Memoria Del Fuego I, II - Eduardo Galeano
Memoria Del Fuego I, II - Eduardo Galeano
Memoria Del Fuego I, II - Eduardo Galeano
La lluvia
En la región de los grandes lagos del norte, una niña descubrió de pronto que estaba viva.
El asombro del mundo le abrió los ojos y partió a la ventura.
Persiguiendo las huellas de los cazadores y los leñadores de la nación menomini, llegó a una
gran cabaña de troncos. Allí vivían diez hermanos, los pájaros del trueno, que le ofrecieron
abrigo y comida.
Una mala mañana, mientras la niña recogía agua del manantial, una serpiente peluda la
atrapó y se la llevó a las profundidades de una montaña de roca. Las serpientes estaban a
punto de devorarla cuando la niña cantó.
Desde muy lejos, los pájaros del trueno escucharon el llamado. Atacaron con el rayo la
montaña rocosa, rescataron a la prisionera y mataron a las serpientes.
Los pájaros del trueno dejaron a la niña en la horqueta de un árbol.
—Aquí vivirás —le dijeron—. Vendremos cada vez que cantes.
Cuando llama la ranita verde desde el árbol, acuden los truenos y llueve sobre el mundo.
La selva
En medio de un sueño, el Padre de los indios uitotos vislumbró una neblina fulgurante. En
aquellos vapores palpitaban musgos y líquenes y resonaban silbidos de vientos, pájaros y
serpientes.
El Padre pudo atrapar la neblina y la retuvo con el hilo de su aliento. La sacó del sueño y la
mezcló con tierra.
Escupió varias veces sobre la tierra neblinosa. En el torbellino de espuma se alzó la selva,
desplegaron los árboles sus copas enormes y brotaron las frutas y las flores. Cobraron cuerpo
y voz, en la tierra empapada, el grillo, el mono, el tapir, el jabalí, el tatú, el ciervo, el jaguar y el
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oso hormiguero. Surgieron en el aire el águila real, el guacamayo, el buitre, el colibrí, la garza
blanca, el pato, el murciélago...
La avispa llegó con mucho ímpetu. Dejó sin rabo a los sapos y a los hombres y después se
cansó.
El colibrí
Al alba, saluda al sol. Cae la noche y trabaja todavía. Anda zumbando de rama en rama, de
flor en flor, veloz y necesario como la luz. A veces duda, y queda inmóvil en el aire,
suspendido; a veces vuela hacia atrás, como nadie puede. A veces anda borrachito, de tanto
beber las mieles de las corolas. Al volar, lanza relámpagos de colores.
Él trae los mensajes de los dioses, se hace rayo para ejecutar sus venganzas y sopla las
profecías al oído de los augures. Cuando muere un niño guaraní, le rescata el alma, que yace
en el cáliz de una flor, y la lleva, en su largo pico de aguja, hacia la Tierra sin Mal. Conoce ese
camino desde el principio de los tiempos. Antes de que naciera el mundo, él ya existía:
refrescaba la boca del Padre Primero con gotas de rocío y le calmaba el hambre con el néctar
de las flores.
Él condujo la larga peregrinación de los toltecas hacia la ciudad sagrada de Tula, antes de
llevar el calor del sol a los aztecas.
Como capitán de los chontales, planea sobre los campamentos enemigos, les mide la fuerza,
cae en picada y da muerte al jefe mientras duerme. Como sol de los kekchíes, vuela hacia la
luna, la sorprende en su aposento y le hace el amor.
Su cuerpo tiene el tamaño de una almendra. Nace de un huevo no más grande que un frijol,
dentro de un nido que cabe en una nuez. Duerme al abrigo de una hojita.
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1526
Toledo
El tigre americano
Por los alrededores del alcázar de Toledo, el domador pasea al tigre que el rey ha recibido
desde el Nuevo Mundo. El domador, lombardo de ancha risa y bigotes en punta, lo lleva de la
cuerda, como a un perrito, y el jaguar se desliza por la grava con pasos de algodón.
A Gonzalo Fernández de Oviedo se le hiela la sangre. Desde lejos, grita al guardián que no se
fíe, que no dé conversación a bestia fiera, que tales animales no son para entre gentes.
— ¡Cortadle las uñas! —Aconseja, yéndose—. ¡Sacadle las uñas de raíz, y todos los clientes
y colmillos!
1531
Santo Domingo
Una carta
Se estruja las sienes persiguiendo las palabras que asoman y huyen: No miren a mi bajeza
de ser y rudeza de decir, suplica, sino a la voluntad con que a decirlo soy movido.
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Fray Bartolomé de Las Casas escribe al Consejo de Indias. Más hubiera valido a los indios,
sostiene, irse al infierno con su infidelidad, su poco a poco y a solas, que ser salvados por los
cristianos. Ya llegan al cielo los alaridos de tanta sangre humana derramada: los quemados
vivos, asados en parrillas, echados a perros bravos...
Se levanta, camina. Entre nubes de polvo flamea el hábito blanco. Después se sienta al borde
de la silla de tachuelas. Con la pluma de ave se rasca la larga nariz. La mano huesuda
escribe. Para que en América se salven los indios y se cumpla la ley de Dios, propone fray
Bartolomé que la cruz mande a la espada. Que se sometan las guarniciones a los obispos; y
que se envíen colonos para cultivar la tierra al abrigo de las plazas fuertes. Los colonos, dice,
podrían llevar esclavos negros o moros o de otra suerte, para servirse, o vivir por sus manos,
o de otra manera que no fuese en perjuicio de los indios...
Memoria del fuego II: Las caras y las máscaras (1984) –Eduardo Galeano
Promesa de América
Otra tierra, la sin mal, la sin muerte, será nacida de la aniquilación de esta tierra. Así lo pide
ella. Pide morir, pide nacer, esta tierra vieja y ofendida. Ella está cansadísima y ya ciega de
tanto llorar ojos adentro. Moribunda atraviesa los días, basura del tiempo, y por las noches
inspira piedad a las estrellas. Pronto el Padre Primero escuchará las súplicas del mundo,
tierra queriendo ser otra, y entonces soltará al tigre azul que duerme bajo su hamaca.
Esperando ese momento, los indios guaraníes peregrinan por la tierra condenada.
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Bailan sin parar, cada vez más leves, más volando, y entonan los cantos sagrados que
celebran el próximo nacimiento de la otra tierra.
Buscando el paraíso han llegado hasta las costas de la mar y hasta el centro de América. Han
rondado selvas y sierras y ríos persiguiendo la tierra nueva, la que será fundada sin vejez ni
enfermedad ni nada que interrumpa la incesante fiesta de vivir. Los cantos anuncian que el
maíz crecerá por su cuenta y las flechas se dispararán solas en la espesura; y no serán
necesarios el castigo ni el perdón, porque no habrá prohibición ni culpa.
1701
Valle de Salinas
La piel de Dios
Los indios chiriguanos, del pueblo guaraní, navegaron el río Pilcomayo, hace años o siglos,
y llegaron hasta la frontera del imperio de los incas. Aquí se quedaron, ante las primeras
alturas de los Andes, en espera de la tierra sin mal y sin muerte. Aquí cantan y bailan los
perseguidores del paraíso.
Como no conocían el papel, ni sabían que lo necesitaban, los indios no tenían ninguna
palabra para llamarlo. Hoy le ponen por nombre piel de Dios, porque el papel sirve para enviar
mensajes a los amigos que están lejos.
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El cimarrón
El caimán, disfrazado de tronco, goza del sol. Giran los ojos en la punta de los cuernos del
caracol. Con acrobacias de circo corteja el pájaro a la pájara. El araño trepa por la peligrosa
tela de la araña, sábana y mortaja donde abrazará y será devorado. Un pueblo de monos se
lanza al asalto de las frutas silvestres en las ramas: los chillidos de los monos aturden la
espesura y no dejan oír las letanías de las cigarras ni las preguntas de las aves. Pero suenan
pasos raros en la alfombra de hojas y de pronto la selva calla y se paraliza, se encoge y
espera. Cuando estalla el primer balazo, la selva entera huye en estampida.
El tiro anuncia alguna cacería de cimarrones. Cimarrón, voz antillana, significa «flecha que
busca la libertad». Así llamaron los españoles al toro que huía al monte, y después la palabra
ganó otras lenguas, chimarrao, maroon, marrón, para nombrar al esclavo que en todas las
comarcas de América busca el amparo de selvas y pantanos y hondos cañadones y lejos del
amo levanta una casa libre y la defiende abriendo caminos falsos y trampas mortales.