdo haber estado allí —dije.
—¿Te han arrebatado la memoria?
En cuanto formuló esa pregunta, supe que así había sucedido. Era capaz
de recordar ciertas cosas. Me acordaba de ti y de la cabaña y las nubes, pero
era como si todo ello perteneciera al pasado, como si después hubieran
ocurrido un montón de cosas que no recordaba en absoluto.
—Los elfos te trajeron aquí.
—¿Quiénes son los elfos? —Tuve la sensación de que debía saberlo.
—¿No lo sabes, Able del Gran Corazón?
Eso fue lo último que dijo en un buen rato. Me senté a observarla,
aunque de vez en cuando me volvía al fondo de la cueva, el lugar de donde
decía que había salido. Cuando aparté la mirada ella se hizo más y más
grande, hasta tal punto que tuve la sensación de que había algo inmenso a
mi espalda. Al volverme y mirarla de nuevo vi que no era tan grande como
yo.
Eso por una parte. Por otra, comprendí que cuando yo era pequeño lo
había sabido todo acerca de los elfos, y que todos esos recuerdos se
mezclaban con los de otra persona, una niña pequeña que había jugado
conmigo: recuerdos de árboles imponentes, de helechos mucho mayores
que nosotros y manantiales de aguas cristalinas. Y musgo, mucho musgo.
Musgo verde y suave como el terciopelo.
—Te han enviado con el relato de sus agravios —dijo Parka—, y de su
veneración.
—¿Veneración? —No estaba seguro de saber a qué se refería.
—A ti. Eso me devolvió otros recuerdos. En realidad no eran recuerdos
concretos, sino sensaciones.
—No me gustan —dije, sabiendo que era la verdad.
—Planta una semilla —me pidió.
Durante un buen rato esperé a que añadiera algo más, esperé porque no
quería hacerle más preguntas. No dijo nada, así que no tuve más remedio
que preguntar:
—¿No va a hablarme de todo eso, de los agravios y demás?
—No.
Respiré hondo. Creo que temía lo que pudiera contarme.
—Estupendo.
—Así es. Algo debe ganarse, de modo que esto dispondré: cada vez que
alcances un propósito, a más habrá de aspirar tu corazón.
Tuve entonces la sensación de que si le hacía más preguntas, no iban a
gustarme las respuestas. El sol entró en la cueva y nos bendijo a ambos con
su luz, o al menos eso fue lo que pensé entonces; luego se hundió en el mar,
y el mar intentó seguirlo. El lugar por el que había vadeado no tardó en
quedar prácticamente seco.
—¿Ha bajado la marea? —pregunté a Parka.
—Aguarda —dijo antes de tirar de la rueca y morder un extremo del
hilo para ofrecérmelo—. Para tu arco.
—No tengo arco.
Parka señaló el bastón, Ben, y vi que éste intentaba convertirse en un
arco. Aparte de una doblez en el centro, el bastón era totalmente recto y,
como había estado puliendo ambos extremos, éstos eran más estrechos que
el centro.
Di las gracias a Parka y salí corriendo a lo que resultó ser una playa
áspera que se extendía al pie del acantilado. Cuando la saludé con la mano,
parecía como si toda la cueva se llenara de aves blancas que volaban y
revoloteaban. Ella me devolvió el saludo también con la mano y entonces
me pareció muy pequeña, como la llama de una vela.
Al sur de la cueva encontré un sendero que ascendía en pendiente hacia
lo alto del acantilado. Allí había muros en ruinas, y los restos de una torre.
Para cuando llegué arriba, las estrellas habían asomado y hacía frío. Anduve
buscando un lugar resguardado y di con uno; después, subí por lo que
quedaba de la torre.
La torre se había erigido en una isla rocosa unida al continente por una
lengua de arena y roca; la lengua de tierra era tan profunda que aun con la
marea baja casi quedaba sepultada bajo el agua, y debí de contemplar por
espacio de cinco minutos a la luz de las estrellas cómo rompían las olas
sobre ella, antes de asegurarme de su existencia. Supe que tenía que
abandonar aquella isla mientras pudiera, y buscar en la orilla un lugar donde
dormir.
Lo supe, pero no lo hice. Por una parte, estaba muy cansado. No muy
hambriento o sediento, pero sí tan cansado que lo único que quería era
tumbarme en cualquier rincón. Por otro lado, no sólo temía lo que yo
pudiera encontrar en la orilla, sino también lo que pudiera encontrarme a
mí.
Además, tenía que pararme a pensar. Había tantas cosas que era incapaz
de recordar, y lo que podía recordar (a ti, Ben, y la cabaña, y la casa donde
vivíamos, y esas fotografías que tienes de papá y mamá) parecía remontarse
a un lejano, lejano pasado. Quería recordar más cosas, y también meditar
acerca de todo lo que había dicho Parka y lo que podía significar.
De modo que volví al lugar resguardado que encontré entre las piedras
azules, y allí me tumbé a descansar. Iba descalzo, y mientras estaba ahí
echado pensé que debería llevar puestas unas botas de montaña y unos
calcetines. No recordaba qué había sido de ellos. Ahora vestía una camisa
de lana gris sin botones y unas calzas grises de lana sin bolsillos, lo cual no
me pareció muy normal. Llevaba un cinturón y una bolsita de cuero atada al
cinto con una cuerda. Las únicas cosas que hallé en su interior fueron la
cuerda para el arco de Parka, tres semillas negras de cierta consistencia y un
cuchillo pequeño con empuñadura y vaina de madera. Al asirlo, comprobé
que la empuñadura encajaba perfectamente en mi mano, como si me
perteneciera, aunque yo no recordaba en absoluto ese cuchillo.
2
EL PUEBLO EN RUINAS
El sol me despertó. Aún recuerdo la calidez que irradiaba y lo agradable
que era sentirse tan calentito, lejos del rumor de las voces de otras personas,
lejos del trabajo y de tanto preocuparse por las vidas de los demás, las cosas
de las que no dejaba de hablarme la cuerda; debí de quedarme una hora
tumbado al sol antes de levantarme.
Cuando lo hice, estaba hambriento y sediento. El agua de lluvia que
encontré en una fuente rota tenía un sabor magnífico. Bebí y bebí; y cuando
me incorporé vi a un caballero observándome, un hombre de hombros
anchos vestido con una cota de malla. El yelmo me impedía verle el rostro,
pero sí advertí que como cimera tenía un dragón negro que me
deslumbraba, así como otros dragones negros en el escudo y la sobrevesta.
Empezó a desvanecerse en cuanto lo vi y en un par de segundos el viento
arrastró lo que quedaba de él. Pasó mucho tiempo hasta que descubrí quién
era, de modo que de momento no diré nada más acerca de él; sin embargo,
sí quiero hablar de otro asunto, y mejor hacerlo ahora que más adelante.
Ese mundo se llama Mythgarthr. No lo descubrí hasta más tarde, pero
no hay motivo para que tú no debas saberlo ahora. La cueva de Parka no se
halla exactamente allí, sino entre Mythgarthr y Aelfrice. Isla Piedrazul está
en Mythgarthr, pero no estaba allí antes de que yo bebiera el agua. O, a
decir verdad, era yo quien no estaba amarrado allí. Eso fue lo que motivó la
llegada del caballero: quería verme beber esa agua.
—¡Dios santo! —exclamé, aunque no hubiera nadie que pudiera oírme.
Me había asustado. No porque creyera que podía estar viendo cosas,
sino porque creía que estaba solo. No dejé de mirar a mi espalda. No es una
mala costumbre, Ben, aunque en ese momento no hubiera nadie más allí.
En la parte este de la isla los riscos no eran tan pronunciados. Encontré
algunos mejillones y me los comí crudos. El sol estaba en lo alto cuando
dos pescadores se acercaron lo suficiente como para llamarlos a gritos. Lo
hice y remaron hacia mí. Me preguntaron si podría ayudarlos con las redes
si me subían a bordo y les prometí que así lo haría; a continuación, salté por
la regala.
—¿Cómo has llegado ahí tú solo? —quiso saber el mayor de ambos.
Yo también quería saberlo, pero probablemente se hubieran burlado de
mí, y por ello respondí:
—¿Cómo iba alguien a llegar hasta ahí? —Parecieron dispuestos a dejar
las cosas así. Compartieron conmigo pan, queso y un pescado que
prepararon en una caja llena de arena. Entonces no me di cuenta, pero fue
en ese momento cuando empezó a enamorarme el mar.
Al anochecer me ofrecieron parte de la pesca que habían capturado con
mi ayuda. Le dije al joven (que no debía de ser mucho mayor que yo) que la
aceptaría y la compartiría con su familia si su esposa la cocinaba, ya que no
tenía a donde ir. Estuvo de acuerdo. Cuando hubimos vendido el pescado,
llevamos las mejores piezas y algunas otras que no se habían vendido a una
casita atestada que apenas distaba veinte pasos de la orilla.
Después de comer contamos historias. Cuando me tocó a mí, dije:
—Nunca había visto un fantasma, pero hoy vi uno. De modo que os
hablaré de ello, aunque no asuste tanto como el espectro de la historia de
Scaur. Además, es la única historia que conozco.
Todos se mostraron de acuerdo; creo que habían escuchado sus propias
historias más de una vez.
—Ayer me encontraba en cierta isla rocosa no muy lejos de aquí, donde
en el pasado se alzaba una torre...
—Era del duque Indigno —interrumpió Scaur.
—Castillo Piedrazul —dijo Sha, su esposa.
—Pasé la noche en el jardín —continué—, porque tenía algo que hacer
allí, tenía que plantar una semilla. Veréis, resulta que alguien importante me
pidió que plantara una semilla, y no supe a qué se refería hasta que las
encontré aquí. —Y les mostré la bolsita de cuero.
—Cortaste la rama de un mandarino —dijo el abuelo de Sha, jadeante;
señaló mi arco—. Cortaste una rama de mandarino y tienes que plantar tres
semillas, joven. Si no lo haces, los hombres musgo irán por ti.
Dije que no había sido consciente de ello.
El abuelo escupió al fuego.
—La gente no lo sabe, ahora no, al menos, y ésa es la razón de que
prácticamente ya no queden mandarinos en pie. La mejor madera del
mundo. Tienes que restregarle aceite de lino, ¿me oyes? Eso lo protegerá
del mal tiempo.
Extendió la mano para que le diera el arco, y así lo hice. Luego se lo dio
a Scaur.
—Rómpelo, hijo. Rómpelo sobre la rodilla.
Scaur lo intentó. Era fuerte, y casi dobló totalmente el arco sobre sí,
pero no se quebró.
—¿Lo ves? No puedes con él. Es irrompible. —El abuelo de Sha lanzó
un graznido cuando Scaur me devolvió el arco—. En general el mandarino
sólo da un fruto, y no hay más que tres semillas en su interior. Si talas el
árbol, tienes que plantarlas en tres lugares distintos, o los hombres musgo
irán por ti.
—Continúa, Able —pidió Sha—. Cuéntanos lo del fantasma.
—Esta mañana quise plantar la primera semilla en el jardín de Castillo
Piedrazul —continué—. Había un cuenco de piedra con agua de lluvia, y
decidí que primero plantaría la semilla y, después, la regaría. Cuando ya la
hubiese regado lo suficiente, bebería el agua que quedase.
Asintieron.
—Cavé un hoyo con la ayuda del cuchillo, deposité una semilla en el
interior, volví a taparlo con tierra, que ya estaba bastante húmeda, y junté
las manos para llevar el agua. Una vez la hube regado bebí y bebí del
cuenco, y al levantar la mirada vi a un caballero observándome. No pude
verle el rostro, pero llevaba un escudo grande y verde con un dragón.
—Ése no era el duque Indigno —comentó Scaur—, pues tenía por
divisa un jabalí azul.
—¿Le hablaste? —quiso saber Sha—. ¿Qué te dijo?
—No. Todo sucedió muy rápido y estaba tan sorprendido... Él... Se
convirtió en una especie de nube, y desapareció del todo.
—Las nubes son el aliento de la Dama —dijo el abuelo de Sha.
Pregunté quién era, pero él se limitó a sacudir la cabeza antes de
concentrar toda su atención en la chimenea.
—¿No sabes que no puede pronunciarse su nombre? —preguntó Sha.
Por la mañana pregunté cómo ir a Griffinsford, pero Scaur me dijo que
no había ninguna población en las cercanías que tuviera ese nombre.
—¿Y ésta cómo se llama? —pregunté.
—Irringsmouth —respondió Scaur.
—Creo que hay un Irringsmouth cerca de donde yo vivo —le dije. En
realidad no estaba muy seguro, pero me sonaba de algo—. Aunque se trata
de una gran ciudad, la única ciudad de verdad en la que he estado.
—Bueno, ésta es la única Irringsmouth de por aquí —dijo Scaur.
Un transeúnte que había escuchado nuestra conversación intervino para
decir:
—Griffinsford está a orillas del Griffin. —Y se alejó caminando antes
de que pudiera hacerle más preguntas.
—Es un arroyo que desemboca en nuestro río —me explicó Scaur—. Ve
al sur hasta que llegues al río, luego toma el camino del Río y lo
encontrarás.
De modo que, con un poco de pescado en salazón envuelto en tela, eché
a andar en dirección sur por la callejuela que había tras la casucha donde
vivían Sha y Scaur, luego seguí también hacia poniente por la calle mayor y
después hacia el este por el camino real que seguía el curso del río. Partía el
camino del portillo sin puerta construido en la maltrecha muralla del
pueblo, y se adentraba en la campiña a través de bosques de árboles jóvenes
donde la nieve asomaba a retales por entre las sombras, y los charcos de
agua de lluvia parecían aguardar el regreso de alguien.
Más allá, el camino serpenteaba entre colinas. Ahí fue donde un par de
muchachos mayores que yo amenazaron con robarme. Uno llevaba un palo
y el otro una flecha cargada, en culatin, tal como decimos aquí. El culatin es
el corte donde se ajusta la cuerda. Les dije que podían llevarse lo que
quisieran, a excepción del arco, pero debí suponer que intentarían
quitármelo. Al resistirme me golpearon con el palo. Después forcejeé,
aparté el arco de su alcance y les golpeé con él. Quizá debería haber sentido
miedo, pero no lo tuve. En realidad estaba enfadado con ellos por pensar
que podrían atacarme sin que yo respondiera. El del palo lo soltó y echó a
correr, así que golpeé al otro hasta que cayó. Luego me senté en su pecho y
le dije que iba a cortarle la garganta.
Me rogó que tuviera piedad, y cuando le dejé levantarse también él echó
a correr, dejando el arco y el carcaj. El arco tenía buen aspecto, pero al
doblarlo sobre la rodilla se partió en dos.
Guardé la cuerda y me colgué el carcaj a la espalda. Aquella noche
acabé de pulir mi arco hasta que no necesitaba más que un baño de aceite de
lino. También lo encordé.
Después también yo eché a andar con una flecha preparada. Vi conejos
y ardillas, e incluso ciervos más de una vez; disparé, pero hasta el último
día lo único que conseguí fue perder un par de flechas. Aquella mañana
estaba tan hambriento que me sentía débil, disparé a un urogallo y busqué
algo con lo que hacer un fuego. Estuve buscando largo rato, y casi había
abandonado toda esperanza, resignado a comer crudo; pero llegó la noche y
vi volutas de humo sobre las copas de los árboles, blancas como espectros
recortados contra el cielo. Cuando asomaron las primeras estrellas, encontré
una choza medio enterrada en violetas. Estaba hecha de palos cubiertos con
pieles, y la puerta era la piel de un ciervo. Como no podía llamar, tosí, y
cuando las toses no obtuvieron respuesta, golpeé las varas de la entrada.
—¿Quién anda ahí? —A juzgar por el tono, la pregunta me pareció un
desafío en toda regla.
—Un suculento urogallo —respondí. Luchar era lo último que buscaba.
Alguien apartó la piel de ciervo, y asomó un hombre encorvado y
tembloroso con una larga barba. Le temblaba la mano, al igual que la
cabeza, pero no hubo temblor alguno en la voz cuando inquirió:
—¿Y tú quién eres?
—Tan sólo un viajero dispuesto a poner esta ave en tu fuego —
respondí.
—Aquí no hay nada que valga la pena robar —advirtió el hombre
barbudo, que empuñó en alto un garrote.
—No he venido a robarte, sólo a asar este urogallo. Lo cacé esta
mañana, pero no tengo nada para hacer un fuego y me muero de hambre.
—Entra, pues. —Se apartó del umbral—. Puedes utilizar el fuego si, a
cambio, me guardas un poco.
—Te daré más que eso —prometí; y fui fiel a mi palabra: le di las dos
alas y los muslos. No me hizo más preguntas, pero noté que me observaba
con tal atención que me presenté y le dije mi edad; también le conté que era
extranjero en ese lugar, y luego le pregunté cómo llegar a Griffinsford.
—¡Maldición! Era mi pueblo, mozuelo, y a veces me acerco a verlo.
Pero ya nadie vive en Griffinsford.
Tuve la sensación de que eso no podía ser cierto.— Mi hermano y yo
vivimos allí.
El barbudo hizo un gesto de negación con la mano temblorosa.
—Ni un alma. Allí no queda nadie.
Supe entonces que el nombre de nuestra ciudad no era Griffinsford.
Quizá sea Griffin, o Griffinsburgo, o algo por el estilo. El caso es que no
puedo acordarme.
—Me consultaron —murmuró el hombre barbudo—. Algunos querían
huir, pero les dije que no. Quedaos y luchad, dije. Si hay demasiados
gigantes, huiremos, aunque antes tendremos que poner a prueba su temple.
Había reparado en la palabra «gigantes» y me preguntaba qué diría a
continuación.
—Su líder era Schildstarr. Yo en aquella época tenía la casa alta de mi
padre. No era como esto. Una casa enorme, con una buhardilla bajo el
tejado elevado y habitaciones pequeñas tras una más espaciosa. También
había una chimenea imponente y una gran mesa lo bastante grande para
sentar a mis amigos.
Asentí, pensando en las casas que había visto en Irringsmouth.
—Schildstarr no era amigo mío, pero podría haber entrado en mi casa.
En el interior, tendría que haberse inclinado, como yo ahora.
—¿Luchaste con ellos?
—Sí. ¿Por mi casa? ¿Por mis campos y por Gerda? ¡Claro que sí! Luché
cuando los vieron acercarse por el camino. Maté a uno de ellos con la lanza,
y a dos con el hacha. Caen como árboles, mozuelo. —Sus ojos se
iluminaron fugazmente—. Una piedra...
—Se llevó la mano a la sien, y de pronto me pareció mucho mayor de lo
que era—. No sé quién o qué fue lo que me golpeó. ¿Una piedra? No lo sé.
Trae esa mano, mozuelo. Toca bajo el cabello.
Tenía el cabello grueso, de un gris oscuro que estaba a un paso de poder
considerarse negro. Tanteé el cuero cabelludo y aparté la mano.
—Después, el tormento. Agua y fuego. ¿Lo conoces? Es lo que más les
gusta. Nos llevaron a un estanque y encendieron fuegos alrededor. Nos
condujeron al agua como a ganado. Nos arrojaron hierro al rojo vivo hasta
que nos ahogamos. Todos menos yo. ¿Cómo te llamas, mozuelo?
Le repetí mi nombre.
—¿Able? Able. Así se llamaba mi hermano. De eso hace años, muchos
años.
Sabía que no era mi auténtico nombre, pero Parka me había dicho que
lo utilizara. Le pregunté cuál era el suyo.
—Encontré la madriguera de una rata de agua —dijo—. Me sumergí y
escarbé; de vez en cuando salía a respirar y los hierros que nos arrojaban
ardían. Perdí la cuenta de cuántas veces asomé y también perdí la cuenta de
las quemaduras, pero no me ahogué. Metí la cabeza en la madriguera de la
rata y allí pude respirar. Esperé hasta que los angrborn nos dieron a todos
por muertos y luego salí.
Incliné la cabeza con la sensación de que había presenciado aquello.
—Intenté salir del estanque, pero mi sombra resbaló. Cayó de nuevo al
estanque, y ahí sigue. —El hombre barbudo sacudió la cabeza—.
¿Pesadillas? No es una pesadilla. Sigo en ese estanque y me arrojan los
hierros al rojo. Intento salir. Está resbaladizo y... tengo fuego en la cara.
—Si paso aquí la noche —sugerí—, podría despertarte cuando tengas
una pesadilla.
—Schildstarr —murmuró el barbudo—. Alto como un árbol es
Schildstarr. La piel del color de la nieve. Ojos de lechuza. Lo vi levantar en
vilo a Baldig y arrancarle los brazos. Podría mostrarte dónde. ¿De veras te
diriges a Griffinsford, Able?
—Sí —respondí—. Iré mañana, si me muestras el camino.
—Te acompañaré —prometió el hombre barbudo—. Aún no he ido este
año. Solía ir siempre. Vivía allí.
—Eso sería estupendo —dije—. Tendré a alguien con quien hablar,
alguien que conoce el camino. Estoy seguro de que mi hermano se
preocupó mucho por mí, aunque a estas alturas ya lo habrá superado.
—No, no —masculló el barbudo—. No, no. Valiente Berthold nunca se
ha preocupado por ti, hermano. No eres un bandido.
Y así fue como empecé a vivir con Valiente Berthold. Estaba un poco
loco y a veces tropezaba y se caía, pero era el hombre más valiente que he
conocido, y no había un solo rasgo cruel en él. Intenté cuidar de Berthold,
ayudarlo, y él intentó cuidar de mí y enseñarme. Estuve en deuda con él un
montón de años, Ben, aunque al final fui capaz de compensarle, y eso puede
que sea lo mejor que he hecho jamás.
A veces me pregunto si fue ésa la razón por la que Parka me dijo que yo
1
era Able Todo esto sucedió en los territorios del norte de Celidon. Debería
mencionarlo en alguna parte.
3
MANDARINO
Valiente Berthold cayó enfermo al día siguiente y me rogó que no lo
dejara, de modo que en lugar de partir fui de caza. Entonces no era muy
bueno cazando, pero más por suerte que por destreza logré alcanzar a un
venado con dos flechas. Ambas astas se rompieron al caer el venado, pero
pude aprovechar las puntas de hierro. Aquella noche, mientras
disfrutábamos del asado, saqué a colación a los elfos al preguntar a Valiente
Berthold si había oído hablar de Aelfrice y si él sabía algo acerca de las
gentes que vivían allí.
—Sí —respondió, al tiempo que asentía con la cabeza.
—Me refiero a la auténtica Aelfrice.
No dijo nada.
—En Irringsmouth, una mujer me contó una historia acerca de una
muchacha que iba a casarse con un rey de los elfos, al que por lo visto
engañó para que no acudiera al lecho. Sólo era un cuento. Nadie creía que
fuera real.
—Vienen aquí a veces —murmuró Valiente Berthold
—¿De veras? ¿Te refieres a los elfos de verdad?
—Sí. Más o menos son tan altos como ese fuego de ahí. La mayoría se
parecen al carbón, como el hollín, y son igual de sucios. Todos hollinientos,
a excepción de los dientes y la lengua. Tienen los ojos de un amarillo fuego.
—¿Son de verdad?
Asintió.
—Siete mundos hay, Able. ¿No te lo he contado nunca?
Esperé a que continuara.
—Mythgarthr es el nuestro. Algunos lo llaman Tierra, pero es un error.
Caminas por la tierra y nadas por los ríos. El mar... Parece que sólo el mar
se interpone. Respiras el aire. Toda Mythgarthr está en medio. De modo que
hay tres por encima y tres por debajo. Skai es el siguiente, o podrías
llamarlo Cielo. Ambos son una misma cosa. Skai es donde las aves reales
vuelan a veces. No me refiero a las palomas y los petirrojos, ni a ninguna de
esas ¿ves, sino a los halcones, las águilas y los gansos. Incluso he visto
enormes garzas allí arriba.
Recordé el castillo flotante, y dije:
—Donde están las nubes.
Valiente Berthold asintió.
—Veo que lo has entendido. ¿Aún quieres ir a Griffinsford? Me siento
recuperado con esta estupenda carne en el estómago. Mañana me encontraré
mejor, y aún no he ido este año a visitar mi viejo hogar.
—Aún quiero ir, sí. Pero ¿qué me dices de Aelfrice?
—Te mostraré el estanque donde me arrojaron fuego y los antiguos
sepulcros.
—También tengo una pregunta respecto a Skai —dije—. Tengo más
preguntas de las que puedo contar.
—Probablemente más preguntas que respuestas pueda ofrecerte.
Afuera se oyó el aullido de un lobo.
—Quiero que me hables de los angrborn y los osterlingas. La familia
con la que me alojé me contó que los osterlingas derribaron el Castillo
Piedrazul.
Valiente Berthold asintió.
—Es muy probable.
—¿De dónde vienen los angrborn?
—De las tierras del hielo. —Señaló al norte—. Vienen con la helada y
se marchan con las nieves.
—¿Sólo vienen a robar?
Asintió de nuevo, contemplando el fuego.
—Y para hacer esclavos. A nosotros no nos quisieron porque habíamos
plantado cara, así que iban a matarnos a todos. Si en lugar de luchar echas a
correr, te hacen esclavo. Se llevan a las mujeres y a los niños. Se llevaron a
Gerda.
—Respecto a Skai...
—Ahora duerme —me pidió Valiente Berthold—. Mañana partimos de
viaje, mozuelo. Habrá que levantarse al alba.
—Una pregunta más, por favor. Después me acostaré a dormir, lo
prometo.
Asintió.
—¿Alguna vez has visto un castillo allí, Valiente Berthold?
Sacudió lentamente la cabeza.
—Porque yo sí. Estaba tumbado en la hierba, mirando al cielo, y...
Me aferró de los hombros, igual que haces tú a veces, y me miró a los
ojos.
—¿Lo viste?
—Sí. De veras, no te miento. No me pareció que fuera real, pero me
levanté y eché a correr tras él con intención de no perderlo de vista, y era
real, un castillo de seis caras de piedra blanca, arriba, entre las nubes.
—Lo viste. —Las manos le temblaban más que nunca.
—Entre las nubes, se movía con ellas, empujado por el mismo viento.
Era tan blanco como ellas, pero los extremos parecían más sólidos y en las
torres ondeaban banderas de colores. —El recuerdo hizo que me atragantara
—. Es la cosa más maravillosa que he visto jamás.

A la mañana siguiente, Valiente Berthold se levantó antes que yo, y


habíamos abandonado la choza cubierta de pieles antes de que el sol se
alzara sobre las copas de los árboles. Caminaba muy lentamente, apoyado
en el bastón, pese a lo cual parecía ajeno a la fatiga, y se mostraba más
proclive a hablar mientras caminaba de lo que lo había estado la noche
anterior.
—Anoche me preguntaste por los elfos —dijo—. El caso es que en
lugar de responderte me puse a hablar de Skai. Debiste de pensar que estaba
chiflado; pero tenía mis motivos.
—No pasa nada —le dije—. También me interesaba averiguar cosas
sobre Skai.
El sendero casi invisible que tomamos nos había conducido a un claro.
Valiente Berthold se detuvo y señaló a Skai con el bastón.
—Ahí es adonde vuelan las aves, como puedes ver.
—Ahora mismo veo a una —dije tras asentir.
—Pero no pueden quedarse.
—Pero si... Si una de ellas se posara en la muralla del castillo, ¿acaso no
podría quedarse?
—No hables de eso. —Fui incapaz de determinar si estaba molesto o
asustado—. Ahora no, y mejor que no lo hagas nunca.
—De acuerdo. No lo haré, prometido.
—No quiero volver a perderte. —Aspiró con fuerza—. Las aves no
pueden quedarse. Tú y yo no tenemos forma de ir. Verlo, eso sí. ¿Entiendes?
Asentí.
De nuevo echó a andar con energía, apoyando el bastón con estrépito en
el suelo, un paso por delante.
—¿Crees que un ave lo ve? Las águilas tienen mejor vista que tú. ¿Has
visto alguna vez un nido de águila?
—Sí, había uno a unas cinco millas de nuestra cabaña.
—¿En lo alto de un árbol?
—Así es. Un pino muy alto.
—Ahí es donde se posa el águila, y donde probablemente pone los
huevos. ¿Crees que alguna vez mira arriba en lugar de abajo?
—Supongo que sí —dije mientras apretaba a andar tras él.
—Pues si quiere, puede ir, igual que los elfos. —Señaló el suelo con un
dedo surcado de gruesas venas azules—. Están ahí abajo, donde no
podemos verlos; sólo ellos pueden vernos a nosotros. A ti y a mí. También
nos oyen si hablamos en voz alta. Pueden subir siempre que quieren, como
las aves, pero, al igual que les sucede a éstas con el cielo, los elfos no
pueden quedarse aquí.
Después caminamos en silencio durante media hora más o menos,
mientras yo hurgaba en mi memoria en busca de unos recuerdos que casi se
habían esfumado. Finalmente, pregunté:
—¿Qué sucedería si un elfo intentara quedarse aquí?
—Que moriría —respondió Valiente Berthold—. Eso dicen.
—¿Te lo dijeron a ti? ¿Que no podían vivir aquí arriba?
—Sí.
Más tarde, cuando hicimos un alto en el camino para beber de un
arroyo, dije:
—No preguntaré cómo los maltrataron, pero ¿tú lo sabes?
Valiente Berthold se encogió de hombros.
—Sé lo que cuentan.
Aquella noche acampamos junto al Griffin, animados y relajados por el
murmullo del agua. Valiente Berthold llevaba yesca y pedernal, y yo me
encargué de recoger madera seca para reducirla a astillas tan finas que la
primera lluvia de chispas amarillas bastó para prenderlas.
—Si no hubiera invierno podría vivir así toda la vida —dijo, y ésas
podrían haber sido también mis palabras.
Tumbado de espaldas tras la cena, oí el lejano ululato de un búho y el
susurro del viento en las copas de los árboles, donde habían brotado las
primeras hojas verdes. Debes comprender que en ese momento creía que no
tardaría en volver a casa. Creía que un elfo me había secuestrado. Que me
habían liberado en algún estado del oeste, o quizá en un país extranjero.
Con el tiempo lograría recuperar los recuerdos de mi cautiverio. De haber
sido más sabio, me hubiera quedado en Irringsmouth, donde había hecho
algunos amigos y donde podría encontrar quizá una biblioteca con mapas, o
al cónsul estadounidense. Pero podía haber alguna pista en Griffinsford
(aún no estaba convencido de que ése no fuera el nombre de nuestra
ciudad); y si no encontraba nada, nada me impediría regresar a
Irringsmouth. A pesar de estar medio en ruinas, Irringsmouth seguía siendo
un puerto animado. Quizá desde él podría embarcar a Estados Unidos. ¿Qué
me impediría hacerlo? Nada ni nadie, así que un barco parecía una idea
estupenda.
—¿Quuu? —dijo el búho. Había una nota aprensiva y curiosa a la vez
en aquella voz, suave como una noche de primavera.
Oí los pasos de alguien o algo en el bosque, aunque una sola gota de
rocío al caer de una rama podría haber hecho más ruido que cualquiera de
esos pasos.
—¿Quuu-ién va?
Tú te casarías y yo estaría en medio todo el tiempo hasta que fuera lo
bastante mayor para vivir por mi cuenta. Irme a la cabaña podría haber sido
un buen plan para mí, al menos el primer año. O quizá fuera preferible no
regresar a casa demasiado pronto, mudarme al bungalow que había
pertenecido a papá y a mamá; trasladarme a la cabaña donde habíamos ido a
cazar y pescar antes de que la nieve terminara con todo eso.
Pero era primavera. Tenía que ser primavera. El ciervo que había cazado
había inclinado la cornamenta, la hierba del jardín abandonado del Castillo
Piedrazul era suave y corta. ¿Qué había sido del invierno?
Un rostro exquisito y anguloso, iluminado por un par de ojos brillantes
como la luna llena que asoma cerca del equinoccio otoñal, me miró unos
instantes para luego desaparecer.
Me incorporé. Allí no había nadie, excepto Valiente Berthold, que
dormía como un tronco. El búho guardaba silencio, aunque la brisa
nocturna murmuraba secretos a los árboles. Al tumbarme de nuevo, hice lo
posible por recordar el rostro que había visto. ¿Era verde? Sí, seguro que sí,
pensé, o al menos eso me había parecido.

Los árboles ancianos habían dado paso a los jóvenes, matorrales y


espigados alisos, cuando Valiente Berthold dijo:
—Aquí estamos.
No había ni rastro de la villa.
—Justo aquí —señaló con el bastón—, mira: allí discurre la calle. Las
casas a este lado, de espaldas al agua. En el otro, de espaldas a los campos.
Ésta de aquí era la casa de Uld, y enfrente la de Baldig. —Me cogió de la
mano—. ¿Recuerdas a Baldig?
No recuerdo qué respondí, aunque de todos modos no me escuchaba.
—Uld tenía seis dedos, igual que su hija Skjena. —Valiente Berthold
me soltó—. Llévame el bastón, ¿quieres, mozuelo? Te mostraré dónde nos
topamos con ellos.
Estaba a cierta distancia; tuvimos que atravesar arbolillos y matorrales.
Al cabo hizo un alto y señaló al frente.
—Ésa era nuestra casa, tuya y mía. Antes fue de papá. ¿Lo recuerdas?
Sé que no recuerdas a mamá, porque se marchó antes de que te destetaran.
Se llamaba Mag. Pasaremos la noche ahí; dormiremos donde se alzaba la
casa, por los viejos tiempos.
No tuve entrañas para decirle que yo no era su hermano.
—¡Ahí! —Me condujo otros cien metros al norte, más o menos—. Aquí
es donde vi por primera vez a Schildstarr. Había apostado a muchachos
como tú para que dispararan flechas y arrojaran piedras, pero todos ellos
escaparon. Algunos lograron disparar antes de salir corriendo, pero la
mayoría huyó en cuanto asomaron los angrborn.
Él se había plantado, y había luchado y caído. Consciente de ello, dije:
—Yo no habría huido.
Acercó su barbudo rostro al mío.
—¡Tú también lo hubieras hecho!
—No.
—Claro que sí —insistió al tiempo que blandía el bastón como si fuera
a darme.
—No lucharé contigo —dije—. Pero si intentas golpearme con eso, te lo
quitaré y lo romperé.
—¿No hubieras huido? —Intentaba no sonreír.
Convencido de lo que decía, negué con la cabeza.
—No, aunque fueran tan altos como ese árbol.
Bajó el bastón y se apoyó en él.
—No lo eran. Hasta la primera rama de ahí, la grande, quizá. ¿Cómo
sabes que no hubieras huido?
—Tú no lo hiciste —respondí—. ¿Acaso no somos como dos gotas de
agua?
Mucho antes de ponerse el sol habíamos despejado un trecho donde
dormir en el lugar donde se había levantado la vieja casa, y encendimos un
nuevo fuego en la vieja chimenea. Valiente Berthold habló durante horas de
su familia y de Griffinsford. Al principio, escuché sobre todo por
educación; a medida que se alargaron las sombras, descubrí que me
interesaba a pesar de todo. No había escuela, ni doctor ni policía. Durante
largos intervalos de tiempo los viajeros cruzaron por ahí el Griffin,
vadeando el agua fría de las montañas que apenas les llegaba a las rodillas.
Cuando los habitantes del pueblo tenían suerte, les vendían comida y les
proporcionaban alojamiento; cuando no la tenían, no había más remedio
que luchar para proteger las propiedades y el ganado.
Si los angrborn eran gigantes, los osterlingas, que a menudo aparecían
en verano, eran demonios que se alimentaban de carne humana para
recuperar la humanidad que habían perdido. Los elfos aparecían como la
niebla en todas las estaciones y desaparecían como el humo.
—Hombres musgo y salamandras, principalmente —me contó Valiente
Berthold—. O los pequeños bodachan. A veces ayudaban. Encontraban el
ganado que se había extraviado y luego pedían sangre a cambio. —Desnudó
el brazo—. Me clavaba una espina y les daba una o dos gotas. Ésos no son
más que fango.
Asentí para darle a entender que comprendía de lo que me estaba
hablando, aunque no tenía la menor idea.
—Tú estabas aquí conmigo entonces, sólo que no hablabas así. Papá me
crío y yo te crié a ti. Diría que tuviste la sensación de que eras un estorbo,
porque yo perseguía a Gerda. La joven más bonita que han visto mis ojos;
lo teníamos todo planeado.
No tuve que preguntar qué sucedió.
—Te marchaste y creí que volverías en uno o dos años, cuando nos
hubiéramos instalado. Y mira, hasta ahora no has vuelto. ¿Cómo era el
lugar al que fuiste?
Intenté recordarlo, pero lo único en lo que podía pensar era en que los
mejores momentos de mi vida los había pasado a la intemperie, o en un
bote, o entre los árboles.
—¿No tienes nada que responder a eso?
—Sí. —Le mostré las dos puntas de flecha que conservaba—. Puesto
que aún nos quedan unas horas de luz, me gustaría ponerles un asta.
—¿Se partieron?
Asentí.
—Fue al caer el venado. Había pensado que si encontraba más madera
del mismo tipo que la del arco, las nuevas astas no se partirían.
—¿Talarías un árbol por un par de flechas?
—Una o dos ramas, nada más —respondí al tiempo que negaba con la
cabeza—. Y si pudiera encontrar uno de los frutos del año pasado, plantaría
las semillas.
Se puso en pie, no sin cierto esfuerzo.
—Te mostraré uno, siempre y cuando no haya desaparecido.
Me condujo a unos matorrales, y, arrodillado, tanteó la hierba hasta
encontrar un tocón pequeño.
—Un mandarino —dijo—. Lo plantaste antes de marcharte. Estaba en
mi terreno, y no permití que nadie lo talara. Pero, alguien lo hizo cuando yo
no estaba mirando.
No dije nada.
—Aunque podría haber rebrotado. —Se levantó de nuevo con la ayuda
del bastón—. A veces lo hacen.
Tras arrodillarme, saqué una de las semillas que me quedaban en la
bolsa y la planté cerca de donde se hallaba el tocón. Al levantarme de
nuevo, Valiente Berthold tenía el rostro surcado de lágrimas. Nos alejamos
de allí, y se detuvo a señalar con el bastón la maleza de arbolillos y
matorrales que se extendía ante nuestras miradas.
—Aquí estaba mi cebadal. ¿Ves ese enorme árbol al fondo? Ven.
A medio camino, señaló una mancha verde brillante.
—Ahí lo tienes. Al contrario que la mayoría de las hojas, las del
mandarino no caen. Verdes todo el invierno, como el pino.
Nos acercamos juntos. Era un estupendo ejemplar joven, de unos seis
metros de altura. Lo abracé.
Quizá debería hablar más largo y tendido acerca del mandarino, pero en
realidad sé pocas cosas. La mayor parte de los árboles que tenemos en
Estados Unidos también pueden encontrarse en Mythgarthr: robles, pinos,
arces y demás. Pero el mandarino es el único árbol que conozco que crece
también en Aelfrice. El cielo de Aelfrice no resulta tan extraño hasta que
uno lo mira de cerca y ve la gente que lo habita y, a veces, oye las voces que
arrastra el viento. Ahí el tiempo se mueve muy lentamente, aunque no
seamos conscientes de ello. Sólo los árboles y la gente resultan peculiares la
primera vez que uno los ve. Creo que el mandarino es más propio de este
lugar que de Mythgarthr o de Estados Unidos.
4
Sir Ravd
—¡Muchacho! —voceó el caballero montado a lomos del caballo pardo
—. Ven aquí, muchacho. Queremos hablar contigo.
—No te haremos daño —añadió el escudero.
Me acerqué con cautela; si algo aprendí durante el tiempo que pasé con
Valiente Berthold en aquellos bosques, fue a cuidarme de los extraños.
Además, tenía muy presente al caballero del dragón que se había esfumado
ante mis ojos.
—¿Conoces el bosque, mozo?
Asentí, prestando más atención al caballo y a las armas que a lo que me
había dicho.
—Necesitamos un guía, un guía para el resto de lo que queda de jornada
y puede que para mañana también. —El caballero sonreía—. Estamos
dispuestos a pagarte un escieldo por día. —Como yo no respondía, añadió
—: Muéstrale la moneda, Svon.
El escudero sacó una moneda de plata de la bolsa que guardaba en su
cinto. A su espalda, el imponente bayo que llevaba de las riendas dio un par
de impacientes coces, al tiempo que resoplaba.
—También te daremos de comer —prometió el caballero—. O si nos
proporcionas comida con ese arco que llevas a la espalda, pagaremos
gustosos por ella.
—Compartiré lo mío sin necesidad de pago alguno —respondí—, si
compartís conmigo lo vuestro.
—Noble gesto.
—Pero ¿cómo voy a tener la seguridad de que no acabaré con la bolsa
vacía y un bastonazo en la oreja cuando anochezca?
Svon escondió el escieldo cerrando el puño con fuerza.
—Y cómo tendremos nosotros la seguridad de que no planeas
conducirnos a una emboscada, ¿eh?
—En lo que al bastonazo respecta, te doy mi palabra —afirmó el
caballero—. Aunque no tienes motivo alguno para confiar en ella. Sin
embargo, voy a solucionar ahora mismo lo del pago. —Tocó con el dedo
índice el puño crispado de Svon; después de que éste le tendiera la moneda,
el caballero me la lanzó—. Ahí va el pago por lo que queda de día, hasta el
anochecer, y no te preocupes, que no te la quitaremos. ¿Nos guiarás?
Estaba mirando la moneda, en una de cuyas caras se perfilaba la efigie
de un joven rey de porte severo, mientras que en la otra aparecía un escudo.
El escudo mostraba la imagen de un monstruo compuesto de tres partes,
tercio caballo, tercio mujer y tercio pez. Pregunté al caballero adonde quería
que lo guiara.
—Al pueblo más cercano. ¿Cómo se llama?
—Glennidam —respondí. Había estado allí con Valiente Berthold.
El caballero miró a Svon, que negó con la cabeza. Al volverse hacia mí,
el caballero preguntó:
—¿Cuántos habitantes?
Había nueve casas: solteros que vivían con los padres y ancianos que
vivían con los hijos casados. Calculé tres adultos por casa... Pregunté si
debía incluir a los niños.
—Si quieres. Pero no a los perros. —Este comentario debió de
escucharlo algún bodachan.
—En tal caso, calculo que unos cincuenta y tres. Eso si incluimos al
recién nacido de la esposa de Seaxneat. Aunque no sé su nombre, ni el de su
madre.
—¿Buena gente?
No lo creía así, de modo que negué con la cabeza.
—Ah. —La sonrisa del caballero estaba teñida de una alegría torva—.
Llévanos a Glennidam, pues, sin demora. Ya habrá tiempo de presentarnos
por el camino.
—Soy Able del Gran Corazón.
Svon rió.
El caballero se llevó la mano a la cofia de acero.
—Yo soy Ravd de Redhall, Able del Gran Corazón. Mi escudero se
llama Svon. Y ahora, partamos.
—Puede que lleguemos hoy mismo, pero será tarde —advertí a Ravd.
—Más razones, pues, para apresurarnos.
Aquella noche acampamos junto a un arroyo llamado Wulfkil, donde
Svon y yo levantamos la tienda de loneta a rayas rojas y doradas en cuyo
interior dormiría Ravd. Llevaba yesca y pedernal, de modo que encendí un
fuego y cenamos pan duro, cebollas y carne en salazón.
—Quizá tu familia se preocupe por ti —dijo Ravd—. ¿Tienes esposa?
Sacudí la cabeza y añadí que Valiente Berthold había dicho que yo aún
era demasiado joven para esas cosas.
Ravd asintió, serio.
—¿Y para cuándo?
Pensé en la escuela, en que me gustaría ir al instituto si algún día
regresaba a casa.
—Dentro de unos años.
Svon comentó burlón:
—Dos ratas que se morirán de hambre en la misma ratonera.
—Espero que no.
—Ah, ¿de veras? Y ¿cómo vas a mantener a una familia?
—Ella me dirá cómo —respondí con una sonrisa torcida— De ese modo
sabré cuándo la he encontrado.
—¿Eso hará? Vaya, ¿y si no puede? —Se volvió hacia Ravd en busca de
alguna muestra de apoyo, pero no recibió ninguna.
—En ese caso, ¿valdría la pena casarse? —pregunté.
Ravd rió.
Svon me señaló con el dedo:
—Algún día te daré una lee...
—Antes de dar lecciones tendrás que aprender unas cuantas —le dijo
Ravd—. Entretanto, creo que Able se basta y se sobra para enseñarnos a
nosotros. Dime Able, ¿quién es Berthold?
—Mi hermano. —Eso era lo que respondía a los demás, Ben; era
consciente de que Valiente Berthold estaba convencido de ello.
—Mayor que tú, puesto que te da consejos.
—Así es, señor.
—¿Dónde están tus padres?
—Nuestro padre murió hace cuatro años —respondí a Ravd—, y mi
madre se fue al poco de nacer yo. —Es tan cierto donde tú estás como lo es
aquí.
—Lamento oír eso. ¿Alguna hermana?
—No, ninguna. Nuestro padre crío a mi hermano y mi hermano me crió
a mí.
Svon rió de nuevo.
Me sentía muy confuso entonces, pues los recuerdos del hogar se
mezclaban con las historias familiares que me había contado Valiente
Berthold, de su familia, que se suponía que también era mía. Todo
pertenecía al pasado, y aunque en la actualidad Estados Unidos dista mucho
de este lugar, el pasado está formado de recuerdos y narraciones que nadie
lee y que nadie puede leer. Este lugar y aquel lugar se mezclaban como los
libros de una biblioteca escolar, tantas cosas colocadas en la estantería
equivocada que nadie recuerda para qué sirven.
—A juzgar por lo que me has dicho, tu hermano y tú no vivís en
Glennidam. Hubieras sabido el nombre de la esposa de Seaxneat, y también
el nombre de su recién nacido, sobre todo considerando que el lugar apenas
tiene más de cincuenta habitantes. ¿En qué pueblo vives?
—No vivimos en un pueblo —expliqué—. Vivimos a nuestro aire, y en
general rehuimos la compañía de los demás.
—Bandidos —susurró Svon.
—Puede que sí. —Ravd se encogió de hombros; fue un gesto
imperceptible, pues aquel movimiento apenas alcanzó la altura de una
brizna de hierba—. ¿Me guiarías a tu casa si te lo pidiera, Able?
—Es la casa de Valiente Berthold, no la mía, señor —dije mirando a
Svon.
—Pues a la casa de tu hermano. ¿Nos llevarías allí?
—De mil amores, aunque no se trata de un lugar espléndido, tan sólo de
una cabaña. —Pensé que Svon iba a decir algo; no lo hizo, de modo que
añadí—: Debería convertirme en un bandido, como dice Svon. Entonces
tendríamos una casa estupenda con puertas, paredes gruesas y comida en
abundancia.
—Hay bandidos en este bosque, Able —me dijo Ravd—. Se hacen
llamar Compañías Libres. ¿Acaso ellos tienen tales cosas?
—Supongo que sí, señor.
—¿Lo has visto con tus propios ojos?
Negué con la cabeza.
—Cuando nos encontramos, Svon temió que nos condujeras a una
emboscada. ¿Crees que las Compañías Libres nos tenderían una emboscada
sin más? ¿Siendo tres?
—Dos de nosotros lucharíamos —repliqué—. Svon echaría a correr.
—¡Yo no haría tal cosa!
—Huirás de mí antes de que ulule el búho. —Escupí al fuego—. Hasta
de dos gatos cojos y de una niña huirías como una liebre.
Se llevó la mano a la empuñadura de la espada. Sabía que tenía que
detenerlo antes de que desenvainara. Salté sobre el fuego y lo empujé al
suelo. Apartó la mano al caer, y me adelanté a él, le desenvainé la espada y
la arrojé a unos arbustos. Peleamos en el suelo como a veces hacíamos tú y
yo; él intentaba desenvainar la daga mientras yo hacía lo posible por
impedírselo. Nos acercamos demasiado al fuego y él se apartó. Pensé que
iba a desenvainar y acuchillarme, pero dio un brinco y se alejó corriendo.
Intenté sacudirme un poco el polvo y dije a Ravd:
—Podría devolverle el escieldo si quiere.
—«Puedo.» —No se había inmutado durante la pelea—. No hay mucha
diferencia, pero «puedo» es la expresión apropiada para este caso, si lo que
pretendes es expresar permiso, intención de obsequiar y cosas por el estilo.
Asentí con la cabeza. Aún no lo conocía bien y no estaba seguro de que
llegara a hacerlo.
—Siéntate y guárdate ese escieldo. Cuando regrese Svon, le ordenaré
que te entregue otro por la jornada de mañana.
—Creía que estaría enfadado conmigo.
Ravd sacudió la cabeza.
—Pronto ordenarán caballero a Svon. Su familia lo desea y él también,
así como su excelencia y yo, para el caso. Es por esa razón que lo logrará.
Sin embargo, antes de ordenarse tiene mucho que aprender. Yo le he
enseñado lo mejor que he podido.
—Y a mí —dije—. Por el uso de la expresión, del puedo y del podría.
—Gracias.
Transcurrió un rato en que ambos permanecimos callados, sumidos en
nuestros pensamientos. Al cabo, dije:
—¿Y yo? ¿Podría convertirme en caballero?
Fue la única vez en que vi sorprendido a Ravd, pero le bastó con abrir
un poco más los ojos.
—No podemos llevarte con nosotros, si es a eso a lo que te refieres.
Negué con la cabeza.
—Debo quedarme y cuidar de Valiente Berthold. Pero ¿algún día? Si
sigo aquí, claro.
—Creo que no te costaría mucho convertirte en caballero. ¿Qué hace
falta para considerar a un hombre un caballero, Able? Me interesaría
conocer tus ideas al respecto.
Me recordaba a la señora Sparreo; antes de responderle, sonreí.
—Y exponerlos bien.
Ravd sonrió a su vez.
—Si hay que exponerlos, mejor hacerlo bien, sí. Pero dime, ¿qué
diferencia a un caballero de cualquier otro hombre?
—Una cota de malla como la suya.
Ravd sacudió la cabeza.
—Entonces, un caballo imponente como Crinegra.
—No.
—¿Dinero?
—No, en absoluto. Mencioné lo de ordenarse cuando habláramos de mi
escudero. ¿Entendiste a qué me refería?
Respondí con un gesto que no.
—Ordenarse caballero es una ceremonia por la cual alguien autorizado
para oficiarla confiere al aspirante la condición de caballera. Permíteme
preguntártelo de nuevo. ¿Qué convierte a un hombre en caballero, Able?
¿Qué lo distingue para que debamos darle un nombre distinto al de un
guerrero normal y corriente?
—La ceremonia, señor.
—La ceremonia lo convierte en caballero ante la ley, pero se trata de
una pura formalidad, un reconocimiento formal de algo que ha sucedido. La
ceremonia dice que consideramos a ese hombre un caballero.
Pensé en ello y también en Ravd, que era caballero.
—Fuerza y sabiduría. Ni una ni otra por separado, sino ambas a la vez.
—Ya vas acercándote. Quizá andes muy cerca. Es el honor, Able. Un
caballero es aquel que vive de forma honorable y muere honorablemente,
porque se preocupa más por su honor que por su propia vida. Si el honor le
exige luchar, lucha. No cuenta a sus enemigos ni mide su fuerza, puesto que
son detalles irrelevantes. No influyen en su decisión.
El viento y los árboles permanecían tan inmóviles que sentía como si
todo el mundo prestara atención a sus palabras.
—De igual modo, se comporta de forma honorable con el prójimo,
incluso cuando éste no lo corresponda con el mismo trato. Su palabra basta,
sin importar a quién pueda dársela.
Intentaba hacerme a una idea.
—Conozco a un hombre que decidió plantar cara a los angrborn,
armado tan sólo con una lanza y un hacha. No tenía escudo, ni armadura o
caballo, ni nada parecido. Quienes lo acompañaban querían huir, y algunos
lo hicieron. El no. ¿Era un caballero? No me refiero a mí.
—¿Qué lo empujó a luchar, Able? —preguntó con un hilo de voz.
—Lo hizo por Gerda y la casa. Por las cosechas que había sembrado y
por el ganado.
—En tal caso no es un caballero, aunque te confieso que me gustaría
mucho que se contara entre mis siervos.
Le pregunté si tenía muchos, puesto que, al margen de Svon, había
acudido solo al bosque.
—Más de los que desearía, pero no tantos tan valientes como ese
conocido tuyo. Daría las gracias hasta el último overcyno de Skai por un
centenar más, siempre y cuando fueran como ése.
—Es un buen hombre. —Pensaba en Valiente Berthold, en todo lo que
podría comprar con dos escieldos.
—Te creo. Y ahora duerme un poco. Mañana necesitaremos que estés
descansado.
—Antes querría pedirle un favor. —Ya me sentía de nuevo como un
crío, y esa sensación me impedía expresarme con soltura—. No me
propongo nada malo.
Ravd sonrió.
—Estoy seguro de ello.
—Me refiero a que no intentaré robarla, o hacerle daño con ella, ni a
usted ni a nadie. ¿Podría echarle un vistazo a su espada? Por favor. Sólo
será un minuto.
La desenvainó.
—Me sorprende que no me lo pidieras cuando era de día y podías verla
mejor. ¿Estás seguro de que no prefieres esperar a mañana?
—Ahora. Por favor. Me gustaría verla ahora. Prometo no volver a
pedírselo.
Me la tendió por la empuñadura; tuve la impresión de que era un ser
vivo, imbuido de calidez. La larga y recta hoja de doble filo tenía
incrustaciones de oro. La empuñadura de bronce y piel de caballo negro
estaba coronada por la cabeza dorada de un león. La observé antes de
empuñarla y esgrimirla, y descubrí algo sorprendido que sin pretenderlo me
había puesto en pie.
Tras uno o dos minutos esgrimiéndola en el aire, la coloqué de tal modo
que la luz del fuego bañara la parte de la hoja que se extendía justo a partir
de la guarda.
—Aquí hay algo escrito. ¿Qué significa?
—Lut. No sabes leer, ¿verdad?
Claro que podía leer.
—Verá, lo que pasa es que no entiendo esta escritura.
—Lut es quien la forjó. —Ravd extendió la mano y le devolví la espada,
cuya hoja limpió con una tela—. La espada se llama Doncella de batalla.
Lut es un famoso herrero de Forcetti, la ciudad de mi señor el duque
Marder. El tuyo, el duque Indigno, ha muerto. ¿Lo sabías?
—Supuse que habría muerto.
—Tenemos intención de asegurarnos estas tierras, pero me temo que es
un bocado demasiado grande para nosotros. —La sonrisa de Ravd se me
antojó algo irónica.
—¿Es el duque Marder quien figura en el escieldo que me dio?
Ravd negó con la cabeza.
—Es nuestro soberano, el rey Arnthor.
—¿Y eso que tiene en el escudo?
—Un nykr. Túmbate y duerme, Able. Mañana habrá tiempo para que
formules todas las preguntas que tengas.
—¿Es real?
—¡A dormir! —Uno no discutía las órdenes de Ravd cuando las
expresaba de esa manera. Me tumbé, le di la espalda al fuego y me quedé
dormido en cuanto cerré los ojos.
5
UNOS OJOS TERRIBLES
Me despertó el rumor de una discusión acalorada. Oí las voces de Svon
y Ravd, y pensé que si no quería empezar otra riña lo mejor que podía hacer
era seguir ahí tumbado y prestar atención.
—Tropecé —dijo Svon.
—¿Nadie te empujó? —preguntó Ravd.
—¡He dicho que tropecé!
—Ya sé lo que te pasó. Sólo quería asegurarme. Tuve la impresión de
que alguien te empujó por la espalda. ¿Me equivoco?
—¡Sí!
—Entiendo. Llevas de nuevo la espada.
—La encontré entre los matojos. ¿Cree que iba a volver sin ella?
—No veo por qué no. —Ravd parecía interesado en aquel particular—.
Si te refieres a que podrías necesitarla para defenderte de nuestro guía, la
verdad es que la espada no te sirvió de mucho hará una hora.
—Podrían atacarnos.
—¿Los bandidos? Sí, supongo que sí.
—¿Va a dormir con la armadura puesta?
—Por supuesto. Es una de las cosas que debe aprender a hacer todo
caballero. —Ravd lanzó un suspiro—. Mucho antes de que naciéramos, un
hombre sabio dijo que sólo había tres cosas que debía aprender un
caballero. Creo que te las conté hace una semana, aunque puede que haya
pasado más tiempo. ¿Podrías repetírmelas?
—Cabalgar. —Parecía como si le arrancaran las palabras a la fuerza—.
Esgrimir la espada.
—Muy bien, ¿y qué más?
—Decir la verdad.
—Excelente —murmuró Ravd—. Excelente. ¿Quieres que empecemos
de nuevo? ¿O prefieres prescindir de esa parte?
Si Svon respondió algo, no pude oírlo.
—¿Sabes? Llevo aquí sentado desde que echaste a correr. Al principio
charlé con nuestro guía, y luego, cuando se fue a dormir, estuve hablando
solo. En otras palabras, estuve pensando. Una de las cosas en las que pensé
fue en cómo arrojó la espada. Lo vi. Puede que tú también lo vieras.
—No quiero hablar de eso.
—Entonces no tienes por qué hacerlo. Sin embargo, yo sí tendré que
hacerlo, ya que tú rehúyes el asunto. Cuando un hombre arroja un objeto tan
pesado como una espada o una lanza, recurre a todo el peso del cuerpo: a
las piernas y el torso, al igual que a la fuerza del brazo. Able no lo hizo. Se
limitó a arrojar la espada igual que un hombre se desharía del corazón de
una manzana. Creo que...
—¿Y a quién le importa lo que crea usted?
—Vaya, pues a mí. —Ravd empleó un tono de voz, frío como el acero,
que parecía más peligroso incluso—. También a ti debería importarte, Svon.
Sir Sabel me venció dos veces: una a golpes, y otra con la parte plana de la
espada. Serví de escudero de sir Sabel durante doce años. Sin duda te lo
habré contado.
Puede que Svon asintiera, pero no pude verlo.
—Lo hizo con la parte plana de la hoja de la espada porque le ataqué.
Tenía todo el derecho del mundo a matarme, pero era un caballero bueno y
misericordioso, mejor caballero de lo que yo seré jamás. Me pegó en otra
ocasión por algo que dije, o por algo que no dije. Jamás descubrí
exactamente a qué se debió. En ese momento estaba borracho, claro que
todos nos emborrachamos de vez en cuando, ¿no?
—Usted no.
—Dado que estaba borracho, me sentí menos humillado de lo que me
habría sentido en otras circunstancias. Quizá le dije que no me importaba
nada lo que creyera. Sí, eso parece muy probable.
»Able arrojó la espada como si de un puñado de estiércol se tratara.
Creo haber dicho algo parecido ya. Se limitó a apartarla de sí, en otras
palabras, sin poner especial empeño en lanzarla lejos. En el caso de que
fueras tú el que se deshiciera así de la espada, tendría que castigarte. Con la
lengua, quiero decir.
Svon habló entonces, pero no pude oír lo que dijo.
—Podría ser. Me refiero a que tu espada no pudo ir a parar muy lejos.
Tres o cuatro pasos, diría. Cinco como mucho. Aun así, no te oí buscarla en
la oscuridad, y esperaba que lo hicieras. No dejé de prestar atención a ver si
te oía.
—Di con ella al alejarme —dijo Svon—. No fue necesario buscarla.
—Uno decide no mentir, pero sucede que esa decisión se pospone hasta
la próxima vez que deba responder a algo. Nunca ahora, sino la siguiente
vez —señaló Ravd en tono cansino.
—¡No miento!
—Claro que sí. Diste con la espada a cuatro pasos al sureste de donde
estoy sentado. No mascullaste una sola palabra de asombro, exclamación o
sorpresa. Te inclinaste en silencio para recogerla. Tuviste que tantear en
busca de la empuñadura, supongo, porque en plena oscuridad no querrías
ponerle la mano encima a la afilada hoja. Luego la envainaste en la vaina de
madera forrada de cuero sin emitir un solo ruido. Al cabo, regresaste al
campamento desde poniente y tropezaste con algo con tal ímpetu que a
punto estuviste de caer sobre el fuego.
Svon lanzó un gemido como de dolor, pero no dijo palabra.
—Debías de estar corriendo para tropezar de esa manera y estar a punto
de caerte, ¿verdad? ¿Corrías por un bosque desconocido en la oscuridad?
—Algo me puso la zancadilla.
—Ah, por fin confiesas. Al menos, eso espero. ¿Y qué fue?
—Lo ignoro. —Svon exhaló—. Eché a correr. ¿Acaso me persiguió ese
patán?
—No —respondió Ravd.
—Pensé que sería él, y mientras corría topé con alguien. No creo que se
tratara realmente de una persona, sino de un espectro... o algo así.
—Interesante.
—Eran varios. —Svon pareció envalentonarse—. No sabría decir
cuántos. Cuatro o cinco.
—Continúa. —No pude discernir si Ravd daba crédito a las palabras del
escudero.
—Me devolvieron la espada y me trajeron aquí; luego me empujaron
hacia el fuego, con fuerza, como usted dice.
—¿Te dijeron algo?
—No.
—¿Les diste las gracias por devolverte la espada?
—No.
—Quizá te entregaron una carta o te hechizaron. ¿Qué me dices?
—No.
—¿Se llevaron nuestros caballos?
—No lo creo.
—Ve a comprobarlo, por favor, Svon. Asegúrate de que estén bien
atados y de que no nos los hayan robado.
—Yo no... Sir Ravd...
—¡Ve!
Svon rompió a llorar, y entonces quise incorporarme y decir algo,
cualquier cosa que pudiera hacerle sentir mejor, ofrecerme quizá a
comprobar el estado de los caballos, aunque probablemente eso hubiera
empeorado las cosas.
Cuando dejó de llorar, Ravd dijo:
—Te han asustado de veras, fueran quienes fuesen. Les tienes más
miedo a ellos del que puedas tenerme a mí o al guía. ¿Nos están
escuchando?
—No lo sé. Eso creo.
—¿Y temes que si confías en mí puedan castigarte por ello?
—¡Sí!
—Lo dudo. Si de veras están escuchando, se habrán percatado de que
no confías en mí. Able, sé que estás despierto. Levántate, anda, y mírame.
Así lo hice.
—¿Cuánto llevas escuchando la conversación?
—Lo he escuchado todo, o casi todo. ¿Cómo supo que estaba despierto?
—Tienes el sueño agitado, y mientras dormías te habrás movido media
docena de veces; incluso en un par de ocasiones estuviste a punto de hablar.
Hubo una vez en la que te pusiste a roncar un poco. Cuando fingías estar
dormido, no moviste un solo músculo y no mascullaste una palabra, aunque
hablábamos en voz alta a dos pasos de ti. Estabas despierto o muerto.
—No quería que Svon se sintiera peor de lo que se sentía.
—Admirable.
—Lamento haber arrojado tu espada, Svon —dije.
—¿Sabes con quién se topó Svon, quién nos lo devolvió?
No tenía la menor idea. Sacudí la cabeza.
Svon se sorbió los mocos de la llorera.
—Me dieron un mensaje para ti, Able. Querían que supieras que tu
compañero de juegos te está buscando.
Creo que lo miré con los ojos desmesuradamente abiertos.
—¿Quiénes son estos amigos tuyos, Able? —preguntó Ravd.
—Creo...
—¿Los bandidos?
Negué con la cabeza.
—No lo creo. ¿Podrían ser los elfos?
Ravd meditó mi respuesta antes de preguntar a Svon:
—¿Te habías propuesto matar a Able?
—Sí. —No tenía lágrimas en los ojos; desenvainó la daga y me la
tendió—. Quería matarte con esto. Puedes quedártela si quieres.
La inspeccioné. La punta dibujaba una curva, pero la hoja era recta y
larga.
—Es una saxe. —Svon hablaba como si estuviéramos comiendo juntos
y charláramos para pasar el rato—. Es como la que llevan los gigantes de
hielo. Claro que la suya es mucho mayor.
—¿Ibas a matarme con esto? —pregunté. Él asintió.
—¿Por qué nos lo cuentas ahora, Svon? —preguntó Ravd.
—Porque me ordenaron darle el mensaje en cuanto despertara, y creo
que nos están escuchando.
—Eso has dicho.
—Confiaba en que usted se iría a dormir. Entonces lo hubiera
despertado para susurrárselo. Eso es lo que pretendía hacer.
—De ese modo, no habrías tenido que contarme lo sucedido.
Svon asintió.
—No la quiero —dije al tiempo que le devolvía la daga—. Ya tengo un
cuchillo, y me gusta más.
—Quizá sea un buen momento para que nos lo cuentes todo —dijo
Ravd, y así lo hizo Svon.
—No topé con ellos como dije. Me di contra el tronco de un árbol
mientras corría, y me caí al suelo. Me puse en pie en cuanto pude y rodeé el
campamento de lejos, pero a la distancia necesaria para no perderlo de
vista. Cuando me situé en el lado donde descansaba Able, me acerqué todo
lo que me atreví, bastante cerca. Dice usted que me habría oído de haber
encontrado yo la espada. No lo creo, ya que no me oyó cuando me acerqué.
Esperé a que se fuera a dormir. Cuando estuviera seguro de que dormía, me
hubiera acercado a matarlo tan silenciosamente como pudiera, para luego
arrastrar el cadáver y ocultarlo. No hubiera regresado hasta mañana por la
tarde, y usted hubiera pensado que sencillamente Able había huido.
»Me aferraron por la espalda; hicieron aún menos ruido que yo. Tenían
espadas y arcos. Me llevaron a un claro donde pude verlos un poco a la luz
de la luna, y me dijeron que si hacía daño a Able yo les pertenecería. Que
tendría que servirlos como esclavo el resto de mi vida.
Ravd se acarició la barbilla.
—Me dieron ese mensaje y me obligaron a repetirlo siete veces, y jurar
también por mi espada que haría todo cuanto les prometí hacer.
—¿Tenían tu espada?
—Sí. —El tipo de sarcasmo que tan bien llegaría a conocer asomó en el
tono de Svon—. Aunque no sé cómo se las apañaron para cogerla sin que
usted lo escuchara.
Recordé las cosas que me había contado Valiente Berthold y le pregunté
si eran negros.
—No. No sé de qué color eran, pero no era negro. Me parecieron
pálidos a la luz de la luna.
—Able cree que podrían ser elfos —dijo Ravd—. Yo también. Doy por
sentado que no se presentaron.
—No, aunque... ambos podríais tener razón. Estoy seguro de que no
eran como nosotros.
—Nunca los he visto. ¿Y tú, Able?
—No, que yo recuerde —respondí—, aunque Valiente Berthold sí los ha
visto. Dice que los que lo molestaron eran como ceniza o carbón.
Ravd se volvió hacia Svon.
—Debes contarme todo lo que recuerdes acerca de ellos, y sé fiel a la
verdad. ¿O acaso te coaccionaron para mentirnos?
Svon sacudió la cabeza.
—Me dijeron que debía comunicar el mensaje a Able cuando
despertara, y que no le hiciera daño alguno. Eso fue todo.
—¿Por qué Able es tan valioso para ellos?
—No me lo contaron.
—¿Tú lo sabes, Able?
—No. —Quise entonces que Ravd no se hubiera percatado de que
estaba despierto—. Me quieren para hacer algo, pero no sé qué será.
—Entonces ¿cómo sabes que te quieren para hacer algo? —preguntó
Svon.
No respondí.
—Nuestro monarca nació en Aelfrice —me contó Ravd—, al igual que
su hermana, la princesa Morcaine. Puesto que no reconociste la efigie de la
moneda, dudo que lo supieras.
—No lo sabía —admití.
—Dudo también que mi escudero lo crea así, o al menos supongo que
no lo hacía hasta ahora, pues es posible que haya cambiado de opinión.
—La gente habla como si Aelfrice fuera un país extranjero, como
Osterlandia —me dijo Svon—. Sir Ravd afirma que se trata en realidad de
otro mundo. Si así es, no sé cómo la gente iba a venir al nuestro, o viajar
allí.
Ravd se encogió de hombros.
—Y yo, que nunca lo he hecho, no puedo decirte cómo. Sin embargo, sí
puedo decirte que no es de sabios negar la existencia de todo aquello que no
alcanzamos a comprender. ¿Cómo iban vestidos quienes te apresaron? ¿Te
fijaste en ello?
—Que yo recuerde iban desnudos. Tanto como puedan estarlo los niños
pobres. Eran altos, eso sí, más que yo, y muy delgados. —Se le atragantó la
saliva al tragar—. Tenían unos ojos terribles.
—¿Terribles en qué sentido?
—No podría explicarlo. Era como si retuvieran la luz de la luna y la
hicieran arder. Dolía mirarlos.
Ravd se sentó y permaneció en silencio durante uno o dos minutos
mientras se acariciaba la barbilla.
—Una última pregunta, Svon, antes de que te vayas a dormir. Antes de
que todos nosotros nos vayamos a dormir, pues ya es tarde y tenemos que
levantarnos temprano. Dijiste que eran cuatro o cinco. ¿Cuántos eran en
realidad?
—Cuatro o cinco, no estoy seguro.
—Able, echa un poco más de leña al fuego ya que estás de pie. ¿De
cuántos podrías estar seguro, Svon?
—Cuatro. Tres eran hombres. Varones o como quiera que se diga. Creo
que es posible que fueran más.
—Entiendo que el cuarto era una mujer. ¿Ella te habló?
—No.
—¿Cuántos de esos varones lo hicieron?
—Tres.
Ravd bostezó ostensiblemente, tanto que me pareció puro teatro.
—Duerme, Svon. Duerme si es que puedes.
Svon se tumbó en la manta.
—Creo que estarás a salvo, Able —dijo Ravd—. Al menos en lo que a
Svon respecta.
Supongo que asentí al oír eso, aunque estaba pensando en cómo otro
mundo podía parecer simplemente otro país, y en los ojos amarillos de
felino que ardían al reflejarse en ellos la luz de la luna.
6
HE VISTO ALGO
Llegamos a Glennidam a media mañana, y Ravd reunió a la gente, a
todos los hombres y las mujeres, y también a algunos niños. Luego hundió a
Doncella de batalla en un tocón que Svon y yo le habíamos procurado.
—Se os convida a jurar fidelidad a nuestro señor, el duque Marder —les
dijo—. No os haré jurar, sois libres de negaros si es lo que deseáis. No
obstante, debéis saber que informaré de aquellos que se nieguen a jurar
lealtad.
Después de oír aquellas palabras todos juraron. Apoyaron ambas manos
en la cabeza de león de la espada y repitieron el juramento a medida que
Ravd lo pronunciaba en voz alta.
—Ahora me gustaría conversar con algunos de vosotros, de uno en uno
—anunció. Escogió a seis hombres y seis mujeres, y nos ordenó a Svon y a
mí vigilar al resto mientras charlaba con el primero en la antesala de la casa
más espaciosa del pueblo. Estuvo hablando con el primero durante una
hora, y quienes aguardaban se impacientaron, pero Svon llevó la mano a la
espada y a voz en grito logró que se calmaran.
Finalmente salió de la sala el primero, sudoroso e incapaz de mirar a los
ojos a los once restantes, y Ravd llamó a la primera de las mujeres. Ésta
entró temblando, y los minutos pasaron lentos. Una mosca azul brillante,
gorda por la carroña, zumbó a mi alrededor hasta que la espanté, y luego lo
hizo alrededor de Svon, hasta que finalmente se centró en un hombre enjuto
de barba negra a quien los demás llamaban Toug. Parecía demasiado
abatido para espantar siquiera al insecto.
La mujer asomó al umbral, el rostro surcado de lágrimas.
—¿Able? ¿Quién es Able? Quiere hablar contigo.
Entré, y la mujer se sentó en un taburete de ordeñar frente a Ravd.
El caballero, sentado en una banqueta con respaldo, dijo:—Able, ésta es
Brega. Le permito sentarse puesto que es una mujer. Los hombres se
quedan de pie. Brega me ha contado que hay un hombre llamado Seaxneat
que mantiene buenas relaciones con los bandidos, hasta tal punto que en
ocasiones los ha invitado a comer. ¿Comprendes por qué te he hecho pasar?
—Sí, señor. Aunque no creo que pueda serle de mucha ayuda.
—Si no averiguamos nada de ti, es muy posible que averigües algo de
nosotros —dijo entonces Ravd a la mujer—. A ver, Brega, quiero explicarte
cuál es tu situación. De hecho, tengo que explicártela porque dudo que la
entiendas.
Brega, que ya no era joven y tenía una complexión delgada, sorbió y
secó las lágrimas con la punta del delantal.
—Temes que Able diga a los demás que me has hablado de Seaxneat.
¿Se trata de eso?
Ella asintió.
—No lo hará, pero en realidad el peligro que te acecha es mayor que
ése. ¿Os conocéis, por cierto?
Ella negó con la cabeza al tiempo que yo respondía que no.
—Me has hablado de Seaxneat, y por supuesto yo intentaré dar con él y
mantener una conversación. Quienes esperan ahí afuera sabrán que
hablamos, y cuánto más tiempo pases aquí, más creerán que me has
contado. ¿Comprendes lo que te digo?
—S... Sí.
—¿Os han robado alguna vez a ti o a tu marido?
—Me dejaron inconsciente. —Las lágrimas le asomaron de nuevo a los
ojos y estuvo llorando unos minutos.
—¿Sabes cómo se llama el bandido que te golpeó?
Ella negó con la cabeza.
—Pero si lo supieras me lo dirías, ¿verdad? No tendría sentido que me
ocultaras su nombre cuando me has contado ya tantas cosas. ¿Lo entiendes?
—Fue Egil.
—Gracias. Brega, has hecho un juramento, el más solemne juramento
que puede hacer una mujer. Has reconocido al duque Marder como tu señor
y has jurado obedecerle en todo. Si no haces honor a ese juramento, Hel
condenará tu espíritu a Muspel, el Círculo de Fuego. Los sacrificios que
hayas podido ofrecer a los elfos no te salvarán. Doy por sentado que ya
sabes todo eso.
Ella asintió.
—Me hallo aquí porque el duque Marder me encargó venir. De no haber
sido por eso, estaría sentado a mi propia mesa en Redhall, o atendería a mis
caballos allí. Hablo en nombre del duque Marder, de modo que es como si
él mismo estuviera aquí porque soy su caballero.
La mujer sorbió de nuevo antes de decir:
—Lo sé.
—Es más, los bandidos se vengarán de ti y de todo el pueblo si quedan
en libertad para hacerlo. Egil, que te golpeó, llegará más lejos esta vez. Es
tu oportunidad de vengarte, de hacerlo con palabras que valen más de lo
que las espadas puedan valer para el duque Marder y para mí. ¿Sabes de
alguien más que esté en buenas relaciones con los bandidos? ¿De alguien en
concreto?
Ella negó con la cabeza.
—Sólo Seaxneat. ¿Cómo se llama su mujer?
—Disira.
—¿De veras? —Ravd se mordió el labio—.Tiene un gran parecido con
el nombre de una reina que se pronuncia en el juramento de los hombres.
¿Sabes de qué nombre te hablo?
—No. No lo digo.
—¿Y ella? No pronunciaré su nombre. La mujer de la que hablamos. La
esposa de Seaxneat. ¿Ha mencionado ella a esa reina en tu presencia?
—No —repitió Brega.
Ravd suspiró.
—Able, ¿reconocerías a Seaxneat si lo vieras? Piénsalo bien antes de
responder.
—Estoy seguro de que lo haría, señor —respondí.
—Descríbelo, por favor, Brega.
La mujer se limitó a mirarnos con los ojos muy abiertos.
—¿Es alto?
—Más que yo. —Levantó las manos a treinta centímetros de distancia
para indicar la altura.
—¿Barba negra?
—Roja.
—¿Un ojo? ¿Nariz rota? ¿Pata de palo?
Ella rechazó con un gesto todos aquellos posibles rasgos.
—¿Qué más puedes contarme acerca de él?
—Es gordo —respondió con aire pensativo—, y camina tal que así. —
Se levantó e intentó imitar el paso de Seaxneat al caminar patizambo.
—Comprendo. Able, ¿casa esto con tus recuerdos? Gordo, barba roja,
los andares...
Así era.
—Cuando hablamos antes, no nombraste a la esposa de Seaxneat. ¿Fue
porque ignorabas su nombre o porque eres demasiado prudente para decirlo
en voz alta?
—Porque no lo sabía, señor. No temo decir Disira.
—En tal caso, sería más prudente por tu parte no decirlo a menudo.
¿Sabes qué aspecto tiene?
—Es pequeña, pelo negro y piel muy blanca. No me pareció una mujer
particularmente atractiva cuando Seaxneat nos engañó a Valiente Berthold y
a mí, aunque las he visto más feas.
—¿Brega? ¿La conoce él?
—Creo que sí. —La mujer, que no había dejado de secarse los ojos,
volvió a hacerlo.
—Muy bien. Presta atención, Able. Puede que no me escucharas cuando
te hablé del nombre de esa mujer, pero al menos presta atención ahora.
Quiero que recorras el pueblo en busca de esos dos. Cuando encuentres a
uno u otro, o a ambos, tráemelos si es posible. Si no puedes, vuelve aquí y
dime dónde encontradlos. Brega se habrá marchado ya, pero lo más
probable es que hable con el resto. No temas interrumpirme.
—Sí, señor.
—Por supuesto, quiero a Seaxneat. Pero también quiero a su mujer.
Probablemente no esté al corriente de todos sus asuntos, pero podrá
contarnos más. Como ha dado a luz hace poco, es muy posible que siga
aquí. Ahora, vete.

Hice un alto a las afueras de Glennidam para recorrer con la mirada los
campos. Había buscado sin éxito hasta la última habitación de la última
casa del pueblo, así como en cobertizos y establos. No había encontrado ni
rastro de Seaxneat o de su mujer. Ravd me había dicho que lo interrumpiera
si los encontraba, pero no creí que le gustara que lo interrumpiera para
informarle de que no había dado con ellos.
Y Ravd estaba en lo cierto, me dije entonces. Una mujer con un recién
nacido no estaría en condiciones de viajar lejos. Había muchas
posibilidades de que cuando conociera la llegada de un caballero a
Glennidam no hubiera huido más allá de la linde del bosque, donde podría
sentarse a la sombra para cuidar del pequeño. Si me alejaba del pueblo para
buscarla ahí... Mientras intentaba convencerme de que aquello era lo mejor
que podía hacer, pronuncié su nombre en un susurro:
—¿Disira? ¿Disira?
De pronto me pareció haber visto su rostro entre las ramas y las hojas de
los árboles a la entrada del bosque. Por un instante, pensé que había sido un
espejismo, una broma de la luz del sol y las sombras; sin embargo, no tardé
en convencerme de que la había visto.
O al menos de que había visto algo.
Di unos pasos, me detuve un minuto y, sin estar del todo convencido,
me adentré en el bosque.
7
DISIRI
—Ayuda... —No fue tanto un grito, sino un gemido similar al que
produce el viento, y como el gemido del viento se extendió por todo el
bosque. Aparté la espesa vegetación que cubría la linde y eché a correr
entre los arbolillos arracimados, para pasar de largo después junto a árboles
más y más grandes, y más espaciados a medida que avanzaba.
—Ayúdame, por favor. Por favor...
Me detuve a recuperar el aliento, me llevé las manos a la boca para
hacer bocina y exclamé «¡Ya voy!» tan alto como pude. Al hacerlo, me
pregunté cómo había sabido ella que había alguien cerca mientras caminaba
yo por los campos. Posiblemente no lo sabía. Posiblemente llevara horas
pidiendo ayuda, a intervalos.
De nuevo eché a andar con garbo, y luego corrí. Ascendí una loma cuya
cresta estaba poblada de lúgubres abetos que luego daban paso a los robles.
No dejé de tener la impresión de que la mujer que pedía ayuda se hallaba a
cien pasos de distancia.
Estaba convencido de que era la esposa de Seaxneat, Disira.
No tardé en llegar a un riachuelo que con toda seguridad debía de ser el
Griffin. Lo vadeé sin molestarme en encontrar un lugar propicio para
hacerlo. Tuve que cargar en alto con el arco, el carcaj y la bolsita que
llevaba atada al cinto. Logré cruzar el riachuelo y ascender a toda prisa la
inclinada orilla de guijarro.
Las imponentes ramas cubiertas de musgo se alzaban orgullosas hacia
aquel bello mundo llamado Skai; y allí la voz de la mujer se me antojó más
cercana, a no más de unos pocos pasos, o eso me pareció. En un oscuro
vallecito lleno de setas y las hojas del último año tuve la seguridad de que la
encontraría. Sin lugar a dudas se hallaba al otro lado de la pradera. Después,
en lo alto de un saliente rocoso me pareció verla un instante.
Pero cuando llegué allí seguí oyendo la voz que me llamaba en la
distancia. Grité entonces, jadeando entre repetición y repetición de su
nombre.
—¿Disira? ¿Disira? ¿Disira?
—¡Aquí! ¡Aquí, en el árbol quebrado!
Los segundos transcurrieron como suspiros. Vi entonces el árbol en un
valle que se extendía al otro lado del saliente; las hojas de las vencidas
ramas no alcanzaban a ocultar algunos vestigios de verde primaveral.
—Cayó sobre mí —me explicó cuando llegué—. Quería ver si podía
moverlo un poco, y cayó sobre mi pie. Ahora no puedo sacarlo.
Coloqué el arco bajo el tronco caído para hacer palanca; no me dio la
impresión de que se moviera un ápice, pero logró sacar el pie. Para cuando
lo hizo, me había percatado de algo tan extraño que estuve seguro de que en
realidad no podía ver tal cosa, algo tan difícil de describir que quizá no
logre hacerlo adecuadamente. El sol de la tarde relucía en lo alto, y las
hojas del árbol caído (me pareció que debía de haberlo alcanzado un rayo),
así como las hojas de los árboles que lo rodeaban, hacían una sombra
desigual, moteada. La sombra nos cubría casi por completo, pero el sol
penetraba el manto de hojas aquí y allí. Tendría que haber podido verla con
total claridad cuando el sol la iluminaba.
Pero era todo lo contrario: la veía claramente a la sombra, pero cuando
el sol le iluminaba el rostro, las piernas y los hombros, o los brazos, era casi
como si no estuviera allí. En la escuela, la señora Potash nos mostró un
holograma. Bajó la persiana y dijo que cuanto más oscura estuviera el aula
más real parecería el holograma. De modo que cuando todos lo miramos,
levanté un poco la persiana para que entrara la luz, y comprobé que tenía
razón. Era como si se diluyera, aunque al bajar de nuevo la persiana fue
como si el holograma recuperara toda su fuerza.
—No creo que deba caminar con el pie así. —Se lo estaba frotando—.
No me siento con fuerzas. Hay una cueva a unos pasos. ¿Crees que podrías
llevarme allí?
No lo creía, pero no iba a decírselo hasta que lo intentara. La levanté.
He levantado críos que pesaban más que ella; sin embargo, al tenerla en
brazos me pareció cálida y real, y me besó.
—En la cueva estaremos a resguardo de la lluvia —me dijo. Agachaba
los ojos como si fuera tímida, aunque yo sabía que no lo era.
Eché a andar con la esperanza de dirigirme en la dirección correcta, y le
dije que no iba a llover.
—Te equivocas. ¿No te has dado cuenta de lo frío que se ha vuelto el
ambiente? Escucha a los pájaros. Gira un poco a la izquierda y ten cuidado
con el tocón.
Era una cueva pequeña, acogedora en cierto modo, lo bastante alta para
que cupiera yo sin tener que agacharme; había una especie de lecho
guarnecido con pieles, cubierto con una manta de terciopelo verde.
—Déjame ahí —pidió—. Por favor.
Cuando lo hice volvió a besarme; y cuando me soltó, tomé asiento en el
suelo arenoso de la cueva para recuperar el aliento. Se rió de mí, pero no
dijo nada.
Durante un rato yo tampoco dije nada. Pensaba mucho, pero no podía
controlar los pensamientos, y ella me excitaba tanto que estaba convencido
de que en cualquier momento sucedería algo de lo que me avergonzaría el
resto de la vida. Era la mujer más preciosa que había visto jamás (sigue
siéndolo), y tuve que serie los ojos, lo que la movió de nuevo a la risa.
Aquella risa no se parecía a nada en la tierra. Era como si un sinfín de
campanas doradas se alzaran entre las flores de un bosque alfombrado por
los árboles más maravillosos que quepa imaginar, acariciados por el viento
que las tañía a suspiros. Cuando abrí de nuevo los ojos, susurré:
—¿Quién eres?
—Aquella a quien llamabas. —Sonrió sin intentar ocultar los ojos.
Puede que un leopardo tenga ojos como aquellos, pero lo dudo.
—Llamaba a la esposa de Seaxneat, Disira. Tú no eres ella.
—Soy Disiri, la doncella musgo, y te he besado.
Aún sentía el beso, y el cabello le olía a tierra removida y a humo
aromático.
—Los hombres a quienes beso no pueden marcharse hasta que yo se lo
permita.
Quise levantarme entonces, pero sabía que no podría dejarla.
—No soy un hombre, Disiri, tan sólo un muchacho.
—¡Eres un hombre! ¡Lo eres! Dame una gota de sangre y te lo
demostraré.
A la mañana siguiente había dejado de llover. Nadamos juntos en el
riachuelo y nos tumbamos como lagartos en una enorme roca que asomaba
unos centímetros sobre el agua. Era consciente de que yo había cambiado,
pero no sabía cuánto. Creo que debe de ser como se siente un gusano al
convertirse en mariposa mientras seca las alas.
—Dime, si viniera otro hombre, ¿te vería como te veo yo? —pregunté.
—No vendrá ningún otro hombre. ¿No te habló de mí tu hermano?
No supe si se refería a ti o a Valiente Berthold, Ben, pero me limité a
sacudir la cabeza.
—Él me conoce.
—¿Lo has besado?
Ella rió mientras negaba con la cabeza.
—Valiente Berthold me contó que los elfos parecen ceniza.
—Somos elfos del musgo, Able, y pertenecemos al bosque, no a la
ceniza. —Seguía sonriendo—. Nos conoces como dríadas, skogsfru, novias
de los árboles y otros nombres. Tú mismo podrías ponernos un nombre.
¿Cómo te gustaría llamarnos?
—Ángeles —susurré; me puso un dedo en los labios. Pestañeé y aparté
la mirada cuando lo hizo, y tuve la impresión, al verla por el rabillo del ojo,
de que no se parecía a la muchacha con la que había nadado en el riachuelo
ni a todas las chicas con las que acababa de hacer el amor.
—¿Quieres que te lo demuestre?
Asentí. Los músculos del cuello se me tensaron como el cuerpo de una
pitón.
—¡Santo Dios! —exclamé. Oí una nueva voz, desentonada y ronca. Era
muy raro; era consciente de haber experimentado un cambio, pero ignoraba
hasta qué punto había cambiado. Durante mucho tiempo pensé que
cambiaría de nuevo en cualquier momento. Tienes que recordar eso.
—¿No me odiarás, Able?
—Jamás podría odiarte —respondí. Era la verdad.
—Somos despreciables a los ojos de quienes no nos adoran.
Reí al oír aquello; la ronca reverberación del pecho me sorprendió.
—Los ojos me pertenecen —dije—, y hacen lo que les pido. Los cerraré
antes de besarte, si necesitamos más intimidad.
Ella se incorporó, columpiando las piernas sobre las frías aguas
cristalinas.
—No bajo esta luz. —Dio una patada y el agua salpicó un rayo de luz
que nos bañó de gotas argénteas.
—Amas la luz del sol —dije, pues lo percibía.
Ella asintió.
—Porque te pertenece, porque es tu reino. El sol te entregó a mí, y yo te
amo. Mi pueblo prefiere la noche, de modo que amo a ambos.
—No lo entiendo —confesé—. ¿Cómo puedes?
—Tú me amas, ¿podrías al mismo tiempo querer a una mujer humana?
—No —respondí—.Jamás podría. —Y lo decía en serio.
Rió, y en aquella ocasión era una risa burlona.
—Demuéstramelo —dijo.
Volvió a dar una patada en el agua. El piececillo que surgió de las
relucientes aguas era tan verde como las hojas reverdecidas. Su rostro tenía
las facciones más marcadas, también era verde, con tres ángulos, delgado.
Los labios de cereza besaron los míos, y cuando nos separamos me encontré
mirando directamente a aquellos ojos de pálido fuego. El cabello le flotaba
sobre la cabeza.
La abracé para después levantarla, para retenerla, y de nuevo volví a
besarla.
8
ULFA Y TOUG
Cuando se hubo ido intenté encontrarla en la cueva. No estaba allí, sólo
encontré el arco, el carcaj y la ropa tendida en la hierba. El arco de
mandarino que tan grande me había parecido se me antojó pequeño
entonces, casi como un juguete, y de haber podido ponerme la camisa y las
calzas, sin duda las hubiera hecho jirones.
Me deshice de la ropa y empuñé el arco. Tensé la cuerda hasta la oreja,
tal como hacía siempre. La madera no se rompió, pero se dobló casi el
triple. La cuerda sí se rompió. Lo desencordé al recordar que tenía la cuerda
que Parka había arrancado con los dientes de la rueca, la cuerda cuyos
murmullos y miríada de extrañas vidas habían enturbiado mi sueño durante
tantas y tantas noches. Até los extremos y encordé el arco, y cuando tensé la
cuerda entonó un canto a mi oído, y volvió a hacerlo como un imponente
coro lejano al disparar una flecha pendiente arriba.
No pude acercar la flecha a la oreja, pues era dos palmos más corta; sin
embargo, salió disparada como una bala y se hundió hasta la mitad del asta
en el tronco de un roble.
Al anochecer, regresé desnudo a Glennidam, y allí tumbé en el suelo al
hombrecillo de la barba negra porque se rió de mí. Cuando se levantó y fue
capaz de recuperar el habla, me dijo que Ravd y Svon habían partido
aquella mañana.
—Entonces no puedo esperar que me ayuden —dije—. De todos modos
necesito ropa, y puesto que tú estás aquí y ellos no, tú me la proporcionarás.
¿Cómo te propones hacerlo?
—Te...Tenemos ro... Ropa.
Le castañeteaban los dientes, así que tuve paciencia con él.
—Mm... Mi mu... mujer co... coserá para ti.
Fuimos a su casa. Llamó a su hija, y le prometí que no le haría daño. Se
llamaba Ulfa.
—Ayer pasó por aquí un caballero —me dijo cuando su padre se hubo
ido—. Un auténtico caballero cubierto con armadura de acero, con enormes
caballos y dos pajes que lo atendían.
—Interesante —dije. Quería oír qué decía a continuación.
—Tenía un yelmo imponente que colgaba de la silla, ya sabes, con
plumaje y un león, y otro león en el escudo, un león dorado con sangre en
las garras.
—Era sir Ravd —le conté.
—Sí, eso es lo que dicen. Tuvimos que presentarnos y atender a sus
necesidades, y entrar uno a uno cuando lo ordenaban los pajes, pero yo no
fui a verlo. Mi papá temía que sus necesidades pudieran ser sus
necesidades. —Rió divertida—. Sabrá a qué me refiero, soy aún doncella,
de modo que papá me ocultó en el establo y me cubrió con un montón de
paja, pero yo me escapé para mirar y hablé con algunos de los que habían
entrado a ver al caballero. Quiero decir que hablé con algunas de las
mujeres, porque también entraron hombres, aunque no creo que ellos lo...
complacieran. Estese quieto mientras coso.
La aguja era una larga espina negra.
—Me contaron que preguntó por las Compañías Libres, pero nadie le
dijo nada, ninguna de ellas, a pesar de que tuvieron que declarar bajo
juramento. ¿Está seguro de que no quiere unas gachas? Podemos freír
manteca de la matanza del otoño pasado.
—Te cazaré un ciervo —prometí—, como pago por la ropa.
—Sería estupendo. —La espina negra se le recortaba negra entre los
dientes.
Empuñé el arco, pensando en lo que había tenido que hacer el día
anterior para tensar la cuerda a la altura de la oreja. Hablaba conmigo
mismo cuando dije:
—Se han quedado cortas las flechas.
—¿Cómo? —Ulfa desvió la mirada de la labor.
—Las del carcaj. Dos flechas que me hice de mandarino, y dos de un
muchacho a quien me enfrenté.
—Uno de los pajes que acompañaban al caballero lucía espléndidas
galas —aseguró—. Me acerqué cuanto pude para mirarlo. Calzas rojas, ¡lo
juro por la garganta de Garsecg!
—Ése era Svon. ¿Qué me dices del otro paje?
—Oh, era bastante vulgar —respondió Ulfa—. Parecido a mi hermano,
aunque en uno o dos años podría ser atractivo.
—¿No llevaba un arco como el mío?
—Mayor que el suyo, señor. —Había terminado de cortar la tela y se
puso a coser, dando largas puntadas con una aguja de hueso—. Parecía
demasiado para él. Mi hermano también tiene un arco, aunque está roto.
Papá dice que un arco que no está encordado no debería superar en altura a
quien lo lleve, y por lo que he visto la mayoría son más pequeños. Como el
de usted, señor.
—Necesito flechas más largas —dije—. ¿Tiene también tu padre alguna
regla en lo que a las flechas se refiere?
Sin dejar de dar puntadas, ella negó con la cabeza.
—En tal caso, te daré una que acabo de hacer. Una flecha debería
extenderse desde el dedo índice de la zurda del propietario hasta la oreja
derecha. Las mías se quedan muy cortas.
—Tendrá que procurarse otras.
—Tendré que hacer otras, y así lo haré. ¿Y si te dijera que soy d
muchacho del arco grande?
Ulfa detuvo la aguja a media puntada y me miró.
—¿Usted, señor?
Asentí, y ella rió.
—¿El mismo muchacho que estuvo ayer aquí? Casi podría haber
rodeado su brazo con una sola de mis manos. Pero a usted dudo mucho que
ni siquiera con dos manos alrededor de ese brazo, señor.
Apartó las calzas que me estaba cosiendo y se levantó.
—¿Puedo intentarlo?
No pudo rodearme el brazo con ambas manos, pero aprovechó para
acariciarlo.
—Debería ser caballero, señor.
—Lo soy. —Creo que aquella afirmación me sorprendió mucho más de
lo que le sorprendió a ella; sin embargo, recordé lo que había dicho Ravd:
«Consideramos a este hombre un caballero», palabras que implicaban
certeza—. Soy sir Able —añadí.
Ocultos bajo la blusa, los pezones me rozaron el codo.
—En tal caso, tendría que ceñir una espada.
—La mayoría de los caballeros van armados con una espada —
reflexioné en voz alta—. Tienes razón. Me haré con una. Vuelve a coser,
Ulfa.
Cuando hubo terminado las calzas y se puso a trabajar en la camisa,
dije:
—Tu padre temía que sir Ravd te violara. Eso dijiste.
—Que me forzara —asintió—. Pero no por ser quien es. No creo que
fuera consciente de ello entonces.
—Yo tampoco. ¿Y no teme tu padre que yo pueda forzarte?
—No lo sé, sir Able.
—Un hombre que quisiera violarte podría hacerte más daño. ¿No tienes
madre, Ulfa?
—Ah, sí. Por la bendición de Garsecg que ella no ha muerto.
—¿Acaso no puede coser por ser ciega o tullida?
Ulfa dio un mordisco al hilo.
—Puede perfectamente, sir Able. Se lo juro. Ella cose mucho mejor que
yo; fue mi madre quien me enseñó a hacerlo. Pero para el trabajo más
elaborado necesita la luz del sol.
—Comprendo. ¿Quién está en la casa, Ulfa? Nómbralos a todos.
—Usted y yo. Mamá, papá y mi hermano Toug.
—¿De veras? Pues no se oye una mosca. No he oído hablar a nadie, ni
una palabra más de las que tú y yo hemos pronunciado. ¿Por dónde crees
que andará tu madre?
Ulfa no respondió, pero le seguí el recorrido de la mirada y abrí la
puerta que daba a un cuartucho que parecía una especie de despensa. Había
una mujer de la edad de Brega en un rincón; tenía los ojos abiertos como
platos de miedo.
—No te preocupes, mamá —dije—. Pase lo que pase no os haré daño.
Ella asintió y sus labios dibujaron una sonrisa forzada, pero aparté la
mirada al ver lo mucho que le costaba.
Ulfa se reunió con nosotros, ansiosa por distraerme.
—Pruébeselos. Tengo que asegurarme de que no le vayan demasiado
pequeños.
Así lo hice mientras ella daba golpecitos en la pared como un
escarabajo, diciendo que tenía hombros de puerta de establo.
Reí ante la ocurrencia y confesé que no sabía que las puertas de los
establos tuvieran hombros.
—Supongo que se cree usted normal, y nos ve a los demás como a
enanos.
—Me vi reflejado en el agua —dije—. He estado con una mujer
llamada Disiri, y...
—¿Disira?
—No. Disiri, la doncella musgo, cuyo peligroso nombre sirvió de
inspiración para el de Disira. Quería yacer a la sombra, pero se marchó
cuando el sol alcanzó el cénit. Yo estaba al sol y vi mi reflejo. Yo me... Me
vi retenido, Ulfa. No podía crecer a pesar del paso de los años. Me dijo algo
acerca de eso y deshizo lo que me impedía crecer. —Me dolió, pero añadí
—: Supongo que para complacerla.
La boca de Ulfa dibujó un diminuto círculo, pero no dijo nada.
—Sea como fuere, soy lo que soy y tengo que procurarme flechas más
largas.
—Intentamos mantener una buena relación con el Pueblo Oculto.
—¿Y lo lográis?
—Bueno, en cierto modo. A veces sanan a nuestros enfermos midan del
ganado en el bosque.
—¿Siempre y cuando hables bien de ellos y les ofrezcas comida?
Ella asintió, pero sin mirarme a la cara.
—Valiente Berthold y yo les dejamos un cuenco de caldo y una porción
de tarta de maíz de vez en cuando.
—También les cantamos canciones que les gustan y... hacemos cosas,
¿sabe? En lugares de los que nunca hablamos. —La aguja de Ulfa volaba de
puntada en puntada.
—¿Canciones que no cantaríais a extraños, y cosas de las que no podéis
hablar ni siquiera entre vosotros? Valiente Berthold me comentó algo al
respecto.
Tras una larga pausa, dijo:
—Sí. Cosas de las que no puedo hablar.
—Entonces hazlo. ¿Es Disiri importante entre los elfos?
—Claro que sí. —Tras levantarse, Ulfa extendió en alto la camisa para
que pudiera admirarla.
—¿Una gran dama?
—Peor.
Intenté imaginar a Disiri peor.
—Quizá castigue a los bandidos y demás. A los mentirosos.
—A cualquiera que la ofenda, señor.
Suspiré.
—La amo, Ulfa. ¿Qué puedo hacer?
Ulfa acercó los labios a mi oreja.
—Aún no sé nada del amor, sir Able.
—Y no seré yo quien te enseñe, o, al menos... no puedo enseñarte gran
cosa. Dame la camisa. Prometo no mancharla de sangre.
Me la puse y estiré los hombros. Me iba bastante holgada, tal como
prefiero.
—¿No te pidió tu padre que la hicieras más estrecha, para poder
inmovilizarme?
Ulfa negó con la cabeza.
—Quizá no tuvo tiempo de pensar en ello, o puede que pensara que no
me la pondría. Supongo que debe de ser más sencillo matar a un hombre
cuando está entre las piernas de una mujer.
—Yo... yo no tengo nada que ver con...Ya sabe. Nada que ver con esas
cosas, sir Able. Que la reina Disiri me sirva de testigo. —Las manos
pequeñas, fuertes, acariciaron unos hombros que gracias a su esfuerzo ya no
estaban desnudos.
—Te creo —le dije antes de besarla.
Un lobo aulló en la distancia, y con voz estrangulada, dijo:
—Un nornhound. Es mal augurio. Si... si quiere pasar conmigo la
noche, permanecería despierta para prevenirle.
—No haré tal cosa —dije con una sonrisa—. Pero tienes razón, la caza
ha dado comienzo. ¿Prevenirme de qué? ¿De tu padre y tu hermano?
Ella asintió.
—Creía que irrumpirían en la habitación cuando te besé. Esperaba que
lo hicieran, porque prefiero luchar cuando hay luz. Volvamos a probar.
Volví a besarla y la tuve más rato en mis brazos. Cuando nos separamos,
dije:
—De modo que a esto saben las mujeres humanas. No tenía ni idea.
Ella me miró de hito en hito, pero no dijo nada. Me acerqué a la ventana
y miré afuera, a la calle. Estaba demasiado oscuro para ver nada.
—Ahora sé un poco acerca del amor, sir Able. —Se frotaba contra mi
cuerpo de tal modo que me acordé del gato de la abuela—. Tengo algo aquí
abajo que arde como el vapor de la olla.
—Te habrás dado cuenta de que ni tu padre ni tu hermano han entrado
en la estancia.
—Pues su sierva no estaba pendiente de nada que no fuera usted, sir
Able.
—Así que lo harán fuera, en la oscuridad. Esta casa tiene puerta trasera,
en la despensa donde encontré encerrada a tu madre.
Pasé a la despensa e incliné la cabeza para saludar a la asustada mujer
antes de abrir la puerta que había en la otra pared.
Afuera encontré a un muchacho armado con una lanza y a dos hombres
con picos. Los hombres me atacaron con ellos como si fuera un tronco
envuelto en llamas, así que me limité a aferrar un pico en cada mano y
arrancarlos de sus dueños (al mayor de ellos tuve que darle una patada);
seguidamente, rompí las astas en la rodilla. El muchacho arrojó la lanza y
echó a correr.
No llegó muy lejos. Me armé con el arco, eché a correr tras él y logré
atraparlo en la pradera que había cerca del bosque.
—¿Eres Toug?
Es posible que asintiera, no pude verlo; y si habló, lo hizo en voz tan
baja que no alcancé a escucharlo. Le torcí el brazo a la espalda y cuando
empezó a gritar le golpeé la oreja con el arco.
—Responderás a mis preguntas, y lo harás con la verdad —le dije—. En
seguida, también, y con educación. ¿Es seguro el bosque de noche?
—No, señor —murmuró.
—No me lo parecía. Nos necesitamos mutuamente, ya ves. Mientras
esté contigo, contarás con mi protección: una ayuda necesaria, al menos
hasta que salga el sol. Yo, por otra parte, necesito que me adviertas del
peligro. Supón que me enfado y te mato.
Temblaba como una hoja, lo cual me hizo sentir vergüenza. Sólo era un
crío.
—En tal caso no estarías ahí para avisarme y todo se pondría muy feo
para mí. Tenemos que ser cuidadosos. Cuidar el uno del otro. ¿Te llamas
como tu padre?
—Ajá.
—¿Era su casa?
—Ajá.
—Tendrás que hablar con claridad y dirigirte a mí como sir Able. No
quiero que rehúyas mis preguntas con un ajá o un ujú, así que olvídalo; ni
siquiera con un sí o un no. Hablarás para responder a todas las preguntas
que te haga. —Quería decirlo como en la escuela, pero al final añadí
rápidamente—: O tendré que romperte el brazo.
—Lo intentaré. —Toug tragó saliva ruidosamente—. Sir Able.
—Estupendo. Estabas dispuesto a matarme con esa lanza cuando abrí la
puerta, pero te perdonaré si me lo permites. Te acompañaban dos hombres
armados con picos. ¿Quiénes eran?
—Vali y mi papá, sir Able.
—Entiendo. Dejé inconsciente a tu padre por reírse de mí. Supongo que
se lo tomó mal. ¿Y se llama...?
—También se llama Toug. —Cruzábamos el claro a la luz de la luna, y
Toug vigilaba atento las sombras como si esperara encontrar a un león al
acecho en todas ellas.
—Me has dicho la verdad. Eso está bien. —Me detuve, de modo que
también lo hizo él—.Y ¿quién es Vali?
—Un vecino —murmuró Toug.
Lo sacudí un poco del brazo.
—¿Es esa forma de hablarle a un caballero?
—Nuestro vecino, sir Able. El vecino de al lado.
—Esperaba encontrarte en la calle. Por eso salí por la puerta trasera.
¿Cómo lo supusiste?
—Fue papá, sir Able. Dijo que tenía la impresión de que se escabulliría
usted por la puerta de atrás.
—«Escabullirse.» Vaya, menuda lección para mí. Supón que tu padre se
hubiera equivocado.
—Mamá nos hubiera avisado y habríamos rodeado la casa para que no
se escapara.
—¿Y me habrían clavado el pico?
Toug asintió, y lo sacudí hasta que logré arrancarle las siguientes
palabras:
—Así es, sir Able, si no llegamos a alcanzarle le hubiéramos esperado
donde el sendero pasa por los alisos.
—¿Qué me dices del resto de los hombres del pueblo? Por lo menos
habrá veinte o más. ¿No os habrían ayudado?
—Ajá, sir Able. Ellos temían que el caballero pudiera volver. El otro
caballero.
—¡Continúa!
—Sólo Vali y...Y...
—Y alguien más. —Convertí mi voz en un susurro—. ¿De quién se
trata? —Al ver que Toug no respondía tiré hacia arriba del brazo.
—¡Ve, sir Able! Vali y Hulta sólo tienen un hijo, sir Able, y ni siquiera
es lo bastante mayor para tirar del arado. Tuvo que ayudarnos. Su padre se
lo ordenó.
—Entonces no seré muy duro con él. Ayer yo era más joven que tú.
Quizá por eso no tengo la sensación de estar abusando de mi fuerza en este
momento, aunque quizá sea así.
—Us... usted es dos veces más grande que papá, sir Able.
—No vi a ningún crío cuando abrí la puerta, Toug. ¿Dónde estaba?
—Echó a correr al bosque, sir Able.
—¿Cuando abrí la puerta trasera? Estabas asustado y echaste a correr,
pero sólo tú lo hiciste. ¿Por qué no vi a Ver?
—Huyó antes que yo, sir Able.
Le solté el brazo y lo agarré del cuello.
—¿Alguna vez te han golpeado con un arco, Toug?
—Ajá, sir Able. Yo... yo... también tenía un arco, y... y...
—Tu padre te golpeó con él. No, no tendrías reparos para contármelo.
Fue tu hermana, Ulfa. —Toug asintió, y lo sacudí.
—Eso es. Ulfa me golpeó con el arco.
—Te lo habrías ganado, eso seguro. Espero que te dejara el ojo a la
funerala.
—Oh, sí, sir Able. Me pegó con fuerza.
—¿Con tanta que después no pudiste ponerte en pie?
—Mmmm. No, sir Able. No fue para tanto.
—Pues casi eres tan alto como ella. Te defenderías. ¿Qué le creíste?
—Na... nada. Papá no me lo permitiría.
—Vamos a tener que andar, así que voy a soltarte. Camina delante de mí
para que pueda tenerte controlado y pueda ver si echas a correr. Te atraparé
si lo intentas, y cuando lo haga te golpearé con el arco hasta que no puedas
ponerte en pie. —Lo solté y le di un empujón, y cuando dejaba de andar
volvía a empujarlo—. ¿De qué tienes tanto miedo? ¿De los osos? A ti te
comerán el primero, y puede que les llenes la barriga, así que yo me salvaré.
¿En qué piensas?
—En na... nada.
—Lo sé. Pero crees que lo haces, y eso es lo triste. Toug, será mejor que
me digas la verdad o tendré que golpearte ahora mismo, golpearte hasta que
camines a cuatro patas. Así que dime la verdad o prepárate. Tienes miedo
de algo que nos espera ahí delante. ¿De qué se trata?
—Las Compañías Libres, sir Able.
—¿Los bandidos? Continúa.
—Él... Ve fue a buscarlos. Se lo pidió papá, sir Able. Sólo... Sólo...
—¿Sí? ¿Sólo que qué?
—Queríamos pedirle a Ulfa que no cosiera tan rápido para que llegaran
antes de que se marchara usted. Pero no pudimos.
—¿Sabía ella lo que os traíais entre manos?
Toug no respondió y le di una colleja.
—¡Responde!
—No lo sé, sir Able. De veras que no.
—Ulfa sabía que sucedía algo, pero se dio prisa en coser y me cortó las
calzas y la camisa más sencillas que pudo. Pensé que se debía al temor que
le inspiraba. Puede que temiera por mí. Espero que sí. Pero no tienes nada
de qué temer, Toug. Si los bandidos acechan en las sombras, ya nos habrían
asaeteado. Imposible escabullirse con lo que brilla la luna.
—Por lo general van armados con lanzas y hachas —murmuró Toug.
Apenas presté atención a lo que decía; había otra cosa que ¿amaba
poderosamente mi atención.
9
UN CABALLERO MAGO
—¿Dónde estamos? —Toug miró en derredor mientras formulaba la
pregunta, pendiente como yo de unos árboles cuyos troncos eran mayores
que la casa de su padre, árboles tan altos que llegaban a las nubes, en un
terreno boscoso cubierto de flores y onocleas, adornado con riachuelos de
aguas cristalinas. La ^lave luz grisácea gracias a la cual distinguíamos la
nobleza y la desgarradora belleza de todo ello parecía desprenderla el aire.
—Creo que en el mundo que hay debajo. En Aelfrice, de donde vienen
los elfos. Ahora habla en voz baja. Debe de haber sido tu pregunta lo que
nos ha delatado.
—¿Estamos en Aelfrice?
—Eso creo haber dicho. —No las tenía todas conmigo, pero intenté
aparentar que estaba seguro y enfadado.
—¡No puede ser verdad!
Me llevé el índice a los labios.
—Lo siento, sir Able. —Toug estaba a punto de atragantarse de
curiosidad—. ¿Cree que nos han seguido?
—Lo dudo, pero podría ser. Claro que si haces mucho ruido aquí es
posible que llames la atención de algo mucho peor.
—¿Cómo yo, Able? —Era la voz de Disiri, llena de alegría, burla y
musicalidad, una voz que parecía proceder de todas y de ninguna parte a la
vez, como la luz. La reconocí de inmediato.
—Disiri, yo...
—Me adularías si te lo permitiera.
—Sí. —Caí de rodillas; por alguna razón estaba convencido de que
haciéndolo no tartamudearía—. Lo haría, mi bellísima reina. Ten piedad y
muéstrate.
Salió de un árbol que no era más alto que Toug, delgada como la hoja de
la espada que empuñaba, y verde. También él se arrodilló, supuse que por
imitarme.
—¿Es éste tu esclavo, Able? Dile que se levante.
Hice un gesto a Toug, que se levantó.
—Te he concedido el gran favor de homenajearme, lo cual no se
extiende a nadie más que a ti.
—Gracias —dije—. Muchas gracias. Lo comprendo.
—Levántate también. De aquí en adelante tendrás que deshacerte de él
cuando quieras adorarme. No es adecuado que mi consorte se arrodille en
presencia de su esclavo.
Toug retrocedió.
—Disiri, ¿podríamos...? —Yo seguía de rodillas.
—¿Retirarnos a un lugar apartado? Creo que no. Tu esclavo podría
meterse en líos.
—Entonces, ¿puedo matarlo?
Toug ahogó un grito.
—¡Sir Able!
Disiri rió.
—¡Míralo! ¡Cree que lo decías en serio!
—Y así era —confesé.
—Quiere hablar, mira cómo mueve los labios. —Divertida, Disiri lo
señaló con la espada que empuñaba—. Habla, muchacho. No permitiré que
te estrangule. Al menos, de momento.
—Mi hermana...
—¿Qué le pasa?
Toug aspiró con fuerza.
—Tengo una hermana, reina Disiri. Se llama Ulfa.
Disiri me dirigió una mirada.
—Debería haberte vigilado más de cerca, querido mensajero.
—Ella lo ama. Ama a sir Able, o eso creo.
Ajusté la posición de la flecha que se me había quedado corta.
—No puedes saberlo. Y si lo haces, deberías saber que yo no la amo.
—Estuve escuchando bajo la ventana. Mi papá lo dijo. Oí hablar a Ulfa.
Cómo sonaba lo que decía. —Toug hizo una pausa para aclararse la
garganta—. Quiero decir que si me mata, sir Able, habrá matado al
hermano de una chica que lo ama. ¿Quiere hacer tal cosa?
—Lo mataré si quieres que lo haga —dije a Disiri.
Ella me dirigió una mirada cargada de curiosidad.
—¿No te causará problemas después?
—Puede. Pero si quieres verlo muerto, lo mataré por ti y luego ya
veremos qué pasa.
—A menudo los mortales son tan sensibles a este respecto—dijo Disiri
a Toug—. Se supone que constituye un buen ejemplo para nosotros, y a
veces lo es.
Toug asintió con los ojos muy abiertos.
Disiri se volvió hacia mí tras olvidar aparentemente la presencia del
joven.
—¿Cuándo estuvimos juntos por última vez, Able? ¿Hace un año, más o
menos?
—Ayer por la mañana, reina Disiri.
—¿Te has convertido en caballero en un periodo de tiempo tan breve?
¿Y has descubierto que soy una reina? ¿Quién te nombró caballero?
No quise decirle que me lo había contado Ulfa.
—Un caballero sin espada —dije—, y yo mismo me nombré caballero.
Esperaba convertirme en alguien digno de tu amor.
Ella rió mientras Toug se inclinaba.
—Según eso, yo podría convertirme en diosa.
—Te he adorado desde que te llevé a la cueva, reina Disiri.
—Diosa para ti —dijo a Toug—, aunque igualmente no me atreva a
ascender al tercer mundo. ¿Sabías eso, muchachito?
El joven sacudió la cabeza, y, consciente de que yo lo miraba, añadió:
—No, reina Disiri. Nada sabemos de esas cosas en Glennidam.
—Obviamente, vuestros overcynos me destruirían. Tampoco es que el
segundo mundo sea mucho más seguro. —Se volvió de nuevo hacia mí—.
Es un lugar espantoso. Dragones como Setr rugiendo y luchando. ¿Me
acompañarías allí?
Le respondí, y lo dije en serio, que la seguiría a cualquier parte.
—Como has visto, también puedo ascender a vuestro mundo.
Asentí.
—Me preguntaba si podría llegarme al tercer mundo del mismo modo.
—No tengo la menor idea. —Hizo una pausa, observándome
atentamente—. Eres un caballero, Able. Tú lo has dicho, y también el
muchacho. También dices que no tienes espada, y un caballero necesita una.
—Lo que tú digas, reina Disiri.
—Lo digo. —Sonrió—.Y créeme, sé lo que me digo. Un gran caballero,
digno de convertirse en el consorte de una reina, no debería ceñir una
espada normal y corriente, sino un arma fabulosa imbuida de toda suerte de
capacidades mágicas y significados místicos: Eterna, la espada de
Grengarm. No me contradigas, sé que tengo razón.
—No se me ocurriría hacerlo. Jamás.
—Tales espadas fueron forjadas en los Tiempos Antiguos —dijo,
bajando el tono de voz—. Los overcynos visitaban Mythgarthr más a
menudo en esa época, y enseñaron a vuestros herreros que podíais defender
vuestro mundo de los angrborn. Sin duda estarás al corriente de eso, al
menos.
Negué con la cabeza.
—Pues así es. El primer par de tenazas fueron arrojadas de tal modo que
cayeran a los pies de Weland, y, con ellas, una mole ce ardiente acero
blanco. Seis forjó Weland, y seis se rompieron. Pero la séptima, Eterna, no
pudo romperla. Tampoco pudieron los angrborn doblegarla con su fuerza, ni
el fuego de Grengarm templarla. Está hechizada y lidera a los espectros que
la empuñaron. —Hizo una pausa y me miró a los ojos—. Quizá he
cometido un error al contártelo.
—Me haré con ella si me permites ir a buscarla —prometí.
Asintió lentamente.
El solo pensamiento de acometer tal empresa se apoderó de mí como
ninguna otra cosa lo había hecho, a excepción de la propia Disiri.
—Entonces, la conseguiré o moriré en el intento.
—Lo sé. Intentarás arrebatársela al dragón. Supón que te rogara que no
lo hicieras.
—En tal caso no lo haría.
—¿Es cierto? —preguntó inclinándose sobre mí.
—Tan cierto como que puedo hacerlo
—Cuidado —dijo con un suspiro—. Empequeñecerías a mis ojos si lo
hicieras, y tu amor significaría poco para mí.
Levanté la mirada, loco de esperanza.
—Entonces, ¿significa mucho ahora?
—Más de lo que podrías entender, Able. Busca a Eterna, pero no te
olvides nunca de mí.
—No podría.
—Eso dicen todos, pero muchos son los que me olvidan. Cuando gima
el viento en la chimenea, oh amante mío, adéntrate en el bosque. Allí me
encontrarás llorando a los amantes que perdí.
Temblando, el joven Toug dio un paso al frente.
—No lo envíes por la espada, reina de los elfos.
Disiri rió de nuevo.
—¿Temes que sir Able te obligue a acompañarlo?
Toug sacudió la cabeza.
—Lo que temo es que no me permita hacerlo.
—Escúchale, ¿quieres, Able?
—No —respondí—. Cuando salgamos de aquí voy a enviarlo de vuelta
a su hogar.
—¿Lo ves? —Toug extendió la mano hacia Disiri, pero no se atrevió a
tocarla.
—Más de lo que ambos sois capaces de ver. —Arqueó la espalda—.
¿Me obedecerás, Able?
—En todo. Lo juro.
—En ese caso, tengo cosas de que hablar con este muchacho, aunque él
no tenga mucho que decirme. No debes temer que regrese hecho un
hombre. No sufrirá semejante transformación. —Levantó la espada y me
golpeó en los hombros con la parte plana de la hoja, un gesto que me
sorprendió—. Levántate, sir Able, ¡mi fiel caballero!
Dio uno o dos pasos y desapareció entre los árboles jóvenes que eran
verdes como ella; igual que un chucho demasiado temeroso para
desobedecer, Toug se apresuró a seguirla y se esfumó también.
Estuve esperando, no muy convencido de que volvería a verlos. El
tiempo pasó lentamente y descubrí que mi recién estrenado corpachón
estaba muerto de cansancio. Me senté, caminé de arriba abajo y volví a
sentarme. Durante un buen rato intenté encontrar dos árboles de una misma
especie. Todos eran grandes y muy, muy ancianos, pues ahora sé que
Aelfrice no es un lugar donde se tale a los árboles. Cada uno tenía su
manera de crecer, y las hojas tenían un color y forma propios. Descubrí uno
de corteza color rosa, y otro cuya corteza era malva; la corteza blanca,
rugosa o lisa, era la constante más común en aquellos árboles. Las hojas
eran rojas y amarillas, de un centenar de tonalidades verdes, y un árbol
carecía por completo de ellas, y crecía una corteza verde allá donde debería
haber hojas, una corteza que colgaba en pliegues, cuyo objetivo consistía en
recibir una mayor cantidad de luz. Desde aquel tiempo que pasé en el
bosque de Aelfrice he tenido la impresión de que el mandarino debe de
provenir de ese lugar, tal como ya he dicho; su semilla sería transportada
por un elfo, o puede que por un humano tan extraviado como yo al regresar
a su propio mundo. Fuera como fuese, saqué de la bolsita las últimas
semillas y las planté en un prado, un paraje silencioso de una belleza
incomparable. Nunca llegué a saber si logró arraigar y crecer.
En aquel prado me detuve mientras plantaba las semillas; contemplé las
idas y venidas de los hombres, mujeres, niños, y de muchos animales. No
cada paso que daban, sino los movimientos más importantes de sus vidas.
Un hombre araba un campo mientras yo pestañeaba, y al regresar cansado
al hogar se asomaba por la ventana para ver a su mujer entregándose a otro.
Tan agotado estaba que fingió no ver nada y se sentó al fuego; al salir ella
apresuradamente con pinta de cama revuelta, llena de mentiras, le preguntó
por la cena y calló.
Terminaba de plantar las semillas cuando me puse a pensar en esa
escena, y me pareció que las cosas que había visto en los cielos de Aelfrice
eran como las que me mostraba la cuerda del arco en sueños; había
desencordado el arco como haces tú, pero volví a encordarlo y lo sostuve en
alto para observar la cuerda recortada contra el firmamento, aunque la
diminuta hebra de Parka se desvaneció en el cielo gris hasta tal punto que
fui incapaz de distinguirla. No comprendí lo sucedido entonces, y no lo
comprendo ahora, pero es lo que vi.
Tras cubrir las semillas con tierra, hubiera regresado al lugar donde me
separé de Disiri de haber podido hacerlo. Fui incapaz Je encontrarlo, de
modo que caminé en círculos, o al menos en lo que yo esperaba que fueran
círculos, buscándolo. Pronto me dio la impresión de que el día oscurecía a
cada paso que daba. Encontré un lugar resguardado, me tumbé a descansar
y me quedé dormido.

Desperté en mitad de una pesadilla de muerte punteada por la música de


los lobos. Arco en mano, avancé entre los árboles, me detuve y llamé a voz
en cuello:
—¡Disiri!
De pronto me respondió una voz en la distancia.
—¡Aquí! ¡Aquí!
Me apresuré en dirección a la voz, tanteando el paso gracias a la ayuda
del arco, y salí a un claro iluminado por la luz de las estrellas; allí encontré
a una mujer que llevaba a un bebé en un brazo, una mujer pequeña que se
acercó a mí llorando.
—¿Vali? ¿No eres Vali? —Y, después—: ¡Lo siento mucho! ¿Te ha
enviado Seaxneat?
Tardé unos instantes en comprender.
—Un valiente caballero me envió a buscarte, Disira —dije entonces—.
Se llama sir Ravd, y estaba preocupado por ti. Yo también, si en verdad
estás aquí sola.
—Totalmente sola, si no fuera por Ossar. —Me mostró al bebé para que
pudiera verlo.
—¿Te ordenó Seaxneat esconderte en este bosque?
Ella asintió antes de romper a llorar.
—¿Te dio alguna explicación?
Sacudió la cabeza con fuerza.
—Sólo me dijo que me ocultara. Le obedecí y estuve escondida día y
noche. No tenía nada de comer, y al cabo de un día pensé en volver, pero...
—Entiendo. —La tomé suavemente del brazo y la animé a caminar,
aunque no tenía la menor idea de dónde estábamos o adonde podríamos ir
—. Intentaste encontrar el camino de vuelta a Glennidam y te perdiste.
—Sí. —Un lobo aulló al responder ella. Le sacudió un temblor.
—No tienes por qué temerlos. Persiguen a los cervatillos y las crías del
ganado del bosque. No se atreverían a atacarte mientras yo esté contigo.
Soy caballero, me llamo sir Able.
Se acercó más a mí.
Al alba encontramos un sendero que pude reconocer gracias a los
primeros rayos de sol.
—No estamos muy lejos de la cabaña de Valiente Berthold. Iremos allí
aunque mi hermano no tenga gran cosa que ofrecernos; tú y Ossar podréis
sentaros al fuego mientras salgo de caza. —Miré a Ossar y lo vi en su
pecho. Le pregunté a Disira si tenía leche.
—Sí, pero no sé si durará. Estoy sedienta y no he comido más que unas
bayas.
Saciamos la sed cuando vadeamos el Griffin, y disparé una flecha a un
ciervo cuando no nos habíamos alejado ni cien pasos del río. Al cabo,
llegamos de buen humor a la cabaña de Valiente Berthold.
Nos dio la bienvenida y, considerando la herida que recibió a manos de
los angrborn, dijo haber creído que yo era demasiado joven para ser su
hermano. Se alegraba de ver que al fin aparentaba la edad que tenía que
tener, y también que estaba hecho un hombretón (yo era más grande que él),
y nos aseguró que ya empezaba a encontrarse mucho mejor.
Había aguamiel y la carne de venado, que algunos tacharían de
correosa, aunque nosotros no lo hicimos; había también nueces recién
cogidas. Valiente Berthold jugó con el pequeño Ossar y habló de cómo era
la vida cuando su hermano no era mucho mayor que el bebé y él (así lo
dijo), apenas un mozuelo.
Por la mañana, Disira me rogó que nos quedáramos un día más; estaba
exhausta y le dolían los pies, y yo, consciente de lo largo que sería nuestro
viaje de regreso a Glennidam, acepté.
Aquel día me procuré más flechas, para cuatro de las cuales disponía ya
de puntas de acero, y cuatro más para las que contaba encontrar puntas
gracias al herrero del pueblo. Dormimos tapados por pieles de ciervo en la
cabaña de Valiente Berthold, y ella se deslizó bajo mi manta aquella noche
cuando Ossar y Valiente Berthold conciliaron el sueño. No traicioné a
Disiri, aunque sé que Disira quería que lo hiciera, pero la abracé y la besé
una o dos veces. Eso era lo que más quería ella: que la amara alguien que
no le hiciera daño.
El día siguiente también lo pasamos allí porque quería procurarme las
puntas de flecha y confiaba en encontrar a alguien que pudiera proporcionar
a Valiente Berthold algo de comer cuando nos hubiéramos marchado. Un
día después tampoco emprendimos el camino porque llovía. Sentados
alrededor del fuego, mientras cantábamos todas las canciones que
conocíamos y hablábamos cuando nos apetecía, hice un comentario acerca
de nuestra madre, Ben, y Valiente Berthold me abrazó y rompió a llorar.
Había empezado a preguntarme si Estados Unidos era un recuerdo real y a
desconfiar de la vida que había llevado allí contigo (la escuela, la cabaña,
mi Mac y todo lo demás), y eso lo empeoró. Me tumbé a dormir y, si te digo
la verdad, fingí hacerlo, preguntándome si acaso en realidad Able sería
hermano de Valiente Berthold.
Casi había conciliado el sueño cuando Disira dijo:
—Estaba sola en el bosque cuando él apareció de pronto, llamándome.
Había estado con la reina del bosque. Eso fue todo lo que dijo.
—¿De veras? —preguntó Valiente Berthold.
—Se hace llamar caballero, pero la cuerda del arco le habla por las
noches, y él habla en sueños. ¿Verdad que en realidad es un mago? Un
poderoso mago. Eso veo cada vez que lo miro a los ojos.
—Es el hombre que yo era en tiempos —dijo Valiente Berthold—,
mejor de lo que yo fui nunca, y también es mi hermano. Ve a dormir.
Dormimos todos, los cuatro, hasta que al despertar me pareció que
Disiri me había llamado. Me levanté tan silenciosamente como pude, salí de
la cabaña y vagabundeé bajo la lluvia y la bruma llamándola. Vi asomar
rostros extraños reflejados en las aguas del Griffin y en una docena de
charcos del bosque. Más rostros me observaron tras los setos y los arbustos,
o me miraron desde las hojas de los árboles, rostros que podrían haber
salido de un platillo volante: verdes, pardos, negros o vehementes. Y
también rostros de cristal, y rostros más blancos que la nieve. En una
ocasión, estuve a punto de disparar una flecha a un conejo de pelaje marrón
que se convirtió en bruma antes de transformarse en una muchacha de
piernas largas; muchas veces me pareció escuchar aullidos de lobos, y en
una ocasión el ladrido cercano de algo que jamás fue un lobo.
Pero a Disiri, la mujer verde a la que amo, no la encontré.
10
HELADA
Pasaron días desde que Toug y yo estuvimos en Aelfrice, días que poco
a poco se transformaron en semanas durante las cuales Disira, su bebé y yo
vivimos en la cabaña de Valiente Berthold. Yo cazaba y él ponía trampas
con la maña que le caracterizaba. Disira barría y limpiaba, despellejaba las
piezas que cazábamos, curtía las pieles, cocinaba y jugaba con Ossar. No
éramos marido y mujer, pero podría haberla hecho mía, creo, en cualquier
momento; nadie que pasara por allí (de haberlo hecho alguien) subiera
supuesto que no estábamos juntos.
Seaxneat la había maltratado y la había golpeado en más de una ocasión
cuando estaba embarazada, tanto que a ella le aterronaba la posibilidad de
perder el niño. Además, Seaxneat mantenía tratos con los bandidos, tal
como le habían contado a Ravd; y cuanto más tiempo pasaba separada de
él, menos ansiaba volver a su lado. Aprendí muchas cosas de ellos sólo con
escucharla, porque sabía mucho más de lo que creía saber. Esperaba tener la
ocasión de compartir con Ravd todo lo que había averiguado, aunque nunca
lo vi y no tuve modo de saber si él y Svon andaban cerca o habían
regresado a su amado castillo de Redhall.
Amaneció una mañana clara y soleada en la que el viento arrastró algo
nuevo. Mientras acechaba en el bosque, una hoja, una sola hoja, la ancha
hoja de un arce, cayó a mis pies. Recuerdo perfectamente que la recogí y
examiné, y aunque en su mayor parte era verde, tenía motas rojas y doradas.
El verano había terminado, llegaba el otoño y hubiera sido una insensatez
no mostrarse previsor.
Primero se impuso la necesidad de almacenar comida y, a ser posible,
comprar más. En aquella ocasión llevaríamos las pieles a Irringsmouth.
Sería un viaje largo, pero allí obtendríamos un buen precio y quizá no nos
engañarían. Compraríamos harina, sal y pan duro, queso y guisantes secos,
pero necesitaríamos más carne que ahumar y más pieles para vender. Las
nueces no tardarían en madurar, así como las castañas y hayucos. Valiente
Berthold me había demostrado que incluso podríamos comer bellotas si las
preparábamos adecuadamente, de modo que sería inteligente reunir todos
los frutos del bosque que fuera posible.
En segundo lugar estaba Disira. Si quería volver a Glennidam tendría
que hacerlo en ese momento. Viajar con el bebé ya sería bastante duro, pero
hacerlo en invierno...
Empecé a cazar en dirección a Glennidam, algo que no hacía muy a
menudo, diciéndome a mí mismo que serviría a un doble propósito: Si
cazaba, estupendo; si no lo hacía, lograría refrescar la memoria de los
senderos. Estaba cerca del Irring cuando vi una cabeza con un rostro que
casi parecía humano asomando por encima de los árboles jóvenes. Cuando
aquellos ojos claros repararon en mí, me quedé paralizado, demasiado
asustado para echar a correr y, también, para ocultarme.
En medio minuto se dibujó el monstruo al completo ante mi mirada.
Voy a tener que hablar largo y tendido de los angrborn, así que permíteme
describirlo como si de un modelo de toda la tribu se tratara. Imagina al
hombre con la mayor complexión que hayas visto, pies grandes y tobillos
gruesos, piernas enormes y caderas anchas. Una tripa imponente, el pecho
en forma de tonel y hombros descomunales. (Idnn se apoyaba en el hombro
del rey Gilling, igual que ella podría haberlo hecho en una banqueta, claro
que Idnn medía menos de lo habitual. Sobre los hombros, una cabeza que se
antoja demasiado grande. Los ojos muy juntos, demasiado grandes también
para un rostro perlado de sudor, ojos de color tan claro que parecían la
ausencia de color, con unas pupilas tan diminutas que siquiera podía
distinguirlas. La nariz aplastada termina en tamañas fosas nasales que
podrías hundir ambos puños en ellas, nunca había lavado o recortado la
barba descuidada, y la boca discurría de oreja a oreja, una boca por cuyos
labios asoman los colmillos, tan grandes y retorcidos que los delgados
labios negros no alcanzan a cubrirlos por completo.
Cuando hayas pensado en alguien así y te hayas hecho una imagen
mental de semejante sujeto, prívale de todo cuanto te recuerde a un ser
humano. Los cocodrilos recuerdan tan poco a los seres humanos como los
angrborn. No son amados, ni por nosotros, ni por los miembros de su propia
especie ni por animal alguno. Probablemente Disiri sepa qué hay en la
gente, en los elfos, en los perros y en los caballos, incluso en las casas, las
mansiones y los castillos, que pueda hacer que alguien se sienta empujado a
amarlos; pero sea lo que sea, no hay nada parecido en los angrborn, y éstos
lo saben. Creo que fue por ese motivo por lo que Thiazi construyó la
habitación de la que te hablaré más adelante.
Ahora que has privado de todo rasgo humano a aquello que pensaste era
un hombre, rasgos que no has sustituido por nada en absoluto, imagínalo
mayor que el hombre más descomunal que hayas podido ver, tan alto que
alguien de estatura considerable, a lomos de un caballo, le llegaría a la
cintura. Piensa en el hedor que desprende, y en los pasos lentos y
estruendosos, unos pasos capaces de hacer temblar la tierra y devorar las
millas en el mismo lapso de tiempo que tú emplearías para cubrir el espacio
que separa la puerta de la esquina.
Una vez imaginado todo esto, deberías hacerte una idea de los angrborn
que te sirva de guía para todas las cosas que deba contarte; sin embargo,
recuerda que no será totalmente exacta. Los angrborn tienen garras en lugar
de uñas y las orejas demasiado grandes para el tamaño de su cabeza, y las
manos y brazos, espaldas, pechos y piernas están cubiertos de pelo del color
de una cuerda nueva, y en carne y hueso son mucho peores de lo que
puedas llegar a imaginar.
Eché a correr en cuando pude. Podría haberle disparado un par de
flechas a los ojos. Ahora lo sé, pero no lo sabía entonces, y toparme con él
tal como sucedió, sin advertencia previa, constituyó una sorpresa. Tuve la
impresión de que debía haber prestado más atención a los relatos de
Valiente Berthold. Por mucho que él insistiera, yo no había creído nunca
que superaran los dos metros y medio de altura. Sin embargo, Hela era
mucho mayor, y de su hermano se decía que le sacaba una cabeza a ella.
Eran mestizos, y a los mestizos los angrborn de verdad los llaman ratones.
Hela no era tan fea, en cuanto uno se acostumbraba a su tamaño.
Olí el humo antes de ver el lugar donde se había alzado la cabaña de
Valiente Berthold. Era el olor a cuero quemado, un olor muy distinto del
humo que desprende la madera. En cuanto lo olí, supe que era tarde. Había
vuelto para contarle que había angrborn en los alrededores, y quería
convencerlo para que él, Disira y el bebé se escondieran en un lugar que
conocía donde había espinos por todas partes. No obstante, cuando olí a
cuero quemado pensé que los angrborn habrían llegado antes que yo.
Luego descubrí algunas huellas. Después de todo, no habían sido los
angrborn. Eran de tamaño humano, producidas por pies calzados con botas,
y un grupo de ellas correspondían a alguien patizambo. Al cabo oí los lloros
de Ossar. Me puse a buscarlo y encontré a su madre. Lo tenía en brazos.
Ella estaba muerta. No llegué a descubrir por qué Seaxneat no lo había
matado también a él. Había golpeado a Disira en la cabeza con un hacha de
doble hoja, y había abandonado ahí a su hijo para que se muriera, pero no lo
había matado. Supongo que le faltaba coraje, así de cómica puede ser la
gente.
Tuve que arrancarle a Ossar de las manos.
—Tienes que soltarlo, Disira —dije repetidas veces. Era consciente de
que no servía de nada, pero no dejé de decirlo. Supongo que yo también
puedo ser cómico—.Tienes que soltarlo. —Intenté no apartar la mirada de
las manos, pues no quería mirarle la cara.
Justo después, Ossar y yo encontramos el lugar donde había estado la
cabaña de Valiente Berthold. Se habían llevado lo que* habían querido y
luego habían quemado el resto; no era más que un círculo de ceniza
humeante en las violetas que habían dejado de aflorar cuando aún era
primavera.
Le quité a Ossar los pañales y lo limpié tan bien como pude con agua
dulce, para después envolverlo en una piel de ciervo que sólo tenía un borde
chamuscado. Busqué por todas partes el cadáver de Valiente Berthold, pero
no lo encontré. Quería enterrar a Disira, pero no había nada que pudiera
servirme para cavar, así que finalmente corté una rama gruesa y tallé el
extremo para darle forma de pala. Pude apoyar el pie y cavé un hoyo junto
al Griffin lo bastante hondo; lo cubrí de tierra y amontoné unas cuantas
piedras del río. Improvisé una cruz con dos palos para señalar el lugar.
Probablemente sea la única sepultura señalada con una cruz en toda
Mythgarthr.
A pesar de que a esas alturas ya era muy tarde, emprendí camino a
Glennidam. No tenía más que agua que darle al pequeño Ossar, y sabía que
tendría que llevarlo cuanto antes mejor a alguien que tuviera leche de cabra
o de vaca; además, tenía la esperanza de encontrar a Valiente Berthold en
Glennidam. También quería dar con Seaxneat, y matarlo. Aquella noche,
cuando oscureció tanto que no tuve más remedio que parar, oí algo que no
era el aullido que el lobo eleva a la luna. Supe que no era un lobo, y
también que era grande, pero no tenía ni idea de qué podía ser.
He aquí algo que soy incapaz de explicar: Me tienta la idea de no
incluirlo, pero si tuviera que prescindir de todo aquello que no puedo
explicar, no tendrías ni idea de cómo es este lugar, ni de cómo ha sido mi
vida desde que llegué aquí. Se trata del conejo. Vi un conejo y un cervatillo
al día siguiente, y no sólo estaba hambriento, sino que, además, era
consciente de que tenía que conseguir carne y asarla, para mí, porque me
estaba debilitando, y también para masticarla y dársela al pequeño Ossar
antes de que se muriese de hambre. No había ingerido más que agua desde
que su padre mató a Disira, así que cuando vi al conejo comprendí que o
bien le disparaba una flecha a él o al cervatillo. El caso es que el cervatillo
me recordaba a la muchacha marrón, y de algún modo tenía la sensación de
que era ella, y no pude hacerlo. Encontré unas bayas, las estrujé y se las di a
Ossar, que las escupió.
Confiaba en llegar a Glennidam antes del anochecer. No lo logramos, y
creo que en realidad sabía que no lo lograríamos. Glennidam dista
tranquilamente dos días desde el lugar donde se alzaba la cabaña de
Valiente Berthold, pero yo no había caminado tanto tiempo, tan sólo tres o
cuatro horas durante la primera lomada, y un día entero después porque
Ossar me retrasaba. Acampamos de nuevo, y vi que estaba muy débil. Yo
también, un poco, y aunque había comido todas las bayas que encontré a mi
paso, tenía tanta hambre que estaba dispuesto a comerme la corteza. Quería
ir a buscar algo de comer, pero hubiera sido una pérdida de tiempo hacerlo
en plena noche, y lo mejor que podíamos hacer era dormir, con la esperanza
de que no nos molestaran los osos o los lobos, para dirigirnos a la mañana
siguiente a Glennidam tan rápido como fuera posible.
11
GYLF
—¿Sir Able?
Desperté de golpe y me senté tembloroso. Después, me froté los ojos. El
viento que soplaba del norte sacudía las copas de los árboles, y había una
luna tan llena que parecía casi tan brillante como el sol, a pesar de que
irradiaba menor calidez. La observé como lo haces tú a veces, y me pareció
ver un castillo flotante frente a ella, un castillo con murallas y torres que se
alzaban en seis aristas, muros almenados y pináculos puntiagudos con
largos y oscuros pendones que ondeaban al viento.
Tampoco puedo explicar esto, a pesar de que lo intenté: Disira había
muerto, Ossar probablemente moriría también, y Valiente Berthold había
desaparecido; todo ello me afectó entonces con mayor dureza que antes. No
sé quién era el señor del castillo que me había llevado allí, o por qué debía
pedirle nada. Pero levanté los brazos y pedí justicia, no una vez, sino puede
que veinte.
Cuando finalmente dejé de gritar y eché algo más de leña al fuego, oí
decir a alguien:
—¿Sir Able?
No había allí nadie más a excepción de Ossar, y éste, demasiado joven
para hablar, estaba hambriento, agotado y profundamente dormido. Lo
recogí y le dije que nos marchábamos, aunque fuera de noche. La luna era
muy brillante y sabía que podría seguir el sendero; puede que al cabo de
tres o cuatro horas llegáramos a Glennidam.
Al emprender el camino, una vocecilla a mi espalda repitió:
—¿Sir Able?
Me giré tan rápidamente como pude. Al tornarme grande en un abrir y
cerrar de ojos, me había vuelto torpe, y aún no me había habituado.
Aunque, lo hice con bastante rapidez, no vi a nadie.
—Ahí hay un cordero.
En aquella ocasión ni siquiera miré.
—Ahí hay un cordero —repitió la vocecilla. Sonaba como si estuviera a
mi espalda.
—Por favor, si me temes, debes saber que no te haré daño —aseguré—.
Si quieres hacerme daño, no toques al crío.
—¿Corriente arriba? Lo abandonó un lobo, y creímos... confiamos...
Corría yo corriente arriba con el arco en una mano y Ossar en la otra.
Encontré primero al lobo, a punto estuve de tropezar con él a pesar de la luz
que despedía la luna. Si tenía una flecha clavada lo cierto es que no pude
verla. Dejé a Ossar en el suelo y tanteé. No había flecha, pero tenía la
garganta desgarrada. Con la esperanza de que la persona que me lo había
contado me hubiera seguido, dije:
—Podríamos comérnoslo, pero para eso será mejor el cordero. ¿Dónde
está?
No hubo respuesta.
Recogí a Ossar, me levanté y busqué al cordero con la mirada. Se
hallaba a una docena de pasos de distancia, pero costaba verlo más que al
lobo, pues era más pequeño. Me lo eché al cuello como hacía cuando
cazaba un ciervo, y lo llevé hasta el fuego. Casi se había apagado, y para
cuando lo avivé y hube despellejado el cordero, el cielo clareaba.
—Tenemos que darte una cosa.
Sin mirar en derredor, respondí:
—Ya me habéis dado mucho.
—Es grande. —Mi interlocutor tosió—. Pero no es valioso. No me
refiero a valioso. Bueno, él lo es, pero no como pueda serlo el oro. O las
joyas. Nada de eso.
Insistí en que no tenía por qué darme nada.
—No sólo yo. Todos nosotros, nuestro clan al completo. Soy su
portavoz.
—Y yo la portavoz —dijo una voz nueva.
—Nadie te nombró —protestó la primera voz.
—Yo lo hice. Queremos dejar bien claro que no son sólo las mujeres
bosque, igual que no sólo hay mujeres bosque en el bosque. También
nosotros estamos en esto, y no nos faltan poderes.
—¡Bien dicho!
—Gracias. No nos faltan poderes, digan lo que digan. Tampoco tenemos
por qué ocultarnos.
—¡Ten cuidado!
—Me ha visto en dos ocasiones, y en ninguna de ellas me disparó, de
modo que ¿por qué temerle?
—Supón que no le guste.
—Es demasiado cortés para rechazarlo.
—Bien, es de la mejor raza. Un cachorro de la manada del propio
Valpadre.
Me quedé congelado.
—¿Qué podéis contarme de él?
—¡Nada! —exclamó la primera voz que había oído.
—Nada en absoluto, de veras —dijo la voz de mujer—. Sabes mucho
más acerca de él que nosotros. Muchos de los vuestros lo consideran el
Muy Supremo Dios.
—O sea, que no saben tanto. Recuerda que no podemos seguir aquí
cuando salga el sol.
—Valiente Berthold asegura que es el señor del castillo volador, y que
está en Skai —dije.
—¿De verdad?
—Nunca lo hemos visto. —El portavoz se aclaró la garganta—.
Además, no deseamos hablar de ello. ¡Aquí, Gylf! ¡Aquí, muchacho!
—¿Qué quieres hacer? ¿Ocultarte tras él?
—Sí, siempre y cuando sea necesario. ¡Siéntate! ¡Buen chico!
—¿Puedo volverme? No voy a haceros daño.
—¿No te he dicho que podías hacerlo?
Era alta, tan delgada que me pareció un manojo de varas flexibles del
color del chocolate con leche. Él era mucho más bajo, marrón también, con
una nariz enorme y ojos llorosos, aunque al principio no pude verlo por
culpa del perro.
Era el perro más grande que jamás había visto, de pelaje marrón oscuro
con una veta blanca en el pecho, un perro sonriente. ¿Sabes cómo sonríen
los perros? Tenía las orejas blandas, caídas, y la cabeza grandota como la de
un toro, ojos de «puedo cuidar de mí mismo», y un hocico en el que podría
haber metido la cabeza.
—Aquí tienes a Gylf. —Durante un minuto pensé que el lobo hablaba,
pero era la voz del portavoz que surgía tras él.
La mujer marrón dijo:
—En realidad es un cachorrillo.
—Pero puede...Ya sabéis.
—¿Quieres que cuidemos del bebé?
—Vamos a disponer de bastante tiempo. —El propietario de la voz
masculina asomó cauto tras Gylf. Era tremendamente feo—. No sería la
primera vez que criamos a un niño.
—Yo me encargaré —dijo la mujer marrón—, y él se llevará todo el
mérito.
—El sol saldrá en cualquier momento.
—¿Le daréis de comer? —pregunté—. ¿Y lo... lo...?
—Lo educaremos —aseguró la mujer marrón—.Ya lo verás.
—Pero no será pronto. Estará en Aelfrice.
—Muy bien, que así sea.
Querría poder decir por qué razón fueron aquellas palabras las que me
convencieron, pero así fue. Por una parte pensaba que si dejaba a Ossar en
Glennidam, Seaxneat lo mataría cuando me hubiera marchado. Por otra
parte pensaba en algo que no podía recordar del todo, algo que sabía a pesar
de no poder recordarlo.
—¡Lleváoslo! —exclamé.
Ella lo cogió en brazos y le canturreó.
De inmediato, ambos elfos empezaron a retroceder. En lugar de alzarse
sobre el agua, la orilla del río se había hundido bajo ella, y ambos se
dirigieron corriente abajo hasta perderse en la bruma.
—No temas —voceó la mujer marrón—. Le hablaré de ti.
—Respecto a Gylf—dijo el propietario de la voz masculina—, sucede
constantemente: Tras la tormenta siempre encuentra uno algún que otro
cachorro.
—Como hicimos nosotros —añadió la mujer marrón.
—Pero son suyos.
—Cuidaremos de ellos hasta que silbe.
—Lo que tenemos que...
Desaparecieron llevándose consigo al pequeño Ossar, momento en que
la orilla volvió a alzarse sobre las aguas del río.
Supongo que observé al perro porque no había nada más.
—Eran bodachan, ¿verdad? ¿Elfos de la tierra?
Tuve la impresión de que asentía, y eso me hizo sonreír.
—Yo soy hombre de la tierra. ¿Ves lo bronceados que tengo los brazos?
No supondrá un gran cambio para ti.
Volvió a asentir; en aquella ocasión el gesto fue inconfundible.
—Eres un perro muy listo, ¿verdad?
Asintió y sonrió.
—¿Y es cierto que pertenecías a la manada de Valpadre? Creo que eso
fue lo que dijeron.
Asintió del mismo modo en que lo había hecho antes.
—Comprendo. Alguien te adiestró para que asientas cada vez que
escuches una pregunta. ¿Hay alguna que no te empuje a hacerlo?
Tal como esperaba, también asintió al oír aquello. Observó curioso el
cordero que había despellejado, y luego volvió la mirada hacia mí e inclinó
la cabeza.
—Tienes razón, debería ponerlo al fuego. Tendrás carne y todos los
huesos, ¿qué te parece?
Por supuesto, asintió.
En unos minutos había puesto a asar una pierna de cordero. Cobré
conciencia de lo hambriento que estaba cuando la olí. Se me hizo la boca
agua y tuve la impresión de que nunca había olido nada más apetecible que
aquello.
El perro se acercó y se tumbó junto a mí.
—¿Te llamas Gylf?
Asintió como si hubiera comprendido hasta la última palabra.
—Eres un perro de caza, o eso me pareció entender. ¿Qué cazas?
Me señaló con el hocico, como si dijera: «A ti.»
—¿Qué? ¿A mí? ¿De verdad?
Asintió.
—¿Me tomas el pelo?
Pendiente de la carne que crepitaba, Gylf se humedeció los labios. A la
luz que desprendía el fuego tenía la lengua color rosa chicle, ancha como
mi mano.
—Te daré un poco, pero ambos tendremos que esperar antes de comerla
porque estará ardiendo. —La aparté del fuego mientras le hablaba; puedes
asar más carne si la necesitas, pero si la haces demasiado ya no hay forma
de enmendarlo. Tras apartarla, acaricié al perrazo, que se había convertido
en mi mascota en un abrir y cerrar de ojos. Tenía un suave pelaje pardo,
más grueso de lo que parecía—. Será estupendo tenerte de manta en las
noches frías —le dije.
Asintió antes de lamerme la rodilla. A pesar de lo enorme y áspera que
tenía la lengua, me pareció cálida y amistosa.
—Cuando terminemos de comer iremos a Glennidam. Quiero encontrar
a Seaxneat y matarlo, si puedo. Además, Toug podría haber vuelto a casa a
estas alturas. Eso espero. Ya se verá. Si te quedas conmigo, serás mi perro
hasta que Valpadre te reclame. Si no lo haces, no lo serás, pero de todos
modos te desearé buena suerte.
Toqué la carne y me lamí los dedos, y zarandeé el espetón para que se
enfriara.
—¿Tienes tanta hambre como yo? Asintió; observé que babeaba un
poco.
—¿Sabes? Me he estado preguntando qué mató a ese lobo. Menudo
tonto estoy hecho: tenía la respuesta delante de las narices. Fuiste tú. No
tienes que asentir, Gylf. Sé que fuiste tú.
Asintió de todos modos.
—Después me dejaste el cordero, en lugar de guardártelo para ti. Puede
que la muchacha marrón interviniera, pero de todos modos fue un detalle
muy amable por tu parte. —Arranqué la parte inferior de la pierna y se la
ofrecí.
Él la aferró con las patas delanteras como lo hacen los perros, y le hincó
una mandíbula tan imponente que me hubiera asombrado descubrirla en un
león. Al ver aquellos colmillos, me pregunté por qué el lobo no habría
soltado el cordero para huir.
—Bueno, ¿qué tal está? —le pregunté.
—¡Estupenda! —gruñó entre bocado y bocado.
12
EL VIEJO TOUG
Glennidam parecía igual que siempre. Había un crío en la calle que
intentó echar a correr cuando nos vi a Gylf y a mí, pero Gylf le cerró el paso
y yo lo alcancé.
—¿Eres Ve?
Parecía asustado y negó con la cabeza. Era bastante más pequeño de lo
que yo había sido, si sabes a qué me refiero.
—Pero lo conoces.
Asintió, aunque a juzgar por cómo lo hizo me pareció entender que
hubiera preferido no hacerlo.
—No me mires boquiabierto. No será la primera vez que ves a un
extraño.
—Pero tú eres el más grande.
—Soy sir Able —le dije—, y nos llevaremos mejor si me tratas de
usted. Y ahora di «sí, sir Able».
—Sí, sir Able.
—Gracias. Quiero que vayas a buscar ave. Dile que estaré en la casa de
Toug, y que tengo que hablar con él.
Gylf resopló en el rostro del niño, que tembló como gelatina.
—Dile que no tiene nada que temer. No voy a hacerle daño, ni yo ni mi
perro. —Lo dejé ir—.Ve a buscarlo y repítele lo que acabo de decirte.
—Yo... mmm... —titubeó el crío, antes de añadir algo más de lo que
parecía que iba a ser capaz de decir—: Sir Able.
—Dilo si es importante. De otro modo, ve a buscar a Ve y habla con él.
El chico se llevó al pecho un dedo mugriento y asintió.
—Eres Ve.
—Yo...
Hice que me acompañara, asegurándole que quería hablar con Ulfa y
con él.
La casa se alzaba al final de la calle. Llamé a la puerta con el arco y,
cuando se abrió, aferré al padre por la pechera de la sucia camisa; acto
seguido lo sacudí un poco mientras entrábamos a empellones, para lo cual
tuve que agacharme bajo el dintel.
—¿Dónde está tu hija?
Debió de oírme, porque asomó la cabeza por una de las puertas.
Le di los buenos días.
—Ve a buscar a tu madre, por favor, y vosotros dos sentaos.
La mano del padre flirteaba con la idea de aferrar la empuñadura de un
cuchillo. Al reparar en el gesto lo sacudí con más fuerza.
—Si lo desenvainas, te mataré.
Arrugó el entrecejo y estuve tentado de tumbarlo de nuevo, pero me
limité a empujarlo sobre una banqueta que había ante el fuego. Ordené a Ve
sentarse a su lado, y acomodé a Ulfa y su madre en un par de taburetes.
—Veamos —dije al sentarme en la mesa—. Ulfa, me llevé a tu hermano
la última vez que estuve aquí. Puede que tu padre te lo dijera.
Ella asintió. Parecía asustada. Continué.
—Ya no está conmigo. Disiri se lo llevó. Dudo que vaya a hacerle daño,
pero no tengo ni idea de cuánto tiempo lo retendrá. No dijo para qué lo
quería. Puede que vuelvas a verlo hoy, o puede que no vuelvas a verlo
nunca, y no sabría decirte cuál de ambas opciones es más probable. Si la
veo, le preguntaré por él. Eso es todo cuanto puedo hacer.
Esperé a que alguien hablara mientras acariciaba la cabeza de Gylf, por
supuesto sin apartar la mirada de los presentes. Al cabo de uno o dos
minutos, dije:
—Estoy seguro de que tendréis alguna pregunta que hacerme.
Probablemente no pueda responderos, pero escucharé y responderé si es
posible. ¿Ulfa?
Levantó la barbilla.
—¿Cuánto tiempo pasó contigo?
—Menos de un día. Estuvimos en Aelfrice durante la mayor parte, y no
resulta fácil discernir cómo transcurre allí el tiempo, pero no me equivoco si
digo que fue menos de un día.
—¿Le hiciste daño?
—Le torcí el brazo lo suficiente para hacerle gritar un par de veces y
lograr que me obedeciera, pero no le hice nada de lo que no pueda
recuperarse. Nadie le hizo daño mientras estuvimos juntos. —Miré
largamente a la madre de Ulfa y decidí que no era del tipo de personas que
hablan con un extraño.
—¿Está en Aelfrice? —preguntó no obstante su marido.
—No sé dónde está. Ahí estábamos la última vez que lo vi. Puede que
haya vuelto a este mundo o a este planeta o como quiera que lo llaméis. No
lo sé. —Como puedes ver, creía entonces que Mythgarthr probablemente no
sólo era otro país. Por alguna razón no había nadie que llamara país a
Mythgarthr, sino Celidon. Otra cosa: estaba casi seguro de que en otros
países de la Tierra no había elfos. Supuse que habría oído hablar de ellos.
Pero había cosas que no tenía claras. Una de ellas era que la luna de
Mythgarthr parecía idéntica a la nuestra, aunque no podía decir si las
estrellas eran distintas. El Carro Mayor estaba allí, y la Estrella del Norte, y
algunas otras que conocía perfectamente.
—Dejaste que Disiri se lo llevara —me acusó Ulfa.
—No se lo habría impedido de haber sido capaz de hacerlo —dije a
Ulfa—.Y no habría podido aún en el caso de haber querido. Sí, dejé que se
lo llevara.
—¿Intentarás traerlo de vuelta? Es mi hermano.
—Lo haré si puedo, por supuesto. Ahora tengo preguntas que haceros a
todos. ¿Está Seaxneat aquí? Con «aquí» me refiero al pueblo, o cerca de él,
claro.
El padre de Ulfa negó con la cabeza.
—Ha ido a buscar a su mujer.
—La encontró. Por eso estoy aquí.
—¿Qué pasó? —preguntó Ulfa en voz baja. Creo que intuyó lo
sucedido.
—Ahora os lo cuento. Antes quiero hablaros de Ossar. Quiero
contároslo a vosotros, sobre todo a Ulfa y a Ve. Ossar también está en
Aelfrice, y yo lo dejé allí, o prácticamente lo hice. Lo confié a los
bodachan, a los elfos pequeños de piel parda. Mi hermano —eso fue lo que
dije— los ayudaba a veces, y ellos le correspondían. Dijo que eran buena
gente, inofensiva a menos que los enfurecieras. En fin, el caso es que
querían a Ossar y se ofrecieron a cuidar de él, y yo no tenía leche que darle
ni comida que pudiera masticar, así que lo confié a los bodachan.
Nadie dijo una palabra.
—El tiempo transcurre con mayor lentitud en Aelfrice, así que podría
reaparecer dentro de veinte años siendo un niño aún. Podría suceder. Si lo
hace, quiero que recordéis que es el hijo de Disira y que cuidéis de él. —
Hice que los cuatro me lo prometieran.
»Sexneat mató a la madre de Ossar, y yo me propongo matarlo a él sí
puedo. Quizá no lo logre, y puede que él se presente aquí cuando Ossar
vuelva. Decidle que Ossar ha sido criado por los elfos, y que probablemente
vayan a por él si le pone la mano encima. Eso ayudará, al menos eso
espero.»
La madre de Ulfa habló. Creo que fue la única vez que dijo algo.
—¿La reina que se llevó a mi hijo? ¿Disiri?
Sacudí la cabeza.
—Uno de los bodachan, no sé su nombre. Ve, tu padre te envió por los
bandidos la noche que me llevé a Toug. No podían andar lejos puesto que
nos persiguieron aquella misma noche. ¿Adonde fuiste?
—¿Se refiere a mi padre? Se su... se supone que no debo decirlo, sir
Able.
—¡Díselo! —le ordenó el padre de Ulfa.
—Se lo puedo sacar a tu padre si me veo obligado a hacerlo, e. pero
puede que tuviera que hacerle daño. Os ahorraréis un montón de problemas
si me lo dices ahora.
Ve tragó saliva.
—No está aquí, sir Able.
—¿También ha ido a buscar a la mujer de Seaxneat?
—No... No lo sé, sir Able.
—Pero sabrás adonde te envió a buscar a los bandidos. Será mejor que
me lo digas.
Gylf lanzó un gruñido y el padre de Ulfa aferró el brazo de Ver.
—Tu padre no está —le dijo—, pero yo sí estoy. Responde, te digo. Yo
me hago responsable de lo que pase.
—A la cue... cueva. La gran cueva.
Asentí.
—Comprendo. ¿Suelen encontrarse allí?
—Al... algunos sí, sir Able. Una de las Compañías Libres.
—¿Dónde está esa cueva?
—Por a... ahí —señaló Ve—.Tiene que tomar el sendero al estanque,
doblarlo para rodear las playas y girar en el tocón...
—Yo le llevaré —se ofreció el padre de Ulfa.
La oferta me sorprendió.
—Hará que el crío le acompañe y probablemente conseguirá que lo
maten. Si yo le acompaño habrá dos hombres, si es que los encontramos
allí.
Gylf volvió a gruñir, en esa ocasión en un tono más alto.
—El perro cree que podría traicionarle —dijo el padre de Ulfa—. Puede
que lo crea así, pero no lo haré.
Lo medité unos instantes.
—Enviaste a Ve a buscar a los bandidos cuando estuve aquí.
Negó con la cabeza.
—Fue Vali, no yo. Yo quería matarle con mis propias manos. —Hizo
una pausa para clavar la mirada en el suelo, luego se irguió y me miró a los
ojos—. De haber sabido que era un auténtico caballero, todo habría sido
distinto. Pero no lo sabía y creí que mi chico y yo podríamos con usted; y
con Vali iríamos sobrados. Pero él quería llamar a la Compañía Libre de Jer,
por eso envió al muchacho. Yo no se lo impedí.
—¿No te gusta esa gente?
El padre de Ulfa negó con la cabeza.
Su hija quiso hablar, pero levanté la mano para impedírselo.
—¿Cómo te llamas?
—Toug, igual que mi hijo.
—Cierto, ahora lo recuerdo. ¿Qué querías, Ulfa?
—Causan muchos problemas y toman todo cuanto quieren. A veces
comercian con nosotros, y otras nos dan cosas, aunque eso es por Seaxneat;
lo del comercio y los regalos, quiero decir.
El viejo Toug dijo:
—Vali querría ser como él.
—Comprendo. —Seguía observándolo, deseando poder vislumbrar algo
tras la barba negra—. ¿Cuántos bandidos encontraremos en la cueva,
suponiendo que estén allí?
—Cinco, posiblemente —respondió tras encogerse de hombros—.
Puede que diez.
Pregunté a Ve a cuántos encontró cuando fue a buscarlos.
—Eran siete, sir Able.
—¿Irías a avisarlos en cuanto nos hayamos marchado? Pareces un buen
corredor y conoces el camino. Podrías adelantarte a nosotros.
—No, sir Able. No a menos que me lo pida.
—No puedo arriesgarme. Ulfa, tu madre y tú tendréis que retenerlo
aquí. Bastará con dos horas. ¿Lo haréis?
La madre de Ulfa asintió.
—Lo haré por su bien, sir Able, por el suyo y por el de mi padre —
respondió Ulfa.
El viejo Toug se levantó.
—Podríamos llegarnos en una hora. Me rompió el pico.
Asentí.
—Pero aún conservo la lanza y el cuchillo. ¿Le parece bien que vaya
armado?
Respondí que sí, y se fue a buscar la lanza a una de las habitaciones. Era
la misma arma que su hijo Toug había soltado antes de huir corriendo de la
pelea.
—Cuéntenos qué fue de Disira —pidió Ulfa.
—No importa —murmuró el viejo Toug—. Ha muerto.
—Verás, papá, me gustaría saberlo, y sir Able dijo que nos lo contaría.
—Como os he contado, tu hermano y yo fuimos a Aelfrice. Disiri se lo
llevó, y yo tuve que volver solo. Quería encontrarla de nuevo y la llamé por
su nombre. Disira respondió, pensando que me habían enviado a buscarla.
Ella y Ossar se habían ocultado en bosque, y probablemente no era la
primera vez que lo hacían. Estaba hambrienta y agotada, tenía miedo y se
había perdido. Debí haberla llevado de regreso al pueblo, pero no lo hice.
Por una razón: tenía más a mano a Valiente Berthold, y pensé que allí
encontraríamos algo de comer. Tenía otro motivo, y es que los bañados nos
habían perseguido a Toug y a mí. Me pareció que era más probable que nos
encontraran en este lugar que en la cabaña de Valiente Berthold.
Acaricié la cabeza de Gylf y esperé a que alguno de ellos hadara hasta
que Ulfa dijo:
—Comprendo. Adelante.
—Ella y Ossar se quedaron con Valiente Berthold y conmigo. Disira
temía a Seaxneat. Él la había maltratado, y creo que pensaba que podría
hacerle daño a Ossar si volvía a casa. Hace un par de días salí a cazar y vi a
uno de los angrborn.
—¿Dónde? —interrumpió el viejo Toug.
—Junto al río, corriente arriba. Pensé que debía advertir a Disira y a
Valiente Berthold de ello, de modo que volví a la cabaña. La habían
quemado, y al principio pensé que los angrborn eran los responsables. Sin
embargo, encontré huellas de hombres. Uno caminaba patizambo. Tuve la
sensación de que pertenecían a Seaxneat, y sigo creyéndolo. Oí llorar a
Ossar y encontré el cadáver de Disira, a quien habían golpeado con un
hacha. Es fácil decirlo, me resulta fácil hablar de ello ahora, puesto que no
puedo verla. Pero en realidad fue horrible. No quise mirarla, y no quiero
pensar en ello.
Ve susurró algo a Ulfa. Ella asintió y dijo:
—Teme preguntárselo, pero le gustaría saber por qué llevó a Disira a la
cabaña si es un caballero. ¿No se supone que tiene una casa espléndida?
—Pero no soy un caballero rico —dije a Ve—. Al menos, aún no. Soy
de los que avanzan paso a paso, y me gusta mucho hablar, lo cual no es
propio de un auténtico caballero. —Puse la mano en el hombro del viejo
Toug—. No hace mucho que querías matarme.
Él asintió, arrepentido.
—Te rompí el pico y podría haberte matado con él, pero no lo hice.
—Se lo agradezco.
—Dijiste que querías seguirme. Te seré fiel mientras tú me seas fiel,
pero ni un instante más.
—Lo entiendo —dijo al tiempo que asentía.
Después, llegado el momento de partir, hice un gesto al viejo Toug para
que me siguiera.
13
CAESURA
Recorrimos juntos la calle del pueblo, atravesamos campos y entramos
en el bosque. Gylf trotaba delante de nosotros, explorando cada seto y cada
matorral antes de que pasáramos por su lado. El sendero no tardó en
estrecharse, y me adelanté al viejo Toug con una flecha en culatín; incluso
entonces, Gylf se me adelantó. En los alrededores de Glennidam los árboles
eran menudos, menguados, pues habían talado los más recios para alimentar
el fuego de las chimeneas. Pasado ese tramo se alzaban grandes,
imponentes y ancianos, aunque de vez en cuando seguimos encontrando
tocones. Más allá se extendía el verdadero bosque, el majestuoso bosque
que discurría por espacio de cientos de millas entre las Montañas del Sol y
el mar, y entre las Montañas del Norte y los campos de cultivo, árboles que
ya eran ancianos cuando el hombre no caminaba entre ellos, árboles de
troncos más gruesos que la casa más espléndida de Irringsmouth, árboles
que alzaban las admirables copas verdes a Skai y saludaban con una
educada inclinación a los overcynos.
Los manantiales brotaban de las raíces, pues en su búsqueda de agua
éstas penetraban las rocas más profundamente que el pozo más hondo. Las
flores silvestres, flores pequeñas, tan delicadas que no podías amarlas al
verlas, crecían alrededor de los manantiales. La parte norte de los troncos
estaban cubiertas de brillante musgo verde, más grueso que piel de oso.
Cada vez que lo veía pensaba en Disiri y deseaba tenerla ahí con nosotros,
pero mi deseo no era suficiente para hacerla aparecer, ni allí ni en ningún
otro lugar, nunca.
—Ahora comprendo por qué en Aelfrice parece que la atmósfera esté
llena de luz —dije a pesar de mi temor a quedarme sin voz—. También aquí
la atmósfera parece llena de luz.
—Ah, entonces ¿se parece esto a Aelfrice? —preguntó el viejo Toug.
—No. Aelfrice es mucho más mágico —respondí—. Los árboles son
más grandes y de especies increíbles, son extraños, peligrosos o acogedores.
No es que parezca que la atmósfera irradia luz, es que lo hace.
—Quizá mi hijo pueda hablarme de ello, si vuelvo a verlo.
Pregunté si había llamado a su hijo Toug porque quería que se pareciera
a él, o porque quería volver a sentirse joven; ahora no puedo dejar de
preguntarme qué debió de parecerle el joven caballero que volvió a su lado
herido, y qué se dijeron.
No mucho después, un ciervo blanco, que ya lucía la cornamenta, cruzó
veloz el sendero; Gylf no emprendió la persecución, ni yo disparé una
flecha. Diría que ambos tuvimos la sensación de que no debíamos darle
caza.
—Ciervo Nube —dijo el viejo Toug.
—¿Cómo?
—Así lo llaman. —El viejo Toug no añadió más.
El terreno se alzaba y caía, al principio suavemente como lo hacen los
montículos, después de forma más abrupta, formando colinas como aquellas
en las que encontré a Disiri. Los árboles hundían las raíces en un terreno tan
firme que un perro, un joven y un hombre podían caminar por él.
Finalmente ascendimos la colina más alta que habíamos encontrado
hasta el momento, y la cresta estaba pelada excepto por algunos jirones de
hierba; desde la cima, alcancé a distinguir al norte algunos picos nevados.
—Falta poco —anunció el viejo Toug.
Gylf lanzó un silbido y se volvió hacia mí. Sabía que quería hablar, pero
no podía hacerlo mientras me acompañara el viejo Toug, de modo que le
ordené adelantarse hasta que nos perdiera de vista, y que aguardara a que
nos reuniéramos con él. Obviamente quiso saber por qué, pero me limité a
decirle que o bien obedecía o regresaba con su esposa e hija. Al final,
obedeció.
—Lo saben —me advirtió Gylf.
—¿Los bandidos?
Asintió.
—Y ¿cómo sabes tú eso?
—Lo huelo.
Al pensar en lo que me había dicho, recordé que una vez me contaste
que los perros son capaces de husmear el miedo. Pregunté a Gylf si tenían
miedo, y de nuevo asintió.
—¿Cómo han descubierto que veníamos?
No respondió; conforme fui conociéndolo mejor, descubrí que así
reaccionaba cuando no sabía cómo responder a una pregunta (o cuando
consideraba que la pregunta era estúpida). Probablemente habían apostado
vigías. Yo lo hubiera hecho de haber sido su capitán.
—Creía que os habíais perdido —dijo el viejo Toug cuando lo
alcanzamos.
Le conté que queríamos saber si iba a delatarnos a los bandidos.
—¿Y el perro también quería saberlo? —preguntó.
Asentí.
—Lo matarán en cuanto lo vean.
—Supongo que tienes razón, siempre y cuando él los encuentre antes
que nosotros.
—Vi en una ocasión a un caballero que le había puesto una camisola de
malla al perro.
—Intentaré proporcionarle una a Gylf, si él quiere llevarla —dije—,
pero a partir de aquí quiero que os quedéis atrás, y que cagas lo posible para
que no se mueva de tu lado. Yo me adelantaré.
—Sólo tiene ocho flechas. Las he contado.
Le pregunté cuántas tenía y le ordené mantenerse en retaguardia.
Después, pedí a Gylf que se quedara con él y que procurara que el viejo
Toug no se separara de su lado.

Hasta ahora he contado lo que sabía y lo que sabían otros, y también he


reconstruido nuestras conversaciones. Creo que ahora será mejor hacer una
pausa en la narración y explicar cómo me sentía entonces, y también más
tarde, y por qué hice las cosas que hice. He sido una especie de general, y
puedo decirte que los buenos generales caminan con paso firme, aunque no
lo hagan día y noche. Hay un momento en que deben marchar, pero también
lo hay para hacer un alto y acampar.
Avancé solo, tal como te he contado, con el arco y la flecha preparada,
atento al murmullo de las innumerables vidas que formaban parte de la
cuerda: los sonidos de aquellas personas, si puedo expresarlo así. La vida.
Aquellos hombres, mujeres y niños que conformaban la cuerda de Parka
nada sabían sobre mí, nada acerca del arco de mandarino, nada de la flecha
que enviarían silbando al pecho de algún bandido. Sin embargo, lo
percibían todo, creo, percibían que sus vidas se hallaban en entredicho y
que la batalla estaba a punto de dar comienzo. Había miedo e inquietud en
sus voces. Se sentaban alrededor de los fuegos o se mantenían ocupados
con sus quehaceres, pero percibían que una batalla iba a tener lugar, y que
el desenlace dependería de ellos.
No era muy distinto en mi caso. Era consciente de que con toda
probabilidad tendría que enfrentarme a media docena de hombres, y que
también ellos irían armados con arcos, que dispondrían de innumerables
flechas, además de espadas, hachas y lanzas. Si me volvía a izquierda o
derecha salvaría la vida; y Gylf y el hombre que lo acompañaba nada
sabrían al respecto, a menos que también ellos lo hicieran, porque ambos
morirían antes de enfrentarse a los bandidos. Si me daba la vuelta, lo
sabrían, pero habría salvado su vida, al igual que la mía. Supongo que
salvar la vida de quienes te acompañan es una gran cosa, y que en realidad
matar a quienes intentan matarte (a ti, a ellos) no cuenta.
De todos modos, avancé.
Si llegas a leerme pensarás que fue por lo que dijo sir Ravd. Estarás en
lo cierto, pues sus palabras ejercieron una gran influencia. Quería ser
caballero. Quería ser caballero más de lo que había querido formar parte del
equipo o ser de los primeros de la clase. No me refiero a que sólo quisiera
hacerme llamar caballero del modo que me había hecho llamar o había
obligado a los demás a llamarme así. Quería serlo de verdad. Había un par
de personas en el equipo que estaban allí porque no pudimos encontrar a
nadie mejor. Uno de los primeros de la clase lo era porque se había
dedicado en cuerpo y alma a serlo. Se lo tomaba a pecho, y si no conseguía
una matrícula se acercaba al profesor y discutía, rogaba y quizá lo
amenazaba hasta conseguirla. El resto de nosotros éramos conscientes de
ello, pero yo no quería ser caballero de ese modo. Era como en la novena
entrada, con dos bateadores expulsados y uno en la segunda base. No era
ése el modo que yo hubiera escogido, de haber podido hacerlo. Claro que
¿quién tiene oportunidad de escoger nada?
Pero sólo se trata de una ínfima parte del todo. Déjame decirte la verdad
aquí y ahora. Creía que Valiente Berthold había muerto. Pensaba que su
cadáver se encontraba en alguna parte, cerca de donde se hallaba la cabaña,
y estaba convencido de que no había sido capaz de encontrarlo, puesto que
no hubiera encontrado a Disira de no haber sido por Ossar, de modo que no
hubo nada que me condujera al lugar donde yacía Valiente Berthold. De
haber estado allí, podría haber echado a correr cuando llegaron los
bandidos, y podría haber logrado que Valiente Berthold me acompañara.
Claro que a esas alturas lo conocía lo bastante bien para saber que él jamás
hubiera huido.
El angrborn lo había malherido hasta tal punto que lo dio por muerto.
No podía tenerse en pie. Le temblaban las manos y a veces le temblaban
tanto que no podía ni llevarse la cuchara a la boca. Tenía un punto de
locura, olvidaba cosas que habían sucedido hacía poco, o recordaba otras
que jamás habían sucedido. Estaba tan convencido de que yo era su
hermano Able que tuve que responder a ese nombre, y a veces incluso
llegué a pensar que era cierto. De hecho, siguió pensando que yo era su
hermano cuando regresé con cuerpo de adulto, más grande de lo que era él.
Todo aquello era cierto, y aún hay más; no había forma de atemorizarlo.
Puede que los bandidos acabaran matándolo —y yo creía que así había sido
—, pero antes les habría obligado a hacerlo. No lo habrían atemorizado, y
seguramente él protegió a Disira y a Ossar hasta la muerte.
De modo que Valiente Berthold había muerto.
Me había acogido cuando no tuve otro lugar al que ir. Me había querido
como a un hermano y me había enseñado todo lo que sabía: cómo trabajar
la tierra, cómo conducir al ganado, los caballos y las ovejas. Cómo cazar y
cómo poner trampas. Cómo luchar con una lanza si eso era todo cuanto
tenías, y cómo luchar con un garrote si era con un garrote con lo que
contabas. No sabía manejar muy bien el arco, pero también me había
enseñado todo lo que sabía al respecto, y se había mostrado comprensivo
paciente mientras yo practicaba y practicaba, y me había ayudado a mejorar.
Cuando disparas a la presa que apuntas y de la que depende el sustento, no
es difícil convertirse en poco tiempo en un buen tirador. Cuando tienes que
alcanzarla o alguien a quien quieres no tendrá un plato a la mesa, aprendes
el resto de las cosas: cómo acercarte un poco más, cómo evitar una rama sin
fallar el disparo, y cómo seguir al ciervo malherido incluso cuando apenas
parece sangrar, puesto que en ocasiones sangran por dentro.
Cómo intuir adonde irá antes de que él mismo lo decida. En cuanto
hería al ciervo, éste se dirigía al lugar donde yo permanecía oculto,
entonces lo aferraba y tumbaba. Había aprendido rápidamente todo aquello,
como he dicho, y debía a Valiente Berthold hasta la última lección. Quienes
lo hubieran matado tendrían que vérselas conmigo, y yo no estaba enfermo
ni era viejo.
También pensaba en Disira. Nunca la había amado porque amaba a la
reina Disiri, siempre lo haría, a ella y a nadie más; y si no lo comprendes,
jamás entenderás todo aquello que pueda contarte, porque ese sentimiento
siempre fue lo más importante. Todo lo demás cambiaría con el paso del
tiempo. Hice nuevas amistades y perdí las antiguas. Sir Garvaon me enseñó
a esgrimir la espada y Garsecg me mostró cómo podía ser más fuerte y
rápido de lo que hubiera sospechado jamás: calmado en ocasiones, tan fiero
en otras que quienes me vieran echaran a correr. Sin embargo, eso nunca
cambió: Amaba a Disiri y a nadie más que a ella, y no hubo un solo minuto
en el que no hubiera muerto por ella.
Había otra cosa al respecto de eso de la que voy a hablarte. Era
consciente de que en mi interior seguía siendo un crío. Toug siempre me
consideró un hombre, incluso cuando le dije que no lo era. Su padre
también pensaba que era un hombre, al igual que Ulfa, un hombre más
joven que él, cierto, pero un hombre. Era mucho más alto que él. Yo sabía
que no era cierto, que se trataba de algo que había obrado Disiri; sabía que
en realidad era un crío. Hubo un montón de veces en las que quise llorar.
Aquella vez en que me acerqué a los bandidos, buscando con la mirada a
los hombres ocultos tras las rocas o en lo alto de los árboles como elfos a
cada paso que daba, ése fue uno de esos momentos. Hubo otro en el que
lloré de verdad. Te lo contaré en un minuto. Cuando eres un niño y vives
una situación tensa como la que yo vivía no puedes siquiera admitirlo,
porque si lo haces una sola vez todo se viene abajo.
De modo que no lloré. Seguí avanzando hacia la cueva, paso a paso,
lentamente, pensando que, si me mataban, me matarían y todo habría
acabado.
Pero lo principal seguía siendo Disiri. Es por eso por lo que siempre me
ha acompañado, a través de Jotunlandia y la batalla del Río y todo lo que ha
sucedido. La amaba y la quería con una pasión desgarradora.
Si no entiendes lo de Disiri, no servirá de nada que entiendas lo demás
porque no habrás comprendido nada en absoluto. Los bandidos se
interponían entre ella y yo; estaba dispuesto a arremeter contra cualquier
cosa que se interpusiera entre nosotros, y así sería siempre, todo el tiempo.
14
LA ESPADA ROTA
Había ordenado a Gylf que se mantuviera a mi retaguardia, y no solo a
él, también al viejo Toug; sin embargo, demostraron que mantener la
posición no era algo que se les diera demasiado bien. Lo primero que vi fue
que el viejo Toug se encontraba cerca, a un lado, lo cual me sobresaltó de
tal modo que a punto estuve de dispararle una flecha. Quería susurrarme
algo, y cuando quise volverme para ver de qué se trataba, Gylf se escabulló
ante mi mirada sin hacer un solo ruido a pesar de lo deprisa que avanzaba.
—¿Ve la roca negra? —El viejo Toug la señaló con la lanza—. Cuando
lleguemos allí nos verán si están ahí, y nosotros los veremos a ellos.
Señalé a nuestra espalda.
—¿Ves aquella roca redonda?
Asintió.
—Retrocede y espera ahí, o te arrancaré la lanza y te la meteré por la
nariz. ¡Andando!
Obedeció, y yo aguardé ahí quieto, atento hasta que hubo cubierto el
espacio que lo separaba del lugar.
Más o menos entonces regresó Gylf. No dijo nada, pero supe por su
aspecto y por el modo en que había retrocedido que los bandidos se
hallaban al frente. Le ordené situarse detrás de mí, pero no quiso retroceder
hasta la roca redonda. En cuanto di un paso al frente, se dispuso a seguirme.
Muy pronto sucedió algo que habría podido imaginar. Uno de ellos se
irguió en la roca, puede que a unos cincuenta pasos al frente, y preguntó
quién era yo y si iba en son de paz o de guerra. Tiré de la flecha hasta la
altura de la oreja y la solté tan rápidamente que el bandido no tuvo tiempo
de agacharse. La flecha le atravesó el pecho y se cayó de la gran roca.
Aún no había visto al resto, pero ellos sí lo habían visto a él, y en ese
momento los oí gritar. Eché a correr a la roca negra porque estaba
convencido de que podría trepar por ella, y me encaramé como una ardilla,
espantado todo el tiempo, pensando que iba a encajar una flecha en la
espalda. Cuando llegué a la cima me tumbé cuerpo a tierra; fue como si
abrazara la roca.
La rodearon, y no eran precisamente los seis o siete de los que habíamos
hablado, sino más bien unos veinte o así. Vieron al viejo Toug de pie donde
yo le había ordenado esperarme, y fueron por él, gritando y blandiendo las
lanzas y las espadas. El viejo Toug arrojó la lanza y echó a correr como una
liebre mientras yo me incorporaba, disparaba una flecha al bandido que iba
más retrasado y luego disparaba a otros dos, todo ello en menos de lo que se
tarda en escribirlo. El último bandido iba armado con un arco y llevaba un
carcaj a la espalda; al reparar en el carcaj, salté de la roca.
Fue un salto impresionante. Cada vez que lo recuerdo, me sorprende
que no me rompiera una pierna; caí con los pies juntos y luego rodé en el
suelo. Me hice con las flechas y las guardé en mi propio carcaj, junto a
aquellas para las que no tenía punta metálica. Luego me dispuse a recuperar
las otras dos que había disparado. La última estaba cubierta de sangre, y las
plumas no tenían tan buen aspecto como hubiera querido, pero no tenía
doblada la punta y comprendí que podría utilizarla de nuevo.
A pesar de que uno de los bandidos seguía con vida, no lo rematé.
Estaba convencido de que moriría de todos modos y que no tardaría mucho
en hacerlo, así que ni lo toqué. El primero no era Seaxneat; de hecho,
ninguno de aquellos tres era Seaxneat.
Quizá deba hablar sobre ello. Donde tú estás, la gente se mata entre sí
todo el tiempo, igual que sucede en este lugar. Habláis de ello como si fuera
lo más terrible del mundo. Aquí es el asesinato lo que despreciamos, y el
combate no es más que el combate. A nuestra manera, la gente no se siente
mal por las cosas que tiene que hacer. En una ocasión, sir Woddet mató a
tantos osterlingas que eso lo hizo sentarse mal durante largo tiempo, aunque
a mí eso de matar osterlingas nunca me quitó el sueño. ¿Cómo iba nadie a
sentirse mal por acabar con alguien capaz de echarte a la olla y devorarte?
Matar bandidos tampoco supuso un problema para mí.
Cuando Gylf y yo encontramos al viejo Toug, lo habían colgado boca
abajo y le arrojaban cuchillos. Le dije a Gylf que rodeara la posición, de tal
modo que toparan con él si echaban a correr. En cuanto se hubo situado,
empecé a disparar. Se arrojaron sobre mí y retrocedí casi hasta el lugar
donde se alzaba la roca; ascendí por otra y, una vez me hube incorporado
sobre ella, esperé a que llegaran con la cuerda de Parka en las yemas de los
dedos. No me pareció más gruesa que un hilo, era tan fina que casi me
cortó; sin embargo, me susurraba al oído en un millar de lenguas, y
comprendí que jamás se rompería, sucediera lo que sucediese.
Asomó del bosque un bandido que también iba armado con un arco.
Dejé que disparase primero, pero la flecha alcanzó la roca a mis pies. Un
par de bandidos más se habían asomado por detrás de los árboles. Alcé el
arco sobre la cabeza y voceé:
—¡Soy sir Able del Gran Corazón! —Eso era lo que había dicho Parka
—. ¡Rendíos! ¡Jurad que no incurriréis en deslealtad y no os haré daño!
El del arco sacó una nueva flecha, igual que yo. Disparé sobre él cuando
echaba el arco hacia atrás; la flecha cortó la cuerda, lo atravesó y se hundió
en un arbolillo. Todo esto asustó a los otros dos bandidos, que
emprendieron la huida. Me sentí orgulloso del disparo, y aún me siento
orgulloso de él. Desde entonces he hecho disparos tan buenos como aquél,
aunque no he podido superarlo.
—No tiene que quedarse conmigo —susurró el viejo Toug cuando lo
bajé del árbol y me dispuse a desatarlo de manos y pies.
Respondí que era eso precisamente lo que pensaba hacer. Luego me
dediqué a hacer jirones la camisa que me había hecho su hija para obtener
vendas.
—¿Mataron al perro?
—No —respondí—. ¿No lo has visto?
Intentó sonreír.
—No habré prestado atención. ¿Preocupado?
—Me preocupa el perro.
—¿Teme que no regrese a su lado?
Temía que lo hiciera. Encendí un fuego. Podría haber llevado al viejo
Toug de vuelta a Glennidam, pero oscurecía y hubiera tenido que
abandonarlo en caso de emboscada. Pensé que si podía descansar aquella
noche, quizá podría caminar un poco a la mañana siguiente. Eso sería de
gran ayuda.
Cuando el fuego ardía con ganas le llené de agua el sombrero para que
pudiera beber.
—Tendría que acercarse a la cueva —dijo cuando hubo saciado la sed
—. Puede que haya un tesoro.
Lo dudaba porque estaba convencido de que los bandidos se gastaban
en seguida todo lo que robaban; sin embargo, le prometí que iríamos a echar
un vistazo a la mañana siguiente.
Gylf apareció con dos conejos, y esfumó de nuevo en la oscuridad de la
noche en cuanto los hubo dejado junto al fuego. Los despellejé y sazoné
con pimienta, tal como Valiente Berthold me había enseñado a hacer;
cuando los hube preparado, el viejo Toug dijo:
—Su perro me ha parecido distinto. Puede que fuera la luz del fuego.
—No —dije.
—¿Sigue siendo el mismo perro?
Asentí.
—En una ocasión me preguntó si yo querría que mi hijo, al crecer, se
pareciera a mí, o si yo querría volver a ser un muchacho. Quiero que sea
como yo, aunque también me gustaría ser como él —confesó antes de
lanzar un suspiro.
Le dije que hacía muy poco yo también era un muchacho.
—Sé a qué se refiere.
—Cuando descubrí que me había transformado en hombre, me asusté,
pero después me puse tan contento que empecé a dar saltos y a gritar. Hoy
mismo volvería a ser como antes, si pudiera elegir.
—Eso es.
—Te hablé del viaje que hicimos tu hijo y yo a Aelfrice. Allí nos
reunimos con Disiri, y ella se lo llevó. Cuando era un muchacho pasé años
en Aelfrice, pero una vez hube vuelto no podía recordar lo que había
sucedido allí, y tenía el mismo aspecto que cuando llegué. Todos esos años
no me habían cambiado en absoluto.
—Ya pasa —murmuró el viejo Toug.
—Pero cuando estuve ahí solo, cuando estuve esperando a que Disiri
volviera con tu hijo, empecé a acordarme de cosas, aunque ahora no
recuerdo exactamente qué eran. Sin embargo, recuerdo que recordaba.
¿Sabes a qué me refiero? Y eran recuerdos felices. Había sido realmente
feliz en ese lugar.
—Debió quedarse un poco más, hasta recordar.
—No quería marcharme. Pero creo que te equivocas. Tenía
pensamientos terribles. Puede que ésa fuera la razón de que buscara a
Disiri. Quería que ella me tranquilizara, que me dijera que todo estaba en
orden.
Entonces, una nueva voz intervino en la conversación.
—Yo no puedo hacer tal cosa, aunque sí puedo ayudarle a cuidar de mi
padre.
Al volverme vi a Ulfa.
—Vaya, así que nos has seguido —dijo el viejo Toug—. Pensé que lo
harías. ¿Mamá no ha podido impedírtelo?
—Me marché cuando mamá atendía a Ver. No le pedí permiso. —Ulfa
se volvió hacia mí—. Por lo visto, le dio un susto de muerte al pobre Ve.
Dije que no era ésa mi intención, que sólo quería asegurarme de que
hiciera lo que le había pedido, porque no tenía dinero no se me ocurría otro
modo de impedir que avisara a los bandidos.
—Puede que si se hubiera mostrado amable con él...
—Supongo que sí.
No creo que el viejo Toug estuviera escuchando, o al menos que
prestara atención, porque en ese momento intervino en la conversación.
—¡Oro, Ulfa! ¡Oro de verdad! Hay un tesoro en la cueva. Ya lo verás.
—¿Sir Able lo compartirá contigo?
—Sí, siempre y cuando haya algo que compartir —aseguré.
El viejo Toug dijo:
—Acabé con dos de los bandidos de Jer, Ulfa. ¡Dos! ¿Puedes creerlo?
Ella lanzó un suspiro y sacudió la cabeza.
—Llevo... no sé, papá, diría que llevo media noche tropezando con
cadáveres. Si resulta que tú has matado a dos, sir Able debe de haber
acabado con tres docenas.
Confesé que Gylf había matado a más que nosotros dos juntos.
—Es el perro —aclaró el viejo Toug—. Yo mataba y huía, mataba y
huía, y entonces me alcanzó una flecha en la pierna. Me colgaron boca
abajo de un árbol. El me salvó, me trajo agua, cargó conmigo. —Las
lágrimas le empañaron la mirada, y luego empaparon el pelo enmarañado
que obstruía el paso a las orejas—. Le dije que fuera por el oro. Ve por el
oro, le dije. Pero no quiso, y se quedó aquí conmigo.
Di la vuelta a los conejos por última vez antes de apartarlos del fuego;
los sacudí en el aire para que se enfriaran. Ni Ulfa ni el viejo Toug
hablaron, pero vi cómo los miraban y en cuanto pude arranqué una de las
patas, que ofrecí al viejo Toug, advirtiéndole de que estaba ardiendo.
—¿Y tú, Ulfa? ¿Tienes hambre?
Cuando asintió, le ofrecí otra pata. Comíamos en silencio cuando ella
dijo:
—¿Acaso no necesita dinero?
Me limpié los labios en el antebrazo.
—Claro, más del que tú y tu padre podáis necesitar. Ahora tengo
muchas flechas, y un arco muy bueno, así como el cuchillo que he
empleado para desollar los conejos, y también tengo a mi perro. Sin
embargo, necesito todo aquello que debería tener un caballero. Un caballo a
lomos del que luchar. Un buen caballo que pueda llevarme de un lado a
otro, y otro que cargue sobre la grupa todo aquello de lo que carezco. —
Intenté sonreír para demostrarle que eso no me quitaba el sueño—. Incluso
este último, un caballo que ningún caballero montaría, costaría mucho
dinero. Y no tengo nada.
—Comprendo —dijo Ulfa.
—Recordarás a Svon...Tú misma me hablaste de lo bien vestido que iba.
Él me dijo en una ocasión que un corcel como Crinegra cuesta lo mismo
que un buen terreno. Svon no siempre decía la verdad, aunque no creo que
mintiera a ese respecto. Además de los tres caballos, debería pertrecharme
con una cota de malla, un escudo recio y cinco o seis lanzas.
Ulfa asintió de nuevo.
—Y una mansión donde resida tu dama.
—Mi dama dispone de un reino propio, pero tienes razón: Ni siquiera
poseo tierras suficientes donde plantar un nabo. —No me costó demasiado
esbozar una sonrisa, porque me puse a pensar en lo agradable que era
charlar con dos amigos mientras comíamos algo después de todo lo
sucedido aquel día—. Puede que una daga como las que llevan los
caballeros, y un hacha de doble hoja... —Eso me hizo recordar a Disira en
el charco de sangre—. No, preferiría un garrote, un garrote lleno de clavos.
Y en lo que a la mansión o la casa respecta, ni siquiera puedo pensar ahora
en ello. Me contentaría con que me hicieras una camisa nueva.
—Lo intentaré. Y ¿qué me dices de una espada? Cuando te hice la otra
camisa, dijiste que necesitabas una espada.
Negué con la cabeza.
—Alguien se ha encargado de ello. No creo que sea buena idea que
hablemos de eso.
Cuando terminamos el otro conejo, nos tumbamos a dormir; Ulfa y el
viejo Toug no tardaron en empezar a roncar; yo seguía despierto cuando
Gylf volvió con una liebre en las fauces, y seguí despierto una hora mientras
el perro le quebraba los huesos.
Llegó el alba. La luz me despertó y me froté los ojos una vez me hube
incorporado. El Gylf que yacía a mi lado parecía un perro normal y
corriente de pelaje pardo, algo mayor que cualquier otro perro que hubiera
visto.
Nos acercamos a la cueva de los bandidos, caminando lentamente
porque el viejo Toug sólo andaba cojeando, apoyado en el asta de la lanza.
Los cuervos ya se habían cebado con los cadáveres de los bandidos que
encontramos a nuestro paso, pero Ulfa llevaba una bolsa que llenó de todo
el oro y la plata que saqueó a los cadáveres; no era muy grande, pero para
cuando llegamos a la cueva pesaba lo suyo. Supongo que yo también podría
haber hecho eso, pero no me hubiera gustado. Ni siquiera me gustaba
mirarlos.
—Ahora entiendo por qué hay quienes se hacen bandidos —confesé al
mostrarme Ulfa lo que había recogido—, aunque si obtienen tanto robando
al tipo de gente que vive por aquí, me pregunto cuánto podría conseguir un
caballero como botín de una buena guerra.
Ella sonrió antes de responder.
—Un feudo, sir Able, y veinte granjas.
El viejo Toug lanzó un bufido.
—Una pica en las entrañas.
A la entrada de la cueva podían verse las cenizas de los fuegos; huesos,
restos de comida y pellejos de vino vacíos esparcidos por doquier. Hacia el
fondo hallamos algunos abrigos de invierno envueltos en papel encerado, y
otras prendas de vestir que habían utilizado recientemente, algunas
pisoteadas. También había mantas, la mayoría de lana áspera, aunque
gruesas.
Más allá había una pila enorme de vasos y fuentes de plata, algunas
sillas, con sus mantas, realmente buenas, arneses del mejor cuero con
remaches de cobre o plata, dagas (cogí una), cuarenta o cincuenta pares de
guantes recamados, un cuerno de caza con una correa de terciopelo verde, y,
por último, aunque era difícil de advertir por la oscuridad que reinaba al
fondo de la cueva, tirada entre un par de piedras, una espada rota. Fue Ulfa
quien la encontró, aunque fui yo quien la sacó de la cueva para
contemplarla a la luz del día. Tenía una cabeza de león en el pomo, y sobre
la guarda una inscripción: «Lut».
Al leerla me eché a llorar.
15
POUK
—Tengo que ir a Forcetti —expliqué al marinero—. ¿Sabes si hay algún
otro barco que se dirija allí? —Me había acercado a casa de Scaur; él había
salido con la barca, y Sha no me reconoció y tuvo miedo de hablar
conmigo.
El marinero me observó unos instantes y se llevó la mano al gorro.
—Pruebe con el Mercader del Oeste, señor.
Cuando me miró de ese modo, reparé en que era ciego de un ojo. El
globo ocular seguía allí, si sabes a qué me refiero, pero parecía como la
parte blanca de un huevo frito. Pero sobre todo me gustaba el otro, el
aspecto que tenía. No le daba miedo, pero no quería luchar conmigo ni
engañarme. No creo que nadie me hubiera mirado así desde que abandoné
el bosque.
—¿Estás seguro de que se dirige a Forcetti, a la ciudad donde está el
duque Marder?
—No lo sé, señor, pero es el único anclado en puerto que podría
hacerlo. Depende de lo que encuentren por aquí, y usted forma parte de
ello, señor.
Medité al respecto.
—Necesito tu consejo —dije—. Si te doy un escieldo, ¿crees que podrás
ofrecerme el mejor de los consejos?
Volvió a llevarse la mano a la gorra.
—Y también le subiré las bolsas a bordo, señor. ¿Qué quiere saber?
—Cuánto debería pagar para lograr que este barco me llevara a Forcetti.
El marinero se rascó la cabeza.
—Depende, señor. ¿Le importaría mostrarme el color de ese escieldo?
Saqué una moneda y se la mostré.
—¿Dormirá en cubierta, señor? Había dormido la mayor parte del
tiempo a la intemperie desde que llegué a Mythgarthr, a veces junto a un
fuego y otras sin él, y tenía dos mantas de la cueva, o sea que no me hubiera
preocupado lo más mínimo de no haber llevado tanto dinero encima. El
caso es que Ulfa, el viejo Toug y yo vendimos algunas cosas que
encontramos en la cueva y nos repartimos los beneficios. Mi parte ascendía
a un buen pellizco, de modo que respondí que necesitaba de habitación
propia, con una puerta que pudiera cerrarse.
—En ese caso, creo que bastaría con tres como la que me ha mostrado,
señor, eso sí regatea. En cuanto a la cabina, lo mejor será que busque a un
oficial que esté dispuesto a compartir la suya, señor, y échele antes un
vistazo.
Pregunté a qué se refería con eso de cabina, cuando me pareció ver una
y la señalé.
—Eso de ahí es la caseta de cubierta o camareta, señor. En tierra llaman
habitación a una cabina. Los oficiales son los únicos a los que se les asigna
una, aunque a veces tienen que apretujarse dos o tres por cabina. Depende
de la nave, señor.
—Comprendo. Si pudiera encontrar a un oficial que tuviera cabina
propia, ¿podría compartirla conmigo?
—Sí, señor. Si el precio es justo...
—¿Como cuánto, dirías tú?
Adoptó una expresión pensativa.
—Por una buena, bastaría con un par de cetros, señor. Por una mala
cabina, puede que ocho o diez escieldos, depende. Vamos, que no se gastará
menos de... —Se encogió de hombros—. Un cetro. Supongo que subirá a
bordo su propia comida, señor.
—¿Debería hacerlo?
—Yo lo haría. Aunque le digan que le darán bien de comer es preferible
tener algo que llevarse al estómago, ¿o no? Siempre puede recurrir a esas
reservas.
Comprendí la lógica que había en el asunto.
—Quizá podrías decirme qué comida debo comprar.
—Le acompañaré a comprarla, señor. Y cargaré con ella, como ya le
dicho. ¿Es un hombre de armas, señor? Tiene aspecto de serlo.
—Soy caballero —respondí; era lo que decía siempre, porque sabía que
nadie me creería a menos que yo mismo estuviera convencido de ello—.
Soy sir Able del Gran Corazón.
Se llevó de nuevo la mano a la gorra. —Pouk Ojotuerto, señor. Para
servirle.
Nos estrechamos la mano tal como hacen por aquí, sin sacudidas, tan
sólo un firme apretón. Tenía la mano dura, firme como la madera, aunque la
mía era mayor y más fuerte.
—Un hombre de armas obtendrá un precio mejor, señor, porque
colabora en la protección del barco —explicó Pouk—. Claro que yo en su
lugar me haría antes con una espada.
Pensé en Disiri y negué con la cabeza.
—¿Ya tiene una en que alojarse, señor?
—No —respondí—.Y tampoco pienso comprar una espada. Puede que
un hacha. —Ya sabes en qué pensé nada más pronunciar aquella palabra, de
ahí que agregara—: O algo por el estilo. —Era consciente de lo mal que
sonaba.
—Hoy en día, no hay nadie como Morí en toda Irringsmouth para
venderle lo que quiera. Voy a llevarlo allí.
—Vayamos, pues. También necesitaré comida.
—Guisantes secos, señor, y cosas ahumadas. Las manzanas sirven, y
podríamos conseguir unas cuantas a estas alturas del año. Algo de cerveza
que se deje beber, y que no se eche a perder en el tonel como el agua, señor.
—¿Y vino?
—La dotación se lo robará, señor, a menos que lo vigile día y noche. —
Pouk se llevó el pulgar a la boca, para imitar a un bebedor.
—Veo que sabe todo lo que hay que saber al respecto.
—¿Quiere decir si lo he hecho alguna vez, señor? No, yo no. —Tengo la
convicción, en tanto me sea posible juzgar adecuadamente el carácter de
alguien, de que decía la verdad—. ¿Me permite preguntarle a qué va a
Forcetti, señor? No es que me competa el asunto, es por ser cordial.
—Para entrar al servicio del duque Marder, si puedo. Necesitará de otro
caballero, y si no me quiere quizá pueda proponer a alguien que acepte el
puesto.
—Ahí mismo tiene a Mori, señor. —Pouk señaló una cabaña larga y
oscura de cuyas muchas chimeneas surgían columnas de humo—. Ahí
podrá hacerse con una buena espada...
—No.
—O un hacha, señor. O lo que quiera que desee. ¿Le pasa algo, señor?
Sacudí la cabeza; no sé si también respondí en voz alta.
—Como se ha encogido de esa manera...
Fingí no haber oído el comentario y entré en la cabaña de Mori. Era
espaciosa y estaba tenuemente iluminada, llena de mesas en las que
reposaban las armas y las piezas de armadura. Había más objetos en las
paredes: espadas, dagas, cuchillos de todo tipo, hachas de doble hoja,
martillos de guerra, mazas y manguales. Los yelmos que cubrían toda la
cabeza, y yelmos que la cubrían parcialmente. Lorigas, guanteletes y otras
piezas de malla. Cotas de cuero, perpuntes de cuero bajo con lorigón de
bronce, gambesones de loneta acolchada y muchas otras cosas, muchas más
de las que podría mencionar aunque supiera cómo se llaman. Fardos de
lanzas, picas, astas, picos y alabardas apoyados de pie en las esquinas. A
través de la espaciosa puerta, en el extremo opuesto de la estancia, vi a dos
forzudos cubiertos con delantales de cuero que trabajaban en una forja, uno
con una barra brillante cogida con las tenazas, mientras el otro le daba con
el martillo.
Al cabo, un anciano que los había estado observando reparó en
nosotros.
—Ah, un caballero. Es un honor recibirlo, sir...
—Able del Gran Corazón. ¿Puedo preguntarle cómo ha sabido que soy
un caballero, señor? ¿Por la ropa?
El anciano negó con la cabeza.
—Por el porte, sir Able. En particular, por la postura de los hombros.
Confieso que hay algunos hoy en día que se hacen llamar caballeros y a
quienes sería incapaz de reconocer como tales. —Lanzó un suspiro—. En
mis tiempos, los caballeros tenían la costumbre de vigilar los vados.
Ayudaban a los viajeros pobres y se enfrentaban a cualquier otro caballero
que se hubiera propuesto cruzarlos.
—Es la primera vez que oigo eso —admití.
—Se dejó de practicar... Vamos a ver... Hará unos treinta años. Era una
costumbre excelente, ya que así se hacía una criba de impostores. Una
costumbre muy positiva para mí también, ya que me traían las espadas y la
armadura.
Pouk rió.
—Los despojaban de sus cosas en concepto de botín de guerra, ¿eh,
señor?
—Así es, marinero. Aún se practica la costumbre entre caballeros. El
ganador deja al caballero al que ha vencido con la ropa y el caballo de carga
que lo lleve de vuelta a casa. No obstante, lo despoja de armas y armadura,
y por lo general del corcel si es que aún vive, cosa bastante común.
También se lleva los aparejos: la silla, la brida y demás. Y en muchos casos
exige un rescate. Y ahora, si va a comprar algo, pediré a uno de mis
empleados que lo atienda.
—Acompaño a sir Able, soy una especie de sirviente. El caso es, señor
Mori, que quiero que se compre una espada, pero él se empeña en decir que
no quiere ni oír hablar de eso, razón por la que lo he traído aquí ante usted.
Tuve que explicar que esperaba la entrega de una espada en breve, y que
necesitaba un arma que pudiera utilizar entretanto.
—¡No es lo mismo! ¡El patrón del Mercader del Oeste no se creerá que
es un caballero si no ciñe espada!
—No todas mis espadas son caras, sir Able —señaló Mori—. Puedo
mostrarle una excelente, con una empuñadura corriente y firme que...
Levanté la mano para interrumpirlo.
—Digamos que he hecho el juramento de no llevar espada. —Me costó
mucho pronunciar las siguientes palabras, pero lo logré—: Además, un
hacha podría resultar más útil en un barco, ¿me equivoco?
Mori me miró con aire pensativo.
—¿Le impide ese juramento empuñar un alfanje? En este momento
dispongo de una excelente pieza.
—No hay tal juramento. Lo he dicho por decir, con la intención de
lograr que tanto Pouk como tú podáis comprender qué siento al respecto. Si
acepto una espada ahora, no obtendré jamás aquella a la que aspiro, y si no
lo hago, no veré a la persona que me propuso alcanzarla. Así que nada de
espadas. De ningún tipo. ¿Puedes enseñarme algún hacha? ¿Y qué me dices
de esa de doble hoja de la borla amarilla?
—Eso no es un hacha, sino una espada —insistió Pouk.
A Mori le brillaron los ojos bajo las pobladas cejas.
—¿Qué le parece ésta? —Tenía un mango largo y una hoja ancha. La
empuñé para blandiría después sobre la cabeza—. Un filo a un lado y un
martillo al otro, de modo que es a la vez maza y hacha.
—¡Si yo digo que es un caballero y el patrón lo ve armado con eso, se
burlará de ambos y nos dejará en tierra!
Mori me puso la mano en el hombro.
—¿Prestará atención, sir Able, a lo que un anciano tiene que decir? No
soy caballero, pero me avalan años de experiencia en estos asuntos.
Dije que me sentiría muy honrado de escucharlo, pero que no quería una
espada.
—Ni le pediré que compre una. Escúcheme y le hablaré de otra arma
que, aun no siendo espada, es tan buena en algunos aspectos y, en otros,
superior a una.
—Adelante —dije.
—Primero déjeme establecer la utilidad de espadas y hachas. El hacha
es como una maza en tanto que rinde más cuando uno se enfrenta a una
armadura pesada. Es capaz de partir en dos un escudo, a veces, en manos de
alguien tan fuerte como usted. No obstante, si quien se enfrenta al hacha va
cubierto de armadura ligera, o a pelo, lo matará en uno o dos minutos si
dispone de una buena espada y sabe cómo manejarse con ella. Respecto al
martillo de guerra, sin duda éste sería muy útil a lomos de un caballo,
enfrentado a otro jinete. Pero para alguien a pie, un hombre subido a un
barco, por ejemplo... en fin, sería mejor un remo o una pica de abordaje.
Pouk gruñó para dar fe de la satisfacción que le habían causado aquellas
palabras.
—Eso sin mencionar que, desde una perspectiva social, su sirviente está
en lo cierto. La espada es por antonomasia el arma del hombre de buena
cuna. Aquel que ciña una, aquel que se tope con alguien armado de forma
similar a quien no considere un caballero, podrá retarlo y demás.
Intenté asentir como si ya lo supiera.
—¿Me permite introducir un caso hipotético? Sólo por discutir,
pongamos que su hombre y yo conspiramos para introducirle una espada en
el equipaje. Una espada tan bien oculta que ni usted ni nadie más sean
capaces de descubrirla. Según usted, ¿qué servicio iba a prestarle, una vez
hubiera subido a bordo?
—Ninguno, porque nada más encontrarla la arrojaría al agua.
Pouk ahogó un gruñido. Mori dijo con una nota de impaciencia:
—Me refería a antes de descubrirla, sir Able.
—Si no sé qué la tengo, ¿de qué iba a servirme?
—¿Acaso el capitán y la dotación no reconocerían en usted a un
caballero?
Me encogí de hombros.
—Así es, pero no sería gracias a una espada que no han visto.
—Ahí llegamos al quid de la cuestión. Es el hecho de ver la espada, la
percepción de su existencia, lo que importa, y no la espada en sí. Mire aquí.
—Mori recorrió cojeando la estancia, y de una mesa situada lejos de la
puerta tomó una vaina cubierta con piel blanca y me levantó ante la mirada
un arma con una empuñadura de acero templado—. ¿Qué ve aquí, sir Able?
Sabía que había algún truco, pero no tenía la menor idea de qué podía
tratarse.
—Parece una espada —respondí—. Diría a juzgar por cómo la ha
levantado que no es muy pesada. Probablemente la hoja sea estrecha. —
Esperé a que dijera algo y al ver que no abría la boca, le pregunté—. ¿Cuál
es el truco?
Morí rió entre dientes.
—Respecto al peso, no soy tan enclenque como podría parecerle a un
hombre de su edad, y he dedicado innumerables jornadas a la forja de
espadas.
Pouk se había acercado a inspeccionar el arma.
—¿Y dice que no es una espada?
—No lo es. —Mori me trajo el arma, que aún no había desenvainado—.
Es una maza, una maza de los lothuringas que viven donde se pone el sol.
Dudo que haya una igual a este lado del mar. ¿Querrá desenvainarla, sir
Able?
Así lo hice. La recia hoja de acero contaba con cuatro filos; era algo
más ancha que gruesa; ninguno de los filos estaba afilado.
—Cuando cayó en mis manos me pareció la cosa más rara del mundo
—confesó Mori—. Pero busqué un yelmo viejo que tenía por ahí, un yelmo
mellado que había perdido la hebilla pero seguía tan recio como siempre.
Lo coloqué sobre un poste y probé la maza que tiene en las manos. Bastó
con eso para convencerme. Si la quiere, suya es por dos cetros, y piense que
vale su peso en oro. —Al ver la expresión de Able, rebajó el precio—. O un
cetro y diez escieldos, si me promete regresar algún día a contarme cómo le
sirvió.
—¡Nos la llevamos! —afirmó Pouk.
16
EL MERCADER DEL OESTE
—Éste es sir Able del Gran Corazón. —Así me presentó Pouk al primer
oficial del Mercader del Oeste—. Ambos buscamos pasaje a Forcetti.
El primer oficial se llevó la mano a la frente a modo de saludo.
—¿Querrán compartir una cabina, señor?
Dije que antes quería verla. El frío chubasco que había caído en el
puerto para anunciar el otoño me había obligado a cubrirme el rostro con la
capucha de la capa nueva; la lluvia había empapado el barco, y el Mercader
del Oeste tiró del amarre, balanceándose y temblando para darnos a
entender cómo se sentía exactamente.
—Sígame, señor.
El primer oficial se dio la vuelta y se dispuso a descender una
escalerilla. Pedí a Pouk que me precediera, porque sabía que acabaría
mareado si perdía de vista el aire libre. Por espacio de uno o dos minutos
observé el barco: los castillos de madera recién barnizada delante y detrás,
la camareta, los mástiles que se cimbreaban con largos palos de los que
pendían las velas arrebujadas en ese momento, y todo lo demás. Sentía el
rostro acalorado y me alegré de que soplara frío el viento. Era consciente de
que en el momento menos pensado iba a vomitar, y me hice la promesa de
que ordenaría a Pouk limpiarlo si sucedía tal cosa.
Y que lo mataría si no accedía a ello.
—¿Señor?
Por supuesto era él, mirándome al pie de la escalerilla.
—Intentaba mantener seco el arco —me excusé al tiempo que
manoseaba la funda de cuero encerado que habíamos comprado para el
arco.
—La cabina es muy pequeña —informó Pouk.
Así era. Con el primer oficial, Pouk y yo en el interior, apenas había
espacio para estirar el cuello.
—Ésta de aquí es mi litera, señor. —El primer oficial se sentó en ella, lo
cual nos proporcionó más espacio libre—. Ahí arriba tiene la suya.
La litera superior tenía un aspecto descuidado y sucio, y desprendía un
olor acre que se imponía al tufo a humedad que imperaba en todo el barco.
—La cabina del capitán está ahí —informó el primer oficial con una
nota de orgullo en la voz—. A excepción de la del capitán, ésta es la mejor
cabina del barco.
Pouk le daba la espalda al primer oficial. Levantó un dedo y me guiñó el
ojo.
—Alguien ha estado durmiendo en esa litera —dije—. ¿De quién se
trata?
—De nuestro segundo oficial, señor. Se llama Nur.
—Si voy a quedarme con su cama, debería negociarlo con él.
Pouk esbozó una sonrisa torcida que se me antojó un gesto de
aprobación.
—Es cosa mía, señor —masculló molesto el primer oficial—. Respecto
a negociarlo, ya le adelanto que no hay negocio que valga. Dos...
Ya había tomado una decisión, así que lo interrumpí.
—Tienes razón, no vamos a cerrar ningún trato. No dormiría aquí ni
aunque me encerraras. Muéstrame la cabina del capitán.
—Eso corre de su cuenta —replicó el primer oficial, más enojado que
nunca.
—En tal caso, vamos a verlo.
Se produjo un silencio incómodo hasta que comprendí que tendría que
salir primero, antes de que Pouk y el primer oficial pudieran seguirme. Así
lo hice; me golpeé la cabeza con el quicio de la diminuta puerta y luego
tuve que girar la cintura para que me pasaran los hombros por ella. Todo el
asunto fue tan incómodo y doloroso que olvidé el mareo durante uno o dos
minutos.
De nuevo en cubierta, el primer oficial llamó con cierta timidez a la
puerta del capitán, mientras yo aspiraba con fuerza para llenar los pulmones
de aire frío y salado.
—¿Capitán?
No hubo respuesta. Pensé que la tormenta había empeorado. La fría
lluvia me azotaba el rostro, y allí me resultaba muy útil para despejarme.
—¿Capitán? ¿Señor? —El primer oficial llamó de nuevo.
Se abrió la puerta de la camareta situada bajo el alcázar.
Antes de que se cerrara, alcancé a ver el rostro desaseado de un hombre
de mediana edad con ojos llorosos.
—Tendrán que venir más tarde —informó el primer oficial con suma
satisfacción—. Vuelvan mañana.
Lo aparté de un empujón y golpeé la puerta. Cuando el capitán la abrió,
rojo el rostro de la ira, lo empujé también a él y entré.
Después de ver la cabina del primer oficial, la del capitán me pareció
mucho más espaciosa; podías dar cuatro pasos de largo y tres de ancho, el
techo casi era lo bastante elevado para no tener que agachar la cabeza, y
tenía ventanales a los costados y a popa.
—¡Abridla! —ordené, señalando a uno de los ventanales.
El capitán, que estaba desnudo, se limitó a mirarme con los ojos
desmesuradamente abiertos. Pouk se apresuró a obedecer.
—Sólo veo una cama —dije—. ¿Dónde dormirás?
—¿Es un caballero? —preguntó el capitán, que recuperó las calzas del
respaldo de una silla clavada al suelo.
—En efecto. Sir Able del Gran Corazón.
—Lo dudo. —El capitán se sentó en la única cama de la cabina—.
Nunca he oído hablar de ti.
—Pues harás bien en fingir lo contrario —advertí. A esas alturas,
empezaba a comprender el modo en que se expresaba aquella gente.
—Quieres viajar en mi cabina —resopló—. Eso dijo el primer oficial
Kerl.
—Así es. A Forcetti.
—Si lo permitiera te costaría siete cetros de oro —dijo el capitán, que
parecía medir el alcance de cada palabra—. Oro del bueno, en un pago por
adelantado, y ni una moneda de cobre menos. Voy a darte el tiempo
necesario hasta dar la vela para que abandones mi barco. —De debajo del
colchón sacó una espada de hoja curva de factura osterlinga—. O te
arrojaremos por la borda a la bahía.
Aferré su muñeca con la zurda, mientras con la mano derecha me hacía
con el pomo. Antes de que pudiera arrancarle la espada, Kerl me dio un
puñetazo.
El capitán soltó la espada. Me agaché para evitar otro puñetazo y lo
golpeé en el pecho. Aún recuerdo cómo sonó, fue como un mazo al golpear
la estaca de una tienda. Me proporcionó un respiro que aproveché para
arrojar la espada del capitán por la ventana.
En cuanto me hube deshecho de ella el capitán cargó sobre mí como un
toro. El ímpetu que llevaba cesó cuando lo golpeé. Cayó al suelo, lo levanté
y lo arrojé con la cabeza por delante contra una ventana; antes de caer al
mar, aferré su tobillo y quedó suspendido.
—¿Sir Able? Sir Able...
Yo estaba concentrado en el capitán. Una traviesa ola cubierta de
espuma acababa de empaparle la cabeza.
—¿Acaso no harías lo mismo si estuvieras en mi lugar, Pouk? Voy a
ayudarle a superar la resaca. El agua lo despejará y volverá a sentirse en
condiciones.
—Tengo el cuchillo, sir Able. Me refiero al del primer oficial. Lo
llevaba en el cinto, no sé si había reparado en ello.
—Claro que sí. —Tomé el cuchillo y le eché un vistazo—.
Devuélveselo. Es suyo.
Pouk no parecía tenerlas todas consigo.
—No creo que sea buena idea, señor. De momento tiene problemas para
recuperar el resuello, pero no tardará en lograrlo.
—No intentó acuchillarme con él —recordé a Pouk—, así que le
permitiré quedárselo.
—Lo acuchillará por la espalda, señor, es lo más probable.
—No... No... —jadeó Kerl.
—Tenemos su palabra, Pouk. —Eché otro vistazo al capitán, que había
empezado a sacudir los brazos y a farfullar. Una ola rápida golpeó su
cabeza contra el costado del barco—. Nos basta con su palabra.
Me volví para mirar al primer oficial.
—Primer oficial Kerl.
—¿Sí, señor? —logró preguntar éste, a pesar de que aún no había
recuperado del todo el aliento.
—Encontrará mi equipaje ahí afuera, donde lo dejó Pouk. También verá
allí al barquero, esperando a cobrar. Páguele y ayude a Pouk a meter mis
cosas aquí.
—Sí... A la orden, señor.
Pouk había salido ya por la puerta de la cabina; Kerl se puso en pie con
cierta dificultad y lo siguió.
Cuando la puerta se hubo cerrado tras ellos, devolví al capitán al interior
de la cabina.
—Levántate, o tendré que volver a pegarte.
Lo intentó, pero no pudo tenerse en pie. Lo recogí del suelo y lo senté
en la mesa.
—¿Puedes hablar?
—Estoy bien; algo aturdido, pero se me pasará.
—Será mejor que arreglemos esto antes de que esos dos vuelvan —dije
—.Yo dormiré aquí, solo, hasta que lleguemos a la ciudad del duque
Marder.
—Sí, señor —murmuró.
—He ahí otra cuestión. No me llames señor. A Pouk se lo permito, y tu
primer oficial también lo ha hecho hasta ahora. Sin embargo, os dirigiréis a
mí como sir Able. Y de vez en cuando será mejor que me llaméis sir Able
del Gran Corazón. Siempre que os dirijáis a mí estaré particularmente
atento a esas palabras. —El capitán no dijo nada, así que añadí—: Será
mejor que me digas si lo has entendido o acabarás de nuevo sobre las olas.
—A la orden, sir Able del Gran Corazón. —El capitán irguió la espalda
—. Le comprendo perfectamente, sir Able del Gran Corazón.
—Perfecto. Te pagaré tres cetros por esta habitación en cuanto
lleguemos a Forcetti. Eso si recibo la mejor comida que tengas, tú y tus
hombres me tratáis como debe tratarse a un caballero. Ahora me gustaría
saber si has entendido claramente lo que acabo de decirte.
—Sí, sir Able del Gran Corazón. —Tembloroso aún, se levantó sin
soltar la mesa en la que se había sentado. La mesa estaba clavada al suelo,
como todo lo demás—. Lo he entendido perfectamente, sir Able del Gran
Corazón.
—Si la comida no es buena, o tú o los miembros de la tripulación os
burláis de mí a mis espaldas, empezaré a rebajar mi oferta de tres cetros. Ya
decidiré en cuánto se queda la cosa, y...
Alguien llamó a la puerta.
—¡Un momento!
Me volví de nuevo hacia el capitán.
—¿Has entendido todo lo que te he dicho? ¿Lo de la rebaja en el precio
del pasaje? Me gustaría que me lo dijeras.
—Lo he entendido, sir Able del Gran Corazón. Puede contar conmigo,
sir Able.
—Ya veremos. —Me sentía más mareado que nunca, estaba a punto de
vomitar—. Ahora vas a tener que salir de aquí. Recoge tus cosas, o sea, la
ropa y los efectos personales. Deja esas mantas. En cuanto hayas salido, no
habrá nada que te impida reunir a la dotación y repartir entre tus hombres
cuchillos y garrotes.
Parecía asustado, lo cual me gustó.
—Pero recuerda esto que voy a decirte. No bastará con que les ordenes
que me ataquen. Tendrás que dirigirlos con tu ejemplo. —Abrí la puerta
—.Y ahora, fuera.
Cuando Pouk y Kerl trajeron el equipaje, los despedí; tuve que empujar
afuera a Pouk, que quería hablar, hasta tal punto que incluso eché el cerrojo.
Después, me asomé mareado a la ventana, y cuando hube terminado y
limpiado me sentí mejor que nunca desde que había embarcado en el bote
que nos transbordó al Mercader del Oeste.
Antes de continuar, debería contarte un sinfín de cosas sobre los botes y
los barcos (que se diferencian de los botes, aunque en ese momento no
entendía muy bien el porqué), sobre el comercio costero y el comercio de
altura. Pero lo cierto es que no sé mucho de esas cosas. El Mercader del
Oeste era un barco grande, pero no tanto como para tener tres palos. En
verano navegaba a poniente, haciendo honor a su nombre, y comerciaba
entre las islas que hay allí. Pero en invierno comerciaba por la costa de
Celidon, para poder refugiarse en puerto cuando empeoraba el tiempo y
llevaba rumbo sur.
Los osterlingas se encontraban al este de nosotros, pero seguían la costa
al sur, al oeste y al norte, saqueando y asesinando. El duque Indigno había
intentado detenerlos, pero lo habían matado y habían derruido su castillo.
Muerto el duque, habían saqueado y arrasado la mayor parte de
Irringsmouth.
17
AL ANCLA
A la mañana siguiente, el barco cabeceaba y se balanceaba del mismo
modo que lo había hecho a lo largo de la noche y el día interior, aunque en
cuanto salté de la cama (tuve un sueño del que quise despertar), me sentí
bien y estaba tan hambriento que me hubiera comido un zapato viejo. Al
asomarme por las ventanas, pude ver que seguíamos en puerto, y a juzgar
por los ruidos que me habían despertado, estaban subiendo a bordo algo
muy pesado y eso había provocado un gran revuelo. Se oían golpes sordos,
gran traqueteo y estruendo, ruido de pies descalzos yendo de un lado a otro,
y muchas voces. También se distinguía un chirrido que pensé
correspondería a alguna ave.
Lo mejor era el sol y cómo soplaba el viento, uno de esos cálidos
vientos de otoño capaces de hacer que tengas ganas de arrojar el balón de
fútbol al aire. Fingí hacerlo, consciente de que con las piernas, los brazos y
los hombros que tenía ahora habría podido fichar por los Vikings. Después,
me vestí y ceñí la maza extranjera que había comprado a Morí. Colgaba del
cinto como si fuera una espada. Comprobé el arco y el carcaj. Tenían buen
aspecto, pero opté por dejarlos en la cabina por el momento, junto al capote.
Mis pesadillas —que me asaltaban casi cada noche—, se debían por lo
general, a la cuerda de Parka. La había guardado en la funda del arco, que
había dejado en el extremo opuesto de la cabina. Sin embargo, no debía de
estar lo bastante lejos.
En cubierta descargaban cajas, toneles y barriles de una barca de proa
cuadrada que contaba con cuarenta hombres a los remos. Pendía del palo
mayor un mástil inclinado, con una rueda en el extremo y una cuerda que
discurría por la rueda. Cuando la cargaban a conciencia, la rueda hacía más
ruido que una bandada de gaviotas, crujía y chirriaba. Así era como se las
apañaban para descargar los efectos, uno a uno, descolgados por la escotilla
hasta la bodega.
Kerl se acercó corriendo y se llevó la mano a la gorra. Pouk lo seguía de
cerca, y al verlo recordé que aún le debía un escieldo.
—Espero que el ruido no lo haya molestado, sir Able. —De nuevo
saludó Kerl—. Supusimos que ya estaría despierto, señor, pero no
queríamos molestarlo. ¿Le apetece desayunar, señor?
Seguía mirando en derredor, a pesar de lo cual asentí.
—¿En la cabina, señor?
Tal como yo lo veía, eso significaba que no tendría que comer ahí en
medio, de modo que lo medité unos instantes antes de responder.
—No sé mucho de barcos, primer oficial Kerl. —Este asintió; parecía
asustado—.Veo estas superficies de madera. Una delante y la otra detrás,
bajo la cual se encuentra mi cabina.
—En efecto, señor, sir Able. En resumidas cuentas, sirven para luchar si
es que tenemos que hacerlo. Ese de ahí es el castillo de proa, y éste es el
alcázar, señor.
—¿Y los tejados son planos? Lo parecen. —Tenía todo el aspecto de
que desde allí se disfrutaría de una vista excelente del barco y el puerto, así
como del viento y la luz del sol.
—Sí, señor. —Kerl asintió enérgicamente—. Es desde donde se
gobierna el barco, señor. Donde está la rueda.
—Ahí debería estar, sir Able, y no aquí abajo —apuntó Pouk.
—Detrás de ti —dije—. Quiero verlo.
Pouk encabezaba el grupo, seguido por Kerl. Unos peldaños estrechos
que formaban parte de algo que llamaban escala de cámara conducían a una
cubierta sólida de paredes de madera, con muescas cuadradas en las paredes
por las que arrojar flechas o lanzas. A eso lo llaman almenado, y el muro
mellado que vi en Irringsmouth también mostraba esta forma, sólo que el
muro era de piedra y no de madera. La rueda de gobierno se hallaba
también en la cubierta. Así como la piedra imán, en un pedestal frente a la
rueda.
También encontramos allí al capitán, tomando una cerveza y comiendo
huevos con beicon, pan del día y una ensalada con rábanos. Se levantó
cortésmente en cuanto me vio, y dijo:
—Buenos días tenga, sir Able del Gran Corazón.
Le deseé los buenos días.
—¿Me permite acompañarlo, capitán? Aún no he desayunado.
Cuando aceptó, ordené a Pouk:
—Después tengo que hablar contigo. ¿Te han dado algo de comer?
Se llevó la mano a la gorra.
—Sí, señor; ya he comido.
—Entonces tráeme una silla y habla con el cocinero.
Pero el capitán se le adelantó.
—Por favor, sir Able, acepte mi silla. Será un placer. —Y lo hice.
—Traeré una para el capitán si le parece bien, señor —se ofreció Pouk
—. El primer oficial iba a hablar con el cocinero, seño y creo que ya se
habrá ocupado del desayuno.
—Si tiene hambre, sir Able del Gran Corazón, quizá quiera probar esto
—dijo el capitán, no muy convencido de la conveniencia de aquellas
palabras—. Estaba reservando la ensalada para lo último, sir Able, y aún no
he tocado estas dos lonchas de beicon.
Le dije que podía esperar.
—Si prefiere estar solo, sir Able del Gran Corazón...
—No. Tengo algunas preguntas y me gustaría planteártelas mientras
tomo el desayuno y tú terminas el tuyo. ¿No te necesita i tripulación para lo
que sea que estéis haciendo?
—¿Para estibar el cargamento? —El capitán negó con la cabeza—. El
primer oficial Kerl puede encargarse de ello tan bien como lo haría yo.
—Pero tienes una cabina mejor que la suya; o la tenías.
El capitán no replicó.
—Tú das las órdenes y Kerl hace lo que le ordenes. ¿Qué sabes hacer
que él no sepa?
—Para serle sincero, sir Able del Gran Corazón, él podría intentar hacer
todo cuanto hago yo, y lo más probable es que le saliera bien. Yo soy mejor
navegante, pero Kerl sabe navegar un poco. Me jacto de ser mejor a la hora
de contratar mercancías para el comercio, de ser mejor comerciante. No
creo que Kerl pudiera obtener tantos beneficios, pero es un buen marino.
Se lo había preguntado por el sueño. En el sueño me hallaba bajo
cubierta. Estaba negro como boca de lobo, aunque de algún modo sabía que
nuestra madre no estaba muerta, después de todo: estaba ahí abajo, atada y
amordazada para que no pudiera hacer ruido, y si la encontraba podría
soltarla y acompañarla a la cubierta superior. Sólo que el capitán también
estaba ahí abajo tenía una cuerda con la que quería asfixiarme. Se movía en
siendo, intentando situarse a mi espalda para estrangularme. Yo también
procuraba no hacer ruido para que no me encontrara, pero a menudo
tropezaba o tiraba algo sin querer.
Por tanto, me puse a pensar en acabar con él igual que había acabado
con los bandidos. Se comportaba con tal amabilidad aquella mañana que
debió de intuir en qué estaba pensando. En realidad, bajo aquella apariencia
de cordialidad me odiaba a muerte y quería recuperar la cabina, y yo lo
sabía. Kerl no supondría una amenaza, y además también él podría llevarme
a Forcetti sin necesidad de contar con el capitán.
Había alguien más ahí abajo, con nosotros, en el sueño. Alguien que no
se movió un ápice ni hizo un solo ruido; sin embargo, no sabía de quién se
trataba.
Pouk regresó con una silla para el capitán.
—Me encargaré de la cama y limpiaré la cabina si no me necesita en
este momento, señor. —Cuando asentí, Pouk agregó—: Llámeme si desea
cualquier cosa. Estaré abajo.
El capitán tomó asiento.
—¿Es un buen sirviente?
No lo sabía, así que respondí:
—Ha sido muy útil. Ha pasado la mayor parte de la vida embarcado, o
eso dice. ¿Cuándo partiremos?
—Mañana por la noche, con la pleamar, sir Able del Gran Corazón, si le
parece satisfactorio.
—¿Por qué no hoy?
—Debemos subir a bordo todo el cargamento; si nos lo permite, claro
está, sir Able. Lo resolveremos entre hoy y el día de mañana, eso si el
transbordo marcha bien. En cuanto lo hayamos estibado a conciencia bajo
cubierta, nos haremos a la mar tan pronto como podamos. —No había
vuelto a comer, pues esperaba a que me sirvieran el desayuno.
Dije que había estado pensando en ello. ¿Podía salir sin esperar a la
pleamar?
Levantó los hombros para dejarlos caer a continuación.
—Dependería del viento, sir Able. Si Ran nos mira con buenos ojos,
podríamos lograrlo. Pero no puedo predecir cómo se comportará el viento.
Sé cuándo habrá pleamar, no obstante, y sé que nos ayudará a hacernos a la
mar si se lo permitimos.
Esperó a que dijera algo, pero yo estaba pensando.
—Si prefiere que lo intente antes, lo haré, sir Able del Gran Corazón.
Aunque el riesgo de embarrancar será elevado, se lo advierto.
—¿Harías tal cosa en cualquier otra circunstancia?
El capitán negó con la cabeza.
—En tal caso, no lo hagas mañana. Esperaremos a la pleamar, como
dices. ¿Cuánto tardaremos en llegar a Forcetti?
—También dependerá del viento...
Justo entonces, el cocinero y su ayudante me trajeron el desayuno. No
estaba muy al corriente de lo que suele servirse en un arco, pero Pouk me
había contado lo justo como para intuir que le habían hecho con todas las
viandas a las que habían podido echar el guante. Cuando los platos se
amontonaron en la mesita el cocinero y el ayudante regresaron a los
fogones, el capitán dijo:
—Con viento franco arribaremos a Forcetti en una quincena, sir Able
del Gran Corazón. Con viento de proa... En fin, cualquier cosa es posible.
Puede que un mes, o dos. O nunca.
Una quincena son unas dos semanas o la mitad del recorrido lunar,
aunque entonces no lo tenía muy claro. Dije que una quincena me parecía ir
condenadamente deprisa y esperé a escuchar qué decía él a eso.
—Podemos navegar de día y de noche —explicó—, y con viento franco
podríamos viajar tan rápido como un jinete a lomos de un buen caballo.
Mientras el jinete coma, duerma y permita descansar al caballo, nosotros
seguiremos navegando como si el sol brillara en lo alto.
Estaba comiendo.
—Otro factor que influirá es el rumbo que tomemos, sir Able. ¿Es su
deseo que nos mantengamos cerca de la costa en todo momento?
Tragué antes de responder.
—Lo que deseo es llegar allí tan rápidamente como sea posible sin
correr riesgos innecesarios.
—A los hombres de tierra adentro no suele gustarles la idea de perder
de vista la costa —explicó el capitán—, porque no entienden que podamos
guiarnos en el mar. —Rió—. A veces, tampoco nosotros lo entendemos.
Pero nos guiamos, al menos solemos hacerlo. Y en alta mar todo es más
rápido, y más seguro. Los osterlingas y las tormentas son peligrosos en
todas partes, pero cerca de la costa es cuando lo son más.
Asentí y dije que había visto el castillo Piedrazul.
—A eso me refiero. Por lo general recorren la costa y desembarcan aquí
y allá. Dónde desembarquen suele depender de cuántos hombres dispongan
y de lo envalentonados que se sientan. Quieren carne, pero también quieren
oro, y a veces quieren más una cosa que la otra. Si divisan un barco, lo
apresan si pueden. Pero siempre hay más carne y oro en tierra que en el
mar. Las tormentas son igual de probables en ambos lugares, pero en el mar
resultan más perjudiciales. Generalmente, cuando se las apañan para apresar
un barco es porque lo han arrinconado a sotavento contra las rocas.
—Dudo que pueda serviros de mucho en caso de tormenta, pero lideraré
a tus hombres en el combate si se muestran dispuestos a seguirme. —No
pensé que sucedería tal cosa—. ¿Tienes armas para ellos?
Asintió.
—Sobre todo picas de abordaje y hachas.
Eso explicaba la objeción de Pouk al hacha de doble filo.
—Hablando de armas, hay una cosa que quiero preguntarle, sir Able del
Gran Corazón —dijo el capitán tras aclararse la garganta—. Sé que no
confía en mí. Y no le culpo, pero sepa que puede hacerlo. No soy persona
rencorosa, si sabe a qué me refiero.
Dije que eso me parecía estupendo.
—Partiremos mañana por la noche. ¿Puedo desembarcar para
procurarme otra espada? Es posible que la necesite.
En fin, quise negárselo, pero después de todo podría armarse igualmente
de un hacha de abordaje o cualquiera de las armas que tuvieran a bordo,
razón por la cual respondí que no había problema.
18
SOLO
Cuando lo inspeccioné todo volví a la cabina del capitán. Pouk me había
hecho la cama, había barrido y fregado el suelo, y desempacaba algunas de
las cosas que habíamos comprado en tierra, para a continuación guardarlas
en baúles y alacenas. Saqué el escieldo que le había prometido y añadí otro,
diciendo que se había ganado eso y más, lo cual era cierto.
—Gracias, sir Able. Gracias, señor. —Se inclinó, llevándose la mano a
la gorra, gesto que le vería hacer repetidas veces, aunque entonces no fuera
consciente de ello—. Pero no tiene por qué darme más del escieldo
acordado, señor. Sólo lo aceptaré si quiere dármelo, pero se lo devolveré si
lo necesita para usted, señor.
Negué con la cabeza.
—Tuyos son. Te los has ganado, tal como he dicho. Puede que llegues a
tiempo de embarcar en ese bote del que los marineros están descargando
mercancías, pero será mejor que te apresures, pues casi está vacío.
También Pouk sacudió la cabeza.
—Me quedo, señor, con su permiso. Estaba buscando un lugar donde
alojarme en tierra cuando nos encontramos en el muelle. He echado el
anzuelo, si sabe a qué me refiero.
—¿Planeas navegar en este barco? —pregunté mientras me sentaba en
la cama.
—Sí, señor. A su servicio, señor. —Al verme la expresión, agregó—:
Necesita alguien que cuide de usted, señor. Es el mejor de los hombres, y
muy listo, y estoy seguro de que sabe un montón de cosas que habrá
aprendido en los libros. A veces, sin embargo, actúa como si le faltara un
hervor. Me di cuenta cuando lo acompañé a comprar, señor. Le hubieran
tomado el pelo unas veinte veces. Necesita a alguien un poco pillo, alguien
que sepa cómo funciona el mundo.
Eso me enfureció. No me enfurecí con Pouk (por lo general, resultaba
muy difícil enfurecerse con él), sino con la gente, con un mundo en el que
había tanta gente dispuesta a engañar a los demás. Puede que fuera por el
tiempo que había pasado en Aelfrice, no lo sé.
—No hace mucho era un crío —confesé—. No hace tanto, la verdad, y
en cierto modo aún sigo siéndolo.
—Claro, señor; razón de más. No soy tan malo como ellos, pero puedo
serlo. Póngame a prueba y lo verá.
—Respecto a los libros, abrí algunos en Irringsmouth y la escritura me
pareció un borrón en el papel. Soy tan incapaz de leer como tú, Pouk.
—Pero sabe qué hay escrito en ellos, y eso es lo que importa.
—Lo dudo. —Aspiré con fuerza—. Pero sí sé una cosa. Sé que no
necesito un sirviente, y que no puedo permitirme el lujo de pagar a uno, y
menos un escieldo al día.
—¿Lo ve, señor? Ahí lo tiene. ¿Un escieldo? Eso es lo que cobra un
marinero, un mozo de establo o casi cualquiera por un mes de trabajo.
Dije que no, y lo dije de un modo que no daba pie a discusión.
—Pues hagamos una cosa: Lo acompaño durante un par de meses,
ampliables a otros dos más. Pero no quiero paga, señor. —Dejó los dos
escieldos en la mesa—. Déjeme acompañarlo y no se preocupe por mí, que
ya me apañaré. Fíjese que mis cosas se han mezclado con sus efectos, señor,
y ni siquiera se ha dado cuenta.
Estaba preocupado por el oro, el que llevaba en la bolsita que colgaba
del cinto y el que había guardado en la vieja bolsa que colgaba alrededor
del cuello, oculta bajo la ropa. Le dije que no podría dormir en la cabina
conmigo, y que eso no era negociable.
Sonrió al comprender que se había salido con la suya.
—Ah, no hay por qué, señor. Dormiré al pie de la puerta, señor, como
hice anoche. Así nadie podrá entrar sin despertarme.
—¿En el suelo de madera? —A esas alturas, yo había dormido sobre
pieles y hojas muertas un montón de veces, pero no pude imaginar a Pouk o
a nadie durmiendo al raso sobre el duro suelo.
—¿Se refiere a la cubierta? Pues claro, señor. He pasado muchísimas
noches durmiendo en cubierta.
—A veces, los caballeros duermen con la armadura puesta —dije—. Lo
que tú haces, lo que hacéis los marineros, debe de ser peor. ¿Y cómo os las
apañáis cuando llueve?— Hay un pequeño alero sobre la puerta, señor.
Puede que no se haya dado cuenta, pero ahí está. Es para eso, y me cubriré
con una manta de loneta.
Hice un último intento.
—¿Me servirás a cambio de nada? Te advierto, Pouk, que eso será lo
que recibas de mí.
—¡Sí, señor! ¿Ve esos escieldos, señor? Pues recupérelos. No irá una
sola queja por mi parte.
—Dije que no te pagaría, no que te robaría. Te los he pagado, de modo
que son tuyos. —Pensé en los bandidos a los que había matado, en la
cabaña de Valiente Berthold y en algunas otras cosas—. Me parece, Pouk,
que un auténtico caballero tiene que respetar las cosas de los demás si se
acercan a ellos con honestidad. Si alguien viene a robarme, me enfrentaré a
él y puede que lo mate. Pero ¿cómo iba a hacerlo si resulta que me he
robado a mí mismo?
—Diría que tiene razón, señor. Suele tenerla.
—Así que llévatelos; si los dejas en la mesa, te juro que los cogeré.
Aunque al principio titubeó, en seguida asintió y recuperó las monedas.
—Intentaron que me uniera al trozo de búsqueda, señor. Fue cosa del
segundo, señor. Se llama Nur.
—¿Trozo de búsqueda?
—Una brigada para registrar el barco, señor. No sé si encontrarían algo.
Tuve la impresión de que sabía qué andaban buscando, lo cual no me
impidió preguntarlo.
—Un perro, señor. —Al ver mi expresión, Pouk retrocedió un paso—.
Un perrazo, señor. El serviola lo vio nadar hacia el barco, señor, y subir a
bordo. Eso fue anoche, señor.
—Pero no sabes si lo encontraron.
—No, señor. Ya se lo he dicho, señor. El segundo fue a buscarme para
que los ayudara, pero yo estaba trasladando las cosas del capitán para meter
aquí dentro las suyas, señor. Ahí tiene la comida, señor, y la cerveza está en
esa otra de allí, y...
Levanté la mano.
—Un momento.
—Sí, señor. Sólo quería decirle que ése es otro motivo por el que me
necesita, señor. La dotación vendrá a curiosear, señor, cuando no esté aquí.
Vendrán por comida, sobre todo. Pero yo sí estaré aquí y no habrá nada que
puedan hacer, señor.
—¿Y tú no probarás bocado de lo mío? —pregunté, intentando esbozar
una sonrisa.
Pouk se engalló sorprendido.
—Pues claro que sí. Pero no me negará que alimentar a uno no es lo
mismo que hacerlo con veinte.
—Supongo que no. Y seguramente descubrirías que hay mucho menos
que puedas robar de lo que crees. No han encontrado al perro, Pouk. De eso
estoy seguro. Pero quiero que preguntes igualmente por él. Ve a buscar al
segundo oficial Nur, o como se llame, y dile que quiero saberlo.
—A la orden, señor. Me preguntaba, señor, si cuando estuvimos en
tierra vio a ese enorme perro, señor...
—Olvídalo. —Me sentía cansado y quería estar solo, aunque sólo fuera
por unos minutos—. Ve a preguntar al segundo oficial Nur lo que te he
dicho, y luego cuéntame qué te ha respondido.
Cuando Pouk se hubo marchado, saqué la maza extranjera que había
comprado en Irringsmouth y la inspeccioné cuidadosamente. Los cuatro
extremos de la hoja eran afilados como cristal roto. El extremo era un
cuadrado tallado en forma de diamante que alguien había pintado de rojo.
Pensé en afilarlo como si fuera la punta de una pica, y salí en busca de un
marinero. Me dijo que quizá el carpintero tuviera una lima, y encargué al
marinero que fuera a pedirla prestada. Así lo hizo, pero cuando intenté
limar el extremo apenas le hice mella. Me dije a mí mismo que si la afilaba
se parecería aún más a una espada. Disiri me traería una, pensé, porque no
tenía; y cuando lo hiciera volvería a verla, de modo que me di por
satisfecho.
Después eché el cerrojo a la puerta, saqué el oro y amontoné las
monedas en la mesa, todo ello mientras me preguntaba qué se había
propuesto decir Pouk cuando lo interrumpí. ¿Que el valiente caballero sir
Able había empalidecido cuando vio al perro mestizo? ¿Que se había
sobresaltado como si hubiera visto a un fantasma?
Esa enorme sombra negra que había visto cuando Gylf mató a los
bandidos, aquel animal grande como un caballo, con las mandíbulas
cubiertas de baba y unos colmillos tan largos como cualquiera de mis
brazos, era el perro de Valpadre. ¿Cómo sería él, qué aspecto tendría, si
tenía perros así? Aún quería llegar al castillo que surcaba los cielos. En
Skai. Era una locura, pero lo deseaba. Quería llegar allí y llevarme a Disiri.
Aún quiero.
Después observé las monedas; las conté mientras las inspeccionaba de
cerca, comparándolas entre sí. Eran cetros de oro, y cuando hube terminado
seguía pensando que eran las más auténticas. Cuando dividimos el dinero,
di a Ulfa y a su padre todas sus monedas de cobre y plata, así como todas
las extranjeras; haría muchas de ésas, y buena parte eran de oro. Lo único
que me quedé fueron los cetros de oro, y la verdad es que no lo lamentara
en absoluto.
Algunas estaban un poco gastadas, pero había otras nuevas o casi. Tomé
una de las nuevas y la acerqué a la ventana, donde pude inspeccionarla a la
luz del sol. Había una maza a un lado, no como la mía, sino una maza
preciosa con una corona. Al otro lado había un rey con el rostro de perfil,
como el que figura en las monedas de veinticinco centavos. Había algo
escrito bajo el retrato; el nombre, probablemente, aunque fui incapaz de
leerlo. Eran un puñado de signos ininteligibles para mí. Observé el perfil
regio e intenté imaginar qué clase de persona sería, ya que aunque yo
llegara a trabajar para el duque Marder, el duque Marder respondía ante él.
Era joven y atractivo, aunque tenía aspecto de ser un hombre duro y, lo que
es más, un aire a esa clase de personas que son capaces de hacer lo que
quieran, y si no te gustaba ya podías apartarte de su camino y mantener la
boca cerrada.
Más tarde, Pouk llamó a la puerta, guardé el oro y lo dejé entrar. Dijo
que no habían encontrado al perro, y que el «segundo» opinaba que
probablemente había vuelto a saltar por la borda, o que puede que el vigía
lo hubiera imaginado.
—Es su perro, ¿no, señor?
Respondí que no, que era un perro que había cuidado a otro. Me sentí
mal nada más decirlo, y no volví a sentirme bien hasta que llamé de nuevo a
Pouk y le dije:
—Tenías razón, Pouk. Ese perro es mío, y estoy seguro de que sigue a
bordo. No te pediré que vayas a buscarlo, porque si ellos no lo encontraron
tampoco tú lo harás. Pero quiero que dejes un cubo de agua en la bodega, en
algún lugar que los marineros tarden en encontrar.
Me aseguró que así lo haría y se fue a cumplir el encargo.
Y eso fue todo aquel día; seguí a bordo porque estaba convencido de
que si pasaba la noche en tierra, el capitán se haría a la mar sin mí. Aquel
día, y el siguiente, aprendí un poco de barcos y del trabajo que hacen los
marineros; lo hice observando y preguntando a Pouk y Kerl.
Al día siguiente, un par de horas después de oscurecer, nos hicimos a la
mar tal como había dicho el capitán. Sentado en la cabina, observé las luces
de Irringsmouth desvanecerse a popa hasta que no hubo más que la
superficie satinada de aquel mar oscuro. En seguida iba a comprenderlo
mucho mejor de lo que había comprendido a la gente, aunque entonces lo
ignoraba. Entonces era sólo algo que yo amaba, algo precioso, peligroso y
traicionero, como Disiri.
Después permanecí sentado en la cabina. Puede que volviera a
desenfundar a Rompespadas. No lo recuerdo bien. No pude verla muy bien,
en todo caso, ya que no encendí ninguna vela en la cabina, a la espera de lo
que estaba seguro de que iba a suceder.
Finalmente se me ocurrió pensar que... En fin, no había Mac, ni tele, ni
libros o revistas que leer, pero había plumas en el escritorio, papel y tinta.
Podía escribir notas, hacer listas o algo.
Encendí una de las lámparas, saqué los útiles de escritura del cajón del
escritorio y me puse a escribir las cosas más importantes que me habían
sucedido, como encontrar el mandarino en aquel bosque, lo de Parka, y la
vez que el caballero desapareció ante mis ojos en el castillo derruido.
Llegué hasta la despedida de Disiri y mi encuentro con Disira y Ossar,
momento en que decidí dejarlo.
Pero sucedió algo. Cuando cogí el listado de lo sucedido que había
estado escribiendo, con intención de estrujarlo y arrojarlo por la ventana, le
eché un último vistazo. De pronto descubrí que no se parecía en nada a lo
que escribíamos en la escuela. Era escritura élfica. Ignoraba que fuera capaz
de utilizarla, pero lo había hecho, había escrito en élfico y también sabía
leerlo.
19
EL POZO DEL CABLE
Y ahora viene cuando te enfureces. Sé que voy a enfurecerte, y no me
gusta, pero voy a hacerlo. No te hablaré del combate con los piratas
osterlingas. Aún me duele, y me dolería aún más si tuviera que ponerlo por
escrito. De modo que no lo haré. Que sucediera es lo principal, y ya lo
sabes. Hacía tan sólo tres días que cabíamos salido de puerto.
La otra cosa importante es que me acuchillaron. Llevaba puestas la
camisola de malla y el yelmo que había comprado en Irringsmouth. La
camisola no era el auténtico camisote o loriga que suele llevar todo
caballero. Era de manga corta y me caía un coco bajo la cintura; pero estaba
orgulloso de llevarla, y cuando la dotación izó la red me la puse y, después,
me cubrí la cabeza con el yelmo. Cuando me acuchillaron pensé que la hoja
no la rabia atravesado, pero no fue así, tal como descubrí después.
Una noche en que pensaban que iba a morir en el pozo del cable, soñé
de nuevo con todo y no dejé de mirar en torno para ver si encontraba la
ametralladora que había perdido. La verdad es que recuerdo ese sueño
mucho mejor que la realidad, y puede que algunas cosas se mezclaran, no lo
sé.
Navegábamos tan rápido como era posible, con palos en las vergas de
los que colgar más lona; el barco navegaba empopado y convertía un brazo
de mar en crema, si sabes a qué me reiteró. Pero los osterlingas remaban
con fuerza y también navegaban a vela y tenían un barco de proa roma y
cuatro palos, uno de los cuales asomaba por la proa. Además, contaban con
doscientos hombres a los remos. Ahora sé que en plena tormenta podríamos
haberlos superado, pero no había tal, era un día tranquilo, tan sólo soplaba
un poco de viento y no teníamos una sola oportunidad.
Pregunté a Kerl qué querían, y éste respondió:
—Quieren meterle en la olla y luego devorarlo. —Eso también figuraba
en mi sueño, estoy seguro de ello, pero el marino no me había mentido. Nos
querían a todos. Así son las cosas aquí. Lo que comes te hace parecerte a
ello, y cuanto más cerca esté de ti, más te empuja hacia él; no sé si me
entiendes. Por ejemplo, Scaur y Sha. Comen mucho pescado, pero eso no
los transforma en peces, sino que los hace ser más rápidos y elegantes, y
aprender muchas cosas sobre el mar. Tampoco se quejan nunca de tener las
manos frías, ni intentan calentarlas al fuego. Pero cuando te tocan, tienen
las manos heladas como agua de mar. O los ciervos: si comes mucha carne
de ciervo acabas desarrollando un gran olfato, y se te agudiza el oído aparte
de lo rápido que puedes llegar a correr. Así es como funciona, y a veces
creo que debe de ser cosa de la sangre, porque cuando bebí la de Baki me
curé rápidamente, en un día más o menos, y en cierto modo me sentí más
elfo que humano. Supongo que eso no ha cambiado.
Pero todo aquello aún no había sucedido. En el momento del que te
hablo lo importante eran los osterlingas. Son como las personas, pero no se
parecen demasiado a la gente normal. Los caan y los príncipes y demás son
bastante humanos, supongo que porque pueden conseguir cuanto quieran.
Sin embargo, los osterlingas normales tienen rostros como calaveras y unos
ojos terribles que parece como si estuvieran ardiendo en sus cuencas.
Ahora diré algo que quizá no debería. Son delgados. Puedes contarles
las costillas y ver dónde se ocultan todos los huesos del cuerpo. En Estados
Unidos nos gusta que la gente sea delgada y todas las chicas que conocía
siempre estaba empeñadas en perder peso. Se supone que los hombres
tienen músculos y los hombros más anchos y brazos musculosos y grandes,
como los jugadores de fútbol. (Se supone que no deberíamos tener la cabeza
dura, aunque eso también sucede a menudo.) Se supone que las mujeres
deben tener pechos grandes y redondos como pomelos, buenas caderas y
mucha carne en brazos y piernas. Idnn no era así, lo cual podía ser la causa
de que aún no se hubiera casado. Sin embargo, Gaynor siempre me hizo
creer que debería perder algo más de diez kilos, aunque yo era incapaz de
decidir qué partes de ella prefería ver empequeñecidas.
Así era la mayoría de la gente en Celidon, que era donde estábamos
hasta que nos hicimos a la mar; los osterlingas querían matarnos, aunque lo
suyo (lo cual ignoraba entonces por completo) era matar a todo lo que se
cruzara en su camino y luego devorarlo: caballos y perros, ratas y gatos.
La red de la que hablaba estaba hecha de cabo y tenía por objeto
mantener apartada a la gente. Era una buena idea, porque era difícil cortar el
cabo y uno podía disparar a través de los agüeros, tal como hice yo. No
obstante, bastaba con esforzarse un poco para cortarla. Los osterlingas lo
hicieron porque querían llegar hasta nosotros, así que hubiera sido mejor
emplear cadenas.
En mi sueño pude ver al que me acuchilló; pude ver la hoja de la daga
abalanzarse sobre mí y todo eso. Después de encajar el golpe, caí en la
cubierta del barco osterlinga y sangré y sangré, y al cabo de mucho rato
llegó nuestro capitán arrastrando los pies, cuando estuvo a mi altura me dio
una patada en la cara. Pero no creo que eso sucediera en realidad.
Me desperté y no me habían dado ninguna patada. Era Pouk, y por un
instante ni siquiera supe dónde me encontraba (pensé que estaba de vuelta
en casa, en mi cuarto), ni quién era Pouk. Ya sabes cómo es eso de que a
veces te despierten en mitad de un sueño.
—Soy yo, señor, Pouk Ojotuerto. Le he traído agua, señor.
Tomé un sorbo servido en una de esas jarras de madera.
—No es muy buena que digamos, señor, pero es potable. Yo he bebido
de ella. ¿Le dan de comer, señor?
No podía recordarlo.
—No creo —respondí finalmente—. He estado durmiendo la mayor
parte del tiempo. Soñando. —En un rincón de la mente intentaba aún
explicarme por qué la cama se había convertido en una aduja de cabo de
gruesa mena.
—No, no le habrán dado nada. Voy a ver qué encuentro, señor. El
cocinero me dará algo si sabe que es para usted.
Había tan poca luz ahí dentro que apenas podía distinguir el rostro de
Pouk. En ese momento, le pregunté dónde me encontraba.
—El capitán quería matarlo, señor, pero no le dejamos. Nos hubiéramos
amotinado, señor, si llega a intentarlo. Y créame que lo intentó, señor. Vino
aquí y levantó la espada, señor, y sentí que todo el barco lo presentía, todo
el mundo corrió a por las hachas, las picas, los cuchillos. De modo que no
le dejaron hacerlo. Ordenó a alguien que lo trajeran aquí, señor, y a Nur,
que lo supervisara todo. Ahora tengo que irme, señor, antes de que reparen
en mi ausencia.
Pouk se había convertido en otro sueño. Le oí decir:
—Le traeré algo.
Sin embargo, el barco de los osterlingas nos ganaba terreno, y las líneas
negras del casco saltaban en el mar, y la flecha lo hacía a mi oído.

Llegó un amigo que me lamió el rostro.

Cuando volví a despertar, había vuelto en mí. Me sentía débil y tenía


miedo de lo debilitado que estaba. Había mucha humedad en el pozo del
cable; me dolía mucho la herida, y pasé horas ahí metido, temblando.

—Ahí está, sir Able, señor. Arenques, señor.


Levanté la mirada al oír aquella voz desconocida. Estaba demasiado
oscuro para distinguir su rostro, pero presté atención al golpeteo del metal
sobre el metal y también al aroma, pues olía muy bien. En uno o dos
segundos ese olor se me situó bajo la nariz, crujiente por fuera y suave por
dentro, lleno de sabor, grasiento y maravilloso. Mastiqué y tragué y tuve
que esforzarme por no tragar sin masticar. Cuando hube acabado, le
pregunté al hombre quién era.
—El cocinero, señor. Me llamo Hordsvin. —Tragó saliva—. Luché a su
lado armado con el cuchillo de carnicero, sir Able. —Llevaba puesto el
delantal, cubierto de sangre de cerdo—. También mi ayudante combatió,
señor. Se llama Surt, y me estará buscando. Me ha estado vigilando desde
entonces, y tiene mi cuchillo.
Me puso algo cálido al tacto en la mano. Me lo llevé a los labios y di un
buen mordisco, pero estuve a punto de asfixiarme.
—Mejor bébalo, señor. Su hombre no tardará en venir, sir Able, pero
pensé que igual se lo arrebataba, así que decidí acercarme en persona. Es mi
especialidad, sir Able, señor. Le pondré la tapa para que no se lo agencien
las ratas.
Fui tomándolo sorbo a sorbo, mientras pensaba en qué haría a
continuación.

Compartí mis planes con Pouk la siguiente vez que lo vi.


—No puede enfrentarse a él, señor —opinó—. Lo matará y nosotros
tendremos que matarlo a él, pero no servirá de nada. Mejor espere, señor,
espere hasta que haya recuperado fuerzas.
—¿Y qué más da que sea más débil? Haría las paces con él, si pudiera,
pero si no puedo estrecharle la mano le romperé el cuello. ¿De veras quiso
matarme?
—Sí, señor. —La voz de Pouk adquirió el tono de un susurro
avergonzado—. Debí matarlo entonces, pero no lo hice. Usted lo hubiera
hecho, sin duda, sin pensar en las consecuencias. Pero yo no soy como
usted, señor, y lo sé.
—Yo tampoco soy como tú. No soy marinero. Ayúdame.
—Está demasiado débil, señor.
—Lo sé. —Sentía que debía enojarme, pero estaba enfadado—. Es por
eso por lo que quiero que me ayudes. —Obedeció; me cogió de las manos y
tiró de mí—. Soy un caballero —dije—. La debilidad no nos impide luchar.
—Y ¿cómo es eso, señor? —La voz de Pouk parecía proceder de un
millar de millas de distancia. Respondí que no podía explicarlo, que no
había tiempo. Intenté dar un paso y caí al suelo.
Después guardé cama; vino una enfermera a decirme que me había
enfrentado a los asaltantes y que todo el mundo estaba muy orgulloso de
mí. Había un perro en el hospital, ésa era la razón de que ella estuviera allí,
pero ¿lo había visto?
20
ROMPESPADAS
Se alzaron gritos frente al pozo del cable. Se abrió la puerta y un
marinero se asomó a echar un vistazo.
—Es el capitán, sir Able. No tiene de qué preocuparse, señor. Estamos
vigilando y no lo dejaremos entrar.
Dije que quería hablar con el capitán, pero la puerta se había cerrado.
Todo volvió a sumirse en el silencio; sólo se oía el crujido de la
tablonería y el golpe del oleaje en el casco, cosas que llevaba tanto tiempo
escuchando que apenas reparaba ya en ellas.
Tenía una manta y una botella de brandy. Pouk me había dicho que la
manta era una de las mías, y que había robado el brandy de la despensa
particular del capitán. Había echado algún que otro trago, pero como me
había sentado mal juré no volver a probar una gota.

—Sólo soy un crío —confesé a Pouk entre bocado y bocado. Él no


entendía a qué me refería con «crío», de modo que añadí—: Un muchacho
que se supone que se convirtió en hombre tras pasar una noche con una
mujer.
—Sí, señor. Yo también me he sentido así más de una vez.
Aquí mismo quiero hacer un alto para decir que esto me ha sucedido en
repetidas ocasiones. He intentado hablar a los demás de Disiri y de mí, y de
cómo cambié. Ellos no dejan de decir que también a ellos les sucedió lo
mismo. No creo que sea verdad. Tienen la sensación de que fue así, y yo
también siento que fue así, pero es que en mi caso esa sensación está
justificada por el hecho de que fue precisamente eso lo que sucedió. Por
supuesto, ellos insisten en decir lo mismo una y otra vez.
—Sólo era un muchacho —dije a Pouk—. Un muchacho que se creía un
valiente caballero.
—Jamás he visto a un hombre tan valiente como usted, señor. —A
juzgar por el tono de voz, Pouk parecía dispuesto a enfrentarse a cualquiera
que sostuviera lo contrario—. A ver, cuando los osterlingas atravesaron la
red, ¿quién se abalanzó sobre ellos?
Dejé de comer para meditar aquella pregunta.
—El perro, seguro. El perro que el segundo oficial Nur no pudo
encontrar.
—¡No, señor! Fue usted. El resto de nosotros lo seguimos, y de no
haber ido por usted, probablemente no hubiéramos ido a ninguna parte,
señor. A esos osterlingas nunca se les ocurrió pensar que contábamos con
un caballero a bordo. Los atacó antes de que nadie pudiera pestañear. Para
cuando cayó herido, ellos intentaban destrabarse.
Tardé un rato en asentir.
—Lo recuerdo. O al menos creo hacerlo. El enemigo al frente y a los
flancos. Recuerdo golpearlos con la maza que compramos a Mori. Por
cierto, ¿dónde está? ¿Sabes qué ha sido de ella?
—Probablemente la tenga el capitán, señor.
—Si puedes, averígualo. Me gustaría recuperarla. —Guardé silencio un
rato para comer y rascarme la cabeza—. Necesito algo para la mano
izquierda, Pouk. Un escudo, o al menos un bastón que pueda emplear para
detener los golpes. Tuve que hacerlo con la maza.
—A la orden, señor. Estaré atento por si veo algo que pueda servirle.
—Ya que estamos, busca también el arco y el carcaj. Y respecto al
perro... ¿Sigue a bordo?
—Wyn lo vio anoche, señor. Está muy flacucho, por cierto. Eso dijo
Wyn, que lo vio babear dispuesto a comérselo.
—Al menos el capitán no ha dado con él.
Pouk tosió.
—Hablando del capitán... He descubierto qué planea, señor. Se lo dijo al
primero, y el primero se lo contó al segundo, y Njors lo escuchó y me lo
contó. Cuando arribemos a puerto, señor, despedirá a la dotación y los
dejará en tierra. Cree que todos se marcharán, pero yo no lo haré, señor. El
y el primero se encargarán de usted entonces, señor, pero aquí me
encontrarán.
Dije que nada de eso.
—No esperaré a que lo hagan. ¿Cuánto falta para llegar a puerto?
Pouk se encogió de hombros.
—No soy navegante, señor. Puede que cinco días; puede que diez.
—¿A Forcetti?
—No, señor. A Yens, señor. Eso dicen. Si ha terminado de comer,
señor...
—No. —Me puse en pie sin ayuda y sin demasiados problemas—.
Déjame llevarlo a la cocina. Ya he terminado de comer, no quiero ni probar
este estofado de ternera que me has traído.
—Yo no hablaría tan alto, señor. El primero podría oírlo.
No había caído en la cuenta de que hubiera levantado tanto el tono de
voz, pero decidí levantarlo aún más.
—He intentado mantenerme callado, como me dijiste, pero ¿de qué
sirve? El capitán ha hecho planes. Debo detenerlo antes de que pueda
llevarlos a cabo. Quiero el arco en cuanto puedas recuperarlo. El arco y la
cuerda... La cuerda es muy importante. También el carcaj y todas las flechas
que encuentres, si es que encuentras alguna.
—A la orden, señor.
Abrí la puerta del pozo del cable.
—¡Gylf!— Llamé a voz en grito, aunque quizá no lo suficientemente
alto—. ¡Gylf! ¡Aquí, Gylf!
—¿Señor? ¿A quién...?
—Al perro. Es mi perro, Pouk, o lo fue hasta que su antiguo amo quiso
recuperarlo. No lo quería a mi lado porque me daba miedo. Intenté librarme
de él antes de vadear el Irring. Le ordené alejarse y le dije que nunca más se
me acercara. —Llené de aire los pulmones antes de vocear de nuevo—.
¡Gylf! ¡Ven aquí, Gylf!
Pouk hubiera echado a correr de no habérselo impedido.
—Creía que me lo había quitado de encima cuando subimos a bordo.
Me puse a silbar.
—Ya es de noche, ¿verdad? Por eso está tan oscuro. No se filtra una
pizca de luz.
—Sí, señor.
—Mañana, cuando haya desayunado, hablaré con el capitán. Al menos
le debo eso. Puedes decírselo, si quieres.
Se oyó un garrapateo en la bodega; abrí la olla que me había traído
Pouk y la dejé en el suelo, frente a la puerta, para Gylf

Conocía la cabina, y sabía que si estaba cerrada por dentro no había


modo de abrirla desde el exterior. Si el capitán había comido allí, regresaría
cuando el ayudante de Hordsvin entrara a recoger los platos; pero la cosa no
fue así. Comió en el alcázar, tal como yo esperaba que hiciera, y Gylf y yo
salimos de la bodega nos dirigimos a la cabina como si fuéramos los amos y
señores del lugar. Porque eso es lo que éramos.
Para cuando entró el capitán, había encontrado la maza extranjera que
había adquirido en Irringsmouth y la ceñía a la cintura. Abrió la puerta y
nos vio allí, llamó a voces a Kerl, y luego supongo que por el hecho de que
en lugar de sacar la maza yo seguía sentado), cerró la puerta y echó el
cerrojo. El capitán tenía aún la espada bajo el colchón, tal como había
descubierto cuando me alojé en la cabina. Podría haberle impedido
alcanzarla sin que ello constituyera el menor problema, pero no lo hice.
—¿No confías en Kerl? —pregunté cuando empuñó el arma.
El capitán se limitó a mirarme sin pronunciar una palabra. Dije a Gylf
que ya podía mostrarse, y éste obedeció. Había permanecido en una esquina
poco iluminada, oculto, y asomó como un humo pardo, aunque sólido y
amenazador.
—Podría matarte si quisiera —dije al capitán—.Te he vencido antes y
podría volver a hacerlo. Gylf podría matarte y no tienes la menor
oportunidad si te enfrentas a ambos. ¿Eres el propietario del barco?
Algunos miembros de la dotación me han dicho que sí.
—De la mitad.
—Estupendo. Yo no lo quiero. Nunca lo he querido. Tampoco quiero
matarte. —Me levanté y extendí la mano—. Aparta esa espada. No creo que
podamos ser amigos, pero tampoco tenemos que ser enemigos.
Se quedó allí mirándonos, puede que por espacio de un minuto.
Entonces dejó la espada encima de la cama y se sentó junto a ella.
—¿No pone objeciones al hecho de que me aloje en mi propia cabina?
—Es mi cabina —puntualicé—, pero sólo hasta que desembarque en
Forcetti.
—Me he sentado, así que también usted puede sentarse. Continúe. Aún
no se habrá curado del todo de la herida.
Tomé asiento.
—Quiero el arco y el dinero. Alguien me contó que los tienes tú, aunque
ese alguien te tiene demasiado miedo como para entrar en la cabina y
recuperarlos. De modo que decidí hacerlo en persona. Tienes esa espada,
que es tuya, y tendrás algo de dinero propio. Ve por mis cosas. Lo único que
quiero es recuperar lo que me pertenece. Dámelo, con el arco, la bolsita y el
carcaj, y no habrá motivo para reñir.
Negó con la cabeza.
—Supuse que te negarías. De acuerdo, ahí va mi última oferta. Gylf y
yo saldremos a cubierta. Antes de la siguiente guardia, abandonarás la
cabina, no sin antes dejar mis cosas (el dinero, el arco, la armadura y
demás) donde pueda encontrarlas. Veintidós cetros de oro, la mayoría de los
cuales son de oro auténtico, aparte del resto de mis cosas. ¿Lo harás?
Gylf lanzó un gruñido cuando el capitán se levantó. Temía que pudiera
crecer hasta adoptar la forma de aquella cosa negra que había matado a los
bandidos, y ese temor me empujó a advertirle que no lo hiciera.
—¿Me devolverás el barco y el cargamento cuando lleguemos a puerto?
—Por supuesto —respondí—. Pero es que nunca los he querido para mí.
No...
Empuñaba la espada. Logré interponer la maza para detener el tajo que
me lanzó. Sonó como el martillo al golpear el yunque. El siguiente me
hubiera decapitado, pero también logré detenerlo. Ni siquiera me había
levantado. Me hallaba con una rodilla en tierra, ante la silla. El tercero lo
ejecutó con suma rapidez y partió la hoja de la espada. En ese momento
decidí poner a la maza el nombre de Rompespadas. Gylf se abalanzó sobre
el capitán en cuanto la espada se rompió y lo tumbó en el suelo mientras yo
le lanzaba un golpe con intención de dejarlo inconsciente. Pero debí de
golpearlo con más fuerza de la que había planeado, de tal modo que el
extremo en forma de diamante se le hundió en la cabeza. Al liberar el arma,
salió cubierta de sangre y sesos. Me quedé ahí mirándolo, pensando en
Disira y diciendo «Dios mío, Dios mío» como veinte veces.
—¿Debo devorarlo? —preguntó entonces Gylf
Tenía razón. Debíamos librarnos del capitán. Limpié a Rompespadas en
la casaca del capitán, lo arrojamos por la ventana y seguidamente nos
dedicamos a adecentar la cabina.
Después subí a cubierta y conversé con Kerl. Le informé de que a partir
de ese momento él era el capitán y que Nur se había convertido en primer
oficial. Dije que el capitán se había abalanzado sobre mí, y le expliqué lo
sucedido después. Le dije que me parecería bien que decidiera contárselo a
alguien cuando arribáramos a Forcetti, pero que probablemente retendrían
al Mercader del Oeste mucho tiempo mientras durase el juicio.
Respondió que quizá fuera preferible que todos se limitaran a decir que
el capitán había fallecido en el viaje y que lo habían sepultado en la mar. Le
dije que me parecía bien la historia, y que en realidad se acercaba mucho a
lo sucedido. Después reunió a la dotación y les contó lo sucedido, lo cual no
pareció contrariar a nadie.
Luego se me ocurrió pensar en el nombre de la maza, Rompecrisma, o
algo por el estilo, pero al final pensé que seguramente me preguntarían por
la crisma a la que se refería el nombre, así que me quedé con Rompespadas.
Con el tiempo se la daría a Toug, y él siguió llamándola así porque eso fue
lo único que le pedí a cambio.
21
AL VERLOS
Aquella noche, Gylf y yo charlamos en la cabina. No dijo gran cosa, ni
entonces ni nunca, pero sabía escuchar y cuando decía algo era porque
merecía la pena ser dicho, de modo que yo prestaba atención y luego lo
meditaba con calma. El caso era que yo temía por la herida, que no curaba,
e incluso me daba la impresión de que iba a peor. Ardía como el fuego y
sangraba si la apretaba un poco; la sangre salía mezclada con otras
sustancias.
Tenía miedo. Sé que no he hablado mucho del miedo, pero solía tenerlo
mientras estuve en Mythgarthr. No voy a repasar todas las veces que tuve
miedo porque no tendría sentido hacerlo. Además, de algunas de las
situaciones que me provocaron esa sensación no te he contado nada, como
cuando salí de caza al poco de acogerme Valiente Berthold y disparé una
flecha a un oso que me persiguió hasta obligarme a subir a un árbol. No se
me había pasado por la cabeza que un oso tan enorme pudiera encaramarse
a un árbol, además era un oso pardo, no negro. Supongo que los osos del
bosque de Celidon son distintos de los que tenemos en casa, porque éste
demostró que era capaz de trepar con mayor rapidez que yo. Cuando se
acercó de veras le clavé una flecha en la garganta, cayó del árbol y
desapareció. Estaba tan asustado que no podía bajar. Seguí ahí arriba,
aferrado al tronco, temblando durante un buen rato. Había perdido el arco
durante la persecución y el oso había estado a punto de arrancarme la mano
de un mordisco cuando le clavé la flecha.
También tuve miedo cuando Gylf y yo hablamos de lo de estar herido y
de lo que podría pasarme. Dijo que esas heridas profundas eran las peores
porque no bastaba con lamerlas. Reí porque no alcanzaba a lamerme ahí.
Tendría que limpiarla, pero pensé en la clase de agua que había a bordo y él
tenía razón: Hubiera sido mejor lamerla.
Al cabo de un rato, recordé lo que me dijo una vez Valiente Berthold
acerca de que los bodachan eran capaces a veces de curar a los animales
enfermos, y que siempre le habían ayudado tanto como habían podido.
Además, Disiri era elfo, y estaba seguro de que me habría ayudado de saber
que me hallaba en semejante tesitura. Concluí en voz alta que lo que
teníamos que hacer era dar con un elfo que pudiera ayudarnos, y pregunté si
habría alguno a bordo del barco.
Gylf hundió la cabeza entre las pezuñas y comprendí que se guardaba
algo.
—Si sabes dónde encontrar un elfo —dije—, ¿por qué no intentas que
me ayuden? Si no lo hacen no estaré peor de lo que estoy ahora.
Me estuvo observando un rato, luego se acercó a la puerta y la rascó
para que lo dejara salir. Lo hice. Ya había oscurecido, afuera brillaban la
luna y las estrellas y teníamos el viento necesario para llenar las velas; era
mi hora favorita a bordo.
Gylf pasó por mi lado, echó a correr por cubierta y saltó por la borda. A
su regreso, después de hablar, salí de nuevo a cubierta para preguntar a Kerl
si temía a los elfos.
Se rascó la cabeza como yo hago a veces.
—No sé, sir Able. Nunca he visto uno.
—Pues lo harás —le aseguré. Luego señalé a los marineros que estaban
de guardia. Todos dormitaban en cubierta excepto el timonel y el vigía.
Ordené a Kerl que los despertara y los enviara bajo cubierta; podía darles
cualquier motivo que se le ocurriera.
—¿Tengo que darles un motivo, sir Able? —preguntó sorprendido.
Respondí que no, y acto seguido se puso a dar voces para despertarlos.
Ordené a uno de los marineros que fuera abajo a buscar a Pouk. Lo pusimos
a la rueda y también enviamos bajo cubierta al timonel. Con el viento que
soplaba y el mar que había, yo mismo podría haber gobernado el barco, o
incluso podríamos haber atado la rueda con un cabo. Pouk no tenía ni idea
de lo que iba a pasar, igual que Kerl.
En cuanto los integrantes de la guardia descendieron bajo cubierta,
G^Z/saltó por la borda de nuevo. Después no hubo nada que hacer excepto
esperar, así que me senté en una de las aspilleras. Kerl estaba asustado. Se
me acercó y me dijo en voz muy baja:
—No es un perro normal y corriente, ¿verdad, señor?
Respondí que no.
—¿Asoma quizá a la superficie de vez en cuando para respirar, señor,
allí donde no podemos verlo?
Respondí que así era, y no tardó en marcharse. Había en lo alto una
preciosa luna creciente. Al cabo, vi que en realidad era un arco, y también
distinguí a la dama que lo empuñaba. No sabía nada en absoluto acerca de
ella, pero ahí estaba, pude verla; era la hija de Valpadre, la más importante.
Valiente Berthold solía decir que Skai era el tercer mundo, y que la gente
que lo habitaba eran los overcynos. Al verla así me pregunté por los
mundos primero y segundo. Había interrogado a Valiente Berthold acerca
de ellos en una ocasión, pero se limitó a decirme que nadie sabía gran cosa
al respecto.
Pestañeé y la dama desapareció. Recordé entonces que Valiente
Berthold me había contado que ahí arriba todo iba mucho más rápido y que
lo que nosotros veíamos en unos instantes era como años para ellos. A
veces resultaban asesinados (descubrí más tarde), pero por lo demás nunca
envejecían como lo hacemos nosotros.
Pensé entonces en el mundo más elevado, el número uno. Me pareció
que a uno le haría sentirse superior mirar a los demás desde allí arriba. Poco
después comprendí dónde residía mi error, y en voz muy baja me dije:
—No, no lo haría. Te convertiría en alguien amable, si es que hay algo
de bueno en ti.
En cuanto pronuncié esas palabras, comprendí que Pouk podía
escucharme, aunque no sé qué conclusión sacaría de ellas.
Lo que había pensado era lo siguiente: ¿Y si era yo y estaba solo ahí
arriba, acompañado sólo de conejos y ardillas? ¿O era el único adulto y los
demás eran unos críos? Claro, podía ir por ahí pavoneándome, pero ¿querría
hacer tal cosa? Si uno era malo, le daría una bofetada y le haría llorar. Pero
era un caballero. ¿Qué clase de victoria supondría eso para un caballero?
Decidí que cuidaría de los críos tan bien como pudiera, y que confiaría
en que algún día se hicieran mayores para así tener con quien hablar.
Puede que en ese momento diera una cabezada, o quizá ya lo había
hecho. El caso es que soñé que volvía a ser un niño que dormitaba en la
ladera. En el sueño, el castillo volador surcaba el cielo sobre mí y me hacía
acordarme de cuando vivía en un lugar donde había espadas y no había
coches.
Desperté porque estuve a punto de caerme al agua; me acerqué a Pouk.
Había una nube negra a poniente, y vi que un hombre la montaba. Lo veía
muy pequeño porque estaba muy, muy lejos, pero lo distinguí con cierta
claridad, tanta como si lo tuviera delante, un hombre cubierto de una
armadura negra a lomos de un caballo blanco. El caballo estiraba el cuello,
y tenía la mandíbula abierta y los ojos desorbitados. Los cascos volaban.
Bajo la nube y a través del mar, voló más y más bajo hasta que tuve la
impresión de que cabalgaría sobre la cresta de las olas.
—¡Mirad! —voceé—. Es un hombre a caballo, allí, en las estrellas más
bajas. ¿Lo veis?
—Ahora sí.
—Yo nunca lo he visto. —Kerl entornó los ojos, atento—. Dicen que
algunos sí pueden verlo.
—Ahí mismo, a dos dedos del agua, donde está la estrella más brillante.
Kerl miró de nuevo, pero después sacudió la cabeza.
—No puedo, señor. Una vez Nur me lo señaló también y dijo que era
capaz de verlo como a plena luz del día, pero yo no tengo esa capacidad.
—Yo tampoco.
Pouk dijo en voz muy baja, desde el lugar que ocupaba a la rueda:
—Sí la tiene, sir Able, señor.
Quise decir que cualquiera podía verlo, cuando, de pronto, desapareció
ante mis ojos. Después seguí atento a ver si lo veía. La luna aún guardaba
cierto parecido con un arco reluciente, pero sólo porque no lo era. En
realidad, no lo era. Las estrellas seguían allí, reflejadas en el mar, y había
algunas nubes y era precioso. Pensé durante un instante, me atrevería a
decir que aquí, que no había nadie allí, que todo estaba vacío. Pero no era
cierto. Sabía que allí tenía que haber alguien, quizá más de un alguien,
muchos. Era sólo que no podía verlos.
Debí de contemplar el cielo durante una hora; entonces llegaron los
elfos. Eran tan sólidos, tan reales, como pueda serlo cualquiera de noche,
algunos con escamas de pez y otros con colas de pez. Eran azul, azul
oscuro, un azul que no se parecía en nada al cielo ni a nada. No era azul
marino, ni azul Prusia ni ese tono de azul que bordea el negro ni nada por el
estilo. Era más parecido al color del agua profunda, muy profunda, que a
cualquier otra cosa, pero tampoco era exactamente ése. Eran de su propio
color, y tenían los ojos tirando al amarillo ígneo del sol reflejado en el hielo.
Poseían voces agudas, melancólicas y hermosas, y se llamaban unos a otros,
y llamaban al mar y al barco. Reconocí la mayoría de las palabras que
emplearon, aunque no pude comprender qué se decían ni sería capaz de
escribirlas.
Me levanté, inclinado sobre la almena, y los saludé, voceando:
—¡Aquí! ¡Soy Able!
Se llamaron entre sí, señalando, y nadaron hacia el barco, buceando y
saltando fuera del agua, a veces tan alto que rivalizaban con el tope del palo
mayor. Extendían las aletas como si fueran alas. Ordené a Kerl tender un
cabo o algo por la borda; así lo hizo, pero no fueron muchos los elfos que lo
utilizaron. Se limitaron a subir por el costado o saltaron a cubierta hasta que
se apiñaron todos allí.
Retiré la camisa y el vendaje para que pudieran verme la herida. Se
acercaron al alcázar para echarle un vistazo, y me plantearon preguntas sin
esperar a recibir las respuestas.
Tuve que intuir qué responder; dije que quería que me curaran, y que
haría cualquier cosa por ellos si lo hacían. Y en caso de que no pudieran
hacer nada, haría también cualquier cosa por ellos.
—No —dijeron, para después agregar—: ¡No, no! —Y, también—: No,
no, valiente señor caballero, no podemos pedirte que te enfrentes a Kulili en
nuestro nombre hasta que hayas recuperado la salud y la fuerza. Débil y
enfermo, morirías seguro.
Y otra voz repitió, como un eco:
—Morirías seguro...
Entonces se abrió paso un elfo anciano; parecía un hombre hecho de
fino cristal azul, con el pelo blanco, suelto, y una barba azul enmarañada
que le caía a la altura de las rodillas. Me tomó el rostro entre las manos y
me miró a los ojos. No pude evitar devolverle la mirada y entonces tuve la
sensación de contemplar a una tormenta a medianoche.
Cuando finalmente me soltó la cara, me pareció que había pasado largo,
largo tiempo. Horas.
—Ven con nosotros a Aelfrice —fue lo que dijo—. El mar te curará la
herida y te enseñará a ser el más fuerte de tu especie, un caballero al cual no
podrá enfrentarse ningún otro caballero. ¿Nos acompañarás?
Era incapaz de articular palabra, pero asentí.
En cuanto lo hice, ocho o diez doncellas elfos me tiraron de la ropa. Me
despojaron de la vaina y de Rompespadas, y de todo lo demás también, y en
cuanto me hubieron desnudado por completo me dieron besos en la piel,
riendo, dándose codazos cómplices y disfrutando del momento. Una de
ellas me cogió de la mano derecha, y otra de la izquierda; una tercera me
saltó a los hombros. No podía pesar más que unas gotas de agua, y las
piernas largas y delgadas con las que me rodeó el cuello eran frías como el
rocío.
Entonces los cuatro saltamos al mar. No quería hacerlo, pero lo hice.
Fue realmente extraño. Había un oleaje untoso donde estaba el barco,
aunque antes de sumergirnos el mar espoleó a las olas, y todas ellas se
antojaban transparentes como cristal, quiméricas, como fantasmas en
cortinas de nívea espuma, espectros escarchados sobre la luz de la luna y el
reflejo de las estrellas. Se produjo una sacudida, como si hubiéramos
saltado bajo un torrente helado, y se oyó un rugido, como el de una ola
enorme que golpea a otra de frente. Después, nos sumergimos bajo las olas.
—No te ahogarás —prometió la situada a mi izquierda antes de reír. Ni
siquiera me había preocupado ese detalle, aunque debería haberlo hecho.
—Al menos, no mientras te acompañemos, señor caballero —advirtió la
doncella elfo situada a mi derecha; rió también, y el sonido de la risa fue
como el de los niños pequeños, desnudos, jugando junto a los charcos que
dejaba a su paso la marea.
—¡Pero te abandonaremos! —exclamó la que se me había subido a
hombros; me tiró del pelo un poco para asegurarse de que prestaba atención
—. ¡Eso es lo que hacemos!
Las tres rieron y rieron al escuchar aquellas palabras. No hubo una pizca
de crueldad en las risas, aunque tampoco hubo asomo de amabilidad.
—¡Garsecg nos dará forma! —exclamaron.
Unos peces extraños buceaban a nuestro alrededor. Algunos tenían
aspecto de ser peligrosos, y otros, de serlo mucho. Entonces ignoraba a
quién pertenecían. En lo más hondo perdimos la luna y la luz de las
estrellas, y todo el mundo de soles y lunas y tientos se me antojó muy, muy
lejano. Supongo que así es como debe sentirse un astronauta; tan
acostumbrado está a todas esas cosas que no cree posible que puedan
arrebatárselas, y cuando no las tiene al alcance de la mano se pregunta
cómo se ha metido en ese embrollo.
Yo lo hice.
Ahí abajo, algunos de los peces tenían colmillos como enormes agujas y
un montón lucían manchas o franjas en los costados que despedían un
fulgor rojizo, verdoso o amarillo. Vi una anguila que parecía una cuerda
envuelta en llamas, y otras cosas de aspecto terrible, hasta que finalmente
pregunté a las doncellas elfo si vivían allí, porque no me parecía a mí que
alguien estuviera dispuesto a ello si podía escoger cualquier otro lugar.
—Somos las kelpies y allí donde estemos es nuestra morada —
respondieron. Se iluminaron ante mí, entonces, todas ellas delgadas y tan
preciosas que parecían hechas de luz azulada. Me hicieron mirarles las
agallas y las colas, y descubrí que tenían garras largas y curvas que se me
antojaron tan afiladas como los colmillos de los peces.
22
GARSECG
En la entrada de una cueva submarina encontramos al anciano que había
prometido curarme. Ordenó retirarse a las kelpies, lo cual me levantó el
ánimo. Quería saber dónde estábamos, y él respondió que en Aelfrice.
—No soy el más anciano de mi especie —me dijo—, ni el más sabio.
Pero sé muchas cosas. Me llamo Garsecg.
Después descubrí que aquél no era su auténtico nombre; pero entonces
le creí, y sigo llamándolo Garsecg cuando pienso en él; de modo que así
pienso llamarlo. Pregunté cómo se había propuesto curarme.
—No puedo. El mar lo hará. Ven, acompáñame y te lo mostraré. —Me
cogió de la mano y ambos nadamos a un lugar donde el fondo del mar era
cálido como el agua de una bañera y en los orificios estallaban burbujas de
vapor, barro y arena—. Tienes una brecha en el costado —dijo Garsecg—.
¿Alguna vez has visto una brecha en el mar?
Respondí que no.
—Observa.
Las burbujas salieron con mayor velocidad, las piedras saltaron
despedidas y se produjo un rugido bajo la piedra, como el que haría un
trueno. La blanca roca ardiente lanzó un bramido que reverberó en el lecho
marino de tal modo que se alzaron enormes nubes blancas de vapor, y todos
los peces y los cangrejos y demás seres se alejaron a toda prisa, todos
excepto nosotros dos.
Así continuó la cosa durante un buen rato; poco a poco el estruendo
cedió hasta convertirse en la respiración de un gigante dormido, como si
Gilling yaciera moribundo en aquel lecho, grande como un montón de casas
juntas. La roca dejó de respirar, se solidificó. Subimos a mirar; había una
isla entera de roca con una especie de estanque en medio. Algunas aves
marinas habían empezado a anidar allí, y el mar azotaba la playa de guijarro
gris como el gato que lame la leche.
Empezó a crecer la hierba por todas partes; luego lo hicieron los árboles
que hundieron las raíces en lo más hondo, en busca de agua potable; las
introdujeron por ranuras cuya amplitud forzaron. Por espacio de apenas un
segundo vi a Disiri correr desnuda entre los árboles. Quise echar a correr
tras ella, pero Garsecg me retuvo y discutimos. Creo que fue ésa la única
vez que discutimos.
Nuevas aves llevadas allí por Disiri anidaron en los árboles, cayeron las
nueces y los cangrejos se arrastraron por la playa para partirlas. Garsecg
atrapó a uno y se lo comió como tú te comerías una almendra confitada,
aunque a mí me preocupaban las pinzas.
La isla se volvió más y más bella, y también más y más pequeña, hasta
que se hundió en el mar y las olas se cerraron sobre ella, y fue como si
nunca hubiera existido.
—Ahora ya has visto una brecha en el mar —me dijo Garsecg—. ¿Has
visto morir a un peñasco?
Respondí que no, y volvimos a sumergirnos. Cuando llegamos al
peñasco que iba a morir, lo remontamos, roca arriba hasta coronar la cima.
Había soplado el viento todo el rato, un viento que arreciaba. Muy
pronto rugió con tal fuerza que era imposible escuchar los propios
pensamientos. Las olas se alzaron más y más grandes hasta que cada una
golpeó al peñasco como si fuera un tren, y la espuma nos alcanzó, y a veces
el agua cayó sobre nosotros. El peñasco tembló; las olas arrastraban piedras
que lo golpeaban como martillos y que después caían de nuevo al mar para
volver a ser recogidas por la siguiente ola. Una vez, en Halloween, arrojé
gravilla a las ventanas; lo que veía me hizo recordar aquello, pero cuando lo
hice no sabía lo terrible que era en realidad, y ahora me sentía como si
estuviera bajo el mar, apenas un crío, arrojando piedras. Todo empeoró de
tal forma que tuvimos que apartarnos del peñasco hasta pisar tierra firme.
Incluso allí el viento me hizo pensar en un caballero, un gigantesco
caballero montado en una enorme cabalgadura, que trotaba entre gente
corriente, como Garsecg y yo, dando golpes a diestro y siniestro. Sé que
parece una locura, pero eso fue lo que pensé.
Se alzó el agua de igual modo que lo había hecho un centenar de veces
anteriormente. Cubrió por completo el peñasco, pero cuando en esa ocasión
retrocedió comprobé que había desaparecido.
Me asomé y miré hacia abajo. No me resultaba fácil mantener el
equilibrio con semejante viento, pero lo logré (tenía que hacerlo), y abajo,
en el fondo, pude ver los restos, cada vez más escasos a medida que las olas
golpeaban la playa. Garsecg se situó a mi lado. Al cabo de un minuto,
levantó la mano, acopada, para que pudiera ver qué había en ella. Al
principio pensé que no tenía nada. Era agua. Sólo agua. Me preguntó si lo
entendía.
—Creo que sí.
Guardó silencio un buen rato para preguntar, finalmente:
—¿La isla?
—Debo ser como el mar, ¿no es así? Aguarda, se desliza a deshora y
cierra sobre la parte desgajada.
—¿El peñasco?
—El agua no es nada, pero el agua con energía es más fuerte que la
piedra. ¿Es la respuesta acertada?
Garsecg sonrió.
—Ven, acompáñame.
Volvimos al mar; en esa ocasión nadamos por la superficie, saltando con
las olas o dejando que nos llevara la corriente.
—Tu sangre es el mar —dijo Garsecg. Tardé un rato largo en
comprender aquella afirmación, pero mientras nadamos empezó a tener
sentido. Al principio pensé que era una locura; luego me pareció que podía
ser verdad, después de todo, y finalmente comprendí que tenía razón: Sentía
el mar en mi interior del mismo modo que lo sentía a mi alrededor. Después
seguimos nadando hasta asumir el descubrimiento de que el mar y yo
éramos uno. Aún lo somos, y sigo pensando que es así. Las kelpies y los
demás elfos marinos dicen que así lo sienten ellos también; aunque
mienten. Para mí es cierto, como lo es para Kulili. Puedo ser todo sonrisas y
palabras amables durante largo tiempo, pero también puedo engallarme
como cuando nos enfrentamos a los angrborn en el paso. Los gigantes
huyeron de mí, entonces, y los que no lo hicieron acabaron muertos a mis
pies.
Finalmente, me dije a mí mismo: «Por el poder del mar la vida
abandonó el mar. Fueron capaces de abandonarlo porque se lo llevaron
consigo. Yo era la criatura marina en el vientre de la madre, y ella era la
criatura marina en el interior de su madre, y yo seré la criatura marina
mientras viva. El rey debe saberlo, de igual modo que yo lo sé, porque se
puso un nykr en el escudo».
—Es mi hermano —dijo Garsecg.
Aunque ambos nadábamos con fuerza, me volví hacia él, sorprendido.
—¿Eres capaz de escuchar mis pensamientos?
—A veces.
—Eres un elfo. ¿Acaso el rey no es un ser humano?
—Lo es.
Pensé al respecto un buen rato, pero no llegué a ninguna conclusión.
Garsecg debió de escuchar parte de esto, porque dijo:
—Cuando un hombre de mi especie toma a una mujer de la tuya, la
mujer puede quedar embarazada.
Seguía sin comprender una palabra.
—De acuerdo.
—Todo niño tiene algo del padre y algo de la madre; exceptuando a los
monstruos, todos los niños pertenecen a la raza del padre o a la de la madre,
a pesar de todo.
Hicimos un alto para descansar, flotando de espaldas en el mar.
—Tomé a una mujer elfo, una mujer a la que quiero más que a nadie en
el mundo.
—Lo sé.
—¿Tendremos hijos?
—No lo sé.
—Supón que los tengamos. —Había cosas en las que no había pensado
antes—. Si es niño, ¿crecerá hasta convertirse en un hombre?
—O en un hombre elfo. No hay forma de saberlo hasta que nazca.
—¿Y si es niña?
—Lo mismo. El padre del rey yació con una mujer de mi raza, igual que
tú lo hiciste con la doncella elfo.
Comprendí entonces que Garsecg no lo sabía todo; a decir verdad, eso
me resultó reconfortante.
—De la unión nacieron tres niños, uno de mi especie y dos de la tuya.
—¿Tres?
Garsecg asintió.
—Nuestra hermana se llama Morcaine.
Cuando nos pusimos de nuevo en marcha creí que nadaríamos un largo
trecho como había sucedido antes. Sin embargo, vi que Garsecg quería
descansar antes de llegar a donde nos dirigíamos. Conocía las escaleras y
sabía que quizá habría que luchar. Los khimaira no lo reconocerían, y no
tendría oportunidad de contarles quién era. En fin, el caso es que volvía a
entrar en calor cuando él se detuvo y señaló al frente.
—Ésa de ahí es la isla que vuestros marinos llaman Cris —dijo. No
tardamos en llegar, ni en trepar sobre las lisas rocas que despedían un fulgor
rojizo, dorado y carmesí a la luz del sol, con un sinfín de otros colores, tan
preciosa era la isla que nada de l.o que pueda escribir te daría una idea
aproximada de su belleza.
—¿La llaman Cris porque está hecha de cristal? —pregunté.
Garsecg negó con la cabeza.
—Te equivocas. Está hecha de ópalo de fuego.
—La piedra de dragón.
No me miró.
—¿Quién te ha dicho eso?
Me lo había contado Valiente Berthold, respondí, y lo llamé mi
hermano.
—Ha muerto, creo.
—El sabio Berthold. Si no tienes la certeza de que haya muerto,
confiemos, pues, en que siga vivo.
Conté a Garsecg cómo había buscado el cadáver de Valiente Berthold
sin encontrarlo.
—Muchos han buscado esta isla, pero quienes lo hacen nunca la
encuentran. No obstante, más de uno la ha avistado por carnalidad, y un
puñado de marineros han desembarcado en la costa.
Tuve la sensación de que Garsecg sabía más de lo que me estaba
contando, así que pregunté qué había sido de ellos.
—Muchas cosas. Algunos volvieron sanos y salvos a sus barcos. Otros
perecieron. Hubo quienes se quedaron con nosotros, unos cuantos se fueron
a otros lugares. ¿Ves la torre?
Sí la veía. Era enorme. Alguien había erigido un rascacielos solitario en
aquella pequeña isla, y al principio me pregunté por qué razón lo habían
hecho tan elevado, teniendo en cuenta que no había nada a su alrededor a lo
cual tuviera que imponerse. Pero lo había. Era el mar. La isla no era gran
cosa, de modo que si había que levantar un edificio en ella, debía hacerse
bien elevado.
Era alto. Y redondo, y un poco más ancho en la base, y ascendía arriba
y arriba como una aguja, más alto que la más imponente de las montañas.
—El constructor pertenecía al sexto mundo, Muspel —explicó Garsecg
—. Mi gente no construye nada parecido a menos que deba hacerlo. ¡Ojalá
lo hiciera! Desde esta torre, Setr buscaba intimidar esta esfera que vosotros
llamáis el Mundo Inferior.
Dije que en realidad solíamos llamarlo Aelfrice.
Garsecg asintió.
—También construyó torres más bajas, que empleó como fortalezas en
diversas costas. Mi hermana se aloja en una cuando así lo desea.
—¿Y tú no?
—También lo haría, si quisiera. —Garsecg se incorporó sobre lo que en
un principio me había parecido otro pedazo de roca pulida, y se alejó
caminando. Cuando no pude verlo, le oí preguntar—: ¿Cómo progresa la
herida?
Tanteé el costado, pero no la encontré.
—¿Se ha curado?
—Hay una cicatriz —le dije una vez lo hube alcanzado—, pero está
cerrada y no se ha llagado.
—La cicatriz desaparecerá. Por un tiempo, una gaviota podría haber
visto las rocas que hay bajo las aguas.
—Ya lo entiendo. ¿De veras soy ahora el caballero más fuerte del
mundo?
—Eso debes decirlo tú.
—Entonces, lo soy. —No me sentí más fuerte al afirmar tal cosa, pero
sabía que era muy, muy fuerte y muy, muy rápido. No sé exactamente cuán
fuerte y cuán rápido. También sabía que en parte había sido obra de Disiri, y
que en parte era cosa del mar, por haber aprendido cómo era y lo que había
en mí, olas de una sangre que azotaba las playas de mis oídos. En parte,
también, se debía a mí, y de hecho la parte del mar también podría decirse
que se debía a mí, que había estado allí todo el tiempo, a pesar de que yo lo
había ignorado.
Me detuve a pensar en todo ello porque había visto la escalera. En ese
rascacielos parecía una telaraña que se extendía arriba y arriba hasta una
especie de grieta en lo alto. El sol que iluminaba la escalera y el muro los
hacía parecer como envueltos en llamas. Cualquiera hubiera deseado tener a
mano unas gafas de sol muy oscuras. Entrecerré los ojos para protegerlos de
la luz, y del resto, cosas que no parecían preocupar a Garsecg.
—Aquí reunió Setr las armas más poderosas de nuestro mundo, con la
intención de que no pudiéramos combatirlo. El, que era capaz de separar
montañas, no nos permitió empuñar ni una daga. Sin embargo, al final lo
expulsamos.
Quise saber si Garsecg creía que regresaría.
—A veces lo hace, pero se retira en seguida, antes de que podamos
reunir a los nuestros. ¿Nos expulsarías de tu Mundo Medio si pudieras, sir
Able?
Pensé en Disiri y negué con toda la convicción de la que fui capaz.
—Pues muchos lo harían. Son muchos los que nos combaten en este
preciso instante. Pero nosotros regresaremos algún día. A Setr le pasa lo
mismo.
—¿Todas esas armas de las que hablabas siguen allí? Garsecg asintió.
—Llevamos un millar de años saqueando la guarida, y las armas que le
robamos están repartidas a lo largo y ancho de varios mundos.
—Entonces, no quedará ni una.
Cuando Garsecg respondió, lo hizo en un tono de voz tan bajo que
apenas pude oírlo.
—No cabe un alfiler en la guarida —aseguró.
23
EN LA ESCALERA
—Recordarás que te conté que no podía curarte la herida, pero que el
mar la curaría si me acompañabas a Aelfrice —dijo Garsecg cuando
llegamos al pie de la escalera.
Asentí al tiempo que tanteaba la herida para comprobar que no se
hubiera abierto de nuevo.
—También te prometí que serías el más fuerte de toda tu raza. Lo eres,
pero no fue cosa mía, sino tuya y del mar.
—¿Pretendes que me queje por ello? No lo haré. Estoy en deuda
contigo. Lo estaré el resto de mi vida.
Él sacudió la cabeza.
—¿No soy un hombre honrado? No me debes nada en absoluto. Quiero
que quede bien claro.
No resultaba fácil obsequiar a Garsecg con una sonrisa esquinada, y es
muy posible que ésa fuera la única vez que pude lograrlo.
—Vale, no te debo nada —dije—. Pero a mí sí me gustaría que me
debieras algo, porque podría necesitar otro favor tuyo en algún momento.
¿Qué quieres que haga?
—Pon el pie en el primer escalón.
Así lo hice.
—Como quieras. Y, ahora, mira esto. —Subí los primeros cien, más o
menos, y entonces me detuve y me volví a mirarlo—. ¿No me acompañas?
—Ahora voy —voceó—, pero tú debes subir primero, y debo advertirte
que corremos peligro.
Le dije que sí, claro, y subí algunos escalones más. Y justo aquí creo
llegado el momento de hacer un alto en la narración y aclarar un par de
cosas.
En primer lugar, un par de cientos de escalones no eran nada para
aquella escalera. Subía recta por el rascacielos hasta alcanzar una cuarta
parte, y a partir de allí se hacía más y más pronunciada a cada paso. Trazaba
una curva de igual modo que puede trazar un hilo cuando no lo tensamos.
Contaba con miles y miles de escalones.
En segundo lugar, nadie tenía que decirme que era un lugar peligroso.
Los escalones eran de ópalo fuego, pulidos como si fueran obra de un
joyero, tan lisos y tan brillantes que era perfectamente posible verte
reflejado en ellos. Medían unos ochenta cen metros de un extremo a otro,
y no había barandilla.
En tercer lugar... Esto no me resultará tan fácil de explicar, pero allá
voy. Seguía pensando que Garsecg me había hecho tres grandes favores.
Había prometido a Gylf que nunca volvería a intentar abandonarlo. Se lo
había prometido de verdad y nunca lo hice. Pero seguía asustándome. No
tardaré en hablarte de Mani. Él también podía atemorizarme. Pero sin
importar lo espantoso que fuera, no dejaba de ser un felino. Un gato enorme
y duro, pero un gato al fin y al cabo, por mucho que pudiera hablar. Gylf era
lo bastante grande para asustar al prójimo cuando tenía aspecto normal, y
creo que ya había llegado a la conclusión de que u adoptaba ese aspecto era
para evitar asustarnos a todos. La cosa negra con colmillos como dagas, la
cosa grande como Crinegra, era el auténtico Gylf. Vale, no había intentado
abandonarlo, pero él se había quedado en el barco (eso era lo que yo creía)
cuando salté por la borda con las kelpies, aunque la verdad es que en ese
momento no me importó.
Garsecg me alcanzó.
—Te traje a esta isla para que escogieras alguna de las armas que hay
aquí, antes de pedirte un favor. Aún eres joven, por eso confiaba en que tu
ansia de riquezas te empujarla a aceptar el desafío.
Dije que sí. Que haría lo que fuera.
—Temía que pudieras considerarlo una encerrona, así que me he
apresurado a contártelo. Me alegra que no haya sido así. A pesar de ello, te
precipitaste al aceptar.
—De ningún modo —dije—. Esas kelpies me contaron que querías que
me enfrentara a alguien llamado Kulili. Sabía en qué me estaba metiendo.
—Había intentado asomarme al borde y no me había gustado nada.
Mantenía la mirada puesta al frente. Algo jadeante, añadí—: Bajar será
mucho peor que subir.
—Bajar puede que sea infinitamente más sencillo, sir Able —aseguró
Garsecg—. Mira al cielo.
—¿Las aves negras?
—No son aves. Son elfos de fuego, o lo fueron. Esos elfos de fuego son
ahora khimairae.
—¿Mal asunto?
—Sirven a Setr. Los elfos cambiamos de forma.
Me acordé de Disiri y de cómo había sido un montón de chicas distintas
conmigo.
—Sí, lo sé —admití.
—Setr moldeó a ésos en la forma que ves. También él es capaz de
cambiar de forma, tan poderoso que puede prestar muchísima fuerza a los
demás. Él los hizo tal como son y ahora no pueden romper el hechizo.
—¡No lo romperemos! —chilló una voz en lo alto.
—Aún protegen la torre, o lo intentan —explicó Garsecg.
Me pareció que aquello era como un gigantesco videojuego, con la
particularidad de que era yo quien estaba en la pantalla. O quizá como una
realidad alternativa. Me llevé la mano a la cabeza a ver si tocaba las gafas,
pero no había gafas ni nada, y justo en ese momento un khimaira descendió
sobre mí y remontó el vuelo antes de que pudiera agarrarlo; tenía el cuerpo
flacucho. negro en su mayor parte, pero con hendiduras rojizas, con garras,
fauces y alas negras como de murciélago.
—Esperan convencerte de que no suponen una amenaza seria —
murmuró Garsecg—. Ahora que los has visto, temen que te vuelvas por
donde has venido.
—No lo creo.
—Cuando ascendamos más, nos arrojarán de la escalera. Si luchamos,
caeremos. Evítalos y sube tan rápido como puedas. En la torre no nos
habremos librado de ellos, pero es mejor que la escalera.
Paré a mirarlo, pensando en lo viejo que debía ser.
—¿Y ahora no intentarán matarnos?
—No es la primera vez que esos khimairae me atacan —aseguró.
Subí un centenar de escalones más, y uno de ellos pasó tan cerca que
pude olerlo. Otro se me situó a la espalda, y las alas me rozaron la cabeza.
—Mira a tu alrededor —me advirtió Garsecg—. ¡Y escuuuuucha!
Me volví hacia él. Pero no estaba, y en el lugar donde esperaba
encontrarlo vi a una especie de caimán cornudo, grande como una ternera,
dotado de diez o doce patas. Las patas tenían ventosas, y todas las ventosas
se aferraban a los escalones. Sacudía la cola, levantaba la cabeza y rugía a
los khimaira, mordiendo al que se le acercara. Entonces, uno me empujó
por sorpresa. Caí al vacío, pero logré aferrarme al borde de la escalera con
los dedos de a mano. Me resbalaban los dedos; pensé que iba a morir
cuando una ventosa se me pegó a la muñeca y me levantó hasta los
escalones.
Aún no me había recuperado del todo cuando el caimán abrió la boca y
vi la sonrisa de Garsecg dibujada en el interior.
—Recuerda el mar. ¡Y corre! —exclamó.
Tenía tanto miedo que apenas pude levantarme. En cuanto lo logré, una
ola gigante me alcanzó por la espalda. ¿Sabes a qué me refiero? Me dolían
las piernas, pero eso no importaba. Subí las escaleras como si estuviera
volando, tres escalones, uno tras otro. No dejaban de golpearme, o lo
intentaban, y en una ocasión tropecé. No me detuve hasta que uno cayó un
escalón por delante Je mí armado con una espada en cada mano. Era negro,
todo hueso y alas, y los labios no le alcanzaban a cubrir la dentadura. Pero
había algo en los ojos que no encajaba. Eran del amarillo fuego que tienen
los elfos, incluso las kelpies y los que me confiaron a Gylf, la misma clase
de ojos que Disiri tenía incluso cuando por lo demás sólo parecía una chica
humana. Al mirarlos, no pude evitar pensar en ella.
Extendió las alas al ver que me había detenido. Con las enormes alas
negras abiertas parecía grande como una casa.
—Debes luchar contra nosotros. —Hablaba casi en susurros, siseando,
pero era posible entenderlo—. ¿Ves? Traigo espadas para ambos.
Me tendió una de ellas por la empuñadura, pero la rechacé. Golpeé el
pomo con la mano y empujé la espada hacia el pecho del khimaira. Este
abrió los ojos como platos y adoptó una mirada asustada, y algo que no era
del todo sangre manó de la herida y cayó de la escalera. Pensé que había
sido la mar de sencillo, pero antes de poder dar un paso más, me golpearon
cinco a la vez, no para arrojarme al vacío, sino para agarrarme y
levantarme. Tenía uno en cada pierna y uno en cada brazo, y uno de ellos
me agarraba del pelo. Me llevaron volando tan rápido que fue como
precipitarse sobre un huracán. Vi que había ventanas, balcones y bóvedas en
los laterales del rascacielos, y en lo alto, cada vez más cerca, estaba
Mythgarthr: árboles, gente, animales y montañas.
Más o menos en ese momento el que me aferraba del tobillo izquierdo
soltó un chillido de terror y me soltó, y supuse que todos iban a hacer lo
propio, de modo que me sacudí para pagar con la misma moneda a los que
me tenían cogido de las muñecas. Después, descargué una patada sobre el
que me agarraba la otra pierna. Empezaron a batir las alas con mayor
rapidez, pero perdimos altura. El que me había cogido del cabello gritó que
nos caíamos, y yo le pedí que me dejaran en los escalones, pero él se limitó
a soltarme.
Después, el que me había llevado del brazo izquierdo gritó que íbamos a
morir. Yo no dejé de pedirles a gritos que me depositaran en los escalones, y
así fue, pues caímos a toda velocidad sobre ellos. No fue fácil aferrarme a
los khimairae tal como lo hice, pero lo conseguí, y en cuanto hube
recuperado el aliento empecé a golpear a aquel par hasta que me rogaron
que tuviera piedad.
—¿Trabajáis para Setr? —pregunté.
—Setr es gallina.
Los golpeé un poco más.
—No os he preguntado eso. ¿Trabajáis para él?
—¡Sí!
—Vale. Pues dejadlo. A partir de ahora, trabajáis para mí.
—¡No podemos renunciar a Setr! —protestaron ambos a la vez.
—Entonces, moriréis. Voy a romperos las alas y luego os arrojaré al
vacío.
Garsecg llegó en ese momento; ya no era caimán.
—Son criaturas malvadas, sir Able, pero te ruego que los perdones.
Eso era una locura, y así se lo dije.
—A pesar de ello, te lo pido, sir Able, en nombre de todo el bien que
haya podido hacerte.
Postré a uno en el suelo y le puse el pie en el cuello. Luego doblé al otro
de espaldas sobre las rodillas. Aún me resentía de la caída y estaba muy
asustado, y los hubiera matado en ese preciso instante porque sí. Aumenté
la presión y oí el crujir de espaldas como una puerta que se abre al viento.
—No puede renunciar a Setr —advirtió Garsecg a mi espalda.
No respondí. Lo que hice fue inclinarme un poco más sobre el khimaira.
—¿No me debes nada?
Le debía mucho, y era consciente de ello, pero empezaba a fastidiarme.
Medité un poco el cariz de la situación.
—También les debo algo a estos... comoquiera que los llames. Habría
muerto de no ser por ellos, así que voy a separarlos de Setr para que no
tengan que seguir teniendo este aspecto.
Después me incliné un poco más sobre la espalda del khimaira, hasta
que le oí decir:
—¡Renuncio a él!
Aflojé un poco la presión.
—Estupendo. Repítelo.
—Renuncio a él.
—Di el nombre. ¿A quién renuncias?
—Setr. Renuncio para siempre a Setr.
Me las apañé para volver la cabeza hacia Garsecg.
—¿Qué te parece eso?
El elfo se encogió de hombros.
—¿Estás satisfecho?
—¿Crees que lo dice en serio?
—No lo sé. Tampoco es que importe, pues cualquiera podría decir
cualquier cosa. No puede renunciar a Setr, tal como ya te le dicho. Si un
prisionero renuncia a las cadenas, ¿acaso éstas se e caen de las muñecas?
—¿Y qué juramento podría hacer que fuera sincero?
Garsecg negó con la cabeza.
—No hay nada.
Me puse a considerarlo mejor.
—¿Cómo consigue Setr que hagan lo que quiere? —pregunte al cabo.
—Quién sabe.
—Él lo sabrá. —Volví a apoyar el peso del cuerpo en la espalda del
khimaira—. Escúchame. Dime cómo te tiene atrapado, o te quebraré el
espinazo.
Garsecg dijo muchas cosas entonces, pero no las repetiré aquí. Quería
que soltara al khimaira.
—Mátame —pidió—. Pon fin a mi vida y a esta agonía.
Le di la vuelta para aferrarlo del cuello.
—Lo juraste por Setr, ¿no? ¡Admítelo!
—Sí.
A esas alturas había unos veinte zumbando sobre nosotros, así que me
pareció mejor entrar lo más rápidamente posible en la torre. Aferrados
ambos khimairae, les obligué a doblar las alas bajo mis brazos y eché a
correr con uno en cada mano. No pesaban gran cosa y el mar rebullía en mi
interior. A pesar de ello fue una carrera difícil, y estábamos a punto de
ponernos a cobijo en el interior cuando me sentí desfallecer. Finalmente, los
levante para arrojarlos al suelo, y les ordené cerrar la boca hasta que llegó
Garsecg y recuperé el aliento. Nos hallábamos en una estancia realmente
espaciosa, enorme y bastante oscura, que hedía _ carne podrida y a moho, y
en la que reinaba tal silencio que podías oírte los latidos del corazón. El
trono situado en el extremo opuesto debía de medir unos ocho metros de
altura y el doble de anchura.
—Aquí planea Setr juzgar a nuestro mundo —manifestó Garsecg al
llegar a la sala—. Obligarnos a llevar una vida virtuosa.
Yo seguía muy alterado. Le dije que me parecía un empeñe N
inalcanzable, que a pesar de las cosas que me gustaban de los elfos que
había conocido, todo el mundo aseguraba que uno no podía confiar en ellos
y que eran perfectamente capaces de convencer a un pájaro para que
abandonara el nido. Creía que Garsecg se enfadaría conmigo por haber
dicho tales cosas, pero en lugar de ello adoptó una expresión abatida y
asintió.
—Claro que nosotros no es que seamos precisamente los más honestos
del mundo —admití.
Entonces, Garsecg dijo algo que me sorprendió:
—A pesar de lo cual sois los dioses de Aelfrice.
Nunca había oído nada semejante. (Vale, en realidad sí lo había hecho,
pero no lo recordaba.) Comprendí que lo decía en serio y no supe cómo
reaccionar. No quería demostrarlo, necesitaba tiempo para pensarlo, así que
agarré a uno de los khimairae y volví a preguntarle si renunciaba a Setr, y
cuando respondió que sí, le ordené que volviera a ser un elfo normal porque
me gustaba más el aspecto que tenían. Lo intentó, pero no pudo.
Reconocí a Garsecg que tenía razón.
—Probablemente conocerás a Disiri —dije—. Yo también la conozco y
en una ocasión obró algunos cambios de forma para mí. No me pareció que
le costara mucho esfuerzo. ¿Te costó adoptar la forma de un caimán con
todas sus patas?
Garsecg negó con la cabeza.
—Es cuestión de concentrarse, sir Able. Observa. —Antes de terminar
de pronunciar aquella última palabra, empezó a fundirse y fluir. Sé que no
sabes a qué me refiero, aunque creas hacerlo. Es el único modo que tengo
de describirlo. ¿Conoces la claymation, la técnica de animación con barro?
Es algo así; es como si alguien a quien no pudiera ver se moldeara a sí
mismo entre fotograma y fotograma. Empezó a parecerse a mí. (Me refiero
al respecto que adopté después de que Disiri me hiciera lo que me hizo.)
Cada vez se parecía más y más a mí, hasta que hubiera do capaz de engañar
a cualquiera en el barco. No hubo humo, pero no pensé en ello.
En ese momento reparé por primera vez en los ojos de Garsecg. Lo más
probable sea que haya repetido un par de docenas de veces que todos los
elfos tienen los ojos amarillo fuego. Hasta entonces no me había
preocupado lo más mínimo de que Garsecg no los tuviera así, quizá por las
azules cejas pobladas, por tener los ojos hundidos. El caimán tenía los ojos
muy pequeños, supongo que no le presté mucha atención. Cuando adoptó
mi forma, me resultó más fácil advertirlo. No eran los que uno pueda
encontrar habitualmente en un elfo. Tampoco tenía los ojos de un ser
humano, ni los de un felino o un perro. Eran los propios de un viento que
sopla alto en una noche oscura.
Ya me había llevado unos cuantos sustos, y al reparar en aquel detalle
me asusté aún más. Fingí no haberlo visto, pero estaba temblando. Para
disimular, ordené al otro khimaira que renunciase a Setr.
Al comprobar que no estaba dispuesto a hacerlo, le pregunté:
—¿Aunque te haya convertido en un monstruo y te haya obligado a
permanecer en este lugar? ¿Acaso ha hecho algo por ti?
—Nada recibimos —dijo el otro khimaira—, excepto estas armas. Nos
aseguraron grandes beneficios, que prometen entregarnos en cuanto
cumplamos el siguiente encargo.
—Siempre hay otro encargo —afirmó el khimaira al que me rabia
dirigido.
Garsecg se interpuso entre ellos y yo.
—Puesto que me consta que es así, ¿por qué no renuncias a Setr como
acaba de hacer tu compañero?
El khimaira al que se había dirigido lo rodeó para arrodillarse ante mí.
—Señor, te serviré en todo. ¿Acaso no es suficiente? Te he salvado
igual que lo ha hecho Baki. Danos una orden y la cumpliremos.
Necesitaba tiempo para pensar, así que decidí ganarlo.
—¿Cómo te llamas?
—Tu esclavo se llama Uri, mi señor.
Garsecg se había enfrascado en una nueva transformación que lo llevó a
adoptar la forma habitual en él.
—No creas que son sus verdaderos nombres, sir Able, los que utilizan
para tejer los hechizos.
—¡Si, sí! —protestaron—. ¡Lo son!
En fin, el caso es que quería pensarlo. A veces me pasa. Me había
estado inquiriendo sobre ciertas cosas, como por qué razón los ojos de
Garsecg tenían aquel aspecto tan extraño, y por qué quería que dejara
marchar a aquellos dos khimairae.
—A veces no conviene dar el auténtico nombre, ¿verdad? —dije—.
Como... Aquí todo el mundo me llama Able. ¿Debería utilizar tu nombre
auténtico, o prefieres que siga llamándote Garsecg?
—Tienes razón —admitió Garsecg—. No pronuncies mi verdadero
nombre, ni siquiera cuando estemos solos.
—Estupendo. Imagino que sabrás que estos dos como se llamen han
estado a punto de matarme.
Garsecg sacudió la cabeza.
—Te hubiera salvado. —Si me estaba mintiendo, se le daba bien. Y así
resultó ser.
Dije que no estaba dispuesto a discutir.
—Te compensaré permitiéndote exigir un arma guardada que será la
envidia de todo el mundo.
—¿No te referirás a Eterna?
—No. No está aquí, y me sorprende que sepas de su existencia.
Me encogí de hombros.
—Es la única que deseo. Ibas a permitirme tomar una de todos modos,
así que podría enfrentarme a Kulili en tu nombre. Creo que aceptaré la
ayuda de estos dos en lugar del arma. Van a renunciar a Setr, así que mejor
sería que se libraran del uniforme. Eso creo, al menos.
—Uno ya ha renunciado a Setr, tal como dices, y el otro ha jurado
servirte. ¿Te enfrentarás a Kulili?
—Eso he asegurado. No suelo desdecirme, Garsecg.
—En tal caso, no hay motivo para que no puedas aceptar la ayuda de
estas dos, si de veras la quieres. No cometas errores. Todo aquel que tiene
un esclavo, es a su vez esclavo de él.
Respondí que podía vivir con ello.
—Jamás digas que no se te advirtió. ¿Y el nuevo uniforme será...?
—Que recuperen la forma original —respondí—, la forma de elfo. Si no
cambian por mí aquí, los llevaré a la cima de este rascacielos. Con eso
bastará.
A Garsecg no le gustó en absoluto aquella idea. Quería que los soltara, y
que lo acompañara a la armería, tal como había planeado. No estaba
dispuesto a complacerlo, y cuando nos llevó a la escalera interior, los
khimairae y yo subimos en lugar de bajar. Finalmente, Garsecg se mostró
de acuerdo y dijo que nos vería allí.
24
LA LUZ DEL SOL
Si te contara todo lo que sucedió después en esa escalera que ascendía
en el interior del rascacielos, y lo que dije a Uri y Baki, y lo que éstos me
contaron y el modo en que lo hicieron, necesitaría una montaña de papel tan
alta como la propia escalera. Así que no voy a hacerlo. Me limitaré a relatar
lo principal.
Quise saber por qué los elfos habían expulsado a Setr, y respondieron
que se debió a que quería convertirse en rey de todos ellos. A algunos de los
reyes y las reinas que tenían no les hizo mucha gracia la idea.
Entonces quise averiguar por qué algunos de ellos estaban con él, sobre
todo Uri. Era debido a Kulili. Ellos la odiaban, y Setr había intentado
matarla. Había levantado a un gran ejército compuesto íntegramente por
elfos marinos, elfos del fuego y algunos otros. Habían intentado asaltarla, y
ella había acabado con la mitad de ellos y perseguido al resto. Intenté
descubrir por qué querían verla muerta, pero no llegué al fondo de la
cuestión. Pasó lo mismo cuando pregunté qué aspecto tenía. Por lo visto
adoptaba formas diversas, de modo que también ella era capaz de cambiar
de forma. Uri y Baki sabían dónde encontrar comida a lo largo de la
escalera, así que fuimos parando a comer y descansar cuando nos fue
posible hacerlo.
Quizá encontráramos una estancia donde atrincherarnos. De hecho, eso
fue lo que hicimos en las dos ocasiones que paramos a dormir.
Por alguna razón perdí la noción del tiempo; era de noche cuando
llegamos al jardín situado en el tejado. Aunque no había luna, brillaba la
intensa luz de las estrellas iluminando los árboles frutales cargados.
Estábamos dispuestos a comer lo que fuera. Baki alzó el vuelo hasta una
palmera llena de dátiles y me dio un racimo bien maduro. Nunca los había
probado y me pareció la mejor fruta del mundo. También había naranjas, no
como las de casa, ni tampoco como mandarinas: eran pequeñas y muy
dulces.
Cuando hubimos saciado el hambre, ordené tumbarse a Uri Baki y les
dije que yo haría guardia. Lo hice porque a medida que ascendíamos hacia
la azotea menos muestras daban de querer acompañarme, así que temía que
pudieran huir si apostaba ce guardia a cualquiera de los dos.
Se tumbaron a dormir mientras yo apoyaba la espalda en un árbol,
pestañeaba, bostezaba e intentaba seguir despierto. Decidí contemplar las
estrellas y pensar en aquel hombre a quien Kerl amaba Jineteluna. En
seguida asomó la luna.
En ese momento me di cuenta de ello. En Aelfrice era imposible ver la
luna, el sol, las estrellas ni nada parecido. Nunca lo había hecho cuando
Toug y yo estuvimos allí, ni cuando Garsecg y yo nadamos alrededor de la
isla que nacía del mar, o cuando observamos la muerte del peñasco y
demás. Si tenías suerte, lo que veías era el lugar del que yo provenía, el
lugar donde estaba el Mercader del Oeste, e Irringsmouth y muchas otras
cosas. Veías Mythgarthr y la gente que vivía allí, como si pudieras
contemplar toda la vida de alguien en una película. (En realidad no era una
película: Era más larga y detallada, y perdías de vista a unos para reparar en
otros, aunque ya sabes a qué me refiero.) De modo que no estábamos en
Aelfrice. El fondo estaba en Aelfrice, vale, pero la parte superior estaba en
Mythgarthr, de igual modo que nuestra luna y las estrellas puedan estar en
Skai.
Así que yo había estado en lo cierto; si había algo capaz de mantenerme
despierto, era aquello. Pero no lo logré. No tardé en quedarme dormido, no
pude evitarlo.
La luna ascendió hasta la copa de Skai y se volvió más y más brillante,
aunque no fue eso lo que me despertó. Fue Garsecg. Llegó aleteando como
un enorme dinosaurio volador, mayor que un avión. Las alas levantaban
tanto viento cuanto ruido y, al despertarme, me encogí.
—Esto podría matarlas —dijo señalando a Uri y Baki cuando empezó a
convertirse de nuevo en el Garsecg de siempre—. ¿Lo sabías?
Bostezaba.
—Supongo que sí. Pero no me importa mucho —respondí—. Quizá
debería preocuparme, pero no es así.
—¿No te obedecieron?
—Tuve que arrastrarlos un poco, y en un par de ocasiones les golpeé.
No me gustó hacerlo, pero lo hice. Intenté no hacerle mucho daño.
Garsecg asintió; ya volvía a ser él.
—Saben que deben morir.
—No lo creo. Lo que sí creo es que Setr les ordenó no subí: aquí arriba,
y que no pueden hacerlo aunque se lo propongan. É los hechizó, o les lanzó
un encantamiento o lo que diantre fuera que les hizo.
Garsecg sonrió.
—Y ¿se te ocurre alguna razón para que les hiciera tal cosa?
—Eso creo —respondí—. ¿Has podido descansar?
—Estoy seguro de que mucho más que vosotros.
—Entonces, haz guardia. Despiértame al alba.
—¿Cuándo el sol esté en lo alto?
Me estaba poniendo a prueba, a ver si sabía dónde estaba, pero no me
importó.
—Cuando sea. —Y me eché a dormir.
Desperté a media mañana. Creí que Garsecg se habría marchado, pero
después de chapotear un poco en el riachuelo lo vi (como tú verías a un
fantasma), sentado a la sombra de un árbol muy alto. Me senté a su lado, sin
estar muy seguro de si debía enfadarme con él por no haberme despertado
cuando le pedí.
—Ten, una durian. —Me tendió una fruta que desprendía un fuerte
hedor—. ¿Crees que te gustará?
Respondí que estaba seguro de que me gustaría y él recogió otra para sí.
—El olor es muy desagradable, pero la carne es refrescante y sabrosa.
Estaba cubierta por una piel repleta de púas y no había forma de pelarla.
—¿No has encontrado un arma durante el ascenso?
Respondí que no.
—Por lo visto todas están en la armería. Eso dijo Uri. Por cierto, ¿qué
pasó con lo que te pedí de despertarme al alba? Dijiste que lo harías.
—No, no lo hice. —Garsecg pelaba la durian—. Me dijiste que te
despertara al alba. Te pregunté si te referías a cuando el sol estuviera en lo
alto, y respondiste que sí antes de quedarte dormido. ¿Has soñado?
Asentí.
—Oye, y ¿cómo se pelan estas cosas?
—Es un buen lugar para soñar. Puede que sea el mejor que hay. ¿Qué
has soñado?
—Tenía una armadura de malla y un yelmo, escudo, espada... —Me
costaba recordar los detalles—. Cabalgaba salido del cielo como el
Jineteluna. Creo que hacía justicia en la tierra, pero la tierra me engullía.
¿Qué significará?
—No tengo ni idea. Es posible que no signifique nada.
—Tú lo sabes. Tú sabes todo lo relacionado con esas cosas.
Garsecg sacudió la cabeza.
—No es verdad, y me niego a inquietarte con mis especulaciones.
—Como cuando te negaste a despertarnos. ¿Me dejas darle un mordisco
a la tuya?
Garsecg me tendió la durian. La olisqueé como hubiera hecho Gylf, y la
verdad es que hedía. Aunque me hizo recordar el queso fuerte, y me gusta
el queso fuerte. Le di un mordisco.
—Qué buena. Tenías razón.
—Descubrirás que, por lo general, siempre la tengo. ¿Qué te ha
despertado?
—El sol en el rostro —respondí tras devolverle la durian.
—Daré por sentado que aún no ha alcanzado a tus esclavos.
—No son esclavos. Aún no, o no creo que lo sean.
—Supongo que cuando lo sean nos enteraremos.
Me volví hacia el lugar donde esperaba verlos. En efecto, seguían donde
se habían tumbado. Había un enorme arbusto en flor que se interponía entre
ellas y el sol.
—¿De veras crees que morirán? —pregunté a Garsecg.
—Podrían morir.
Permanecía sentado en silencio, mesándose la barba mientras yo
intentaba abrir la durian con las uñas.
—Antes de que eso suceda —continuó Garsecg—, o no lo haga, hay
una docena de cosas que debería contarte. Déjame resolver unas cuantas. En
primer lugar, te he dejado dormir porque debes enfrentarte a Kulili. Sé que
lucharías aunque estuvieras exhausto, pero en ese caso te mataría y eso no
me ayudaría en nada.
—Me gusta creer que igualmente ganaría el combate —dije.
—Puede que prefieras creerlo, pero no puedo permitirme semejantes
insensateces.
Hizo una pausa, confiando en que daría muestras de estar de acuerdo,
pero no dije una palabra.
—En segundo lugar, te he mentido. Te dije que no conocía un juramento
capaz de comprometer a un elfo.
Me volví hacia él.
—¿De qué se trata?
—Los elfos se sienten comprometidos cuando juran por los supremos
dioses antiguos.
Cuando dijo aquello tuve la divertida ocurrencia de que el castillo
volador nos sobrevolaba. Al levantar la mirada, vi un puñado de densas
nubes blancas en el cielo azul.
—¿Te refieres a la gente de Skai? ¿A los overcynos?
—Sí —respondió Garsecg—, y no.
—No te entiendo.
Asintió como si hubiera esperado que yo dijera aquello.
—Lo cual no me sorprende en absoluto. Los supremos dioses antiguos
de los elfos fueron quienes habitaban en el cielo. Es decir, eran aquellos a
los que podían ver en el cielo de Aelfrice.
—¿Te refieres a...? Un momento.
—Como quieras.
—¿Te refieres a... Valiente Berthold, o a Kerl? ¿A los marineros del
barco? ¿A gente así?
Garsecg asintió.
—Según lo que dices, también yo soy un dios. ¡Eso es una locura!
—No para ti, sino para los elfos. Si juran por ti, entonces se sentirán
comprometidos.
—¡Pero yo no soy un dios!
—Tienes un perro —sonrió Garsecg—. He hablado con él. Discrepa de
los elfos porque éstos han renegado de ti, pero no por lo contrario.
Eso me hizo pensar en Gylf, y en cómo me había seguido desde el vado,
para atravesar a nado el trecho de mar que lo separaba del barco, subir a
bordo y morirse de hambre oculto en un rincón.
—Supongo que tienes razón; a veces me asusta —admití.
—Ahora los elfos me veneran —dijo Garsecg mientras sonreía de
nuevo—. Muchos lo hacen, y todos ellos lo harán. Y ha habido muchas
ocasiones en las que ellos me han asustado.
Estuve también pensando en eso. Me pareció que era una de esas cosas
que suenan como si tuvieran sentido, pero que en realidad no lo tienen. Al
cabo, caí en ello.
—Los overcynos son inmortales, Garsecg. Viven a mayor velocidad que
nosotros, eso decía Valiente Berthold. Años enteros de vida en uno de
nuestros días, aunque nunca mueren.
—Los supremos dioses antiguos de los elfos también son inrrumies —
admitió Garsecg—. ¿Qué será de tu espíritu cuando mueras?
Intenté recordarlo.
—¿Que también morirá? —preguntó,
—No lo creo.
—El mío, sí. —Garsecg señaló a los khimairae—. Y también .. suyo.
Has estado a bordo de un barco, sir Able. ¿Qué le sucede al viento cuando
cae?
Justo entonces uno de ellos lanzó un grito y me levanté para r a echar un
vistazo.
—¿Ha sido Uri o Baki? —preguntó Garsecg a mi espalda.
No supe qué responder; el otro también gritó en cuanto el sol j alcanzó,
así que ya no importaba averiguarlo. Estaban temblando, les castañeteaban
las mandíbulas y los ojos parecían a punto de saltárseles de las órbitas. Los
observé un rato y llamé a Garsecg.
—¡Ven, mira! ¡Se les encogen las alas! —Como él no dijo nada,
pregunté—: ¿No piensas acercarte?
Uno de los khimairae intentaba decir algo. Tenía la lengua jera, tanto
que podría haberse lamido la barriga, aunque igualmente intentaba hablar.
Lo negro se le caía, también, y debajo estaba rojo. Me hizo pensar en un
tronco al fuego. Lo golpeas con atizador y la costra negra se desgaja para
permitirte contemplar el fuego que había dentro.
—¡Tienen tetas! —informé a voces a Garsecg.
Así era, y ya no tenían garras. Los labios estaban cubiertos de dientes.
Finalmente me acerqué a Garsecg.
—Eso les está doliendo de verdad —dije—. ¿Terminará pronto?
Él negó con la cabeza.
—Apenas ha empezado.
—Estaba pensando...
—Eso te conviene —rió—, siempre y cuando no te pases de la raya.
—Amo a Disiri. ¿Cómo es posible, si para ella soy un dios?
—Siendo tú mismo.
—Ella nunca me adoró, y yo no querría que lo hiciera. Soy yo quien la
adora.
Garsecg me miró como a veces lo hacía la señora Collins.
—¿Opinaría ella lo mismo, sir Able?
Antes de que pudiera responder, se levantó uno de los khimairae, a
quien ya no podía considerarse como tal. Era toda roja, y el cabello le
flotaba sobre la cabeza como si el viento soplara hacia arriba sólo para
levantarlo. Nos miraba a ambos, aunque era obvio que no nos veía. No
tardó en tropezar.
—Se arrojará por el primer precipicio que encuentre —aseguró Garsecg
—. Intenta volar de vuelta a Aelfrice. ¿Se lo impedirás?
Me levanté para atraparla, no hubo problemas y la llevé al árbol que
rendía aquella fruta llamada durian.
—¿Es correcto dejarla a la sombra?
Garsecg inclinó la cabeza, así que la tumbé allí donde pensé que estaría
más cómoda. Tenía el cuerpo del color de una moneda nueva, era muy
delgada y atractiva.
Cuando me senté de nuevo junto a Garsecg, dije:
—Tú sabías que esto iba a suceder.
—Pensaba que sería peor y que moriría. Aún temo que ambas mueran,
aunque ahora eso parece menos probable.
—Recuerdo una vez que Disiri y yo jugábamos en el agua —dije.
Pensaba en cómo cambió el pie de Disiri cuando la luz del sol lo alcanzó,
pero cuando dije «agua» Baki debió de oírlo, porque se sobresaltó y empezó
a pedir agua. El riachuelo estaba muy cerca, y le llevé un poco que cogí con
las manos.
—Por ahí encontrarás un recipiente más adecuado, si lo necesitas —me
indicó Garsecg. Empecé a buscarlo, cuando agregó—: Bajo la línea de los
árboles, junto a otras cosas.
Estaba algo más allá. Le pedí si podía cuidar de las muchachas rojas
mientras yo me acercaba por el recipiente, y él aceptó.
Tuve entonces la impresión de que aquel jardín situado en lo alto del
rascacielos era el lugar más precioso en que hubiera estado jamás. La jungla
que había crecido en la nueva isla también era muy bonita, pero aquel lugar
era mejor y yo estaba en él. Había fruta y flores por todas partes.
Al principio parecía que no había más que hierba bajo aquel limero.
Cuando encontré algo fue un hueso blanco. En seguida hallé más, cos llas
y húmeros, y algunos huesos pequeños que podrían corresponder a manos
o pies. Cuando vi el cráneo me acerqué a recogerlo, y pisé una botella de
grueso cristal verde. Yo andaba desnudo y descalzo, pero no lo rompí. Lo
recogí del suelo, saqué el corcho y encontré una larga hoja de papel en el
interior, que me llevé a un lugar soleado donde poder echarle un vistazo.
25
EL PRIMER PUNTO
Cuando regresé al duriano, las doncellas elfo yacían juntas, tan
inmóviles —a excepción del cabello— que temí que estuvieran muertas.
Las he llamado doncellas elfo en lugar de khimairae porque eso es lo que
eran. Ya no había ni rastro de los khimairae que habían sido. Cuando vi que
seguían respirando, mostré a Garsecg la copa que había encontrado bajo el
limero y le pregunté si se había referido a ese objeto. Respondió que sí.
—¿Les traigo agua?
—No les perjudicará, siempre y cuando enjuagues bien la copa.
Me acerqué al riachuelo, cogí arena del fondo y froté el interior de la
copa con ella. El metal estaba algo deslucido, sucio incluso, pero no tardé
en dejarla reluciente. Entonces la lavé bien y la llené de agua fría y
cristalina.
Me dirigí a una de las jóvenes elfos, creo que a Uri, y le acerqué la copa
a los labios. Garsecg observaba sin sonreír, ni arrugar el entrecejo ni nada.
Tan sólo observaba.
—Cuando el sol alcanzó el pie de Disiri, no pareció dolerle —dije.
—Por eso creías que no les perjudicaría traerlas aquí. Rompiste el
dominio que Setr ejercía sobre ellas y lograste que recuperaran su antigua
forma. Eso lo entiendo. Pero ¿cómo sabías que la cima de esta torre llegaba
a tu Mythgarthr? —preguntó.
—Verás, cuando me agarraron y salimos volando, pensé que nos
dirigiríamos aquí. Al principio creí que me dejarían caer, que me matarían,
pero eso podrían haberlo hecho sin llevarme tan alto. De modo que supuse
que la cima era donde descansaban, y que cuando llegáramos allí e
intentaran devorarme me las apañaría para vencerlas. Pero una se asustó y
me soltó la pierna, y cuando logré imponerme al miedo me pregunté qué
había sucedido. Recordé lo de la luz del sol y comprendí que caería si se
transformaba en un elfo normal. Pero no había sol en Aelfrice, de modo que
si creía que nos acercábamos mucho a él sería porque nos estábamos
acercando mucho a Mythgarthr.
Baki se incorporó. No estaba muy seguro de quién era quién, pero ahora
sé que era Baki.
—Volar es fantástico —dijo con un hilo de voz, las manos en las sienes
—. ¿Volveré a volar?
—Puedes recuperar la forma khimaira cuando quieras —prometió
Garsecg—, y también puedes abandonarla de igual modo.
Me dio la impresión de que no le había entendido.
—Eres libre —dije, al tiempo que le depositaba la copa en las manos.
—No, señor —objetó, intentando sonreír, consciente de que yo había
estado a punto de echarme a llorar—. Libre no, ni quiero serlo. Ahora tengo
un nuevo amo.
—Es tu esclava —aclaró Garsecg—, tal como te advertí.
—No creo recordar que me prometieras trabajar para mí —dije—, o si
lo hiciste, sólo fue una promesa. No lo juraste ni nada.
—Se... Señor, se equivoca. Lo juré en mi corazón, donde nadie podía
escuchar mi juramento.
Después quise tener noticias de los marineros, porque seguía pensando
en los huesos que había hallado. Pregunté a Garsecg si ellos habían visto la
isla igual que lo habíamos hecho él y yo, y si habían ascendido a la torre.
—Esta es la isla que ellos ven. —Se sirvió de un ademán para aclarar el
significado de sus palabras.
Aún tumbada, la otra doncella elfo dijo:
—No lo vio todo cuando estuvo en Aelfrice, señor.
—Vale, no la cima ni la otra parte, aunque no estoy muy seguro de que
eso suponga una gran diferencia. ¿Los elfos dejáis huesos al morir igual que
nosotros?
Ambas respondieron que no; por su parte, Garsecg quiso saber por qué
lo preguntaba.
—Cuando cargué con Disiri pensé que era una mujer humana normal y
corriente. ¿Te lo había dicho antes?
—No —respondió Garsecg—. Ni tu perro, quien me contó que le habías
hablado de tu amor por ella cuando me mostré reacio a curarte.
—¿Creías que te tendría miedo?
—No, más bien temía que nos atacaras como hacen muchos de tu
especie.
—Bueno, pues no hice tal cosa. En fin, el caso es que nunca antes había
cargado con una mujer, y pensé que pesaría mucho mas de lo que pesaba.
No más que un niño pequeño, aunque tenía un cuerpo...Ya sabes. —Tracé
curvas con ambas manos.
Garsecg sonrió.
—Acabas de dar forma a una viola d’amore de aire.
—Si tú lo dices... El caso es que me gustaba, y que la auténtica Disira
no le llegaba ni a la punta de los talones. Me gustaba mucho.
—Ésa era la intención.
—Supongo. Pero ahora encuentro esos huesos en ese lugar que me has
indicado para buscar un recipiente y se me ha ocurrido pensar que esos
huesos pertenecían a los marineros de los que me has hablado, dado que los
elfos son ligeros y capaces de cambiar de forma. Quería asegurarme, eso es
todo.
—Lo dudo —dijo Garsecg.
—Si son huesos humanos...
—Son los huesos de una mujer. Antes de que despertaras encontré la
pelvis. La pelvis siempre ayuda a despejar dudas.
—No pensé que supieras eso.
—¿Por qué no vemos huesos humanos? Querría que estuvieras en lo
cierto. ¿Das también por sentado que a pesar de que nuestros hombres a
veces disfrutan de la compañía de doncellas elfo, nosotros en Aelfrice
nunca recibimos las atenciones de las mujeres humanas?
Baki también quiso agua y le llevé un poco. Le temblaban demasiado
las manos para que pudiera sostener la copa, así que la ayudé a hacerlo.
Mientras ella bebió estuve pensando en Garsecg en lo que había dicho, y en
cómo sonaban aquellas palabras, y cuando la doncella sació la sed dije que
eso no era asunto mío, y le pregunté si había conocido a alguna doncella
humana.
—Sí, y les he visto los huesos.
—Lo siento. —No se me ocurrió otra cosa que decir.
—Yo también. Aún eres joven, sir Able. Descubrirás que la vida es un
negocio cruel.
—Pues no lo empeoremos. ¿No te habrías propuesto bajar ahora a la
armería?
Garsecg negó con la cabeza.
—Estupendo, porque no pienso dejarlas solas hasta que se sientan
mejor.
—Yo te acompañaré —susurró Baki cuando me oyó decir eso.
—Quizá me acompañes a la armería. No creo que haya problema.
—Vayas donde vayas, señor. —La voz de Baki sonaba tan débil que
apenas pude oírla.
Una voz así no debería asustar a nadie, pero el caso es que me asustó.
—¿Me estás hablando de ir a combatir a Kulili? Eso es una locura.
—Vayas donde vayas...
—¿Vas a discutir con ella, sir Able? —preguntó Garsecg—. Eso la
agotará.
—De acuerdo. —Aunque tenía mucho en que pensar, intentaba hacerlo
igualmente—. Has dicho que aún soy joven, y tienes razón. Soy más joven
de lo que probablemente puedas suponer. No sé si te conté que ya he estado
dos veces en Aelfrice antes, aunque de una no me acuerdo. Por lo que
parece, tenemos tiempo de sobras, así que voy a contártelo.
—Pues hazlo.
—Tal como he dicho, no lo recuerdo. No es como si hubiera perdido la
noción del tiempo, es que he perdido la noción de todo. No sé con quién he
hablado ni lo que he hecho. Hablé con una dama llamada Parka cuando
regresé. Por lo visto debe de ser uno de los overcynos o algo así. ¿La
conoces?
Negó con la cabeza.
—Según ella, yo tenía que conocer los agravios de los elfos para poder
relatarlos a quienes habitan aquí arriba. ¿Me recuerdas de cuando estuve
anteriormente en Aelfrice?
—No. ¿Crees que los elfos te robaron los recuerdos?
—Imagino que debieron hacerlo, sí.
—No estoy seguro —admitió Garsecg con aire pensativo—, aunque
parece más probable que el responsable sea el ser al que llamas Parka. ¿Por
qué iban los elfos a recurrir a ti, si te habían borrado los recuerdos?
—Le dije a ella que no me gustaban. Eso no le enfureció ni nada por el
estilo.
—¿Aún piensas así? —preguntó él, enarcando las cejas.
Respondí que no.
—Eso está bien. Iba a decir que sería inútil por parte de los elfos robarte
la memoria, si había algo que deseaban que recordaras.
—¿Puedes hacerlo? ¿Puedes robar los recuerdos?
—No. Hay quien dice que soy más sabio que ningún elfo, pero no sé
cómo hacer eso. ¿Qué recuerdos te gustaría descartar?
—Todo lo relacionado con Estados Unidos. Mi nombre auténtico y mi
vida allí.
—¿En realidad te llamas Estados Unidos? —preguntó Uri.
—Es el nombre del lugar del que procedo. Viví allí antes de llegar a
Aelfrice por primera vez.
—Mal lugar, si tanto insistes en olvidarlo —opinó Garsecg.
—En realidad, no. Pero...
—¿Pero?
—Pero es que me siento como esa chica de la película. No puedo
quitármelo de la cabeza. No voy a regresar por mucho que encuentre las
zapatillas rojas, porque Disiri está aquí y no allí. Pero me gustaría olvidarlo.
A veces creo que Valiente Berthold era mi hermano de verdad,
¿comprendes? No lo era, pero yo creo que sí. Le quiero como si lo fuera,
pero no lo era.
—Y te gustaría olvidarlo.
—Eso es. Era un hombretón con una barba negra y larga. Me habló del
pasado, y cree que lo recuerdo. Entonces llegaron los gigantes. Los
angrborn. Le hicieron un daño tremendo, mucho, mucho daño, y no creo
que lograse superarlo jamás. Antes pensaba que cuando las personas caían
enfermas, siempre se recuperarían, tarde o temprano. Puede que siga siendo
un crío, pero ahora sé que no es así.
—Echas de menos al hombre que no conociste.
—Sí, claro. Era fuerte, astuto y valiente. Nos sentábamos de noche en el
interior de la cabaña, esto sucedió antes de lo de Disiri, y me hablaba de
cosas que habían sucedido antes de su encuentro con los angrborn; en ese
momento me parecía ver cómo había sido en el pasado. No dejo de pensar
que sería maravilloso ser así, aunque nunca podré serlo en realidad.
Baki se sentó. Aún parecía muy débil.
—¿Nunca podrás ser lo que eres ahora?
Hice un esfuerzo por sonreír. No me resultó fácil, pero lo intenté y creo
que me salí con la mía.
—Bueno, soy bastante fuerte. Garsecg me enseñó todo lo relacionado
con el mar, así que lo más probable es que ahora sea más fuerte de lo que
nunca fue Valiente Berthold. Pero no soy valiente, ni astuto. En mi interior
sigo siendo un crío. Por fuera soy un hombre, supongo, o al menos lo
parezco. Pero cuando nos enfrentamos a los osterlingas estaba muerto de
miedo.
Nadie dijo nada en ese momento, así que pregunté a Garsecg si ya le
había hablado de ello.
—No, aunque tu perro lo hizo. Luchaste como un héroe, y encajaste la
herida que el mar curó.
—Pero tuve miedo. Estaba muerto de miedo. Nuestros marineros
luchaban en la red que habíamos tendido, y yo disparé flechas a través de
ella hasta quedarme sin ninguna.
—Y mataste a muchos.
Asentí.
—Eso era lo mejor que podías hacer. Mis elfos marinos no utilizan
arcos, pues de nada sirven bajo el agua; pero los elfos del musgo de tu
Disiri son expertos en el manejo del arco, y te aseguro que sé el daño que
puede causar un arquero entre las filas enemigas.
—Atravesaron la red. —Me había volcado más en los recuerdos que en
la tarea de escuchar lo que me decía—. La red estaba hecha con el mejor
cabo, más grueso que mi pulgar; cuando lo franquearon, los nuestros
echaron a correr. No pude hacer nada.
—No era cuestión de tener o no tener valor —aseguró Garsecg con una
sonrisa.
—Es verdad. Tuve que hacerlo. Tenía a Rompespadas, lancé un grito y
salté desde el alcázar. Uno me hirió y caí.
—Así apresaron el barco y ahora está en manos de los temidos
osterlingas. —Garsecg negó con la cabeza como si se compadeciera de mí
—. No llegué a verlo cuando estuve a bordo, pero se debió a que no presté
atención, seguro.
—No, los rechazamos hasta su barco. Cortaron los cabos y perdieron
algunos garfios al separarse.
Uri volvió la cabeza hacia mí.
—¿Por qué, señor?
—Supongo que temieron que lo apresáramos y los matáramos a todos.
Podríamos haberlo hecho de no haber cortado ellos los cabos.
—Entonces has omitido algo en tu relato —señaló Garsecg—. Lo
sospechaba desde el principio. Me hablabas de tu temor, sir Able del Gran
Corazón.
—En efecto.
—Y de cómo saltaste del alcázar, espada en mano.
Le expliqué que no era exactamente una espada.
—Rompespadas en mano, en ese caso. Después, nos has contado que te
hirieron. Te atravesaron la armadura, o eso me explicó el perro. Supongo
que caíste en la cubierta.
Respondí que así había sucedido.
—A pesar de ello, la herida y el hecho de caer en cubierta no pudieron
suceder inmediatamente después del salto. ¿Qué pasó entre una cosa y otra,
entonces?
Le expliqué que había herido a unos cuantos armado con Rompespadas.
—A unos cuantos osterlingas.
—En realidad no quería hablar de todo esto —confesé—, no se trata de
esto. Quería decir lo corajudo que era Valiente Berthold, y lo fuerte que era.
Pero cuando lo conocí ya no lo era. Estaba jorobado y a veces no juzgaba
demasiado bien. La barba tenía canas, y no quería volver a Griffinsford para
establecerle allí. Ya no. Sólo quería vivir en el bosque, donde no pudieran
encontrarlo. Pero lo hicieron. Lo encontraron y ahora ha muerto. —Tuve
que secarme los ojos con los dedos; al cabo, dije—: Lo siento.
—¿Por lamentar la pérdida de tu hermano? El más fuerte de los
hombres lloraría en un momento así.
—Eso es lo que quería decir. Creo que lo que hizo Disiri fue hacerme
crecer del modo en que hubiera crecido de no haber estado en Aelfrice.
Garsecg no parecía inclinado a hacer el menor comentario al respecto.
—Diría que unos diez años. Comparando cómo era la noche en la que
me hizo crecer, y cómo soy ahora. Unos diez años.
—O menos.
—Pero Valiente Berthold puede que tuviera treinta o cuarenta años
más...
—Me siento mejor, mi señor. Creo que podría levantarme si me ayuda
—me interrumpió Uri.
Cuando lo hice, ella se arrimó a mí.
—Sólo querías que te abrazara —la acusó Baki.
Uri le sonrió.
—Tiene unos brazos muy bonitos.
—A veces sueño con los osterlingas —dije algo jadeante a Garsecg.
—Yo también. Se sacrificaron a nosotros cuando controlaban la
Montaña de Fuego. ¿Quieres mi opinión al respecto de estos asuntos?
Respondí que sí, que me interesaba mucho.
—No creo que sea así, o al menos dudo de que estés dispuesto a aceptar
que pueda haber otras formas de contemplar el particular. —Por unos
instantes, Garsecg pareció considerar por dónde iba a empezar.
—El primer punto, los osterlingas. Crees que te falta coraje porque los
temías. ¿De veras piensas que tu hermano no los hubiera temido?
—Se enfrentó a los gigantes.
—Y tú a los osterlingas, sir Able. Tenías miedo, pero lograste imponerte
a él. ¿Crees que ellos no te temían? Si lo haces, buscaremos un estanque
donde puedas contemplar tu propio reflejo. ¿Llevabas puesta la armadura?
—Un camisote de malla y el casco de acero. Los compré antes de
embarcar en el bote.
—Y Rompespadas en la mano. Aparte de todo lo cual, habías sido el
responsable de infligirles graves bajas con el arco. Créeme, sir Able, ellos te
temían desde el preciso instante en que te vieron.
—El caso es que no actuaron como si me temieran. —Encontré la
durian que había intentado comer y me dispuse de nuevo a intentar abrirla
con las uñas, pero tuve el mismo éxito que había tenido la vez anterior.
—¿Actuaste como si los temieras?
No parecía haber nada que pudiera responder a eso.
—Yo no estuve presente, pero conozco la respuesta. Y también tú, que
sí estuviste ahí. Controlaste el temor hasta que caíste herido. Ellos hicieron
lo propio, al menos por un tiempo. Cuando hay un caballero en un barco, a
bordo enarbolan su pendón. ¿Recuerdas si a bordo ondeaba el tuyo?
Negué con la cabeza.
—No tengo, y además no lo sabía. Puede que por eso el capitán no me
creyera un auténtico caballero.
—En la mayoría de los casos, los osterlingas no atacarían un barco
donde ondeara el pendón de un caballero. Debieron de llevarse una sorpresa
tremenda, tuvieron que asustarse por fuerza cuando te descubrieron a bordo.
Dije que vale, pero ¿y el resto?
26
EL SEGUNDO PUNTO, Y EL TERCERO
—Muy bien, de acuerdo, pasemos al siguiente punto. Al pie de >s
limeros has encontrado la botella de cristal, además de la copa. Habrás
imaginado que tarde o temprano te preguntaría por la botella. ¿Me permites
examinarla?
—Iba a hacerlo después de que habláramos de otros asuntos. —La había
ocultado bajo la hierba alta, un buen lugar teniendo en cuenta que era verde.
Fui a recogerla y se la di a Garsecg—. Hay un papel enrollado en el interior.
—¿Has roto el lacre? —preguntó.
Le dije que no había ningún sello de lacre, y Uri se inclinó para echar
un vistazo. Baki se acercó para poder verlo mejor. No llevaba nada puesto,
ni entonces ni después, y me costaba lo mío no mirarles ciertas partes del
cuerpo, aunque lo logré.
Garsecg descorchó la botella y sacó el papel.
—Es un pergamino —nos explicó—. Una especie de libro. —Ya
desataba los hilos.
—También yo los desaté.
—¿Lo leíste?
—Le eché un vistazo, pero no puedo leer esa escritura.
—Yo tampoco. Debe de ser la escritura de Celidon.
Tendió el pergamino a Baki.
—Oh, oh. Sé leer, pero no entiendo lo que dice —admitió.
Uri se apretujó.
—Si Baki no puede, yo tampoco.
Garsecg recuperó el pergamino de manos de Baki, lo enrolló y ató con
los hilos antes de devolverlo al interior de la botella.
—Quizá se trate del testamento de la mujer cuyos huesos encontramos,
pero no hay modo de saberlo. Puedes quedártelo, sir Able, o devolverlo a su
lugar.
Después de dejarlo bajo el árbol, pregunté a Garsecg si pensaba que ella
sabía que iba a morir. Garsecg señaló la copa.
—Cuando uno encuentra una copa cerca de un cadáver, se da por
sentado el veneno. Por eso te aconsejé limpiarla a conciencia, aunque lo
cierto es que lleva aquí mucho tiempo. Si se tratara de veneno, pudo hacerlo
ella misma, aferrada al testamento hasta que murió.
Intenté imaginar por qué una mujer iba a suicidarse en un lugar tan
bonito como aquél.
—Puede que tengas más preguntas al respecto. Plantéalas si quieres,
aunque te confieso de antemano que carezco de más respuestas.
—Dijiste que habías visto los huesos —le recordé—. ¿Viste también la
botella de cristal?
Él negó con la cabeza antes de responder.
—Eché un vistazo, pero el sol acababa de salir. No la vi.
—Me hablaste de una gran guerra en la que los elfos expulsaron a Setr
—lo dije así porque pensaba que Garsecg no quería que Uri y Baki supieran
quién era él en realidad. Tuve la sensación de actuar con astucia, pero Uri
empezó a rebullir y tuve que prometerle que no pronunciaría más ese
nombre.
—íbamos a morir —me dijo—. Subir aquí suponía la muerte. —Luego
Baki corroboró las palabras de Uri.
—Él os perdona —les dijo Garsecg. Comprendí que no entendían muy
bien lo que decía, y que más bien comprendieron su significado gracias al
tono que empleó.
—Un millar de tus años han transcurrido desde aquella guerra —explicó
Garsecg—. Puedo darte abundantes detalles si los quieres. ¿Es así?
—Supongo que no. Pensaba en esa mujer. No puede ser que esos huesos
lleven aquí todo ese tiempo, ¿verdad?
—¿En este lugar tan húmedo? Seguro que no.
—Entonces ¿la persona que construyó el rascacielos no los puso aquí?
—¿Quién sabe? Un millar de años en este lugar podrían equivaler a un
siglo en Aelfrice, o puede que menos.
—Además, él vuelve —intervino Baki—. Cambiemos completamente
de tema.
Hacía un esfuerzo por pensar. Un detalle me hizo pensar que la mujer
quizá había embarrancado, pero si había sido así; ¿por qué se había
suicidado? Pregunté de nuevo a Garsecg por el hecho de que la azotea del
rascacielos fuera una isla en Mythgarthr, y él me confirmó de nuevo que así
era.
—De acuerdo —dije entonces—, si es una isla, ¿por qué no se ye el
mar? No he oído el rumor del mar desde que llegamos aquí arriba.
—Cuando está en calma, tal como sucede a menudo, apenas nace ruido.
—Ya, bueno, iré a echar un vistazo. Tú quédate aquí con estas
muchachas malheridas.
—Uri y Baki, señor. Yo soy Baki —dijo ésta, cabizbaja. En ese
momento me aprendí sus nombres. Nunca más volvería a confundirlas.
Garsecg sacudió la cabeza, dándome a entender que no penaba
quedarse; no presté atención. El sol brillaba aún en lo alto, . media altura en
el cielo, de modo que para que no me lastimara la vista le di la espalda y me
dirigí a poniente. Fui repartiendo astillas a mi paso, cada cien pasos más o
menos, y al cabo oí que Garsecg me seguía.
—¿Por qué lo haces? —preguntó.
—Para poder encontrar el camino de vuelta, por supuesto.
—¿Y por qué quieres volver?
—Porque esas jóvenes están malheridas y deberíamos cuidarías.
Confiaba en que te quedarías con ellas y te encargarías de ello.
—Los elfos se han esforzado por librarse del monstruo llamado Kulili a
lo largo de la historia. Eres su última esperanza, y ia mejor que han tenido.
No voy a perderte de vista, no, ni por diez mil doncellas vomitonas.
Me había parado para observar un árbol con una tonalidad verde que
nunca había visto antes. Estoy seguro de que procedía de Aelfrice, pero era
tan lozano y nuevo que parecía como si Dios acabara de crearlo. Como si él
lo hubiera plantado allí un minuto antes de que yo llegara. Tenía flores
azules y púrpura, y las antenas que había en el interior de las flores
(antenas, o como se llamen) eran de un rojo reluciente. Nunca he vuelto a
ver nada parecido, ni he sido capaz de olvidarlas.
En fin, el caso es que oí la risa de Garsecg a mi espalda, aunque seguí
sin volverme hacia él. Cuando eché de nuevo a andar, le pregunté si íbamos
en dirección correcta.
—No puedo saberlo. O afirmar, más bien, que sé que cualquier
dirección será la correcta si nos ceñimos a ella el tiempo suficiente. Este
podría ser el camino más corto. Podría ser el más largo. Sea como sea, tarde
o temprano nos llevará al mar.
—Pues sigo sin oír las olas.
—Ni yo. Pero si continuamos, y si existen, lo haremos.
Estuve pensando en ello, y también en el tiempo. Apenas soplaba el
viento.
—Hace un día bastante tranquilo —comenté.
—En efecto, y es en semejantes condiciones atmosféricas cuando los
marineros suelen avistar la isla. Depende del calor y de la calma, pero a
menudo puede distinguirse al anochecer.
—Si hay demasiada calma para navegar a vela, ¿podrían remar hasta
aquí?
—Podrían, y hay quienes así lo hacen.
Ya me había enfadado con Garsecg por haberse marchado, dejando a
Uri y Baki solas. Pero empecé a pensar en todas las cosas que había hecho
por mí, además de darme cuenta de que también yo las había abandonado.
Así que me detuve, le hice un gesto para que se reuniera conmigo y
caminamos juntos un rato. Anduvimos todo el camino a la sombra de los
árboles.
No tardamos mucho en llegar a un lugar donde la sombra empezaba a
escasear, y el sol se filtraba a través de las hojas, moteando el terreno de
charcos luminosos. A continuación tuve la impresión de que algo mucho
mayor que Garsecg caminaba a mi lado. Pero no era así.
No se trataba en realidad de una serpiente, y tampoco era un ave. Pero
tengo que incluirlas en la descripción porque son lo más parecido que se me
ocurre. Era tan fabuloso como temible. No recuerdo todos los colores, y
además eran cambiantes, aunque lo cierto es que de todos los colores
posibles adoptaba siempre los más oscuros. El azul era más oscuro de lo
que suele ser el negro, y lo mismo con el oro, que tomaba una especie de
tonalidad parda con un lustre oscuro en el que tenías la sensación de querer
verte inmerso. Un lustre oscuro, como si hubieras vislumbrado algo dorado
en mitad de una tormenta, algo que no resultara más que un penacho de
humo.
Apenas podía distinguir a Garsecg, aunque me pareció que estaba a
punto de echarse a reír. Le dije que me gustaba más cuando era Garsecg.
—Lo sé.
—¿Así eres en realidad? Eres Setr. ¿Perteneces al mundo que hay bajo
Aelfrice?
—Así es. ¿Darías uno o dos pasos a un lado, sir Able? Hay algo aquí
más importante que cualquier vista del mar, y si te parece, querría
mostrártelo.
Tenía la sensación de que acababa de ver algo realmente importante, a
pesar de lo cual acepté la propuesta.
27
KULILI
No había un sendero propiamente dicho, sino hierba blanda y helecho
creciendo bajo los grandes árboles, a su alrededor, abajo, más abajo, hasta
conducirnos a una especie de vallecito de juguete que podía medir más de
doscientos metros de largo y de ancho. Aquello era tan bonito que quitaba
el aliento. Había cascadas en miniatura que fluían de las rocas, y un
estanque en medio con lilas blancas que crecían a su alrededor, además de
una especie de flor blanca que era incluso más bella que las lilas. Y más
helecho, también. Los que había visto antes eran pequeños, pero ahí los
había enormes, como los de Aelfrice. Trazaban un arco sobre mi cabeza, tan
alto que podría haber pasado bajo ellos a caballo sin perder el yelmo.
Reinaba la penumbra y Garsecg parecía absolutamente real, tanto que supe
que si lo tocaba no palparía en absoluto aquello que era en realidad.
Allá donde la sombra reinaba con más autoridad se alzaba una estarna
blanca. Correspondía a una mujer desnuda, aunque estando donde estaba,
en esa oscuridad, se me antojó un espectro que se acercaba a mí. Llevaba la
mano al pecho con intención de cubrirse, mientras extendía la otra como si
pidiera algo.
Yo también estaba desnudo, tal como creo haber dicho ya, y cuando vi
la estatua sucedió algo que ya me había pasado en la escuela, cuando veía a
las chicas jugando a vóleibol. No quería que Garsecg lo viera, así que me
tiré al estanque. Surtió efecto porque el agua estaba estupenda y fría.
Cuando salí a la superficie, me aparté el cabello de los ojos como haces tú e
intenté sonreír.
Garsecg se inclinó para mirarme.
—¿Por qué lo has hecho?
—Para refrescarme y limpiarme el sudor. ¿No te sientes sofocado
después de la caminata? Yo sí.
Me tendió la mano, yo nadé hacia ella y salí del agua.
—Mira. Espera a que las ondas desaparezcan y presta atención.
—Dijiste que querías mostrarme mi reflejo, para que supiera por qué los
osterlingas me tenían tanto miedo. Aunque no cree que lo tuvieran. ¿Eso es
todo?
—No. Observa el fondo del estanque, sir Able.
Así lo hice. Parecía ser muy, muy profundo, y que luego trazara una
curva hacia un lado, y así lo dije.
—Al igual que sucede con muchos cuerpos de agua, constituye un
portal a Aelfrice —explicó Garsecg—. Te la muestre para que veas qué
aspecto tienen los portales. Cuando las kelpiee te llevaron ante mí, ¿no te
diste cuenta de que habías entrado er. Aelfrice?
Negué con la cabeza.
—¿No te parece que deberías estar mirando desde arriba la azotea de la
Torre de Cris?
No había caído en la cuenta, pero tenía razón. El terreno de la isla no
podía tener más de dos o tres metros de profundidad. A pensar en ello, abrí
los ojos como platos. Recordé que, a pesar de haberme sumergido al saltar
al agua, no había llegado a tocar el fondo.
—Aquí cualquiera podría llegar a Mythgarthr y escrutar e^ portal —
aseguró Garsecg—. Recuerda lo que ves. Rétenlo en la mente. En los
tiempos que se avecinan, lo que aprendas podría serte de gran valor.
No podía creer que aquel estanque descendiera a Aelfrice, y se lo dije.
Ahí abajo todo tenía un aspecto gracioso, muy gracioso. Pero ya había
saltado, y lo único que sucedió fue lo que yo quería que sucediese. (Aún no
podía mirar a la estatua. A su lado. Uri y Baki parecían dos crías.)
—¿Me estás diciendo que podría llegar a Aelfrice, siempre y cuando me
acompañaras para evitar que me ahogue? —pregunté.
—Nunca te ahogarás —prometió Garsecg—. Eres uno con el mar, más
de lo que imaginas.
Por el modo en que lo dijo, tuve la certeza de que iba en serio. Y lo
único en lo que pude pensar entonces fue en que Disiri estaba en Aelfrice.
La quería más de lo que nunca había querido nada en la vida, de modo que
me arrojé al estanque. Y volvería a hacerlo.
La segunda vez no me pareció que el agua estuviera tan fría, y en cuanto
perdí la inercia me puse a nadar con brío. Había sido un buen nadador en
Estados Unidos, y mientras había estado con Garsecg había mejorado tanto
que pensarías que te tomo el pelo si te dijera lo bueno que era. Buceé y
buceé.
Debió oscurecer ahí abajo, pero no sucedió así. De hecho, reinaba una
preciosa luz azul, como la que había visto antes en el mar; el que ya le
hubiera visto no la desmereció de nuevo a mis ojos: seguía siendo preciosa.
Al cabo, pensé que me vendría bien descansar un poco y me hice el muerto
en el agua mientras intentaba descubrir por dónde seguir para salir a la
superficie. Probablemente te parezca que eso era pan comido, y que los
peces siempre lo saben, pero cuando no hay peces a la vista y no puedes ver
nada más que una preciosa bruma azulada, es mejor pensarlo
detenidamente.
Floté largo rato, o lo que a mí me pareció que fue un largo rato. Había
una corriente muy leve que me empujaba lentamente, haciéndome girar
sobre mí, una corriente que me llevaba consigo, y me sentí de maravilla.
Pensaba en Disiri y en la estatua, y ambas se fundían en una sola en la
mente, y empecé a preguntarme si yo era real. Tuve la impresión de que uno
podía sentirse así cuando no era más que un recuerdo, y quizá Disiri me
recordaba, y siempre me recordaría, que siempre me amaría como yo la
amaba también, y que así era yo en su mente.
«Soy Kulili.»
No fue que lo oyera ni nada por el estilo. Se trataba más bien de un
sonido que me reverberaba en el cráneo.
«Abajo. Ven abajo.»
Obedecí. Sabía hacia donde ir porque la voz provenía de esa dirección.
La luz azulada se volvió púrpura, luego todo era negro. Unos dedos me
palparon la cara; yo sabía que en realidad no eran dedos. Aquello no me
pareció muy justo.
—No puedo verte.
«Lo harás, por mi voluntad.»
—¿Quién eres? —De pronto, tuve la impresión de que ni siquiera sabía
quién era yo. ¿Era un chaval estadounidense? ¿O un caballero? ¿Era
hermano de Valiente Berthold?
«Soy Kulili. Tú eres el hombre que ha jurado combatir a Kulili.»
—Able —respondí—. Me llamo... Able.
«¿Te enfrentarás a mí?»
—No lo sé. —De pronto no me pareció importante hacerlo o no—.
Supongo que tendría que probar, porque lo prometí.
«Eso opino yo. El honor es sagrado para ti.»
—Eres un monstruo, eso dijo Garsecg. —Todo había estada muy, muy
oscuro hasta el momento, pero cuando dije eso hablen realidad una luz
verde en la distancia. Pensé: «¿qué demonio? será eso?».
«Un pez luminoso. Se acercan aquí de vez en cuando.»
—Me cuesta pensar. —No sé por qué dije eso, aunque era verdad—.
¿Por qué cuesta tanto pensar aquí?
«Mis aguas son frías.»
—¿Por qué me has traído aquí?
No respondió.
—¿Te importa que vuelva a la superficie? Me gustaría entrar un poco en
calor.
«¿Antes de matarme?» Aunque se estaba burlando de mí, no me
importó lo más mínimo. De hecho, de algún modo creo que me gustaba.
—Si quisieras, podrías matarme aquí abajo sin mayor problema.
«No lo haré.»
—Mataste a los elfos cuando decidieron acabar contigo. Eso también
me lo contó Garsecg.
«Este mundo me pertenece. Me pertenece desde los tiempos en los que
no había elfos. Me expulsaron de la tierra al agua, y de: agua a este abismo,
y ya no tengo a donde ir. ¿Quieres verme?
Como si alguien acabara de dejarse caer ahí, aparecía una imagen clara
en mi mente. Era la estatua, pero estaba viva.
«Miraste al estanque. Lo que viste eras tú, tal como eres ante los demás.
Lo que ves ahora es lo que soy a los ojos de los demás.
No pude concebir que nadie pudiera odiar algo tan bello. Le pregunté
por qué los elfos la odiaban.
«Pregúntaselo a ellos.»
—Vale, y ¿por qué los odias tú?
«No los odio, pero debo atemorizarlos mientras ellos me atemoricen a
mí.»
La preciosa mujer había desaparecido. En lugar de ella apareció un
bosque extraño. Había árboles altos como postes de teléfono, con algunas
hojas enormes en las copas. Había charcos de agua por todas partes, y en lo
más hondo, donde estaban las raíces, había algo grande que cada vez se
hacía más y más grande bajo las raíces y lanzaba tentáculos por doquier.
Los árboles hablaban con esa mujer que estaba bajo ellos, y también lo
hacían las plantas pequeñas. Ella respondía a todos, uno a uno, y fue
estupendo verlo. Los vio a todos, y les vio las almas, porque cada de ellos
estaba envuelto en un alma igual que un hombre cubierto por una capa. Las
almas tenían colores preciosos y no importaba de qué color eran porque
todas brillaban.
Los insectos devoraban las hojas y esparcían la savia, y había toda clase
de animales que roían la corteza y mataban a los árboles. Así que la mujer
enterrada bajo ellos creó protectores tomando trocitos de las almas y
algunos pedacitos de ella misma, sabiduría gris claro, que brillaba como una
perla. También astillas, hojas y barro, así como fuego y humo, y agua y
hiedra. Todas esas cosas.
Al principio, los protectores también eran como animales, pero la mujer
que moraba bajo las raíces miró al cielo y vio Mythgarthr, y la gente de allí
arriba araba, plantaba flores y atenea los huertos. Por ello hizo a los
protectores a imagen o semejanza de aquellas gentes. Eran como cuervos,
aunque poco a poco mejoraban y mejoraban, hasta tal punto que lograron
ser capaces de cambiar de forma para ser mejores aún de lo que eran.
Algunos todavía ejercen de protectores; protegen incluso de tu. ¿Los
conoces?»
Vi a Disiri y me atraganté. Me sentí como si estuviera a punto de morir
si no lograba tocarla y hablarle.
—Sí. La amo —dije.
«También yo», admitió Kulili. Entonces Disiri desapareció. Quieres
verme? ¿Con tus ojos de carne?»
Creo que respondí que sí.
La espera. No fueron diez minutos o diez segundos. Fue el tiempo que
tuvieron antes de que alguien construyera el primer reloj. Flotaba en las
frías aguas del mar, girando sobre mí, aguardando, y eso fue todo lo que
hice. Había a mi alrededor luces blancas, verdes y amarillas, y luces color
heno y color cielo.
«Nuestra lámpara.»
Llegaron juntos, y vi que en realidad eran peces. Eran pequeños peces
color naranja que refulgían como la llama de una vela, peces negros de
enorme cabeza y fauces de pesadilla que colgaban carnaza rojiza y azul ante
la mandíbula, largos peces argénteos con agallas y colas como bombillas,
enormes peces azulados ron ristras de luces azules a los costados, y peces
de muchos otros tipos que he olvidado: Peces rojos, amarillos, rosáceos y
de todos los colores habidos y por haber.
Pero ellos no eran lo que importaba. Lo importante buceaba rajo ellos, y
era un hilo blanco, una gruesa maraña de hilo blanco dotada de vida. Al
verla por primera vez, pensé que no tenía forma, pero la adquirió en cuanto
pensé en ello. Tenía una boca que podría haber engullido al Mercader del
Oeste, y una nariz grande como una colina. Sin embargo, tanto la nariz
como la boca eran preciosas. En seguida vi los ojos, ojos blancos que se me
antojaron ciegos. Pestañeó y tenía pupilas en las que podría haberme
sumergido, ojos azules y unas mejillas cuyo color hacía creer que en su
interior crecían las rosas. Era la mujer que había servido de modelo a la
estatua, sólo que las estatuas suelen ser mayores que el modelo. Ahí abajo,
en las negras aguas del mar, se hallaba la persona que había servido de
modelo: tan grande era. que podría haber llevado la estatua colgada de una
cadena alrededor del cuello.
«¿Aún quieres matarme?»
En primer lugar, no quería. En segundo lugar, no me creí capaz de ello.
—Tendré que intentarlo, Kulili. Tendré que poner todo m: empeño
porque prometí que lo haría. Pero espero que te salves Espero no ser capaz
de hacerlo.
«¿Ahora?»
—No. Estos peces tuyos podrían acabar conmigo en un abrir y cerrar de
ojos, y ni siquiera tengo una espada.
«Espero que pase mucho tiempo antes de que volvamos a vernos.»
28
TRES AÑOS
Tardé lo mío en salir a la superficie. Es gracioso, pero cuando estás en
lo más hondo parece que la superficie esté más cerca de lo que está en
realidad. Ahí abajo reina la oscuridad, una oscuridad más profunda de lo
que pueda serlo la noche. Nadas un poco hacia la superficie y va
aclarándose, distingues cosas y crees que tan sólo estás a tres o cuatro
metros bajo el agua. Sigues nadando, puede que unos ocho metros más,
puede que dieciséis o treinta y dos. No llegas a la superficie, y el panorama
no cambia gran cosa. Tuve la sensación de estar a punto de lograrlo como
media docena de veces antes de llegar.
Cuando gané la superficie me llevé una sorpresa. Para empezar, no
había estado respirando y me había acostumbrado a ello. Asomé entre ola y
ola. Respiré hondo y me entró agua por la nariz y la boca hasta la garganta.
Luego la ola grande abofeteó mi rostro. Me ahogaba, y cuando asomé de
nuevo emitía más ruidos que una cafetera. Cuando fui capaz de respirar con
normalidad, rompí a reír.
Después nadé de un lado a otro y me lo pasé en grande. Probablemente
estuve jugando una media hora.
Como el sol estaba en lo alto, comprendí que había vuelto a Mythgarthr
y que ya no estaba en Aelfrice. También comprendí que el abismo en el que
había conocido a Kulili se hallaba en Aelfrice. Supuse que me hallaba cerca
de la isla, y que podría acercarme a ver cómo andaban Garsecg y las dos
jóvenes elfos; podría contarle a Garsecg que iba a necesitar mucho más que
una lanza o un hacha de doble hoja para matar a Kulili, y que además no
quería hacerlo. Al pensar en ello, concebí la esperanza de que quizá podría
cambiarle ese favor por otro. O puede que por dos o tres.
En seguida decidí que ya me había relajado bastante; además, cabía la
posibilidad de que tuviera por delante un largo trecho a nado, así que sería
mejor que me pusiera en marcha. Salté fuera del agua, tal como suelen
hacer los peces, y eché un vistazo en derredor. No había ni rastro de la isla.
De hecho, no había tierra a la vista. Lo único que alcancé a ver fue un barco
que se hallaba a kilómetro y medio de distancia. Tomé la decisión de nadar
hacia el barco, ya que como mínimo me permitiría otear el horizonte desde
un punto más elevado. Soplaba entonces el viento, pero el barco navegaba
más o menos en mi dirección, así que sólo tuve que nadar de tal modo que
nuestros rumbos se encontraran, para esperarlo. Además, podía nadar más
rápido de lo que navegaba el barco, así que alcanzarlo fue coser y cantar.
No lo reconocí hasta que lo tuve cerca. La pintura se veía
descascarillada en el castillo de proa, y en el cascarón, la figura femenina de
madera con una cesta había perdido buena parte del pan de oro. Sin
embargo, no había lugar a dudas: Era el Mercader del Oeste. No podía
creerlo, ni siquiera cuando subí por el costado.
El vigía voceó algo (no sé qué) y se deslizó por el estay de trinquete.
Cayó ante mí. Antes de arrodillarse, me observó con los ojos
desmesuradamente abiertos.
—¡Sir Able! No le había reconocido, señor. No sé qué me ha pasado,
señor, lo siento. No quería ofenderle, señor. Por el viento y las aguas, señor,
que no quería hacer tal cosa.
—No te preocupes —le dije—. Si... ¡Un momento! ¡Pero si eres Pouk!
—Sí, señor.
—Has cambiado. Es la barba. ¿Cuánto tiempo he estado ausente, Pouk?
—Tres años, señor. Nosotros... Bueno, yo pensaba que no volvería,
señor. El capitán tampoco lo creía. Nadie, de hecho.
—¿El capitán? Creí que le había matado.
—Me refiero al capitán Kerl, señor, el que era primer oficial. Yo... me
enrolé, señor, porque de otro modo no me hubieran dado de comer. Y... Y
aquí he estado desde entonces, señor. Gaviero de la mayor, señor, y créame
si le digo que he estado en barcos peores.
Le estreché la mano y le dije que estaba muy orgulloso de él.
—Pero lo dejaré, señor, si convence al capitán para que me dé el
finiquito, señor. Volveré a ser su hombre, sir Able, igual que antes, si no me
reprocha haber tenido que buscar empleo mientras estuvo fuera. —Pouk
calló unos instantes y tragó saliva ruidosamente—. O, aunque me lo
reproche, señor, si me quiere a su servicio pues me tendrá.
No sabía qué pensar al respecto.
—Aquí tienes un buen empleo —dije—. Tú mismo acabas de decirlo.
—Así es, señor.
—No puedo pagarte o mantenerte. Mírame, ni siquiera tengo para unas
calzas.
—Le prestaré las mías, señor. Aunque me temo que le irán pequeñas.
—Gracias, pero tienes razón: Estoy seguro de que las romperé.
Probablemente ni siquiera pueda ponérmelas. Habrá que hablar con el
capitán... ¿Kerl?
—Kerl, señor —confirmó Pouk.
—Sé que no deberías abandonar tu puesto, y probablemente ni siquiera
tendrías que estar hablando conmigo. Pero antes de que vaya a buscar a
Kerl, quiero saber por qué dejarías tu trabajo para acompañarme, si sabes
que no tengo dinero.
—Por egoísmo, señor. —Pouk no quiso mirarme a la cara.
—¿A qué te refieres?
—La dotación tiene que permanecer unida, señor. Se supone que uno es
fiel a sus compañeros de rancho, ¿comprende? pero... pero es mi gran
oportunidad, señor. Posiblemente la única que tendré. Así que le
acompañaré. —Me dio la espalda y no pude ver su rostro.
Le di una palmada en el hombro y me despedí para ir a buscar a Kerl.
Había escaso espacio en el castillo de proa, y mientras caminaba con
cuidado me pregunté qué pensaría de mí el resto de la tripulación.
En cuanto doblé una esquina, lo descubrí. No había dado ni dos pasos
cuando me vi rodeado de hombres que me vitoreaban.
—¡Eh! —voceó desde el alcázar un oficial al que no conocía—. ¿Qué
algarabía es esta? ¡Todos a sus puestos! ¡A sus puestos!
—¡Es sir Able, señor! ¡Ha vuelto! —gritó un marinero al que no
conocía.
—¡Tres hurras para sir Able, compañeros! —gritó otro. Me vitorearon,
y el ruido sacó a Kerl de la cabina. Empezó a hacer preguntas, y entonces,
cuando me vio en mitad de un corro de marineros, se quedó boquiabierto.
No iba a resultar fácil abrirme paso a través de los marineros sin herir a
alguno que otro, pero lo logré. Me acerqué a Kerl y le dije que tenía que
hablar con él; ambos entramos en la cabina.
—¡Por los cabos de Ran! —exclamó—. ¡Por Skai, el viento y la lluvia!
—Entonces me abrazó. Me he llevado un sinfín de sorpresas desde que
estoy en Mythgarthr y Aelfrice, pero no sé alguna vez me he sorprendido
más que cuando Kerl me abrazó a excepción de aquella en que me enfrenté
al caballero con un cráneo por cimera en las Montañas de los Ratones. No
creo que haya habido jamás un ser humano capaz de darme tal paliza como
para partirme las costillas, ni siquiera el hermano de Hela, Heimir, y eso
que éste no podía considerarse del todo humar Mucha gente diría que no lo
era, y en cuanto llegaba de nuevo el cálido verano sudaba como un caballo,
aun sentado a la sombra de un árbol.
Kerl estuvo muy cerca. Creo que llegué a oír el crujir de sus costillas.
—He estado en Aelfrice —le conté cuando finalmente me soltó—. No
sé cuánto tiempo he estado ahí. Me refiero a que r sé cuánto según sus
cómputos.
—¡Siéntese! ¡Siéntese! —Kerl sacó una botella que descorchó a
continuación, incluso antes de procurarnos a ambos unos vasos.
Pensaba en la isla que había surgido de una grieta en el mar, la isla en la
que había visto a Disiri, y cómo había observado el modo en que crecían los
árboles en ella.
—Puede que allí también hayan pasado años —dije—. En realidad, no
sé si ellos tienen años. Hablan al respecto, pero puede que lo hagan para
que entendamos a qué se refieren.
—¡A beber! —Kerl me llenó el vaso—. Esto merece un brindis.
Yo sacudía la cabeza. Aún tenía a Garsecg en mente, y toe aquello me
había recordado a Uri y Baki y lo relacionado con la isla de Cris. No
obstante, tomé un sorbo de vino, que me pareció muy bueno, el mejor que
había probado hasta entonces, y as se lo dije a Kerl.
—Di un par de toneles de agua a alguien que los necesitaba, y a cambio
me regaló cinco botellas de este vino —me explicó Kerl—. Me costaría no
tomar tres o cuatro vasos con la cena, pero es un lujo que no me permito.
Esto es distinto. Se trata de una ocasión especial, y no querría morir dejando
una de esas botellas cerradas.
—Tengo suerte de que pienses así. —Bebí un poco más— ¿Puedes
llevarme a Forcetti? ¿Lo harás?
—¡Claro que sí! Nos dirigimos rumbo sur antes de regresa: Podemos
recalar allí. —La sonrisa de Kerl se esfumó de pronto—. Tendré que hacer
algunas escalas de camino, señor. ¿Le parece bien?
Respondí que sí. Iba a Forcetti porque probablemente el duque Marder
necesitaría a otro caballero, y sentado ahí en la cabina desnudo, pensé que si
alguna vez había necesitado sustituir a Ravd probablemente ya lo habría
logrado; eso por no mencionar que yo necesitaba recuperar el equipo antes
siquiera de acercarse al duque. Necesitaba ropa, así que pregunté a Kerl si
tenían a bordo que pudiera ponerme.
Aquella pregunta le devolvió la sonrisa.
—Hemos guardado sus cosas —me dijo. Abrió un arcón y, envainada,
empuñó Rompespadas. La vaina seguía prendida de antiguo cinto—.
Supongo que no la habrá olvidado.
—Me acuerdo perfectamente de ella —respondí igual de sonriente que
él.
—La ropa, también. —Kerl sacó dos pilas—. Se la guardamos con un
poco de virutas de corteza de cedro para ahuyentar las polillas, así que las
prendas deberían estar como nuevas. —Apiló la montaña de ropa en la
cama para que la inspeccionara.
Se lo agradecí y le confesé lo mucho que significaba aquel gesto (y así
era); luego le dije que dormiría en cubierta y que desempeñaría cualquier
labor que tuviera a bien encargarme para poder pagarme la comida.
—Dormirá aquí mismo, señor —dijo Kerl casi como si fuera una orden
—. Ésta es su cabina, igual que éstas son sus botas, señor. Será su cabina
hasta que desembarque en Forcetti, señor, y Te siento orgulloso de poder
cedérsela.
—No puedo pagarla... Aguarda un instante. Dejé dinero aquí cuando me
marché con los elfos. ¿También me lo has guardado? Kerl no pudo mirarme
a los ojos.
—Lo gasté, sir Able. Tuve que hacerlo. Fondeamos en Needam y hubo
que poner el barco en dique seco de cara a las siete semanas que duraron las
reparaciones, señor. Se lo devolveré, lo juro, aunque en este momento no
puedo darle más que una pequeña cantidad.
Abrió la caja de caudales y me mostró lo que había; era tan poco,
apenas unas monedas de cobre, bronce y unas cuatro de plata, que estuve a
punto de no aceptar moneda alguna. Sin embargo, era consciente de que iba
a necesitar algo de dinero, de modo que acepté la mitad.
Un par de días después de aquello avistamos la Montaña de Fuego.
Sentía curiosidad al respecto por lo que me había dicho Garsecg, y pregunté
por ella a Kerl y algunos habitantes de un puerto cercano donde vendimos
parte de la mercancía textil. Kerl no había logrado colocar más al sur. La
isla había pertenecido a los osterlingas; ellos habían empujado a los
habitantes al acceso en la cima porque llevaba a Aelfrice y conducía
directamente a Muspel, donde se encuentran los dragones. De haber sido su
propia gente, probablemente no nos hubiera preocupado, pero
incursionaban y devoraban a quienes capturaban como suelen hacer, o
enloquecían a quienes más les hubiera estado devorar para que los dragones
los ayudaran.
El rey Arnthor había tomado la Montaña de Fuego, la había fortificado
y había apostado una guarnición. Algunos de los hombres de armas estaban
en la población donde habíamos desembarcado, bebiendo e intentando ligar.
Eran los primeros hombres de armas que veía, y tenía muchísimas ganas de
contemplar a un caballero. En los establos uno podía alquilar un burro, pero
yo tenía poco dinero y Pouk prácticamente nada, así que decidimos
caminar.
29
MI APUESTA
De haber sabido lo que nos esperaba, jamás me hubiera ido. Y si aún así
lo hubiera hecho, lo que es seguro es que jamás hubiera remitido que Pouk
me acompañarme. Disfrutamos de un tiempo estupendo, pues partimos de
buena mañana antes de que el mi calentara, armados con bastones para
caminar. El ambiente fue calentándose, así que redujimos el paso hasta
andar de sombra a sombra, no sé si me entiendes. Tuvimos suerte porque
había muchas, pero mala porque también había abundaban los insectos. Y
éstos no es que fueran muy afortunados. Debimos de aplastar a un centenar,
y empecé a desear que todos se juntaran en uno solo, gigante, para poder
matarlo a flechazos.
Intentaba encontrar un modo de hacer tal cosa cuando nos cruzamos con
un granjero que conducía un carro lleno de fruta que llevaba a la Montaña
de Fuego. Nos permitió subir al mismo, y también nos invitó a comer
algunos mangos. Prometimos ayudarlo a descargar cuando llegara a la
montaña, pero cuando descubrió que yo era caballero no estuvo dispuesto a
permitírmelo. Cuando llegamos, fue Pouk quien tuvo que descargarlo todo
él.
Mientras estaba en ello me puse a conversar con algunos de los hombres
de armas de allí acerca de las murallas, las torres y demás. Pregunté quién
dirigía el lugar. Un tal lord Thunrolf estaba a cargo de todo, me
respondieron. Habíamos cruzado la primera muralla, una más pequeña pero
alargada que rodeaba toda la ladera de la montaña. Les dije que era
caballero, y así era, y también que quería seguir camino arriba para
contemplar las torres y la muralla principal, y quizá incluso trepar hasta el
lugar de donde surgía el humo. Kerl me había explicado que el humo salía
de Muspel, y pensé que eso era difícil de creer, que probablemente era un
cuento que alguien le había explicado, y que quería verlo con mis propios
ojos.
Me dijeron que no podría subir a menos que contara con el permiso de
lord Thunrolf. Repliqué que estupendo, que dónde estaba. Por supuesto se
hallaba en lo alto, en el castillo que llamaban Torre Redonda, de modo que
tuve ocasión de ver muchas otras cosas cuando me condujeron ante su
presencia. Era un lugar precioso y espantoso a partes iguales. Mirabas hacia
arriba, arriba y arriba, y en general no veías más que torres y más torres, y
murallas, una tras otra, y espacios abiertos de roca pelada Colgaban
pendones de las torres más altas: el pendón del rey y el de lord Thunrolf, los
pendones de algunos de los caballeros que además de tal condición poseían
tierras, así como los pendones que correspondían a los demás caballeros.
Había escudos colgando de las almenas de las torres, con las divisas de
todos ellos. La piedra que constituía toda construcción había sido extraída
ahí mismo, en la montaña, y poseía toda clase de tonalidades, aunque
imperaban los tonos rojo, negro y gris. Y coronándolo todo estaba la cima
cubierta de nieve de la montaña y el humo que desprendía la propia nieve.
Un humo negro que se alzaba hacia Skai como si los dragones de Muspel
intentaran asfixiar con él a Valpadre y a los demás overcynos. Jamás lo
olvidaré. Fue un ascenso difícil, aunque al final se hizo más llevadero,
empezó a soplar el viento y antes de que hubiéramos cubierto la mitad de la
distancia empecé a comprender por qué el tal Thunrolf se refugiaba allí en
lugar de hacerlo abajo. Además, no había insectos.
Sólo un camino serpenteaba en dirección a la cima, y saltaba a la vista
que los osterlingas no podrían recuperar la montaña a menos que tomaran
todas las fortificaciones que había a lo largo del camino, una tras otra, o
sitiaran de hambre a las distintas guarniciones. Nunca intenté averiguar
cuánta agua y comida tendrían almacenada ahí arriba, pero Thunrolf me
contó que había depósitos enormes excavados en la roca, y puesto que por
lo general llovía a raudales no había que racionar el agua. Pero asaltar las
murallas y las torres se me antojaba tan difícil como asaltar la Torre de Cris.
Entonces ignoraba que los osterlingas iban a arrebatárnosla, y que la
recuperaríamos. Si me hubieras asegurado que yo iba a encargarme de dar
la orden de retirarnos al sur, te habría dicho que estabas como una cabra.
Construir más murallas y más torres constituía la principal actividad de
Thunrolf y sus hombres cuando Pouk y yo visitamos el lugar por primera
vez. Levantaron las murallas y luego levantaron aún más murallas. Los
hombres de armas tenían que trabajar la piedra, y también habían
contratado mano de obra local. Los caballeros se encargaban de supervisar
el trabajo, y Thunrolf supervisaba a los caballeros. Se supone que un
caballero no debe trabajar con las manos, sólo luchar y adiestrarse en todo
lo relacionado con la pelea. Me pareció recordar ese detalle de algo que
cabía oído en Irringsmouth, aunque jamás había comprobado hasta qué
punto se respetaba a rajatabla esta norma, hasta que llegamos a Forcetti.
En fin, la cuestión es que aprovechaban cualquier lugar donde el camino
se estrechara y la ladera de la montaña fuera escarpada para levantar
murallas con puertas al camino, y levantar torres desde las cuales los
arqueros pudieran disparar a todo el mundo. Habían empezado por la falda,
e iban subiendo poco a poco.
Llegamos a la gran torre y subimos como cuatro o cinco tramos de
escalera hasta llegar al piso donde estaba Thunrolf. Entonces tuvimos que
esperar y esperar. En el carro habíamos comido un par de mangos cada uno,
pero de eso parecía que había pasado una eternidad. Estábamos hambrientos
y sedientos.
De vez en cuando llegaba alguien más que preguntaba a uno o al otro
sobre nosotros, inquiriendo quiénes éramos y qué queríamos. Yo estaba
cansado y no prestaba mucha atención cuando le hablaban a Pouk, y quizá
ahí cometí un error. Finalmente, ie dije que saliera a buscarnos algo de
comer y de beber, y después tuve que esperar solo. Se hacía tarde y me
pregunté si Thunrolf o alguien nos permitiría pasar la noche allí, y si nos
proporcionarían un lugar para dormir.
Estaba a punto de levantarme y hacer ademán de marchar para
comprobar si alguien me lo impedía, cuando salió un sirviente y me pidió
que entrara. Ya lo había visto antes, pues había entrado y salido de la
habitación donde estaba Thunrolf como una docena de veces. En esa
ocasión, no obstante, me dedicó una sonrisa afectada cuando me miró. No
me gustó, pero no podía hacer nada al respecto, así que lo seguí al interior
de la estancia.
Thunrolf se hallaba sentado a una mesa, en cuya superficie reposaban
una botella de vino y algunos vasos. Había dado mi nombre al sirviente, y
éste se lo dijo a Thunrolf. Thunrolf me pidió que me sentara e hizo un gesto
al criado para que me sirviera vino, lo cual me pareció muy amable por su
parte. Era un hombre alto de piernas largas. La mayoría de los hombres de
su edad llevaban barba o bigote, pero él no, y al mirarlo pensé que
probablemente bebía más de la cuenta y no comía lo suficiente.
—De modo que eres caballero.
Dije que estaba en lo cierto.
—Has llegado a bordo de un barco que navega a Forcetti Pues te has
desviado mucho del rumbo.
Intenté hacer un chiste al respecto.
—Por lo general, intento ir recto al lugar al que me dirijo, pero nunca
me salgo con la mía.
—¿Nadie te ha enseñado a decir «milord» cuando te diriges a un barón?
—preguntó arrugando el entrecejo.
—Lo siento, milord. Supongo que no he tenido ocasión de tratar a
muchos barones.
Hizo un gesto con la mano como para restarle importancia; tomó otro
sorbo, lo cual me permitió darle un tiento a mi vaso Tenía la boca como el
interior de un zapato viejo, y el vino no sólo estaba fresco, sino que era
buenísimo.
—Quieres ir a la cima de mi montaña para contemplar el paisaje.
—Sí, milord. Si no le causa grandes problemas.
—Podría arreglarse, ¿sir...?
Aunque el sirviente le había dado mi nombre, respondí.
—Sir Able del Gran Corazón.
—De modo que quieres llevar el corazón a un lugar más elevado, y de
paso al resto del cuerpo. —A Thunrolf le hizo tanta gracia su propia
ocurrencia que rompió a reír. La risa no hizo que mejorara la opinión que
tenía de él. En seguida, agregó— ¿Has cenado?
—No, milord.
—¿Tienes hambre? Tú y el hombre que te acompaña.
—Ambos estamos hambrientos.
—Comprendo. Podrías acompañarnos durante la cena, sir Able, pero en
ese caso hay dos asuntos que deben quedar muy claros. En primer lugar, el
referente al rango de tu compañero Lo has presentado a maese Egorn como
a un amigo.
Asentí.
—¿No se trata de otro caballero?
—No, milord. Es sólo un amigo. Los caballeros pueden tener amigos
que no sean caballeros, ¿verdad?
—¿No es un hombre de armas?
—No, milord. Pouk es marinero.
—Comprendo. —Thunrolf tomó otro sorbo de vino.
Estaba dispuesto a hacer lo propio, cuando pensé que me convenía
parar. Tenía la sensación de que no tardaría en trabárseme la lengua.
—O, más bien, debo admitir que no lo comprendo. Tu amigo se ha
presentado a Atl como tu sirviente. Envié a maese Aud a hablar con él, y a
él le dijo lo mismo. Uno de vosotros miente.
Intenté suavizar la situación.
—Pouk teme que los demás no me consideren importante, milord, y por
supuesto no lo soy. Quiere que crean que lo soy, y por eso se empeña en
afirmar que es sirviente mío. Puede que fuera cierto si pudiera permitirme el
lujo de pagarle, pero no puedo.
—¿Eres pobre?
—Muy pobre, milord.
—Ya me parecía a mí. He aquí otra dificultad de las que mencionaba.
Aquí tenemos una costumbre. Debería decir que es una costumbre de mis
caballeros. Algo silvestre, si quieres saber mi opinión, pero una costumbre
es una costumbre. —Thunrolf eructó—. Un caballero nuevo... porque ¿eres
caballero?
—Sí, milord, tal como ya he dicho.
—Sé que lo hiciste. No lo he olvidado. Un caballero nuevo debe
enfrentarse al campeón. Con espadas con la punta embotada, en la mesa,
antes de la cena. Debe luchar contra él, espero que perdones este pequeño
detalle, apostando un cetro. Te veo afligido, sir Able. ¿Temes el combate?
—No, milord. Es que...
—¿Qué?
A juzgar por cómo me miraba, comprendí que sabía qué era lo que me
contrariaba, lo cual no me gustó en absoluto, aunque no había gran cosa que
pudiera hacer para evitarlo.
—Verá, milord, para empezar no tengo ni un centro.
Abrió un cajón de la mesa y revolvió el interior hasta sacar una moneda.
—Yo sí —dijo, levantándola para que pudiera verla—. ¿Debería
prestártela?
—Sí, milord. Por favor. Se la devolveré si gano, se lo prometo.
—¿Y si pierdes? —Me miraba con los ojos prácticamente cerrados—.
Porque perderás, sir Able. Eso ni lo dudes.
—No podré. —Hablando de la apuesta, recuerdo el pago y las carreras
que tuvimos que afrontar Pouk y yo—. Quizá pueda hacerle un favor,
milord. Haré lo que quiera.
—¿Lo que yo quiera, sir Able?
Tenía la certeza de estar metiéndome en un lío tremendo, pero es que en
ese momento no me importaba gran cosa.
—Sí, milord. Cualquier cosa.
—Excelente. —Me arrojó el cetro—. He estado dando vueltas a cierto
asunto. Tendremos que ir a la cima de la montaña, lo cual coincide con tus
planes, por cierto. Los buenos planes siempre encajan, como... bueno, como
las piedras en una pared. Como algo así. Tendrás que ir a la cima de la
montaña, tal como querías hacer, y yo llevaré a cabo mi plan, tal como
quiero hacer. —Me sirvió más vino y me animó a brindar con él.
Bebí otro sorbo.
—Hay otro problema, milord, aunque no creo que sea malo. Ha dicho
que las espadas estarían embotadas, pero es que yo no ciño espada. ¿Podría
utilizar esto en su lugar? —Desenvainé a Rompespadas y se la mostré.
La sostuvo por espacio de un minuto y la esgrimió de un lado a otro
como suele hacerse, antes de devolvérmela.
—Me temo que no, sir Able. Es una maza. Tú mismo lo has admitido.
Dije que así era.
—Lo cual la convierte en un arma demasiado peligrosa. No quiero que
muera nadie. Te buscaré algo con lo que puedas luchar. Por cierto, ¿tienes
escudo?
Respondí que no, y también se ofreció a encargarse de ello.
Ya era la hora de la cena, de modo que bajamos al salón. Se había
reunido allí un montón de gente, y más que iban entrando, y nosotros
permanecíamos de pie, pendientes de los presentes, cuando nos encontró
Pouk. Dijo que no había podido encontrar nada para nosotros que
pudiéramos beber y comer, pero que quizá alguien allí tendría algo. Le
expliqué que podríamos comer en compañía de los demás en cuanto luchara
en la mesa, tal como quería Thunrolf que hiciera.
Thunrolf señaló un lugar y ordenó a Pouk tomar asiento. Luego nos
dirigimos a la cabecera de la mesa y me explicó que los caballeros se
sentaban junto a él en la mesa principal. El amigo de un caballero no era un
caballero, lo cual lo relegaba al extremo opuesto de la mesa principal, junto
a los hombres de armas, y por ello había hecho sentar ahí a Pouk. Los
sirvientes se sentaban en la mesa secundaria que estaba cerca de la puerta, y
me preguntó si le parecía bien y le dije que sí.
Alguien, supongo que maese Aud, trajo las espadas con la punta
embotada. Eran espadas normales y corrientes, con la punta roma y el filo
allanado. El caballero que iba a enfrentarse a mí tomó una, y de nuevo tuve
que explicar que no iba a empuñar espada, ni siquiera una así, que no estaba
afilada. Thunrolf envió a alguien por el cocinero jefe, quien, al llegar,
recibió la orden de
Thunrolf de que me trajera un escudo y algo que pudiera utilizar en
lugar de la espada. Fue entonces cuando se llevaron a Rompespadas y al
arco.
El cocinero jefe regresó a toda prisa; por escudo trajo una de esas tapas
de peltre con las que cubren los platos, y por espada una cuchara larga de
acero. No me gustó, pero tuve que subirme a la mesa y aceptar ambas cosas.
Todos me animaban a ello en aquel momento, y reían y gritaban, y a decir
verdad creo que me agarraron y me subieron a la mesa. Pensé que todo eso
estaba muy bien, y que yo era más fuerte y más grande que aquel tipo, y
que les iba a dar una lección.
Aprovecho este momento para deshacerme en disculpas. Había bebido
demasiado vino con Thunrolf, y me costaba lo mío tenerme en pie. Ésa es la
verdad. Además, me cogían de los tobillos e intentaban hacerme la
zancadilla. Eso también es verdad. Sin embargo, no fueron estos factores
los que propiciaron mi derrota. Era un espadachín, un buen espadachín, y
yo no. Hasta que hice lo que pude por vencerlo, ni siquiera sabía qué
distinguía a un buen espadachín de uno malo, ni de qué eran capaces. Le
golpeé el escudo con la fuerza necesaria para doblar la cuchara, ¿y qué? Él
ni siquiera alcanzó el plato. Lo franqueó, me golpeó alrededor de él, y era
capaz de empujarme a moverlo hacia donde él quería y siempre que quería.
Probablemente era un buen tipo, porque comprendí que lo sentía por mí.
Me golpeó tres o cuatro veces, no demasiado fuerte, y entonces me arrojó
de la mesa. Tras levantarme, le entregué el cetro que había tomado prestado
y ahí terminó la apuesta.
Thunrolf reía, todos reían, y me dio una palmada en la espalda antes de
invitarme a sentarme a su lado. Hubo cerveza y más vino, sopa, carne y
pan. También sirvieron una especie de ensalada que llevaba raíces cortadas
o algo crujiente, sirvieron también aceite y pescado. Esto último estaba muy
bueno, igual que la carne y el pan. Después sirvieron la fruta, creo que los
mismos mangos que habíamos desayunado. Yo comí un montón, pero
Thunrolf se mostró más frugal. No dejó de beber, aunque en ningún
momento pareció emborracharse. Más tarde conocería a Morcaine; ella
también era así, capaz de tomar brandy como si fuera vino, y de beber
bastante, además. Le sonrojaba el rostro y se tambaleaba al andar, pero
nunca cantaba o se ponía tonta o perdía el conocimiento. Jamás comprendí
por qué bebía tanto, ni por qué lo hacía Thunrolf.
30
LA MONTAÑA DE FUEGO
Cuando hubo concluido la cena, Thunrolf se levantó y golpeó L mesa
con una de las copas de plata hasta que todo el inunde guardó silencio.
—¡Amigos! —exclamó—. Leales caballeros, valientes arqueros y
hombres de armas. —Calló unos instantes para mirarlos atentamente antes
de agregar—: Leales sirvientes.
Dio una patada a la silla y se acercó a la mesa del servicio donde su voz
adquirió un tono más grave.
—Tengo motivos para creer que se ha producido una ofensa. Se nos ha
ofendido a todos, pero sobre todo a vosotros, leales sirvientes.
Giró entonces sobre los talones a tal velocidad que a punto estuvo de
caer. Seguidamente, señaló a Pouk.
—¿Acaso no eres un sirviente? ¿El sirviente de sir Able?
—¡Sí, señor! —respondió Pouk, que se puso de pie de un brinco.
Los demás sirvientes gruñeron ante la confesión, igual que los hombres
de armas entre los que se había sentado Pouk.
—Te has sentado entre tus superiores —acusó Thunrolf—, y has vuelto
la espalda a tus camaradas. Si les confiara tu castigo, recibirías tal paliza
que quedarías incapacitado para el resto de la vida. ¿Querrías eso?
—No, señor —aseguró Pouk—. Es que...
—¡Silencio! Te ahorraré la paliza. ¿Está aquí el herrero?
El herrero se hallaba entre los hombres de armas y se levantó de
inmediato. Thunrolf le susurró unas palabras y el herrero abandonó el salón.
—Quiero seis caballeros intrépidos. Seis, además de sir Able. aquí
presente. —Nombró a los candidatos y dijo que todo aquel que así lo
deseara podría acompañarlos.
Tanto Thunrolf como sus caballeros tenían caballo, pero Pouk y yo
tuvimos que caminar, al igual que la mayoría de los que nos acompañaron.
El camino se volvía más y más empinado, y llegaba al pie de una larga
escalinata donde quienes montaban tuvieron que dejar sus cabalgaduras.
Seguía después el camino, y luego había otras escaleras cubiertas de hielo y
nieve hasta la cima. Algunos hicieron alto ahí; otros se volvieron, pero
había hombres de armas vigilándonos, así que ni siquiera lo intentamos.
Dije a Pouk que aquello no era gran cosa para alguien que había subido
hasta la parte superior de la Torre de Cris, y él a su vez me dijo que
tampoco lo era para alguien acostumbrado a trepar hasta el tope del palo
mayor. Nos animamos mutuamente, pero lo cierto era que la subida se las
traía, y que la vez que subí con Uri y Baki la escalera de la Torre de Cris,
paramos a descansar de vez en cuando. En el ascenso a la Montaña de
Fuego nadie hizo un alto para descansar.
Llegamos a la cima. Era preciosa, sencillamente preciosa. Había
anochecido ya en las tierras bajas, y podían distinguirse las luces de las
torres en la muralla inferior, y otras luces más allá, en la jungla, donde
alguien tenía una casita, o quizá fuera el fuego de un campamento. En la
cima soplaba un viento fresco, y aún no había anochecido. Las nubes que
cubrían el mar lucían tonalidades grises y doradas, y al mirarlas pensé que
un montón de caballeros podían cabalgar valle abajo en cualquier momento.
Y cuando el sol descendió un poco, algunos lo hicieron. Se convirtieron en
puntos diminutos y lejanos, muy lejanos, aunque alcancé a ver los pendones
y el brillo de las armaduras, y fue algo precioso que nunca olvidaré.
Pero no llegué a ver a dónde iban porque oí un martillazo y, al
volverme, descubrí a qué se debía. El herrero había puesto grilletes
alrededor de uno de los tobillos de Pouk, y golpeaba ya con el martillo una
roca enorme para que Pouk quedara encadenado a ella.
Cuando hubo terminado, Thunrolf ordenó a Pouk cargar con la roca y
llevarla a cuestas. Pouk lo intentó, pero pesaba tanto que tuvo que soltarla
tras dar dos pasos. Finalmente, uno de los sirvientes que nos habían
acompañado lo ayudó a cargar con ella, y todos nos dirigimos a la
mismísima cima. Allí había una especie de terraza de piedra en forma de
pasarela inclinada que habían construido los osterlingas. Cuando te situabas
en el borde podías mirar Montaña de Fuego abajo. No discurría recta hacia
abajo, sino que formaba una pendiente pronunciada con rocas que
sobresalían aquí y allá. Descendía y descendía. Podías ver el fondo porque
estaba iluminado por el fuego. La abertura en la que nos encontrábamos
medía un tiro de arco, puede que un poco más. Pero se estrechaba a medida
que descendía.
Thunrolf ordenó a Pouk acercarse al borde; no dejé de decirme a mí
mismo que no iba a tirarlo al vacío, porque eso era lo que hacían los
osterlingas. Estaba convencido de que no lo iba a empujar. Entonces, el
sirviente que lo había ayudado a cargar con la piedra la soltó, Thunrolf dio
un empujón a Pouk y éste se precipitó por el borde.
Rodó y se golpeó en la ladera e intentó aferrarse a cualquier cosa, pero
la roca siempre lo soltó. Fue en ese momento cuando fui por Thunrolf.
Los hombres de armas me hubieran matado si él lo hubiera permitido,
pero les ordenó permanecer quietos. Me las había apañado para derribar a
uno y romperle a otro el brazo, pero los demás caballeros se me echaron
encima y no pude luchar, y habia demasiados hombres de armas que se
interponían entre él y yo. Me amenazaban el rostro y el pecho con la punta
de picas y alabardas. Los caballeros me sujetaban, y lo único que tenían que
hacer era empujarme sobre ellas. Thunrolf ordenó al herrero ponerme un
grillete en la muñeca derecha. Thunrolf asió la argolla del extremo opuesto
y la levantó en alto para mostrarla a los caballeros presentes.
—Veamos, valiente sir Able —dijo—. ¿Insistes aún en sostener que ese
hombre es amigo tuyo, en lugar de tu sirviente?
—Sí. Le dije la verdad —respondí.
—Milord. —Thunrolf compuso una mueca al pronunciar esa palabra.
Los caballeros que me habían cogido de los brazos intentaron
retorcérmelos, pero la fuerza del mar rebullía como una tormenta en mi
interior. Era capaz de oír el oleaje y sentir el constante golpeteo de las olas.
No quería que descubrieran que no eran capaces de retorcérmelos a pesar de
ser tres por brazo los que se empeñaban en la labor.
—Milord —dije rápidamente—. Le dije la verdad, milord. Es amigo
mío.
—Eso está mejor. —Thunrolf me sonrió. Seguía con la argolla en la
mano y parecía disfrutar de la situación—. Si de veras es tu amigo, ha sido
acusado injustamente, acusado por sus propias palabras, pero, aun así,
acusado. Mira abajo, ¿lo ves?
Los caballeros me soltaron para que pudiera acercarme al borde y echar
un vistazo. Al principio no alcancé a verlo, pero no tardé mucho en
localizarlo. La roca a la que estaba encadenado se había trabado en un
saliente rocoso y Pouk intentaba soltarse. Le dije a voces que no se
moviera, que quería bajar a rescatarlo.
—¡Ah! —exclamó Thunrolf. Era obvio que estaba disfrutando de la
situación—. Eso será sólo si yo te lo permito.
Estaba dispuesto a arrojarme de nuevo sobre él, arriesgarme a
alcanzarlo para darle un golpe, un solo golpe, cuando dije:
—Por favor, milord, por favor, déjeme ir. No ha hecho nada malo.
Déjeme bajar y traerlo de vuelta.
—Lo haré, sir Able, si eres sincero —aceptó Thunrolf—. ¿Esas
dispuesto a arriesgar la vida en mi Montaña de Fuego para salvar a tu
amigo?
—Por supuesto que sí, milord —respondí al tiempo que me disponía a
descender por el borde.
Hizo un gesto a los demás caballeros para que me detuvieran. Tuve la
tentación de arrojarlos al vacío, y creo que podría haberlo logrado.
—Puedes ir —concedió Thunrolf—, pero no irás solo. Alguien te
acompañará, otro valiente caballero que pueda ayudarte con tu amigo y la
piedra. ¿Quién se presta voluntario? —Y volvió a levantar la argolla ante
sus hombres.
Nadie dijo una palabra.
—Que se ofrezca alguien voluntario. Cualquiera de los caballeros
presentes. —Thunrolf agitó en el aire la argolla.
Yo, al igual que él, estaba convencido de que se ofrecerían dos o tres
voluntarios, puede que todos ellos, y que tendría que escoger. Pero ninguno
de ellos lo hizo, y de hecho algunos incluso retrocedieron un poco. No dije
nada, pero pensé que sir Ravd se habría ofrecido voluntario y sentí la
necesidad de contárselo.
Entonces Thunrolf se puso hecho una fiera. Los tachó de cobardes y, a
juzgar por cómo lo miraron, diría que en ese momento lo hubieran matado
por ello, a pesar de lo cual no hubo nadie que le permitiera ponerle la
argolla.
Más o menos entonces volví a mirar hacia abajo. Pouk había
desaparecido. No pude verlo por ninguna parte, y pensé que habría logrado
soltar la roca e intentado trepar aferrado a ella, y que de resultas de ello
habría caído al vacío.
—Yo me voy —le dije a Thunrolf en ese instante—. Puede ponerme la
otra argolla.
—No —dijo—, debe acompañarte uno de estos gallinas. Quiero ver, y
quiero que ellos vean, quién se arrepiente primero.
Ni siquiera parecían capaces de tomar una decisión, se lo dije y me
encaramé al borde. Aún sostenía el extremo de la cadena ayudado por uno
de los hombres de armas; ambos me impedían alejarme. Iba a costarme
horrores trepar de vuelta a la superficie con ambas manos encadenadas, y
sabía que si intentaba tirar de ellos los demás los ayudarían.
—Es vuestra última oportunidad —anunció Thunrolf a los caballeros—,
vuestra última oportunidad. Hablad, ahora.
Asomé la cabeza por el borde para vocear:
—¡Póngamela en la otra mano! ¡Yo iré!
Aquí me he llevado más de una sorpresa, y en más de una ocasión. Sé
que no es la primera vez que lo digo, pero es la pura verdad. Y esta fue una
de esas veces, ya que Thunrolf acercó la argolla a su propia muñeca y la
cerró con fuerza; luego dedicó a los caballeros una última mirada y
descendió conmigo.
A medida que nos adentrábamos en las profundidades el aire se volvía
más asfixiante y costaba más y más respirar. Había hum en el ambiente y no
dejábamos de toser. Sabía que ambos comimos peligro de muerte y no
quería que nos sucediera nada mal
(Éste es uno de esos momentos en los que cuesta decir la verdad. Puede
que sea el más costoso de todos. Sí, creo que lo es. Salí afuera, estuve
dando vueltas y luego miré al mar y las montañas y el maravilloso lugar
donde vivimos. Si Disiri o Miguel hubieran estado allí se lo habría contado,
pero no estaban y tenía que tomar una decisión. Así lo he hecho, y ésta es la
verdad.)
Si la Montaña de Fuego hubiera sido un volcán como los que tenemos
en casa jamás me habría atrevido. Sabía que no lo era.; ésa fue una de las
razones que me animaban. Sabía de la existencia de otro mundo bajo
Aelfrice, el sexto mundo al que se llamaba Muspel. Sabía que el agujero en
mitad de la Montaña de Fuego llevaba allí, y que era allí donde estaba el
fuego que habíamos visto, el lugar del que provenía el fuego.
Eso por un lado. Por otro, el hecho de que yo no creía que tuviéramos
que bajar a Muspel. Pouk se había quedado a medias la primera vez, y
probablemente habría vuelto a sucederle, en lo cual me equivoqué. Cuando
Thunrolf empezó a toser sin parar y quiso subir de vuelta a la superficie, no
dejé de empujarlo hacia adelante. Sabía que intentaba decirme que haría
que me mataran, y a veces incluso lograba pronunciar la mayor parte de la
frase. Pero yo fingí no entenderlo, y seguía tirando de la cadena que ambos
llevábamos en la muñeca animándole a seguir adelante.
Al final, el agujero empezó a abrirse de nuevo y no trepábamos por el
interior de la pared de la montaña, sino que descendíamos por un risco.
Thunrolf cayó de nuevo. Se había caído una docena de veces, pero aquella
caída fue la peor. Así la cadena con fuerza mientras él permanecía colgado
de ella. Mientras intentaba subirlo hasta que encontrara un lugar donde
apoyar el pie, vi i Pouk abajo, lejos, y a uno de los dragones de Muspel que
se dirigía hacia él.
No creo que otros dos hombres hayan descendido un risco con la
rapidez de la que hicimos gala Thunrolf y yo. Llegamos al fondo y voceé a
Pouk, y luego grité al dragón, y en ese momento Thunrolf desenvainó la
espada e intentó matarme. Lo cogí de la muñeca, le doblé el brazo a la
espalda y soltó la espada.
Todo esto resulta difícil de escribir porque sucedió muy rápidamente.
No podía vigilar al dragón mientras forcejeaba con Thunrolf, pero sabía que
se iba directo hacia Pouk y que lo hacía con suma rapidez. Yo quería la
espada. Recordaba perfectamente lo que había dicho respecto a que no
empuñaría una hasta que Disiri me encontrara un arma adecuada, pero de
todos modos la quería. Esa espada me parecía la única esperanza, y si era
Thunrolf quien la empuñaba en lugar de hacerlo yo, me mataría a mí y no al
dragón.
La soltó, tal como he dicho, y cayó en la grieta de la roca. Surgía fuego
de la misma, y había caído tan lejos que no pude verla. Me volví tan
rápidamente como pude y vi que el dragón había inmovilizado a Pouk bajo
el peso de una de las patas delanteras. Imagina una serpiente enorme, un
cocodrilo grande como un barco, y uno de esos dinosaurios voladores.
Ahora mezcla lo peor de todos ellos y ése es el aspecto que tiene un dragón.
Es peor que cualquiera de ellos por separado, y peor que todos ellos juntos.
Cogí una piedra. Estaba ardiendo, pero se la arrojé. El dragón siseó
como un surtidor de vapor y abrió completamente la boca; entonces reparé
en su interior y vi que, en lugar de lengua, tenía la cabeza de Garsecg.
—Sir Able —dijo—, ¿por qué me haces la guerra? —Era su voz, pero
sonaba como una banda de rock.
Le expliqué que Pouk era amigo mío, y le dije que si lo mataba tendría
que matarme a mí también.
—¿Y si no lo hago? —preguntó Garsecg con una sonrisa dibujada en
las fauces de dragón. El rostro había alcanzado un tamaño tres veces mayor
al habitual.
—Entonces tendré que mantener la promesa. Prometí enfrentarme a
Kulili en tu nombre, y así lo haré.
Así las cosas, extendió las alas. Antes lo había considerada grande, pero
con las alas extendidas era mayor que cualquier avión que yo haya visto.
Despegó y el viento se convirtió en huracán. Sopló la arena, las rocas y el
fuego que había a nuestro alrededor, nos tumbó en el sueño hasta que
rodamos por tierra llana como si cayéramos por el interior de la Montaña de
Fuego.
Entonces desapareció. Al levantar la mirada, alcancé a verla en lo alto,
en el cielo. Las alas eran tan grandes que parecía grande a pesar de la altura
a la que volaba. Había un cielo terrible, cubierto de polvo rojizo e
iluminado por los fuegos que ardían en k superficie. Pero sobre él, allí
donde podían verse las nubes más altas, se distinguía Aelfrice con sus
preciosos árboles y montañas, con sus nieves y flores, y con Kulili en el
abismo de aquel frío mar azul.
No pude romper la cadena que mantenía atado a Pouk a la roca, así que
me puse de pie sobre ella e hice fuerza hasta arrancar la grapa de acero. De
no haberlo logrado, no creo que Thunrolf y yo hubiéramos podido subirlo
por el risco hasta el interior de la Montaña de Fuego.
De todos modos estuvimos al borde del fracaso. A veces paramos a
descansar un poco, tosiendo y a punto de asfixiarnos Teníamos tanta sed
que nos costaba mucho hablar. A pesar de ello, intenté explicarles que si
bien el tiempo transcurrido en la Montaña de Fuego podía parecemos
apenas unos días, sería mucho más extenso en el exterior.
—Eso si salimos, sir Able —dijo Thunrolf al tiempo que levantaba a
Pouk y lo cargaba a hombros tal como yo solía hacerlo. Echó a andar de
nuevo. Pouk tenía las piernas rotas, y a veces estaba consciente y otras no.
Thunrolf lo llevaba un rato, luego empezaba a tropezar y entonces me
ofrecía a cargar con él. Sin embargo, Thunrolf nunca me pidió que lo
hiciera. Ni una sola vez. Tardé en reparar en ese detalle, pero finalmente lo
hice.
Ascendimos y ascendimos. Parecía que algo iba mal, pues no era
posible que hubiéramos bajado todo lo que ya habíamos subido, y eso que
distábamos mucho de poder considerarnos cerca de la superficie. Ya no
estábamos en Muspel, sino en otro mundo de roca, piedra, calor y humo,
todo ello apenas al doblar el siguiente recodo. Era consciente de que íbamos
a morir, y de que si arrojaba a Pouk al vacío tendría una muerte rápida y la
mía sería más fácil. No obstante, era demasiado terco para hacer tal cosa.
La marcha duró tanto que pareció una eternidad. Tuve entonces la
impresión de que nunca había sido el hermano pequeño de nadie en Estados
Unidos, que nunca había ido en busca de un árbol o vivido en una cabaña
en los bosques con un tal Valiente Berthold. Que nunca había hecho otra
cosa que trepar, toser, estar agotado y sentirme al borde de la asfixia.
Sentí entonces una corriente de aire fresco. Olía de forma rara y sabía
peor aún, pero era fresco, yo tenía quemaduras por todas partes y llevaba
ardiendo tanto tiempo que era incapaz de darme cuenta. Levanté la mirada,
intentando ver de dónde procedía y cuánto nos costaría subir allí. Vi
estrellas. Nunca lo olvidaré. Podría cerrar los ojos ahora mismo y volvería a
verlas. No sabes cómo son las estrellas, lo maravillosas que pueden llegar a
ser.
Yo sí.
31
DEVUELTA AL MAR
Una estrella más brillante y cercana refulgía a cierta distancia bajo
nuestra posición: El fuego de un campamento donde empezaba la escalera
inferior. Descendimos por ella muy lentamente, atrapando puñados de
nieve, ocupado yo en llevar a Pouk y servir de apoyo a Thunrolf cuando lo
necesitaba. No distábamos mucho del último escalón cuando Thunrolf
exclamó:
—¡Aud!
Los hombres sentados alrededor del fuego se levantaron como activados
por un resorte, y Thunrolf trastabilló por los últimos escalones hasta
abrazarlos a ambos con lágrimas en los ojos. Deposité a Pouk cerca del
fuego, le corté las calzas y comprobé con alegría que los huesos rotos no
asomaban por la piel. Valiente Berthold me había advertido al respecto
cuando me caí de un árbol. Me dijo que cuando sucedía tal cosa la persona,
por lo general, moría.
—Éste es Aud, mi mayordomo. —Thunrolf presentó a uno de los
hombres, antes de volverse hacia el otro—, y éste es Vix, mi sirviente
personal. —Las lágrimas le bañaban el rostro—. En toda la vida me había
sentido tan feliz al ver a dos tunantes.
Tenían vino y agua, y nos sentamos con ellos para beber y engatusar a
Pouk de modo que tomara un trago. Estaba aturdido y dolorido, y no
parecía siquiera saber dónde estaba o quiénes éramos.
—Hoy hará un año, señoría —informó Aud a Thunrolf—, que partieron
a la Montaña de Fuego. Nos habíamos acercado esta noche en señal de
duelo.
—Volvemos a Seagirt, señoría —explicó Vix—. Partiremos mañana.
Lord Olof nos ofreció un puesto, pero no quisimos aceptarlo.
—De modo que hay un nuevo lord en Torre Redonda. —Thunrolf
parecía hablar para sí—. No me importa. No me importa lo más mínimo.
Estoy fuera.
—El rey lo envió, señoría —dijo Aud.
—En tal caso puedo volver a casa. Podemos volver a casa. —Se
estremeció y apuró la copa—. Estoy tan cansado...Tendréis que ayudarme a
levantarme. Y a Able. A sir Able. Ayudadlo a él también. ¿Querrás viajar
conmigo a Seagirt, sir Able? Serás mi primer caballero, y mi heredero. Te
adoptaré.
Le agradecí el ofrecimiento, pero le expliqué que Pouk y yo nos
dirigíamos a Forcetti para entrar al servicio del duque Marder.
—Voy a dormir aquí mismo. Cúbrenos, Vix. —Así las cosas, Thunrolf
se tumbó y cerró los ojos, y Vix lo tapó con su propia capa.
Habían recorrido el camino a lomos de dos asnos, y Aud se acercó a
Torre Redonda por un médico. Yo me había quedado dormido para cuando
regresó, y disfruté de uno de los pocos descansos que tuve en Mythgarthr en
los que los sueños no se vieron turbados por la gente cuyas vidas se tejían
en la cuerda de .reo que me había obsequiado Parka. Tampoco Setr agitó
mis sueños, aunque después habría de perturbar muchos.
Creo que nunca me había mostrado tan reacio a despertar o a
levantarme que al día siguiente. El sol estaba en lo alto cuando ríe
incorporé, y es que el médico nos había cubierto el rostro con muselina.
—Hemos llevado a tu amigo a Torre Redonda —me contó el médico—.
He hecho cuanto he podido por él, le he entablillado el brazo y ambas
piernas y le he curado las quemaduras. También he tratado las tuyas y, por
supuesto, las de lord Thunrolf.
Ni siquiera sabía que Pouk se hubiera roto un brazo.
—Lord Olof opina que no deberíais moveros hasta que estéis
preparados.
Probablemente fueron nuestras voces las que despertaron a Thunrolf. Se
apartó la muselina del rostro e intentó incorporarse. Viz y Aud corrieron
hacia él, dispuestos a ayudarlo.
—No sé si podré caminar —confesó al médico—, pero si ruedes
subirme al caballo, creo que podré cabalgar.
—Eso no será necesario, señoría. Tenemos un palanquín para usted y
para sir Able.
—Un palanquín que no utilizaré —objetó Thunrolf—. No. No si debo
morir. Ayúdame, Aud. ¿Dónde está mi caballo?
No había más caballo que el del médico. Aud y yo ayudamos a montar a
Thunrolf, y yo caminé junto a él aferrando las riendas del bocado. Temía
que pudiera caerse en el momento menos pensado, aunque también pensaba
que él temía lo mismo de m; Cuando casi habíamos llegado, dijo en voz
baja:
—Una dádiva, sir Able. Nada me debes, lo sé. Pero yo anhelo una de
todos modos, y descubrirás que no soy un amigo desagradecido.
Repliqué que era yo quien estaba en deuda con él. Le había pedido
prestado un cetro y lo había perdido, a cambio de lo cual le había prometido
llevar a cabo cualquier cosa que estuviera en mis manos.
—Lo había olvidado. Muy bien. Te pido entonces que me perdones. ¿Lo
harás?
Levanté la mirada hacia él.
—Sí, milord, pero eso no es una dádiva. Ya lo había hecho
—Es la dádiva que me debías. Ahora te pediré otra, sir Able ¿Me la
concederás?
—Claro.
—Déjame hablar cuando lleguemos a Torre Redonda Muéstrate de
acuerdo con todo lo que diga y no digas nada que pueda hacerme caer en
desgracia.
Intentaba aún pensar en algo correcto que decir cuando media docena de
caballeros aparecieron ante nosotros. Algunos habían estado a su servicio, y
otros pertenecían a la mesnada de Olof, pero el hecho era que todos ellos se
habían percatado de que sucedía algo y habían salido a ver de qué se
trataba. Los que sirvieron a Thunrolf no podían creer lo que veían sus ojos.
—Encontramos a un dragón —les explicó— y perdí la espada. Me
gustaría recuperarla, pero no si tengo que enfrentarme a otro dragón.
¿Habías visto antes a un dragón, sir Able? Yo los había visto retratados,
claro que no puede compararse.
—En una ocasión, milord —respondí—, aunque no parece que me haya
servido de nada. No creo que nadie llegue a acostumbrarse del todo a ellos.
Sonrió. Una sonrisa extraña debido a las quemaduras. Esquinada, pero
sonrisa al fin y al cabo.
—A pesar de haber visto sólo a uno, te aseguro que yo no creo que me
acostumbre.
Entonces nos quitaron la cadena; pasaron muchas cosas después, pero
voy a abreviar: Thunrolf partió en breve en dirección al puerto, donde se
había propuesto conseguir pasaje a casa. Casi todos sus hombres ya habían
partido por tierra con los caballos. Pouk y yo seguimos allí hasta que él
pudo volver a andar, y la verdad es que Olof se mostró muy amable con
nosotros. Tenía mi arco, el carcaj y a Rompespadas, y me lo devolvió todo
junto a un montón de obsequios. Cuando partimos nos prestó caballos y
ordenó a algunos de sus hombres que nos acompañaran para llevarlos de
vuelta.
Nos alojamos en una fonda durante tres noches, creo, y la verdad es que
no nos gustó demasiado. Después, Pouk encontró a una pareja de ancianos
que nos alojarían por menos dinero que en la fonda, y además en mejores
condiciones. El anciano había sido patrón de barco, pero tuvo que dejarlo
cuando le empeoró la vista. Conocía un montón de historias, y no sólo valía
la pena escucharlas, sino que, además, la mayor parte eran de las que valía
la pena recordar. Nos alojamos en su casa durante un mes, más o menos.
Practicaba a diario el tiro con arco y el manejo de Rompespadas, cuando
no me acercaba al establo por un caballo. Podía alquilarlo todo el día por
una moneda de cobre, o dos por un caballo mejor. Recorría a caballo el
territorio, galopaba, trotaba y demás. Pensé que llegaría a convertirme en un
jinete consumado, aunque no había hecho más que empezar.
Pouk se acercaba al puerto en busca de un barco que pudiera llevarnos;
allí hablaba con los marineros y los barqueros. Un día, al volver a casa, me
lo encontré sonriente. Dijo que había un barco atracado en puerto que
navegaba rumbo a Forcetti, y que nos llevaría allí.
—¡Estupendo! Vamos a ver cuánto nos piden. ¿Crees que será un buen
barco?
—Sí, señor, así lo creo. El caso es que ya he reservado pasaje, señor,
con su permiso. Una cabina cómoda, señor, y directos a Forcetti por la
costa.
Quise saber cuánto le había costado. Thunrolf me había dado mucho
dinero, pero sabía que tenía que comprar un montón de cosas en Forcetti.
Las piezas de malla de un caballero no son precisamente baratas, y un
caballo como Crinegra (el de sir Ravd) cuesta una fortuna.
—Le gustará el precio, señor —dijo Pouk con una sonrisa de oreja a
oreja.
—¿Quieres decir que lo has pagado tú mismo? Pensaba correr con los
gastos de ambos.
—Sí, señor, ya está pagado —afirmó tras reír.
—Entonces te lo devolveré.
—Oh, no se preocupe, señor. He pagado con lo que me dio el dragón.
Sabía perfectamente que Setr no le había dado más que disgustos y
moretones.
Se trataba del Mercader del Oeste, probablemente lo hayas supuesto
antes de lo que lo hice yo. No tenía mucho mejor aspecto que hacía un año,
pero tampoco mucho peor, y cuando subimos a bordo y tuve ocasión de
echar un vistazo vi que la mayoría de las velas eran nuevas.
Kerl y yo nos abrazamos; me contó que había ido a Torre Redonda a
buscarnos a Pouk y a mí. Lo hizo una semana después de habernos
adentrado en el interior de la Montaña de Fuego, y le dijeron que tanto
Thunrolf como nosotros habíamos muerto. Le conté lo que había pasado,
que Thunrolf planeaba avergonzar a sus caballeros, lo cual es cierto, aunque
omití que intentara matarme cuando vio a Setr y yo no quise huir.
Pedí a la anciana que me bordara un gallardete mientras aguardábamos
a que los del Mercader del Oeste cargaran y descargaran todo para echarse
de nuevo a la mar. Era de seda, hecho de retales que le habían sobrado de
un vestido que había hecho para la hija del capitán del puerto. Sobre la seda
verde bordó corazones de seda roja y cosió uno a cada lado. Kerl lo
enarboló en el trinquete mientras estuve a bordo. Más tarde lo guardé y casi
me olvidé de él hasta que me hice una lanza de mandarino. Entonces
recordé que lo tenía, lo recuperé y lo colgué de la lanza. Lo llevaba puesto
cuando ésta se astilló.
Pouk y yo permanecimos en tierra en casa del anciano capitán y de su
mujer hasta que el barco estuvo listo. En primer lugar, porque ahí nos
sentíamos muy cómodos; en segundo lugar, porque quería que Kerl
disfrutara de su cabina todo el tiempo posible. No iba a cobrarme nada y no
estaba dispuesto a discutir conmigo la posibilidad de que le pagara, aunque
yo había tomado la decisión de que cuando arribáramos a Forcetti olvidaría
en el barco el cuchillo osterlinga que Olof me había regalado. Tenía la vaina
y el mango de plata, ambas engarzadas con coral, de modo que era bastante
valiosa. No obstante, se parecía demasiado a una espada para que fuera de
mi agrado.
Y fiel a mi plan, lo hice.
Parecía que no nos haríamos nunca a la mar. La verga grande se partió,
y Kerl tuvo que encontrar una buena madera para que el carpintero hiciera
una nueva y, claro, luego tuvo que poner manos a la obra, y después
tuvieron que cargar el resto y estibarlo todo en condiciones. Cuando vivía
contigo leía novelas de veleros y piratas, y de las guerras contra Napoleón
en el mar y todo pero nunca había imaginado que todo fuera tan lento. La
de tiempo que llevaba todo. Hay un millar de cosas que tienen que estar
preparadas de golpe, y cuando todo lo demás lo está, subes a bordo el agua,
porque empieza a estropearse desde el instante r. que llenas los toneles. La
cerveza se porta mejor, decía Pouk, porque se conservaba más tiempo. Sin
embargo, había que hacerla, mientras que el agua era gratis.
Pouk y yo teníamos cerveza en la cabina, y vino también. El vino de allí
no es de verdad porque no tienen uva. Lo preparan con otra fruta que
cultivan, igual que hacemos nosotros con la sidra. Era barato en el puerto
donde está la Montaña de Fuego, y nos habíamos acostumbrado a él.
También teníamos galleta de barco, queso, jamón y tres tipos de carne en
salazón, dos clases de pescado ahumado y un montón de cosas más. La
anciana nos cabía preparado una cesta para el primer día: fruta y
sándwiches, todo tipo de embutidos. Estaba tan llena que con lo que había
dentro comimos durante tres días. El anciano capitán me dio el asador de
bronce que había llevado cuando embarcó por primera vez. Dijo que debía
aprender a ajustar un cabo mientras Tuviera ocasión de hacerlo. Era algo
útil que cualquier persona debería saber, y algún día ese conocimiento podía
serme de utilidad. El caso es que el consejo no cayó en saco roto.
Finalmente nos hicimos a la mar. Llevábamos tanto tiempo esperando
que aquello no parecía real.
La mayor parte de las personas de por aquí no han estado nunca en un
barco, y algunos de ellos ni siquiera han visto el mar. Disira, por ejemplo.)
En Estados Unidos pasa más o menos lo mismo, y eso no les preocupa. Así
que hay algunas cosas que debería explicar, y una tiene que ver con el pan,
la cocina y demás. Hay un horno en los fogones, y el cocinero hornea ahí la
galleta o el pan) para la dotación siempre que puede. Sin embargo, jamás
enciende el horno cuando hace mal tiempo porque bastaría un ascua para
hacer arder todo el barco. Con mal tiempo comes ¡a galleta y carne fría.
Todo el mundo lo hace, incluso el capitán. Con buen tiempo, el cocinero
hierve la carne en agua de mar para desalarla. Pero siempre que utilice el
fuego tiene que emplear madera, y nunca parece haber suficiente a bordo.
Cuando nace frío no hay más calor que el que desprenden los fogones.
Nada más. A medida que navegamos al norte siguiendo la costa la
temperatura fue descendiendo. Estaba a punto de concluir el invierno, pero
al norte de Kingsdoom aún hacía mucho frío. Había desaparecido tres años
en Aelfrice con Garsecg, y justo un año con Thunrold en Muspel. El tiempo
siempre discurría con mayor lentitud en los mundos situados bajo
Mythgarthr, aunque uno nunca podía estar del todo seguro de cuánto. A
veces un poco, otras mucho.
Cuando recuerdo aquellos tiempos, los días, semanas y meses después
de salir de la Montaña de Fuego, hay dos cosas que imponen a las demás.
Una es el mal aspecto de Pouk cuando sacamos, cuando lo tendimos en la
roca a la espera del medie y después también, cuando yació en la cama de
Torre Redonda. No era el tipo de personas que se pudieran considerar
atractivas, y además era bajito. Tenía la nariz aguileña y una mandíbula
prominente. El ojo tuerto despedía un aire aterrador, y el sano era pequeño y
estrábico. A pesar de lo malherido que estaba se comportó con gran
valentía. Cuando Thunrolf le dijo que jamás volvería a hacerle nada
parecido, Pouk se limitó a responder: «Gracias, señor, gracias.» Y cerró los
ojos. Nunca me había detenido a pensar en lo mucho que me agradaba hasta
que lo vi sufrir de ese modo, malherido e intentando sonreír. A veces bebía
mucho, pero nunca pude enfadarme con él por ello, tal como debería haber
hecho.
Estuvo conmigo de forma intermitente hasta que Disiri y yo nos
marchamos. Cuando sucedió esto, comprendí por fin porqué me había dicho
que yo era su gran oportunidad. Él fue importante (también Ulfa lo fue),
porque estuvo conmigo mucho tiempo. En aquel momento ya era el señor
Pouk y trabajaba para el rey
La otra cosa que jamás olvidaré fue ver la isla de Cris. El sol casi se
había ocultado tras el horizonte y yo había subido al alcázar para hablar con
Kerl. Me pareció ver algo y tomé prestado el catalejo de bronce.
Y ahí estaba. Los altos y orgullosos árboles, y las olas que rompían
contra la playa de arena color sangre. Miré y miré, y no tardé nada en
echarme a llorar. Si pudiera decir por qué, lo haría, per. no puedo. Las
lágrimas me resbalaban por el rostro, y no podía respirar bien. Aparté el
catalejo, me sequé los ojos y me soné la nariz. Cuando volví a mirar, había
desaparecido. Nunca volví a verlo hasta que entré en la Sala de los Amores
Perdidos de Thianzi.
Así estaban las cosas. Debo mencionar de paso que ignoraba por
completo que Uri y Baki me estuvieran buscando. No tenía la menor idea, y
por supuesto mi marcha a Muspel se lo había puesto muy difícil. Habían
registrado el Mercader del Oeste tres o cuatro veces, y lo habían descartado
mucho antes de que Pouk y yo subiéramos a bordo.
32
LA TORRE DEL MARISCAL
—Aparta la mano de la espada —susurró el hombre de armas situado a
mi espalda—, y nada de impertinencias. —Y elevando el no de voz, añadió
—: Éste es Able, maese Agr.
—Sir Able, señor —maticé.
—Dice ser caballero, señor. Quería ver a su excelencia, así que pensé
que sería mejor traérselo.
Todo por culpa de no haber podido comprar un caballo adecuado en
Forcetti. Había planeado hacerme con uno, y Pouk y yo habíamos echado
un vistazo a algunos que estaban en venta. Pero ninguno me acabó de
convencer, y a pesar del dinero que me había dado Thunrolf no estaba
dispuesto a comprar uno que no me satisficiera.
El hombre delgado que se hallaba tras la enorme mesa asintió mientras
se atusaba el bigote. Tenía la expresión de alguien a quien no le gusta
mucho lo que está viendo, o sea: a mí. Siempre me pareció que la gente
debería de ver de buenas a primeras que no soy un hombre, sino un
muchacho, y que era Disiri la que me habia convertido en tal. Pero los
demás no podían hacer tal cosa. Pouk no había sido capaz, ni Kerl.Y
tampoco Thunrolf. Pero en ;se momento tuve la impresión de que acababa
de dar con alguien que sí podía.
—Soy el mariscal del duque —se presentó. No le importaba .o más
mínimo lo que pudiera pensar de él, lo cual quedaba patente por el modo en
que hablaba. Se limitaba a exponerme hechos—. Mantengo el orden entre
sus caballos, entre sus caballeros, entre sus sirvientes y entre cualquiera que
se presente aquí en Sheerwall.
No parecía un buen momento para intervenir, así que me limité a
inclinar la cabeza.
—Si es necesario que hables con el duque, yo me encargaré de que te
reciba en audiencia. Si no lo es, podrás hablar conmigo. O te enviaré a la
persona adecuada. ¿Tienes algún agravio q_: exponer a su corte?
—Quiero solicitar entrar al servicio del duque Marder.
—Como caballero.
—Sí. Eso es lo que soy.
—Vaya. —Sonrió, no fue una sonrisa muy agradable— ¿Quién te
ordenó como tal?
—La soberana de los elfos del musgo, la reina Disiri.
—Guárdate las bromas para cuando estés borracho, Able.
—Sir Able, señor, y no bromeo.
—Eres caballero. Podemos olvidarnos por el momento de la reina de los
elfos.
—De acuerdo.
—Al menos tienes la complexión de un caballero. Como tal supongo
que serás un jinete consumado. Es el manejo del core; lo que distingue a un
caballero de cualquier hombre corriente Doy por sentado que lo sabes.
—Es el honor lo que distingue a un caballero —repliqué.
Agr asintió.
—Pero el manejo del corcel constituye una habilidad fundamental para
todo caballero. ¿Tienes corcel?
Quise explicarme, pero me interrumpió.
—¿Posees dinero para comprarlo?
—No tengo suficiente para la montura que deseo.
—Comprendo. —Volvió a atusarse el bigote. Probablemente no sabía ni
que lo estaba haciendo—. ¿Posees un feudo que te rinda beneficios?
¿Dónde está?
Respondí que no tenía propiedades.
—Ya lo imaginaba. —Agr se levantó para acercarse a la ventana y mirar
al exterior—. Su excelencia necesita de buenos hombres de armas. Sir Able,
¿en qué condiciones estarías dispuesto a servirla?
Ni siquiera se me había ocurrido pensar en ello, ni sabu cómo exponer
lo que sentía al respecto. Al cabo de un minuto, respondí:
—Quiero ser su caballero, o al menos uno de ellos. No he venido a
pedir dinero.
Alcancé a oír el entrechocar del acero en el exterior, y Agr asomó por la
ventana para ver qué sucedía.
—¿No quieres una paga mensual? —preguntó al volverse de nuevo
hacia mí—. ¿Una cantidad que sirva para cubrir tus gastos?
Negué con la cabeza.
—Tengo sirviente, maese Agr. Se llama Pouk. —Cuando hablé
aThunrolf acerca de Pouk le dije que era amigo mío, y eso nos trajo muchos
problemas. No estaba dispuesto a caer dos veces en el mismo error—. No
pago a Pouk y a veces ni siquiera puedo darle de comer o proporcionarle un
lugar donde dormir, en esos casos cuida de sí mismo. —Me acordé de
cuando estuve muy malherido en el pozo del cable, en la escasa luz que se
filtraba por las rendijas de la tablonería y en las ratas que se me acercaban
atraídas por el olor de la sangre—. A veces, Pouk también cuida de mí —
aseguré—. Si fuera uno de los caballeros del duque Marder, me
avergonzaría de tratarlo peor de lo que Pouk me trata a mí. Si quisiera
darme algo, lo tomaría y le daría las gracias. Si no quisiera, intentaré
servirlo lo mejor que pueda.
Fue la primera vez que Agr me miró como si yo fuera un ser vivo.
—Bien dicho, sir Able —dijo—. Hay un barón que sirve al rey que
parlotea con los elfos a través de los cálices. Creo que está loco de remate, y
también creo que tú lo estás. Pero no puedo evitar querer que fueras cuerdo.
Con algo de adiestramiento podrías convertirte en un buen hombre de
armas. ¿Tiras al arco?
—Sí, señor. Tiro al arco.
—Hay otro maese en el patio de armas. Se llama maese Thope. Es
maestro de armas, y debes dirigirte a él tratándolo con respeto, tal como te
has dirigido a mí. ¿Sabes qué es un maestro de armas?
—No, señor. No lo sé.
—Adiestra a nuestros escuderos y hombres de armas en el uso de éstas
y en el manejo de los caballos. Yo le proporciono monturas con ese
propósito. No son lo bastante buenas para que las monte un caballero en
batalla, pero un caballo inferior puede servir de mejor entrenamiento a un
jinete que una buena montura, al igual que puede hacer que un joven sea
capaz de apreciar más una de calidad. Quiero que justes con maese Thope.
Al ver que no lo entendía, añadió:
—Que cabalgues contra él con una lanza embotada, dé prestará un
caballo, un escudo y demás. Si te manejas bien, veremos después lo bien
que disparas ese arco y qué tal esgrimes la espada.
Después, el hombre de armas que me había conducido en presencia de
maese Agr me llevó a ver a maese Thope. Era tan grande como yo, pero
encanecía. Le conté quién era y por qué me hallaba allí, y le expliqué que se
suponía que debía justar con él. Me apretó los brazos. Tenía las manos
grandes y muy fuertes
—Eso es músculo —murmuró—, no grasa. ¿Sabes utilizar la lanza,
joven?
—Puedo intentarlo —respondí.
—Cualquiera puede intentarlo.
Me dio un escudo de práctica. Son mucho más pesados que los de
verdad porque también son mucho más robustos.
—Yo dirigiré la lanza ahí —me dijo mientras me ajustaba IOÍ estribos—,
y tú apuntarás la lanza al mío. Nada de tonterías.
—De acuerdo.
Me había montado en un caballo castaño y gordo que ya sudaba
profusamente. Sabía todo lo relacionado con la justa, y nc quería practicarla
más. No tenía espuelas, y llevaba el escudo er. un brazo y la lanza embotada
en el otro, de modo que no resultaba muy sencillo ponerlo en posición. No
hubiera sido un problema, aunque uno de los otros caballeros que
observaban la justa voceó:
—¡Pínchalo con la lanza! —Y miré el extremo de la misma antes de
recordar que no tenía punta. Debían de encontrar aquello la mar de
divertido, y empecé a impacientarme.
El lugar donde se justa se llama liza, y no tiene nada que ver con el hilo
de cáñamo. De hecho, se trata de un terreno delimitado por un listón de
madera. Cada una de las personas que justan cabalgan con ese listón a la
izquierda, para que puedan ofrecerse el escudo. Es como el fútbol. Se
supone que nadie debe salir malherido. La justa es tan peligrosa como un
placaje, y la persona con la que justas estaría en tu bando en una batalla de
verdad.
Como ya he dicho, tenía algunos problemas con el caballo, pero en
cuanto lo situé en posición supo qué debía hacer. Estaba espantado e
intentaba comportarse con bravura, igual que yo. Hice lo posible por decirle
algo que le hiciera sentirse mejor. No tenía la culpa de lo que sucedía, a
pesar de lo cual era él quien debía cabalgar y llevarme en la silla de justa.
Sabía, además, que podía lastimarse con el lance.
Yo tampoco las tenía todas conmigo, y mientras le hablaba, dije:
—Me gustaría que irguieras el cuello como hacía Crinegra. —Hablarle
así a un caballo, a un caballo que no me entendía y no le importaba nada lo
que decía, me hizo pensar en Gylf y en lo mucho que lo echaba de menos.
Nunca había regresado al Mercader del Oeste, y nadie sabía dónde estaba.
Me hubiera gustado volver a Aelfrice para buscarlos a él y a Disiri, pero no
sabía cómo hacerlo.
Un muchacho con una trompeta estaba situado muy cerca del lugar
donde chocaríamos. La sopló y mi caballo emprendió el trote para después
apretar el paso. La lanza de maese Thope me alcanzó el escudo con tal
fuerza que lo hundió sobre mí. Recuerdo Arar la cintura, brincar en el aire y
caer al suelo con fuerza.
También recuerdo haber permanecido allí tendido y dolorido, mientras
todos los caballeros voceaban que volviera a intentarlo.
Así que me puse de pie en un salto, a pesar de que no estaba a cosa
como para andar brincando; busqué la lanza, la recogí, fui a buscar el
caballo y volví a montar.
Fue en ese momento cuando maese Agr se acercó a hablar conmigo.
Hasta entonces, no me había dado cuenta de que había ajado a ver el lance.
En voz baja, de modo que los demás no pudieran oírlo, me dijo:
—No tienes que intentarlo de nuevo. No eres caballero.
Había estado escupiendo sangre porque me había hecho daño en el
labio, pero le sonreí igualmente. (Aún sigo sintiéndome orgulloso de la
sonrisa torcida que le dirigí.)
—Soy caballero —afirmé—, aunque como caballero no soy bueno con
la lanza. Quiero hacerlo.
Maese Thope no llevaba más yelmo que el que llevaba yo, y debió de
oírnos. Hizo el ademán de alguien que se baja la visera y creo que sonrió.
Volvimos a ello, y la cosa concluyó con el mismo resultado anterior. Eso
me dejó algo preocupado, y cuando me incorporé estaba muy enfadado
conmigo mismo. Sin embargo, hice lo posible por no demostrarlo
abiertamente, y agradecí a maese Agr la ayuda que me prestó a la hora de
levantarme.
—Haría lo mismo por cualquiera. —Tenía uno de esos rostros
angulosos y fríos, y la verdad es que no mudó la expresión un ápice al
agregar—: Sé que el entrenamiento nunca está de más, pero lamento
haberte pedido que justaras.
—Tenía que aprender —dije.
En ese momento, uno de los caballeros voceó:
—¡Tú no eres caballero, muchacho!
Lo miré unos instantes.
—Soy caballero, pero tú no —afirmé. Esas palabras lograron hacerlo
callar.
Había estado observando a maese Thope cuando cabalgaba hacia mí, así
que en aquella tercera ocasión me agaché com él hacía y me concentré en
alcanzarlo en el escudo con la lanza Antes me había preocupado por que me
diera con la lanza. Per, en ese momento olvidé siquiera que él iba armado.
Tenía que darle en el escudo. Era lo único que tenía importancia.
Y lo logré. Lo alcancé de tal modo que rompí la lanza. Él me alcanzó
también en el escudo de igual modo que había hecho en las dos ocasiones
anteriores, y me vi arrojado de la silla como s fuera una marioneta o algo
así, al suelo. Con fuerza. Sólo que esa vez fue uno de los caballeros que se
había reído de mí quien me ayudó a levantarme, y cuando estuve de nuevo
en pie me golpe, en la boca.
Hasta entonces no había sido capaz de sentir en mi interior la fuerza del
mar. Surgió de pronto, se alzó tan rápidamente como la tormenta más
inesperada, rompió huesos como si fueran mástiles y zarandeó a los
hombres a su antojo como hizo con la tablonería de los pecios. Este primero
pudo ser aquel al que partí la mandíbula, no sé. Creo que lo golpeé más bien
a un lado del cuello, pero fuera como fuese, el hecho es que lo tumbé y
todos los demás, al verlo, se arrojaron sobre mí. Las peleas no suelen durar
tanto como el tiempo que necesita uno para narrarlas, aunque tuve la
impresión de que siempre había cuatro o cinco hombres nuevos a los que
golpear.
33
¡BEBER! ¡BEBER!
Tuve la impresión de encontrarme de nuevo en el pozo del cable. No
que hubieran vuelto a encerrarme ahí, claro, sino que nunca había salido de
él. Estaba oscuro y me dolía todo el cuerpo, y no podía pensar en nada.
Finalmente se me ocurrió pensar que estaba en una cama en lugar de
tumbado sobre las adujas, aunque durante un rato también pensé que esa
cama se hallaba en un hospital. La luz de la luna se filtraba por la ventana;
reparé en que ésta tenía la misma forma que la punta de una espada y que
después de todo no parecía que estuviera ni en el pozo del cable ni en un
hospital, aunque no tenía ni idea de dónde debía estar entonces, y tampoco
me preocupaba.
Mucho tiempo después quise levantarme. Creo que había decidido
asomarme a ver si había algo digno de ser visto. Pero me caí.

Entonces volví a la cama, y pareció como si la habitación estuviera


totalmente bañada en la luz solar. Era una habitación muy oscura, como
todas, pero el sol entraba justo por la ventana y me pareció que brillaba para
mí. Había una mesita junto a la cama, y una copa encima, y recordé la que
había encontrado en la Torre de Cris. Una copa que había estado
envenenada, por lo que temí beber de aquélla.
Poco después olí el licor, aunque tardé un buen rato en incorporarme
para echar un trago. No estaba frío, ni siquiera fresquito, pero me gustó.
También había un tajadero (viene a ser un plato de madera), con pan, carne
y queso. Ni siquiera podía plantearme comer, pero apuré la bebida y me
tumbé dispuesto a dormir.
Al despertar tuve la sensación de haber dormido mucho tiempo; no
sabía cuánto. Estaba muy oscuro. Al poco, una mujer con un delantal puesto
entró y empezó a hablarme. Yo ni la entendí ni presté atención. Cuando se
puso a cambiarme los vendajes, dijo:
—Le he traído algo de comer, señor, si le apetece. ¿Qué me dice?
Respondí que ya me habían traído algo de comer. En realidad no dije
nada, lo susurré. No tenía intención de susurrar, pero as: me salió.
—¿Se refiere a eso? Ah, ya está reseco, señor. Se lo echaré a los perros.
Le he traído un caldo calentito y recién hecho.
Quería que me incorporara, pero no le permití ayudarme Me incorporé
por mis propios medios, y la verdad es que me dolió. Tampoco dejé que me
diera de comer, aunque sostuvo el cuenco mientras me alimentaba.
—Ha mejorado mucho, señor. Dicen que el pobre sir Hermad morirá,
pues no le queda una costilla entera. Y sir Lud no deja de escupir sangre. —
Rió con disimulo—. Dicen por ahí que también se morirá. Hacen apuestas
en la cocina, señor.
—Me llamo sir Able. Si es verdad que te preocupas por mi. llámame sir
Able.
Ella se levantó de inmediato y flexionó la rodilla tal como hacen las
mujeres.
—Por supuesto, sir Able. No quería mostrarme irrespetuosa, sir Able.
—Claro que no. —Me sentí mucho mejor después de oírle decir eso
—.Vuelve a sentarte. ¿Cómo te llamas?
—Modguda, sir Able.
—¿Sigo en el castillo del duque Marder, Modguda?
—Sí, señor. En Sheerwall, sir Able. Aunque está en la torre de maese
Agr. Maese Agr es el único que tiene una torre para sí, exceptuando a su
excelencia.También ella tiene una, claro, a la que llamamos torre de la
duquesa, sir Able. Ahora estamos en la torre del mariscal, porque maese
Agr ordenó a sus hombres que lo trajeran aquí, dado que habían sido ellos
quienes lo golpearon con la lanza que rompió, o eso me han dicho. De
modo que aquí está.
Al asentir, descubrí que mi cabeza no estaba muy dispuesta a hacer
gestos bruscos.
—Si ésta es la torre de maese Agr, entonces él es tu jefe.
No me entendió, así que tuve que explicarme.
—Eso mismo, sir Able... Señor—respondió al comprenderlo.
Sonreí, y la verdad es que sonreír no me dolió en absoluto.
—Vamos, habla. ¿Qué es lo que temes decir?
—Verá, usted es un caballero, señor.
—En efecto —admití.
—Y los caballeros no sienten aprecio por el maese, señor, porque tienen
que obedecerlo y no es uno de ustedes, ni un barón o algo por el estilo, sir
Able. Claro que el duque lo respalda, es el hombre de confianza del duque,
señor, así que los caballeros no tienen más remedio que respetarlo.
—En eso estás totalmente equivocada —repliqué—.Yo respeto a maese
Agr. Lo respeto como al que más.
—Bueno, sea como sea, eso era lo que quería decir, señor. Tendría que
haberme mordido la lengua, porque después de todo lo tumbaron y
desenvainaron la espada para matarlo. Todos excepto sir Woddet, que no
quiso; ni el escudero Yond, que es el escudero de sir Woddet. El escudero
Yond se arrojó encima de usted, señor, y fue en ese momento cuando
acudieron los guardias que había llamado mi señor, quien junto a maese
Thope intentó parar la riña cuando éstos hirieron a maese Thope. En ese
momento llegaron los guardias y...
—Espera un minuto. ¿Dices que los guardias de maese Agr hirieron a
maese Thope?
—¡Oh, no, sir Able! —protestó, sobresaltada—. Maese Agr jamás les
habría ordenado hacer tal cosa, señor. Fue uno de los caballeros, quizá, o
uno de esos escuderos. Entonces acudieron también los mozos a sumarse a
la pelea, así que también pudo ser uno de ellos. En fin, el caso es que maese
Agr y maese Thope intentaban protegerlo de esos caballeros imitando al
escudero Yond. En ese momento acuchillaron a maese Thope, sir Able, que
intentaba ayudarle igual que lo hacía maese Agr. Al final, los guardias
lograron rescatarlo, señor.
La cabeza me daba vueltas.
—¿Ha muerto maese Thope?
—No, señor. Pero está muy malherido, sir Able. Eso dicen.
—Debería ir a verlo, Modguda, puesto que lo hirieron por defenderme.
—Sí, señor. Pero me temo que no va a poder caminar a sus anchas
durante un tiempo, sir Able. —Se levantó y flexionó una rodilla ante mí, tal
como había hecho antes—. Le encantará verlo, señor, de eso estoy segura, y
cuando pueda usted levantarse yo misma lo llevaré hasta él.
Pensaba, y una de las cosas a las que daba más vueltas era a lo que
había dicho Modguda respecto a que tardaría un tiempo en levantarme y
caminar.
—¿Podrías entregar un mensaje de mi parte?
—Lo intentaré, señor, o se lo confiaré a un mozo para que lo entregue.
—De acuerdo. Tengo un sirviente, se llama Pouk. Nos alojábamos en
una taberna de Forcetti. Luce en la divisa una botella; una concha marina.
¿Sabes dónde está?
—Claro, sir Able. Es la Dollop & Scallop, señor.
—Gracias. Pues ve e informa a Pouk de que me han herido, por favor, y
dile dónde puede encontrarme.
—Sí, señor. ¿Algo más, sir Able? Se estarán preguntando dónde me he
metido.
Hice un gesto de despedida con la mano y ella salió apresuradamente.
Después comí pan y un poco de queso, sin saber muy bien si comer
sería o no un gran error. Bebí todo el licor y, algo mareado, volví a
tumbarme dispuesto a dormir.

En mi sueño, Garsecg y yo estábamos en la sala del trono de la Torre de


Cris. Había un enorme dragón azul en el trono, y nos siseaba y abría las
fauces tal como Setr lo había hecho en Muspel. y el rostro de Garsecg
estaba en las fauces del dragón. Así que al mirar a Garsecg para asegurarme
de que también él lo hubiera visto comprendí que no era Garsecg, sino
Valiente Berthold.

Desperté con frío, y en esa ocasión fui capaz de llegar hasta la ventana.
No había modo de cerrarla; en realidad, había un agujero en la pared. Los
murciélagos volaban en el exterior, murciélagos más grandes que los que
había visto en Estados Unidos. Perseguían a los insectos como suelen hacer
los murciélagos, descendían en picado, ascendían, revoloteaban y eso,
mientras gañían en un tono tan agudo que casi se perdía. En lo alto me
pareció ver por un instante a las khimairas.
Al otro lado de la cama había una chimenea pequeña, pero no disponía
de leña ni de lo necesario para encender el fuego. Tendría que hablar con
Modguda de ello, o pedirle a Pouk que me trajera algo cuando me visitara.
Después volví a la cama y me cubrí con las mantas, con la esperanza de no
volver a tener un sueño como aquél.
«Señor? ¿Señor?»
En aquella ocasión había vuelto a la isla. Miré en derredor y : un
montón de árboles, flores y aves.
«¿Señor?»
Pero no había mandarino. Quería encontrar uno y dejar que me
agradeciera el plantarlo, aunque en el fondo sabía que no podía oírme y,
además, no había ninguno a la vista. Lo que sí había era un sinfín de
imponentes serpientes rojas. Se me enroscaban en las piernas, algo
estupendo puesto que tenía las piernas heladas y ellas estaban ardiendo.

—Muérdeme, señor. Muérdeme y besa el mordisco, y tu beso te hará


recuperar las fuerzas.
Al oír aquello desperté de inmediato. La habitación no podía estar más a
oscuras. Había una mujer muy delgada en la cama, junto a mí, como
enroscada a mí y cogida a esa parte de mi anatomía que se supone que
ningún desconocido debe siquiera ver. También se me aferraba a la cabeza,
y tiraba de ella en dirección al cuello.
—¡Bebe! ¡Bebe!
—¡Bebe! ¡Bebe! —La otra mano me dio un pellizco y se deslizó
alrededor del cuello. En ese momento reparé en que había dos pares de
manos.
De veras que no tenía intención de morderla. Ésa es la verdad, y estaría
dispuesto a jurarlo en cualquier momento. Pero hubo algo muy dentro de mí
que me empujó a hacerlo.
Fue como si me hubiera estado muriendo de hambre y faltara un minuto
para sacar el asado del horno. Lo que tenía en la boca era ardiente. Untoso,
sucio y ardiente como el infierno. Tenía un sabor magnífico.
—Basta. —Una tiraba mientras que la otra me empujaba para apartarme
la boca. No tardaron en salirse con la suya; yo me quedé ahí tumbado,
jadeando y pensando en aquel sabor increíble. Cuando recuperé el aliento,
golpeé las mantas con el puño cerrado y exclamé:
—¡Parad de una vez! —Lo que me había hecho era sencillamente
extraordinario; de hecho, demasiado. No sé si sabes a qué me refiero.
Bajo las mantas que acababa de golpear había alguien mucho más
caliente de lo que yo estaba.
—Soy Uri, mi señor. No quería hacerle daño —se disculpó.
Tal como ya he dicho estaba muy oscuro, así que cuando i¿ otra asomó
la cabeza por las mantas, a mi lado, y me estampó ur. beso en la mejilla, ni
siquiera pude verla.
—Ha bebido de Baki, señor —aseguró como si acabara de salirse con la
suya—.Y ahora ¿quién podrá apartarle de mí?
—¡Beba también de mí, señor! —rogó Uri, que también asomó por
entre las mantas, enroscándose a ambos—. ¡Al fin lo he encontrado!
—Elfos de la ceniza en la oscuridad. Valiente Berthold me habló a veces
de vosotras.
—¡Elfos del fuego! —Rió una de ellas—. ¿Le habló de lo adorables que
somos? ¿O de lo adorable que es mi señor? Su piel ha adquirido toda clase
de preciosas tonalidades.
—Son moretones —dije— Si hay un modo de que vosotros podáis
verlos en la oscuridad, ¿acaso no hay un modo de que yo pueda veros a
vosotras?
Entonces ambas refulgieron. Fue como si fueran de cobre, o quizá de
bronce, y tuvieran un fuego interior. No quemaba lo bastante para
lastimarme, pero la verdad es que estaban ardiendo. Uri saltó de la cama y
posó para mí.
—¡Míreme! ¿No le parezco preciosa a mi señor?
—Me prefiere a mí —le dijo Baki, que seguía enroscada a mi alrededor.
Supongo que así era, porque entonces quise acariciarle el rostro y ella
me lamió los dedos.
—Me he sacrificado para fortalecerle —explicó al terminar de lamerme
los dedos—, para hacer de usted, mi señor. Siéntese y verá.
—Yo también lo haré —se ofreció Uri—. Muérdeme. Donde sea.
Al incorporarme, comprobé que Baki tenía razón. También descubrí que
sudaba y que la habitación, si no estaba helada, lo cierto era que lo parecía.
Era primavera, principios de primavera, y de noche refrescaba. Les pedí que
me trajeran leña, y cuando aceptaron les pedí que me trajeran la ropa, y
también a Rompespadas, el arco y el carcaj. Después de explicarles qué era
la maza, me prometieron buscarla.
Durante unos instante tuve la sensación de que la habitación se había
llenado de murciélagos. Entonces se abrió la puerta. Vi afuera una intensa
lucecilla rojiza, y la puerta se cerró entonces con fuerza, y me levanté de la
cama cubierto por una manta. No me sentía muy bien, tampoco me sentía
tan mal como antes, pero, eso sí, tenía la sensación de haber perdido la
cabeza. Abrí la puerta y la lucecilla rojiza que había visto provenía de lo
que ellos llaman hachón. Entonces desconocía aquella palabra, pero es
como un brasero alto en el que pones a arder cualquier cosa que sirva para
dar luz. Había uno junto a mi puerta, y luego descubrí que los había por
todo el castillo. Me alegró verlo porque pensé que podría prender la leña
que obtuviera. Así que fui a buscar una estancia que tuviera leña junto a la
chimenea. Encontré una bolsa llena y me la llevé a la habitación, y para
cuando regresaron Uri y Baki ya había encendido un buen fuego.
34
SER CABALLERO
Cuando desperté a la mañana siguiente, Uri y Baki se habían marchado.
Así solía suceder siempre que estuvieron conmigo, de modo que mejor lo
aclaro ahora para no tener que extenderme luego. No les gustaba nuestro
sol. De hecho, la luz solar les perjudicaba, y si se exponían a ella apenas
podías verlas. Por tanto, solían regresar a Aelfrice al amanecer, a menos que
hiciera un día muy nublado. Si tenían que quedarse, se ponían a la sombra,
o al menos lo intentaban. Entonces no lo sabía, y pensé que debía de haber
soñado con ellas.
Iba a levantarme de la cama para ver si de veras Rompespadas y el arco
estaban bajo la cama, cuando llamaron a la puerta.
—¡Adelante! —respondí.
Era mayor que yo, realmente grande, enorme y rubio, con un bigote
frondoso que no era mucho más oscuro que el cabello Simpaticé con él de
inmediato porque saltaba a la vista que quería que fuéramos amigos, a pesar
de no saber muy bien cómo lograrlo. (A mí también suele pasarme eso.)
—Espero no haberle despertado. —Fue lo primero que dijo.
Aunque no estaba del todo seguro, pues cabía la posibilidad de que
hubiera llamado antes, respondí que no. Al ver la luz que reinaba en el
dormitorio y cómo olía el ambiente, pensé que debía de ser mediodía.
—Soy sir Woddet de East Hall. —Y me tendió la mano.
—Sir Able —me presenté, al tiempo que se la estrechaba.
—Nadie sabe que he venido. —Miró en torno y reparó en un taburete
—. ¿Le parece bien que me siente?
—Por supuesto —respondí.
—No se permiten visitas por orden de sir Machohambriento, aunque eso
se debe al temor que alberga de que alguien pueda matarle. —Woddet dobló
hacia fuera el labio inferior y se atusó el bigote, gesto muy propio de él, tal
como descubriría en seguida—.Y alguien podría hacerlo.Yo no, sino otro.
A esas alturas estaba lo bastante despierto como para recordar lo que me
había dicho Modguda.
—Me salvó.
—Lo intenté. Y no fui el único.
—Su escudero se arrojó al suelo para cubrirme y evitar que los demás
me golpearan. Eso me han contado, porque no lo recuerdo.
—A esas alturas ya lo habían derribado. —Woddet se tiró del bigote—.
He ahí el problema de una riña como ésa. No muy caballerosa, me temo,
aunque imagino que no le prometieron que lo sería.
No tenía la menor idea de lo que estaba hablando.
—Creo que no —dije de todos modos.
—Yo también reñí con usted. Me dio aquí mismo —aseguró mientras se
señalaba—. Me dejó sin aliento. Para cuando pude levantarme, los demás
arremetían sobre usted armados con espada. Di la voz para que se
detuvieran. En ese momento,Yond se le arrojó encima para protegerle.
—Estoy en deuda con ambos. Les debo la vida.
—No, en absoluto. —Reforzó lo dicho sacudiendo la cabeza. Además
de ser muy grande, tenía el cabello de un rubio muy claro—. Maese Thope
y maese Agr también intentaron protegerle. Un desgraciado atravesó la
espalda de Thope con la espada para defender el honor de la mesnada de Su
Excelencia.
—Sí, algo había oído al respecto. Hoy me había propuesto visitarle.
Woddet pareció sorprendido.
—Me alegra oír que se ha propuesto hacerlo. Nunca quise matarle. Sólo
quería golpearle, y de veras que lo intenté. Y tiene buenos puños, sir Able.
—Pero no se me da bien batirme con la lanza.
—No —admitió Woddet con una sonrisa.
—Aún no, pero aprenderé. ¿Por qué quería golpearme?
Me miró a los ojos como para tantearme.
—¿Es de buena cuna?
—¿Se refiere a si soy de sangre noble? No.
Sir Woddet sacudió de nuevo la cabeza.
—Con sangre noble nos referimos a un título hereditario y a las tierras
que lo acompañan. La condición de caballero no es algo que pueda
heredarse. Por buena cuna me refiero a si sus ancestros se dedicaron al
comercio o a trabajos manuales.
Le expliqué que nuestros abuelos habían sido granjeros y que nuestro
padre había tenido una tienda.
—Me encantaría decirle que soy el hijo perdido de un rey —confesé—,
pero sería mentira.
De pronto, tuve la impresión de que le costaba mirarme a la cara.
—Verá, Able, cuando alguien es de buena cuna...
—Sir Able —corregí.
—Sí, claro. Decía que cuando alguien es de buena cuna como yo y
como los demás, y otro alguien, que no lo es, asegura lo contrario, o afirma
ser caballero cuando no es tal, por ejemplo...
—¿Por ejemplo, qué?
—Pues que se supone que hay que darle una lección. No matarle, sino
golpearle. O si acusa a alguien que sí es de buena cur. de no serlo, pues lo
mismo.
—De acuerdo. Hubo alguien que afirmó que yo no era un caballero de
verdad, y yo le repliqué que sí lo era y él no.
Woddet asintió.
—No podíamos estar seguros de que no fuera caballero, aunque
ninguno de nosotros le creyó. Sin embargo, cuando afirmó qu. sir Hermad
no lo era... eso precipitó las cosas.
—Comprendo. No miento cuando afirmo ser caballero. Si no me cree,
habrá que luchar.
—¿Con lanza? —preguntó Woddet con una sonrisa.
—Aquí. Ahora. Lleva la espada. ¿Acaso teme usarla?
—¡En absoluto! —Había desenvainado el acero antes de levantarse, y
eso que lo hizo en un abrir y cerrar de ojos. Todo se convirtió en un borrón
de acero que de pronto me apuntaba a garganta—.Y usted se hace llamar
caballero. No podría matar a uno desarmado, privilegio de la buena cuna.
—Ya le he hablado de mis antepasados. Ninguno era de buena cuna.
—Pero yo sí lo soy. —Woddet envainó el arma casi con la misma
velocidad con la que había desenvainado. Hacía un esfuerzo por no sonreír
—. Tendré que preguntar al heraldo de Su Excelencia.
Dije que prefería que fuéramos amigos.
—Le he tendido la mano —dijo, encogiéndose de hombros—. lo que no
quita que me gustara que tuviera antepasados de altura, sir Able. A ambos
nos facilitaría mucho las cosas.
—Yo soy un antepasado.
Después, fui a visitar a maese Thope tal como había dicho que haría.
Casi había regresado a mi habitación cuando me crucé con maese Agr y un
hombre alto de barba blanca y capa de terciopelo rojo. Maese Agr se
sorprendió al verme levantado y andando por ahí.
—¡Aquí lo tiene, Excelencia!
Comprendí entonces que el otro hombre era Marder, así que ie incliné.
Probablemente lo habría supuesto al verle la ropa, había aprendido bastante
al respecto como para distinguir que la vestimenta debía de haber costado
mucho dinero.
Marder me sonrió.
—Había oído que estabas postrado en el lecho, joven.
—Así era, Excelencia. Hoy me encuentro mejor.
—Mucho mejor.
—Sí, Excelencia.
—Hemos ido a buscarte, pero nos hemos encontrado la habitación vacía
—explicó Agr—. Temía que alguien te hubiera matado y se hubiera
deshecho del cadáver. ¿Adonde has ido?
Respondí que me había acercado a dar las gracias a maese Thope.
—También quería darle las gracias a usted, maese Agr, pero su sirviente
me dijo que estaba con Su Excelencia.Yo... Me hizo un gran favor. Cuando
pueda hacer algo a cambio, sólo tiene que pedirlo. Lo más probable es que
nunca pueda compensarle, pero haré todo lo posible.
Marder tosió aposta.
—Sabes quién soy, joven. Yo sólo sé lo que me ha contado de ti maese
Agr, y me gustaría oír qué puedes decir de ti mismo. .Quién eres?
—Soy sir Able del Gran Corazón, Excelencia. Un caballero que le
servirá con entrega y lealtad.
—Un caballero que no tiene un escieldo en la bolsa —añadió Agr entre
dientes.
—No exactamente, pero es verdad que no tengo mucho dinero.
Marder, cuya expresión se había revestido de seriedad, asintió.
—¿No tienes tierras? ¿Y muy poco dinero? ¿Qué es lo que tienes, pues?
—Esta ropa y alguna otra prenda más, siempre y cuando mi sirviente no
haya huido con ella. Algunos obsequios que lord Olof y lord Thunrolf me
dieron. —En cuanto mencioné a Pouk de esa manera, sentí una punzada de
remordimiento y me apresuré a agregar—: No hago justicia a mi sirviente,
Excelencia. El jamás me haría algo parecido; tendría que aprender a cerrar e
boca.
—¿Nada más?
—Un camisote de malla, aunque está algo ajado, Excelencia Lo
dejamos en una casa de Forcetti para que lo arreglaran. Un casco de acero.
Rompespadas y mi arco, y algunas flechas.
—Le guardé las armas bajo llave, Excelencia.
—Devuélveselas cuando te lo pida, maese Agr.
—Así lo haré, Excelencia.
Marder me había estado observando.
—Si acepto que entres a mi servicio, tu camino se verá sembrado de
dificultades, sir Able.
—No he venido aquí en busca de un lecho donde recostarme
Excelencia.
—Te enviaré a combatir a mis enemigos. A tu regreso, te enviaré a
enfrentarte a otros. ¿Me comprendes?
—Sé a qué se refiere. Excelencia. Fui amigo de sir Ravd.
Vi a Marder abrir un poco los ojos.
—¿Lo acompañaste al final?
—No, Excelencia. Entonces yo no era más que un crío, aunque hubiera
luchado por él. Supongo que también hubiera muerto con él.
Marder quiso decir algo, pero se contuvo. Reparé en el hecho de que
Agr parecía incómodo.
—Murió luchando por Su Excelencia —afirmé.
Agr se aclaró la garganta.
—Han pasado cuatro años —dijo Marder—. Entiendo que es mucho
tiempo para alguien tan joven como tú. He oído que ayer te golpearon con
la empuñadura de una lanza.
—Recibí un golpe en la cabeza, Excelencia. Eso es todo cuanto sé.
—Sir Ravd fue el caballero en quien más he confiado, sir Able, hasta tal
punto que lo consideraba como a un hijo.
Comenté que no me sorprendía nada oír eso.
—Su escudero informó de que a él le habían fracturado el cráneo en el
campo de batalla. Dijo que cuando recuperó la conciencia, los lobos
devoraban los cadáveres. ¿De modo que fuiste amigo de sir Ravd?
—En efecto, Excelencia, lo fui. Le serví de guía en el bosque. —Fue
explicarme y comprender que probablemente debía de haber recorrido otros
bosques, razón por la cual añadí—: Al nordeste de Irringsmouth.
—¿No estabas presente cuando murió?
—No, Excelencia. Estaba ocupado en otro asunto.
—En tal caso, debiste hablar con alguien que te informó de su muerte.
¿Con quién?
—Con nadie. —De pronto, se apoderó de mí la sensación de que tenía
algo alrededor del cuello—. Encontré la espada de sir Ravd, excelencia. Eso
es todo. Estaba rota. Matamos a algunos bandidos, Excelencia. Mi perro, un
hombre llamado Toug y yo hallamos entre el botín de los bandidos la
espada rota, que reconocí en seguida.
—Entiendo. ¿Sólo fuisteis vosotros dos? ¿Tú y ese hombre de armas
cuyo nombre acabas de mencionar?
—Toug no es un hombre de armas, excelencia, sino un campesino.
—¿Y a cuántos bandidos dices que os enfrentasteis?
No había dado cifras, y cuando me lo preguntó no estuve seguro de
poder acordarme. Así lo confesé.
—Ulfa los contó. Excelencia —agregué—. Contó los cadáveres. Es la
hija de Toug, y creo recordar que contó veintitrés.
—¿Esperas que Su Excelencia dé crédito a tu relato? —se apresuró a
preguntar Agr, molesto.
—Soy caballero —respondí—. No mentiría, y menos a él.
—¡Bah!
Marder le hizo un gesto para que callara.
—Esperaba que pudieras darme más información de la muerte de sir
Ravd.
—Le he contado todo lo que sé, Excelencia.
—Y también que pudieras arrojar alguna luz sobre el relato del escudero
—insistió Marder—. Tiene edad de ser nombrado caballero.
—Supongo que probablemente dirá la verdad. Excelencia, pero no lo sé
—admití.
—Ahora sirve como escudero de sir Hermad.Tengo entendido que sir
Hermad está impedido. —Al decir estas últimas palabras, se volvió a Agr.
Maese Agr asintió con gesto abatido.
—Bueno, en tal caso tendrá que cuidar del caballero durante una
temporada. Eso le dará que hacer. Puesto que guiaste a sir Ravd en los
bosques del norte, sir Able, imagino que también guiarías al escudero Svon.
Respondí que así había sucedido.
—¿No tienes nada más que decirme?
Supondrás qué me sentía tentado de compartir con él. Pero lo hice.
—Nada que no haya dicho ya. Excelencia.
—También tú recibiste unos cuantos golpes en la liza. Nadie me habló
de lo sucedido. —Aquí Marder se volvió a Agr para dirigirle una mirada tan
glacial como fugaz—. No me enteré hasta que vi los ojos a la funerala y los
dientes partidos, por no mencionar la nariz rota de sirVidare. Hice
preguntas.
No se me ocurrió qué decir que no pudiera comprometerme.
—¿Deseas servirme, sir Able?
—Sí, Excelencia. —Respuesta fácil.
—¿Sin paga, a pesar de que apenas tienes un escieldo?
—Algo tengo, Excelencia. No es como si no tuviera nada.
—Has mencionado a un sirviente. ¿Cómo lo recompensará?
—En efecto, Excelencia, tengo sirviente. Se llama Pouk y m. sirve sin
esperar nada a cambio, Excelencia.
—Entiendo. Ya me pareció. ¿Es ciego? ¿Manco? ¿Cojo? ¿Tiene una
enfermedad cutánea, quizá?
—Es tuerto, Excelencia.
—Y apostaría algo a que no puede ver con el otro ojo —murmuró Agr.
—No, señor. Pouk tiene ojos de lince... Un ojo de lince, quiero decir.
Usted y Su Excelencia desean saber por qué me sirve si nada puedo pagarle,
y se lo diría si lo supiera. Pero no lo sé.
—En tal caso, no llegaremos a ninguna parte por mucho que sigamos
hablando del particular. ¿Te ha explicado Agr cuál es mi política? ¿Mi
política respecto a tomar caballeros a mi servicio?
—No, Excelencia.
—Si el caballero cuenta con cierta reputación, lo admito de inmediato a
mi servicio. Debe jurarme lealtad. Hay una ceremonia.
—Pronunciaré de buen grado ese juramento, Excelencia.
—Sin duda. Cuando un caballero de menor reputación jura lealtad, o
bien lo rechazo de plano o lo acepto de forma informal y con carácter
provisional, hasta que haya tenido ocasión de probar su valía. Te aceptaré
en estos términos, si así lo deseas.
—Lo deseo. Excelencia —aseguré—. Muchisimas gracias.
—Arrodíllate —susurró Agr con cierto apremio en la voz— Una rodilla.
Hinqué la rodilla en tierra e incliné la cerviz, como cuando te arman
caballero.
—Me acepta a modo de prueba, Excelencia, pero yo le acepto como mi
señor... mi señor... —Uri o Baki, una de las dos, fue la que me distrajo. Nos
estaba observando y se reía. Marder y Agr no podían oírla, pero yo sí—. Mi
amo y señor, hasta la muerte. —Así terminé, a pesar de la falta de
convicción en las palabras que había escogido.
—Bastará con eso.Tienes un equipaje muy modesto, sir Able.
—Me temo que nada podría ser más cierto, Excelencia —admití al
tiempo que me incorporaba.
—Tengo intención de enviarte a combatir a mis enemigos, para que
puedas probar tu valía, tal como estoy seguro de que harás, pero por mi
honor que no te enviaré desarmado.
—He oído, Excelencia, que solía ser costumbre de caballeros apostarse
en un puente para retar a cualquier otro que se dispusiera a cruzarlo. Si
pudiera hacer tal cosa, podría obtener armadura, una lanza y un buen
caballo. Eso es todo lo que necesito.
Agr soltó un bufido.
—¿Sin caballo, lanza ni escudo? Te matarán.
Levanté los hombros para después dejarlos caer.
—Da lo mismo, me gustaría intentarlo.
—Yo mismo lo intenté de joven, sir Able —admitió Marder, que
pronunció lentamente las palabras—. Imagino que tendría más o menos tu
edad. No se trata de un torneo librado con armas embotadas. Podría
mostrarte las cicatrices.
—En fin, Excelencia, yo no lo he probado. Sin embargo, también tengo
cicatrices que mostrar, y un montón de moretones.
—También yo los tuve en mis tiempos.
—Estoy seguro de que fue así, Excelencia. Cuando joven, tal como ha
dicho. Ahora me toca a mí, y me gustaría intentarlo.
Por un instante, Marder me miró ceñudo. El entrecejo arrugado
desapareció al romper a reír.
—¡Mozuelo alocado de cabeza rota! —exclamó mientras daba codazos
cómplices a Agr—. ¿Quieres enviarlo a enfrentarse a los angrborn? ¡Te juro
que sería capaz de ir sin pestañear!
Agr asintió con aire abatido.
—Lo haría, Excelencia, siempre y cuando le diera un caballo.
—O a pie, Excelencia, si no me lo da —le dije yo.
—Presta atención a mis palabras. —Marder había dejado de reír.
Aquello era serio, pero que muy serio—. Por espacio de quince días
permanecerás aquí, en Sheerwall, para recuperarte. Cumplido ese plazo,
maese Agr te proporcionará cualquier cosa que puedas necesitar. Ve a un
puente lejano, a un vado o paso de montaña tal como has sugerido, y
apóstate ahí. Permanece en tu puesto hasta el invierno, hasta que el hielo
cubra el puerto. Cuando asiente el invierno, regresarás para contarnos cómo
te has manejado.
—Supongamos que pierde el primer lance, Excelencia. Toe lo que
pueda darle se perderá también —intervino Agr.
—Contempla su risa, Agr.
Agr obedeció, aunque no le gustó mucho lo que vio.
—Arriesgará la vida. Podemos desprendernos de unos cuantos caballos,
unas lanzas y una loriga.
Cuando Pouk llegó aquella tarde, me encontró en el patio de armas
observando unos combates de entrenamiento que se libraban con palos. Me
había llevado ropa limpia.
—Intenté empacarlo todo, señor, pero el dueño no me lo permitió hasta
que le pagara. Un par de noches y las comidas.
—Esta tarde nos encargaremos de eso —dije—. Saliendo por la puerta y
colina abajo, ¿no?
—Un poco más al norte, señor.
—No mucho. Aunque antes de partir quiero practicar un poco la justa.
Observa y dime si te parece que hay algo que haga particularmente mal.
Así lo hizo; aquella tarde, mientras montábamos en caballos prestados
en dirección a Forcetti, me dijo:
—Eso es lo que hacen los caballeros, ¿verdad? Me refiero a eso que
hacía con sir cómo se llamara, de cabalgar caballo contra caballo.
—Sir Woddet. —Asentí—. Sí, eso es.
—Parece estupendo, señor, pero no le veo ningún sentido.
Empecé a explicárselo, pero me interrumpió.
—Pongamos que yo voy a pie. Cuando le viera acercarse al galope con
ese palo largo...
—Es una lanza.
—Con la lanza y el corcel —continuó Pouk—, yo saltaría a un lado y
me quitaría de en medio, ¿no? No me gustan nada los caballos. —Bajó la
mirada hacia el cuello del animal con mirada de desaprobación—.Y si
también yo estuviera montado, lo rodearía para atacarlo por la espalda.
—Aún no tengo la menor habilidad con la lanza —expliqué—, pero un
caballero diestro con ella es capaz de pasar la punta de la lanza por una
anilla cuyo diámetro no supera la palma de tu mano, y de hacerlo a galope
tendido. De modo que si altas, mejor será que lo hagas bien lejos.
Pouk me miró no muy convencido.
—Respecto a eso de rodearlo, un caballero bien montado te arremetería
el costado diez de cada diez veces. No tendrías más alternativa que
defenderte antes de que te ensartara con la lanza. Siempre y cuando ambos
estuvierais solos.
—Supongo que sí.
—En una batalla se formará una larga línea de caballeros que cargarían
sobre ti, seguidos por otra línea de caballeros que les servirían de respaldo,
como si fuera el ejército del rey Arnthor. Escuderos y hombres de armas a
lomos de caballos ligeros les guardarían los flancos, y habría gente a pie y
arqueros para proteger el tren de suministros. Verás, sé todo esto porque
formulé us mismas preguntas que tú a maeseThope. Es posible vencer a sus
caballeros, por supuesto, sobre todo en terreno montañoso donde el
enemigo puede situarse en terreno elevado, desde donde arrojarles lanzas y
troncos. Pero nunca es fácil.
Pouk asintió lentamente.
—Claro, señor, espero que no lo sea, señor.
—Yo también. Aunque sé que no hay batalla segura. Así lo espero por
el honor del duque Marder, Pouk. Por el honor, los buenos caballos y
mucho más. Un feudo de mi propiedad. Aunque jamás lograría que la reina
Disiri pudiera considerarme un igual, me gustaría estrechar en lo posible la
distancia que nos separa. Lord Olof me contó que más de una reina se ha
casado con un caballero. No es algo que resulte inusitado.
Pouk negó con la cabeza.
—Espero que no lo maten, señor. Eso es todo.
—Gracias —Durante un rato cabalgamos en silencio bajo la calurosa
luz del sol. Sin embargo, me remordía la conciencia y, al cabo, me empujó a
hablar—. ¿Recuerdas lo que dije de las gentes de a pie que protegían el tren
de suministros, Pouk? Si sigues conmigo, tú serás uno de ellos.Tendrás tu
hacha, un peto de cuero hervido y un casco de acero. Y más, si puedo
permitírmelo.
—No será peor que enfrentarse a los osterlingas en alta mar, señor.
En ese momento coronábamos la cima, y me cubrí los ojos con la mano
antes de divisar una granja, abajo, en el valle. Era un lugar de aspecto
próspero junto al cual había pasado de camino a Sheerwall.
—Ahí veo una granja, Pouk. Los caballos podrán abrevar y nosotros
tomar un trago.
35
HABÍA OGROS
Pouk no dejaba de pensar en la batalla imaginaria.
—Si voy a estar en retaguardia, con el tren de suministros, ¿cómo se
supone que cuidaré de usted? Suponga que lo alcanza la lanza de alguien,
señor, ¿cómo voy a encontrarlo en plena batalla.
—Eso será tarea de mi escudero, si es que tengo uno.
—Sigo pensando que no tiene sentido que los caballeros art . metan
unos sobre otros tal como lo hicieron usted y ese sir... sir
—Woddet.
—Eso. Claro que no le hizo daño, sólo lo derribó del cabal!o.
—De hecho, fue él quien me derribó a mí —le corregí—.Y en tres
ocasiones, Pouk.
—Diría que sólo fueron dos, señor. La tercera...
—O sea, tres. Tu argumento tiene media docena de agujeros. Pouk, y
dudo que siquiera valga la pena que intentemos taparlos
—Si usted lo dice, señor.
—Además, llegaremos a la granja antes de lograrlo. Sin embargo, debo
decirte que no he participado aún en una batalla de verdad, en la que los
caballeros combatan a caballo. Lo que he dicho acerca de ellos, y lo que
pueda decir respecto al combate entre caballeros, lo he aprendido de sir
Ravd, maese Thope y sir Woddet. Sobre todo de maese Thope. Es un pozo
de sabiduría podría escucharle durante horas.
—Parece un lugar decente, señor —opinó Pouk, refiriéndose a la granja.
Tenía encaladas las paredes, construidas con una mezcla de barro y zarzo, y
el techo de paja parecía nuevo.
—Se las apañan mejor que otra gente a la que he conocido —Callé al
recordar el audible gruñido de maese Thope—. Te quejas porque de hecho
sir Woddet y yo no nos hicimos mucho daño, y obviamente tampoco nos
matamos. Me derribó del caballo, y en una ocasión tuve suerte y fui yo
quien lo derribó a él.
—¡Eso es! —exclamó satisfecho.
—Lo primero, lo principal que debes entender es que sir Woddet y yo
no pretendíamos matarnos, ni siquiera hacernos daño. En combate, los
caballeros salen a matarse entre sí.
Pouk asintió. No parecía muy convencido.
—Empleamos lanzas embotadas hechas de una madera menos recia que
las de verdad. Las lanzas embotadas se usan para practicar y no es necesario
que sean fuertes. Alguien podría salir herido, o morir. Una lanza de verdad
es recia en extremo, y además cuenta con una afilada punta de acero. Las
nuestras estaban embotadas. Al golpearme con la fuerza necesaria, uno de
los osterlingas logró atravesar la camisola de malla, ¿recuerdas? Bastó con
que la puñalada partiera un par de anillas.
—Sí. Temimos que pudiera morir, señor.
—Estuve a punto, y quizá hubiera muerto de no haber sido por Garsecg.
Ahora supón que en lugar de la daga la camisola recibiera el golpe de una
recia lanza, con el peso del caballero y del caballo al galope para
respaldarlo.
Pouk se rascó la cabeza.
—Le atravesaría como si fuera un pedazo de queso, señor.
—Veo que lo has pillado. Es más, sir Woddet y yo apuntamos a nuestros
respectivos escudos. En combate, suelen ser los escudos los que acaban
recibiendo los golpes.
—¿Y de qué sirve eso? No hace más que darme la razón.
—A menudo no sirve de nada. Pero los escudos que uno emplea en
combate son mucho más ligeros que los que llevamos a la hora de practicar,
y a veces los atraviesa la lanza. Aunque no lo haga, el caballero cuyo
escudo reciba el impacto podría caer del caballo de igual modo que yo caí.
¿Recuerdas lo que dije acerca de la segunda línea de caballeros que seguía a
la primera? Ahora imagina que eres un caballero derribado del corcel, y que
te has llevado un buen golpe al caer.
Habíamos llegado a la casa.
—Si no le importa, sir, preferiría no hacerlo. —Pouk desmontó, y al
hacerlo espantó por igual a varios patos y gansos—. Quizá sea mejor que
me adelante, señor, para anunciarle.
Una granjera de mediana edad se había asomado a la puerta.
—Somos viajeros inofensivos que buscan agua para los caballos y para
nosotros mismos. Dánosla y no pediremos más. —Y al ver que la mujer no
respondía, añadí—: Si prefieres dejarnos sedientos, dilo y nos iremos.
Pouk se acercó a ella, llevando al caballo de las riendas.
—Es sir Able, el caballero más valiente que tiene el duque Marder.
Ella asintió al escuchar aquellas palabras y pareció calibrarme con la
mirada.
—Se le ve fuerte y valiente.
—Y sediento. He estado justando y cabalgando sin cubrirme con un
sombrero. ¿Nos das agua?
La granjera tomó una decisión.
—Tenemos sidra, si quiere. Será lo más saludable. ¿Un par de huevos
escalfados, pan y salchichas?
No había reparado en lo hambriento que estaba, así que cuando
pronunció aquellas palabras apenas tardé en descubrirlo.
—Podemos pagarte, señora, y será un placer hacerlo. Vamosa Forcetti a
satisfacer la cuenta al tabernero, así que también podremos pagarte a ti.
—Nada de pagos. Entrad.
Nos condujo a la cocina, una estancia espaciosa y soleada con el suelo
de piedra y ristras de cebollas colgando de las vigas.
—Siéntese. A los caballeros os vemos casi cada día cruzar camino, lo
cual es bueno. Los bandidos no nos molestan, sólo el recaudador. Sin
embargo, la mayoría no se detienen aquí. De heho, ni siquiera nos dirigen la
palabra cuando les damos los buenos días.
—Puede que no traigan tanta sed como nosotros.
—Serviré de inmediato la sidra.Tengo el barril en la bodega —Y
abandonó la cocina.
—Será fuerte esa sidra. —Pouk se humedeció los labios.
Me mostré de acuerdo con él, aunque estaba pensando en a mujer y en
lo que podía querer de nosotros.
Regresó con tres barriletes de madera de tilo que colocó en la mesa.
—Pan casi del día. Lo horneé ayer mismo. —Sacó una salchicha del
bolsillo del delantal y la dejó en un tajadero, sobre cuya superficie fueron
cayendo las rodajas a medida que las cortaba con un cuchillo largo—.
Salchicha de verano. La ahumamos durante tres días, y después aguanta si
no se humedece.
Le di las gracias antes de probar la salchicha, que estaba muy buena.
—¿Sir Able? ¿Es usted? Le veo muy campechano para ser caballero.
Interrumpí el trago que daba a la sidra para decirle que intentaba serlo.
—¿De veras es el caballero más valiente que sirve al duque?
—¡Así es! —exclamó Pouk.
—Lo dudo —admití—, bueno... en realidad no lo sé. A decir verdad, no
creo que haya un solo caballero en el castillo de Sheerwall que no esté
dispuesto a batirse conmigo. Claro que tampoco yo titubearía a la hora de
batirme con ellos.
—¿Teme a los fantasmas?
Antes de responder, me encogí de hombros.
—No temo a ningún hombre, y no parece probable que un muerto pueda
ser más temible que un vivo.
—No se trata de un hombre. —Miró a Pouk, que había apurado de un
trago la jarra de sidra y parecía inusitadamente sobrio—. ¿Un poco más?
Él negó con la cabeza.
—Si es el espectro de una mujer —dije—, podría andar buscando algo
de su propiedad o sentirse preocupada por algo que le acosa. Hablé con una
dama anciana al sur de aquí que sabía mucho de fantasmas; me contó que a
menudo el hecho de que una mujer no pueda descansar después de muerta
significa que fue asesinada. La mayoría de veces tan sólo buscan que se
haga justicia.
—No es una mujer. —La granjera se levantó para servirnos una hogaza
de pan.
—¿El fantasma de un niño? Eso es muy triste.
—Ya quisiera yo que fuera eso. —Cortó el pan poniendo un cuidado
exagerado, y pensé que tenía que evitar decir cualquier cosa que pudiera
alterarla.
—¿Te refieres a los elfos? Porque no son fantasmas.
—Supongo que sabrá cómo nacieron los caballeros.
Admití que no lo sabía, y que nunca me había molestado en averiguarlo.
Añadí cuánto me gustaría que me lo contara.
—No se trata de un cuento. Antiguamente había ogros por aquí.Y
también dragones. Monstruos. Los gigantes se fueron a los hielos. Muchos.
Un hombre mató a uno, un caballero, antes de que acabaran con todos, así
que tiene que ser otra cosa.
—Aún no me has dicho qué es ese fantasma.
—Un ogro. Debieron de matarlo aquí mismo, porque vaga por la granja.
Pouk miró en derredor como si esperara verlo.
—No tienes de qué preocuparte —le dijo la granjera—. Sólo viene de
noche.
—En ese caso no podemos ayudarte. Tenemos que ir a Forcetti. —Me
serví otro trozo de salchicha, dando por sentado que no tardaría en quitarla
de en medio—. No podemos hacer noche en Forcetti. Ni tampoco aquí,
pues prometí a maese Agr que est¿ noche le devolvería los caballos.
Escuchó mis palabras con expresión abatida.
—Creo que a la vuelta pasaremos muy tarde por este lugar Es posible
que haya anochecido ya. Podríamos acercarnos a saludarte, para comprobar
que todo vaya bien.
—A mis hijos y a mí eso nos haría sonreír como conejos, sir Able. Le
daremos de cenar y no descuidaremos a los caballos
Chasqueé los dedos.
—Es verdad, los caballos han de abrevar. Ocúpate de ello. Pouk, por
favor.
—No conviene darles gran cosa, señor.
—Eso es cuando acaban de parar. A estas alturas se habrán enfriado,
pues llevan un buen rato a la sombra sacudiéndose las moscas mientras
comíamos. Dales cuanto quieran.
—A la orden, señor. —Pouk abandonó la cocina apresuradamente.
—Mis hijos y yo llevamos la granja, sir Able —explicó la granjera—.
Ambos son muchachos fuertes, pero no tienen arrestos para enfrentarse a un
fantasma. Duns lo hizo y a punto estuvo de morir. Tardó más de un año en
recuperarse.
Admití que ignoraba que el miedo pudiera perjudicarle tanto a uno.
—Se fracturó los brazos, uno quedó muy roto.
En cuanto oí eso, quise hablar con el hijo, pero había salido a ocuparse
de algún asunto; sin embargo, no olvidé lo que había oído.
36
LA DOLLOP & SCALLOP
manqueada la puerta de la Dollop & Scallop (una estancia sucia y
espaciosa que olía a cerveza derramada), el tabernero me entregó la cuenta
con una reverencia.
—No sé leer —le dije—, al menos, no lo que escribís aquí. Ya me
gustaría... Me encantaría aprender, pero de momento tendrás me
traducírmela. —Extendí la cuenta encima de una mesa—. Siéntate y
cuéntame. Veo los símbolos en el papel, pero no sé qué significan.
El tabernero arrugó el entrecejo.
—Vaya, se ha propuesto tomarme el pelo, ¿verdad?
—En absoluto. Ni yo ni Pouk sabemos leer, pero me gustaría saber qué
me están cobrando.
Tras levantarse y situárseme al lado, señaló la cuenta.
—Esto de aquí es lo único que interesa. Cinco escieldos.
—¿Por tres días? Me parece mucho dinero.
—Tres días de estancia en la mejor habitación de la posada. Eso está
aquí. —Señaló— Luego, la comida y la bebida las tiene aquí.
Pouk no me miró a los ojos.
—Y la comida para el perro, aquí mismo.
Lo aferré del brazo.
—Repíteme eso. Habla.
—La comida del perro. —El tabernero me miró incómodo—. Un
perrazo enorme de pelaje pardo con un collar de pinchos. Esos pinchos
parecen la mandíbula de un tiburón. Le dimos unos huesos de la cocina con
algo de carne, y entrañas y demás, por lo que no le íbamos a cobrar nada.
Pero el hecho es que se llevó un asado entero, y eso sí nos dolió.
—Cuando me registré no me acompañaba un perro. —Presioné con más
fuerza porque tenía la sensación de que se apartaría de mí y se alejaría a la
carrera si tenía ocasión de hacerlo—. Aunque hace tiempo tuve uno. Pouk
lo conoce. Supongo que se lo mostrarías a Pouk, ¿no? ¿Preguntarías a Pouk
si sabía a quien pertenecía el perro?
Pouk sacudió enérgicamente la cabeza.
—No me mostró perro alguno, señor, lo juro. Tampoco me habló de
ningún perro.
—Iba a castigarte por beber a mi costa cuando sabías que no tenía
mucho dinero —le dije entonces—, pero si confiesas que me estás
mintiendo respecto a Gylf, no te castigaré. Sin embargo si te inventaste al
perro para que el tabernero me cobrara de más tú y yo habremos terminado
desde este momento y será mejor que no te vuelvas a cruzar en mi camino.
Pouk insistió.
—No he visto ningún perro en esta taberna, señor, ni he oído hablar de
ninguno, señor. Desde luego, no al tabernero ni a nadie que haya pasado por
aquí. No he oído hablar de su perro Gylf, el mismo que saltó por la borda
aquella vez que ambos recordamos, ni de ningún otro perro habido o por
haber.
A todo esto, el tabernero intentaba zafarse.
—¿Por qué no le mostraste el perro a Pouk?
—Lo intenté, pero estaba dormido.
—Anoche se bebió hasta la última gota de tu licor. ¿Acaso no te dijo
que le había dado permiso para beber tanto como quisiera?
El tabernero permaneció callado.
—Dices que el perro se apropió del asado. ¿Por qué no avisaste a Pouk
de lo sucedido? ¿Acaso Pouk no estuvo en la taberna hasta que llegó
Modguda a buscarlo?
—Ella envió a un mozo a caballo, señor —aclaró Pouk— Monté y
cabalgamos juntos, yo en la grupa.
—Está claro que esta mañana Pouk estaba despierto, puesto que el
mozo de Modguda lo encontró y pudo hablar con él.
—No pudimos atrapar a ese perro, sir Able. Es un sinvergüenza.
—Y no es el único que conozco. —Pensé en la cuenta y en los escasos
escieldos de oro que me quedaban. Podía pagarle; sin embargo, una vez
hecho, habría perdido ese dinero para siempre—. No pagaré el asado. Si no
hubieras dado de comer al perro, no te hubiera robado el asado, de modo
que sabías de su existencia y no hiciste nada para impedirle que te robara el
pedazo de carne que encontró en la cocina. Fuiste descuidado y el asado es
el precio que pagarás por ello.
—De acuerdo —aceptó el tabernero—. Suélteme el brazo lo tacharé de
la cuenta.
—¿Cuánto me cobraste por ello?
—Tres de cobre. Lo tacharé. Eso he dicho. Suélteme.
Negué con la cabeza y me levanté.
—Aún no. Voy a hacerte una oferta. Te pagaré las tres monedas de
cobre. —Con la mano libre, rebusqué en la bolsita que colgaba del cinto las
monedas de cobre—. Lo haré si me muestras al perro ahora mismo y resulta
ser el mío. Y también te soltaré. ¿Qué me dices? ¿Lo harás?
—No puedo. El perro huyó.
Guardé las monedas.
—En tal caso, no pienso pagarte nada por la comida del perro. Lo
dejaste huir, en lugar de informar a mi sirviente.Tampoco te pagaré una sola
moneda de cobre por lo que bebió. Táchalo todo y hablemos del resto. Si no
me has engañado en eso, te lo pagaré todo.
—Son cinco escieldos —insistió el tabernero—. Cinco menos las tres de
cobre por la comida del perro. Ése es el total o llamo a la guardia.
Levanté al hombre, lo volteé y, finalmente, lo arrojé al suelo.
—Resido en el castillo Sheerwall. Puedes acudir al duque Marder y
pedir justicia, y estoy seguro de que si lo haces, la obtendrás. Claro que
antes sería más inteligente por tu parte pensar en si realmente la quieres. A
veces, la gente no lo hace.
Lo dejamos tendido en el suelo y subimos a la habitación que habíamos
ocupado; allí nos aseamos y afeitamos, y luego recogimos todo lo que nos
habíamos llevado del Mercader del Oeste.
Al bajar, había un caballero con una sobreveste verde aguardando en el
salón. Me lanzó de inmediato un golpe de espada; cuando me agaché, la
espada se hundió en el dintel de la puerta. Me arrojé sobre él antes de que
pudiera recuperarla, y lo tumbé al suelo. Con la punta de su propia daga al
cuello, me rogó que me apiadara de él.
Dije que vale y, tras levantarse, se sacudió el polvo.
—Soy sir Able del Gran Corazón y reclamo tu armadura y el escudo,
tus armas, excepto la espada, tu caballo o caballos si es que tienes más de
uno, y tu bolsa. Puedes quedarte con la ropa, la vida y la espada. No voy a
pedir rescate por ti. Dame esas cosas y te dejaré marchar.
—Soy sir Nytir de Fairhall —dijo al tiempo que se inclinaba—.
Generosa oferta la tuya. La acepto.
—Rah —dijo Pouk, a quien dediqué una mirada con ia que quise decir
«cierra el pico».
Nytir se deshizo del escudo y lo apoyó en la barra. Se quitó c. casco de
acero y la loriga, así como la sobrevesta y el refuerzo de placas, e hizo una
pila con todo ello en la mesa más cercana.
—Tengo el yelmo en la silla —dijo—. ¿Puedo quedarme con la
sobrevesta? Lleva mi divisa.
Asentí.
—Gracias. —Desató la bolsa y me la tendió—. Cinco escieldos y un
puñado de monedas de cobre. Dijiste que podía quedarme con la espada.
¿Incluye eso la vaina y el cinto de la espada?
De nuevo asentí.
—El tabernero te llamó bandido. Luego tendré una charla con él.
—Y yo —afirmé. Pedí a Pouk que echara un vistazo al caballo y que me
informara de si había más de uno.
—Son tres —dijo Nytir, que tiró con maña de la espada para arrancarla
del dintel de la puerta—.Ya de paso, amigo, dile a mi escudero que venga.
Pouk abandonó la estancia.
Cometí el error de volverme para mirar a Pouk mientras salía, lo cual
estuvo a punto de permitir a Nytir atravesarme con un nuevo ataque. Di un
brinco, medio caí y la punta se me hundió en la pechera de la túnica. El
siguiente ataque hubiera bastado para matarme, creo, si la punta no se
hubiera clavado en una viga del techo bajo. Sucedió después que
desenvainé a Rompespadas y ataqué con ella, hundiendo el extremo romo
de la hoja en el rostro de Nytir. Estaba sentado en el suelo, intentando
detener la hemorragia, cuando entró el escudero. Éste se acercó a él
rápidamente e intentó auxiliarlo, pero Nytir no estaba dispuesto a apartar las
manos para que el escudero pudiera examinarle la herida. Ni uno ni otro
dijeron una palabra.
—Vuestros caballos me pertenecen —dije al escudero—. Pouk, ¿alguno
de ellos es un corcel?
—Hay uno recio que es el que montaba el caballero —respondió Pouk
—. No sé si llamarlo corcel, pero parece un buen animal. Luego está el suyo
—agregó señalando al escudero—, además de una yegua.
—Todo lo que lleve esa yegua también me pertenece —informé al
escudero. Voy a quedarme con ese caballo y con el que montaba tu señor.
¿Es tuya esa montura? ¿O le pertenece a él?
—Es de sir Nytir, ¿sir...?
—Able.
—Sir Able. Yo... yo... no tiene armadura.
—Ahora sí. Voy a obsequiarte el caballo que montas. Presta
atención.Tal como has dicho pertenecía a sir Nytir. Se lo reclamé tras
haberlo vencido y acabo de regalártelo. Ahora que te pertenece, quiero que
lo subas a él y lo lleves a algún lugar donde pueda verlo un médico.
El escudero asintió.
—Tiene casa aquí, sir Able. Yo... es usted un auténtico caballero. Yo
también espero convertirme en uno pronto.
Le deseé suerte.
—Debo confesarle que yo me uní a quienes le golpearon en la liza. No
es necesario que me regale a Estampador; de hecho, no debería hacerlo.
Nytir farfulló algo ininteligible.
—No reclamaré a Estampador—dije al escudero—. Es tuyo. Sube a tu
señor al caballo y llévatelo de aquí.
Salí con Pouk para verlos marchar. Cuando hubieron doblado el primer
recodo de la tortuosa calle y los perdimos de vista, Pouk preguntó si quería
que echara un vistazo al equipaje que llevaba la yegua. Negué con la cabeza
y le pedí que fuera a buscar al tabernero.
—¿Aquí, señor? Habrá largado velas y puesto rumbo a mar abierto.
—Búscalo de todas formas. Tiene que haber alguien aquí que nos
atienda, un cocinero o alguien. Búscalo también. Estaré en el salón,
probándome la loriga de sir Nytir.
También encontré allí la espada de Nytir. No la quería, pero me alegré
de tener la oportunidad de inspeccionarla. Era bastante más grande que la
de Ravd, y también mucho más pesada, aunque por algún motivo no me
pareció que tuviera la misma calidad. Quise ponerla a prueba, de modo que
la hundí en la barra. Mordió un centímetro de la madera y se quedó clavada,
de modo que ahí la dejé.
Me había puesto la loriga de Nytir y abrochaba los cordoncillos (lo que
puede resultar complejo si uno ya la lleva puesta) cuando regresó Pouk con
una mujer corpulenta y sonrojada.
—Es la mujer del tabernero —anunció—. Este caballero es sir Able del
Gran Corazón.
La mujer flexionó la rodilla y le expliqué que me había alojado tres
noches en la habitación.
—Arriba, la del frente —añadió Pouk.
—La conozco. —La mujer del tabernero señaló con el pulgar a Pouk—.
Pero hasta ahora nunca le había visto por aquí, sir Able. Éste me dijo que su
señor era un caballero, pero no me lo tragué. Es marinero, señor, y de cada
tres palabras que sueltan dos son mentira.
—Los marineros ven cosas que los demás jamás creerían —afirmé con
un encogimiento de hombros—. ¿Acaso le creerías si te hablara de la isla de
Cris?
—¡No, señor!
—No te culpo. Pero también yo la he visto, e incluso he recorrido sus
claros. Por supuesto, los marineros mienten tanto como nosotros y lo hacen
por los mismos motivos. Sin embargo, no miento cuando te digo que estuve
en Cris.
—Lejos de mí intención acusarle de mentiroso, sir Able.
—Gracias. Tú no me mientas y nos llevaremos bien. ¿Sabes dónde está
tu marido? Querría hablar con él.
—No tengo ni idea, sir Able. Diría que ha salido.
—Sí, eso parece. Antes de marcharse, me habló de un perro que estuvo
aquí. Dijo que era un perrazo de pelaje pardo y un collar con pinchos.
—Y un trozo de cadena que colgaba del collar —confirmó la mujer.
—Tu marido creyó que el perro podía pertenecerme, y yo la verdad es
que deseaba que estuviera en lo cierto. Perdí a mi perro hace tiempo. ¿Sabes
dónde podría encontrarlo?
—No, señor. Lo vi ayer, pero no sé dónde habrá podido meterse ahora.
Él lo siguió para quitarle el asado de las fauces, pero el perro huyó. Es
enorme, con las orejas gachas y el pecho grueso.
—Se parece a Gylf. Si vuelve, sé amable con él e infórmame de ello. Me
encontrarás en el castillo de Sheerwall.
—Lo intentaré, señor. —La esposa del tabernero había volcado la
atención en la espada de Nytir.
Le conté a quién pertenecía y le pedí que tanto ella como su marido la
dejaran ahí hasta que el caballero regresara a por ella, petición ante la cual
ella flexionó de nuevo la rodilla.
—Sé que está ahí en medio y que... —empecé a decir.
—Vendrán a verla, sir Able, y se tomarán un trago mientras abren la
boca como pasmarotes y les contamos lo que pasó —me interrumpió ella—.
Dinero para nuestros bolsillos.
—Eso espero. Pero cuando regrese sir Nytir, tendréis que devolvérsela.
Decidle que no la quiero y que la he dejado aquí para que pueda
recuperarla.
—¿Es amigo suyo, sir Able?
Pouk rompió a reír.
—La clavó ahí cuando me atacó —expliqué—. Debió de seguirme hasta
este lugar y supongo que espantaría a tu marido antes de que resolviéramos
nuestras diferencias. ¿Has visto lo que le hizo al dintel?
Ella asintió enfurruñada.
Encontré la cuenta donde la había dejado y se la mostré.
—Tu marido y yo discutíamos sobre la cuenta. Él lo dejó en cinco
escieldos, pero a mí no me pareció un precio justo.
La mujer examinó la cuenta.
—A veces, Gorn se pasa un poco de la raya, sir Able.
—Sin duda, igual que hacemos todos. ¿Sabes escribir?
Asintió.
—Entonces, te pagaré cuatro escieldos de buena plata si escribes
«pagado» en la cuenta y firmas con tu nombre. Ah, y será mejor que pongas
también la fecha.
La mujer salió de inmediato en busca de tinta, una pluma y arena
secante.
37
UN CABALLERO VERDE
Aquel día había cabalgado largo y tendido; estaba agotado, pero apoyé
el pie izquierdo en el estribo y me subí a la silla como si supiera lo que
hacía. El caballo de Nytir era un semental bayo con una franja blanca,
nervioso y enérgico, pero no lo bastante grande o fuerte para ser un corcel.
Una lanza verde (con el pendón al viento) aún asomaba sobre la preciosa
silla de cuero verde.
El bayo corcoveó y los cascos castañetearon en el guijarro
—Me alegro de que sea usted quien lo monte, y no yo —admitió Pouk
cuando terminó de atar el escudo de Nytir a las alforjas que cargaba la
yegua.
—Ten cuidado con eso. Es lo único que me vale.
—Pero tiene la marca de sir Nytir, señor. —Pouk ataba ya el último
nudo.
—Querrás decir la divisa.
—Eso mismo, señor. Una cabra con grandes cuernos, señor, aunque no
sean lo bastante grandes.
—Lo pintaremos de nuevo. Tres calles colina arriba y cuatro a poniente.
Pouk asintió mientras observaba con expresión de duda su propia
montura.
—El letrero del martillo y las tenazas, señor.
—¿Puedes llevar dos caballos, Pouk?
—Siempre y cuando puedan remolcarse, podré hacerlo, señor. Algunos
lo hacen y otros no, de modo que no hay forma de saberlo hasta que no se
intenta.
El armero al que habíamos confiado el camisote de mallas era más
grande, más joven y más lento al hablar que maese Mori. Inspeccionó la
nueva loriga mientras silbaba, y la acercó a la ventana para verla con más
luz.
—La obtuve de sir Nytir, si sirve de ayuda —dije.
—Malla doble. No es obra nuestra, pero no está mal.— Si puedes
ensanchar hombros y brazos...
—Claro que puedo, sir Able, pero no será barato.
—Esos pantalones de malla. Ni siquiera sé cómo los llamáis. Te los daré
si me ensanchas la loriga.
Me tendió la mano.
—Habrá que tomar medidas, sir Able. Le haré unos últimos ajustes
cuando venga por ella, y la tendrá ese mismo día si viene por la mañana.
—Pregúntele por el escudo, señor —sugirió Pouk—. Dijo que le
gustaba.
—En efecto. —Tomé el escudo de manos de Pouk y lo levanté para que
el herrero pudiera verlo—. ¿Podrías tapar con pintura la cabra sin que quede
muy mal?
—Claro que sí. —El armero aceptó el escudo y lo inspeccionó—. Cuero
sobre sauce. Probablemente tenga una capa doble de sauce. —Repuntado de
arriba abajo y en cruz para evitar que se abra. Tendré que arrancar el cuero
para asegurarme. Pero es obra de un buen artesano, de modo que no tendrá
una única capa. No hará falta asegurarse, a menos que usted me lo pida,
sólo pintar de nuevo el campo del escudo. ¿Qué quiere que pinte en lugar de
la cabeza de cabra?
Al ver que no respondía, Pouk sugirió:
—¿Qué le parece un corazón, señor? Un corazón con un sol debajo. Eso
bastará.
Negué con la cabeza.
—La tarifa es mayor o menor dependiendo de los adornos. Cuanto más
tiempo necesite el artista para dibujarlos, más habrá que cobrar. Hubo uno
que quiso tres corazones y tres leones, todos juntos en un solo escudo. Lo
hicimos, pero le costó una fortuna.
Dije que nunca pondría un león en mi escudo.
—De acuerdo, ¿y qué será? He aquí la pregunta.
Pensé en barras y estrellas, y recordé que todos los equipos del instituto
tenían linces; sin embargo, nada me parecía adecuado.
Pouk se había acercado a la pared, de cuya superficie tomó un cuchillo
de hoja larga y color negro. El marinero lo examinó con atención.
—Factura élfica —le explicó el armero—. Sólo tengo uno como ése.
¿Había visto alguna vez algo parecido, sir Able?
—No, y me gustaría.
Pouk me tendió el cuchillo.
—Les gusta que los cuchillos tengan forma de hoja. Para volverse loco.
—Pues a mí me parece muy bien —replicó Pouk.
Volvía la hoja de un lado y de otro para conseguir que la iluminara la
mayor luz posible, cuando dije:
—El acero muestra unos remolinos, como las corrientes de un
riachuelo.
El armero asintió.
—La mezcla de metales. Intentamos mezclar metales y juntos parecen
agua y vinagre. Los elfos han logrado mezclarlos de tai modo que se
comportan como agua y aceite: Se mezclan, pero se mantienen separados.
¿Entiende a qué me refiero?
—Así es —respondí—. Lo estoy viendo. —No estaba seguro de si debía
añadir algo, pero lo hice—:Tú crees en los elfos. Hay mucha gente que no.
El armero se encogió de hombros.
—Sé lo que sé.
—Mi señor... —empezó a decir Pouk.
Le cerré la boca con la mano.
—Su señor también. Debes saber mucho de espadas. ¿Has oído hablar
de una llamada Eterna?
—Es famosa. La nombran en poemas y todo.
—¿Sabes dónde está ahora?
—Es obra de los elfos del fuego —respondió el armero tras sacudir la
cabeza—. Igual que ese cuchillo. La hizo el rey, que la hechizó. Irrompible
e inflexible. Necesitas la garra de un dragón para afilarla, aunque no sea
necesario hacerlo. Ha pertenecido a hombres famosos, a reyes, caballeros y
gente así, y siempre vuelve a ti cuando la desenvainas. Pero no sé quién la
tiene. Probablemente ande en algún lugar del mundo élfico.
—Se refiere a Aelfrice, ¿no, señor? —preguntó Pouk.
El armero asintió de nuevo.
—Lo sé. Pero ignoraba si estabais al corriente de ello. Éste de aquí se
llama Mythgarthr. ¿Lo sabías?
Pouk negó con la cabeza.
—Ya lo imaginaba.
—Has dicho que Eterna fue forjada por el rey de los elfos del fuego. A
mí me contaron que fue un hombre como nosotros, alguien llamado
Weland.
—Así se llama —admitió el armero—, aunque como te he contado fue
rey de los elfos del fuego. El rey Weland. El dragón se lo llevó, pero la
gente aún habla de él.
—Eso es cierto —susurró una voz suave a mi espalda—. Nosotras aún
hablamos de él y lloramos su muerte.
Asentí para dar a entender que había oído aquellas palabras. Ya en voz
alta, dije:
—Respecto al escudo que he traído. ¿Podrías pintarlo de verde?
—Verde, pues, señor. ¿Qué quiere que dibuje en él?
—Nada más aparte del color verde —le pedí—. No quiero nada pintado.
Que el verde cubra la cabeza de cabra para que no pueda verse ni por
asomo.
Había refrescado cuando salimos de la tienda del armero; al principio
pensé que el cambio, la gran mejora, tan sólo se debía a que nos alejábamos
del calor que despedían las fraguas. Mientras Pouk y yo salimos a caballo
de la ciudad, el viento de poniente arrastró la larga crin del bayo sobre los
ojos y también me removió la capa como si de una vela se tratara hasta que
la apreté bien. Era un viento fresco, y no había duda de que estaba a un paso
de poder considerarse frío.
—Skai ayude a quienes estén en el mar —murmuró Pouk.
El marinero miraba a retaguardia, y yo también lo hice. Los nubarrones
se alzaban hacia el sol en esa dirección. Mientras observaba, uno de ellos
sufrió la sacudida de un relámpago.
Hinqué los talones en el bayo. Hay una cosa que no puedes quitarle a un
caballero a quien hayas derrotado, por muy muerto que esté. Se trata de las
espuelas de oro. Quise las de Nytir, y mucho; a pesar de ello, no dije una
palabra al respecto por la ley. Las quería porque son el símbolo de la
caballería, pero mientras salíamos a caballo de Forcetti las quise por lo que
eran: unas espuelas.
—Habrá que apretar el paso si no queremos calarnos hasta los huesos—
voceé a Pouk.
Azotó la cruz de la yegua con el extremo de las riendas, le dio una
patada y juró hasta que la yegua adoptó un trote que estuvo a punto de
derribarlo de la silla.
—Necesito hacerme una fusta, señor, y voy a parar junto a los primeros
arbustos que vea. Lo alcanzaré, no tema. ¿O tiene ganas de charla?
Tiré de las riendas del bayo.
—No especialmente, aunque tampoco me negaría a hacerlo. ¿De qué
quieres hablar, Pouk?
—Soñaba usted despierto, señor, si me permite decirlo así, de modo que
no quise importunarlo. Quería decirle, señor, que no tiene mucho sentido
apretar el paso. Esos nubarrones nos alcanzarán mucho antes de que
lleguemos al castillo. No sería muy recomendable seguir cabalgando tal
como están las cosas, así que no hay por qué apresurarse. Tendrán que
esperarnos un poco para cenar, señor. Les dijimos que nos pasaríamos.
Chasqueé los dedos.
—¡Cierto, la granja! Quería hablar con Duns.
—No me extraña que lo haya olvidado, señor, con todo Io que ha
pasado hoy. Otra cosa, señor. Para cuando estemos cenando lloverá a mares
y hará un viento capaz de tumbarnos. ¿De veras cree que a maese Agr le
importará que hagamos un alto para pasar la noche a cubierto, y así de paso
resguardar a los caballos de la tormenta?
—Probablemente, no. Seguro que hace la vista gorda, aunque no admita
que hicimos lo correcto.
—Eso pienso yo también, señor. Es cosa de hombres de tierra adentro,
señor, de esos que creen que debes navegar a toda vela a pesar de la
tormenta. A juzgar por lo que he visto en el castillo, no puede considerarse
que sean de tierra adentro en lo tocante a los caballos, si entiende a qué me
refiero.
Pouk se aclaró la garganta antes de continuar.
—Hay otra cosa que llevo un buen rato queriéndole preguntar, señor, y
no pretendo ofenderlo, pero ¿por qué pidió al herrero que pintara de verde
el escudo? No responda, señor, si no lo cree pertinente.
—No es ningún secreto, lo hice porque en cuanto se me ocurrió, pensé
que era lo más adecuado. Mira aquí. —Tomé el yelmo de la perilla y lo
sostuve en alto—. Debo decirte que arranqué la cabeza de cabra de la parte
superior y me deshice de ella. Era amarilla, pero ¿de qué color es esto?
—Verde, señor.
—Así es. Hubiera costado dinero pintarlo de nuevo, un dinero que no
podemos permitirnos gastar. El casco de acero que me guardaste también
está esmaltado. Puede que hayas reparado en ello.
—Sí, señor. Pero no había pensando en él.
—Un blasón en el escudo me hubiera costado bastante, incluso uno
sencillo como el del corazón y el sol que sugeriste. O el árbol musgoso en
el que yo estaba pensando. De modo que verde sin adornos, pues mi dama
es la reina de los elfos del musgo.
38
EL VIENTO EN LA CHIMENEA
Llovía con fuerza cuando llegamos a la granja. Uno de los hijos nos
abrió el establo; entramos a caballo y atamos los caballos de ias riendas
junto al ganado. Le dije a Pouk que debía aliviarle el peso a la yegua para
que pudiera descansar mientras cenábamos.
—Nada de cenas elegantes —advirtió el hijo—. Aquí somos gente
sencilla.
—También yo lo soy, y Pouk. —Le tendí la mano—. Soy sir Able.
El hijo se secó la mano en la empapada pernera.
—Me llamo Duns, señor. Está húmeda y le pido perdón por ello.
—También la mía lo está —admití. Nos estrechamos la mano, después
de lo cual Duns estrechó la mano de Pouk.
Uns se nos unió al cabo. Al principio me pareció una versión bajita de
Duns; más tarde, cuando tuve ocasión de contemplarlo con más luz, observé
que mi impresión era fruto de la forma que dibujaba su espalda.
Pregunté el nombre de nuestra anfitriona.
—Mi madre se llama Nukara, señor; está cocinando y no podrá venir a
charlar hasta que todo esté preparado, y cuando lo esté, cenaremos.
—Comprendo. Si sigue lloviendo así, ¿tendríais la bondad de
proporcionarnos un lugar donde dormir, además de la cena? Siempre y
cuando tengáis sitio, claro.
—No durará hasta que salga la luna —murmuró Uns—. El viento caerá
y seguirá lloviendo un rato. —Resultó ser un excelente hombre del tiempo,
tal como no tardaría en descubrir.
—Tenemos una cama, eso es todo. Pero yo os cederé la mía —
respondió Duns.
—Yo dormiré en cubierta, señor —se apresuró a decir Pouk—.Ya sabe
que no será la primera vez.
—En mi puerta, para impedir que el fantasma pueda matarme mientras
duermo —le dije con una sonrisa esquinada, ai comprender qué pretendía.
—Claro, señor. Lo intentaré, señor.
—Mañana partiremos a caballo a Sheerwall, llueva o truene —le dije—.
Soy lo bastante de tierra adentro como para ello. Perc podemos pasar aquí
la noche si nuestra anfitriona no tiene inconveniente. Si nos quedamos,
debemos acordarnos de desensillar los caballos y alimentarlos. ¿Qué te
parece, Duns? ¿Crees que Pouk y yo podremos ver a ese fantasma si
pasamos aquí la noche?
—No es para tomárselo a broma, señor.
—Tú no, eso seguro. Quizá yo tampoco debería hacerlo. Cuando
pasamos por aquí, tu madre me contó que te había dejado muy maltrecho
durante un año.
Duns asintió, torva la expresión del rostro bronceado.
—Supón que quisiera echarle un vistazo. ¿Qué debería hacer?
Duns miró a Pouk, vio que había terminado de descargar la yegua y nos
invitó a seguirlo con un gesto.
—Entremos antes en la casa, señor, para que podamos secarnos.
Cerrada la marcha por un torpe Uns, seguimos a Duns bajo la lluvia
hasta la entrada de la casa, hundiendo los pies en charcos de barro hasta la
altura del tobillo a cada paso que dábamos. Anunció nuestra entrada el
estrépito de un trueno que bastó para sacudir las paredes.
—Cómo silba el capitán —exclamó Pouk cuando hubimos entrado y
pudo hacerse oír.
Sonreí y le recordé que la mayoría de la gente diría que Valpadre estaba
enfadado.
—Pues con nosotros, no —aseguró Duns—. Lo necesitamos.
Uns me tiró de la manga.
—Quizá si duerme en la cocina... —Respondía a la pregunta que había
formulado yo en el establo, aunque tardé unos instantes en comprenderlo.
Duns se pasó la mano por el cabello para peinarlo y sacudir el agua.
—¡Es un caballero, paleto! Los caballeros no duermen en la cocina. Le
traeré algo para secarse, señor. Así al menos tendrá la cara seca.
Pouk se acercó lo necesario para murmurar:
—Hay un buen fuego en la cocina, señor.
Temblando, calado hasta los huesos, informé a Uns de que deseábamos
saludar a nuestra anfitriona y prometimos que no la molestaríamos mientras
cocinara. Nos condujo a una enorme, acogedora y enlozada estancia, donde
la saludamos y pudimos entrar en calor ante el fuego en el que se asaba la
cena.

—Usted quería saber qué podía hacer para verlo, señor, si se quedaba a
dormir —dijo Duns mientras cenábamos.
Incliné levemente la cabeza y aseguré que dormiría de buen grado en la
cocina, si eso me permitía echar un vistazo al fantasma.
Nukura negó con la cabeza.
—Puedo explicarle cómo me las apañé —continuó Duns—. Contarle
qué me pasó.
—Por lo visto, se trata de un fantasma de lo más sólido —dije.
Mientras Duns asentía con tristeza, su madre lo hizo con cierta
ansiedad. Él se limitó a contemplar el plato sin levantar la mirada.
—Lo que hice fue sentarme una noche, sentarme muy quieto hasta que
oí ruido. Entonces me levanté con todo el cuidado que pude. Le mostraré
dónde lo vi por primera vez.
—Más tarde.
—Hacía calor con las ventanas abiertas, salté por una de ellas y lo
alcancé en los pastos del sur. Soy un hombre fuerte.
—Ya, me di cuenta cuando nos estrechamos la mano —dije.
—Entonces aún era más fuerte. Pero él me superaba en fuerza. Y por
mucho. —Saltaba a la vista que se sentía avergonzado.
Nukura me dirigió una mirada cargada de ansiedad.
—¿No irá a forcejear con él, sir Able, tal como hizo Duns? Creí que
usted... Bueno, no sé.
—Yo no... —Guardé silencio cuando el gemido del viento llenó la
estancia, un fantasma no tan sustancial como aquel al que esperaba dar
caza.
—La tormenta arrecia —murmuró Duns.
—Sí —dije al tiempo que me levantaba.
—No es más que el viento en la chimenea, sir Able —explicó Nukura,
que parecía sorprendida.
Me mostré de acuerdo; el caso es que acababa de recordar lo que me
dijo Disiri cuando nos despedimos, y comprendí que tenía que marcharme.
Pouk también se levantó, pero le pedí que volviera a sentarse y terminara de
cenar.
Después, me di la vuelta y salí de la estancia, temeroso de hacer algo
que revelara mi secreto. Había un porche cubierto en la parte posterior de la
casa, y supongo que permanecí allí de pie durante medio minuto viendo
llover. Quizá por eso no la vi.

No sé cuánto tiempo tardé en cruzar los campos y los prados, llegar al


bosque que se alzaba al otro lado. Recorrí aquel trecho bajo la intensa
lluvia, y me mantuve firme, la cabeza gacha, cubierto en lo posible por la
capucha de la capa. Empecé a llamarla cuando me acerqué, y fui lo bastante
necio para sentirme feliz de que el viento hubiera caído para que ella
pudiera oírme También la lluvia había aflojado un poco; no había cesado,
pero ya no caía con la misma intensidad.
—Si sólo quieres una mujer —dijo alguien en voz baja a mi oído—. Sé
de una que se sentiría honrada.
Di un brinco. Era una doncella elfo roja más alta que yo; delgada como
un atizador al rojo vivo.
—He vuelto, mi señor —dijo—. Soy Baki. Es posible que me haya
olvidado.
—A decir verdad, he estado preguntándome dónde andarías —confesé
—. Me trajiste a Rompespadas y el arco, y los pusiste debajo de la cama.
—Después de lo cual, me pidió que me marchara y lo dejara a solas.
No quería hablar con ella, pero tenía la sensación de que debía hacerlo.
—Querías meterte otra vez bajo las sábanas. Tú y la otra.
Ella lanzó una risilla ahogada.
—¿Te han dicho alguna vez que eso que haces recuerda al chillido de un
murciélago?
—Eras tú, ¿verdad? ¿Lo que oí en la armería? Te oí, pero no pude verte.
—Yo no, señor. —Sonrió.Tenía unos dientes largos y blancos que
parecían afilados—. Debió de ser Uri. O su adorada reina Disiri, quizá.
Lancé un suspiro.
—Debería castigarte por mentir.
—¿Yo? ¿Por qué motivo? Mi señor no tiene entrañas para hacerlo.
—Tienes razón, no las tengo. —Quise llamar de nuevo a Disiri, aunque
casi estaba seguro de que no iba a encontrarla.
—Ya no hay motivo para mantener este aspecto. —Le salió humo por
los ojos. Se encogió y se desvaneció al tiempo que se ensanchaba, blanca y
dorada. Al cabo de un minuto, puede que menos, había una joven desnuda y
avergonzada de cabello dorado y pecho generoso donde había estado Baki.
Los ojos absorbieron de nuevo el humo—. ¿Ahora le gusta más mi aspecto,
señor? —La cabeza me llegaba a la barbilla.
Creía que sólo Disiri podía hacer tal cosa.
—No me vuelves precisamente loco tengas el aspecto que tengas.
—La esclava culpable se humilla. —La rubia inclinó la cabeza—. Haría
cualquier cosa con tal de complacerle, señor, y si no se le ocurre nada, ella
puede sugerirle un sinfín de excitantes posibilidades.
—¿No tienes frío?
—Así es, señor, y usted también. De hecho, podríamos entrar en calor si
siguiéramos una de mis más excitantes sugerencias. Primero me arrodillo...
¡Así! Y usted...
—¿Has estado siguiéndome todo el día? —me apresuré a preguntarle.
La rubia sacudió la cabeza. Mantuvo la mirada gacha, tal como había
hecho a lo largo de la conversación.
—¿Aquí arriba, señor? Pues claro que no. Aunque le he estado
observando desde Aelfrice. ¿No quiere acompañarme? Allí ahora no llueve.
Se oyó en la distancia un aullido demasiado grave para ser de lobo. Me
detuve a escuchar el aullido antes de decirle a Baki:
—Pasé bastante tiempo en Aelfrice con Garsecg. No recuerdo haber
visto a nadie de este mundo a quien yo conociera.
—Porque no sabía cómo mirar, señor. Ponga la cabeza aquí abajo.
En lugar de seguir su sugerencia, utilicé la cabeza para mostrar mi
disconformidad.
—¿No va a hacerlo? En serio, si me acompaña a Aelfrice le enseñaré a
ver Mythgarthr. No es difícil. En uno o dos días lo logrará.
—Y a mi regreso habrán pasado tres años.
—No tanto. Vamos, creo que no, señor. No es muy probable. Señor, si
no va a jugar conmigo, ¿puedo cambiar de forma?
No respondí porque mientras hablaba había iniciado la transformación.
Levantó la mirada por primera vez desde que nos habíamos encontrado y vi
que la rubia tenía ojos de elfo de la tonalidad amarillenta del fuego. El
humo surgió de ellos hasta envolverla en un manto níveo y crepuscular.
Cuando el humo volvió: a introducírsele por los ojos, volvió a ser Baki.
—¿De verdad eres mi esclava? —pregunté.
Seguía arrodillada ante mí, e inclinó la cabeza bajo la lluvia
—Siempre estoy dispuesta a servir a mi amo, de día y de noche, aunque
es mejor la noche. Sólo tiene que pedírmelo.
—¿Quién es tu amo?
Asomaron los dientes blancos en aquel rostro de refulgente cobre.
—Usted. ¿Quién iba a ser mi amo, sino ese noble caballero llamado sir
Able del Gran Corazón?
—Puede que caballero, pero no soy noble.
—Yo no lo veo así, señor.
—El armero parecía conocer la existencia de los elfos de fuego, y me
dijo que trabajabais el metal. ¿Es verdad eso?
—Herreros, señor. Trabajamos el acero y otros metales. ¿Le gustaría ver
un ejemplo de mi obra? ¿Qué le parece una cadena de plata con un único
extremo? Siempre que necesite dinero, podría cortar un eslabón y venderlo.
—¿Por qué Setr escogió herreros? —pregunté tras negar con la cabeza.
—Debe preguntárselo a él, mi señor.
—Lo haré la próxima vez que lo vea. ¿Por qué tu pueblo persiguió a
Valiente Berthold?
—Perseguir es un verbo terrible, mi señor. Puede que nos burláramos de
él. ¿Acaso él se portó mejor con nosotros?
—Los años, los angrborn y tu pueblo le hicisteis mucho daño. ¿Por qué?
Una ráfaga de lluvia nos alcanzó; el aullido que había oído antes llegó
arrastrado por ella, ronco y solitario como el lamento de un ave herida.
Baki secó el agua fría del ardiente óvalo de su rostro.
—¿Aún le importa a mi señor ese Berthold a quien jamás he visto, por
cierto? ¿O podríamos hablar de algo interesante?
—Siempre me importará.
—Muy bien. No fui yo. Yo fui khimaira para Setr durante mucho,
mucho tiempo. Debió de equivaler a algunos siglos de este lugar. Si los
elfos le importunaron, me disculpo en su nombre.
Estaba cansado y a esas alturas ya sabía que no encontraría a Disiri; sin
embargo, siempre he sido muy tozudo.
—Me gustaría saber por qué lo hicieron.
—Eso no puede averiguarlo por mí, mi señor, puesto que lo ignoro.
Podría especular, si quiere que lo haga —sugirió Baki a regañadientes.
—Adelante.
—Nos gusta importunar a la gente de arriba. Se creen inmensamente
superiores y la verdad es que no nos importa lo más mínimo. De modo que
os molestamos, y si prefieren llamarlo tormento, pues adelante. Por lo
general no causamos daños, y a veces ayudamos, sobre todo cuando
creemos que nuestra ayuda sorprenderá a alguien a quien hemos estado
molestando. A los elfos del fuego nos gusta ayudar sobre todo a los herreros
y demás, a personas como ese armero suyo. Nos gustan porque hacen el
mismo tipo de trabajo al que nos dedicamos en Aelfrice.
—¿Estás diciendo que Disiri disfruta atormentando a los demás? No me
lo creo.
Baki contempló los heléchos que crecían en derredor.
—¿Lo hace? ¡Vamos, dímelo!
—Puede que ella no, mi señor. Pero el resto de nosotros, sí. La mayoría
escogemos a personas solitarias, porque la soledad hace que uno se tome las
cosas más a pecho. Además, no puedes estar seguro de que eso esté
sucediendo. ¿Ese Berthold era una persona solitaria?
—Sí. Vivía en una cabaña del bosque.
—Entonces está claro. Ésa es precisamente la clase de gente con la que
nos gusta jugar.
—He conocido a elfos del fuego, a elfos del agua y a los bodachan de
piel parda. —Suspiré al recordar a Disiri—. También a los elfos del musgo,
que han sido muy amables conmigo.
Baki se levantó. De pronto se acercó tanto que nuestras mejillas se
rozaron.
—También sería muy amable con mi señor, si él me lo permitiera. —
Juguetearon sus dedos largos y ardientes con el broche de mi capa.
Sonreí. Me temo que con amargura.
—Ahora me toca a mí, ¿verdad? Estoy solo, rodeado de árboles, igual
que Valiente Berthold.
—¿Cree que voy a darle un pellizco y echar a correr? Póngame a
prueba, mi señor. Eso es todo cuanto pido.
Negué con la cabeza.
—Hay muchas cosas que podríamos hacer sin tumbarnos en la hierba
húmeda, ¿sabe? Pero mire cuán blandos son estos helechos. Puede que
estén húmedos, pero también nosotros lo estamos. Encendamos nuestro
propio fuego.
—Quiero que vayas a la granja de donde vengo —le ordené—. Una vez
allí, vigila. Vigílalos a todos, pero sobre todo al hijo más joven. No permitas
que nadie te descubra, y a mi regreso prepárate para contarme todo lo que
hayan hecho.
—Como desee mi señor.
Esperé hasta que desapareció entre las sombras de los árboles,
preguntándome si me obedecería y si volvería a verla algún día. En cuanto
la hube perdido de vista, llamé a Gylf
39
MAGIA EN EL AIRE
Fue Gylf quien me encontró, no yo quien lo hallé a él. Cuando me hube
adentrado tanto en el bosque que empezaba a pensar que podía perderme, le
oí a mi espalda. Me paré a sentarme en un tronco caído que no estaba más
empapado que yo, y dirigí a Gylf un gesto que esperaba pudiera
interpretarse como amistoso. Era más grande de lo que recordaba, aunque
podían contársele las costillas.
—¿Te importa? —Avanzó paso a paso, como si desconfiara de mí.
—Si me importara no te habría llamado, ¿verdad? —Sonreí; cuando se
acercó, me permitió acariciarle las orejas.
Al cabo, dije:
—Sé que he intentado que me perdieras la pista antes de subir a bordo
del barco. Lamento haber hecho eso. Puede que ya me haya disculpado,
pero aunque así sea me disculparé de nuevo. Debes de haber pensado que
hice lo mismo cuando no volví a buscarte, pero no sabía que me esperabas
en Aelfrice. Pensé que lo más probable era que hubieras regresado a bordo.
Fui allí y, entonces, no pude volver junto a Garsecg. ¿Te contó qué había
pasado?
Gylf negó con la cabeza.
—Puede que no lo supiera. —Medité unos instantes aquellas palabras.
Garsecg era tan listo como cualquier hijo de vecino, y sabía muchas cosas;
pero cuando alguien es así, no puedes subestimarlo; incluso es posible que
llegues a convencerte de que lo sabe todo. Ni siquiera Valpadre lo sabe
todo.
—Antes creía que se las había ingeniado para que me encontrara con
Kulili, y que tú y yo nos separáramos como lo hicimos. No puedo estar
seguro, pero ahora creo que probablemente me equivoqué.
—Yo también lo creo.
—¿De veras? —Estuve considerándolo uno o dos minutos. Parecía que
Gylf había estado esperando un tiempo abajo, donde las kelpies, después de
que Garsecg y yo nos separáramos, y si Garsecg había vuelto donde estaba
Gylf, el perro podría haber oído algo. Finalmente empecé a hablar del ogro;
creo que fue porque no podía dejar de pensar en él.
Conté a Gylf el daño que había hecho a Duns y lo asustada que tenía a
Nukara.
—No creo que sea un fantasma —confesé—. ¿Por qué un fantasma
huiría de Duns? Podría limitarse a desaparecer. Baic puede desaparecer
bastante bien, y ella ni siquiera es un fantasma. La gente podría creer que
todos los ogros han muerto, pero aún existen gigantes en el norte, vivos y
coleando; la gente cree que el último ogro murió hace mucho, mucho
tiempo.
Gylf tardó en asentir, pero al final lo hizo.
—No he venido aquí a buscarlo, sino a buscar a Disiri.Y sir. embargo
quizá debí hacerlo. Debe de vivir en este bosque.
Gylf negó con la cabeza.
—¿No?Y ¿cómo lo sabes?
—Por el olor. —Gylf bostezó y se tumbó a mis pies.
—¿Cómo ibas a olerle el rastro? Aún llueve, y ha llovido con ganas. La
lluvia limpia el ambiente de olores. Eso lo sabe todo el mundo.
Gylf permaneció inmóvil, aunque a juzgar por cómo me miró no tuve la
impresión de haberlo convencido.
—Mira. Todo encaja, deberías de ser capaz de entenderlo. Las ventanas
estaban abiertas porque hace mucho calor. El fantasma u ogro (ogro, diría
yo) pudo entrar a través de la ventana.
Gylf volvió a negar con la cabeza.
—¿Crees que es demasiado grande? Saltó a través de una ventana
cuando lo persiguió Duns, así que pudo entrar del mismo modo.
Aunque Gylf era demasiado educado para decir algo, sabía qué estaba
pensando.
—Una criatura enorme como una serpiente en forma de hombre. Así es
como lo describe Duns, y él debería saberlo bien. Puede que podamos
volver cuando mejore el tiempo. Podrías ayudarme y husmear el rastro.
Gylf agachó la cabeza hasta situarla entre las pezuñas y cerró los ojos.
—¿Te estoy aburriendo? Espero que mi propuesta no te asuste.
—No —aseguró Gylf
—Porque tú a mí sí me asustas. Ésa fue la razón de que intentara
abandonarte antes de cruzar el Irring.
Fingió no haberlo oído.
—Me encanta ir por ahí contándole a la gente lo valiente que soy.
¡Menudo idiota! Le dije a esa mujer de la granja que no había un solo
caballero en todo Sheerwall con el que no cruzara la espada. Puede que sea
verdad. Al menos, sé que pensé que lo era cuando lo dije. Pero vi cómo
cambiaste cuando nos enfrentamos a los bandidos y me asusté mucho. No
me asusté cuando Disiri cambió, ni cuando lo hizo Baki hace un rato. Ni
siquiera Garsecg me dio miedo cuando el sol lo mostró tal como es en
realidad, aunque me asustara más tarde en Muspel. Pero lo que tú hiciste
fue distinto.
Gylf cambió el lado en el que recostaba la cabeza sobre las pezuñas y
lanzó una especie de gruñido.
—Lo siento, no quería hacerte sentir mal. Lamento también no haber
tenido más pelotas. Soy caballero, y se da por sentado que no nos asusta
nada. Además, eres mi mejor amigo.
—Perro. —Levantó la mirada. Tenía los ojos castaños hundidos en el
rostro pardo, y la mayor parte del tiempo no me fijaba mucho en ellos; sin
embargo, cuando dijo «perro» me miró fijamente a los ojos y comprendí
que era un ruego con el cual quería que comprendiera qué era y cómo se
sentía.
—Sí, eres mi perro, y nadie tendría por qué temer a un perro amistoso
—admití—. Seguro que un caballero, no. Disiri dijo que un dragón tenía la
espada llamada Eterna (alguien como Garsecg, supongo). ¿Cómo se supone
que voy a enfrentarme a un dragón, si me asusta mi propio perro?
Gylf se limitó a levantar los ojos, aunque aquella mirada me dijo
claramente que no podía hacerse más pequeño de lo que era. (Ya he dicho
que era bastante grande, mucho mayor que cualquier perro que yo haya
visto jamás.)
—También se supone que debo enfrentarme a Kulili. —Quise ocultar el
rostro en las manos en cuanto dije eso—. Le di mi palabra a Garsecg, y
mira todo lo que él ha hecho por mí. Pero no quiero matar a Kulili. Los
elfos la odian porque la temen, nada más. Es uno de los efectos que derivan
del temor: hace que quieras matar cosas que ni siquiera te han perjudicado,
sólo porque pueden hacerlo. Como cuando intenté abandonarte antes de
vadear el Irring. Me avergüenzo de ello.
Esperé un rato a ver si hablaba, porque no tenía muchas ganas de seguir
haciéndolo. Finalmente, pregunté:
—¿Por qué no volviste al barco? Fuiste por Garsecg, pero cuando se
presentó lo hizo acompañado de algunos elfos marinos. ¿Por qué no los
acompañaste?
—Me encadenaron.
—Eso encaja. La esposa del tabernero me contó que llevabas una
cadena rota al cuello. —Al volver el collar, vi que en efecto pendían dos o
tres eslabones. Se lo quité y lo arrojé bien lejos. Creo que posiblemente se
trataba de piel de elfo, aunque los pinchos eran dientes de tiburón. Después,
pregunté a Gylf si sabía por qué razón Garsecg lo había encadenado.
—Me temía.
—Ahí lo tienes. —Aspiré con fuerza y solté el aire en un noro suspiro
—. En fin, yo ya me he disculpado, y es posible que Garsecg lo haga con el
tiempo. Aunque de todos modos, al final te liberó cuando él y yo nos
separamos. Me alegro de ello.
—La rompí —se limitó a decir Gylf.
—¿Y fuiste a esperarme a Forcetti?
Uri asomó de detrás de un árbol; era como si hubiera están esperando
ahí desde que se creó Mythgarthr.
—Vino a Forcetti a buscar a mi señor. Acudió a este bosque para
buscarlo, y también a otros muchos lugares. Baki y yo lo vemos de vez en
cuando mientras vigilábamos a mi señor.
—No me gusta que lo hagáis —le dije—, pero ya que lo hecho, hecho
está, ¿por qué no me lo dijisteis?
—No nos lo preguntó. Apenas nos dirigió la palabra, excepto cuando
nos pidió que recuperáramos las armas.
No me lo tragué.
—No me había dado cuenta de que Baki y tú tuviérais problemas a la
hora de imponer vuestra presencia.
Uri se inclinó como lo hacen las mujeres, extendiendo una falda que no
llevaba puesta.
—Porque no es lo bastante observador. Somos apocadas, mi señor, sea o
no capaz de verlo.
—Entonces, debes tener una elegante razón para dirigirte a Gylf y a mí.
—Así es, mi señor. Alguien debe explicarle que ésta no es ia primera
vez que su perro ha visitado este bosque. Ni mucho menos. Parece
considerarlo un recién llegado...
—¡No! —protestó Gylf. Aunque sonó como un ladrido, fue un «no».
—No es verdad que no pueda husmear a ese ogro que busca por culpa
de la tormenta. Lo cierto es que ha estado aquí en toda clase de condiciones
atmosféricas. ¿Lo has olisqueado aquí, perro?
Gylf la miró con desagrado, pero negó con la cabeza.
—¿Lo has olisqueado alguna vez? En cualquier parte, me refiero —
pregunté.
—No.
—Puede que sí lo hayas hecho. —Lo estaba poniendo a prueba—.
Puede que hayas olisqueado un olor extraño y que no sufras a qué
pertenecía.
Cerró los ojos.
—Cree que es inútil hablarte porque no le creerás —explicó Uri—. Baki
y yo a menudo nos sentimos igual, por eso reconozco los síntomas.
Me levanté y moví los brazos para entrar en calor.
—Bueno, es posible, ¿no?
—No lo es, mi señor.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque ha dicho que no. Yo confío en su palabra, y también ni señor
debería confiar en ella. Quizá ese ogro sea un fantasma. No sabría decirlo.
Jamás lo he visto u olido. Pero si es un fantasía no está en este bosque. Yo
lo sabría.
—¿Y Disiri? ¿Está aquí? Debí preguntártelo antes, y también a Gylf.
¿Alguno de vosotros la ha visto?
Gylf se levantó al tiempo que sacudía la cabeza.
—¿Tienes hambre? —le pregunté.
—No. No puedo asegurar que no esté presente, puesto que sus artes son
superiores a las mías. Pero me sorprendería tanto verla asomar de detrás de
un árbol, como mi señor se sorprendió cuando yo lo hice.
—Ve a casa, a Aelfrice —le ordené—. Aguarda allí hasta que te llame.
Ella asintió y se alejó caminando.
—Cuando encontremos a ese ogro, lucharé a solas con él —dije a Gylf
—. Agradeceré toda la ayuda que puedas prestarme a la hora de buscarlo,
pero el combate correrá de mi cuenta.
Gylf no parecía contemplar con buenos ojos aquella petición.
Le expliqué que tenía que probarme a mí mismo, y no fue sino hasta
algo después que comprendí que no había pronunciado aquellas palabras en
voz alta. ¿De veras me gustaba Kulili? Kulili era un montón de gusanos,
una forma que formaban los gusanos cuando se unían. Puede que me
convenciera a mí mismo de ello porque no quería reñir con Kulili. Cuando
golpeé a sir Nytir, ¿fue una de esas estupideces que suceden cuando un
equipo que ya no tiene nada que ganar le da una paliza al líder de división?
Sabía que no podía defenderme con una lanza, servía yo de algo?
Lo ignoraba, y el hecho de ignorarlo era tan perjudicial que estaba
dispuesto a arriesgar cualquier cosa con tal de descubrirlo.
Había dejado de llover. Salió el sol, no el sol enemigo que nos había
golpeado a Pouk y a mí aquella mañana, sino un sol precioso de oro puro.
Al este, un arco iris se dibujó en toda su gloria, el puente que los gigantes
del invierno y de la vieja noche habían construido para que los overcynos
pudieran ascender a Skai.
—Hay magia en el aire —le dije a Gylf—. ¡La adoro!
Él no respondió. Yo empecé a silbar.
40
CIUDADANO DE LA BODEGA
La cena era de pan recién calentado en el horno, con mantequilla y
generosos platos de sopa de verdura. Nukura me había preparado una
habitación y había cambiado las sábanas. Mientras comíamos me habló de
lo acogedora que era.
—He prometido a maese Agr devolverle los caballos antes del
anochecer, y sé que el duque quiere que pase las noches en Sheerwall hasta
que me dé permiso para dirigirme al norte. pensé que la tormenta me
proporcionaría una excelente excusa ira quedarme aquí, pero el cielo se ha
despejado. Pouk y yo nos despediremos en cuanto tenga los caballos
preparados.
Ella dejó de sonreír; por lo visto, quería que nos quedáramos.
—Creo que de todos modos podré resolver lo del fantasma, con un poco
de suerte, desaparecerá para siempre cuando Pouk haya terminado de cargar
la yegua.
—¿Así de fácil? —Me di cuenta de que no me creía.
Asentí mientras ofrecía a Gylf un par de rebanadas de pan.
—Si me prestas a Uns. ¿Lo harás?
Ambos nos volvimos hacia su hijo, que no apartó la mirada ie la sopa.
—Es asustadizo —advirtió ella.
Uns siguió sin levantar la mirada.
—Tú no... ¿Morirá? ¿O lo herirá como hirió a Duns?
Negué con la cabeza.
—Me enfrentaré al ogro si Uns y yo damos con él. Uns no resultará
herido.
Pouk tosió aposta.
—A mí me gustaría verlo, señor, con su permiso.
Mojaba el pan en la sopa para dárselo a Gylf, lo que me proporcionó
unos instantes para pensar antes de responder.
—Tienes cosas que hacer —respondí—. Uns y yo recorreremos el
campo en busca del ogro. Puede que entremos en el bosque. Lo más
probable es que te pierdas si intentas buscarnos. Creo que será mejor que te
quedes aquí.
—Pronto oscurecerá, sir Able —advirtió Duns.
Le dije que estaba casi seguro de que el ogro no se dejaría ver a la luz
del día, de modo que teníamos tiempo de sobra para sentarnos, charlar y
disfrutar de la sopa.
—Cuando termine, Pouk y yo cabalgaremos de vuelta a casa a la luz de
la luna —dije—. La luna brillará con fuerza esta noche, y cuando lleguemos
allí los centinelas bajarán el puente levadizo para que podamos entrar. —
Seguía esperando a que Uns dijera algo, pero no abrió la boca para hablar.

Salí de la casa acompañado por Gylf y Uns, que nos seguía a ambos.
Tomé el angosto sendero que me había llevado al bosque entre los campos,
el mismo sendero que Duns y Uns debían recordar cuando salían en busca
de leña. Nos detuvimos al llegar al pie de los primeros árboles. Recuerdo
que la luna asomaba por entre los picos que se alzan al este. Cuando Uns
nos alcanzó, le dije:
—No he venido aquí a dar caza a tu ogro, y sé tan bien como tú que no
está aquí. He venido a charlar contigo en privado.
Esperé a que dijera algo, pero no lo hizo.
—No tengo mucho tiempo, como bien sabes. Me ahorrarás un buen rato
si me lo contaras todo. No quiero hacerte daño y lo tomaría como un favor
personal.
Abrió la boca, titubeó y la cerró de nuevo. Al cabo, negó c la cabeza.
—Como quieras. Después de esto, nada podrás pedirme. Ya estás
advertido, no habrá favores.
Gylf profirió un ronco gruñido.
—Antes de llegar, un par de amigas mías se acercaron a esperarme. Se
hacen llamar mis esclavas, cuando en realidad son mis amigas —expliqué.
Con la espalda jorobada, a Uns le costaba más levantar la mirada que
mirar al suelo. En ese momento, optó por lo más fácil, pues contemplaba el
terreno embarrado.
—Gylf fue incapaz de encontrar el rastro de ese ogro tuyo aquí en el
bosque. Gylf es mi perro. Creo que ya te lo he contado. Tiene un olfato
prodigioso.
Uns asintió.
—Claro que lo que sucede en realidad es que sí existe ese ogro. Tu
hermano forcejeó con él y tuvo que pasar un año en cama. No sé si creo en
fantasmas; de lo que estoy seguro es de que no creo en fantasmas que se
comportan como seres vivos. Pedí a una de mis amigas que vigilaran la casa
mientras yo no estuviera. ¿Tengo que contarte qué fue lo que vio? Es tu
última oportunidad, Uns.
Uns se dio la vuelta y echó a correr. Hice un gesto a Gylf, que trajo de
vuelta antes de que apenas se hubiera alejado diez metros.
—Te vio entrar en la bodega, donde hablaste con un ogro —dije
mientras Gylf se agazapaba entre gruñidos sobre Uns—. Ahí es donde se
esconde, creo. Supongo que roba la comida de la cocina de tu madre.
Querías que durmiera ahí. ¿Para que tu ogro pudiera matarme mientras
dormía? ¿O para impedirle robar de noche?
—¡Que se aparte el perro! —gritó Uns.
—En seguida. Es un ogro vivo, tiene que serlo, eso si es un ogro, claro.
¿Lo es?
—No sé. Supongo.
Ésa fue la primera vez que admitió algo, y pensé que sería mejor fingir
que no me había dado cuenta de ello. Alcé la barbilla le pregunté si hablaba
con él.
—No dice gran cosa.
—¿Pero habla?
—Un poco. Yo le enseñé.
Sonreí a pesar de que no tenía muchas ganas.
—Supongo que lo conociste cuando era muy joven. ¿Cómo se llama?
—Org. Que se aparte el perro o no diré nada más.
Ordené a Gylf que se apartara; Gylf retrocedió sin dejar de gruñir.
Uns aguardó un minuto: no estaba seguro de que Gylf no fuera a
arrancarle un brazo si se levantaba. Finalmente, lo hizo. No le resultó fácil
debido a la deformidad que tenía en la espalda, pues le impedía mantener el
equilibrio en condiciones.
—Quizá he hablado como si estuviera al corriente de todo —dije—.Y
no es así. Lo que me importa es que no sé si podría vencer a tu ogro en
combate. Y tú, aunque creas lo contrario, no podrías decírmelo. ¿Te hiciste
con él cuando era joven?
—Yo no me hice con él de ningún modo —murmuró Uns—. La madre
había muerto, tendida en el bosque con flechas clavadas; cerca andaba Org,
muerto de hambre. Debí dejarlo ahí abandonado, lo sé. Pero no lo hice y me
lo llevé a casa.
—¿Lo ocultaste en la bodega de tu madre?
—Sí, señor; hay una despensa que mi madre parece haber olvidado. Ahí
es donde vive Org.
—Comprendo.
Uns estiró el cuello para levantar la barbilla, en busca de un gesto
compasivo.
—Huele mal, de verdad, porque duerme encima de su propia mierda, y
a veces he querido echarlo. Algún día lo sacaré de allí, quiero hacerlo y lo
haré. Algún día.
Esperé convencido de que seguiría hablando si le daba tiempo para
pensar en todo aquello.
—Le enseñé a hablar un poco, señor. Intenté enseñarle a decir «ogro»
porque eso es lo que es. Pero él dice «org», por eso lo llamo así. Dice «sí»,
«no» y «Uns». Palabras cortas como ésas.
—Supongo que el hecho de tenerlo, el hecho de ocultar a un monstruo
cuya existencia todos en casa ignoraban, te hacía sentir como si fueras
mejor que tu hermano. Incluso mejor que te madre.
—Me hacía sentir tan bueno como ellos, eso es, señor. Mi ma..
—Continúa.
—Ella es mi madre, eso es, y a veces es como si yo no fuera nada. La
granja le pertenece, y Duns la heredará a su muerte.
Asentí.
—Por eso Org dice que también yo cuento.
—¿Podrías sacar al ogro de la bodega y traerlo aquí sin que te vean?
Uns titubeó y se mordió el labio.
—¿Va a matarlo, sir Able?
—Voy a luchar con él, si él lucha conmigo. Puede que me mate, que me
parta la espalda o el cuello. Si lo hace...
Gylf lanzó un gruñido; si alguna vez lo has oído, es posible que hayas
creído que era un trueno lejano.
—Tú, Gylf y Pouk tendréis que apañároslas. También cabe la
posibilidad de que yo lo mate. Ya veremos.
—¿Luchará con él en un combate justo, señor?
—Sí. Sin armas, si es a eso a lo que te refieres. ¿Puedes traerlo? No
permitas que nadie te vea.
Uns agachó la cabeza.
—Sí, señor. Saldremos por la puerta de la bodega. No me verán.
—Entonces, ve a por él. Tráelo y haré lo posible por que no resulte
gravemente herido.
Gylf quiso acompañar a Uns, pero no se lo permití. Cuando Uns se hubo
marchado, me quité las botas y el cinto de la espada y los dejé a un lado con
Rompespadas y la daga envainadas. Después me quité la ropa. Aún tenía la
tenía húmeda, aunque descubrí que tenía mucho más frío desnudo del que
había tenido estido. Había metido la vaina en la caña de la bota para
impedir que se humedeciera, y para proteger la empuñadura apilé la ropa
sobre las armas.
Cuando me hube desnudado, me estiré como te enseñan a hacer en el
gimnasio; me incliné a la derecha y a la izquierda y me toqué los dedos de
los pies. El embate del mar se alzaba en mi interior, y le sacaba una cabeza
a la mayoría de la gente que conocía, era ancho de hombros y tenía los
brazos más musculosos que los muslos de muchos hombres. Sabía que iba a
necesitar de todo ello, sobre todo de la fuerza del mar. Las olas golpean y
golpean, retroceden y retroceden. Son fuertes, flexibles y lo engullen todo a
su paso, todo lo que les eches, para devolvértelo después con fuerza
renovada.
Gylf gruñó; por su tono, comprendí que Org se acercaba. Aspiré con
fuerza y solté el aire.
Después doblé los brazos a la altura del pecho, dispuesto a esperar.
Aquélla sería la prueba, e ignoraba qué resultado podría tener.
41
ORG
—Debo advertirle que muerde, señor. Y ahora es mayor que cuando
Duns lo sorprendió.
Le dije que no se preocupara, aunque me sentía inquieto. De pie tras
Uns y a la luz de la luna, el ogro no parecía mucho mayor que él, pero tenía
los hombros enormes. Al observarlo con atención, tuve también la
impresión de que la cabeza medía dos veces la del muchacho, aunque en
aquellos hombros se antojara demasiado pequeña. Pude verle los brazos
largos, tanto que tocaban el suelo, aunque tardé en reparar en el hecho de
que caminaba apoyándose en los nudillos.
—Y es rápido, sir Able —aseguró Uns con un tono cargado de orgullo
—. Tenga cuidado, señor. No vaya a pensar que por ser tan grandote es
lento. Todo lo contrario, es rápido y cuando golpea con las manos es como
el rayo. Lo abofeteará, señor, pero será más doloroso.
—Hablas como si hubieras luchado con él.
—No como lo hizo Duns, señor. Me venció con facilidad, y logré que
comprendiera que tenía que dejarme en paz. Alguien debía cuidar de él.
Creo que iba a devorarme, señor.
—No tendrá de qué preocuparse conmigo —dije al tiempo que daba un
paso al frente—. Podrá devorarme si vence.
La zurda de Org cayó sobre mí con mayor rapidez que cualquier espada
que hubiera visto. Intenté agacharme, pero antes me golpeó la cabeza con el
canto de la mano. Aunque quedé medio aturdido, comprendí que debía
cerrar la distancia respecto a aquellos largos brazos antes de perder la
conciencia. Arremetí sobre la enorme tripa con el hombro por delante.
Fue como golpear una piedra. Hundí los puños en la panza, directos
cortos con la fuerza del desafío, izquierda derecha, derecha izquierda, una y
otra vez. Las escamas me arrancaban la piel de los nudillos, un dolor que no
sentiría hasta después. A continuación me levantó y me arrojó a lo lejos.
Supongo que tendría que acordarme del momento en que estuve volando,
pero no lo recuerdo.
Cuando recuperé la conciencia estaba tendido en la hierba húmeda; me
sentía como si hubiera tragado una pastilla de jabón. Estaba convencido de
haberme quedado dormido en lugar de haber hecho algo muy importante,
aunque no se me ocurría qué podía ser. Valiente Berthold no tardaría en
llegar, vería que no había terminado y, como siempre, procuraría no decir
nada que pudiera molestarme, lo cual haría que me sintiera como un gusano
deseoso de que alguien lo aplastara.
Quizá podía descubrir a tiempo en qué consistía el encargo si me
sentaba en seguida. Quizá podía poner manos a la obra, para evitar
decepcionarlo cuando llegara. Entonces oí a un perro y pensé que debía de
ser una oveja o algo parecido. Había prometido cuidar del rebaño de alguien
y me había quedado dormido. Pero estaba oscuro, la única luz era la de la
luna, y probablemente las ovejas debían de estar cerca, en un corral, sólo
que yo no las había encerrado porque me había quedado dormido antes de
que se pusiera el sol.
A jugar por el tono, más que un perro era un oso.
Probablemente Valiente Berthold había muerto. También Disira, y yo
había entregado al pequeño Ossar a los bodachan cuando ellos me confiaron
a Gylf. Me levanté aturdido. La hierba era cebada, alta, aunque no lo
suficiente para la cosecha.
Cuando encontré a Org, Gylf lo había agarrado de la garganta, un Gylf
negro y grande como un caballo. Sacudía a Org como si fuera una rata, y
Org intentaba soltarse mientras una serpiente de dos cabezas de fuego y
cobre le golpeaba el rostro. Voceé a la serpiente hasta que desistió y se
transformó en Uri y en Baki entre una nube de humo.
Les pedí que me ayudaran a apartar a Gylf. Creo que jamás he tenido
que afrontar una tarea más ardua. Baki y yo intentamos separarle la
mandíbula, mientras él nos sacudía al igual que sacudía a Org y partía las
varas de madera que Uri nos había proporcionado. Cuando finalmente
logramos apartarlo de la presa, Org claudicó y supe exactamente cómo se
sentía. Le dije que lo lamentaba, que yo quería que nuestra pelea fuera
justa, y que él la había ganado y yo lo sabía. Quizá debí ofrecerle la
armadura y los caballos, pero no se me ocurrió hacerlo y, además, Org no
era caballero. Dije que jamás aseguraría haber ganado el combate, que si
alguien me lo preguntaba contaría la verdad.
Gylf no quería recuperar la forma de perro, pero le ordene hacerlo;
luego ayudé a Org a ponerse en pie y le prometí que Gylf lo dejaría en paz.
—Estoy dispuesto a luchar de nuevo, si quieres —aseguré. Sabía que no
era cierto, pero pensé que probablemente Org se encontrara aún peor que yo
—. Si necesitas unos minutos para recuperar el resuello, por mí no hay
problema. Pero no podemos demorarnos mucho porque tengo que regresar
al castillo Sheerwall.
Me he llevado algunas sorpresas tremendas en la vida, y ésta fue una de
las mayores. Org se tumbó de nuevo en el suelo y arrastró la panza hacia
mí.
—Se rinde, mi señor —afirmó Uri—. Eso es una rendición
—¿Está en lo cierto, Org? ¿Me estás diciendo que te rindes? —
pregunté.
Él lanzó un gemido y puso mi pie sobre su cabeza. Estaba firme como
una roca.
—Desea unirse a nosotros, mi atractivo y desnudo señor —aventuró
Baki. Uri le rió la gracia, y yo quise echar a correr y ocultarme en la cebada.
—Esas dos doncellas elfo aseguran ser mis esclavas —expliqué a Org.
Me había tapado las partes pudendas con las manos y por supuesto me
sentía como el mayor idiota del mundo— Creen que también tú quieres ser
mi esclavo. —Callé unos instantes; seguía aturdido y me preguntaba si
entendía una palabra de lo que le estaba diciendo.
»Al menos, eso es lo que quieren que creamos. ¿Es eso lo que quieres?
Gruñó dos veces.
—¡Vaya! —exclamó Baki como si hubiera ganado la lotería—. ¿Lo ve,
mi señor? Acaba de decir «ajá».
Me puse furioso.
—No, no lo veo, y no sé qué ha dicho. Y no creo que tú lo sepas.
Encontré el cinto de la espada y me lo puse; no estaba seguro de que
pudiera partirle el cráneo con Rompespadas, pero estaba dispuesto a
intentarlo y no podía dejar de pensar en lo que diría la gente del castillo
Sheerwall si mataba al último ogro. Pero tal como estaba, tendido en el
suelo constituía una tentación terrible, así que le ordené incorporarse.
Así lo hizo; acabó como acuclillado.
Uri me acarició la espalda.
—No lo ha aceptado, mi señor. Teme que si se pone en pie, mi señor
pueda interpretarlo como un gesto belicoso.
Había apoyado la mano en la empuñadura de Rompespadas.
—Si eres mi esclavo, Org, puedo venderte. ¿Entiendes eso? Puedo, y
probablemente lo haga. ¿Es eso lo que quieres?
Negó con la cabeza. No lo hizo muy bien, pero bastó para que
comprendiera qué era lo que pretendía decir.
—¿Qué es lo que quieres, pues? —pregunté—. No puedo permitir que
vuelvas a casa de Nukura. Le prometí que la libraría de ti si podía hacerlo.
Si te dejo en libertad... En fin, Uns temía que pudieras matar al ganado y a
las ovejas, pero mucho me temo que más bien podrás matar a gente.
—Con... igo —murmuró.
No supe qué decir, así que le pedí a Baki que me sostuviera la vaina de
la espada mientras recuperaba la ropa húmeda. Cuando me hube puesto la
capa, dije:
—¿Como Pouk, quieres decir? Va a resultarme muy difícil impedir que
la gente te ataque.
Org volvió a arrastrarse por el suelo hasta donde yo me había situado.
—Contigo, mi señor.
—De acuerdo, puedes servirme. —Lo dije antes de pensarlo, y después
hubo momentos en los que deseé haberlo meditado más—. Pero escúchame:
si vas a servirme, tienes que prometer que no matarás a nadie, a menos que
yo te dé permiso. Tampoco puedes atacar al ganado, a menos que yo te lo
permita. —No estaba seguro de que hubiera entendido la palabra «ganado»,
razón por la cual añadí—: Ni caballos, ni vacas, ovejas o asnos. Ni perros ni
gatos. Ni gallinas.
Levantó la mirada (vi brillarle los ojos a la luz de la luna), y pensé que
estaba pensando si lo decía en serio. Al cabo de unos instantes, asintió.
—Pasarás hambre, pero el hambre no te servirá de excusa si me
desobedeces. ¿Entendido?
—Supongo que querrá que nos lo llevemos a Aelfrice y lo cuidemos en
su nombre cuando le moleste. Lo digo porque va apañado —advirtió Uri.
—¿De veras? —Ajusté la posición del cinto para tener más a mano a
Rompespadas en caso necesario—. Supongo que después de todo no sois
mis esclavas.
Baki intentó adoptar una expresión y un tono de humildad:
—Haremos lo que nos pida, mi señor. Tenemos que hacer Pero dudo
que podamos llevárnoslo a Aelfrice. Es demasiado grande...
Uri asintió con fuerza.
—Además, es demasiado tonto. En cuanto lo llevemos, n: podremos
controlarlo. Ni siquiera aquí podríamos, aun contando con la ayuda de Gylf.
Les dije que no se preocuparan.
—Aunque no me ha pedido consejo, voy a dárselo —di Uri—. Conocí a
algunas de estas criaturas cuando abundaban Son estúpidas, perezosas y
traicioneras. Pero se las ingenian bien a la hora de ocultarse y de acechar a
la gente, porque son capaces de adoptar cualquier color que deseen. Si le
ordena seguirlo sin que nadie lo vea, pocos llegarán siquiera a vislumbrarlo.
No le aseguro que nadie lo haga, porque en gran medida dependerá de
adónde vaya y de la intensidad de la luz reinante. En definitiva creo que le
sorprenderá comprobar que son muy pocos los que lo ven.
Me encogí de hombros, deseando pedir consejo a Gylf.
—De acuerdo, lo intentaremos. Pero antes, quiero llevarlo de vuelta a la
casa, mostrárselo a Duns y Nukura, y descubrir qué ha sido de Uns.
Después, supongo que se lo presentaré a Pouk, pues será Pouk quien tenga
que cuidarlo y vigilarlo. Espero que Pollino se convierta en alimento de
ogros.
—No devoró a Uns —apuntó Uri con una sonrisa.
—No, pero quizá hubiera resultado mejor que lo hiciera Volved a Ael...
—¿Cómo? —preguntó Baki.
—Volved y decidle a la reina Disiri... Quiero decir, si la veis y podéis
encontrarla, cuánto me gustaría estar con ella. Cuánto la amo y lo mucho
que le agradezco los favores que me ha dado
Prometieron hacerlo y desaparecieron en las sombras.
Me volví hacia Gylf.
—Si no eres un perro elfo, y debo admitir que no te comportas como tal,
¿qué eres, exactamente?
Gylf compuso una expresión lúgubre, tendido y con el hocico apoyado
sobre las pezuñas.
—¿No puedes decírmelo? Vamos, Gylf. ¿De veras eres uno de los perros
de Valpadre? Eso es lo que dijeron.
Lanzó una significativa mirada a Org.
—El. ¿Te refieres a eso? ¿No hablarás mientras él esté cerca?
Gylf asintió del modo que lo había hecho cuando lo conocí.
—Otra desventaja. En fin, puede que tenerte también comerte ventajas,
Org, aunque aún deba ocurrírseme alguna. Eso espero, al menos. —Eché a
andar hacia la casa, tras indicarles que me siguieran con un gesto. Ambos
obedecieron.
Disiri nos observaba en ese momento. Lo sé por algo que me dio
cuando llegamos aquí, no un dibujo (aunque al principio pensé que era eso),
sino por una escena compuesta por trozos de papeles negro y azul: un
caballero que se pavoneaba con la mano en la empuñadura de la espada de
hoja corta; una cosa monstruosa a su espalda, más alta que él, que andaba
arrastrando los pies, patizambo y con la mano cubierta de escamas apoyada
en el hombro del caballero, y, finalmente, un enorme perro que se antojaba
pequeño por andar tras el monstruo. Lo he puesto donde pueda verlo a
diario. No ha hecho que sienta ganas de volver a Mythgarthr, aunque sé que
algún día lo hará.
Las ventanas de la cocina lucían iluminadas y alegres cuando asomaron
Nukura, Duns y Pouk. No tuve la sensación de regresar al hogar, pero fue
algo parecido. Podría comer (no había comido mucho antes de la pelea), y
entrar en calor ante el fuego. Entonces parecía que ésas podían ser las
mayores aspiraciones de cualquiera.
Todo eso era importante, pero no lo era todo. Había estado hablando con
Gylf, Uri y Baki, incluso con Org, y no había problema. Sin embargo, las
voces que escuché a través de las ventanas cubiertas de grasa eran todas
humanas. A veces eso puede suponer una gran diferencia.
Pouk abrió la puerta cuando yo llamé.
—Ahí está, señor. Vaya si lo he echado de menos. Sabía que no...
Había visto al ogro que me seguía.
—Es Org, Pouk. No debes hacerle daño. Si se comporta mal, dímelo.
Pouk se quedó paralizado y boquiabierto. No creo que escuchara una
sola palabra de las que le dirigí.
—Org, este hombre es Pouk, otro sirviente. En general, él cuidará de ti
y de que te alimentes. Debes obedecerle, exactamente como si me
obedecieras a mí.
Org gruñó y se volvió hacia Pouk, quien retrocedió un par de pasos.
Puede que convenga mencionar en este momento que Org nunca gruñó
amenazadoramente. Tampoco sonreía, ni arrugaba el entrecejo. Sus ojos
parecían perlas negras. Eran pequeños en aquel rostro enorme, dominado
por la boca. No era un rostro humano ni nada parecido. La cara de un perro
o la de un caballo tiene más de humano que la de Org.
Entré en la casa, seguido por Org. Gylf se nos adelantó p tenderse al
fuego. Duns y Nukura habían estado sentados en la mesa con Pouk, o eso
me pareció. Se habían levantado, probablemente cuando Pouk se acercó a la
puerta. En ese momento parecían tan desconcertados como él.
—Aquí está el fantasma —les dije—. Es sólido como roca. ¿Oís cómo
cruje el suelo? Si queréis tocarlo para asegura ros, adelante.
Duns intentó por tres veces decir algo, antes de preguntar:
—¿Se enfrentó a él?
—Así es, y no me gustó tener que hacerlo. Me venció, y luego se rindió
ante mí. Es una larga historia y preferiría no hablar de ello ahora.
—¿Dónde está Uns? —preguntó Nukura—. ¿Dónde está mi hijo?
—No lo sé. Me acompañó para ayudarme, y estaba pensando en llevarlo
a ayudar a Pouk un rato, si quería. Pero cuando Org y yo luchamos,
desapareció.
—¿Huyó? —quiso saber Pouk, que parecía haberse repuesto un poco.
—No lo vi huir, así que no lo sé. Si lo hizo, no puedo culparlo. Yo
también tuve la tentación de huir.
Gylf gruñó a Org, quien pareció no oírlo.
—Tendré unas palabras con él cuando vuelva —aseguró Duns.
—No tendrás que regañarle —le dije—. No se lo merece.
Pouk desenvainó el cuchillo.
—¿Vamos a matarlo ya, señor?
—¿Matarlo después de haberse rendido? —Negué con la cabeza—. Si
has prestado atención, sabrás qué me he propuesta hacer. Vamos a llevarlo
de vuelta a Sheerwall, y tú cuidarás de él
Pouk asintió.
—Allí nos encargaremos de él, señor. Habrá un centenar de hombres
dispuestos a ayudarnos.
—Querrás decir que allí se encargarán de él, si nosotros no se lo
impedimos. Él matará a diez o a quince antes de caer. Tenemos que
encontrar un modo de impedir que eso suceda.
Nukura me dio pan y queso, y más sopa. Encontró la carcasa de una
oveja para Org, y me la confió para que yo se la diera. Se comió los huesos
y todo, y pareció satisfecho.
Después nos marchamos. No dejé de pensar en la pelea con Org y en
qué iba a hacer con él. Probablemente Pouk me hizo un sinfín de preguntas,
pero no sé sí las respondí. Coronamos la cima de la colina y divisé
Sheerwall con la luna llena detrás, las torres altas y cuadradas rematadas
por almenas. Más tarde vi Utgard, que era mucho mayor (tanto que te
asustó). Y Torrethor, más alta y bonita. Pero Sheerwall era Sheerwall, y no
había ninguna como ella. Al menos, no para mí.
Creo que llegamos poco después de medianoche. Maese Agr me había
dado el santo y seña, aunque le aseguré que llegaríamos antes de que se
pusiera el sol. Comprendí que había hecho lo correcto. Alcé la voz para
avisar a los centinelas, y cuando ellos me dieron el santo, respondí y
bajaron el puente. Nunca había visto descender un puente levadizo, y deseé
tener ocasión de volver a hacerlo. De hecho, lo único que vi fue la enorme
cadena que se movía y el contrapeso de piedra que ascendía. Sheerwall
contaba con un amplio foso y un puente estrecho sin pasamanos. Tuve un
poco de miedo al pasar, y lo hice al galope corto para fingir que no temía
nada.
Cuando lo cruzamos, llamé la atención de los centinelas para poder
charlar con ellos.
—Dentro de un minuto pasará por el puente algo grande a lo que
vuestros ojos no darán crédito —les advertí—. No voy a haceros prometer
que no se lo diréis a nadie. Si creéis que es vuestro deber informar de ello,
debéis cumplir con él. Sin embargo, os pediré que no parloteéis por ahí.
¿Podéis darme vuestra palabra de honor?
Dijeron que contara con ello.
—Estupendo. Como he dicho, podéis informar de ello si creéis que es
vuestro deber. Pero os ordeno no combatirlo ni intentar impedirle que cruce.
Si lo hacéis, también tendréis que luchar contra mí. Dejadlo pasar, que yo
me hago responsable de cualquier cosa que haga.
El más veterano de los centinelas, dijo:
—Con eso nos vale, señor.
—Aún no lo habéis visto —repliqué intentando componer una sonrisa
fiera. Me disponía a dar la orden a Pouk para que informara a Org de que
podía pasar, cuando oí más caballos en el puente. Era Pouk, que montaba la
yegua y conducía a los demás, seguido de Gylf, que cerraba la marcha como
un perro pastor—. Creí haberte dicho que te quedaras con Org hasta que te
avisara.
—Sí, señor. —Pouk soltó las riendas lo suficiente para llevarse la mano
a la gorra—. Intento estar con él, señor. Está aquí, en la muralla.
—¿Pretendes decir que ha cruzado sin que lo hayamos visto?
—No, señor. No está sobre el puente, señor. Lo ha cubierto a nado. —
Pouk miraba hacia la penumbra que se extendía tras el rastrillo—. Luego
creo que lo rodeó.
—Ya. Pero no lo veo. ¿Y tú?
Pouk titubeó unos instantes, por miedo a hacerme enfadar:
—No, señor. En este preciso instante, no. Pero creo que dónde está,
señor, y si quiere se lo puedo traer.
—Ahora, no. —Me volví hacia los centinelas—. No informaré de esto.
Podéis hacer lo que os plazca.
El más veterano se aclaró la garganta.
—Estamos con usted, sir... sir...
—Able del Gran Corazón.
—Sir Able, estamos con usted, siempre y cuando esté con nosotros.
—Yo juego en vuestro equipo, y voy a meter en el calabozo a eso que
mi sirviente Pouk debió de mantener vigilado.
—Estupendo, señor —aplaudió el más joven.
—Ya me pareció que os agradaría la idea. —Mis labios volvieron a
dibujar una sonrisa torcida—. Debo dar con el jefe de allí, y supongo que
hablar con él también, aunque eso puede esperar al amanecer.
Probablemente esté durmiendo, y también yo querría descansar. De todos
modos, ¿por quién debo preguntar?
—Por maese Caspar, señor. Está a las órdenes de maese Agr. señor. Es
el carcelero mayor. ¿Sabe dónde está la torre del mariscal?
—Me alojo allí.
—Estupendo, señor, pues sólo tiene que subir la escalera, tal como hace
siempre, y luego la baja en lugar de seguir subiéndola. No vaya más allá de
la primera puerta que encuentre, señor.
—Gracias. —Fue al desmontar cuando caí en la cuenta de que estaba
agotado—. Pouk, llévalos al establo y desensíllalos. Asegúrate de que
beban agua, coman y los lleven a un establo limpio.
—A la orden, señor.
—Ya sabes dónde encontrar mi habitación.
—Sí, señor.
—De acuerdo. —Quise ceder al peso de los hombros, pero comprendí
que no debía hacerlo. Permanecí con ellos bien erguidos, el pecho fuera y la
barbilla bien alta—. Allí estaré en cuanto me haya ocupado de Org. Lleva
allí nuestras cosas, todo lo del barco y lo que le ganamos a ese sir Como se
llame. Si los mozos te dan problemas, diles que actúas en mi nombre.
—¡A la orden, señor!
El foso hedía, y la suciedad que manchaba mis botas era orín caca de
caballo, pero no me importaba. Me dirigí al rincón más oscuro de la
muralla, consciente de lo que pretendía hacer, consciente de que una vez
hecho podría irme a la cama.

Yo era una mujer en una cama sucia de una habitación mal vendada.
Una anciana sentada junto a la cama no dejaba de decirme que empujara, y
yo empujaba, aunque estaba tan cansada que no podía hacerlo con fuerza
por mucho que me esforzara. Sabía que el bebé intentaba respirar, que no
podía y que no tardaría en morir.
—¡Empuja!

Si antes había intentado salvarme, ahora sólo quería alejarme. Él no iba


a soltarme, se me encaramaba y me hundía en el agua.

La luna brillaba a través de la cortina de lluvia mientras avanzaba por el


sendero embarrado. Al final surgió el ogro, negro y enorme. Yo era el
muchacho que había entrado en la cueva de Disiri, no el hombre que había
salido de ella. Mi espada servía de señal en la tumba de Disira, el palo corto
atado al largo con un cordel. Hundí la punta en el barro para marcar mi
propia tumba y seguí adelante. Cuando el ogro me arrojó, la espada se
convirtió en la espada que yo había deseado, con el pomo dorado y la hoja
reluciente.
Floté sobre el suelo e hice ademán de cogerla, pero ya no podía respirar.
42
SOY UN HÉROE
Desperté bañado en sudor, arrojé a un lado la manta y miré por la
ventana. El cielo estaba cubierto por una luz grisácea. Pensé que dormir
sería peor que estar despierto, y tomé la decisión dt verter agua en una
jofaina descascarillada para después frotar hasta el último rincón de mi
cuerpo. Cuando vivía con Valiente Berthold, nos lavábamos en las aguas del
Griffin. Eso era mucho mejor, al menos cuando hacía buen tiempo, y me
pregunté si e. duque disfrutaría de baños la mitad de agradables que ése.
Pouk roncaba al otro lado de la puerta. Oía con claridad sus ronquidos,
y aunque en un principio di por sentado que el ruido que hice al bañarme y
vestirme lograría despertarlo, lo cierto es que siguió roncando. Estuve
tentado de arrojarle el agua sucia, pero en lugar de dirigirme a la puerta me
acerqué a la ventana; la tiré por allí. Luego me asomé y miré en derredor.
El castillo podía llamarse Sheerwall, pero el muro no era tan recto como
indicaba su nombre. Las enormes piedras no demasiado cuadradas que lo
componían tenían la superficie quebrada y no es que estuvieran colocadas
perfectamente las unas junto c sobre las otras. Había trepado lo mío a bordo
del Mercader del Oeste; colgué las botas del cinto, a la espalda, para que no
me entorpecieran, y me encaramé al alféizar.
En cierto modo fue un descenso duro; en otro, no. No dejé de encontrar
asideros en los que no podía hacer pie sin deslizarme, y la pared era lo
bastante pronunciada como para que, al llegar al suelo, deslizarse no fuera
muy distinto de caerse. De vez en cuanto tenía que ceder y desplazarme de
forma lateral, o retroceder e intentarlo en otro punto. Fue un ejercicio duro,
pero no hubo un solo momento en que llegase a considerar en serio que iba
a caerme. Toug ascendió por la muralla de Utgard más o menos del mismo
modo en que yo descendí aquella mañana la torre del Mariscal, y cuando
me lo contó me acordé de lo mío. Sólo que en Utgard no había enredaderas
ni ninguna clase de hiedra. Te hablaré de ello cuando llegue el momento.
En cuanto estuve en el suelo, el olor a pan horneado me condujo a la
cocina sin dar mayores rodeos. Estaba hambriento, y eso me ayudó a
encontrarla.
—No debería estar aquí, señor—me dijo un cocinero—. El desayuno se
servirá en el salón cuando oiga el cuerno. —Ante mi silencio, añadió—:
Hoy serviremos jamón y queso, señor.
—Pan, mantequilla y una cerveza. —Lo sabía porque el día anterior
había comido ahí en dos ocasiones—. ¿Y huevos? ¿Tienes algún huevo?
¿Manzanas?
—No, señor. Hacemos lo que podemos.
—Eso está bien. —Le di unas palmadas en la espalda—. Ya que es así,
no te importará que coja esto. —Era una tostada de un excelente pan de
cebada—. Una dama me ofreció anoche una cena exquisita —expliqué a
continuación al cocinero—, pero sabía que tendría que luchar y no quise
comer mucho. ¿No te importa?
—No, señor. —A juzgar por la expresión de su rostro, era obvio que
sentía lo contrario—. En absoluto, señor.
—Bien. Ven conmigo al salón un minuto.
—Tengo más pan que... —Al ver el modo en que yo lo miraba, se
apresuró a acompañarme.
El salón era una estancia mucho más espaciosa que la cocina, quizá un
centenar de pasos de largo y cincuenta de ancho. Había un estrado para el
duque Marder, su esposa y los invitados distinguidos. Para el resto de
nosotros, largas mesas de madera desnuda, bandos y taburetes. Algunas
sirvientas ponían los platos para el desayuno; un tajadero grasiento y un
jarro por cabeza.
—Maese Caspar come aquí, ¿verdad? —pregunté—. ¿Dónde se sienta?
—Trabajo en la cocina —me respondió el cocinero—. No lo sé, aunque
probablemente Modguda pueda decírselo.
—Apuesto a que estás en lo cierto. Le preguntaré. Somos viejos amigos.
Ella se inclinó ante mí, flexionando la rodilla.
—Me alegra verle tan recuperado, sir Able.
—Así es. —Me volví hacia el cocinero—. Tienes más pan que hornear.
¡A trabajar!
Modguda me mostró dónde se sentaba maese Caspar. Tenía silla, lo cual
demostraba algo, aunque no estaba seguro de qué. Me senté en ella para
disfrutar de la tostada y pedí a Modguda que me trajera una jarra de
cerveza.
—Se enfadará, sir Able. Maese Caspar se enfadará. —Parece a punto de
morirse.
—Contigo no. Tampoco conmigo, porque me levantaré en cuanto entre
y le dejaré sentarse. Sólo quiero asegurarme de no perderlo entre la
multitud. —A esas alturas, algunos entraban en el salón e intenté reconocer
a quienes pudieran trabajar en los calabozos y ser guardianes.
Modguda era lo bastante bajita, y yo lo bastante grande como para que
no tuviera que agacharse para susurrarme al oído:
—Todo el mundo le teme, señor. Incluso los caballeros.
Tenía la boca llena, lo que me proporcionó una excelente oportunidad
para pensar antes de responder.
—No todos pueden temerle —dije cuando hube tomado un trago de
cerveza para ayudar a pasar la comida—. Si yo no… temo, ¿por qué iban a
hacerlo los demás?
—Es el amo del calabozo, señor. No querrá usted entrar ah; señor, pero
si...
Negué con la cabeza.
—Eso es exactamente lo que quiero. Bajé anoche, pero no llevaba
linterna... Antorcha, quiero decir. No vi gran cosa. Me gustaría volver y que
maese Caspar me mostrara los calabozos. Es uno de los favores que voy a
pedirle.
Justo entonces, alguien situado a mi espalda preguntó:
—¿Pedir a quién?
Era un hombretón a quien le gustaba el negro. Le pregunté s: era
Caspar, y asintió. Modguda se había quitado de en medio mientras yo me
volvía hacia él.
Me levanté de la silla y le tendí la mano.
—Soy sir Able del Gran Corazón.
—¡Oh! —exclamó.
—Estaba aquí sentado para presentarme cuando acudiera a desayunar.
Tengo que hablar con usted de un asunto, y pensé que quizá sería buena
idea hacerlo mientras desayunáramos.
—Hable ahora. —Se sentó en la silla—. Como con mis hombres, no con
usted.
En ese momento, había media docena de guardias vestidos de negro
alrededor de nosotros; algunos se sentaban en los taburetes y otros se
habían quedado cerca para escuchar la conversación.
—Muy bien, iré al calabozo...
—No será el único.
El que estaba sentado junto a Caspar rompió a reír, y no fue la risa del
esbirro que le ríe las gracias al jefe. Todo lo que planeaba hacerme algún
día iba implícito en aquella risa. Le tiré del taburete y cuando fue a
levantarse del suelo lo recogí y le golpeé con él.
Un profundo silencio se extendió en el salón. Alguien había colocado
una fuente de jamón ante Caspar; estiré el brazo y me serví un poco, sin
olvidar la tostada que mordisqueé a continuación.
—Es ese tipo que malhirió a los demás caballeros —dijo Caspar.
—Tres o cuatro. Puede que fueran cinco. Nada más. —Tomé un trago
de la jarra.
Él asintió.
—Alcánceme el jamón.
Lo hice.
—Sería mejor que dijeras «alcánceme el jamón, por favor, sir Able»,
pero lo pasaré por alto por esta vez.
Él gruñó.
—Quiero que seamos amigos, maese Caspar. Uno de mis sirvientes va a
alojarse en el calabozo, y me gustaría que cuidara bien de él.
Se volvió para mirarme sin dejar de masticar el bocado de jamón.
—Y he pensado que...
Woddet se había acercado a nosotros y escogió ese momento para
interrumpirme.
—Está prohibido reñir en el salón. Maese Agr quiere verle cuando haya
terminado de desayunar.
—Será un placer hablar con él, pero no reñíamos. Estamos hablando de
un asunto privado.
Woddet se agachó para comprobar el estado del guardián malherido; le
tomó el pulso y demás.
—¿Y qué me dice de éste?
—Ah, ése. No creo que esté muy malherido. Si llego a golpearle fuerte
le hubiera matado. Pero no lo hice.
Woddet se levantó.
—Será mejor que vaya a ver a maese Agr en cuanto salga de aquí. De
otro modo... —Y se encogió de hombros.
—De otro modo, lo tendré en mis manos —afirmó Caspar.
—Preferiría ver al duque, pero puesto que maese Agr quiere verme, iré
—dije a Woddet—. Dígale que será un placer.
—¿Quiere acompañarme? Le haré un sitio en la mesa donde comen los
caballeros.
—Sé dónde está, pero el caso es que ahora tengo que charlar con maese
Caspar, y luego debo ir a ver a maese Agr.
Woddet volvió a la mesa de los caballeros, y alguien un par de mesas
más allá de donde yo estaba empezó a hablar en voz alta, demasiado alta, y
en seguida el resto de los presentes reanudar r la conversación y volcaron la
atención en la comida. Modguda sirvió una ronda de queso en un tajadero
mayor que los demás, saqué la daga y corté una loncha. Siempre me han
gustado el queso y el jamón, aunque prácticamente no hubiera otra cosa que
llevarse al estómago.
—A veces, marcamos a los prisioneros —dijo Caspar—. Depende de
los deseos del duque. Agitadores. Ladrones. ¿Alguna vez le han marcado?
Estaba masticando, así que negué con la cabeza.
—A mí sí. —Echó atrás la capucha para que pudiera ver la marca que
lucía en la frente—. No me gustó.
—A nadie le gustan los dolores de cabeza. Pero cuando duele hay que
aguantarse.
Caspar rió. Tenía una risa traviesa.
—¿Y dice que tiene un nuevo prisionero para mí?
Me acordé de un amigo mío al que habían enviado a un internado.
—Más bien se trata de un interno. No tienes por qué encerrarlo, pero
vivirá contigo hasta que me vaya al norte a apostarme en un puente o algo
por el estilo.
—Vivirá con nosotros.
—Sí. —Asentí—. Sé que debes alimentar a los prisioneros, pues de otro
modo se morirían de hambre; obviamente, no comen aquí. Lo único que
tienes que hacer es dejar una bandeja con comida para el sirviente del que te
hablo. —Me detuve a pensar en algunas cosas que había mencionado Uns
—. Bastará con darle de comer una vez cada dos días. Dejas la bandeja
donde pueda encontrarla, y si no la ha tocado en un par de días prueba a
cambiarla de lugar.
—No pienso tener gente deambulando a sus anchas en mis calabozos —
aseguró Caspar en un tono que reafirmó la decisión que había tomado.
—Pues ya está ahí. Lo único que tienes que hacer es alimentarlo.
El rostro de Caspar enrojeció; sus ojos empequeñecieron.— Lo dejé ahí
anoche y le pedí que no saliera bajo ningún concepto. Me prometió
obedecer, y mientras tenga de comer creo que cumplirá su promesa.
Esperaba que Caspar se tranquilizara un poco al oír eso, pero no fue así.
—Puede que encuentres algunas cagadas, supongo. Claro que
tratándose de calabozos eso no debería sorprenderle a nadie.
Caspar limpió la daga en la manga, antes de devolverla a la vaina.
—Así que ahora mismo está ahí.
—En efecto. —Me alegró ver que por fin lo entendía—. Lo dejé ahí
anoche. Dormías y no quise despertarte. Un amigo desatrancó la puerta para
que pudiera entrar y volvió a atrancarla al marcharme. —Intenté recordar si
era verdad que había oído a Uri atrancar la puerta al salir. No podía estar
seguro, y por ello añadí—: O al menos se lo pedí. Estoy prácticamente
seguro de que lo habrá hecho.
—Se trata de otro amigo.
—Amiga —corregí.
—No es la misma que dejó ahí dentro para que la mimara —dijo Caspar
muy lentamente.
—Ajá. —El hombre al que había tumbado volvía a ponerse en pie y
dirigía la mano al cuchillo de hoja ancha que ceñía en la cadera. Le agarré
la muñeca—. Si desenvainas eso, tendré que quitártelo. Será mejor que te
sientes y comas algo, antes de que no quede un solo pedazo de queso.
Caspar se levantó al tomar asiento el hombre al que me había dirigido.
—Es posible que no tarde mucho en conocer mejor a Hod —aseguró.
—Estupendo. Me gustaría arreglar las cosas, a ser posible. Entretanto,
cuida de mi sirviente, ¿lo harás? Sé que te estoy pidiendo un favor.
Y con ésas, me dio la espalda y salió caminando del gran salón.

Al entrar, encontré a maese Agr de pie y de espaldas a la ventana.


Inclinó levemente la cabeza a modo de saludo, se aclaró la garganta y dio la
impresión de disponerse a hablar, aunque al final se limitó a carraspear de
nuevo.
—Buenos días, sir Able.
—Buenos días, maese Agr. ¿En qué puedo ayudarlo? —La primera vez
que había estado allí me habían dicho que pusiera la espalda bien recta, así
que tuve cuidado de no relajar la postura.
—Sir Able, yo...
—¿Sí, maese Agr?
—No puedo mantener nuestra conversación de este modo. Por favor,
siéntese —ordenó tras lanzar un suspiro. Me indicó una silla—. Acérquela
aquí, por favor. —Él tomó asiento en una silla oculta tras pilas de papeles,
informes y cartapacios.
Acerqué la silla y tomé asiento.
—Reñir en el gran salón atenta contra las órdenes expresas de Su
Excelencia. ¿Lo sabía?
—Sí, en efecto —respondí.
—A pesar de lo cual, agredió con un taburete a uno de leí guardias. Eso
me han informado, puesto que no he tenido ocasión de verlo con mis
propios ojos.
—Antes le pegué con el puño, maese Agr. Y luego con el taburete
cuando hizo ademán de levantarse del suelo.
Agr asintió. No recuerdo haberle visto alegre jamás, y te aseguro que en
ese momento no había asomo de alegría ni en la voz ni en la expresión de
su rostro.
—¿Por qué hizo tal cosa, sir Able?
—Porque tenía que conversar con maese Caspar. Sabía que si permitía
al guardián levantarse, nos interrumpiría. Lo que tenía que hablar ya era lo
bastante delicado como para tener que pedirle cada dos por tres que se
callara. —Aspiré hondo con la sensación de que no hacía sino empeorar las
cosas—. Déjeme explicárselo; después, diga lo que quiera. No voy a
intentar defender lo que hice, pero no creo que haya obrado mal. A veces
hay que hacer excepciones, diga lo que diga la norma. Me va a castigar por
ello. Lo sé y no me importa. No voy a culparle por ello. Me disculpo por
haber armado jaleo y haberle causado problemas. Pero si volviera a ocurrir,
volvería a golpearle tal como hice.
Agr asintió. No se había producido un solo cambio en su expresión.
—Para aquellos cuyo rango es inferior al de un caballero, como es mi
caso, el castigo que suele observarse es la destitución. Para los caballeros, la
expulsión por un período comprendido entre unos meses o unos años.
—De acuerdo. Quería dirigirme al norte, de todos modos. ¿Cuánto
tiempo debo ausentarme?
Agr se levantó y se dirigió a la ventana, donde permaneció
mirando por ella tanto tiempo que empecé a pensar que quería que me
marchara. Cuando finalmente volvió a sentarse, dijo:
—Antes ya se habían producido peleas en el gran salón, pero la cosa no
fue más allá y el conflicto no planteó mayores problemas que la expulsión o
la destitución. Sin embargo, este caso se ve plagado de dificultades. En
primer lugar, sir Able, algunos de nuestros caballeros siguen manteniendo
que no pertenece a su hermandad. Debe de ser consciente de ello.
Confirmé que así era.
—Se quejan de que pueda usted sentarse a su mesa. Si lo castigara
como a un caballero, redoblarían las quejas. No ponga esa cara, por favor.
No voy a despedirlo como si fuera un sirviente.
—Tengo la sensación de que ya he demostrado lo que tenía que
demostrar.
—También yo. Y Su Excelencia. Simplemente, digo que si lo castigo
como a un caballero, aún lo odiarán más.
—Yo no lo odiaré, maese Agr. No debe temer mi resentimiento.
—No temo el resentimiento de nadie, pero es mi deber mantener el
orden entre ustedes los caballeros —me aseguró Agr—. En eso y en otras
muchas cosas consiste mi deber.
»He ahí la primera complicación. La segunda reside en el hecho de que
cuando esas riñas se dieron en el pasado, fueron en su mayor parte entre
caballeros. Recuerdo una en la que se enfrentaron dos sirvientes. Es la única
excepción. Ambos fueron despedidos, pero he dado mi palabra de que no le
despediré como a un sirviente, sir Able, y no lo haré. Sin embargo, si le
destierro, los caballeros se alzarán en armas. Algunos lo harán por el hecho
de haber recibido el castigo correspondiente a un caballero. El resto, porque
un caballero fue desterrado por golpear a un inocente. Como mínimo,
elevarán una protesta a Su Excelencia.
—Yo no protestaré.
—No. Ya lo supongo. Sin embargo, aquí hay caballeros veteranos a
quienes Su Excelencia tiene en gran aprecio. Si ellos se sumaran a la
protesta, y es posible que lo hicieran... —Agr se encogió de hombros.
—Lamento mucho que haya sucedido esto. Lo digo sinceramente.
—Gracias. Por último, y en absoluto quiere decir esto que sea lo menos
grave, los guardias son temidos y odiados. No sólo por los caballeros, sino
por todo el mundo. No quiero ofender su evidente modestia, pero estoy
prácticamente seguro de que en este momento nueve décimas partes de
quienes presenciaron los hechos le consideran un héroe.
—Soy un héroe. No me refiero a que lo sea por haber golpeado a un
guardia. Eso no fue nada.
Sonrió con cierta amargura.
—Quizá esté en lo cierto, sir Able. De hecho, creo que así es. Ahora que
he enumerado las dificultades, me gustaría escuchar todo lo que tenga que
decir en su descargo. Si hay algo que quiera decir, éste es el momento de
hacerlo.
—No tengo nada. —Pensé en lo sucedido y en que nadie de Mercader
del Oeste le hubiera dado mayor importancia—. Sé que no prestará mucha
atención a lo que voy a decirle, maese Agr, pero de veras que no fue una
riña. Le di con el puño y luego con el taburete. Pero no fue como si
estuviera combatiendo con él, ya que él no llegó a pegarme.
—Continúe.
—Le golpeé porque me amenazó, porque siguió haciéndolo hasta que lo
tumbé. La prohibición de Su Excelencia en lo que se refiere a las peleas me
parece una iniciativa loable si todo el mundo se comporta de forma decente.
¿De veras es peor reñir de vez en cuando, que ver a gente como él, gente
que disfruta haciendo daño a los demás cuando no pueden defenderse,
escupir al rostro de alguien mientras intenta mantener una conversación
civilizada con un tercero?
—Comprendo a qué se refiere —admitió maese Agr—. ¿Alguna otra
cosa?
Sacudí la cabeza.
—En tal caso yo sí tengo algo que añadir, sir Able. Antes de empezar,
déjeme decirle que usted me agrada. Me gustaría que fuéramos amigos,
siempre y cuando mi puesto y responsabilidades lo permitan.
—Por supuesto —le dije—. Sé que ha hecho mucho por mí. Estoy en
deuda.
—Le guardé las armas tras la pelea en la liza, el arco y el carcaj, y esa...
esa especie de espada que lleva ahora. No tuve más remedio que hacerlo, o
ellos se lo habrían quitado todo. Su Excelencia me ordenó devolvérselas
cuando me las pidiera. Seguro que lo recordará.
Aguardé callado, consciente de lo que iba a decir a continuación.
—De pronto, ayer recordé que nunca me las había pedido; fui a
buscarlas con la intención de ordenar a un paje que se las entregara. Habían
desaparecido. Hoy veo que lleva el cinto. Doy por sentado que también ha
recuperado el arco y las flechas. El caso es que ya no los tengo.
—Están en mi habitación. —Torcí un poco el gesto al recordar los
sueños que la pasada noche me había inducido la cuerda del arco.
—¿Podría explicarme cómo los recuperó?
Negué con la cabeza.
—No haríamos más que discutir, porque estoy seguro de que no me
creería.
—Póngame a prueba, sir Able. Me encantaría saber cómo se las ingenió
para abrir mis alacenas.
—¿Me cree cuando le digo que fue la reina Disiri quien me nombró
caballero?
Agr no respondió. Alguien corría afuera, y ambos lo oímos de
inmediato. Era pesado y corría con cierta torpeza, porque los pasos no eran
regulares. Lo oímos detenerse en la puerta y jadear.
—El centinela lo despedirá, sea quien sea —aseguró Agr.
Pero el centinela no hizo tal cosa. Antes de que Agr hubiera terminado
de pronunciar aquellas palabras, se abrió la imponente puerta de roble.
Caspar entró en la estancia y trastabilló hasta caer a mis pies.
43
LA RUTA DE GUERRA
De todo nuestro largo viaje al norte, la noche que mejor recuerda fue
aquella en la que nos separamos. Svon cuidó de los caballos. dejando a
Pouk la mayor parte del trabajo, aunque atento para que lo hiciera bien. Gylf
había ido de caza, y yo me senté al fuego, observando las llamas y
pensando en sir Ravd, en Muspel y en las noches que habíamos pasado en
nuestra cabaña del bosque, cuando reunías leña y encendías en la chimenea
de piedra un buen fuego, donde calentábamos después las salchichas y los
malvaviscos.
Para serte sincero, también me preguntaba cómo demonios había podido
llegar a ese lugar. Agr me había dicho que si me apresuraba y tenía suerte
podría alcanzar las montañas en seis semanas. Cuando lo dijo, no me
pareció posible que pudiera tardar tanto.

Nos habíamos reunido en una acogedora estancia de las dependencias


privadas del duque. Éramos Agr, Caspar, el duque en persona y yo. Me
hubiera gustado ver allí a Hob; y en cierto modo puede decirse que estaba
presente, ya que era en él en quien los demás pensábamos. Org lo había
matado y luego lo había devorado.
—Esa mascota tuya, ese ogro que metiste en mis calabozos, constituye
el menor de nuestros problemas —me dijo Marder—. De modo que
ocupémonos de él primero. ¿Puedes deshacerte de él?
—Deshacerme de él supondría su ruina, Excelencia. —Antes de ver a
Marder, ya había discutido el asunto con Agr—. Va a decirme que debería
ordenar su muerte, que es lo mismo que diría maese Agr. Y también maese
Caspar. De acuerdo, quizá los tres tengan razón. Pero el caso es que le he
aceptado a mi servicio y no puedo dejar que le maten.
Marder se mesó la barba y Agr intentó fingir que nada de todo aquello
tenía que ver con él.
—Tenemos que sacarlo de ahí —dijo finalmente Caspar—. Subirlo al
pie de la muralla, donde los caballeros puedan atacarle.
Marder se encogió de hombros. Jamás le había visto tan viejo y
cansado.
—Sir Able no le dará la orden de salir de los calabozos, si es consciente
de que lo envía a una muerte segura. Puedo ordenar a los caballeros que se
adentren en los calabozos y lo maten allí.
Caspar negó con la cabeza. Ni hablar.
—Sin embargo, no podría garantizarles el éxito en la empresa. A juzgar
por lo que afirma sir Able, es posible que ni siquiera sean capaces de
encontrarlo.
Agr repitió algo que había dicho anteriormente, aunque cambió el orden
de los elementos que conformaban la argumentación.
—Si este ogro es el sirviente de sir Able, sir Able debería haberle dado
instrucciones estrictas, haberle dejado bien claro que en caso de
desobediencia no podría protegerlo.
—Ordené a Org que no hiciera daño a nadie, y él me prometió que
obedecería —dije—. Imagino que se enteró de que había golpeado a Hob.
Debió pensar que Hob era mi enemigo y que no habría problemas.
Marder asintió; imagino que lo hizo para sí.
—Hob no tendría problemas si estuviera con vida. Todos en su castillo
temen a los guardias, Excelencia, excepto usted y yo. No sé qué puede
motivar ese temor, pero debe de ser algo que va más allá de las caras torvas
y la vestimenta negra. Si bajo a los calabozos, maese Caspar y sus hombres
harán todo cuanto crean conveniente para lograr que no vuelva a salir. Eso
lo sé. Pero si quiere que yo...
—¡Excelencia! —protestó Caspar, que se había puesto en pie de un
salto—. Le juro que... sir Able... no...
A Marder le bastó con mover un centímetro la mano para hacerlo callar.
—Iré de todos modos si me lo pide. Y explicaré claramente a Org que
no debe matar a nadie más, ni siquiera a maese Caspar.
Aunque Marder se tapó la boca con la mano, vi cómo se le movía el
bigote.
—Tengo un plan mejor, siempre y cuando pueda convencerles para que
lo acepten. Solucionará todos los problemas de los que hemos hablado.
Sacará a Org de los calabozos y también supondrá mi castigo, un castigo
con el que no se mostrará descontento ningún caballero.
Marder lanzó un suspiro.
—Quieres decir que acabarás muerto. Cuanto más veo el fuego que arde
en tu interior, sir Able, más me cuesta afrontar la idea de perderte.
—Espero que no suceda tal cosa, Excelencia. Iba a enviarme al norte
para apostarme en un puente. Hablamos de ello ante la puerta de mi
habitación.
—Lo recuerdo.
—En tal caso, recordará también que dijo que me enviaría a combatir a
los angrborn. Hágalo. Hágalo ahora. No sé exactamente a dónde van
cuando se adentran en el ducado, pero...
—Le dibujaré un mapa de la Ruta de Guerra —se ofreció Agr. (Más
tarde, cumplió su promesa.)
Asentí para demostrar que le había oído.
—Pero no puede haber un montón de caminos que atraviesen las
montañas. Permítanme apostarme en un lugar por el que tengan que pasar.
Me llevaré a Org y nos quedaremos allí hasta que la nieve bloquee los
pasos.
Hablamos de ello un rato; Marder dijo que mientras no regresara antes
de que la nieve se convirtiera en hielo en la bahía aceptaría mi palabra de
que no partiría hasta que los pasos estuvieran cerrados. Agr envió a Caspar
por un paje, y después envió al paje a visitar al armero en Forcetti y pedirle
que diera prioridad a mis encargos.
—Hay otra dificultad que podría solucionarse con esta medida, sir Able
—dijo entonces Marder.

Se refería a Svon. Recuerdo aquella vez que levanté la mirada del fuego
para observarlo largamente, vi que estaba dormido y que Gylf le había
dejado una liebre muerta muy cerca de la cabeza. La recogí para
despellejarla después, y luego ensarté una pata a un palo tal como haces tú y
la puse al fuego.
Adquiría un tono pardo cuando despertó Svon.
—¿Va a comérsela toda, sir Able?
Levanté el resto.
—Hay más ahí. Coge la que quieras.
—Gracias. Hemos tenido que racionar, ¿eh?
Le recordé que había comprado comida para sí mismo siempre que
habíamos parado en fondas o en poblados. Era fácil enfadarse con Svon.
Muy fácil, a decir verdad. Puede que a él le resultara tan fácil enfadarse con
nosotros, como a nosotros con él. Pero cuando lo meditaba, no me resultaba
tan complicado entender porqué. Después de todo, él seguía siendo
escudero, cuando había un montón de caballeros más jóvenes que él.
Yo, sin ir más lejos.
Se alejó unos pasos para arrancar una rama. A su regreso, ensartó la otra
pata y la puso al fuego.
—Me la comería cruda, como ese monstruo suyo, sir Able. Pero soy un
hombre, así que intentaré ablandarla.
Guardé silencio, consciente de que Svon intentaba ponerme furioso.
—Debería haber dicho «su ogro». No me gusta.
Eché otro vistazo a la carne y volví el palo.
—Echaba una cabezada hasta que olí a liebre al fuego. ¿Ha dormido
algo?
Respondí que no.
—Porque tiene miedo de dormir sin que el perro y ese monstruo le
guarden el sueño, ¿verdad? Teme que pueda acuchillarlo.
—No sería la primera vez que me acuchillan —le dije.
—Pero sería la primera vez que yo lo acuchillara —replicó él, tenso el
rictus de la boca.
—No.
—Permítame decirle algo, sir Able. Sé que no me hará caso, pero me
gustaría decirlo por poco crédito que pueda dar a mis palabras. No lo
traicionaré, no mientras esté dormido, al menos. No obstante, algún día ese
ogro que tiene por mascota se volverá en su contra, esté dormido o
despierto.
—¿Me defenderías, si eso sucediera?
—¿Cómo debo tomarme eso? ¿Debo responder que sí, para que tenga
algo positivo que informar de mí a nuestro regreso?
Negué con la cabeza.
—Se supone que debes tomártelo seriamente, eso es todo. Y que
responderás honestamente, aunque sea para ti mismo. —Intenté arrancar del
palo la carne que había asado sin abrasarme los dedos; cuando lo logré, di
un mordisco. Ardía, de modo que me quemé la lengua; además, estaba algo
correosa, pero tenía un sabor estupendo.
—Siempre dice la verdad, ¿no es así?
Tenía la boca llena, razón por la cual sacudí la cabeza.
—Pues ¿sabe? Creo que intenta dar esa impresión. —Me señaló con el
índice—. Esa impresión es mentira.
Le di otro mordisco, mastiqué, tragué.
—Claro. Como veo que te has sacudido el sueño, ve a echar un vistazo
a los caballos.
Ignoró la orden.
—Le contaste a Su Excelencia que nos había guiado a sir Ravd y a mí
por el bosque que se extiende sobre Irringsmouth. He ahí otra mentira.
El grito de algún animal nos sobresaltó a ambos.
Svon llenó de aire los pulmones y me dedicó una sonrisa torcida.
—Parece que su mascota acaba de matar a otro animal.
Rodeé el fuego y lo tumbé de un golpe.
Es posible que tocara a Pouk al caer, porque éste se incorporó.
Contempló a Svon, pestañeando y frotándose los ojos.
Recogí la vara que Svon había soltado y se la ofrecí a Pouk.
—Ten. La carne tiene restos de ceniza, pero no te sentar, mal. —
Después, me acerqué al lugar donde habíamos amontonado el equipaje y
saqué el arco y el carcaj.
Svon se incorporó. (Puede que creyera que me había ido; hecho, había
descubierto que a veces resultaba difícil verme.) Se llevó la mano a la
mandíbula y al costado del cuello, que era donde lo había golpeado.
—Se veía venir —dijo Pouk.
—Debería cortarle esa cabezota. —Retrocedí un poco más al escuchar
aquello. No quería matarlo, pero sabía que tendría que hacerlo si me veía.
Pouk había estado contemplando la carne que le había ofrecido. Decidió
que estaba un poco cruda aún, así que la acercó a. fuego.
—Yo en su pellejo ni lo intentaría, señor.
—Soy un gentilhombre, y los gentilhombres se vengan de cualquier
afrenta de la que puedan haber sido objeto —afirmó Svon, engallado.
—Se veía venir —repitió Pouk—. No es de extrañar.
—Y tú qué sabrás, si estabas durmiendo.
Me di la vuelta dispuesto a alejarme. A mi espalda, oí decir a Pouk:
—Le conozco, señor. Y también le conozco a usted.
—¡Voy a matarlo!
En un hilo de voz me llegó la respuesta:
—Si creyera que lo dice en serio, señor, yo mismo le mataría con estas
manos.
44
MIGUEL
De haber sabido a dónde me dirigía cuando me alejé del fuego, te lo
diría. Lo cierto es que no tenía la menor idea. Quería alejarme de Svon y
quería alejarme de Org. Eso era todo. Quería encontrar un lugar donde
pudiera descansar y poner orden en mi cabeza, antes de tener que
enfrentarme de nuevo a ellos. Podría haber encendido un fuego en el sitio
en que me detuve; sin embargo, hacerlo en la oscuridad me hubiera llevado
mucho tiempo. Estaba cansado, y entonces no hacía demasiado frío a pesar
de que era de noche. Supongo que rondaba finales de junio o principios de
julio, aunque no estoy seguro.
En fin, el caso es que acababa de tumbarme, tras cubrirme bien con la
capa tal como haces tú. Ni siquiera me descalcé, algo que más tarde oí
comentar a Uri y Baki. Me encontraron mientras estaba ahí tumbado y
dormido, también con Gylf, que había vuelto al fuego y me había seguido el
rastro desde ahí. Los tres se quedaron para protegerme, no estoy seguro de
qué.
Cuando desperté, el sol se hallaba en lo alto y brillaba con gran
intensidad. En cuanto me hube despejado, Gylf me lamió el rostro; había
estado esperando la oportunidad de hacerlo, aunque era algo que hacía sólo
cuando realmente pensaba que lo necesitaba. Creo que torcí el gesto y le
dije que me encontraba bien; cuando no me respondió comprendí que había
alguien más.
Baki saludó medio oculta en sombras al verme mirar en su dirección;
Uri me saludó bajo el mismo árbol.
—Temíamos que pudieran hacerle daño, mi señor. Los tres temíamos
por usted.
—Gracias. —Me levanté y miré en derredor en busca del arroyo, con la
esperanza de echar un trago, refrescarme el rostro y puede que desnudarme
y darme un chapuzón antes de que se marcharan. No vi ninguno, así que les
pregunté dónde podría encontrar a Svon y a Pouk.— No sé dónde andarán
ahora, mi señor —respondió Uri— pero Baki y yo iremos a buscarlos si
quiere.
—Puede que Gylf sí lo sepa —sugirió Baki. Sin embargo, el perro negó
con la cabeza.
Uri se acercó a mí; era una preciosa muchacha, tan delgada como suelen
serlo los jóvenes, rojo oscuro pero transparente a luz del sol. (Imagina a una
chica desnuda de piel cobrizo-rojiza en una vidriera.)
—¿Por qué se adentró en el bosque a solas y de noche? Fue una
estupidez.
—Hubiera sido una estupidez seguir donde estaba. ¿Hay agua por aquí?
—No, al menos en una legua a la redonda —respondió Uri.
Sin embargo, Gylf asintió.
—Tenía agua donde acamparon —señaló Baki—. En las botellas de
agua.
—De haber seguido allí, Svon y yo nos hubiéramos peleado —expliqué
—. Además, sabía que Org había matado y quería saber qué.
—Oh, nosotras podemos responder a eso —aseguró Baki.
—Fue una mula —dijo Uri—. Apareció una mujer en el camino a lomos
de una muía, y Org se arrojó sobre ella. No cree que fuera a matarla.
—Pero ella creyó que sí —añadió Baki.
—La muía reculó y la arrojó al suelo. Entonces Org la recogió. Eso fue
lo que oyó.
—Se la comió. Buena parte, al menos.
Lo medité unos instantes.
—¿La mujer logró huir?
—Sí.
En ese momento, una nube se interpuso entre nosotros y el sol. Baki dio
un paso al frente.
—Ella llevaba una espada, pero corrió igualmente. No puedo culparla
por ello. ¿Quién querría enfrentarse a Org en la oscuridad?
—Yo; al menos, yo lo hice —afirmé—. Puede que algún día vuelva a
hacerlo. Supongo que no sabréis dónde podría encontrarlo ahora.
Ambas negaron con la cabeza.
—Entonces, id a buscarlo por mí. O halladme a Svon y a Pouk. Cuando
encontréis a alguien, volved a decirme dónde están.
Ambas se desvanecieron.
—Dijiste que sabías dónde encontrar agua, Gylf. ¿Está muy lejos?
—Es una buena charca —dijo tras responder que no.
—Llévame allí, por favor.
Echó a andar tras asentir con la cabeza. Luego se volvió hacia mí para
ver si lo seguía, como suelen hacer los perros.
Tuve que apretar el paso para mantenerme a su altura.
—No hay nadie por aquí, ¿verdad? ¿Puedes hablar?
—He hablado.
—¿Conocían Uri y Baki el paradero del agua?
—Ajá.
—Pero no quisieron decírmelo. No puede deberse a que quisieran que
me muriera de sed. Estamos en un bosque, no en un desierto, de modo que
no puede ser muy complicado encontrar agua. ¿Por qué no querían que
averiguara el lugar donde se encuentra el agua de la que me has hablado?
—Hay un dios ahí.
La respuesta me dejó perplejo e inmóvil durante un minuto. Parka fue lo
primero en lo que pensé, luego en Thunor (uno de los overcynos de los que
tanto hablaba la gente).
—Nadie llama dioses a los overcynos —dije a Gylf—. Nadie de por
aquí, al menos. ¿Se trata de Parka? ¿Sabes quién es Parka?
No respondió, y a esas alturas casi ya lo había perdido de vista. Eché a
correr para alcanzarlo, pero no lo logré hasta llegar al estanque.
Busqué entonces al dios con la mirada, pero no vi a nadie, de modo que
me arrodillé para lavarme la cara y las manos (sudaba profusamente), y
echar un largo, largo trago.
Después me arrojé más agua a la cara y acoplé las manos para
echármela en la cabeza; mientras estaba en ello, el sol asomó de nuevo. La
luz del sol transformó en pequeños diamantes las gotas que me llovían de
los dedos a medida que se precipitaban en el estanque. En el fondo, muy,
muy al fondo, distinguí a Uri y Baki. Se encontraban en una estancia que
parecía tener el tamaño de un aeropuerto. Había espadas, lanzas y hachas en
las paredes y en largos armeros, de modo que por doquier se veía el fulgor
del acero. Hablaban de algo grande y oscuro que culebreaba como una
serpiente. Mientras las observaba, Uri volvió a adoptar la forma de un
khimaira.
Pronto desapareció. El sol seguía brillando en lo alto, pero no tanto
como antes. O esa impresión me dio. En cuanto hubo desaparecido llegó
una nube, o lo que parecía serlo.
—Ahí está el dios —anunció Gylf. A veces se ponía nervioso y en esa
ocasión percibí una nota de nerviosismo en su voz, a pesar de que habló en
voz baja.
Levanté la mirada; la nube había desaparecido. Era un ala blanca que
relucía, y mucho mayor que la vela mayor de Mercader del Oeste. Procedía
de la espalda de un hombre cubierto de armadura sentado a orillas del
estanque. No podía creer que las alas, pues eran cuatro, le pertenecieran. Le
bastó con mirarme para saber en qué estaba pensando, de modo que plegó
las alas alrededor de su cuerpo. Hecho esto, resultaba imposible distinguir
su armadura. Daba la impresión de llevar una larga túnica de plumas
blancas.
—También a mí me han expulsado.
—¡A ti también! —Estaba sorprendido. De veras que no sabía lo que
me decía—. Me han expulsado de la corte del duque Marder hasta que el
hielo cubra la bahía.
—Por eso he venido a verte.
Hablaba como si lo supiera todo sobre mí. Me quedé tan boquiabierto,
que a punto estuvo la mandíbula de llegarme a la cintura.
—No es así. Pero te conozco mejor de lo que tu madre llegó a
conocerte, porque soy capaz de escuchar tus pensamientos. —Levantó la
mano derecha. (Más adelante llegué a conocer al rey Arnthor, y a él le
hubiera encantado ser capaz de levantar así la mano, pero no podía. Ningún
humano puede.)—. Tu madre no llegó a conocerte —añadió—. Yo, que tan
poco sé, sí conozco eso ahora. Cometo errores, ¿tú ves? Me hallo cerca de
la perfección.
A esas alturas yo ya estaba de rodillas y con la cerviz inclinada.
—Cuentas con mi agradecimiento, pero debes levantarte —dijo—. No
he venido a que me rindas pleitesía, sino a ayudarte. También yo soy un
caballero al servicio de un señor. Me llamo Miguel.
Cuando dijo aquello, no dejé de pensar en que era un nombre propio de
nuestro mundo. Recuerdo que entonces me pareció un milagro. Aún me lo
parece. Tenía un nombre terrestre, y había ido a Mythgarthr a ayudarme.
—Pondré mi conocimiento a tu disposición.
Me alegré tanto que no se me ocurrió nada que decir. Me levanté al
recordar que me lo había pedido, y lo contemplé mientras él también me
contemplaba. No tenía blanco en los ojos, ni un punto negro en mitad. Tuve
la impresión de estar mirando directamente a Skai a través de su cabeza.
—Piensas en Skai, del tercer mundo. Crees que me han enviado del
castillo que ves allí.
No me resultó fácil asentir, pero lo hice.
—Yo... Espero que sí.
—Pues no es tal. Pertenezco al segundo mundo, llamado Kleos, el
Mundo del buen lustre.
—Ni siquiera sabía cómo se llamaba, mi señor. —Estuve a punto de
romper a toser, al caer en la cuenta de que me había dirigido a él como lo
había hecho con Thunrolf—. Yo... Me gustaría llegar a ese castillo, a ser
posible. ¿Haría mal?
—Es una ambición superior a la mayoría de las ambiciones.
—¿Podría...? —Me acordé de Ravd—. ¿Me diría cómo hacerlo?
Miguel volvió a observarme con atención; aquella vez pareció
tomárselo con calma.
—Conoces los rudimentos de la lanza —dijo, al cabo.
Asentí, demasiado cohibido como para responder.
—Te ha enseñado alguien diestro en su manejo. —Miguel chascó los
dedos; Gylf acudió a su vera y se le tendió a los pies con cara de sentirse la
mar de orgulloso.
—Sí —confirmé—. Maese Thope. Estaba muy malherido para practicar
conmigo, pero me contó cosas y encargó a uno de sus ayudantes justar
conmigo.
La respuesta arrancó una sonrisa a Miguel, una sonrisa apenas
perceptible, pero que hizo que el sol brillara con mayor intensidad.
—¿No te molesta que tu perro me prefiera sobre ti?
—No —respondí—. También yo te prefiero.
—Comprendo. Maese Thope es diestro con la lanza, pero nunca llegará
al castillo del cual estamos hablamos. ¿Qué va más allá de la destreza?
Empecé a decir algo absurdo, pero me contuve. Ni siquiera recuerdo
qué era.
—Cuando lo sepas, irás. Pero no antes. ¿Tienes alguna otra pregunta?
Hazlas ahora, debo partir pronto.
—¿Cómo puedo encontrar a la reina Disiri?
Al oír aquello, no sonrió.
—Más bien debes rezar para que ella no te encuentre.
Me sentí como si me hubieran coceado.
—Muy bien. También yo disto mucho de la perfección, tal como he
aprendido no sin pagar un precio. Aprende a invocarla, a invocar a
cualquiera de ellas, y acudirá a tu lado.
—Uri y Baki acuden a veces cuando las llamo —explique— ¿Se refiere
a eso?
—No. —Miguel acarició la cabeza de Gylf—. Debes invocar la a ella, o
a cualquiera de ellas, como aquellos a quienes llamas overcynos te
invocarían a ti.
—¿Me enseñarás?
Miguel negó con la cabeza.
—No puedo. Nadie puede. Enséñate a ti mismo. Así sucede con todo.
—Cerró los ojos y un hombre tuerto armado con una lanza salió de entre los
árboles, se arrodilló y dejó la lanza a i pies de Miguel. Gylf se restregó
contra el hombre tuerto.
Entonces desapareció, y con él la lanza.
—¿Lo ves? ¿Cómo iba yo, o cualquier otro, a enseñarte a hacer algo
así?
Miré en derredor, al reluciente estanque y al claro bañado por la luz del
sol. Buscaba al hombre tuerto... De acuerdo, buscaba a Valpadre, pues era
él, y comprendí que jamás podría olvidarlos. Me bastaba con eso. Después,
cuando por un tiempo olvidé todo, incluso a Disiri, a ellos sí seguí
recordándolos.
—Si no tienes más preguntas, sir Able, debo irme.
—Tengo más preguntas, sir Miguel. —Me costó horrores decir eso—.
¿Puedo hacérselas? Tres más, si...
—Si no son demasiadas. Pregunta.
—En una ocasión en que estuve en… cierta isla, la isla donde se
ubicaba el castillo Piedrazul...
Él inclinó la cabeza.
—Vi a un caballero, apenas un instante. Un caballero con un dragón
negro en el escudo. ¿Lo invoqué de igual modo que acaba de invocar a
Valpadre?
—Él te invocó. —Miguel se levantó.
Extendió un poco las alas y pude vislumbrar el fulgor que ocultaba el
destello blanco.
—¿Puede volar a pesar de la cota de malla?
Algo no muy ajeno a la risa asomó a aquellos ojos azul celeste.
—Ésa no era tu segunda pregunta.
—No. Iba a preguntar quién era el caballero que vi.
—Sí, puedo. Pero he venido aquí para descender, no para volar.
Respecto al caballero que viste, te diré que no había nadie en aquella isla
excepto tú.
—No entiendo nada.
—Tu tercera pregunta es la más sabia. Las cosas siempre remitan así.
Hazla.
—Me preguntaba qué podía preguntarte.
Volvió a sonreír.
—Deberías preguntar de dónde salieron las tenacillas que aferraron a
Eterna. Date cuenta, por favor, de que no he dicho que te la respondería.
Adiós. Debo ir a Aelfrice en busca de ese afamado caballero, sir Able del
Gran Corazón.
Así las cosas, Miguel caminó sobre la superficie del estanque hasta
situarse en el centro y sumergirse en las aguas por completo.
45
LA GRANJA DEL BOSQUE
Pasé el resto del día haciendo algo que jamás había hecho hasta
entonces, algo que habría jurado sobre una montaña de Biblias que no haría
jamás. En Sheerwall había visto una mesa de piedra en la que ofrecían
sacrificios antes de entrar en guerra o celebrar una batalla, y se me ocurrió
construir una muy parecida junto a ese estanque, para lo cual cargué con
piedras todo el día mientras Gylf se dedicó a la caza. Las coloqué juntas
dando forma a una especie de rompecabezas. Terminé justo antes de
anochecer.
A la mañana siguiente, recogí muchas ramas caídas, las suficientes para
encender una buena hoguera, lo cual no me resultó tan laborioso. Rompí las
ramas en mi rodilla y, cuando no pude, las coloqué en el suelo de tal modo
que no se movieran cuando las golpeara con Rompespadas. Luego, Gylf y
yo salimos de caza. El día anterior se había cobrado una perdiz y una
marmota, pero el caso era que andábamos detrás de algo grande para el
sacrificio. Más o menos en el momento en que el sol rozó las copas de los
árboles, dimos con un alce imponente. A esas alturas del año no tenía
cornamenta, por supuesto; pero era un animal grande. Lo vi en una cresta a
unos doscientos metros de distancia. La cuerda del arco no me había vuelto
loco la noche anterior al inducirme aquellos sueños ajenos. Había estado
pensando en deshacerme de ella. Cuando vi al alce, me alegré de cazarlo tan
deprisa. La flecha voló como el relámpago y alcanzó al alce entre los
omóplatos. Al principio corrió como el viento, pero Gylf se situó delante de
él y lo hizo volverse hacia la mesa, adonde se dirigió hasta que dejó de
correr.
Soy un hombretón gracias a Disiri, y son muchos quienes han alabado
mi fuerza; sin embargo, no fui lo bastante fuerte para llevar al alce a
cuestas. Tuve que arrastrarlo, y Gylf tiró de él con los dientes en los tramos
más difíciles. Finalmente, me rendí. Dije a Gylf que no podíamos y que
tendríamos que cortar una parte para comer y dejar el resto. Entonces, se
hizo más grande; y negro, y tomó al alce como si se tratara de un conejo. Lo
más gracioso fue que a pesar de su tamaño, caí en la cuenta de que temía
que pudiera enfurecerme. No estaba furioso. Tenía miedo, eso sí. Pero no
estaba furioso con él.
Recorrimos el bosque con el alce a cuestas y lo dejamos en la mesa, que
después cubrimos con más leña. Luego, ambos rezamos a los dioses de
Kleos. Yo prendí fuego a la pira. Sólo estábamos Gylf y yo, pero jamás me
había sentido tan bien como aquella noche.
Cuando al final me fui a dormir, sucedió lo mismo que había pasado la
noche anterior. Yo era alguien, luego alguien distinto, y después alguien
nuevo. A veces volvía a estar contigo y con Geri, aunque todos éramos
mayores. A decir verdad, me alegré de que Uri me despertara. Sabía que
debía enfadarme, pero no pude.
—Hablaba en sueños, mi señor. Me pareció mejor despertarlo.
Le dije que había hecho bien. Era una niña pequeña a la que se
disponían a operar, aunque sabía que la anestesia no serviría de nada y lo
sentiría todo.
—Muy bien, ¿qué se os ofrece?
Baki inclinó la cabeza.
—Hemos hecho lo que nos pidió, mi señor.
—He encontrado a su sirviente Svon, y Baki ha dado con su sirviente
Pouk —informó Uri.
Dije que me parecía perfecto, y que al día siguiente me acercaría a
verlo.
—¿Al sirviente Svon o al sirviente Pouk?
—¿Están separados?
—Sí. Pouk el sirviente se encuentra a dos días a caballo al norte, en el
camino que seguíamos antes de que mi señor se adentrara solo en el bosque
—explicó Baki.
Supe que tendría que abandonar el estanque. Lo había sabido todo ese
tiempo y no me gustaba la idea.
—¿Y Org? —quise averiguar.
—Su sirviente Org se encuentra con Svon, mi señor —respondió Uri.
—Comprendo. Maese Agr me dio un corcel, un semental castaño
llamado Magnets. ¿Dónde está?
—Lo conozco bien, mi señor —aseguró Baki—. Está con su sirviente
Pouk, mi señor. Él tiene todos los caballos.
—Entonces, será mejor que vaya a buscar primero a Pouk. ¿Qué camino
tomó? ¿Lo encontraré si me dirijo al norte?
—No sabría decir, mi señor. Viajará más rápido, creo. Aunque no hay
duda de que se detendrá al llegar al pie de L montañas.
—Lo hará mucho antes si le avisáis —dije—. Id a buscarlo y decidle
que yo le ordeno que dé la vuelta y se dirija hacia el sur.
Ambas negaron con la cabeza.
—No nos creerá —afirmó Uri—. No nos ha visto y de ningún modo
confiará en nosotras.
—Invocará hechizos en contra de nosotros que perfectamente podrían
destruirnos, mi señor. ¿Está dispuesto a enviarnos a la muerte? —preguntó
Baki.
Reí al oír aquello.
—¿Me estáis diciendo que Pouk, precisamente Pouk, conoce hechizos
capaces de agredir a un elfo?
Uri miró alrededor para asegurarse de que nadie la estuviera
escuchando.
—Es un ignorante, mi señor —aseguró en un susurro culpable—, y los
ignorantes son peligrosos. Su especie no ha perdonado.
—Es uno de los dioses antiguos, igual que mi señor —dijo Baki—. Su
especie no ha perdonado.
—Tenéis que obedecernos. —No se me había ocurrido pensar en ello
hasta ese momento.
—Sí, mi señor. Aunque os hemos alimentado, debemos obedecer. Igual
que los vuestros obedecen a los overcynos, mi señor
Aquél se me antojó un comentario muy espinoso. Generalmente,
obedecíamos a los overcynos, pero sólo cuando temíamos no irnos de
rositas sin obedecer. Llevaba allí el tiempo necesario para comprenderlo.
En resumen, les ordené ir al sur y permanecer en Mythgarthr con Svon
y Org, mientras Gylf y yo íbamos en busca de Pouk y los caballos. Después
me fui a dormir, y dormí como un bebé.
Mientras recorríamos el bosque a la mañana siguiente, Gylf quiso saber
cómo se las había apañado Pouk para hacerse con todos los caballos.
—Peleó con Svon, y ganó Pouk —respondí—. Dejó que Svon
conservara el dinero y el arma, pero se llevó los caballos, incluido el de
Svon, y todo el equipaje.
—Pero no la espada.
—En efecto. Pouk no tiene espada. Pero hay una mujer que lo
acompaña, o eso dijeron Uri y Baki, una mujer que sí lleva espada. Le puso
la punta en el cuello a Svon después de que Pouk lo tumbara. Eso me
contaron.
Me detuve un minuto a reconsiderarlo.
—Creo que debe de ser la misma mujer que montaba la muía que
devoró Org.
Gylf lanzó un gruñido.
—¿Qué hace ella aquí?
—Uri y Baki no lo sabían. O si lo saben, no dijeron nada.
Gylf no me preguntó qué había visto cuando miré al fondo del estanque.
No creo que las hubiera visto, y yo no le he hablado de ellas. Sin embargo,
sí pregunté a Uri y Baki al respecto. Admitieron que aquella cosa negra que
había visto era Setr, a quien llamaron Garsecg para hacerlo sonar menos
amenazador. Era un nuevo dios al que tenían que obedecer.
Llegamos a la Ruta de Guerra pasado el mediodía, y la recorrimos toda
la tarde sin ver un alma. Al caer la noche, acampamos en el margen.

Empezó a llover más o menos a la hora a la que debería haber salido el


sol. La lluvia me despertó en seguida. Estaba helado, era la primera vez que
tenía frío en bastante tiempo, me sentía empapado y tembloroso. Y
hambriento, sin nada que llevarme al estómago y con Gylf lejos. Alimenté
el fuego, avivé el humo e intenté entrar en calor y secarme durante un rato
largo.
Finalmente la lluvia cedió. Apagué el fuego y salí al camino bajo la
lluvia, consciente de que Gylf me alcanzaría.
Lo hizo al cabo de dos o tres horas. Sin embargo, el tiempo empeoró y
empeoró. No dejó de llover, a veces poco, otras mucho. La lluvia se llevó
los olores de los animales, de modo que Gylf no pudo cazar. Tras unos días
así, dejé de tener hambre, empecé a debilitarme y comprendí que teníamos
que aguantar e ir de caza... Y no sólo eso, pues era imprescindible que
consiguiéramos algo de comer o moriríamos.
Al día siguiente logramos cazar un joven uro, el primero que había
visto. Gylf lo levantó, y yo corrí tras él y lo apuñalé en el cuello con la daga.
Parecen una mezcla de búfalo y de toro. El lugar donde murió era tan malo
como puedas imaginar: un matorral al fondo de una cañada profunda.
Podría haberle pedido a
Gylf cargar con el uro igual que lo había hecho con el alce, per: no lo
hice. Corté una pata y me la llevé a un lugar donde podríamos hacer un
fuego si teníamos mucha suerte. La pata probablemente pesara más de
cuarenta kilos, pero la verdad es que parecía pesar dos toneladas para
cuando encontramos el lugar y la dejamos en el suelo. Hicimos el fuego y
comimos hasta saciarnos mientras oíamos a los lobos repartirse los restos.

La tormenta que nos alcanzó a la mañana siguiente arrastraba una lluvia


fuerte; el trueno reverberaba de colina en colina Intenté bromear cuando le
conté a Gylf que tenía miedo de que a Mythgarthr lo hubieran desarbolado.
—Como en casa —dijo; nos habíamos quedado sin fuego, pero cada vez
que refulgía el relámpago se le teñían los ojos de un brillo carmesí.
—¿A qué te refieres? —pregunté—. Nunca habíamos estado en un lugar
un tiempo tan nefasto.
—Mi madre. Mis hermanos. Y mis hermanas.
Quise saber a qué se refería, pero dejó de hablar. De acuerdo, sabía que
se refería a Skai, pero quería que él me hablara de ese lugar. Nunca decía
gran cosa sobre él.
Permanecimos sentados todo el día, esperando a que cesara la lluvia, y
cuando anocheció los oí. Creo que fue la única vez que lo hice hasta que
llegué a la propia Skai. Oí el ladrido de un millar de perros como Gylf, y el
tamborileo de los cascos de la manada salvaje de Valpadre recorriendo el
cielo. Gylf quiso seguirlos, pero no se lo permití.
El tiempo experimentó cierta mejora al día siguiente, pero no pudimos
dar con la Ruta de Guerra. Era consciente de que habíamos girado a
poniente cuando fuimos de caza, así que intentamos caminar al este o al
noreste; sin embargo, como era imposible ver el sol todo se basaba en
conjeturas. Además, había un centenar de cosas en aquel bosque que lo
empujaban a uno a dirigirse al sur. O al norte. Incluso a poniente: brezo,
matorrales y riachuelos de aguas rápidas y corrientes crecidas, por no
mencionar las quebradas.
Finalmente llegamos a un sendero transitable y decidimos seguirlo
mientras nos pareciera que no se desviaba demasiado. Terminó llevándonos
a la puerta de una granja de piedra que parecía deshabitada desde hacía
años. La mitad del techo se había derruido. Los postigos se habían caído, o
los habían forzado y se pudrían en la hierba y la maleza. La puerta abierta
colgaba de uno de los goznes.
—Está deshabitado —dije a Gylf—. Hagamos un alto, encendamos un
fuego y salgamos a cazar algo que podamos comer. Puede que logremos
secar la ropa cuando anochezca.
—Sendero —apuntó.
—Tienes razón, alguien hizo el sendero. Pero no vive aquí. No podría
vivir aquí. Probablemente venga de vez en cuando a echarle un vistazo. —
No tenía ni idea de por qué iba a hacer nadie algo así, aunque Gylf no me lo
preguntó.
—Llama —me dijo al acercarme a la puerta.
Parecía una estupidez, pero lo hice. Llamé a la puerta medio podrida
con el pomo de la daga. Del interior, y respondió a la llamada ninguna voz
de bienvenida. Llamé más fuerte para demostrar que quería que
respondieran.
—¿Hola? ¿Hola?
Gylf había estado husmeando.
—Felino —anunció.
—¿Cómo? —pregunté mirando en derredor.
—El olor. Hay un felino ahí dentro.
—Pues ya no está solo —dije tras dar un paso y franquear el umbral.
Gylf me siguió al interior, y un felino negro de tamaño considerable,
apostado en el extremo opuesto de la estancia, lanzó un siseo audible y echó
a correr pared arriba hasta el piso superior.
La chimenea estaba cubierta de ceniza, pero había un par de troncos
junto a ella, un par de manojos de hojas secas y algunas ramas en la caja
donde guardaban la leña. Coloqué un leño en el suelo y lo golpeé con
Rompespadas hasta partirlo.
—¡Buen golpe! —gruñó Gylf, y justo cuando hubo pronunciado esas
palabras, pareció que alguien más pronunciaba la palabra «comida».
Pero al mirar alrededor no vi a nadie.
Coloqué la leña y la encendí con la yesca y el pedernal que llevaba.
Habíamos guardado una pequeña porción de carne de uro. La saqué y la
puse al fuego.
—Come cuanto quieras —dije a Gylf—, pero déjame un par de trozos.
Después salí de nuevo a la lluvia y me procuré una vara verde.
46
MANI
Es probable que cortar el palo no me llevara mucho tiempo, pero allí de
pie bajo la lluvia y el frío, consciente de que ardía el fuego en la chimenea
de la granja, me pareció una eternidad. Conseguí una vara y volví a entrar,
momento en el que tuve la impresión de oír una conversación interrumpida
en cuanto me acerqué a la puerta.
Dos de los pedazos de carne que había puesto al fuego habían
desaparecido. Tomé uno de los restantes, lo clavé en el extremo de la vara y
lo sostuve sobre el fuego, intentando secarme al mismo tiempo. Gylf se me
acercó y se tendió a mi lado.
—¿Con quién hablabas? —pregunté.
Él negó con la cabeza, se dirigió al rincón más seco y se tumbó allí.
—¿Sabes? A veces me gustaría que fueras un perro normal y corriente
incapaz de hablar —dije—. Si lo fueras, jamás me enfadaría contigo por no
hacerlo. Como ahora. Sabes que hay alguien más aquí, y yo también lo sé.
Pero no me lo dices.
No dijo una palabra; de hecho, me hubiera sorprendido que lo hiciera.
—Sé que hay alguien más aquí —insistí cuando estaba a punto de
hacerse la carne—. Soy un caballero y mi palabra significa mucho para mí.
Seas quien seas, no quiero herirte. Si te apetece este sabroso pedacito de
carne que acabo de poner al fuego, abandona el escondite, saluda y te lo
daré.
Nada.
Después, miré en torno con sumo cuidado. La habitación estaba
iluminada por el fuego, mucho más de lo que lo había estado al entrar. No
había nadie allí a excepción de Gylf y yo; no había muebles ni nada que
pudiera servir de escondite.
Le di un mordisco a la carne, mastiqué y miré de nuevo a mi alrededor,
pensativo. No había nadie en el camino. Asomé la cabeza por la ventana y
observé las inmediaciones: tampoco absolutamente nadie. Un umbral
oscuro conducía a una modesta estancia trasera. Había una cama de cuerda
hecha pedazos, nada encima a excepción de unos harapos.
—Si no hubiera nadie aquí, mi perro hablaría conmigo —dije en voz
alta—. Pero puesto que insistes en esconderte, no voy a buscarte. Me
gustaría comer y secarme la ropa. ¿Te parece bien? Nos marcharemos en
cuanto deje de llover. Nada de rencores.
Nadie dijo nada, pero Gylf se acercó a la puerta y movió la cola, con lo
cual quiso decir que deseaba marcharse ya.
—Que yo sepa no estás atado con correa, ¿no? Si quieres irte, no te lo
impediré.
Volvió al rincón que se había adjudicado.
—¿Se trata de alguien que podría hacernos daño? —le pregunté.
Cerró los ojos.
—A tu aire. —Clavé el último pedazo de carne en la vara—. ¿No
piensas hablar conmigo? Pues muy bien, también dejaré de hablarte.
La carne estaba a punto de hacerse cuando alguien susurró:
—Por favor...
Miré en derredor.
—Si te apetece hincarle el diente, será mejor que vengas por ella. —
(Eso mismo solías decir cuando servías los platos, ¿recuerdas?)
—Por favor...
En ese momento, descubrí de dónde provenía el susurro. Después de
todo, había alguien en la oscura estancia trasera. Llevé allí la carne.
—¿Demasiado debilitado para andar?
Nadie respondió, pero la pila de harapos que había en la cama se movió.
Extendí la vara con la carne y, de pronto, sentí más miedo del que había
tenido en toda la vida.
—Te... te lo agradezco. Eres... muy amable con esta anciana. —A
continuación hay algo que sé que jamás creerás: era la lluvia del exterior la
que hablaba; el modo en que las gotas caían al suelo daba voz a las
palabras.
Y las palabras decían:
—Su bendición... dondequiera...
Me acuclillé junto a la cama, pensando que estaba permitiendo que
aquello me asustara, que había alguien allí, que tenía que haberlo, y que
necesitaba ayuda.
—Yo... bendigo. Maldigo.
—¿Qué te parece si te arranco un pedacito? —sugerí.
—Inmortal...
Pensé que eso podía suponer una respuesta afirmativa, al que arranqué
un pedazo de carne.
Una boca... En realidad, un agujero, se abrió entre los harapos. Le
introduje el pedacito de carne. Después, asomó el rostro de los harapos.
Sólo la cabeza. Rodó a un lugar donde las cuerdas estaban rotas y cayó por
el agujero al suelo, y el trozo de carne que le había dado le cayó también de
la boca.
Jamás lo olvidaré. Me gustaría ser capaz de olvidarlo, pero n puedo.
Siempre está ahí.
Recoger la cabeza fue casi lo más difícil que he tenido que hacer jamás.
Pero lo hice. La piel tenía la textura del cuero viejo, no parecía sucia ni
nada por el estilo. La llevé a la otra habitación no sólo para mostrársela a
Gylf, sino porque podría verla con mayor claridad a la luz de la chimenea.
Conservaba algunos sucios cabellos grises, pero no tenía ojos.
—También esto me ha hablado —expliqué a Gylf—. Aunque no creo
que vaya a seguir haciéndolo. Cuando le puse comida en la boca descubrió
que estaba muerta, o al menos eso me pareció Así que ha muerto
definitivamente y ya puedes hablar.
Creía de veras que lo haría. Por eso lo dije. Sin embargo, lo único que
hizo fue incorporarse y salir afuera, bajo la lluvia.
Iba a arrojar la cabeza al fuego. Lo había tenido en mente todo el
tiempo, pero no lo hice. La coloqué al pie de la chimenea y me dirigí a la
puerta para lavarme las manos con agua de lluvia. Pero seguí caminando y
salí de la casa hasta reunirme con Gylf.

Al final dejó de llover antes de la puesta de sol. Me quité la ropa y la


colgué en el exterior. Había llegado a estar muy sucia, pero la lluvia no sólo
me había lavado la ropa, también me había lavado a mí.
—Se me oxidará la armadura, pero no puedo hacer nada para evitarlo —
dije a Gylf—. La arena me quitará el óxido, si es que encontramos arena. Y
el aceite impedirá que se me oxide más. Aceite o grasa, si no encontramos
aceite. —Estaba temblando.
—¿Fuego? —Fue la primera vez que Gylf habló desde nuestra llegada a
la granja.
—Si puedo encontrar algo lo bastante seco que sirva de combustible...
Iré a echar un vistazo.
—Yo voy de caza —se ofreció Gylf.
Le dije que adelante, y que estuviera atento al camino.
Ya se disponía a irse cuando de pronto tuve una idea.
—Espera. No conversabas con ese muerto, ¿verdad? Porque si lo
hubieras hecho, me lo habrías dicho cuando te llevé la cabeza. ¿De quién se
trataba?
No quiso volverse.
—Ya me pareció que se trataba de ella. Sin embargo, hablabas con
alguien que se hallaba en el interior. Cuando ella te habló, la voz procedía
de dentro; de algún modo las gotas de lluvia hablaban por ella. Además, las
voces no eran las mismas. De acuerdo, si no conversabas con ese muerto,
¿con quién lo hacías?
Gylf se había marchado antes de que yo terminara de formular la
pregunta. Maldije en voz alta, lo llamé estúpido perro culo prieto, y demás.
Cuando cerré la boca, alguien que sonaba asustado gimió a mi espalda.
—Con... migo.
Tiré de Rompespadas, pero no había nadie cerca.
—Tienes una musculatura excelente —alabó aquella nueva voz—.
¿Haces mucho ejercicio?
Asentí sin dejar de mirar alrededor. No había nadie.
—Yo también. Puedo mostrarte un tipo de árbol que prende de
maravilla cuando está húmedo. ¿Te gustaría verlo?
Intentaba decidir si se trataba de un hombre o de una mujer. El hecho
era que la voz podía pertenecer perfectamente a uno u otro; es más, había
una nota indefinida que se antojaba totalmente ajena a alguien real.
—Sí, nos vendría bien una madera así. Enséñame dónde está, por favor.
—No está muy lejos de aquí. No más allá de la distancia a la que
podrías arrojar una pelota. —La voz había adquirido un tono impaciente,
propio de un crío cansado—. ¿Qué te parece si nos secamos ante la
chimenea?
—Claro. Voy a ponerme las botas, pero dejaré aquí la armadura y la
ropa. ¿Te parece bien? —Al ver que no respondía, añadí—: Escucha, no
tienes que hacerlo si no quieres, pero ¿podrías incluirme en la conversación
que tuviste antes con Gylf?
—No le gusto.
Me estaba poniendo las botas, lo cual, aunque nunca resulta divertido,
fue mucho peor debido a que tenía los pies húmedos y las botas no se
habían secado.
—Lamento oír eso —dije tras calzarme la bota izquierda.
—¿Qué opinas? Me refiero a qué opinas de mí. —La voz era susurro,
gemido, ronroneo. A veces me recordaba a las gaviotas.
Tampoco a mí me gustaba mucho, pero tenía la sensación de que no
tardaría en acostumbrarme. Además, iba a mostrarme dónde encontrar
aquella madera.
—Te encuentro muy amistoso. Si no te equivocas cuando aseguras que
ese árbol del que hablas arderá a pesar de estar húmedo, seremos amigos
todo el tiempo que quieras.
—¿Lo dices en serio? —Estaba un poco más cerca.
—Totalmente. —Me puse la otra bota.
—Fuiste amable con la bruja, pero yo no estoy muerto.
—No supe que estaba muerta hasta después —admití— Tampoco sabía
que fuera una bruja. Gylf y yo creímos que estaba viva, por el sendero.
—Ah, a veces se levanta y sale por ahí.
Eso me sobresaltó, lo que no escapó a la atención de mi interlocutor.
Rió. Fue una risa agradable, distinta de cualquier otra que hubiera oído
jamás.
—Se llama pino de incienso —dijo cuando me levanté—. ¿Te refieres a
eso? ¿Respecto a lo de ser amigos? Tendrás que talarlo un poco, antes. No
te aseguré que no tuvieras que hacerlo.
—No pasa nada.
—En lo que a eso de ser amigos concierne... ¿Lo decías en serio?
—Pues claro. Tú y yo colegas para siempre.
—Estupendo. Necesito un nuevo amo, y un caballero estaría bien,
aunque tengas ese arco. ¿Se ha humedecido la cuerda?
—Llevo la cuerda guardada en la bolsita del cinto. —Se la mostré—.
Probablemente siga húmeda, pero no voy a sacarla para comprobarlo.
—No te gustaré.
—Me gustas. De verdad.
—Sí, para comerme. Lo más probable es que nos odies. La mayoría de
los hombres nos odian; por no mencionar a tu perro.
Intenté entonces pensar en algo que realmente odiara. Cuando había
pasado unos días en el pozo del cable odié las ratas, pero al final decidí que
era una estupidez. Sólo eran animales. Por supuesto que intenté matarlas,
porque en una o dos ocasiones me mordieron cuando dormía. Pero no tenía
sentido odiarlas, así que dejé de hacerlo.
—Intento no odiar nada, ni siquiera las ratas —aseguré.— No soy una
rata.
—No he dicho que lo fueras.
Las ramas de un arbusto sufrieron una leve sacudida, esparciendo las
gotas de agua. Cuando reparé en ello, supuse que debía tratarse de un ser
bastante pequeño. En cierto modo, no iba desencaminado. Claro que
también me equivoqué.
—¿Eres invisible?
—Sólo de noche. Sígueme.
—No puedo verte.
—Sigue la voz.
Lo hice lo mejor que pude. Dejamos el claro donde esperaba encender
un fuego y caminamos a través del húmedo bosque. Tenía la sensación de
que estaba a punto de convertirme en un témpano.
—Por aquí.
Fue la primera vez que lo vi (aunque en realidad fue la segunda). Había
algo negro en un tronco caído, que desapareció antes de que pudiera
observarlo detenidamente.
—Justo ahí. ¿Ves ese arbolillo?
—Creo que sí.
—Rompe una rama y huélela. Recuerda el olor. La savia te impregnará
las manos y las volverá pegajosas.
Llevaba en la bolsa la navajita con la que me había tallado el arco, junto
a la cuerda. Después de romper una ramita, la saqué y corté ocho o nueve
ramas.
—¿Ves cómo corre la savia cuando hieres a un árbol?
—Sí. ¿Arderá?
—Lo hará. Y las agujas.
Lo llevé todo de vuelta al lugar donde había dejado la armadura y
demás, y talé las ramas hasta que junté una buena pila entre leña y agujas de
pino, todo ello empapado con savia. Para cuando hube terminado tenía el
cuchillo negro. Y las manos, también.
—Tampoco a mí me gusta, pero es un color bonito —admitió la voz.
—Te refieres al color de la savia. Es negro por la porquería que atrae. —
Me frotaba las manos con hojas húmedas, pero no servía de gran cosa.
—El negro es el color más audaz, el mejor color. El más dramático.
—Vale, si esto arde bien, me gustará sin importarme de qué color sea.
—Dejé de frotarme las manos y saqué la yesca y el pedernal. Bastó con la
primera lluvia de chispas para proporcionarme una crepitante llama
amarilla.
—¿Lo ves?
—Claro que sí. —Recogía astillas de madera para echarlas al fuego—.
¿Sabes? Eres un gato estupendo.
—¿Me viste?
—Sí, cuando te escabulliste al techo.
—¿Y no nos desprecias? Muchos hombres lo hacen. —El gato asomó
de un manto de flores silvestres que había al ociado del claro. Era
excesivamente pequeño si se compara con una persona, pero en términos
absolutos era un gato enorme, puede que el más grande que haya visto.
—Me gustas —admití—. Me gustaría acariciarte. Al menos, cuando
tenga las manos limpias.
—Podrías lamértelas, ¿no? —El gato no parecía muy seguro al respecto,
pero estaba dispuesto a intentarlo por mí—. Me llamo Mani, por cierto.
—Yo sir Able del Gran Corazón. Encantado de conocerte. Mani.
Para cuando el fuego ardía con ganas, Mani se me restregaba en la
pierna.
47
BUEN MAESE CROL
—Conejos. Es lo mejor que he podido cazar, pero la encontré. —Gylf
los arrojó junto a mi cabeza.
Me incorporé para después frotarme los ojos.
—¿La Ruta de Guerra?
—Sí.
—¡Eso es fantástico!
Gylf lanzó un gruñido y se sentó. Tuve la certeza de que estaba cansado.
—Y también a gente.
Cortaba la cabeza y las pezuñas del conejo más gordo para
despellejarlo.
—¿Buena gente?
—Quisieron ponerme una correa.
—Vaya. ¿Eran leñadores o algo así?
Se tomó su tiempo antes de responder.
—No lo sé —respondió finalmente.
Yo estaba enfrascado en la labor de despellejar el conejo.
—¿Me lo prepararás?
—Pues claro. Todo el conejo, si quieres. Después de todo, tú lo has
cazado.
—Podrías dejarme la cabeza, si nadie la va a aprovechar ahí abajo —
pidió Mani, subido a una rama a tres metros de altura.
Gylf lanzó un gruñido.
Recogí la cabeza por las orejas y la arrojé a las ramas donde Mani
podría atraparla.
—Mani es amigo nuestro —comuniqué a Gylf
Pero él negó con la cabeza.
—Creo que será mejor que superes todo eso de negarte a hablar cuando
él ande cerca. No se trata de un hombre o una mujer, ni siquiera de un elfo.
Es un animal, como tú, y además ya te ha oído hablar antes. De hecho, no
sólo te ha oído, también te escuchado porque hablasteis cuando yo no
estuve presente.
—Cierto.
—Gracias. —Le acaricié las orejas—. Eres el mejor perro de mundo,
¿lo sabías? Y también eres mi mejor amigo.
—¿Conoces a algún elfo? —preguntó Mani desde la rama— Por lo que
habéis hablado, diría que sí.
—En efecto, y cuando nos conocimos creí que eras uno de ellos. Pero
brillaba un poco el sol cuando encendimos el fuego no hiciste nada por
evitarlo.
—Soy un gato —explicó Mani.
Gylf arrugó el hocico.
—Lo sé. Gylf, ¿y si me cuentas de qué hablabais tú y Mari cuando entré
en la granja? ¿Se trata de algo que debería saber?
Negó con la cabeza hasta que le aletearon las orejas.
—¡No!
—¿Te avergüenzas de lo que dijiste? Cuando estamos enfadados, todos
decimos cosas de las que nos arrepentimos después.
No dijo nada.
—Las decimos, aunque a un perro le cueste admitirlo. —Me sentí algo
estúpido en ese momento, aunque a decir verdad no me costaba tanto
dirigirle la palabra a un animal como a la mayoría de las personas.
—Se avergüenza de haberme hablado, igual que yo me avergüenzo de
haber hablado a un perro —explicó Mani—. Debes recordar la carne que
dejaste ante el fuego.
Eso me recordó a los conejos, así que puse de nuevo manos a la obra.
—Lo estaba engullendo cuando yo, famélico, le quité un pedazo bajo el
hambriento hocico —concluyó Mani.
—Ah, ya veo. —Me levanté para ir por una vara que pudiera usar de
espetón.
—Me llamó de todo, me insultó como a un perro. Epítetos viles. Señalé
que él mismo no era más que un vagabundo que había irrumpido en el
hogar de mi ama sin contar con invitación previa ni verse exculpado por ley.
Me informó, y omitiré los insultos, que era el perro de un noble caballero, y
luego me dio tu nombre.
Ensarté en la vara el conejo que iba a prepararle a Gylf.
—Veo que no has intentado robar carne mientras me procuraba la vara.
—En realidad, tenía la esperanza de convencerte para que me cedas una
insignificante fracción del conejo que queda —admitió educadamente
Mani.
—Pero si aún estás ocupado con la cabeza —repuse, al tiempo que
ponía el resto del conejo al fuego.
—Así es. Y te lo agradezco.
—Gylf obtiene la primera pieza. Después voy yo, porque aún no he
cazado una. Pero te daré un trozo cuando hayamos terminado.
—Confío en tu generosidad.
—¿Hablarás cuando haya otras personas presentes? Porque Gylf se
niega.
—¡Qué noticias! Que vengan todos, pues, así se callará. —Mani soltó el
cráneo pelado del conejo—. En lo que a mí respecta, supongo que
dependerá mucho de quién se trate. De cuál sea su opinión respecto a los
gatos y demás. Tendré que verlo. —Procedió a lamerse las zarpas.
—Y yo. ¿Alguna objeción a que hagamos la prueba?
Puesto que no respondió, interpreté el silencio como un sí.
—¡Uri! ¡Baki! —llamé a voz en cuello—. ¡Os necesito!
Esperaba que una u otra surgieran de la penumbra que proyectaban los
árboles, pero no fue así.
—¡Uri! ¡Baki!
Mani tosió aposta para llamar mi atención con cierto tacto.
—Gritando así tendremos que vérnoslas con invitados indeseables, si
me permites decirlo sin ofenderte.
—Están enfadadas conmigo por ordenarles seguir aquí cuando el sol
nos pertenece —expliqué—. La luz del sol no las perjudica mucho, a menos
que permanezcan un buen rato bajo ella, pero de todos modos no les gusta.
—Entiendo que Uri y Baki son doncellas elfo. Vigila esa carne, por
favor.
Así lo hice.
—¿De veras conoces a los elfos? Me refiero a si tienes amistad con
ellos, a si los ves con regularidad.
—No estoy en tan buenos términos como me gustaría con uno de ellos
—respondí.
Mani me rogó que me explicara, y lo hice, al menos un poco; pero no
me gustó, y cuando se dio cuenta de ello dejó de insistir. Asamos el resto de
los conejos y los compartimos en silencio, pues nadie dio muestras de
querer conversar.
La hierba seguía húmeda cuando llegamos a la mañana siguiente a la
Ruta de Guerra. Gylf iba al frente para mostrarnos el camino; cuando yo no
llevaba a Mani al hombro, el felino cerraba la marcha para mantenerse
apartado de Gylf. Tras media hora de apretar el paso llegamos a la vista de
algunos pabellones donde sirvientes adormilados hacían limpieza y
cuidaban de un centenar o más de caballos y muías. Un hombre de armas y
un tipo que no lucía divisa alguna salieron al paso para darnos el alto.
—Soy sir Able del Gran Corazón —dije—. Un caballero de. castillo
Sheerwall que se ha perdido en el bosque. Si me prestáis un caballo, os lo
agradeceré mucho y os lo devolveré en cuanto me reúna con mi sirviente,
quien está a cargo de mis monturas
El hombre de armas voceó al sargento, un veterano tocado con un casco
de acero y vestido con un camisote de cuero duro Volví a explicarme.
—Tendrá que hablar con maese Crol, señor —dijo el sargento—. ¿Ese
perro es suyo?
—Sí, se llama Gylf.
—Lo vimos anoche e intentamos atraparlo, pero logró zafarse. ¿Es un
buen perro rastrero?
—El mejor.
—En fin, acompáñeme, señor. —El sargento acarició la cabeza de Gylf,
gesto que permitió éste para demostrar que no había rencores—. ¿Ha
desayunado?
Negué con la cabeza.
—Ayer comimos un par de conejos, y a decir verdad me satisfizo
mucho el festín. Pero el caso es que te hablo de la cena, tuvimos que
compartirlo entre los tres, incluido el gato, y ninguno de nosotros comió
tanto como deseaba.
—¿Tiene un gato, señor? —Aunque el sargento miró en derredor, no vio
a Mani.
—Andará por ahí. —No pude evitar sonreír—. Sólo es invisible de
noche, así que supongo que estará escondido hasta que descubra si tienes
algo en su contra.
—Yo no, señor. Pero prefiero a los perros. Además, ¿de qué sirve un
gato?
Gylf lanzó un par de suaves ladridos.
—Yo hablo con el mío. Uno puede aprender cosas fascinantes de los
gatos.
Un sirviente entró con una bandeja cargada de comida humeante en el
pabellón más cercano.
—Eso es el desayuno de maese Crol y de los sirvientes superiores, señor
—informó el sargento—. Veamos si maese Crol quiere hablar mientras
come. Si lo hace, puede que también usted pueda dar un bocado.
Dije que así lo esperaba.
—Maese Crol es hombre de gatos, creo. Al menos, tiene una docena,
negros, en el castillo. Puede que sea mejor que me deje a mí el perro, señor.
No tema, lo cuidaré bien.
—Sé que lo hará, pero voy a entrar con él. Si maese Crol pone alguna
objeción, te lo traeré.
El sargento sonrió al tiempo que se llevaba la mano al casco de acero.
—Aguarde aquí, señor. No tardaré mucho.
Tardó bastante más de lo que había previsto, lo cual, no obstante, me dio
la oportunidad de acariciar las orejas de Gylf mientras observaba el
campamento. Era imponente. Al menos había cerca de cincuenta sirvientes
de una clase u otra, y un montón de arqueros y hombres de armas.
—Lo recibirá ahora, señor —informó el sargento al salir. Cuando se
acercó, bajó el tono de voz al agregar—: Le hablé del perro. Dijo que no
había problema.
El interior del pabellón me pareció oscuro por contraste con el sol que
reinaba en el exterior. Sin embargo, en seguida distinguí a tres hombres que
comían sentados a una mesa pequeña.
—¿Buen maese Crol?
El hombre que tenía delante me indicó mediante un gesto que me
acercara.
—¿Es usted sir Able, uno de los caballeros del duque Marder?
Respondí que así era.
—¿Se ha perdido? ¿Le gustaría comer algo?
—Por encima de todas las cosas, querría que me prestaran un caballo
decente —dije—, aunque no me perjudicaría hincarle el diente a algo, si no
es mucha molestia.
—¿Y si lo es?
No supe decir si quería provocarme o estaba de broma.
—Entonces, préstame un caballo, por favor, y me iré.
Dio un par de palmadas en el aire.
—Debemos encontrarle algo donde pueda sentarse, sir Able. Dígame,
¿come ese perro tanto como yo creo que come?
Gylf movía la cola.
—Más —respondí.
—Pediré que le traigan algo.
Uno de los otros hombres presentes se levantó en ese momento.
—Ya he comido bastante. Será mejor que vaya a trabajar Puede sentarse
aquí, sir Able, si quiere.
Se lo agradecí y me senté.
—También tengo un gato, aunque creo que se ha escondido.
—Entiendo.
—Me gustaría conseguirle comida, también, para cuando lo encuentre.
Entró un sirviente, a quien Crol ordenó retirar el tajadero sucio en el que
había comido el otro hombre y que pusiera uno nuevo
—Y huesos. Que tengan carne.
—Soy maese Papounce —se presentó el hombre sentado en el extremo
opuesto de la mesa—. Los sirvientes son responsabilidad mía. Maese Egr,
el que acaba de salir, se ocupa del tren de suministros y de las muías de
carga, y sir Garvaon está al mando de los arqueros y los hombres de armas.
—Se alojan en el pabellón principal —añadió Crol—. ¿Se las apaña
bien con el arco?
La misma pregunta que maese Agr me había formulado en una ocasión.
—Tan bien como la mayoría de los hombres.
—Podríamos organizar una competición esta noche —sugirió Papounce
—. Sir Garvaon es un arquero muy diestro.
—Habré cubierto un buen trecho a esas alturas, siempre y cuando pueda
conseguir un caballo —dije.
—Eso depende de maese Crol. Es el heraldo de lord Beel, y tiene todo a
su cargo excepto a los hombres de sir Garvaon.
Crol sacudió la cabeza.
—Su señoría debería verlo. Yo...
Entraron dos sirvientes, uno con un tajadero limpio para mí, mantequilla
y un cesto de tortitas; el otro llevaba una fuente enorme llena de huesos y
restos para Gylf.
Cuando se hubieron retirado y Gylf se dedicaba ya a crujir huesos, Crol
se mesó la barba. La tenía de color negro azabache. El rostro parecía lo
bastante mayor como para preguntarme si el negro no sería fruto del tinte.
—¿No es de linaje noble, sir Able?
Respondí con un gesto que no, e intenté explicar que nuestro padre
había huido de una ferretería; cuando vi que eso iba a meterme en
problemas, dije que mi hermano Valiente Berthold me había criado y era
campesino.
—¿Y no es usted caballero? —preguntó Papounce—. Eso nos ha dicho.
—Lo soy —afirmé—. Soy caballero al servicio del duque Marder de
Sheerwall.
—Mis padres son campesinos —comentó Crol—. Yo me convertí en
hombre de armas. Mi padre estaba orgulloso de mí, pero mis hermanos me
tenían celos.
—Valiente Berthold hubiera estado orgulloso de mí, de eso estoy seguro
—dije—.Y si se encontrara bien, si fuera joven de nuevo, le conseguiría un
camisote de malla y un casco de acero tan rápido como pudiera. Jamás he
conocido a alguien más valiente que él, y era lo bastante fuerte como para
hacer un pulso con un toro.
—¿Y usted es fuerte? —preguntó Crol, cuya dentadura asomó
reluciente por la barba y el bigote negros.
Me encogí de hombros.
—Comprobémoslo mientras nos estrechamos la mano —sugirió al
tiempo que me la tendía a lo largo de la mesa.
No logré encajar bien su mano, y la de Crol, mayor que la mía, me la
aferró como si fuera una prensa. Hice un esfuerzo por contener el dolor que
inundó mi mente, si sabes a qué me refiero, y me convertí en la tormenta
que golpeaba el acantilado en el que nos erguimos Garsecg y yo, ola tras
ola, con las piedras que volaban entre ellas como bolas de ping-pong.
—Basta.
Lo solté.
—Si fuera el duque Marder, yo mismo le hubiera nombrado caballero.
No sé qué opinará lord Beel de usted. ¿Ha comido bastante? Podemos
acercarnos a ver si él y su hija están levantados.
Papounce se inclinó sobre Crol y le murmuró durante el tiempo
suficiente como para que pudiera hincarle el diente a un trozo de jamón.
—No mencionaré ni a su padre ni a su hermano —me aseguró Crol—.
Y quizá sea preferible que tampoco usted lo haga.
—No lo haré, a menos que lord Beel...
Algo grande, pesado y blando me golpeó el regazo, y la cabeza de
Maris mayor que mi puño, asomó por el borde de la mesa para clavar la
mirada en el tajadero. No pude evitar sonreírle, y Cron y Papounce rieron
de buena gana; entonces, una enorme zarpa negra asomó lo suficiente como
para hacerse con un buen pedazo de salmón y el resto del jamón.
—Esperaremos un rato más. No hay prisa.— Gracias. Quería deciros
que no me avergüenzo de mi familia. Puede que me perjudique en este
lugar, como lo hizo principio en Sheerwall, pero nada de lo que nadie pueda
decir hará que me avergüence de ellos. En lo que respecta a Valiente
Berthold, ya os he hablado de él. También le hablé a sir Ravd una ocasión, y
su opinión coincidió con la mía.
—A juzgar por lo que hemos oído de él, es un caballero muy valiente —
dijo Papounce.
—Ha muerto —les conté—. Murió hace cuatro años. —Eché atrás el
taburete y me levanté.
48
DEMASIADO HONOR
Beel ocupaba el pabellón más espléndido. Las paredes y el techo eran
de seda carmesí, y las cuerdas lucían cordeles entrelazados de oro. Los
postes eran la obra de un tornero, madera oscura que parecía púrpura
cuando le daba el sol. Los hombres de armas que vigilaban saludaron a Crol
al tiempo que tres doncellas salían del pabellón revoloteando como una
bandada de gorriones; la primera llevaba una jofaina de agua hirviendo; la
segunda, toallas, y la tercera una pastilla de jabón, esponjas y lo que podría
corresponder a un hatillo de ropa por lavar.
—Habrá que esperar un poco —comentó Crol cuando uno de los
hombres de armas dio unos golpecitos al poste; sin embargo, un sirviente
con cara de ratón asomó la cabeza para decirnos que entráramos.
Beel se sentaba a una mesa plegable en la que humeaba y hervía una
fuente de codornices. La hija, una muchacha cuyos ojos poseían una
increíble inocencia, tenía alrededor de dieciséis años y permanecía sentada
a su lado en una silla plegable. Tomaba pellizcos de una de las codornices.
Beel era un hombre de mediana edad tan bajito que no dejaba de
sorprenderte incluso cuando estaba sentado. Nos observó a Mani, a Gylf y a
mí, sonrió imperceptiblemente y dijo:
—Por lo que veo me traes a un caballero brujo, maese Crol. O a un
caballero silvestre, quizá. ¿Qué se le ofrece?
Crol se aclaró la garganta.
—Buenos días. Señoría. Confío en que haya dormido bien.
Beel asintió.
—Pensé que sería mejor que sir Able comiera un poco en compañía de
su perro y el gato, Señoría, puesto que su señoría iba a atenderlos. De no
haber procedido de ese modo, Su Señoría se habría preguntado por qué no
le había permitido verlos, y habría hecho bien al preguntárselo. Si le
ofenden, siempre podemos echarlos, Señoría.
La imperceptible sonrisa volvió a dibujarse en los labios de Beel cuando
se dirigió a mí:
—Por lo general no recibo a nadie, a excepción de mi heraldo con un
gato subido al hombro. Es una novedad ver a otra persona que lleve un gato
de la misma guisa. ¿Les tienes tanto cariño como Crol?
—A éste, milord —respondí.
—Por fin veo una muestra de cordura. Te juro que tiene como veinte
felinos. Su favorito es uno blanco, uno del tamaño de un monstruo. ¿Crees
que le apetecería un ave?
Beel le ofreció la codorniz; Mani saltó de mi hombro hasta la mesa, asió
la codorniz con las zarpas anteriores, obsequió a Beel con una digna e
imperceptible inclinación y saltó de la mesa al suelo para desaparecer tras el
mantel.
—Brujo, mago o hechicero —murmuró Beel—. Déjanos, maese Crol.
—Pero, Señoría...
Beel lo silenció con un gesto; le bastó otro gesto para despedirlo.
—¿Se trata de un encantamiento, señor caballero? ¿Eres en realidad una
vieja arrugada como una pasa? ¿Cuál de tus formas me mostrarías si fuera a
azotarte el rostro con la varita de avellano de una bruja?
—No lo sé, milord —respondí—. En realidad, soy un muchacho que no
supera la edad de su hija. Puede que lo averiguara si lo hiciera, pero no
puedo estar seguro de ello.
La sonrisa vaciló antes de desaparecer.
—Conozco esa sensación. Sir Able, ¿no es así? ¿Es un caballero? Eso
es lo que todos me dicen.
—Así es, milord. Soy sir Able del Gran Corazón.
—¿Quieres viajar con nosotros a Jotunlandia? Eso me ha parecido
entender de quien me ha hablado de ti.
—No, milord. Sólo quiero tomar prestado un caballo para alcanzar a mi
sirviente. —Justo entonces se me ocurrió pensar que Pouk podía haberse
cruzado con ellos en el camino, razón por la que añadí—: ¿Lo ha visto? Se
trata de un joven con una nariz de patata y un solo ojo.
Beel negó con la cabeza.
—Supón que te doy un caballo, un buen caballo. ¿Nos abandonarás?
—De inmediato, milord, si así lo desea. Y volveré en cuanto me sea
posible hacerlo.
—Nos dirigimos al norte y no nos detendremos hasta llegar a Utgard.
¿Nos seguirías allí? ¿Para devolverme el caballo?
—Cabalgaré por delante —expliqué—. Se supone que debo apostarme
en un paso de montaña para desafiar a todo aquel que quiera pasar. Antes de
afrontar la labor, le devolveré el caballo y contará con mi agradecimiento.
La hija de Beel rió.
Su padre le dirigió una mirada que hubiera bastado para hacer que
cualquiera cerrase la boca.
—Desempeño una misión encomendada por el rey, sir Able.
—Eso supone un gran honor, milord. Le envidio.
—De modo que me envidias; y ¿me desafiarías de todos modos?
—El sentido del honor me obliga a ello, milord. O a luchar con su
campeón, si nombra a uno.
Beel asintió.
—Tengo a mis órdenes a sir Garvaon, el más valiente de los caballeros y
también el más diestro. ¿Servirá?
—Por supuesto, milord.
—Cuando te rompa la crisma y unos cuantos huesos, ¿crees que
retrasaremos nuestra marcha para poder curarte las heridas?
—Ni por asomo —respondí.
—¿No te consideras invencible? Lo digo porque eso nos han contado.
—No, milord. Nunca he dicho que fuera invencible y nunca lo haré.
—No he afirmado que dijeran tal cosa, sino que eso me han contado de
ti. Ayer, sir Garvaon mencionó que uno de sus hombres había echado a un
mendigo contrahecho.
Hizo una pausa para que le respondiera.
—Espero que antes le diera algo.
—Lo dudo. Hice que trajeran a mi presencia al hombre de sir Garvaon.
Es de esperar que los mendigos ronden cerca del trono, pero no en la
campiña, de modo que le pregunté qué hacía el mendigo aquí. Había
contado al sirviente de sir Garvaon que estaba buscando a un noble
caballero, llamado sir Able, que le había prometido tomarlo a su servicio.
Te veo sorprendido.
Lo estaba, y no me costó nada admitirlo.
—¿Quién era el mendigo, sir Able? ¿Tienes alguna idea?
Negué con la cabeza.
—Quizá en el pasado le dedicó unas palabras amables y le die unas
monedas —sugirió la hija de Beel con una voz suave, que me hizo pensar
en el sonido de una guitarra en manos de una muchacha que tocaba sola en
un jardín, de noche.
Esperé a que siguiera hablando porque quería escucharle la voz, pero no
lo hizo.
—Si lo hice, mi señora, lo he olvidado por completo.
Me incliné ante Beel, sin saber si debía hacerlo o no.
—Es un honor hablar con usted, milord.
—Mi padre era un príncipe, hermano pequeño del padre de Su
Majestad. No es una distinción despreciable.
—Lo sé —admití.
—Yo mismo soy un modesto barón, pero mi hermano mayor es duque.
Si él y su hijo murieran, yo llegaría a ser duque, sir Able.
No supe qué decir, de modo que me limité a asentir.
—Un modesto barón... A pesar de ello, cuento con la confianza de mi
primo. Por tanto, me han enviado a entrevistarme con el rey de los angrborn
cargado de fabulosos obsequios, con la esperanza de que mis protestas
pongan punto y final a las incursiones. No te cuento todo esto para alardear,
sir Able. No tengo necesidad de alardear, ni siquiera tengo la necesidad de
impresionarte. Te lo cuento para que comprendas que sé de lo que me
hablo.
—No lo dudo, milord.
—Podría nombrarte hasta el último caballero de noble linaje, y no sólo
los apellidos, también las relaciones de parentesco y los hechos de armas.
No me refiero a los datos de unos pocos. Ni de la mayoría. Sino de
absolutamente todos.
—Entiendo, milord.
—Si cabe, estoy tanto o más familiarizado con los jóvenes de noble
linaje que serán armados caballeros. No existe un solo caballero de noble
cuna en toda Celidon llamado Able. Tampoco hay un joven con ese nombre
y de familia noble que aspire o no a ser caballero.
Debí de haberlo entendido mucho antes, pero no lo había hecho. Por fin
entendía a donde quería ir a parar.
—No pertenezco a una familia noble, milord. ¿Acaso el mendigo afirmó
lo contrario de mí? Sin embargo, lo más probable es que no sepa nada de
mí.
—Crol lo creyó noble. ¿Te diste cuenta de ello?
Negué con la cabeza.
—Le dije que no lo era.
—Pues así es. Era algo que destilaba tu comportamiento. Tu altura, el
físico y el rostro, sobre todo el rostro, podrían respaldar tu pretensión de
pertenecer la nobleza.
—No pienso pretender tal cosa, milord. —Me sentí como me había
sentido a veces en clase, y me costó cierto esfuerzo no rebullir intranquilo.
—Tuve la tentación de invitarte a sentarte cuando Crol te trajo al
pabellón. Aún me tienta la idea.
Eso me valió una sonrisa de parte de su hija, con la que vino a decirme
que a ella no le hubiera importado que yo me sentara.
Beel tosió.
—Sin embargo, sir Able, no lo haré —continuó Beel—. Debo
informarte de que tengo la costumbre de no sentarme casi nunca en
compañía de mis inferiores.
—A su mesa —dije.
—En efecto, así es. Sentarse sugiere cierta familiaridad, y en ocasiones
me veo en la obligación de castigar a aquellos a quienes mi propia
permisividad podría haber corrompido. —Sacudió la cabeza—. He tenido
que hacerlo una o dos veces, y no me agrada.
—Apuesto a que a ellos tampoco.
—Cierto. Pero...
—¿Puedo acariciar al gato? —nos interrumpió su hija. En cuanto hubo
pronunciado aquellas palabras, Maní asomó de debajo de la mesa y se le
plantó de un salto en el regazo.
—Pregunté al hombre al que había interrogado si el noble caballero
mencionado por el mendigo se creía invencible. —A esas alturas, esperaba
que Beel estuviera muy enfadado, pero aguardó mi réplica sonriente.
—Curiosa pregunta —dije—. Dudo que semejante caballero exista en
alguna parte.
Aquí debo hacer una pausa para explicar que el pabellón de Beel estaba
dividido en dos mitades por una cortina (también de seda de color violeta),
no tan pesada como los adornos que colgaban en el exterior. Debo decirlo
porque Baki asomó por ella y me sonrió.
—Estoy de acuerdo —decía en ese momento Beel—. Pero mi pregunta
sólo parece curiosa. Se lo he preguntado por algo que me contó ayer uno de
los hijos de mi paisano lord Obr.
Puede que a veces sea un poco tonto, pero eso lo pillé.
—¿El escudero Svon?
—Sí. Creo que lo conoce.
—Es mi escudero, milord.
—No, si le ha abandonado —afirmó Beel al tiempo que negaba con la
cabeza—. Afirmó que no era tal, aunque a mí me pareció otra cosa.
—No me ha dejado. —Supuse que me costaría decirlo, pero no fue así;
sabía que era la verdad y quería decirla en voz alta.
—Me alegra mucho oírlo. Se dirige a las montañas del norte a apostarse
en un paso. ¿Por cuánto tiempo, sir Able?
—Hasta que el hielo cubra el mar, milord. Cuando el hielo cubra la
bahía de Forcetti.
—Pleno invierno, en otras palabras. —Beel suspiró—. No me habría
sorprendido que me dijera que Svon lo abandonó.
—Pues no fue así.
Beel suspiró de nuevo y se volvió hacia su hija.
—Está emparentado con tu abuela. Es el hijo pequeño de lord Obr, y
Obr es sobrino de tu tía abuela.
Ella asintió.
—El joven Svon me contó algunas cosas. Es desagradable dudar de la
veracidad de aquellos por cuyas venas corre sangre noble, pero su... bueno,
él...
Hice un gesto para interrumpirle.
—Lo entiendo.
—También Idnn, seguro —afirmó Beel, quien se volvió de nuevo hacia
ella—. Sirvió de escudero de cierto caballero llamado sir Ravd, un caballero
de gran reputación. Se dice que lo abandonó en el campo de batalla. No
estoy diciendo que lo hiciera; de hecho, lo dudo. Pero su carácter es tal que
la mentira resultaba creíble. ¿Entiende?
La hija (que se llamaba Idnn), dijo:
—Debe usted de conocerlo mejor que mi padre, sir Able. ¿Lo cree
cierto?
—No, mi señora. No creo en ese tipo de cosas, a menos que haya
pruebas, y en este caso nadie parece tenerlas.
La imperceptible sonrisa volvió a instalarse en los labios de Beel.
—Como hubiera hecho cualquier persona, le pregunté qué se le había
perdido en estas colinas peladas. Me contó muchas cosas, aunque no puedo
afirmar que creyera ni la mitad. Por una razón: Me dijo que lo habían
nombrado escudero de un campesino al que ahora se trataba de caballero.
Esperó a que yo replicara, pero guardé silencio.
—Por supuesto, sir Able, será usted de buena familia.
—No. No hablaré de mi familia, puesto que usted no me creería. En
resumidas cuentas le diré que Svon no se equivoca.
Beel abrió un poco más los ojos.
—Sin embargo, hay algo que querría decir. Escúcheme, por favor. Es
cierto que soy caballero y que no le he contado una sola mentira. Tampoco
mentí a su heraldo, ni al sargento que me condujo a él.
Sentí el contacto del lomo de Gylf en la pierna, gesto mediante el cual
quiso darme a entender que se hallaba a mi lado.
—Esto altera el cariz de la situación. —Beel dio unas palmadas y el
sirviente de aspecto ratonil entró de inmediato.
—Hemos tenido mucho rato a sir Able de pie, Swert. Tráele una silla.
El sirviente asintió y se fue corriendo en busca de una.
—Quiero asegurarme de que no haya malentendidos —dijo Beel—. Su
padre era campesino.
—Mi padre vendía clavos y martillos. Cosas así. Murió cuando yo era
muy joven, así que en realidad no puedo decir que llegara a conocerlo. Sin
embargo, mi hermano me habló de él, y no fue el único. Si volviéramos a
casa, podría mostrarle dónde se encontraba su tienda.
—¡Estupendo, estupendo! ¿Y cómo aprendió las artes secretas? ¿Puedo
preguntárselo? ¿Quién le enseñó?
—Nadie, milord —respondí—. No sé una palabra de magia.
Idnn rió.
—Entiendo. Uno toma ciertos votos, Idnn, votos a los que no osa faltar.
—Beel me sonrió—. Yo mismo soy un adepto, sir Able. No le haré más
preguntas si usted no me las hace. Podría decir, sin embargo, que el propio
joven Svon ha reparado en ciertas... irregularidades, puede que no sea la
palabra adecuada —dijo para sí—. Ciertos fenómenos, eso es. Ciertos
fenómenos en el período de tiempo que le ha servido de escudero.
Asentí al recordar.
—Sí, lo hice, y me tendí de espaldas en la hierba, a veces, para ver pasar
las nubes. Aunque no creo haberlo hecho desde que llegué aquí.
Beel se volvió hacia Idnn.
—Es bueno que escuches todo esto, aunque quizá opines lo contrario.
—Estoy segura de ello, padre.
—Ves a nuestros campesinos arar y sembrar, y a sus esposas hilar y
demás, trabajos duros en los que en muchas ocasiones empeñan la vida
desde que sale el sol hasta que se pone. Pero tienes que comprender que
tienen su propio orgullo y disfrutan de sus propios placeres. Háblales con
amabilidad, protégelos y trátalos bien, y ellos nunca se te pondrán en
contra.
—Lo intentaré, padre.
Beel se volvió de nuevo hacia mí.
—Debo explicarle qué me ha estado pasando por la mente. Este
territorio salpicado de colinas no es ni mucho menos seguro, y las montañas
serán aún peores. Tenemos a sir Garvaon y a sus arqueros y hombres de
armas para protegernos. Pero cuando lo vi a usted, tomé la decisión de
retenerlo a mi lado. Un joven caballero, alguien que es más que un
caballero, fuerte y valiente, será bienvenido en esta mesnada.
—Es muy amable por su parte, pero...
—Sin embargo, al observarlo de cerca, temí que pudiera resultarle
demasiado atractivo a Idnn.
De pronto me ardían las plantas de los pies.
—Milord, me hace usted un gran honor.
Volvió a perfilársele en el rostro aquella imperceptible sonrisa.
—Por supuesto. Claro que también ella podría hacerlo. —La miró por el
rabillo del ojo—. No hace mucho, Idnn era de sangre real. Ahora representa
la crema de la crema de la nobleza. Pronto dejará de ser una niña.
Al considerar cómo había reaccionado al conocer mi origen humilde,
comenté:
—Espero por su bien que siga siéndolo un poco más.
—También yo, sir Able, también yo. Cuando tuve en cuenta estos
factores, pensé en concederle ese caballo y pedirle partir de inmediato.
—Eso...
—¡Pero un campesino! —Beel sonreía de oreja a oreja—. Un joven
campesino no puede tener el menor atractivo para la bisnieta del rey
Pholsung.
Al escucharlo, fue como si a Idnn se le cayera el párpado izquierdo. Él
no reparó en el gesto porque me estaba mirando, pero yo sí.
—Por tanto, sir Able, es mi deseo que permanezca con nosotros
mientras podamos necesitarlo. El pabellón de sir Garvaon podrá albergar un
nuevo camastro. Debe hacerlo, y doy por sentado que Garvaon recibirá con
alegría la llegada de alguien de su condición.
—No puedo, milord.
—¿No puede cabalgar con nosotros, comer buenas viandas y dormir
como un ser humano?
Idnn añadió el sonido de guitarra acústica propio de su voz al tono
grave, de tenor gangoso, característico de su padre.
—¿Lo haría por mí, sir Able? ¿Y si me matan por no contar con su
compañía?
Eso me lo puso difícil.
—Milord, mi señora, prometí... no: juré dirigirme a las montañas para
apostarme ahí, tal como su excelencia, el duque Marder, y yo, acordamos.
—Y permanecer allí hasta que sea pleno invierno —agregó Marder—.
Casi medio año, en otras palabras. Dígame una cosa, sir Able. ¿Cabalgaba
al galope cuando nos encontró? ¿Llegó al galope al pabellón y saltó de la
silla para presentarse ante mí, acompañado por maese Crol?
—Milord...
—No tenía caballo, ¿no es eso? Ha venido a que le preste uno.
No supe qué decir, de modo que asentí.
—Le ofrezco uno. No es un préstamo, sino un obsequio. Le daré uno
con la condición de que viaje con nosotros hasta que encontremos el paso
en el que usted desee apostarse. Sólo voy a hacerle una pregunta más:
¿Viajará más rápido cabalgando con nosotros, o caminando solo? Porque
tendrá que escoger entre una cosa u otra.
Mani asomó la cabeza por la mesa para dedicarme una sonrisa torcida.
En ese momento, quise darle un buen coscorrón.
49
LOS HIJOS DE LOS ANGRBORN
En pendiente, tan en pendiente ascendía la tierra, que día a día, y a
medida que transcurrían las jornadas, llegué a comprender que nos
encontrábamos entre las imponentes colinas rocosas que había visto en una
o dos ocasiones al norte del bosque en el que había vivido como un forajido
con Valiente Berthold, y que las auténticas montañas, aquellas de las cuales
apenas habíamos oído rumores, las montañas que alzaban los nevados picos
a Skai, seguían ante nosotros, lejos aún.
Entonces abandoné la Ruta de Guerra y el pesado tren de suministros
transportados a lomos de muías y caballos, para cabalgar hacia lo alto de
aquellas colinas, tan lejos como pudiera llevarme el semental blanco que
me había dado Baal. Desmonté cuando el caballo no pudo avanzar más, y lo
até a una roca para ascender hacia la cima. Desde allí divisé las colinas, el
oscuro bosque que se extendía más allá, e incluso alcancé a distinguir las
aguas del Griffin como un hilo argénteo.
—Mañana encontraré la fuente de la que mana y tomaré un trago de
agua en recuerdo de Valiente Berthold y Griffinsford —me prometí. No se
lo dije a Gylf, porque se había quedado en retaguardia para cuidar del
caballo. Tampoco se lo dije a Mani, que cabalgaba con Idnn recogido en
una bolsita de terciopelo negro, por lo general asomando la cabeza y las
patas. Se lo hubiera dicho a Uri y a Baki de haber podido, pero no había
vuelto a verlas desde que Baki asomara la cabeza por la cortina de Idnn.
De modo que me lo dije a mí mismo, tal como ya he mencionado. A
pesar de ser consciente de que era una estupidez, no reí.
Ahí arriba, el viento no sólo era lo bastante frío como para hacer que me
envolviera en el capote gris que me había guardado Kerl, sino, también,
para resguardarme bajo la capucha. Soplaba con la fuerza necesaria para
hacerme desear que la lana fuera más gruesa. A pesar de todo, permanecí
allí arriba durante algo más de una hora, observando los alrededores,
pensando también en el niño que había sido y en lo que me había
convertido. Estaba totalmente solo, tanto como cuando le dije a Valiente
Berthold que iba a cazar, y después estuve recordando algunas anécdotas de
la caza en el bosque, y a veces hasta la linde del mismo y las colinas, donde
siempre veía a un alce lejano.
Vale, no iba a escribirlo, pero lo haré. Cuando estuve allí un buen rato y
hube ordenado un poco los pensamientos, me acordé de Miguel; intenté
llamar a Disiri para que acudiera, del modo que él había llamado a
Valpadre. Cuando no funcionó, me eché a llorar.
El sol había caído a poniente cuando regresé junto a Gylf y el caballo.
—Se han adelantado —informó Gylf. Comprendí que se refería a que
hacía rato que la última muía y la retaguardia (que se suponía estaba bajo
mi mando) habían pasado de largo en el camino.
Le dije que ya lo sabía y que los alcanzaríamos en seguida.
—¿Quieres que me adelante para explorar?
Lo estuve pensando unos minutos mientras descendíamos por la
pendiente. Había estado solo un rato y ya había tenido suficiente. Quería
compañía, alguien con quien hablar. Sin embargo, a esas alturas conocía
bien a Gylf y sabía que no se prestaría voluntario para explorar, ni nada por
el estilo, a menos que estuviera seguro de que debía hacerse. Por tanto,
había oído algo, visto algo o, lo más probable, olido algo que lo tenía
preocupado. Quise aguzar el oído, olisquear al viento y todo eso, aunque
sabía de sobras que su sentido del oído era mucho más agudo que el mío, y
que para lo que yo alcanzaba a oler, hubiera dado prácticamente lo mismo
que no tuviera nariz.
—¿Quieres que vaya?
—Sí —respondí, consciente de lo preocupado que estaba Gylf—.
Adelante. Te lo agradezco.
Partió raudo como una flecha en cuanto pronuncié la última palabra. Al
principio fue una flecha parda, pero no tardó en convertirse en una flecha
negra. Entonces lo oí ladrar mientras corría, ese ladrido ronco que se oye
procedente de Skai cuando el perro marcha solo al frente de la manada y ni
siquiera Valpadre a lomos del montero de ocho patas puede alcanzarlo.
Llamó al trueno. Dirás que no es posible, pero lo hizo. Retumbó en las
montañas, pero estaba ahí y se acercaba. Entonces quise espolear a mi
semental, aunque seguía escogiendo con tiento el camino que pisaba entre
las rocas. Finalmente, aunque sólo fuera para sentirme mejor, le dije:
—Ve tan rápido como puedas, sin torcerte una pata o romperme una a
mí. No creo que una pata rota vaya a servirnos de mucho ahí.
Asintió como si comprendiera. Sabía que no lo hacía, aunque era
agradable pensar lo contrario. A Mani le gustaba jactarse y discutir, y en ese
momento me gustó más disfrutar de la compañía del caballo blanco.
—Vaya —dije—. Aquí soy yo el único que habla. Estupendo.
Volvió las orejas hacia mí. Creo que fue su modo de decir que era un
buen oyente.
En cuanto tuvo hierba bajo los cascos, hinqué espuelas (unas de acero
dorado que maese Crol había encontrado a saber dónde) y galopó con ganas
hasta que llegamos a la Ruta de Guerra, y aún con más brío después, arriba
y arriba a través de una hendidura que parecía casi tan alta como la cima de
la colina donde había estado, y luego por una angosta garganta hasta que oí
el rumor de las piedras. Tiré de las riendas en seguida al oír aquello, porque
tenía una idea bastante precisa de a qué podía deberse.
Una pared de la garganta trazaba un ascenso más corto que el de la
colina, pero ya estaba cansado, hacía frío y asomaban las primeras estrellas
en el firmamento. No veía asideros, y cuando al final logré distinguir
alguno no resultaron más que sombras o algo indefinido. Debí tantear el
terreno para subir, y tuve la impresión de que aquello me llevó horas.
Volví a oír el rumor de las piedras cuando me hallaba a media altura.
Entonces, cesó. Alguien lanzó un grito agudo. Debió de ser a cierta
distancia, pero sonó muy cercano por el modo que tenía el sonido de rebotar
de piedra en piedra. Salió la luna. Por alguna estúpida razón, la contemplé.
Cuando lo hice, pasó el castillo volador ante ella, recortado negro sobre la
superficie blanca de la luna, con aspecto de juguete. En aquella época ni
siquiera estaba seguro de que perteneciera a Valpadre (así es), pero al verlo
así me sentí reconfortado. Sé que dirás que eso no tiene el menor sentido,
pero así sucedió. Yo era el mar, y estaba mirando a la luna y a ese castillo
de murallas hexagonales; ambos tiraban de mí y yo extendía las enormes
olas coronadas de palomillas como manos blancas. ¡Y bamf! De pronto me
vi subido a la cima con los dedos magullados y las manos un poco
ensangrentadas, el viento arrastraba la guerra y estaba demasiado oscuro
para disparar con el arco. Descendí corriendo, saltando las grietas,
descolgándome por los riscos menos pronunciados sin que nada en el
mundo fuera capaz de detenerme.
Entonces, una mano peluda y grande como la cuchara de una pala lo
logró. Dos manos me levantaron, mas tenía libre el brazo izquierdo y hundí
la daga en el cuello del hombretón antes de que pudiera arrojarme por el
precipicio. Cuando cayó, fue como estar junto a un árbol derribado. Ambos
terminamos cerca del precipicio; él sangraba, se movía de forma
espasmódica e intentaba incorporarse. Yo me levanté antes y le di en la
cabeza con Rompespadas. Oí el crujido del hueso. Quedó tendido después y
no volvió a moverse.
—¡Finefield! ¡Finefield! —gritó alguien abajo.
Supongo que reconocí la voz de Garvaon; lo conocía e imaginé que
debía de ser el nombre de su hogar. Yo no tenía uno, de modo que grité:
«¡Disiri! ¡Disiri!», para que Garvaon supiera que estaba ahí arriba y me
disponía a ayudarlo.
De ahí en adelante, cuando en mitad de un combate tuve que gritar, fue
aquel «¡Disiri!» lo único que pronunciaron mis labios. Quizá no recuerde
mencionarlo cada vez que rememore una riña, pero así fue. Y, permíteme
decirlo antes de que lo olvide, también lo hice cuando llegué a Skai.
Finalmente, Alvit me preguntó qué significaba y fui incapaz de recordarlo.
Después me esforcé por lograrlo, y mucho. Me dolió. Lo hizo en lo más
hondo.
Obviamente, no tenía ni idea de todo eso cuando eché a correr al borde
del precipicio. En seguida me topé con los tres hombres más grandes que
había visto. Empujaban una enorme piedra al borde. Rompespadas dio
cuenta del primero al golpearlo en la frente (no llegaba más allá), cuando
éste se dio la vuelta para mirarme. Luego me alcanzó una roca en el casco
de acero y lo perdí. Creo que después trastabillé un poco. Alguien me aferró
de la muñeca, yo ataqué con la daga y me soltó. Recuerdo verle la rodilla a
la altura de mi entrepierna, e inmediatamente después emprenderla a golpes
con Rompespadas.
Otro arrojó una lanza. No me perforó la loriga, pero me tumbó. Ambos
nos lanzamos a por el arma, y él la levantó y me levantó con ella porque la
había cogido del asta. Le di una patada en la cara y la soltó. Entonces, di un
brinco y lo plaqué como si jugara al fútbol, hasta tal punto que cayó por el
precipicio y, de hecho, a punto estuve yo de seguirlo. Cuando recuperé el
equilibrio, miré hacia abajo: aún seguía dando tumbos entre las rocas. La
luz de la luna dejó de iluminarle el cuerpo, y justo entonces lo oí tocar
fondo.
Había soltado la daga y a Rompespadas. La hoja de la daga relucía a la
luz de la luna, pero tuve que tantear en busca de Rompespadas.
Al levantarme, vi acercárseme a un tipo armado con un garrote, un
hombretón tan alto que podría haber jugado perfectamente en la NBA. Me
acuclillé, supongo que iba a arrojarme sobre él en cuanto hiciera ademán de
golpear con el garrote, cuando algo negro y mayor que él lo aferró. De
pronto, él había dejado de ser el más grande, tan sólo era otro pequeñín que
había aparecido en un momento inoportuno y que estaba a punto de morir
Lanzó un grito cuando las mandíbulas se cerraron sobre él. Oí e. crujir de
los huesos, un sonido que siempre resulta estremecedor Gylf lo sacudió
como a una rata y lo arrojó al vacío.
—Mejor será que salga de aquí, mi señor. —Era Uri; se encontraba
justo tras mi hombro derecho, armada con una hoja larga y muy delgada.
No la había visto acercarse, tampoco la había oído, pero ahí estaba.
—Si mi señor sigue aquí, lo matarán —susurró Baki a mi izquierda.
—Podéis ver en la oscuridad mucho mejor que yo —dije— ¿Hay más
por aquí?
—Hay cientos hacia el lugar al que se dirige mi señor.
Les ordené seguirme.
Cuando cesó la lucha, hubo que librar de la carga a los caballos y muías
muertos, y cargar a los que habían quedado con vida. Luego tuvimos que
colocar los cadáveres sobre el equipaje. De nuevo se hizo medianoche, y
viajamos hasta que salió el sol, con Garvaon marchando al frente, y Gylf y
yo a unos cien o ciento cincuenta pasos por delante de Garvaon. El sol salió
justo cuando dejamos atrás la garganta y salimos a un prado de montaña
cubierto de hierba y flores silvestres. Se inclinaba como la cubierta de un
barco con viento de través, aunque en ese momento a nosotros nos parecía
un lugar fantástico, la verdad. La mayoría fueron a descansar, aunque
Garvaon y una docena de soldados montaron guardia, mientras Gylf y yo
volvíamos al lugar donde había tenido lugar la batalla. Maní nos acompañó,
asomando por la alforja.

Permanecimos en aquella pradera todo el día con su noche. A la mañana


siguiente, Beel me envió a un mensajero con órdenes de presentarme ante
él. Habían puesto la mesa, como la anterior vez que estuve allí, y había dos
sillas plegables.
—Siéntese —me ordenó—. No tardarán en servir el desayuno.
Le di las gracias.
—Trepó por la pared de la garganta para enfrentarse a los hombres de
las montañas. Eso me han contado, e incluso me pareció verlo un instante
ahí arriba. O eso creo.
—Me siento halagado, mi señor.
—Llovieron las rocas sobre nosotros. —A juzgar por el tono de voz,
Beel parecía hablar consigo mismo—.Y también los cadáveres. Los
cadáveres de nuestros enemigos. Mientras cargaban de nuevo las muías, me
entretuve, y sir Garvaon también, examinándolos a la luz de las linternas.
¿Hizo usted lo propio, sir Able?
—No, milord. Tuve que regresar por mi caballo. —Me hubiera perdido
el desayuno si llego a levantarme y salir del pabellón en ese momento.
—Comprendo. Normalmente desayuno cada día con mi hija, sir Able.
Ella no está aquí hoy. Estoy seguro de que habrá reparado en ello.
—Espero que no esté enferma —dije.
—Se encuentra bien y a salvo. En buena parte, diría que gracias a usted.
—También yo querría poder decirlo.
Beel juntó las yemas del dedo índice de ambas manos y permaneció
sentado, observándome hasta que sirvieron el desayuno.
—Sírvase, sir Able. No tiene por qué esperarme.
Dije que prefería esperarle, y él se sirvió pescado ahumado, pan y
queso.
—Me gusta desayunar con mi hija.
Asentí igual que lo había hecho antes.
—Debe de ser una compañía agradable, milord.
—Tengo una hora más o menos para charlar con ella. Suelo estar
ocupado el resto del día.
—Claro que sí, milord.
—Hay muchos de mi rango, y de rango superior al mío, que trabajan
poco. Por decirlo de algún modo. Medran en la corte, y medran también en
sus tierras. Sus administradores se encargan de todo en su nombre, como lo
hace el mío. Si el rey intentara convencerlos para aceptar algún cargo, cargo
que él, como hombre sensato, ocupa, le pondrían una u otra excusa. Me he
esforzado en ser un hombre distinto. No le aburriré con el listado de todos
los cargos que he desempeñado bajo el reinado de Su Majestad y de su real
padre. Han sido variopintos, y alguno que otro oneroso. Fui canciller del
Tesoro durante casi siete años, por ejemplo.
—Debió de ser un trabajo muy duro —dije.
Beel negó con la cabeza.
—Eso cree usted, sir Able, pero en realidad no tiene la menor idea. Fue
una pesadilla de la que parecía que nunca iba a despertar. Y ahora, esto.
Asentí en un intento de mostrarme comprensivo.
—El desayuno me proporciona una hora diaria en compañía de mi hija.
He intentado hacerle de padre y madre, sir Able. No afirmaré haberlo hecho
bien, pero lo he intentado.
Beel se engalló en el asiento que ocupaba. No había probado bocado.
—Esta mañana la envié a desayunar con sus doncellas. Se sorprendió y
se alegró.
—En realidad, no creo que se alegrara tanto —opiné. Tampoco yo había
probado bocado, y aquél me pareció tan buen momento como cualquier otro
para empezar.
—Gracias, sir Able. Sin embargo, lo estaba. La envié lejos porque
quería hablar con usted. No en calidad de caballero, sim como a un hijo,
puesto que deseo con todo mi corazón que los overcynos me concedan un
hijo como usted.
No supe qué decir.
—Me hace un gran honor, milord —dije finalmente.
—No intento honrarlo, sino decir la verdad. —Beel calló unos instantes;
creo que lo hizo para ver cómo reaccionaba yo ante lo que acababa de decir
—. Los hombres como yo, nobles que ostentan cargos de importancia en el
reino, no son conocidos por su sinceridad. Tenemos mucho cuidado con
aquello que decimos. Debemos tenerlo. He mentido cuando el deber me lo
exigió. No me gustó hacerlo, pero cuando lo hice fue con toda mi capacidad
de convicción.
—Lo entiendo.
—Ahora voy a contarle la verdad y sólo la verdad. Le pido que me crea.
Pero aún pediré más. Le pido que sea tan honesto conmigo como yo lo soy
con usted. ¿Lo hará?
—Por supuesto, milord.
Beel se levantó y se acercó al arcón. Lo abrió y de su interior sacó un
pergamino enrollado.
—¿Tiene feudo, sir Able? ¿Dónde está?
—No, milord.
—¿Nada?
—No, milord —repetí.
Se sentó de nuevo, pergamino en mano.
—Su señor lo envía a apostarse en las Montañas de los Ratones durante
medio año.
—No había oído que las llamaran de ese modo. Pero en efecto, así es.
—Es el nombre que usan los angrborn. Nosotros generalmente las
denominamos Montañas del Norte, o nos limitamos a referirnos a un pico
concreto. ¿Por qué cree que los angrborn las llaman así?
Dejé en el tajadero la rebanada de pan que me disponía a comer.
—No tengo la menor idea, milord, a menos que se deba a la
proliferación de ratones.
—Allí no hay más ratones que en cualquier otra parte; incluso menos
que en otros muchos lugares. Las llaman así debido a los hombres a los que
se enfrentó anoche. Son los hijos de los angrborn, el fruto de los angrborn
que dejaron preñadas a nuestras mujeres. Veo que esto lo ha sorprendido.
50
¿QUIÉN SE LO HA CONTADO A MI HIJA?
Le di un mordisco al pan, lo mastiqué y tragué.
—No se me había ocurrido pensar que fuese posible tal cosa milord.
—Lo es. —Beel hizo una pausa en la que tan sólo se le escuchó
tamborilear con los dedos—. Supongo que debe de ser doloroso para las
mujeres; al principio, al menos.
Asentí.
—Los angrborn incursionan en nuestro territorio tanto en busca de
mujeres como de riquezas. Es mi deber detener esas incursiones en la
medida de lo posible. Si no puedo, disminuir la frecuencia y la gravedad de
las mismas. El rey Gilling no siempre es obedecido, y cuanto más lejos se
encuentran sus gentes de Utgard, más libres se consideran. Pero si se ve que
desaprueba las incursiones, nos veremos sometidos a menos y, en un
principio, tendrían que revestir menos gravedad.
—Les deseo suerte —dije—. De veras.
—Al menos, el rey Gilling ha dado a entender que me acepta en calidad
de enviado de Su Majestad. Pero hablábamos de los ratones, tal como los
denominan los angrborn, y de los hombretones que nos atacaron. Nacen en
los hogares de los angrborn, hijos de sus señores alumbrados por las
mujeres esclavas. A menudo intentan permanecer en Jotunlandia a la
muerte de sus padres, ofreciéndose a servir a sus hijos legítimos, por
ejemplo.
Asentí para que viera que lo seguía.
—En ocasiones, sobreviven por un tiempo. Son esclavos como lo
fueron sus madres, o porquerizos o labradores. Según tengo entendido, el
ganado de los angrborn no es mayor que el nuestro.
—Ha dicho que sobrevivían por un tiempo.
—Al cabo, son expulsados. O asesinados. El hijo de un rey, el hijo de
una mujer libre, no es tratado de ese modo; sin embargo, a éstos los tratan
así. Quienes sobreviven vagabundean de un lado a otro, perseguidos como
ratas, o como ratones, por eso se los conoce por ese nombre, hasta que
alcanzan estas montañas que ni siquiera los angrborn habitan. Abundan en
las cuevas, que los angrborn llaman ratoneras. Los ratones viven en ellas
como animales, y son como animales. ¿Qué tiene pensado hacer hoy, sir
Able?
—Acompañarlo al norte, supongo, milord —respondí sorprendido por
la pregunta.
—Hoy no viajaremos —aseguró Beel tras sacudir la cabeza—. Todos
estamos cansados y tendremos que deshacernos de parte de la carga para
que las muías puedan proseguir el viaje. Será necesario asignar a otros las
responsabilidades de quienes han muerto, y debemos encontrar un modo de
transportar a los heridos sin que eso nos demore.
—En tal caso, dedicaré la mañana a dormir y por la tarde iré a buscar
las fuentes del Griffin.
—Supongo que durmió poco anoche. La mayoría de nosotros pudimos
dormir.
Había dormido, pero en cuanto me descuidé habían pasado un día, una
noche y un día entero. Me sentía atontado y así lo dije.
—Comprendo. ¿Estaría dispuesto a hacerme un favor, sir Able?
—Por supuesto, milord. Lo que guste.
—Duerma esta mañana como había planeado, pero posponga la
búsqueda de las fuentes del Griffin al menos un día. Será una empresa
peligrosa la emprenda cuando la emprenda. ¿Ha pensado en los peligros
que podría afrontar, en que vagabundeará solo en esas montañas?
—Así es, milord —afirmé con una sonrisa—. También he pensado en el
hecho de que ellos me afrontarán a mí.
—Muy bien dicho. No obstante, le pido que abandone la idea por mí.
¿Lo hará?
—Por supuesto, milord. Encantado.
—¿Es un buen arquero?
—Sí, milord.
—Veo que no se anda con tapujos. Me gusta. —Por primera vez durante
el desayuno, una de aquellas sonrisas imperceptibles asomó a los labios de
Beel—. Maese Papounce ha estado insistiendo en organizar una
competición entre usted y sir Garvaon, a quien todos tenemos por un
afamado arquero.
—Eso dice todo el mundo, milord.
—Lo secundará Idnn, a quien le gusta la caza. Tiene buena puntería
para ser una mujer. —La sonrisa adquirió un rasgo de amargura—. Me
negué por creer que sería mejor dedicar el tiempo a avanzar. Sin embargo,
hasta mañana no reanudaremos la marcha, y una competición así podría
levantar nuestra moral. Los hombres que nos atacaron (puede que los
gigantes puedan permitirse el lujo de llamarlos ratones, aunque se antojaría
absurdo que yo los imitara) se hallaban en lo alto de la montaña. Nos
arrojaron piedras enormes, y nosotros les disparamos flecha tras flechas
cuando en ocasiones apenas alcanzábamos a vislumbrar una sombra
huidiza. Puede que nunca haya sido tan patente la necesidad de contar con
arqueros expertos.
Apuré la jarra y la llené de nuevo.
—¿Lo hará?
—Por supuesto, milord.
—Si pierde por muy poco no pasará nada. Pero si pierde por mucho, se
burlarán de usted. Puede que deba prepararse para ello.
—Podría ser, milord, aunque yo diría que sería mejor que se preparen
quienes estén dispuestos a burlarse de mí.
—No podemos permitirnos el lujo de perder a un solo hombre, sir Able.
Le ruego que no lo olvide.
—No lo haré, milord, siempre y cuando ellos tampoco lo hagan
—De acuerdo. Prometí a Papounce y Garvaon que me encargaría de
esto, de modo que supongo que tendré que soportar las consecuencias. Sea
moderado.
—Lo seré, milord.
Beel se mordisqueó los labios mientras yo terminaba una porción de
esturión ahumado.
—Puede retirarse, sir Able, si ha satisfecho su apetito —dijo cuando me
limpié con la servilleta.
Sacudí la cabeza.
—No se deshizo de lady Idnn para que pudiéramos hablar de una
competición de tiro con arco, milord. ¿De qué se trata?
Beel titubeó antes de responder.
—Estuve a punto de sacar el tema nada más conocerlo. Cuando Grol me
lo presentó. Supongo que recordará la charla que tuvimos.
—Claro.
—Hablé entonces con Svon —explicó Beel tras lanzar un suspiro—. Tal
como le dije, es primo lejano mío.
Asentí, preguntándome a qué venía tanto misterio.
—Quiere ser caballero. No le aguarda mayor distinción. —Beel
abandonó el asiento para ir al umbral del pabellón y mirar hacia las rocas y
los picos nevados. Aún tenía el pergamino en la mano.
—No se lo he puesto difícil, milord —le aseguré al volverse.
—Riñó con su sirviente. Eso me dijo. Su sirviente lo golpeó y lo
abandonó. ¿Se lo había contado?
—Ya lo sabía, milord, pero no creo haberlo averiguado por usted.
—¿Quizá se lo contó? ¿Fue el propio Svon?
Negué con la cabeza.
—En tal caso, se lo contaría un viajero.
—Sí, milord.
—Esto es incómodo, y no sé cómo voy a poder hacerle justicia. Usted
ha visto a mi hija Idnn.
—Sí, milord, una joven y preciosa dama.
—Eso mismo. Es muy joven y tan delicada de formas como de
facciones. ¿Cree que su sirviente la golpearía, si quisiera hacerlo?
Tuve que pensarlo detenidamente. No porque no supiera la respuesta,
sino porque no sabía adonde quería ir a parar.
—Espero que jamás se le ocurra hacer nada semejante, milord —
respondí finalmente—. Conozco bien a Pouk y tiene sus fallos, pero no es
cruel ni violento.
—Pero ¿podría hacerlo si se lo propusiera?
—Por supuesto, milord, siempre y cuando yo no estuviera presente para
impedírselo. Pouk tiene unos veintitantos, es fuerte y enérgico.
—De acuerdo. Pongamos que ha sucedido. Mi hija se sentiría
terriblemente avergonzada por el hecho de que un patán la golpeara. Sin
embargo, no se sentiría avergonzada porque el patán hubiera sido capaz de
vencerla. Nadie sensato se permitiría el lujo de pensar que una joven
delicada como Idnn entrara en liza con un enérgico hombre de veinte años.
Asentí.
—Cuando Svon era un muchacho de diez años, se hubiera sentido del
mismo modo y con razón. Lo que me preocupa... Una cosa que me
preocupa es que Svon parece sentirlo ahora. Será caballero. Si el duque
Marder se ofreciera a nombrarlo como tal, y le ofreciera las espuelas
doradas y todo lo demás, las aceptaría de inmediato. ¿Cómo se sentiría
usted si ese sirviente lo golpeara?
Intenté hablar, pero no me salieron las palabras.
—Exacto. Yo no soy un hombre beligerante, sir Able. Mientras usted
aprendía las destrezas de la caballería, yo aprendí a leer y escribir, aprendí
historia, otras lenguas y demás. Digamos que si sir Garvaon y yo nos
peleáramos y la cosa llegara a las manos, la derrota no haría que me sintiera
avergonzado. Pero ¿un sirviente? Amolaría la espada y le propondría otro
duelo.
—Me alegra que Svon no lo hiciera, milord.
—¿De veras? ¿Por el bien de Svon?
—Me avergüenza usted, milord. Era... es mi escudero. Está a mi cargo.
Beel asintió mientras entrelazaba los dedos de las manos.
—Le he hablado de todo esto porque estoy convencido de que es un
hombre de honor. Es posible que Svon vuelva a su lado. En tal caso, puede
que sea usted capaz de hacer algo. De hecho, así lo espero.
—Lo intentaré, milord. Aunque no sé qué medidas tomar. Tendré que
pensarlo detenidamente. —Con ésas, me levanté.
Beel me señaló de nuevo la silla plegable.
—Puesto que ha decidido quedarse esta tarde, aún tenemos que
comentar otro asunto. Intentaré ser breve para que no se vaya a dormir muy
tarde.
Volví a tomar asiento.
—Svon me contó que a usted le seguía un demonio. ¿Se sorprende?
—Así es, milord. Creo saber a qué se refiere, pero no sé... ¿Puedo
explicarme? Tengo otro sirviente, milord. Se llama Org. No es un demonio.
Volvió a los labios de Beel la imperceptible sonrisa.
—No se encuentra uno con demonios o dragones en los mundos que
hay sobre Aelfrice, sir Able. Ésa es una de las cosas que descubrí mientras
usted aprendía a manejarse con el escudo. No he dicho que Svon fuera
perseguido por demonios, sólo que dijo que le había perseguido uno y que
afirmó también que usted lo había invocado.
—No fue así, milord. Pero tengo motivos para creer que cuando Svon se
marchó, Org se fue con él. Puede ser un compañero de viaje muy
desagradable, milord.
—¿Se trata de un hombretón, fuerte y de hombros anchos?
Escogí bien las palabras.
—Es grande y muy fuerte, milord. Más que yo, y también me supera en
la envergadura de los hombros.
—¿No le ordenó seguir a Svon?
—No, milord. No estaba presente cuando Svon y Pouk riñeron y se
separaron. ¿Me permite hacer una suposición?
—Adelante, por favor.
—Es posible que Org temiera que Svon intentara perjudicarme de algún
modo, y que le esté siguiendo para impedírselo.
—Eso parece lo más probable, si. Svon me contó que marchaba de
vuelta a Sheerwall. Comió con nosotros, compró una montura y pasó la
noche. Eso debió de suceder hará dos semanas. Más o menos.
Asentí.
—Aquella noche, uno de nuestros centinelas informó de que había
creído ver a un hombre muy grande a la luz de la luna, a cierta distancia. Lo
llamó gigante, dijo que era un angrborn. Ya conoce a esos tipos.
No parecía el momento más adecuado para decir nada.
—Cuando se lo contó a su sargento, éste se acercó al lugar y miró a su
alrededor. Dijo haber encontrado una huella en el barro. Correspondía a un
pie enorme, dijo, descalzo y de dedos largos. Aseguró que parecía haber
marcas de garras en las puntas de los dedos. Comprenderá por qué siento
tanta curiosidad.
—Claro que sí, milord.
—¿Es todo lo que tiene que decir?
—Todo lo que podría decir de buena gana, milord.
—Muy bien. Svon cuenta con mi apoyo. No se levante aún, sir Able.
Veo que se dispone a hacerlo pero tan sólo hemos tocado el tema que más
deseaba comentarle.
Separó las manos y se inclinó hacia adelante, pensativo e inquieto.
—Mi hija y yo nos encontrábamos en esa maldita ladera cuando fuimos
atacados. No me separé de ella un instante. No había gran cosa que yo
pudiera hacer, pero estaba dispuesto a protegerla como pudiera.
—Por supuesto, milord.
—Debe contraer matrimonio con un rey. Se casará con un rey, y nuestra
sangre volverá a ser real.
—Comprendo, milord.
—Ella es un tesoro para mí, de modo que no la perdí de vista. En
ningún momento llegó a encontrarse en lo alto del risco donde se apostaban
nuestros enemigos.
—Claro que no, milord.
—A pesar de ello, sir Able, ella habla de lo sucedido como si hubiera
estado ahí. Aquellos riscos, me contó, están infestados de cadáveres, de
hombre peludos de estatura monstruosa a quienes usted y su perro mataron.
Me resulta difícil dar crédito al hecho de que un perro pudiera acabar con
uno solo de esos hombretones, y no digamos una docena, pero eso dice ella.
En anteriores ocasiones ha alardeado usted de ser un hombre honesto, sir
Able.
Al ver la cara que puse, Beel se corrigió:
—«Alardear» no es la palabra adecuada. El hecho es que ha asegurado
ser un hombre honesto. Afirmó no habernos mentido a maese Crol o a mí.
¿Acaso lo niega?
—En absoluto, milord.
—¿Puede seguir afirmándolo a día de hoy?
—En efecto, milord. Así es.
—En tal caso, le agradecería que respondiera sin evasivas a algunas
preguntas. —Beel guardó silencio mientras me observaba primero a mí,
luego a sus propias manos. No había probado bocado y tampoco había
bebido.
—Me agrada, sir Able. Me agrada mucho más que cualquier hombre
que haya conocido desde que me presenté ante Su Majestad. Espero que sea
usted consciente de ello.
—No lo era, milord, pero me halaga mucho. Permítame decirle que me
parece usted una buena persona, un leal sirviente del rey y amante padre de
su hija.
—Pues precisamente es ella quien me tiene preocupado.
—Lo sé, milord. No la he lastimado, y tampoco he intentado lastimarla.
—¿Ve la cortina que divide nuestro pabellón? Ella duerme tras ella, y yo
lo hago al otro lado. Al igual que ella, aquí es donde me aseo y me visto.
—Entiendo.
—Por tanto, no podemos vernos. Sin embargo, podemos oírnos
perfectamente. La cortina es de seda, es liviana y ocupa muy poco espacio.
Nos ciega, si me permite la expresión. Sin embargo, no ofrece resistencia al
sonido.
Asentí.
—Por ello a menudo charlamos cuando ya estamos en la cama. Y por la
mañana, también, mientras las doncellas la visten y Swert me viste a mí.
—Ajá.
—Esta mañana habló de la batalla, y lo hizo como si hubiera estado en
lo alto del risco, rodeada de cráneos rotos, y brazos y piernas rotos, de
hombres aplastados y desgarrados como por las fauces de un león. Dijo que
usted había matado a muchos de esos hombres. ¿Es cierto, sir Able?
—Sí, milord.
—¿Puedo preguntarle qué armas empleó?
Saqué la daga y la dejé en la mesa; luego desenvainé a Rompespadas,
que fue a hacer compañía a la primera. Beel empuñó a Rompespadas para
echarle un vistazo.
—No es una espada, milord. Sé que lo parece, pero es una maza.
Tanteó los extremos de Rompespadas, intentó flexionarlos y luego la
dejó encima de la mesa.
—Comprendo que no sea de noble cuna. Pero es un caballero, no un
campesino, y un caballero tiene que luchar a espada.
—Lo haré cuando consiga la que quiero, milord.
—Y ¿de qué espada se trata?
—Eterna, milord.
—La espada perfecta es una leyenda, sir Able —aseguró bajando el
tono de voz—. Ni más ni menos.
—No estoy de acuerdo, milord.
—Mago, brujo o hechicero —dijo antes de suspirar—. ¿De qué se trata?
Yo mismo poseo ciertos conocimientos del arte, aunque no pueda
vanagloriarme de un gran poder.
No dije nada.
—Si lo confieso es para darle a entender que no soy un enemigo. Puede
confiar en mí pues también soy un adepto.
—En lo único que puedo confiar es en que no sé ni jota de magia,
milord.
—Los magos nunca lo admiten. Eso decía mi niñera, aunque no sé si era
cierto. Usted ha estado en lo alto del precipicio, sir Able. ¿Fue usted quien
acabó allí con nuestros enemigos?
—Sí, milord. Con algunos de ellos. De la mayoría se encargó mi perro.
También las flechas de los arqueros alcanzaron a unos cuantos.
—¿Llevó allí a mi hija? ¿Tras la batalla?
—No, milord.
—¿La vio en lo alto del precipicio?
—No. Si de veras estuvo allí, no sé nada al respecto.
—He aquí la escritura del feudo de Swiftbrook, sir Able. —Beel me
tendió el pergamino—. ¿Habló usted con ella sin mi conocimiento? ¿Le
habló de lo sucedido en la batalla?
—No, milord.
—¿Quién lo acompañaba en lo alto del precipicio?
—Mi perro y el gato, milord. Ya los conoce.
—¿Quién pudo contarle a mi hija lo sucedido allí? ¿Quién pudo hablarle
de los hombres que mató y cómo murieron?
—No fui yo, milord. ¿No cree que debería preguntárselo a ella?
Guardó silencio. Comprendí que no había mucho más que pudiera decir
sin empeorar las cosas. Además, también yo tenía cosas en que pensar. Unté
de mantequilla una rebanada de pan, y luego le puse un esturión ahumado
encima antes de doblarla.
Finalmente, Beel dijo:
—Espera que le envíe a buscar a su sirviente.
—En efecto, milord.
—No lo haré. Será mejor que descanse un poco si de veras va a
competir con sir Garvaon.
Asentí al tiempo que me levantaba. Luego me dispuse a devolver a la
vaina a Rompespadas y la daga.
—¿Sigue queriendo competir con él?
—Por supuesto, milord. —No lo mencioné, pero cada noche la cuerda
del arco me hacía pasar por un auténtico infierno. Estaba convencido de que
ya iba siendo hora de que me compensara un poco por ello.
—Yo mismo actuaré de juez.
—Estupendo, señor.
—Haré lo posible por ser un juez justo, sir Able. Me va en ello el honor.
—Comprendo, milord.
—Puede retirarse. —Beel suspiró de nuevo. Cuando ya tenía un pie
fuera del pabellón, añadió en voz baja—: Aunque espero que sir Garvaon
venza.
51
ARQUERÍA
En el sueño que tuve aquella mañana, había cambiado: era muy joven,
mucho más que al salir de la cueva de Parka. Estaba sentado en un bote,
remando Griffin arriba. Valiente Berthold me observaba desde la orilla y
Setr nadaba a mi lado, expulsando chorros de agua y vapor como una
ballena. Río arriba, me esperaba mamá. En seguida perdí de vista a Valiente
Berthold. Vi el rostro de mamá entre las hojas de un sauce y en un espino,
preciosa, sonriente y coronada con flores de espino; sin embargo, el Griffin
seguía y seguía, y cuando perdí de vista el espino también la perdí de vista a
ella. De vez en cuando, vi de reojo un grifo de piedra de cuya boca surgía el
río. Intentaba alcanzarlo, pero en lugar de ello llegaba a la brecha de un
tubo de grueso cristal verde.
Y al salir por la brecha lo hice montado en un corcel gris, aferrada una
lanza de la cual ondeaba un pendón. El grifo de piedra se alzaba detrás de
mí, alto como una montaña y mucho más severo. Ajusté la lanza, emprendí
la carga y en seguida se me tragó.

Desperté pasado el mediodía. Bostecé y me desperecé, pensando en el


rostro de mamá entre las hojas del sauce y las flores de espino. No era más
que una muchacha, y aunque al pensarlo prácticamente seguía dormido, la
verdad es que sentía más tristeza que sueño.
Se fue muy joven, no era mucho mayor que Sha.
—Te has despertado justo a tiempo. Espero que hayas dormido bien. —
Mani se hallaba sentado al pie de mi hamaca, lavándose la cara con las
zarpas.
Volví a bostezar.
—Creía que estabas con Idnn.
—Tu perro se empeñó en salir de caza. Como ya había recibido
suficiente de la dama, me pidió hacer guardia.
Descolgué los pies por el borde de la hamaca.
—Me alegra ver que habláis.
—Ah, nos entendemos perfectamente —aseguró Moni—. Él me
considera detestable, y yo sostengo que el detestable es él. Sin duda, ambos
tenemos razón.
—Has estado hablando con Idnn.
Mani abrió un poco más los ojos, unos preciosos ojos verdes que
parecían emitir un fulgor.
—¿Cómo lo has descubierto?
—Ah, ¿se supone que era un secreto?
—Verás, ella no quería decírselo a nadie. Me hizo prometérselo.
Había encontrado la ropa, así que la dejé en la hamaca y miré alrededor
para asegurarme de que allí no había nadie más, aparte de Mani.
—Se lo dijo a su padre y él te habló de mí, ¿me equivoco?
—No. —Me até el calzón y extendí un par de calcetines nuevos—. Le
contó a su padre cosas que había averiguado por ti, y ha estado intentando
descubrir cómo las supo.
—Ah. —Mani se desperezó, dibujando con la cola una curva en forma
de ese—. ¿Se lo contaste?
—No.
—Posiblemente sea lo mejor. ¿Te importa si tiro un poco de la manta?
—Procura no rasgarla. —Aparté los calcetines.
—De acuerdo. —Mani tiró de la manta; tenía las garras negras, grandes
y afiladas.
—Lo que voy a decir igual te parece una tontería, pero no sé si estabas
dispuesto a hablar con nadie excepto conmigo.
—¿Por qué tu perro no lo hace? —Mani bostezó—. Él puede hablar con
cualquiera, lo que pasa es que no quiere. ¿Estás enfadado porque he
charlado con la dama? No me pediste que no lo hiciera.
—Yo... no.
—Le conté que eras mi propietario —explicó sonriente—. Y también te
dejé en buen lugar ante ella. Ya está bastante prendada de ti, de modo que se
lo tragó.
—Imagino que debería agradecértelo.
—No necesariamente. Estoy acostumbrado a la ingratitud, y hace
tiempo que me reconcilié con ella.
Me había abrochado el cinto. Antes de seguir hablando, me calcé las
botas.
—Intentaré hacer más patente la gratitud que siento, aunque es posible
que tarde un poco.
—Bueno, podrías dejar que siga hablando con Idnn. Si no lo haces,
tendré que evitarla, y eso me resultará incómodo.
Señalé con el dedo el negro hocico de Mani.
—Sabes de sobras que hablarías con ella aunque te pidiera lo contrario.
—Tendría que hacerlo, ¿no? Me refiero a si me arrinconara. Me diría:
«Sé de sobras que puedes hablar, Mani, y si no hablas conmigo tendré que
pedir a los arqueros de mi padre que te utilicen como diana». Entonces, yo
diría: «¡Oh, mi señora, por favor!», y no haríamos más que echar leña al
fuego.
—Vale. Puedes habla con ella cuando no haya nadie más cerca.
Exceptuándome a mí, claro, así que podrás hablar con ella cuando Gylf o yo
andemos cerca.
Mani se inclinó con aire burlón.
—Milord.
—No hagas eso. Me recuerda a Uri y Baki, y no me gusta cuando ellas
lo hacen.
—Sus deseos son órdenes para mí, Gran Amo.
Sabía que Mani intentaba sacarme de mis casillas, pero me costó no reír.
—Como premio por ser tan amable contigo, me gustaría que
respondieras a unas preguntas. ¿Lo harás?
—Cualquier cosa que me pidáis, mi Muy Divino Amo.
—Una vez me dijiste que no eras de Aelfrice. ¿Aún lo afirmas?
—Correcto.
—Entonces ¿eres de Skai?
—Me temo que no. —Mani empezó a limpiarse la zarpa derecha; la
lengua rosada y sorprendentemente limpia le asomó veloz por el rostro
repleto de cicatrices—. ¿No sería más sencillo preguntarme en qué mundo
nací?
—Pues date por preguntado. —Recogí la loriga y me la puse.
—Por curiosidad, ¿piensas llevar eso puesto cuando compitas con sir
Garvaon?
—Sí.
—Pero, ¡cómo se te ocu...! En fin, es igual. Volviendo al tema Mani.
Nací aquí mismo, en Mythgarthr, aunque he estado en Aelfrice un par de
veces. Lo siguiente que querrás saber es por qué puedo hablar. No lo sé.
Algunos podemos, aunque no somos muchos. También algunos perros
pueden hablar, aunque no toos vosotros podéis entendernos. Mi última ama
sabía cómo conferir un espíritu hablador, y me dio uno.
—Estás diciendo que también Gylf nació aquí.
Un soldado asomó la cabeza en la tienda.
—Todo listo, sir Able.
—En seguida voy.
—No me refiero a eso —continuó Mani cuando el soldado se hubo ido
—. Y no creo que sea verdad. Nunca le he visto lamerse las heces, por
ejemplo.
Ceñí Rompespadas a la cadera.
—Me contaron una vez que nadie podía viajar un mundo más allá de
aquel en donde había nacido.
Mani asintió.
—Uno oye por ahí montones de cosas.
—Desde entonces he descubierto que no es verdad. Fuiste el gato de
una bruja, de modo que ya deberías saberlo. ¿Me lo contarás? ¿La verdad?
—Si insistes... Primero debería decir que no tendrías que enfadarte con
la persona que te contó eso. Sólo intentaba impedir que te confundieras. —
Mani me dedicó una sonrisa afectada—. He aquí los hechos. Podrás
creerme o no, como quieras.
Encontré el arco y lo encordé.
—Adelante.
—En teoría, todos podemos viajar a cualquiera de los siete mundos —
empezó Mani—. No puedes descender más allá del primero, sin embargo, o
ascender más allá del último, porque ya no hay lugar arriba o abajo al que
ir.
—Entiendo.
—En la práctica, cuesta subir, pero resulta más sencillo bajar, como
escalar una montaña. ¿Te resulta difícil ir a Aelfrice?
—A mí lo que me cuesta es volver de Aelfrice.
—Exacto. Tampoco te costaría demasiado seguir descendiendo desde
Aelfrice, aunque es posible que jamás regresaras.
Recogí el carcaj y salí del pabellón.
Garvaon se me acercó para saludarme.
—Sólo falta usted —anunció—. Dispararemos cinco flechas por cabeza.
¿Le informó lord Beel de cuál era el premio?
Negué con la cabeza.
—Es un yelmo, un yelmo muy bonito con adornos de oro. No dorado,
sino oro.
—Eso es estupendo, porque he perdido el mío.
—Lo sé. Cuando nos enfrentamos a los hombretones. Asentí de nuevo.
—De modo que Su Señoría cree que va usted a ganar, y ha ofrecido el
yelmo para usted.
Tras cabalgar juntos, habíamos llegado al lugar donde se había reunido
la multitud para vernos disparar, además de los arqueros, los hombres de
armas, los sirvientes y los muleros. Más allá vi el trofeo en lo alto de un
palo, y también distinguí a Beel.
—De modo que propongo una apuesta aparte para nosotros dos —decía
Garvaon—. Un premio adicional. Si usted gana, me veré obligado a
satisfacer cualquier favor que pueda pedirme. Cuando gane, y le advierto
que así sucederá, usted me deberá un favor.
—De acuerdo.
Nos estrechamos las manos, sonrientes, y nos dirigimos caminando
hacia la multitud que se agolpaba en el lugar.
Un pendón bordado colgaba de la trompeta que sopló maese Crol,
vuelto al norte, al este, al sur y a poniente, aguantando la nota para que el
argénteo desafío de la beligerancia civilizada alcanzara hasta el último
rincón del valle montañoso y reverberara de roca en roca. Y cuando por fin
apartó la trompeta de los labios, anunció a voz en grito:
—¡Sir Garvaon de Finefield! ¡Sir Able del Gran Corazón!
Al oír esto, la cuerda del arco pareció captar el sonido y zumbó como
las cuerdas de un laúd cuando la orquesta toca sin él.
«Soy caballero», pensé. «Un auténtico caballero, por fin, y aquí no hay
nadie que afirme lo contrario.»
Entonces, me envaré un poco, miré al cielo y puse los hombros bien
rectos; por primera vez, reparé en el hecho de que le sacaba tres dedos de
altura a Garvaon, aunque el casco cónico de éste lo hiciera parecer más alto
que yo.
—Ahí está el objetivo, mis buenos caballeros —decía Beel, señalando
la diana al hablar. Era un escudo redondo con una protuberancia de hierro
en el centro. Colgaba de un árbol achaparrado en un extremo del valle, a
doscientos metros de distancia, al menos.
—Dispararán de forma alternativa, hasta que cada uno haya agotado las
cinco flechas. Sir Garvaon, sir Able, de nuevo sir Garvaon y así hasta que
las diez flechas hayan sido disparadas. ¿Entendido?
—Sí, milord —respondió sir Garvaon.
—Aquellas flechas que no alcancen el objetivo no contarán para nada.
Las que alcancen el objetivo, pero no se claven, valdrán un punto. Aquellas
que se claven, dos. —Beel hizo una pausa, que aprovechó para contemplar
a los presentes—. Y por último, las flechas que den en el centro de hierro, si
alguna lo logra sumarán tres puntos. ¿Ambos lo han entendido?
Respondimos que sí.
—Maese Papounce está preparado para acercarse al galope
Al mirar en derredor, alcancé a verlo algo apartado del gentío,
desmontado y con las riendas de un inquieto ruano.
—Si hay alguna duda respecto a si un disparo ha alcanzado ei objetivo,
el testimonio de maese Papounce la despejará.
La multitud prorrumpió en un murmullo de emoción.
—¡Sir Garvaon! De ambos, es usted el más veterano. Sitúese.
Así lo hizo. Tomó del carcaj una flecha con pluma gris de ganso y punta
de acero. La colocó en culatín, tiró de la cuerda y disparó en un único
movimiento fluido, la cuerda atrás, a la altura de la oreja, la flecha
desapareciendo como por arte de magia. La cuerda vibró.
Todos nosotros intentamos seguir el elevado arco que trazó la flecha
mientras el silbido agudo se fue adelgazando hasta el silencio. Cayó
finalmente sobre el objetivo marrón, como cae el halcón sobre la liebre.
Contuvimos el aliento. La primera flecha de Garvaon había dado en el
objetivo, a medio camino entre el extremo de acero y el borde. Y ahí se
quedó clavada.
—Sir Garvaon suma dos puntos —anunció Beel—. ¿Sir Able? ¿Listo
para disparar?
Al situarme en la línea, Idnn apareció con Mani en el hombro y me
tendió un pañuelo de seda verde.
—¿Querrá llevarlo por mí, sir Able?
Aquel gesto me sorprendió tanto que no pude decir una palabra. Acepté
el pañuelo y me lo anudé en la cabeza como había visto que solían hacer los
caballeros en Sheerwall con los pañuelos rojos, azules, rosas, amarillos y
blancos.
Alguien vitoreó a lady Idnn, volaron los gorros en el aire y, por espacio
de medio minuto o más, pensé en cómo iba a sentirme si no lograba al
menos igualar el tiro de Garvaon.
No dejaba de decirme a mí mismo que dependía de mí. Yo apuntaba la
flecha, no era algo que dependiera de la suerte.
Soplaba una leve brisa, suficiente para que el pañuelo de Idnn ondeara
al viento. Soplaba a mi espalda, aunque en un trayecto tan largo apenas
lograría desviar a la izquierda la trayectoria de la flecha.
Escogí una larga de madera de mandarino. La había hecho yo mismo, y
sabía que era tan recta como pudieron procurarlo mi mano y mi ojo. Al
verla, recordé al cisne cuyas plumas había aprovechado. ¡Qué orgulloso me
había hecho sentir aquella flecha! Y qué sabroso el cisne, después de que
Valiente Berthold y yo lo pusiéramos al fuego aquella noche.
Ya había colocado la flecha; fue como si la cuerda la hubiera estado
esperando.
«Olvídate de la gente, olvida a la muchacha del gato. No pienses más
que en el objetivo.»
Contuvieron el aliento mientras yo bajaba el arco y respiraba hondo
lentamente. Aquella flecha no podía llegar tan lejos. Cerré los ojos,
consciente de que en uno o dos segundos tendría que sonreír resignado,
encogerme de hombros y prepararme para el siguiente disparo.
Un leve ruido, como el que produce una piedrecilla arrojada al interior
de una jarra de estaño, nos llegó procedente de muy lejos.
52
EN BUSCA DE POUK
—¡Ha errado! —exclamó alguien.
—¡No!
—¡Diana!
Todo aquello era demasiado contradictorio. Abrí los ojos.
Con el entrecejo arrugado, Beel había levantado las manos para pedir
silencio a los presentes.
—Si la flecha de sir Able ha alcanzado el abismo del escudo, la flecha
habrá rebotado y tendrá la punta chata. También es posible que el refuerzo
de acero esté mellado. ¿Maese Papounce? ¿Podría investigar lo sucedido?
Papounce ya había montado. Cuando Beel inclinó la cabeza, se alejó al
galope.
—Si hubiera alcanzado el centro, hubiera rebotado y yo lo habría visto
—aseguró alguien cerca de mí.
—Tan sólo había un centenar de pasos de distancia cuando practiqué
con los arqueros —susurró Garvaon—. Su Señoría la desplazó más allá
para nosotros dos, pero no estaba dispuesto a arriesgarse a que Papounce
aguardara cerca. Claro que cubierto de armadura y a unos pasos de distancia
habría estado totalmente a salvo.
Yo no estaba tan seguro de ello, pero asentí por educación; observaba a
Papounce, que acababa de tirar de las riendas a la altura del escudo y se
disponía a desmontar. Se dirigió al escudo e inspeccionó la parte posterior,
el tronco del que colgaba.
—¿Vamos a ganar ese casco de acero, sir Able? —preguntó Crol, que
aún llevaba la trompeta.
Intenté contener la sonrisa.
—Lo dudo. A decir verdad, me contentaría con no convertirme en el
hazmerreír de todos.
—El rey tenía uno parecido que habían hecho para el rey Gilling —
explicó Crol—. Era mayor que mi jofaina. A su señoría le agradaba tanto
que encargó uno para él. —Crol señaló el yelmo que colgaba del extremo
del palo—. Ahí está. El del rey Gilling lo carga una de las muías.
—Le sentará bien —me dijo Garvaon—, pero antes tendrá que
vencerme.
Papounce había subido de nuevo al caballo y cabalgaba de vuelta al
campamento. Idnn me tiró de la manga y lo señaló.
—Sí —dije—. Pronto lo sabremos, mi señora.
Se puso de puntillas; me pareció que quería susurrarme algo, de modo
que me incliné un poco para que pudiera hablarme al oído.
—¡Ha sucedido algo! No marcha al galope, pues necesita tiempo para
pensar.
Abrí los ojos desmesuradamente y me volví a inclinar.
—Me lo ha dicho el gato, y tiene razón. ¿Trotando ante los ojos de mi
padre? ¡Aquí pasa algo!
Papounce desmontó y se llevó a Beel aparte. Conversaron al menos
durante dos minutos. Yo, que había estado intentando acercarme paso a
paso, llegué a escuchar la incrédula pregunta de Beel:
—¿Que ha partido la roca?
Entonces levantó las manos para pedir silencio.
—Sir Able suma tres puntos.
Hubo murmullos y preguntas formuladas a voz en grito. Todo fue
ignorado.
—A continuación tirará sir Garvaon. ¡Apartaos y hacedle paso!
No alcanzó el objetivo; la flecha se desvió a la derecha.
En aquella ocasión, Beel murmuró algo a Crol, quien anunció:
—¡Sir Garvaon suma un total de tres!
Había disparado en primer lugar la mejor de mis flechas. Escogí para la
ocasión una de las que me quedaban, convenciéndome de que no tenía por
qué alcanzar el corazón del escudo. Bastaría con que la punta de la flecha
tocara cualquier punto del mismo.
Solté la cuerda y de nuevo enviaron a Papounce a ver qué había pasado;
se produjo una nueva espera mientras galopaba hacia la diana y valoraba lo
sucedido. Desencordé el arco e hice un esfuerzo por relajarme, intentando
no cruzar la mirada con nadie que quisiera hablarme.
De nuevo obtuve tres puntos, lo que me subió la cuenta a un total de
seis.
Garvaon tiró de nuevo. La tercera flecha cayó cerca de la primera.
Empecé a tener la sensación de que estaba haciendo trampas, una
sensación que no me gustó. En lugar de apuntar al objetivo, dirigía la punta
de la flecha a la copa del árbol achaparrado de cuyo tronco habían colgado
el escudo. Disparé y observé el vuelo perfecto del proyectil, que atravesó
las ramas y se estrelló en la pared del risco que se alzaba tras él. Se produjo
una lluvia de piedrecillas que fue en aumento.
De pronto, la pared se derrumbó con un estruendo ensordecedor.

Gylf me encontró a una milla del campamento; me despertó a


lametones. Farfullé algo al incorporarme, pensando por un instante que
había visto a la anciana del sueño, a la anciana propietaria de la granja, a mi
espalda. Estaba muy oscuro.
—¿Por qué aquí? —preguntó Gylf.
—Porque está resguardado y confiaba en que aquí no haría tanto frío.
Con «aquí» me refería a una grieta en las rocas.
—Es duro —afirmó Gylf—. Rastreaba.
—No se duerme bien aquí, no. Estoy tieso. —Me castañeteaban los
dientes.
—Atrás hay fuegos. Comida.
—Claro, aunque tampoco habría comido gran cosa. Todos querían
hablar conmigo. Le dije a lord Beel que me reuniría más tarde con él en el
pabellón...
—¿Te lo dio?
—¿El yelmo? —Me levanté dispuesto a desperezarme y luego me
envolví en la capa, a la que añadí sobre los hombros una manta que me
había llevado del campamento—. No lo sé. Tampoco me importa, la verdad.
—Todos duermen. —Gylf agitó la cola y me miró esperanzado.
—Quieres que vuelva, ¿verdad? Te agradezco que te preocupes por mí.
Gylf asintió.
—Pero si sigo aquí...
—Yo también.
—Al menos me darás calor. Me hubiera gustado tenerte al lado antes.
Abrió la marcha para mostrarme el camino; lo seguí a mi paso, seguía
helado y cansado. Esperaba encontrar una de esas cuevas que los angrborn
llaman ratoneras, y estaba molesto conmigo mismo por no haberlo logrado.
Gylf me hubiera buscado una, y lo sabía. También Uri y Baki, si las hubiera
llamado y ellas hubieran acudido. Claro que entonces hubiera sido Gylf
quien la encontrara. O ellas. Y yo quería hacerlo por mis propios medios.
Aún no se había encumbrado la luna, y el campamento tenía un aspecto
fantasmagórico. El pabellón escarlata de Beel se recortaba negro, y los
pabellones de loneta de Crol y Garvaon destacaban pálidos como
fantasmas, mientras que los cuerpos tendidos de los sirvientes y los
mulateros que dormían parecían tumbas recién excavadas; a su alrededor,
un puñado de cedros eran como osterlingas dispuestos a devorar los
cadáveres.
Un asno rebuznó en la distancia.
—Voy a enviarte por Pouk —dije a Gylf No lo había decidido hasta ese
momento—. No ahora mismo, porque tienes que comer y descansar mucho
antes de partir. Por la mañana, quiero que vayas a buscarlo y te dejes ver,
para que sepa que ando cerca. Luego volverás aquí y me contarás dónde
está y si se encuentra bien.
Gylf volvió la mirada y lanzó un aullido quedo. Un centinela
somnoliento preguntó si era sir Able.
—¿Es usted, señor?

Cuando finalmente me tumbé en la hamaca del pabellón de Garvaon,


encontré el yelmo con adornos de oro. Después de ajustar las correas del
interior, comprobé que encajaba como si lo hubieran hecho para mí.
53
DÁDIVAS
A la mañana siguiente, durante el desayuno, comimos en relativa
intimidad puesto que Garvaon había ordenado a algunos de los arqueros y
los hombres de armas mantener lejos a todos los demás. Él, Gylf y yo
disfrutamos de la compañía de Mani, quien se me sentó en el regazo y
comió todo lo que le ofrecí, como si fuera un gato normal y corriente.
—Lady Idnn ha adoptado a ese gato —comentó Garvaon.
—Puede quedárselo si lo quiere.
Aunque Garvaon abrió los ojos desmesuradamente, acto seguido rompió
a reír.
—Menudo bromista. —Había clavado en la punta de la daga un trozo de
salchicha que se llevó a la boca. Luego se puso a masticar de tal modo que
parecía querer dar a entender que pensaba en algo—. ¿Podemos hablar de
hombre a hombre?
—Podemos —respondí—. Claro que sí.
—He dicho de hombre a hombre, pero no me refería exactamente a eso.
—Garvaon no se decidió a mirarme a los ojos—. Soy un buen caballero.
Puedo superar a cualquier hombre al que me enfrente. He ganado unos
cuantos torneos y tomado parte en siete batallas campales.
Hizo una pausa como si esperara que yo me decidiese a tacharlo de
mentiroso.
—Siete batallas campales, y he perdido la cuenta de cuántas
escaramuzas como la del desfiladero. No obstante, usted va más allá.
—Soy más joven que usted —dije—, y no tengo tanta experiencia. Lo
sé.
—Es un héroe —pronunció Garvaon en un tono muy cercano al susurro
—. Es del tipo de caballeros sobre los que versan las canciones y los
poemas, del tipo de caballeros que son llevados al castillo de Skai.
e quedé boquiabierto cuando le oí decir eso.
—¿Sabe de la existencia de ese castillo? Es donde vive Valpadre.
—Así es, pero no sabía que nadie más estuviera al corriente —respondí.
—Poca gente.
—Y ¿nos llevan allí? ¿A veces?
—Eso dicen —respondió Garvaon con un encogimiento de hombros.
—¿Alguna vez ha conocido a alguien que se llevaran?
—A quien se llevaran, querrá decir —corrigió Garvaon—. No, hasta
ahora no. Pero le conozco, y sé que a usted se lo llevarán.
Guardamos silencio después de aquello y me dediqué a ceder algún que
otro bocado a Gylf y Maní, más de lo que yo comí.
—Queda pendiente el asunto de la dádiva —dijo, al cabo, Garvaon—.
Debo darle lo que quiera. ¿Recuerda nuestra apuesta particular?
Negué con la cabeza.
—Yo no gané.
—Venga, sabe perfectamente que sí.
—Teníamos que disparar cinco flechas por cabeza. Sólo disparamos
tres.
—Y usted falló aposta la última.
Tenía razón, y no se me ocurrió nada que pudiera decir que no fuera una
mentira.
—No quiso ponerme en evidencia ante mis hombres. ¿De veras cree
que no me di cuenta?
Me llené la boca de comida para no tener que responder a eso.
—Puede que piense que le dejé el yelmo en la cama. Fue maese Crol.
Lord Beel se lo ordenó.
—Debería devolverlo. Sir Garvaon...
—Quédeselo. Lo necesitará.
Limpié la daga en la manga y la envainé.
—Me gustaría ofrecerle un trato. Usted quiere cumplir la promesa que
hizo, la apuesta.
Garvaon negó con la cabeza.
—No, no es que quiera. Es que debo. Estoy dispuesto a satisfacerla
cuando me lo pida.
—Quiere decir que su honor le obliga.
Garvaon asintió.
—También yo tengo honor.
—Lo sé. En ningún momento he afirmado lo contrario.
—En tal caso, cuidemos de nuestros respectivos sentidos del honor. Yo
le concedo algo, sea lo que sea. Y usted a cambio me concede algo también.
¿Qué le parece?
—Bien. Dígame.
Llené los pulmones de aire antes de hacer la siguiente propuesta.
—Quiero que me enseñe a manejar la espada. Soy plenamente
consciente de que cojeo en ese campo.
—¿Eso es todo?
—A mí me parece mucho. ¿Lo hará? Podríamos empezar esta misma
noche, en cuanto acampemos.
Gylf se levantó, me puso un instante la pata en el regazo y se alejó a
buen paso.
—Ahora se supone que también yo debo pedirle algo —dijo Garvaon—.
Sólo que ya no me resulta necesario. De todos modos, si le parece, se lo
diré.
—Claro. Me gustaría saberlo.
—Iba a preguntarle qué le hacía a lord Beel estar tan seguro de que iba
usted a ganar. Sin embargo, ahora ya lo sé. ¿Puedo reservarme, pues, mi
deseo?
—Por supuesto.
—Quiere verle antes de que partamos, por cierto. Casi olvido decírselo.

Beel e Idnn estaban comiendo cuando entré. Maní me saltó del hombro
para subirse al regazo de Idnn.
—¿Quería verme, milord? —pregunté tras inclinarme.
Beel saludó a su vez con una leve inclinación de cabeza.
—Ayer prometió hablar conmigo después.
—Lo intenté, milord.
—Abandonó el campamento.
—Para poder volver sin ser visto, milord. Esperé demasiado tiempo y a
mi vuelta ya se había ido a dormir. Consideré que lo mejor era no
molestarlo.
—De modo que volvió a nuestro pabellón —dijo Idnn.
—No a la mitad que ocupa mi señora. Jamás habría hecho tal cosa.
—¿Cómo? ¿Jamás? —preguntó con una sonrisa.
Beel nos interrumpió.
—Entiendo que se refiere a después del anochecer.
—Fue justo cuando asomó la luna, milord.
—No le oí, aunque la verdad es que anoche me costó mucho conciliar el
sueño —aseguró Idnn—. ¿Sabe qué hacía cuando salió la luna?
—Lo sabe —le dijo Beel—. Mírale la cara. Saliste en camisón,
¿verdad?
Resultó difícil hablar después de aquello; sin embargo, lo hice.
—Observaba la luna, milady. Consideré preferible no interrumpirla.
Mani sonrió desde el regazo de Idnn cuando ésta preguntó:
—¿Os dieron el alto los centinelas, sir Able? No los oi.
—No, mi señora.
—¿Os infiltrasteis, pues? —preguntó Beel.
—Sí, milord. Al menos pasé sin ser visto por los centinelas que
vigilaban el pabellón. Sabía que me retrasarían.
—No es posible.
—No es tan difícil siendo un solo hombre, milord.
—Con la armadura.
Intenté cambiar de tema.
—Sí, milord, pero sin yelmo porque aún no tenía. Ahora tengo uno,
gracias a su generosidad.
Beel comió un huevo cocido sin pronunciar una sola palabra más,
mientras Idnn me sonreía. Cuando el huevo hubo desaparecido, Beel dijo:
—Ese gato negro se te ha acomodado bien; creo que a mí me
convendría más el perro. ¿Dónde está?
—Lo he enviado a buscar a Pouk, milord.
—Refrésqueme la memoria, por favor. ¿Quién es Pouk?
—Mi sirviente, milord. Marchó al norte para esperarme en los pasos de
montaña.
—El sirviente que agredió a Svon.
—Sí, milord.
—¿Y obedecerá el perro? ¿Irá en busca de ese hombre que puede estar a
leguas de distancia, sólo porque se lo ha pedido?
—No lo sé, milord, pero creo que sí.
Idnn miraba a Mani.
—Su gato considera eso muy gracioso.
—Lo sé, milady. Probablemente espera que Gylf tenga problemas, pero
yo confío en que no sea así.
—¿Saldría hoy a montar conmigo, sir Able? Me encantaría disfrutar de
su compañía.
—Me siento muy honrado, milady, pero debo cabalgar al frente para
asegurarme de que los hombres de la montaña no nos tienden de nuevo una
emboscada.
—Se lo ruego, sir Able. Hágame ese favor.
Beel tosió aposta para interrumpirnos.
—Querría preguntarle por la arquería. Ayer...
—Entiendo, pero podría explicarle cómo pasé junto a los centinelas sin
ser visto con mayor facilidad que cómo pude errar tanto como lo hice en el
tercer tiro.
Idnn sonrió a Beel.
—Los magos nunca dan explicaciones, ¿recuerdas?
54
IDNN
El sol matinal había ahuyentado el último resquicio de frío nocturno
mucho antes de levantar el campamento. Las montañas en las que nos
habían emboscado dieron paso a un valle de considerables proporciones,
boscoso en su mayor parte, a través del cual fluían las aguas de un río. Más
allá se alzaba y alzaba la Ruta de Guerra hasta donde me alcanzaba la
mirada, trazando curvas sinuosas hasta desaparecer entre los picos de
aquellas cimas montañosas que se perdían entre las nubes.
—Ahí debe de estar Pouk —susurré al corcel blanco que me había dado
Beel—, y también encontraremos a Gylf. —Quise galopar, pero me vi
obligado a adoptar un rápido trote. «Mañana», pensé. Mañana alcanzaremos
el primero de los pasos; sin embargo, esta noche, casi con toda seguridad
acamparemos en el valle, donde disfrutamos de agua y terreno abierto.
¿Habría cruzado Gylf el río? Parecía lo más probable.
Los árboles, que desde lo alto me había parecido que formaban un
bosque denso, resultaron ser dispersas arboledas cuando los alcancé,
demasiado separados entre sí como para que nadie pudiera plantearse una
emboscada. Me detuve ante la primera arboleda y esperé a ver brillar el sol
en el yelmo de Garvaon, luego tiré de las riendas y seguí cabalgando hasta
cubrir fácilmente la distancia de un tiro con arco, momento en que me
detuve a escuchar.
Unas veinte pausas después no había oído nada más destacable que el
suspiro del viento y el rumor de las hojas, aparte de algún que otro trino; sin
embargo, lo siguiente que llegó a mis oídos fue el constante toque de retreta
de los cascos de un caballo. Pensé que alguien había picado espuelas para
acercarse a comunicarme algo, de modo que permanecí quieto. En lugar de
ir en aumento, el sonido perdió intensidad hasta desaparecer por completo.
Me planteé entonces la posibilidad de encordar el arco; sir embargo, me
encogí de hombros, destrabé a Rompespadas en la vaina y seguí
cabalgando.
El camino serpenteaba alrededor de una enorme piedra gris coronada
por árboles raquíticos, enmohecido cráneo de una colina que contaba con
algunos otros árboles arracimados a su alrededor. Más allá, la Ruta de
Guerra discurría por espacio de una legua; y allí, a media distancia,
aguardaba un jinete.
Fue una excusa para emprender el galope, y no la dejé escapar.
Idnn sonrió cuando tiré de las riendas, y Maní se me plantó de un salto
en la silla.
—No debería arriesgarse así, milady.
La sonrisa de Idnn se hizo más pronunciada.
—¿Y cómo me sugiere que lo haga?
Llené de aire los pulmones, planteándome la posibilidad de ofenderla
por su propio bien.
—Pues... pues... Es igual.
—No quiso cabalgar conmigo, de modo que decidí cabalgar con usted.
Asentí.
—Me fui rezagando hasta situarme entre las muías, que es donde
pertenezco, y entonces, cuando llegamos a los árboles me desvié a la
izquierda hasta que me perdieron de vista al pasar. Es un bosque precioso
para cabalgar. Sabía quién era en cuanto me vio, ¿verdad?
Volví a asentir.
—Lo digo porque no desenvainó esa... cosa, sino que se acercó hacia
mí. Ahora supongo que va a enviarme de vuelta.
—Voy a acompañarla de vuelta, milady. —Me costó decirlo, pero no
tanto como aquello que no había dicho.
—Porque no confía que obedezca sus órdenes. —Hubo algo
desgarrador en aquella sonrisa.
—Soy un muchacho de clase humilde, milady. Mi padre era
comerciante y mi abuelo fue granjero, lo que usted llamaría un campesino.
La gente no deja de recordármelo. Su abuelo fue rey. No tengo ningún
derecho a darle órdenes.
—Suponga que estuviéramos casados. Un marido tiene derecho a dar
órdenes a su mujer, sin importar quién fuera el abuelo de ésta.
—Nunca nos casaremos, milady.
—No he dicho que fuera a obedecerle. —Me tendió la mano; cuando la
ignoré, asió la correa del carcaj—. ¿De veras va a llevarme de vuelta?
—Debo hacerlo.
—Pero no quieres, ¿verdad? —intervino Mani—. Si siempre haces
cosas que no quieres hacer acabarás teniendo problemas.
Idnn rió, olvidado aquel rastro de melancolía que había impregnado la
anterior sonrisa.
—Me he estado preguntando si nos hablaría cuando estuviéramos a
solas.
—Tiene razón —le dije—. Hacer lo que no quieres hacer suele acarrear
problemas. Pero hay momentos en los que no hay más remedio que hacer
frente al problema.
Idnn asintió para mostrar que estaba de acuerdo.
—Por eso no volveré a separarme y a cabalgar al sur en lugar de hacerlo
al norte. Volver a Kingsdoom. —Como si pensara que era necesario dar
explicaciones, añadió—: Allí tenemos casa.
Intenté ganar distancia; sin embargo, mantuvo al sudoroso castrado a la
altura de mi corcel.
—Eso iba a decirme que debía hacer, ¿no? Volver a casa, a Kingsdoom.
Hace un minuto, antes de perder los nervios.
—Sería insensato aceptar mi consejo, milady, aunque sería peor aún
seguir el suyo.
—O podría ir a Torrethor y contar al rey alguna historia absurda. Usted
no me trató como a una dama durante unos instantes que desearía hubieran
sido más largos.
Tuve que reunir todo el coraje para decirle:
—Debo llevarla de vuelta junto a su padre, milady.
—¿Sir Able? —preguntó. La risa había desaparecido.
—¿Sí, milady?
—Permítame cabalgar una hora con usted y charlar mientras montamos,
y volveré con mi padre sin discutir.
—No puedo permitirlo, milady. Tendrá que volver con él ahora.
—Media hora.
Negué con la cabeza.
—Tengo un caballo rápido, sir Able. Suponga que cae y yo me lastimo.
Le aferré la muñeca con la que me tiraba del carcaj.
—¡Le diré a mi padre que me ha puesto las manos encima!
—Es cierto, milady. ¿Por qué no iba a decírselo?
—¿No le importo nada?
—Dejadme juzgar la situación —intervino Mani—. Ambos me
agradáis. Si me prometéis hacer lo que decida, no tendréis que reñir. ¿Acaso
no preferís eso?
Idnn asintió.
—Eres su gato, así que él tendrá ventaja. Pero acepto hacer lo que digas,
aunque tenga que volver con mi padre ahora mismo.
—¿Señor?
—No debería, pero acepto.
—Estupendo. —Mani se relamió el bigote—. Escuchad mi decisión.
Ambos tenéis que permanecer juntos, charlando, hasta llegar a ese árbol que
hay ahí al fondo, el que no tiene copa. Entonces, Idnn cabalgará de regreso
junto a su padre y no podrá acusarte de haberla tocado, ni de nada que
pueda perjudicarte. Tenéis que hacerlo, recordad que lo habéis prometido.
Me encogí de hombros.
—Me temo que el paseo nos llevará media mañana. Sin embargo, di mi
palabra y la mantendré.
—No más que un baile —aseguró Idnn—. Sin embargo, antes de llegar
allí nos atacarán los hombres de la montaña. Nos harán prisioneros, a los
tres, y pasaremos los próximos diez años arracimados en una mazmorra
congelada. Para cuando nos liberen, yo seré fea y nadie me querrá, aunque
Mani y yo lograremos que usted se case conmigo.
Resoplé.
—Cuando ambos seamos viejos, estemos encorvados, tengamos canas y
treinta y tres hijos, volveremos a cabalgar por este camino. Cuando
lleguemos a ese árbol, cabalgará hacia Skai o bajo la tierra y nunca más
volveremos a verlo.
—¡Miau! —exclamó Mani.
—Ah, sí, sólo quedaremos tú y yo.
—¿Era de eso de lo que quería hablarme? —pregunté a Idnn.
—No. En realidad, no. Estoy tan acostumbrada a idear historias como
ésa para distraerme que no puedo evitarlo. Habré ideado un millar, aunque
Mani y mi niñera son los únicos con quienes las he compartido. Y ahora,
usted. ¿Alguna vez ha visto a un angrborn, sir Able?
Aquella pregunta, por inesperada, me sorprendió con la guardia baja.
Observé con atención los claros que se extendían a ambos lados de la Ruta
de Guerra, consciente de pronto de que tenía que haberlo hecho antes y no
había sido así, al menos desde que vi a Idnn en la distancia.
—No lo digo porque haya visto a uno. Respóndame.
—Sí, milady. Durante poco tiempo, pero he visto a un angrborn.
—Los hombres de la montaña eran enormes. Eso dice Mani. ¿Tan
grandes como usted?
—Mucho más que yo, milady.
—¿Y los angrborn?
—Tanto como yo pueda parecerle a un bebé.
Idnn se estremeció. Después de aquella conversación, cabalgamos en
silencio.
—¿Recuerda lo que le conté cuando nos encontramos? —preguntó
finalmente—. Le dije que debía estar en retaguardia, con las muías. Usted
no replicó. ¿Pretendía insultarme, o es que no entendió a qué me refería?
—Creo haberlo comprendido, milady.
—Sin embargo, eso no le conmueve, ¿verdad? ¿Nada en absoluto?
Me sentí más desdichado de lo que me había sentido en toda la vida. No
dije nada.
—Nuestros pertrechos viajan en esas muías. Los alimentos que
comemos a diario, y los pabellones. Sin embargo, la mayor parte de las
muías transportan también los regalos destinados al rey Gilling de
Jotunlandia.
—Lo sé.
—Hay un yelmo enorme, uno como el que luce usted ahora. Un yelmo
del tamaño de una ponchera, adornado de oro.
—Seda y terciopelo, y joyas —apuntó Mani.
—Intentamos comprar la paz —continuó Idnn—. La paz del rey Gilling
y los angrborn. Hay guerra en el este mientras los osterlingas avanzan por el
sur, como si los nómadas no constituyeran ya un grave problema. ¿Estaba al
corriente de todo esto?
—Alguien mencionó los problemas que hay en el sur cuando estuve en
Sheerwall, milady. Sir Woddet, quizá. No presté mucha atención. Pensé que
no podía ser tan grave, puesto que el sur siempre me pareció un lugar
tranquilo el tiempo que pasé allí. Pensé que si las cosas estuvieran tan mal
en el este, nos enviarían allí a luchar.
—Si se despachara a los caballeros de Marder, toda la región norte
quedaría a merced del rey Gilling. —Y agregó con una nota de amargura en
la voz—: Probablemente se la cedamos si accede a mantener apartada a su
gente del resto de las tierras que pertenecen al rey.
—Si no accede a concedernos la paz, deberíamos adentrarnos en sus
tierras y combatir a su pueblo.
—Bien dicho. Aunque no creo que tengan gran cosa que robar ¿Tiene
alguna idea de cuánto come uno de esos gigantes de hielo?
—No, milady.
—Tampoco yo. Espero que no tenga que cocinar para el mío.
No supe qué responder a eso.
—Lo ha sabido todo este tiempo, ¿verdad?
Sacudí la cabeza.
—En realidad no, milady. Tan sólo desde que me enteré de que los
hombres de la montaña, esos hombretones a quienes los angrborn llaman
ratones, son los hijos concebidos por nuestras mujeres. Pero...
—Pero ni siquiera podía imaginar que tal cosa fuera posible, como
emparejar el corcel de un caballero con el pony de un niño
—En efecto, milady.
—Tampoco yo. No, puedo, pero es que tampoco puedo hablar de lo que
le hará a ella, ni de cómo se sentirá después.
Idnn envaró la espalda y sacudió la larga melena de cabello negro.
—Sucedió en Coldcliff cuando yo era pequeña, sir Able. Así fue como
sucedió. Coldcliff pertenece a mi tío, a quien fuimos a visitar. Yo entonces
tenía un pequeño pony, que mi padre me permitía montar. Cuando volvimos
a casa y llegó la hora, los mozos tuvieron que ayudarla a parir. Encontraron
dentro a una yegua a la que hubo que cuidar. No tuvieron más remedio, ya
que el pony murió. ¿Cree que me lo invento?
—No, milady.
—Desearía que fuera una invención, porque entonces sería fácil darle
un final feliz. Mi padre quería que montara la yegua, porque yo había
crecido para cuando el animal estuvo en condiciones. Sin embargo, fui
incapaz de hacer tal cosa, y al cabo de un tiempo la vendimos.
Idnn rompió a llorar y yo piqué espuelas para cabalgar al frente a cierta
distancia.
Cuando llegué al árbol, volví grupas para mirarla.
—Ahora debe volver con lord Beel, milady, pues eso fue lo que
acordamos.
Tiró de las riendas.
—Aún no he llegado al árbol, sir Able. Aún no. Cuando usted llegó, creí
ver en usted a mi salvador.
—Milady, la he escuchado y he descubierto más cosas de las que
desearía saber. Le ruego que atienda a razones, aunque sólo sea por unos
instantes.
—Debo obedecer a mi padre. Eso es lo que va a decirme. Mi padre es el
hijo pequeño de un hijo pequeño. ¿Tiene usted la menor idea de lo que
supone eso?
—Muy poca, milady.
—No hace mucho pertenecíamos a la realeza. —Su adorable voz se
había convertido en un susurro—. Algunos miembros de mi familia aún lo
recuerdan. Mi abuelo fue duque, lo mismo que mi tío ahora. Mi hermano
mayor heredará la baronía. Mi hermano pequeño será caballero. Caballero
como mucho, con un feudo pequeño a una semana a caballo de cualquier
lugar que tenga un mínimo de importancia y de un par de pueblos.
Soltó las riendas del castrado y se secó las lágrimas.
—Eso está matando a mi padre. Es como si se hubiera tragado a una
rata y le le estuviera devorando el corazón. Escúcheme, sir Able.
Asentí.
—Ha servido con lealtad al trono durante veinticinco años, consciente
todo este tiempo de que si las cosas hubieran sido distintas, sería él quien lo
ocupara. Pero el rey no ha sido desagradecido. ¡Ah, no! Nada más lejos.
¿Sabe cuál ha sido su recompensa?
—Dígame, milady.
—Pues yo. Su hija, la hija de un simple barón, me convertiré en reina, la
reina de Jotunlandia. Seré entregada al rey Gillang como un cáliz, un cáliz
de plata en el que depositar el esperma. De ese modo, cuando mi padre
regrese a Torrethor, podrá decir: «Su Majestad, mi hija.»
—Comprendo, milady. Pero no iba a hablar de su deber para con lord
Beel. Le pedí que atendiera a razones. El deber es como el honor. Es mayor
que él mismo. Dice que quiere que la rescate. Por rescatar imagino que se
supone que debería llevarla al País de las Piruletas, donde se verán
cumplidos todos sus deseos. Sé que no existe dicho lugar; aún en el caso de
que supiera de su existencia, no tendría la menor idea de cómo llegar a él.
Idnn se había puesto a llorar de nuevo, sollozaba como la cría que había
dejado atrás apenas hacía uno o dos años.
—A usted no le agradan los caballeros. A la mayoría de los caballeros
de Sheerwall no les agrado yo. Míreme. Tengo oxidada la armadura de
caminar por el bosque bajo la lluvia y dormir donde buenamente podía.
Wistan me ha estado enseñando a sacarle brillo. Mi escudero ha renegado
de mí. La mitad de la ropa que llevo me la han prestado sir Garvaon y sus
hombres. Su padre me dio este caballo. No tengo tierras ni dinero, y si fuera
a obtener uno de esos feudos que tan mala opinión le merecen, me sentiría
tan feliz como pueda estarlo su padre cuando la vea coronada reina.
Idnn lloró y lloró; al poco me acerqué a ella, así las riendas volví al
castrado y le di una fuerte palmada en la grupa.
Se alejó al trote. Idnn siguió llorando. Antes de que se alejara mucho,
Mani abandonó mi silla de un brinco y se perdió en la hierba alta que crecía
a lo largo de la Ruta de Guerra.
55
ESCUDO Y ESPADA
—¿Ve cómo empuño la espada? —preguntó Garvaon—. ¿Ve el pulgar
en la parte superior? Quiero que la empuñe igual que yo.
Lo que en realidad empuñaba Garvaon era una vara verde que había
talado, y la espada que yo empuñaba era otra vara.
—Con un hacha o una maza, lo que uno quiere es potencia. Así armado,
tu objetivo consiste en golpear con la mayor dureza posible, ya que de otro
modo no causarás el menor daño. Una buena espada hará mucho daño con
un simple corte, por tanto lo que se busca es la precisión. No intentarás
partir en dos el escudo del contrario. Una espada no sirve para eso.
Hizo una pausa para observar el modo en que empuñaba la vara.
—Desplace la mano un poco más hacia delante. Hay que protegerla tras
la cruz.
Desplacé la mano unos milímetros.
—Eso está mejor. A veces es necesario deshacerse del escudo y asirla
con ambas manos para golpear más fuerte.
—¿Como un hacha?
—No. No cortas, sino que te lanzas al tajo. —Garvaon dio un paso atrás
con expresión pensativa—. De pequeño tuve muchos problemas con eso.
Con lo de lanzarme al tajo en lugar de cortar, quiero decir. Solían molerme
a palos por no entenderlo, así que le explicaré cómo logré comprenderlo.
Cuando uno corta, quiere que la hoja del hacha permanezca. Piense en la
madera. Sin embargo, cuando lanzas un tajo, pretendes que la hoja se
deslice con la inercia del movimiento. La hoja de la espada alcanzará el
cuello del contrincante, por ejemplo, a un palmo de la punta. Entonces, el
resto de la hoja, desde ese lugar al extremo, se deslizará a lo largo del corte.
Después lo hará la punta. Toda la hoja se destrabará y podrás volver a
lanzar el tajo, de revés o a derechas.
Asentí a pesar de que no estaba muy convencido de haber entendido.
—Intentas empeñar el peso del brazo en el peso del arma pero si tensas
la muñeca lo más probable es que acabes por cortar. Ese árbol de ahí es el
contrincante. Quiero que se acerque a él y le dé un tajo.
Lo intenté.
—¡Más rápido!
—Quería que viera lo que estaba haciendo —me justifiqué.
—Lo veré. Escúcheme. —Garvaon me cogió de los hombros—. La
velocidad no es un factor primordial. No es lo más importante. Lo es todo.
Si no la tiene, no importará lo bien que pueda empuñar la espada, lo
valiente que sea o que sepa un par de docenas de trucos.
Asentí, intentando aparentar mayor seguridad de la que sentía.
—¿Ha visto alguna vez cómo pelea un toro? ¿Ha visto pelear a un par
de buenos toros?
Negué con la cabeza.
—Son rápidos. Se quedaría sin aliento si viera lo rápidos que son. Se
plantan uno frente a otro, dando zarpazos al suelo, probándolo para no
perder pie. En cuanto uno salta, se topan como el rayo. Fíjese que he dicho
buenos toros, ¿comprende? Si son buenos, son rápidos, porque si no son
rápidos no importa lo fuertes que puedan ser. Si uno es un poco lento, el
otro lo alcanzará con la guardia baja y todo habrá acabado. Vuelva a
hacerlo. Y rápido.
Lo hice, parando golpes imaginarios con el escudo que me había
prestado un hombre de armas, a la vez que arañaba el árbol con la vara
hasta que empecé a jadear y a sudar profusamente.
—Eso ha estado mucho mejor —reconoció Garvaon—. Ahora, veamos
cómo se las apaña conmigo.
Me arrojé sobre él, pero mi vara topó con el escudo una y otra vez,
mientras que Garvaon no paraba de darme golpes en las rodillas.
Cuando me dio en las orejas con ella, retrocedió un paso y dirigió al
suelo la punta de la vara.
—Es rápido, pero está cometiendo un par de errores graves. Cada tajo
que da forma parte de un acto individual.
Asentí.
—Se supone que no debe ser así. El siguiente tajo tiene que nacer del
anterior. —Me hizo una demostración en la que la vara hendió el aire con
fluidez—. Es fácil porque esta espada es muy liviana. Cuando entreno en
casa, uso una espada de prácticas que es más pesada que Hechicera de
batalla.
Asentí de nuevo, tras reflexionar en el hecho de que Rompespadas era
más pesada que cualquier otro acero que hubiera empuñado.
—Veamos cómo se las apaña ahora. Primero abajo, luego atrás.
Izquierda y derecha. Arriba y en diagonal. Apoye el peso con el brazo. No
está agitando una vara, sino cortando con el filo de la espada. Él viste la
loriga, por no mencionar el camisote de cuero que lleva debajo... No baje el
ritmo. ¡No baje el ritmo! Si se cansa, morirá. Así está mejor.
Los tajos se convirtieron en el oleaje del pálido mar de Aelfrice, el palo
verde que hacía las veces de espada se trasformó en Eterna, ondulándose
como una ola y rompiendo como una avalancha, sólo para regresar al mar y
besar de nuevo la orilla.
—¡Eso es! ¡Eso es! De acuerdo. Basta.
Lo dejé jadeando.
—Ha estado muy bien. Si puede hacerlo siempre así con una espada de
verdad, se habrá convertido en espadachín. —Garvaon hizo una pausa, y
por un instante la mirada dura adquirió un aire soñador—. Maese Tung
solía decir que un auténtico espadachín es el lirio que reverdece en el fuego.
Maese Tung me enseñó cuando yo no alcanzaba la altura de ese palo que
empuña usted. ¿Comprende a qué se refería?
—Puede que sí, al menos un poco —respondí al recordar el combate
contra los osterlingas.
—Hasta el último overcyno de Skai sabe que yo no. —Garvaon rió a
carcajadas—. Pero lo decía una y otra vez, así que para él debía tener algún
significado. El caso es que era un espadachín fabuloso.
—Y mejor hombre. Debió de serlo. De no haberlo sido, no hablaría de
él como lo hace.
—Usted no es un espadachín fabuloso —me dijo Garvaon—, pero
logrará serlo. Puede que si desentraña ese asunto del lirio que reverdece en
el fuego lo logre.
Me golpeó el escudo con la vara.
—Le dije que hacía dos cosas mal. ¿Lo recuerda? ¿Cuáles eran?
—Afirmó que... Afirmó que mi espada no era como el mar. No se
parecía lo suficiente, al menos. —Me esforcé por encontrar el otro
problema—.Y dijo que...—No lo dije. No le pregunto qué dije. Le pregunto
qué ha* cía usted mal. Ha dado en el clavo con la primera. Tiene que lograr
que la espada fluya. Veamos, ¿cuál era la otra?
—No lo sé.
—Piénselo. Piense en nuestro combate y en el modo en que combatió
conmigo.
Lo intenté.
—Voy a contarle un pequeño secreto mientras lo medita —dijo Garvaon
—. Si quiere ser bueno, tiene que pensar en sus combates cuando hayan
terminado. No importa que sean de prácticas o reales, o con qué armas haya
reñido. Tiene que recordarlo, examinarlo. Qué hizo él y qué hizo usted.
¿Cómo resultó?
—No dejó de golpearme las piernas —dije—, y luego me dio en la
cabeza. Yo no dejaba de atacarle el escudo. No quería e intenté no hacerlo,
pero así es cómo salió.
—Bien. Cuando se arrojó sobre mí, lo hizo por el costado con el que
empuño el arma. Así.
Garvaon me lo demostró.
—Eso fue porque pensaba en la espada, en la espada y en la espada,
cuando debió pensar en el escudo, la espada, en el escudo y espada. El
escudo es tan importante como la espada. No lo olvide nunca.
Hizo una pausa y se miró el escudo.
—A veces, me he enfrentado a hombres que nunca habían aprendido a
combatir de verdad, hombres a los que he calado desde el segundo aliento.
Caen rápido.
—Igual de rápido que yo, de haber empuñado usted un arma de verdad
—dije después de tragar saliva—. El primer corte en el muslo.
—Cierto. Ahora intentaremos algo distinto. Pase el escudo a la mano
derecha y empuñe la espada con la izquierda. Quiero que piense escudo,
espada, escudo y espada. ¿Entendido?
Así aprendí a luchar con la zurda. Parece una estupidez, lo sé, pero fue
una estupenda lección. Cuando tienes el escudo en la mano derecha y la
espada en la mano izquierda, usas el escudo tanto como la espada, y he ahí
el modo de ganar. Los principiantes siempre piensan en cómo van a pinchar
o a cortar. Los guerreros veteranos piensan en seguir de una pieza mientras
lo hacen. Es más, saben que pueden convertir al escudo en un arma, y la
espada en la salvaguarda.
Antes que nada viene la velocidad, lo cual no dejó de repetirme
Garvaon. Si no puedes hacerlo rápido, no puedes hacerlo. Un caballero
joven, y yo lo era, tiene potencial para ser más rápido que uno más mayor
como Garvaon. Eso lo sabia, y también él, a pesar de lo cual se las
ingeniaba para ser más rápido, porque había luchado y practicado tanto que
todo aquello era instintivo para él. No recibí muchas lecciones de él.
Cabalgué al frente hacia Jotunlandia antes de que pudiéramos avanzar
mucho más. Pero aprendí lo suficiente para que llegado el momento de ir a
Skai, algunos de los caballeros de allí, caballeros que eran famosos en
Mythgarthr, afirmaran que yo era mejor espadachín que la mayoría de los
recién llegados.
Garvaon era un hombre sencillo, y fue esa sencillez la que lo hacía
difícil de entender, aunque yo también soy sencillo. Practicaba con sus
hombres siempre que podía, y les enseñaba al límite de su capacidad, lo
cual era estupendo. Me contó una vez que siempre tenía miedo antes de la
batalla, pero que el miedo no lo acompañaba al combate. A veces, eso es lo
que empuja a los hombres a atacar demasiado pronto; pero si alguna vez el
miedo empujó a Garvaon a precipitarse, lo cierto es que no sabría decir
cuándo. Llegado el momento de luchar, ordenaba a sus hombres seguirlo y
se arrojaba al frente de ellos. Se enorgullecía de su aspecto y del aspecto de
sus hombres. Cumplía con su deber, tal como él lo entendía, consciente de
que la mayoría no podía decir lo mismo, razón por la cual se mostraba
displicente con ellos. Era de esos guerreros que siempre parecen pendientes
de que a ningún caballo le falte una herradura.
56
CENIZAS EN EL PASO
Hacía una hora que avistaba el paso mientras recorríamos con dificultad
la Ruta de Guerra. De pronto había aparecido alguien. No, dos personas. Se
hallaban de pie en el camino, recortadas en tonos carmesí contra el cielo
encapotado. Quise espolear al corcel, pero llevaba fatigado toda la mañana,
y fueran cuales fuesen las reservas que tuviera, podía necesitarlas al caer la
tarde.
Una de las figuras saludaba y señalaba, inclinada para contrarrestar el
vaivén de su cuerpo sensual; mientras señalaba, comprendí que no es que el
sol las iluminara recortándolas sobre la capa de nubes bajas, sino que, de
hecho, eran rojas.
Y mujeres.
—¡Uri! ¡Baki! ¿Sois vosotras?
Algo encorvado y tan sucio que parecía moldeado en el barro del
camino se alzó de una zanja para aferrarme del estribo.
—¿Amo? ¿Sir Able? ¿Amo?
Tiré de las riendas, sobresaltado.
—¡Amo! ¡Lo encontré!
Me quedé mirando boquiabierto aquel rostro sucio y famélico.
—Iba a llevarme con usted, amo. A darme un lugar. Me lo prometió.
—Lo siento —dije con toda la suavidad posible—. ¿Te conozco?
—Soy Uns, amo. Soy Uns. Luché contra Org por usted después de que
lo arrojara al campo de cebada.
—Es el hijo de la granjera —pensé en voz alta—. El hijo pequeño.
—Sí, señor. Org lo hubiera matado de no haber sido por mí. —Sus ojos
acuosos eran exactamente iguales a los de un animal lastimado.
—Él te hirió —dije—. Pensé que habías huido. Uns asintió.
—Mamá me lo dijo. Dijo que iba a llevarme con usted y que creyó que
yo había huido. Así que fui a buscarlo. No puedo ponerme derecho, pero
puedo caminar bastante deprisa. —El orgullo asomó a la expresión desolada
de Uns—. Me hablaron de usted en un castillo por el que pasó. No sabía
cuánto tardaría, ni lo difícil que sería el camino, pero lo emprendí. Sabía
que lo encontraría, amo. Y que todo saldría bien.
Desde el costado opuesto del corcel, Uri extendió la mano para tocarme
el muslo.
—Cuando mi señor haya terminado de hablar con ese mendigo, Baki y
yo tenemos algo importante que mostrarle.
Me volví hacia ella.
—¿Corre prisa?
—Eso creemos.
—Voy a subir allí, Uns. —Señalé el lugar—. Reúnete conmigo. O si a tu
llegada me he ido, sígueme tal como has estado haciendo. Te procuraré un
caballo en cuanto pueda permitírmelo.
—¿Puedo sentarme en la grupa, mi señor? —preguntó Uri—. He venido
corriendo.
Medité en cómo me sentiría.
—No, no puedes. —Desmonté—. Pero puedes ocupar la silla. Yo lo
conduciré de las riendas.
—¡No puedo cabalgar mientras usted camina! —exclamó indignada.
—Entonces, caminarás con Uns y conmigo.
—Treparé por la roca —decidió—. Allí hay sombra. —Por unos
instantes la vimos saltar como una cabra de saliente en saliente, o pasar de
asidero en asidero como una sombra, esquivando el sol que rompía el cerco
de nubes; en seguida, dio la impresión de que se había esfumado en el
viento.
—Es una elfo, señor —afirmó Uns—. Las vi a ella y a su hermana
aparecer un par de veces en el camino, pero no les dije nada.
—No me hubiera perjudicado. De todos modos, me alegro de que no te
hicieran daño.
Uns lanzó un resoplido alegre.
—Oh, hicieron lo que pudieron, amo, pero no fue gran cosa.
—Me alegra ver que puedes reírte de ello, Uns. No creo que haya
mucha gente capaz de hacer tal cosa.
Sonrió; tenía los dientes amarillos, torcidos.
—Lo encontré, amo, ¿o no? De modo que todo está en su sitio. ¿Qué me
importan a mí los elfos?
—Si vas a acompañarnos, no creo que puedas afirmar tan tranquilo que
todo está en su lugar —advertí lentamente—. Nos dirigimos a Jotunlandia.
De pronto, Uns me pareció asustado.

Aquella noche, acampamos en un valle situado al otro lado del camino,


en un lugar prácticamente llano, donde un paso tortuoso serpenteaba hasta
la garganta y el espumeante arroyo que discurría por ella. Me acerqué al
pabellón de Beel y lo encontré charlando con Garvaon en presencia de Idnn.
—Siéntese —dijo Beel cuando el sirviente colocó un taburete plegable
—. Sir Garvaon y yo hemos estado hablando de los peligros a los que nos
enfrentamos de ahora en adelante. Me disponía a enviar a un centinela para
que lo avisara, cuando me anunciaron que se hallaba usted aquí. Es nuestro
mejor arquero, y eso puede significar mucho.
—Pero soy un pésimo espadachín —repuse con una sonrisa esquinada.
Estaba cansado, tanto que agradecí mucho el detalle del taburete, aunque
hubiera matado porque tuviera respaldo.
Garvaon negó con la cabeza.
—No le crea, Señoría. Es mejor con la espada que la mayoría, y mejora
cada día que pasa. ¿Qué me dice si practicamos un poco en cuanto
salgamos de aquí, sir Able?
—Haré lo que pueda.
—Debería avergonzarle, sir Garvaon. Mírelo. Está que se cae, igual que
un lirio.
—Necesita el fuego que lo despierte. Entonces se me arrojará encima
como un león.
Me aclaré la garganta antes de intervenir.
—Admito que estoy cansado. Hoy he tenido malas noticias.
Beel preguntó de qué se trataba.
—Le dije que lo abandonaría cuando alcanzáramos el paso donde me
aguardaba mi sirviente. Señoría. Estoy seguro de que lo recordará.
—Yo sí —afirmó Idnn.
—A pesar de ello, hemos pasado de largo ese punto, y heme aquí. Creo
que debería decirle que envié a Gylf a buscar a Pouk y contarle que estaba
en camino.
—¿Gylf es su perro? —preguntó Beel.
—Sí, milord.
—¿Puedo tomarle el gato prestado, sir Able? Lo echo de menos.
Extendí las palmas de las manos.
—Me encantaría cedérselo si estuviera conmigo, milady. Dice echarlo
de menos, pero tampoco ha vuelto a mi lado.
—¿Y el perro? —preguntó Beel.
—Se me ha adelantado, milord. Gylf no ha vuelto.
—Será mejor que se explique —dijo Garvaon.
—Intentaré ser breve. Mi hombre, Pouk, parece haber tomado el paso
de ahí atrás como un lugar adecuado para que me apostara, tal como me
había propuesto hacer. Acampó ahí durante días, según parece.
Encontramos los restos de dos fuegos, e incluso el punto donde pacieron los
caballos.
—¿«Encontramos»? —preguntó Garvaon, enarcando una ceja.
Era consciente de que no era momento de mencionar a Uri y Baki.
—Mi sirviente Uns y yo. Uns es el mendigo contrahecho al que
interrogó uno de los hombres de armas. Separado de mí, se ha visto
obligado a mendigar.
Esperé a que alguien hablara, pero nadie lo hizo.
—Ahora soy yo quien se ve obligado a mendigar por él, milord. No
tiene caballo, y es por eso por lo que me he acercado a verle. ¿Podría
dejarme uno? O una muía. Cualquier cosa.
—Encontró el campamento de su sirviente —dijo Beel—. Continúe a
partir de ese momento, por favor.
—Encontré el campamento, sí, pero no había nadie allí. Ni mi sirviente,
ni la mujer que me han dicho que lo acompaña. Tampoco Gylf. Ni Maní,
para el caso.
—¿Se dirigieron al norte? —preguntó Beel.
—Sí, milord. Deben haberse dirigido al norte. Sólo existe este camino,
esta Ruta de Guerra. Si se hubieran dirigido al sur, nos los habríamos
cruzado en el camino. Fueron al norte.
—¿A Jotunlandia? —preguntó Garvaon, incrédulo.
—También nosotros estamos ahí —señaló Beel tras encogerse de
hombros—. Entramos tan pronto dejamos atrás el paso y emprendimos el
descenso. Sin duda, corremos más peligro ahora del que corrimos ayer,
aunque no puedo asegurar que se note mucho.
—¿Cree que su sirviente, y esa mujer de quien afirma no saber nada se
habrán dirigido al norte por su cuenta? —preguntó Idnn.
—Pouk no querría hacer tal cosa. No sé qué habrá podido decidir ella,
ni sabría decir qué le habrá inducido u obligado a hacer.
—¿Quién sabe qué tiene una mujer en la cabeza? —reflexionó Garvaon
en voz alta.
—¡Vaya! —protestó Idnn tras lanzarle una mirada airada—. Pues
algunas mujeres lo saben. Al menos, a veces.
—No creo que sea momento de discutir —masculló Beel.
—No discuto, padre. Le estoy explicando algo a sir Garvaon que
debería haber aprendido por su cuenta. Sin embargo, preferiría que sir Able
me aclarara algunas cosas. ¿Puedo preguntar, sir Able?
Suspiré mientras rebullía en el taburete.
—Claro que sí, milady —respondí.
—En tal caso, me gustaría hacerle una pregunta obvia. Ese sirviente,
¿Pouk? ¿Se defendería si los gigantes de hielo intentaran capturarlo junto a
los caballos?
—Lo dudo mucho, milady.
—Y ¿qué me dice de la mujer que lo acompaña? ¿Se defendería ella?
—Me contaron que llevaba una espada —respondí con una sonrisa—.
De modo que cabe la posibilidad de que lo haga. Quizá sea usted quien
deba aventurar si lo haría o no.
—Hay mujeres que plantan cara —aseguró Garvaon, muy serio.
—Había sangre —continuó Idnn—. Encontró las cenizas, ¿no vio la
sangre? Sir Garvaon sí; fue él quien me las mostró.
Beel lanzó un suspiro.
—Le he dicho cien veces a mi hija que no acompañe a la vanguardia.
Por lo visto, debería haber ordenado a la vanguardia que no cabalgara con
mi hija.
—Mi señora se acercó al galope mientras inspeccionaba el campamento
—explicó Garvaon—. Había desmontado y sin duda vio que había
encontrado algo. Obviamente, sintió curiosidad.
La sonrisa de Idnn parecía preguntar: «¿Veis cómo me defiende sir
Garvaon?»
Beel no me quitaba ojo.
—Vi la sangre, por supuesto. Y las cenizas y demás. Encontré huellas
en las cenizas, a un lado del fuego más reciente, semioculto a la sombra de
una piedra. ¿Lo vio?
Negué con la cabeza, demasiado desalentado para hablar.
—La marca correspondiente a la pezuña de un lobo o perro enorme.
Respecto a la sangre, su sirviente debió oponer resistencia. Es posible que
lo haya juzgado mal. O puede que fuera la mujer, tal como sugiere Idnn. O
ambos.
—Supongo —dije.
—También es posible, desgraciadamente, que uno o ambos hayan
resultado heridos, aunque no parecieron resistirse mucho. O que la mujer
golpeara a su sirviente, o que él la golpeara a ella. No hay modo de saberlo.
—Milord...
—¿Sí? ¿Qué quiere?
—No he venido para esto. Vine con la esperanza de conseguir un
caballo para Uns. Pero como usted sabe algo de magia, ¿le sería posible
descubrir qué les sucedió?
Por un instante no se oyó una mosca en el pabellón de paredes de seda,
a excepción de la exclamación que ahogó Idnn.
—Quizá debí pensar en ello, aunque lo más probable es que no nos
sirva de nada —confesó finalmente Beel—. Permítame serle franco, sir
Able. Suelo fracasar más de lo que acierto.
—Pero, milord, si lo logra...
—Tiene razón, podríamos descubrir algo de interés. —Y cuando su hija
se inclinó sobre él con una sonrisa, añadió—: Buscas la emoción.
Charlatanes haciéndose pasar por magos, como si fuera un espectáculo,
Idnn, gente que finge engullir sapos y espadas. Pero la magia, la magia de
verdad, no es una fiesta. ¿Sabes cómo se crearon los elfos?
—No, padre. Pero me encantaría saberlo, aunque no existan.
—Pero existen. ¿Qué me dice usted, sir Garvaon? ¿Sir Able? ¿Alguno
de usted lo sabe?
Garvaon respondió que no, al contrario que yo.
—Pues cuéntenoslo.
—En Aelfrice hay alguien llamado Kulili, milord. Puede que sea mejor
decir que Kulili está en el mundo que nosotros llamamos Aelfrice, porque
en realidad este mundo no pertenece a los elfos, sino a Kulili. —Hice una
pausa antes de continuar—. Tan sólo me limito a repetir lo que me han
contado, aunque creo que es cierto.
—Continúe.
—De acuerdo. En aquella época, en Aelfrice había espíritus separados
del cuerpo, seres parecidos a los fantasmas, aunque nunca hubieran llegado
a considerarse seres vivos. Kulili hizo cuerpos mágicos de barro, hojas,
musgo, ceniza y demás, y puso los espíritus separados en su interior. Si
empleaba para ello el fuego, se convertían en elfos del fuego, también
conocidos como salamandras. En cambio, si recurría al agua marina, se
convertían en elfos del mar, kelpies.
—Correcto. —Primero Beel dejó de mirarme para volverse hacia
Garvaon, y luego recaló en Idnn—. No somos como los elfos. Nos
parecemos más a Kulili, pues hemos sido creados tal como Kulili lo fue, por
el Padre de los padres de los overcynos, el Dios del mundo superior. Tanto
aquí como allí creó a los espíritus elementales. Tal como dice sir Able, se
parecen a fantasmas. Son criaturas muy antiguas que han acumulado la
sabiduría de los siglos.
Garvaon tosió; parecía incómodo.
—Esperan que algún día hagamos por ellas lo que Kulili hizo por los
elfos. O, al menos, eso es lo que parece. Entonces podrían arrebatarnos
Mythgarthr igual que los elfos arrebataron Aelfrice a Kulili. No lo sé. En
nuestra propia era, lo que llamamos magia consiste en establecer contacto
con ellos y convencerlos de que ayuden al mago, ya sea por piedad (razón
por la cual nos ayudan en ocasiones los overcynos), a cambio de una
recompensa o, simplemente, con el objeto de granjearse nuestra confianza.
—Podría ser peligroso —advirtió Garvaon—. Eso he oído, mi señor.
—Podría serlo, sí, pero voy a intentarlo esta misma noche, siempre y
cuando cuente con la ayuda de sir Able. ¿Lo hará, sir Able?
—Por supuesto, mi señor.
—Podríamos encontrar a ese perro, al sirviente e incluso a la misteriosa
espadachina. Si lo logramos, quizá descubramos cosas que nos sitúen en
buena posición en Jotunlandia. Sin embargo, resulta más probable que no
descubramos absolutamente nada. Quiero que lo entienda.
—Lo entiendo, mi señor.
—Sir Garvaon me ayudará, o no, como prefiera.
—Yo te ayudaré, padre —se ofreció Idnn—. Puedes contar conmigo.
—Me lo temía.
—Estaré a su lado, mi señor —aseguró Garvaon—.Ya sabe que siempre
puede contar conmigo.
—Lo sé. —Beel se volvió hacia mí—. Hablaré con maese Egr respecto
al caballo que necesita el mendigo. Reúnase aquí conmigo cuando la luna
esté en lo alto. Hasta entonces, puede retirarse.
Garvaon también se levantó.
—Descanse un poco. Quizá después podamos practicar un poco antes
de que oscurezca demasiado.
57
EL FAVOR DE GARVAON
Afuera también habían levantado el resto de los pabellones. Ardían los
fuegos encendidos para cocinar, aunque una docena de hombres seguían
alimentándolos con leña. Procedente de las montañas llegaba el eco de los
hachazos. Los muleros conducían hileras de muías y asnos agotados por el
borde de la garganta, por el traicionero sendero que conducía al arroyo.
En el pabellón de Garvaon encontramos a tres hombres de armas que
colgaban las hamacas. La mía ya estaba colgada, cubierta por la manta que
me había procurado Garvaon. Encontré a Mani sentado en ella.
—Vaya, vaya —dije—. ¿Dónde has estado?
Mani lanzó una significativa mirada a los hombres de armas.
—Como quieras, gato canalla. —Me senté dispuesto a quitarme las
botas—. No tienes que hablar conmigo, si no quieres, pero deja que me
tumbe.
Mani obedeció; de hecho, se situó a mi lado, de tal modo que pudo
colocar la cabeza en mi oreja. Después, dormité unos minutos.
—Tengo noticias —dijo Mani al despertarme—. Las jóvenes elfos
encontraron a tu perro. Uno de los gigantes lo había encadenado.
—¿No pudieron liberarlo? —pregunté en un susurro tras lanzar un
bostezo.
—Están en ello. Yo no lo haría, pero deben de pensar que tú quieres que
lo hagan. En fin, el caso es que eso es lo que una de ellas me contó, y me
hizo prometer que te lo transmitiría. Quería volver para intentar liberar al
perro, o lo que sea en que haya podido convertirse el muy animal.
—¿Quién de ellas fue? —pregunté con tal de ganar tiempo para pensar.
—La fea —susurró Mani.
Volví la cabeza para mirarlo con los ojos muy abiertos.
—Ambas son bastante guapas.
—Al menos, tienes pelo.
—Te refieres a que voy vestido. Ellas también podrían vestirse, si
quisieran. Pero hace calor en Aelfrice, de modo que la mayoría de los elfos
no lleva ropa. La ropa es para... —Busqué la palabra adecuada—: La ropa
es para la pompa. Para los reyes y reinas.
—Cualquier gato es majestuoso —aseguró Mani en un tono que no daba
pie a discusiones—.Yo soy majestuoso, por ejemplo.
El último de los hombres de armas abandonaba el pabellón mientras
Mani pronunciaba estas palabras, y reparé en que mantenía dos dedos
apuntados al suelo.
—Pues os han oído, muy graciosa y felina majestad —reproché a Mani.
—No te burles de mí. No lo toleraré. —Mani se incorporó y elevó el
tono de voz.
—Discúlpame. No ha sido muy cortés por mi parte y lo siento.
—En tal caso, el incidente queda olvidado. Y no te preocupes por esos
tipos, pues nadie cree una palabra de lo que dicen. Respecto a esas
muchachas elfos, admito que el color fuego es atractivo y que tienen pelo
aquí y allá. Cuando te dije que había sido la más fea, me refería a la que se
parece menos a un gato.
—Supongo que será Baki.
—No te lo discutiré. —Mani procedió a limpiarse a lametones las partes
pudendas.
—Mani, acabo de tener una idea.
—¿De verdad, sir Able? —Levantó la mirada, divertido—. ¿Tú?
—Puede que no, pero se me ha ocurrido algo. Debes de haber visto
lanzar un sinfín de hechizos y adivinar un montón de porvenires y demás.
—He visto lo mío —admitió Mani.
—De modo que probablemente sepas algo de magia. Esta noche, lord
Beel intentará encontrar a Pouk por medio de la magia.
Mani ronroneó.
—Ahí estaré, y también lady Idnn. Dudo de que alguien se oponga si
me acompañas. ¿Vendrás conmigo?
Se lamió la zarpa negra, la inspeccionó y volvió a lamerla.
—Lo pensaré.
—Estupendo. Es cuanto te pido. Que permanezcas atento a lo que
suceda y, si se te ocurre algo, me lo digas.
—No conozco a Pouk —objetó Maní con aire pensativo—. ¿Le gustan
los gatos?
—Pues claro. Había un gato a bordo del Mercader del Oeste al que
Pouk apreciaba mucho.
—¿De veras?
—De verdad. No te mentiría en algo así.
—En ese caso, dime: ¿Cómo se llamaba el gato?
—No lo sé, pero Pouk...
Callé en cuanto Garvaon entró en el pabellón.
—¿Preparado para la siguiente lección, sir Able?
—Preparado. —Dicho lo cual, me incorporé.
—Está a punto de anochecer. —Garvaon se sentó en su propia hamaca
—. Pero, me gustaría hablar de la estocada. De todos modos, no tenemos
mucho tiempo. Puede verse la luna sobre las montañas.
—¿Estocada?
—Sí, clavar la espada. Atacar con la punta. —Garvaon se apoyó en los
gestos—. Tengo la sensación de que pronto podríamos volver a entablar
combate. Puede que me equivoque, pero tengo esa sensación.
—Yo también.
—La estocada es una de las mejores formas de derribar a alguien en
combate. A la gente no le suele gustar hablar de ello.
Esperé a que continuara.
—Ni siquiera a mí me gusta, porque muchos de nosotros lo
consideramos sucio. Pero cuando se trata de tú o él...
—Comprendo.
—No es legal en torneos, ni siquiera en la refriega. Ahí es donde surge
el asunto de la injusticia. Pero no es legal porque es peligroso. Incluso si
doblas la punta de la espada, puedes hacerle daño a alguien lanzándote a la
estocada.
—¿Puedo mostrarle mi maza? —pregunté al levantarme.
—¿Esa cosa que se parece a una espada? Claro.
Desenvainé a Rompespadas y se la tendí a Garvaon.
—La punta remata en cuadro, ¿lo ve?
—Sí, y sé qué va a decirme.
—En una ocasión, le di con la punta a un caballero en el rostro.
—¿Y qué pasó?
Tuve que pensarlo.
—Era tan alto como yo, creo recordar. Pero cayó y no tuve que
preocuparme más por él. Tras el golpe, no se apartó las manos de la cara.
Garvaon sonrió y asintió.
—Le dio usted una lección mejor de la que yo podría darle.
Probablemente le partiría algunos dientes, y quizá le rompió el pómulo. No
obstante, de haber empuñado una espada de verdad con la punta afilada, lo
hubiera matado. Y es mejor eso.
Desenvainó su propia espada.
—Es de lo mejorcito, de cara a la estocada. La hoja un poco ahusada,
con una buena punta afilada. Es preferible una punta fina de cara a la
precisión, a pesar de que es necesario que la hoja tenga cierto peso para que
penetre bien. La estocada es el mejor modo de atravesar la malla. ¿Lo
sabía?
Sacudí la cabeza.
—Pues lo es, y también es la mejor manera de infligir una herida
profunda, lleve malla o no. Los angrborn no suelen llevarla.
—Tampoco sabía eso.
—Me parece que creen no necesitarla con nosotros. ¿Alguna vez se ha
enfrentado a uno?
—No; vi uno en una ocasión, pero no luché con él. La verdad es que
estaba muerto de miedo.
—También estará muerto de miedo la próxima vez. Nos pasa a todos.
Ves a uno y crees que necesitarás todo un ejército para tumbarlo.
—¿Y usted? ¿Se ha enfrentado a un angrborn?
—A uno. Una vez.
—¿Lo mató?
Garvaon asintió de nuevo.
—Me acompañaban un par de arqueros, y uno de ellos le atravesó la
barbilla con una flecha. Levantó ambos brazos, igual que el suyo lo hizo
cuando le arreó en la cara. Cerré la distancia y le hice un corte por encima
de la rodilla. —Garvaon señaló el lugar con el dedo—. Justo aquí. Cayó, y
entonces la emprendí a estocadas con su cuello. Llevamos de vuelta la
cabeza para mostrársela a lord Beel. Repartimos el peso entre dos caballos.
—Garvaon sonrió al recordarlo—. Era grande como un tonel.
—En ese caso, son tan grandes como dicen por ahí. Recuerdo que el que
vi parecía tener un tamaño increíble.
—Depende de quien se trate, como siempre. Pero suelen serlo, sí. Es
impresionante verlos. Tampoco son como nosotros. Tienen las piernas más
gruesas de lo que deberían. De hecho, tienen más grueso todo el cuerpo y la
cabeza debería ser más pequeña. Cuando se la cortas, tal como hice yo, es
tan grande que espanta.
Por enésima vez intenté imaginarme a una partida de incursores
angrborn. No a uno solo, sino a una veintena o a un centenar que marcharan
por la Ruta de Guerra.
—Ahora comprendo por qué ese camino es tan amplio.
—El caso es que son lentos. No me refiero a que caminen con lentitud.
Llegan a cualquier lugar mucho más deprisa que cualquiera de nosotros
porque dan grandes zancadas. Pero son lentos a la hora de girar y hacer
cosas así. Si uno no lo es, entonces quizá tenga una oportunidad.
—La velocidad lo es todo —recordé.
—Así es. Nos enfrentamos. Me refiero a cuando lo hicimos con esas
espadas para practicar. Es fuerte, es uno de los hombres más fuertes a los
que haya podido enfrentarme jamás. Pero no es más fuerte que ellos, de
modo que tendrá usted que ser más rápido. Y no crea que va a resultarle
fácil.
—No se me había ocurrido pensarlo —dije—. Conocí a un hombre que
luchó contra ellos.
—¿Venció?
Negué con la cabeza.
—Quiero hacerle más preguntas acerca de la estocada. Pero antes, ¿qué
le parece lo que se ha propuesto hacer esta noche lord Beel?
—¿Mi opinión sincera? ¿Entre nosotros?
—Entre los tres. —Y sonreí mientras acariciaba la cabeza de Maní.
—De acuerdo. No creo que suceda nada y probablemente no
descubriremos mucho más.
—Pensé que estaba preocupado por ello; me refiero a cuando fuimos al
pabellón —dije.
—Así fue. —Garvaon titubeó y miró en derredor—. Lo he acompañado
en otra ocasión en que intentó hacer algo parecido. Por lo general no sucede
nada, pero a sí veces suceden cosas. No me gusta todo aquello que no
puedo comprender.
—¿Puedo preguntarle qué pasó?
Garvaon negó con la cabeza, la expresión tensa.
—De acuerdo. Esta noche lo veré en persona. ¿Qué le parece si vamos a
echar un vistazo a la luna?
—Aún no. Quiero hablar con usted un poco más; igualmente, aún no
habrá transcurrido el tiempo necesario. No hemos pasado mucho tiempo
juntos, pero he hecho lo posible por enseñarle, tal como dije que haría.
¿Está de acuerdo?
—Por supuesto.
—También nos enfrentamos juntos a los hombres de las montañas.
—Sí, así fue —admití.
—De modo que somos amigos, y usted me debe un favor.
Mani, que nos había estado ignorando desde que quedó claro que no
seguiríamos hablando de magia, observó a Garvaon con interés.
—¿Lo admite, sir Able?
—Claro. Nunca lo he negado.
—Me he reservado el favor, y no iba a pedírselo porque usted ganó.
Ambos lo sabemos.
—Le debo un favor —insistí—. Sólo tiene que decirme qué es lo que
quiere.
Por unos segundos, Garvaon permaneció sentado, observándome.
—Soy viudo. ¿Lo sabía?
Negué con la cabeza.
—Pues así es. Este otoño hará dos años. Mi hijo también murió. Perdí a
Volla cuando dio a luz.
—Lo siento. Lo lamento muchísimo.
Garvaon se aclaró la garganta antes de continuar.
—Lady Idnn nunca se ha mostrado interesada por mí.
Aguardé mientras las garras de Mani me atravesaban las calzas.
—Así ha sido hasta hoy. Hoy me ha sonreído. Hemos charlado como
buenos amigos.
—Entiendo —dije.
—Es joven, veintidós años menor que yo. Sin embargo, viviremos en la
fortaleza de ese rey gigante de hielo. No habrá cerca muchos hombres de
verdad.
—Usted y el padre de lady Idnn —dije—. Además de los arqueros, los
soldados y los sirvientes del padre de la dama.
—¿Y usted?
—Verá. Yo no estaré ahí. Debo encontrar a Pouk y recuperar mis
caballos y el resto de mi equipaje. Cuando lo logre, me apostaré en alguna
parte de estas montañas. Eso fue lo que prometí al duque Marder, y eso es
lo que pienso hacer.
—¿No va a quedarse?
—Ni siquiera llegaré a la fortaleza del rey Guilling, si antes de llegar
encuentro a Pouk. ¿Quiere aún ese favor? Dígame de qué se trata.
—Usted es más joven que yo.
—Sí. Bastante.
—Es más grande, también, y más atractivo. Soy consciente de todo eso.
—Soy un caballero sin reputación alguna —le recordé—. No se olvide
de eso. Si se ha preguntado por qué ansío tanto dar con Pouk, una de las
razones es que él tiene todo lo que poseo en este mundo. Usted posee un
feudo llamado Finefield, ¿verdad?
—Así es.
—Una casa enorme con una muralla que la rodea.
—Y una torre —añadió Garvaon.
—Además de los campos y de los campesinos que los trabajan y cuidan
del ganado. Yo no tengo nada por el estilo. —Durante el rato que estuvimos
hablando, no dejé de pensar en lo que había dicho Idnn acerca de que Beel
iba a entregarla al rey Gilling, aunque no pude decírselo a Garvaon y temía
lo que él pudiera hacer si se enteraba. Pero, además de todo eso, pensé una
y otra vez en que si Idnn realmente quería que la rescataran, ahí estaba él.
—Quiere que le diga cuál es el favor que le pido —dijo Garvaon—. No
me resulta fácil.
—Creo que puedo intuirlo, así que no hará falta que diga nada.
—Quiero que me dé su palabra, su palabra de honor, de que no hará
nada por rebajarme a sus ojos. Es usted mejor arquero que yo, y todo el
mundo lo sabe. Que sólo pueda decirse eso.
—Se lo prometo.
—Si ella me rechaza, se lo diré. Pero hasta que eso suceda, y yo le
mantendré al tanto, quiero que me prometa que no intentará ganarse su
afecto.
58
VUELTA A LAS CENIZAS
—Tiene mi palabra. —Tendí la mano a Garvaon.
Él la estrechó. La mano me recordó mucho como era él, pues a pesar de
no ser mayor que la mayoría, era tan firme cuanto fuerte.
—Usted la quiere.
—No.
—Es preciosa.
—Claro que sí —admití—. Pero no es la mujer de la que estoy
enamorado.
—Además, es la hija de un barón. —Por un instante, Garvaon pareció
dispuesto a rendirse—. Su única hija.
—Tiene razón. Beel no lo pondrá fácil.
Garvaon se engalló.
—Tengo su palabra, sir Able. ¿Qué era lo que deseaba preguntarme
acerca de la estocada?
—¿Qué debería hacer cuando el otro se lance a la estocada? ¿Cómo
puedo protegerme de una?
—Ah. —Garvaon se levantó y recogió el escudo—. Sí, señor, buena
pregunta. Primero, debe saber que es algo de lo que resulta difícil
protegerse. Si él insiste, tendrá que prestar mucha, mucha atención.
—Lo haré.
—En segundo lugar, necesita saber cuándo tiene por costumbre volcarse
en ese ataque. ¿Conserva el escudo que utilizó anoche?
—No, se lo devolví a Beaw.
—En tal caso, tome el mío. —Garvaon sacó las varas que nos hacían las
veces de espada.
—¿No necesitamos más luz? —pregunté mientras dejaba a Maní en el
suelo.
—No vamos a luchar. Sólo quiero mostrarle un par de cosas. ¿Recuerda
lo que dije acerca de cerrar sobre el contrario con la pierna derecha por
delante? Otro motivo es que si él sabe dar estocadas, podría clavarle la
espada.
»Así, bien. Inmóvil ahora. Bien. Voy a dirigir la punta de la espada al
rostro o la pierna, tal como podría suceder en un combate real. No voy a
darle en el escudo. Quiero que permanezca inmóvil, pero atrás hasta que no
pueda pincharle el escudo a menos que dé tres o cuatro pasos hacia usted.
Retrocedí un par de pasos cortos, sin bajar la guardia.
—¿Ya? Prepárese. —Antes de que Garvaon terminara de pronunciar
aquella palabra, me había golpeado el escudo con la punta de la vara.
Retrocedió de inmediato.
—¿Ha visto lo que he hecho? Avancé con la pierna izquierda, di un paso
largo con la derecha y añadí la extensión de mi brazo a la hoja, que es la
suma de mi altura.
—Ha sido como si hiciera magia —dije.
—Puede, pero no era magia. Tiene que practicar ese paso largo. No es
tan fácil como parece. También tiene que sostener el escudo por encima de
la cabeza cuando lo dé, pues descubre la guardia ante un posible golpe
superior en la cabeza, siempre y cuando se enfrente a alguien rápido.
—Me gustaría verlo —dije.
Garvaon se volvió hacia la puerta.
—Ahí fuera hay más luz. Le mostraré cómo lograr que cualquiera
retroceda, y después será mejor que nos personemos ante lord Beel.
Con el escudo en el brazo, me mostró la estocada y me invitó a
intentarla. En el tercer intento, Mani me tiró de la pierna.
—¿Preparado para la visita? —preguntó Garvaon.
—Debería ir por el yelmo —respondí—. Lord Beel querrá verme con él
puesto. Dígale que llegaré en seguida.
De vuelta al interior del pabellón, me agaché para hablar con Mani.
—¿De qué se trata?
—Corrí a ver a Idnn y a comprobar la marcha de los preparativos —
explicó Mani—. Va a hacerlo ahí mismo. Debería volver al lugar donde
encontraron las cenizas. Ah, y dile que eche unas cenizas en el recipiente.
La parte delantera del pabellón de Beel estaba iluminada por una docena
de cirios. El suelo había sido allanado de piedras y lo habían cubierto con
una alfombra. Beel se hallaba sentado en la alfombra, con las piernas
cruzadas y un pellejo de vino, un recipiente dorado y una copa dorada ante
sí. Idnn se sentaba en la silla plegable, delante de la cortina de seda, con
Garvaon de pie a su lado.
—Ahí llega —saludó Beel—.Ya podemos empezar.
—¿Sería posible conversar unos instantes en privado con mi señor,
antes de dar paso a la ceremonia? —pregunté tras inclinarme ante él.
Beel titubeó.
—¿Se trata de algo importante?
—Eso creo, milord. Me atrevería a decir que también usted lo
considerará de ese modo.
—Sir Garvaon y yo aguardaremos fuera, padre —dijo Idnn—. Avísanos
cuando estés listo.
—No ordenaré a mi hija que abandone la tienda en plena noche. —Beel
se volvió hacia mí—. ¿Bastará con que nos alejamos un poco del
campamento?
Caminamos un centenar de metros valle arriba. Beel se detuvo allí.
—Ya puede empezar a explicarme por qué no quiere hablar en presencia
de mi hija y del vasallo en quien más confío.
—Porque tenía que darle un consejo —expliqué—. Siendo un simple
caballero...
—Entiendo. ¿De qué se trata?
—Me llamó mago. No lo soy, pero tengo un amigo que sabe un poco de
magia.
—Y él, o ella, le ha enseñado un par de trucos, supongo. Su modestia lo
delata.
—Gracias, mi señor. Muchísimas gracias. —Miré en torno, en busca de
Mani, pero no lo vi.
—Tengo una pregunta que hacerle, sir Able. En el pasado, no se ha
mostrado del todo insincero a la hora de responder a mis preguntas.
—Puede que no.
—Si presto atención a su consejo, el consejo de un amigo, aunque
únicamente acudió usted a mí cuando necesitó que le prestara un caballo,
dígame: ¿responderá a una pregunta sin tapujos ni evasivas? ¿Me da la
palabra de honor? De otro modo, no prestaré atención a sus consejos.
—Milord, esto es muy importante para mí.
—Mayor motivo, pues, para concedérmelo.
—De acuerdo, lo prometo. Pero sólo si, además de escuchar mi consejo,
lo sigue.
—¿Me dará órdenes?
—Jamás, milord. Sin embargo... En fin, debo encontrar a Pouk. ¿No
hará lo que le aconseje? Se lo ruego.
—¿Depende de mí? Veo que no aceptará usted, a menos que yo lo haga
primero.
—Así es, mi señor.
—Entonces, permítame escucharle.
Cuando volvimos al pabellón de Beel, ordenó ensillar caballos para
todos nosotros. Otro caballo cargó con la alfombra, el pellejo de vino y
otras cosas; y la sexta montura, con el sirviente.
—Debería usted cabalgar por delante de nosotros. Sir Able lo hará a
retaguardia, posiblemente el puesto más peligroso.
«Puede que el más peligroso, no», pensé mientras cabalgaba a
retaguardia, «pero sí el más solitario». Y por si fuera poco, tenía que tirar de
las riendas del corcel a cada instante para evitar que adelantara a la montura
que cargaba con el equipaje.
Las rocas, y de vez en cuando algún que otro árbol o arbusto a ambos
lados de la Ruta de Guerra, no ocultaban enemigos que yo pudiera ver.
Aunque agucé el oído, tan sólo escuché el gemido helado y solitario del
viento, y el clip clop de los cascos. La luna brillaba en lo alto, y las frías
estrellas no parecían dispuestas a compartir sus secretos.
Hubo un momento en que piqué espuelas siguiendo la pared rocosa de
la montaña; al mirar hacia abajo, al campamento, los oscuros pabellones y
los fuegos moribundos se me antojaron tan lejanos como aquellas estrellas...
59
ENJOTUNLANDIA
Beel ordenó extender la alfombra entre las cenizas y preguntó a los
presentes por qué había dos fuegos. Yo negué con la cabeza.
—Sir Garvaon lo sabrá —aseguró por su parte Idnn—. ¿Nos lo dirá
usted, señor caballero?
—Encendieron un primer fuego aquí. —Garvaon señaló el lugar—. Lo
hicieron porque les ofrecía un buen cobijo del viento, que por lo general
sopla de poniente. Una o quizá dos noches después, uno de ellos reparó en
que podía divisarse desde el norte.
—Y alguien lo vio —murmuró Beel—. Ahora veremos lo que yo vea, si
es que veo algo. Debo advertiros a todos de nuevo que todo esto podría no
servir de nada.
Observó la vasija que reposaba en manos del sirviente.
—¡Vaya, pero si es de plata! ¿Dónde está la vasija de oro, Swert?
—Fui yo quien le ordenó traerla, padre —aseguró Idnn—. Se lanzan los
encantamientos a la luz de la luna, no del sol. Es la vasija donde pongo la
fruta. Creo que esta noche podría traernos buena suerte.
Beel sonrió.
—¿Te has vuelto bruja?
—No, padre. Nada sé de magia, pero cuento con los consejos de un
amigo que sí sabe algo.
—¿Sir Able?
—Tuve que prometer que no te diría de quién se trata —respondió ella
tras sacudir la cabeza.
—Debo suponer que será una de tus doncellas.
Idnn no dijo nada.
—No importa. —Beel se arrodilló en la alfombra. El sirviente le tendió
una copa plateada y el pellejo de vino; después, Beel llenó la vasija y la
copa.
Maní se había acercado sigilosamente para observar; con tal de disfrutar
de una mejor perspectiva, se me encaramó al hombro.
—Os pido que guardéis silencio —dijo Beel. Sacó del interior del
sobretodo una bolsita de cuero, de la cual a su vez tomó un pellizco de
hierbas secas. Espolvoreó la mitad en la vasija y depositó el resto en la
copa. Cerró los ojos y entonó una invocación.
En el silencio que siguió, tuve la impresión de que el canto del viento
había cambiado y que murmuraba palabras en una lengua que yo
desconocía.
—¡Mongan! —exclamó Beel—. ¡Dirmaid! ¡Sirona! —Apuró la copa
plateada de un solo trago y se inclinó a mirar en la vasija.
También yo lo hice, acuclillado junto a él. Al cabo, Idnn se me sumó, y
a ella lo hizo Garvaon.
Como a través de la entrada de una cueva oscura, observé un bosque de
una belleza sobrenatural. Disiri, reina de los elfos del musgo, se hallaba de
pie en un claro donde reverdecían extrañas flores; iba desnuda y era más
grácil que cualquier mujer mortal, y también más bella; el cabello verde se
le alzaba por encima de la cabeza a merced del viento que sacudía las
flores. El joven Toug permanecía agachado ante su presencia, y yo
aguardaba de rodillas. Ella me tocaba los hombros con una espada argéntea
de delgada hoja.
—Es el pasado —murmuré a Beel—. Eché cenizas al vino.
Beel me dedicó una mirada carente de expresión, pero Idnn cogió un
pellizco de ceniza y lo soltó en la vasija, donde pareció deslustrar el brillo
que despedía la superficie.
Se convirtió en el sobretodo gris de un hombre rechoncho que recorría
un camino embarrado en una llanura medio oculta por las nubes. Las torres,
bajitas y enormes, se alzaban en lontananza. Con el cayado, el hombre
golpeó a una mujer que no era más alta que un niño. Una figura vestida con
harapos que pasó junto a ellos conduciendo de las riendas a caballos del
tamaño de perros se arrojó sobre ella y ofreció al otro la espalda para que lo
golpeara en lugar de golpearla a ella. El hombre del sobretodo gris lo
golpeó con desprecio, y al final arreó una patada a ambos.
La punta de la bota negra que golpeaba a Ulfa se hizo más y más grande
hasta que llenó por completo la vasija, en cuya superficie no había más que
la ceniza que flotaba en el vino.
—¡Escuchad! —Garvaon se levantó.
También yo me levanté, atento al menor ruido; sin embargo, no oí nada
a excepción del gemido del viento. Era un gemido hueco, como si el viento
hubiera olvidado el motivo del lamento.
Idnn y el sirviente ayudaban a Beel a ponerse en pie. En un abrir y
cerrar de ojos, Garvaon se había encaramado a la silla del caballo y se
alejaba al galope.
—Están atacando el campamento —informé a Idnn; me sacudí a Mani
del hombro y se lo confié a ella—. Debo irme Quedaos aquí hasta que
vuelva.
Ella voceó algo cuando me alejé a caballo, pero no sabría decir si me
rogó que me quedara, me deseó buena suerte o me conminó a mantener a
salvo a Garvaon. No tengo ni idea. Me pregunté qué me habría dicho, y
pensé también en otras cosas mientras picaba espuelas y el corcel me
llevaba a buen paso por el camino de montaña.

Por espacio de un minuto tuve la impresión de que los árboles


caminaban hacia el lugar donde se había levantado el campamento. No
había fuegos ni pabellones. El corcel reculó cuando algo grande y pesado
golpeó el suelo a nuestro lado.
Apresté el arco y el carcaj que colgaban de la silla y me deslicé por el
costado del corcel. En la oscuridad, se oyó el canto de otro arco.
Voló otra piedra que alcanzó al corcel; éste relinchó espantado y
dolorido antes de emprender el galope. Con el pie del arco sobre el
empeine, apoyé el peso en el extremo superior para encordarlo.
Tiré de la cuerda hasta la altura de la oreja y la solté. A un centenar de
pasos, el gigante que había apedreado al corcel blanco lanzó un grito
estruendoso como el trueno.
Disparé una segunda flecha después de la primera, y luego una tercera
que siguió a la segunda, pues creí verle el blanco de los ojos.
El gigante se encogió.

El alba sorprendió a dos caballeros agotados que regresaban por el paso.


El corcel blanco cojeaba, de modo que preferí caminar que montar. Había
confiado a Uns la silla, que pesada tanto como muchos hombres juntos.
Garvaon podría haberse distanciado con facilidad, pero parecía
demasiado cansado para espolear al caballo. La vaina que había protegido a
Hechicera de batalla estaba vacía. Idnn nos saludó con la mano desde un
saliente rocoso situado no demasiado lejos en el trazo nevado; Garvaon
apretó los costados del caballo con los talones y desapareció al doblar el
siguiente recodo.
—¡Ay, amor! —suspiró una voz en tono insolente cerca de su oído; al
mirar a mi alrededor, sorprendido, vi a Uri subida a la grupa—. ¡Ha vuelto!
Me dedicó una sonrisa torcida.
—No, ésa es mi hermana.
—¿No temes que Uns pueda verte ahí arriba? No anda muy retrasado.
—Me importa un bledo lo que haga o deje de hacer; de todos modos,
me iré en cuanto mi señor abandone esta sombra.
Dejé de andar, mordiéndome el labio mientras acariciaba el hocico del
caballo.
—Le hablé a lord Beel de ti y de tu hermana. Tuve que hacerlo.
—No es mi hermana, en realidad, aunque nos tratemos como tales.
—¿Estás enfadada?
Uri me sonrió de nuevo.
—En realidad, eso supondrá más un problema para usted y él, que para
nosotras. ¿Le explicó que mi hermana y yo somos sus esclavas?
Negué con la cabeza.
—Dije que erais mis amigas. Quería que viniera aquí para averiguar el
paradero de Pouk, y me prometió hacerlo si le respondía a una pregunta. Si
le daba una respuesta sin tapujos o evasivas. He olvidado en qué términos
lo expresó, pero se refería a eso.
—¿Y mi señor lo hizo?
—Sí. Mantuve mi promesa y él mantuvo la suya. Quería saber por qué
no podía recurrir a mis propios poderes para encontrar a Pouk, y tuve que
explicar que el único modo que tenía de hacerlo era enviaros a vosotras dos
por él. —Hice una pausa—. No le mencioné vuestros nombres.
—Hizo bien —sonrió Uri.
—Le conté que había enviado a Gylf por Pouk, y que ahora vosotras dos
intentabais descubrir qué había sido de Gylf.
—Nada del otro mundo. Un gigante lo atrapó e hizo que sus esclavos lo
encadenaran. Lo sabemos todo acerca de las cadenas, pero tuvimos que
volver a Aelfrice por las herramientas y volver, y para cuando volvimos
hubo que buscarlo de nuevo porque lo habían trasladado. ¿Dónde está el
gato, por cierto? ¿También lo ha extraviado?
—Hace compañía a lady Idnn.
—En absoluto. —Mani se encaramó de un brinco en una roca—. Estaba
con Idnn cuando ella os saludó, pero ese otro caballero llegó al galope y
pensé que lo menos que podía hacer era acercarme a saludar. De todos
modos, ella no me quería presente.
—Me sorprende que repararas en ello —dijo Uri.
—O sea, que me estoy entrometiendo en este tête-à-tête entre tú y mi
muy admirado y apreciado señor, el afamado caballero sir Able del Gran
Corazón. Sólo tiene que pedirme que me retire, y desapareceré como un
relámpago de un negro mucho más resultón que ese sucio color lo-que-sea
tuyo. ¿Señor?
—Puedes quedarte, si quieres.
—Justa decisión. —Turno de Maní para sonreír—. La justicia dicta que
el gato haga lo que le plazca. ¿Eres su esclava, jovencita? Creo haber oído
algo al respecto.
—Sí.
—Pues yo soy su gato, que es un puesto más elevado.
Hice un gesto a Uri para llamar su atención.
—Uns está a punto de doblar ese último recodo, así que a menos que no
te importe que te vea...
Se deslizó bajo el cuello del corcel.
—Baki ha vuelto a devolver las herramientas y he venido a decirle que
el perro está en libertad.
—¿Viene hacia aquí?
—¿No merece cierto reconocimiento la dura labor que hemos llevado a
cabo? Le diré a Baki que mi señor es un desagradecido.
—Me siento muy agradecido. Sí, mucho. Pero esperaba poder daros las
gracias a ambas, y no disponemos de mucho tiempo.
—Iré a ver si logro que Uns tropiece conmigo —se ofreció Maní.
—Si no ve ni torta. Mírelo —dijo Uri con aire burlón.
Obedecí. Lo vi andar encorvado, con la nariz casi pegada al suelo.
—Cuando llegue volveré a ensillar el caballo.
—Es un hombre de verdad, al menos, tanto como yo una elfo de verdad.
Mani lanzó un maullido de desprecio.
—Pero el perro de mi señor es algo más, y este gato es mucho menos
natural que yo.
—Los bodachan me confiaron a Gylf expliqué. Me dijo que lo habían
criado desde que era un cachorro.
—Pero ¿tenían derecho a confiárselo a nadie? Es decir, ¿les pertenecía?
Temen el hierro frío.
—¡Señor! ¡Sir Able! ¡Espere! —voceó Uns a un centenar de pasos Ruta
de Guerra abajo.
60
¿QUÉ HAS VISTO?
Estaba sin aliento, y pensé que quizá me había estado voceando sin que
lo oyera durante más de una hora.
—Estoy esperando, y cuando llegues ensillaré de nuevo al caballo —
grité antes de mirar en busca de Uri.
—Ha huido precipitadamente —me informó Mani—, aunque no me
sorprendería que anduviera por ahí, espiándonos.
—Quería preguntarle si Gylf regresaba —expliqué—. De hecho, creo
que llegué a preguntárselo, pero no me respondió.
—Yo puedo hacerlo —aseguró Mani—.Tú pregúntame.
—Y ¿cómo ibas a saber tú...? —Me volví de nuevo al camino, donde
tan sólo vi a Uns—.Vale, de acuerdo. ¿Viene Gylf hacia aquí?
—Pues claro que no. Sé que no te tomarás en serio esta información,
pero no, no viene hacia aquí.
Me quedé mirándolo.
—Quieres saber cómo lo sé —continuó Mani—.Verás, lo sé por la
misma razón que tú deberías saberlo. Lo sé porque conozco a tu perro.
Mejor que tú, según parece. ¿Lo enviaste en busca de Pouk?
—Sí. Tú estabas presente.
—Y también lo estaba sir Garvaon, de modo que no hablasteis. Pero si
enviaste a ese perro en busca de Pouk, eso será precisamente lo que haga
hasta que le ordenes lo contrario. O hasta que pierda el rastro por completo
y no tenga más remedio que volver a informar de su fracaso.
Uns nos alcanzó poco después; lo libré de la silla de montar y ensillé de
nuevo al corcel cojo, antes de montar. Mani había saltado a la silla mientras
yo ajustaba las cinchas.
—Necesitas descansar —dije a Uns—.Voy a reunirme en el paso con
lord Beel, su hija y sir Garvaon. Después, tomaremos este camino de
regreso. Quiero que nos esperemos aquí mismo.
Uns negó la cabeza, tozudo.—Mi lugar está con usted, sir Able. No lo
perderé.
—Como quieras —dije antes de picar espuelas.
El caballo emprendió un leve trote, y cuando hube perdido de vista a
Uns, dije:
—Imagino que me consideras cruel.
—El caso es que está cojo —admitió Mani—; sin embargo, tengo una
política muy firme al respecto: Nunca te compadezcas de un ave, un ratón o
una ardilla. Ni de un hombre, mujer o niño, a excepción de unos pocos y
buenos amigos.
—La razón de que lo trate así es porque es un tullido —expliqué—.
Podría haberse quedado a vivir con su madre, y haber trabajado poco o
nada, y su hermano hubiera cuidado de él cuando ella muriera. Por eso se
marchó.
—Conozco esa sensación —dijo Mani—. De vez en cuando deseas salir
al exterior y cazar por tus propios medios.
—Exacto. —Casi nos hallábamos en el paso; reduje la marcha del
caballo—. Quiere ser útil, trabajar de verdad, sudar, esforzarse y compartir
la suerte de su señor.
Mani guardó silencio.
—Yo me he convertido en caballero. Es un puesto muy alto para un crío
pobre que perdió a su familia a temprana edad. Uns teme no tener nunca un
lugar. Intento mostrarle que tiene uno, que alguien lo quiere cerca por lo
que puede hacer, y no sólo por compadecerse de él.
—¡Aquí, sir Able! —exclamó el sirviente de Beel—. Su señoría le está
esperando.
Tiré suavemente de las riendas del corcel blanco, que enfiló a
regañadientes el paso entre las rocas. Aún cojeaba.
—¿Me decía algo antes de saludarle, sir Able? Si es así, no pude oírlo.
Mis más sinceras disculpas por ello, sir Able.
—No. Hablaba con mi gato. Que yo sepa, no tienes nada de qué
disculparte.
—Gracias, sir Able. Es muy amable por su parte. Están ahí, sir Able,
junto al riachuelo. Quizá alcance a ver los caballos.
—Entiendo que Su Señoría no quiso acampar en el mismo lugar donde
lo hizo Pouk.
—¿Pouk es el caballero...?
—Es mi sirviente. —Tuve que acariciar los costados del caballo con las
espuelas—. Acampó aquí mientras me esperaba.
—Ah, comprendo, sir Able. Su Señoría no consideró prudente cocinar y
dormir y... vivir, por decirlo de algún modo, en la misma zona donde tuvo
esa visión.
Con mucha suavidad y educación, el sirviente se aclaró la garganta.
—No tuve el privilegio de presenciarlo, sir Able. Sin embargo, a juzgar
por lo que Su Señoría y milady han comentado en m. presencia, fue
impresionante.
—Así fue —admití.
—Milord ansia hablar con usted al respecto de lo sucedido sir Able —
dijo el sirviente, que bajó el tono de voz.
Beel se había sentado en una piedra, tal como pude ver entonces.
Parecía haberse enzarzado con Idnn en una discusión, ella se hallaba
sentada en otra piedra y Garvaon permanecía de pie tras ella, sosteniendo
las riendas del caballo.
Al cabo, Beel levantó la mirada, me hizo un gesto y se levantó.
—Anoche lastimaron al caballo que le di. Sir Garvaon acaba de
contárnoslo. Querría poder obsequiarle con otro.
Desmonté.
—Yo también lo querría, milord. Quedan pocos caballos y pocas muías,
y muchos están en peores condiciones que el mío. Tiene un rasguño, es
reciente y le duele, pero no creo que se haya roto el hueso.
—A pesar de todo, los venció —sonrió Beel.
—No fue así, milord. Nos enfrentamos a ellos. Eso es todo cuanto
puede decirse. Nuestros hombres... es decir, los hombres de sir Garvaon, los
de usted, se enorgullecen de ello. —Hice una pausa para permitirle hablar,
aunque no lo hizo.
»No los perjudicará —continué—, incluso puede que los beneficie. Pero
en lo que a mí respecta, no creo que me conforme con luchar. Preferiría
vencer.
—Mató a cuatro —intervino Idnn—. Eso acaba de contarnos sir
Garvaon.
—Asombrosa hazaña —alabó Beel.
—Dos caballeros y veinte arqueros y hombres de armas...
—Veintidós —corrigió Garvaon.
—Gracias. De modo que salimos a seis por cada uno que matamos.
Debimos habernos empleado más a fondo.
—¡Eso no es justo! —protestó Idnn.
—Por supuesto que no, milady. Fue un combate. Nadie ha hablado de
justicia.
—Me refiero a que no está siendo justo con sir Garvaon y sus hombres
—acusó, enfadada.
Garvaon hizo ademán de ponerle la mano en el hombro, pero se
contuvo.
—Sir Able mató a uno él solo.
—¡En tal caso, ni siquiera es justo consigo mismo!
—¿Es cierto eso, sir Able? —preguntó Beel—. Si lo hizo, merece
mucho más que ese caballo que le di.
—Estaba oscuro, milord. No pude ver cuántos de nosotros nos
enfrentamos a él.
—¿Vio a alguien más?
—No se trata de eso, milord.
—Responda a mi pregunta, sir Able. ¿Tuvo usted la certeza de que
había alguien más atacando al angrborn al que mató?
—No, milord.
—Ningún caballero en toda Torrethor dejaría de alardear de semejante
hazaña, sir Able. —Beel se volvió hacia Idnn y Garvaon en busca de un
apoyo que no tardó en obtener—. ¡Sí, por el sagrado Skai! Se harían pintar
un angrborn en el escudo, con la barba helada y un garrote en la mano.
—En tal caso, me alegra no ser un caballero de Torrethor, milord. En lo
que a mi escudo respecta, lo tiene Pouk. Es verde, y así seguirá hasta que
haga algo mejor de lo que he hecho hasta el momento.
Idnn se levantó, los brazos en jarras.
—Escúcheme.
—No será la primera vez, y estaré encantado de prestarle de nuevo
atención.
—¡Estupendo! Ambos se habían ausentado cuando llegaron. Los
arqueros y los hombres de armas tuvieron que combatir sin ustedes, pero en
lugar de huir como sirvientes, lucharon tan bien como les fue posible
hacerlo. ¿Cuánto tiempo tardaron en llegar a ese lugar desde que se
marcharon de aquí? ¡Juraría que fue una hora!
—Menos que eso, milady.
—Una hora, y cabalgaron a buen ritmo, como para romperse el cráneo.
Sin embargo, siguieron adelante e hicieron todo lo que dos hombres son
capaces de hacer. Lucharon en la oscuridad contra gigantes tan altos como
esa roca.
—No fue del todo así —dije con un suspiro—. Milady, no quiero
discutir con usted.
Beel rompió a reír.
—Pero lo hará igualmente, sir Able. Antes de que eso suceda, sin
embargo, tengo una pregunta que hacerle. Ya se la he planteado a sir
Garvaon, y me ha respondido. ¿La satisfará usted también, sin tapujos ni
medias verdades, sin que medie en esta ocasión una petición previa por su
parte?
—No he hecho petición alguna, milord.
—Sin poner condiciones. ¿Lo hará?
—Sí, milord. Siempre y cuando sea capaz.
—¿Luchó a pie o a caballo? Creo que a caballo, puesto que su montura
salió maltrecha.
—Principalmente luché a caballo, milord. Sobre todo con el arco.
¿Puedo preguntar por qué quiere saberlo?
La sonrisa desapareció del rostro de Beel.
—Llegará un día, sir Able, en que tenga que liderar a un centenar de
caballeros contra los angrborn. Espero que no llegue, y estoy decidido a
hacer lo que esté en mi mano para asegurarme de que así sea. Sin embargo,
podría suceder. Intentaré liderarlos con coraje, pero también sería
conveniente que lo hiciera con sabiduría... si puedo.
—A los caballeros les importa poco vivir o morir —aseguró Idnn
—.Tenemos que cuidarnos más que vosotros. Cuando hablo en plural, me
refiero a hombres como mi padre y mi hermano.
—Y tú, si alguna vez eres reina —le dijo Beel.
Vi que a Garvaon se le transformaba el rostro al escuchar aquellas
palabras. Se quedó boquiabierto.
—Cabalgué hacia la batalla, milord, pero tuve la impresión de que el
angrborn al que perseguía me había visto el caballo, así que hui —me
apresuré a decir—. Fue entonces cuando el caballo sufrió la herida. Luego
empecé a disparar con el arco, intentando alcanzar los ojos del enemigo.
Beel asintió con aire pensativo.
—¿Cuántos angrborn había? —preguntó Idnn—. ¿Alguno de ustedes lo
sabe?
—No, milady.
—Mis hombres me dijeron que había unos veinte o más —respondió
Garvaon—. No estoy seguro de que fueran tantos. Cuando los vimos en la
vasija de su padre, parecían ser menos, aunque desde luego superaban los
diez.
—¿Los vio en la vasija? —se apresuró a preguntar Beel.
—Sí, mi señor. También usted, de eso estoy seguro.
—No... No vi nada por el estilo. He hablado de ello con Idnn, y parece
ser que cada uno de los presentes vio algo distinto. Díganme exactamente
qué vieron.
—El lecho de muerte de mi esposa. —El tono de voz de Garvaon
carecía de inflexión alguna—. Murió al dar a luz.
—Lo recuerdo —dijo Beel.—La cama, y a mí arrodillado a su lado. Las
comadronas se llevaron a mi hijo. Intentaron revivirlo. Yo rezaba por Volla
cuando entró una a decirme que el bebé también había muerto. —Un
imperceptible temblor se había apoderado de la voz de Garvaon, que hizo
una pausa para librarse de él—. En ese punto, sir Able dijo que
contemplábamos el pasado.
—Sí, de eso me acuerdo.
—Lo que veía en la vasija cambió. Vi nuestro campamento y a los
angrborn que surgían de las colinas para atacarlo. Más de diez. Pero no eran
veinte. Trece o catorce, quizá.
—Sir Able también debió de verlos, puesto que me contó que se libraba
un combate en el campamento —dijo Idnn.
Negué con la cabeza.
—No fue así. Sir Garvaon levantó la cabeza y nos pidió que
escucháramos, luego echó a correr hacia el caballo. No me costó aventurar
qué era lo que había escuchado.
—Y ¿usted qué vio, sir Able?
61
TODOS DEBÉIS LUCHAR
—Nada que pueda parecerle importante, milord. Me vi a mí mismo al
ser nombrado caballero, y luego a mi sirviente y a una mujer que sé que fue
atacada por los angrborn...
—¿Sí? —preguntó ansioso Beel—. ¿Algo más?
—Sucedió entonces una cosa que quizá valga la pena contarle, milord.
Un edificio enorme, un montón de gruesas torres con techos puntiagudos en
la distancia. Puede que importe, porque me pareció que los angrborn que
golpearon a Pouk y a Ulfa se dirigían allí. ¿Sabe de qué lugar podría
tratarse?
Por unos instantes, tuve la impresión de que Beel no iba a responder.
—Utgard, creo —dijo al fin—. Utgard es el castillo del rey Gillingo.
Nunca lo he visto, ni siquiera he hablado con nadie que lo haya hecho. Pero
corren rumores. ¿Un imponente castillo erigido en una llanura? ¿Un castillo
sin muralla, protegido por un amplio foso?
—No vi el foso, milord. Estaba demasiado lejos para distinguirlo bien.
—Su Majestad tiene una placa con una imagen pintada en ella. Sin duda
sabrá a qué me refiero.
—¿Con imágenes pintadas? Sí, claro.
—Se supone que la pintó un artista que habló con una mujer que había
escapado de allí. —Beel parecía pensativo—.Vine para hacer las paces con
los angrborn, sir Able. Sin duda le habré hablado de ello.
—Lo mencionó, milord.
—¿Le dije que se trataba de un último y desesperado intento? ¿No?
Pues verá, lo es. Hemos intentado hablar con ellos antes. Todos los intentos
han fracasado, quizá porque no pudimos hablar con nadie que ostentara un
mínimo de autoridad. Eso pensó Su Majestad, sir Able, y yo me mostré de
acuerdo. Mi hija y sir Garvaon conocen la historia. Tendrán que
disculparme.—No veo de qué, señor —dijo Garvaon.
—Porque quiero contarlo una vez más, ahora que sé que he fracasado.
Esperábamos presentarnos en paz, hacerle exquisitos presentes al rey
Gilling; quizá hubiéramos entablado contacto con los habitantes de las
fronteras, quienes nos hubieran escoltado a Utgard. Ahora, todos esos
regalos han desaparecido.
Idnn me miró fijamente y apartó la mirada.
—Desaparecido, a juzgar por lo que me ha contado sir Garvaon, junto a
las muías que los transportaban. Hemos fracasado.
—No ha sido culpa suya, mi señor —se apresuró a consolarlo sir
Garvaon—. Hizo todo cuanto pudo hacer un hombre.
—Ni siquiera estuve allí. No llegué a desnudar la espada, y así debo
explicárselo a Su Majestad.
—Sé que yo debo cargar con la culpa por haberse ausentado. —Me puse
tan tieso como lo hice en su momento ante maese Agr—. No tiene que
decirlo, aunque si desea hacerlo, adelante.
—Podría ser —murmuró Garvaon.
—Expláyese cuanto guste. Su hija también. O sir Garvaon. Nada de lo
que puedan decir será peor que las cosas que me he dicho a mí mismo.
Beel levantó los hombros para dejarlos caer.
—Idnn, sir Able deseaba encontrar a su sirviente, los caballos y el
equipaje, además del escudo y el yelmo, supongo, y la lanza y el resto. Si
quieres recriminarle algo, éste es el momento.
Ella sacudió la cabeza.
—Adelante. Dile que su extravío ha contribuido a nuestra ruina.
—No, padre.
—Ya lo suponía. Animaría a sir Garvaon a insultar al caballero con
quien ha luchado hombro con hombro, si no lo conociera tan bien como
para suponer que rechazaría mi invitación. ¿Swert? Ven aquí.
El sirviente de aspecto ratonil se apresuró a obedecer.
—¿Sí, Señoría?
—Eres sirviente, Swert. Mi sirviente.
—Sí, Señoría.
—Deseo hablar contigo, puesto que sir Able, aquí presente, también
tiene sirviente. Otro sirviente, además de un mendigo que lo sigue.
—Sí, Señoría. Pouk, Señoría. Sir Able me lo contó, Señoría.
—Al tal Pouk lo han apresado y esclavizado los angrborn.
—Sí, Señoría.
—Sir Able pretendía liberarlo, y para ello me pidió ayuda. Yo se la di,
razón por la cual lo he perdido todo, y la misión que me encargó Su
Majestad en persona ha concluido en un rotundo fracaso. Sir Able será
denigrado por ello, y creo que eres la persona indicada para ello. Viniendo
de ti, el castigo será doblemente doloroso. No debes temer que sir Able te
golpee. Sir Garvaon y yo te protegeremos, aunque estoy seguro de que no
será necesario. Adelante.
—¿Qué... yo... qué? —El sirviente basculó una mirada de total
indefensión de Beel a mí, para finalmente devolvérsela a Beel.
—Debes denigrarlo —explicó Beel armado de paciencia—. Sin duda
conocerás un sinfín de insultos. Recurre a ellos.
—Padre... —Idnn tenía los ojos empañados en lágrimas.
—¿Denigrar a... sir Able, señoría?
—Exacto —Beel se mostró inflexible—. Empieza, Swert.
—Sir Able, usted... usted...
—Continúa.
El sirviente tragó saliva.
—Lo siento, sir Able, siento lo sucedido, fuera lo que fuera. Y... y...
—Vamos, Swert —conminó Idnn al tiempo que se levantaba—.Ya sabes
qué es lo que quiere mi padre. Hazlo.
—Y si hay que culparlo, sir Able, es por ser mala persona. Pero... pero
también yo lo soy. Lo llamen como lo llamen, también a mí deben
aplicárseme los mismos epítetos.
—Ahí lo tiene —dijo Beel—.Ya puede darse por castigado, sir Able. Mi
sirviente acaba de insultarlo. Ahora, olvide este asunto infantil y preste
atención.
—Así lo haré, Señoría.
—Soy el embajador que Su Majestad ha enviado a Jotunlandia. De
haber tenido éxito mi embajada, el crédito hubiera sido mío y sólo mío. Ha
fracasado, por tanto la culpa es mía. La asumo y estoy dispuesto a
personarme ante el rey Arnthor, informarle de que he perdido sus obsequios
y asumir el castigo que pueda imponerme.
Miré de reojo a Idnn, que no dijo nada. Si la perspectiva de regresar a
Kingsdoom la hacía feliz, lo cierto es que no hizo nada para delatar ese
sentimiento. Garvaon parecía abatido y desdichado.
—¿Va a regresar, mi señor? —pregunté finalmente.
—Sí. Había pensado quedarme aquí con Idnn hasta que sir Garvaon y
maese Crol se reunieran con nosotros y lo que quede de la embajada, pero
debemos enterrar a los muertos. A juzgar por lo que me ha dicho sir
Garvaon, son unos cuantos. Sin duda, habrá otras tareas que emprender.
Debemos acompañarlo de vuelta y pasaremos la noche en lo que quede de
nuestro campamento. Espero haber enterrado a los muertos al amanecer, de
tal forma que podamos partir mañana por la mañana. Ya se verá.
—¿Emprender la marcha en dirección sur?
—Sí. Acabo de decírselo.
Maní enarcó una felina ceja desde el regazo de Idnn.
—¿Mi señor no pretenderá que lo acompañe? —pregunté.
El sirviente de aspecto ratonil sonrió; aunque dicha sonrisa desapareció
al cabo de un instante, no me pasó desapercibida.
—No me había detenido a pensarlo, puesto que usted no pertenece a mi
mesnada —confesó Beel—. Puede hacer lo que quiera, aunque será
bienvenido si quiere acompañarnos. El caballo que le di es suyo, por
supuesto. Igual que el yelmo. ¿Qué hará?
Llegó Uns, jadeante y sudoroso. Después de mirarlo, dije:
—Intentaré encontrar una montura para mi sirviente, milord.
—En este momento no podemos prescindir de ninguna, sir Able. Eso
me ha dicho Garvaon. Ni siquiera disponemos de mulas y caballos
suficientes para cubrir nuestras necesidades.
Garvaon asintió.
—Lo sé tan bien como pueda saberlo él, pero los angrborn tendrán
muchas. Si puedo, le conseguiré una a Uns —repliqué.
—¿Se adentrará solo en territorio angrborn?
—Sí, milord.
Uns, ya encorvado por su deformidad, se inclinó aún más.
—No exactamente solo, Señoría, señor. Yo lo acompañaré, señor.
—¿Solo, exceptuando a este... jorobado?
Maní se me encaramó al hombro de un asombroso salto.
—También tengo al gato, creo, milord, y al caballo que me dio. Mi
perro sigue buscando a Pouk, así que podría reunirse conmigo en cualquier
momento. Eso espero. Los angrborn lo tendrán difícil con él la próxima vez.
También contaré con aquellas amigas de las que le hablé anoche, al menos
parte del camino.
Idnn se levantó y me abrazó. Estaba llorando y no dijo nada que pueda
recordar.
Beel aspiró aire con fuerza.
—Si los brazos de mi hija no lo hubieran abrazado, sir Able, yo mismo
lo haría. Sin duda preferirá los de ella, pero ¿de veras cree que tenemos una
oportunidad?—¿«Tenemos», milord?
—Soy barón del reino y tengo derecho a sentarme a la mesa del rey.
Puede que en Torrethor me acusen de haber fracasado, pero nadie dirá que
un tullido me superó en coraje.
—En tal caso, milord, le diré que sí creo que tenemos una oportunidad.
Le he escuchado. ¿Me prestará atención?
Beel asintió.
—Nos referimos a los angrborn como si fueran altos como torres, o tan
altos como el palo mayor de un barco. Alguien me dijo una vez que cada
vez que viera a uno me quedaría horrorizado.
Había decidido mentir, y no precisamente decir medias verdades.
—De acuerdo, me llevé un buen susto. Pero también debo decir que me
sorprendió lo pequeños que eran. Comparados con sir Garvaon, conmigo,
no son tan grandes como cuando un crío nos ve a nosotros. Los llamamos
gigantes y gigantes de hielo, y decimos que son los hijos de Angr, cuando
no son más que hombres feos y grandes.
—Valiente discurso el suyo.
—Mas son valientes hechos de armas los que necesitamos. —Saqué a
Mani del hombro, lo acaricié y lo dejé en el suelo—. Necesito a unos
cuantos hombres para llevarlos a cabo. Me llevaré a trece. Puede que le
parezcan muchos, pero ahora no discutiré. Anoche nos sorprendieron trece
hombretones. A pesar de ello, luchamos y matamos a una tercera parte.
Beel asintió de nuevo.
—Sir Garvaon y yo no participamos en la primera parte de ese combate,
y me gustaría pensar que nuestra presencia hubiera constituido una gran
diferencia de haber estado ahí.
—Estoy tan dispuesto como usted, pero no olvidemos que también
nosotros perdimos algunos hombres —apuntó Garvaon.
—Lo sé. Llegaré a ese punto en un minuto. Antes quiero preguntar qué
sucedería si las cosas hubieran ido de forma distinta. ¿Y si fuéramos
nosotros quienes sorprendiéramos a esos nueve hombretones?
Nadie dijo una palabra.
—Se lo pregunto a mi señor, pero también al resto de los presentes. Se
lo pregunto a lady Idnn y a sir Garvaon. A Swert y a Uns.
Finalmente, fue Uns quien dijo:
—Me enfrenté a Org, señor. Lo hice con las manos desnudas.
—Y solo. Lo sé. También sé qué te pasó. ¿Volverías a luchar?
—Si usted lo hace, sir Able, señor, lo haré.
—Eso es todo cuanto pido. —Me detuve a meditar el asunto—. Cuando
llegué, lady Idnn, me dijo que los arqueros y los hombres de armas no
habían huido como los sirvientes. ¿Esperaba que los sirvientes lucharan?
—¿Mis doncellas? No, claro que no.
—¿Y qué me dicen de maese Crol? ¿Los muleros? ¿Swert?
—Maese Crol hubiera luchado —aseguró Beel—. No me sorprendería
en absoluto que lo hubiera hecho.
—Lo hizo —dijo Garvaon.
—¿Y los demás, milady? —pregunté.
—No lo creo.
—¿Ninguno de ellos? ¿Qué me dices tú, Swert? ¿Hubieras luchado de
haber estado presente?
—Eso espero, sir Able. Siempre y cuando tuviera un arma que empuñar.

Aquella noche hablé con todos los sirvientes, los arqueros, los hombres
de armas.
—Sólo tengo tres cosas que deciros. Volveré muchas veces a tocar estos
tres puntos, porque creo que querréis que lo haga. Responderé a vuestras
preguntas tan acertadamente como me sea posible. Sin embargo, todo lo
que pueda decir se reducirá a esas tres cosas, de modo que me gustaría
resolverlas antes de que nos dediquemos a lo demás. —Los observé con la
esperanza de que el silencio dotara de mayor peso a mis palabras—. Os
pido que luchéis. Os lo pido a todos vosotros. A todos los presentes. Lord
Beel os ha ordenado luchar, pero él no puede obligaros, de igual modo que
yo no puedo. Lo único que puede hacer es castigaros si desobedecéis.
Dependerá de vosotros luchar o no, y ésa era la primera cosa que tenía que
deciros.
»No combatiréis solos. Cada uno de los arqueros y los hombres de
armas se ocupará de dos o tres de vosotros, dependiendo de los que seáis, y
os adiestrarán en todo lo que debáis saber y os liderarán cuando llegue el
momento de recuperar lo que nos arrebataron los angrborn. Lord Beel en
persona liderará a los arqueros y hombres de armas, al igual que lo haremos
sir Garvaon y yo. Éste era el segundo punto que quería tratar.
A esas alturas cruzaban miradas entre sí; los dejé en ascuas durante algo
más de un minuto.—La mayoría de vosotros habréis oído que anoche maté
a uno de los angrborn. Sir Garvaon se encargó de acabar con la vida de otro,
aunque contó con el apoyo de dos arqueros y un hombre de armas. Se
empeña en decir que esa ayuda lo hace desmerecer a mi lado. Sin embargo,
lo que hizo, y lo que hice, no importa gran cosa. Lo que importa es que
nuestros arqueros y hombres de armas mataron a dos antes de que sir
Garvaon y yo llegáramos procedentes del paso. No es necesario ser
caballero. Un puñado de hombres valientes fueron capaces de hacerlo sin
que un caballero los liderara. Ésa era la tercera cuestión de la que quería
hablaros, y creo que la más importante. —Hice una nueva pausa—.
Algunos de vosotros tendréis preguntas que hacerme a mí, a lord Beel o a
sir Garvaon. Algunos puede que incluso quieran dirigírselas a lady Idnn.
Levantaos y hablad con claridad. Yo mismo tengo preguntas para lord Beel,
y él también me planteará sus dudas. Nadie será castigado por el mero
hecho de preguntar.
Un sirviente de mediana edad se levantó.
—¿Acaso hay alguien aquí que no esté dispuesto a luchar?
—No lo sé —respondí—. Habrá que verlo.
El sirviente se sentó.
—Lord Beel va a luchar. Lady Idnn va a luchar. Sir Garvaon va a luchar.
Los arqueros y los hombres de armas van a luchar, igual que yo.
—¡Y yo! —exclamó maese Crol.
—Y maese Crol también luchará, por supuesto. Lo di tan por sentado
que ni siquiera me molesté en mencionarlo. Sin embargo, ninguno de
nosotros sabe qué hará el resto. Es una de las cosas que debemos descubrir.
Una de las doncellas de Idnn titubeó tras ponerse en pie.
—¿Nosotras también debemos luchar?
—¿No ha hablado lady Idnn con vosotras?
La doncella inclinó tímidamente la cabeza.
—En tal caso, ya conocéis la respuesta. Dejad que me explique. Por
regla general, las mujeres no pelean porque no son tan fuertes como los
hombres. Pero ¿qué es mi fuerza o la de sir Garvaon, comparada con la
fuerza de los gigantes? También vosotras podéis luchar contra ellos, si
decidís hacerlo. Lady Idnn os liderará y adiestrará. Ella y su arco han dado
buena cuenta de más de un ciervo; ahora anda tras una presa mayor, y
vuestro deber consiste en ayudarla.
—¿Podremos escoger a los hombres de armas que queramos? —
preguntó un cocinero sentado junto a la sirvienta.
—Levántate. Los demás no pueden oírte.
El cocinero obedeció algo cohibido.
—Ha dicho que cada dos o tres de nosotros estaríamos a cargo de un
hombre de armas que nos adiestrará. ¿Podemos escogerlo?
—O al arquero, recuerda. No. Ellos os escogerán.
El sirviente que había sido el primero en levantarse, volvió a hacerlo.
—Sólo quería decir que yo lucharé, si me dan armas.
—Cuando lord Beel se enteró de que había matado a un angrborn, me
preguntó cómo lo había hecho. Le dije que a flechazos, y él me preguntó
cómo podía ver a qué debía disparar, puesto que nos enfrentamos a ellos en
plena noche. Respondí que son tan grandes que uno siempre puede verlos
recortados contra el cielo nocturno, tan grandes que resulta imposible errar
el tiro.
Levanté el arco.
—Yo me hice esto. No me hice todas las flechas, pero si las mejores.
Ahí hay árboles lo bastante recios, a la par que flexibles, como para
soportar el viento de la montaña y erguirse de nuevo cuando cesa. Los
angrborn se llevaron buena parte del tesoro, pero nos dejaron las tazas de
cobre y el bronce de los soportes de los pabellones. El hombre que repara
las herraduras de nuestras muías y nuestros caballos puede dar forma a esas
cosas y convertirlas en puntas de flecha. Eso por no mencionar que en este
preciso momento os sentáis en rocas que podrían afilarse con excelentes
resultados.
Cerré la boca para que pudieran reflexionar. Casi se había puesto el sol,
y los mojones que señalaban las tumbas en la cima proyectaban largas
sombras que parecían extenderse hacia nosotros en forma de innumerables
dedos.
—Puede que algunos de vosotros recibáis la ayuda de los elfos del
fuego —advertí—. Eso espero, al menos. Si es así, prestad atención a
cuanto os digan, pues son maestros forjadores de metal.
62
TRAS LOS INCURSORES
Las montañas menguaron antes de acampar; eran colinas altas de tierra
parda y amarilla, cuya piedra arenisca quedaba oculta a veces por hierbajos.
Había cabalgado hasta que se puso el sol, y también había caminado
llevando al lastimado corcel de las riendas, siempre con la esperanza de
encontrar agua y leña. El agua del pozo que encontré era espesa como el
barro, pero el caballo bebió igualmente para saciar la sed.
Lo até a su propia silla, extendí la manta en el suelo y puse otra manta
encima. No habría estado de más hacer un fuego, pero podría haber
prendido la hierba y quemado la mitad del mundo. Al menos, eso parecía:
un erial que se extendía y extendía como el mar.
Después, durante lo que se me antojaron horas, yací temblando,
envuelto en la capa y cubierto por otra manta, con la mirada puesta en las
estrellas, oyendo tan sólo los lentos pasos del caballo que pacía y el suave
gemido del viento.
Era finales de verano. Finales de verano y un tiempo cálido en el noble
castillo de piedra gris de Marder. Tiempo cálido en la bahía de Forcetti. No
habría hielo en la bahía durante meses.
Un calor sofocante de finales de verano en el bosque donde había vivido
con Valiente Berthold. Los ciervos empezarían a soportar el peso de las
astas para la temporada de apareamiento; sin embargo, a las astas aún les
quedaba un largo camino por recorrer, armas para el galante combate,
ocultas aún bajo la piel velluda. Ser consciente de que el verano se
prolongaba en el Griffin me había servido de poco consuelo, y la cota de
malla de menos aún. En ese momento, me hallaba en la cara norte de las
Montañas de los Ratones, lejos de las colinas y creo que a una altura
bastante mayor que la que imperaba en las acogedoras tierras sureñas.
Las olas golpeaban la pared del acantilado y salté y jugueteé con ellas,
junto a las doncellas elfo del mar, las doncellas que, a excepción de los ojos,
eran completamente azules como los ojos azules de la mujer más bella de
Mythgarthr, jóvenes mujeres que reían y centelleaban al saltar del mar a la
tormenta que iluminaba y sacudía los cielos.
Iluminó y sacudió a Mythgarthr. ¿Por qué no se me había ocurrido?
Rodé a un lado, con la esperanza de poder taparme mejor con la capa y la
manta.
Garsecg y Garvaon aguardaban en el acantilado. Garvaon lo hacía con
el acero desnudo, y Garsecg era un dragón de acerado fuego azul. Las
kelpies alzaron los preciosos brazos y rostros en un gesto de adoración, todo
ello mientras elevaban a voz en grito una plegaria a Setr. Vitorearon cuando
una gota de fuego escarlata empujó a Garvaon por el borde del precipicio.
Cayó y se golpeó una y otra vez contra las rocas. Perdió el yelmo, la
espada resonó metálica al dar contra las piedras, y se rompió los huesos
hasta convertirse en una masa informe hecha de armadura y carne
sanguinolenta que flotó a merced del oleaje.

Me desperté bañado en sudor. Mi mar era aquella planicie de hierba


seca, iluminada por una luna turbia oculta entre nubes que pasaban veloces.
El acantilado por el que había caído Garvaon eran las Montañas del Norte,
montañas que los cascos de mi caballo habían de algún modo transformado
en montañas del sur; y las kelpies no eran sino el gemido del viento.
Temblaba más que nunca cuando de nuevo intenté conciliar el sueño.

Los Ejércitos del Invierno y de la Vieja Noche avanzaban por el cielo,


cuerpos monstruosos iluminados por los relámpagos que centelleaban en su
interior. Un castillo flotante, una cosa que no era más grande que un
juguete, les impedía el paso, y lo hacía solo. Del interior del castillo
surgieron un millar de voces suplicantes: «¡Able! ¡Able! ¡Able!...»
Sin embargo, dormía en las colinas mientras aquellos gigantescos
angrborn blandían lanzas de caos y gritaban su odio a los cuatro vientos.

Desperté de nuevo. Tenía el rostro empapado de agua de lluvia. El


trueno hacía temblar el cielo, y el pálido fuego desgarraba la noche. Una
oleada de lluvia me caló hasta los huesos como una ola de mar, y luego vino
otra, y otra.
No tenía donde ir para evitar la lluvia, no había cobijo posible. Ajusté la
correa de la barbilla del yelmo y me cubrí la cabeza con la capucha de la
capa, dando gracias por lo prieta que habían tejido la lana.

No podía ver. Quizá era de noche, aunque puede que fuera de día. No
había forma de saberlo. La cadena que llevaba alrededor del cuello pendía
de una argolla clavada a la pared. En una ocasión había intentado tirar de
ella, pero no volví a hacerlo.
En una ocasión había temblado. Tampoco volví a temblar.
En una ocasión había confiado en que un amigo me traería una manta o
unos andrajos. Que la mujer vista que había sido mi esposa me trajera un
mendrugo o una taza de caldo. Esas cosas no habían sucedido, y jamás
sucederían.
En una ocasión había temblado al viento, pero había desobedecido y no
volvería a temblar. Tenía sueño, y aunque la nieve me azotaba el rostro y
me enterraba los pies, no me sentía incómodo. El dolor había dejado de
existir.

Algo áspero, cálido y húmedo me frotó la mejilla; al despertar, vi a


escasos centímetros un rostro peludo y familiar, tan ancho y pardo como la
silla de montar. Pestañeé y Gylf me lamió la nariz.
—Ya es hora de levantarse. Mira el sol.
El sol se alzaba a media altura en el cielo nublado.
—Lo encontré. —Gylf movió la cola—. Puedo mostrártelo. ¿Quieres ir?
—Sí. —Aparté la manta; estaba empapado pero no tenía más frío del
que era natural dadas las circunstancias—. Pero no puedo; ahora no. Debo
detener a los angrborn, limpiarme la armadura y hablar contigo.
—De acuerdo. —Gylf se tumbó—. Igualmente tengo las patas mojadas.
—Pero antes que nada, debo encontrar a mi caballo. Diría que se ha
extraviado durante la noche. —Me levanté para mirar en torno, la mano
haciendo visera para protegerme la vista del sol.
—A barlovento. Lo huelo.
Media milla después, el rastro de la silla que arrastraba el caballo se
volvió tan nítido que incluso yo fui capaz de seguirlo. Gylf, mediante
gruñidos y chasquidos, contuvo al corcel hasta que pude aferrarlo del
bocado.
De regreso al pozo, me quité el yelmo y la loriga, y saqué los trapos y el
frasco de aceite de las alforjas.
—No tenía nada de esto cuando nos perdimos en el bosque, pero desde
entonces he aprendido mucho —dije a Gylf—. Ser caballero es como ser
marino. Pagas por la gloria y la libertad encerando, rascando, cosiendo y
sacando brillo. O no las conservas mucho tiempo.
—Ah, menudos tiempos. —Gylf se tumbó en el suelo y se restregó en la
hierba húmeda; luego se incorporó y se sacudió la humedad.
—¿Te gustaba la vida de a bordo?
—En los bosques. Eso me gustaba. Solos tú y yo. Buenos rastros. Caza.
Fuegos al anochecer.
—Era estupendo, sí —admití con una sonrisa.
—Mal lugar. —Gylf arrugó el hocico.
—¿El bosque? Creía que te gustaba. —La malla, bien encerada cuando
me despedí de Beel, aún no había empezado a oxidarse. La sacudí para
librarla de buena parte de la humedad, y luego la sequé con un paño limpio
y suave, recorriendo las anillas de acero allá donde tenía la sospecha de que
se había conservado una gota.
—Aquí —aclaró Gylf
—Sí y no. Comprendo a qué te refieres. Demasiado pelado para que
haya buena caza; tampoco hay mucha agua, aunque nunca lo diría a juzgar
por la que cayó anoche. Luego están los angrborn. Ésta es su tierra,
Jotunlandia, y son adversarios formidables. Pero lord Beel habló de liderar
a centenares de caballeros contra ellos, de modo que este terreno sería muy
adecuado para ello. Dales a lord Beel o al duque Marder quinientos
caballeros y doscientos arqueros, y podrías presenciar una batalla de la que
hablaría la gente hasta el fin de los tiempos.
Gylf lanzó un gruñido.
—Caballeros valientes bien montados, con largas y fuertes lanzas.
Arqueros con arcos largos y un centenar de flechas por cabeza. Es un
terreno espléndido para las cargas de caballería, y también para el tiro con
arco. —Sólo de pensarlo me hizo ansiar tomar parte en ello—. Un año
después, los angrborn podrían escasear tanto como los ogros escasean
ahora. A cien años vista. mitad de la gente de Forcetti creerían que son
cuentos de niños.
Gylf me devolvió a la dura realidad.
—Dijiste que los estabas cazando.
—Sí, así es. Asaltaron a la mesnada de lord Beel estando ausentes lord
Garvaon y yo, además del propio lord Beel y lady Idnn. Matamos a cuatro,
pero el resto huyó con los obsequios que traíamos para el rey.
—De todos modos, los recibirá —comentó Gylf.
—Puede que lo haga; algunos, al menos. Pero no será lo mismo que si
lord Beel se los entregara en nombre del rey Arnthor Por ello buscamos a
esos angrborn. Yo cabalgo al frente, y el resto me siguen todo lo rápido que
pueden; no mucho, teniendo en cuenta que hay bastantes que van a pie.
—Podría encontrarlos. ¿Quiere que lo haga?
—Tienes las patas húmedas.
Gylf se lamió las zarpas como para comprobarlo.
—No pasa nada.
—Quiero que te quedes conmigo —decidí—. Te ausentaste mucho
tiempo para buscar a Pouk, y no me gustó. Además, te vendrían bien
algunas comilonas.
—¡Por supuesto! —exclamó Gylf, sacudiendo la cola.
—Probablemente te estés preguntando qué ha sido de Mani.
Gylf sacudió la cabeza.
—Está con lady Idnn.
—¡Gato malo! ¡Malo!
—En realidad, no. Lo hablamos. No me habría servido de gran cosa en
la cacería de gigantes, aunque podía vigilar por mí la mesnada de lord Beel.
Puede que no me sirva de nada; de hecho, espero que no. Pero si puedes
permitírtelo, es mejor jugar sobre seguro.
Una nube cubrió la luz del sol.
—Elfos —murmuró Gylf.
—¿Te refieres a Uri y Baki?
Gylf la emprendía a mordiscos con la segunda tira de carne cuando
asintió de nuevo.
—Han venido a buscar a los angrborn que nos robaron.
—No.
—Quieres decir que te encontraron y liberaron. Les pedí que hicieran
eso antes. Ahora estarán buscando a esos angrborn.
—Los huelo —murmuró Gylf.
Se oyeron risas a mi espalda y me volví.
—Aquí estamos —anunció Uri.
—Si hubiéramos sido angrborn, os habríamos sorprendido —dijo Baki.
—Los elfos sorprendéis a cualquiera.
—Sólo a los tontos —replicó Baki.
—Los demás siempre saben cuándo andamos cerca —añadió Uri.
Pregunté si los angrborn lo sabían.
—No, mi señor.
El sol, que se había ocultado tras una nube, asomó de nuevo el rostro
unos instantes, dejando a Baki y a Uri totalmente transparentes.
—También son tontos.
—En ese caso los habréis encontrado.
—Así es. Pero, mi señor...
—¿Qué pasa?
—Viajan rápido. Pueden andar muy deprisa, y la mayor parte del tiempo
hacen trotar a las muías.
—Estas colinas se igualan en altura al norte, donde empieza la llanura
de Jotunlandia.
—Comprendo.
—Ahí es donde está el castillo de su soberano. Es un edificio muy
grande al que llaman Utgard. La ciudad también se llama así.
—Hemos estado ahí —dijo Uri con aire sombrío—. Es muy, muy
grande. ¿Diría que la Torre de Cris es grande?
—Grande no, enorme.
—Pues debería ver ésta. Lo que está haciendo mi señor no es
precisamente una broma.
—Es un lugar terrible, y no queremos que siga avanzando —dijo Baki.
—¿Por qué creéis que me matarían?
Ambas asintieron.
—Entonces, moriré.
Gylf lanzó un gruñido ronco.
—Mi señor, es una estupidez. Usted...
Levanté la mano; al ver que aún tenía el paño, procedí a limpiarme la
loriga.
—Lo que es una insensatez es pasar toda la vida temiendo a la muerte.
—Cree eso porque se lo dijo un caballero.
—Te refieres a sir Ravd. No, él no me dijo tal cosa. Sólo me dijo que un
caballero debía hacer lo que le exigía el honor, sin tener en cuenta el
número de enemigos a los que se enfrentara. Pero tienes razón, me lo dijo
un caballero. Ese caballero fui yo. La gente que teme a la muerte, e incluso
creo que lord Beel lo hace, no vive más que quienes no lo hacen, y viven
con miedo. Prefiero ser el tipo de caballero que soy, un caballero sin nada,
que vivir como él, con un poder y un dinero que nunca serán suficientes.
Me levanté y me puse la loriga.
—Teméis que los angrborn lleguen a Utgard antes de que los alcance.
¿No era eso lo que ibais a decirme?
Uri negó con la cabeza.
—No, milord. No andan lejos. Podría alcanzarlos hoy mismo, si
quisiera.
—Pero estará solo —añadió Baki—, y morirá con toda seguridad. Los
demás, ese lord Beel del que habla tanto y el resto de los dioses antiguos
que lo acompañan, nunca alcanzarán a los gigantes.
—Ni aunque Utgard estuviera un millar de veces más lejos de lo que
está —añadió Uri.
—En tal caso, tendremos que retrasarlos. —Enrollé todas las mantas,
incluida la que cubría la silla—. Prometí a lord Beel hacerlo, y ojalá eso
fuera lo único de lo que tuviera que preocuparme.
—Pouk —aclaró Gylf a Uri y Baki.
—Exacto. Tenemos que liberar a Pouk y a Ulfa. Si esos angrborn me
matan, seguirán siendo esclavos hasta el día que mueran. ¿Los encontraste,
Gylf?
Éste asintió.
Cuando hube ensillado el corcel, me puse el yelmo y me ceñí a
Rompespadas.
—Muy bien, y ¿dónde están?
—En Utgard.
63
LA LLANURA DE JOTUNLANDIA
Antes de llegar al campamento de los angrborn, había caído la noche. El
campamento se encontraba en la orilla de un arroyo bordeado de terreno
boscoso, y el fuego que habían encendido allí, para el cual habían recurrido
a árboles enteros (tan gruesos algunos que un hombre con un hacha habría
tardado horas en talarlos), iluminaba todo el paisaje. Un par de muías se
asaban al fuego ensartadas en espetones.
Me había quitado el yelmo y la loriga, y me había arrastrado hacia el
campamento para ver a los angrborn. Había concebido un plan cuando
regresé a la espesura del bosque donde me esperaban Uri, Baki y Gylf.
—Sólo son siete. —Me senté en un tronco que vi a pesar de la oscuridad
—. Cuando hablamos de cuántos serían, todos creímos que habría más.
—En ese caso, mi señor no necesitará nuestra ayuda —aseguró Uri—.
¿Únicamente siete gigantes? Apuesto a que mi señor y el perro habrán
acabado con ellos antes del desayuno.
—¿No os enfrentaréis a ellos?
Uri negó con la cabeza.
—Baki y tú luchasteis contra los hombres de la montaña.
—En realidad sólo los distrajimos para que mi señor pudiera enfrentarse
a ellos en igualdad de condiciones.
—La verdad es que no se nos da muy bien luchar a este nivel, mi señor
—confesó Baki, incapaz de mirarme a la cara.
—¿Porque fueron vuestros dioses?
Antes de responder, Baki lanzó un suspiro en la oscuridad, bajo los
árboles.
—Los humanos fueron nuestros dioses, mi señor. Ellos nunca fueron tal
cosa.
—Podríamos irrumpir en la hoguera, si cree que eso serviría de algo —
sugirió Uri.
—Aunque a decir verdad, los gigantes no nos temen. Ordenarán que nos
apartemos y tendremos que irnos —añadió Baki.
—Eso si no hacen algo peor, mi señor.
Gylf gruñó.
—Entonces ¿no vais a ayudarnos? Si es así como están las cosas, mejor
será que volváis a Aelfrice.
—Lo haremos si mi señor lo ordena —replicó Uri—, aunque
preferiríamos no hacerlo.
Me sentía molesto.
—Dadme una razón para que no lo haga.
—Sea razonable, mi señor. —Uri se me arrimó hasta que nuestras
caderas se rozaron; al contacto, la cadera de Uri parecía tan cálida y
blandita como la de cualquier mujer humana—. Ni siquiera mi señor quiso
enfrentarse a ellos hasta haber rescatado a su sirviente...
—Y a su amigo —puntualizó Gylf.
—Rescatarlo en Utgard. Suponga mi señor que los cuatro luchamos.
Baki y yo, que no serviríamos de nada, y mi señor y su perro. ¿De qué iba a
servir? Nos matarían a todos, aunque lo más probable es que perecieran mi
señor y su perro, mientras Baki y yo tendríamos que huir a Aelfrice o
enfrentarnos también a la muerte.
Dejó de hablar como invitándome a intervenir. Sin embargo, me
mantuve callado.
—¿De qué serviría eso? ¿Un gigante muerto? ¿Dos, quizá? Ninguno, si
confía en mí. Un caballero y un perro que servirían de alimento a los
cuervos. Retrasémoslos, mejor. ¿Acaso no era eso lo que nos habíamos
propuesto hacer?
Diez minutos después, mientras gateaba por la hierba alta hacia un
puñado de muías atadas, me descubrí pensando en que lo que hacía era
probablemente más peligroso que luchar. A cada movimiento, movía la
hierba, y si los angrborn no me habían oído ya, seguro que lo habían hecho
las muías atadas al nudoso abedul al que me dirigía. No costaba nada verlas
gracias a la luz que desprendía la hoguera; no sólo habían levantado las
orejas, sino también la cabeza. El inquieto pataleo se imponía al rumor de la
corriente del arroyo. Tuve la certeza de que los angrborn lo escucharían, y
al llegarme por fin cerca de las muías pensé que eran perfectamente capaces
de lanzar coces y morder, incluso de hacerlo mejor que un caballo. Creían
que algo se disponía a atacarlas, y no podían considerarse indefensas.
—Esta noche, esos gigantes de hielo han puesto al fuego a un par de
vosotras —susurré.
Mani me había asegurado en una ocasión que había unos pocos
animales capaces de hablar; no lo había creído entonces, y no lo creía
tampoco en ese momento, pero cabía la posibilidad de que me hubiera
dicho la verdad.
—Se supone que sois animales sensatos. ¿No queréis salir de aquí?
No había dejado de avanzar mientras hablaba; una cuerda me rozó la
mejilla. Después de desenvainar la daga y cortarla, oí un resoplido de
satisfacción procedente de la muía a la que había desatado.
Había llegado junto al árbol y me arriesgué a levantar un poco la cabeza
y asomarla detrás del tronco que se interponía entre el fuego y yo. La daga
era buena y afilada, pero las cuerdas eran muy gruesas. Seguía en ello
cuando una de las muías sueltas se alejó. Curiosamente, debía de estar tan
enfrascado en lo que hacía que sólo se me ocurrió preguntarme si sería una
de las que había liberado yo, o una de las liberadas por Uri y Baki.
Corté la cuerda en la que había estado trabajando y busqué la siguiente.
Proveniente de la hoguera se alzó un rumor de voces airadas, graves y
sonoras. Uno de los angrborn se levantó, otro voceó algo y un tercero lanzó
un gruñido. Me apliqué a la labor de cortar las cuerdas con denuedo.
A medio tiro de arco de distancia, una muía cruzó bajo un claro
iluminado por la luna, trotando torpe al galope, azuzada por la doncella elfo
que le teñía el lomo de rojo.
Se partió otra cuerda. Tanteé el tronco en busca de más, pero sólo
colgaban los flecos. Tres de los angrborn habían abandonado la hoguera y
se me acercaban, dos de ellos hombro con hombro, el tercero en la
retaguardia.
—¡Gylf! —voceé—. ¡Gylf!
Me respondió el ladrido de un perro; al cabo de un instante que se me
hizo eterno, se transformó en el gañido del sabueso que ha avistado a la
presa. En algún lugar relinchó una muía, un chillido de terror animal, y una
docena de ellas se dispersaron en todas direcciones. Uno de los gigantes se
arrojó sobre una, igual que un hombre de mi tamaño podría arrojarse sobre
una cabra que huyera. Sin embargo, se le escabulló entre las manos. La asió
de la cola, pero le dio una coz en el brazo y se perdió en la oscuridad.
La bestia negra que había matado a tantos ratones se arrojó a la garganta
de otro angrborn. Alrededor del cuerpo se le cerraban unos brazos más
gruesos que el cuerpo de un hombre.
—¡Disiri! —Eché a correr para sumarme al combate. El tercer angrborn
se me acercaba cuando se topó con una muía en cuyo lomo se extendía una
sombra carmesí. El gigante tropezó y cayó al suelo.
Otro angrborn cerró sobre mí mientras forcejeaba con una criatura que
no era perro ni lobo, sino un animal mayor que un león. Como piedra
arrojada a la ola, la hoja dura en forma de diamante de Rompespadas
golpeó y golpeó. Sin haberlo previsto ni planeado, me vi a lomos del animal
al que había ayudado, corriendo como lo hace el viento por las colinas.
Tenía la sensación de estar cabalgando la tormenta.

Antes de que saliera el sol, Gylf había menguado hasta adoptar el


tamaño habitual; no mucho después, ambos encontramos al corcel blanco
en el mismo lugar donde lo había atado la noche anterior. En lugar de
montar, lo desaté y lo libré del peso de la silla.
—Estás cansado —comentó Gylf—. Querrás dormir. Yo vigilaré.
—Estoy cansado —admití—, pero no quiero dormir y no pretendo
hacerlo. Quiero hablar.
—Me voy.
—No quiero que te vayas. Me perteneces, eso si debo creer que los
bodachan tenían algún derecho sobre ti, y me gustas mucho, muchísimo, y
quiero que sigas a mi lado. Sin embargo, necesito saber cosas sobre ti.
—Te asusto.
—Asustarías a cualquiera. —Como no encontré un tocón o una piedra
donde sentarme, lo hice en un helecho que no distaba mucho de la orilla.
—Me iré.
—Acabo de decirte que no quiero que te vayas. Ni siquiera quiero que
vayas a cazar una liebre para que podamos comer. Aún andamos demasiado
cerca de esos gigantes de hielo. Quiero que me cuentes quién eres.
—Un perro. —También Gylf se sentó.
—Ningún perro normal y corriente sería capaz de hacer lo que haces.
Los perros normales no hablan, por ejemplo.
—Entonces, soy un buen perro.
Busqué la manera de plantear una pregunta que pudiera proporcionarme
una respuesta útil, pero tuve que contentarme con la siguiente:
—¿Por qué te agrandas cuando luchas con algo de noche?
—Porque puedo.
—Cuando teníamos a Mani, quería creer que eras como él.
Gylf lanzó un gruñido.
—De acuerdo, quizá debería decir que quería creer que él era como tú,
pero en gato. Eso me parecía casi siempre, aunque estoy casi seguro de que
no es así.
Gylf se tumbó sin ofrecerme más que silencio.
—Maní aprendió mucho acerca de la magia tras observar a la bruja que
le hizo de dueña. No sabes nada de magia, de modo que lo que haces no
tiene nada que ver con ella. No sé qué es, pero sé que necesito averiguarlo.
A menos que me lo cuentes.
—No puedo.
—En tal caso, puede que Uri pueda. O Baki. —Las llamé, pero no
aparecieron—. Malas noticias. Tenemos que ir a Utgard por Pouk y Ulfa, y
regresar antes de que llegue la mesnada de lord Beel. Vamos a necesitar a
Uri y Baki, aunque puede que tengamos que apañárnoslas solos.
Gylf levantó la cabeza.
—¿Crees que lo saben? ¿Es posible que lo hagan?
—Puede que sí. Puede que incluso nos lo cuenten. Los elfos pueden
cambiar de forma. —Hice una pausa para meditarlo—. Pero no a la luz del
sol. Sin embargo, en Aelfrice, Setr se transformó en un hombre llamado
Garsecg, y Uri y Baki habían sido transformadas en khimairae. O puede que
se transformaran a sí mismas en khimairae. No sé. —Al verle en la
expresión que no entendía nada, añadí—: Los khimairae son monstruos
voladores. Pero hay algo raro en todo esto. No doy con ello, pero sé que lo
hay.
—Duerme —sugirió Gylf
—Tienes razón —admití tras encogerme de hombros—. Necesito
dormir, y si duermo quizá se me aclaren las ideas. Sólo hasta que oscurezca,
¿de acuerdo? Despiértame cuando empiece a anochecer, siempre y cuando
estés despierto, claro.
Mientras me tumbaba en el frío helecho pensé que era peligroso.
Apenas nos encontrábamos a unos kilómetros del campamento angrborn; si
peinaban el bosque en busca de las muías, cabía la posibilidad de que nos
encontraran. Era más probable aún que vieran el corcel blanco, lo atraparan
y lo utilizaran como animal de carga. Sin embargo, forzarme, forzar al
corcel y a Gylf hasta caer rendidos sería aún peor; y en las tierras de Utgard,
por lo que me habían contado, abundarían los gigantes, habría más que en
aquel terreno salpicado de colinas. A medida que caía presa del sueño,
intenté imaginar a uno de los angrborn conduciendo un tiro de bueyes como
lo harían los granjeros subidos a un tractor de juguete, pero por mucho que
me esforcé fui incapaz de imaginar tal cosa.

El agua me envolvió, arrastrándome consigo. Un banco de peces como


joyas escarlatas pasó por mi lado, para fundirse con otro banco de plata
iridiscente. Se fundieron, se cruzaron. Los peces iridiscentes me rodearon y
desaparecieron.
El rostro femenino de Kulili yacía debajo de mí como una isla debe de
hacerlo bajo un ave. Movió los vastos labios, aunque el único sonido que
produjeron lo oí en la mente.
«Yo los hice. Les di forma como una mujer moldea la masa, tomando
algo de los árboles, algo de las bestias que los derribaban, y algo de mí
misma.»
Entonces le vi las manos, unas manos tejidas de un millar de millones
de lampreas, y Disiri tomando forma a medida que éstas avanzaban.
Aquel sueño se extravió entre muchos otros sueños de muerte, mucho
antes de que me aletearan los párpados.
Aunque no se extravió del todo.

Desperté al anochecer, y en menos de una hora cabalgaba en dirección


norte, seguido al trote por Gylf.
—Creo que lo tengo —le dije más o menos cuando asomó la luna—. No
todo, pero sí un montón de cosas que me preocupaban.
—¿Acerca de mí? —preguntó Gylf.
—Y también de otros asuntos. Pensaba que sólo cambias de forma
cuando es de noche.
—Generalmente, sí.
—Ajá, generalmente, pero no siempre. No cuando tú, yo y el viejo Toug
nos enfrentamos a los bandidos, por ejemplo.
Continuamos en silencio; el corcel cabalgaba en la oscuridad igual que
surcaba la luna el frío firmamento.
—¿Recuerdas a tu madre, Gylf? ¿La recuerdas?
—Su olor.
—De algún modo te viste separado de ella. ¿Recuerdas cómo sucedió?
—No debía irse. —La voz de Gylf tenía un matiz reflexivo—. Pero se
fue.
Pensé en los niños pequeños en casa.
—¿Vagabundeaste?
—No podía quedarme. La gente parda me encontró.
—Los bodachan.
Gruñó con aire ausente.
—Se inclinaron ante mí cuando te entregaron, Gylf. ¿Recuerdas?
Intentaron ocultar los rostros.
—Sí.
—Creo que me educó alguien de Aelfrice, Gylf. Me siento como si
hubiera aprendido mucho allí. Sin embargo, ni sé por qué, ni recuerdo lo
que aprendí.
—¡Vaya!
—Ni siquiera sé si aprendí algo. Pero creo que los bodachan te
educaron. Te adiestraron o como sea que tú lo llames. Te enseñaron a
hablar, posiblemente, y creo que lo más probable es que te enseñaran
también a cambiar de forma, cómo hacerlo, y te advirtieron de que no
debías intentarlo a la luz del día, al menos aquí no, en Mythgarthr.
—Cerdos.
Tiré de las riendas.
—¿Qué has dicho?
—Cerdos. ¿Los hueles?
—¿Crees que andan cerca? —Entrecerré los ojos para mirar en la
oscuridad, y más que ver, percibí que Gylf había levantado la cabeza para
husmear al viento.
—No.
—Podríamos continuar —dije al cabo de uno o dos minutos—. Si no
podemos cabalgar por este territorio de noche, tampoco podremos hacerlo
de día.
—Me gustan —dijo Gylf cuando coronamos la siguiente colina.
—¿Los cerdos? —pregunté, tras despertar de mi ensimismamiento.
—Los elfos.
—En tal caso, supongo que se portaron bien contigo. Me alegro.
—Tú también.
—Pues las has pasado canutas a mi lado.
—Sólo una vez.
—¿En el barco?
—En la cueva.
Tras eso cabalgué en silencio. Había un ruiseñor que trinaba en los
árboles que bordeaban el río, y me descubrí preguntándome por qué un
pájaro que sería bienvenido allá donde quiera que fuera había escogido vivir
en Jotunlandia. Me hizo recordar cómo me había quedado en la cabaña para
evitar molestarte. No me había importado, y de hecho me gustó hacerlo; y
eso me hizo comprender que también yo me sentía a gusto ahí solo, en
Jotunlandia. La gente está bien, y de hecho algunos son incluso buenas
personas; pero no hay forma de ver el castillo de Valpadre cuando estás con
ellos.
Además, me alegraba de estar de nuevo a solas con Gylf. Tenía razón
acerca del bosque, y lo cierto era que no lo había pensado a fondo cuando
sucedió. Pensé mucho entonces acerca de cómo se había hecho más grande,
y en lo de cabalgar a lomos de Gylf en lugar de hacerlo en el corcel. Era un
perro enorme, muy grande, incluso cuando era pequeño, porque aquél era el
tamaño menor que podía alcanzar. De haber podido, hubiera adquirido el
tamaño de un cachorrillo, como Ming Toy, el perro de la señora Cohn. Pensé
que un perro, un perro enorme como Gylf, era la mejor compañía que
cualquiera podía desear.
Intenté pensar en quién querría tener a mi lado en lugar de Gylf Disiri, si
ella me amara. Pero ¿y si no era así? Disiri era maravillosa, sí, aunque
también dura y peligrosa. No volvería a estar a mi lado hasta que encontrara
a Eterna, y puede que ni siquiera entonces. Pensé que si ella tuviera la
misma impresión de mí que yo tenía de ella, no se me apartaría ni un
instante.
Hubiera estado bien tener a Garvaon; más que bien, puesto que en
realidad era Setr. La compañía de Idnn me supondría una constante fuente
de preocupaciones, y no hubiera estado mal tener a Pouk. Hubiera querido
hablar, y habría tenido que cerrarle la boca, aunque sabía cómo hacerlo.
Finalmente pensé en Valiente Berthold. Él sería perfecto, y en cuanto
me acordé de él, lo eché muchísimo de menos. Nunca había estado del todo
bien el tiempo que pasé con él, por el modo en que el cráneo le presionaba
el cerebro. Olvidaba cosas que debía recordar, y la mayoría del tiempo
caminaba como si estuviera borracho. Pero cuando pasabas tiempo con él
aprendías a ver al hombre que había sido, al hombre que había luchado
contra viento y marea, y lo cierto era que se apreciaba en él mucho de aquel
hombre. No había escuela en el lugar donde nació, pero su madre le enseñó.
Sabía bastante de cuidar la tierra y de carpintería, y también sabía mucho
acerca de los elfos. Nunca le había preguntado qué debía decir cuando
hablara con ellos, y ya era demasiado tarde para hacerlo. Sin embargo,
estaba seguro de que él lo hubiera sabido. Valiente Berthold habría sido
perfecto.
También habría sido estupendo tener a Ravd a mi lado. ¿Por qué la
gente más valiosa tenía que morir? Eso me hizo pensar en la espada rota, en
cómo la había recogido del suelo y luego había vuelto a dejarla antes de
echarme a llorar y llorar, y recordé la cueva donde habíamos hallado la
espada rota de Ravd, la cueva a la que debía de referirse Gylf.
—Nunca hemos estado juntos en una cueva, exceptuando aquella donde
los bandidos ocultaban el botín —dije, al cabo—. No estuvimos allí mucho
rato. ¿O te referías al pozo del cable? Esa época fue bastante tremenda para
ambos.
—Estaba solo —explicó Gylf—.Tú no estabas ahí.
—¿La cueva de Garsecg? Oí algo al respecto. ¿No te encadenaron ahí
dentro?
—Sí.
De modo que Garsecg había encadenado a Gylf, igual que habían hecho
los angrborn. Por un instante, me pregunté por qué Gylf se lo había
permitido. Al cabo, comprendí que no le gustaba adoptar la forma de
aquello que era en realidad. Lo hacía cuando debía luchar, pero antes que
hacerlo prefería que lo encadenaran.
—La cueva de Garsecg nos devuelve al cambio de forma —dije—.
Cambias de forma, aunque siempre para aumentar de tamaño. Garsecg me
contó en una ocasión que si bien los elfos son capaces de cambiar de forma,
conservan el mismo tamaño.
—No es bueno.
—Ya, pero seguro que está bien. Uri y Baki pueden adoptar formas
voladoras, y a mí me encantaría poder hacer algo parecido. Pero si es
verdad, no se trata de lo que tú eres capaz de hacer. Hablamos de cosas
diferentes que sólo nos parece que son la misma.
Hice un esfuerzo por buscar una analogía.
—Cuando abandoné el barco por primera vez con Garsecg, conocí a
esas kelpies, elfos marinos, que me rodearon. Temí ahogarme y me dijeron
que no me preocupara, que mientras las acompañara no me ahogaría.
Gylf levantó de nuevo la cabeza, husmeando.
—Después nos quedamos solos Garsecg y yo, a pesar de lo cual no nos
ahogamos. Más tarde me sumergí en el estanque de la Torre de Cris.
Descendía hasta el mar, el mar de Aelfrice, y estuve solo bajo el agua hasta
que conocí a Kulili, a pesar de lo cual tampoco me ahogué.
—¿Ves el seto? —preguntó Gylf.
—Distingo una línea oscura y larga —respondí—. Me estaba
preguntando si sería un muro.
—Hay alguien allí.
Destrabé a Rompespadas en la vaina.
—Creo que sería mejor fingir un rato más que ignoramos su presencia.
Cuando nos acerquemos, podrías acercarte a echar un vistazo.
—De acuerdo.
—Lo que intentaba decir es que probablemente las kelpies puedan
proteger a quienes las acompañen, pero que no fueron ellas quienes me
protegieron. Lo que me protegió fue algo que recogí la primera vez que
estuve en Aelfrice, algo que parecía lo mismo hasta que lo mirabas de
cerca.
—Ah.
—De modo que no cambias como lo hacen los elfos. Disiri es alta y
delgada, pero cuando estábamos a solas (y aunque fue en una cueva, tú no
estabas conmigo entonces) se hizo... bueno, ya sabes, más redondita. —Me
sonrojé al recordarlo—.Y estuvo muy bien. Y también empequeñeció.
¿Sólo hay una persona tras el seto?
—Y un tejón.
—¿Sólo un humano?
—Eso creo —respondió Gylf tras husmear de nuevo.
—Le conté a Garsecg lo de Disiri, cómo había empequeñecido para
hacerse más rellenita. Sin embargo, debí haber pensado en él. Se convirtió
en un dragón, nada menos, y el dragón era mucho mayor que él. También
adoptó una forma similar a la mía, aunque yo sea mayor que él. ¿Podrías
adoptar una forma parecida a la mía?
—No.
—¿Podrías convertirte ahora mismo en esa cosa enorme en la que te
conviertes a veces?
Gylf creció. Le ardieron los ojos como ascuas y los colmillos de medio
metro le separaron los labios. Surgió del seto un gemido de temor, débil
pero no lo bastante para evitar que lo oyera, momento en que el perro se
arrojó hacia seto y yo espoleé al corcel tras él.
64
UN CIEGO DE BARBA BLANCA
Para cuando alcancé a Gylf, había vuelto a adoptar la forma que solía
tener, tras decidir quizá que un perro normal y corriente bastaba para
mantener petrificada a una anciana. Se apartó de ella cuando le ordené
hacerlo. La anciana lloraba y jadeaba, enroscada como una gamba en las
hojas secas que había al pie del seto.
—Calma, calma. —Tras desmontar, me arrodillé junto a ella y le puse la
mano en el hombro—. Arriba ese ánimo, anciana. Gylf no va a hacerle
daño, y tampoco yo.
Pero la anciana no dejaba de llorar. Había algo oscuro que unía las
manos que le cubrían el rostro, y lo examinaba tan de cerca que podía
decirse que lo hacía con el tacto en lugar de con la vista.
—Me gustaría tener una lámpara —dije.
—Oh, no, señor. ¡No desee tal cosa! —La anciana asomó la mirada
entre los dedos—. Seguro que el amo nos vería si encendiera una. No lo
hará, ¿verdad?
—No. Pero sólo porque no la tengo. ¿Te puso el amo esa cadena?
¿Quién es?
—Sí, señor. Fue él quien lo hizo, señor. Es usted uno de esos caballeros,
¿verdad? ¿Como los que hay al sur?
—Así es.
—Cuando era una moza, señor, algunos que se acercaron al pueblo.
Eran hombretones como usted subidos a enormes caballos y cubiertos de
hierro. ¿Tiene ropa de hierro, señor? —Apartó una mano del rostro para
tocarme el brazo—.Yo nunca me he puesto nada de hierro.
—¿Eres una esclava? —Un misterioso gemido me llenó la mente
mientras hablaba; me sacudió un temblor que en seguida quedó en nada—.
Te he preguntado el nombre de tu amo. ¿Y el tuyo?
—Ah, él, señor. No es un amo bueno, señor, no como su padre, aunque
los he visto peores, señor. Es bastante duro, señor. Duro. —La anciana
ahogó una risilla—. Le gustaría más si fuera más joven, señor. Ya sabe
usted cómo es. A su padre le gustaba, señor, se llamaba Hymir. A mí no me
gustaba, señor, porque era más grande que su caballo, señor, pero la verdad
es que se portaba bien conmigo. Yo entonces no sabía que estuviera siendo
amable, señor, pensaba que quería que fuera más grande, ya sabe, y lo
descubrí más tarde, porque ahora soy muy mayor ya, así que Hyndle me
deja en paz. Es la parte más agradecida del trabajo para las mujeres, señor,
eso es lo que dicen, o eso o se mueren de hambre. Aunque no sé qué es
peor.
—¿Hyndle es tu amo?
—Sí, señor —respondió la anciana mientras se incorporaba.
—Hyndle es angrborn, a juzgar por lo que me has contado de él.
—¿Así llaman a los gigantes, señor? Entonces, sí, señor.
—Si estás huyendo de él...
—¡Oh, no, señor! —exclamó la anciana, sorprendida—.Vaya, jamás
haría tal cosa. ¿Para qué? Me moriría de hambre y nunca llegaría al lugar
donde vive la gente normal. Y si lo hiciera, me moriría de hambre allí,
señor. ¿Quién iba a dar de comer a una anciana como yo?
—Yo lo haría si pudiera —aseguré—. Pero tienes razón, no podría. Al
menos, no por ahora. ¿Qué haces aquí de noche, en lugar de estar
durmiendo?
De nuevo ahogó una risilla.
—¿Eres elfo? ¿Has adoptado esta forma para burlarte de mí?
—¡Oh, no, señor!
—Entonces, ¿qué haces aquí fuera?
—No me creerá, señor.
Gylf lanzó un gruñido agudo y me acerqué a acariciarle la cabeza, con
lo que fui a decirle que nos marcharíamos en uno o dos minutos.
—Es por un hombre, señor. Así es, y no debí reírme. Pero está lejos,
señor, y yo ando cansada después de haber trabajado todo el día. Si... si
pudiera llevarme a caballo un trecho, señor, se lo agradecería hasta el día de
mi muerte.
Asentí pensativo.
—Iba a decirte que si huías tan sólo podría desearte buena suerte, ya
que no podía serte de ayuda. Debo ir a Utgard tan rápido como sea posible.
Odio que el caballo cargue con más peso porque ya se ha lastimado una
pata. Sin embargo, no debes de pesar ni la mitad que yo, y la armadura pesa
la mitad que yo. —Me agaché para ayudarla a levantarse, pensando en lo
flacucha y ajada que parecía a la luz de la luna—. Así que te subiré a la
silla.
Cuando la levanté para sentarla en el corcel, lanzó un gritito.
—Eso es. No tienes por qué sentarte a horcajadas; además, dudo puedas
hacerlo con esa falda. Deja los pies ahí y cógete a la perilla. Yo lo conduciré
de las riendas, de modo que irá a mi paso. ¿Adónde vas?
Señaló más allá del seto.
—Está lejos, señor.
—No será para tanto. —Tenía que mirar dónde pisaba, así que no me
molesté en volverme para mirarla—. Sobre todo si habías planeado caminar
de noche. Después ibas a volver a casa, ¿no? Para meterte en la cama.
—Sí, señor.
—Tan lejos no estará, entonces. —Apreté un poco el paso, algo a lo que
no estaba acostumbrado.
—¿No tiene miedo de dejar atrás al perro, señor?
Me esforcé para mirarlo, pero el lomo y la larga cola parda de Gylf
habían desaparecido bajo la luz de la luna en el seto.
—No, anciana. Se nos habrá adelantado para explorar por si hay
peligro, que es precisamente lo que le hubiera ordenado hacer de haber
podido.
—Y conejos, señor. Tiene la boca grande por lo que he visto.
—Así es, aunque esta noche no creo que vaya a atrapar conejos. —Di
cien buenos pasos en silencio, más o menos, antes de reducir la marcha—.
¿Has llegado a contarme qué motivo te ha empujado a salir de noche,
anciana? Mencionaste a un hombre.
—Sí, señor —dijo en tono abatido—. Creerá que estoy loca, yendo
detrás de un hombre a mi edad.
—Sólo hay una mujer en mi corazón, y los demás creen que estoy loco
por ello —le dije—, de modo que eres una loca a lomos del caballo de un
caballero loco. Nosotros los raros tenemos que ayudarnos o acabaríamos
aullando en el pantano.
—¿Me hablará de ella, señor?
—Lo haría durante un año sin parar. Sin embargo, no anda cerca,
mientras que tu hombre sí lo hace. O lo hará en breve, esperemos. ¿Es un
buen hombre? ¿Sabe que vas a visitarlo?
—Sí, señor —respondió con un suspiro—. Es un buen hombre. Y lo
sabe, señor. ¿Puedo contarle cómo nos van las cosas, señor? Me aliviaría
mucho, y si quiere puede reírse a sus anchas.—Puedes —murmuré al
tiempo que apretaba de nuevo el paso—. Sí, puede que ría. Aunque no creo
que lo haga.
—Fue hace años, señor. Ambos vivíamos en un lugar pequeño al sur.
Ahí todas las chicas le habían echado el ojo, señor, pero él sólo tenía ojos
para mí. Y no se conformaría con otra. Eso aseguraba él, señor, y así era.
—Sé a qué te refieres, anciana.
—Que todos los overcynos le bendigan por ello, y a ella también. —La
anciana permaneció un rato en silencio, sumida en los recuerdos.
»Me raptaron, señor. Vinieron los gigantes por nosotros como suelen
hacer, señor, cuando cambian de color las hojas y no les molesta moverse.
Me encontraron. Fue Hymir, señor, mi amo. Así que tuve que... bueno, tuve
que hacer lo posible por él, y cargar con ello cada dos por tres, y entonces
nació Heimir, señor. Mi hijo, eso es. El amo Hyndle lo echó o me habría
ayudado, lo sé. —Hizo una pausa.
»No podríamos decir que es un joven guapo, señor, y soy yo, su madre,
quien lo admite. Tampoco es astuto, y no empezó a hablar hasta que me
superó en altura. Pero su corazón... usted tiene buen corazón, señor. De lo
mejor que he visto nunca, pero no supera al de mi Heimir, señor. Ninguna
mujer ha tenido un hijo mejor.
—Eso es bueno saberlo.
—Lo es para mí, señor. ¿No está cansado, señor? Podría andar un rato si
usted descansa.
—Estoy bien. —La verdad era que me alegraba estirar las piernas, y
sabía que debía al corcel un breve descanso de tanto peso.
—Corre usted lo suyo, señor, aunque aún queda un buen trecho.
—Me concentro y pienso en el mar, en las olas que golpean la costa, ola
tras ola tras ola tras ola, sin cesar. Esas olas se convierten en mis pasos.
—Creo que lo entiendo, señor. —Lo cierto era que, a juzgar por el tono
de voz, no había entendido nada.
—O floto sobre ellas. Me lo enseñó alguien, o puede que me hablaran
de ello y dejaran que el mar me lo enseñara, sin magia. El mar está en
todos. La mayoría de la gente ni siquiera llega a sentirlo. —Decir aquellas
cosas me hizo pensar en Garsecg, y me pregunté de nuevo por qué Garsecg
no había ido a verme a Mythgarthr.
—Me abrió, lo hizo, tener a mi Heimir. Así que luego pudimos, si sabe
a qué me refiero. Como una esposa de verdad, como suele hacerse, señor.
—¿Tú y el angrborn que te había secuestrado, anciana? ¿Ese Hymir?
—Sí, señor. No es que yo quisiera, señor. Me dolió horrores cada vez.
Pero él quería y lo que decía era sagrado entonces. Así tuve a Hela, pero
huyó. El amo no debería tocarla por ser su hermanastra, pero ella... verá,
señor. Nunca lo diría. Tiene esa enorme mandíbula, como todos, señor, y los
ojos grandes, ya sabe. Y unos pómulos que parecen los cuernos de un
ternero, señor, si sabe a qué me refiero. Buena piel, señor, y pelo rubio
como yo en mis tiempos. Ese cabello rubio por el que me tomó el amo, su
padre. Me lo contó una vez, así que ya fue mala suerte ser rubia. Claro que
de haber sido castaña o haber tenido el pelo más oscuro, probablemente me
hubiera matado.
El seto había terminado, pero no aquel sendero que serpenteaba entre
los árboles y la maleza que bordeaba el río.
—Hubo momentos en los que deseé haber muerto —murmuró la
anciana.
—¿Vamos a visitar a tu hijo Heimir?
—Oh, no, señor. No sé dónde está, señor. Se trata del hombre del que le
hablé, con el que iba a casarme hace tiempo. También a él lo apresaron,
señor, ¿puede creerlo? Lo secuestraron por luchar como lo hizo, a pesar de
la barba blanca; es increíble. Espero que el caballo no lo asuste. Me refiero
al ruido, señor.
Sonreí.
—Espero que los pasos no sean más ruidosos que los de otros caballos;
alguien con agallas suficientes para enfrentarse a los angrborn no temerá a
un caballo. Además, te verá subida a la silla, a menos que la luna...
—¡Ah, no! No me verá, señor. No puede, señor. Es... eso es lo que le
hace creer en el fondo, ya sabe, señor, muy en el fondo...
La anciana parecía atragantarse, así que me volví hacia ella.
—¿Pensar qué?
—Pues que soy como era entonces, señor. Usted... bueno, usted aún es
joven, señor.
—Lo sé, anciana. Más joven que tú, supongo.
—Y sólo por el hecho de que piense lo que piensa, en el fondo... bueno,
yo se lo he dicho, señor, no podía mentirle con algo así. Pero así me ve él
cuando piensa en mí... y además es el único modo que tiene de hacerlo,
señor...
—Vuelves a ser joven. Por él.
—Sí, señor.
—A veces también a mí me gustaría serlo, anciana. Joven por fuera
como lo soy por dentro. ¿Es ciego?
—Sí, señor. Ellos lo cegaron, señor. Los hombres, me refiero. Por
grandes que sean, les tienen miedo a los nuestros. —El orgullo de la
anciana se vio enardecido al escucharse decir aquellas palabras—. Así que
los ciegan, y a él lo cegaron a pesar de lo viejo que era. Pero él me ve,
señor...
Gylf salió de la oscura noche con un gañido.
Tiré las riendas y le acaricié la húmeda y cálida cabeza.
—Has encontrado a alguien.
A pesar de que apenas pude verlo asentir, lo percibí.
—¿Peligroso?
Sacudió la cabeza.
—¿Un ciego de barba blanca?
Gylf asintió de nuevo.
—Ahí arriba es donde nos vemos, señor —informó la anciana, a lomos
del corcel—. ¿Ve ese árbol enorme que se recorta contra el cielo? Está en lo
alto de una colinita, aunque antes habrá que atravesar el vado.
—Y así lo haremos —le aseguré.
65
OS LIBERARÉ
El vado resultó poco profundo en cuanto lo alcanzamos, pues sus
tranquilas aguas apenas nos llegaban a la altura de la rodilla. En la otra
orilla, me sequé los pies y las piernas como pude con un trapo que llevaba
en la alforja, antes de ponerme de nuevo las calzas y las botas.
—Es más hondo en primavera —explicó la anciana—. Este es el único
lugar por el que puede cruzarse entonces. ¿Me ayuda a bajar, señor?
—Vi un vado tan profundo en la Ruta de Guerra que no nos atrevimos a
cruzarlo por temor a vernos arrastrados por la corriente. —Cogí a la anciana
de la cintura, la levanté en la silla y la deposité en el suelo—. Tuvimos que
aferrar los estribos del caballo que teníamos al lado y conducir a los
nuestros, mientras el agua rebullía a nuestro alrededor.
—En primavera es imposible, señor. Sólo los gigantes pueden cruzarlo.
Asentí.
—A partir de aquí será mejor que vaya yo delante, señor. Caminaré tan
rápido como pueda, si me sigue. ¿No me abandonará ahora, señor? Quiero
que lo conozca, señor, y que hablen.
—No te abandonaré —le prometí—. Debo preguntaros acerca del
camino a Utgard.
—Usted y el caballo tendrán que caminar muy despacio o me
adelantarán.
Asentí mientras la veía fundirse en la noche.
—Será mejor esperar aquí un par de minutos, Gylf.
—Sí.
—¿Sólo hay un anciano ahí?
—Sí. Es un buen hombre. —Gylf pareció titubear—. Lo dejé
acariciarme.
—¿Es fuerte?
—No como tú —respondió tras pensarlo unos instantes.
—¿Gerda? ¿Gerda? —Se oyó decir a cierta distancia.
—Está cerca —murmuró Gylf.
—Lo bastante para oírle los pasos, al menos. Y para que nosotros le
oigamos a él. —Recogí las riendas del corcel.
—Hambre.
—También yo tengo hambre —admití—. ¿Crees que podrían
encontrarnos algo de comer? Debe de haber mucha comida en la casa de
uno de esos gigantes.
—Sí.
—Y ¿dónde está la casa, por cierto? ¿Has visto alguna?
—Al otro lado de la colina.
Colgué las riendas en el cuello del caballo y monté.
—Habrá cerdos, ovejas y demás. Si la cosa se pone fea, podríamos
robar algo. —Rocé con las espuelas los costados del corcel y éste echó a
andar con paso vacilante.
—¿Llevas el arco?
El arco y el carcaj colgaban del lado izquierdo de la silla. Los levanté
para que pudiera verlos.
—¿Por qué lo preguntas?
—Ellos los ciegan —respondió Gylf antes de alejarse.
La colina hacía una pendiente suave y no era muy alta. Me detuve al
llegar cerca de la cima para echar un buen vistazo al bulto oscuro de la
granja, situada, o eso me pareció a la luz de la luna, bastante lejos.
—Ahí, señor —dijo la anciana—. Bajo el árbol.
—Lo sé. —Tras desmontar, llevé al corcel de las riendas.
—El perro ya ha llegado —dijo un hombre con voz ronca—. Buen
perro.
—Lo es. —Pensaba en lo bien que me iría una linterna cuando me reuní
con ellos. Dejé al corcel pacer a su aire—. Soy un caballero del castillo de
Sheerwall, anciano, y me llamo sir Able del Gran Corazón.
—Able —dijo el anciano—. Yo tuve un hermano que se llamaba así.
—Es un buen nombre, supongo —asentí.
—Se llama Berthold, señor —intervino Gerda—. Valiente Berthold, así
lo llaman desde que era joven.
Alcancé a ver, a la escasa luz de la luna, la mano de Valiente Berthold
que buscaba y encontraba la de Gerda.
66
¿QUÉ SOY YO?
Por supuesto, lo reconocí al instante. Quise abrazarlo y llorar; sin
embargo, también era perfectamente consciente de que jamás me creería. Y
si lo hacía, volvería a insistir en que yo era el hermano que había perdido.
No podría soportarlo, y lo sabía. Endurecí el tono de voz tanto como pude.
—He protegido a Gerda y la he acompañado a este lugar, tal como le
prometí que haría. Tendréis mucho de qué hablar, y yo tengo un asunto
urgente que atender en Utgard. ¿Cómo puedo llegar allí?
—Diríjase al norte —murmuró Valiente Berthold—. Siga la estrella.
Eso es lo que he oído.
—¿Nunca has estado allí?
—No, señor.
—Yo tampoco —confesó Gerda.
—Mal lugar; lo es incluso para ellos, señor. Lástima que un joven como
usted tenga que ir allí.
Valiente Berthold tanteaba en mi dirección.
—¿Puedo palparle? Su voz me recuerda a la de mi hermano.
Toqué la mano de Valiente Berthold.
—Es mayor que la mía —dijo al estrecharla—. Mi hermano no era más
que un crío.
—Ahora recuerdo a Able. Era pequeño cuando eras grande, aunque
ahora debería de ser tan mayor como nosotros, o casi.
—Able fue secuestrado. Desapareció durante años. A su regreso, no era
mayor que entonces. Eso sucedió el año pasado, o puede que el anterior. —
Valiente Berthold guardó silencio, y a juzgar por cómo se le movía la barba
comprendí que mascullaba entre dientes—. Pensé que vendría a rescatarme.
Puede que esté en ello. Apenas era un crío. Pero tuvo que crecer.
—Aquí tienes a un Able —le recordó Gerda; Gylf movía la cola, un leve
rumor entre la pinaza caída.
—He intentado convencerla de que huya conmigo, señor, pero no
quiere, y yo no puedo si ella no me acompaña, así que aquí seguimos —
explicó Valiente Berthold.
Asentí, aunque Valiente Berthold no pudo verlo y de hecho era dudoso
que Gerda pudiera.
—Entiendo; ya me dijo que no quería huir.
—Le dije eso porque no estaba segura de poder confiar en usted, señor.
Entonces, al menos, no lo estaba. Me gustaría huir si pudiéramos hacerlo
sin que nos alcanzaran. —Se volvió hacia Valiente Berthold para añadir—:
Por eso lo traje. Es un caballero, un caballero de los de verdad, de esos que
no temen a nada. Él nos ayudará.
—A los caballeros no les preocupa la gente normal —masculló Valiente
Berthold.
—Os ayudaré si puedo, pero no tendría sentido que me acompañarais a
Utgard —le dije—, y debo ir allí primero para rescatar a mi sirviente. —
Suspiré, preguntándome si podría hacerlo todo—. También hay allí una
mujer llamada Ulfa, que me ayudó en una ocasión. Ahora Pouk está ciego,
supongo; pero igualmente debo liberarlo. No, de hecho, ahora más que
nunca. —Aunque no quise añadirlo, se me escapó lo siguiente—: Igual que
debo liberaros a ti y a Gerda.
—¡Gracias! ¡Ay, gracias, señor!
—Después, debo ayudar a cierto barón a recuperar el tesoro destinado al
rey Gilling. Luego puede que encuentre a Svon y a Org. Svon es mi
escudero. Org es... No creo que lo entendáis, pero el caso es que me
gustaría tenerlo aquí. Y también a Svon.
—Los encontraré si quieres, mi señor —me dijo una voz a la espalda.
Gerda lanzó un gritito.
—Aún no. Me preguntaba dónde os habríais metido —dije a Uri.
—Dispersando a las muías. A estas alturas, los angrborn las habrían
recuperado de no haber sido por nosotras.
—¿Eres toda negra? —preguntó Gerda a Uri—. Apenas puedo verte. Es
como si yo también fuera ciega.
—Soy una mujer de los elfos del fuego —explicó Uri, que se iluminó
hasta refulgir como un atizador al rojo.
—¿Has venido a torturarme? —masculló Valiente Berthold—. Haz lo
que debas, haced todos lo que debáis.
—Cumplo un encargo de mi señor —le dijo Uri—. Si deseas que te
torturen, en cuanto tenga un respiro intentaré encontrar a alguien que se
ocupe de ello.
La mano derecha de Valiente Berthold la atrapó por el cuello.
—Aquí. La tengo, sir Able.
—Suéltala, por favor. No es enemiga tuya ni mía.
La mano izquierda de Valiente Berthold la atrapó del brazo y le soltó el
cuello.
—No parecen de verdad. Nunca lo parecen.
—Parecen menos reales aquí de lo que parecemos nosotros, igual que
nosotros parecemos más reales en Aelfrice de lo que parecemos aquí. —En
realidad, seguía sin tenerlo claro, a pesar de lo cual seguí adelante—: Uri y
Baki, Baki es otra doncella elfo, languidecen y se debilitan a la luz de
nuestro sol.
—¿No va a pedirle que me suelte, mi señor? —preguntó Uri—. ¿Acaso
les he hecho yo algo que no pueda considerarse bueno?
—Suéltala, Bert —murmuró Gerda mientras le daba una palmada en la
mano; sin embargo, Valiente Berthold no la soltó.
—Recuerdo que en una ocasión me alzaste y me llevaste por ahí
volando —dije a Uri—. Baki, tú y algunas otras amigas vuestras. —Hice
una pausa mientras lo meditaba—. No creo que hacerme esa pregunta haya
sido muy buena idea.
—En tal caso, digamos que no he llegado a hacerla.
—Es un poco tarde para eso. —Me froté la barbilla—. Dime, Uri, ¿era
yo menos auténtico en Aelfrice que Baki y tú? Garsecg me dijo que así era.
Gerda rió con disimulo.
—Esa pregunta debería hacérsela a un filósofo, mi señor.
—Baki y tú me habéis visitado muchas veces en este lugar. ¿Qué le
impide a Garsecg hacer lo mismo?
—Los hay malvados, sir Able —aseguró Valiente Berthold—. ¡No
confié en ellos!
—Ya lo he hecho. —De nuevo, suspiré—. A menudo. ¿Por qué no viene
Garsecg, Uri?
—No es la primera vez que mi señor me hace esa pregunta.
Pregúnteselo al propio Garsecg.
—No tengo por qué, puesto que sé la respuesta. Y tú, también. ¿Por qué
no la dices? —Intenté hablar como si se me acabara de ocurrir.
Uri no habló. Se le apagó el fuego, de tal forma que durante unos
instantes pareció que Valiente Berthold tenía aferrado un puñado de
oscuridad.
—De acuerdo, pasemos a otra pregunta, una que no podrás decir que te
he planteado antes. Puesto que los elfos podéis luchar en Aelfrice y soy
miles y miles...
—No podemos luchar como vosotros, mi señor.
—¿Por qué quiere Garsecg que me enfrente en su lugar a Kulili? Una
hueste de elfos no pudo con ella. Pese a ello, Garsecg, que teme venir aquí
y hablar conmigo, quería que la desafiara en su nombre. ¿No te parece que
llama un poco la atención?
—¿Puedo hablar con sinceridad, mi señor?
—Por supuesto.
—Se trata de asuntos elevados. No está bien tratarlos en presencia de
personas sin distinción alguna.
—Te refieres a Gerda y su amigo.
—Sí, mi señor.
—No estoy de acuerdo en que no sean distinguidos, Uri. Pero para
abreviar, me limitaré a decirte una sola cosa; luego podremos hablar de
cualquier otro asunto. El caso es que Garsecg vino a Mythgarthr. Vino
cuando me hirieron y hablamos un poco a bordo del Mercader del Oeste.
Volvió a hacerlo cuando estuvimos en la Torre de Cris. ¿Te prometí decir
una sola cosa? ¿Sólo una?
—Sí, mi señor.
—No lo prometió —apuntó Gerda.
—Y si fue una promesa, voy a romperla porque quiero contarle a Uri
que Garsecg parecía irreal en ambos mundos. Parecía una fina lámina de
cristal azul incluso al mirarlo a la luz de las estrellas. ¿Te basta con eso,
Uri?
—De sobras, mi señor.
—¿Te das cuenta de que sé todas las respuestas a las preguntas que te he
formulado?
—Sí, mi señor. Soy su esclava, mi señor. Su más humilde devota.
—Hablarás con Garsecg al regresar a Aelfrice. ¿Acaso no os reuníais
allí con él para informarle de mis pasos?
—¡No teníamos otro remedio, mi señor!
—¿Dónde está Baki? —pregunté tras encogerme de hombros.
—Sigue dispersando a las muías, mi señor —respondió Uri en un tono
de voz que daba fe del alivio que sentía—. Hay algunas que los angrborn no
han recuperado. Ella los incordia de varios modos, como hice yo donde
había más. También adoptamos la forma de asnos y otras cosas para
confundirlos.
—¿Qué hará cuando alcancen a la última muía?
—Venir aquí, mi señor, a contárnoslo.
—Estupendo. Valiente Berthold, ¿esa casa del norte es la de tu dueño?
—Debe de serlo, sí. No hay otras por aquí.
—Así es, señor —confirmó Gerda—. El dueño se llama Bymir, es un
amo muy duro, el más duro.
—¿Tiene ganado ese Bymir? No he visto establo.
Valiente Berthold rió.
—Los ojos no lo ven todo, señor caballero. El establo para el ganado
está al otro lado de la casa. La casa es grande, al contrario que las vacas.
—Comprendo. ¿Quién las ordeña?
—Yo, señor.
—Eso está bien. Gylf y yo estamos cansados y hambrientos, por no
hablar del caballo. Dormiremos en ese establo, pero no le digas nada a tu
amo.
—Claro que no, señor.
—Nos acercaremos allí ahora, y Uri nos acompañará. Cuando lleguéis a
casa, quiero que nos busquéis algo de comer. ¿Podréis hacerlo?
—Sí, señor. Y lo haremos.
—Gracias. Nos marcharemos por la mañana, y no tomaremos ni
haremos nada que pueda despertar sospechas.
—¿Y nosotros, señor? —preguntó Gerda.
—Debo ir Utgard a por Pouk y Ulfa. Ya os hablé de ello. Cuando los
haya rescatado, volveremos por este mismo camino y os llevaremos con
nosotros al sur.
—¡Es un buen hombre! Lo supe en cuanto lo vi con la anciana, señor.
—No puedo pagarle —murmuró Valiente Berthold—.Ya me gustaría.
—Me pagarás con la comida de la cocina de tu amo. —No había
entendido lo que acababa de decirme Gerda, y en seguida lo olvidé—.Y
ahora, suelta a Uri.
Valiente Berthold obedeció. Uri salió de la sombra del pino a la luz de la
luna.
—¡Gracias, mi señor!
—De nada. Ve a echar un vistazo a esa granja. Vuelve luego a contarme
qué has visto.
El dolorido caballo se había extraviado por la ladera mientras
conversábamos, pero Gylf lo alcanzó sin demasiados problemas.
Cuando nos hallamos a cierta distancia de la ladera (y a unos setecientos
metros de la imponente granja de Bymir), me dijo:
—¿Cuál soy yo?
Le pregunté de qué estaba hablando.
—Hablaste de Garsecg, de que aquí no era real.
—No era del todo cierto. —Pensé en lo que debía decirle—. ¿Recuerdas
al hombre de las alas?
—¡Claro!
—Te gustaba.
—¡Mucho!
—Entonces, puede que te percataras de que el tronco en el que se sentó
no parecía tan real como él. Tampoco el estanque, ni el bosque. No es que
no fueran reales, ni que hubieran cambiado. Mythgarthr no ha cambiado,
pero él era más real que Mythgarthr, o que cualquier cosa que haya en ella.
Cuando Uri y Baki vienen desde Aelfrice, parecen tan reales como
nosotros. Pero no lo son, y cuando les alcanza el sol, uno puede verlo.
Cuando Garsecg acudió, podía verse incluso de noche.
Gylf caminó en silencio durante uno o dos minutos. Al cabo preguntó:
—¿Es así como soy ahora? ¿O es eso lo que me sucede cuando
luchamos?
—No lo sé. He aprendido mucho más de lo poco que sabía, pero aún no
lo comprendo del todo bien. Puede que nunca logre hacerlo.
—¿Parezco así más real? ¿O del otro modo?
—Puede que lo seas de una forma u otra. Sé que quieres concentrarte en
tu caso, pero te hablaré un poco más de Garsecg, porque no te entiendo y
nunca lo he hecho. Sin embargo, creo que empiezo a comprenderlo a él,
mejor de lo que lo hacía al principio. Tú le convenciste para que me curara.
¿Simpatizas con él?
—No. No mucho. Pero me dijeron que podía hacerlo.
—Él dijo que no podía hacerlo. Dijo que el mar me sanaría. Pero más
tarde, cuando me hirieron en Sheerwall, Baki me curó. En ese momento, tú
no estabas ahí.
—No.
—La mordí y le bebí la sangre. Suena horrible dicho así.
—A mí no me lo parece —aseguró Gylf.
—En fin, el caso es que a mí, sí. Cuando lo hicimos, no me pareció tan
terrible. Fue agradable, y después comprendí mucho mejor a los elfos.
Puede que Garsecg no hubiera podido asomar en este mundo de no haber
sido humano su padre. ¿Fueron las kelpies quienes te dijeron que buscaras a
Garsecg? Tuvieron que ser ellas.
—Sí.
—Puede que lo mordieran, cuando las hirieron. ¿Te he contado alguna
vez lo del dragón? Me refiero a cuando Garsecg se convirtió en uno.
—¡Vaya! —exclamó sorprendido Gylf, después de levantar la cabeza.
—Sí. También a mí me sorprendió. Pero cuando tuve tiempo de
pensarlo detenidamente, lo que no sucedió hasta separarnos, me sorprendió
aún más, si cabe. Nos hallábamos en una escalera realmente estrecha, y las
khimairas caían sobre nosotros para arrojarnos al vacío; Uri, Baki y un
montón de ellas.
Gylf gruñó como para decir que entendía la gravedad de la situación.
—Los dragones pueden volar. Había imágenes en Sheerwall, una en uno
de esos bordados que cuelgan de las paredes, y otra en un jarro del que
bebía el duque Marder durante la cena. Ambas imágenes tenían alas.
—Oh, oh...
—Además, sé que Setr puede volar. Lo he visto hacerlo. De modo que
si Garsecg puede transformarse en dragón, y lo hizo, ¿por qué no en un
dragón grande y alado? Pudo haber perseguido a los khimairae. No puedes
transformarte así, ¿verdad? Aparte de adoptar la forma enorme y fiera que
ya he visto, me refiero.
—No. —Gylf se detuvo con una pata en alto y señaló con el hocico la
inmensa casa hacia la que nos dirigíamos—. Quizá tendríamos que
rodearla.
Y sacudí la cabeza tras pensarlo unos instantes.
67
PIERDES EL RASTRO
El interior del establo era negro como la brea, pero el olfato de Gylf le
permitió encontrar maíz para el corcel blanco, y el corcel, casi al mismo
tiempo, encontró un abrevadero; lo libré de las alforjas, la silla y la brida.
Mientras buscaba un lugar donde ponerlas, topé por casualidad con una
escala que llevaba al henal. La luz de la luna había encontrado un hueco por
el que filtrarse, de modo que tras la negrura de la planta baja, ahí arriba
reinaba suficiente claridad para leer. Pinché media carretada de heno para
Gylf y el caballo, me quité las botas y me quedé dormido en cuanto me
tumbé.
El trueno me despertó. Truenos, relámpagos y una lluvia incesante que
se filtraba por las grietas del tejado del establo. Me incorporé, asustado y
sin saber qué había pasado; la siguiente vez que refulgió el relámpago me
encontré mirando el feo rostro del gigante de hielo que había visto hacía
años junto al Griffin, el gigante cuyo rostro y elevada estatura me habían
empujado a huir de vuelta junto a Valiente Berthold, para advertirle.
—Pensé que no vería el rastro de tu caballo.
La voz del gigante era ronca y áspera, y hubiera resultado aterradora de
haberla oído de pronto en una tarde tormentosa de verano. Resultaba
empequeñecida comparada con la voz del trueno.
—Pensé que la lluvia borraría el rastro, ¿tú no?
Negué con la cabeza, bostecé y me desperecé. Quería hablar antes de
que lucháramos, lo que no me pareció mal.
—No sabía que iba a llover, y la verdad es que no me importaba que
vieras o no las huellas de cascos de mi caballo. ¿Por qué iba a importarme?
—Ocultándote. Acechando.
—Nada de eso. —Me levanté y me sacudí el heno sobre el que había
dormido, preguntándome mientras tanto dónde andaría Gylf—. Querrás
decir que he viajado de noche. Tengo un encargo urgente relacionado con el
rey Gilling, y cabalgué hasta que casi reventé el caballo. Si hubieras estado
despierto, hubiera pedido comida y alojamiento para ti, pero se te habían
fundido las luces. Llegué aquí e hice lo que pude. ¿Podrías compartir
conmigo parte de tu desayuno?
De nuevo estalló el relámpago y comprendí con una especie de alivio
enfermizo que no le habían cortado la cabeza y estaba de pie ante mí, sino
que asomaba por la trampilla que había en el suelo.
—¿Eres caballero?
—En efecto. Soy sir Able del Gran Corazón, y tu hospitalidad te ha
granjeado mi gratitud.
Otro relámpago iluminó la mano que se me vino encima. Desenvainé a
Rompespadas y la esgrimí en la oscuridad, más o menos allá donde había
visto la mano; al inquietante crujido del hueso lo siguió el grito de dolor del
gigante.
Todo el establo tembló al precipitarse a la planta baja. Por un instante
alcancé a oír el chapoteo de unos pasos en la lluvia. A lo lejos se cerró una
puerta.
Pensé que habría ido a curarse la herida; puede que a procurarse un
arma. La cuestión era si habría atrancado la puerta después de cerrarla.
Mientras bajaba por la escalera, comprendí que aquélla no era la única
duda que tenía. ¿Sería capaz de vencerle?
Encontré a Valiente Berthold afuera, entre la casa y el establo, bajo la
lluvia y tanteando el camino con el bastón, con algo cogido a la altura del
pecho, algo que llevaba envuelto en harapos.
—Estoy aquí —lo llamé mientras me acercaba a él, calado hasta los
huesos y sometido al embate del viento en cuanto salí del establo.
Me dio con el bastón e hizo ademán de tenderme el hatillo.
—Vine a verle anoche, pero no estaba aquí. En el establo, me dijo, y lo
recorrí de punta a punta y lo llamé por su nombre, pero fui incapaz de
encontrarlo.
—Estaba durmiendo en el henal. —De pronto me sentí avergonzado—.
Debí habértelo dicho. Lo siento.
Me cogió del brazo.
—¿Ha herido al amo?
—Lo intenté. Creo que le he roto un hueso de la mano.
—¡Entonces tiene que marcharse! —El relámpago me mostró la
expresión torcida de Valiente Berthold y las cuencas vacías en las que había
habido un par de amables ojos castaños.
—¿Fue él quien te cegó?
—No importa. ¡Te matará!
—Sí importa. ¿Fue él?
—Todos ellos lo hacen. —La voz le tembló, apremiante—. ¡Vamos!
—No. Tienes que entrar en la casa. A ser posible, en la cocina.
Allí había media docena de cuchillos, aunque tenían el tamaño de la
mano de las temblorosas mujeres que servían a Bymir y no el del propio
Bymir, cuchillos de hojas que apenas serían más largas que la de mi propia
daga.
—Va hacia allí —voceó una de las mujeres mientras rebuscaba en uno
de los cajones; desesperado, aferré un espetón que había junto a la enorme
chimenea, un espetón lo bastante largo como para ensartar a un buey. Uno
de los extremos estaba retorcido, pero el otro era lo bastante afilado como
para atravesar la carcasa. Hundí ese extremo en las ascuas, mientras el mar
de la batalla me retumbaba en las venas a la espera de la tormenta.
Finalmente, cuando Bymir asomó por la puerta, tuve su ingle a la altura
de los ojos, y allí le hundí el extremo afilado del espetón.
Y cuando cayó de rodillas, lo arranqué y se lo clavé en la garganta.
Me habría caído encima de no haberme apartado de un salto. Cuando le
arranqué el espetón, vi que lo había doblado un poco al caer. Con la ayuda
de la rodilla lo enderecé.
—¿Eso era él? —preguntó un jadeante Valiente Berthold—. ¿Lo que ha
caído?
Las mujeres (eran tres, todas flacuchas y desaseadas) le aseguraron que
se trataba de él.
Había aferrado la bota izquierda del gigante y le había estirado la
pierna.
—Ahí tumbado, ya no parece que sea tan grande.
—Cuidado con la sangre, no vaya a resbalar con ella —susurró una de
las mujeres.
—Procuraré no hacerlo. —Había intentado evitar la sangre para no
mancharme la suela de las botas, aunque me sentía tentado de estampar el
pie sobre las feas criaturillas que nadaban en el charco—. Cuatro pasos y
medio. Pongamos que a un metro el paso, medía cuatro metros y medio de
altura, más o menos. Es bueno saberlo.
Me volví hacia Valiente Berthold, en cuyo hombro coloqué la mano.
—Tal como te dije anoche, tengo que ir a Utgard, pero volveré en
cuanto pueda. Entretanto, quiero que tú y esas mujeres lo cortéis en pedazos
y os deshagáis de él sea como sea, porque si otro angrborn se acercara a
preguntar...
—Claro, muchacho. ¿Qué es eso?
—El viento. El viento en la chimenea.
El gemido del fuerte viento del norte acompañó a mis palabras; fue
como si me hubiera oído.
—¿Con semejante tormenta? Es una chimenea grande, señor, y el viento
siempre se nos cuela por ahí.
—Debo irme. Según parece, Gylf ya se ha marchado. Tras la manada de
Valpadre, aunque no los oí anoche. ¿Sigue mi caballo en el establo?
—Supongo que sí, señor. Ahí lo encontré cuando anduve buscándole. Y
la silla, también.
—Volveré pronto, en cuanto... en cuanto vuelva. —Tomé de manos de
Valiente Berthold el hatillo que llevaba, lo cogí en el hueco del brazo y salí
a grandes trancos a la tormenta.
Estaba convencido de que el bosque más cercano era aquel donde se
habían reunido Gerda y Valiente Berthold; lo recordaba situado a un lado de
la casa, en el extremo opuesto al establo. Mantuve el viento a mi izquierda
como pude, y espoleé al corcel mientras el agua y el barro explotaban bajo
los cascos.
El relámpago me mostró troncos cubiertos de musgo y llamé a voces a
Disiri. No hubo respuesta, pero dejó de llover.
No cedió, sino que cesó por completo. No hubo relámpago, ni el
restallido del trueno, ni gotas gélidas que se precipitaran de las hojas sobre
mi cabeza al rozarlas con la mano al pasar. Permanecía la oscuridad; pero
era menos negra que verde. En la ladera de una montaña lejana aulló un
lobo.
Seguí cabalgando y crucé un arroyo de aguas plateadas que no era el
riachuelo de Jotunlandia. No salió el sol ni brillaron las estrellas; no
obstante, la verde oscuridad pareció desvanecerse. Aunque el aire en
derredor colgaba inmóvil excepto cuando mi aliento lo agitaba, el viento
acariciaba las copas de los árboles, entonando un millar de nombres
distintos.
Entre ellos, los dos que me pertenecían.
Tiré de las riendas para escucharlo y me incorporé en los estribos para
acercarme a aquella voz.
—Wallowing, Wace, Vortigern, Kyot...
—Yvain, Gottfried, Eilhart, Palamedes, Duach, Tristán, Albrecht,
Caradoc...
Alguien corría en mi dirección, corría, tropezaba y volvía a correr. Oí
los jadeos del corredor y los sollozos antes de que las hojas se apartaran y
un adolescente con los ojos abiertos como platos, la ropa hecha jirones, se
me aferrara a la bota.
—¿Quién eres? —pregunté.
Abrió la boca y volvió a cerrarla, pero tan sólo logró sollozar.
—Diría que estás sucio de los pies a la cabeza y que tienes un miedo
atroz. ¿Te persigue alguien?
Negó con la cabeza, sollozando.
—Estamos en Aelfrice, ¿verdad? —Miré en torno—. Tiene que serlo,
aunque si ésa es tu forma natural, no eres un elfo. ¿Por qué corres?
Se llevó la mano a la boca y negó de nuevo con la cabeza.
—¿Tienes hambre?
Asintió. Me pareció verle un brillo de esperanza en la mirada.
—No... Aguarda un instante.
El hatillo de Valiente Berthold contenía una generosa hogaza de pan del
día anterior y un trozo de queso. Partí la hogaza en dos, corté el queso como
pude y le ofrecí las mitades más pequeñas. El pan era bueno, así como el
queso.
—Es de buena educación conversar en la mesa —le dije después de
tragar el primer bocado—. De pequeño, mi hermano y yo nos limitábamos a
comer, pero no es así como se hacen las cosas en el castillo del duque
Marder. Se supone que uno debe hablar del tiempo, de la caza o del nuevo
caballo del prójimo.
Se señaló la boca como había hecho antes y sacudió de nuevo la cabeza.
—¿No puedes hablar?
Asintió.
—Traga ese queso y abre la boca —le dije al tiempo que desmontaba—.
Quiero echarle un vistazo.
Hizo lo que le pedí.
—Conservas la lengua. Creía que igual alguien te la había cortado.
Dijo que no con la cabeza.
—Lord Beel me contó en una ocasión que si le dabas a alguien en la
cara con una rama de avellano de las brujas les veías la forma que tenían en
realidad. Puede que eso funcione contigo, pero no veo ese avellano por
aquí. ¿Es ésa tu forma real?
Asintió.
—¿Es posible que nacieras así?
Sacudió la cabeza.
—Me recuerdas a alguien. —Era cierto; intenté recordar al muchacho
que Modguda envió a por Pouk—. ¿Cómo llegaste a Aelfrice?
Me señaló.
—¿Yo te traje?
Asintió, lloriqueando.
—¿Ahora? —Di un mordisco al queso que me quedaba y pensé en ello
—. ¿Me seguiste desde la granja de Bymir?
El muchacho negó con la cabeza.
—Pero te traje.
Asintió de nuevo.
—¡Toug! —exclamé chascando los dedos.
Asintió como media docena de veces.
—Estuvimos juntos aquí, de eso hace años. No lo parece, pero supongo
que han pasado años. ¿Qué tal te ha ido por aquí?
Se encogió de hombros.
—Diría que más o menos siempre resultan así las cosas en este lugar.
Pierdes el rumbo. Puede que no haya pasado tanto tiempo. Veamos. ¿Se te
llevó la reina Disiri?
Toug asintió asustado.
—Dijo que tenía algo que contarte, o que preguntarte o pedirte. Ambos
os marchasteis juntos y tú no regresaste.
Toug sacudió la cabeza.
—¿Regresaste? ¿Cuándo?
Toug señaló el suelo.
—¿Ahora?
Toug asintió.
—¿Acabas de separarte de ella?
De nuevo, asintió.
—¿Podrías llevarme allí?
Inclinó levemente la cabeza.
—¡Pues vamos!
Señaló el corcel con una pregunta en la mirada.
—Tienes razón, a caballo iremos más deprisa a pesar de los árboles.
Le permití subirse a la silla y yo me senté tras él.
—Agárrate a la perilla. ¿Por dónde es? No permitiré al caballo trotar
mucho.
Con los ojos empañados en lágrimas, Toug señaló en lontananza y hundí
en el corcel las espuelas que me habían prestado.
68
EN LA CUEVA DEL GRIFFIN
El anochecer nos sorprendió en las montañas, acampados junto a un río
de aguas rápidas.
—Esto no es Aelfrice. —No era la primera vez que lo decía; Toug
asintió con aire abatido, tal como había hecho antes.
—Creo que fue en esta gruta donde todo cambió. Una punta se halla en
Aelfrice, y la otra aquí. Para nosotros. Durante el día de hoy. Eso es lo que
me parece, al menos. He estado en montañas como ésta antes, y no me
sorprendería que fueran una misma, aunque no he visto la Ruta de Guerra.
¿Fue cerca de aquí donde te despediste de Disiri?
Toug se levantó y echó a andar, señalando, y luego indicó con un gesto
que debía seguirlo. Con una mirada atrás de preocupación, até el caballo a
un tronco y seguí a Toug.
Para cuando llegamos a la piedra tallada de la que nacía el arroyo, la luz
se había apagado. El lugar del que salía el agua era una cueva enorme, o eso
me pareció al principio, una cueva con un tejado natural curvo que formaba
pendiente, de tal modo que la lisa extensión de piedra sobre la cual fluía el
agua parecía un pórtico. No fue hasta que me acerqué al lugar donde
habíamos encendido el fuego y encendí dos improvisadas antorchas que
pude ver los ojos de águila y las orejas puntiagudas. Habría entrado
entonces, tal como Toug me animaba a hacer mediante gestos y sonrisas.
—¡Ahí dentro mora el peligro!
Me volví, pero la ubicación y la identidad de quien había hablado se
perdían en la oscuridad.
—En tiempos me sirvió de hogar.
La voz era ronca, lenta y ceceosa; estaba seguro de que no provenía de
garganta humana. Levanté las antorchas y las moví tan lejos como alcanzó
la llama. Había algo enorme que colgaba de la pared del risco, algo
espectralmente blanco y no precisamente humano.
—La fuerza no sirve de nada contra Grengarm hasta que empuñes
Eterna —aseguró aquel vozarrón—. Tal como harás. De igual modo que no
lo hará la astucia, cuando la empuñes.
Surgieron unas alas de la figura blanca que colgaba de la pared del
risco. Cada una de aquellas alas tenía una envergadura superior a la del
pabellón de Beel. Las extendió en el aire, surcadas por relámpagos; el
viento que levantaron me apagó las antorchas y tiró a Toug al suelo, de tal
modo que a punto estuvo de caer en el torrente. Durante unos segundos que
se me antojaron minutos, la fantasmagórica sombra eclipsó la luna; luego,
desapareció.
Ayudé a Toug a ponerse en pie y lo aferré de los hombros.
—Disiri no está aquí, ¿verdad?
No podía hablar, y asintió o negó con la cabeza; estaba demasiado
oscuro para verlo.
—Escúchame, y escúchame bien —ordené—.Te dije que me llevaras
junto a Disiri, no aquí. Ella me habló de esa espada, de obtenerla para mí.
No he llevado espada por ello. No quería una sustituta. No quería un
término medio. Quería a Eterna, la espada que ella me prometió. Sin
embargo, no es eso lo que quiero ahora. La quiero a ella.
Toug había empezado a sollozar; al caer en la cuenta de que lo había
zarandeado un poco, lo solté.
—Sólo a ella. —Le di un golpecito con la punta de la bota para
asegurarme de que lo había entendido—. Puedes esperar aquí, si quieres. Yo
voy a volver junto al fuego.
Me siguió, y cuando llegamos arrojé al fuego toda la leña que habíamos
ido recogiendo por el camino.
—Temes a esa cosa que nos habló. También yo. ¿Qué era?
No me respondió más que con la mirada.
—¿Un grifo?
Asintió.
—Supongo que tú ya lo habías visto, cuando estuviste aquí con Disiri.
En realidad, se supone que no existen. Ya no, al menos, aunque hay quienes
aseguran que nunca existieron. Las personas sensatas no creen en cosas así.
—En parte para mí mismo, agregué—: Claro que tampoco deberían existir
los ogros, pero Org es muy real. Probablemente temas que el grifo pueda
devorarte.
Toug asintió de nuevo.
—O el dragón, porque ahí dentro hay uno. Eso fue lo que dijo el grifo.
Grengarm... Es el dragón, el que tiene mi espada. ¿También lo has visto?
Toug negó con la cabeza.
—Bueno, pues no vas a hacerlo. Vamos a ir a Utgard. Es donde está tu
hermana ahora, entre otras cosas, y tú y yo la sacaremos de ahí. Veo que no
tienes manta.
Toug asintió con aire desesperanzado.
—Puedes utilizar la de la silla, pero será mejor que vayas a por más leña
para el fuego antes siquiera de echarte a dormir.
Mientras recogía las ramas caídas de la escasa vegetación que crecía
cerca del agua, saqué el petate y me tumbé.
—Si optas por volver a Glennidam por tus propios medios, que tengas
buen viaje, espero que te lo pases bien —le dije—. Pero si te llevas algo que
me pertenezca, iré por ti. Si los hombres de la montaña no te atrapan
primero, yo lo haré. No lo olvides.

En el sueño, era un crío que nunca había sido; corría por los montes con
otros niños. Cazamos al conejo que había caído en una trampa; su muerte y
una inmensa pena percibida que era incapaz de ver, pero se me acercaba,
me hicieron llorar. Despellejamos y limpiamos el conejo, y luego lo
ensartamos y lo pusimos en un fuego que encendimos gracias a la leña
menuda. Me asfixié con un hueso, caí inconsciente sobre el fuego y así fue
como morí. Había planeado guardarle los huesos al perro, pero en lugar de
ello me había muerto, y el perro, de hecho, se había unido a las huestes de
la Cacería Salvaje. La carne humeante del conejo me ardía en la tráquea.

Estaba oscuro cuando desperté, pero no tanto como antes desde que la
luna hubiera coronado el cielo. Toug lloraba acuclillado al otro lado del
fuego, un fuego en decadencia ya, a pesar de que había una veintena de
ramas chamuscadas a su alrededor.
Las agrupé tras levantarme y luego las arrojé a las llamas.
—¿De qué tienes miedo? —le pregunté. Cuando no hizo ademán de
responder, me senté a su lado y le puse el brazo en el hombro—. ¿Qué
sucede?
Se señaló la boca.
—No puedes hablar. ¿Sabes por qué?
Sollozaba cuando asintió y señaló en mi dirección.
—¿Te lo hizo Disiri?
Asintió de nuevo; después, me senté a su lado hasta que el fuego
renacido casi se extinguió del todo. Puesto que no podía hablar, fui yo quien
lo hizo, y mucho, sobre todo acerca de Disiri y las aventuras que había
vivido recientemente.
—Querías que fuera a la montaña donde está el dragón —dije
finalmente—. ¿Porque Disiri te prometió que volverías a hablar si me
guiabas allí?
Recogió un trozo de madera chamuscada y trazó una línea larga en la
piedra lisa, que luego atravesó con otra línea más corta.
—¿La espada?
Asintió.
—¿Recuperarás el habla si me hago con Eterna?
Asintió con fuerza y una sonrisa se impuso a las lágrimas. Le brillaron
los ojos.
—Quédate aquí —le ordené—. Tendrás que cuidarme el caballo, pero
puedes utilizar mis mantas. No toques ni el arco ni las flechas. Creciste en
el bosque, ¿verdad? Claro que sí. Deberías saber cómo poner trampas.
Debes de estar hambriento, y puesto que el pan y el queso se han acabado
no hay nada de comer. —Me detuve un minuto a pensarlo todo, antes de
agregar—:Yo en tu lugar no intentaría regresar a Aelfrice.
Cuando llegué y pude inspeccionarlo a la luz del día, el rostro tallado
del grifo era incluso mayor de lo que había imaginado, enorme, antiguo y
erosionado. El enorme pico podría haber aplastado un autobús, y los ojos
salidos, abiertos y espeluznantes se hallaban a medio tiro de arco pared del
risco arriba. Había algo inquietante en aquellos ojos, así que los estuve
observando un rato antes de encogerme de hombros y tomar asiento en una
piedra para quitarme las botas y los calcetines. Aquellos ojos habían
intentado decirme algo, pero estaba convencido de que jamás lo entendería.
El caudal del Griffin surgía de la boca del grifo, frío y espumeante.
Aunque el agua apenas me alcanzaba la altura de las rodillas, me vi
obligado a colgarme las botas del cinto y aferrarme a todo aquel saliente
que pude encontrar para remontar la pendiente. Cuando tuve la impresión
de haberme adentrado en la montaña, hice un alto para mirar hacia atrás. El
círculo de luz que formaba la boca esculpida del grifo se antojaba tan lejano
y valioso como Estados Unidos, en los que pensaba de vez en cuando, un
paraíso perdido que se desvanecía a cada difícil paso que daba.
—Un caballero no se molesta en contar al enemigo —me dije a mí
mismo. Di un paso, y luego otro—. Pero me gustaría encontrar a Disiri,
poder verla por última vez antes de marcharme.
Ben, no puedo decirte cómo sabía entonces que incluso iba a perder el
recuerdo de ella. Pero lo sabía.
Más tarde, cuando la luz no parecía mayor que una estrella, expresé en
voz alta el deseo de que Gylf estuviera allí.
Al frente había luz. Me apresuré luchando contra la corriente, había
mayor profundidad ahí, y pisé aguas negras al dar a un pozo que no había
visto; me hundí con rapidez, empujado por el peso de la cota de malla.
Forcejeé como un loco, me la quité sin librarme antes del cinto y la dejé
caer al fondo, antes de comprender que no corría peligro de ahogarme. No
podía respirar bajo el agua, aunque no tenía necesidad de ello. Nadé de
vuelta a la superficie, que me parecía muy lejana, y me impulsé a la orilla
temblando y escupiendo agua.
Cuando recuperé el aliento, descubrí que la amplia estancia en la que
me hallaba no era oscura del todo. Había dos rendijas en lo alto de la pared,
los ojos del grifo, por las cuales se filtraban delgados haces de luz, luz que
acababa por encontrarse en un altar pequeño y sencillo situado a cierta
distancia.
Al ver que seguía vivo y con la urgente necesidad de moverme para
entrar en calor, me levanté para acercarme al altar. El lado que tenía más
cerca carecía de rasgos distintivos, piedra lisa, y la parte superior también lo
era, húmeda debido a las lentas gotas que caían como lluvia del techo. El
otro lado estaba esculpido, y aunque la luz del sol que se filtraba escasa por
los ojos del grifo no le acariciaba la elaborada superficie, repasé los motivos
con la yema de los dedos. Kantel, Ahlaw, Lio... «Llama y vendremos.»
«No sé leer», me dije a mí mismo, «Al menos, no como leen aquí ni
como escriben lo que dicen. ¿Cómo he podido leerlo?», me pregunté antes
de caer en la cuenta. «¡Son caracteres élficos!»
Me levanté un poco aturdido. Un millar de recuerdos me sacudían como
las cálidas olas azules de un mar cristalino, las sonrientes kelpies que me
habían llevado a la cueva de Garsecg, la isla oculta, la larga y rápida
brazada que nos había conducido a la Torre de Cris.
Llama y vendremos.
—Pues yo os llamo —dije. Sonó más alto de lo que había pretendido, y
reverberó y reverberó a través de la estancia—. Llamo al grifo, o a quien
pueda estar dedicado este altar.
Mis palabras agonizaron en un murmullo.
Y no sucedió nada.
Volví al pozo del cual manaba el riachuelo al que llamábamos Griffin.
No había espada, ni grifo, ni dragón en la gruta en la que me hallaba; sin
embargo, ahí dentro estaban mis botas, en algún lugar en el fondo del pozo,
con los calcetines arrebujados en su interior. Probablemente flotarían entre
la superficie y el fondo. Ahí estaba la cota de malla, también, en el fondo,
sin duda.
Me quité el cinto, sequé a Rompespadas y la daga tan bien como pude,
y luego me desnudé. Intentaba recordar el vaivén del mar cuando me
sumergí.
El agua estaba muy fría, pero clara como el cristal, tanto que podía ver
un poco gracias a la tenue luz que se filtraba de la cueva. Más abajo, allá
donde la luz prácticamente desaparecía, algo oscuro me pasó de largo.
Estiré la mano para cogerlo; era una bota. Me relajé al dejar que la corriente
me arrastrara hacia la superficie.
Gané la superficie con un rugido triunfal. Arrojé la bota fuera del pozo,
me impulsé para salir de él y me senté tembloroso en el borde. Si había
encontrado una bota, podía perfectamente encontrar la otra. Si recuperaba
ambas, cabía la posibilidad de recuperar también la armadura.
Me levanté y vacié el agua de la bota que acababa de recuperar. El
calcetín seguía arrebujado en el interior. Lo extendí y llevé toda la ropa al
lugar más seco que pude encontrar, un rincón situado a cierta distancia tras
el altar, donde la gruta se estrechaba y se adentraba hacia el centro de la
tierra. Después de tender allí el jubón y las calzas, me sumergí de nuevo en
el pozo.
En esa ocasión, no tuve tanta suerte y volví a la superficie con las
manos vacías. Me impulsé afuera, cansado, congelado, y decidí
inspeccionar a conciencia la gruta antes de intentarlo de nuevo. Hacerlo me
proporcionaría tiempo para recuperar el aliento y entrar un poco en calor.
El oscuro pasadizo que había tras el altar descendía formando una
pendiente pronunciada durante veinte y treinta peldaños. Seguí por el
pasadizo, y en seguida se volvió oscuro como boca de lobo. Una docena de
lóbregas aberturas en las paredes de la gruta conducían a pequeñas cuevas,
a cual más húmeda. Pensé que Grengarm tendría probablemente el cubil en
las raíces de la montaña, al final de un largo pasadizo. Grengarm no podría
verme, lo cual era buena cosa. Claro que tampoco yo podría verlo.
Volví a zambullirme mientras recordaba con un temblor a Setr. Me
sumergí hasta que creí que me iban a estallar los pulmones, y al final pude
aferrarme a algo que me pareció un palo.
Ya en la superficie, resultó ser mi otra bota. Me sentía como
un niño el día de Navidad. Estaba helado, tan débil que temía que en
cualquier momento sería incapaz de salir del pozo; sin embargo, bailé en el
húmedo suelo de piedra de la gruta, e incluso intenté dar algunas volteretas
laterales antes de sacar el calcetín y tenderlo junto al otro.
Tal como te conté antes, había tendido los calcetines a la entrada del
pasadizo situado tras el altar. Al mirarlo de nuevo, no me pareció tan oscuro
como antes, y al pensarlo detenidamente, comprendí que había recordado la
absoluta negrura de quince o veinte metros y la había dado por establecida
en la entrada.
La mente puede jugarte malas pasadas, eso fue lo que me dije. Podía
leer la escritura élfica, aunque había olvidado que podía utilizarla a la hora
de escribir. Ahora que sabía de lo que era capaz, comprendí que debió de
ser una de las cosas que aprendí en Aelfrice antes de salir a la cueva de
Parka. Los elfos me habían borrado muchas cosas de la memoria, a saber
por qué. Todos mis recuerdos de aquella época habían desaparecido. Pero
no habían borrado lo que se suponía que debía decirle a alguien acerca de
sus problemas y las injusticias que habían sufrido. No pude recordar
ninguno de los detalles, pero debían de estar ahí, como las formas de las
letras élfícas. «Te han enviado con el relato de sus agravios y de su
veneración», me había dicho Parka. Cuando dejaron el mensaje, debieron
de dejar también lo que había aprendido acerca de la escritura. Puede que
tuvieran que hacerlo.
Para cuando hube pensado en todo ello, ya me encontraba de vuelta en
el pozo. Sabía que en esa ocasión tendría que alcanzar el fondo si quería
recuperar la cota de malla. Tendría que dar todo lo que llevaba dentro.
Empezar con una buena zambullida, saltar tan alto como pudiera para
sumergirme con fuerza en el agua, como una flecha, tan hondo como fuera
posible.
Hice un buen salto y me sumergí hasta que me dolieron los oídos, pero
cuando tuve que volver a la superficie no había visto nada más que agua.
Después de dar un par de vueltas a la cueva mientras entraba en calor y
recuperaba el aliento, recogí una piedra lisa muy pesada y salté con ella al
pozo. Al fondo, al fondo me llevó hasta que desapareció la luz. Había
reparado, o eso me pareció, en una nueva cualidad del agua: seguía helada,
muy distinta del aire más frío y húmedo que quepa imaginar. Pero no me
asfixiaba. Era el agua la que había dejado de intentar ahogarme.
Estaba tan sorprendido, tan asustado, que solté la piedra y nadé a la
deriva hasta orientarme y ascender con todas mis fuerzas cuando volvió a
perfilarse el diminuto círculo de luz azulada que había en lo alto.
En esa ocasión, salí del agua disparado, helado y agotado, pero no del
todo sin aliento. Me dije que aquello de ahí abajo era Aelfrice. El agua de
Aelfrice sabe quién soy.
Recordé que el fondo del estanque en el que me había sumergido en la
isla de Cris estaba en Aelfrice. Y el mar, o eso fue lo que me pareció
cuando las kelpies se zambulleron en él conmigo. También, para el caso, el
estanque en el que se había sumergido el hombre alado. No había motivo
para no pensar que aquel pozo no debía llevarme también a Aelfrice,
aunque sospechaba que no llevaría a cualquiera allí.
—Pero yo no soy cualquiera. —En esa ocasión, escogí dos piedras más
pequeñas y redondeadas.
Algo se movió en las frías y opacas profundidades. No alcanzaba a
tocarlo, pero sentía las corrientes que creaba. Entonces, con las manos
extendidas con las que aferraba las piedras de lastre, sentía algo totalmente
nuevo. Era áspero y duro. Flexible. Solté una piedra, lo aferré y me deshice
de la otra.
Mi vuelta a la superficie me dolió como un demonio. Más de una vez
estuve a punto de soltar aquel sucio y deforme objeto que me lastraba. A
juzgar por el peso y el tacto, estaba convencido de que era la loriga de malla
doble que había ganado a Nytir, aunque parecía haber algo más trabado a
ella, algo largo y deslucido, rígido y desigual.
Al fin había llegado a la superficie; cogido al borde del pozo con una
mano, levanté con la otra todo aquello para depositarlo en el suelo de la
cueva, lo que me hizo hundirme, aunque asomé en cuanto el brazo se libró
del peso. Estaba agotado, pero me encaramé al borde del pozo, llevado por
una súbita corriente de agua cuya fuerza me pareció que había aumentado
mucho desde la última vez que había reparado en ella.
Cuando salí del pozo y me sacudí toda el agua posible del cuerpo,
escurrí el agua del pelo con los dedos, el zumbido de los oídos ensordeció la
música que reverberaba débilmente en la gruta. Temblé, escupí, bostecé,
sacudí la cabeza.
Entonces la oí.
Misteriosa y salpicada de notas ásperas, caía y se alzaba de nuevo,
extraña y familiar a la vez, chascaba como una llama, luego se convertía en
el canto de un cisne cuando la flecha del cazador le arrebata la vida. Me
espantó de veras, aunque me hizo añorar un lugar que era incapaz de
recordar.
Me vestí tan rápido como pude y hundí los pies en las botas húmedas, a
pesar de que tuve la sensación de que iba a romperme los huesos con ellas.
La loriga que había sacado del fondo del pozo estaba enmarañada con
algas y restos cubiertos de barro. La limpié en el agua clara y fría que se
convertiría en el Griffin. Una de las cosas que se le habían trabado era un
cinto metálico de espada de buena factura, del que colgaba una vaina con
incrustaciones de gemas. Desenvainé un poco la espada para contemplarla.
Tenía la hoja negra, de tal forma manchada de plata que me recordó el
cuchillo que había visto en Forcetti.
La volví del revés. ¿Estaba realmente manchada? ¿O eran salpicaduras
hechas aposta? ¿O se habría ennegrecido con el paso del tiempo bajo el
agua? A veces me parecía distinguir inscripciones en ella; en otras, no veía
nada. La empuñadura podía ser de oro o de bronce, y tenía manchas verdes
de herrumbre.
Un millar de voces diáfanas se sumaron a la música. Un canto como los
coros de la iglesia. Tan pronto como pude me puse la loriga, que me pareció
más liviana de lo que recordaba.
Había dejado atrás el cinto de mi propia espada. Corrí con la intención
de recuperarlo cuando el pozo entró en erupción. El agua cubrió el suelo y
la espuma se alzó hasta el techo. Tras la erupción asomó un hocico como el
fondo de un pecio; al verlo, me oculté en una de las aberturas, una cueva
pequeña en la que me arrodillé tras una roca y me ceñí la espada y la
desenvainé más rápido de lo que había esperado.
Cuando volví a mirar, el dragón había asomado la cabeza sobre el agua.
Las escamas se antojaban negras en la tenue luz; los ojos eran de una
negrura capaz de transformar el negro en gris, el tipo de negro capaz de
absorber hasta el menor resquicio de luz.
Se alzó anillo a anillo, y creo que hubiera extendido las alas de haber
podido; sin embargo, por ancha y alta que fuera la gruta, no era lo bastante
grande para ello. Medio abiertas, las alas la llenaban, de modo que durante
uno o dos minutos, quizá más, pareció como si la hubieran decorado con
cortinas de cuero negro, cortinas que colgaban de crueles garras curvas,
negras como ébano.
Verde agua, multicolores y fieros eran los elfos que marchaban, los elfos
cantarines que surgían del pasadizo para saludar a Grengarm; y negra era la
túnica de la mujer atada que tendieron sobre el altar: el cabello largo y
rizado no bastaba para ocultar su la desnudez. Bajo el cabello, la piel era
blanca como la leche. Contemplé la escena, embobado por su belleza, sin
estar del todo seguro de que fuera humana.
Uno de los elfos, barbudo y vestido con túnica, la señaló con un gesto y
dirigió unas palabras solemnes a Grengarm enmudecidas por la música y
los cánticos. Luego se postró de rodillas, inclinada la cabeza sobre el suelo
rocoso.
Grengarm abrió la boca y una voz parecida a un centenar de tambores
de guerra llenó por completo la gruta.
—Venís con lanzas. Con espadas. —Los colmillos curvos que mostraba
eran más imponentes que cualquiera de esas espadas a las que se refería, y
más afilados que cualquiera de las lanzas—. ¿Y si Grengarm considera
indigno el sacrificio?
Los cánticos cesaron. Las arpas, los cuernos y las flautas dejaron de
tocar. De algún lejano lugar llegó el estampido de las mridangas, el
repiqueteo de los címbalos de oro y el retintín del sistro. El corazón me latía
con fuerza, y comprendí entonces que en tiempos había bailado como los
bailarines que se acercaban.
Eran doncellas elfo, veinte o más, desnudas como la mujer del altar,
pero coronadas con un cabello flotante, que saltaban y giraban sobre sí, que
bailaban cada una a su ritmo, o quizá lo hicieran al ritmo de una música que
iba más allá de la música, a un ritmo de sistro, címbalo y mridanga
demasiado complejo para que pudiera entenderlo. Daban rápidas vueltas y
se agachaban, daban un paso y una cabriola mientras tocaban. Distinguí a
Uri entre ellas.
Grengarm plegó las alas y se movió como lo hace una serpiente en
dirección al altar. Las bailarinas se dispersaron, y yo, casi de forma
inconsciente, desenvainé la espada que acababa de encontrar.
El fantasma de un caballero apareció de pie ante Grengarm en cuanto
desnudé el acero, un caballero que empuñaba una espada en lo alto y
gritaba:
—¡Alto, gusano! ¡Alto o morirás!
69
GRENGARM
El dragón reculó como una cobra, y unas alas más pequeñas que las
anteriores se le extendieron a la altura del cuello.
—¿Quién te ha volcado la lápida, sombra, para que te alces dispuesto a
enfrentarte a Grengarm?
—¿Qué lápida se ha volcado para que hayas subido a la superficie,
sombra? —replicó a su vez el caballero fantasma.
—Esto no es de tu incumbencia, mi señor —advirtió el elfo barbudo de
la túnica, que seguía de rodillas—. Veo la mano de Setr en ello.
—Setr tiene la mano fuerte. —A juzgar por cómo lo dijo, a Grengarm
debió parecerle divertido—. Sombra, caballero espectro, ¿qué harás si
quemo hisopo? ¿O llamo a los dioses de tus muertos? ¿No bastará con un
soplo para que te desvanezcas?
Supe entonces qué espada empuñaba cuando, armado con ella, salí de
mi escondite.
—¡Llamará a su hermano caballero!
Grengarm se movió con mayor rapidez de lo que había creído posible, y
el golpe se vio precedido de una cortina de fuego de igual modo que a la
carga le precede el toque de trompeta.
Me lancé a la estocada con ambas manos en la empuñadura, y medio
cegado por el fuego y el humo oí el cascabeleo del arma entre sus colmillos,
luego al tajo y al tajo, y de nuevo al tajo, la hoja de doble filo encontró la
carne y partió escamas con cada golpe.
Los caballeros lucharon hombro con hombro, de tal modo que casi me
parecieron reales, hombres decididos cuyos ojos sostenían la mirada de Hel;
sin embargo, tras Grengarm, así como a los flancos, los elfos lucharon a su
lado armados con lanzas, escudos y espada élfícas, y cayeron sangrando, y
murieron igual que lo hacen los hombres en batalla.
Grengarm cedió terreno, y se hubiera sumergido en el pozo de no
haberlo impedido yo y una veintena de caballeros. Se volvió entonces como
un relámpago...
Y desapareció. La sangre manaba de la boca de un enano lastimoso que
corría en dirección a la corriente de agua. Eché a correr tras él. El fuego me
lo impidió. Se arrojó al Griffin y desapareció.
Los elfos siguieron luchando, pero los caballeros fantasma cerraron filas
con fieras voces de batalla que los árboles más jóvenes jamás habían
escuchado. De las profundidades del tiempo se alzó el estruendo de los
cascos.
Eterna destrozó las espadas élfícas y las cabezas hasta que el último
elfo vivo huyó por el oscuro pasadizo. Jadeando, me volví a la mujer del
altar.
Un elfo gris como la ceniza le cortaba las ataduras con una espada
mellada. Casi le habían cortado la cabeza, y la sangre le resbalaba entre los
dedos hasta tal punto que teñía de rojo la piel blanca y el cabello negro de la
mujer. Sin embargo, siguió adelante, empeñado en liberarla.
—Envaina la espada y haz que esos espectros descansen antes de que
nos perjudiquen —pidió la mujer—.Y, por favor, te lo ruego: libérame.
Me dirigí a uno de los caballeros fantasma. (Se había quitado el yelmo,
y vi tristeza en su expresión, Ben, una pena capaz de helarte el alma.)
—¿Quién eres? —pregunté—. ¿Debería obedecer a la dama? Por mi
honor que no pienso despediros sin daros antes las gracias.
Se reunieron a mi alrededor, murmurando que no habían hecho más de
lo que su honor les obligaba a hacer. Las voces eran secas, huecas, como si
un mago hubiera hecho hablar a una calabaza.
—Somos aquellos caballeros que empuñaron a Eterna de forma indigna
—respondió el caballero al que me había dirigido.
—Tú serás sabio para hacer lo que ella te dice, pero imprudente para
confiar en ella —dijo otro.
—Libérame y dame algo de beber —pidió la mujer del altar—. ¿Tienes
vino?
Los caballeros fantasma y yo seguimos conversando; no te contaré por
ahora lo que hablamos. Entonces, alguien me mostró un pellejo que había
soltado uno de los elfos. Lo descorchó y vertió un poco en la tacita que
colgaba del cuello del pellejo. Así lo hacen en Aelfrice. A juzgar por el
aroma que me llegó, era un brandy bastante fuerte; no me fue necesario
probarlo.
Limpié la hoja de Eterna en el cabello de un elfo muerto y la envainé
pensando en que debía coger el pellejo. Los caballeros desaparecieron por
completo. Imagina una sala repleta de velas.
El viento sopla y de pronto se apaga hasta la última llama. Fue algo así
lo que sucedió.
El pellejo cayó al suelo de piedra de la gruta, y la mayor parte del
brandy se desperdició, aunque al apresurarme a recogerlo logré salvar un
poco. Ese poco lo llevé a la mujer del altar, y cuando hube recogido mi
antiguo cinto y la desaté con la daga, le serví un poco en la tacita y se lo
ofrecí.
Me dio las gracias y hundió el dedo en el licor. De pronto ardió azulado,
y lo apuró de un trago, así, con fuego y todo.
—¡Mi señora!
Eso la hizo sonreír.
—No digas eso, caballero. —Y me acarició la mejilla—. No soy amo,
señor caballero. Ni tampoco dama. ¿Eres súbdito de mi hermano?
Le respondí que era caballero de Sheerwall.
—Lo eres, y la próxima vez que nos veamos, te inclinarás ante mí
mientras yo sonría con tal... oh, con tal frialdad. —El aliento le olía a
brandy—. Pero no estamos en la corte, ¿qué estás haciendo?
Me estaba quitando la capa para ponérsela.
—Sigue húmeda —advertí.
—La secaré. —Abandonó entonces el altar, grácil y oscilante como el
sauce a merced de la tormenta, y me dejó ponérsela en los hombros. Dicen
que soy alto, pero la capa que me caía a la altura de los tobillos no alcanzó a
cubrirle las rodillas.
—Ambos nos mojaremos más, alteza, antes de abandonar este lugar.
Ella levantó el pellejo vacío.
—Me trajeron esto. —Rió mientras lo arrojaba a un lado, una risa que
se me antojó a la vez adorable y desalmada—. ¡Ah, la ternura de mis
antiguos protectores! «Que esté atontada y feliz hasta que las fauces de
Grengarm cierren sobre ella.» Me encantaría tener más licor.
Me puse a buscar otro pellejo, pero ella me lo impidió.
—No hay más, mas es una lástima. Te hubiera secado. En lo que a mí
respecta, no estaré húmeda, y antes de irme te confesaré, mi amable
caballero, un gran secreto. —Se inclinó sobre mí para susurrarme—: De
haberme devorado aquél que se acercó al altar, se hubiera vuelto tan real
aquí como lo es en Muspel.
Y al pronunciar aquella última palabra, se desplomó en el suelo la capa,
vacía, y con ella lo hizo el elfo muerto.

Afuera no encontré absolutamente a nadie en la garganta iluminada por


la luz del sol. Seguí la corriente con paso firme, lentamente, escogiendo con
cuidado dónde pisaba, así como los asideros, consciente de que no quería
caerme al agua; sucediera lo que sucediese, no quería caerme de nuevo al
agua. Lo mejor que recuerdo de aquellos momentos (casi lo único que
recuerdo, de hecho), era lo cansado que estaba.
Llegado al campamento donde habíamos encendido un fuego y atado al
corcel blanco que lord Beel me había regalado, saqué algunos trapos y el
frasco de aceite. Quería lubricar la extraña cota de malla que había sacado
del pozo. Recuerdo contemplarla a la luz del sol y percatarme de que cada
cinco anillos había uno de oro. También quería lubricar la daga, y a
Rompespadas, que me había llevado de la cueva. Sobre todo quería cuidar
de Eterna. Tendría que desenvainarla para limpiar y lubricarle la hoja, así
que los caballeros acudirían. Era consciente de ello e intenté pensar en
algún modo de impedirlo, pero no se me ocurrió nada. También me
preocupaba la vaina. Era de oro con piedras preciosas engarzadas, pero
sabía que debía de haber tenido un forro de algo, probablemente madera, y
temía que pudiera haberse podrido.
—¿Lo verás? Mira a poniente —me retumbó a la espalda la voz ronca y
ceceante del grifo.
En lugar de obedecerle, me volví hacia el propio grifo. De hecho, lo
miré fijamente. Era todo blanco a excepción del pico, las garras y unos
preciosos ojos dorados.
—Mira a poniente —repitió.
Finalmente, obedecí. Se estaba formando una tormenta a poniente,
donde tremendos nubarrones mordían el sol. Recortado contra la oscuridad
de la tormenta, volaba algo que aún parecía más oscuro.
—Sí. ¿Lo perdonarás? —De la percha situada en la pared del risco, el
grifo se soltó sobre el barranco y su peso sacudió la tierra—. ¿O lo
destruirás?
—No puedo. Lo mataría si pudiera —respondí.
—Vuelo con igual soltura que él, con mayor soltura. ¿Irás? —El rostro
de águila se volvió hacia mí, y las garras que se aferraron a las rocas de la
garganta podrían haberme levantado en vilo como la niña que levanta a una
muñeca.
Ravd no se había contado entre los caballeros fantasma que lucharon a
mi lado, pero tuve la impresión de que su espectro se hallaba cerca de mí
cuando respondí:
—Iré.
El grifo asintió, un solemne gesto de la enorme y feroz cabeza.
Aguardé, confiaba poder descansar, consciente de que en lugar de ello
encaraba el mayor combate de mi vida; él hizo algo que me sorprendió
tanto como cualquiera de las cosas que habían sucedido en la gruta.
—¡Toug! —llamó, tras volverse hacia la garganta.
Toug apareció tan rápidamente que comprendí que tenía que habernos
estado espiando desde un escondite.
—Aquí tiene el arco, sir Able —dijo Toug, y las flechas aquí. Y aquí, el
yelmo. También se lo olvidó, señor.
Los acepté y le entregué a Rompespadas en la vaina.
—Has recuperado el habla.
—Sí, sir Able, porque usted la consiguió. Consiguió la espada. He
estado esperando, él ya me había hablado y...
De nuevo me volví para contemplar al grifo.
—Sí, él, y dijo que podía irme si a usted no le importaba porque vio que
lo quería de verdad, sólo que no respondí nada, y entonces pude, y ambos
supimos que había logrado hacerse con la espada y que todo iba a salir bien.
¿Puedo, sir Able? ¿Puedo acompañarlo?
—¿Puedo yo? —pregunté sintiendo la mano de Ravd en el hombro, a
pesar de lo cual seguía siendo incapaz de verlo.
Ambos nos encaramamos al cuello del grifo, medio sepultados en las
plumas blancas que nos protegían del frío, yo delante y Toug detrás.
—Serás caballero si sales de ésta —le dije, imponiendo la voz al batir
de las alas—. Después, no habrá otro camino para ti.
—Lo sé —admitió Toug. Me había rodeado la cintura con los brazos y
se me aferraba con fuerza, como una lapa.
Me sentí acometido por el valor de la profecía, sensación que sienten
quienes están a punto de morir.
—Serás caballero —repetí, sabedor de que en el fondo de su alma,
Toug, un muchacho que rozaba la hombría, ya era un caballero—. Pero
nada de lo que hagas como caballero podrá medirse en grandeza a esto. Me
pediste un favor, que yo te concedí.
Y ahora soy yo quien debe pedirte un favor.
—Sí, sir Able. —Le castañeteaban los dientes—. Lo que sea.
—Di: «Concedido, sea lo que sea».
—Concedido, sea lo que sea —repitió—. Aunque espero que no me
pida que salte. —Miraba hacia abajo, al mar verde agua que se extendía tan
y tan lejos.
—Quiero que te hagas pintar el grifo en el escudo. ¿Lo harás?
—De... debería hacerlo usted, sir Able.
—No. ¿Prometes que cumplirás mi deseo?
—Sí, sir Able. Lo haré.
El grifo se volvió para mirarnos y luego contempló el suelo; al seguirle
la dirección de la mirada, vi a Grengarm en el mar.
El grifo descendió en picado raudo como el rayo, las garras extendidas.
Grengarm también descendió, pues fue a sumergirse igual que lo hacen las
ballenas, aunque no lo logró antes de que lo alcanzara una de mis flechas.
Sobrevolamos el oleaje; al verlas, al sentir el cálido aliento de la sal en
el rostro, amé las olas como un hombre ama a una mujer.
—Tendrá que salir a coger aire —nos dijo el grifo. Acompasaba las
palabras al batir de las alas, cada sílaba era el estruendoso empuje que nos
mantenía en lo alto—. Pero puede que tarde, y cuando salga igual estará
muy lejos.
Remontamos el vuelo lentamente, trazando amplios círculos, y el aire a
nuestro alrededor volvió a enfriarse.
—Si sale de noche, no lo veremos —advertí.
—Yo lo haré —nos prometió el grifo.

El sol estaba muy bajo y casi apagado cuando el grifo cayó de nuevo en
picado y mis flechas alcanzaron a Grengarm en la parte posterior de la
cabeza.
La tercera vez que salió a la superficie, en una hora en que el sol se
había ocultado ya tras las islas de poniente, no se sumergió; en lugar de ello,
batió las alas negras sobre el feroz oleaje y se elevó en el aire como un
faisán ante los perros. Lo perseguimos durante largo rato y a gran altura, y
contemplamos millares de estrellas bajo nosotros, brillantes como
diamantes extendidos en un manto de nubes.
Entre la luna y el castillo de Valpadre alcanzamos a la presa. Grifo y
dragón se enfrentaron en un duelo al cual tan sólo sobreviviría uno de ellos;
a una altura tan grande que el castillo (cuyas relucientes torres se alzan de
los seis costados, de tal forma que para quien carece de discernimiento es
como una estrella puntiaguda) parecía mucho mayor que la oscura mancha
a la que se había reducido Mythgarthr. Había filas de hombres en las
almenas; nos observaban y coreaban; a todas las ventanas se había asomado
un bello rostro de mujer.
Cuando Grengarm cerró los colmillos en dirección a la garganta del
grifo, salté de éste al dragón con el viento de las alas zumbándome en los
oídos, la espada Eterna en mano, y con una veintena de caballeros fantasma
arracimados como hojas pardas a mi alrededor. Y hundí la famosa hoja
hasta la empuñadura en el mismo lugar donde la flecha le había allanado el
camino, y sentí a Grengarm agonizar a mis pies. El estruendoso batir de alas
perdió fuelle, y el grifo, incapaz de sostenerlo, lo soltó. Al caer, arranqué a
Eterna de la herida mortal que había infligido; la hoja se limpió al viento,
esparciendo al cielo gotas de la sangre de dragón.
La envainé finalmente, pensando que aunque yo pereciera, la espada y
la vaina debían seguir juntas.
Fue en ese momento, desaparecidos los fantasmas, cuando Grengarm
volvió la espantosa cabeza hacía mí, estirándola sobre aquel cuello un
millar de veces más fuerte que cualquier grúa. Abrió ampliamente el buche.
Yo, contemplándolo fijamente como si mirase a la muerte a los ojos,
comprendí algunas cosas que habían permanecido ocultas.
Un caballo cayó sobre mí al galope, los cascos plateados lo llevaban
hacia la tierra con mayor rapidez incluso que las alas del grifo. La doncella
que lo montaba quiso aferrarme, pero no lo logró; sin embargo, una segunda
doncella cabalgaba al galope tendido tras la primera, y una tercera lo hacía
tras la segunda, gritando de alegría mientras cabalgaba por el cielo
estrellado, fustigando al caballo con las propias riendas. Aquella tercera
doncella me alcanzó, me puso un brazo fuerte en la espalda y me pasó la
mano por la axila derecha, me alzó y me sentó en su propia silla, delante de
ella, igual que yo había hecho con Toug cuando éste era incapaz de hablar.
Volví la mirada hacia ella, y comprendí que si bien se me tenía por un
guerrero capaz de enfrentarse al mejor, mi cabeza no le llegaba a la altura
de la barbilla.
—¡Soy Alvit! —exclamó la doncella—. ¡No es necesario que me digas
tu nombre! ¡Lo sabemos!
Volábamos tan bajo que las nubes se recortaban en lo alto, y
precisamente hacia una montaña de nubes anduvo al medio galope el corcel
blanco de Alvit, sin tropiezos ni muestras de cansancio. De la cima de la
montaña nublada se impulsó de nuevo sobre los cascos, que tamborilearon
un camino hecho de aire.
—Esto es lo mejor del mundo —dije, pensando que sólo hablaba para
mí, palabras que se perderían en el viento veloz que levantaba el corcel
blanco a su paso.
—No lo es, pues es ajeno al mundo —replicó Alvit—. ¿Disfrutas con
un buen combate, sir Able?
—No —respondí antes de ahondarme en el alma con honradez—.
Lucho cuando lo dictan tanto el honor como todo lo que tengo. Y salgo
vencedor siempre que puedo.
Ella rió y me aferró con fuerzas renovadas, y la risa era aquel extraño y
emocionante ruido que proviene del cielo y que los hombres escuchan a
veces, un ruido que al poco los intriga.
—Eso nos basta, y tú eres un hombre que persigue mi corazón. ¿Nos
defenderás de los Gigantes del Invierno y de la Vieja Noche? ¿Lo harás si
nosotros te llevamos a la batalla?
—Os defenderé de cualquier cosa —aseguré—, y no tienes que
conducirme a ninguna parte. Nadie lo hace. Me las apaño bien solo y me
batiré como un león cuando cualquiera de los líderes que puedas asignarme
hayan caído vencidos.
Se inclinó sobre mí y me besó al abandonarme los labios la última
sílaba; y fue un beso como nunca lo había experimentado y nunca volvería
a hacerlo, un beso que convirtió todas mis extremidades en hierro y me
encendió un fuego en el pecho.
Al cabo, el corcel se volteó cuando paseaba de un modo muy propio, y
alcancé a ver que el castillo de Valpadre, que se me había antojado en lo
alto, se hallaba de hecho bajo él. Poco después, los cascos de plata
repicaron en las losas de cristal del atrio.
Notas
[←1]
Able en inglés significa «capaz». (N. del T.)
Gene Wolfe nació en Nueva York en 1931 y vive en Illinois. Luchó en la
guerra de Corea y estudió ingeniería mecánica en la universidad de
Houston. Considerado uno de los mejores escritores de ciencia ficción
norteamericanos, es autor de, entre otros libros, La quinta cabeza de
Cerbero (1972), Death of Doctor Island (1973), Peace (1975), There are
Doors (1988) y Endangered Species (1989).
Su obra más significativa vio la luz a partir de 1980 con la publicación
de La sombra del torturador (premios World Fantasy 1981 y British SF
1982), primer volumen de la premiada serie «El libro del Sol Nuevo», a
caballo entre la ciencia ficción y la literatura fantástica. Asimismo, la serie
de «El libro del Sol Largo» le ha valido un especial reconocimiento del
público y la crítica. En 1996 recibió el World Fantasy Award por toda su
carrera.

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