El Gran Gatsby

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Francis Scott Fitzgerald

El gran Gatsby
Título original: The Great Gatsby

Primera edición: 2013


Tercera edición: 2021

Diseño de colección: Estudio de Manuel Estrada con la colaboración de Roberto


Turégano y Lynda Bozarth
Diseño de cubierta: Manuel Estrada
Ilustración de cubierta: Caballero fumando
© Getty Images / Hulton Archive
Selección de imagen: Carlos Caranci Sáez

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas
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© de la traducción: Ramón Buenaventura Sánchez-Paños, 2013


© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2013, 2021
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15
28027 Madrid
www.alianzaeditorial.es

ISBN: 978-84-1362-136-4
Depósito legal: M. 28.116-2020
Printed in Spain

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Índice

11 Nota previa sobre la traducción

15 Capítulo 1
43 Capítulo 2
63 Capítulo 3
91 Capítulo 4
117 Capítulo 5
138 Capítulo 6
157 Capítulo 7
200 Capítulo 8
221 Capítulo 9
Una vez más, para Zelda
Nota previa sobre la traducción

Hemos intentado repetir en castellano el modo en


que Fitzgerald utiliza el inglés, llevándolo a veces
hasta las fronteras de la gramática, poniendo espe-
cial cuidado en no bajar nunca la tensión, en que los
adjetivos que se aplican a los personajes tengan un
simbolismo especial (Daisy es de oro, pero el amari-
llo transpira fealdad), en forzar las imágenes todo lo
que sea necesario, hasta hacerlas insólitas y, sobre
todo, potentes, en rechazar la vulgaridad.
El lector, pues, no debe sorprenderse cuando lle-
gue a párrafos que no se ajustan a lo habitual en es-
pañol: tampoco se ajustan a lo habitual en inglés.
Por otra parte, aclaremos que la decisión de man-
tener la traducción tradicional española del título se
toma sin alegría del traductor: habríamos preferido
Gatsby el Magnífico, imitando la versión francesa.

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Ponte, pues, el sombrero dorado, a ver si la emocionas;
si eres bueno saltando, brinca también por ella,
hasta hacerla exclamar: «Amor del sombrero dorado, amor
saltarín, ¡has de ser mío!».
THOMAS PARKE D’INVILLIERS
Capítulo 1

En mis años jóvenes y más vulnerables mi padre me


dio un consejo sobre el que llevo recapacitando
desde entonces.
«Cuando te sientas con ganas de criticar a alguien
–me dijo–, recuerda que en este mundo no todos
han tenido las mismas ventajas que tú.»
No dijo más, pero siempre hemos sido extraordi-
nariamente comunicativos dentro de nuestra reser-
va, y comprendí que me estaba diciendo mucho
más que eso. En consecuencia, tiendo a reservarme
todos los juicios, hábito que me ha abierto muchas
naturalezas dignas de atención y también me ha he-
cho víctima de no pocos pelmazos inveterados. La
mentalidad anómala en seguida capta esta peculia-
ridad, para utilizarla, cuando se presenta en una
persona normal, y así ocurrió que en la universidad
fui injustamente acusado de político, porque estaba

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El gran Gatsby

al tanto de las congojas secretas de hombres bruta-


les y desconocidos. Casi todas las confidencias eran
no solicitadas: frecuentemente he fingido sueño,
preocupación o ligereza hostil cuando me percata-
ba por alguna señal inconfundible de que una reve-
lación íntima se estremecía en el horizonte; pues las
revelaciones íntimas de los jóvenes, o al menos los
términos en que las expresan, suelen ser plagiarias y
adolecer de obvias supresiones. Abstenerse de juz-
gar requiere una esperanza infinita. Todavía me da
un poco de miedo perderme algo si olvido que,
como mi padre no sin cierto esnobismo me sugirió,
y no sin cierto esnobismo repito yo, la noción de los
decoros fundamentales se reparte desigualmente al
nacer.
Y, tras alardear así de mi tolerancia, vengo a admi-
tir que tiene límite. El comportamiento puede ci-
mentarse en dura roca o en húmedo cenagal, pero
más allá de un cierto punto deja de importarme en
qué se cimienta. Cuando regresé del Este el pasado
otoño, noté en mí el deseo de que el mundo vistiera
de uniforme y se mantuviese en posición moral de
firmes para siempre; no deseaba más excursiones
alborotadas con vislumbres privilegiados del cora-
zón humano. Solo Gatsby, el hombre que da título
a este libro, quedaba exento de mi reacción: Gatsby,
que representaba todo aquello por lo que yo siento
un natural desprecio. Si la personalidad es una serie
ininterrumpida de gestos logrados, entonces es que
había algo encantador en él, una reforzada sensibi-

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Capítulo 1

lidad a las promesas de la vida, como si estuviera


conectado a una de esas máquinas intrincadas que
registran los terremotos a diez mil millas de distan-
cia. Esta receptividad no guardaba relación alguna
con la fofa impresionabilidad que dignificamos con
el nombre de «temperamento creativo»: era un don
extraordinario para la esperanza, una alacridad ro-
mántica que nunca encontré en ninguna otra perso-
na y que no es probable que vuelva a encontrar. No:
Gatsby resultó correcto al final; era lo que se apo-
deraba de Gatsby, la parte de sucia polvareda que
flotaba en la estela de sus sueños, lo que cerraba
temporalmente mi interés por las penas infructífe-
ras y los júbilos alicortos de los hombres.

Mi familia lleva tres generaciones entre las más im-


portantes y acomodadas de esta ciudad del Medio
Oeste. Los Carraway somos una especie de clan, y
según nuestra tradición descendemos de los duques
de Buccleuch, pero el auténtico fundador de mi li-
naje fue el hermano de mi abuelo, que llegó aquí en
el año 51, envió a un reemplazo a la Guerra Civil y
puso en marcha el próspero negocio de ferretería al
por mayor que mi padre sigue llevando en la actua-
lidad.
Nunca llegué a ver a dicho tío abuelo, pero dicen
que me parezco a él, basándose sobre todo en el re-
trato más bien tosco que cuelga en el despacho de
mi padre. Terminé mis estudios en Yale, New Ha-
ven, en 1915, precisamente un cuarto de siglo des-

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El gran Gatsby

pués que mi padre, y algo más tarde tomé parte en


esa migración teutónica retardada que se conoce
por el nombre de Gran Guerra. Disfruté tantísimo
con la réplica a la invasión que volví a casa muy in-
quieto. En vez de ser el cálido centro del mundo, el
Medio Oeste se me antojaba ahora el andrajoso
borde del universo; de modo que decidí marchar al
Este a ejercitarme en el negocio de los bonos. Todos
mis conocidos andaban en el negocio de los bonos,
y supuse que en él habría sitio para uno más. Todas
mis tías y todos mis tíos lo deliberaron como si es-
tuvieran eligiéndome una escuela primaria, y aca-
baron diciendo: «Bueno, esto, biennn», poniendo
unas caras muy serias y dubitativas. Mi padre acep-
tó mantenerme durante un año, y tras varios aplaza-
mientos llegué al Este, para siempre, pensé, en la
primavera de 1922.
Lo más práctico habría sido buscar acomodo en
la ciudad, pero hacía calor y yo acababa de abando-
nar un país de anchas praderas y árboles amistosos,
así que cuando un joven del despacho sugirió que
alquiláramos una casa juntos en una zona residen-
cial, me pareció una gran idea. Fue él quien encon-
tró la casa, pequeña, de una sola planta, con las pa-
redes de cartón y muy maltratada por los elementos,
por ochenta dólares al mes, pero a última hora la
compañía lo trasladó a Washington, y me fui yo solo
al campo. Tenía un perro –o al menos lo tuve unos
días, hasta que se escapó– y un viejo Dodge y una
finlandesa que me hacía la cama y me preparaba el

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Capítulo 1

desayuno y murmuraba para sí fragmentos de sabi-


duría finlandesa ante la cocina eléctrica.
Fue la soledad durante un día, más o menos, hasta
que una mañana un individuo, llegado más recien-
temente que yo, me paró en el camino:
–¿Por dónde se va a West Egg? –me preguntó,
desamparado.
Se lo dije. Y cuando seguí andando ya no estaba
solo. Era un guía, un pionero, un primer poblador.
Aquel hombre, sin pretenderlo, me había otorgado
la libertad del avecindado.
Y así con el sol y con las hojas creciendo a reven-
tones en los árboles, como crecen las cosas a cámara
rápida en las películas, estaba en el familiar conven-
cimiento de que la vida volvería a empezar con el
verano.
¡Había tanto que leer, en principio, y tanta buena
salud que cosechar de aquel aire tan joven y tan vi-
gorizante! Me compré doce libros sobre banca y
crédito y títulos de inversión, y los puse a lucir en la
estantería, con sus rojos y sus dorados, como mone-
das recién salidas de la ceca, prometiendo desvelar-
me los deslumbrantes secretos que solo Midas y
Morgan y Mecenas alcanzaron a conocer. Y tenía la
elevada intención de leer además otros muchos li-
bros. En la universidad había sido bastante litera-
rio: un año escribí una serie de editoriales muy so-
lemnes y muy obvios para el Yale News; y ahora iba
a reponer todo eso en mi vida, para convertirme
otra vez en el más limitado de los especialistas, es

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El gran Gatsby

decir, en uno de esos hombres que saben de todo


un poco. Lo cual es algo más que una frase hecha: a
fin de cuentas, la vida se contempla con mucho más
éxito desde una sola ventana.
Fue cuestión de suerte que alquilara la casa en
una de las comunidades más raras de Norteaméri-
ca. Estaba en esa isla esbelta y bullanguera que se
extiende hacia el este desde Nueva York, y donde
hay, entre otras curiosidades naturales, dos forma-
ciones terrestres insólitas. A veinte millas de la ciu-
dad un par de huevos enormes, de contorno idénti-
co, y separados solo por una bahía apenas digna de
tal nombre, se adentran en la extensión de agua sa-
lada más domesticada de todo el hemisferio occi-
dental, una especie de patio grande y húmedo llama-
do Estrecho de Long Island. No son óvalos perfectos
–como el huevo de la anécdota colombina, ambos
están aplastados en la zona de contacto–, pero su
parecido físico debe de ser causa de perpetua con-
fusión para las gaviotas que los sobrevuelan. Para
los desalados, es fenómeno más llamativo su falta de
disimilitud en todos los aspectos, quitados la forma
y el tamaño.
Yo vivía en el West Egg, el, digamos, menos chic
de los dos, aunque esta etiqueta resulte muy super-
ficial para expresar el extraño y no poco siniestro
contraste entre ambos. Mi casa estaba en la mismí-
sima punta del huevo, a solo cincuenta yardas del
Estrecho, y aplastada entre dos enormes viviendas
que se alquilaban a doce o quince mil dólares la

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Capítulo 1

temporada. La de mi derecha era colosal desde


cualquier punto de vista que se considerase: era co-
pia fiel de un ayuntamiento de Normandía, con una
torre lateral, nueva y pimpante bajo una ligera bar-
ba de hiedra, y una piscina de mármol, y más de
cuarenta acres de césped y jardín. Era la mansión
de Gatsby. O, mejor dicho, dado que yo no conocía
al señor Gatsby, era la mansión habitada por un ca-
ballero de tal nombre. Mi casa hacía daño a la vista,
pero poco daño, y estaba en un altozano, así que te-
nía vistas al mar, vista parcial de las praderas de mi
vecino y una confortadora cercanía de millonarios...
todo por ochenta dólares al mes.
Al otro lado de la bahía apenas digna de tal nom-
bre los palacios blancos del elegante East Egg chis-
peaban a lo largo de la orilla, y la historia del verano
comienza de veras la atardecida en que crucé en co-
che para cenar en casa de los Buchanan. Daisy era
prima segunda mía y a Tom lo conocía de la univer-
sidad. Y justo después de la guerra había pasado
dos días con ellos en Chicago.
El marido, entre otros diversos logros físicos, ha-
bía sido uno de los más potentes extremos entre los
que alguna vez jugaron al fútbol en New Haven:
una figura nacional en cierto modo, uno de esos
hombres que alcanzan una excelencia tan señalada
a los veintiún años que todo lo que les viene des-
pués deja un regusto de anticlímax. Su familia era
enormemente rica –ya en la universidad su trato li-
bre con el dinero era objeto de reproche– pero aho-

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El gran Gatsby

ra había abandonado Chicago para venirse al Este


de un modo que lo dejaba a uno sin aliento: por
ejemplo, se había bajado de Lake Forest toda una
cuadra de caballos de polo. Costaba trabajo aceptar
que un hombre de mi generación fuera tan rico
como para eso.
Por qué se vinieron al Este, no lo sé. Pasaron un
año en Francia porque sí y luego anduvieron a la
deriva de aquí para allá, sin descanso, por todos los
sitios en que la gente se juntaba para jugar al polo y
tener dinero. Daisy me dijo por teléfono que esta
última mudanza iba a ser permanente, pero no me
lo creí: no porque tuviese acceso al corazón de mi
prima, sino porque me parecía que Tom permane-
cería para siempre a la deriva, buscando, no sin me-
lancolía, la dramática turbulencia de algún partido
de fútbol irrecuperable.
Y así fue como un cálido atardecer, con mucho
viento, me trasladé en coche al East Egg para ver a
dos amigos a quienes apenas conocía. Su casa era
aún más refinada de lo que había imaginado: una
mansión roja y blanca de estilo georgiano colonial,
muy alegre, desde la que se dominaba la bahía. El
césped empezaba en la playa y recorría un cuarto de
milla hasta la parte delantera de la casa, saltando
por encima de relojes de sol y senderos de ladrillo y
jardines ardientes, para, finalmente, al alcanzar la
casa, subírsele por un lado en forma de enredadera
resplandeciente, como aprovechando el impulso
de su carrera. Interrumpía la fachada una hilera de

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Capítulo 1

ventanales, ahora con reflejos dorados y abiertos de


par en par a la tarde ventosa; y Tom Buchanan, en
traje de montar, estaba ahí de pie, con las piernas
separadas, en el porche delantero.
Había cambiado desde los tiempos de New Haven.
Ahora era un robusto hombre de treinta años con el
pelo pajizo, una boca más bien dura y un talante des-
deñoso. Dos ojos de brillo arrogante se habían apo-
derado de su rostro y le conferían el aspecto de estar
siempre inclinándose agresivamente hacia delante.
Ni siquiera el toque afeminado de su ropa de montar
alcanzaba a ocultar el enorme poderío de ese cuerpo:
parecía henchir las botas resplandecientes hasta ten-
sar los cordones, y era observable el modo en que los
músculos se le abultaban bajo la chaqueta ligera al
mover un hombro. Era un cuerpo capaz de una enor-
me potencia: un cuerpo cruel.
Su voz al hablar, de tenor pero ronca y áspera, re-
forzaba la impresión de desafío que transmitía. Ha-
bía un toque de desprecio paternal en ella, incluso
con las personas que le caían bien; en New Haven
ya hubo quien lo odiaba a muerte.
«No, no vayas a creer que mi opinión en este
asunto es resolutoria –parecía decir–, solo porque
soy más fuerte y más hombre que tú.» Estábamos
en la misma agrupación de alumnos mayores, y aun-
que nunca llegamos a intimar, siempre tuve la im-
presión de que me daba su aprobación y de que de-
seaba caerme bien con una especie de ansiedad
muy personal, entre triste y desafiante.

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El gran Gatsby

Estuvimos hablando unos minutos en el porche


lleno de sol.
–Es muy bonito este sitio que tengo –dijo, con los
ojos lanzándosele inquietos de un lado para otro.
Tras hacerme girar cogiéndome del brazo, reco-
rrió con la mano ancha y plana el panorama delan-
tero, incluyendo en su barrido un jardín italiano a
nivel inferior, medio acre de rosas pungentes y pro-
fundas y una barca chata, de motor, en que choca-
ban las olas costeras.
–Perteneció a Demaine, el magnate del petróleo.
De nuevo me hizo girar, con tanta cortesía como
brusquedad.
–Vamos dentro.
Pasamos por un recibidor de techo alto a un espa-
cio de color rosa brillante, frágilmente unido a la
casa por un ventanal al principio y otro al final. Las
ventanas estaban entornadas y eran de un blanco
centelleante en contraste con la hierba fresca del
exterior, que daba la impresión de introducirse un
poco en la casa. La brisa recorría la estancia, inflan-
do las cortinas hacia dentro en un extremo y hacia
fuera en el otro, como banderas pálidas, levantán-
dolas hacia el pastel de boda del techo, para a con-
tinuación arrugar la alfombra color vino, trazando
en ella una sombra como la que el viento traza en el
mar.
El único objeto totalmente inmóvil de la estancia
era un enorme diván en el que dos mujeres jóvenes
estaban abalizadas como en lo alto de un globo cau-

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Capítulo 1

tivo. Ambas iban de blanco, y sus vestidos ondea-


ban y revoloteaban como si acabara de traerlas de
regreso el viento tras un corto vuelo en torno a la
casa. Yo debí de permanecer unos momentos escu-
chando los latigazos y chasquidos de las cortinas y
el gemido de un cuadro al rozar con la pared. Lue-
go hubo un estampido cuando Tom Buchanan ce-
rró los ventanales traseros y el aire, atrapado, fue
languideciendo en la estancia, y las cortinas y las al-
fombras y las dos jóvenes fueron bajando como glo-
bos hasta el suelo.
La más joven de las dos me era desconocida. Esta-
ba tendida cuan larga era en su parte del sofá, total-
mente quieta, y con la barbilla un poco levantada,
como manteniendo en equilibrio algo con bastantes
probabilidades de caerse. Quizá me viera por el ra-
billo del ojo, pero no dio señal de ello: de hecho,
casi me sorprendí al murmurar una excusa por ha-
berla molestado con mi presencia.
La otra chica, Daisy, hizo amago de levantarse –se
inclinó ligeramente hacia delante con expresión de
ir a cumplir con su deber– y luego se echó a reír,
una risa absurda y encantadora, y yo me reí también
y acabé de entrar en la habitación.
–Estoy pa-paralizada de alegría.
Volvió a reírse, como si acabara de decir algo muy
ocurrente, y me estrechó la mano un momento, mi-
rándome a la cara, y me aseguró que no había nadie
en este mundo a quien tuviera más ganas de ver. Era
su modo de comportarse. Dio a entender con un

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