Promesa de Campbell - Tessa C. Martin

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 394

Promesa de Cambell

Tessa C. Martín
Derechos de autor © 2024 Tessa C. Martín
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos por la ley y bajo los
apercibimientos legales previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por
cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento
informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la
autorización previa y por escrito de los titulares del copyright.

Esta es una obra de ficción histórica basada en hechos reales. Los nombres,
caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación de la autora o han
sido convenientemente adaptados para dar coherencia a la novela sin perder base
histórica.

Título: Promesa de Cambell

Primera edición, abril 2024

Corrección: Carolina Ramos Zambrana

Maquetación y portada: Romanticamente.es

Contacto:
https://tessacmartin.com
[email protected]

Todos los derechos reservados.

Gracias por comprar esta novela.


Para Kike.

Nuestros deseos siempre estarán por encima de las estrellas.


PRÓLOGO
Tres años atrás
Castillo de Corran. Highlands. Escocia

—¡Lo amo, padre!


El grito de su hermana Mairi se escuchó en todo el castillo, al
igual que lo hicieron los latigazos posteriores que recibió a
manos de su progenitor.
Tara, acuclillada en un rincón del pasadizo que llevaba al
salón, se cubrió las orejas con las manos y repitió hasta la
saciedad el ruego desesperado para que su padre se detuviese.
Hasta ella llegaba el llanto de dolor de su hermana, los insultos
que le proferían sus hermanos y el sonido de los golpes hasta
que la puerta se abrió. Despavorida, retrocedió hasta la
oscuridad del recoveco para pasar desapercibida. Calem y
Alec arrastraban a Mairi de los brazos, con las piernas
desnudas barriendo el suelo y la cabeza gacha. Tara se
apresuró a esconderse para que no la descubrieran, pero los
siguió con sigilo hasta la alcoba en la que encerraron a su
hermana.
Pasaron horas hasta que se cercioró de que podría entrar sin
ser descubierta. Abrió con tiento y entró en la fría estancia. La
chimenea estaba apagada y el viento se filtraba por la ventana.
Si ella sintió frío, no quiso ni imaginar cómo estaría Mairi.
Con la vela que llevaba en la mano, se acercó al camastro.
Ahogó un grito cuando descubrió la espalda despellejada y
percibió el temblor de su hermana. Se arrodilló en el suelo,
rasgó la tela de la enagua y la mojó con la jarra de agua que
había en la mesilla. Con suaves toques comenzó a limpiar las
heridas, no obstante, se detuvo cuando Mairi gimió de dolor.
—Oh, Mairi… —se lamentó—. ¿De verdad Duncan
McKenzie merece este sufrimiento?
—Él me ama, lo sé —susurró—. Vendrá a buscarme y me
llevará con él.
—¿Y por qué no lo ha hecho ya? —se enfadó Tara.
—Sé que vendrá —repitió Mairi—. Me entregué a él. Le di
mis primeras caricias, mis primeros besos… Vendrá.
—Ninguna intimidad merece el riesgo de este castigo.
—El amor es maravilloso y, aunque veces nos hace sufrir,
merece la pena sentirlo, Tara. Duncan vendrá. Sé que vendrá
—repitió Mairi hasta la saciedad.
No obstante, Duncan no buscó a Mairi hasta mucho tiempo
después. Hasta que comprendió que había cometido un error al
abandonarla y asimiló que la amaba. Tiempo durante el que las
palizas hacia Mairi no cesaron y Tara fue acumulando temor a
intimar con un hombre. Por ello, cuando Duncan raptó a Mairi
con la ayuda de su cuñada Eryn McKenzie y el tío de esta,
Desmon Campbell, se sintió aliviada por su hermana, pero a
cambio, Tara tuvo que pagar un alto precio.
Octubre de 1292
Castillo de Carlisle. Cumbria. Escocia

El obispo John de Halton llegó a las puertas del castillo de


Carlisle apenas una hora antes de que el enlace entre Desmon
Campbell y Tara Gordon tuviese lugar. Aunque ambas familias
habían intentado mantener en secreto los pormenores de sus
esponsales, no había tardado en extenderse el rumor de que el
laird Campbell había tenido que resarcir el honor de los
Gordon tras haber ayudado a su amigo Duncan McKenzie a
raptar a la hija mayor del clan Gordon. Sin embargo, pocos
eran los que sabían que Desmon había aceptado la unión con
Tara para proteger a su sobrina Eryn, artífice de urdir el plan
para que la pareja escapase de Escocia.
El clérigo miró los altos muros de la fortificación, giró a su
alrededor para apreciar mejor el enclave estratégico y, no por
primera vez, admiró la astucia del rey Eduardo de Inglaterra al
enviarlo para ser informado de primera mano sobre las intrigas
y sospechas con las que pudiesen especular los nobles
escoceses allí reunidos.
Aquel matrimonio, que él se encargaría de oficiar, sellaba un
compromiso ventajoso para ambos clanes, sobre todo para los
Gordon, que emparentarían con un familiar del que pronto
sería nombrado rey de Escocia, John Balliol. Aunque fuera un
secreto a voces y nadie tuviese la certeza absoluta, Eduardo ya
había concertado entregar el trono de Escocia al hombre que le
había jurado vasallaje y que mejor podría manipular frente al
combativo Robert Bruce. En medio de todas aquellas intrigas
y luchas de poder, se encontraba él como representante del
clero. Su santidad lo había enviado para convencer a Eduardo
de que debía seguir con las cruzadas y, por lo tanto, le había
sido otorgada la función de recaudar a los escoceses el
impuesto destinado a ello. No obstante, Eduardo de Inglaterra
se mostraba inflexible ante las presiones eclesiásticas. En la
batalla de Acre ya había perdido demasiado, tanto a nivel
económico como personal, y no estaba dispuesto a arriesgar
más patrimonio, ni por supuesto más hombres, cuando la
situación en Escocia no era ni mucho menos estable. El
monarca ya consideraba como vasallos suyos a los escoceses,
por lo que era contrario a imponerles el tributo que exigía su
Santidad. Entre otros motivos, debido a que los ánimos
estaban todavía crispados y en cualquier momento podría
iniciarse una nueva revuelta que hiciese peligrar el
nombramiento de John Balliol.
Las puertas del castillo se abrieron y el obispo, junto con los
miembros del clero que lo acompañaban, fue conducido por
los soldados del clan Campbell hasta el salón principal, repleto
de nobles y clanes invitados. Avanzó, soberbio, mientras a
cada paso se hacía el silencio entre miradas de recelo, temor e
inquina por la mayoría de los invitados. Nadie dudaba quién lo
había enviado allí ni los nobles obviaban con qué misión. Sin
embargo, poco le importaba. Él, como emisario de Dios,
estaba por encima de todos ellos. Localizó a John Balliol,
sonriente, junto a sus mejores aliados, los Comyn. Se habían
visto en varias ocasiones en Inglaterra en las pocas reuniones a
las que su majestad le había permitido asistir. Se mantuvo
alejado de él, a la espera de que Balliol fuese el primero en
iniciar un acercamiento, y ordenó a los clérigos que lo
acompañaban que dispusiesen de lo necesario para oficiar el
enlace.
CAPÍTULO 1
Tara permaneció erguida, en riguroso silencio, mientras las
doncellas la arreglaban para su enlace. El sonido de las cintas
del corpiño que ceñían a su cuerpo resonaba en la estancia
como latigazos sobre su espalda. Se estremeció ante ese
pensamiento, que trajo recuerdos mucho más aciagos, pero
nada delató su inquietud. Las mujeres encargadas de
engalanarla para la ocasión faenaban con eficiencia. Trenzaban
su cabello negro al tiempo que enredaban pequeñas flores
secas y alisaban los pliegues de su vestido. Se sentía poco más
que un mueble al que movían, adornaban y aseaban a su
antojo. No había cháchara ni alegres comentarios en alusión a
su inminente enlace, ni siquiera sonrisas tranquilizadoras.
Nada. Las mujeres del clan Campbell no la apreciaban, al
igual que su laird. No, aquel no era un matrimonio por amor,
ni tan solo por afecto, puesto que Tara temía y odiaba al que
sería su marido con todas sus fuerzas.
Escuchó voces al otro lado de la puerta y su espalda se puso
tan rígida que llegó a dolerle. Aquel demonio de Desmon
Campbell no se atrevería a visitarla en privado antes del
enlace. ¿O sí? Intentó calmar los latidos desbocados de su
corazón y agudizó el oído. No, solo eran las voces de sus
hermanos apostados a ambos lados de la puerta para impedir
que nadie entrase, o que ella saliese. Como si se hubiese
atrevido alguna vez a desafiarles… Aunque estaba segura de
que, si Desmon quería acceder a aquella estancia, nada ni
nadie lo detendría. Suspiró con discreción, algo aliviada al ver
que nadie accedía, cuando de repente la puerta se abrió y la
culpable de que aquel día se convirtiese en la mujer más
desdichada de Escocia entró en la habitación. Eryn McKenzie
sonrió al verla, y Tara deseó borrarle la sonrisa del rostro y
gritarle con todas sus fuerzas que se marchase. Lo que menos
le apetecía era estar acompañada por aquella alocada mujer
que con sus maquinaciones la había abocado a aquel
compromiso.
—Estáis preciosa. —Parecía sincera en su apreciación, pero no
debía olvidar que era sobrina de su futuro esposo y, por lo
tanto, nada de fiar—. El obispo ha llegado —anunció Eryn
ante el mutismo y la falta de reacción por parte de la novia.
—¿A qué habéis venido? —espetó Tara—. ¿Os ha enviado
vuestro tío para asegurarse de que no huiré? —preguntó con
inquina.
Las mujeres que la arreglaban se detuvieron y la miraron con
desdén. Adoraban a su laird y a la sobrina de este, y el
desprecio que denotaba su voz cada vez que los nombraba las
ofendía.
—¿Qué os hace pensar que no se sentiría aliviado por vuestra
huida? —contratacó Eryn con suficiencia.
Tara la fulminó con la mirada al tiempo que la pelirroja
sonreía con amabilidad a las mujeres que habían sido de su
clan antes de que se desposase con Niall McKenzie.
—Creo que no precisaremos más de vuestros servicios.
Gracias.
Obedientes y con una sonrisa afable en sus labios,
abandonaron la estancia y dejaron a las dos mujeres solas. Una
vez la puerta se cerró, ambas se midieron con la mirada. Sin
embargo, fue Eryn la primera que no tuvo reparos en hacerle
frente.
—Jamás me perdonaréis que por ayudar a vuestra hermana a
fugarse os sacrificase a vos. Pero dejad que os aclare algo:
gracias a eso, Mairi es feliz. Y también, gracias a la
benevolencia de mi tío al aceptar este enlace, el honor de
vuestra familia está a salvo.
—¿De verdad esperáis que os lo agradezca? Si no hubieseis
ayudado a huir a mi hermana con vuestro cuñado, nada de esto
habría sucedido.
—Y Mairi habría sido entregada en matrimonio, contra su
voluntad, a un comerciante.
—Y ahora seré yo la que se casará en contra su voluntad —se
defendió, exasperada.
—Mairi es feliz con Duncan. ¿No os alivia saber eso?
Tara daba las gracias todas las noches, en el silencio de su
habitación, por la suerte de su hermana, pero eso era algo que
no pensaba admitir delante de Eryn jamás. Si había alguien a
quien Tara amaba sobre todas las cosas, era a Mairi. Por ella se
sacrificaba y estaba a punto de contraer matrimonio. Por ella
viviría en otro infierno diferente al de su casa. Sin embargo,
distaba mucho de profesar gratitud a la señora McKenzie.
—Estoy segura de que hubiésemos encontrado otra salida que
no abocase a dos personas que no se soportan a convivir bajo
el mismo techo.
—Podríais ser tan feliz como vuestra hermana. Mi tío es un
buen hombre que jamás osaría…
—Vuestro tío es un demonio vengativo que me aborrece tanto
o más que yo a él. Así que guardaos vuestros buenos deseos y
propósitos y dejad de buscar excusas para limpiar vuestra
conciencia. Nuestra desdicha, la de vuestro tío y la mía, la
firmasteis vos.
—Cualquier mujer desearía ser la esposa del laird Campbell
—respondió, ofendida.
—Pero yo no soy cualquiera.
Contra lo que Tara podía esperar, una sonrisa traviesa afloró en
el rostro de Eryn.
—Quién sabe, quizás algún día me deis las gracias. Ambos —
puntualizó, antes de darse media vuelta y dirigirse a la puerta.
—Solo medio muerta o si me abandona el juicio escucharéis
esas palabras de mi boca.
Eryn tuvo la desfachatez de soltar una carcajada.
—Me encargaré de recordároslo —prometió antes de salir de
la estancia.
Los ojos de Tara se le humedecieron de rabia, nervios y
desesperación, pero no dejó que las lágrimas resbalasen por
sus mejillas. No le daría a Desmon Campbell la satisfacción de
saber cuánto la perturbaba. Se sentó en una esquina de la cama
y esperó a que llegase el momento en que el destino sellase su
vida junto a la de aquel bárbaro.
Desmon se ajustó una vez más al hombro el plaid con los
colores verde y azul, característicos de su clan. No podía
dilatar más en el tiempo el momento de desposarse. El obispo
y los clérigos estaban abajo, los invitados ocupaban el salón
mientras la familia de su prometida alardeaba sobre el enlace.
Pero, sobre todo, lo que lo volvía loco era que los asesinos de
su familia aguardaban, impunes, junto a todos los demás
asistentes dentro de su propio hogar. Guardar silencio sobre
los culpables de la muerte de su hermano y el asalto a Carlisle
para salvar a su sobrina fue el sacrificio más grande que había
hecho jamás. No, mentía. El mayor sacrificio fue abandonar su
hogar, años atrás, y empezar una nueva vida, a bordo de su
barco, alejado de los que más amaba. Por culpa de aquella
decisión, había estado lejos del castillo cuando lo asaltaron y
habían asesinado a su familia.
Miró el arcón que había a los pies de la cama con añoranza, a
sabiendas de lo que se ocultaba en el fondo. En aquel
deslucido mueble guardaba los tesoros de sus viajes, recuerdos
de los días en los que tuvo que batallar contra la debilidad de
su alma para volver a Carlisle y reclamar lo que creía suyo, y
la prueba de que una vez amó como jamás podría volver a
amar. Ahora, además, aquel baúl de madera tallada guardaba
la misiva que no se había atrevido a enviar para anular el
enlace que estaba a punto de ser consumado. Si no lo había
hecho, era en parte por honor, porque juró a Robert Bruce que
resarciría a los Gordon, pero sobre todo por Eryn. Ella era la
única familia que le quedaba y la protegería con su vida si
hiciese falta.
Las botas resonaron en las paredes de piedra del castillo
conforme avanzaba hacia su destino. Entró al salón y saludó
con leves inclinaciones de cabeza a algunos de los invitados,
giró sobre sí mismo y localizó a los Comyn, que acompañaban
a su pariente John Balliol, futuro rey de Escocia. Bromeaban
entre ellos, se reían y chocaban sus copas como si los Comyn
no fuesen los culpables del asalto a aquel castillo meses atrás.
Era evidente que celebraban el secreto a voces de que John iba
a ser coronado rey. Eduardo I todavía no lo había hecho
público, pero nadie dudaba de que entre Robert Bruce y
Balliol, el rey inglés elegiría al más maleable. Y ese no era
otro que su pariente. El joven Comyn el Rojo algún día
pagaría por la conspiración en la muerte de su familia y el
intento de agresión a Eryn. Esa promesa la había hecho
Desmon Campbell sobre la tumba de su hermano y no pensaba
faltar a ella.
—Si lo seguís mirando así, no hará falta que desenvainéis
vuestra espada, vuestros ojos lo ejecutarán. —El marido de su
sobrina, Niall McKenzie, se posicionó a su lado.
—Si mis pensamientos fuesen proféticos, moriría de un
momento a otro envuelto en agonía y dolor.
—Nuestra venganza se cumplirá —aseguró Niall—. Yo más
que nadie desearía que el joven Comyn ardiera en el infierno.
Cuanto antes, mejor. Os di mi palabra de que consumaríamos
nuestra venganza y así lo haremos, pero aún no es el momento.
—Aguardaré a que llegue nuestra oportunidad porque me lo
pedisteis por Eryn. Pero luego no habrá piedad.
—No la habrá —confirmó Niall con seriedad.
La joven Eryn se colocó entre ellos y su marido la rodeó por la
cintura en un gesto cariñoso y a la vez de protección.
—Para ser un hombre que está a punto de desposarse con una
mujer preciosa, te veo demasiado serio, querido tío.
—No intentes hacerte la graciosa conmigo, nighean-bràthar
—advirtió Desmon. Le encantaba llamarla sobrina en gaélico
y ver cómo afloraba su sonrisa.
—Yo creo que lo que le sucede a tu tío es que está nervioso. El
ansia por convertir a Tara Gordon en su esposa lo mantiene en
vilo y expectante —se unió Niall a la chanza.
—Todavía recuerdo lo bien que me sentí cuando os molí a
golpes en el patio de este castillo, McKenzie. Quizás deba
volver a hacerlo para relajar la tensión que, a vuestro juicio,
padezco.
—¿Podréis dejar de pelear alguna vez? Me duele ver a los dos
hombres que más quiero discutir cada vez que nos juntamos.
—Es culpa de tu esposo. Creo que en el fondo le gusta que le
atice.
—No le hagas caso a tu tío, càraid —susurró en gaélico el
apelativo cariñoso que utilizaba para dirigirse a ella—. Está
celoso porque me quieres más a mí que a él.
Eryn resopló.
—Sois incorregibles.
Tanto Niall como Desmon sonrieron; si había algo en lo que
coincidían, era en la adoración que sentían por Eryn.
—Mi señor —les interrumpió uno de los sacerdotes que
acompañaban al obispo—. Vuestra futura esposa está a punto
de entrar en el salón.
Desmon cerró los ojos apenas unos instantes, inspiró hondo
para intentar calmar el desasosiego que sentía y se volvió
hacia Eryn para besarla en la frente. Acto seguido, caminó
decidido hasta ocupar su lugar frente al obispo.
Apenas unos minutos después, Tara Gordon, con su
espectacular belleza, entró en la estancia y caminó con la
cabeza alta hasta situarse al lado del laird Campbell.
Desmon sonrió de medio lado al ver la actitud de la joven. Era
orgullosa y de porte demasiado altivo y arrogante para la
posición social que ostentaba su familia. Al fin y al cabo, no
era más que la hija de un laird de las Highlands que no gozaba
del agrado de ninguno de los nobles, pero que, sin embargo,
Bruce había necesitado para su causa, ahora ya perdida puesto
que estaba a punto de perder el trono de Escocia.
Una vez junto a él, percibió la mirada de soslayo de Tara y
apretó los dientes. Aquella mujer tenía la fea costumbre de
mirarlo como si fuera un insecto insignificante. Pues bien, él
se encargaría de demostrarle lo venenosos que pueden llegar a
ser. Mientras el obispo parloteaba, Desmon se permitió
acercarse a Tara lo suficiente como para que su aliento rozara
la oreja de la joven, que se tensó en el acto.
—A partir de hoy, esposa —susurró para que nadie más lo
escuchara—, aprenderás a servirme y complacerme.
Empezarás por cuando yo te lo indique, tras el banquete, subir
a nuestra estancia y esperarme. Desnuda —puntualizó.
Desmon volvió a su sitio a la vez que Tara se giraba y lo
miraba con una mezcla de indignación y temor. Apenas fue
consciente de cómo transcurría la ceremonia ni de los votos
que pronunciaron. Era como si estuviese en un sueño confuso
que todo lo volvía irreal. O no, sin lugar a dudas, era una
pesadilla de la que no podía despertar. Tan solo las palabras de
Desmon se repetían en su mente una y otra vez, alterándola
más de lo que ya lo estaba. Si al menos Mairi estuviese allí, si
hubiese podido hablar con alguien sobre cómo sería lo que la
esperaba en el lecho una vez se quedase a solas con su
esposo…
De pronto, el poderoso brazo de Desmon rodeó su cintura y se
encontró aprisionada contra su pecho. Los ojos verdes de su ya
marido brillaban con astucia y, sin la menor delicadeza, le
arrebató un beso que levantó gritos de júbilo en el salón, pero
que a Tara la dejó sin respiración y aterrada.
—El primero de muchos, mujer —siseó contra sus labios
cuando se separó.
Se contuvo para no limpiarse los restos del beso y aliviar el
escozor que la barba había dejado sobre sus labios. No dijo ni
demostró cuán desagradable le había parecido aquel contacto.
Se limitó a parpadear y levantar la cabeza con orgullo. Aceptó
con solemnidad el brazo que le tendió Desmon y salieron del
salón para dirigirse al patio, donde estaba preparado el convite
para todos los invitados y miembros del clan.
Apenas habían tomado asiento en la mesa presidencial, junto
con los Gordon y los McKenzie, cuando John Balliol se
acercó.
—Campbell, dejadme que os dé la enhorabuena. Vuestra
esposa es realmente hermosa —la alabó. Tendió la mano a
Desmon y este la estrechó con fuerza.
—Esperemos que sea igual de fértil que de bella y llene este
castillo de niños —comentó sin miramiento.
Tara enrojeció hasta la raíz del cabello. Durante años, su padre
se había encargado de dejarles claro a ella y a su hermana que
parir hijos, y si eran varones mejor, era el honor más grande
que una mujer podía aportar al matrimonio. El hecho de que
Desmon pusiese en duda su capacidad de ser madre la ofendió,
pero que lo expresase en voz alta la horrorizó. Balliol forzó
una sonrisa incómoda a la vez que sus ojos reflejaban la
sorpresa por el comentario de su pariente. Hacía años que no
se veían, pero Desmon jamás se había comportado como un
bruto insensible. Lo recordaba más bien como un joven vivaz,
alegre y correcto, sobre todo con las damas, entre las que tenía
fama de ser un excelente conquistador. Quizás la muerte de su
familia le había agriado el carácter, o los meses que pasó en el
mar, lejos de su hogar, lo habían hecho cambiar. Sea como
fuere, Desmon era un puntal clave para Balliol y no pensaba
desaprovecharlo con reproches o comentarios que pudiesen
ponerlo en su contra. Su castillo estaba en un enclave
privilegiado y su buena relación con los McKenzie, vasallos
de Robert Bruce, lo hacían indispensable para calmar los
ánimos entre los clanes y facilitarle el acceso al trono.
El noble se retiró con una inclinación de cabeza y los recién
casados volvieron a sumirse en el ambiente incómodo que los
rodeaba cada vez que estaban cerca el uno del otro.
Tara miró a sus hermanos y a su padre, envanecidos, sentados
a su lado. Douglas sonreía satisfecho y palmeaba la espalda de
sus hijos entre chanzas. Al otro lado, junto a Desmon, Eryn y
su marido, Niall McKenzie, no dejaban de prodigarse miradas
de afecto y sonrisas cómplices. Los invitados reían y bebían
bajo las antorchas al tiempo que la música de las gaitas, las
flautas y los tambores amenizaban la cena. Como si aquello
fuera una celebración de verdad. Como si ambos estuviesen
satisfechos con aquel enlace. Como si ella tuviese algo que
festejar… De momento, lo único que la aliviaba era que su
marido la ignoraba y que la atención de su padre la acaparaban
sus hermanos y los nobles. Pero la suerte no le duró mucho.
Tras retirar la sopa y el asado, de los cuales apenas había
probado bocado, Douglas tiró con violencia de su brazo para
llamar su atención. Tara ahogó un gemido y lo miró asustada.
No era la primera vez que su padre hacía ostentación de su
fuerza contra ella; aunque la mayoría de las veces había
descargado su rabia contra su hermana, ahora que Mairi ya no
estaba, Tara se había convertido en el centro de sus agresiones.
Hacía años que había aprendido a mantenerse lejos de sus
ataques de furia, a esconderse y mantenerse en silencio para no
acicatear la violencia de su padre, pero, tras la fuga de Mairi
con Duncan McKenzie, fue imposible.
—Ríete —ordenó Douglas con dureza—. Cualquiera diría que
estás en un funeral. La gente comienza a cuchichear sobre tu
actitud.
Los dedos de su padre se clavaron como garras en su piel y el
aroma agrio de la cerveza en el aliento de su progenitor le
produjo arcadas. No obstante, estiró la comisura de sus labios
hasta forzar una sonrisa.
—No nos avergüences o yo mismo me encargaré de…
—No acaparéis a mi esposa, Gordon —los interrumpió
Desmon con contundencia—. Ahora me pertenece, así que
parad de darle órdenes y dejad que cumpla con su propósito,
que no es otro que el de atender a su marido. Nada más.
Douglas la soltó, no sin antes apretar con más fuerza el brazo
para asegurarse de que el recuerdo de sus amenazas quedaba
grabado en su piel.
Desmon podría simular no estar pendiente de su esposa, pero,
para alguien acostumbrado a tener todos los sentidos alerta, no
fue difícil percatarse de la rigidez de su mujer en cuanto su
padre se acercó a ella. Había algo en la actitud de su suegro,
pero sobre todo en la reacción de Tara, que lo impulsó a
interceder. No le gustaba Douglas Gordon, ni le gustó que
cuchicheara de manera tan amenazante con ella. Tiró de la
silla de Tara y la acercó más a él para interponer mayor
distancia entre ella y su familia.
—¿Qué te ha dicho? —exigió.
—No tiene importancia —dijo Tara con más calma de la que
sentía.
—Yo valoraré si la tiene o no. Ahora, dada esta desagradable
situación, todo, absolutamente todo lo que tenga que ver
contigo es de mi incumbencia. Habla.
—Mi padre se despedía de mí —mintió. Y Desmon supo que
lo hacía. La tomó de la barbilla y la obligó a mirarlo a los ojos.
Azul contra verde. Frialdad contra rabia. Así que Desmon se
permitió alterar aquel aparente desinterés de la única manera
en la que alguna vez la había visto desmoronarse, y era con la
amenaza de su cercanía y de su contacto.
—Me alegro, porque ha llegado el momento. —Seguía
sujetándola y acercó su rostro a escasos milímetros del suyo,
donde el aliento de ambos se entremezclaba—. Retírate y
espérame en mis aposentos.
—¿Ahora? —dudó Tara con un hilo de voz.
Ahí estaba. Por fin veía un atisbo de que, bajo aquella fachada
de diosa inalcanzable, de fría indiferencia y rechazo, existían
sentimientos como el temor, la duda y la vergüenza que la
hacían parecer mucho más humana.
—Ahora.
La soltó y esperó. Sin dejar de mirarla, fue testigo de todos sus
movimientos, de cómo se alteraba su respiración y del temblor
de sus manos al apoyarlas sobre la mesa para impulsarse.
Tara retiró apenas la silla, casi sin fuerzas, y se puso en pie con
torpeza, convencida de que las piernas le fallarían.
—¿A dónde crees que vas? —la interrumpió su padre.
—No es a vos a quien ha de rendir cuentas —intercedió
Desmon de inmediato—. Mi esposa se retira porque así lo he
decidido yo.
—Mi hija…
—Cumplirá mis órdenes. Las de nadie más —decretó Desmon
con frialdad.
Douglas tuvo que tragarse sus objeciones y se vio obligado a
disfrazarlas de falsa preocupación.
—Comprenderéis que me inquiete por mi hija.
—Lo cierto es que no. Porque, si lo que dijeseis fuera cierto,
no me la habríais ofrecido en matrimonio sin el menor reparo.
Tara colocó una mano en su pecho para acusar el golpe que las
palabras de su esposo le habían producido. Pero no pudo dejar
de apreciar que eran ciertas. Su padre la había entregado a
cambio de una unión ventajosa que le permitiese emparentar
con un familiar de los nobles más influyentes de Escocia. Lo
intentó con el nieto de Robert Bruce, pero el destino quiso que
finalmente Desmon Campbell aceptase cargar con ella.
—Vuestra familia me lo debía —espetó con rabia Gordon.
—Espero que el precio que he pagado por ello no sea
demasiado alto y no tenga que arrepentirme el resto de mi
vida.
Tara intentó respirar todo lo hondo que pudo y rodeó la silla
para alejarse de allí lo más pronto posible, pero Desmon la
sujetó de la muñeca y la inmovilizó. Se levantó, la rodeó por la
cintura y se acercó a su oído.
—Espérame tal y como he solicitado —siseó.
—No lo he olvidado, esposo —contestó tan complaciente que
sonó a falacia.
—¡Brenn! —llamó Desmon a su hombre de confianza.
El irlandés se acercó de inmediato y le dedicó media sonrisa
socarrona. No recordaba a nadie que sacara tanto de sus
casillas a su amigo como su reciente esposa.
—A tus órdenes.
—Acompaña a mi mujer a mis aposentos y asegúrate de que
nadie entra ni sale de allí.
—Como ordenes. Mi señora… —Brenn hizo un gesto con la
mano para cederle el paso.
—¿Teméis que huya? —bisbiseó Tara.
—Ese deseo lo tuve antes de nuestros esponsales. Ahora eres
mía y no consentiré que me avergüences.
Tara, consciente de que todas las miradas estaban fijas en ella,
hizo una leve reverencia y se dispuso a seguir al hombre de
confianza de su marido.
Los cuchicheos por la retirada de la novia no se hicieron
esperar. Tara aceleró el paso, pero todavía llegó a tiempo de
escuchar a su marido bromear:
—Amigos, mi esposa tiene que prepararse. La noche será
larga.
Cerró los ojos con fuerza. No sabía con exactitud qué iba a
suceder, pero intuía que no sería agradable. Como no lo había
sido cualquier momento compartido entre ellos desde que se
conocieron. Se alejó con rapidez mientras dejaba risotadas tras
de sí.
Eryn fulminó con la mirada a su tío en cuanto Desmon dejó de
ser el centro de atención.
—No te reconozco —lo reprendió—. Tú no eres así, ¿por qué
te empeñas en menospreciarla y asustarla? Esa mujer está
aterrada. No hay más que verla.
Desmon tomó el vaso y bebió un largo trago que le supo
amargo, tanto como sus pensamientos y los sentimientos que
lo carcomían en aquel momento. Sabía que Eryn tenía razón y
que su actitud con Tara era demasiado hostil. Pero no podía
evitar sentir rencor hacia ella por estar traicionándose a sí
mismo al contraer matrimonio con alguien que distaba mucho
de ser la esposa ideal que siempre había ansiado. Cierto es que
tenía planeado casarse para tener hijos y que su clan perdurase,
pero esperaba, al menos, tener la oportunidad de elegir esposa.
Una dulce, cariñosa y alegre que no le complicase la
existencia. Sin embargo, se había visto obligado a elegir todo
lo contrario. Una mujer insensible, esquiva e igual de
agradable que el lomo de un erizo.
—Creí que tú tampoco la soportabas —contestó a Eryn tras
dar cuenta de otro vaso de cerveza.
—Entre sentir antipatía y desear que sea desdichada existe una
gran diferencia. Yo sé lo que es vivir en un hogar en el que me
sentía sola. Y eso que tenía a Akir, Duncan y Espeth. ¿A quién
tiene ella aquí que no la mire como si fuese una rata?
—No le haré daño —aseguró Desmon, cortante.
—El caso es que ya se lo estás haciendo.
Eryn se levantó y entró en el castillo que tiempo atrás había
sido su hogar y que encerraba entre sus paredes los mejores y
peores momentos de su vida. Allí perdió a su hermana, su
padre Braden fue asesinado y sus paredes fueron consumidas
por las llamas.
Llegó hasta la habitación principal, que había pertenecido a su
padre, y vio a Brenn apostado en la puerta.
—Vuestro tío ha dicho que nadie podía acceder. —La miró
escéptico a sabiendas de que, si Eryn McKenzie quería entrar,
nadie se lo impediría.
La pelirroja sonrió y apoyó una mano sobre el brazo del
hombre de confianza de Desmon.
—Pero ambos sabemos que esa orden no era por mí. —
Pestañeó con inocencia.
—¡Oh, por todos los demonios! Compadezco a vuestro
esposo. Sois una tunanta.
Brenn abrió la puerta y Eryn se encontró a Tara, más pálida
que una vela, de pie en medio de la alcoba con la mirada fija
en la puerta. Aunque no quiso, un suspiro de alivio escapó de
sus labios al comprobar que no era Desmon, sino su sobrina de
nuevo.
—¿Estáis bien? —preguntó con tiento al percatarse de su
desasosiego.
—Como si os importara —se exasperó Tara.
—Ambas sabemos que la antipatía es mutua. Sin embargo,
lamento y me sorprende el comportamiento tan desafortunado
que mi tío ha tenido con vos ahí abajo.
—¿Os sorprende? —preguntó, escéptica—. ¿Acaso estáis
ciega? O tal vez sea que no lo conocéis en verdad.
Eryn la escrutó con sus ojos verdes, tan parecidos a los de su
tío, con aquel brillo despierto e inquietante, y advirtió que Tara
no era tan insensible como intentaba aparentar. Era evidente
que estaba al borde de una crisis nerviosa y que, acorralada
como se sentía, había optado por atacar.
—Le tenéis miedo —sentenció Eryn al comprobar cómo le
temblaban las manos, que mantenía una a cada lado de su
cuerpo. Tara se apresuró a enlazarlas y apretarlas entre sí—.
Pero no tenéis por qué.
—¿Habéis venido para decir algo con sentido o vais a seguir
defendiendo lo indefendible?
—Aunque no lo creáis, podéis confiar en mí. Vuestra hermana
lo hizo y ahora es feliz —insistió.
—Eso es lo que vos decís —replicó de inmediato. Aunque
estaba segura de que Eryn no mentía, no podía evitar volcar su
resentimiento en ella por haberla abocado a aquella situación.
Eryn suspiró.
—Si necesitáis a alguien con quien hablar…
—Si no os importa, me gustaría estar sola —la acalló.
Por experiencia, Tara había aprendido que no se sabe lo que no
se dice y que la confianza estaba sobrevalorada. Y mucho
menos iba a confesarse a la sobrina del demonio de su esposo.
Eryn hundió los hombros con desánimo y asintió.
—Como deseéis. Pero sabed que mi propuesta seguirá estando
en pie. Siempre.
Desmon había perdido la cuenta de los vasos de cerveza que
había bebido. Sin embargo, hacían falta barriles para tumbarlo.
Delante de él, la gente de su clan danzaba y celebraba la fiesta
por sus esponsales. Mientras, él se limitaba a observarlos,
ajeno a ese sentimiento alegre que parecía embargarlos.
—Reconozco que sé perfectamente cómo os sentís. Yo
tampoco quería casarme con Eryn.
Niall McKenzie tomó asiento a su lado tras dejar a Eryn
hablando con las mujeres del clan. Se sirvió un vaso y lo
chocó con el de Desmon.
—No sé si es conveniente que me recordéis esa información
—gruñó el laird Campbell.
Tras una carcajada de Niall, y para disgusto de Desmon,
prosiguió:
—Sin embargo, tampoco quería que se casase con otro. No
entendí hasta que fue demasiado tarde por qué me sentía así.
Eryn me volvió loco desde la primera vez que la vi. Era y es
incontrolable, y yo siempre he estado acostumbrado al orden y
al control.
—A mí no me hubiese importado que Tara Gordon se casase
con otro hombre. Así que, partiendo de esa premisa, cualquier
argumento para que me sienta aliviado por este enlace carece
de sentido.
—Quizás solo debéis conocerla. Es una mujer hermosa, de
virtudes… —dudó Niall. Desconocía las cualidades que Tara
pudiese tener y no supo qué más añadir.
—Ocultas —sentenció Desmon—. Cualidades tan ocultas que
es posible que no las halle nunca.
—Una vez, una mujer muy sabia me dijo que nunca era
demasiado tiempo.
Harto de que tanto Eryn como Niall le aconsejasen sobre su
reciente matrimonio, se levantó, dispuesto a retirarse a su
aposento. En cuanto se puso en pie, trastabilló un poco por los
efectos del alcohol, pero se recompuso de inmediato. Palmeó
la espalda de Niall y besó en la mejilla a Eryn, que acudió al
verlo levantarse, antes de que se retirase. Poco le importaban
los demás invitados y no pensaba alargar más lo inevitable.
Subió los escalones con pesadez y accedió al corredor, donde
Brenn, apostado a la puerta de su habitación, permanecía de
brazos cruzados.
—Pareces un hombre camino de la horca en lugar del lecho
nupcial —se mofó de él.
—Voy demasiado bebido para propinarte un puñetazo,
irlandés. Pero mañana me lo cobraré.
—Ambos sabemos que no es cierto. Para utilizar semejante
excusa tendrías que haber vaciado los barriles que guardas en
las mazmorras de este castillo. ¿Hasta cuándo, amigo?
—¿Hasta cuándo te golpearé? Hasta que me canse. Por
insoportable.
—¿Cuánto más vas a fingir que eres un bárbaro? La mujer que
hay ahí dentro debe estar aterrada.
Desmon puso los ojos en blanco.
—Tal vez sí lo sea —respondió, harto de consejos gratuitos.
—Te guste o no, vas a tener que vivir con tu mujer. Con las
consecuencias que ello acarrea. Y algunas de ellas son bien
placenteras siempre que ambos disfrutéis en la cama.
—No voy a hacerle daño —lo interrumpió antes de que
siguiese con sus advertencias—. Pero eso no evita que prefiera
que me tema y se mantenga alejada de mí a que se haga falsas
ilusiones sobre un matrimonio idílico que jamás tendrá.
Brenn levantó las cejas y soltó un silbido.
—Dudo que tu mujer desee o espere que vuestro matrimonio
sea ejemplar. Sin embargo, con tu comportamiento, vas por el
camino correcto para conseguir tu objetivo, amigo. No
obstante, ten cuidado, no vaya a ser que el que termine
deseando un matrimonio idílico seas tú.
—Tú mejor que nadie sabes que eso es imposible. Ahora,
lárgate. —Hizo un gesto con el brazo para despacharlo y pasó
por su lado—. Vete a la fiesta y disfruta.
Brenn se retiró escaleras abajo entre carcajadas y Desmon
suspiró cansado. Solo deseaba acostarse y que aquel día
terminase de una vez. Abrió la puerta y la vio, de pie, frente a
él. Tan bella como fría. Inmutable y orgullosa. Había algo de
reto en su mirada, un atisbo de brillo insolente que de vez en
cuando se apagaba para dejar paso a la desconfianza y el
miedo, pero que casi de inmediato volvían a ser sustituidos de
nuevo por el orgullo.
—Sigues con el vestido puesto —espetó a la vez que cerraba
la puerta tras de sí.
Tara tardó unos segundos en contestar. El tiempo necesario
para que las palabras fluyeran de su garganta lo
suficientemente fuertes.
—No he podido desprenderme sola de él —se excusó con voz
trémula.
Desmon no lo dudaba, como tampoco lo hacía de que ni
siquiera lo hubiese intentado.
—Entonces, tendré que hacerlo yo.
Avanzó un paso y Tara levantó el talón para retroceder de
manera instintiva, no obstante, se contuvo a tiempo. No debía
mostrarle ninguna debilidad, porque estaba segura de que él se
alimentaba de todas y cada una de ellas. El corazón retumbaba
en su pecho y la respiración acelerada le levantaba el busto
sobre el apretado corsé. Pero los ojos de Desmon seguían fijos
en los suyos, amenazantes. Él adelantó otro pie, despacio, y
otro más hasta que la tuvo enfrente. Casi podían rozarse y el
ambiente se tornó denso en torno a ellos. Tara se vio obligada
a levantar la cabeza para que no pensase que temía mirarlo,
aunque por dentro estuviese a punto de desfallecer.
Desmon reparó en la delicadeza de los rasgos de su rostro. El
arco perfecto de sus cejas, las pestañas tupidas, la nariz regia y
a la vez respingona, los pómulos elevados y elegantes… Sí,
era preciosa. Un hecho innegable. El cabello negro contrastaba
con su tez pálida y el azul de sus ojos le recordaba al mar
embravecido. Decididamente, era una de las mujeres más
bellas que Desmon había visto jamás. Bajó la mirada hasta sus
labios, carnosos, perfectos, como toda ella, un manjar para el
hambriento. Pero puro veneno para él. No, no supondría un
esfuerzo yacer con ella, y eso la hacía todavía más peligrosa.
—Date le vuelta —ordenó con voz gutural.
Tara se giró con cuidado de no tropezar con sus propios pies y
cerró los ojos, a la espera de lo que, fuera lo que fuese,
sucedería a continuación.
Dio un respingo cuando sintió un tirón en las cintas que
llevaba anudadas a la espalda y los dedos diestros de Desmon
empezaron a aflojar sin ninguna dificultad la prenda. Sintió la
respiración cálida contra su cuello y se le erizó la piel de temor
y angustia ante lo desconocido. Despacio, la prenda comenzó a
ceder por sus hombros y sus pechos quedaron libres del yugo
de corsé. El vestido cayó a sus pies y quedó tan solo cubierta
por una camisola de lino, que dejaba parte de sus piernas al
descubierto. Pese a que la chimenea estaba encendida, sintió
un escalofrío recorrer su espalda y comenzó a tiritar. Se
sobresaltó cuando Desmon le propinó un ligero tirón de pelo al
arrancar el fino cordel que sujetaba su trenza. Con delicadeza,
enredó su cabello en un puño y la obligó a inclinar el cuello
hacia atrás. Fue entonces cuando sintió el calor que emanaba
del cuerpo de su marido, la barba rozarle la mejilla y el aliento
sensibilizar más aún la piel de su garganta.
Desmon tuvo que cerrar los ojos para que la visión de los
pechos de Tara no terminase por volverlo loco. Despuntaban a
través de aquella insignificante tela, y por Dios que el deseo
corría por sus venas con la misma rapidez que los rayos caían
sobre la tierra.
—Ahora cumple con lo que te había pedido y desnúdate.
Se alejó de ella, y su espalda acusó el frío de su ausencia y el
alivio de su lejanía. Giró despacio y lo vio al otro lado de la
estancia. El fuego se interponía entre ellos y se reflejaba en los
ojos verdes de Desmon. Una sonrisa ladina asomó a la
comisura de los labios de su marido y el miedo tomó forma,
convirtiéndolo en un nudo que retorcía sus entrañas y
amenazaba con hacerla vomitar.
—Tal vez necesites un aliciente. —Desmon comenzó a
desnudarse ante la mirada atónita de Tara. Con pavor, la joven
fue testigo de cómo se desprendía del cinturón en un gesto
agresivo que lo hizo resonar contra el suelo. Muy a su pesar,
caminó hacia atrás hasta apoyarse sobre el alfeizar de la
ventana y Desmon la vio palidecer. El semblante de él cambió
y la curiosidad lo invadió al ver el pánico en los ojos de su
esposa. Solo cuando se percató de que seguía sujetando el
cinturón comprendió que quizás ella temía que la golpeara. De
inmediato lo dejó caer al suelo y, tras el ligero jadeo de su
esposa, entendió que sus suposiciones eran ciertas. Sí, era
evidente que lo consideraba un bárbaro. Desmon había hecho
muchas cosas reprochables e infames en su vida, pero golpear
y maltratar a mujeres jamás. Con mayor rapidez, terminó de
quitarse la ropa y se quedó totalmente desnudo ante ella.
Tara sabía que no debía mirarlo así, con aquella malsana
curiosidad, pero no pudo evitarlo. No podía quitarle el ojo de
encima porque todavía no estaba segura de que no recibiría
una zurra por su parte por desobedecerla. Además, jamás había
visto a un hombre desnudo y Desmon imponía lo suficiente
con ropa como para no temerlo sin prenda alguna que ocultase
sus músculos y aquella parte de su anatomía que se erguía
orgullosa entre sus piernas.
Ante el estudio inocente de Tara sobre su fisionomía, Desmon
se encendió todavía más. Aquel matrimonio iba a ser una
tortura en todos los sentidos. Porque, por mucho que odiase el
carácter de su esposa, físicamente era una mujer que podía
volver loco a cualquier hombre. Y él no estaba dispuesto a
perder su cordura, por lo que optó por acabar con aquello de
una vez. La miró de arriba abajo con desdén y chasqueó la
lengua.
—Demasiado fría e insípida para mí —sentenció con
indiferencia.
De malos modos, apartó las pieles que cubrían la cama y se
metió dentro.
Tara parpadeó, sorprendida, sin entender qué había hecho mal
para merecer aquellos insultos. Sin embargo, se cuidó de no
objetar nada al respecto. Al cabo de unos minutos escuchó la
respiración rítmica y constante de Desmon, que evidenciaba
que se había dormido. Sentada en el alfeizar de la fría ventana,
pasó las horas sin osar moverse. Con la imagen desnuda de su
marido en la mente y consciente de que descansaba a escasos
metros de ella, se mantuvo alerta a cualquiera de sus
movimientos.
CAPÍTULO 2
Desmon despertó con un horrible dolor de cabeza. Como si
esta fuese un yunque y sobre ella golpearan barras de acero. Se
estiró en la cama para despertar sus músculos y, de pronto, los
recuerdos de la noche anterior acudieron a su mente. Palpó el
lado derecho y no encontró nada; tampoco se extrañó de que
Tara no quisiese acostarse en la misma cama, pero sí lo alarmó
el hecho de que se hubiese marchado sin que se diese cuenta,
todavía con los invitados en su casa, y lo pusiese en evidencia.
Se sentó de golpe y entonces la vio. En el mismo sitio donde él
la había dejado, sentada sobre el alfeizar de la ventana.
Dormía abrazada a sí misma, recostada sobre la fría pared de
piedra y sin nada que la cubriese. Con tiento, puso los pies en
el suelo y, desnudo tal y como iba, notó lo fría que estaba la
habitación. El fuego casi se había consumido, así que Tara
estaría congelada. Avanzó hasta la chimenea y añadió más
troncos. Mientras las llamas se avivaban y hacían crujir la
leña, tomó una de las pieles que había sobre una silla y se giró
para cubrir a su esposa. Pero ella ya no dormía, estaba de pie
de nuevo y lo miraba igual de asustada y a la vez erguida que
la noche anterior.
—Estás helada —afirmó.
Tara se inclinó para recoger el vestido del suelo y cubrirse,
pero él la detuvo.
—Déjalo donde estaba —ordenó. Con recelo, Tara lo soltó de
nuevo—. Cúbrete con esto.
Le tendió la piel y, aunque ella tardó en aceptarla, terminó por
obedecer. Desmon se acercó hasta la jofaina y se lavó bajo la
atenta mirada de su mujer. Se aseó, vistió y solo cuando estuvo
compuesto, volvió a dirigirse a ella.
—Acuéstate.
Tara apretó los dientes. Odiaba el tono imperativo que siempre
utilizaba con ella, pero en aquella ocasión, más aún por las
implicaciones de su exigencia. No obstante, con la cabeza alta,
obedeció de nuevo. Se metió entre las sábanas y las pieles, se
cubrió hasta la barbilla y esperó nuevas órdenes mientras el
olor de Desmon la inundaba y el calor de su cuerpo todavía
permanecía en la cama y la caldeaba. Olía a leña, a alguna
especia y a mar, sobre todo a mar. Incomprensiblemente.
—No toques nada de lo que haya en el suelo. No lo recojas.
¿Me has entendido? —Ella se limitó a asentir y él, a estudiarla
durante lo que a Tara se le antojó una eternidad—. ¡Maldita
sea! Estás demasiado peinada.
Aterrorizada, lo vio acercarse y tomar asiento junto a ella.
—Incorpórate.
Tara lo hizo, llevándose el cobertor con ella. Entonces Desmon
la desconcertó por completo. Metió sus grandes manos entre
su pelo y se lo desordenó. Las pequeñas flores secas que
adornaron su peinado de boda, y que todavía seguían
enredadas en sus mechones, salieron volando hacia todas
partes. El cabello cayó deshecho sobre sus hombros. Debía
estar horrible, como si una camada de gatos hubiese estado
jugando con su cabeza. Levantó una mano para intentar
arreglárselo y Desmon la sujetó por la muñeca con firmeza y a
la vez tiento.
—Tienes que dejarlo así. —Ante la mirada de incomprensión
de Tara, suspiró exasperado—. No tienes ni idea de por qué —
aseguró. Ante la falta de respuesta, prosiguió mucho más
enfadado por la actitud pasiva y a la vez condescendiente de su
esposa. Lo estaba sacando de quicio—. Tampoco es necesario.
Tan solo tienes que comprender que debes obedecerme.
Se levantó, rodeó la cama y cogió la daga que había sobre la
mesilla de noche, se remangó la manga de la camisa y, ante la
mirada atónita de Tara, se cortó un poco en la parte interna del
antebrazo. En cuanto la sangre comenzó a brotar, apartó las
pieles y manchó ligeramente las sábanas ante el pavor de Tara,
que de inmediato saltó de ella y lo miró como si estuviese
loco. Había intentado comportarse, mantener la calma, pero las
acciones de aquel bárbaro eran incomprensibles para ella y
todo aquel ritual se le antojó brujería. Rodeó con rapidez el
lecho en busca de la puerta para escapar de allí cuando
Desmon se interpuso en su camino y la sujetó con fuerza
contra su cuerpo.
—Tranquilízate.
—Decidme qué queréis de mí y dejadme marchar.
Desmon parpadeó, sorprendido y a la vez satisfecho por
haberla obligado a reaccionar por primera vez.
—Pronto lo descubrirás, princesa. Por lo pronto, tendrás que
acostumbrarte a mí, a mi cercanía, a mi contacto. En cuanto a
lo de dejarte marchar, es demasiado tarde para eso. Así que
asume que mi mujer dormirá en la misma habitación que yo.
Me da igual si lo haces en la ventana, el suelo, la silla o la
cama mientras sea dentro de estas cuatro paredes.
Sin más preámbulos, la levantó del suelo y la cargó sobre su
hombro. Tara propinó un grito de sorpresa y comenzó a
removerse, pero, cuando Desmon le dio un ligero cachete en el
trasero, fue como si su cerebro colapsara, los ojos se le
llenaron de lágrimas y se quedó inmóvil. Había presenciado y
vivido en su propia piel las palizas que su padre le daba a su
hermana más veces de las que quisiese recordar y siempre
pensó que, cuando se desposase, huiría del terror que había
vivido en su hogar y haría lo posible para no merecer un trato
como aquel. Sin embargo, ahí estaba, en brazos de un hombre
que la odiaba y que podría hacerle lo que quisiese sin que ella
pudiera defenderse.
Cuando Desmon se detuvo al lado del lecho, la dejó de pie
frente a él y se miraron con las respiraciones aceleradas.
La tenía tan cerca. En el breve forcejeo, la camisola había
dejado al descubierto un hombro y podía atisbar el montículo
de un pecho. Tara jadeaba y el sonido de aquella exhalación le
recordó a otros mucho más íntimos e inconvenientes. Sin
miramientos, la volvió a tomar en brazos y la dejó caer sobre
el colchón de lana. El grito de asombro de la joven lo hizo
sonreír y con ese gesto se alejó hacia la puerta.
—No te levantes hasta que envíe una doncella a buscarte. Y, si
te preguntan qué pasó anoche, no contestes.
—¿Qué se supone que quieren saber? —dudó.
—Adivínalo —respondió con ironía.
Cuando cerró la puerta, le pareció escuchar a Tara en un
susurró rabioso llamarlo demonio. Sonrió todavía más y bajó
las escaleras hacia el salón.
Al llegar, la mayoría de los nobles y clanes invitados ya se
encontraban desayunando. Había dejado la organización de
todo lo referente a la boda en las manos de Eryn y era evidente
que había hecho un buen trabajo. Saludó a los asistentes y,
cuando iba a tomar asiento al lado de Niall y Robert Bruce,
Balliol lo invitó a ocupar una silla junto a él, los Comyn y el
obispo que había oficiado su enlace. Apretó los dientes hasta
que le dolieron las encías, pero se sentó junto al futuro rey y
los asesinos de su familia.
—Tenéis cara de sueño, Campbell —se mofó el joven Comyn.
Desmon lo fulminó con la mirada y se preparó para ponerlo en
su sitio, pero su padre fue más rápido y lo reprendió por hacer
un comentario tan inapropiado delante del obispo.
—Estoy feliz por ti, amigo. —Balliol le palmeó la espalda
para disipar la tensión—. Por fin este clan podrá volver a ser lo
que era. La desgracia de la muerte de tu hermano Braden nos
dejó a todos muy afectados y, sobre todo, llenos de
desconfianza. Contigo al mando del clan, casado y a la espera
de herederos, Carlisle recuperará todo su esplendor. Como
antaño.
—Mi hermano no murió, lo asesinaron —especificó—. Y su
muerte no quedará impune.
El silencio se instauró de nuevo en la mesa.
—Hoy en día no estamos seguros ni dentro de nuestros feudos
—apuntó Comyn con inquina—. No hace mucho, asaltaron a
mis hombres en una posada y mataron a mi hombre de
confianza.
Desmon lo miró impasible, como si él no hubiese sido el
artífice de aquel asalto. Sin embargo, Comyn lo estudió con
interés a la espera de una reacción que lo delatase. Solo
Desmon Campbell tenía motivos para asesinar a Ranald y, ya
puestos, a él mismo. Pero, si no había actuado aún contra él,
era porque no tenía nada sólido en lo que basarse para
acusarlo. El obispo carraspeó para cambiar de tercio y dejar de
lado posibles hostilidades.
—Su majestad no demorará el nombramiento del nuevo rey de
Escocia —aventuró—. Laird Campbell, ¿qué opinión os
merece que vuestro familiar se postule como preferido?
Desmon guardó silencio durante unos segundos, no porque no
supiese qué contestar; más bien, porque no entendía por qué
necesitaba el obispo saber su opinión.
—Creo que es un secreto a voces que John Balliol será
proclamado rey.
Este sonrió satisfecho ante la contestación, no obstante, el
obispo insistió.
—¿Ese es el sentir general de los jefes de los clanes?
—Sí, señor —aceptó Desmon—. Eso es lo que creen.
—Estupendo —aceptó el obispo, ufano.
—Lo cual no significa que todos estén de acuerdo —
especificó Desmon.
La sonrisa del prelado fue muriendo poco a poco.
—¿Creéis que pueda haber un levantamiento contra la
decisión de Eduardo en el caso de que elija a Balliol?
—Escocia no quiere una guerra. Quiere un rey que los respete
y los represente —aclaró Desmon.
Balliol se irguió en su silla ante el insulto velado de su familiar
y amigo.
—Les demostraré que seré un buen rey y lucharé por sus
intereses —intercedió de inmediato John.
Desmon lo dudaba, quería creer en su palabra, pero estaba
seguro de que Balliol sería un títere en manos de Eduardo.
Volvió a recordar los motivos por los que no le contaba a
Bruce quiénes habían asesinado a su familia y solo el
pensamiento de que todo lo hacía por Eryn, porque le prometió
que no levantaría una guerra entre clanes, le valía tal
sacrificio.
—Confiemos en que así sea —admitió, taciturno.
Tara permaneció acostada, lo más alejada posible de la mancha
de sangre que había sobre la cama, mientras en su mente se
instalaba la certeza de que su reciente marido estaba loco.
¿Quién en su sano juicio se heriría y ensuciaría las sábanas?
¿Por qué?
Apenas dos golpes en la puerta la pusieron alerta. De
inmediato, una doncella entró con uno de sus vestidos, seguida
de una señora más mayor que la miraba con desagrado. La
joven escudriñó la habitación y se le escapó una vergonzosa
sonrisa cuando reparó en el desorden de su pelo y las prendas
tiradas en el suelo. No obstante, la mujer carraspeó y la
muchacha no hizo ningún comentario al respecto. Dejó sobre
el lecho la ropa y la miró con atención.
—Soy Cadha, el ama de llaves —explicó la más mayor. Tara
recordaba haberla visto dando órdenes durante la cena—.
Vuestro esposo ha exigido que Leslie os ayude a asearos y
bajéis al salón.
—Levantaos, mi señora —pidió la joven.
En otras circunstancias, Tara las habría despachado y se habría
aseado sola, pero lo cierto es que deseaba salir de esa cama
cuanto antes y abandonar la habitación. Apartó las pieles y se
puso en pie. La doncella miró de soslayo el lecho y Cadha
asintió, satisfecha, sin que Tara entendiese por qué. No
obstante, no abrió la boca, tal y como Desmon le había
ordenado, y dejó que la criada empezase a vestirla. Todavía no
había terminado de subirle el vestido para ceñirlo a su espalda
cuando la puerta se abrió y Douglas Gordon accedió a la
estancia como si fuera suya.
—¡Padre! —se sorprendió Tara. Intentó cubrir sus pechos con
el vestido y lo miró con temor.
El laird Gordon apenas le prestó atención, caminó hasta la
cama y retiró del todo las pieles. Solo cuando se cercioró de la
mancha de sangre relajó su semblante.
—Yo mismo acabaría con tu vida aquí y ahora si me hubieses
avergonzado como tu hermana. Esa —señaló la cama—, tu
sangre, es la prueba de nuestro honor. Termina de asearte.
Esperaré a que estés lista. Tenemos que bajar al salón con la
cabeza bien alta.
Douglas salió y cerró la puerta tras de sí. Tara se lavó y aseó
con manos temblorosas, y la doncella se apresuró a vestirla y
trenzar su cabello con rapidez. Al salir, su padre le tendió el
brazo y ella posó la mano con sutileza.
—Esa sangre, tu sangre, es la prueba de tu virtud. Nadie
pondrá en duda nuestro honor de nuevo —parloteaba Douglas.
Se cuidó de no mencionar que la sangre no era suya, sino de su
esposo. Si algo había aprendido desde niña, era a guardar
silencio.
Mientras bajaban las escaleras, seguidos por sus hermanos
Calem y Alec, esperó con falsa ilusión a que algún miembro
de su familia se preocupara por ella, al menos a que
preguntaran si estaba bien, pero sabía que aquello no sucedería
porque las mujeres de su familia jamás habían significado más
que unos bienes que intercambiar a conveniencia de su padre.
En cuanto entraron en el salón, los invitados que quedaban se
percataron de su presencia y todas las miradas se dirigieron a
ella.
—Mi hija ha entregado su virtud. El honor de los Gordon ha
sido resarcido. Cualquiera puede advertirlo si desea ver su
sangre sobre las sábanas del lecho del laird Campbell.
Tara no comprendía por qué la mancha de Desmon había
salvado el honor de su familia, pero sí tuvo claro que toda
aquella situación la avergonzaba. El salón seguía en silencio y
ella no supo qué hacer ni dónde mirar. Hasta que, de pronto,
Desmon empezó a caminar hacia ella y fue incapaz de apartar
la mirada de los ojos verdes de su esposo. La alejó sin
miramientos de su padre y la puso a su espalda.
—El hecho de que dudéis de ello es un insulto —siseó frente a
la cara de Gordon—. Como lo es que accedáis a mis aposentos
privados sin mi permiso. A partir de ahora, Tara es mi
responsabilidad y vos no tenéis ningún derecho a ordenar o
disponer de ella cuando se os antoje. Os marcharéis antes del
mediodía —sentenció.
Douglas ni siquiera tuvo la oportunidad de rechistar. Las
miradas de reproche de los nobles lo detuvieron, y el hecho de
que Niall McKenzie y los hombres de Campbell no dejasen de
observarlo en silenciosa advertencia todavía lo ancló más al
suelo. Masculló una maldición y se retiró para recoger sus
enseres personales y salir de allí lo más rápido posible. Pero el
laird Campbell estaba muy equivocado si pensaba que
Douglas no intentaría sacar tajada de aquella unión, y ahora
que había emparentado con un familiar del que sería nombrado
rey de Escocia, no pensaba desaprovechar la oportunidad.
Tara se dejó guiar por Desmon, que se la llevó con una mano
en la parte baja de la espalda y la sentó junto él, esta vez al
lado de Niall y de Eryn. Lejos de familiares despreciables,
nobles pretenciosos, asesinos y obispos conspiradores. Tara,
de algún modo que no llegaba a comprender, sintió cierto
alivio al pensar que Desmon la defendía de su padre, pero
aquel absurdo pensamiento murió tan rápido como germinó en
cuanto su esposo abrió la boca.
—Esas son las consecuencias de emparentar con un Gordon.
Solo callados se puede soportar su presencia.
Tara irguió la espalda y miró al frente. No tenía sentido
contestar porque Desmon la juzgó la primera vez que la vio a
la orilla del lago Duich. Cuando le lamió la mejilla como un
animal y ella salió huyendo. A partir de ese momento,
descubrió que su sola presencia la aterrorizaba y ponía tan
nerviosa que ni las piernas la sostenían. Y ahora se había
convertido en su esposa y compartirían hogar, incluso alcoba.
Una de las sirvientas dejó de malos modos un plato con pan y
queso frente a ella, y aunque sentía cómo el estómago se le
retorcía de hambre, solo tomó un mendrugo de pan, que
masticó varias veces hasta poder tragarlo, y bebió un sorbo de
agua.
—Come más —ordenó Desmon—. Si sigues alimentándote
menos que un pajarillo, no serás capaz ni de caminar. Y en
esta casa, de ahora en adelante, tienes que faenar como el resto
de las mujeres, si no más.
No le contestó. Tomó esta vez un trozo de queso y lo mordió,
pero se le hizo agrio casi al mismo tiempo que lo tragaba.
Mientras su marido hablaba con Niall y ella rehuía la mirada
de Eryn para no entablar conversación, fue testigo de cómo la
doncella que la había ayudado a vestirse se acercaba a susurrar
al oído del obispo. Este la miró, despachó a la sirvienta y
compartió con el resto de la mesa la noticia. De pronto, todas
las miradas se dirigieron a ella, algunas tan ladinas que la
hicieron enrojecer.
—Ignoradlos —sugirió Eryn.
Hubiese querido hacer lo propio con ella, pero lo cierto es que
sentía demasiada curiosidad como para desaprovechar la
oportunidad de averiguar a qué se debía aquel revuelo.
—¿Por qué me miran así?
Eryn parpadeó varias veces sin dejar de mirarla, pero con la
sinceridad que la caracterizaba respondió a su pregunta:
—Hablan sobre lo que ha acontecido esta noche en vuestra
alcoba. —Ahora fue el turno de Tara de mirarla con
incomprensión—. Se ha informado al obispo de que vuestro
matrimonio ha sido consumado —explicó. Pero la cara de Tara
seguía siendo la misma—. Que habéis yacido juntos sobre el
mismo lecho y mantenido intimidad —insistió.
Hasta aquel momento, Tara no fue consciente del alcance de la
explicación de Eryn. Enrojeció de manera súbita al recordar la
desnudez de su esposo y se movió inquieta en la silla. No tenía
mucha información de lo que ocurría entre un hombre y una
mujer, solo que la intimidad que compartían no era buena,
puesto que su hermana había sido castigada severamente por
ello. En casa de los Gordon era un tema prohibido y cualquiera
que osara mencionar algo relacionado con la relación entre
parejas era penado físicamente. Solo cuando su hermana, en la
intimidad de su alcoba, se lamentaba por haber permitido que
Duncan la tomase, se permitía indagar más en el acto íntimo,
pero la desolación de Mairi terminó por convencerla de que el
contacto conllevaba dolor y consecuencias nefastas. Como lo
era el trato inhumano que le dispensaba su familia.
—¿Qué interés puede tener el obispo en dicha información? —
jadeó, nerviosa.
—Debía asegurarse de que vuestro matrimonio se dé por
válido. Al fin y al cabo, sirvió para evitar una guerra entre
clanes que pusiese a Escocia en manos del rey inglés.
—Él mismo lo ofició. Ya debería saber que es válido. Además
—apuntó, dolida—, todo esto no ha servido para nada. De
todos es sabido que el trono será para Balliol, y si Eduardo lo
ha elegido, es porque cree que podrá utilizarlo.
Eryn admiró la astucia de Tara por haber llegado a la misma
conclusión que ella.
—Pase lo que pase, con mi tío estaréis a salvo. Yo fui muy
feliz aquí, espero que vos lleguéis a serlo también.
Tara no contestó. No tenía sentido cuando no había otra opción
que aceptar el destino que le había sido impuesto. Como
tampoco tenía sentido decir que los únicos recuerdos felices
que tenía eran difusos y muy lejanos. Como cuando, agarrada
a la falda de su madre, esta les cantaba a Mairi y a ella junto al
fuego antes de dormir. Después de su muerte solo hubo
tristeza, gritos, y las mejores de las veces, habían sido
ignoradas. Pero, al menos, siempre había tenido a su hermana
a su lado. Ahora ya ni eso…
Los invitados comenzaron a marcharse a media mañana, entre
ellos su padre y sus hermanos, que ni siquiera se despidieron
de ella. Los nobles, junto con el obispo, que emprendía la
marcha a la abadía de Scone, se despidieron de Desmon con
afecto, y a la hora de la comida solo quedaban los McKenzie.
Al parecer, no sería hasta el día siguiente que marcharían
rumbo a las Highlands.
Desmon había mantenido a Tara a su lado todo el tiempo, a la
espera de que los Gordon se marcharan para evitar que
volviesen a violentarla con sus comentarios. No dejaría que se
acercasen a ella. Había algo extraño en el comportamiento de
su esposa cada vez que su padre estaba cerca que lo hacía
mantenerse alerta. Sin embargo, tenerla junto a él había sido
una presencia incómoda. Como una pequeña y punzante piedra
en el zapato que molestaba con su sola presencia. No hablaba,
ni casi se movía, y aquello debería haber hecho que estar
juntos fuese más llevadero. Sin embargo, aquella actitud
acrecentó el interés y la atención de Desmon sobre ella.
Después de comer ya no pudo soportarlo más y salió a
cabalgar en compañía de Brenn para alejarse del castillo, pero
sobre todo de su mujer.
Amarró el caballo a un árbol y se acercó a la orilla del río
Eden. Puso las manos en la cintura y levantó la cabeza para
que el tibio sol de media tarde calentara sus mejillas.
—Bueno, pues ya pasó todo. —Brenn se dejó caer en la hierba
y arrancó algunas briznas para ponérselas en la boca.
—¿De verdad lo crees? —replicó, escéptico.
—No, pero era por decir algo.
Desmon sonrió y se sentó junto a su amigo.
—¿Cómo he llegado a esto, viejo amigo? —se lamentó—. Me
marché de Carlisle para huir de una vida que no quería y evitar
hacer daño a mi familia. Y ahora soy el jefe del clan y me he
casado con una mujer que apenas soporto.
—¿Hubieses preferido quedarte en Irlanda y obviar los
problemas a los que se enfrentaba Eryn?
—Sabes que no. Pero estar aquí remueve el pasado. Y, si me
marché, fue para dejarlo atrás.
—La vida da muchas vueltas —convino—. A ti te ha traído al
origen de todo para ofrecerte la oportunidad de empezar de
nuevo. Tu sitio está aquí, con tu clan. Tarde o temprano
formarás una familia y habrá niños correteando por Carlisle.
Pero el mío no…
Desmon desvió la mirada a su amigo de inmediato.
—¿Te marchas? —adivinó.
—He permanecido aquí más tiempo del que acostumbro a
estar atado a un lugar, y lo sabes. Pero no me podía ir hasta
ayudarte a recomponer el castillo, unificar al clan y ser testigo
de tu boda. Desmon Campbell casado. Muchas mujeres
lamentarán tus esponsales…
—No son las únicas.
Brenn soltó una carcajada. Ambos guardaron silencio hasta
que el irlandés volvió a hablar.
—La tierra me pesa y el mar me llama, amigo.
—¡Maldita sea! No me puedo enfadar porque me marcharía
contigo sin dudar. Pero será duro no contar contigo.
—Seguro. Ahora, ¿quién te aconsejará sobre cómo tratar a la
belleza que tienes en la alcoba? Seguro que no has sabido ni
qué hacer con ella.
—Pensándolo mejor, me alegro de que te marches —
refunfuñó.
Brenn rio y palmeó con brusquedad la espalda de Desmon en
un gesto de cariño.
—Las mujeres son como las rosas. Mientras las cuidas y las
mimas, te acarician con sus pétalos, pero, si las ignoras y
abandonas sus atenciones, solo quedan las espinas.
—No te eches a la mar, hazte juglar —se burló de él.
—Dicen que a las mujeres las vuelven locas.
Desmon negó con la cabeza y sonrió. El rumor del agua contra
las piedras rellenó el silencio que se había establecido entre
ellos.
—¿A dónde vas a ir?
—Bueno, no te lo vas a creer. Mientras anoche disfrutabas de
las mieles de tu recién estrenado matrimonio, o eso has hecho
creer a todo el mundo, Balliol me ofreció embarcar junto con
una pequeña flota hacia Gascuña.
—Te dejo solo una noche y Balliol te embauca. ¿Qué interés
tiene John en que partas hacia allí?
—El rey inglés le ha pedido algunos hombres para que vayan a
evaluar la situación. Al parecer, entre franceses e ingleses hay
cierta tensión.
—Todavía no ha sido nombrado rey y ya está a su servicio —
se lamentó Desmon—. Así que te marchas con ingleses.
Traidor…
Brenn sonrió.
—Me marcharía con quien fuese con tal de volver a navegar.
Me importa bien poco que entre los franceses y los ingleses se
maten a hachazos, solo necesito volver a partir y Balliol me ha
dado la oportunidad.
Desmon miró hacia el río, donde el sol se reflejaba sobre la
superficie. Entendía a la perfección a su amigo y en cierto
modo lo envidiaba. No podía molestarse con él cuando
desearía hacer lo mismo, pero tenía la sensación de que, de un
tiempo a esta parte, solo perdía las cosas que realmente
importaban: su familia, su libertad, la amistad de Brenn…
—¿Cuándo te vas? —suspiró, cansado.
—Embarcaré después de que Balliol sea nombrado rey y me
asegure de que todo está tranquilo por aquí.
—Nunca podré agradecerte lo suficiente todo lo que has hecho
por mí.
—Con que le pongas a tu hijo mi nombre, estaremos en paz. Si
es que algún día te atreves a tocar a tu esposa, claro… —
bromeó con él.
—¿Quién te dice que no lo haya hecho ya?
—La certeza de que no la tomarás a la fuerza.
—Definitivamente, no te echaré de menos.
Tara aprovechó que Eryn y su marido estaban distraídos para
retirarse a la habitación en la que se había arreglado para la
boda, pero al entrar descubrió que las pocas pertenencias que
se había llevado de su casa ya no estaban allí. Supuso que
Desmon habría ordenado que las trasladaran a su alcoba, pero
ella todavía no estaba preparada para disponer de ella a su
antojo y tampoco sabía si lo podía hacer. Lo cierto es que al
quedarse sola no sabía en qué ocupar su tiempo ni dónde ir.
Las mujeres del clan la miraban con inquina y la trataban con
frialdad, estaba cansada de que Eryn aprovechara cualquier
oportunidad para hablar bien de su tío y resaltar cualidades
que ella no había apreciado aún, y por extraño que pareciese,
echaba de menos esconderse en la estancia que compartía con
Mairi. Al menos allí sabía qué papel ocupaba y cómo debía
comportarse.
La alcoba estaba vacía, a excepción de una mesa a un lado de
la pared y una silla junto a la cama. Un lecho cómodo y
caliente que parecía estar llamándola. Estaba agotada tanto a
nivel físico como mental, así que arrastró los pies hasta allí y
no pudo evitar recostarse, cubrirse con las pieles y, poco
tiempo después, dejarse vencer por el sueño. Apenas fueron
unos instantes, o eso creyó ella, porque cuando abrió los ojos
de nuevo, la oscuridad reinaba en la habitación y por la
ventana se colaba la luz de la luna, arrojando algo de claridad
a aquellas cuatro paredes. Hacía frío porque la chimenea no
estaba encendida, pero bajo la cobija se sintió caliente, segura
y protegida, al menos hasta que oyó la voz grave y ronca de
Desmon junto a ella.
—¿Ha descansado lo suficiente la princesa?
Dio un respingo, se incorporó con el corazón galopando sin
control y lo vio en la silla que había junto a la cama, con las
piernas estiradas y los musculosos brazos cruzados sobre el
pecho. El brillo grisáceo de la luna se reflejaba en sus ojos,
dándole una imagen fantasmagórica, y Tara se estremeció.
—No supe qué hacer y pensé que retirarme sería lo más
prudente.
—Por supuesto, no se te ocurrió bajar a la cocina para ayudar
con la cena o disponer, como señora de este castillo, lo que se
serviría.
Lo cierto era que no, ni siquiera había pensado en esa
posibilidad, pero es que tampoco sabía si podía deambular por
Carlisle a sus anchas. De todos modos, tenía la intuición de
que, hiciera lo que hiciese, Desmon la reprendería por ello.
—Bajaré de inmediato si es lo que deseáis.
Salió de la cama y caminó con rapidez hacia la puerta.
—Quieta.
Se detuvo de espaldas a él y cerró los ojos. Repitió en su
mente un ruego silencioso para que la dejara marchar, pero no
tuvo esa suerte. Escuchó como Desmon arrastraba la silla y el
sonido de sus pisadas acercarse a ella. La rodeó y la observó
cual cazador que acecha a un animal que se le puede escapar
en cualquier momento.
—Creí haber dejado claro que mi mujer ocuparía la misma
habitación que yo —susurró frente a Tara.
—No sabía si podía acceder a ella si no estabais.
—Puedes —confirmó—. Como también puedes tomar las
riendas de este castillo como lo que eres, su señora. Y, por lo
tanto, hacer frente a las tareas que se esperan de ti. Así que,
para que no haya malentendidos, dejaremos ahora claras las
cuestiones relativas a tu función como mi esposa. Por las
mañanas, bajarás a la cocina para supervisar el desayuno y, si
se tercia, ayudar a prepararlo. Colaborarás en la organización y
planificación de la comida y la limpieza. Por la tarde, ayudarás
a disponer qué habrá de cena y te encargarás de que no falten
víveres en la despensa. ¿Me has entendido?
—Sí, mi señor. —Los ojos azules de Tara brillaron de rabia—.
Si no deseáis nada más, me retiraré para cumplir con mis
obligaciones.
—Solo una cosa. —Dio un paso hacia delante e invadió su
espacio personal—. Si yo te digo que dejes lo que tienes entre
manos para que me atiendas a mí, lo harás. Yo seré tu
prioridad.
El nudo en la garganta de Tara se apretó, pero el miedo no la
hizo titubear.
—Como ordenéis.
Que no le temblara la voz fue un milagro y se sintió orgullosa
de ello. Al contrario que Desmon, al que todavía lo sacó más
de quicio que aceptara sus exagerados requerimientos con
tanta altivez y sin rechistar. ¡Por Dios! Era la señora del
castillo. ¿Es que pensaba permitir que la humillara?
—Perfecto —aceptó con una sonrisa taimada—. Ahora es uno
de esos momentos.
La cogió la de muñeca y la arrastró fuera de la estancia, a lo
largo del corredor, hasta llegar a su alcoba. Una de las criadas
acababa de verter un cubo de agua caliente sobre una tina que
había al lado de la lumbre y los miró sorprendida en un
principio, pero al momento reparó en el porqué de la urgencia
de la pareja.
—Me marcharé de inmediato, mi señor —anunció, divertida.
Apresuró sus pasos y los dejó a solas.
Desmon se giró y la fulminó con la mirada.
—Desnúdame, esposa.
Tara pensó que el corazón se le saldría del pecho por los
latidos desbocados que la golpeaban sin piedad. Maldito fuese
Desmon Campbell y maldita su suerte. Su cerebro le gritaba
que huyese, que levantara sus faldas y escapara escaleras abajo
y no dejase de correr hasta que las piernas no pudiesen
sujetarla y no pudiese respirar. Sin embargo, fue incapaz de
moverse.
—¿Y bien? —la presionó Desmon—. ¿La princesa no se
atreve?
El hecho de que él esperase que ella se negara fue suficiente
para que no se dejase amedrentar. Cuanto antes asimilara que
ese era su futuro, mejor. Se acercó hasta él y, con manos
temblorosas, empezó a desenganchar el prendedor que
sujetaba el plaid en el hombro de su marido. Lo intentó varias
veces hasta que lo consiguió, no sin pincharse con la aguja en
el proceso. Soltó un ligero quejido y se llevó el dedo herido a
la boca. Los ojos de Desmon se dirigieron allí donde su lengua
lamía y los labios succionaban con inocencia la pequeña
lesión.
Era un insensato. Un brabucón y un bocazas, como diría su
buen amigo Brenn. Porque, para torturarla a ella, se exponía a
sentir las manos de Tara por su cuerpo. Y ella era una mujer
hermosa, además de su esposa. Podría yacer con ella por pleno
derecho, es más, es lo que tendría que haber hecho la noche
anterior. Pero jamás la violentaría. No estaba en su naturaleza
tomar por la fuerza. Siempre había sido un conquistador y un
embaucador que utilizaba todas las armas a su alcance para
conseguir engatusar a las mujeres, pero jamás la obligaría a
entregarse a él. El problema era que con su mujer ya había
empezado con mal pie. No soportó la mirada de superioridad
ni de asco que le dirigió cuando estaba en el lago Duich y, por
primera vez, actuó como un bárbaro al lamerle la mejilla e
intimidarla con su grandeza.
Las manos de Tara eran torpes, delicadas y se movían con
sutileza para tocar lo menos posible su piel. Sin embargo,
aquella suavidad lo estaba poniendo enfermo y había
empezado a arrepentirse de su exigencia. Levantó los brazos
para que le quitara la camisa y Tara se aupó para llegar a su
altura. El pecho de la joven rozó el suyo con cada movimiento
hasta que por fin la camisa cayó al suelo y él se vio obligado a
sujetarla por la cintura para que no perdiese el equilibrio.
El cuerpo de Desmon desprendía calor, pero su mirada
quemaba. Las manos que abarcaban su cintura la ceñían a él y
Tara sintió un extraño cosquilleo en el estómago al encajar
cada montículo y depresión de su figura con la de su marido.
Dejó escapar un jadeo y fue esa boca, esos labios entreabiertos
y jugosos a su alcance, lo que hizo que Desmon perdiera la
cabeza. Giró con ella hasta que Tara quedó encerrada entre la
pared y su cuerpo, y ante la mirada de sorpresa de ella, la besó.
No fue un beso dulce ni delicado. Fue un beso intenso,
hambriento y necesitado. Fue como agua para el sediento y él
fue incapaz de dejar de beber. Notó la tensión de Tara, la
rigidez de su cuerpo, pero también fue consciente de su
respuesta al entreabrir los labios y permitir que su lengua
reclamara la suya y la dominara. Elevó las manos por los
costados de su cuerpo hasta las curvas de sus senos y se
preparó para tirar con fuerza del escote para liberarlos y
disponer de ellos a su antojo. Solo cuando se percató de que
ella había dejado de responder a sus estímulos impuso cierta
distancia sin dejar de mirarla. Temblaba, pero no de
anticipación o pasión. Estaba pálida y lo miraba con temor. Y
él se sintió un miserable por haber actuado con tanta
imprudencia. La soltó y le dio la espalda.
—Márchate —musitó con voz ronca.
Ella fue incapaz de moverse porque las piernas le temblaban
tanto que el único apoyo que tenía para no caer era la pared
tras ella. Sin embargo, Desmon no podía seguir teniéndola
cerca. No sin la necesidad acuciante de saborear cada
centímetro de su piel y enterrarse entre sus piernas.
—¡Vete! —exigió con los ojos cerrados y la respiración
alterada.
Ella dio un respingo y salió de la habitación a toda prisa.
Como él debía salir del castillo aquella noche para evitar
tentaciones.
Tara, ruborizada y casi sin aliento, entró corriendo en el salón.
Solo algunos miembros del clan faenaban para preparar la
cena, pero de inmediato la miraron con curiosidad.
—¿La cocina? —Debido a lo alterada que estaba, sonó más a
exigencia que a pregunta.
—Por esas escaleras —señaló una mujer menuda.
Inspiró hondo y siguió la dirección que le habían indicado. Las
rodillas le temblaban con cada peldaño que descendía, por lo
que se sujetaba con las manos a la pared para evitar caerse.
Todavía estaba tratando de asimilar que Desmon la hubiese
besado y que ella, en un principio, participase de aquel asalto
que él había perpetrado a todos sus sentidos. Sin duda estaba
perdiendo la razón porque no encontraba un motivo lógico
para justificar que se le erizase la piel ante su contacto.
Trató de controlar su respiración y emprendió el descenso de
nuevo. Después de un recodo vislumbró la luz de una estancia
y hasta ella llegó el olor a comida. Escuchó voces y el ruido de
las cazuelas hasta que llegó a la puerta y se detuvo antes del
umbral para contemplarlas faenar de un lado a otro. Tan solo
necesitaba unos minutos más para calmarse y entraría para
ocuparse de la cena. Emplear su tiempo en quehaceres la
ayudaría a soportar la inquietante presencia de su esposo.
—Nada que ver con la señora Eryn ni con la señora Aylin, que
en paz descanse —apuntó una mujer mayor que amasaba el
pan—. Jamás pensé que volvería a estar sentada en esta cocina
después del asalto que sufrimos. Pero tampoco imaginé que
sería bajo las órdenes de alguien como ella.
—De momento, no da órdenes —apuntó otra a su favor.
—Está claro que el laird se ha visto obligado a este enlace.
Solo hay que ver cómo se comporta cuando está con ella y
cómo lo hace cuando ella no está.
—Es una amargada que nos agriará la vida con su mal carácter
—aseveró una joven.
De pronto, por la puerta que había al otro lado de la estancia y
que daba al patio trasero del castillo, entró un jovenzuelo
cargado con un capazo. La mirada del muchacho coincidió con
la de Tara y se detuvo.
—Ni siquiera sabe dar las gracias cuando le servimos. Ni nos
mira ni nos aprecia como parte de su clan —siguieron las
mujeres—. Porque ahora somos parte de su clan. Uno mucho
más digno que los Gordon. Ya quedó claro después de los
esponsales de qué calaña son. —Al percatarse de la presencia
del joven, la mujer señaló un lado de la cocina—. Deja las
viandas sobre aquel estante, muchacho.
Él obedeció, pero siguió mirando con atención y también
cierta lástima a Tara.
—¿Cómo va a dar las gracias si no prueba bocado? Le dará
asco lo que cocinen nuestras manos.
—¿Y tú? ¿Qué haces ahí parado? Muévete —ordenó la
cocinera al joven.
Al ver que no se movía y sus ojos estaban fijos en la puerta,
todas las miradas se dirigieron al punto que había captado la
atención del chico. La cháchara cesó y el silencio se impuso,
tan solo interrumpido por el crepitar del fuego de la cocina.
Tara no supo qué hacer después de haber escuchado lo que
opinaban de ella. Lo intuía, es más, estaba segura de que no
era bien recibida, pero escucharlo era diferente. Carraspeó y
avanzó un paso. Había bajado con el propósito de ayudar,
pero, al saber que no era bienvenida, no supo cómo
comportase, así que optó por hacer lo que se esperaba de ella.
—He bajado para asegurarme de que la cena está preparada.
—Estamos en ello, mi señora —espetó una joven con una
abultada tripa de embarazada a la vez que señalaba lo
evidente: la cantidad de comida que había sobre la mesa.
—El señor quiere saber qué se servirá —improvisó Tara.
Las miradas de recelo y las sonrisas de suficiencia no se
hicieron esperar.
—Gachas de avena con cerdo, mi señora —espetó otra de ellas
—. Como él mismo ordenó. ¿Algún inconveniente?
—Ninguno —replicó, avergonzada al saberse descubierta. Sin
embargo, no pudo evitar decir la última palabra—. Siempre y
cuando la comida se sirva a la hora y caliente.
Giró sobre sus talones y regresó al salón. Cruzó la estancia,
abrió la puerta y anduvo por el patio hasta subir a lo alto de las
murallas y perder la vista en el cielo estrellado sintiéndose
tremendamente infeliz.
CAPÍTULO 3
Tara no supo cuánto tiempo estuvo a la intemperie bajo las
frías temperaturas que aventuraban un invierno feroz. Dejó
volar su mente, como hacía cada vez que las situaciones se
tornaban difíciles, y se permitió unos momentos de
autocompasión. Lloró en silencio por su desdicha, por aquella
situación de temor constante y de inseguridad que la
acompañaba a cada paso, casi desde que tenía uso de razón.
Dejó caer sus lágrimas porque necesitó a su hermana a su lado
para explicarle qué se esperaba de ella como esposa y como
señora de aquel castillo. En el que había sido su hogar, su
presencia había consistido en ser poco más que un bien
preciado al que había que vigilar para obtener beneficios, pero
no cuidar con afecto, sino con mano dura y bajo el yugo del
miedo.
—Mi señora —la interrumpió con tiento una voz a su espalda.
No obstante, y pese al tono comedido de aquellas palabras, no
pudo evitar sobresaltarse—. Perdonadme. No ha sido mi
intención asustaros.
Por la luz de las antorchas que lucían encendidas en las
almenas, reconoció al muchacho que había visto en la cocina.
—¿Te han enviado en mi busca? —preguntó, alicaída.
—No, exactamente. El laird no demorará en bajar al salón y la
cena está dispuesta. He pensado que debíais saberlo.
Tara asintió con la cabeza. Sí, tal vez lo conveniente era que
estuviese presente cuando su marido bajase para no darle más
motivos para enfadarse. Aquel joven se había tomado la
licencia de evitarle las consecuencias que su ausencia habría
ocasionado y ella se lo agradecía. Era el primero que parecía
tratarla con deferencia, un mozo casi imberbe tenía más
consideración con ella que la mayoría de las mujeres y
hombres del clan.
—¿Cómo te llamas?
—Broc, mi señora.
—Gracias, Broc —murmuró Tara.
Pasó por su lado y bajó los escalones, atravesó el patio y entró
en el salón justo al mismo tiempo que Desmon hacía su
entrada desde las escaleras que provenían de sus aposentos.
Cruzaron sus miradas y el estómago de Tara dio un vuelco al
recordar el inesperado asalto que había tenido lugar en la
habitación.
Él avanzó como un animal al acecho y se sentó en su sillón sin
dejar de mirarla. A su lado, el matrimonio McKenzie los
miraba de hito en hito. Todos los ojos estaban fijos en ella, sin
embargo, era incapaz de moverse.
—Esposa —la llamó Desmon al fin—. ¿Deseas comer de pie?
—replicó con sorna.
—Tal vez no pueda sentarse, laird —bromeó uno de sus
hombres, y todos los demás estallaron en carcajadas.
Todos menos Desmon, que apretó la mandíbula y tuvo ganas
de partirle la boca a su hombre por semejante afrenta. Una
cosa era que él dejase aflorar su inquina contra ella, pero otra
muy diferente era que gente que no la conocía se permitiese
ciertas licencias.
No obstante, aquello fue lo que hizo que Tara reaccionase.
Caminó con el porte de una reina hasta la silla que había libre
al lado de su cónyuge y tomó asiento.
—Ese ha sido un comentario que ningún marido permitiría
hacia su esposa —recriminó Eryn a su tío.
Desmon suspiró. Sabía que su sobrina tenía razón, pero no
tenía ánimos para soportar una charla en aquellos momentos.
—Si quieres que la respeten como la señora de este castillo,
debes empezar por hacerlo tú —insistió Eryn.
—El respeto se gana. El cariño de la gente se obtiene mediante
el intercambio de palabras y acciones que demuestren aprecio
y deferencia por los demás. Hasta que mi mujer no comprenda
eso, mi clan no la aceptará.
Tara apretó los puños sobre la mesa y no pudo evitar que las
palabras escaparan de su boca.
—El respeto y el aprecio de una esposa hacia su marido
dependen de lo mismo —musitó.
Eryn sonrió, orgullosa por el comentario de Tara, y Niall negó
con la cabeza, consciente de que Desmon no podía dejar el
asunto así como así porque su orgullo y reputación frente a su
clan dependían de ello.
El laird Campbell giró la cabeza, despacio, y estudió el perfil
de Tara. Tenía las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes y los
labios fruncidos.
—Mírame —ordenó en apenas un murmullo, pero tan grave y
hosco que reverberó por todo su cuerpo.
Ella obedeció de inmediato porque era a lo que estaba
acostumbrada para evitar represalias. No obstante, con aquella
actitud altiva, nadie dudaba de que acataba las órdenes por
voluntad propia.
—La diferencia, mujer, es que yo no quiero, espero ni deseo
tus atenciones más allá de las obligaciones maritales dentro y
fuera de la alcoba. Por lo que deberías esperar lo mismo de mí.
Tara tragó saliva.
—Yo no espero nada de vos, mi señor.
Desmon solía alardear de ser un hombre paciente, o al menos
lo era hasta que aquella mujer apareció en su vida. Porque
ahora solo pensaba en cargarla sobre su hombro, llevarla a la
habitación y demostrarle en qué consistía satisfacer sus
necesidades.
—Sí hay algo que puedes esperar —dijo con tono amenazante
—. Y es que sea tu peor pesadilla.
En aquella ocasión, Tara tuvo el buen tiento de guardarse la
réplica que tenía en la punta de la lengua. Y es que eso, el
hecho de que él era su peor pesadilla, lo supo desde el mismo
instante en que lo conoció.
El resto de la cena transcurrió en silencio, al menos sin
intercambio de palabras entre el matrimonio. No así entre
Desmon y los McKenzie o con su fiel aliado Brenn.
—Amigo —llamó su atención el irlandés tras la cena—. Creo
que me retiraré ya. Tengo planes para esta noche fuera de los
muros del castillo —sonrió, cómplice.
—Te acompaño —se apresuró Desmon a aclarar.
Brenn lo miró con sorna, Eryn entrecerró los ojos con
reprobación y Niall tuvo el acierto de distraerla para que no
iniciara otro de sus sermones. Desmon aprovechó aquel
momento para dirigirse a su esposa. Se levantó y la tomó del
codo para ayudarla a hacer lo mismo. Caminaron hacia las
escaleras y, cuando ella subió el primer peldaño, él se detuvo.
—Retírate a nuestra alcoba y quédate allí hasta que vuelva.
Tuvo el instinto de preguntar a dónde iba, pero se detuvo a
tiempo. Giró sobre sus talones y emprendió la subida.
Desmon volvió junto a su amigo y, conscientes de las miradas
y cuchicheos, sobre todo de las mujeres, salieron de Carlisle.
—Sabes que lo que acabas de hacer desatará los rumores sobre
tus… compromisos de alcoba con tu mujer, ¿verdad?
—Lo que tenía que cumplir lo hice ayer.
—A ojos de los demás, puede que sí. A mí no me engañas.
Desmon gruñó y Brenn se rio. Se adentraron entre las calles
que llevaban a la taberna y pasaron de largo hasta llegar al
burdel. Antes de entrar, Brenn lo detuvo.
—Si yo fuese tú, estaría en mi alcoba disfrutando de la belleza
de mi esposa.
—Bella por fuera y fría por dentro.
—Sabes que se acabará enterando de a dónde has ido y para
qué.
—No le importará —aseguró, más fastidiado de lo que le
gustaría—. Preferirá que toque a cualquier otra mujer con tal
de no acercarme a ella.
—Tal vez. Pero dudo que le guste que todos los miembros del
clan sepan que no la respetas como tu mujer al yacer con otras.
De orgullo no carece.
Desmon empujó la puerta para dejar de escuchar a Brenn y, al
momento, se vieron inmersos en el sonido de las risas de las
mujeres y las voces de los hombres, que bebían y las
manoseaban a su paso.
—¡Laird! —exclamó uno de ellos—. Uníos a nosotros.
Desmon no se lo pensó, sonrió y se sentó a la mesa con sus
hombres. La mayoría trabajaban las tierras, cuidaban del
ganado y alguno de ellos hacía guardia en el castillo. Estaban
rodeados de muchachas, que, sentadas en sus regazos o a
horcajadas, calentaban sus cuerpos más que las bebidas. Sin
embargo, ninguna de ellas se acercó a él. Para el jefe del clan
había otra reservada, más exquisita y refinada, que no tardó en
aparecer.
—Mi señor —ronroneó la joven a su espalda, a la vez que lo
acariciaba de hombro a hombro.
Él sonrió y ella tomó aquel gesto como una invitación. Se
sentó sobre sus muslos y le rodeó el cuello con los brazos. Al
momento, tenía una jarra de cerveza llena y, tras una hora, reía
por las chanzas a costa de los ingleses que hacían sus hombres.
La joven, mientras tanto, estaba atenta a todas sus necesidades.
Se anticipaba a llenarle la jarra cuando quedaba poca bebida y
se mostraba solícita ante cualquier movimiento que él
realizase. Aquello, que debería satisfacerlo, empezaba a
resultarle molesto.
—Iona, no me llenes más el vaso o acabaré durmiendo aquí.
—Si vos lo deseáis, me ocuparé de que el lecho esté caliente y
vuestro cuerpo relajado. Estoy a vuestra entera disposición.
—No quisiera ser vos si pasáis la noche fuera del castillo con
otra mujer que no sea vuestra esposa —bromeó uno de ellos,
bastante ebrio.
—Al laird no le preocupa lo que piense la estirada señora del
clan —exclamó otro entre carcajadas.
Desmon entrecerró los ojos. Una cosa era que él criticase a su
mujer y otra muy diferente, que los demás se permitieran la
misma licencia con tal libertad.
—Si quieres que la respeten —cuchicheó Brenn a su oído,
consciente del cambio en el semblante de su amigo—, debes
empezar por hacerlo tú.
Desmon gruñó porque sabía que Brenn tenía razón, pero, cada
vez que recordaba cómo Tara lo miraba, se lo llevaban los
demonios.
—Mi señor —llamó su atención Iona, que no estaba dispuesta
a dejar escapar el objetivo de llevárselo a la cama. Ser la
preferida del laird era un honor que no quería perder. Además
de ser una tarea agradable, le proporcionaba sustanciosos
beneficios, el principal era gozar de cierto estatus dentro del
burdel—. Dejadme que os atienda, estáis demasiado tenso.
Giró su cuerpo y se puso a horcajadas sobre él. Presionó sus
pechos contra los pectorales de Desmon y se rozó contra su
entrepierna para empezar a seducirlo.
—¿Qué necesitáis? ¿Sabéis que puedo daros cuanto deseéis?
Y ahí radicaba el problema. En que no encontraba satisfacción
alguna en las atenciones de Iona. Solo había docilidad y
obediencia ciega por parte de ella. No había reto ni emoción
como cuando le pedía a Tara que lo desnudase y brillaban sus
ojos de indignación, pero al mismo tiempo miraba su cuerpo
con curiosidad. Debía estar enfermo, porque le estimulaba más
la actitud de su esposa, a la vez que se excitaba al pensar en
cuando se rindiese a él por voluntad propia y pudiese hacerla
suya.
Palmeó el trasero de la mujer y la instó a levantarse.
—Demasiada cerveza —se excusó con ella. Sacó unas
monedas y las puso en su mano—. Descansa y pasa buena
noche.
—¿Os marcháis? —se quejó, desencantada. Le había pagado
por sus servicios sin que llegasen a consumar, y si fuera otro
cliente estaría agradecida por ello, pero Desmon Campbell era
un hombre apasionado que le proporcionaba placer y con el
que no suponía ningún esfuerzo yacer en la cama o donde a él
se le antojara.
—Me temo que el matrimonio exige ciertas normas que debo
acatar. —Acarició el rostro de la joven con cariño y se
despidió de Brenn, que le dedicó un gesto satisfecho y a la vez
de sorna que deseó no haber visto.
Emprendió el camino hacia el castillo, solo y frustrado. La
noche era fría y la escarcha se acumulaba en los lindes de la
senda. Pensó en la chimenea de su habitación, en su mullida y
cálida cama y, al momento, la imagen de Tara, cubierta tan
solo por una camisola, acudió como un rayo a su mente.
Maldita la hora en que le había exigido que compartieran la
misma alcoba y maldito fuera su instinto.
Atravesó el patio y, al entrar en el salón, recibió el calor del
hogar, en el que todavía ardían los troncos. Se sentó en un
sillón frente al fuego y se dedicó a mirar cómo las llamas
lamían la madera. Su mente comenzó a divagar y comprendió
que deseaba poder tener la misma libertad de la que gozaba
Brenn y hacerse a la mar. Ahora no tenía que preocuparse por
Eryn; los McKenzie la protegerían y su marido lo haría con su
vida si hiciese falta. Sin embargo, tenía otras obligaciones. En
un mes a más tardar, el rey Eduardo proclamaría a John Balliol
rey de Escocia y él, como jefe de uno de los clanes más
importantes y familiar de los Balliol, debía estar presente.
Tampoco podía dejar desatendido el castillo ni a su gente, ni
podía olvidar que ahora estaba casado. Un alma libre como él,
que desde muy joven había abandonado Carlisle y a su familia
para huir de la situación que lo estaba asfixiando, ahora
cargaba con el peso del destino de todos los habitantes de
aquellas tierras y de un matrimonio infeliz.
No supo cuánto tiempo estuvo allí, tal vez incluso había dado
alguna cabezada, pero sí sabía que tenía que subir a su
habitación porque no debía dar lugar a más habladurías de las
que ya habría a la mañana siguiente. Entró con tiento en la
alcoba y miró primero en la cama, pero allí no estaba su
esposa, como ya suponía. Cerró y, al hacerlo, la vio acostada
en el suelo, frente a la chimenea, acurrucada sobre unas pieles
y cubierta con otras. Solo su cabello de color azabache rozaba
el frío suelo de piedra. Tuvo ganas de maldecir, de cogerla en
brazos y dejarla sobre la cama, porque el hecho de que no
quisiese compartir jergón con él lo enfurecía y sí, también
mermaba su orgullo. Pero también sabía que, si lo hacía, si la
llevaba a la cama, tendría que tocarla y cabía la posibilidad de
que le gustase demasiado hacerlo. Se despojó de su ropa, se
enterró entre las sábanas y se cubrió los ojos con el antebrazo
para evadir su mente y conciliar el sueño lo más pronto
posible.
Tara se despertó cuando el sol empezó a colarse por la
ventana. No le había costado nada dormirse, aunque fuese en
el suelo. El hecho de saber que Desmon había abandonado el
castillo la relajó lo suficiente como para que pudiese descansar
unas horas, al menos hasta que escuchó la puerta y todo su
cuerpo se puso en tensión. Fue consciente de todos y cada uno
de sus movimientos. De cuando se acercó hasta ella y su
inquietante e inamovible presencia. Del golpeteo de las botas
hasta la cama, del sonido de la ropa al caer y, tras
interminables minutos, por fin escuchó la respiración
acompasada de Desmon, que le indicaba que se había
dormido. Ahora era su turno de moverse con sigilo. Dobló las
pieles y las dejó sobre la silla en la que descansaba el vestido
que tenía preparado. Miró sobre su hombro para asegurarse de
que su esposo todavía dormía y se apresuró a cubrirse con él.
Ajustó las cintas que tenía en la parte delantera para que se
amoldaran a su busto y con un paño se lavó la cara en la
jofaina. Despacio, se cepilló el cabello para trenzarlo y, de
puntillas, salió por la puerta y bajó con rapidez al salón.
Era tan temprano que las mujeres todavía no habían preparado
las mesas para el desayuno. Descendió hasta la cocina para
ayudar y, como la vez anterior, las escuchó hablar mucho antes
de adentrarse en la estancia.
—Mi hermano Euen dice que el laird estuvo anoche con ellos.
—¿En la taberna? —preguntó otra mientras calentaba un cazo
al fuego.
—No exactamente. Ya me entendéis.
Las mujeres estallaron en carcajadas.
—Pon la mantequilla en el plato y termina de cocer esos
huevos —ordenó la más mayor a una de ellas—. Pronto busca
el señor consuelo en los brazos de otras mujeres —ironizó.
Tara apreció que aquella mujer parecía ser la que dirigía los
quehaceres en la cocina por cómo se movía y las demás
acataban sus exigencias.
—¿Y te extraña? La señora debe ser como un témpano de
hielo en la cama y el laird es un hombre de sangre caliente.
—¿Y tú cómo lo sabes, Fia? —inquirió otra con maldad.
—Porque es lo que asegura Iona. ¿Qué más me gustaría a mí
que confirmarlo por experiencia propia?
—Iona no debería hablar con tanta alegría sobre sus
intimidades con nuestro señor —contestó molesta la cocinera.
—Euen dice que Iona es la preferida del laird cuando va al
burdel.
—Me temo que cualquiera es su preferida menos su mujer.
—¿Quieres decir que puedo tener posibilidades? —bromeó
Fia.
Tara se irguió, ofendida y confusa. ¿Desmon había estado en
un burdel? Además de la afrenta de su marido, aquellas
mujeres que eran ahora de su clan se burlaban de ella. Así
mismo, al parecer, su esposo tenía atenciones con otra y no
respetaba el sagrado vínculo del matrimonio.
—Pocas tareas tenéis a vuestro cargo si os permitís estar de
cháchara tan temprano —las interrumpió, agraviada. Se
adentró en la cocina y paseó por ella mientras observaba los
ingredientes y el proceso que llevaban a cabo para prepararlos.
—¡Mi señora! —exclamó Fia, al tiempo que se ponía una
mano en el pecho para calmar los latidos de su corazón—.
Sois tan sigilosa como un gato.
—En cambio, vosotras hacéis tanto revuelo que estoy segura
de que se os escucha desde el pueblo. Espero el desayuno
servido de inmediato. —Salió de la cocina y subió al salón de
nuevo. Sin embargo, en cuanto vio quién lo ocupaba, deseó
haberse quedado abajo con aquellas mujeres que se mofaban
de ella a compartir estancia con Eryn McKenzie.
—Habéis madrugado —la saludó la sobrina de su esposo.
—Vos también.
—Supongo que tenemos más cosas en común de las que en un
principio pueda parecer.
—No estoy muy segura de ello. —Tara intentó esquivarla y
salir al patio, pero Eryn no se lo permitió.
—Tomad asiento junto a mí. —Podría parecer una sugerencia,
si no fuese porque sonó a una orden velada.
Ella permaneció de pie, dubitativa, hasta que las mujeres
empezaron a desfilar para preparar la mesa y la miraron a la
espera de ver su reacción ante la invitación de Eryn. No tuvo
más remedio que tomar asiento junto a la sobrina de su marido
si no quería que las féminas del clan todavía la despreciaran
más por ofender a su querida señora.
Eryn McKenzie repartió sonrisas y alabanzas con cariño y
recibió el mismo trato por parte de las sirvientas mientras Tara
se mantenía en discreto silencio y recibía desdén. En cuanto
estuvieron a solas, Eryn no desaprovechó la oportunidad.
—Yo también fui obligada a contraer matrimonio contra mi
voluntad, como vos —admitió la pelirroja con tiento.
—Según tengo entendido, estabais enamorada del laird
McKenzie mucho antes de vuestro enlace. Así que,
definitivamente, nuestra situación no es comparable.
—Perdí a mi familia en el ataque que sufrió este castillo. Me
obligaron a desposarme con un hombre que me odiaba, no fui
bien recibida en su clan y tuve que luchar por hacerme un
hueco en Eilean Donan. También echo de menos a mi
hermana, cada día. Creo reconocer bastantes similitudes con
vuestra actual situación. Así que creo que tenemos más cosas
en común de las que estáis dispuesta a admitir.
Tara lo meditó durante unos segundos y tuvo que reconocer
que Eryn tenía razón.
—Lamento la muerte de vuestra hermana —reconoció Tara
con sinceridad—. Lo único que me consuela es pensar que
Mairi pueda ser feliz; si ni siquiera tuviese esa esperanza, no
sé qué sería de mí —musitó. Agachó la cabeza y enlazó los
dedos de sus manos con nerviosismo.
—Es un buen consuelo. Sé que ahora no lo veis, pero vos
también podríais ser tan dichosa como ella.
Tara miró a su alrededor; a excepción de un par de hombres
que descargaban troncos junto a la chimenea, estaban solas.
—No sé cómo —admitió.
—Podríais empezar por llevaros mejor con la que ahora es
vuestra gente —sugirió Eryn con cautela—. Si los tenéis de
vuestro lado, la vida en Carlisle os será más sencilla.
—No soy la señora que ellos esperaban ni que el laird deseaba.
Me comparan siempre con vos y ambas sabemos que nuestros
caracteres no tienen nada que ver.
—Dejad que os conozcan, participad de las tareas del castillo,
valorad su trabajo y tomad las riendas del que será a partir de
ahora vuestro feudo, y os ganaréis un hueco en sus vidas y en
sus corazones.
La aparición de Desmon y Niall detuvo la conversación entre
ellas y Eryn lo lamentó. Era la primera vez que tenían un
acercamiento y tal vez fuera la última. Después del desayuno,
Niall y ella partirían hacia las Highlands, hacia su hogar.
Desmon tomó asiento al lado de su esposa y la miró
interrogante. Estaba seguro de que ya sabría que había estado
en el burdel y quería evaluar su reacción. Sin embargo, no
percibió cambio alguno en el comportamiento de su mujer. Tal
vez le importara tan poco que ni siquiera se sentía ofendida.
Algo que todavía lo enervó un poco más y socavó su orgullo.
—He ordenado que preparen los caballos para partir de
inmediato —anunció Niall. Percibió la tristeza en la cara de su
esposa y apoyó una mano sobre las suyas—. Regresaremos
dentro de poco para el nombramiento del nuevo rey. Eduardo
no querrá que pase mucho tiempo para que los ánimos no
enardezcan más, pero yo no puedo dejar Eilean Donan por más
tiempo.
Eryn lo comprendía. Para Niall, su hogar y su clan eran lo más
importante, y ahora que no tenía a su hermano Duncan a su
lado para compartir la responsabilidad de su labor como laird,
todavía tenía más presión. Además, sabía que estaba
preocupado por las posibles consecuencias que tuviesen que
afrontar por parte de Balliol cuando fuera rey de Escocia,
puesto que los McKenzie habían mostrado su fiel apoyo a
Robert Bruce, su contrincante en el ascenso al trono.
Finalmente, Eryn sonrió con afecto a su marido.
—Tienes razón, debemos partir cuanto antes —convino.
Desmon no le dirigió la palabra a Tara en ningún momento.
Cuando llegó la hora de la partida, acompañaron a los
McKenzie hasta las puertas de Carlisle y, después de varios
abrazos por parte de Desmon y Eryn, se quedaron solos. Su
marido la miró con el ceño fruncido, como si esperase alguna
palabra o acción por parte de ella, y cuando no obtuvo
respuesta, gruñó algo incomprensible y desapareció, dejándola
plantada en medio de patio. Tara miró a un lado y a otro sin
saber qué hacer; tal vez podría retirarse a su alcoba a bordar,
pero lo cierto es que no le apetecía estar encerrada en el
castillo. Quizás pudiera pasear por los alrededores, pero no
estaba segura de poder hacerlo sola. Desde luego, en Corran,
donde vivía con su padre y sus hermanos, no la dejaban salir si
no era acompañada por uno de ellos. Vio acercarse con timidez
a Broc y este le ofreció una sonrisa trémula, que ella no pudo
más que devolverle con afecto.
—Mi señora —dijo, nervioso, al llegar junto a ella. Entre sus
manos retorcía una boina y parecía hasta ruborizado—. He
pensado que, si no tenéis nada que hacer, podría mostraros los
alrededores del castillo.
Tara ladeó la cabeza y sopesó la idea durante unos segundos.
No tenía opciones más atractivas que la mantuvieran alejada
de su marido, así que claudicó.
—¿Cabría la posibilidad de acercarnos hasta el pueblo?
—No creo que haya problema, mi señora.
Tras meditarlo, ella tampoco vio ningún impedimento. Una
cosa era salir sola de Carlisle y otra muy diferente, hacerlo
acompañada por un hombre, o en este caso, un joven del clan
que la protegería.
Anduvieron por el camino que llevaba al pueblo en silencio
mientras Tara sentía las miradas furtivas de Broc.
—Quería deciros —dudó el muchacho— que no debéis hacer
caso de las habladurías de las mujeres en la cocina. De algo
tienen que departir y se entretienen cuchicheando sobre la vida
de los demás.
—Sé que no soy la señora que les hubiese gustado para el clan.
—Todavía no os conocen —la defendió casi con vehemencia.
Tara sonrió para agradecerle el gesto, pero ambos sabían que
ella había dicho la verdad.
Las calles estaban llenas de gente que andaba de un lado a otro
y a Tara le fascinó el ajetreo, el bullicio de las conversaciones,
ver a los niños corretear entre los puestos de venta de comida
y telas y observar la vida de los aldeanos. Sin embargo,
también fue consciente de las miradas curiosas que despertaba
a su paso.
—Esa es la taberna del pueblo —señaló Broc, como había ido
indicándole cada lugar desde que habían llegado.
Ella la miró con interés y luego desvió los ojos a los del joven.
—¿Y el burdel? ¿Dónde se encuentra?
Tara jamás creyó que un hombre pudiese arder por combustión
espontánea hasta que vio enrojecer de una manera tan violenta
a aquel muchacho.
—Mi señora —jadeó, avergonzado. Miró a un lado y a otro
para cerciorarse de que nadie la había escuchado—. Una mujer
como vos no debe preguntar, ni interesarse, por lugares como
ese.
Tara imaginaba para qué iban los hombres a un lugar como
aquel. A escondidas, había escuchado conversaciones en las
que las mujeres los criticaban por acudir a desahogarse; sin
embargo, ellos volvían satisfechos. Lo que no acertaba a
entender era el porqué de aquella necesidad.
—¿Por qué quieren ir los hombres? —verbalizó.
—Bueno, es que… No es correcto que yo os hable de ello.
—Tal vez deba ir y verlo con mis propios ojos.
Broc supo que se encontraba en un callejón sin salida. Si
dejaba que la señora accediese al burdel, el laird lo mataría.
Consideró que el mal menor era insinuarle lo que acontecía
dentro de aquel lugar y que ella sacase sus propias
conclusiones.
Hizo un gesto con la mano y la guio hasta que de nuevo
regresaron al camino que llevaba al castillo.
—¿Y bien? —insistió Tara.
—En ese lugar, mi señora, los hombres piden que las mujeres
les hagan cosas —explicó, muerto de vergüenza y sin parar de
retorcer la boina entre sus manos.
—¿Qué cosas?
—Que los toquen y ellos a ellas…
—¿Les hacen daño? —jadeó, espantada.
—No, mi señora. Intiman con ellas —respondió en un susurro
—. Como con sus esposas.
—No lo comprendo… Si hacen lo mismo, ¿para qué acuden a
un sitio como ese?
—Porque las mujeres que están en el burdel son más…
experimentadas.
—¿Qué hacen diferente?
Broc deseó que la tierra se abriese a sus pies y descendiese por
fin al infierno, porque allí iría a parar, sin ninguna duda.
—Depende de muchas cosas, mi señora. Por favor, no sigáis
preguntando…
No obstante, Tara desoyó sus súplicas.
—¿Qué cosas? —quiso saber, cada vez con más interés.
—De lo que les pidan que hagan en el lecho, ya me entendéis
—intentó zanjar el tema.
A Broc el regreso se le estaba antojando eterno. Sin embargo,
aquella conversación fascinaba a Tara por lo incomprensible
de la situación. Los hombres acudían al burdel y pagaban por
hacer lo mismo que con sus esposas, o tal vez no era
exactamente lo mismo.
—¿Qué hay de diferente entre una esposa y una mujer del
burdel?
—Mi señora, no puedo contaros nada más. —El ruego en el
tono de su voz debió ser suficiente para detener la
conversación, pero Tara no era aficionada a dejar las cosas a
medias.
—¿Lo hacen porque se sienten solos?
—En parte, sí. O porque no obtienen de sus mujeres la
atención deseada y esas mozas se la ofrecen a cambio de
dinero.
Ya se divisaban las puertas del castillo y él aceleró el paso para
llegar cuanto antes.
—¿Qué desean los hombres? —Tara lo sujetó por el antebrazo
y lo obligó a detenerse.
Broc gimió y decidió terminar con aquella conversación de
una vez.
—En definitiva, es estar satisfechos en el lecho. Y no me
preguntéis más, os lo ruego, os lo suplico —imploró.
De pronto, sobre Tara cayeron las consecuencias de la salida
de su marido la noche anterior. Desmon había ido al burdel a
buscar lo que ella no le ofrecía. No lo besaba, no lo acariciaba,
ni mucho menos intimaban desnudos en el lecho. ¡Por Dios, si
ni siquiera compartían jergón! Eso era lo que un hombre
deseaba y, cuando su mujer no se lo ofrecía, lo buscaba en los
brazos de otra. Se había convertido en el hazmerreír de
Carlisle. Él la había ridiculizado y mancillado su lugar como la
esposa del laird. ¿Cómo iba a respetarla el clan si su propio
esposo no lo hacía?
Dejó de hablar y emprendió el regreso al castillo con los labios
apretados y el paso firme. Estaba a punto de entrar en el salón
cuando la puerta se abrió de golpe y Desmon apareció,
imponente, frente a ella.
—¿Dónde estabas? —ladró—. Te hemos buscado por todas
partes.
—He salido con Broc a ver el pueblo.
Desmon miró tras ella y el joven agachó la cabeza,
avergonzado, ante la mirada inquisidora de su laird.
—¿Te has llevado a mi esposa, muchacho? —Desmon levantó
una ceja y el joven todavía pareció empequeñecer más.
A ella no le pasó desapercibida la reacción del joven y salió en
su defensa.
—Yo se lo pedí —intercedió por él.
—He cuidado bien de ella, laird. No dejaría que le sucediese
nada malo —explicó, nervioso.
—No lo dudo, pero, la próxima vez, pídeme permiso antes. —
Para sorpresa de Tara, guiñó un ojo al joven con complicidad.
Tomó del codo a Tara y la condujo dentro del castillo.
Le hubiese gustado oponer algo de resistencia, pero Desmon
se mostraba implacable en su avance y ella sabía que no debía
contradecirlo. La llevó hasta una estancia que ella no había
visto todavía. Tal vez, si las circunstancias de su enlace
hubiesen sido otras, su marido le hubiese enseñado el castillo y
mostrado todos y cada uno de sus rincones. No obstante,
todavía no llevaban ni una semana de casados y él había
preferido compartir su tiempo con otras mujeres, o con una en
particular, como recordó que había apreciado una de las
criadas en la cocina.
Desmon cerró la puerta tras de sí y se cruzó de brazos para no
tomarla por los hombros y zarandearla. Se había vuelto loco
buscándola. No estaba en su alcoba ni en la que ocupó el día
de su matrimonio, nadie sabía nada de ella ni la habían visto
por el castillo.
—¿En qué crees que consiste ser la señora de mi hogar? —
preguntó en tono lúgubre.
Tara permaneció en silencio porque lo cierto era que no sabía
qué esperaba Desmon de ella.
—No puedes salir sin avisar. Y menos sola. No conoces estas
tierras, no sabes a los peligros que podrías exponerte.
—Broc me ha acompañado —explicó con tiento.
—¡Un muchacho que apenas puede sostener una espada! —
gritó. Tara se encogió y comenzó a temer que aquella
discusión terminase de forma violenta—. Por no mencionar el
ridículo al que me has expuesto. ¿Cómo crees que he quedado
ante mis hombres? ¿Ante las mujeres del castillo? Mi esposa
no me tiene en cuenta y toma decisiones sin consultarme.
Temblaba por dentro de miedo, pero se sorprendió porque
también lo hacía de indignación. ¿Cómo se atrevía a
recriminarle nada cuando él había pasado la noche en un
burdel?
—¿Y qué hay de mí? —prorrumpió con entereza.
Desmon pareció desconcertado. Cruzó los brazos y frunció las
cejas.
—¿Qué quieres decir?
—¿Acaso no es importante lo que piense la gente del clan de
mí?
—Ya te dije una vez que el cariño de mi pueblo hay que
ganárselo.
—La gente de este castillo, del pueblo, no me respetará
mientras mi esposo no lo haga. ¿Cómo os atrevéis a
recriminarme nada cuando vos pasasteis la noche en un
burdel? —dijo al fin, con los puños apretados a los lados.
Una especie de calor y de satisfacción inundó el pecho de
Desmon y se extendió por todo su cuerpo. Al fin y al cabo, sí
que parecía afectarla que él yaciera con otras mujeres.
—Así que es eso. —Avanzó hasta situarse frente a ella. Cerca.
Terriblemente cerca. Tara respiraba con rapidez y Desmon
descubrió el pulso latir desbocado en su cuello—. ¿Estás
preparada para recibir mis atenciones?
Tara no contestó porque no sabía si estaba lista para aceptar
aquel compromiso. Se limitó a mirarlo con aquellos ojos
azules insondables y a intentar calmar los latidos de su
corazón. Desmon enlazó un brazo en su cintura y la acercó a
su cuerpo, arrancándole un jadeo de sorpresa.
—¿Quieres saber qué espero de ti? —musitó con aquella voz
grave capaz de erizarle la piel. Ladeó la cabeza y deslizó los
labios con delicadeza sobre el cuello de la joven, como el que
degusta un postre exquisito y lame la cuchara para paladear los
restos. Apretó la lengua sobre su pulso y succionó su piel con
suavidad.
Un escalofrío recorrió la espalda de Tara, las rodillas le
cedieron y se agarró a los brazos de Desmon. Sin embargo, no
se apartó, al contrario. Inclinó el cuello para darle mejor
acceso y él no tardó en ascender hasta el lóbulo de su oreja,
seguir con sus labios por la mandíbula y llegar hasta su boca.
Antes de besarla, comprobó que estaba totalmente rendida a él.
Tenía los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Y Desmon
no necesitó ninguna invitación más. Se movió sobre su boca,
despacio, cerciorándose de lo que ya sabía, que era exquisita y
toda una tentación.
Tara siguió el movimiento de los labios de Desmon y se
acopló a él. Solo se sobresaltó cuando la lengua de su marido
buscó la suya. No supo qué hacer ni cómo corresponder, no
obstante, se dejó llevar. Se rindió a aquellas sensaciones
desconocidas que la hacían enloquecer porque su cuerpo le
exigía más. Pero ¿más de qué?
Desmon subió una mano hasta enredarla en el cabello y la otra
descendió hacia su trasero para empujarla contra su cuerpo.
Sabía que la situación se le escapaba de las manos, aquel no
era el lugar ni el momento, pero no podía parar de saborearla,
de regodearse con egoísmo en el hecho de que una mujer
como ella se rindiese al placer de sus caricias. Gruñó dentro de
su boca y la sintió tensarse cuando adelantó sus caderas y notó
la dureza de su excitación. En aquel momento, supo que ella
no tardaría en dar marcha atrás y decidió hacerlo él primero,
aunque le costase el alma.
La soltó despacio y se alejó un paso. Los ojos de Desmon
brillaban por la pasión y tenía la respiración tan agitada que
llegaba hasta los oídos de Tara.
—Esto solo ha sido el principio.
—¿El principio? —resolló. Fue una pregunta inocente, pero a
Desmon le sonó a reto y, por lo tanto, a juego de seducción.
—Oh, querida, te aseguro que tengo mucho más que ofrecer. Y
te prometo que me pedirás que te lo demuestre.
Salió de la habitación y dejó a Tara tan confusa como alterada.
CAPÍTULO 4
30 de octubre de 1292
Palacio de Brill. Buckinghamshire. Inglaterra

Eduardo I escuchó desde su majestuoso sillón en su despacho


privado las buenas nuevas que llegaban desde Escocia.
—De momento reina la paz, mi señor —aclaró el enviado del
obispo—. En el enlace del laird Campbell, quedó patente que
los clanes están a la espera de vuestra decisión, pero que saben
que os vais a decantar por John Balliol.
—¿Pudo averiguar el obispo si los Campbell apoyarán a su
familiar en el trono?
—Desmon Campbell dejó claro que la mayoría de los clanes
apoyan a Robert Bruce, pero que no desean una guerra.
—No es eso lo que os estoy preguntando —espetó, impaciente
y disgustado. Ya sabía que los bárbaros del norte preferían a
Bruce, pero el señor de Annandale no servía para sus
propósitos, no era un títere que él pudiese manejar a su antojo,
que le dejase gobernar Escocia desde las sombras—. El
enclave de Carlisle es esencial para mis propósitos.
—En cuanto Balliol sea proclamado rey, y por la paz de
Escocia, Desmon no tendrá más remedio que aceptar vuestras
decisiones. No pondrá en peligro de nuevo a su clan.
—¿Así lo ha hecho saber?
—Sí, mi señor. El día de sus esponsales.
Eduardo I asintió más satisfecho, no obstante, era consciente
de que el equilibrio de paz en Escocia era frágil.
—Debemos adelantar el nombramiento —meditó en voz alta
—. Cualquier inconveniente podría desestabilizar la balanza y
perjudicarnos. Decidle al obispo John de Halton que haré
pública la decisión sobre el nuevo rey en el castillo de Berwick
el próximo 17 de noviembre. Que convoque a todos los
señores y clanes importantes.
—Como deseéis, mi señor —sonrió, satisfecho.
El rey hizo un gesto con la mano para que se retirase, pero el
sacerdote todavía tenía un último mensaje que entregar.
—El obispo me pide que os recuerde vuestra promesa de
enviar más hombres y oro para una nueva cruzada.
Eduardo se irguió con intimidante lentitud, lo que provocó que
el sacerdote se encogiera sobre sí mismo.
—Podéis decirle a vuestro prelado que no olvido mis
promesas. No obstante, recordadle que yo di mi palabra al
papa Nicolás, pero, tras el fallecimiento de este, Roma todavía
no ha elegido un nuevo pontífice.
—Pero el cónclave está reunido, mi señor —se apresuró a
aclarar.
—Sí, eso tengo entendido. Pero permitidme que os recuerde
que el cónclave para elegir al sucesor empezó hace seis meses
y todavía no se ha tomado una decisión que proclame un
nuevo Papa.
—¿Quiere decir eso que esperaréis para cumplir vuestra
promesa?
—Por mi honor, dije que apoyaría una nueva cruzada —
repitió, exasperado—. Pero también dije que sería cuando el
nuevo Papa me solicite su ayuda. Podéis trasladarle mis
palabras al obispo.
El sacerdote supo que el rey había zanjado el tema y había
llegado el momento de retirarse. Tras una reverencia, dejó el
palacio y emprendió el viaje a la abadía de Scone para
preparar el anuncio sobre el nuevo rey de Escocia.
1 de noviembre de 1292
Castillo de Carlisle. Cumbria. Lowlands

Había pasado casi una semana desde que Desmon besara a


Tara. Una semana en la que él se había dedicado a hacerle
insinuaciones, pero en la que no había hecho ningún avance
para retomar la intimidad que compartieron en aquella
estancia.
Ella no había vuelto a salir del castillo y él pasaba los días
entrenando con sus hombres en la liza y atendiendo las
cuestiones de los aldeanos. Sin embargo, cuando llegaba la
noche y acababa la cena, siempre le daba la misma orden: sube
y espérame desnuda. Todavía no había llegado el día en que
ella lo obedeciese ni que durmiese con él en la misma cama.
Cuando se encontraban en la habitación, ella seguía vestida.
Era entonces cuando él cambiaba de exigencia y ordenaba que
lo desnudara. Y Tara se había descubierto esperando ese
momento, porque, en el fondo, deseaba volver a experimentar
aquella extraña sensación de euforia que sintió cuando la besó.
Desmon se sometía a la tortura de que Tara lo desnudase cada
noche con la finalidad de que ella se fuese acostumbrando a su
cuerpo. Hacía gala de todo su autocontrol y no se permitía
tocarla. Con la cercanía de su cuerpo, el roce de sus dedos
sobre su piel para quitarle la camisa o la caricia de su cabello
sobre su abdomen cuando descendía para bajarle los calzones,
podría estallar. Y lo haría pronto si no se liberaba, pero con
ella estaba dispuesto a esperar hasta que se lo suplicara.
Aquella noche, durante la cena, Brenn le hizo saber que se
marchaba a la aldea. Lo había hecho un par de veces por
semana y todas y cada una de ellas Tara había apretado las
manos en su regazo a la espera de que Desmon declinase la
invitación de su amigo para acompañarlo. Y así había sido
hasta aquella noche.
—Iré contigo —anunció Desmon.
Tara se giró y lo miró, molesta, decepcionada y también
avergonzada por las miradas que recibía por parte de las
mujeres. No estaba dispuesta a volver a soportar más burlas y
haría cualquier cosa para evitarlo.
Ante la mirada inquisidora de Tara, Desmon se giró en su silla
y la miró en silencio. Como cada vez que coincidía con sus
ojos, se le alteró el pulso, pero se cuidó de no demostrarle
cuánto la afectaba.
—¿Algo que objetar? —la tentó él.
—No me gustaría que fuerais —susurró.
Desmon levantó una ceja y sonrió con picardía. Arrastró la
silla de Tara hasta pegarla contra la suya y se acercó a su oído.
—¿Por qué?
El aliento cálido sobre su cuello le erizó la piel.
—Porque quiero que me respetéis.
—Es lo que he estado haciendo desde que nos hemos casado
—ironizó—. ¿Deseas un trato diferente?
Se mantuvieron la mirada. Ella, a la espera de que él desistiese
de marcharse con Brenn y él, aguardando una respuesta que
parecía no llegar.
Desmon chistó y retiró la silla para levantarse.
—Todavía no estás preparada para mí.
—Dormiré con vos —se apresuró a declarar.
Tara temía las implicaciones que conllevaban aquellas
palabras. Se había lanzado a la desesperada para impedir que
se marchara y ahora debía hacer frente a su decisión. Solo
sabía que, si lo que empujaba a su marido a marcharse al
burdel era estar en la cama con otra mujer, ella podría hacerlo.
De momento, podría acostarse con él, compartir cierta
intimidad y dormir en el mismo lecho.
De pronto, el ambiente a su alrededor se tornó más pesado.
Los ojos de Desmon brillaron y la respiración se le hizo más
densa. Su cuerpo emanaba tanto calor que Tara notó cómo
calentaba el suyo propio.
—Sube y espérame —espetó con voz grave.
—¿Desnuda? —bisbiseó, nerviosa. Era lo único que le faltaba
por exigir y la premisa de cada noche.
Desmon apretó la mandíbula y sintió tensarse su entrepierna.
—Ahora.
Tara retiró su silla y se apresuró a dirigirse a las escaleras.
Desmon decidió esperar para poder levantarse sin evidenciar
su estado de excitación, pero cada minuto que pasaba era peor,
porque se imaginaba a Tara desnudándose y no podía dejar de
recrear en su mente lo que sucedería en cuanto entrara en la
habitación. Y aquello todavía lo encendía más.
—¿Estás listo? —preguntó Brenn frente a él.
—Vete solo.
El irlandés soltó una carcajada que llamó la atención de todos
los del salón.
—Tal vez creas que tienes el control en tu matrimonio, pero
déjame decirte que tu esposa te tiene comiendo de su mano.
—¿No te largabas?
—Disfruta de tu primera noche, amigo —susurró para que
nadie más los escuchase.
Eso pensaba hacer.
—Y será una noche muy larga —prometió.
Ascendió los escalones hasta su dormitorio de dos en dos y
respiró hondo antes de entrar. Con cada zancada se obligaba a
recordar que la inocencia de Tara estaba intacta para no liberar
el ansia que lo carcomía y acabar comportándose como un
animal. Abrió la puerta y la encontró de espaldas a él. Peleaba
con las cintas de la espalda para poder desabrocharlas, pero, al
escucharlo entrar, se detuvo.
No estaba desnuda, sin embargo, al menos lo había intentado.
Era un avance, apreció Desmon.
—Deja que te ayude.
En apenas dos pasos estuvo tras ella. Deslizó con destreza los
dedos entre los cordones hasta aflojarlos y, con el dorso del
dedo índice, acarició su columna, cubierta por una fina
camisola de algodón. El vestido se aflojó sobre su cuerpo y le
cayó por los brazos para descubrir unos hombros níveos como
la nieve. Desmon acercó los labios y la besó en la curva que
llevaba a su cuello mientras con las manos empujaba la tela y
la hacía caer a sus pies. Ascendió por los costados hasta que
con los dedos rozó el arco de sus pechos, tersos y perfectos.
Ella contuvo el aliento, indecisa. Se debatió entre alejarse
abochornada o dejar que Desmon siguiera con sus atenciones.
Pero, sorprendida por las reacciones de su propio cuerpo, se
abandonó a las caricias de su esposo. Los pezones se le
endurecieron y sensibilizaron hasta el punto de resultar casi
insoportable el roce de los dedos diestros de Desmon. Sintió
cómo se encendía su piel, el corazón se le aceleraba y cierta
humedad fluía entre sus piernas. Obnubilada por todos
aquellos estímulos, dejó caer la cabeza sobre el hombro de
Desmon, que aprovechó aquel gesto para abarcar con las
manos los senos de Tara y amasarlos con destreza. Con
suavidad, pero también con decisión, pellizcó con el dedo
índice y el pulgar la cumbre mientras sus labios succionaban el
lugar justo donde sentía latir el pulso desbocado de su esposa.
Le arrancó un jadeo ahogado que le supo a triunfo y, mientras
una mano seguía estimulando su pecho, otra descendió por su
estómago hasta el muslo, se internó entre la camisola y su piel
y rozó su sexo, tan caliente y mojado que a punto estuvo de
volverlo loco. Internó un dedo entre sus pliegues y ella se
sobresaltó entre sus brazos. Se agarró a la muñeca de Desmon,
indecisa por permitirle el acceso a esa parte de su anatomía
que nunca nadie había explorado, ni siquiera ella, como lo
estaba haciendo él.
—No te haré daño —aseguró con voz profunda—. Confía en
mí.
—Creía que… que… —resolló al sentir cómo internaba la
punta del dedo y lo deslizaba despacio en su interior.
—¿Qué creías? —la instó Desmon a contestar, al tiempo que
intensificaba sus besos y sus caricias aumentaban de
velocidad.
—Que iríamos a la cama —exhaló Tara. Estaba convencida de
que estaba enloqueciendo. Su mente había dejado de funcionar
y su cuerpo se movía contra el de su marido. Empezaba a
gestarse dentro de ella una energía que pugnaba por salir.
—Oh, iremos. Ya lo creo que lo haremos, pero antes…
Desmon giró el dedo dentro de ella y comenzó a bombear a la
vez que con el pulgar acariciaba el botón hinchado de su sexo.
Tara empezó a emitir pequeños jadeos y a contorsionarse entre
sus brazos. Él la sujetaba con firmeza, pero con cada uno de
sus movimientos presionaba con el trasero su erección. Lo
estaba volviendo loco y no sabía hasta cuándo podría mantener
la cordura antes de enterrarse entre sus piernas y dejarse llevar.
Aceleró el movimiento de su mano, con la otra apretó con más
fuerza el pezón y Tara estalló con un suspiro largo y erótico
que casi lo hizo correrse en los pantalones.
Esperó tras ella a que se recuperase antes de soltarla. Cuando
estuvo seguro de que podía soportar su propio peso, la soltó
para darle la vuelta.
Tara quiso mantenerle la mirada, pero no pudo hacerlo; estaba
demasiado confusa y sobrepasada. Desmon la sujetaba con un
brazo por la cintura, pero con la otra mano le inclinó el cuello
para que sus ojos coincidieran. Que era hermosa era un hecho
irrefutable, pero después del éxtasis debía reconocer que era
arrebatadora. La besó para absorber los estertores del orgasmo
y beber de sus suspiros. Dios, cómo la deseaba. Apretó las
caderas contra la suyas y gruñó, desesperado.
—Ahora sí. A la cama —exigió en un murmullo.
La soltó para empezar a desnudarse y Tara caminó con pasos
errantes hasta el lecho. Se detuvo y lo miró indecisa.
—¿En qué lado preferís que duerma? —preguntó, cohibida.
No reconocía ni su propia voz, sonaba más aguda y alterada, y
a él tampoco debió sonarle familiar porque la miró como si le
hubiesen salido dos cabezas.
Desmon sujetó la camisa que se acababa de quitar entre las
manos y la miró, sorprendido.
—¿Dormir? —preguntó, despacio.
Tara asintió, dubitativa.
—Es lo que os prometí que haríamos —explicó.
—¿Te estás mofando de mí? —la interpeló con tono frío.
—No… —dudó—. Si no estáis de acuerdo, puedo dormir
junto a la chimenea.
Se rodeó la cintura con los brazos. El calor que había sentido
comenzaba a esfumarse y un escalofrío recorrió su piel.
—En mi mente hacíamos muchas más cosas.
—¿Como qué? —murmuró.
—¡Como lo que hemos hecho antes! —explotó.
Tara se sobresaltó y dio un paso atrás. Ante aquella reacción,
Desmon se obligó a modular el tono de su voz.
—¿Es que no sabes nada de lo que implica la intimidad entre
un hombre y una mujer?
Ella asintió con levedad y Desmon comprendió que su
información sería muy sesgada. Tara sabía que entregarse a un
hombre causaba dolor, lo había visto en su hermana y en las
consecuencias que derivaron de ello, por eso la aterraba tanto
tener contacto con su marido y por ello estaba tan confusa
después de haber experimentado placer aquella noche.
—¿Mairi jamás te explicó nada? —quiso saber, desconcertado
—. ¿Qué crees que sucedió entre Duncan McKenzie y tu
hermana? —dijo al fin.
Ella negó con la cabeza, no pensaba hablar sobre ello. Empezó
a tiritar de frío, aunque supuso que de nervios también.
—¿Sabes al menos cómo las mujeres se embarazan?
Ella recitó las palabras que tanto le habían repetido.
—Porque Dios envía hijos a las mujeres casadas para
santificar el matrimonio.
Pocas veces el laird del clan Campbell se había quedado sin
palabras y aquella, sin duda, era una de ellas.
—¿Eso es lo que te han dicho? —acertó a preguntar.
Ella asintió con la cabeza con lentitud.
—¿Tu padre y tus hermanos?
Tara volvió a confirmar las suposiciones de Desmon.
—Pero sé que no es así. He visto a los animales aparearse —
admitió, avergonzada.
Desmon la observó como si fuese un enigma que resolver. A
su mente acudieron las veces que había tenido contacto íntimo
con ella y el temor que había visto en su mirada.
Ante el silencio y la mirada de escrutinio de su esposo, Tara se
sintió empequeñecer. Se frotó los brazos para templar su
cuerpo y, a la vez, liberar la tensión que empezaba a acumular.
—Maldita sea —siseó Desmon. Avanzó hacia la cama, cogió
una de las pieles que había a los pies y la cubrió para que
dejara de temblar. No obstante, no podía quedarse cerca, tenía
que alejarse porque todavía estaba demasiado excitado como
para estar junto a ella—. Será mejor salga de aquí.
Se pasó la camisa de nuevo por la cabeza y se dirigió a la
puerta.
—¿Os vais al burdel? —preguntó, más desesperada de lo que
le hubiese gustado.
Desmon se detuvo con la mano en el tirador de la puerta y se
giró a mirarla.
—¿Por qué te importa?
—No quiero que vayáis —se sinceró con él, con las mejillas
arreboladas.
—Eso no responde a mi pregunta.
—Me avergonzáis si vais —confesó. Enrojeció, pero no bajó
la mirada—. Broc me contó que los hombres… —dudó.
—¿Broc? —la interrumpió Desmon. Soltó una carcajada sin
humor y se mesó los cabellos. Un muchacho prácticamente
inexperto había hablado con su mujer sobre las cosas que
acontecían en un burdel.
—Van allí a estar con otras mujeres —dijo ella al fin para no
entrar en detalles.
—No solo eso, Tara. Se comparten caricias como las que te he
prodigado, besos y más. Mucho más… —Desmon suspiró. No
era el momento de seguir con aquella conversación ni de
detallar lo que implicaba yacer con una mujer. No cuando
todavía la deseaba—. Ya hablaremos sobre ello.
Abrió la puerta y, cuando estaba a punto de salir, ella lo detuvo
de nuevo.
—¿Dónde vais a dormir? —quiso saber con timidez.
—Tranquila, no lo haré fuera del castillo. Estaré en la
habitación que era de Eryn. —Cerró la puerta y dejó a Tara
sola, confusa y con las lágrimas anegando sus ojos. No sabía
qué había hecho mal ni por qué Desmon había reaccionado así,
pero lo cierto era que lo había decepcionado.
El día siguiente amaneció frío y lluvioso. El viento azotaba las
ventanas del castillo y ululaba entre rendijas de las puertas, lo
que todavía aumentó más el dolor de cabeza de Desmon.
Encerrado en su estancia privada, repasaba las cuentas cuando
Brenn entró, empapado, pero con una sonrisa satisfecha en el
rostro.
—A estas horas creía que todavía estarías en el lecho con tu
esposa, pero Cadha me ha dicho que estabas aquí desde hacía
tiempo.
—Tengo trabajo que atender —gruñó.
Brenn silbó ante el mal humor de su amigo y se acercó a la
chimenea para secarse. Dejó el plaid con los colores azul y
verde del clan Campbell sobre el sillón y apuntó el trasero
hacia el fuego.
—Si prefieres trabajar que estar en tus aposentos con tu mujer,
es que no ha resultado tan satisfactorio como pensabas.
Desmon suspiró, empujó los documentos de mala manera y se
recostó sobre el respaldo de la silla.
—Fue frustrante —admitió con los ojos cerrados.
—No me digas que es tan remilgada en la intimidad como lo
es en público.
Desmon se frotó la cara al recordar las sensaciones de la noche
anterior, cómo Tara había reaccionado a sus caricias y, sin
embargo, el temor que albergaba.
—Es perfecta. En la intimidad es entregada y su inexperiencia
resulta excitante.
Brenn dejó de soplarse las manos y lo miró sorprendido.
—¿Y el problema es?
—Que no sé hasta qué punto lo que sucedió con su hermana la
ha condicionado. Su padre y sus hermanos no han hecho más
que empeorar la situación con los castigos hacia Mairi.
—Así que seguís sin consumar el sagrado matrimonio —
aventuró su amigo.
—Si bien es cierto que había llegado el momento de buscar
esposa y continuar con el linaje de los Campbell, sabes que me
casé con ella por honor. En otras circunstancias, jamás la
hubiese elegido. Lo único que le pedía a este enlace eran
herederos y, al parecer, mi esposa no está preparada para
entregarse a mí —concluyó.
—Pues tómala —lo acicateó Brenn. Aunque bien sabía que su
amigo jamás forzaría a Tara.
—Sabes que no lo haré —confirmó Desmon.
—Entonces, tendrás que seducirla para que se entregue a ti.
—Ya lo he hecho. No hemos llegado a consumar, pero para
ella parece ser suficiente. ¡Es desesperante!
Brenn tomó asiento frente a él, pensativo, y comenzó a repasar
con el dedo una de las hendiduras de la mesa de madera.
—Necesitas a una mujer.
—No voy a acompañarte al burdel.
—Me refería a otro tipo de mujer.
—¿Es que anoche bebiste hasta perder el juicio? ¿Te recuerdo
que ya contraje matrimonio? —se exasperó Desmon.
—Quiero decir que la solución puede ser que una mujer hable
con ella y le explique las satisfacciones de consumar.
—¿Estás loco? Si las mujeres del clan se enteran de que mi
esposa todavía es pura, ambos seríamos objeto de burla, por no
mencionar las implicaciones políticas que eso podría acarrear
si llegase a oídos de los señores o del propio obispo.
Brenn se rascó la barba.
—Entonces, deberá ser una mujer de confianza.
—Eryn está demasiado lejos —gruñó—. Es la única de la que
me fiaría y, aun así, Tara no la escuchará. La culpa de nuestro
enlace y no le falta razón.
—Yo estaba pensado en otra persona. Alguien que conozca
muy bien de lo que habla, que trabaje de ello…
Desmon se levantó y lo miró como si su amigo hubiese
perdido la razón.
—¿Pretendes que una prostituta le explique a mi mujer lo
bueno que tiene fornicar? —exclamó, incrédulo.
El irlandés se encogió de hombros.
—¿Quién mejor? Estoy seguro de que tu esposa todavía no
tiene una doncella. Págale, en apariencia para ese menester,
pero asegúrate de que la instruya.
—Todos en el pueblo conocen a las mozas del burdel. Si meto
a una de ellas en el castillo, estaré condenado.
—Hace un par de días llegó una joven —siguió hablando el
irlandés—. Solo me ha prestado sus servicios a mí.
Desmon lo miró con recelo.
—Esa leyenda ya la he escuchado antes —se mofó por la
ingenuidad de su amigo.
—En esta ocasión es cierto —aseguró—. Cuando la conocí, le
pedí a Gunna que la reservase solo para mí y he pagado muy
bien para que así sea. Si la sacas de allí y la traes al castillo, a
ojos del clan serás un laird benevolente que ayuda a una pobre
muchacha desamparada a conseguir un empleo. Mientras que,
para tu esposa, será todo un detalle que le ofrezcas una
doncella.
—Tienes una mente demasiado retorcida.
—Y aguda.
—Si fueras noble, el trono de Escocia sería tuyo.
—Porque no lo deseo —fanfarroneó Brenn.
Cuando Tara se levantó, no pudo dejar de pensar en lo irónico
de la situación. Por primera vez desde su enlace dormía en la
cama matrimonial, pero sin su esposo. Sabía que él esperaba
más la noche anterior, pero tenía tanto miedo a llegar al final
que no sabía cómo gestionarlo. Para ella, la intimidad que
compartieron significó mucho. Fue otorgarle un voto de
confianza y entregar una parte de sí misma que nadie había
explorado. Aunque él no lo valorase, confiar era algo que Tara
solo hacía con una persona, y esa era su hermana.
Sintió un escalofrío cuando se acercó a la jofaina que había
junto a la ventana y el viento azotó la lluvia contra ella. Aquel
día tampoco saldría del castillo, pensó con pesar. Se lavó y,
como cada mañana, eligió uno de los vestidos del arcón que
había traído consigo. Se vistió con dificultad. Sin la ayuda de
una doncella, tuvo que pelear con los cordones traseros del
corsé hasta que el vestido quedó lo más ajustado posible a su
figura. Se cepilló el cabello, trenzó dos mechones, uno a cada
lado de la sien, y se los recogió en la parte posterior de la
nuca. Le hubiese gustado retrasar más su presencia en el salón,
pero lo cierto es que las tripas le rugían de hambre. Cuando
bajó las escaleras, las mujeres habían empezado a retirar el
desayuno. ¿Tanto había dormido?
—La leche está fría, mi señora —dijo una de ellas. Sin
embargo, no se ofreció a calentarla de nuevo. Dejó la jarra
sobre la mesa junto con un vaso y se dispuso a marcharse.
—Desearía algo de pan y queso —pidió.
Con cara de disgusto, la mujer se retiró hacia las cocinas.
Cuando regresó, dejó el plato sobre la mesa y giró sobre sus
talones para seguir faenando, pero Tara la detuvo.
—¿El laird ha salido? —preguntó a la criada.
—Está en su dependencia privada despachando asuntos
importantes del clan.
Y ella no era uno de ellos. Era algo evidente para todos los
habitantes de las Lowlands.
—Entiendo.
Se acabó el desayuno sola en el gran salón y hubiese bajado
los utensilios sucios a la cocina, pero sabía que allí no era
bienvenida y aquella mañana no estaba de humor para soportar
miradas hirientes ni comentarios desafortunados. Sin tener
nada que hacer y con la lluvia arreciando fuera, decidió que tal
vez fuese buen momento para conocer mejor el castillo. En
lugar de subir hacia las habitaciones, enfiló las escaleras del
otro lado. Carlisle era una fortificación en toda regla. Sus
muros eran gruesos y la organización de las murallas lo hacía
casi inexpugnable. Todavía no sabía cómo ni quién había
podido atacar aquel castillo, pero sí creía que, para
conseguirlo, alguien de dentro tendría que haber colaborado.
¿Habría pensado Desmon en ello? Estaba segura de que sí. Era
un hombre astuto.
Debido a la tormenta, los pasadizos estaban oscuros, por lo
que prendió un candil con una de las antorchas de la escalera y
avanzó por el corredor. Intentó abrir varias puertas, pero todas
estaban cerradas. Tal vez solo se utilizaban cuando tenían
invitados. Volvió sobre sus pasos, cruzó el salón y se
encaminó hacia las habitaciones. Solo conocía la que había
ocupado a su llegada mientras se preparaba para su enlace y la
que ahora usaba con su marido. Aquella parte del castillo
parecía más nueva y comprendió que había sido la que peor
parada había salido del incendio. Allí fallecieron los
Campbell, a excepción de Eryn. Desmon la había reconstruido
y ahora, como laird, se ocupaba de su gente.
Abrió una de las habitaciones y descubrió un arcón de madera
exquisitamente tallada que llamó su atención. Se arrodilló
frente a él y repasó con los dedos los dibujos de
embarcaciones, olas embravecidas y extrañas criaturas
marinas. Levantó la tapa y en su interior acertó a ver lo que
parecían mapas, algunos objetos como copas, telas y en el
fondo…
—¡No lo toques! —rugió una voz a su espalda.
Tara dio un salto, la vela cayó al suelo y Desmon se apresuró a
aplastarla con su bota.
Ante la mirada feroz de su esposo, se encogió sobre sí misma.
El pulso rugía en sus oídos y el corazón golpeaba con fuerza
sus costillas.
—¡¿Qué haces aquí?! —Desmon avanzó hasta interponerse
entre ella y el mueble. Sacó una llave de su zurrón y lo cerró.
—Solo estaba familiarizándome con el castillo, con sus
estancias —explicó con un hilo de voz, cada vez más nerviosa,
a la vez que se levantaba.
—¿Quién te ha dado permiso para hurgar en los objetos
personales de los demás? ¿Quién te crees que eres para
registrar mis cosas? —voceó, enfadado.
—Yo… —titubeó—. No sabía que era vuestro. Yo solo… Lo
vi, llamó mi atención. Nada más. No pensaba apropiarme de
nada, os lo prometo.
Ella dio un paso atrás a la vez que él avanzaba a su encuentro.
La sujetó por el codo para evitar que siguiera retrocediendo y
levantó el otro brazo. Tara se cubrió la cabeza instintivamente
a la vez que se encogía sobre sí misma. Y Desmon, confuso, la
sintió temblar de pies a cabeza.
El silencio que se interpuso en aquella habitación pesó tanto
que pensó que llegaría a asfixiarlos. Él solo pensaba señalarle
la puerta para que saliese y advertirle que jamás se acercase a
aquel baúl, pero la reacción de Tara lo dejó lívido. La miró con
precaución y suavizó la presión de sus dedos sobre el brazo de
la joven hasta casi convertirse en un roce.
—Tara… —murmuró con tiento.
—Dejadme ir, por favor —susurró, atemorizada—. No lo
volveré a hacer más. Os lo prometo. Por favor, por favor… —
El tono de su voz fue desvaneciéndose hasta convertirse en un
sollozo ahogado en la garganta.
Desmon alejó las manos de su esposa de inmediato y ella huyó
mientras él asimilaba lo que acababa de suceder.
CAPÍTULO 5
—¿La has visto?
Brenn negó con la cabeza. Habían recorrido el castillo de
arriba abajo y no había señales de Tara. Después del incidente
en aquella alcoba, Desmon decidió darle espacio a su esposa
antes de hablar con ella. Deseaba aclarar que ella podía vagar
por las estancias del castillo a placer, pero sobre todo, tenía
que asegurarse de que ella comprendiera que jamás la
golpearía. Maldijo a Douglas Gordon porque era más que
evidente lo duras que habían sido las vidas de aquellas
muchachas bajo su yugo. Recordó la noche en la que engatusó
a Tara, a orillas del lago Duich, para que Duncan McKenzie
pudiese llevarse a su hermana Mairi. Tras descubrir que habían
rajado la tela de la tienda y secuestrado a su hermana, Tara
tuvo el instinto de salir corriendo en busca de su padre y sus
hermanos, sin embargo, se sentó en el suelo y les dio el tiempo
suficiente para que pudiesen huir. «Solo conozco a alguien
capaz de realizar una locura como esta. Rezo para que haya
sido él. Entonces sabré, en contra de todo sentido común, que
mi hermana estará a salvo y feliz», había dicho Tara.
—No puede haber desaparecido —meditó en voz alta.
Fuera, estalló un trueno y ambos, preocupados, miraron hacia
el portón con la esperanza de que no hubiese abandonado el
castillo. Pero, ante esa posibilidad, Desmon no lo dudó ni un
segundo: aceleró el paso y salió al patio. La lluvia y el viento
lo azotaron, pero no le importó, peores tormentas había
sorteado en altamar. Siguió andando hacia las caballerizas bajo
el aguacero, dispuesto a cabalgar hasta encontrarla. Los
caballos estaban nerviosos y se movían inquietos, se acercó
hasta su semental y lo acarició para calmarlo a la vez que le
susurraba palabras de aliento.
—Vamos —lo azuzó a la vez que le palmeaba el lomo. Lo
ensilló y tiró de él para sacarlo de la cuadra.
—¿A dónde vas? —Brenn se interpuso en su camino.
—Si no está en el castillo, debe haber ido al pueblo. Habrá
buscado refugio de la tormenta a saber dónde.
—Vamos, Campbell —intentó hacerlo entrar en razón—. ¿Por
qué iría a la aldea si no conoce a nadie que le pueda dar
cobijo?
—Tú no la has visto. Estaba aterrorizada.
—Es posible, pero piénsalo; si tanto temor tiene, no hará nada
que agrave la situación. No se arriesgará a un castigo mayor
del que imagina.
—Yo jamás le haría daño ni la golpearía —se defendió,
vehemente.
—Pero eso ella no lo sabe.
—Entonces, ¿qué diablos propones que haga? ¿Me quedo de
brazos cruzados mientras pasa el tiempo y no tengo noticias de
ella?
—Buscar en los sitos en los que no lo hemos hecho —expuso
Brenn con calma.
—Mi señor —lo llamó Broc desde cierta distancia y con
evidente temor.
Entonces Desmon no lo dudó: si había alguien en Carlisle que
estaba pendiente de su esposa, no era otro que aquel joven. Lo
había visto revoloteando a su alrededor desde su llegada y
mirarla con tanta devoción como un cachorro a su amo.
—¿Dónde está? —rugió, intimidante.
El muchacho señaló hacia el castillo de nuevo con evidente
temor.
—Te lo dije —apuntó Brenn con soberbia.
—Lo hemos registrado de arriba abajo y no hay ni rastro de
ella.
—No está exactamente dentro, mi señor.
—Llévame hasta ella —exigió.
Broc aceleró el paso, seguido de los dos hombres. En lugar de
dirigirse hacia la puerta principal, el joven bordeó la
edificación y mostró uno de los establos.
—La vi salir a toda prisa y esconderse ahí —explicó.
—Dejadnos solos —pidió Desmon.
Brenn abrazó por los hombros al muchacho y lo apretó contra
su cuerpo con camaradería al tiempo que lo instaba a caminar
hacia el castillo.
—Vamos, jovenzuelo. Vayamos a la cocina y que nos sirvan
algo caliente antes de que enfermemos.
—¿Mi señora estará bien? —dudó el joven.
Brenn sonrió. Era evidente que el zagal estaba fascinado con la
mujer de su amigo, como también era evidente que a Desmon
aquella mujer que lo sacaba de sus casillas no le era tan
indiferente como parecía.
—Seguro. Ya se encargará el laird de ello.
Desmon entró en el establo y anduvo con tiento para no
asustar a su esposa. Las vacas mugieron y las gallinas
cacarearon, inquietas ante su intrusión. Desde luego, era el
último lugar del castillo en el que hubiese imaginado a la
altiva, orgullosa y desesperante mujer con la que se había
casado. Sabía que lo volvería loco y él se había propuesto
conseguir lo mismo para ella. Sin embargo, no a ese precio.
No con el temor de vivir pensando que su vida corría peligro a
su lado. Miró a su alrededor y supo que, si estaba en aquel
establo, sería en la parte superior, el altillo donde almacenaban
las balas de heno. Subió por la escalera que había apoyada a
un lado y en cuanto asomó la cabeza la descubrió en un rincón,
acurrucada y profundamente dormida. Se acercó hasta ella,
pero no la tocó, se mantuvo a una distancia prudente. No
parecía estar mojada, tal vez se resguardó antes de que la
tormenta arreciase, y en silencio lo agradeció. Se quitó la piel
empapada que tenía sobre los hombros y la dejó a un lado. El
plaid que llevaba debajo, sujeto en el hombro, estaba seco y se
desprendió del broche que lo sujetaba. Despacio para no
perturbar su descanso, la cubrió con los colores de su clan.
Retrocedió hasta sentarse al otro lado, con la espalda apoyada
en la pared, y la observó en silencio durante no supo cuánto
tiempo.
El cielo se tornó cada vez más oscuro, y la humedad y el frío
por la lluvia hicieron que la temperatura descendiese hasta que
del aliento de Desmon brotasen pequeñas nubes de vaho. En el
momento en que ella se movió, todavía atontada por el sueño,
fue cuando reparó en la manta que la cubría. Se puso alerta de
inmediato y miró asustada hacia todos lados hasta que entre la
penumbra coincidió con la mirada de Desmon. Sus ojos,
incomprensiblemente, parecían todavía más verdes rodeados
de aquella oscuridad, y por primera vez en mucho tiempo,
Tara no supo qué hacer o qué decir para excusar su actitud.
Sentía vergüenza por haberse mostrado tan vulnerable, por
haber evidenciado el miedo que la tenía aterrada desde hacía
años, y al mismo tiempo, el orgullo le impedía agachar la
cabeza.
—Hemos estado horas buscándote.
La voz de Desmon sonó fuerte y grave, puede que incluso
ronca, después de tantas horas en silencio.
—Me quedé dormida —constató en apenas un susurro—. No
fue mi intención desaparecer tanto tiempo —afirmó con tiento.
Él la miró en silencio, la evaluó y, circunspecto, asintió.
—La tormenta ha comenzado a amainar. Deberíamos regresar
para que puedas cambiarte de ropa, calentarte junto al fuego y
tomar algo que temple tu cuerpo.
Ella asintió. Cualquier decisión le parecía acertada con tal de
evitar aquella calma tensa que crepitaba entre los dos. Se
rodeó con el plaid para protegerse de la mirada de su esposo,
como si aquella simple tela pudiese ocultar los temores que le
corroían el alma. Se dirigió a la escalera cuando él empezó a
descender. Cuando lo perdió de vista, se tomó unos segundos
para tranquilizarse. Se sentía incómoda e insegura en su
presencia; se había ocultado para no hacerle frente y ahora lo
tenía ahí, a escasos metros de ella. Cuanto antes regresase al
castillo y se rodease de gente, mejor.
Desmon la esperó junto a la escalera de madera, atento a
cualquier paso en falso que pudiese dar. Cuando ya casi estaba
a punto de tocar suelo, un pie se le resbaló y la sujetó por la
cintura para evitar que cayese. Tara se tensó, pero él no la
soltó: siguió con las manos en torno a su cuerpo y la giró hasta
que estuvieron frente a frente. Buceó en sus ojos azules, se
embebió del aliento acelerado, el cabello desordenado y la
palidez de su rostro.
—Tenemos una conversación pendiente.
Tara se tragó el gemido lastimero que estrangulaba su garganta
y se limitó a asentir.
—Más tarde hablaremos de lo sucedido —prometió Desmon
—. Ahora, salgamos de aquí.
Les cubrió la cabeza a ambos con la piel que utilizaba él como
abrigo y corrieron hacia el castillo.
Nada más cruzar el portón, Tara subió a su habitación y
Desmon ordenó a algunas de las criadas que ayudasen a su
esposa a cambiarse, llenasen la tina con agua caliente y le
preparasen una sopa reconfortante. Estaba seguro de que
tendría hambre, pero, más que alimento, necesitaba algo que le
templase el cuerpo y la hiciese entrar en calor.
—Traedme otro tazón a mí y decidle a la señora que, cuando
esté lista, la estaré esperando en mi estancia privada.
Se encerró en aquella habitación que utilizaba para tratar
temas del clan y que, desde que convivía con su esposa, se
había convertido en su refugio. Se sentó frente a la chimenea
para secarse y esperó a que Tara estuviese preparada para
hablar con ella.
Abadía de Scone. Escocia

El obispo John Halton rezaba arrodillado frente al altar en la


pequeña capilla que utilizaba para uso privado cuando uno de
sus sacerdotes de confianza lo interrumpió para anunciarle que
el enviado para hablar con Eduardo I acababa de regresar.
Terminó su plegaria, se santiguó y ordenó que lo hiciesen
pasar.
—Monseñor —lo saludó cansado el clérigo.
—Tomad asiento, debéis estar agotado.
El cura lo agradeció con una profunda inclinación.
—Han sido dos días de viaje casi sin descanso —confirmó.
—Espero que traigáis buenas nuevas desde Inglaterra.
—Eduardo I quiere que se prepare todo para que, dentro de
dos semanas, el 17 de noviembre, en Berwick, se dé a conocer
quién ha elegido como rey de Escocia. Hay que enviar una
misiva a todos los señores y clanes influyentes para que estén
presentes en el anuncio.
—Me encargaré de que salgan hoy mismo emisarios para tal
menester. Entiendo que Eduardo teme que los ánimos se
alteren y se vea comprometida su decisión.
—Así es, mi señor. Sabe que los Comyn y los Balliol no tienen
de su lado a la mayoría de los clanes, pero que transigen por
evitar una guerra.
—Balliol es consciente de que tiene el trono ganado y con
respecto a Comyn… —meditó el obispo—. Siempre que crea
que mantendrá su cuota de poder y no se vea relegado a un
segundo plano, no causará más problemas.
—Los Comyn son el mayor apoyo para Balliol —certificó el
clérigo.
—Pero los Campbell son la clave —le hizo ver—. Carlisle está
en un punto estratégico, el rey de Inglaterra lo necesita y
Balliol lo sabe. Si el nuevo rey tiene que elegir entre Comyn y
Campbell, tal vez salga perdiendo. —El obispo tenía la mirada
perdida mientras tamborileaba con los dedos de sus manos. De
pronto, parpadeó y pareció salir del trance en el que se
encontraba—. ¿Qué ha dispuesto con respecto a las nuevas
cruzadas?
El cura negó con la cabeza con pesar.
—Se niega a participar hasta que el cónclave no decida quién
será el nuevo Papa.
—Me lo temía —admitió el obispo con disgusto.
—No obstante, asegura que, cuando se le solicite ayuda,
aportará más hombres —se apresuró a aclarar.
—Esperemos que su estrategia al elegir a John Balliol como
rey de Escocia así lo permita. Por lo pronto, enviemos a los
emisarios y preparémonos para ser testigos de la coronación de
un nuevo rey en Escocia. Dios proveerá si para bien o para
mal.
Castillo de Carlisle. Cumbria. Lowlands

Tara se irguió frente a la puerta tras la que Desmon la


esperaba. Había retrasado el momento todo lo que había
podido, pero ya no podía demorarlo más. Se secó las palmas
de las manos sobre la falda y llamó con los nudillos. Del otro
lado llegó la voz autoritaria de Desmon ordenándole que
pasara. En cuanto accedió a la estancia lo distinguió sentado
frente al fuego. Tenía los antebrazos apoyados en las rodillas y,
pese a estar encorvado sobre sí mismo, la pose le resultó
sumamente intimidante.
—Siéntate junto al fuego.
Desmon intentó modular el tono de su voz, pero fue inevitable
que en mitad de aquel silencio sonara como un latigazo.
—No os preocupéis. Estoy bien.
—Permíteme que lo dude —afirmó con voz cansada—. De
todos modos, toma asiento —insistió, a la vez que señalaba el
sillón que había al otro lado de la chimenea, frente a él.
Tara no tuvo más remedio que acceder. Se sentó con la espalda
erguida y entrelazó las manos sobre su falda para evitar que él
fuera consciente de cuánto le temblaban, y esperó lo que su
marido tuviese que decir.
—Creo que necesitas una doncella.
Tara parpadeó, confusa. De todos los temas de conversación
que creía que podrían acontecer entre aquellas cuatro paredes,
aquel no pasó por su mente ni una sola vez. Había esperado
una alusión directa a lo sucedido, un reproche por su
indiscreción y un castigo por su desaparición, pero no aquello.
—Alguien que pueda atenderte y ayudarte a gestionar las
tareas del castillo —explicó Desmon—. Cadha se ocupa del
acondicionamiento de las estancias y se asegura de que la
cocina funcione como es debido. Está a tus órdenes, pero no
puede hacerse cargo de tus necesidades.
—Si vos lo consideráis oportuno, no pondré objeciones al
respecto —aceptó, desconcertada.
—¿Tenías alguna en tu hogar?
Ella negó con la cabeza.
—Mairi y yo cuidábamos la una de la otra. Padre jamás
consintió que nos relacionásemos con nadie de fuera del
castillo.
—¿Y qué hay de las cocineras, criadas y demás mujeres que
faenaban en Corran?
—Teníamos prohibido mantener cualquier tipo de
conversación con ellas. Y ellas con nosotras…
—Supongo que incumplir esa extraña norma comportaba
algún tipo de consecuencia.
Tara se envaró todavía más. Era evidente que Desmon había
dado un rodeo para llegar al punto clave de la conversación y,
aunque lo esperaba, no estaba preparada para hablar sobre ello.
—¿Quién se ocupó de vosotras tras la muerte de vuestra
madre? —preguntó su esposo con mesura.
Tara desvió la mirada al fuego y Desmon comprendió que
nadie ajeno a Douglas Gordon y sus hijos varones fue
contratado para tal menester. Suspiró y se acercó hasta su
mujer. Fingió no darse cuenta de cómo ella retrocedió en su
asiento y retorció la tela de su falda, no obstante, él se
acuclilló a sus pies.
—Me temes —afirmó—. Y yo he alimentado ese temor.
El hecho de que lo reconociese hizo que los ojos de Tara se
abriesen con sorpresa, pero también con expectación.
—Siempre he querido que me respetases, y puede que te
intimidase para conseguir que desapareciese parte de la
frialdad que siempre te acompaña, pero jamás deseé que
sintieses que, a mi lado, tu vida podía correr peligro alguno —
aseguró.
Tara meditó durante unos segundos las palabras de Desmon.
Desde que lo conocía la había provocado y era cierto que
intimidado con aquella absurda orden de esperarlo desnuda en
la alcoba, pero, hasta ese día, no fue una amenaza real para
ella. No hasta que se enfureció por su intromisión y le levantó
la mano.
—Desde que nos conocimos —habló por primera vez con su
entereza habitual—, me habéis atemorizado, avergonzado y
despreciado. Comprenderéis que me cueste confiar en que no
seríais capaz de hacer cosas peores —mostró con tiento su
recelo hacia él.
—Jamás he golpeado a una mujer —afirmó con seriedad, y
Tara vio en sus ojos que no mentía, o al menos deseaba creerlo
con todas sus fuerzas—. Te prometo que no te haré daño ni
dejaré que nadie te lo haga. Eres mi esposa, la señora de este
castillo, y yo daría mi vida por mantener la tuya a salvo. Es
algo que, al margen del maldito juego de voluntades que
mantenemos tú y yo, jamás debí permitir que dudaras.
Los ojos de Tara se llenaron de lágrimas y un nudo se instaló
en su garganta. Mairi y ella habían aprendido a protegerse
solas, ambas a su manera. Su hermana, soportando el trato
inhumano de su familia y ella, intentando ser invisible o,
cuando toda la atención estaba fija en ella, siendo un ejemplo
de perfección. Jamás había podido salir a correr por el bosque,
recolectar flores, entablar amistad con otras mujeres ni mucho
menos, experimentar lo que era ser amada o amar a alguien. Al
menos, Mairi había conseguido ser libre y esperaba que feliz.
Había pagado un alto precio por ello, sí. Pero confiaba en que
había valido la pena.
—Mi responsabilidad como marido y señor de estas tierras es
protegerte. Nadie, ni siquiera tu padre y tus hermanos podrán
volver a ponerte una mano encima. —Sus ojos coincidieron y
Desmon quiso asegurarse de que lo creía—. Promesa de
Campbell.
No había hecho falta que ella hablase de las palizas, los lloros
y los gritos por los castigos que su padre profería a todo aquel
que osaba desafiarlo. Desmon lo había entendido a la
perfección.
—¿Significa eso que no me obligaréis a realizar nada que no
esté dispuesta a consentir?
No tuvo oportunidad de crearse esperanzas. Desmon supo muy
bien qué le iba a pedir y también que no se lo podría ofrecer.
Tal vez no la tomara de inmediato, pero no podían demorar el
asunto más en el tiempo o corrían el peligro de que alguien
descubriese que todavía no habían consumado. Amén de que,
si dilataba mucho más la cuestión en el tiempo, se volvería
loco. Porque, contra todo sentido común, y él se consideraba
un hombre sensato, la deseaba. Era su mujer y se había casado
para tener hijos.
—Dormiremos juntos. Compartiremos alcoba y muchas cosas
más. Pero te he dado mi palabra de que no te haré daño y la
cumpliré. No te tocaré hasta que estés preparada para mí, no
tienes que temer por ello.
Ella suspiró y asintió. Era su marido, no podía negarse a
compartir intimidad con él, así que no podía hacer otra cosa
que confiar en que sus palabras fueran ciertas y a su lado
alcanzase cierta tranquilidad.
—Esta tarde haré llamar a la mujer que se encargará de
ayudarte.
Tara dudó, no obstante, decidió arriesgarse y ser sincera con
él.
—No creo que ninguna mujer de este castillo quiera pasar más
tiempo conmigo del estrictamente necesario. No gozo del
agrado de la mayoría de ellas.
«Por no decir de todas», pensó Tara.
Desmon se incorporó y apoyó un brazo sobre la repisa de
piedra de la chimenea. No le sorprendía; él mismo había
demostrado a su clan la antipatía que sentía hacia su esposa y,
como su buen amigo Brenn le había hecho saber, debía
otorgarle el lugar que le correspondía para que los demás
tomaran ejemplo y no se permitiesen licencias impropias con
la señora de Carlisle.
—No volverán a incordiarte —aseguró—. Me encargaré de
ello.
Tara se tensó.
—No me gustaría que se amonestase a nadie por el trato que
he recibido.
Él la miró sorprendido y ella tuvo que alzar la cabeza para
encontrarse con los ojos de Desmon, que reflejaban las llamas
del fuego como si ardieran en sus pupilas.
—¿Por qué?
—Tampoco he sido un dechado de virtudes y simpatía con la
gente de vuestro clan —admitió, algo avergonzada.
—Es nuestro clan —le recordó.
—Una vez, alguien me dijo que el respeto de su pueblo había
que ganárselo. Dejadme que luche yo esta batalla. No
intercedáis por mí.
Y allí, en aquella habitación, apenas unas semanas después de
su boda, Tara se ganó la admiración de su marido sin ser ella
consciente de ello.
CAPÍTULO 6
Ya se habían acostado todos en el castillo cuando llegó Brenn
acompañado de una joven cubierta con una capa. La condujo
con presteza hasta la estancia privada de Desmon y, una vez
allí, cerró con llave para no ser interrumpidos. Al otro lado de
la habitación, sentado frente a su mesa, Desmon los esperaba.
Tara hacía rato que se había retirado a la alcoba. Esta vez, con
la única orden de que durmiese tranquila en la cama porque él
no interrumpiría su sueño. Vio bailando en sus ojos la pregunta
sobre si saldría aquella noche, pero no la formuló y él se limitó
a decirle que tenía asuntos del clan que atender. De eso hacía
ya horas y el laird comenzaba a impacientarse.
—Has tardado más de lo previsto —masculló.
—No ha sido fácil sacarla del burdel sin que nadie lo
advirtiese. Desde que acordamos traerla a trabajar al castillo,
no ha estado con ningún cliente ni se ha dejado ver. La dueña
no estaba demasiado contenta con ello —explicó Brenn.
—Gunna no puede tener queja. Ha recibido suficientes
monedas para compensar las pérdidas por los servicios no
prestados de la muchacha y también para que mantenga la
boca cerrada.
—Sabes que nadie osará contradecirte.
Desmon asintió, consciente del respeto que gozaba en su clan.
—Entonces, ha llegado el momento de hacer las
presentaciones. Habla, mujer.
La joven se quitó la capucha y Desmon descubrió a una
muchacha preciosa de cabellos claros y ojos grises. Su mirada
era despierta y a la vez descarada; tendría la misma edad que
Tara y que su sobrina Eryn, y no por primera vez, dudó de la
conveniencia de tenerla como doncella de su esposa.
—Mi señor. —Hizo una reverencia.
—¿Cómo te llamas?
—Muriel, laird.
—¿Sabes por qué estás aquí, Muriel?
—Vuestro amigo no ha querido hablar demasiado, pero he
llegado a mis propias conclusiones.
Desmon levantó las cejas por su osadía y desparpajo.
—Sorpréndenos.
—En realidad, tengo varias.
Brenn sonrió y Desmon resopló. Hizo un gesto con la mano
para que continuase y la joven se sintió libre de expresar sus
teorías.
—O bien me queréis solo para vos…
—La primera suposición es un error —atajó Desmon.
—Entonces, tal vez acierte con mi segunda opción —meditó la
joven.
—¿Y es? —quiso saber Brenn.
—Gozar los tres juntos —respondió con descaro.
Desmon negó con la cabeza y suspiró frustrado.
—Esto es una equivocación —masculló. Tara tenía miedo de
consumar y él le traía a aquella muchacha que hablaba de
yacer con dos hombres a la vez.
—Si mi segunda teoría también es errónea, me temo que se
trata de un tema privado que nada tiene que ver con el sexo.
—¡Oh! Sí tiene que ver. Pero no con el laird, sino con su mujer
—explicó divertido Brenn.
La joven abrió los ojos y boqueó como un pez.
—¿Deseáis que yazca con vuestra esposa?
—¡Maldita sea! —exclamó Desmon, desesperado. Señaló a
Brenn y, con un gesto tosco de su mano, lo mandó callar para
acto seguido encararse con la joven—. Mi esposa necesita una
doncella que la ayude y la asesore en ciertos quehaceres. Ese
será tu propósito.
—¿Qué queréis decir en concreto con doncella?
—Que la ayudéis con las tareas del castillo y con las cosas de
mujeres. —Gesticuló con la mano—. Pero también… —
Resopló—. Quiero que la convenzáis con sutileza sobre los
placeres de los que gozan en la intimidad un hombre y una
mujer.
—¿Vuestra esposa no conoce las artes amatorias? —se
sorprendió.
—No con detalle —rugió Desmon, frustrado.
—¿No se ha entregado aún a vos?
—Es evidente que no —masculló.
—Os teme —aventuró Muriel con el ceño fruncido.
Tenía que reconocer que la muchacha era intuitiva y sí,
también demasiado descarada a la vez que imprudente.
—¿Tiene motivos para temeros, mi señor? —insistió la joven
con mucha más seriedad.
—No. Pero ella parece creer que sí. Te pagaré bien siempre y
cuando mantengas la boca cerrada. Si no, me aseguraré de que
no encuentres trabajo en toda Escocia.
Muriel los miró de hito en hito para asegurarse de que aquella
proposición era cierta.
—¿Qué decides? —la presionó Brenn.
—Mi señor, me estáis ofreciendo un empleo digno a cambio
de asistir a vuestra esposa; estaría demente si no aceptase dejar
el burdel.
—También quiero que me informes de cualquier asunto
relevante que la perturbe o acontecimiento que le suceda que
creas que yo deba saber.
—¿Vuestra esposa es muda? —cuestionó la joven.
Brenn soltó una carcajada y Desmon supo que aquello podía
convertirse en un infierno, pero también fue consciente de que
Tara, tal vez, necesitase a una mujer como aquella,
desvergonzada, atrevida, sincera y dicharachera para perder el
miedo a vivir.
—La comunicación en su matrimonio no es demasiado fluida
—explicó el irlandés.
—Entonces, soy la mujer que necesitáis, laird. Me ganaré su
confianza y podéis estar seguro de que seré su confidente.
Desmon cabeceó.
—Tara no es de trato fácil —le advirtió—. Ten paciencia con
ella y consulta conmigo cualquier duda que tengas. Por lo
pronto, te instalarás en una de las habitaciones del servicio y
mañana conocerás a mi esposa. Brenn te acompañará a tus
aposentos.
Tras una reverencia, la joven abandonó la estancia, seguida del
irlandés, y Desmon subió a su habitación. Tara dormía
acurrucada en una esquina de la cama, tan cerca del borde que
temió que cualquier movimiento la precipitase hasta el suelo.
Sin embargo, no la tocó. Se despojó de la ropa y ocupó su
lado.
En la estancia solo se escuchaba el crujir de la leña y se veían
las llamas hacer bailar sombras sobre las paredes de piedra. No
obstante, Tara sentía a Desmon a su espalda. Percibía su calor
y aquel particular olor que siempre lo acompañaba. Tras su
fatídica idea de escudriñar en el arcón, había llegado a la
conclusión, tras abrir los mapas y observar algunos objetos, de
que Desmon había pasado mucho tiempo en el mar. Tal vez
fuese ese el aroma que tenía impregnado en su piel y que lo
hacía tan reconocible. Poco sabía de la vida de su esposo antes
de regresar a Escocia, pero lo cierto es que sentía curiosidad
por conocer qué lo impulsó a marcharse, a qué había dedicado
su vida y dónde. Miró sobre su hombro y vio el perfil de su
rostro. Tenía los ojos cerrados y la respiración acompasada,
por lo que se permitió girarse despacio para observarlo con
más atención. Era mayor que ella, pero mucho más joven que
el antiguo laird Campbell, su fallecido hermano Braden. Tenía
un perfil regio. Las facciones marcadas, la nariz recta y
orgullosa y unos labios carnosos cuyo sabor ya había probado
y se avergonzaba de haberlos disfrutado.
—Si me sigues mirando con tanta atención, voy a tener que
dejar de fingir que duermo y arrastrarte hasta mis brazos.
Tara soltó un gritito que lo hizo sonreír y, al momento, le dio
la espalda de nuevo y se cubrió hasta la cabeza.
Cuando Tara volvió a abrir los ojos, Desmon ya no estaba en
la cama. Estiró la mano hacia su lado y comprobó que el lecho
ya estaba frío, lo que significaba que hacía tiempo que había
abandonado la alcoba. Se incorporó y, como cada mañana,
procedió a asearse. Apenas había alcanzado la jofaina cuando
llamaron a la puerta y una joven a la que no había visto nunca
irrumpió en su habitación. Ambas se miraron con interés hasta
que la joven sonrió y cerró la puerta tras de sí.
—Mi nombre es Muriel, mi señora. Y seré vuestra doncella.
Tara asintió, sorprendida de que Desmon hubiese encontrado
una sirvienta tan pronto.
—No te he visto por el castillo —dudó Tara sin saber qué más
decir.
—Eso es porque llegué a Carlisle hace poco y me instalé en el
pueblo, en una posada —explicó con brevedad. Se acercó a
uno de los armarios y lo abrió—. ¿Qué vestido deseáis para
hoy? Son todos preciosos —apreció mientras acariciaba la tela
entre sus dedos. Muriel miró hacia la ventana y luego giró la
cabeza de nuevo hacia las prendas—. Creo que hoy es un buen
día para lucir el de color azul, o tal vez el violeta. ¿Cuál
preferís? —insistió sin dejarla hablar.
Tara parpadeó por el ímpetu de aquella mujer, no obstante, se
acercó al armario y valoró las opciones que su nueva doncella
le había sugerido. No tenía un vestidor demasiado grande,
apenas dos vestidos para celebraciones importantes y otros
seis que usaba para diario.
—El violeta —dijo al fin.
—Sabia elección —sonrió Muriel.
Ayudó a Tara a vestirse y ajustó las cintas del corsé a su
espalda más de lo que las había llevado hasta el momento por
la imposibilidad de poder tensarlas ella sola. De inmediato, su
busto resaltó sobre el escote del vestido y el cuerpo se ciñó a
su cintura.
—Sois preciosa —la alabó la muchacha mientras la miraba en
el espejo—. Y muy afortunada. El laird es uno de los hombres
más deseados por las mujeres de estas tierras. Me consta que,
tras vuestro enlace, muchas lloraron desconsoladas —exageró.
Tara se envaró y la miró con recelo.
—¿Y cómo lo sabéis?
—Bueno, su fama lo precede. Pero no me miréis así, mi señora
—sonrió Muriel—. De todos es sabido que desde que se
desposó solo tiene ojos para vos. Y eso tal vez sea lo que lo
hace todavía más atractivo.
Una especie de regocijo le recorrió el cuerpo; aunque no la
soportara, aunque odiara aquella situación, Desmon mantenía
las apariencias. Tomó asiento frente al tocador y dejó que
Muriel le cepillara el cabello.
—¿Qué más se dice por el pueblo? —quiso saber.
—Todo el mundo coincide en que el laird tiene una gran
responsabilidad y que siente mucha presión porque desea estar
a la altura de su difunto hermano. También en que es un
hombre justo y honrado.
Muriel empezó a trenzar el cabello de Tara y ella se relajó por
el movimiento de sus dedos acariciando las hebras de su pelo.
—Desmon se preocupa por su clan y por su familia —afirmó
Tara. Buena muestra de ello era haberse casado con ella.
La joven asintió.
—Además de apuesto, es un hombre de honor. Después del
incendio, ayudó a muchas familias que se habían quedado sin
nada.
—¿La tuya fue una de ellas? ¿Por eso has venido a Carlisle?
—¡Oh, no! No tengo familia por estas tierras, llegué hace poco
buscando empleo. Sin embargo, la gente no deja de comentar
cuán duro fue el asalto, las pérdidas que sufrieron y cuánto fue
de ayuda vuestro esposo, mi señora. No dudan en exaltar sus
virtudes —explicó Muriel. Sobre todo, en el burdel. Los
hombres recordaban el terror sufrido y las mujeres babeaban
por el señor, en especial Iona, que se jactaba de ser la preferida
de Desmon Campbell.
—¿De dónde vienes? —quiso saber Tara.
—Lo cierto, mi señora, es que he recorrido gran parte de
Escocia. Me quedé sin madre muy temprano y hui del maltrato
de mi padre en cuanto tuve ocasión —explicó con inusitada
naturalidad.
El corazón de Tara se encogió y de inmediato sintió empatía
por aquella joven.
—¿Cómo lograste salir adelante sola?
En el rostro de Muriel apareció una sonrisa triste.
—Hice cosas para poder sobrevivir de las que no me siento
orgullosa, mi señora. Tomé decisiones que jamás me hubiese
gustado tomar y sobreviví como pude. Pero, al final, aprendí a
ganarme la vida y encajar en casi cualquier lugar. Algún día os
contaré toda mi historia. Por lo pronto, ¿qué planes tenéis para
hoy? —Cambió el tono de su voz, que había mantenido triste y
sombrío mientras rememoraba las vicisitudes por las que había
tenido que pasar, a otro mucho más alegre y dicharachero.
Tara no supo qué contestar porque su vida se limitaba a vagar
por el castillo como alma en pena o sentarse a bordar frente a
la chimenea. No solía ver a Desmon hasta la hora de la comida
y volvía a perderlo de vista hasta la hora de la cena.
Ante la falta de respuesta de su señora, Muriel apretó su
hombro para reconfortarla y le ofreció una sonrisa
deslumbrante.
—Algo se nos ocurrirá —la animó Muriel al ver la duda en el
rostro de Tara.
Cuando bajaron a desayunar, las criadas estaban recogiendo la
mesa y solo quedaban algunas jarras de leche y pequeños
chuscos de pan. Muriel arrugó la nariz con desagrado y esperó
a que su señora ordenase calentar el desayuno de nuevo, sin
embargo, Tara se sentó a la mesa, se sirvió un vaso de leche y
empezó a beber con repulsión. Las mujeres sonrieron con
maldad y se retiraron bajo la mirada de recelo de la joven
doncella.
—Mi señora, ¿por qué no pedís que os calienten la comida? —
sugirió.
—No tiene sentido. Nunca lo hacen.
Muriel resopló y Tara se volvió a mirarla, fascinada por la
libertad con la que expresaba todas sus emociones aquella
joven.
—Permitidme que os recuerde quién es la señora de este
castillo. —Puso los brazos en jarras y la miró con reproche—.
Vos. Si decidís que cualquiera de ellas deje de trabajar aquí, lo
harán. Y más por el trato que os están dispensando.
—No estoy segura de que mi esposo esté de acuerdo con esa
afirmación.
—Ponedlo a prueba. Estoy segura de que os llevaréis una grata
sorpresa.
Si el laird la había contratado para ocuparse de su esposa y le
había pedido algo tan inusual como que exaltara las
excelencias de consumar, era porque se preocupaba por ella,
por lo tanto, estaba convencida de que no toleraría un trato tan
ultrajante por parte de sus sirvientes.
Tara la miró con espanto. Por nada del mundo quería revivir el
miedo que tuvo cuando Desmon la descubrió hurgando entre
sus cosas. Así que no quería ni pensar en desafiarlo.
—No es necesario —afirmó de forma tajante.
Dejó el desayuno a medias y miró hacia la puerta que daba al
patio. Tal vez pudiese salir a dar una vuelta, aunque fuese
dentro de los muros del castillo, y subir a las almenas para ver
el horizonte; lucía el sol y, pese a que la brisa fría aventuraba
un invierno crudo, todavía podía gozar de los días en los que la
tímida calidez coloreaba sus mejillas.
—Quizás podamos ir al pueblo —sugirió Muriel al advertir el
anhelo con el que su señora miraba hacia el exterior.
—Sería maravilloso —suspiró.
—Esperadme aquí, mi señora. Iré a por vuestra capa —
exclamó la joven, entusiasmada, y corrió hacia las escaleras.
Tara no tuvo tiempo de detenerla, así que se levantó y paseó de
un lado a otro del salón, indecisa. Tendría que poner al
corriente a Desmon sobre su salida, pero no sabía dónde
encontrarlo. Como tampoco estaba segura de que accediese a
dejarla salir.
—¿Ocurre algo? —Escuchó la voz grave de su marido a su
espalda y se sobresaltó tanto como si la hubiese pillado en
alguna falta. Cuando se giró, lo vio, imponente, como siempre,
acercarse hacia ella. Al llegar a su altura, la miró con intriga
—. ¿Qué te inquieta?
—Ya he conocido a Muriel —anunció, por comenzar la
conversación.
—¿Y? ¿No es de tu agrado? —la tanteó.
—Me gusta —afirmó.
Desmon sonrió, complacido, y aquel gesto espontáneo y sin
rastro de ironía la dejó casi sin respiración. Por primera vez,
apreció lo realmente apuesto que era. Tragó el nudo que se
había instalado en su garganta y pestañeó, confusa por sus
propios pensamientos.
—¿Qué te perturba, entonces? —insistió Desmon al percibir el
desasosiego de su esposa.
En ese momento, Muriel apareció en el salón con la capa de
Tara en una mano y un manto de lana para cubrirse ella.
—Mi señor —lo saludó, risueña—. Pensábamos salir a pasear
por la aldea.
Desmon entrecerró los ojos y los desvió hacia su mujer.
—Muriel, déjame a solas con mi esposa.
La joven guiñó un ojo a Tara con complicidad y, tras una
pequeña y torpe reverencia, salió hacia el patio.
—¿Era por eso tu desasosiego? —Avanzó un paso hacia ella y
dobló las rodillas para hacer coincidir la altura de sus ojos.
—No sabía si os parecería bien.
—No eres una prisionera, Tara. Este es tu hogar. Puedes
disponer de él como gustes y salir cuando lo desees. Solo te
pido que me avises y nunca lo hagas sola. Si deseas ir a la
aldea, acercarte al río o pasear por el bosque, dos de mis
hombres os acompañarán a Muriel y a ti.
—¿Puedo salir? —inquirió, esperanzada—. ¿Cuando lo desee?
Desmon volvió a sentir aquella extraña opresión en el pecho al
comprender lo dura que había sido la vida de Tara. Esbozó una
sonrisa indulgente y a ella se le aceleró el corazón varios
latidos por diferentes motivos: por la emoción del atisbo de
libertad que él le proporcionaba y porque tuvo ganas de
lanzarse a sus brazos y cobijarse entre ellos como
agradecimiento. Y aquello resultaba todavía más sorprendente
y perturbador, porque jamás había tenido aquella necesidad de
contacto con un hombre. Ni siquiera de su familia. «Sobre
todo, de mi familia», pensó con pesar.
—Eso he dicho. —Desmon avanzó un paso más y ella se
quedó hipnotizada por el brillo de sus ojos y el gesto
encantador de sus labios. Él levantó una mano, acarició con
dos dedos la punta de la trenza que reposaba sobre su pecho
derecho y observó la reacción de su esposa. Tenía las pupilas
dilatadas y el movimiento de su busto evidenciaba la
respiración alterada, pero no había rechazo alguno por su
cercanía y su contacto, y eso lo animó a seguir con sus
atenciones—. Estás preciosa esta mañana.
Ella parpadeó por el halago, pero no fue capaz de pronunciar
sonido alguno. Estaba demasiado ocupada al advertir como
uno de los dedos de Desmon rozaba el borde de su escote y la
piel ardía ante su contacto.
—De hecho, estás irresistible —aseguró con voz ronca. Apoyó
una de sus grandes manos sobre la cadera de Tara y la acercó a
su cuerpo con un movimiento firme pero a la vez delicado—.
Podría navegar por tus ojos sin cansarme y beber de tu boca
hasta que esta sed que tengo por ti desaparezca.
Tara sintió cómo las piernas le flaqueaban y se agarró a los
musculosos bíceps de su marido. Desmon inclinó la cabeza un
poco más y le besó el labio inferior, después el superior y
cuando ella jadeó, rendida, conquistó su boca. Entrelazó su
lengua con la suya y dominó aquel beso como lo hacía con su
barco al surcar las olas en una tormenta. Disfrutó de cada
movimiento que ella le devolvía y de cada jadeo que él podía
inhalar. La rodeó por la cintura y la apretó con más fuerza
porque no había otra cosa que deseara más que fundirse con
ella y tomar su cuerpo. Aquella espera lo estaba volviendo
loco y empezaba a pasarle factura, porque amenazaba con
convertirse en una obsesión. Y él sabía bien que las obsesiones
solo llevaban desdichas.
La levantó con un solo brazo, sin dejar de besarla, y la dejó
sentada sobre la mesa que presidía el salón. Se coló entre sus
piernas y la acercó más a él al empujarla por el trasero contra
la erección que se marcaba en sus pantalones.
Tara volvió a sentir la misma emoción de noches atrás cuando
él la acarició hasta que algo explotó dentro de ella y la dejó tan
extasiada como confusa. Se mentiría a sí misma si no aceptase
que quería volver a experimentar aquella embriagadora
sensación, que aquel primer contacto íntimo entre ellos había
rondado por su cabeza más veces de las que le hubiese
gustado, pero también temía el momento en que se repitiese y
tuviera que entregarse a él sin reservas. No quería volver a
equivocarse, confiar demasiado y terminar lastimada. Se había
pasado la vida perfeccionándose a sí misma para no defraudar
a su familia y ahora no iba a permitirse fallar en su
matrimonio. Así que, en aquella ocasión, se dejó hacer, le
permitió que internase una mano bajo su falda y se acercase
peligrosamente al mismo punto que palpitaba por su contacto.
Se olvidó de todo, de que era la señora de aquel castillo y de
que estaban en el salón principal, de que cualquiera podría
verlos y de que, aunque ella creyera que no, tenía el control de
la situación porque Desmon estaba fuera de sí. Se olvidó de
todo hasta que escuchó una tos exagerada al otro lado de la
estancia que la devolvió a la realidad. Sujetó a Desmon por los
hombros y lo empujó para que se alejase de ella. En un
principio se resistió a soltarla, pero, tras el gesto de Tara y
escuchar el carraspeo de nuevo, Desmon no tuvo más remedio
que parar. Apoyó la frente sobre la de ella y cerró los ojos.
—¡Largo! —ladró, frustrado.
Tara boqueó como un pez. Fue como si un jarro de agua fría se
derramase por su cabeza.
—Disculpad —musitó. Hizo amago de alejarse y él la sujetó
con firmeza para que no se moviese del sito.
—Tú no. Quienquiera que sea el que ha osado molestarnos.
—Mi señor —dijo una voz cohibida desde la puerta—. Este
clérigo trae una misiva del obispo.
Desmon dejó escapar un juramento en voz baja y, despacio,
alejó su rostro de ella. Coincidió con la mirada de Tara, llena
de deseo, aunque ella no supiese que era esa la emoción que la
embargaba, y sintió ganas de echar a todo el mundo del
castillo, cerrar con llave y yacer con ella en todas y cada una
de las estancias.
—Monseñor insiste en que os dé la misiva en persona, laird
Campbell —habló con soberbia el clérigo.
Con un gruñido mezcla de fastidio y frustración se apartó de
Tara, la ayudó a bajar de la mesa y, con delicadeza, le colocó
una de las guedejas que habían escapado de su trenza detrás de
la oreja. La tomó de la mano y anduvo con ella hacia la puerta,
donde se encontraban los recién llegados.
—En un instante estaré con vos —informó al cura de forma
tajante.
—No deberíais hacer esperar a un enviado de Dios —protestó,
disgustado.
Desmon se detuvo de espaldas al sacerdote. Tara no perdió
detalle de todos y cada uno de los gestos de su esposo. De
cómo entrecerró los ojos y apretó la mandíbula, pero luego
esbozó una sonrisa taimada que no le llegó a los ojos.
Entonces supo que la réplica de Desmon sería mordaz.
—Si os hubiese enviado Dios, como aseguráis, no lo habría
hecho en un momento tan inoportuno.
Tras una exclamación de ofensa por parte del cura, Desmon
salió del salón con expresión satisfecha. La brisa fría de la
mañana los azotó, pero ambos estaban tan acalorados que lo
agradecieron. Muriel sonrió al ver el sonrojo en las mejillas de
su señora y se acercó con presteza. Desmon le quitó la capa a
la doncella y cubrió los hombros de su esposa con ella.
—Brenn y Doire os acompañarán para que estéis a salvo.
Esperad aquí.
Tara no pudo más que asentir y Desmon, tras una última
mirada a su mujer, entró a grandes zancadas en el castillo de
nuevo. Brenn ya lo esperaba junto al sacerdote y dos hombres
más de su confianza cuando él le ordenó que escoltase a su
esposa a la aldea y estuviese atento a sus necesidades. Acto
seguido, hizo un gesto de grandilocuencia al clérigo para que
lo acompañase hasta su salón privado.
—¿Qué desea el obispo de mí? —preguntó sin ambages, una
vez cerró la puerta a su espalda.
—El 17 de noviembre se os espera en Berwick junto al resto
de clanes y señores de Escocia para el anuncio oficial del
nuevo rey de nuestras tierras.
—¿Tan pronto? —se sorprendió Desmon. Faltaba poco más de
una semana. Sabía que Eduardo no demoraría demasiado el
nombramiento, pero aquella urgencia le hizo sospechar que
temía algún levantamiento o que los frecuentes altercados
entre clanes enardecieran más los ánimos y truncaran su plan
de coronar a Balliol.
—No tiene sentido retrasarlo por más tiempo.
Desmon no dijo nada ni hizo el más mínimo gesto. Tras unos
instantes de silencio, el laird Campbell supo lo que tenía que
hacer, reaccionó e invitó al clérigo a salir de su estancia
privada.
—Ordenaré que se os alimente y, si así lo deseáis, podéis pasar
la noche en mi castillo antes de partir hacia la abadía de nuevo.
—Os lo agradezco, pero pernoctaré en la posada, donde me
esperan más hermanos. Saldremos al alba.
—Como gustéis.
Una vez a solas, aquella sensación de desasosiego que lo había
perseguido desde que supo que el trono sería para Balliol se
intensificó. En cuanto Brenn regresase, hablaría con él sobre
reforzar las defensas del castillo y se prepararía para lo que
pudiese suceder. Porque si algo tenía claro era que no podía
fiarse de Balliol mientras tuviese a los Comyn como aliados.
Brenn y Doire seguían a Tara y a Muriel a cierta distancia para
que pudiesen conversar con tranquilidad, no obstante, apenas
les quitaban el ojo de encima. Una vez en el pueblo, pasearon
por casi todas las calles, pero Muriel evitó a conciencia pasar
cerca del burdel y esquivar la mirada de algunos hombres que
la pudiesen reconocer. Serían pocos, al fin y al cabo, apenas
había pasado tiempo en el pueblo y el único con el que yació
la vigilaba a su espalda. No obstante, corría el peligro de que
alguno la recordase; una cara nueva en un prostíbulo siempre
llamaba la atención.
En el mercado, Tara se detuvo delante de un puesto de plantas
aromáticas y Muriel lo hizo junto a ella.
—¿Os gustan las plantas? —preguntó tras verla coger una
rama de romero.
Tara lo meditó durante unos segundos, nunca se había
detenido a pensar qué le gustaba o con qué disfrutaba. No al
menos hasta que se había alejado de su familia y había
empezado a dejar de ser invisible.
—Sí —afirmó—. Mi hermana solía recogerlas del campo y las
dejaba en un jarrón en nuestra habitación. Yo cosía pequeños
sacos para guardarlas dentro y ponerlas entre nuestros
vestidos. Supongo que me recuerdan a ella —comprendió con
pesar.
—Debéis echarla de menos —aventuró Muriel.
—Mucho.
Habló con tanta tristeza que la joven doncella temió un final
fatídico para la hermana de su señora.
—¿Murió?
—¡Oh, no! —se apresuró a aclarar—. Huyó con el hombre que
amaba. Desde entonces no la he vuelto a ver, pero me consuela
pensar que es feliz. Era lo único bueno que tenía en mi vida,
por lo tanto, su dicha es mi dicha —susurró mientras olía otra
rama de tomillo.
—Bueno, ahora tenéis un esposo que se preocupa por vos.
También podéis ser feliz —intentó animarla, pero, al ver la
mueca de su señora, Muriel supo que Tara no la creía.
Dejó la planta en su sitio y siguió avanzando, sin embargo,
Brenn se encargó de comprarlas, tal y como había ordenado
Desmon que hiciese si había algo que le gustaba para
satisfacerla.
—¿No tenías más familia que tu padre? —quiso saber Tara en
cuanto emprendieron la marcha.
Muriel negó con la cabeza.
—Éramos una familia muy humilde y mi madre enfermó tras
mi nacimiento, lo que imposibilitó que tuviera más hijos y
todavía enfadó más a mi padre. Deseaba varones para que lo
ayudasen en el campo con las tareas más arduas. Yo lo intenté
con todas mis fuerzas para que no siguiese castigando a mi
madre con sus palizas cuando bebía, pero no fue suficiente. Un
invierno, mi madre falleció de una enfermedad respiratoria y
me convertí en el blanco de su rabia hasta que decidí
marcharme.
Tara miró tras su hombro y comprobó que Brenn y Doire
estaban a bastante distancia antes de hablar.
—Mi padre también nos golpeaba —admitió por primera vez
en voz alta—. A mi hermana más que a mí. Pero todavía me
aterroriza el sonido del cuero de su cinturón golpear contra la
carne. Ese restallido que cruza el aire y el sonido seco antes de
azotar la piel me da pavor.
—Sé a lo que os referís —admitió—. Pero ya no estáis bajo su
techo, ahora sois la señora de estas tierras y la dueña del
castillo. No debéis tener miedo. Ya no.
Pese al alegato alentador de Muriel, Tara sonrió con tristeza.
—No siento que nada de lo que hay en Carlisle sea mío. Ni
creo que pueda disponer de él a mi antojo. La mayoría de las
mujeres del clan no me soportan y mi esposo está demasiado
ocupado con los asuntos del clan para mostrarme cómo es mi
nuevo hogar, ni mucho menos su funcionamiento.
—A veces, solo hay que empezar a dar para recibir. Mostrarse
dispuesta a aprender, ayudar, satisfacer… —tanteó la joven.
—Es probable, pero no sé muy bien cómo hacerlo —confesó.
—Estaría bien comenzar por interesarse por sus quehaceres,
alabar las cosas que hacen bien y ofrecerse a facilitar sus
tareas… Al fin y al cabo, a todos nos gusta que alguien se
preocupe por nosotros y valore lo que hacemos.
—Puede ser. En mi hogar, jamás se me permitió hablar a solas
con ninguna de las mujeres, ni mucho menos hombres, que
faenaban en el castillo.
—¿Acaso el laird os somete al mismo trato que vuestro padre?
—preguntó con tiento.
Tara se apresuró a negar con la cabeza.
—Desmon me ha lastimado con sus comentarios hirientes y su
desprecio, pero jamás me ha golpeado. Nuestro matrimonio no
fue deseado por ninguno de los dos y, al parecer, es algo que
no podemos disimular.
—Puede que vuestro matrimonio no fuese por amor, pero él os
desea. De eso no me cabe ninguna duda, mi señora. Sé de lo
que hablo.
Tara tuvo el acierto de permanecer en silencio mientras se
cruzaban con varias mujeres que traían cestas con ropa
mojada. Se desviaron del pueblo y se internaron por el camino
que llevaba al bosque. Por el sonido del agua discurrir en la
distancia, comprendieron que el río estaba cerca.
—No estoy segura de que mi esposo acuse el anhelo del que
hablas.
Por la conversación que había mantenido Muriel con Desmon,
era consciente del escaso conocimiento de su señora en los
quehaceres amorosos, pero ahora no le cupo ninguna duda de
su ingenuidad.
—Se le nota en la mirada, en la manera en la que se acerca a
vos, en cómo os toca…
Tara enrojeció.
—¿Teníais animales en vuestra casa, mi señora? ¿Caballos?
¿Perros? —Ante la repentina mirada de confusión de Tara,
Muriel sonrió y con un gesto de la mano la instó a contestar—.
Os aseguro que mis preguntas tienen un motivo.
—Por supuesto que teníamos caballos y algunos perros
rondaban por la casa de vez en cuando.
—¿Los habéis visto aparearse?
Tara asintió.
—No atisbo a entender el cambio de tercio en la conversación.
—Tenemos instintos muy parecidos a ellos, mi señora —
explicó Muriel—. La mayoría de esos impulsos son los que
nos proporcionan placer, por eso son tan incontrolables.
—Sigo sin entender a dónde nos lleva esta charla —admitió al
fin.
Habían llegado al margen del río y el rumor del agua contra las
rocas cubiertas de turba les proporcionó la intimidad que la
conversación requería. Muriel miró sobre el hombro y
descubrió que Brenn las observaba con atención, pero a
suficiente distancia.
—Hablo de satisfacciones tales como comer cuando se tiene
hambre, beber cuando una está sedienta o hacer el amor
cuando la necesidad de tocar, besar y saborear a la otra
persona es tan fuerte que podríamos morir de deseo si no lo
conseguimos. ¿Lo habéis experimentado alguna vez?
—No… —dudó. Aunque lo cierto era que, desde hacía días,
vivía con el deseo de volver a experimentar la euforia que
sintió entre los brazos de Desmon.
—Hacer el amor causa más placer que temor —intentó
convencerla—. Siempre y cuando vos también deseéis esas
atenciones —puntualizó—. Y no veo motivos para pensar que
detestáis a vuestro esposo.
Tara se permitió un soplido irónico.
—Dices eso porque no has pasado mucho tiempo en nuestra
compañía. La mayoría de las ocasiones en las que coincidimos
en la misma estancia, apenas nos soportamos.
—¿Estáis segura de ello, mi señora? Creedme cuando os digo
que querréis repetir la experiencia de yacer con vuestro marido
más de una vez.
Tara no estaba convencida, pero tampoco podía negar que las
caricias de Desmon habían sido satisfactorias y que aquella
misma mañana, en el salón, se había descubierto deseando
más.
Bordearon el río con conversaciones mucho más banales hasta
que regresaron al castillo. Durante la vuelta, Tara meditó sobre
las palabras de Muriel mientras fingía prestar atención a la
conversación de su doncella sobre telas, plantas y los lugares
en los que había vivido. Nada más cruzar el puente de entrada
a Carlisle, vio a Desmon entrenar con la espada a algunos de
sus hombres. Lo observó con atención mientras los adiestraba
y explicaba algunos de los movimientos. Se fijó en cómo los
músculos de su espalda se movían y en la fuerza de sus brazos
mientras sostenía la claymore y golpeaba a su oponente. En
aquel momento, su esposo le resultó tan aterrador como
fascinante.
—El mundo está hecho por y para los hombres —habló Muriel
a su lado, consciente de los pensamientos de su señora—.
Estamos en inferioridad en cuanto a fuerza bruta, pero hay
algo que nosotras tenemos y que ellos jamás alcanzarán a
comprender cuánto poder de determinación tiene.
—¿Y eso es? —susurró Tara, obnubilada por los movimientos
de su marido.
—La necesidad de sobreponernos a los golpes del destino,
rebelarnos y decidir sobre nuestra propia vida. Somos capaces
de cualquier cosa para sobrevivir, al fin y al cabo, si Dios
quiso que las mujeres trajésemos niños al mundo, es porque
somos más fuertes que ellos.
Tara desvió la mirada de su marido hacia su doncella. Fue
como si la viese por primera vez. Como si aquellas palabras
acabasen de abrirle los ojos y llenado su vida de luz. Mairi
había sido una de esas mujeres, había luchado contra el yugo
de su padre, soportado palizas y arriesgado su vida por amor.
Ella también lo haría. Era fuerte, mucho más de lo que creía,
había resistido un infierno en su hogar y no pensaba volver a
pasar por otro. Y sí, era la señora de aquel castillo y había
llegado el momento de que ocupase su lugar.
CAPÍTULO 7
Desmon apoyó la espada en el cuello de su contrincante, que
lo miraba de rodillas con la respiración agitada, y sonrió al
saberse vencedor. Apartó su claymore a un lado y tendió la
mano a su hombre para que se levantase.
—Nunca inicies un movimiento de ataque sin haber previsto la
acción por parte de tu oponente —le advirtió.
El joven asintió, circunspecto. Había empezado a formarse
cuando los McKenzie fueron a Carlisle para ayudarlos a
reconstruir el castillo tras el incendio, pero, cuando llegó el
laird Campbell, se hizo cargo de instruir a todos los jóvenes y
había entrenado con ellos casi cada día. No obstante, la
impulsividad de la juventud junto con la falta de saber
gestionar la frustración hacían que muchos de ellos terminasen
enfurruñados al no poder vencerlo.
—Seguiremos mañana —ordenó Desmon al advertir la
presencia de su esposa y de Brenn.
Se secó el sudor con la manga de la camisa y anduvo hacia
ellos con la mirada fija en Tara. Tenía las mejillas arreboladas
y los ojos brillantes, sin embargo, el rictus de su boca era
demasiado serio.
—¿Cómo ha ido el paseo?
—Ha sido… esclarecedor —afirmó, enigmática.
Desmon entrecerró los ojos y la estudió con interés.
—¿En qué sentido?
—En muchos —meditó. Enderezó los hombros y habló con
más seguridad—: Creo que debería entrar y asegurarme de que
la comida esté lista.
Aquella afirmación todavía lo desconcertó más. Durante
aquellas semanas, Tara no se había ocupado de los quehaceres
del castillo y él, en su particular cruzada por ignorarla, había
dejado por completo la organización en manos del ama de
llaves.
—Si es lo que deseas…
Tara asintió y pasó por su lado. Muriel comenzó a seguir sus
pasos, pero Desmon la detuvo al sujetarla por el brazo. Miró
sobre su hombro cómo Tara desaparecía dentro del castillo y
centró su atención en la muchacha.
—¿Qué nuevas tienes para mí?
—Vuestra esposa es fascinante, mi señor —afirmó con
sinceridad.
Aquella era una de las cualidades de las que él ya se había
dado cuenta.
—Dime algo más concreto.
—Es inteligente y astuta en cuanto a razonar, pero al mismo
tiempo, inocente e inexperta si de relaciones personales se
trata. Me temo que tendréis que armaros de paciencia con ella
—afirmó Muriel.
—Paciencia, me pedís, cuando lo que realmente estoy es
exasperado —gruñó.
—No debéis forzar las cosas, mi señor. Os teme demasiado.
—Créeme, me he dado cuenta.
—Tendréis que poner de vuestra parte para que eso cambie y
darle tiempo, laird. Os prometo que, si me hacéis caso, no os
arrepentiréis.
Desmon la soltó y le hizo un gesto para que se alejara. Brenn,
que se había mantenido a cierta distancia para darles
privacidad, acudió a su lado. Se sacó del sporran las plantas
aromáticas que había comprado y se las tendió.
—Tu esposa parece apreciarlas. Sería un bonito detalle con el
que obsequiarla.
Desmon soltó un gruñido, pero cogió las plantas.
—Lo que sea con tal de ganarme su confianza. De todas
maneras, hay algo más importante de lo que tengo que hablar
contigo. —Cambio de tema tras guardarse el presente para
Tara—. La semana que viene partiremos hacia Berwick. El rey
de Inglaterra quiere hacer oficial su decisión de elegir a Balliol
como monarca frente a todos los señores y clanes más
importantes de Escocia.
Brenn se cruzó de brazos.
—Al parecer, tiene prisa.
—Demasiada —convino Desmon—. Tenemos que organizar
la partida. Marcharé con algunos hombres, pero necesito dejar
Carlisle protegido.
Ambos se dirigieron hacia el castillo y pasaron de largo por el
salón para dirigirse a la estancia donde Desmon trataba los
temas clan.
—Necesito que te quedes aquí —dijo a Brenn—. Te dejaré con
algunos de los hombres más experimentados y seguirás la
formación del resto de los muchachos. No sé qué pasará
cuando Balliol sea proclamado rey, pero mucho me temo que
nuestra posición será clave y los ingleses querrán aprovecharse
de ella.
—Sabes que puedes contar conmigo. Defenderé Carlisle como
si fuese mi hogar.
—Es tu hogar —matizó Desmon.
Brenn sonrió agradecido y palmeó la espalda de su amigo.
—Mi hogar es el mar —aseveró—. Lo único que me ata a la
tierra es nuestra amistad.
—De momento —objetó Desmon—. Tal vez encuentres una
mujer que te haga cambiar de opinión, te ancle a esta tierra y
formes una familia.
La carcajada del pelirrojo irlandés no se hizo esperar. Muchas
mujeres habían pasado por su vida, pero ninguna había durado
lo suficiente como para poder entablar una relación de aprecio
sincero que lo hiciese renunciar al mar.
—¿Qué vas a hacer tú con la tuya? ¿Te acompañará a
Berwick?
Aquella era una cuestión que había estado sopesando desde
que el sacerdote abandonó el castillo. Estaba seguro de que los
McKenzie acudirían y dudaba de que Niall dejase a Eryn en
Eilean Donan. Y, si era sincero consigo mismo, él no se fiaba
de partir sin Tara, aunque Brenn se ocupase de su protección.
—Sí lo hará —dijo al fin—. La informaré de nuestros planes
durante la comida.
Tara inspiró hondo antes de acceder a la cocina. Las mujeres
faenaban de aquí para allá y parloteaban sin cesar. No estaba
acostumbrada al bullicio ni a estar rodeada de tanta gente,
pero, como Muriel bien le había hecho saber, era la señora de
Carlisle y debía empezar a comportarse como tal. Aunque no
supiese con exactitud cómo proceder, sí sabía lo que debía
hacer para mantener un hogar.
El olor a guiso la hizo salivar, apenas había probado bocado en
el desayuno y las tripas le rugieron de hambre. La primera que
se percató de su presencia fue Cadha. El ama de llaves se
limpió las manos en el mandil y acudió presta a la puerta, no
para saber qué precisaba, sino para evitar que entrara, como
descubrió Tara cuando intentó acceder y la mujer se lo impidió
con su robusta presencia.
—¿Necesitáis algo, mi señora?
Tara miró sobre el hombro del ama de llaves y dio un paso
adelante para hacerla retroceder y que le permitiera el acceso,
no obstante, no se movió.
—Quiero entrar a la cocina —dijo al fin.
Cadha no se dio por vencida.
—Si me decís qué necesitáis, os lo puedo proporcionar.
—Por lo pronto, poder pasar —afirmó con altivez.
Esta vez, Cadha no pudo más que hacerse a un lado y
permitirle el paso. Las mujeres guardaron silencio y la
observaron unos instantes moverse con inseguridad entre las
mesas, las alacenas y demás muebles y utensilios.
Tara era consciente de que no podía estar allí, callada, durante
mucho tiempo, así que se acercó hasta el guiso que había al
fuego.
—¿Puedo? —preguntó a la cocinera.
—Por supuesto, mi señora.
Tara lo removió con la cuchara de madera y probó su sabor.
—Está exquisito —admitió con franqueza.
La cocinera acertó a musitar un «gracias» antes de mirar con
extrañeza al resto de las mujeres, tan atónitas como ella. La
señora asintió y se giró hacia la mujer que hasta hacía nada
amasaba el pan. Lucía una abultada barriga que presagiaba un
parto inminente.
—¿Será tu primer hijo? —quiso saber Tara.
La mujer negó con la cabeza.
—Tengo dos diablillos más de cinco y tres años, señora. —
Colocó una mano en las lumbares y se estiró al tiempo que
profería un suave gemido.
—¿Duele?
—¿Estar embarazada?
Tara estuvo a punto de preguntar si dolía todo, estar
embarazada, engendrar y traer hijos al mundo, pero se limitó a
asentir.
—Cuando se acerca el momento del nacimiento, hasta
moverse resulta incómodo, así que imaginaos cuán pesado es
estar de pie. El resto de los meses es más llevadero.
—Toma asiento, pues. —Tara se apresuró a acercarle un
taburete y el mutismo volvió a adueñarse de la cocina.
Tras dejar la banqueta, entrelazó las manos con nerviosismo.
Comprendía su desconcierto porque no había sido un gesto
apropiado en ella. Era evidente que la tenían por una
consentida, engreída y un montón de calificativos más nada
agradables que había estado escuchando por ahí. Tal vez había
llegado el momento de dar para recibir, tal y como Muriel le
había aconsejado.
—No… —dudó hasta que finalmente irguió los hombros y se
aclaró la garganta—. No he vivido en otro sitio que en Corran
con mi padre y mis hermanos, y allí no se me dejaba gestionar
nada de nuestro hogar. Pero estoy dispuesta a aprender a ser la
señora que Carlisle se merece. Y, para ello, sé que necesito
vuestra ayuda.
Durante los angustiosos segundos en los que apenas se oyó
nada más que el chasquear de la leña en el fogón, Tara tuvo
ganas de salir de allí como si la acechara el mismísimo
demonio.
—Puede contar con nosotras, señora —dijo la mujer
embarazada. Tiró del mandil de la que tenía al lado y esta
también asintió.
Una a una, empezaron a inclinar la cabeza, pero Tara supo que
tenía mucho que demostrar aún para que la aceptasen.
Tampoco le pasó desapercibido que el ama de llaves no había
hecho gesto alguno de aprobación; al contrario, tenía un rictus
serio en los labios que evidenciaba su disgusto.
—Cadha —la llamó—. Me gustaría hablar contigo en privado.
—Como disponga.
No fue hasta que se giró hacia la puerta que vio a Muriel, bajo
el dintel, obsequiarla con una sonrisa satisfecha.
Subió los escalones que llevaban al salón con Cadha a su
espalda y su doncella detrás. El fuego caldeaba el lugar y en
aquel momento no había nadie transitando por allí. Tara se
acercó a la chimenea y el ama de llaves se mantuvo a una
distancia prudente.
—Me gustaría que todas las decisiones fueran consensuadas
conmigo —dijo al fin.
—¿Queréis que os mantenga informada de todo, mi señora?
No creo que sea necesario que estéis al tanto de los detalles
insignificantes del día a día.
—Más bien, quiero formar parte a la hora de determinar qué
hacer. —Tara suspiró—. Lo cierto es que para entender las
costumbres de la vida de este castillo necesito a alguien que
sea mi mano derecha. Esperaba que esa persona fueras tú.
—Ya tenéis una doncella —se resistió Cadha.
—Muriel atenderá mis necesidades personales, pero preciso de
alguien que me ayude a dirigir el castillo. Me consta que eres
una excelente ama de llaves; durante el tiempo que llevo en
Carlisle, todo ha funcionado a la perfección. Me gustaría poder
aprender de ti y trabajar juntas para el clan. Que me enseñes
qué hacer —insistió.
Podía ver el recelo en los ojos de la mujer, así como el
desagrado que le causaba tener que rendir cuentas, sin
embargo, Cadha asintió.
—Como deseéis, mi señora.
—Sería maravilloso que cada mañana pudiésemos reunirnos
para organizar las tareas.
—Por supuesto.
—Tal vez después del desayuno —la tanteó.
—Como ordenéis.
Ambas se miraron en silencio, incómodas, hasta que Tara
entendió que no iba a sacar nada más de ella en aquel
momento y la despachó.
—Puedes retirarte.
El ama de llaves asintió y se dio la vuelta. Ya se había alejado
unos pasos cuando Tara sintió la necesidad de aclarar una cosa
más.
—Cadha —la llamó. Al girarse, la criada se enfrentó con su
mirada—. A partir de ahora, querré que mi desayuno se sirva
caliente, por favor.
Apreció el gesto de desagrado en la mujer, que apretó los
labios en una fina recta y endureció las facciones, pero no
pudo otra cosa que asentir.
—Así será.
Una vez a solas, suspiró y se dejó caer en uno de los sillones
que había junto a la chimenea. Estaba agotada por los nervios
y la lucha de voluntades que había llevado a cabo desde que
entró en la cocina.
—Lo habéis hecho muy bien —habló Muriel a su espalda. La
joven rodeó el sillón y se acuclilló frente a ella con su eterna
sonrisa, y ella se la devolvió.
—Creo que Cadha no está por la labor de colaborar conmigo.
—¿No pensaríais que iba a ser tan sencillo? La gente suele
recelar ante la presencia de alguien nuevo y, si temen que esa
persona les perjudique, su desconfianza es aún mayor. Dadles
tiempo, mi señora.
—Yo quería que me ayudase, pero me temo que ha visto mi
buena voluntad casi como una amenaza. Lo cierto es que no se
me da muy bien relacionarme con la gente —admitió.
—Conmigo no habéis tenido problema.
Tara la obsequió con una sonrisa triste.
—Me recuerdas a mi hermana. Además, tenemos experiencias
desagradables en común que hacen que me sienta unida a ti —
aceptó en un susurro.
Muriel apoyó una de sus manos sobre las de su señora.
Cuando el laird le habló de su esposa, se imaginó a una mujer
insufrible, consentida y caprichosa. Al parecer, nadie había
sabido apreciar lo insegura, temerosa y sacrificada que era. Al
fin y al cabo, a ambas las habían utilizado como moneda de
cambio. A ella, su padre la prostituyó para ganar dinero hasta
que pudo huir y, sola, sin apoyo de nadie, comprendió que no
podía ganarse la vida de otro modo. El padre de Tara la había
entregado al laird Campbell para resarcir su honor y
aprovecharse de su parentesco con el futuro rey de Escocia
después de haberla castigado a vivir con miedo y violencia.
—¿Qué cosas solíais hacer con vuestra hermana? —preguntó
con dulzura.
—Mairi… —Tara empezó a hablar y de pronto la miró a los
ojos al reparar en aquella coincidencia—. Hasta el nombre es
parecido.
—Tal vez sea una señal.
En aquella ocasión, la sonrisa de Tara le iluminó los ojos.
Ojalá fuera así, porque acababa de conocer a aquella joven y
sentía que era la única que la veía de verdad y alguien en la
que poder confiar.
—Solíamos hablar durante horas sobre lo que haríamos si
pudiéramos salir del castillo.
—¿Y vos qué queríais hacer?
Tara desvió los ojos hacia el fuego y meditó su respuesta
durante unos segundos.
—Siempre quise cabalgar tan rápido como el viento, llevar el
cabello suelto, bañarme en el mar… —Miró a Muriel y luego
a su alrededor por el salón para cerciorarse de que estaban
solas—. Y aprender a disparar flechas. Veía a mis hermanos
practicar con el arco y me fascinaba la manera en que se
tensaba la cuerda, la velocidad y la certeza con la que daban en
el blanco.
La sorpresa debió reflejarse en los ojos de su doncella porque
Tara enderezó los hombros y apartó las manos de las suyas,
azorada.
—Son majaderías. No me hagas caso.
—No tenéis nada de lo que avergonzaros —se apresuró Muriel
a calmarla.
—Si mi padre o mis hermanos se enterasen de que anhelaba
algunas de esas cosas, me hubiesen castigado con severidad.
—Pero ahora no dependéis de ellos. No dependéis de nadie, en
realidad. Este es vuestro hogar y vuestro esposo…
—Si llegase a oídos de mi marido, no sé qué podría suceder —
la interrumpió.
—Quizás debáis decírselo.
Tara negó con la cabeza con vehemencia.
—No hay confianza suficiente para expresarle mis deseos ni
creo que le interese cualquier inquietud que yo pueda tener.
—Si me permitís la sugerencia, cuando os encontréis en la
intimidad de vuestro dormitorio, es un buen momento para
sincerarse.
—Pensaré en ello —prometió, esquiva, para no seguir con
aquella conversación.
Muriel asintió, conforme. Sabía que el temor no era algo que
se vencía con facilidad y que requería sobre todo de confianza.
Desmon esperó a que las mujeres se retirasen, salió de entre
las sombras con el rostro desencajado y se dirigió con paso
decidido hacia las cocinas.
—¿Dónde está Broc? —preguntó en cuanto entró como una
exhalación, sobresaltándolas a todas.
La cocinera y madre del muchacho señaló la puerta que daba
al exterior.
—Lo he enviado a por leña, laird. ¿Es que ha hecho algo
malo? —se intranquilizó la mujer.
—No tienes nada de qué preocuparte, Rona. Tengo un encargo
importante para él.
—Hace rato que lo he enviado al cobertizo, estará al caer.
Desmon asintió y caminó hacia la salida que había señalado la
mujer. Estaba a punto de cruzarla cuando se detuvo y fijó sus
ojos verdes en todas y cada una de ellas. La mayoría eran las
esposas de sus hombres y adoraban Carlisle tanto como él.
Ahora solo faltaba que aceptasen a su mujer como señora del
clan. Una realidad que él también debía empezar a asumir.
—De ahora en adelante, mi esposa recibirá el trato y el respeto
que merece del clan. Y, por supuesto, su comida se servirá
caliente. En cualquier momento del día, sin que tenga que
solicitarlo.
Las mujeres agacharon la cabeza, sonrojadas, a sabiendas de
que la recriminación del laird era justa. La única que reaccionó
fue el ama de llaves, que, al comprobar el mutismo de las
demás, avanzó hasta posicionarse enfrente del laird y, con
disimulo, sacó de su mandil un pañuelo que envolvía las
hierbas aromáticas que Desmon le había pedido que arreglara
y se lo tendió.
—Así será, mi señor —aseguró Cadha.
Desmon asintió, lo guardó en su sporran y despareció tras la
puerta.
Encontró al joven Broc acumulando leña al tiempo que miraba
con insistencia hacia el establo. Estaba claro que había visto a
Tara dirigirse hacia allí porque el muchacho era incapaz de
perderla de vista. En cuanto reparó en la presencia de su laird,
se sonrojó.
—Mi señor —lo saludó, haciendo equilibrios con los troncos
para que no se le cayesen.
—Necesito que vayas al pueblo y hables con el armero.
—¿Cuándo, laird?
—Ahora mismo. Preciso que comience a construir un arco
ligero, no demasiado grande. Dile que me urge que lo tenga
preparado lo más pronto posible y que talle el escudo de
nuestro clan en el mango. Dile también que si tiene cualquier
duda, yo me acercaré en persona para darle más detalles, pero
que empiece a trabajar con lo que le has dicho.
—Como ordenéis.
—Yo me encargaré de que alguien lleve los troncos a la
cocina. Ve.
El joven dejó caer la leña y empezó a correr.
—¡Broc! —lo llamó—. Ni una palabra de esto a nadie.
—Podéis confiar en mí, señor.
El muchacho corrió hacia la aldea, Desmon ordenó a uno de
sus hombres que llevase la madera a la cocina y, raudo, se
dirigió a los establos.
Tara llevaba un buen rato acariciando el hocico del semental
de Desmon cuando él la encontró. Deslizaba con tanta
suavidad sus dedos que envidió al equino. Avanzó hasta
posicionarse a su espalda y advirtió cómo susurraba palabras
de cariño.
—Creo que ya lo tienes totalmente rendido a tus pies —
aseveró con voz grave.
Dio un brinco al saberse sorprendida y se alejó del animal.
—No quería molestarlo —se excusó.
—Estoy seguro de que ese no ha sido el caso.
Avanzó hasta posicionarse junto a ella y, de inmediato, el
animal relinchó y restregó la cabeza contra el pecho de
Desmon. Este sonrió y lo palmeó con afecto.
—¿Sabes cabalgar con soltura? —preguntó al descuido.
—Sé cabalgar —afirmó a la defensiva. No era posible que
Desmon pensase que no había montado con asiduidad
viviendo en las Highlands. Que no la dejasen hacerlo sola, ni
con rapidez, no significaba que no controlase la doma.
—Tendrás que demostrármelo —la provocó.
Sin esperar respuesta, la tomó de la mano y la arrastró hasta el
siguiente cubículo.
Los pies de Tara trastabillaron para seguir su ritmo, pero no se
quejó. Tampoco tuvo tiempo de preguntar qué se proponía
puesto que, al instante, Desmon ensillaba una yegua de color
azabache para ella.
—Acércate —exigió.
—¿Queréis que salgamos a cabalgar?
—A menos que aceptes otras opciones más satisfactorias, me
parece una buena alternativa.
Tara dio un paso adelante y él la tomó de la cintura para
auparla a la grupa.
—Eso me temía —masculló.
Sacó a la yegua de la caballeriza y montó con soltura sobre su
semental.
—¿Preparada?
—¿Hacia dónde iremos? La comida está casi lista.
—Estoy seguro de que, si llega la hora, nos guardarán un plato
de guiso. —Le guiñó un ojo con picardía y el pulso de Tara se
aceleró ante aquel gesto de complicidad—. ¿Preparada?
Ella asintió y, al instante, Desmon azuzó a su caballo para que
saliese al trote del establo. Tara apenas tardó unos segundos en
reaccionar y espolear a su yegua, pero, cuando lo hizo, su
marido ya salía de Carlisle por el puente de piedra.
Desmon se dirigió hacia el noreste, bordeó el pueblo y tomó el
mismo camino que días después recorrerían hacia Berwick.
Miró sobre su hombro para asegurarse de que Tara lo seguía y
sonrió al verla intentar recortar la distancia con él. Después de
un recodo en el camino, se internó en el bosque, se escondió
entre la maleza y los troncos y esperó a que Tara llegase.
Escuchó los cascos de su caballo golpear el suelo y al
momento la vio pasar, con el cabello al viento, los ojos
entrecerrados, las mejillas sonrojadas y la falda más arriba de
las rodillas. Sonrió y salió tras ella.
Tara había perdido de vista a Desmon. Galopaba con rapidez
para darle alcance, sin embargo, no había rastro de él. De
pronto, un silbido a su espalda la sobresaltó. Sin aminorar su
marcha, asustada por si se trataba de algún bandido, miró de
soslayo y descubrió a su esposo recortar la distancia con ella
con una sonrisa de suficiencia que a Tara enardeció. Sin
embargo, de nada sirvió porque Desmon le dio alcance, sujetó
las riendas de su yegua y los hizo detenerse.
—¿Necesitas descansar?
—No —jadeó. Puede que cuando descabalgase acusara dolor
en todas y cada una de las partes de su cuerpo, pero ahora
necesitaba más. Más rapidez, más emoción, más de aquella
sensación de libertad.
—Te propongo una prueba. Haremos una carrera hasta
Hadrian’s Wall. El primero que llegue pedirá su recompensa al
vencido.
—¿Qué tipo de recompensa?
—La que quiera. ¿Aceptas?
—Vuestro caballo es más veloz —se quejó.
—Pensaba que no pondrías objeciones, pero veo que eres más
astuta de lo que imaginaba. Por ello, estoy dispuesto a darte
ventaja. —Levantó las manos y movió los dedos—. Tienes
hasta diez, así que cuando desees.
—No conozco estas tierras, ¿cómo sabré que he llegado?
—Porque me verás esperándote.
Tara inspiró para armarse de valor, afianzó los pies en los
flancos del caballo, sujetó las riendas con fuerza y sintió al
animal prepararse para la carrera. Miró tras ella y entrecerró
los ojos, preocupada.
—¿Por qué viene Brenn en nuestra búsqueda? —preguntó.
Desmon giró de inmediato para encontrarse con su amigo a la
vez que Tara emprendía la galopada. Por supuesto, no había ni
rastro de Brenn, así que aquella pequeña embaucadora lo había
engañado con total naturalidad. Afrenta que él no tardaría en
cobrarse.
—Vamos, viejo amigo. —Palmeó el cuello del animal—.
Tengo un premio que reclamar.
Tara no podía borrar la sonrisa de su rostro. El viento ofrecía
resistencia a su avance, sin embargo, nunca se había sentido
tan ligera. Las guedejas del cabello azotaban su rostro, las
lágrimas por la brisa escapaban de sus ojos, la capa hondeaba
a su espalda y la corriente se colaba por debajo de su falda.
Pero no recordaba un momento más feliz en su vida.
A lo lejos divisó lo que supuso que sería el muro al que
Desmon se había referido y un grito de júbilo escapó de su
garganta. Miro sobre su hombro para asegurarse de que
llevaba ventaja y no lo vio, por lo que todavía se convenció
más de que iba a resultar ser la ganadora.
Acicateó a la yegua para asegurarse de ser la vencedora
cuando, de reojo y por el flanco derecho, divisó cómo Desmon
se acercaba a gran velocidad. El muy tunante había atajado por
el bosque y reducido considerablemente la distancia con ella.
Tara aceleró, pero nada pudo hacer para vencerlo. Cuando
llegó, Desmon acababa de bajar del caballo y la esperaba
apoyado en el muro, con una sonrisa de suficiencia y un brillo
astuto en los ojos.
—Habéis hecho trampas —se quejó, sofocada.
—Dijo la embustera —se burló Desmon.
Tara descabalgó decidida, pero no había previsto que las
piernas le fallasen. Las rodillas le cedieron, y hubiese dado
con sus huesos en el suelo si Desmon no la hubiese sujetado
por la cintura y pegado su pecho a la espalda de la joven. La
giró entre sus brazos y la sostuvo mientras sus respiraciones se
acompasaban.
—Ahora tengo que reclamar mi premio —susurró, embebido
por el destello plateado que desprendían sus ojos.
—¿Qué recompensa queréis? —musitó.
Tara asomó la punta de la lengua rosada para humedecer su
labio inferior y los ojos de Desmon se desviaron a ese punto.
—No había planeado solicitarte un beso, pero ahora no puedo
resistir la tentación de saborearte. —Agachó la cabeza,
despacio, para darle tiempo a rechazarlo. No obstante, todavía
corría la adrenalina por el cuerpo de Tara y fue ella la que se
lanzó a sus labios.
Desmon subió una mano hacia la nuca de su esposa y
profundizó el beso. Lamió su labio inferior, mordisqueó el
superior y dominó el movimiento de su boca mientras sus
lenguas danzaban. Solo cuando les faltó el aliento, Desmon
interrumpió el beso y apoyó la frente sobre la de Tara.
—¿Cuál era la otra opción? —quiso saber, sofocada.
—Prefiero guardarme el secreto para la próxima ocasión.
—Entonces, tal vez gane yo.
—O puede que ganemos los dos.
CAPÍTULO 8
Brenn golpeaba la grupa del caballo de Desmon con cariño
mientras lo acercaba al abrevadero. Los animales habían
llegado exhaustos de la carrera, mientras que el matrimonio
había entrado al salón con el semblante relajado y una sonrisa
satisfecha.
—¿Dónde has estado? —quiso saber su amigo al encontrárselo
cuando ya se retiraba.
—He salido a cabalgar con Tara.
Brenn levantó una ceja y la comisura de su boca se estiró en
un gesto de astucia.
—Ya veo. Al parecer, no es tan malo como parecía compartir
tiempo con tu esposa.
—¿Sabes lo que sí que puede ser malo?
—Te escucho.
—No tener la boca cerrada cuando corresponde.
Brenn levantó las cejas y, tras unos instantes de silencio,
estalló en estertóreas carcajadas. Desmon tuvo que aguantar la
reacción del irlandés con estoicismo, porque en verdad que lo
entendía, a él también le resultaría graciosa la situación si no
fuese el perjudicado.
—Ocúpate de mi caballo —ladró Desmon, antes de caminar
decidido hasta la mesa y tomar asiento junto a Tara.
Cuando el equino terminó de beber, Brenn lo guio hacia la
caballeriza. Estaba entrándolo en el cubículo cuando percibió
la presencia de Muriel, ató al animal y caminó hacia ella.
—¿Qué se le ha perdido a la doncella de la señora por aquí?
—Me envían para deciros que os ocupéis de la yegua también.
Brenn chasqueó la lengua y sonrió con picardía.
—Me ofende. Yo jamás dejo una hembra sin atender.
Muriel resopló y colocó los brazos en jarras, apoyó las manos
en las caderas y levantó la barbilla.
—Me gustaría saber qué entendéis vos por atender…
—¿Es una proposición? —Rodeó la cintura de Muriel y la
acercó a su cuerpo. No obstante, ella le empujó y levantó el
mentón con soberbia.
—Mis servicios ya no están en venta.
—Nadie ha hablado de dinero. Creía que se trataba de placer.
—No sois tan irresistible, irlandés.
—¿Estás segura? No es eso lo que recuerdo que me decías
aquella noche.
—Mi trabajo consistía en convenceros de ello, veo que lo
conseguí.
Brenn se adelantó un paso, divertido por aquella disputa, pero
no la tocó.
—No del todo. Tal vez debas intentarlo con más ímpetu.
—Seguid insistiendo si lo deseáis, pero mi respuesta seguirá
siendo no. —Sonrió con suficiencia y sí, también con cierto
placer.
—Acepto el reto. —Brenn hizo una estudiada reverencia y
caminó hacia atrás, en busca de la yegua.
Las mujeres del servicio retiraron los platos de la mesa
después de que Tara diera buena cuenta del guiso. De reojo, se
percató de que tenía toda la atención de Desmon y su corazón
interrumpió un latido para regresar después con más fuerza.
—¿Qué planes tienes para esta tarde? —preguntó, antes de
tomar una jarra y dar un largo trago de cerveza para ocultar su
sonrisa.
—Aclararé ciertos asuntos domésticos con Cadha.
—Entiendo. ¿Algo más que tengas que hacer? —Se acercó
hasta ella y susurró en su oído—: ¿Alguna cuestión que yo
pueda resolver?
La piel del cuello se le erizó ante el aliento cálido de Desmon
y una sensación placentera la recorrió desde la punta de los
pies hasta el nacimiento del cabello. Él inclinó la cabeza y
rozó con su nariz la piel suave y sensible del cuello de la
joven. La olió para empaparse de su aroma y con sus labios
acarició el lóbulo de la oreja de Tara, que de inmediato sintió
cómo los pezones se le endurecían y despuntaban a través de
la tela de su vestido.
—No deberíais hacer eso —lo reprendió, sofocada.
—¿Por qué?
—No creo que sea el lugar correcto.
—Es el mismo lugar y la misma mesa de esta mañana.
—Pero no estamos solos.
Desmon se alejó unos centímetros y comprobó que era cierto,
tenían toda la atención de los hombres y las mujeres del clan.
—Me temo que tendré que posponer mis caricias para más
tarde.
Tara se sonrojó ante la promesa de tener de nuevo las
atenciones que aquellas palabras encerraban y Desmon se
complació de ello.
—Tara —la llamó con voz ronca, tentado a pedirle que
subiesen a su alcoba y cerciorarse de no salir de ella hasta la
mañana siguiente.
Ella giró la cabeza y lo miró con ojos brillantes y aquellos
apetitosos labios medio abiertos. La hubiese cargado sobre su
hombro, para desaparecer escaleras arriba y demostrarle
cuánto la necesitaba, pero no quería asustarla.
—Veo que estás satisfecha con Muriel —comentó Desmon al
descuido para intentar borrar de su mente las imágenes de
ambos retozando sobre la cama.
Entonces Tara comprendió que tal vez lo que buscaba su
esposo era que le agradeciese el gesto de haber traído a la
doncella a Carlisle para que la atendiese.
—Me complace su compañía. Debo daros las gracias por
ofrecerme sus servicios.
—No tienes nada que agradecerme. Debí proporcionarte una
doncella en cuanto nos desposamos.
Era la primera conversación distendida que compartían y Tara
no quería echarla a perder.
—¿Y vos? ¿Qué pensáis hacer? —quiso saber. Lo preguntó tal
y como ella lo hacía todo, con ese toque de despreocupación y
a la vez altivez que siempre utilizaba con él para esconder su
inseguridad.
—¿En verdad te interesa?
—Sois mi esposo.
—¿Quieres decir con eso que solo lo preguntas porque es tu
obligación?
Tara lo meditó durante unos segundos y negó con la cabeza.
En verdad le interesaban los quehaceres de su consorte.
—En ese caso, te diré que hoy tengo en mente hacer muchas
cosas.
—¿Qué cosas?
—Entre ellas, subsanar algunos errores que me permití en el
pasado.
—¿Por qué cometisteis esos errores?
—Porque había información que desconocía y que me hizo
actuar como un necio.
—Si lo ignorabais, no tenéis culpa. ¿Podéis hacer algo para
enmendar esos equívocos?
—Espero que sí.
Desmon hizo aparecer ante Tara los ramilletes de plantas
aromáticas que guardaba con mimo en su sporran.
—¿Son para mí? —Tara parpadeó sorprendida.
—Tengo entendido que son de tu agrado.
Ella los cogió con dedos trémulos y se los acercó a la nariz
mientras con los dedos acariciaba las cintas azules y verdes
que los sujetaban. Cerro los ojos e inspiró para apreciar mejor
su aroma. Desmon tuvo la sensación de que todo ocurrió con
una lentitud exacerbante. Las pequeñas hojas de romero y
demás plantas rozaron los labios de la joven y ella los
entreabrió para humedecerlos. Aquel pequeño gesto puso al
laird al límite. Cuando Tara levantó los párpados, coincidió
con los ojos de su esposo y descubrió una mirada tan intensa
como íntima.
—Gracias —musitó, emocionada.
—Necesito que hoy me esperes desnuda, Tara.
Ella boqueó como un pez ante el sorpresivo ruego y apretó las
plantas contra su pecho en un acto inútil de intentar controlar
el martilleo incesante de su corazón.
—¿Es así como esperáis que os agradezca este presente?
—No.
—Pero me prometisteis que no volveríais a exigirme nada.
—Nada que no estés dispuesta a consentir.
Volvió a acercarse a ella y, por debajo de la mesa, acarició con
sutileza el muslo de la joven.
—No he consentido aún —jadeó, sobrepasada.
—¿Estás segura de que no deseas que te agasaje con mis
atenciones? —Desmon se acercó a su oído—. Te prometo que
seré minucioso, certero y sumamente satisfactorio —ronroneó,
antes de presionar con los labios el cuello de Tara.
—¿Ahora? —jadeó, con las pupilas dilatadas y evidente
nerviosismo.
Desmon tuvo ganas de gritar que sí. Que ya era tarde. Que no
sabía cómo estaban perdiendo el tiempo de aquel modo
cuando el lecho los esperaba. Sin embargo, se limitó a asentir
y así deslizar la lengua en una caricia húmeda y excitante hasta
la clavícula de su esposa.
—Creo que ha llegado el momento. No deseo ni quiero
posponerlo más. Me estoy volviendo loco —confesó,
embriagado por la pasión.
Tara giró el rostro hacia el de su marido ante aquella
desesperada declaración y ambos se contemplaron fijamente
en una lucha de voluntades, que Desmon supo ganada cuando
ella apoyó las manos en la silla, dispuesta a levantarse y
cumplir con su orden. No obstante, uno de los vigías que había
apostado en el muro entró como una exhalación y los
interrumpió. El momento se rompió y Tara volvió a dejar las
manos sobre su regazo.
—Laird, Rodric Donald solicita reunirse con vos lo más
pronto posible. Aguarda en la puerta.
—Maldita sea —se lamentó.
Desmon se incorporó tan rápido que la mesa se tambaleó. Si
los Donald querían hablar con él con tanta celeridad que no
podían esperar a visitar su hogar al día siguiente, era porque se
trataba de un tema importante. Llevaban años enfrascados en
reyertas con sus familiares los McDougall, firmes defensores
de John Balliol, y sabía que, ahora que el nombramiento de
Balliol estaba cerca, estos últimos intentarían sacar tajada y al
mismo tiempo presionar más a los Donald. Sobre todo porque
los Donald habían jugado todas sus cartas a favor de Robert
Bruce.
—Hazlo pasar de inmediato.
Tara supo que algo no iba bien al notar la tensión en la espalda
de su marido. Se limitó a mirarlo con preocupación mientras
abandonaba la mesa y se dirigía a la puerta para saludar al
recién llegado.
Desmon y Rodric se estrecharon las manos con firmeza y se
palmearon la espalda con familiaridad. Al verlos encaminarse
hacia ella, Tara se levantó.
—Mi señora —la saludó Rodric. Tomó su mano y depositó un
beso en el dorso. Era un hombre bien parecido, de mirada
pícara y sonrisa granuja—. Seguís tan hermosa o más que el
día de vuestra boda.
—Agradezco vuestro cumplido —acertó a decir, cuando lo
cierto era que no se acordaba de haberlo visto jamás, y mucho
menos el día de sus esponsales. Estaba tan asustada y alterada
que el recuerdo lo tenía envuelto en una neblina de irrealidad.
—Podéis soltar ya la mano de mi esposa, Donald —le hizo ver
Desmon con media sonrisa, de brazos cruzados y una ceja
levantada.
Rodric inclinó la cabeza hacia Tara una vez más y centró su
atención en Desmon de nuevo.
—Tenemos que hablar, Campbell.
—Eso he entendido por vuestra inesperada visita. Seguidme.
Desmon miró una última vez a Tara y esta tomó asiento; de
esta manera, quiso darle a entender que lo esperaría. Mientras
lo veía alejarse, tomó los ramilletes olvidados encima de la
mesa entre sus manos y los olisqueó de nuevo con una sonrisa.
Era el primer detalle que recibía de un hombre y ese hombre
era su esposo. Tal vez, Muriel tuviera razón y algún día
pudiese alcanzar la misma felicidad que su hermana Mairi.
Tras invitar a Rodric a su estancia privada y una vez dentro, le
sirvió un vaso de whisky y lo acomodó en un sillón junto a la
chimenea.
—He cabalgado sin descanso —explicó, agotado—. Mi padre
y mis hermanos se han quedado en Dumfries. Los ánimos
están caldeados y tememos un ataque por parte de los
McDougall.
—No harán nada hasta que John sea nombrado rey —intentó
tranquilizarlo.
—Supongo que habréis recibido la misma noticia que
nosotros. Eduardo quiere nombrar ya a Balliol.
Desmon asintió y fijó su mirada en el líquido ambarino.
—Imagino que vuestra visita se debe a que necesitáis mi
ayuda.
Rodric apuró el vaso y lo dejó en el suelo, a su lado.
—Hemos sabido que nuestros primos están presionando a
Balliol para que les recompense por su apoyo.
—Era algo de esperar.
—Quieren que Alasdair McDougall sea nombrado sheriff de
Argyll.
—Y Balliol lo aceptará —respondió Desmon de inmediato,
como si aquella noticia no lo pillase por sorpresa. Y es que no
lo hacía; tras evitar la guerra al callarse que los Comyn estaban
detrás del ataque y asesinato de su familia, había imaginado
todos los escenarios posibles si finalmente Balliol era
coronado rey. La posibilidad de que Alasdair fuese agraciado
por su fidelidad estaba entre esas probabilidades.
—No si vos pedís ese cargo a Balliol también. Sois familiar
suyo y vuestra posición es clave para que las relaciones con el
rey de Inglaterra sean fructíferas.
—No quiero esa responsabilidad —afirmó, tajante.
—Pero, si permitimos que nombre sheriff a Alasdair, volcará
todo su resentimiento sobre nosotros. Desde hace meses
soportamos el robo de grano y de ganado por parte de los
McDougall. Han destrozado varios de nuestros silos y
apaleado a nuestra gente cuando han intentado evitarlo. ¿Qué
sucederá cuando crea que tiene el poder y la impunidad de
actuar sin que nadie lo detenga?
Desmon suspiró y cerró los ojos con fuerza. No podía evitar
sentirse culpable. Gracias a su silencio, Balliol sería
proclamado rey y clanes como los Donald sufrirían el
resentimiento de John por no haberlo apoyado en su camino
hacia el trono.
—Os ayudaré. Intercederé por vos ante Balliol y haré servir mi
posición, pero no puedo, ni quiero, ocupar el puesto de sheriff.
Apenas acabo de reconstruir mi castillo y reunir a mi clan. Mi
gente me necesita aquí, en Carlisle. Como vos bien habéis
dicho, nuestra posición es clave. Una vez Balliol sea
nombrado, los ingleses no tardarán en acercarse a mis tierras y
debo estar aquí para protegerlas.
Rodric dejó caer la cabeza, rendido. Sabía que Desmon tenía
razón, pero estaban desesperados.
—¿Qué será de nosotros? ¿Qué opciones tenemos?
—Os acompañaré hasta Dumfries. Mediaré entre vos y los
McDougall, y si no es suficiente, haré servir mi parentesco con
Balliol y lo informaré sobre los abusos a los que os están
sometiendo vuestros familiares. Lo último que desea Balliol
ahora es una guerra entre clanes, estoy seguro de que me
escuchará y amonestará a Alasdair. Eso debe ser suficiente
para contenerlo. No querrá perder la oportunidad de ser
nombrado sheriff.
Tara permaneció en el salón mientras retiraban el almuerzo,
pero, al advertir que Desmon tardaba, le dijo a Muriel que
necesitaba descansar y subió hasta su estancia. Se sentó en la
cama y depositó las plantas en un pequeño jarrón que había en
la mesilla. Tras la sorpresa inicial por el detalle de su esposo,
cayó en la cuenta de que ni siquiera él la había acompañado al
pueblo, así que había sido Brenn el que advirtió su interés y el
que decidió comprarlas. Aun así, Desmon se había preocupado
de dárselas él mismo.
El sonido de la puerta a su espalda la sobresaltó y se puso en
pie. Desmon cerró y se apoyó en la hoja. Al verla, volvió a
maldecir su suerte. Se suponía que cuando entrara en aquella
estancia no la abandonaría en mucho tiempo, y ahora tenía que
partir hacia Dumfries.
—No he tenido tiempo durante la comida de decirte que
dentro de unos días partiremos hacia Berwick para el
nombramiento de Balliol —anunció mientras avanzaba hacia
ella.
—¿Estarán todos los clanes?
Desmon asintió y se detuvo a dos palmos de tocarla. En sus
ojos podía ver el temor y supuso que sería por tener que
encontrarse con su familia de nuevo.
—Pero no tienes nada de lo que preocuparte. Te prometí que
conmigo estarías a salvo y cumpliré mi palabra.
Tara lo dudaba; en cuanto su padre la viera, querría cerciorarse
de que cumplía a la perfección con su papel de señora de
Carlisle. Y, si era sincera consigo misma, tenía dudas de si lo
estaba haciendo bien.
Desmon avanzó un paso más.
—Ahora tengo que partir hacia Dumfries con Rodric.
—¿Para eso ha venido el clan Donald a buscaros?
—Necesitan que medie entre ellos y los McDougall. Brenn se
quedará a cargo del castillo y de tu protección. —Alargó una
mano y tomó un mechón que se había escapado de su trenza.
Con el dorso de los dedos acarició su cabello hasta llegar al
cordón que lo sujetaba y de un ligero tirón lo soltó. Internó los
dedos entre los huecos de su pelo hasta que lo dejó deshecho
—. Deberías llevarlo suelto —siseó, obnubilado por la
suavidad de sus guedejas.
—¿Cuánto tiempo estaréis fuera? —murmuró Tara, embebida
en el movimiento de los dedos de Desmon y la sensación
relajante de que le acariciaran el cabello.
—Espero regresar pronto, pero es posible que no lo pueda
hacer hasta dentro de dos días. —Estiró el otro brazo y rodeó
la cintura de Tara para acercarla despacio pero con firmeza a
su pecho—. ¿Por qué? ¿Me echarás de menos?
—No —contestó en un jadeo.
Desmon levantó las cejas con suficiencia y sus ojos brillaron,
peligrosos e inquietantes, tal y como era él.
—No lo sé —admitió, nerviosa.
—¿Estás segura? —preguntó con suavidad. Su aliento cálido y
el ligero olor a whisky le besaron los labios. Y ella se los mojó
con la punta de la lengua para saborearlos en su piel. Al
percibir el gesto, Desmon no desaprovechó la ocasión—.
Déjame que te los humedezca yo.
Su boca se cernió sobre la de ella, pero Tara apenas percibió el
roce de sus labios. No así la caricia de la lengua de Desmon
dibujando el perfil de su boca y jugueteando a tentar su
entrada.
—¿No me echarás de menos? —volvió a preguntar con
gravedad.
—No… —jadeó.
Desmon intensificó el beso hasta que su lengua se enredó con
la de ella y la tuvo totalmente bajo su control.
—¿Seguro? —insistió en un descanso, para al momento volver
a besarla como si solo ella fuese el agua que pudiese calmar su
sed.
Tara volvió a sentir aquella extraña sensación de
intranquilidad e impaciencia. Su corazón bombeaba rápido y
sus piernas apenas si la sostenían, pero no quería dejar de
sentir aquel atisbo de locura que la asaltaba cada vez que él le
prodigaba sus caricias. Eran adictivas, emocionantes, pero
también insuficientes. Se aferró a los hombros de Desmon y
pegó más su cuerpo al de él. Se contoneó en busca de alivio,
de la liberación que deseaba conseguir, y él aprovechó para
levantarla por el trasero y poder acceder a su escote.
En cuanto los labios de su marido succionaron el montículo de
su pecho, Tara echó la cabeza hacia atrás, entregada.
—Confiesa que me echarás de menos —exigió,
mordisqueando con suavidad el pezón a través de la tela—.
Dilo o pararé.
Tara sujetó la cabeza de Desmon contra su pecho para impedir
que lo hiciese y lo apretó más contra ella.
—Admítelo. —Desmon arrastró con los dientes la tela y dejó
el rastro húmedo de su lengua, que se dirigía hacia el pezón.
—Sí… —aceptó en cuanto él succionó la cumbre de su pecho.
Sonrió triunfante y la deslizó despacio por su cuerpo hasta
depositarla en el suelo.
—Lo sabía —gruñó con voz grave—. Recuérdalo hasta mi
regreso.
La besó con suavidad en los labios y se alejó de ella, dejándola
con un sentimiento de abandono y frustración difícil de
manejar. Ante el estupor de la joven, salió de la habitación y
Tara se quedó sola.
CAPÍTULO 9
Desmon bajó al salón, donde lo esperaba Rodric mientras
hablaba distendidamente con Brenn, pasó de largo ante la
sorpresa de ambos, salió del castillo y metió la cabeza en el
agua helada del abrevadero para caballos que había junto a la
puerta del establo.
Sabía que no tendría que haberla tocado. Esa había sido su
intención cuando subió a la estancia a buscarla. Se trataba de
informarla de su partida y recoger algunos utensilios
personales, pero, como cada vez que se encontraban a solas,
no podía evitar desearla, querer doblegar esa altivez que
mostraba y conseguir que se rindiese ante él. Y podría haberlo
logrado —sabía que ella estaba preparada y Dios era testigo de
que él también—, pero no quería que las prisas le vencieran;
yacer con ella y luego tener que marcharse no le pareció
correcto. Quería estar allí el día siguiente, quería demostrarle
que no había nada malo en aquel acto que era más de entrega y
de placer que de sufrimiento.
—O solucionas pronto el asunto con tu esposa, o no
sobrevives a este invierno por culpa de alguna afección
pulmonar —se mofó Brenn tras él.
Desmon lo fulminó con la mirada, pero sabía que no serviría
de nada. Esa era la dinámica entre ellos y las chanzas
formaban parte de su amistad.
—Pensaba solucionarlo hoy —ladró de mal humor—.
Promesa de Campbell que lo haré en cuanto regrese.
—¡Maldito Donald! —ironizó el irlandés.
—Necesito que seas mis ojos mientras yo no esté.
—¿Ningún otro miembro de tu cuerpo más?
Desmon lo señaló de manera amenazante y Brenn levantó las
manos.
—Entendido. Tus ojos.
—Intentaré estar de regreso lo más pronto posible.
—¿Crees que conseguirás algo?
—Espero lograr que no se maten antes de que Balliol sea
nombrado rey. Después, mucho me temo que las cosas se
complicarán. Si efectivamente Alasdair McDougall es
nombrado sheriff, se encargará de hacernos la vida imposible.
—¿Te incluyes?
—A mí y a todos los que apoyamos a Bruce. Es el pago por mi
silencio, por proteger a la poca familia que me queda.
Desmon partió apenas veinte minutos después, cuando Cadha
le entregó un zurrón con algo de ropa. Tara lo vio desde la
ventana de su alcoba y allí permaneció hasta que la noche la
venció. No quiso salir de sus aposentos. Le sirvieron la cena
caliente en su estancia y se acostó temprano. Sin embargo, no
lograba dormirse. Sentía el cuerpo enardecido y repetía una y
otra vez las imágenes de las caricias de Desmon, que parecían
estar grabadas a fuego en su mente. Solo dos personas podían
arrojar luz sobre sus dudas, una se había marchado aquella
tarde y la otra estaría en su alcoba.
La doncella le había dicho cuál era su habitación por si
precisaba algo y ella, durante aquellas semanas de hastío, no
había hecho otra cosa que memorizar el castillo de arriba
abajo. Apartó las pieles, se cubrió con una manta de lana y
recorrió con una vela los pasadizos silenciosos hasta el ala que
ocupaba la servidumbre. Una vez delante de la puerta de
Muriel, llamó con tímidos golpes para no despertar a nadie
más.
—Mi señora —murmuró sorprendida al verla al otro lado—.
¿Qué hacéis aquí a estas horas? ¿Precisáis algo?
—¿Podemos hablar? —Tara se arrebujó con la manta para
calmar el frío y, de inmediato, Muriel le cedió el paso.
La doncella le ofreció la única silla que había y se sentó en la
cama, a la espera de lo que le tuviese que decir.
—¿Cómo sabes que yacer con un hombre no duele? —dijo sin
ambages.
Muriel parpadeó y meneó la cabeza, confusa ante la sorpresiva
visita y la sinceridad de su señora.
—Por experiencia propia —confesó con tiento.
Tara abrió los ojos y se inclinó hacia delante.
—¿Qué hay del después? Bueno, intuyo en qué consiste el
durante, pero sé que también necesito saberlo con certeza.
—Es difícil de explicar. El acto en sí se trata sobre todo de
sentir y dejarse llevar…
—¿Así actúan las mujeres del burdel? —sugirió Tara.
Fue tal la desesperación que Muriel vio en su señora que se
apiadó de ella y tomó una de esas decisiones que tantas veces
le habían acarreado problemas.
—Mañana, al anochecer, nos escaparemos al burdel.
Los ojos de Tara se abrieron de manera desmesurada.
—¿Por qué no hoy? Mi esposo no está.
—Porque es demasiado tarde y peligroso. Mañana saldremos
al atardecer y estaremos de vuelta antes de la hora de la cena.
—Brenn nos tendrá vigiladas.
Muriel esbozó una sonrisa de suficiencia.
—Dejadme a mí al irlandés. Yo me ocupo.
Castillo de Caerlaverock. Condado de Dumfries. Lowlands

Desmon llevaba horas esperando que los McDougall se


dignaran a aparecer. En cuanto llegó al castillo de los Donald,
un emisario había enviado una misiva citándolos a la mañana
siguiente. No obstante, era casi la hora de la comida y seguían
sin dar señales de acercamiento.
—Esta es la manera más común de proceder de nuestros
vecinos, Campbell —habló Clyde, el laird de los Donald. Era
un hombre mayor, de complexión gruesa, barba tupida y larga
y gesto serio, pero había sido el mejor amigo de su hermano
Braden durante años y lamentó como nadie el ataque que
sufrió Carlisle y su pérdida. La diferencia notable de edad
entre Desmon y Braden, junto con el hecho de que él había
desaparecido durante años, conjuró que su relación con el laird
Donald no fuese de tanta complicidad como la de su hermano.
Sin embargo, lo respetaba y apreciaba.
—No desesperemos. Estoy seguro de que aparecerán —intentó
calmar los ánimos caldeados que había en aquel salón cuando
lo que él deseaba era largarse de allí lo más pronto posible.
Tenía planeado llegar a Cumbria a la hora de la comida, y
todavía estaba en Dumfries. Pese haberle dicho a su esposa
que era posible que tardase dos días, no pensaba retrasar tanto
su ausencia.
Como si los hubiese conjurado, el vigía les avisó de que los
McDougall acaban de llegar, pero que no lo hacían solos. Si
Desmon creyó que podía actuar como mediador, tuvo serias
dudas de conseguirlo cuando Alasdair McDougall accedió al
salón de los Donald con John Comyn.
—Campbell —lo saludó el señor de Badenoch con aquella
pose de superioridad que tanto odiaba.
—Comyn —respondió, escueto.
—No sabía que ahora vuestro interés consistía en intervenir en
las disputas de clanes como si fueseis una autoridad —lo
interpeló.
—No lo sabéis porque no es cierto.
—Sin embargo, estáis aquí.
—En calidad de amigo y vecino de los Donald y los
McDougall.
—Vuestra buena fe os honra —replicó, irónico.
—¿Podéis decir vos los mismo?
Comyn lo fulminó con la mirada, pero Desmon no quiso
alargar más aquel rifirrafe, al contrario, quería acabar con
aquello cuanto antes. Le dio la espalda y estrechó la mano de
Alasdair McDougall.
Iba a ser una velada tensa y no le cabía ninguna duda de que se
le iba a hacer eterna.
Castillo de Carlisle. Cumbria. Lowlands
—Creo que el señor agradecerá más un estofado para la cena
que la carne asada que sugiere, señora. Después de su viaje, y
teniendo en cuenta que no sabemos con certeza si regresará
esta noche, entrada la madrugada o ya mañana, el asado se
endurecerá, mientras que el guiso seguirá manteniendo la
carne tierna. Además, cabe la posibilidad de que el laird llegue
de madrugada, por lo que precisará algo caliente que le temple
el cuerpo.
—El laird me informó de que podía demorarse dos días. Por
ello, prepararemos una sopa y después la carne.
Muriel las miraba de hito en hito. Estaba claro que Tara no
quería dar su brazo a torcer, pero también era evidente que
Cadha no estaba dispuesta a ceder el control de sus
quehaceres. Ambas llevaban todo el día enfrascadas en
disputas educadas sobre cualquier tema, como la hora de las
comidas, qué se serviría o la idea de Tara de adornar el salón y
algunas estancias, que tenían entretenido a gran parte del clan.
La doncella miró sobre su hombro y percibió la presencia de
Brenn, apostado junto a la chimenea, de brazos y piernas
cruzadas, mirando divertido la escena. Se dirigió hacia él y se
interpuso en su campo de visión.
—Parece que os deleitáis con la imagen de vuestra señora
queriendo ocupar su lugar.
—Ahora mismo, me parece lo más interesante que se puede
ver por aquí.
—¿Más que yo? —inquirió, coqueta.
Aquello fue suficiente para que Brenn dejara de prestar
atención a Tara y a Cadha y se centrase en la joven que tenía
delante.
—¿Más de lo que yo os pueda ofrecer? —se insinuó.
—Ahora sí tienes todo mi interés. ¿Qué me propones
exactamente? —ronroneó, acercándose más.
—Antes del anochecer, vos y yo… —Muriel jugueteó con
disimulo con el cordón que sujetaba los pantalones del
irlandés.
—Así que sí os gustó nuestra experiencia en el lecho —
murmuró, inclinando la cabeza para encontrarse con los ojos
expresivos de la muchacha.
—Tal vez teníais razón y debamos repetir para comprobarlo.
—A cambio de… —sugirió Brenn.
De pronto, fue como si a la joven le cayese un balde de agua
fría, se alejó de él y Brenn se dio cuenta demasiado tarde de
que la había ofendido.
—Ya no vendo mis servicios —afirmó con entereza.
—No he querido insinuar que os iba a pagar por ello. —Brenn
avanzó un paso, pero Muriel retrocedió otro.
—Me entrego a quien me plazca y cuando me plazca.
—Por supuesto. Lo lamento, solo quería saber si podía hacer
algo por ti.
—Seguís creyendo que tengo un precio. Pues que os quede
claro: aquí soy libre. Me pagan por atender a la señora y me
proporcionan un hogar, una cama y comida caliente. Me
consideran una más del clan.
—Y lo eres —intentó calmarla Brenn.
—Hace años que aprendí a defenderme sola y a labrarme mi
propio destino a costa de lo que fuese y de quien fuese. Por
primera vez en mucho tiempo, estoy en un lugar en el que se
me trata con respeto, y no estoy dispuesta a perderlo.
—Lamento haberte ofendido —admitió, arrepentido.
—Era a cambio de placer que quería estar con vos, pero ahora
ya no sé si es buena idea.
—¿Qué puedo hacer para reparar mi error? Y no quiero decir
para yacer contigo. Quiero enmendar la ofensa que te he
hecho.
—No lo sé. Ahora no me apetece hablar con vos.
Muriel giró sobre sus talones para acercarse a Tara, pero Brenn
la sujetó por el brazo para impedir que se marchase y se pegó a
su espalda para hablar cerca de su oído.
—No me importa tu pasado ni a lo que te dedicabas cuando te
conocí. En cuanto te vi, supe que quería estar contigo, y
cuanto más tiempo paso en tu compañía, más me gustas. Tú
tampoco has sido la primera mujer con la que he estado. ¿Te
importa ese hecho?
Muriel giró la cabeza para mirarlo como si estuviese loco.
—No nos podemos comparar. Pocas veces he tenido intimidad
por placer, sin embargo, vos, todas y cada una de las veces.
Brenn no pudo evitar gruñir de frustración. Aquello no estaba
yendo como se suponía que debía ir.
—No me refiero a eso. Deberías saberlo. No soy esa clase de
hombre.
—¿Debería? ¿Por qué? No os conozco lo suficiente como para
adivinar vuestros pensamientos o intenciones cuando habláis.
—Entonces, es el momento de empezar. Déjame
demostrártelo.
Muriel se percató de que Tara había terminado de hablar con
Cadha y la buscaba con la mirada. Tenía que ceñirse al plan
para poderse escapar del castillo porque se lo había prometido
a su señora. Y, de paso, aquello también daría una lección al
irlandés, porque ella a partir de ahora podía hacer lo que
quisiese. Incluso dejarlo plantado.
—Está bien. Nos reuniremos al anochecer en la torre sur —
claudicó.
—Allí estaré —aseveró con gravedad. La miraba turbado y
arrepentido. Solía ser diestro en el trato con las mujeres, sin
embargo, tenía que reconocer que había pecado de frívolo y
confiado con Muriel y que la situación se había escapado de
sus manos.
—Ahora, debéis dejarme ir —sugirió ella.
Brenn la soltó y la contempló mientras marchaba a reunirse
con Tara.
—¿Todo bien? —La joven señora miró al irlandés y luego a su
doncella, que asintió.
—Conforme a lo acordado —susurró.
—Pues Brenn parece demasiado serio y preocupado. ¿Seguro
que no sospecha nada?
—Podéis estar tranquila.
—¿Qué le habéis dicho para que esté así?
—Nada tan malo como lo que él me ha dicho a mí. —Cogió el
brazo de su señora y la instó a salir del salón.
—¿Ha sido desagradable contigo? —se sorprendió Tara. El
irlandés siempre la había tratado con corrección y le parecía
mucho menos bárbaro que su esposo.
Muriel suspiró. No, no había sido desagradable. Había sido
desafortunado. Pero es que hacía tiempo que no se sentía una
prostituta y él le había devuelto la incómoda sensación de
sentirse sucia y menospreciada. Al parecer, a sus ojos, nunca
dejaría de ser la mujer que conoció vendiendo sus favores.
—No, mi señora. No tenéis nada de lo que preocuparos. Ahora
subamos y terminemos de organizar el plan. ¿Habéis pensado
qué poneros? No debéis llamar mucho la atención.
Aquel cambio en la conversación fue suficiente para que Tara
dejase de lado su interrogatorio sobre Brenn y se emocionase
con la insólita aventura que iban a emprender.
Castillo de Caerlaverock. Condado de Dumfries. Lowlands

—Si no os complace mi petición de ser el sheriff, haber


apoyado a Balliol cuando él os lo pidió —sugirió con soberbia
Alasdair McDougall.
—Balliol debe ser un necio si cree que vos sois un hombre de
honor que lo servirá sin condiciones. Vuestro linaje demuestra
lo falto de orgullo que es vuestro clan —lo atacó Clyde
Donald.
—Si volvéis a mancillar mi honor y el de mi familia, nada
impedirá que os cierre la boca para siempre. Ni siquiera la
hospitalidad escocesa por hallarme en vuestro hogar.
—Procedéis de ascendencia vikinga —continuó el laird del
clan Donald—. Del temido Ivar Sin Huesos, ni más ni menos.
Y, sin embargo, nada impidió que los traicionarais cuando
Haakon de Noruega quiso conquistar las islas Hébridas.
—¿Me estáis llamando traidor?
—Vuestros antepasados les hicieron creer que no tomaríais
partido y luego os unisteis a nosotros, los escoceses, cuando
visteis nuestra superioridad —insistió el viejo laird—. Sopláis
siempre a favor del viento y en este caso es de John Balliol.
Veremos durante cuánto tiempo.
Alasdair se levantó y golpeó la mesa con los puños.
—Os recuerdo que a vos también me unen lazos de sangre y
que si, tal y como afirmáis, traicioné a mis antepasados
vikingos, no dudaré en hacerlo con vos, que no gozáis ni de mi
estima ni de mi respeto.
—Vuestro clan no respeta a nadie —intervino Rodric,
alterado.
Aquello iba de mal en peor y Desmon temía que en verdad
aquella reunión terminase en una guerra entre clanes, tal y
como habían tratado de evitar a toda costa desde que había
regresado de Irlanda para hacerse cargo de Carlisle.
—¡Ya basta! —rugió. El tono grave de su voz se impuso y el
eco de sus palabras reverberó por el salón—. A vos —señaló a
Alasdair—, no os conviene que Balliol se entere de las
trifulcas que lleváis a cabo con los Donald. A las puertas de su
nombramiento, no dudará en deshacerse de todo aquel que
interfiera en su camino o manche su nombre. Así que podéis
despediros de ser el sheriff de Argyll si se entera de que vais
pregonando por ahí el poder del que todavía no gozáis. Y vos
—se dirigió hacia Clyde y Rodric— tenéis que poner de
vuestra parte si no queréis que Balliol tome vuestro
desacuerdo con los McDougall como un desafío a su
nombramiento. Por el bien y el futuro de ambos, sugiero que
esto termine aquí y ahora. Cuantos más lazos rompamos entre
nosotros, más vulnerables seremos contra Eduardo.
Tras unos instantes de silencio, resonaron en el salón de
Caerlaverock los aplausos de Comyn, por lo que todas las
miradas se dirigieron hacia el hijo del señor de Badenoch.
—Bravo, Campbell. Yo no lo hubiese expresado mejor. No
obstante, y dado que John Balliol y Eduardo I tienen una
relación cordial, no creo que debáis poneros en contra del rey
de Inglaterra. Os recuerdo que vuestras tierras son fácilmente
accesibles para los ingleses.
—¿Es una amenaza, Comyn?
—Es información que, considero, os puede ser de mucha
utilidad.
—No tenéis que preocuparos, sé muy bien dónde está mi
castillo y los peligros de los que tengo que proteger a mi gente.
—Eso espero, por vuestro bien.
Desmon tuvo que apretar los puños para no lanzarse contra
Comyn. Allí estaba él, un Campbell, prodigando calma y
sensatez, cuando ardía por llevar a cabo allí mismo la
venganza por la muerte de su hermano. Inspiró hondo y se
dirigió a los otros dos clanes.
—Vuestras desavenencias pueden causar graves conflictos a
las puertas del nombramiento —insistió Desmon a los Donald
y los McDougall. Necesitaba salir de allí cuanto antes, pero no
lo haría hasta asegurarse de que no desatarían una guerra—.
Debéis darme vuestra palabra, aquí y ahora, de que no habrá
represalias por parte de ambos que compliquen aún más la
situación.
—Que prometa el futuro sheriff de Argyll que no utilizará su
poder para castigarnos cuando sea nombrado.
—No volváis a insultar mi honor. Tened claro que, si no hacéis
nada por lo que se os pueda penar, no lo haré.
Desmon vio la oportunidad perfecta. Un acercamiento
involuntario de posturas por parte de ambos, un compromiso
que no pensaba desaprovechar.
—¿Dais vuestra palabra? —se apresuró a preguntar.
—Por supuesto —respondió Alasdair en un alarde de hombría
y orgullo.
—Ahí la tenéis —señaló Desmon a los Donald—. ¿Y vos?
¿Estáis dispuestos a mantener la paz por vuestro honor?
—Los Donald jamás faltamos a nuestra honra —apuntó Clyde.
—Entonces, estamos de acuerdo —afirmó Desmon,
contundente.
El pacto se selló cuando ambas partes se estrecharon las
manos, pero, en cuanto Desmon tuvo la ocasión de hablar a
solas con Alasdair, no perdió la oportunidad de hacerle saber
que iba a vigilar todos sus movimientos.
—Si no cumplís con lo prometido, yo mismo hablaré con
Balliol y me aseguraré de que os retire el cargo. Como bien
sabéis, además de ser mi pariente, mis tierras son claves para
él.
Alasdair lo fulminó con la mirada, pero se abstuvo de
protestar. Con un seco asentimiento de cabeza, dio por zanjada
la conversación.
En cuanto los McDougall salieron de Caerlaverock, Desmon
hizo lo propio hacia Carlisle. Con suerte llegaría antes del
anochecer y aquella noche… Oh, aquella noche, nada ni nadie
lo libraría de demostrarle a su esposa lo que era en verdad
consumar el matrimonio.
CAPÍTULO 10
Castillo de Carlisle. Cumbria. Lowlands

Tara terminó de ajustarse la capa de color verde al cuello y se


cubrió el cabello con la capucha. Le temblaban las manos por
la emoción, y la inquietud que sentía hacía que notase las
piernas inestables y como si en el estómago tuviese un
estanque lleno de ranas. Sin embargo, era la primera vez que
emprendía una aventura de ese calibre y la emoción que la
embargaba opacaba todas las consecuencias negativas que se
negaba a contemplar. A la espera de que Muriel llegase a
buscarla, se acercó hasta la ventana para apreciar el atardecer.
Le gustaba el tono amarillo y naranja que la luz proyectaba
sobre el bosque. Aquellas tierras no eran tan abruptas como las
de las Highlands, pero había un encanto especial en la
frondosidad de los árboles y la suavidad de sus colinas.
—Mi señora. —La doncella entró de manera precipitada en la
habitación—. Debemos irnos ya. Brenn va camino de la torre
norte y me he ocupado de despejar el patio principal. Es ahora
o nunca.
Tara corrió hacia la puerta, sujetó el picaporte e inspiró hondo
antes de mirar a Muriel.
—Pues que sea ahora.
Se escabulleron del castillo con rapidez, pegadas a las paredes
de piedra del muro, sobre las que ya no iluminaba el sol;
llegaron al portón y Tara miró con curiosidad a Muriel.
Siempre había algún miembro del clan para controlar la puerta
y ahora el patio estaba desierto.
—¿Y el vigía? ¿Cómo has conseguido que abandone su
puesto?
Muriel se encogió de hombros y evitó su mirada. Lo cierto era
que lo había enviado en busca de Brenn. Le dijo que el
irlandés solicitaba su presencia con urgencia y donde
encontrarlo, que no era en la torre norte, por supuesto.
—Regresará en breve. —Se asomó y vio que el vigilante del
muro empezaba su ronda hacia el otro lado—. Debemos salir
ahora.
Abrieron la puerta y cruzaron el puente que había sobre el foso
como si las persiguiese la muerte. Solo cuando alcanzaron los
primeros árboles del bosque y se encontraron a resguardo de
ser descubiertas, pudieron detenerse. Se miraron en silencio y
estallaron en carcajadas, más bien causadas por los nervios
que por la alegría de haber escapado sin consecuencias.
Porque esa parte del plan podía torcerse en cualquier
momento.
—Tenemos que darnos prisa y volver antes de la cena para que
nadie advierta que no estamos.
—He dicho al ama de llaves que me dolía la cabeza y me
retiraba a descansar, que no me molestase. Me ha mirado mal
y ha musitado que tanto impedimento con los platos de la cena
para luego no asistir.
Muriel soltó una carcajada y, tras alejarse un poco más del
castillo, instó a Tara a regresar al camino y acelerar el paso
para llegar al pueblo cuanto antes. Se cruzaron con varios
aldeanos y Tara tuvo el tiento de agachar la cabeza para que la
capucha le cubriese el rostro. Había elegido el vestido más
viejo que tenía para pasar desapercibida, aunque no estaba
muy segura de que alguien la pudiese reconocer. Solo había
bajado al pueblo en dos ocasiones y no solía relacionarse
demasiado con la gente del castillo, aun así, toda precaución
era poca.
Desmon cabalgó como si no hubiese un mañana para llegar a
Carlisle antes de la hora de la cena. En cuanto cruzó el portón,
preguntó al vigía por su amigo irlandés y este le dijo que
estaba esperando su regreso, se ofreció a ir en su busca para
informarlo de su llegada y se retiró. El laird dejó el caballo en
la cuadra para que se repusiese y entró en el castillo. Cadha
fue la primera en recibirlo.
—Mi señor, no le esperábamos tan temprano.
—¿Mi esposa? —preguntó sin demora.
—Se sentía indispuesta, laird.
—¿Está enferma?
—Acusaba dolor de cabeza y se retiró a descansar. Está en sus
aposentos.
Desmon hizo una mueca de disgusto. No contaba con que Tara
no estuviese lista para él. Se asearía y, mientras, la dejaría
descansar.
—Prepárame un baño en la estancia que era de Eryn —ordenó.
—Enseguida.
Subió los escalones de dos en dos, dispuesto a quitarse de
encima el polvo del camino lo más rápido posible. No
obstante, no pudo evitar detener sus pasos delante de la
habitación en la que descansaba Tara. Suspiró, rendido, y abrió
la puerta de la otra alcoba. Al momento, varias sirvientas
llegaron, prendieron los troncos de la chimenea y llenaron con
cubos de agua caliente la tina. En cuanto estuvo a solas, se
sumergió y dejó que el calor templara los músculos
agarrotados del viaje. Intentó relajarse durante unos instantes,
pero estaba demasiado ansioso por encontrarse con su mujer y,
tras enjabonarse con fruición, salió de la bañera. Se rodeó con
un paño de lino las caderas mientras con otro se secaba el
cabello, los hombros y los músculos de su pecho cuando, de
pronto, la puerta se abrió de golpe y Brenn apareció como él
no lo había visto jamás, iracundo y acalorado.
—No están —afirmó con los dientes apretados y la respiración
agitada.
—¿Quiénes? Por cierto, te he buscado al llegar. —Desmon se
subió los pantalones de cuero, estaba anudándose el cordón
cuando Brenn habló.
—Tu esposa y Muriel se han ido.
Despacio, giró el rostro hacia su amigo.
—¿Cómo dices? —preguntó con tiento.
—Muriel me dijo que la esperase en la torre norte, y no ha
aparecido. La he buscado por todo el castillo y nadie la ha
visto, excepto el vigía al que mandó a buscarme porque
supuestamente yo lo había hecho llamar. El portón estaba sin
vigilancia y tu esposa no abre la puerta.
Salió de la estancia con Brenn pisándole los talones e irrumpió
en su alcoba sin miramiento. En efecto, Tara no estaba.
Rebuscó en el armario y los cajones y comprobó que tanto los
vestidos como sus efectos personales estaban allí. Dejó
escapar el aire que no sabía que estaba reteniendo y negó con
la cabeza. Tal vez no había huido. Quizás, simplemente, había
salido con su doncella a dar una vuelta. Pero ¿por qué solas?
¿Por qué sin avisar? ¿Por qué a escondidas?
—Mi señor… —El dudoso timbre de voz de Broc lo sacó de la
neblina de ofuscación, enfado y, sí, temor también.
—Muchacho —advirtió con voz lúgubre. No le cabía ninguna
duda de que el joven sabía dónde estaba su esposa.
—No os va a gustar lo que os voy a decir, laird. —El mancebo
retorcía la boina entre sus manos con impaciencia.
—Me arriesgaré a ello. ¿Dónde está? —lo presionó con
urgencia.
—Las he seguido a escondidas hacia el burdel —dijo sin más.
Y entonces Desmon lo vio todo negro.
Muriel no conocía demasiado bien el pueblo, apenas si llevaba
dos días allí cuando Brenn fue a buscarla para llevarla al
castillo, pero siempre se había orientado con facilidad. Había
aprendido a buscar la salida en cuanto entraba en un sitio
nuevo y a trazar en su mente el camino más seguro para su
huida. Por eso sabía que la mejor opción para que no fueran
descubiertas era bordear el pueblo por el linde del bosque. No
obstante, también era el más arriesgado, porque podían
vérselas con maleantes, ladrones u hombres capaces de
hacerles cosas mucho peores.
Tara siguió a Muriel en su apresurado paso hasta que llegaron
a la parte de atrás de una edificación de piedra. La joven abrió
una puerta de madera y atravesaron un patio que olía a
excrementos de animales y a comida rancia. A un lado, dos
cerdos se revolcaban en el barro y al otro, las gallinas
descansaban en el corral. La doncella golpeó con impaciencia
la puerta de la casa hasta que una señora mayor, ataviada con
una blusa que dejaba gran parte de sus generosos pechos al
descubierto, la miró con sorpresa.
—¿Qué…? —empezó a hablar, pero Muriel se apresuró a
detenerla.
—Tengo que hablar contigo en privado, Gunna. Ahora.
—¿Y tu amiga?
—¿Puede esperar dentro? No quiero dejarla sola.
—Ay, niña. Nunca aprenderás. El peligro en estos lugares
siempre está dentro.
La familiaridad con la que aquella mujer trataba a Muriel, y a
su vez el hecho de que su doncella la conociese hasta por su
nombre, sorprendió a Tara. No obstante, no prestó demasiada
atención a los cuchicheos de aquellas mujeres porque estaba
ocupada en mirar en el interior para ver si podía discernir algo.
—Pasad —dijo al fin la dueña del burdel.
En cuanto traspasaron la puerta y los ojos de Tara se
acostumbraron a aquella oscuridad, comprendió que estaban
en la cocina.
—¿Me traes a alguna amiga? —Gunna rodeó a Tara y
comenzó a mirarla como si fuese mercancía que pudiese
comprar.
—No es lo que crees.
—Es bonita. Y elegante. Parece de buena familia. —Sin su
consentimiento, tomó una de las manos de Tara y la evaluó—.
No parece que haya faenado demasiado. Si quisiese…
—No —la cortó Muriel de nuevo—. Hablemos. A solas, por
favor. —El ruego en el tono de voz de la muchacha fue
suficiente para que Gunna comprendiese que aquel era un
asunto delicado.
—Cuánto secreto, niña. Sígueme. —Gunna salió de la cocina
y Muriel se acercó a Tara antes de ir tras ella.
—Esperadme aquí, mi señora —murmuró—. No me demoraré
en volver.
Tara asintió y Muriel se apresuró a seguir los pasos de Gunna.
Una vez a solas, miró de un lado a otro, pero la curiosidad
pudo más que la prudencia y se asomó a la puerta por la que
habían desaparecido. Un oscuro corredor discurría hacia la
izquierda y otro a la derecha. Agudizó el oído y escuchó voces
hacia la izquierda. Avanzó un paso tras otro hasta que, después
de un recodo, vislumbró algo de luz y el sonido de risas llegó a
sus oídos. Se detuvo, titubeante; sabía que no debería seguir,
pero era tanta la curiosidad que la invadía que fue incapaz de
detenerse. La puerta estaba entreabierta y se coló en el salón.
Había mesas ocupadas por algunos hombres que charlaban y
bebían, pero fueron las mujeres las que llamaron su atención.
Al igual que la mujer de la cocina, sus vestidos acentuaban el
busto, la cintura y las caderas. Por lo otro, parecía una taberna
de las muchas en las que se había visto obligada a pernoctar en
su viaje de las Highlands hasta Carlisle.
—Eres nueva por aquí —la sobresaltó un hombre a su derecha.
Giró la cabeza y se percató de que había una barra de madera
sobre la que se servía bebida—. ¿Quieres beber algo antes de
empezar?
Ella inclinó la cabeza, sin entender a qué se refería, pero se
limitó a consentir. Tomó asiento en un taburete y dio el primer
sorbo de la bebida que el hombre había dejado a su lado.
Aquel brebaje era mucho más fuerte que la cerveza que le
servían en el castillo y tuvo que contenerse para no toser. No
obstante, el mozo percibió su reacción y sonrió.
—Te vendrá bien para lo que tendrás que aguantar esta noche
—afirmó—. Algo me dice que muchos serán los que
solicitarán tu compañía.
Aquellas palabras, seguidas por la mirada indiscreta que
resbaló por su cuerpo, le pusieron el vello de punta.
—Gilmer —lo llamó una mujer a su lado con voz suave y algo
rasgada—. Sírveme lo mismo, por favor.
Tara la miró con interés. Era bonita, tal vez algo mayor que
ella, pero sin duda su atractivo era notable. Además, tenía
ademanes refinados y llevaba un vestido confeccionado con
tela más costosa que el resto de las mujeres.
Una sonora carcajada sonó tras ellas y miró de reojo a tiempo
de ver a un hombre agarrar por el trasero a una mujer y
enterrar la cabeza en medio de sus enormes pechos. Un súbito
rubor la acaloró, pero no desvió la mirada hasta que comprobó
que la mujer parecía aceptar de buen agrado aquellos
tocamientos y lo incitaba a seguir.
—Vos no encajáis aquí —observó la mujer a su lado—. ¿Con
quién habéis venido?
—Con mi doncella.
Al momento se dio cuenta de su error. Nadie en Carlisle
tendría una doncella a excepción de la mujer del laird. Iona
también se percató del detalle porque la miró con sorpresa y
después con detenimiento, como si la evaluara, para
finalmente hacerlo con cierto desdén.
—¿Sabe el laird que estáis aquí?
—Tengo que irme. —Tara se levantó con rapidez y decidió
volver a la cocina.
—¿A qué habéis venido? —intentó detenerla, pero Tara siguió
andando hasta que la siguiente frase la paralizó—. ¿Acaso me
buscabais?
Giró sobre sus talones y la miró con detenimiento.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Creí que sabíais que vuestro esposo goza de mi compañía…
—meditó en voz alta—. Entonces, ¿a qué debemos vuestra
visita?
Algo hizo que el estómago de Tara se encogiese al imaginarse
a Desmon con aquella mujer.
De repente, un brazo la rodeó por la cintura, le dio la vuelta y
pegó su cuerpo al de ella. Cuando intentó liberarse, el aliento
fétido del alcohol y la falta de higiene casi le dio arcadas.
—Eres nueva —bisbiseó aquel hombre con convicción—.
Jamás te he visto por aquí, ya te habría catado.
Ella lo empujó con fuerza, pero no consiguió deshacerse de su
agarre. El corazón comenzó a latirle desbocado y comprendió
que aquella aventura tal vez encarnaba peligros que no había
calculado.
—Soltadme —exigió con altivez.
—¿Por qué? ¿Acaso no soy bueno para ti? —Miró a la otra
joven y luego a ella—. ¿También estás reservada para el laird?
—Yo de ti no la tocaría —sugirió Iona con desgana.
Sin embargo, aquel indeseable no parecía estar por la labor de
soltar a su presa. Tara empezaba a angustiarse cuando escuchó
el grito de Gunna y Muriel tiró de ella para alejarla.
—Si la vuelves a tocar, te quedarás sin manos —advirtió
Gunna. Se interpuso entre Tara y aquel hombre y se dirigió a
él con las manos en sus anchas caderas y actitud amenazante.
—Pagaré lo que me pidas —insistió.
—No sabes lo que dices. A nadie nos conviene que se sepa
que has puesto tus sucias manos sobre esta mujer y juro por
Dios que me gustaría que te diesen una paliza por no obedecer
cuando se te ordena que la dejes en paz. Por eso, te lo advierto:
no te permitiré el acceso a este lugar si vuelves a intentar
imponerte por la fuerza a alguna de mis mujeres.
El hombre levantó las manos y se tambaleó hacia atrás.
—Me pones cuando eres arisca —farfulló, al tiempo que se
palpaba la erección.
Gunna puso los ojos en blanco y se dirigió al hombre que
había tras la barra de madera.
—Si vuelve a importunar a una de mis chicas, sácalo. Sin
contemplaciones. —Acto seguido miró a Tara y suspiró—.
Seguidme.
Apresuradas, Muriel y Tara siguieron de nuevo a Gunna por el
pasadizo que las había llevado hasta allí. Pasaron de largo por
la cocina y subieron unas escaleras hasta el primer piso.
—¿Os encontráis bien, mi señora? —preguntó Muriel,
preocupada ante el mutismo de Tara.
Ella asintió, pero no dijo ni una palabra.
—No deberíais haber salido de la cocina —la reprendió su
doncella.
—Hemos llegado —avisó Gunna al detenerse delante de una
puerta. La miró con preocupación—. Si el laird se entera de
esto, me matará.
—Nosotras tampoco queremos morir —contestó Muriel—. Y,
como estamos de acuerdo en que esta no ha sido la idea más
afortunada que podríamos tener, ambas lo mantendremos en
secreto.
Gunna negó con la cabeza y abrió la puerta.
—Diez minutos —advirtió.
—Quince —contraatacó Muriel, a sabiendas de que diez
minutos podrían ser demasiado poco.
Resignada, Gunna cabeceó.
—Ni uno más.
Tara asintió y accedió a aquella estancia diminuta que parecía
más una despensa que una alcoba. En cuanto la puerta se
cerró, la oscuridad se cernió sobre ellas.
—¿Qué hacemos aquí? —quiso saber.
—Mi señora, tenéis que mirar por ese agujero —murmuró
Muriel—. Os esperaré al otro lado, en el corredor.
Tara se percató, cuando sus ojos se acostumbraron a la
oscuridad, de que un pequeño haz de luz se colaba por la
madera de la pared. No lo dudó ni un momento: apoyó ambas
manos y miró a través de aquel hueco.
Desmon no recordaba haber llegado al pueblo con tanta
presteza. Como tampoco recordaba haber entrado al burdel
como un energúmeno, pero fue evidente que la discreción
había brillado por su ausencia cuando la actividad se detuvo y
todos lo miraron sorprendidos. Iona intentó rodearlo por el
brazo, pero él se apartó con brusquedad y repasó el salón en
busca de su mujer.
—Ahora no, Iona —murmuró con contención.
—Hacedme caso, laird —susurró para que solo él la escuchase
—. Sé dónde podéis encontrarla.
Aquello llamó la atención de Desmon, que fijó sus ojos en
ella.
—¿Dónde? —escupió con los dientes apretados.
Iona volvió a rodearle el brazo y lo condujo hacia las
escaleras. Los allí presentes tomaron la aparición repentina del
laird como la necesidad de yacer con la meretriz y no tardaron
en surgir los comentarios jocosos y las chanzas. Él solo tuvo
que mirar a Brenn para que este asintiese y se quedara junto a
la puerta para cubrir la salida.
Tara respiraba acelerada, inquieta y preocupada por lo que
pudiese ver escondida en aquel cuartucho, cuando de pronto la
puerta se abrió y una pareja entró en la habitación.
—Habla de una maldita vez.
Hasta ella llegó la voz de Desmon y ella de inmediato se echó
hacia atrás. En un principio pensó que lo había imaginado; no
podía ser él, puesto que le había asegurado que regresaría al
día siguiente. Era imposible. El pulso rugió en sus oídos ante
la más mínima posibilidad de que él estuviese allí, pero debía
asegurarse. Con una mano en el pecho para calmar los latidos
desbocados de su corazón y el pulso rugiendo en sus oídos,
volvió a mirar por el agujero. Ahogó un grito en cuanto lo vio
acompañado por la mujer que había conocido abajo y supo que
tenía que marcharse antes de ser descubierta. No obstante, la
curiosidad se impuso a la prudencia. Iona rodeó el cuello de su
marido con sus brazos y Tara contuvo el aliento.
—Mi señor, tenéis una esposa muy curiosa.
—No juegues conmigo, Iona. Dime dónde está o registraré
todo este endemoniado lugar hasta encontrarla.
—Sigo preguntándome a qué ha venido —ronroneó. Con sus
uñas acarició la porción de piel que dejaba la camisa de
Desmon al descubierto—. Después de asegurarme de que no
me buscaba, la única razón que se me ocurre es que sienta
curiosidad por este lugar y los actos que aquí acontecen. Pero
no puede ser… ¿Cómo podría estar casada con vos y querer
indagar qué sucede en este lugar si vos sois un amante
excelente? He experimentado vuestras atenciones y no me
cabe duda de vuestras habilidades amatorias. —Iona lo besó, y
Tara dio un paso atrás e intentó tragar el nudo de emociones
que comprimía su garganta. No era el momento de analizar por
qué estaba tan enfadada porque aquella mujer lo estuviese
besando ni tan decepcionada por el hecho de que Desmon se lo
permitiese. Ahora solo tenía una opción, y esa era huir.
Salió de aquel cuartucho con el rostro desencajado y se dirigió
a Muriel, que la aguardaba frente a la puerta.
—Tenemos que salir de aquí.
—¿Tan pronto? Mi señora, ¿estáis bien?
—Ahora. —Tara se dirigió con presteza hacia las escaleras
que bajaban a la cocina.
Muriel miró a Gunna con incomprensión y esta hizo lo propio.
—Te aseguro que he elegido a la pareja perfecta. Ya sabes que
Ronald adora a Mae y sus encuentros son apasionados pero a
la vez delicados —aseveró la dueña del burdel.
—Algo ha salido mal —aseguró la joven. No obstante, no
perdió el tiempo en intentar averiguar el qué. Salió corriendo
tras su señora y la alcanzó en el patio trasero, dispuesta a irse
sin ella si hacía falta.
—Mi señora…
—El laird está aquí —dijo al fin.
Muriel abrió los ojos como platos y comprendió la desazón de
Tara.
—¿Ha descubierto dónde estábamos?
Tara afirmó y miró con temor hacia la oscuridad de la noche.
—Tenemos que llegar al castillo cuanto antes.
La tomó de la mano y ambas corrieron por los lindes del
pueblo hasta llegar al límite del camino.
—En cuanto descubra que nos hemos ido, no tardará en
alcanzarnos —resolló su doncella.
Tara sabía que tenía razón, pero no iba a permitir que la
encontrase fuera de los muros de Carlisle.
—Tenemos que seguir —la urgió. Tiró de la mano de Muriel
para adentrarse en la arboleda, pero la joven se resistió y la
condujo de nuevo al camino.
—Sí, pero no debemos hacerlo por el bosque, no es seguro.
Tara suspiró. Todo se había torcido, pero ahora solo quedaba
no complicar más las cosas y, desde luego, ser asaltadas
supondría una dificultad añadida.
Empezaron a correr como si su vida dependiese de ello.
Jadeaban tanto por el cansancio que no fueron conscientes de
que dos caballos se acercaban hacia ellas a gran velocidad
hasta que ya fue demasiado tarde. Los pies de Tara dejaron de
tocar el suelo y de pronto se encontró tumbada bocabajo sobre
la grupa de uno ellos. Gritó, pero de nada le sirvió. Una
enorme mano la sujetaba por la espalda y, por su posición, solo
podía distinguir las botas de su captor.
—¡Soltadme! —gritó mientras se removía—. ¡Muriel!
—¿Soltarte? En cuante lleguemos pienso atarte.
Reconocer la voz de Desmon detuvo todos sus movimientos.
Pese a la amenaza de su esposo, saber que era él la tranquilizó.
—Solo he salido con Muriel a…
—Ten cuidado con lo que dices —le advirtió—. Ahora mismo
no quiero explicaciones, ni mucho menos toleraré mentiras.
Cuando lleguemos.
Tara suspiró, desanimada. Comenzaba a sentirse mareada por
la posición en la que la llevaba, pero no podía dejar de
preguntar por su doncella.
—¿Y Muriel?
—Brenn —respondió, escueto, con voz grave.
En cuanto cruzaron las puertas de Carlisle, Desmon desmontó,
la cogió por la cintura y la bajó del caballo, pero Tara estaban
tan aturdida que se le doblaron las piernas, así que la tomó en
brazos.
—Dejadme en el suelo —pidió, avergonzada, en cuanto
entraron al salón y coincidió con la mirada de sorpresa de
Cadha, que sin duda la creía en su estancia descansando. Sin
embargo, estaba segura de que había más testigos porque el
rumor de voces así se lo decía.
—No estás en condiciones de pedirme nada —gruñó Desmon.
—Ya me encuentro mejor.
—No por mucho tiempo.
Subió las escaleras hasta su alcoba y, una vez dentro, la dejó
de pie, frente a él. Tara lo había visto en actitud indiferente,
serio, pensativo, irónico, enfadado cuando hurgó entre sus
efectos personales, pero jamás tan fuera de sí como lo estaba
en aquel momento.
—Ahora sí. Exijo una explicación. —El sonido de su voz
reverberó por todo su cuerpo.
—Muriel y yo salimos a…
—Mide bien tus palabras porque no pienso admitir falacias. —
Tara levantó el mentón, pero, en cuanto se encontró con los
ojos verdes de Desmon, se instaló un nudo en su garganta que
le impidió contestar. Tenía tanto temor a su reacción que no
estaba segura de poder articular dos palabras seguidas—.
Estoy esperando —siseó.
La joven entreabrió los labios y comenzó a respirar de manera
acelerada. Sabía que no podía permanecer callada, pero
tampoco tenía demasiado claro cómo explicar qué hacía ella
en un lugar como aquel.
—¡¿Qué demonios habías ido a buscar?! —estalló Desmon. La
sujetó por los hombros para que lo mirase a los ojos.
El grito la sobresaltó y empezó a temblar.
—Maldita sea. —Desmon la soltó y se alejó unos pasos de ella
—. Te prometí que no te haría daño y por Dios que cumplo
mis promesas. Pero te aseguro que con tu temeraria aventura
me lo has puesto muy difícil. No sabes el peligro que has
corrido yendo a ese lugar. No eres consciente de lo que
hubiesen pensado si alguien te hubiese reconocido…
Entonces ella recordó que él sí iba a ese lugar. Que lo había
visto besarse con otra mujer y que él no parecía avergonzado
de ello. Y el miedo fue sustituido poco a poco por la rabia.
—Vos habéis ido —dijo de pronto con energía—. Muchas
veces. Y no os ha preocupado lo que pensaran de vos ni de mí,
que soy vuestra esposa.
—No es lo mismo —respondió, ofuscado.
—Por supuesto que no lo es. Sé los pormenores que se
atienden en ese lugar, así que no fuimos a lo mismo. Yo tenía
curiosidad y vos ibais para intimar con otra mujer.
—No he estado con ninguna maldita mujer desde que nos
desposamos.
—¿Pretendéis que os crea?
—Deberías.
Desmon no fue capaz de contestar nada más. Tara había
pasado de la frialdad y la inactividad a ser un torrente de
fuerza y emoción que no paraba de ir de un lado a otro
lanzando sus recriminaciones.
—Pues resulta que no os creo porque os he visto besarla.
—¿Cómo has dicho? —siseó, despacio.
—Subisteis a una alcoba con ella.
—Porque me dijo que sabía dónde encontrarte.
—La habéis besado.
—Ella a mí —puntualizó.
—Y vos habéis respondido.
No era cierto, pero Desmon encontró una inesperada
satisfacción al comprobar que Tara estaba molesta, puede que
incluso celosa, por el hecho de que recibiese agasajos por parte
de otra mujer.
—De eso no puedes estar segura.
Tara emitió un jadeo ahogado. Lo había visto con sus propios
ojos y el muy cretino pretendía negarlo. Además, parecía más
que satisfecho, tal vez algo divertido.
—¿Os contenta esta discusión?
—Me complace, en efecto.
—¿Más o menos que el beso?
Desmon llegó a la conclusión de que el tiempo para jugar se
había terminado. Dos zancadas le bastaron para alcanzarla y
apretarla contra su cuerpo.
—¿Quieres que te muestre cómo ha sido ese beso y cuál es la
diferencia entre que te besen y desear besar a alguien?
No esperó a que ella respondiera porque estaba seguro de que
su intención era seguir discutiendo. Sin embargo, sus planes
eran otros. Llevaba días ansiando ese momento y no iba a
demorarlo más. En un primer momento se limitó a juntar los
labios sobre los de ella y apretarla contra su cuerpo. No podía
negar que ya estaba excitado; contra todo sentido común, ver a
Tara desafiarlo, desinhibida, lo excitaba.
—Esto es lo que has visto —aseguró separándose unos
milímetros—. Y esto, esto es ansiar un beso como yo deseo el
tuyo.
Tara percibió la diferencia en cuanto los labios de Desmon se
movieron sobre los suyos, la lengua entró en juego y ella abrió
su boca para permitirle el acceso. Todo el fuego que recorría
su cuerpo creció con virulencia hasta casi sentir que la
consumiría. Se agarró a los hombros de Desmon y se amoldó a
la dureza de su cuerpo.
Había cierta desesperación en aquel beso. Una ansiedad que
los llevó a ambos al límite cuando él enredó una mano en su
cabello y con la otra presionó su trasero para apretarla contra
su erección.
—No voy a parar —la avisó en un pequeño lapso para
recuperar el aliento.
Los ojos de Tara brillaban de emoción, ella tampoco quería
que se detuviese. Vencería su miedo y llegaría hasta el final
porque no había nada que desease más que sentir las manos de
Desmon sobre su cuerpo y deslizar las suyas por el de él.
—Pedídmelo otra vez —jadeó sobre sus labios.
Desmon la miró confundido.
—Lo habéis hecho todas las noches. Pedídmelo una vez más.
Le costó hacer alarde de toda su fuerza de voluntad para
soltarla, pero, si lo que él creía que ella le pedía era cierto,
valdría la pena. Se alejó unos pasos y la miró, obnubilado por
la pasión.
—Desnúdate.
Y para su sorpresa, tras unos instantes en los que solo se
miraron, Tara desabrochó su capa y la dejó caer al suelo.
Hipnotizado, siguió el movimiento de sus manos mientras
aflojaba los cordones delanteros del vestido y este cedía sobre
su cuerpo para caer a sus pies. Vestida solo con una camisola,
se deshizo de los zapatos y de las medias de lana. Solo
quedaba aquella ligera prenda de algodón; aflojó el cordón y
despacio, con el contoneo natural que utilizaba siempre para
deshacerse de ella, pero que a Desmon se le antojó el más
erótico de los bailes, se quedó completamente desnuda ante él.
Por dentro temblaba de anticipación y cierto temor a lo
desconocido, pero nada en su pose erguida ni en la manera que
tenía de mirarlo daba a entender su perturbación.
—Es vuestro turno.
Desmon no fue tan ceremonioso a la hora de desprenderse de
su ropa. Estaba ciego de deseo y corría el riesgo de perder toda
su contención. Cuando estuvo desnudo, avanzó hacia ella,
hasta que todas y cada una de las partes de su cuerpo se
tocaron. Enmarcó con sus manos el rostro de Tara, inclinó su
cabeza y la besó de nuevo. Ella se agarró a sus antebrazos,
luego a su espalda y poco a poco bajó las manos hasta
apretarle el trasero, como él había hecho con anterioridad.
—No sé qué debo hacer —jadeó.
Desmon gruñó y la abrazó con más fuerza.
—Lo que quieras. Aquí no se trata de hacer lo correcto. Ahora
solo obedecemos a nuestro cuerpo y él sabe lo que deseas.
Escúchalo.
—¿Qué os pide a vos?
—A mí, dejar de hablar y volver a la acción.
La elevó como si no pesase nada, y ella hizo caso a su instinto
y le rodeó las caderas con las piernas. Sus sexos se rozaron y
él siseó de placer, ansioso por adentrarse entre sus pliegues.
Caminó con ella hasta la cama, retiró una mano de su trasero
y, de un suave pero decidido tirón, se deshizo del cordel que
mantenía la trenza de Tara. Cuando la tumbó, el cabello negro
de Tara quedó esparcido sobre el colchón. Con los labios rojos
por los besos y aquellos ojos azules, casi violáceos por la luz
del fuego, le pareció la tentación hecha mujer. Aquel
pensamiento y la fuerte atracción que sentía por ella lo
hicieron ser consciente de que su matrimonio podía
complicarse mucho más si no tenía cuidado y mantenía la
relación con su esposa como lo que era, un acuerdo entre
clanes y una manera de tener un heredero que perpetuara su
clan. Pero aquella noche, la primera vez para ella, no iba a
escatimar en delicadeza y dedicación. No iba a pensar más y
se dejaría llevar.
Apenas se movió para encajar su cadera con la de Tara, pero
en su miembro sintió la humedad de su sexo tentarlo.
Encontrarla caliente y húmeda era demasiado. Todavía no
había llegado el momento de conquistar su cuerpo, aún quería
probarlo todo de ella y que ella derramara sus caricias sobre él.
Dios, cómo ansiaba que lo tocara. Colocó una mano en la
curva de su cintura y le elevó el torso para tener sus pechos a
la altura de su boca. Rodeó el pezón con los labios y succionó
hasta que la escuchó gemir, abandonada al placer, mientras se
mecía debajo de él y lo rozaba con cada movimiento. Estaba
seguro de que ella no era consciente de cómo respondía a él.
Tenía los ojos cerrados, los labios entreabiertos y respiraba
agitada, pero su cuerpo reaccionaba por instinto, y qué
maravilloso era ese instinto… No obstante, Tara le demostró
que todavía podía sorprenderlo más cuando deslizó una mano
entre sus cuerpos y palpó su erección. Fue tal el gemido que
escapó de su garganta que ella se detuvo y lo miró confusa.
—¿Duele?
—Tócame.
Ella lo rodeó con sus dedos y él se deslizó por su mano al
tiempo que rozaba la entrada de su cuerpo.
Hasta el momento, Tara había permanecido con los ojos
cerrados, pero ahora no podía apartar la mirada de la cara de
Desmon. Era fascinante verlo rendido ante sus caricias, como
fascinante resultaba la sensación de poder que la embargó.
Apretó con un poco más de fuerza y él gruñó como respuesta.
No obstante, no dejó de balancearse hasta que apoyó la cabeza
en su hombro, rígido.
—Para.
Ella obedeció de inmediato y apartó la mano.
—¿He hecho algo mal? —dudó.
—Demasiado bien. Me vuelve loco. Pero, por lo que más
quieras, no me trates con cortesía. Jamás estaremos tan unidos
como lo estaremos aquí, en esta cama, cuando nos
convirtamos en uno.
En aquella ocasión fue Desmon el que deslizó una mano entre
sus cuerpos, rozó sus rizos y se internó en la humedad de sus
pliegues hasta hallar el botón de su excitación y acariciarlo
con dedos expertos.
Tara jadeó de placer y se agitó bajo su cuerpo. Sentía el
corazón a punto de explotar y una sensación extraña que
pugnaba por liberarse. Inclinó el cuello y gimió de placer
cuando Desmon se empapó de su propia humedad e introdujo
un dedo, despacio. Los músculos se le tensaron por la
invasión, desconcertada por las sensaciones que la
sobrevenían. Desmon se tomó su tiempo para hacerla
comprender cuán satisfactorias podrían ser sus atenciones.
Parecía estar en todas y cada una de las partes de su cuerpo.
Lo sentía en su boca por sus besos, en sus ojos al estar
conectadas sus miradas y en su piel. Sin embargo, lo que más
la asustaba era sentirlo dentro, destruyendo todas las barreras y
los prejuicios que había albergado contra él. No obstante, no
tenía el control ni deseaba tenerlo en aquellos momentos.
Solo cuando la sintió rendida, introdujo un segundo dedo para
prepararla un poco más mientras atacaba sus pechos y se
deleitaba con la dureza de sus pezones. Supo que estaba
preparada cuando empezó a moverse rítmicamente debajo de
él. El vaivén de sus caderas y los excitantes jadeos por poco lo
hicieron arder. Entonces sustituyó los dedos por su erección, se
frotó contra ella para empaparse de su jugo y comenzó a
adentrarse. La notó tensarse ante su incursión y avanzó,
despacio, centímetro a centímetro para que se acostumbrara a
él, hasta que se encontró con la barrera de su inocencia.
—Te dolerá —advirtió, jadeante—. Pero te prometo que solo
será un momento y solo esta vez —aseguró con la voz ronca y
la frente perlada de sudor—. ¿Confías en mí?
Tara solo tardó unos segundos en asentir y aquel gesto, ya de
por sí, le otorgó una sensación de triunfo tan satisfactoria que
Desmon creyó que se derramaría de placer en aquel momento.
—Entonces, déjate llevar.
La besó de nuevo, entró y salió varias veces de su cuerpo para
lubricarla más y, cuando supo que estaba obnubilada por la
pasión, la penetró hasta quedar completamente enterrado en su
cuerpo.
Tara gimió con fuerza y se agarró a sus brazos. Escocía y dolía
a la vez, se le humedecieron los ojos y esperó a que aquella
sensación la volviese a dejar respirar. Por su parte, Desmon no
se movió; la besó en el cuello, la garganta y la boca hasta que
la sintió relajarse de nuevo. Entonces comenzó a mecerse
encima de ella. La miró con atención, preocupado por
cualquier gesto de dolor, pero ahora Tara solo gemía y se
arqueaba contra su cuerpo con ruegos erráticos que no podía
discernir. Se liberó a sí mismo de la contención y empezó a
moverse con exigencia hasta que sintió los espasmos de Tara
constreñirlo, y ya no quiso retrasarlo más. Con un rugido más
animal que humano, se dejó ir dentro de ella.
Le temblaban los brazos cuando se apartó y el pulso latía
frenético en sus sienes. No obstante, se levantó y se acercó al
aguamanil para mojar el paño de lino que había colgado a un
lado. Regresó a la cama y, con ternura, separó las piernas de
Tara. Ella se envaró al sentir el aliento de Desmon sobre su
abdomen e intentó resistirse.
—Deja que me ocupe de ti.
Internó la tela entre las piernas de Tara y con suaves pasadas
se deshizo de las pruebas de su virginidad. Una vez hubo
terminado, y antes de caer en el profundo sueño en el que
sabía que se sumiría después del agotador viaje y de haber
consumado, tiró de las pieles que había a los pies de la cama
para cubrirlos y acercó a Tara a su cuerpo.
—¿Ha sido malo? —susurró con los ojos cerrados. La cabeza
de Tara descansaba sobre su hombro y tenía el cuerpo de su
mujer pegado al suyo.
—No —musitó ella. De hecho, había sido la experiencia más
estimulante y maravillosa de su vida, pero eso no pensaba
decírselo. Tampoco quería pararse a analizar todos los
sentimientos que él había despertado en ella. La vida le había
enseñado a esperar lo peor y todavía no estaba preparada para
derribar sus murallas—. ¿Ahora ya estaré embarazada? —
preguntó con tiento.
Desmon sonrió medio en sueños.
—Estoy seguro de que hacen falta más veces. ¿Te supone un
problema?
Ella se relajó sobre su cuerpo y negó con la cabeza con una
sonrisa de satisfacción.
—Podemos repetir cuando quieras.
—Yo querré siempre —dijo apenas con un hilo de voz, casi
totalmente dormido—. Te querré siempre.
El corazón de Tara saltó en su pecho. ¿Sería posible que
finalmente fuera feliz? Se movió para mirarlo a los ojos y él la
abrazó con más fuerza.
—No te vayas. —Tara sonrió y lo miró embobada.
Era el hombre más imponente y apuesto que había visto jamás.
Ya se lo pareció la primera vez que se encontraron, pero
entonces él la intimidó con su soberbia y la horrorizó al
lamerle la mejilla. Sin embargo, hoy su lengua había recorrido
todo su cuerpo y no había dejado de maravillarse por la
sensación. Se dejó llevar, tomó la iniciativa y se incorporó un
poco para besarlo en los labios, tal y como deseaba.
—No me iré a ningún lado —le aseguró con dulzura, cerca de
su boca.
Estaba a escasos milímetros de rozarlo cuando lo escuchó
hablar en sueños.
—No me dejes, Ailsa.
CAPÍTULO 11
La luz entraba por la ventana cuando Desmon se despertó
aquella mañana. Estiró el brazo para rodear a Tara con él y
acercarla a su cuerpo, ya preparado para repetir la experiencia
de la noche anterior, pero su esposa no estaba en el lecho. Se
incorporó y, al percatarse de la intensidad del sol, comprendió
que era mucho más tarde de la hora a la que solía levantarse.
Tras asearse, bajó al salón en su busca, no obstante, las
mujeres ya estaban retirando el desayuno y solo quedaba el
irlandés. Brenn parecía esperarlo, a tenor de la expresión con
la que lo miró. Frente a la chimenea, de brazos cruzados y con
una sonrisa socarrona iluminando su rostro, no perdió ocasión
de molestarlo.
—Te veo más relajado, amigo —bromeó.
—¿Has visto a mi esposa?
—Cuánta presteza.
—Lo cierto es que sí. Me urge verla. —No tenía sentido que lo
negase.
Tenía prisa por encontrarse con ella porque quería saber si
estaba bien. Le hubiese gustado no dormirse tan rápido, pero
lo cierto es que, agotado y saciado, nada pudo hacer para caer
rendido en un sueño profundo y a la vez cargado de imágenes
y recuerdos que no quería tener presentes.
—Pareces más… —dudó el irlandés hasta que por fin encontró
la palabra que buscaba— satisfecho.
—¿Sabes dónde está o no?
—Bajó temprano a las cocinas y no la he vuelto a ver.
Desmon se dirigió a los escalones y Brenn lo siguió pisándole
los talones.
—Ella no parecía tan descansada como tú.
Aquello llamó la atención del laird y se detuvo a mitad de la
escalera.
—¿Tenía mal aspecto? —quiso saber, preocupado.
—No tan bueno como el tuyo.
El cejo de Desmon se frunció. Las palabras de Brenn habían
acrecentado su preocupación y ahora sentía más necesidad por
encontrarla que antes.
—Ni como el mío —apuntó Brenn—. Tal vez sea porque
ambos disfrutamos de una buena noche.
Desmon lo fulminó con la mirada y siseó con gravedad:
—Muriel está aquí como doncella de Tara. Respétala como tal.
—No hice nada con lo que ella no estuviese de acuerdo —
aseveró con mucha más seriedad de la que había demostrado
hasta el momento.
Desmon estaba seguro de ello, confiaba en él. Pero lo cierto
era que, el día anterior, ambos estaban demasiado alterados
cuando descubrieron el paradero de las mujeres. Él se ocupó
de su esposa, pero no supo cómo había gestionado Brenn la
situación con la joven Muriel y no estaba tan ciego como para
no ver cuánto le había afectado que lo engatusase para
engañarlo.
Por toda respuesta, Desmon asintió y siguió su camino en
dirección a las cocinas. En cuanto entró, el silencio se impuso
y todas las mujeres lo miraron con interés. No obstante, él solo
buscaba a una y no parecía estar entre ellas.
—¿Deseáis que os sirva algo de comer, laird? —Cadha se
apresuró a mostrarse complaciente.
—¿La señora?
No le hizo falta contestación cuando la mayoría de las miradas
se dirigieron hacia la pequeña habitación que hacía de
despensa. Encaminó sus pasos hacia allí y la encontró de
espaldas, ordenando casi de manera obsesiva los tarros de
conservas. Cerró con cuidado la puerta tras él para evitar que
las demás mujeres escuchasen la conversación y, de paso,
sorprender a su esposa.
Tara cerró los ojos con fuerza cuando lo sintió tras ella. Lo
había escuchado entrar en la cocina, casi podría decirse que
había percibido su presencia antes de que hablase. Tal vez
porque el ajetreo de las mujeres se vio interrumpido, pero lo
cierto es que supo que Desmon había hecho acto de presencia
antes de que lo escuchase preguntar por ella. Contuvo la
respiración cuando él apoyó sus grandes manos sobre su
cintura y se odió por la manera loca en que el corazón se le
desbocó.
Desmon la giró entre sus brazos y fijó la mirada en los ojos de
Tara. Aquel azul parecía más frío que nunca y supo que
aquella mujer nada tenía que ver con la que la noche anterior
se entregó a la pasión de sus besos en la alcoba.
—Te has levantado temprano —observó con tiento.
—Había tareas de las que me debía ocupar.
—Tu marido, la primera de ellas.
—Ya lo hice anoche. —Intentó esquivarlo y pasar por su lado,
pero Desmon se interpuso en su camino.
—Es una labor de la que tendrás que hacerte cargo más de una
vez —replicó con picardía.
—No creo que sea conveniente.
La obsequió con una sonrisa ladina y el brillo descarado de sus
ojos.
—Disiento. En este tema creo que soy yo el más experto y, por
tanto, capacitado para tomar esa clase de decisión. —La
acercó a su cuerpo y aspiró el aroma de su cuello. Olía a algo
dulce y embriagador, y aquel aroma hizo que los recuerdos de
la noche anterior afloraran, y con ellos, la necesidad de yacer
con ella de nuevo.
Tara cerró los ojos ante el contacto de la boca de Desmon
sobre su cuello y se estremeció entre sus brazos.
Definitivamente, había perdido el juicio, porque, aún a
sabiendas de que él pensaba en otra mujer cuando le dedicaba
sus atenciones, sentía como si un hilo invisible tirase de sus
entrañas hacia él.
Desmon ascendió con sus besos hasta llegar a la comisura de
sus labios, pero, en aquel momento, el sonido de un plato caer
hizo que Tara saliese de su trance. Lo empujó con firmeza y
aprovechó el desconcierto de su marido para escapar. Cuando
él accedió a la cocina, nadie osó a mirarlo a la cara, excepto
Brenn, con su particular sonrisa socarrona. Pasó por su lado y
comenzó a subir las escaleras detrás de Tara.
—¿Vas a seguir persiguiendo a tu mujer o podemos centrarnos
ya en los asuntos del clan? —lo azuzó el irlandés, pisándole
los talones.
Por muchas ganas que tuviese de repetir la experiencia de la
noche anterior, tenían que planear su partida. En dos días
quería salir hacia Berwick y necesitaba cerrar ciertos asuntos.
Llegaron al salón a tiempo de ver a Tara salir al patio. Desmon
suspiró y decidió darle espacio.
—Llama a los hombres. Nos reuniremos en mi dependencia
privada.
Tara se escabulló por la puerta del salón que daba al exterior y
se apresuró a ocultarse en el establo. Un pequeño cabritillo se
acercó hasta ella y, entre los barrotes de madera, le acarició la
cabeza con ternura. Aquella situación era de lo más absurda.
No podía ocultarse de su marido por mucho tiempo, sin
embargo, necesitaba distanciarse de él para asimilar todo lo
ocurrido la noche anterior.
—Mi señora, ¿os encontráis bien?
Muriel la había visto ocultarse en aquel lugar y decidió
seguirla. Se acercó a ella y apoyó los brazos sobre la madera
para contemplar al animalillo, tal y como hacía Tara.
—¿De qué conoces a la dueña del burdel?
Muriel se irguió como si la hubiese golpeado y la miró
avergonzada. Sabía que aquel momento llegaría, ahora solo
esperaba que confesarle la verdad no arruinase la complicidad
que se había gestado entre las dos.
—Trabajé allí durante algunos días. Pocos —matizó—. Antes
de que ese endemoniado irlandés fuera a buscarme para
ofrecerme ser vuestra doncella.
—¿De qué trabajaste allí?
—Creo que, después de ver a las mujeres que regentan el
burdel, os podéis hacer una idea.
Tara advirtió tristeza en las palabras de la joven.
—Pensé que tal vez te ocuparías de las tareas de limpieza o de
la cocina.
—Ojalá me hubiesen dado esa oportunidad —se lamentó.
—No te gustaba.
Muriel soltó una carcajada sin humor.
—No, mi señora. Pero no tuve opción. Mi padre me entregaba
a hombres para que yacieran conmigo por dinero y me vi
obligada a huir para escapar de esa situación y de sus
continuas palizas. Sin embargo, una mujer joven, sola y sin
protección tiene pocas opciones en estas tierras. Intenté
trabajar en granjas y tabernas, pero en todas y cada una de
ellas las mujeres terminaron echándome.
—¿Por qué?
—Al parecer, despertaba demasiado el interés de sus maridos.
Al final, acabé haciendo aquello por lo que mi padre cobraba
—aceptó, avergonzada.
Tara apoyó sus manos sobre las de Muriel.
—Ya no tendrás que volver a hacerlo nunca más.
La joven doncella sonrió con tristeza.
—Dios os oiga, mi señora.
—Yo jamás querré que te vayas. Eres la única persona en la
que puedo confiar en este lugar —confesó, alicaída. Antes de
que Muriel pudiese preguntar por qué, Tara siguió hablando—:
Tal vez encuentres un marido y puedas formar una familia.
—Mi señora, los hombres quieren disfrutar de las mieles del
encamamiento, pero no desean desposarse con una mujer que
haya gozado con más hombres. Para su esposa, ansían ser los
únicos.
—Sin embargo, ellos sí pueden yacer con cuantas deseen —
replicó Tara, ofendida.
—Lamento haberos revelado esta injusta realidad.
Tara suspiró y volvió a acariciar la cabeza del pequeño animal.
No, no había sido Muriel la que le había abierto los ojos.
Había sido su esposo y de un modo cuando menos cruel.
—Entonces, conocerás a todas las mujeres que viven en el
burdel —retomó Tara la conversación inicial.
Muriel asintió, desconcertada.
—¿Qué queréis saber?
—Descubrí que mi marido gozaba de los favores de una de
ellas. —El hecho de verbalizarlo en voz alta la hizo sentir
como si el veneno se deslizase por su garganta.
—Estoy convencida de que sería antes de desposarse con vos.
—No estoy segura de ello. Además, ella parece albergar
sentimientos por él.
Muriel pateó una brizna de paja y sonrió con tristeza.
—No creo que debáis culparla. No somos dueños ni siquiera
de nuestros propios afectos. A veces, la cabeza nos grita que
estamos cometiendo un error, pero el corazón nos empuja
hacia el precipicio. Vuestro esposo es un hombre bien parecido
y me consta que muchas mujeres suspiran por él, no obstante,
él solo tiene atenciones para vos.
Ahora fue el turno de Tara de torcer los labios y apretarlos con
fuerza para no gritar que era suyo. Era su marido y le
pertenecía, tal y como ella a él por los votos sagrados del
matrimonio.
—Tal vez, esa mujer deba recordar que se desposó conmigo.
—Si no me equivoco, creo que lo saben hasta en Inglaterra, mi
señora —intentó bromear con ella—. No os angustiéis, no
podemos controlar los sentimientos de los demás, y por mucho
que ella suspire por vuestro esposo, es más que evidente que él
no corresponde a su afecto.
—Si él compartió momentos íntimos con ella, también tendrá
sentimientos hacia esa mujer.
Muriel tuvo que morderse la lengua para no explicarle que
fornicar y sentir afecto no tenían por qué ir unidos.
—Yo no estaría tan segura de ello —se limitó a decir—. De
todas formas, no creo que deba preocuparos. Vuestro esposo
todavía no había contraído matrimonio cuando estuvo en el
burdel y después no lo ha vuelto a hacer porque es más que
evidente que solo desea estar con vos. ¿Acaso anoche no os lo
demostró?
Tara enrojeció al recordar los besos y las caricias compartidas,
la delicadeza y la devoción con la que Desmon la había
conquistado, y decidió que tal vez debiera hacer caso a Muriel;
ella parecía saber más de los pormenores entre hombres y
mujeres. Además, confiaba en ella. Su doncella era la única
que le había hablado con franqueza. Si afirmaba que Desmon
sentía algo por ella, debería creerla.
Algo más animada, se estiró para acariciar el lomo del animal.
—Tienes razón. No debería cuestionar a mi esposo.
—Por supuesto que no, mi señora. Sabía que el laird os trataría
como os merecéis. Desde que he pisado este castillo, me he
dado cuenta de que no ha tenido atenciones para nadie más y
estoy segura de que pensamientos tampoco —admitió,
orgullosa por haberla animado.
Sin embargo, las palabras de Muriel obraron el efecto
contrario. A la memoria de Tara acudió el nombre que él
susurró medio dormido y que llevaba acosándola todo el día.
—Una cosa más, ¿cómo se llama la mujer del burdel? La que
parece tener sentimientos por mi esposo —especificó.
—Iona, mi señora. Pero en verdad creo que no debéis
preocuparos por ella —insistió.
Y Tara la creyó. No era Iona el problema, sino Ailsa. Fuera
quien fuese.
Desmon no coincidió con Tara a la hora de la comida. Se pasó
toda la mañana entrenando en la liza y organizando la defensa
de Carlisle. Comió con sus hombres y por la tarde atendió los
asuntos de los aldeanos que requerían de su consejo. Apenas
hubo terminado, subió a sus aposentos para ver a su esposa,
pero tampoco tuvo suerte. Tara no estaba en su habitación. El
hecho de demorar tanto su encuentro lo estaba poniendo de
mal humor. Bajaba al salón de nuevo cuando Broc se interpuso
en su camino.
—Laird…
—¿Has visto a mi esposa? —lo interrumpió.
—No, mi señor.
—Difícil de creer —dudó.
—Y aun así os prometo que digo la verdad —contestó Broc de
inmediato.
Desmon asintió porque leyó la verdad en los ojos del
muchacho e hizo un gesto con la mano para que lo siguiese y
continuase con lo que había venido a decir.
—Quería avisaros de que ha llegado el armero. Ya tiene listo
lo que solicitasteis.
Desmon cabeceó, lo despachó para que siguiese con sus
quehaceres y siguió su camino hacia el salón. El armero era un
hombre robusto, de aspecto hosco y parco en palabras. Había
perdido a su mujer en el asalto a Carlisle y, pese a su
desolación, había trabajado como nadie en la reconstrucción
del castillo. Los habitantes lo tenían en alta estima y él, como
laird, admiraba su entereza y dedicación.
—Broc dice que ya está listo mi encargo. —No se anduvo con
saludos de cortesía ni meros formalismos porque ambos se
conocían lo suficiente para saber que odiaban las
conversaciones superfluas y sin sentido.
—Espero haber acertado con el tamaño. —Apoyó el fardo de
tela sobre la mesa y fue desenvolviéndolo hasta que dejó a la
vista el pequeño arco.
Desmon lo agarró y lo evaluó con detalle. La curvatura,
empuñadura, peso y envergadura eran perfectos para Tara.
Además, tal y como había ordenado, el escudo de los
Campbell estaba tallado en el mango. Sin embargo, eso no era
todo. Tanto en el extremo de la pala superior como en la
inferior, había un corazón sobre una estrella de cinco puntas.
Contuvo el aliento durante unos instantes.
—Esto no lo pedí —le recriminó con voz grave.
—Pensé que vuestra esposa debía tener el símbolo que
representa nuestro emblema.
—«Mis deseos están por encima de las estrellas» —musitó
Desmon, perdido en sus recuerdos. Aquel era el lema de su
clan. Para los hombres, el corazón representaba la fuerza de
voluntad, el valor y coraje para defender a los suyos. Sin
embargo, para las mujeres, significaba que el amor doblegaba
los deseos y las voluntades de los más fuertes. Para él, el
corazón había estado durante mucho tiempo por encima de
cualquier cosa, incluso de las estrellas que iluminaban el cielo
y lo guiaban en alta mar. Ahora ya no. Ahora no era lo más
importante.
—Si os desagrada, puedo volver a hacer uno —interrumpió el
armero sus reflexiones.
Por unos instantes, tuvo la tentación de decirle que sí. El
irracional pensamiento de que aquello era una traición
amenazaba con desestabilizar su cordura. No obstante, la
razón se impuso una vez más. Durante años se había entrenado
para que no lo perturbase el pasado y no dejaría que ahora, por
aquel detalle, sintiese que había fracasado.
—Está bien como está.
El armero asintió y destapó otra de las telas que había sobre la
mesa.
—He hecho también una docena de flechas. Son más cortas y
ligeras, adecuadas para alguien que comienza su
entrenamiento.
Desmon asintió, circunspecto. Sacó de su sporran una bolsa de
cuero con monedas y se la entregó al armero.
—Es más de lo que acordé con Broc, laird.
—Tu labor también ha sido más completa, detallada y
exhaustiva de lo que había pedido. Es justo el pago —
concluyó.
El armero agradeció el gesto de su laird y salió del castillo.
Por mucho que Tara quisiera evitarlo, la hora de la cena había
llegado y no podía demorar más el encuentro con su esposo.
Había pasado la tarde vagando de un sitio a otro del castillo
rehuyendo tropezar con él. Algo absurdo porque Desmon
ocupaba todo su tiempo con los asuntos del clan, o bien en su
estancia privada, o bien en la liza o las caballerizas. El hecho
es que él no la había buscado para pasar tiempo con ella ni
había hecho por coincidir en el mismo lugar después de su
encuentro en la despensa.
En cuanto entró en el salón, Desmon ya la esperaba a la mesa.
Sus ojos coincidieron y para Tara desapareció el alboroto de
los hombres que bebían y hablaban a gritos, el trajinar de las
mujeres y hasta su propia respiración.
—Seguid andando, mi señora —sugirió Muriel.
Hasta ese momento, Tara no se había dado cuenta de que sus
pies se habían detenido. Recobró la respiración y apartó la
mirada de los ojos verdes y sagaces de Desmon, que no hacían
otra cosa que ponerla más nerviosa. Caminó entre las mesas
con su habitual porte de reina hasta que llegó al lado de su
marido y tomó asiento bajo su atenta mirada.
—Has estado muy ocupada hoy.
Era su misma voz, grave y contundente, pero aquel tono
sonaba mucho más íntimo que otras veces y su cuerpo
reaccionó desde la punta de los pies hasta la raíz del cabello.
—Tenía cuestiones que atender —aseveró sin mirarlo.
Desmon entrecerró los ojos con suspicacia.
—¿Qué has hecho?
—Lo de siempre. —Con lentitud, para evitar que todo el
mundo evidenciara cómo le temblaban las manos, tomó el
vaso y lo llevó a sus labios. Desesperada, sintió cómo Desmon
seguía todos y cada uno de sus movimientos.
—Expláyate un poco más.
—Si lo que os preocupa es que haya hecho algo indebido, no
tenéis nada que temer.
—No me preocupa eso en absoluto, ten por seguro que no
volverá a suceder ningún incidente parecido al del burdel —
sentenció con tono grave—. ¿Por qué vuelves a tratarme con
cortesía? —evidenció.
Harto de que no lo mirase y de que Tara hubiese recurrido de
nuevo a hablarle como si no hubiesen compartido sus cuerpos
la noche anterior, arrastró la silla de su esposa hasta pegarla a
la suya. El ruido de la madera al deslizarse sobre el suelo de
piedra llamó la atención y levantó carcajadas entre los
presentes, ante el sobresalto de su señora.
—Mírame —le exigió.
Tara intentó deshacer el nudo que tenía en la garganta y
destensar los músculos que le habían agarrotado la espalda
desde que se habían vuelto a ver en el salón. Despacio, giró el
rostro hacia el de Desmon hasta coincidir de nuevo con su
mirada. El corazón quiso escapar de su pecho y exhaló el poco
aire que había podido inspirar.
—¿Me estás evitando? —preguntó Desmon en un susurro.
—No sé por qué pensáis eso —respondió, más dubitativa de lo
que hubiese querido.
—Tal vez porque abandonaste nuestro lecho demasiado
temprano, sin despedirte. Y, cuando nos hemos encontrado en
las cocinas, has huido.
—Ya os dije que no creía conveniente que repitiéramos… —
dudó si pronunciar las palabras, pero finalmente las dejó
escapar enmascaradas de sutileza— lo acontecido la noche
anterior.
A Desmon se le formó un surco más profundo entre las cejas.
—¿Por qué? Me consta cuánto disfrutaste, ¿acaso estoy
equivocado?
—No creo que sea adecuado hablar de ello en estos momentos.
—Miró nerviosa hacia el salón y se percató de que estaban a
punto de servirles la cena.
Dejaron delante de ella un plato con venado y Desmon esperó
hasta que las mujeres terminaran de dispensar las viandas y se
marchasen.
—Debo darte la razón —replicó—. Lo discutiremos en cuanto
termines de cenar. En nuestra alcoba. Desnudos.
CAPÍTULO 12
Tara apenas pudo probar bocado y lo poco que se llevó a la
boca tardó en poder tragárselo después de la promesa implícita
de su esposo de resolver sus asuntos en el lecho. Al contrario
que Desmon, que terminó el guiso con rapidez y esperó con
paciencia a que ella se alimentase un poco más antes de
levantarse, tomarla por el codo y andar con ella en dirección a
las escaleras.
Los hombres lo jalearon y las mujeres se sonrieron con
complicidad.
—Soltadme —exigió, avergonzada. Tiró del brazo y lo liberó
de su agarre—. Sé caminar sola.
Desmon tuvo el tiento de no hablar y la dejó avanzar delante
de él por las escaleras. Tara era consciente de que se había
liberado de su mano porque no la sujetaba con firmeza y
porque había decidido dejarla salirse con la suya. Si quisiese
imponerse por la fuerza, ella poco podría hacer. No obstante,
se lo agradeció en silencio.
Al llegar a la alcoba, Desmon abrió y le cedió el paso. La
chimenea estaba encendida y el ambiente era cálido y
confortable. Tara miró de reojo la cama y le pareció más
grande, más imponente que la noche anterior, pero al mismo
tiempo más apetecible. Se mentiría a sí misma si negase que
ansiaba que Desmon la abrazase de nuevo, la besase y, sí,
acariciara con devoción. Pero también se traicionaría si
aceptase esos gestos sabiendo que le pertenecían a otra.
Cuando se atrevió a enfrentarse a la mirada de Desmon, giró
sobre sus talones y lo descubrió cruzado de brazos, serio y
expectante.
—¿Y bien? —la acicateó para que se explicara.
—Es demasiado pronto para… para… compartir intimidad —
arguyó, nerviosa.
—¿Te refieres a que debemos esperar a que sea noche cerrada?
—replicó, irónico.
—No es necesario que os moféis de mí.
—Lo mismo digo. Hace más de treinta días que contrajimos
matrimonio y solo hemos yacido juntos una maldita vez.
—Hemos compartido alcoba todas las noches —replicó. Sin
embargo, al instante se arrepintió de su osadía.
Desmon levantó la comisura de sus labios y, para sorpresa de
Tara, comenzó a desnudarse.
—Entonces, no haremos nada que no hayamos hecho ya.
Quiso replicar, decirle que no siguiese desprendiéndose de la
ropa, pero no pudo hacer otra cosa que mirarlo y recrearse en
su cuerpo, en sus brazos fuertes y torneados, en el pecho
ancho, el movimiento de los músculos de su abdomen y
aquella depresión que marcaba la dirección hacia el interior de
sus pantalones, hasta que ni ellos quedaron sobre su piel y
quedó al descubierto su orgullosa virilidad.
—Creo que ya te has regocijado bastante y ahora me toca a mí
admirarte.
Tara parpadeó y se llevó una mano al cuello para intentar
calmar su pulso, que se le aceleró todavía más cuando Desmon
avanzó hacia ella.
—Necesitas mi ayuda —aseguró con voz ronca.
Llegó frente a ella e inclinó la cabeza para acercarla a su
cuello. Cerró los ojos y respiró sobre su piel. Todo el maldito
día tenía metido en el cerebro aquel olor dulce y a la vez
picante. Y ahora estaba desesperado por volver a saborearla,
lamerla, morderla, besarla… Estiró una mano y tiró del cordón
del corpiño de Tara, que se sobresaltó en cuanto lo sintió
suelto sobre su pecho y caer por debajo de los hombros. Había
estado tan obnubilada con su cercanía que ni siquiera se había
dado cuenta de que había empezado a desnudarla.
—Desmon —rogó, desesperada. Si seguía, no podría detenerlo
porque ella desearía más y acabaría rogándole que volviese a
tocarla.
—Repite mi nombre de nuevo —musitó bajo el lóbulo de su
oreja. Era la primera vez que lo pronunciaba de una manera
tan excitante y él quería embeberse del sonido de su voz.
De pronto, Tara dio un paso atrás y se alejó de él. Atorada en
su garganta tenía la pregunta, el nombre de esa mujer. «Ailsa».
Deseaba exigir una explicación, pero ¿quién era ella para
solicitarla? Sí, su esposa, pero no sentía que le perteneciese
ese derecho porque Desmon no era suyo y la noche anterior se
lo había demostrado. Un matrimonio forzado para evitar una
confrontación entre clanes no era suficiente para exigir
sentimientos; más bien, obraba todo lo contrario. Tara había
sido una losa, una carga que Desmon no deseaba y que ella en
un principio tampoco. Aunque, ahora, la idea de volver a su
vida anterior le resultaba insoportable. Contra todo sentido
común, aquel enlace le había ofrecido aquello que nunca había
tenido: libertad. Y, aunque todavía no había desterrado todos
sus temores, cada vez estaba más segura de que físicamente no
corría peligro.
Él la miró con cautela, atento a sus gestos y movimientos,
temeroso de que cualquier acto por su parte arruinara aquella
noche y la complicidad que se creaba entre ellos. No obstante,
no tardó en percatarse de que ya no había en la mirada de Tara
rastro alguno de la vulnerabilidad que el deseo había
provocado. Ahora sus ojos eran fríos y tormentosos como el
mar embravecido.
—Solo os pido tiempo —rogó, desesperada.
—Necesito entender por qué.
—Me prometisteis que no me haríais daño. —Al momento, y
sin que pudiese controlarlo, los ojos de Tara se llenaron de
lágrimas y de inmediato se odió por aquella muestra de
debilidad.
Desmon la miró confuso. No era la primera vez que la veía al
borde del llanto, pero saber que aquella congoja la había
causado él por presionarla para yacer juntos lo hizo sentirse
miserable.
—Y esa promesa sigue en pie —afirmó con suavidad—.
¿Acaso anoche te lo hice?
Tara asintió y se escondió detrás de esa mentira para ocultar el
verdadero daño. No fue un dolor físico. No mientras sus
cuerpos se descubrían. Si hubiese sido ese tipo de dolencia y
después el posterior gozo que experimentó, volvería a repetir
hasta la saciedad. Fue una palabra, un nombre, la que la hirió
como si le hubiese clavado una daga en el corazón.
Desmon dio un paso atrás para observarla con más atención.
Tal vez sí era demasiado pronto como había asegurado ella.
Anoche fue su primera vez y, aunque había sido cuidadoso, tal
vez no estaba preparada para él de nuevo. Se había acostado
con muchas mujeres, pero para ninguna de ellas había sido el
primero.
—¿Quieres decir que estás… dolorida? —la tanteó,
comprensivo.
Y con aquella pregunta le dio la salida que ella buscaba.
Asintió y se abrazó la cintura para no empezar a temblar por el
nerviosismo que sentía. Desmon retrocedió, le dio la espalda y
cogió su ropa. Tara cerró los ojos y dos lágrimas resbalaron
por sus mejillas. En cuanto notó la humedad, se apresuró a
borrar todo rastro de ellas con las manos. Se marchaba. No
obtenía lo único que quería de ella y la dejaba sola en aquella
alcoba que ahora se le antojaba fría y demasiado grande. Se
dio la vuelta para no verlo salir y fijó la mirada en la ventana.
A través de ella se filtraba la luz de la luna y Tara se perdió en
la fatalidad de sus pensamientos. No supo cuánto tiempo había
transcurrido cuando se sobresaltó al notar las manos de
Desmon sujetarla por los hombros. Le dieron la vuelta para
que encarara su mirada y ella tardó en encontrar sus ojos.
Seguía desnudo de cintura para arriba, no obstante, se había
puesto los pantalones.
—¿Os vais?
Desmon asintió y ella se tragó un sollozo.
—Voy a la cama, con mi esposa.
La condujo hasta el jergón y la instó a sentarse mientras él la
desprendía del calzado, las medias de lana y el vestido, sin
apenas tocar su cuerpo, hasta dejarla con la enagua. Evitó
mirarla más de lo estrictamente necesario, recrearse en sus
formas, en el volumen de sus pechos y la suavidad de su piel
cuando los dedos, obcecados, intentaban acariciarla. Se alejó
de ella para apartar las pieles y regresó para tomarla en brazos
y depositarla sobre las sábanas ante el asombro más absoluto
de Tara. Al momento, rodeó la cama, ocupó su lado y se
acercó hasta que la espalda de ella quedó pegada el pecho de
él, la rodeó por la cintura y la apretó contra su cuerpo.
—Duerme tranquila, Tara.
La garganta de ella se cerró por la emoción de escuchar su
nombre como una dulce melodía en sus labios. Y, alarmada,
descubrió que a su lado se sentía a salvo, confiada, y lo que era
peor: quería sentirse amada por aquel hombre. No cabía duda,
Desmon le había arrebatado la cordura.
Al día siguiente, Carlisle amaneció con el trajín de la
inminente partida del laird hacia Berwick para el anuncio
oficial del nombramiento de John Balliol como rey de Escocia.
Las mujeres preparaban las viandas y los hombres que
viajarían con Desmon ultimaban los detalles de la partida con
Brenn. El señor todavía no había bajado y el irlandés se
encontraba organizando la defensa del castillo cuando Muriel
pasó por su lado, indolente, camino de la estancia de su
señora. Hacía días que no hablaban y tenía la sensación de que
ella se escabullía cada vez que lo veía. La miró a la espera de
que ella le dedicara su atención, pero, al comprender que
pasaba de largo, no pudo resistirse a retenerla.
—Tu señora todavía duerme.
Muriel se detuvo, pero siguió dándole la espalda.
—Iré, pues, para ayudarla a prepararse. —Empezó a caminar,
pero Brenn la frenó de nuevo.
—Desmon sigue arriba también. No creo que debas
interrumpirles. —Avanzó hacia ella, detuvo sus pasos cerca y
esperó a que Muriel decidiese enfrentarle.
Las palabras de Brenn hicieron que se quedara anclada en el
suelo y soltase un exabrupto en un susurro. No quería
encararlo, de ello se había cuidado después de la noche que
fueran descubiertas en el burdel y él se encerrase con ella en
su estancia. Aquel maldito irlandés, lejos de enfadarse por su
pésima idea de llevar a Tara a aquel antro de perversión, se
había mostrado divertido por su ocurrencia. Quiso saber con
todo lujo de detalles los pormenores de su aventura y qué
habían hecho una vez allí. Pasaron horas hablando, bebiendo y
riendo al recordar cómo lo había engañado para poder fugarse.
Muriel no sabía muy bien en qué punto había llegado a estar
desnuda debajo de Brenn, solo recordaba que se sintió
obnubilada por sus atenciones y que, por primera vez desde
que tenía intimidad con un hombre, había deseado las caricias
íntimas, los besos y entregarse por voluntad propia, sin pago
alguno, a la pasión. No obstante, aquello que debería haberla
hecho sentir feliz la avergonzó y la hizo sentir más vulnerable.
Más que yacer por dinero. Al menos, en el último de los casos,
había un motivo para ofrecer su cuerpo. ¿Qué excusa tenía
ahora?
Se giró para desandar el camino y dirigirse a las cocinas, pero
Brenn le impedía el paso. Estaba demasiado cerca, frente a
ella, cruzado de brazos, con media sonrisa dibujada en los
labios.
—Seguiré con mis quehaceres, pues —se excusó Muriel. Se
movió para rodearlo, sin embargo, él hizo lo mismo para
impedir que avanzase.
—¿Me rehúyes?
—No —contestó con demasiada rapidez. Irguió los hombros,
carraspeó y adoptó la actitud desenfadada que la caracterizaba
—. ¿Acaso me buscabais? —preguntó con el mismo tono que
había utilizado él antes.
—No. Pero me alegra encontrarte. Sentimiento que no pareces
compartir.
—Tal vez sea porque me sois indiferente, irlandés.
—O por todo lo contrario.
—No perdáis la ilusión. —Muriel lo rodeó y enfiló hacia la
cocina.
—Muriel —la llamó. Ella se giró con cara de hastío, pero él le
devolvió una mirada seria—. Ten cuidado en Berwick. No te
separes de nuestro clan y mantén los ojos bien abiertos. No te
fíes de nadie.
—No tenéis de qué preocuparos. Hace años que me cuido sola.
—Hizo un gesto vago con la mano para restar importancia a la
inquietud de Brenn y también para ocultar la emoción que su
consejo le había causado. Era la primera vez que un hombre se
preocupaba por ella.
—Y mira cómo terminaste —contestó, exasperado. Aquella
enervante mujer no parecía ser consciente del peligro, como
había demostrado al escaparse a solas al burdel. Los Gordon
estarían allí y no eran santo de su devoción, por no mentar a
los Comyn…
La réplica de Brenn borró la sonrisa de Muriel de los labios.
Todos los músculos se le tensaron y el corazón le dio un
vuelco.
—Viva, irlandés. Así es como conseguí salir del infierno. Pero
qué sabréis vos —contraatacó con desidia y, a la vez, frialdad.
El rostro torturado de Brenn mostró arrepentimiento, pero era
demasiado tarde.
—No he querido decir…
—Sé lo que habéis querido decir. Y ya lo habéis dicho. —
Muriel giró sobre sus talones y desapareció escaleras abajo.
Cuando Desmon despertó, tenía el cuerpo de Tara pegado a su
costado. La cabeza de ella descansaba sobre su hombro y le
rodeaba el torso con un brazo con fuerza, como si temiese que
se escapara. El cabello azabache de su mujer le cosquilleaba
en los dedos y comenzó a acariciarlo con ternura mientras
miraba el techo de la habitación y calibraba cómo había
cambiado su vida desde que había vuelto a Escocia. Y lo que
era peor: cómo iba a cambiar en los próximos meses. Una
nueva amenaza se cernía sobre Carlisle con el nombramiento
de Balliol y no quería ser tan confiado como su hermano.
Debía proteger a su pueblo y ahora también a su familia.
—¿En qué pensáis?
Estaba tan concentrado en sus preocupaciones que no se dio
cuenta de que Tara había despertado y lo contemplaba con
curiosidad.
—Hoy marcharemos hacia Berwick. —La sintió tensarse e
intensificó su caricia desplazando la mano hacia la espalda y
moviéndola con parsimonia de arriba abajo.
—Me gustaría quedarme en Carlisle —se atrevió a decir.
—Lo sé —admitió, comprensivo—. Y, si no asistiesen las
esposas de los demás lairds, no dudaría en dejarte aquí, a salvo
entre los muros del castillo.
—¿Creéis que allí no lo estaré?
—Por supuesto que lo estarás. No dejaré que ni tu padre ni tus
hermanos se acerquen a ti. Pero tienes que prometerme que no
me desafiarás ni te dejarás llevar por la alocada de tu doncella
o, lo que es peor, por mi sobrina.
Tara suspiró. No sabía si estaba preparada para ver a tanta
gente ni para enfrentarse a las preguntas indiscretas de Eryn.
—Entre Eryn y yo no existe buena relación —explicó.
—Todavía no os conocéis lo suficiente. —Desmon se
incorporó con cuidado para que Tara se apartase y se acercó a
la jofaina.
Mientras se lavaba, ella guardó silencio. No quiso entrar en
más detalles porque ambos sabían de dónde venía su antipatía
hacia Eryn y que, si Desmon debía elegir entre su sobrina y su
mujer, elegiría a la primera sin dudarlo. Algo que, más allá de
molestarla, le dolía. Además, no quería perturbar aquella
especie de tregua que se había instalado entre ellos tras los
últimos acontecimientos.
Desmon sacó una camisa nueva del arcón y se la pasó por la
cabeza. Debía salir de allí lo más pronto posible. Tenía tareas
de las que ocuparse y ya había procrastinado suficiente.
Además, estaba aquella inconveniente necesidad de estar cerca
de su esposa que lo mantenía en tensión día y noche.
Consciente de la atención que prestaba Tara a todos y cada uno
de sus movimientos, se apresuró a ajustarse el plaid en el
hombro y encaminarse hacia la puerta.
Era evidente que se marchaba, pero Tara no quería dejarlo ir
tan pronto.
—Muriel me contó sus orígenes —lo detuvo cuando lo vio
dispuesto a abrir la puerta. Aquel era un tema del que hubiese
preferido hablar sin tanta presteza, pero fue lo primero que se
le ocurrió para retenerlo.
Desmon se quedó parado unos instantes antes de girar el rostro
y fijar sus ojos en los de ella.
—¿Supone un problema para ti?
Tara negó con la cabeza.
—¿Por qué lo hicisteis? ¿Por qué la empleasteis como mi
doncella?
—Porque era necesario —respondió, escueto.
—¿Para vos o para mí?
—Para ambos.
La miró por última vez, abrió la puerta y se fue.
CAPÍTULO 13
La comitiva partió hacia Berwick más tarde de lo que a
Desmon le hubiese gustado. No obstante, y aunque ya contaba
con pernoctar a mitad de camino, esperaba llegar más
temprano a Otterburn. No quería que la noche cerrada cayese
sobre ellos cuando llevaban mujeres, y menos si era la suya.
Miró hacia atrás y la vio hablar con Muriel. La joven doncella
parecía tener mucho de lo que parlamentar porque gesticulaba
con las manos y su gesto parecía de crispación. El de Tara era
todo lo contrario, comedido y serio, distante a ojos de todos
los demás, menos de los suyos. Comprendía que estaba atenta
a las explicaciones de la muchacha y le prestaba lo que más
necesitaba: escucha y comprensión.
—No le pasará nada —aseguró Doire. Después de Brenn, era
el hombre en el que más confiaba.
—Lo sé. Pero no está acostumbrada a viajar tantas horas.
Cuando vino desde Corran, no tenía muy buen aspecto.
—Porque venía a casarse en contra de su voluntad —se burló
su amigo.
Desmon puso los ojos en blanco.
—¿Vas a ocupar el lugar de Brenn mofándote de mí?
—Jamás se me ocurriría, laird.
—Bien. Porque a él lo soporto porque pronto se marchará. A ti
tendría que matarte.
Doire soltó una carcajada y levantó las manos con indefensión.
Tara dejó que Muriel se aliviase del enfado que sentía en
contra del irlandés escuchando su arenga. De reojo, había visto
a Desmon voltearse a mirarla un par de veces. Delante de
ellas, había tres parejas de hombres y su marido. Detrás, había
diez hombres más. En total eran veinte los que viajaban y,
aunque en otras circunstancias ella hubiese disfrutado de salir
de Carlisle y descubrir lugares nuevos, no lo estaba haciendo
por el temor de volver a encontrarse con su familia.
—¿Vos qué haríais?
Tara parpadeó e intentó hacer un esfuerzo por recordar las
últimas palabras de Muriel.
—Desde luego, estaría igual de ofendida —respondió.
—Por supuesto. —Afianzó con un gesto de cabeza sus
palabras.
No obstante, no le pasó desapercibida la seriedad de su señora.
—Teméis reencontraros con vuestra familia, ¿no es cierto? Yo
temblaría con la sola idea de cruzarme con mi padre, así que
entiendo que os sintáis atribulada por los inminentes
acontecimientos.
—Al único miembro de mi familia al que desearía ver con
todas mis fuerzas es a mi hermana Mairi, pero sé que es
imposible.
—Tal vez podáis visitarla —tanteó Muriel.
—Ni tan siquiera sé dónde está —se lamentó.
—Eso sí es un inconveniente.
—Huyó con Duncan McKenzie y no he vuelto a saber de ella.
Muriel hizo una mueca de fastidio.
—Si al menos supierais quién la ayudó a huir.
Tara abrió los ojos como platos y miró sorprendida a su
doncella.
—De hecho, sí lo sé —jadeó, esperanzada.
Y, por primera vez, coincidir de nuevo con Eryn McKenzie la
embargó de emoción.
Tras un breve descanso por el camino para comer, atender sus
necesidades y estirar las piernas, retomaron la travesía hacia la
posada en la que Desmon había previsto pernoctar. En otras
circunstancias lo habría hecho en el bosque, pero, viajando con
Tara, quiso asegurarse de que descansaba en un lugar caliente
y seguro. Durante aquel lapso de tiempo, Desmon estuvo
atento a todo lo que Tara pudiese precisar y envió a varios
hombres para preguntar si estaba bien, deseaba hacer alguna
parada más o quería alimentarse, pero él no mostró signos de
acercamiento. Ella fingió estar bien cuando lo que en realidad
deseaba era llegar de una vez a Otterburn y encerrarse en su
alcoba para estar por fin a solas con él. No obstante, al llegar a
la posada, su esperanza se vio truncada cuando Desmon la
informó de que compartía alcoba con Muriel.
—Dos de nuestros hombres harán guardia a la puerta de
vuestra habitación para que estéis a salvo. Podréis dormir
tranquilas —la informó.
—¿Y vos? ¿Dónde dormiréis vos? —quiso saber con recelo y
cierto desengaño.
—Tras alimentarnos, me quedaré con el resto del clan. Ahora
subid y aseaos si lo necesitáis. Os esperaremos para la cena. —
Desmon hizo un gesto con la cabeza a dos de sus hombres y
estos las escoltaron escaleras arriba sin darle opción a réplica
alguna.
Cuando Tara bajó al comedor acompañada de Muriel y sus
particulares guardas, el ajetreo, los gritos de los beodos y las
carcajadas de las mujeres que servían las mesas conformaban
una cacofonía que la pusieron tensa cuando, tras pasear la vista
por el salón, no encontró a Desmon.
—El laird ha salido para asegurarse de que los caballos comen
y descansan como es debido —la informó Doire—. Seguidme,
mi señora. Os acompañaré a nuestra mesa.
Ella asintió y caminó detrás de Doire con cuidado de no
tropezar con la mirada ni con las piernas de los clientes.
Escuchó obscenidades a su paso, palabras malsonantes e
incluso exabruptos que no había oído jamás. ¿Es que Desmon
no había encontrado un lugar mejor donde hospedarla que en
aquel antro? Apretó los puños, que mantenía pegados a sus
piernas, hasta que llegaron a su mesa y pudo tomar asiento. Lo
hizo junto a la pared, alejada de los demás, pero desde donde
estaba tenía una perspectiva muy amplia de todo el salón. Por
ello se percató del momento exacto en el que Desmon entró
por la puerta. Al parecer llovía, porque tenía el cabello
húmedo. Se quitó el plaid de los hombros para sacudir el agua
y golpeó con las botas en el suelo para quitarse el barro de las
suelas. La camisa se le pegó al torso y marcó todos sus
músculos, detalle que no pasó desapercibido para ella y para
las demás mujeres que había en la taberna. Ajeno a la
admiración que despertaba, anduvo en dirección a su mesa al
tiempo que sacudía sus pantalones hasta que una de las
muchachas se interpuso en su camino. Tara se tensó de
inmediato cuando la joven se pegó a su esposo y cuchicheó en
su oído. Desmon sonrió y ella se descubrió apretando los
puños sobre la falda.
—Mi señora, no tenéis nada de lo que preocuparos —
murmuró Muriel.
—No lo estoy —mintió.
—Entonces, tal vez debáis dejar de asesinar a vuestro esposo
con la mirada porque parece que vuestra actitud lo divierte.
Tara había estado tan atenta a las maniobras de la mujer que
no se había percatado de que los ojos de Desmon estaban fijos
en ella y, en efecto, el muy canalla parecía complacido con su
reacción.
Desmon apartó a la joven con suavidad y caminó hacia su
esposa. Debía reconocer que lo satisfacía en extremo que Tara
lo celase. Tal vez porque, desde que la conocía, ella se había
esforzado por mostrar su inquina hacia él y desear mantenerse
alejada. Por ello, ahora se permitía regodearse con aquella
sensación de pertenencia que azuzaban los celos.
Se sentó frente a ella y ambos se midieron con la mirada, a la
espera de que les trajesen la cena. La misma joven que se
había interpuesto en su camino le sirvió una jarra enorme de
cerveza.
—Cualquier cosa que necesitéis, estoy a vuestra disposición,
mi señor. —Sonrió con coquetería.
Tara debía reconocer que era bonita. Tenía el cabello largo de
color claro y lo llevaba suelto, sin trenzar, lo que todavía le
proporcionaba mayor encanto, pues los mechones resbalaban
por su rostro ovalado y se entretenían en su escote, acaparando
allí la atención de los hombres, y su marido no era una
excepción.
—Mi esposa estará hambrienta. Os agradecería que nos
sirvieseis la cena.
El regocijo estalló en su pecho cuando Desmon puso a la joven
en su sitio. La mujer la miró azorada, estaba segura de que ni
tan siquiera había advertido su presencia. Solo parecía tener
ojos para Desmon, por lo que asintió y se apresuró a
marcharse. Ambos se miraron en silencio hasta que llegaron
los platos de la comida. No es que Tara tuviese mucha hambre,
o eso había creído ella hasta que el olor del estofado la hizo
salivar. Comieron bajo las miradas confusas de Muriel y
Doire; ninguno de los dos se atrevía a interrumpir la tensión
del momento, sin embargo, cada vez que sus ojos coincidían,
estaban de acuerdo en que debían dejarlos a solas antes de que
acaeciese una discusión.
—Muchacha —llamó Desmon a alguna de las mujeres que
servían las mesas para pedir un plato más. El buen humor le
había abierto el apetito y, tras dar buena cuenta del estofado,
quiso probar algo más de carne. Sin embargo, fue la misma
joven la que acudió presta a su llamada.
—Parece que gustáis de su presencia —lo atacó Tara con
frialdad cuando la muchacha se retiró.
Al momento, Doire y Muriel se levantaron. Se excusaron con
torpeza y los dejaron a solas.
Desmon no desvió la mirada de Tara. Ni tan siquiera cuando
pidió el plato de venado. Se irguió y cruzó los brazos.
—No en especial —replicó.
—Pero sí os parece hermosa.
—A cualquier hombre que tenga ojos en la cara.
—Por lo tanto, no os molesta su compañía. Al contrario, os
satisface la admiración que siente por vos.
—En otras circunstancias, lo hubiese agradecido mucho más.
—¿Queréis decir si yo no estuviese aquí?
—Oh, no. Valoro mucho que estés. La noche está resultando
mucho más amena de lo que había estimado.
La sonrisa de Desmon evidenció que, en efecto, disfrutaba de
aquella conversación.
—¿Os divertís a mi costa? —preguntó, indignada.
No sabía de dónde procedía aquella rabia que hervía en su
interior. No se reconocía a sí misma. Desde pequeña se había
acostumbrado a guardar bajo llave sus sentimientos por miedo
a que, al expresar su disgusto, su miedo o su desazón, hubiese
represalias, pero en aquel momento no se creía capaz de poder
controlarse en absoluto y, por extraño que pudiese parecer,
aquella misma falta de contención la satisfizo. Por primera
vez, no tuvo miedo de expresar sus verdaderos pensamientos.
—Debo reconocer que sí —respondió Desmon con sencillez.
Tara se irguió en la banqueta ante su respuesta.
—¿Qué es lo que tanto os complace?
—Que me celes.
—¿Celar? —cuestionó con la voz tan aguda que acaparó la
atención de las mesas colindantes.
—Es evidente. —Desmon apoyó los brazos sobre la mesa y
acortó la distancia que los separaba. Sonreía tan satisfecho que
Tara tuvo la tentación de arrojarle la jarra de cerveza—. Estás
celosa —sentenció.
—No me importa qué hagáis o con quién.
—Lo tendré en cuenta.
Tara apretó los puños sobre sus muslos. Toda ella parecía una
vara, erguida y orgullosa, solo que a punto de quebrarse en
algún momento. Lo peor era que él parecía disfrutar de aquella
disputa, mientras que ella empezaba a sentirse desdichada.
—Suerte que no compartimos alcoba —replicó, mordaz. No
quería demostrarle cuánto le había dolido que no quisiese
compartir lecho con ella, pero fue incapaz de controlarse.
—En efecto. Siéntete afortunada.
No soportó más su indiferencia y se levantó para abandonar la
mesa. Desmon no hizo ningún gesto para detenerla, o eso
pensó ella, porque cuando pasó por su lado, airada, él la tomó
de la cintura y la sentó sobre su regazo. Emitió un jadeo
ahogado por la sorpresa y el desconcierto, y de inmediato se
perdió en sus ojos verdes y la reconfortante sensación de estar
entre sus brazos.
—Me estoy esforzando mucho para darte el tiempo que me
pediste y que te recuperes de tu dolencia. Sin embargo, tu
actitud no hace más que incitarme a llevarte a la cama y
calmar tu inquina fornicando hasta que no te queden fuerzas
de continuar con esta absurda disputa.
Tara enmudeció por la crudeza de sus palabras, pero el vientre
se le contrajo de anticipación. Se miraron en silencio: él, a la
espera de que ella diera su beneplácito y ella, deseosa de que
cumpliera con su amenaza.
De pronto, un estruendo los sobresaltó a ambos. Dos hombres
comenzaron a golpearse con crudeza mientras otros los
jaleaban. Desmon se apresuró a alejar a Tara de aquel
espectáculo y la condujo hacia las escaleras antes de que la
disputa fuera a más.
—Sube y enciérrate en la alcoba. No salgas y no le abras a
nadie.
—¿No me acompañáis?
Desmon maldijo por lo bajo. Aquella era la invitación que
esperaba, pero, cuando miró hacia la refriega, dos de sus
hombres se habían visto envueltos en la reyerta.
—Nada me complacería más, pero debo detener esta contienda
antes de que suceda algo grave.
De pronto, un alarido hizo que ella se sobresaltase y mirara
asustada hacia el lugar donde tenía lugar la pelea. Desmon,
consciente de su temor, la sujetó por el rostro y la obligó a que
fijara la mirada en él.
—Mírame. Sube y enciérrate. En cuanto esto esté controlado,
iré en tu búsqueda. —Ella seguía desviando la mirada hacia el
otro lado y él se vio en la tesitura de darle la vuelta y
empujarla con suavidad para que corriera escaleras arriba. Por
suerte, en aquella ocasión, lo obedeció.
Muriel acarició el hocico de uno de los caballos que había
atado al lado de la posada mientras Doire la observaba.
Aguardaban para que el laird y su esposa tuviesen tiempo para
hablar, pero la noche era fría y ella no había cogido la capa. El
guerrero pareció percatarse del escalofrío que la recorrió
porque, al momento, sintió encima de sus hombros el plaid de
lana que él llevaba sujeto al hombro.
—Os lo agradezco —se sinceró arrebujándose.
—¿Creéis que vuestra señora ya se habrá reconciliado con el
laird? —Doire se sopló las manos para desentumecerse los
dedos.
Muriel sonrió. Dudaba que el entendimiento se llevase a
término fuera de la alcoba. Era evidente que Tara estaba
decepcionada por la decisión de Desmon de que fuera su
doncella y no su esposo quien compartiese habitación con ella.
Y, pese a todo, Muriel estaba convencida de que Tara todavía
no era consciente de los sentimientos que empezaba a albergar
por su marido. O tal vez sí, pero estaba aterrada.
—Sospecho que con una conversación no se solucionará su
malestar.
—Pues tal vez debamos entrar antes de que acusemos un
resfriado.
Muriel asintió y lo siguió hasta el umbral de la puerta. Se quitó
la capa de los hombros y se la tendió a su acompañante.
—Gracias por prestármela.
—Si no volvieseis sana y salva, Brenn me ataría a la quilla de
su barco y me arrastraría por un arrecife hasta despellejarme
vivo.
Muriel se detuvo, sorprendida por aquellas palabras e
inútilmente emocionada.
—¿Insinuáis que os ha ordenado que cuidéis de mí?
—Esas han sido sus órdenes —confirmó—. Al menos, hasta
que parta hacia Gascuña.
—¿Se marcha? —quiso saber, desconcertada.
—Creía que lo sabíais —replicó, compungido por haber sido
el primero en ofrecerle la noticia.
Muriel quería profundizar más en aquella cuestión, pero desde
dentro de la taberna comenzó a llegar el sonido de golpes y
gritos, por lo que se precipitaron al interior para indagar qué
sucedía. Doire movió un brazo para ocultarla tras él cuando
fue consciente de la batalla campal que se había desatado.
Buscó a Desmon con la mirada y lo vio a lo lejos intentando
separar a dos de sus hombres.
—Creo que es más seguro que aguardéis aquí afuera.
Muriel asintió y Doire entró a ayudar a su laird.
Tara se paseaba inquieta de un lado a otro de la estancia. Hasta
ella llegaban la algarabía de la pelea, los gritos y los golpes de
los muebles. Como hija de los Gordon, debería estar
acostumbrada a aquella clase de escenas. Su padre y sus
hermanos tenían un temperamento violento que nadie ponía en
duda. Sin embargo, ella no había podido adaptarse a aquella
vida de temor y dolor. Odiaba el sonido de los puños al
golpear la carne, los quejidos lastimeros y los gruñidos que
causaban los golpes. De pronto, escuchó como alguien
trajinaba en la cerradura de su puerta. Durante unos instantes,
tuvo la esperanza de que fuese su esposo, puede que incluso
Muriel. Sin embargo, los sonidos de la pelea todavía
resultaban atronadores y, por lo que conocía a Desmon, estaba
segura de que no iría a buscarla hasta que todo se hubiese
calmado y sus hombres estuvieran a salvo. Nerviosa, pensó
con rapidez. Muriel hubiese llamado a la puerta. Tal vez
exageraba, pero su instinto de supervivencia la instó a ser más
que prudente. Miró a su alrededor y sopesó la posibilidad de
esconderse debajo del camastro, pero, sin duda, aquel era un
lugar demasiado accesible. Cuando escuchó el sonido
inconfundible de que la puerta cedía, tomó la decisión a la
desesperada. Se asomó a la ventana, se encaramó al alféizar y
se agarró a las piedras que sobresalían a un lado de la fachada
con una mano y con la otra empujó la madera para encajarla
de nuevo. Solo esperaba que las fuerzas no le fallaran y
pudiese sujetarse el tiempo suficiente hasta cerciorarse de que
estaba a salvo.
—Dijiste que estaba aquí. —Escuchó con claridad la voz de un
hombre apenas unos instantes después.
—Yo mismo la vi subir. La hija de la posadera me aseguró que
era esta estancia —replicó otra voz.
Tara se esforzó por intentar reconocer a alguno de esos
hombres entre los de su clan, pero no logró identificar a
ninguno de ellos. La sobresaltó el golpe de la cama de madera
al volcarse y aquello le confirmó lo que ya sospechaba, que
aquellos hombres no tenían buenas intenciones.
—¡Maldita sea! —gruñó la primera voz.
Al momento, la ventana se abrió de golpe y le atizó en una de
las manos. Tuvo que apretar los labios para no gritar de dolor.
Las aristas de la piedra se le clavaron en la palma de la mano y
los nudillos comenzaron a sangrarle. Cerró los ojos con fuerza
y rezó para que, al asomarse, no la descubrieran. Por un lado,
la portezuela la ocultaba y la luz de las velas alumbraba muy
poco, por lo que intentó convencerse de que no la
sorprenderían. Si lo hacían, sería muy fácil arrastrarla de
nuevo al interior y hacerse con ella.
—Tenemos que salir de aquí. Ian no podrá alargar por mucho
más tiempo la pelea.
—No puede haber desaparecido —meditó el hombre asomado
a la ventana.
—Tal vez aguarde en otra estancia…
—Hemos perdido un tiempo precioso —se lamentó—. No
podemos buscarla en las demás habitaciones.
—¿Cómo explicaremos que hemos fracasado en nuestro
cometido?
—Todavía no lo hemos hecho. Nos queda mañana.
Ahora Tara los oía con más claridad, signo inequívoco de que
abajo la refriega había terminado.
—Salgamos de aquí.
Suspiró aliviada cuando escuchó los pasos acelerados
abandonar el aposento. Sin embargo, no se movió. Permaneció
en el mismo sitio hasta asegurarse de que no volvían a
buscarla.
Desmon empujó a uno de sus hombres contra la pared y lo
sujetó con el antebrazo por el cuello.
—Espero una explicación.
—Empezó él, mi señor —murmuró, agotado.
—¿Es que eres un mocoso para no saber controlar tus actos a
la mínima provocación?
—Lo lamento, laird. Se mofó del ataque a nuestro castillo y de
la muerte de nuestra gente. Además, aventuró que no sería la
única vez que lamentaríamos la perdida de seres queridos.
Desmon le soltó y lo miró pensativo. Algo no estaba saliendo
bien.
—Antes de que escapase, ¿averiguaste su nombre? ¿A qué
clan pertenecían?
El joven negó con la cabeza y Desmon suspiró. No podía
culparlo por su reacción; su madre había fallecido en el ataque
al castillo y él había resultado herido al tratar de mitigar las
llamas. Una parte de su rostro había quedado marcada para
siempre, tal vez por eso aquellos malhechores supieron a quién
provocar.
—No podemos cambiar el pasado, Angus, pero nos
encargaremos de no repetir los mismos errores para que no
suceda en un futuro. Ve a limpiarte las heridas.
El joven asintió y se marchó con la cabeza gacha.
Desmon giró a su alrededor y comprobó que sus hombres
estaban ayudando a los posaderos a poner las mesas y los
bancos en su sitio. Vio a Doire acercarse hasta él acompañado
de Muriel y fue a su encuentro.
—Creía que estabas con mi esposa —se dirigió a la joven.
—No la he visto, mi señor.
—Estábamos fuera cuando se desató el caos y pedí a Muriel
que aguardase a que los ánimos se calmasen para subir a la
alcoba —explicó Doire.
Desmon no quiso esperar más y subió presto las escaleras. La
puerta parecía cerrada, pero, cuando fue a llamar, la hoja cedió
y se abrió sola. Un escalofrío recorrió su espalda al comprobar
que la cerradura había sido forzada. Solo hubo de dar un paso
para adentrarse en la estancia y corroborar que sus temores
eran ciertos. Los dos camastros estaban tumbados en el suelo.
Abrió el armario y ahí estaban los objetos personales de Tara.
Aquello no se trataba de un mero hurto: alguien había entrado
en la estancia de su esposa y se la había llevado, no quería ni
pensar con qué intenciones. El corazón le dio un vuelco ante la
idea de perder a la joven. Le había prometido que la protegería
y se había prometido a sí mismo que no volvería a fallar a los
suyos. Y ahora ella era suya, parte de su familia.
—¡Doire! —gritó a la vez que se encaminaba a la salida.
Casi no podía respirar, le temblaban las manos y al mismo
tiempo la sangre corría furiosa por sus venas. De pronto, un
movimiento a su espalda captó su atención. La hoja de la
ventana se movió y el pequeño chirrido de las bisagras fue
suficiente para detenerlo. Se giró bajo el vano de la puerta y
comprobó que, en efecto, la madera se movía. Desenvainó el
puñal que siempre guardaba en su bota y anduvo despacio
hasta situarse junto a la pared, donde no pudiesen verlo.
Apareció una mano en su campo de visión y no lo pensó dos
veces, tiró de ella e hizo caer al intruso en el suelo frío de
piedra de la habitación.
Tara gritó cuando una mano tiró de la suya y se precipitó
dentro de la estancia. Estaba segura de haber escuchado la voz
de Desmon, pero tal vez estaba equivocada. Puede que los
atacantes la hubiesen descubierto y la esperaran. Gimió
cuando sus rodillas golpearon el suelo y tuvo que poner la
mano herida en la fría piedra para evitar caer de bruces. De
pronto, el violento agarre que la había precipitado dentro de la
habitación se aflojó.
—Tara —murmuró Desmon, angustiado y a la vez aliviado
cuando la descubrió a sus pies. Soltó la daga y se arrodilló
junto a ella, enmarcó su rostro con sus grandes manos y repasó
con sus ojos cada parte de su cuerpo para asegurarse de que
estaba bien—. ¿Te han hecho algo? ¿Estás herida? —Fue
entonces cuando reparó en las lesiones de su mano—. Mataré
al que te haya hecho esto —siseó, al tiempo que la sujetaba
por la muñeca y, con tiento, evaluaba el alcance del daño
ocasionado.
El corazón de Tara latió desbocado por la preocupación
implícita en la voz de su marido. Y aquello, junto con la
tensión acumulada en los últimos minutos, pudo con ella. No
lo pensó y se lanzó a sus brazos. Era lo que necesitaba en
aquel momento, su contacto, sus protectores brazos
envolviéndola y sentirse segura, arropada por su cuerpo.
Él, sorprendido en un primer momento por su reacción, tardó
unos instantes en reaccionar, hasta que la rodeó por la cintura
y la apretó contra su cuerpo.
—¿Te escondías fuera? —cuestionó junto a su oreja,
preocupado por la posibilidad de que se hubiese precipitado
abajo.
Ella asintió.
—Ocultarme es lo que mejor sé hacer —murmuró. Se había
entrenado durante años para evitar los golpes por los enfados
de su padre.
—Estoy orgulloso de ti.
Y con aquellas palabras, que jamás nadie le había dedicado,
Tara derramó las primeras lágrimas.
—Pensé que, tal vez, hubieseis preferido que me enfrentase a
los asaltantes —dudó.
Desmon negó con la cabeza.
—Te prefiero viva y salvo.
—Sin embargo, todavía no lo estoy.
Desmon la separó de sus brazos y la sujetó por los hombros.
—¿Por qué dices eso?
—Me pareció que eran dos hombres. Escuché retazos de su
conversación. Me escondí en cuanto oí que intentaban forzar
la cerradura, pero sí que atisbé a escuchar cómo comentaban
entre ellos que mañana lo volverían a intentar y que sería su
última oportunidad.
—¿Intentar el qué?
Ella negó con la cabeza, confusa. Tal vez Desmon no la
creyese, pero ella estaba bastante segura de que todo aquel
alboroto tenía que ver con ella.
—Al parecer —empezó a hablar—, un tal Ian habría
empezado la pelea abajo para distraeros y otros dos subieron
con la intención de llevarme con ellos.
Desmon frunció el ceño. ¿Con qué propósito alguien querría
llevarse a su esposa?
—¿Estás segura de que no conocías a ninguno de los
asaltantes? ¿No te eran conocidas ni siquiera sus voces? —
insistió Desmon, temeroso de que la familia de Tara estuviese
detrás de su intento de secuestro.
Tara volvió a negar con la cabeza.
Desmon suspiró y la ayudó a levantarse. Lo principal ahora era
ocuparse de la herida de su mano y poner vigilancia en su
puerta. Volvió a colocar las camas en su sitio y acompañó a
Tara para que tomase asiento en una de ellas. Se acuclilló a sus
pies, colocó las manos en las rodillas de la joven y contempló
la palidez de su rostro.
—No temas, no dejaré que nada te suceda —juró, compungido
por lo que hubiese podido suceder. Enfermaba solo de pensar
en la posibilidad de que se la hubiesen llevado.
—No os torturéis. No podéis estar siempre a mi lado para
protegerme —intentó Tara razonar con él.
Desmon negó con la cabeza.
—Tendría que haberme cerciorado de que estabas a salvo.
—Lo estaba. Me encerré en la alcoba tal y como me dijisteis, y
esos hombres forzaron la cerradura. Ni vos ni nadie podía
adivinar que la pelea de abajo sucedió para despistaros y poder
raptarme.
—No lo repitas. —Cerró los ojos con fuerza y apretó las
manos en sus rodillas—. Cada vez que pienso en esa
posibilidad, se me llevan los demonios.
Tara se compadeció de él, del peso que parecía soportar sobre
sí mismo para proteger a todos los suyos y, con la mano sana,
enmarcó su mejilla.
—Estoy segura de que habríais venido a buscarme —susurró.
Desmon levantó la cabeza y fijó los ojos en los de su esposa.
—Hasta los confines de la tierra —afirmó.
Una sonrisa trémula apareció en los labios perfectos de Tara al
tiempo que su corazón se aceleraba. Tal vez Desmon no la
amara todavía, pero quizás aquello era un comienzo.
CAPÍTULO 14
Desmon pasó gran parte de la noche reunido con Doire y sus
hombres en el salón de la posada. Trazaron las nuevas
estrategias que seguirían para llegar a Berwick sin más
imprevistos y sopesaron todas las opciones de ruta que se les
ofrecían desde su ubicación, que no eran muchas, ya que
debían atravesar sí o sí el bosque de Northumberland antes de
decidirse por el camino escogido en un principio y hacer frente
a los asaltantes, o buscar otra opción.
—Tal vez debamos seguir con lo planeado, laird. No sabemos
quiénes eran ni lo que pretendían, sería una buena ocasión para
averiguarlo —opinó Doire.
No obstante, Desmon no estuvo de acuerdo. Fijó los ojos en el
mapa que tenían delante.
—Si viajásemos solos, no lo dudaría. Pero no expondré a mi
esposa a ningún peligro. Como bien dices, no sabemos cuántos
eran, pero sí que querían llevársela.
—¿Para qué? —preguntó otro de sus hombres—. ¿Por qué
raptar a vuestra esposa? Todos los señores están en Berwick
para respaldar la decisión que ha tomado Eduardo. Con el
nombramiento oficial, se afianzará la paz entre clanes. No
tiene sentido —meditó.
—O sí —exclamó Desmon en un repentino momento de
lucidez—. ¿Qué pasaría si uno de los señores no se presentase
al nombramiento de Balliol?
—¿Que se lo tomaría como una afrenta? —dudó Doire.
—Tanto él como el rey de Inglaterra —confirmó el laird.
—Nuestro clan sería señalado —comprendió Doire.
—Balliol nos acusaría de traición y a Eduardo le conviene esa
teoría. Al fin y al cabo, nuestras tierras están en un lugar
estratégico para que el ejército inglés empiece a ocupar
Escocia. Si ofendemos a Balliol, este se pondrá de su lado y en
contra nuestra.
—Ya nos tiene ojeriza desde que os posicionasteis al lado de
los McKenzie para apoyar a Bruce.
—Jamás lo hice abiertamente y siempre dejé claro que, para
mí, lo primordial eran mi gente y mis tierras. Mientras yo sea
laird de Carlisle, no permitiré otro asalto. No bajaré la guardia.
Doire estiró las piernas y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Bueno, elijamos el camino que elijamos, está claro que
debemos estar preparados para un ataque.
—Siempre estaremos alerta —respondió Desmon, contundente
—. Debo reconocer que me tranquiliza que los indeseables de
esta noche no sepan que conocemos su intención de persistir
en llevarse a Tara. No nos tomarán por sorpresa si deciden
insistir en llevársela. Aun así, tomaremos este camino. —
Señaló en el mapa la ruta que no tenían prevista—. Nos llevará
más tiempo, pero será más seguro. Saldremos al amanecer.
Los hombres asintieron y él los envió a descansar unas horas
antes de hacer el relevo de los que aguardaban vigilando la
alcoba de Tara. Doire y él se quedaron a solas en el salón, el
posadero dormía al otro lado de la estancia con los pies sobre
una banqueta junto a la chimenea y ambos se sumergieron en
la calma que el silencio les otorgaba.
—¿Qué pensáis, laird? —quiso saber Doire al percatarse del
rictus serio del rostro de Desmon y su mirada perspicaz.
Desmon suspiró.
—Los responsables de este ataque estarán en Berwick. Lo sé
seguro.
—Tal vez vuestra esposa los reconozca por sus voces.
—No me refiero a los que han llevado a cabo la acción, pero sí
los que la han ordenado.
—¿Sospecháis de alguien?
—Si solo fuese de una persona… —contestó, evasivo.
Aunque, si era sincero consigo mismo, no podía evitar pensar
que los Comyn estaban detrás.
Tara se durmió después de que Muriel le aplicara unas curas,
le vendase la mano y la obligase a tomar una tisana. Quería
esperar para ver si Desmon volvía, pero el sueño la venció
antes de descubrirlo. Cuando Muriel la despertó para ponerse
en marcha, apenas si despuntaban unos tímidos rayos de sol,
pero se sentía descansada y capaz de hacer frente a cualquier
imprevisto que se cruzase en su camino.
—¿No te parece injusto que nuestro destino dependa de la
voluntad de los hombres? —meditó Tara mientras Muriel la
ayudaba a ajustar los lazos del corpiño.
—Mi señora —sonrió la joven con tristeza—, mi sino siempre
ha estado marcado por los hombres y entendí que, para poder
sobrevivir, tenía que aprender a sortear sus voluntades.
—¿Cómo?
—La mayoría de las veces haciéndoles creer que ellos
decidían, cuando había sido yo la que sugería. De cualquier
modo, contra la fuerza bruta de un hombre, poco o nada
podemos hacer. Os lo digo por experiencia.
Tara miró con tristeza a la muchacha. No solo había soportado
los golpes de su padre, también había tenido que vivir con las
vejaciones a las que la obligó a someterse.
—Defendernos —dijo, obstinada—. Deberíamos ser capaces
de hacer frente a cualquier abuso.
—¿Con nuestras manos? —cuestionó la joven.
—Como sea. Con cualquier utensilio. Deberíamos llevar
encima algún tipo de protección, una daga, un cuchillo… —
enfatizó.
—Yo siempre llevo una daga atada con una cinta en el muslo,
mi señora. Y duermo con ella debajo de la almohada.
Tara se giró a mirarla, sorprendida.
—¿La has usado alguna vez?
—Una vez —respondió, escueta.
El rostro de Muriel se ensombreció y Tara comprendió que no
debía indagar en aquella cuestión.
—Tal vez deba llevar una yo también.
—Si se lo pedís a vuestro esposo, supongo que gustoso os
enseñaría a defenderos.
Tara puso una mueca de disgusto.
—Lo más probable es que tema que lo hiera con ella.
—¿Y estaría equivocado? —se burló la joven.
—Sabes que no.
Tara había pasado la noche esperando a que Desmon entrase
en su alcoba para verla y pasar más tiempo con ella, sin
embargo, él no parecía acusar su ausencia.
—Mi señora, no podemos pretender ni esperar que los
hombres piensen o actúen como lo haríamos nosotras.
—Si no saben qué precisamos ni se esfuerzan por averiguarlo,
tal vez no debamos mostrarnos tan complacientes y
satisfacerlos en todo. Dar y recibir debería ser recíproco.
Muriel soltó una carcajada al tiempo que ajustaba a los
hombros la capa de su señora. Sin duda, Tara aprendía rápido.
Cuando Tara tomó asiento en el salón, Desmon ya la
aguardaba en la mesa con el desayuno dispuesto y los caballos
ensillados en la puerta. Tenía aspecto cansado, valoró Tara al
verlo ojeroso. No obstante, había un brillo acerado en sus ojos
y decisión en su rostro pétreo. La había seguido con la mirada
desde que advirtiera su presencia hasta que estuvo frente a él.
—¿Has descansado bien?
La voz sonó demasiado ronca, tanto que la gravedad de su
tono reverberó dentro del cuerpo de ella.
—Sí.
—¿Te duele la mano?
—Menos que ayer. —La joven dirigió la atención a la comida.
—El viaje será más largo de lo previsto en un primer momento
—la informó—. Nos desviaremos tras pasar el bosque y
tomaremos otra dirección.
—Como dispongáis.
Él guardó silencio durante unos segundos y la evaluó de
nuevo. Los ojos de Tara lo esquivaban y permanecían fijos en
el plato que tenía delante. Comía pequeños bocados de pan
con queso con la espalda recta y su pose habitual de soberbia.
—No obstante —siguió Desmon—, nuestra travesía por el
bosque de Northumberland puede que conlleve más peligro.
Cabalgarás junto a mí y, si hay algún imprevisto, debes
obedecerme y seguir todas mis indicaciones.
—Lo entiendo y así lo haré —aceptó, sin dejar de observar el
plato. Sin embargo, todo aquel que prestase atención a la joven
no valoraría su postura como un acto de sumisión o temor. Al
contrario, parecía más altiva y orgullosa que nunca. Pero
Desmon sabía que no era así.
—Mírame —exigió Desmon, cansado y deseoso de verse en
sus ojos.
Para su desesperación, ella se tomó su tiempo para dejar la
comida, enderezar todavía más la espalda y, por fin, dirigir su
mirada hacia él.
—¿Estás enfadada conmigo?
—¿Por qué debería estarlo?
Desmon entrecerró los ojos y aquel gesto hizo que brillasen
todavía más peligrosos de lo habitual.
—Eso es justo lo que he preguntado.
—No tengo nada que deciros.
El hecho de que él levantase una ceja y sonriese todavía la
enfureció más. Apretó los dientes y lo fulminó con la mirada.
—Es la segunda vez que parecéis mofaros de mí. ¿Qué es lo
que os divierte tanto en esta ocasión?
—He conocido a suficientes mujeres en mi vida para saber
que, en efecto, estás molesta conmigo.
Tara apretó las manos sobre la falda de su vestido. Por
supuesto que había estado con muchas mujeres, pero solo una
moraba en sus sueños, ocupaba sus pensamientos y era la
dueña de sus sentimientos. Tuvo que apretar los labios y hacer
acopio de toda su fuerza de voluntad para no preguntarle por
su nombre.
—Yo no soy como todas esas mujeres que mentáis.
Divertido, Desmon se cruzó de brazos y aceptó el reto.
—¿En qué eres diferente?
El hecho de que lo preguntase era una muestra evidente de que
la valoraba como a una más, no como a alguien especial, no
como a su esposa. Por ello, la desilusión dio paso a la rabia.
—Yo no bebo los vientos por vos, no babeo ante vuestra
presencia ni albergo ningún tipo de sentimiento más allá del
rencor por habernos abocado a esta situación que ninguno de
los dos desea.
La sonrisa de Desmon se borró de su rostro y, en su lugar, el
enfado perfiló todos los atractivos rasgos de su rostro.
—No lo pareció anoche, cuando te lanzaste a mis brazos.
—Estaba asustada. Habría hecho lo mismo si el primero en
aparecer hubiese sido Doire, Brenn o Broc. Cualquier rostro
conocido.
Desmon la miró con escepticismo, no obstante, la creyó.
Puede que el miedo la hiciese actuar de ese modo, pero dudaba
de que se hubiese entregado a nadie más como lo hizo con él
la noche en que por fin consumaron su matrimonio.
—Y, sin duda, habrías yacido en el lecho con cualquiera de
ellos como hiciste conmigo —atacó con inquina.
Tara dejó escapar un jadeo de indignación y él, tarde,
comprendió que la había ofendido. Apoyó los antebrazos en la
mesa e hizo amago de tomar la mano sana entre la suya, pero
ella se apartó con rapidez.
—Tara…
—El hecho de que vos no respetéis este matrimonio —lo
interrumpió con la voz trémula— os hace pensar que yo
obraría del mismo modo.
—Yo respeto esta maldita unión —siseó, dolido por las
acusaciones de Tara.
Ella parpadeó ante la crueldad de sus palabras y Desmon
comprendió que la había herido de nuevo.
—No he querido decir eso.
—No obstante, lo habéis dicho. Me herís y me ofendéis como
hicisteis desde el mismo momento en que nos conocimos.
Supongo que debería estar acostumbrada. Al fin y al cabo, lo
diferente, lo inesperado, hubiese sido que saliese del hogar de
mi familia para encontrar uno mejor. —Retiró la silla y se
puso en pie, dispuesta a abandonar el salón.
Desmon acusó el golpe que sus palabras le habían provocado y
se levantó de inmediato. La tomó del codo para impedir que se
retirara.
—Carlisle es tu refugio, nadie allí te hará daño.
—Nadie, menos vos. —Tiró del brazo y salió del salón lo más
rápido que pudo.
Cuando Desmon llegó junto a ella, Doire la estaba ayudando a
subir al caballo. Tendría que haber sido él quien la sujetase por
la cintura y la aupara, el que la acompañase fuera de la posada,
pero sus palabras lo habían dejado demasiado afectado.
Tara le dedicó una leve sonrisa de gratitud a Doire, tomó las
riendas del equino y al momento compuso un gesto de dolor.
Sujetarlas con la mano herida iba a ser un suplicio. Intentó
rodearse la muñeca con el cuero y guiar al animal con la mano
sana, pero, aun así, controlarlo implicaba hacer fuerza con los
dedos magullados y la palma cortada. Suspiró e intentó
mentalizarse del martirio de viaje que la esperaba cuando unas
manos la rodearon por la cintura y la elevaron como una
pluma para depositarla encima del caballo de Desmon.
—No puedes montar sola. Cabalgarás conmigo —explicó. Con
un movimiento fluido, montó tras ella y apretó su pecho contra
la espalda de su esposa.
—Ni siquiera me habéis dejado intentarlo.
—No podemos arriesgarnos a que se presente una situación
que requiera huir con rapidez y no seas capaz de escapar con
la diligencia que espero.
Ella no respondió, tan solo irguió la espalda para alejarse de él
todo lo que pudo y miró al frente. Desmon levantó la mano y
al momento ordenó que su marcha empezase. Delante de él,
dos hombres y detrás, Muriel con Doire; a la cola, el resto de
la comitiva.
El trayecto por el bosque fue tenso y silencioso, la sombra de
que los asaltantes se cernieran sobre ellos pesaba como una
losa. Tras ella, sentía la tensión de Desmon; lo miró de reojo y
vio cómo estaba atento a cualquier movimiento entre los
densos arbustos y la frondosa arboleda. Con una mano guiaba
al caballo y con la otra sujetaba con firmeza su claymore.
Se escuchaban el piar de los pájaros y los sonidos de los
animales que despertaban en un nuevo día hasta que de pronto,
todo cesó y un inquietante silencio los envolvió. Tara notó
como Desmon se envaraba a su espalda y la apretaba más
contra él. La sensación de peligro que él advirtió la contagió
hasta el punto de removerse sobre la montura y mirar
desesperada de un lado a otro.
—¿Qué sucede? —murmuró, asustada.
Él le pidió silencio al poner un dedo sobre sus labios. Giró el
rostro hacia Doire y, de inmediato, su hombre comprendió lo
que le pedía. Se colocó a su lado izquierdo y otro miembro de
su clan al derecho.
Tara tenía un sin fin de dudas que quería que él resolviese,
pero sabía que no era el momento. Desmon avanzó. Detrás de
una curva en el camino, un carro medio tumbado obstruía el
paso. Miró a ambos lados y no vio a nadie, pero tuvo claro que
aquello era una encerrona y que el tiempo corría en su contra.
—Pégate al cuello del caballo y, pase lo que pase, no mires
atrás —susurró junto al oído de su esposa.
De inmediato, Tara obedeció y él comenzó una carrera alocada
que los sacó del camino y los internó en el bosque. Sorteaban
árboles y saltaban sobre los troncos que había entre el musgo y
los arbustos. El corazón de Tara galopaba más rápido que las
patas del equino, cerró los ojos y rezó en silencio para que la
reacción de Desmon hubiese sido providencial y no los
atacaran. En el peor de los casos, que nadie saliese herido.
Supo que aquello era imposible cuando escuchó el sonido
inconfundible de la espada al desenvainarla. Se atrevió a mirar
y comprobó que a su lado los flanqueaban dos caballos más:
Doire y otro de los hombres de Desmon los acompañaban en
la huida. De pronto, las flechas silbaron cerca de ellos.
—¡Cobardes! —gritó Doire al tiempo que aceleraban en su
huida.
Desmon pegó su cuerpo al de Tara para protegerla y apretó las
piernas en torno a su semental. La sacaría de allí sana y salva.
Se lo había prometido y un Campbell jamás faltaba a sus
promesas. Sabía que el bosque era peligroso porque se
prestaba para una encerrona, por eso habían organizado la
defensa de manera que les permitiese una huida rápida y los
hombres de atrás pudieran encargarse de los atacantes.
—Muriel —exclamó ella. Si Doire estaba junto a ellos, ¿con
quién se había quedado su doncella?
—A salvo —contestó su esposo, escueto.
Delante de ellos, la densidad del bosque se fue disipando y
apareció una planicie que los devolvía a uno de los caminos,
no el que iban a tomar en un primer momento, eso Desmon ya
lo había descartado. No en vano se había pasado la noche
trazando en su cabeza las diferentes rutas de escape según el
punto del camino en el que se encontrasen y suponiendo todos
los ángulos desde el que lo atacaran. Ya no se escuchaba el
silbar de las fechas y aminoró la alocada carrera hasta
resguardarse tras una curva pronunciada. De pronto, el peso de
Desmon ya no estaba sobre su espalda y el viento frío, junto
con el temor que había pasado, hizo que la recorriese un
escalofrío.
—¿Estás bien? ¿Te han herido? —La sujetó por los hombros y
la ayudó a incorporarse al tiempo que la palpaba y sus ojos la
recorrían para asegurarse de que estaba sana.
—Estoy bien —respondió, no muy convencida. Se paró a
escuchar su cuerpo y comprobó que no acusaba ningún dolor
—. ¿Y Muriel? ¿Y el resto de los hombres?
—Llegarán de inmediato. —O eso esperaba, pero no pensaba
compartir con ella su temor a que algo hubiese salido mal.
Doire y el otro hombre se posicionaron más cerca de la curva
para atisbar si los habían seguido, pero Desmon continuaba
alerta, mirando hacia todos lados.
—¿Planear nuestra huida es lo que habéis estado haciendo
durante toda la noche? —quiso saber Tara.
—Te dije que te mantendría a salvo.
—¿Por qué me quieren a mí? ¿Quiénes son? ¿Qué pretenden?
—Ojalá tuviese la respuesta a todas esas preguntas, pero no
tardaré en averiguarlo.
—Sospecháis de alguien —afirmó ella.
—La vida me ha enseñado a ser precavido y a no dejar nada al
azar. A lo largo de los años he acumulado enemistades, pero
hay una especial a la que no pienso perdonarle ninguno de sus
actos.
Tara quiso indagar, profundizar en aquella verdad que parecía
dolerle, pero el grito de Doire anuló toda posibilidad de seguir
con la conversación.
—¡Nuestros hombres se acercan!
Al momento, el resto de la comitiva se unió a ellos. Tara buscó
a Muriel, desesperada, hasta que la encontró, sana y salva,
rodeada de hombres del clan. Suspiró de alivio y se atrevió a
relajarse contra el pecho de su esposo. Desmon le rodeó la
cintura con una mano y la sostuvo con firmeza.
Hasta él se acercó uno de sus hombres.
—Eran tres —explicó—. Uno de ellos, el que participó en la
pelea de la taberna. Angus lo reconoció.
—¿Los habéis cazado?
—No, mi señor. Los hemos cercado, pero finalmente han
conseguido huir.
Desmon compuso un gesto de desagrado y Tara temió que
cargara contra sus hombres por haber fracasado, sin embargo,
su esposo hizo todo lo contrario: palmeó la espalda del
muchacho y asintió comprensivo.
—Está bien. Habéis conseguido que saliéramos de allí a salvo,
sin heridos, y nos habéis facilitado la huida.
—Lo siento, laird —se disculpó de nuevo.
—No te angusties. Averiguaré quiénes son.
Desmon cabalgó alrededor de sus hombres para comprobar en
persona que todos estaban a salvo y felicitarlos y, de paso, se
acercó hasta Muriel para que Tara se cerciorase de que estaba
bien. La doncella estaba pálida, pero sonrió de alivio al ver a
su señora.
—Sigamos nuestro camino —ordenó Desmon.
La comitiva se puso en marcha de nuevo, ahora ya con un paso
más relajado, y Tara se permitió disfrutar del tímido sol de la
mañana, de los colores ocres y verdes de aquella tierra y el
paisaje que se abría ante ellos. Cada vez estaban más cerca de
la costa, por lo que llegarían a Berwick poco antes de la hora
del almuerzo.
—Balliol es vuestro pariente, no obstante, no parecéis
contento con su nombramiento —aventuró Tara tras recordar
el tono con el que Desmon había pronunciado el nombre del
próximo rey.
—No sé si deba preocuparme que pienses en Balliol en estos
momentos.
El cabello de su esposa le hacía cosquillas en la mejilla
mientras su trasero se apretaba contra su entrepierna. El vaivén
del caballo, junto con su aroma y el roce de sus cuerpos, hizo
que Desmon siseara de angustia.
—¿Os ha molestado mi apreciación? —Tara se incorporó y
miró de soslayo a su marido.
—No. Lo cierto es que ha sido muy certera. Temo que Balliol
entregue Escocia a Inglaterra por su ansia de poder.
—¿Es eso lo que os perturba?
—En este momento, son otras cosas las que reclaman mi
atención.
—¿Cuáles?
—Créeme, no quieres saberlo.
Ella se volvió a recostar contra su cuerpo y Desmon cerró los
ojos durante unos segundos antes de rodearla con más fuerza
por la cintura. Tara supuso que estaba pensando en la
venganza que llevaría a cabo cuando descubriese quién estaba
detrás del asalto que sufrió la noche anterior y quiso
distraerlo.
—¿Qué esperáis de mí durante el tiempo que permaneceremos
en Berwick?
—¿Dentro o fuera de la alcoba?
De pronto, Tara enrojeció y prestó más atención a todos y cada
uno de los puntos en los que estaban en contacto.
—Allí no habrá alcobas separadas —la informó—. Estarán
todos los nobles y lairds de nuestras tierras con sus esposas, y
no voy a dejar que haya habladurías.
—Lo entiendo.
—Eso espero. Como también espero que si cualquiera de los
presentes, incluidos tus hermanos o tu propio padre, se acercan
a ti, te intimidan o te hacen sentir incómoda, acudas a mí de
inmediato. ¿Lo has entendido?
Tara asintió, pero había cierto temor en sus palabras que la
hizo sospechar.
—Creéis que nuestros asaltantes estarán allí —aseguró.
—Ellos no. No se arriesgarán a que se les pueda reconocer,
pero quien los haya enviado sí estará allí. Daría mi mano si
estuviese equivocado. Por eso te pido que extremes tu cuidado
y que no me desafíes durante el tiempo que estemos fuera de
Carlisle. Si te pido que te quedes en la alcoba, obedece.
—¿Queréis encerrarme? —se alarmó.
—No. Pero, si para mantenerte a salvo tengo que hacerlo, no
dudes de que lo haré. Aunque tenga que atarte a la cama.
Ella jadeó, indignada, y él escondió una sonrisa.
—¿No os preocupa que piensen que no sabéis controlar a
vuestra esposa y por eso la confináis en sus aposentos?
—Nunca me ha importado lo que piensen los demás.
—Si tanto temor tenéis y tan poco os fiais de mí, podríais
haberme dejado en Carlisle.
—¿Y perderme la diversión de anudarte a la cama?
—Os auguro que no será necesario —replicó, orgullosa.
—Y yo te avanzo que tal vez no sea tan desagradable como
crees —murmuró junto a su oído.
La piel de Tara se erizó ante el aliento cálido de su esposo y
parte del enfado se diluyó en la nada, en aquella sutil caricia
de su aliento que albergaba todas las promesas de lisonjas que
ella ansiaba, pero que también evidenciaba su debilidad hacia
él.
—No creo que lo averigüéis —musitó con voz trémula.
—Ya lo veremos.
Tal y como estaba previsto, llegaron a Berwick antes de la
hora del almuerzo. Según les informó Balliol en un velado
reproche por su tardanza, todos los clanes y la mayoría de los
señores invitados ya se encontraban en el castillo. El
inminente rey de Escocia recibía a los asistentes con la
soberbia de un monarca. Tras saludar a Desmon, hizo que los
sirvientes los acompañaran a sus aposentos para asearse. Tara
avanzó entre la multitud bajo miradas indiscretas y
cuchicheos. Con la cabeza alta y el porte regio que la
caracterizaba, no dejaba entrever la desazón que le oprimía el
estómago y que hacía que le temblasen las piernas. A su paso
reconoció algunos rostros de clanes vecinos a los de su padre,
no obstante, cerca de ella no había rastro de los Gordon.
Una vez en la puerta de la alcoba de sus señores, y tras
depositar el equipaje, tanto Muriel como Doire y algunos de
sus hombres fueron dirigidos a otra ala del castillo, donde se
hospedaba el servicio. Desmon cerró la puerta tras de sí y se
acercó a al aguamanil, se desprendió de las pieles que le
cubrían los hombros, el plaid y la camisa. Tara lo observó
lavarse, hipnotizada por el movimiento coordinado de sus
músculos. A placer, se recreó en las cicatrices que revelaban
su experiencia en reyertas, puede que incluso batallas, pero las
preguntas que empezaron a asaltarla sobre cómo se las habría
hecho la perturbaron hasta el punto de tener que desviar la
mirada. Sus ojos se dirigieron más abajo, al trasero que se le
marcaba bajo los pantalones de cuero y dejaba entrever la
fuerza de sus piernas.
—Si sigues mirándome así, te acostaré sobre esa cama que
parece llamarnos a gritos, te despojaré de todo ese ropaje que
llevas y te poseeré hasta que supliques mi nombre.
Tara había estado tan absorta que no se había dado cuenta de
que sus atenciones habían sido descubiertas. El rubor la cubrió
y de inmediato le dio la espalda, se acercó hasta el baúl que
habían dejado los hombres del clan sobre el suelo y sacó el
vestido que había elegido para la ocasión.
—Balliol nos espera abajo —espetó con nerviosismo—. No
creo que debáis ofenderlo con vuestra ausencia.
—Por ese motivo, no me importaría agraviar al mismísimo rey
de Inglaterra.
Se midieron con la mirada: Tara, con el vestido contra su
pecho y él, desnudo de cintura para arriba. Ella habría
apostado a que la temperatura de la habitación había
aumentado considerablemente y la luz que se filtraba a través
de la ventana había ido apagándose hasta solo enmarcar la
figura imponente de su esposo.
—Creo que necesitas ayuda. —Desmon señaló con la cabeza
el vestido y avanzó un paso—. No puedes vestirte sola. —
Como el depredador que ella sabía que era, comenzó a cercarla
entre la pared y la cama.
—Muriel… Muriel vendrá.
—Es posible que tarde un poco. Y no podemos permitirnos
más retrasos. ¿No es eso lo que has dicho?
—Puedo aguardar hasta que llegue, estoy segura de que no
demorará.
—Quién sabe…
Desmon acercó una mano a su espalda y tiró del cordel que
mantenía el vestido en su sitio.
—Sé hacerlo sola. Lo he hecho desde que nos desposamos
hasta que Muriel llegó.
—Sin embargo, tardarías demasiado.
Despacio, retiró el vestido de sus manos y lo dejó sobre la
cama. Con estudiada lentitud, deshizo el nudo que le sujetaba
la capa sobre los hombros y al momento cayó al suelo.
Abducida por la mirada hambrienta de su marido, no se
percató de que el corpiño colgaba suelto sobre sus pechos
hasta que Desmon rozó con los nudillos la cumbre de sus
senos. Los ojos de Tara brillaban, el pulso rugía en sus oídos y
los labios se le secaron. Con la punta de la lengua se los
humedeció y se olvidó de dónde estaba, de que apenas tenían
tiempo y de que Muriel estaría a punto de llegar. Se olvidó de
todo, menos de Desmon, que de pronto retrocedió. Tara
parpadeó confusa al verlo entrecerrar los ojos y alejarse hacia
la puerta. Solo en ese momento se dio cuenta de que
llamaban.
Desmon abrió a medio vestir, no obstante, se cuidó de entornar
la puerta para ocultarla a ella. Tara se apresuró a cubrirse, pero
el frío recorrió su piel cuando la voz que escuchó al otro lado
le resultó familiar.
—Campbell.
—Gordon —espetó Desmon con frialdad.
—Quiero hablar con mi hija en privado.
—No.
Incluso Tara tembló ante el tono de voz de su esposo.
—No podéis negarme verla —replicó, ofendido.
Desmon se cruzó de brazos, apretó los dientes y lo fulminó
con la mirada.
—Yo no apostaría por ello. Si en mi mano estuviese, sus ojos
jamás coincidirían con los vuestros. Pero, puesto que en este
lugar será inevitable, al menos me aseguraré de que no sea a
solas.
—No podréis estar a su lado en todo momento.
—¿Es una amenaza?
La cara del viejo Gordon enrojeció. Sabía que no podía
desafiarlo abiertamente, pero no estaba en su naturaleza
rendirse.
—¡Tara! —gritó—. ¡Tara, soy tu padre! ¡Necesito hablar
contigo! Ven aquí ahora mismo. —La última frase la había
pronunciado sin levantar la voz, sin embargo, el miedo de Tara
se acrecentó ante aquel tono de soberbia y poder.
La paciencia de Desmon llegó a su fin. Avanzó un paso y con
su imponente presencia obligó a retroceder al viejo.
—Largaos —murmuró con tono lúgubre—. Marchaos de aquí
u os arrojaré por esa ventana y me aseguraré de que jamás
podáis volver a molestar a mi esposa.
Douglas apretó los puños a ambos lados de su enjuto cuerpo.
No sería en aquel lugar, no en aquel momento, pero se lo haría
pagar. Vería a Desmon Campbell hundido. Y sería pronto, se
prometió. Más de lo que en un principio había calculado. Giró
sobre sus talones y abandonó la alcoba.
Cuando Desmon cerró la puerta, Tara estaba tan pálida que
temió que desfalleciese en cualquier momento. Sin embargo,
cuando intentó acercarse a ella, estiró la espalda y enderezó los
hombros, como ya había aprendido él que hacía para
protegerse.
—Estoy bien.
—No dejaré que te intimide. Jamás volverá a hacerte daño.
De pronto, fue como una revelación. Todos los hombres que
había conocido la habían herido de uno u otro modo. Su padre,
sus hermanos, su marido… incluso Duncan McKenzie, que se
había llevado con él a su hermana, lo mejor que tenía en su
vida. Había sobrevivido cada día de cada año desde que su
madre abandonó este mundo en el infierno de su casa y ahora,
en un matrimonio que la mantenía en constante tensión. Si
había soportado todo eso, podría enfrentarse a lo que fuese.
Muriel tenía razón. Era más fuerte de lo que creía.
—Yo tampoco —dijo al fin.
Bajo la atenta mirada de su marido, Tara se deshizo del vestido
del viaje y se cubrió con el nuevo. Necesitaba que alguien le
ajustase las cintas que llevaba a la espalda, pero estaba segura
de que Muriel llegaría en cualquier momento. Pasó por el lado
de Desmon y se acercó a la jofaina. Con un paño se lavó el
cuello y el rostro. El reflejo del espejo le devolvió la habitual
máscara de frialdad que solía lucir para evitar que la dañaran,
solo que ahora lo hacía porque realmente no estaba dispuesta a
dejarse ningunear de nuevo. Se encontró con los ojos cargados
de preocupación de Desmon en el espejo.
—Prométeme que no te reunirás con tus parientes a solas —le
pidió.
—Creedme, es lo último que deseo.
—Cuando yo no pueda, Doire estará pendiente de ti.
—No necesito que nadie esté pegado a mi espalda.
—Discrepo.
—Vuestra actitud me hace sentir como una prisionera. Me
asfixia —confesó.
—Eres mi esposa. Mi responsabilidad es cuidar de ti.
—Cierto. Olvidaba que solo se trata de una cuestión de honor
—replicó con resentimiento.
Desmon entrecerró los ojos. Las llamas del hogar brillaban en
sus pupilas cuando habló.
—¿Qué esperabas que dijera? Sabes en qué términos se ofició
nuestro matrimonio. No hay sentimientos de por medio.
Tara negó con la cabeza. No pensaba mostrarle lo patética que
se sentía al esperar que tarde o temprano él albergase afecto
por ella. Habían bastado un par de caricias, de atenciones, para
que ella cayese rendida ante los encantos de un hombre. No de
un hombre cualquiera, no. De ese hombre que la detestaba
desde que la había conocido. Tan poco amor había recibido en
su vida que había bastado con las migajas que Desmon le
regalaba para que su corazón aleteara con la rapidez de las alas
de un colibrí.
—No lo he olvidado.
—Siempre he sido sincero —replicó con tiento.
Bajo la fachada de indolencia de Tara, las lágrimas empezaron
a escocerle en los ojos. No pudo evitar pensar que estaba en su
destino que nadie la amase, que fuese algo secundario para
todos los que conocía y a los que ella había entregado su
corazón. Que llamaran de nuevo a la puerta evitó que se
pusiese en evidencia con su llanto. No obstante, Desmon
blasfemó por la interrupción, pero sabía que no era el
momento de mantener aquella conversación. Se pasó la camisa
por la cabeza antes de abrir. Muriel, al otro lado, pidió permiso
para entrar, a lo que Tara accedió de inmediato. Mientras la
doncella comenzaba a deslizar el peine por el cabello oscuro
de su señora, Desmon terminó de ajustarse el plaid al hombro.
La miró una última vez y abrió la puerta.
—Aguardaré aquí fuera.
Cuando cerró tras de sí, Tara soltó un suspiro de alivio y cerró
los ojos.
—¿Estáis bien, mi señora?
—Lo estaré —aseguró.
CAPÍTULO 15
Cuando Tara abrió la puerta, Desmon la esperaba visiblemente
tenso. Las cosas se habían torcido desde el momento en que
ella había querido profundizar en las razones por las que él se
preocupaba de protegerla. No estaba preparado para una
conversación de esa índole ni, ya puestos, quería verse
arrastrado a aquel tipo de charla. Suficiente había hecho al
consentir contraer matrimonio contra su voluntad para ahora
verse inmerso en discusiones de naturaleza romántica.
Tendió el brazo para que Tara se sujetase y bajaron al salón en
un silencio distante e incómodo. El corazón le latía tan fuerte y
tan rápido que apenas escuchaba los murmullos que levantaba
a su paso. En su avance, evitó mirar los rostros que se
encontraban a ambos lados del corredor, pero fue inevitable
que reconociese las caras de sus hermanos. Coincidió con los
ojos de Alec, suspicaces y astutos. A su lado, su otro hermano,
Calem, la observaba con recelo y más allá de ellos, los rasgos
severos y taimados de su padre. Desmon la hizo girar para no
pasar por delante de sus familiares y, de pronto, el cabello rojo
de Eryn McKenzie estaba frente a ella. Tío y sobrina se
fundieron en un abrazo mientras Niall McKenzie la saludaba
con su acostumbrada altivez.
—Os habéis retrasado. Estábamos preocupados por vuestra
tardanza —les hizo saber Eryn.
—Algunos, más intranquilos que otros —apuntó Niall.
—¿Estáis bien? —Eryn reparó en la mano herida de Tara y
supo que sus suposiciones eran ciertas. El retraso de su tío se
debía a algún percance por el camino.
—Un desafortunado incidente —respondió Tara, esquiva.
—Más tarde os pondremos al corriente —susurró Desmon al
advertir que el acto estaba a punto de comenzar.
Al momento, el silencio se impuso en el salón. John Balliol
entró acompañado de su esposa, Devorguilla, descendiente del
monarca escocés Enrique el León. Su porte regio y la altivez
de la pareja ya dejaban entrever cuánto les satisfacía aquel
nombramiento. Tras ellos y con el reto pintado en la mirada,
Eduardo I de Inglaterra hizo su entrada. Algunas de las
cabezas de los altos señores de Escocia se inclinaron ante él,
como John Comyn o la propia familia de Tara. No obstante, ni
los McKenzie ni los Campbell ni por supuesto los Bruce,
perdedores de la corona en aquel acontecimiento, se
doblegaron ante el soberano.
Durante el nombramiento, y dado que la mayoría de los
invitados estaban pendientes de las palabras de Eduardo y
Balliol, Tara se permitió ojear al resto de los invitados. Se
percató de la tensión en el rostro de Bruce y de la mayoría de
los lairds de las Highlands, pero se sobresaltó cuando
coincidió con unos ojos fijos en ella. Parpadeó, confusa por las
atenciones de aquel hombre, y él, consciente de que la había
asustado, inclinó la cabeza con una sonrisa. El cabello largo y
dorado junto con los ojos azules le proporcionaban una imagen
más amable que la de la mayoría de los hombres que había en
la sala. No tenía esa aura salvaje y peligrosa de Desmon, sin
embargo, había cierta picardía en su mirada. Se sobresaltó
cuando escuchó los vítores por la coronación y volvió a
centrar su atención en el nuevo rey de Escocia. Los invitados
se acercaron para felicitarlo y, mientras, los lairds se
mezclaron unos con otros.
—Es un hecho, hemos cambiado el destino de Escocia —
murmuró Desmon a Niall.
—¿Creéis que nos arrepentiremos? —preguntó McKenzie con
el mismo tono lúgubre.
—Jamás lamentaré haber tomado la decisión que protegía a mi
familia.
Testigo de la conversación, Tara no acertó a comprender a qué
se referían. ¿Qué podrían haber hecho los McKenzie y los
Campbell para propiciar que John Balliol fuese coronado?
Hasta donde ella sabía, eran aliados de Robert Bruce. De
hecho, su matrimonio se había forjado porque el señor de
Annandale así lo había ordenado.
No tuvo tiempo de recopilar más información porque Eryn la
tomó por el brazo y la instó a caminar hacia el otro lado del
salón, como si quisiera alejarla de la compañía de su esposo
para que no siguiera escuchando. Pensó en negarse y quedarse
al lado de su marido, sin embargo, si no quería llamar la
atención, no tendría más remedio que aceptar la propuesta de
la joven. Además, después del altercado en la alcoba, no
ansiaba estar junto a su marido.
—¿Qué ha pasado para que tengáis la mano herida? —empezó
a indagar Eryn.
Tara miró a su alrededor para comprobar que no había oídos
indiscretos y respondió con su habitual brevedad y tono frío:
—Nos asaltaron en la taberna en la que pasamos la noche.
—¿Os robaron? —se alarmó la joven.
—No era ese su cometido.
—¿Qué querían, pues? —Eryn se exasperó.
Sin embargo, tuvo que ser paciente y guardarse su impulsiva
curiosidad cuando ambas coincidieron de frente con Fiona
McDylon. La mujer las obsequió con su habitual sonrisa de
mofletes sonrosados y no dilató más las ganas de abrazar a
Eryn. Por su parte, la señora de Eilean Donan correspondió a
su afecto con emoción. Jamás olvidaría cómo había ayudado a
Duncan cuando su cuñado se volvió loco por no poder hablar
con Mairi Gordon y asaltó la habitación de la joven. Tara, no
obstante, no guardaba el mismo buen recuerdo. Para ella,
Fiona era demasiado chismosa y tendía a fisgonear en la vida
privada de los demás.
—Estáis radiantes —las alabó—. El matrimonio os ha sentado
bien, lady Campbell —se dirigió a Tara.
Dio un pequeño respingo cuando escuchó que Fiona se dirigía
a ella por el clan de su marido. No había salido de Carlisle y
allí se dirigían a ella como señora, no como lady Campbell.
—Os agradezco el cumplido —aceptó con cortesía.
—Tenéis mucho mejor aspecto que el día de vuestro enlace.
Estoy segura de que el laird Campbell ha sabido haceros
emocionante y satisfactoria vuestra presencia en su hogar.
—¡Fiona! —la reprendió Eryn, divertida.
—¿No os avergonzaréis ahora, muchacha? —rio—. Es un
secreto a voces que Desmon era uno de los lairds más
deseados de estas tierras. Y no solo por su posición como
señor de Carlisle; su fama de conquistador y al mismo tiempo
de inalcanzable es conocida por todas las mujeres de Escocia.
Tal vez fuera de común conocimiento para todas, pero no para
Tara, que había vivido prácticamente encerrada en los confines
de sus tierras y jamás había escuchado hablar de él.
—Os habéis desposado con el laird más codiciado —sentenció
Fiona.
—Vuestra aseveración me ofende, lady McDylon —los
interrumpió una voz masculina detrás de Eryn y Tara.
En cuanto Tara se giró, sus ojos volvieron a coincidir con el
hombre que la había estado observando durante la ceremonia.
Sin dilación, aquel extraño tomó su mano y depositó un beso
suave sobre el dorso. Boquiabierta por aquella delicadeza y
atención, Tara se quedó sin palabras.
—Alasdair —cabeceó Fiona.
—Cierto que no soy laird, pero estoy seguro de que podría
rivalizar por la atención de una dama como cualquiera de ellos
—objetó con una sonrisa.
—Ahora que seréis nombrado sheriff de Argyll, seréis una
buena apuesta para las jóvenes doncellas casaderas.
El joven cabeceó y dejó aflorar una sonrisa que pretendía ser
inocente, pero resultó ser ladina.
—Mi título será un valor añadido. Son otras las cualidades
que, espero, valoren las doncellas que acepten mis atenciones.
—Os deseo suerte —lo interrumpió Eryn al percatarse de las
miradas descaradas que le dirigía a la esposa de su tío—.
Ninguna de nosotras os sirve para tal propósito —enfatizó
después de comprobar cómo miraba a Tara.
—Ciertamente, ha sido un error imperdonable no haberos
conocido antes —afirmó en general, pero su mirada estaba fija
en Tara.
Eryn agarró del brazo a la esposa de su tío y se despidió con
rapidez de Fiona y de Alasdair. Prestas, entraron en la estancia
contigua, donde tendría lugar la comida y ya habían empezado
a ocupar su lugar los invitados. Tomaron asiento a la espera de
que sus esposos se reuniesen con ellas. Sin embargo, la
curiosidad de Tara era demasiado grande para guardar silencio
y no averiguar quién era ese hombre.
—¿Conocéis a ese tal Alasdair?
Eryn siguió la mirada de Tara y vio que el futuro sheriff las
había escoltado hasta el salón y continuaba prestándoles
demasiada atención.
—No lo conocía en persona. —Frunció el ceño y lo fulminó
con la mirada para obligarlo a que dejara de observarlas, no
obstante, no obtuvo el resultado deseado—. Alguna vez
escuché a mi padre hablar de él. Pertenece a los McDougall, es
sobrino del viejo laird. Entre las cosas que recuerdo, sé que
estuvo en Francia mucho tiempo y que allí forjó amistad con
los parientes de los Balliol. Tal vez por eso el nuevo rey lo
nombrará sheriff —elucubró Eryn. La mirada de Tara seguía
fija en Alasdair—. Si me permitís un consejo, manteneos
alejada de él.
—¿Por qué?
—No es de fiar. Escuché a mi padre hablar sobre él cuando
todavía vivía en Francia; aseguraba que, para su juventud,
tenía demasiada ansia de poder. —Eryn lo miró y comprobó
que Alasdair parecía obnubilado por la esposa de su tío—. Y,
al parecer, también parece ansioso por reclamar vuestra
atención.
—¿Qué insinuáis? —espetó Tara.
—No ha dejado de miraros desde que habéis llegado.
—¿Vos creéis?
—Lo que creo es que a mi tío no le complacerá el interés con
el que os obsequia McDougall.
Tal vez no, meditó Tara, y eso lo hacía todavía más atractivo.
Desmon no la amaba; quizás había llegado el momento de
demostrarle que otros hombres sabían apreciarla, tal y como
Muriel le había sugerido.
Desmon entró en el salón acompañado de Niall, ambos con
semblante serio y la preocupación pintada en su rostro. Hacía
escasos minutos que, uno a uno, tanto los lairds de las
Highlands como de las Lowlands habían pasado frente a
Balliol para jurarle vasallaje bajo la atenta mirada del rey
Eduardo. Desmon comprobó que el monarca inglés tenía
especial interés en él mientras Comyn babeaba a los pies del
soberano.
Tomó asiento al lado de su esposa y sus aliados, entre los que
se encontraban los Bruce. El señor de Annandale no tenía
mejor aspecto que el resto de sus adeptos. Sabía que había
perdido el trono en última instancia por la simpatía y la
adulación con la que Balliol había obsequiado al monarca
inglés.
—Ha llegado la hora de la verdad —comentó Bruce tras beber
un trago del mejor whisky que se servía para la ocasión—.
Ahora sabremos hasta qué punto Balliol será la mano de
Eduardo en Escocia.
—¿Acaso lo dudáis? —musitó Niall.
—Tengo la esperanza de que la presión de los señores que me
apoyaron, así como de los lairds que creían en mi causa, obre
la fuerza necesaria para que el rey de Inglaterra no pueda
disponer de nuestro territorio a sus anchas.
—Yo no apostaría por ello —meditó Desmon en voz alta—.
Mis tierras serán las primeras susceptibles a la presión que
Eduardo quiera someter a Escocia.
—¿Creéis que tan pronto se arriesgará a acercarse a vuestras
fronteras? —se sorprendió el laird McDyllon.
—El lobo merodea el cerco de las ovejas y las estudia para
conocer sus debilidades hasta que encuentra el lugar idóneo
para atacar.
—Entonces, las ovejas deberán tener protegido su cerco —
sentenció Niall.
—No os quepa duda de que ya lo tienen —aseveró Desmon.
Tara, testigo silencioso de la conversación, percibió el peligro
que conllevaban aquellas palabras. Un silencio meditabundo
los invadió mientras en el resto de las mesas se brindaba y
celebraba el nuevo nombramiento. Sobresaltada, Tara
coincidió con la mirada inquietante de su padre. Con un gesto
de cabeza, Douglas Gordon le insinuó que saliera del salón. El
corazón comenzó a latirle desbocado, la garganta se le secó y
el pulso le tembló tanto que la cuchara que tenía en la mano se
le deslizó entre los dedos y cayó sobre el guiso, salpicándole
así el vestido y reclamando la atención del resto de la mesa.
—¿Ocurre algo? —Desmon entrecerró los ojos al percibir la
palidez del rostro de Tara.
—Lo lamento —se disculpó con rapidez—. Me siento un poco
indispuesta.
Desmon la observó en silencio unos segundos y al final
asintió.
—Retírate a nuestros aposentos, el viaje ha sido largo y debes
descansar.
Tara asintió, se dispensó con el resto de los señores y señoras
de la mesa y se levantó despacio; las rodillas le temblaban y
sentía tanta debilidad que temió tropezar mientras se alejaba.
Aún con el pulso zumbando en sus oídos, escuchó la voz de
Desmon a su espalda:
—Acompáñala y asegúrate de que nadie la moleste.
Giró la cabeza y al momento vio tras ella a Doire, que movió
la mano con galantería para que avanzase. El salón en el que
se había oficiado la ceremonia estaba desierto, sus pasos
apenas se escuchaban mientras lo cruzaban y avanzaban hacia
el corredor que los llevaría a sus estancias. Casi lo habían
alcanzado cuando uno de los sirvientes corrió tras ellos.
—Vuestro señor me envía para deciros que busquéis a la
doncella de lady Campbell y que la acompañe en su alcoba
mientras él esté ausente.
Doire dudó, sin embargo, aquella petición tenía sentido. Sabía
que Desmon estaba preocupado por el estado de salud de su
esposa y, después del asalto, no quería dejarla sola. Si tenía
que estar encerrada, mejor con su doncella.
—Os acompañaré a vuestra habitación y buscaré a Muriel —
tomó la decisión.
—El laird ha dicho que no la dejéis sola —presionó, nervioso,
el sirviente.
—No temáis por mí. Esperaré en mi estancia vuestro regreso
—intentó tranquilizarlo Tara, aunque lo que más le urgía era
estar a salvo lo antes posible.
—Si os sirve de consuelo, puedo esperar en la puerta hasta
vuestro regreso —insistió el joven.
Al final, Doire pensó que era la mejor opción. Prestos, los tres
avanzaron por el castillo hasta que Tara estuvo a salvo en su
alcoba. Tras cerrar la puerta, la voz de su padre la sobresaltó a
su espalda.
—No tenemos mucho tiempo —le dijo con voz abrupta.
Ella retrocedió hasta la pared junto a la ventana.
—No deberíais estar aquí. La puerta estará vigilada —musitó
con voz trémula.
—¿No pensarás que soy tan necio como para no haber
planeado este encuentro?
—Mi esposo no demorará en subir —lo avisó, desesperada.
—Por ello no tenemos demasiado tiempo —espetó—. ¿Ese
bastardo de Campbell te trata bien?
Tara parpadeó, sorprendida y todavía más inquieta. No creía
que su bienestar fuese importante para su familia, más cuando
la habían obligado a contraer matrimonio como una deuda de
honor.
—Contéstame —la urgió.
—¿Por qué queréis saberlo?
Douglas avanzó hasta sujetarla por los hombros y zarandearla.
El pánico la atenazó ante la posibilidad de que la golpease por
el atrevimiento de cuestionar sus palabras.
—Ese hombre no es de fiar. Maldigo el día en el que pacté tu
enlace. Si pudiera dar marcha atrás, te desposaría con alguien
menos peligroso.
Los pensamientos surgían atolondrados en su mente mientras
boqueaba como un pez hasta que finalmente pudo articular
palabras.
—¿Por qué decís eso?
—Sé de lo que es capaz ese hombre para conseguir sus
propósitos. Ahora no tenemos tiempo —cabeceó nervioso—,
pero después de la cena te estaré esperando en la torre oeste.
Me urge que sepas la verdad sobre tu esposo.
Dos golpes en la puerta surtieron un efecto contradictorio en
Tara. Por un lado, se alegró de que la visita de su padre
hubiese llegado a su fin, pero, por otro, no estaba preparada
para afrontar las consecuencias de aquella entrevista ni dar
explicaciones. Un cabello rojo como el fuego se asomó a la
estancia y Tara supo sin lugar a dudas de quién se trataba.
Eryn accedió a la alcoba y enfrentó a Douglas Gordon.
—Vos no podéis estar aquí.
—Ya me marchaba —aceptó con voz lúgubre. Miró por última
vez a su hija y salió como alma que lleva el diablo.
Eryn se acercó con tiento a Tara, estaba pálida y temblaba
como una hoja a merced del viento.
—¿Estáis bien? ¿Os ha hecho daño? —Tomó con suavidad su
antebrazo y la ayudó a acomodarse en la silla que había junto a
la chimenea. Tenía la piel fría, pero, si algo le dijo a Eryn que
la esposa de su tío no se encontraba bien, fue que no puso
objeciones a obedecer—. Si Desmon descubre que vuestro
padre ha estado aquí, le cortará la cabeza.
Alarmada, Tara sujetó por las manos a la joven.
—No se lo digáis. Por lo que más améis…
Eryn se arrodilló a sus pies y la miró con preocupación.
—Mi tío jamás os haría daño —dijo con suavidad—. No ha
sido culpa vuestra. Vuestro padre os ha seguido hasta aquí.
Tara negó con la cabeza con vehemencia.
—Por favor. No quiero más conflictos entre ellos. Este no es el
lugar ni el momento. Si Desmon se entera de que mi padre lo
ha desafiado de nuevo al buscarme, irá a su encuentro. ¿Sabéis
los problemas que podría tener con Balliol por haber arruinado
la fiesta de su nombramiento?
Tras meditarlo unos segundos, Eryn comprendió que Tara
tenía razón y asintió para tranquilizarla.
—No se lo diré. Palabra de McKenzie.
—Os lo agradezco.
—Vuestra hermana confiaba en mí, os aseguro que vos
también podéis hacerlo. —No obstante, para que Eryn
estuviese tranquila, todavía tenía que averiguar a qué había ido
Douglas Gordon—. Por ello, quiero que me digáis qué quería
vuestro padre.
Habría sido la ocasión perfecta para profundizar en el tema de
Mairi y averiguar su paradero. Sin embargo, el cambio de
tercio en la conversación no se lo permitió. No obstante,
durante su estancia en Berwick no pensaba desaprovechar la
oportunidad de sonsacar información.
—Tara —llamó Eryn su atención. Entonces se dio cuenta de
que se había abstraído y no había contestado a su pregunta.
—No… No estoy segura. —Y no mentía. Todavía no acertaba
a discernir el interés de su padre por su bienestar ni mucho
menos comprendía por qué quería volver a reunirse con ella.
La puerta volvió a sonar y Tara se sobresaltó, pero Eryn le
apretó las manos con fuerza para tranquilizarla. Dio permiso
para entrar y Muriel, sonriente, accedió a la estancia; sin
embargo, su semblante cambió cuando se percató del aspecto
de su señora.
—¿Os encontráis bien?
—Sí, solo estoy un poco indispuesta.
—Será mejor que descanséis —aconsejó Eryn. Se incorporó y
estiró la falda de su vestido verde, que todavía acentuaba más
el color de sus ojos—. Bajaré al salón a tranquilizar a mi tío.
—Por favor… —insistió Tara. Un ruego desesperado para que
guardase silencio y que Eryn comprendió a la perfección.
—No tenéis nada por lo que preocuparos. Os he dado mi
palabra.
Una vez a solas, Muriel ayudó a Tara a tumbarse y se acercó a
la puerta para pedirle a Doire que pidiese una tisana de hierbas
para su señora.
—Creo que lo que sucedió en la posada, los nervios del viaje y
el reencontraros con vuestra familia ha jugado en vuestra
contra —aseveró Muriel.
—No tengo dudas de que eso sea cierto —aceptó con tal de
poder cerrar los ojos unos instantes y aislarse del mundo.
La doncella la arropó y se alejó hasta sentarse junto a la
ventana. Doire no se demoró en llamar para traer el brebaje.
Tara lo tomó en silencio y volvió a recostarse. El crepitar de la
leña, el cansancio, los nervios pasados y el hecho de saberse
de momento a salvo la sumieron en un sueño profundo hasta
que sus propios gritos la despertaron y luchó contra unas
manos que la sujetaban con firmeza por los hombros. Cuando
abrió los ojos, tenía a Desmon a escasos centímetros de su
rostro, con la mirada preocupada y el gesto descompuesto.
—¿Qué es lo que tanto perturba tu sueño? —La ayudó a
incorporarse hasta que ella apoyó la espalda en el cabezal de
madera y él encerró su cuerpo colocando los brazos uno a cada
lado de sus piernas.
—Solo ha sido una pesadilla.
—¿En qué consistía?
—Era una estupidez. No creo que os interese.
El semblante de Desmon se endureció.
—Tal vez eso deba decidirlo yo.
Tara desvió la mirada hacia la ventana. Estaban solos y el sol
ya se había puesto, por lo que la oscuridad acechaba fuera del
castillo.
—En ocasiones tengo pesadillas —confesó, avergonzada.
—¿Sobre qué? —murmuró Desmon con suavidad.
—Casi siempre estoy en un salón repleto de gente que me
mira, pero nadie dice nada. El silencio me resulta asfixiante,
intento gritar, pero no puedo. Es como si me hubiesen robado
la voz. Me siento sola y tengo miedo, pero nadie dice ni hace
nada hasta que siento un primer golpe en la espalda que me
rasga el vestido y caigo de rodillas.
—¿Quién te golpea? —musitó Desmon.
—No lo sé. Siempre me despierto cuando giro el rostro para
ver quién es.
Desmon la miró con ternura y con un dedo apartó los
mechones que cubrían su frente perlada de sudor.
—Si tengo que entrar en tus sueños para que tus pesadillas
desaparezcan, lo haré. Nadie volverá a ponerte una mano
encima, nunca.
Tara tragó el nudo de emociones que constreñía su garganta.
—¿Sabéis qué es lo que ansío?
Desmon negó con la cabeza y ella se sinceró una vez más.
—Durante mucho tiempo quise que los malos sueños
desapareciesen. No obstante, ahora que sé que es imposible,
me gustaría enfrentarme a mis agresores, poder encararlos y
tener la oportunidad de defenderme. Pero siempre lo hacen por
la espalda y me despierto antes de conseguirlo.
—Estoy seguro de que algún día vencerás todos tus temores. Y
ese día llegará cuando sientas que estás a salvo. Créeme
cuando afirmo que a mi lado lo estás. —Acarició con mimo su
mejilla.
—No quiero vuestra lástima.
—No hace mucho he descubierto que son muchos los
sentimientos que despiertas en mí. No obstante, lástima no era
uno de ellos hasta que hoy te he visto temblar en sueños. Deja
que sienta ternura y compasión por tus males. Compártelos
conmigo, entre los dos los venceremos.
Desmon acercó su rostro al de Tara y la besó con suavidad en
los labios.
—¿Ya ha sido la cena? —murmuró con los ojos cerrados.
—Para mi disgusto, debo contestar que no. —El aliento cálido
de Desmon le acarició la boca—. Nada me complacería más
que quedarme en esta cama contigo.
Tara apoyó las manos sobre el pecho de Desmon y lo empujó
con suavidad.
—Debemos bajar, pues. —Se incorporó dispuesta a salir del
lecho, pero el cuerpo de Desmon se lo impidió al no moverse
ni un ápice.
—No creo que debas asistir. Tal vez sea conveniente que te
quedes descansando.
Ella negó con la cabeza con vehemencia.
—No he hecho un viaje tan largo para estar encerrada en una
alcoba. Pedidle a Muriel que me ayude a asearme.
—Tara. —La sujetó por los hombros y la obligó a encarar su
mirada—. Sé que me has dicho que en ocasiones tienes
pesadillas, pero hasta ahora no había sido testigo de ninguna.
¿Ha sucedido algo que yo deba saber?
—¿Por qué decís eso? —replicó, nerviosa.
—Porque quizás lo que te inquiete sea la presencia de tu
familia.
Tara lamentó que Desmon pareciera preocupado por ella y se
fijase más en sus reacciones justo en aquel momento. Sin
embargo, estaba decidida a aparecer en aquel salón y
representar el papel que se esperaba de ella.
—Serán por los nervios del viaje, el asalto, reencontrarme con
toda esa gente que hay ahí abajo, y por supuesto, me inquieta
ver a mi padre y a mis hermanos después de cómo se
marcharon de Carlisle —se sinceró.
—Eso me temía —afirmó Desmon.
No tenía sentido que Tara lo negara, así que le dio la razón.
—Pero os prometo que no voy a dejar que eso me afecte, que
mi familia me arrincone y que por ellos tenga que permanecer
encerrada en esta alcoba.
Un brillo de admiración destelló en los ojos de Desmon. Tardó
varios segundos en reaccionar hasta que, por fin, se levantó y
ayudó a su esposa a incorporarse.
—Iré en busca de Muriel.
—Os lo agradezco.
Presta, se dirigió hacia el aguamanil y mojó un paño de lino
para pasárselo por el rostro; consciente de que Desmon seguía
allí, pero dispuesta a demostrarle que no iba a flaquear, siguió
aseándose con diligencia. Solo cuando escuchó la puerta
cerrarse a su espalda, se permitió apoyar las manos sobre el
mueble y dejar salir el aire que había estado conteniendo.
Estaba cansada de batallar contra todos: contra su familia por
miedo, contra Desmon y su desamor, pero, sobre todo, contra
ella misma y el autocontrol que se había impuesto para no
resultar herida. ¿Y qué había obtenido a cambio? Pese a su
comportamiento ejemplar, había recibido golpes en su hogar.
Pese a su entrega a aquel matrimonio, su esposo la seguía
viendo como una carga indeseable. Así pues, bajaría a ese
salón, cenaría con el resto de los señores y sus esposas, y
luego se reuniría con su padre para escuchar cualquier necedad
que tuviese a bien compartir con ella. Eso sí, aunque por
dentro temblara de miedo, no se dejaría amedrentar nunca más
por nadie.
CAPÍTULO 16
El traje color burdeos con ribetes dorados era uno de los más
elegantes que tenía en su vestidor. Muriel se esmeró en
recogerle el cabello en lo alto de la cabeza para dejarle el
cuello despejado y resaltar mejor el escote del vestido. Se miró
en el espejo y se sintió hermosa. Cuando abrió la puerta de la
alcoba, Desmon la esperaba al otro lado mientras hablaba con
Doire. Al instante, los dos hombres se giraron para observarla.
No obstante, solo uno de ellos lo hizo con admiración.
Desmon se adelantó y la tomó del brazo.
—Estás muy hermosa —susurró, fascinado.
—Espero no haberme retrasado en demasía.
—Y, si así fuera, bien mereces que estén todos presentes y se
maravillen del resultado de tu demora.
Tara no pudo evitar sonrojarse y, como ocurría cada vez la
lisonjeaba, que su corazón se acelerase sin control. Enderezó
los hombros y caminó del brazo de su marido escaleras abajo
hasta el gran salón.
Tal y como había supuesto, la mayoría de los invitados ya
habían tomado asiento, así que fue testigo de todas y cada una
de las miradas que su presencia acaparó.
—Te he dicho que estás muy hermosa y es cierto, pero me
gustas más con el cabello suelto y alborotado —musitó
Desmon a su oído.
—Jamás me he peinado de ese modo.
—Yo no he dicho que lo hayas hecho.
—Entonces, ¿cuándo me habéis visto de semejante guisa? —
replicó.
—Cuando yaces saciada sobre nuestra cama.
No pudo evitar trastabillar ante un comentario tan íntimo.
—¿Creéis que es el momento y el lugar para hacerme saber de
vuestra particular preferencia? —jadeó, acalorada.
—Siempre es una buena ocasión para recordarte, querida, que
tenemos obligaciones que cumplir como marido y mujer.
—Y ahora mismo cumplimos con una de ellas.
—Sabes que lo que yo te propongo es mucho más
satisfactorio.
—Quizás para vos.
Desmon ladeó su boca en una sonrisa cargada de promesas
indecentes.
—¿Qué os parece tan divertido? —quiso saber en cuanto
llegaron a su mesa.
—El reto que me acaba de lanzar, lady Campbell.
No pudo seguir con la conversación porque Desmon retiró su
silla para que tomase asiento y Eryn de inmediato reclamó su
atención. La joven pelirroja esperó a que se retomase la charla
que había a la llegada de su tío y aprovechó la distracción para
interesarse por el estado de Tara.
—¿Cómo os encontráis? Parecéis más recuperada.
—Lo estoy. He podido descansar y reponer fuerzas, gracias.
—Me alegra saberlo y no quisiera perturbaros, pero vuestro
padre no ha parado de mirar hacia la puerta desde que he
llegado. Es evidente que ha estado pendiente de vuestra
aparición. Me temo que sus intenciones para con vos todavía
no han terminado y os busque de nuevo. Tal vez debáis
informar a mi tío, después de todo.
Tara negó con disimulo y apretó las manos sobre el regazo
para que no le temblaran.
—Agradezco vuestra inquietud, pero no tenéis nada de lo que
preocuparos.
—Permitidme que lo dude —replicó Eryn con recelo.
—Puede que no lo creáis, pero os aseguro que sé cuidarme
sola. Lo he hecho desde que mi madre falleció y lo seguiré
haciendo.
Eryn suspiró y colocó una mano sobre las suyas.
—Os entiendo mejor de lo que pensáis, sé lo que es criarse sin
una madre y perder a una hermana. Pero no estáis sola. Ya no.
Ahora sois parte de nuestra familia y los Campbell velamos
por el bienestar de los nuestros, incluso por encima del propio.
—Lamento la pérdida de vuestros seres queridos —admitió
Tara con pesar—, pero mi hermana, al menos hasta donde yo
sé, está viva. Solo espero y deseo que sea feliz.
—Os aseguro que así es.
—¿Cómo podéis garantizármelo? ¿Acaso la habéis visto?
¿Habéis hablado con ella? —quiso saber casi con
desesperación. Había conducido la conversación a aquel punto
con la esperanza de obtener alguna respuesta.
—¿No os basta con mi palabra? —replicó Eryn, esquiva.
—¿Para vos sería suficiente?
Eryn se dio por vencida, hundió los hombros y apretó las
manos de la joven.
—No… —admitió. Sabía que, si hubiese tenido la más
mínima sospecha de que Ailyn estuviera viva, habría movido
cielo y tierra hasta encontrarla.
—Entonces, por lo que más améis, decidme lo que sepáis.
—Aquí no, la atención de vuestro padre está puesta en
nosotras. En cuanto comience el festejo, hablaremos.
Tara miró hacia donde estaban sus familiares y comprendió
que lo que decía Eryn era cierto, no le quitaban ojo de encima.
—Dadme vuestra palabra.
—Palabra de McKenzie —juró de inmediato.
Al otro lado de la mesa, Niall y Desmon departían con los
McDylon o, al menos, fingían que escuchaban la perorata que
su amigo les ofrecía. El laird de los McKenzie no tardó en
darse cuenta de que Desmon Campbell estaba muy lejos de
aquella conversación. Siguió la mirada del tío de su esposa y
sonrió al percatarse de que intentaba averiguar qué
parlamentaban las mujeres.
—¿Teméis que Eryn esté influenciando a vuestra esposa con
sus alocadas ideas?
—Temo todo lo contrario. Me inquieta que sea Tara la que esté
intentando camelarse a Eryn, solo Dios sepa con qué
propósito.
—¿Por qué pensáis eso? —se sorprendió Niall.
—¿Cuándo las habéis visto compartir conversación tanto
tiempo? Algo confabulan.
—Entonces, más nos vale estar atentos o rogar a Dios que no
tengáis razón. Porque, si lo que teméis es cierto, los problemas
no han hecho más que comenzar.
El resto de la cena transcurrió con normalidad, Tara intentó dar
buena cuenta del estofado que se sirvió, así como del dulce de
miel y frutas que les ofrecieron como postre. Era consciente de
que necesitaba sentirse fuerte para hacer frente a todo lo que
estaba por venir y debía alimentarse como era debido. Por otro
lado, quería demostrarle a su marido que no tenía por qué estar
pendiente de ella, es más, necesitaba que no lo estuviese.
Había coincidido con su mirada suspicaz más veces de las que
le hubiese gustado. El recelo de aquellos ojos verdes la ponía
nerviosa, por lo que hizo todo lo posible para evitar levantar
sospechas.
En cuanto los instrumentos empezaron a sonar, muchos de los
nobles y sus esposas tomaron el centro del salón para iniciar el
baile. El nuevo rey de Escocia lo hizo junto con su esposa
Devorguilla bajo la atenta y satisfecha mirada de los Comyn y
el rey de Inglaterra. Niall, consciente de cuánto disfrutaba
Eryn de danzar en cualquier celebración, se acercó hasta ella y
la sacó a bailar. Fiona McDylon no esperó a que su esposo
tomara la iniciativa y decidió ser ella misma la que lo
arrastrara a trotar por el salón. Tara no esperaba que su marido
la invitase al baile, de hecho, ni siquiera el día de sus
esponsales había tenido esa deferencia con ella. Lo observó
parlamentar preocupado con Bruce; ambos parecían absortos
el uno en el otro, por lo que pensó que era el momento idóneo
para salir del salón y reunirse con su padre tal y como le había
ordenado. Hacía escasos minutos que lo había visto irse tras
dedicarle un gesto de la cabeza para apremiarla a que lo
siguiese, así que no lo dudó, se levantó con discreción y
simuló pasear alrededor de los invitados, pero lo más alejada
posible de la zona de baile, hasta que estuvo segura de que
nadie tenía puesta la atención en ella y salió presta en
dirección a la torre oeste.
Tara se escabulló por los corredores con apremio hacia la
salida. Tenía que estar de vuelta en el salón lo más rápido
posible si no quería que Desmon advirtiese su ausencia. Cruzó
el patio entre las sombras y subió los estrechos escalones que
llevaban a la torre. Allí, amparado por la oscuridad, la
esperaba su padre.
—Sabía que vendrías. —Sonrió, taimado.
—Decidme qué es tan importante —lo apremió.
Douglas levantó una ceja y la sonrisa poco a poco murió en
sus labios. Tara sabía que había sido muy osado por su parte
contestar a su padre de ese modo, pero estaba demasiado
nerviosa como para gestionar correctamente su verborrea y
ansiaba regresar al salón lo más pronto posible.
—Te has vuelto tan insolente como ese maldito Campbell —
escupió con inquina.
—Vos aceptasteis mi casamiento. Es tarde para lamentarse de
las consecuencias de dicha unión.
Douglas avanzó amenazante hacia ella, no obstante, Tara no se
movió. El terror más absoluto la paralizó, pero eso su padre no
tenía por qué saberlo. Se obligó a permanecer en su lugar,
levantar la barbilla y enfrentarse a su progenitor. Se había
prometido que nunca más se dejaría avasallar y aquello era lo
que iba a hacer.
—Si me ponéis un solo dedo encima —lo detuvo—, me
aseguraré de que el nuevo rey sepa que tramasteis a sus
espaldas aliaros con Bruce si Balliol no conseguía el trono.
El rostro de Douglas mostró una expresión perversa, sin
embargo, las palabras de Tara detuvieron su impetuoso avance.
—¡Maldita niña insolente! —La sujetó por el codo con fuerza
y Tara esperó el consabido golpe, solo que no estaba dispuesta
a permitirlo. Tiró del brazo y se liberó.
—Si esto es todo, padre, debo regresar.
Muy a su pesar, y si Douglas quería que aquello saliera bien,
tuvo que contenerse.
—No te he hecho llamar para desperdiciar el tiempo en
discusiones sin sentido. Tengo motivos más que suficientes
para creer que Desmon Campbell fue el que asesinó a su
familia para hacerse con el poder del clan —soltó a bocajarro.
Si Tara no hubiese estado tan asustada, habría soltado una
carcajada ante semejante despropósito.
—¿Para esto me habéis hecho venir? —musitó, confusa.
—Escúchame bien…
Multitud de pensamientos irrumpieron en su mente para
rebelarse contra semejante barbarie.
—¿Cómo pudo mi esposo cometer dicho acto tan vil si ni
siquiera estaba en Escocia? —lo interrumpió.
—Yo no he dicho que lo hiciese con sus propias manos —
contestó, cada vez más enfadado—. Pero estoy seguro de que
mató a su familia para hacerse con el control del clan. John
Comyn tiene pruebas de que Campbell asesinó a su hombre de
confianza porque este, a su vez, averiguó mediante testigos
que Desmon fue el culpable de la muerte de su hermano y su
sobrina. De todos es conocido que huyó porque no soportaba a
Braden Campbell y la muerte de este fue la excusa perfecta
para regresar, tomar las riendas del clan y volver a relacionarse
con los nobles. Desmon es un hombre insaciable de poder;
primero, le brindó su apoyo a Bruce y, ahora, accede a todo lo
que Balliol le propone. ¿No lo ves?
Tara negó con la cabeza, incrédula y atribulada por tan necias
palabras.
—¿Qué pruebas tenéis de todo ello?
—Ahí es donde entras tú en juego, querida.
—¡¿Yo?! —exclamó, asustada—. Yo no sé, ni creo, nada de lo
que decís.
Douglas tuvo que contenerse para no golpearla por su falta de
respeto. Una vez consiguiera deshacerse de Desmon
Campbell, haría pagar a su hija cada una de las insolencias de
aquella noche. De momento, debía conseguir que hiciera el
trabajo sucio por él.
—Imagino que Desmon te ha hecho caer en su red de
mentiras. Eres demasiado ingenua para darte cuenta de los
entresijos de los hombres y las luchas de poder. Sin embargo,
vives en Carlisle, y eso hace que seas la persona idónea para
desenmascarar a tu esposo. Solo necesitamos una prueba, algo
que lo relacione con la muerte de su hermano para descubrir su
traición.
—Os mostráis en contra de su supuesta felonía, pero me estáis
pidiendo que maquine en contra de mi esposo.
—Tu destino a su lado es algo insignificante si lo comparamos
con las consecuencias políticas de sus actos. Piénsalo, Tara. Si
consiguieras una prueba de que todo esto es cierto, Desmon
sería capturado y juzgado por traición. Podrías volver a
contraer matrimonio con alguien más adecuado para ti. Yo me
encargaría de buscarte marido de nuevo.
—Vos considerasteis mi unión como un enlace más que
ventajoso para la familia. ¿Por qué ahora ya no?
—Ya te lo he dicho —se exasperó—. Es un traidor.
Tara negó con la cabeza; al parecer, habían llegado a un
callejón sin salida y ella no podía demorar más su regreso al
salón.
—¿Qué ganáis vos con todo esto?
—Venganza —replicó con voz grave—. Por haber ayudado a
que tu hermana se fugase, por habernos echado de su casa, por
menospreciar nuestro apellido… Ese hombre es un demonio y
arderá en el infierno.
—Debo regresar —susurró Tara, mareada. Giró sobre sus
talones para bajar por la escalera, pero su padre la detuvo de
nuevo.
—Sé que harás lo correcto y buscarás la verdad. Estate atenta
a cualquier conversación; es una tarea difícil para ti, pero lo
conseguirás si te esfuerzas. Hasta el más ínfimo detalle puede
ser importante. Me pondré en contacto contigo dentro de unas
semanas para ver qué has averiguado.
Tara se soltó y corrió de vuelta al salón. En su alocada carrera,
cuando ya divisaba la luz y escuchaba la música, se dio de
bruces contra el pecho de un hombre que salió a su encuentro.
Para evitar que cayese, la sujetó por los hombros y ella emitió
un grito ahogado al saberse descubierta. No obstante, no eran
las manos de Desmon las que la sujetaban. Unos ojos azules la
observaban con interés.
—¿Os encontráis bien, mi señora?
Tardó unos segundos en reconocer a Alasdair McDougall.
—Sí, sí… —afirmó, al tiempo que intentaba recobrar el
aliento—. Si me disculpáis, debo regresar.
Intentó pasar por su lado, pero Alasdair no la dejó.
—Permitidme que os acompañe al salón.
—No sé si…
—Guardaré el secreto de vuestra pequeña escapada. —Le
guiñó un ojo y la sujetó del codo mientras la conducía hacia el
centro de la algarabía—. No obstante, ansío pediros algo a
cambio.
—¿Qué deseáis? —replicó, angustiada, al tiempo que miraba a
todas partes para asegurarse de que nadie más había sido
testigo de su huida.
—No creo que una dama como vos deba escuchar los deseos
de un hombre, y menos si no es su esposo. Aunque dichos
anhelos tengan que ver con vos.
—No os entiendo —dudó.
Accedieron a la estancia y Alasdair la tomó de las manos.
—Y eso os hace todavía más encantadora. Bailad conmigo, mi
señora. Es todo lo que me atrevo a pediros. De momento —
susurró junto a su oído.
Bruce palmeó el hombro de Desmon.
—Solo hemos de esperar nuestro momento, viejo amigo —
resumió—. Vuestro hombre os espera. —Con la cabeza señaló
a Doire, que estaba a la espalda de Desmon, y se marchó.
En cuanto estuvieron solos, Desmon no se anduvo con rodeos.
—¿Dónde está?
—Ahora mismo baila con Alasdair McDougall.
Desmon levantó la cabeza de golpe y la buscó por el salón
hasta que la encontró junto al inminente sheriff de Argyll. Un
sentimiento que conocía demasiado bien y que hacía tiempo
que no lo carcomía trepó desde lo más profundo de su
estómago y le apretó la garganta.
—¿Se marchó con él? —quiso saber con voz grave y afectada.
—Cuando advertimos la ausencia de lady Campbell, Alasdair
todavía estaba en el salón. Sin embargo… —dudó Doire.
—Habla.
—Sí han regresado juntos, mi señor. Él la ha acompañado de
vuelta. Pero, laird, ese tiempo que Alasdair ha estado fuera
no…
Desmon no esperó a oír nada más. Atravesó la estancia con
pasos firmes y decididos y la mirada fija en la pareja que
parecía disfrutar del baile.
—Tío… —Escuchó a Eryn a su paso, que, testigo de la mirada
de Desmon, temió que cometiese una estupidez. Intentó ir tras
él, no obstante, Niall la detuvo.
—Déjalo. No nos corresponde interferir.
Desmon llegó junto a su mujer justo cuando Alasdair le
susurraba algo al oído y a tiempo de escuchar la risa que
escapaba de los labios de la joven. Una risa que jamás le había
dedicado a él.
—Soltad a mi esposa, McDougall —espetó con gravedad.
Tara se giró sobresaltada al escuchar la voz de Desmon, colocó
una mano en su pecho y se alejó de su acompañante, un gesto
totalmente innecesario porque su marido tiró de su brazo y la
rodeó por la cintura con tanta posesión que su acción no pasó
desapercibida para ninguno de los presentes.
—No volváis a acercaros a ella —lo amenazó.
—No tenéis que… —intentó mediar Tara. Al fin y al cabo, ese
hombre solo se había acercado hasta ella y le había prestado
atención, algo que su esposo no había hecho durante la noche.
—Aquí no —la cortó Desmon—. Doire, acompaña a mi
esposa a nuestra estancia.
Ni siquiera se giró para comprobar que su hombre estaba allí,
era tal la certeza y la seguridad que tenía. Y no erraba.
—Mi señora, permitidme que os acompañe —susurró Doire
con tiento.
—Esto es innecesario —replicó Tara—. No deseo retirarme
aún.
Todavía no había hablado con Eryn y le urgía abordar el tema
de su hermana. Desmon desvió la mirada de Alasdair para
dirigirla hacia su mujer. Ante aquellos amenazantes ojos
verdes, el estómago de Tara se encogió.
—Puedes salir por tu propio pie acompañada de Doire o
puedes hacerlo sobre mi hombro.
Ella soltó un jadeo de incredulidad. No sería capaz. Desmon
debió de leerle la mente porque añadió:
—Ponme a prueba.
Tara enderezó los hombros, levantó la barbilla y aceptó el
brazo de Doire. La música no había dejado de sonar y muchas
eran las parejas que bailaban, ajenas a la escena que Desmon
acababa de montar, no obstante, Tara se sintió avergonzada,
decepcionada y muy molesta por la actitud de su marido.
—Tara —llamó Eryn su atención al pasar por su lado.
—Me temo que no podremos parlamentar esta noche —se
lamentó, compungida.
Eryn McKenzie sabía muy bien y comprendía la necesidad de
la esposa de su tío por conocer el estado de su hermana, así
que intentó tranquilizarla.
—Mañana partiremos antes del mediodía, os esperaré en el
salón durante el desayuno para abordar la conversación que
tenemos pendiente.
Aquello aportó algo de paz a la joven señora, que asintió
agradecida y abandonó el salón.
Por su parte, Desmon no estaba dispuesto a permitir que
Alasdair volviese a acercarse a Tara.
—Si os vuelvo a ver rondar a mi mujer, poco o nada me
importará que seáis el sheriff.
—Deberíais agradecerme que me haga cargo de vuestra esposa
mientras vos intrigáis con el resto de los nobles, Campbell —
replicó McDougall, mordaz—. Es una mujer preciosa,
cualquiera estaría dispuesto a darle lo que vos le negáis.
La paciencia de Desmon se esfumó. Apretó los puños
dispuesto a borrarle aquella sonrisa de suficiencia del rostro
cuando Niall apareció a su lado, lo sujetó del brazo con fuerza
y se interpuso en su camino.
—Le vais a dar lo que quiere —le advirtió.
—¿Quedarse sin dientes? Sin duda —siseó.
—No. Que vos quedéis frente al rey como un hombre voluble
y falto de contención. Quiere que perdáis la confianza de
Balliol y, sin duda, si lo golpeáis, lo conseguiréis.
Desmon sabía que Niall tenía razón, pero maldita fuera su
suerte si no tenía ganas de mandarlo todo al demonio y pegarle
una paliza a aquel indeseable. Se acercó hasta Alasdair y
sonrió, satisfecho, cuando este dio un pequeño paso atrás. Le
temía. Y hacía bien.
—No será aquí ni ahora, pero resolveremos nuestro
desencuentro.
—¿Me estáis amenazando? —murmuró con inquina, pero
Desmon reconoció cierto tono de alarma y eso lo satisfizo
todavía más.
—Os lo estoy prometiendo.
Giró sobre sus talones y enfiló la salida. Caminaba a grandes
zancadas, incapaz de contener su ira. Sabía que su matrimonio
no había sido por amor, pero al menos esperaba respeto por
parte de su esposa, tanto como él la había respetado hasta ese
momento. Llegó a la puerta de su alcoba y Doire lo sujetó por
el hombro antes de que abriera la puerta.
—Laird, tal vez debáis tranquilizaros antes de hablar con
vuestra esposa.
—Aparta de mi camino.
—Mi señor, lady Campbell parecía muy afectada…
—Lo comprobaré por mí mismo —lo interrumpió con
brusquedad.
—Necesito que sepáis que no creo que sucediese nada entre
ellos. Vuestra esposa salió mucho antes que McDougall del
salón —habló de manera atropellada—. Es posible que la
encontrase cuando lady Campbell regresaba…
—Doire —advirtió con gravedad—. Vete.
Lo apartó y abrió la puerta de golpe. Tara estaba frente a la
ventana y agarraba con fuerza el manto que cubría sus
hombros. No había otra forma de calificar su expresión que de
indignación. Sabía que todavía le temía y que si no se
contenía, la asustaría. Pero, en aquella ocasión, Desmon no
supo controlarse. Cerró la puerta de golpe y ella dio un
respingo a la vez que sus ojos se abrían de sorpresa.
—Quiero una explicación.
Tara fue incapaz de articular palabra, los nervios hicieron que
le temblasen las rodillas y dio un paso atrás para apoyarse en
la pared.
—Yo… —titubeó en un murmullo. ¿Cómo iba a explicar su
ausencia? ¿Qué excusa podría argumentar?—. Necesitaba
salir. Tomar el aire. Refrescarme —habló con rapidez.
Desmon entrecerró los ojos.
—Vuelve a intentarlo.
Avanzó más hacia ella, hasta que apenas los separaban unos
palmos de distancia. Con aquella cercanía, los ojos de Desmon
parecían todavía más verdes, más brillantes, más fríos y
temerarios. Casi no le salía la voz y lo peor era que descartaba
decirle la verdad. Temía que, al conocer que se había reunido
con su padre a solas, se enfureciese todavía más.
—En estos momentos no tengo mucha paciencia, Tara. —
Apoyó una de sus grandes manos sobre la piedra, al lado de su
cabeza, lo que todavía la intimidó más—. Habla —la urgió.
—No hacía nada malo —murmuró, inquieta.
—Permíteme que eso lo decida yo. Explícate.
Intentó alejarse al saberse acorralada, pero Desmon se
apresuró a encerrarla entre sus brazos cuando colocó la otra
mano sobre la fría piedra. Comenzó a respirar de manera más
superficial y el corazón le bombeó con fuerza contra su pecho.
—¿Qué hacías fuera del salón con él? —se impacientó.
Tara supo que no tenía escapatoria, Desmon había descubierto
la reunión con su padre. Cerró los ojos y suspiró, cansada.
—No tuve otra opción.
Sintió como los brazos de Desmon se tensaban y levantó los
párpados para enfrentar su mirada.
—¿Alasdair McDougall te obligó?
Ella parpadeó, confusa, sin comprender qué tenía que ver el
sheriff en todo esto, hasta que entendió que Desmon se refería
a Alasdair desde el principio. Jadeó, aliviada, y decidió que un
enfrentamiento sería lo mejor. Si le reclamaba la atención que
merecía como su esposa, estaba segura de que no indagaría
más. Al fin y al cabo, lo que menos quería su marido eran
exigencias sobre su matrimonio.
—Vos. Vos me obligasteis a alejarme del salón con vuestra
indiferencia —replicó por fin.
Desmon arrugó la frente, suspicaz.
—Y a Alasdair no le eres indiferente —gruñó.
Tara no sabía si al sheriff su presencia le dejaba impertérrito o
no, pero agradecía que la hubiese acompañado al salón de
vuelta y que bailara con ella, que la hiciese sonreír.
—Al parecer, así es —replicó.
—Eres mi esposa. Me debes respeto. No puedes desaparecer
del salón con otro hombre, no puedes bailar con otro hombre
—se exasperó.
—¿Qué pretendéis que haga? No puedo salir, no puedo bailar,
no puedo hablar sin que me vigiléis como un halcón.
—Eso no es cierto. Jamás he coartado tu libertad.
Simplemente, he cuidado de que nada ni nadie pudiese hacerte
daño. Tengo muchos enemigos, Tara.
Sin quererlo, las palabras de su padre regresaron a su mente.
—¿Quiénes son?
—No voy a hablar de ello.
Tara cabeceó y lo miró con desilusión.
—Vos no querías una esposa. No al menos una mujer con la
que compartir vuestras preocupaciones ni vuestros anhelos.
—Ambos sabemos a qué fue debido nuestro matrimonio.
—Lo sé, me lo recordáis cada vez que tenéis ocasión. No soy
tan necia como para esperar que alberguéis sentimientos por
mí, pero tampoco quiero ser como esa mujer del burdel. No
quiero que busquéis mi compañía solo para satisfaceros en la
alcoba. Si aceptasteis ser mi esposo, espero que os comportéis
como tal. Que me toméis en cuenta y me tratéis como lo que
soy, la señora de Carlisle. Si no estáis dispuesto, tal vez
debamos renunciar a este maldito acuerdo y…
—Eres mía —concluyó con vehemencia—. Este maldito
acuerdo, como bien dices, nos unió y ahora nada ni nadie
puede librarnos de él. Si tienes sentimientos por otro hombre,
deberás desterrarlos y guardarlos a buen recaudo, porque no
permitiré que te entregues a otro que no sea yo.
Ella soltó una carcajada carente de humor ante semejante
desfachatez por parte de su esposo.
—¿Sentimientos como los que albergáis vos por otra mujer?
—no pudo evitar preguntar.
—Sí —respondió Desmon sin dudar.
El corazón de Tara se encogió, al igual que lo hizo ella contra
aquella fría pared de piedra. Demasiado tarde, Desmon se dio
cuenta del error que acababa de cometer, pero todavía no era
consciente del daño que laceraba el corazón de la joven.
—Dejadme sola —exigió con voz gélida.
Desmon se alejó de ella y enlazó las manos en la nuca,
arrepentido por aquel innecesario arrebato.
—Tara, yo…
—Hoy ha sido un día demasiado largo. Necesito descansar.
Mandad a Muriel para que venga a ayudarme. —Le dio la
espalda y se acercó hasta el aguamanil.
Las manos le temblaban al igual que los labios. No obstante,
las lágrimas no escaparon de sus ojos hasta que escuchó
cerrarse la puerta a su espalda y su corazón se resquebrajó.
CAPÍTULO 17
Desmon regresó a la alcoba que compartía con su mujer
cuando ya despuntaban los primeros rayos de sol del alba.
Junto con Doire, ya que había dejado apostados a la puerta de
la habitación a algunos de sus hombres, habían estado en la
taberna del pueblo y dado buena cuenta de cuantas bebidas
espirituosas les tuvieran a bien servir. Todavía no sabía cómo
se le había ido tanto de las manos la situación con su esposa,
pero lo que sí sabía era que ella tenía razón. Era su mujer, pero
él no la consideraba como tal y no le había dado el lugar que le
correspondía, excepto en la cama.
Saludó a sus hombres, le informaron de que no había sucedido
ningún altercado y entró. Las contraventanas estaban cerradas
y el fuego todavía tenía algunos rescoldos que mantenían la
habitación caldeada. Cuando sus ojos se habituaron a la
oscuridad, distinguió el bulto del cuerpo de Tara bajo las
pieles. Se acercó hasta el lecho y se dejó caer con pesadez;
pese a haberlo intentado hacer de manera cuidadosa, supo que
no había tenido éxito cuando el cuerpo de la joven cayó hacia
el suyo. Incapaz de contenerse, la rodeó por la cintura y
enterró la nariz en su cabello.
—Sé que no duermes. Te siento demasiado tensa entre mis
brazos —aseguró con voz grave y tomada por el alcohol.
Tara no respondió. Ni siquiera osó moverse. Por supuesto,
había escuchado la voz de Desmon al otro lado de la puerta
antes de que la abriese. Se había sentido tan desdichada
después de su discusión y tan decepcionada al ver que él no
regresaba que había sido incapaz de conciliar el sueño hasta
bien entrada la noche.
—Eres mi mujer —aseguró—. Y, cuando regresemos a casa,
me encargaré de que así lo sientas —balbuceó—. En todos los
sentidos.
A continuación, Tara escuchó el sonido pesado de la
respiración de Desmon y comprendió que se había dormido.
Un ruido molesto parecía percutir sobre su cabeza cuando
Desmon se removió en el lecho. Palpó a su lado en busca de
Tara y, al advertir su ausencia, abrió los ojos de inmediato. Al
momento, se quejó de un dolor punzante detrás de los ojos.
Los golpes en la puerta se repitieron cuando él ya se
incorporaba y avanzaba para abrirla. Al otro lado, Doire lo
esperaba con evidentes muestras del mismo mal que aquejaba
a su laird.
—¿Dónde está mi mujer? —musitó con voz ronca.
—Hace rato que desayuna en el salón con vuestra sobrina y el
esposo de esta. Ya están todos los señores, solo faltáis vos.
—¡Maldita sea! —exclamó—. Baja y cuida de que Douglas
Gordon no se acerque a mi esposa.
En cuanto cerró la puerta, Desmon se deshizo de toda la ropa y
comenzó a asearse para reunirse con Tara sin más demora.
Tara acababa de dar cuenta del desayuno cuando Eryn la
conminó a pasear por el patio del castillo antes de partir hacia
Eilean Donan. Ambas sabían que tenían una conversación
pendiente y que dicha charla no podía demorarse más, ya que
la mayoría de los nobles partirían antes del mediodía. Además,
tampoco podían departir con tranquilidad en un entorno tan
hostil como aquel salón, donde los Gordon, los Balliol y los
Comyn podrían escucharlas. Eryn la tomó del brazo y, en
cómplice silencio, avanzaron hacia la salida seguidas de sus
doncellas. Muriel y Espeth las seguían unos pasos atrás para
interponer más distancia entre sus señoras y los hombres que
las escoltaban.
Era un día desapacible, las nubes ocultaban los rayos del sol y
el viento gélido de la costa hacía que la sensación térmica
fuera todavía más desapacible. No obstante, ninguna de las dos
objetó nada mientras se alejaban de oídos indiscretos. El único
problema al que se enfrentaban era la presencia de los dos
hombres de confianza de cada laird, que las vigilaban con
preocupación.
—No podremos conversar con libertad mientras nos sigan —
apuntó Eryn.
Tara miró sobre su hombro a Doire y detuvo sus pasos. No iba
a desaprovechar aquella oportunidad y ni Doire ni nadie
impediría que averiguase algo sobre su hermana. Se giró de
manera tan abrupta que los dos hombres se sobresaltaron.
—Podéis esperarnos aquí —sugirió.
—Mi señora, el laird me ha pedido que cuide de vos hasta que
él baje al salón —se excusó el hombre de confianza de su
marido.
—Lady McKenzie, vuestro esposo también me ha
encomendado que…
—Ya sé las órdenes de Niall. No obstante, no tiene por qué
enterarse de este pequeño momento de intimidad entre la
mujer de mi tío y yo —lo interrumpió Eryn.
Ambos hombres se miraron, conscientes de que no debían
ceder a las sugerencias de sus señoras, pero también temerosos
de negarse y que ambas los pusiesen en un aprieto.
—Te prometo que no me alejaré —se apresuró a interceder
Tara—. Podrás verme en todo momento. Solo queremos algo
de intimidad para tratar temas personales con la suficiente
confianza. Estoy segura de que mi esposo se alegrará de que
esté estrechando lazos con su sobrina y agradecerá que no
entorpezcáis nuestro acercamiento.
Ante aquella alegación de la joven señora Campbell, los
hombres no tuvieron más remedio que consentir.
—Pero no os alejéis, mi señora. Para protegeros, necesito
teneros a la vista —sugirió Doire.
Tara asintió y se apresuró a tomar a Eryn del brazo para
alejarla de posibles oídos indiscretos. Una vez se hubo
cerciorado de que nadie las escuchaba, no se anduvo con
rodeos, ya que estaba segura de que no tenían demasiado
tiempo.
—Decidme lo que sabéis de mi hermana. Os lo ruego.
Eryn suspiró, rendida, y miró aquellos ojos azules suplicantes
que jamás la habían contemplado con tanto anhelo. Lejos
quedaba la hostilidad que había reinado entre ellas desde el
mismo momento en el que se conocieron.
—Sé que vuestra hermana es feliz. Sé que Duncan se desvive
por complacerla y que ella solo añora de esta tierra y de lo que
una vez fue su hogar, si puede considerarse así al lugar
infernal en el que vivíais, a vos.
—¿Habéis hablado con ella sobre mí? ¿La habéis visto? —
Tara la tomó de las manos y se las apretó casi con
desesperación.
—Es que… —dudó Eryn—. No creo que deba deciros más.
Por su bien y por el vuestro. No os conviene que Douglas sepa
que estáis al corriente del paradero de Mairi y su esposo.
—¿Su esposo? ¿Duncan y Mairi se casaron por fin?
—Os dije que eran felices.
—Yo jamás pondría en peligro a Mairi. Pero debe haber algún
modo de que yo pueda comunicarme con ella. Necesito a mi
hermana, no sabéis cuánto…
—Creedme que sí lo sé —se lamentó con pesar.
—Es cierto, perdonad si os he parecido insensible, pero estoy
segura de que me entendéis y me podéis ayudar.
Eryn miró hacia la puerta del castillo como si intuyese la
presencia de su esposo y así fue. Niall salió al patio
acompañado de Desmon y fue testigo de cómo los hombres
reparaban de inmediato en ellas.
—No tenemos tiempo.
Tara siguió la mirada de Eryn y coincidió con los ojos
suspicaces de su marido.
—Eryn, por favor. Os lo ruego… —En medio de la
desesperación que sentía, recordó algo que había dicho—.
Habéis dicho que no añora estas tierras. ¿Quiere decir eso que
no está en Escocia?
La señora de los McKenzie suspiró, inquieta.
—Escribid una misiva. Yo me encargaré de hacérsela llegar.
Los ojos de Tara se iluminaron.
—¿Haríais eso por mí?
Eryn asintió.
—Enviadla a Eilean Donan a mi nombre, os prometo que no la
leeré y la remitiré a su destino lo más pronto posible —se
apresuró a contestar.
En un arrebato de afecto poco común en ella, Tara se abalanzó
sobre Eryn y la abrazó.
—Gracias. De corazón.
Niall y Desmon coincidieron con la misma mirada de
desconfianza cuando vieron a las dos jóvenes compartir
confidencias y no tener reparos en mostrarse en actitud
cariñosa.
—No sé si me preocupan más sus tiranteces o su recién
descubierta simpatía —apuntó el laird de los McKenzie con
mordacidad.
—Creo que esas dos mujeres juntas tienen más peligro que
separadas.
—Suerte que nuestros hogares están lo bastante lejos para que
fragüen una alianza que nos comprometa. Porque tened por
seguro que algo traman.
—Y eso es justo lo que vamos a averiguar.
Con presteza, Desmon avanzó hacia su esposa, seguido con
más calma por Niall. Cuando llegó a su lado, Tara coincidió
con los ojos despiertos de su marido, atentos a cualquier
reacción por su parte.
—¿Qué es tan conmovedor para semejante demostración de
afecto? —Los ojos de Tara brillaban por las lágrimas
contenidas que no supo esconder.
Ante el mutismo de su esposa, los ojos de Desmon se
desviaron hacia los de su sobrina.
—¿Eryn?
—Deberías estar satisfecho de que hayamos limado nuestras
asperezas. Al fin y al cabo, ahora somos familia.
Niall levantó una ceja, receloso y convencido de que su esposa
escondía la verdadera razón de aquel acercamiento. No
obstante, se cuidó de no decir nada. Ya la interrogaría en
privado.
—¿Y cómo habéis llegado a este punto? Porque, hasta hace
poco, compartir la misma estancia os molestaba —insistió.
—Eso no es cierto. Tara no me disgusta. Solo necesitábamos
encontrar un momento para hablar a solas y descubrir que
tenemos muchas cosas en común.
Desmon no daba su brazo a torcer con facilidad y habría
continuado con aquel interrogatorio si Tara no se hubiese
envarado y demudado tanto su rostro que hasta palideció.
Siguió la mirada de su esposa y descubrió a Gordon con sus
dos hijos despidiéndose de Comyn a las puertas del castillo.
Rodeó con un brazo la cintura de su mujer y la pegó a su
costado.
—No se acercará —susurró para tranquilizarla.
Tara sabía que no lo haría, que su padre no desafiaría a
Desmon de frente; siempre había sido un cobarde que solo se
aprovechaba de su poder en la intimidad del hogar. Frente a
otros hombres más poderosos se mostraba servicial y en suma
medida complaciente. Sin embargo, ella continuaba
temiéndole. Ya no solo por el daño físico que le pudiera
causar; ahora también tenía miedo de que sus palabras fuesen
ciertas y su marido no fuese el hombre que había salvado a los
Campbell, sino su sentencia. Maldijo para sus adentros que su
padre hubiese vertido su ponzoña sobre ella y la hubiese
envenenado en contra de su esposo, o al menos intentado.
En cuanto los Gordon abandonaron Berwick, Desmon no
quiso permanecer por más tiempo alejado de Carlisle y
emprendieron el regreso a casa. Solo lamentaba que al alejarse
de aquel lugar dejaba atrás a su sobrina. Pero le urgía volver a
su hogar y reforzar las defensas de sus tierras. Estaba seguro
de que el rey de Inglaterra no tardaría, con el beneplácito de
Balliol, en apostar tropas cerca de su frontera.
De esos temas hablaba con Doire, al frente de la comitiva que
avanzaba por el bosque, cuando se percató de que el viaje
estaba siendo demasiado silencioso. Se giró para comprobar
una vez más que Tara estaba bien, pero lo cierto es que ella
parecía estar de todo menos en perfectas condiciones. Su tez
pálida lo estaba todavía más y debajo de sus ojos azules el
tono morado de su piel denotaba que no había dormido ni
descansado durante su estancia en Berwick.
—Sigue adelante. Ahora me reuniré contigo —ordenó a Doire.
Tiró de las riendas de su caballo y se apostó al lado de su
esposa.
—Muriel, reúnete con Doire.
La joven miró a su señora con preocupación, lo que confirmó
a Desmon que no eran suposiciones suyas. Tara no estaba
bien.
Una vez a solas, cogió el ronzal del caballo de Tara y lo obligó
a detenerse para que pasasen delante de ellos el resto de sus
hombres y tener algo de intimidad.
—¿Qué te sucede, Tara?
Ella ni siquiera lo miró. Erguida sobre la montura, con la vista
al frente, negó con la cabeza.
—No quieres hablar conmigo, pero tarde o temprano tendrás
que hacerlo.
—Prefiero que sea tarde.
—Si esto es por lo de la otra noche…
No, Tara no quería volver a escuchar lo que ambos ya sabían,
que no había cabida para los sentimientos en él, por ello, fue
ella la que se precipitó para no volver a escuchar el rechazo de
los labios de su marido.
—Creo que quedó bastante clara cuál será la naturaleza de
nuestra relación. Soy vuestra esposa y como tal representaré
dicho papel, pero no hay, ni habrá, sentimientos de por medio.
Yo no os daré razones para preocuparos por vuestro honor y
vos… Vos podréis hacer lo que os plazca porque yo no pienso
objetar nada al respecto.
Tal vez fuera eso lo que Desmon quiso cuando se vio abocado
a aquel enlace, pero ahora, al escuchar las palabras de su
esposa, algo se removió dentro de él y lo inquietó.
—No quiero una esposa sumisa. Quiero que pelees conmigo
cuando algo te disguste y yo sea demasiado cabezota o necio
para comprender qué hice mal. Quiero que me pidas con
libertad todo aquello que desees y que me lo entregues con la
misma confianza. —Desmon suspiró—. Yo también soy nuevo
en esto, Tara. Jamás he compartido mi vida con una mujer, y
aunque pueda prometerte que no volveré a lastimarte, sé que
me equivocaré de nuevo. No quiero hacerte daño, Tara.
—Pues no lo hagáis —se apresuró a contestar. No como las
otras veces en las que la había rechazado sin contemplaciones,
porque ahora ella albergaba sentimientos por él y el dolor de
ser repudiada era más intenso.
Sin embargo, su pronta respuesta solo hizo que sus palabras
sonaran a reproche más que a ruego. Lo supo por la mirada de
insoportable conmiseración que él le dedicó.
—Haré lo posible para que no vuelva a suceder.
—No podéis prometer aquello que no vais a poder cumplir.
—Yo cumplo mis promesas.
Tara desvió la mirada a la comitiva que se alejaba por el
camino y luego a las copas de los árboles que se mecían a
merced del viento.
—¿Jamás habéis faltado a un juramento? —musitó.
—No —respondió, categórico.
—¿Y habéis sentido alguna vez que, pese a todos vuestros
intentos para mantener vuestra palabra, habéis fallado?
Desmon entrecerró los ojos y la observó con tiento. No sabía a
dónde quería llegar, pero no le gustaba el rumbo que estaba
tomando la conversación.
—¿A qué te refieres?
Ella guardó silencio unos instantes antes de armarse de valor y
encararlo de frente. Coincidió con el verde de sus ojos, tan
parecido a los tonos de aquel bosque y tan temerarios como los
peligros que el monte albergaba.
—A la muerte de vuestro hermano.
Tara fue consciente del momento exacto en el que rostro de
Desmon cambió. Apretó la mandíbula y sus facciones se
endurecieron. Fue como si de repente a su alrededor se hiciese
el silencio. Sordo, espeso, asfixiante.
—¿Qué tiene que ver mi difunto hermano con nosotros? —
interrogó con voz lúgubre.
—Nada —se apresuró ella a aclarar con el corazón latiendo
desbocado contra sus costillas—. Lo he mentado en alusión a
vuestra promesa.
—Crees que no protegí a mi familia y por eso piensas que no
seré capaz de cumplir el compromiso que tenemos —aseguró.
—¿Os hubiese gustado estar aquí para protegerlos?
—La simple duda me ofende —replicó, cada vez más
enfadado y a la vez desconcertado por la imagen que su esposa
parecía tener de él.
—No quise ofenderos. Olvidadlo. —Intentó tirar de las riendas
del equino para alejarse, pero él se lo impidió. Las sujetó con
firmeza y acercó el caballo hacia ella.
—Estábamos hablando de nuestra relación, de cómo será de
ahora en adelante.
—Creí que ya lo habíamos aclarado.
—¿Así es como quieres que sea? ¿Como si fuésemos extraños
que solo comparten mesa y cama? —replicó con dureza.
Tara le hizo frente con tanta sinceridad y franqueza que
Desmon temió su respuesta.
—¿Acaso no es eso lo que hemos estado haciendo desde que
nos casamos?
Desmon acusó el golpe, apretó la mandíbula y la arrimó
todavía más a él. La sentía demasiado lejos, y no solo a nivel
físico. Tenía la sensación de que algo había cambiado en aquel
maldito viaje. Ella había cambiado, lo miraba de forma
diferente. Siempre le había temido, no obstante, ahora era
distinto, como si no lo conociese, como si recelase de él. Y
aquella pregunta sobre Braden…
—No voy a aceptar ese tipo de relación. —Con una de sus
grandes manos, rodeó la nuca de Tara y la acercó hasta que sus
respiraciones aceleradas se fundieron.
—¿Por qué? —jadeó ella—. ¿Qué ha cambiado?
Desmon no sabía qué había diferente, pero sí sabía que no le
había gustado verla con Alasdair. Que temía que su padre se
acercase a ella y le hiciese daño. Que se había descubierto
buscándola con la mirada a cada rato y que aparecía en sus
pensamientos más veces de las que podía recordar. No
obstante, no estaba preparado ni quería contestar.
—Todo —afirmó antes de besarla como si la necesitase para
respirar.
Con una mano la tenía sujeta por la nuca, pero con la otra le
rodeó la cintura para pegar su torso al suyo. Invadió su boca y
saqueó con su lengua todos los excitantes sonidos que
brotaban de la garganta de su mujer. Porque era suya. Y se
encargaría de que nadie lo dudase. Ella en primer lugar.
Tara quiso alejarse, o al menos fue lo que su mente le gritó en
cuanto sintió los labios dominantes de su marido, pero su
cuerpo no obedeció. Al contrario. Se sujetó con ambas manos
al plaid que llevaba su esposo y lo apretó con los puños para
que no se separase. Nada podía compararse a la sensación de
sentir las atenciones de Desmon. Nada la hacía sentirse tan
viva. Aunque luego una sola palabra bastase para dejarla
herida.
—Maldigo no estar en nuestro hogar —gruñó con la frente
apoyada sobre la de ella y la respiración acelerada.
Tara no contestó. Intentó recuperar el aliento al tiempo que sus
acaloradas mejillas agradecían el viento gélido que se había
levantado de repente.
—Tenemos que avanzar. —Desmon dirigió los ojos al cielo—.
Se avecina tormenta.
Ella no lo dudó, solo que la tormenta que ella sentía estaba en
su interior.
Desmon no les dio descanso, avanzaron con presteza mientras
el cielo se cubría de nubes. A lo lejos oían el sonido de los
truenos, cada vez más cerca, que les avisaba de que se
resguardasen lo más pronto posible.
Llevaban cuatro horas de camino a galope cuando divisaron la
posada que había a la entrada de Appletreehall. Tara ya
acusaba un insoportable dolor de trasero cuando las primeras
gotas frías como el hielo cayeron sobre ellos. Desmon la
ayudó a bajar del caballo y se apresuraron a entrar en la fonda.
Dentro, la luz de las velas era tan tenue que no distinguieron al
resto de los huéspedes hasta que sus ojos se acostumbraron a
la penumbra. En cuanto Desmon reconoció a Alasdair
McDougall, supo que aquello no iba a acabar bien.
—Parece que ambos hemos tenido la misma necesidad de
resguardarnos de la tormenta —comentó el sheriff, sibilino.
Antes de que Desmon contestara, el estallido de un trueno hizo
temblar las paredes. Si sus pensamientos hubiesen sido
proféticos, aquel rayo habría impactado de lleno en aquel
indeseable, reduciéndolo a cenizas.
—Alasdair —contestó con sequedad. Puso una mano en la
cintura de Tara y la guio entre las mesas hacia la barra de
madera para alejarla de la mirada del sheriff—. Necesitamos
pernoctar —evidenció al posadero.
—Tenemos todas las habitaciones ocupadas, mi señor —se
lamentó. Los ojos del posadero se dirigieron a Alasdair y
Desmon supo que todas las había empleado él.
—Necesito un lugar caliente y un jergón en condiciones para
mi esposa —insistió.
—Tal vez yo pueda ayudaros —sugirió Alasdair.
Desmon cerró los ojos y apretó de manera inconsciente la
cintura de su mujer.
—No logro discernir cómo —gruñó de malas maneras y sin
siquiera girarse a mirarlo.
Tara ladeó la cabeza y coincidió con la mirada afable de
Alasdair.
—Tal vez debáis escuchar su propuesta —sugirió en un
susurro. Estaba cansada, le dolía todo el cuerpo y empezaba a
sentirse indispuesta por un insistente dolor de cabeza.
Desmon suspiró al reparar en la palidez de Tara y encaró a
Alasdair.
—¿Tenéis una habitación para mi esposa?
—Puede dormir en la mía —sonrió, ladino.
Desmon avanzó con tanta rapidez que nadie se dio cuenta de
lo que hacía hasta que sujetó a Alasdair por la camisa y casi lo
levantó del banco de madera en el que estaba sentado.
Los hombres de McDougall se incorporaron de inmediato y
pusieron las manos en las espadas al tiempo que Doire ponía
tras de sí a Muriel y a Tara y hacía amago de desenvainar,
como el resto de la comitiva de los Campbell.
—Una sola insinuación más hacia mi mujer y no volveréis a
hablar jamás.
Alasdair desvió los ojos hacia Tara y supo leer el terror en su
mirada. Levantó una mano para que sus hombres no
reaccionaran y fijó sus ojos azules en los de Desmon.
—Puedo darle lo que necesita —siseó para que nadie más lo
oyese—. ¿Podéis vos?
La paciencia de Desmon tenía un límite y ya lo había
alcanzado. Alzó el puño para golpearlo en la cara, tan cegado
por la rabia que no se había percatado de la premeditada
provocación por parte del sheriff.
—¡No! —El grito de Tara lo detuvo a tiempo—. Por favor…
Rodeó a Doire y se apresuró a sujetar el brazo de su marido.
—Desmon —susurró, angustiada—. Suéltalo —pidió dejando
atrás los formalismos—. Te lo ruego.
Desmon miró a su esposa, abrió las manos y lo dejó caer en el
banco de nuevo. Tomó de la mano a Tara y se encaminó hacia
el posadero.
—Nos quedaremos con la habitación del laird McDougall.
El tabernero, indeciso, miró a Alasdair y este cabeceó
conforme.
—La última habitación a la derecha —espetó el sheriff con
soberbia.
El dueño de la posada dejó una llave sobre la madera y, presto,
Desmon la tomó.
—Doire, encárgate de Muriel y de que nuestros hombres
coman y descansen como es debido.
No quería volver a coincidir con el rostro de Alasdair porque
estaba seguro de que sonreía y nada lo complacería más que
borrarle aquel gesto de un puñetazo.
Decidido, se encaminó hacia las escaleras con Tara sujeta de la
mano. Ella apenas podía mantener el ritmo de sus pasos largos
y apresurados, pero se cuidó de no decir nada. Notaba la
tensión de la mano de su marido y se fijó en que tenía los
músculos de la espalda contraídos, como si fuese un animal a
punto de abalanzarse sobre su presa. Solo esperaba que dicha
caza no fuese ella.
Desmon abrió la puerta y con rapidez los metió a ambos
dentro, para acto seguido cerrar con llave. Tara lo miró con
cierto recelo, parecía enfadado con ella y no alcanzaba a saber
el motivo.
—¿Por qué has impedido que lo golpease?
Ella negó con varios movimientos de cabeza al tiempo que él
se acercaba.
—¿Te preocupa lo que pueda pasarle? —quiso saber.
—Yo no… —dudó Tara. Pero, finalmente, alzó la cabeza y lo
miró a los ojos—. No temía por él, sino por vos —se sinceró,
enfadada.
Desmon levantó una ceja y evaluó su rostro en busca de
alguna señal que le confirmase que estaba mintiendo.
—¿Por mí? ¿Acaso piensas que no podría ganarle si nos
enzarzásemos en una pelea?
Tara suspiró, frustrada.
—¡Oh, sois exasperante! ¿Sabéis qué es lo que creo? Que
deberíais darme las gracias por haber evitado que cometieseis
una insensatez. Si lo hubieseis golpeado, habríais atentado
contra su autoridad. ¿Cuánto creéis que hubiese tardado
Alasdair en informar a Balliol de vuestra insurrección?
—¿Alasdair? —replicó con dureza—. A él lo llamas por su
nombre y sigues dirigiéndote a tu esposo como si fuésemos
extraños.
—En cierto modo lo somos.
—Quizás sea porque desde aquella primera y única noche te
has encargado de marcar las distancias conmigo.
—Tuvimos que partir… —se excusó, a sabiendas de que
ambos sabían que aquella excusa no se sostenía.
—Tal vez debamos intimar más para poner remedio a esta
situación.
Las mejillas de Tara enrojecieron ante la insinuación de su
esposo. Por supuesto que deseaba volver a sentir que el mundo
desaparecía bajo sus pies y flotaba en una nube de dicha. Esos
momentos en los que él amaba su cuerpo eran un pobre
consuelo para su amor. Sin embargo, aquellos besos y caricias
bastaban para alimentar su maltratado corazón.
—No lo comprendo. ¿Qué es lo que tanto os molesta del laird
McDougall?
—Que quiere lo que es mío.
—Nadie osaría quitaros Carlisle.
Desmon soltó una carcajada, incrédulo.
—Por supuesto que no. Pero hablo de ti. Tú eres mía —
enfatizó.
—Soy vuestra esposa —jadeó—. A mí ya me tenéis.
—No quiero solo tu cuerpo. Quiero ser el hombre que se cuele
en tus pensamientos, el que anheles en tu cama, el que busques
cuando te sientas perdida y asustada, pero también al que le
cuentes tus alegrías. Quiero serlo todo para ti y no me
conformaré con menos.
Las rodillas de Tara a punto estuvieron de ceder. Se apoyó en
la pared de piedra y él se apresuró a rodearla por la cintura
para pegarla a su cuerpo.
—Confiesa que deseas lo mismo —insistió a la vez que la
levantaba y la instaba a rodearle las caderas con las piernas.
Por supuesto que ambicionaba que él correspondiese con la
misma intensidad a sus sentimientos. Pero no podía olvidar
que amaba a otra mujer. Sin embargo, la idea de que Desmon
pudiese llegar a sentir algo por ella había prendido la llama de
la esperanza en su pecho.
Desmon acercó los labios hacia su cuello y trazó con ellos y
con la humedad de su lengua el camino hacia el escote de su
vestido. La aprisionó contra la pared con más fuerza y encajó
la pelvis contra la suya en un movimiento tan sensual que,
pese a todos los ropajes, el deseó anidó en el centro de su
placer y la recorrió por completo. Aquello fue suficiente para
que Tara dejase de pensar y respondiese con sinceridad.
—Lo deseo —admitió—. Deseo que seáis mío con la misma
pasión que vos —admitió, atribulada.
Desmon sonrió junto a su cuello, levantó la cabeza y se
apoderó de sus labios como se había apoderado de su
conciencia. Giró con ella en brazos y la dejó caer sobre el
lecho. El peinado de Tara se deshizo y las guedejas de color
azabache enmarcaron su perfecto rostro. Desmon la admiró
desde los pies de la cama y pensó que jamás había estado tan
hermosa como en aquel momento, rendida por completo a él.
Por su parte, Tara lo contempló con la respiración acelerada.
Siguió todos y cada uno de los movimientos de su marido
mientras este se despojaba de toda su ropa sin dejar de
observarla. El corazón le latía desbocado y tenía la piel tan
extremadamente sensible que no pudo evitar jadear cuando él
levantó su tobillo para descalzarla y arrastrar con sus dedos la
media a través de su pantorrilla. Realizó los mismos pasos con
el otro pie y, acto seguido, tiró de ella hasta posicionar su
trasero al borde del jergón. Ella gritó sorprendida e intentó
incorporarse, pero Desmon la inmovilizó al colocar una de sus
fuertes manos sobre el vientre. A continuación, se arrodilló y,
ante el estupor de Tara, lamió su sexo con un lento y lascivo
movimiento de su lengua. Comenzó a temblar al tiempo que la
respiración, agitada, llenaba de suspiros la estancia. Lo sintió
succionar, lamer e incluso presionar con los dientes un punto
en concreto que la hizo arquearse sobre las sábanas. Cuando
creía que ya no podría resistirlo más y que estallaría en mil
pedazos, él introdujo un dedo y succionó con más ahínco hasta
que ella gritó de placer y el orgasmo la barrió por completo,
dejándola trémula y saciada sobre la cama.
Desmon se levantó despacio, con los ojos brillantes y la
erección apuntando directamente hacia su estómago. Tara
abrió los ojos, todavía con el corazón palpitando incontrolado,
a tiempo de ver a su esposo lamerse los labios como si
estuviese saboreando un exquisito manjar.
—Todavía no hemos terminado —advirtió con voz ronca.
Se cernió sobre ella, despacio, hasta quedar a centímetros de
su rostro.
—Desnúdate para mí —le pidió.
—No creo que mis piernas me sostengan —admitió, agotada.
—¿Me estás pidiendo que lo haga yo?
Ruborizada, Tara asintió.
—Ahora mismo carezco de la paciencia para despojarte de
todas esas capas que llevas encima. —Sin más demora, rasgó
su corsé hasta dejarla con los pechos expuestos—. Te
compraré cincuenta vestidos más. —Con los dientes presionó
el pezón derecho y, acto seguido, lo succionó—. Te compraré
tantos como quieras… —Tara gimió, rodeó la nuca de
Desmon y lo acercó de nuevo a su pecho—. Demonios, te
compraré todo lo que me pidas —admitió, vehemente, antes de
perderse entre las cumbres, valles y depresiones de su cuerpo
hasta que fuesen uno.
Tara se abrió para él, rodeó con sus piernas las caderas de su
marido y con los talones lo presionó para que se adentrase y
calmase el deseo de tenerlo en su interior. No tuvo que
pedírselo, Desmon dudaba que pudiese aguantar mucho
tiempo más sin poseerla y entregarse por completo a aquel
anhelado placer. Apoyó ambos codos al lado de la cabeza de
su esposa y, sin apartar la mirada de sus ojos en ningún
momento, fue conquistando su cuerpo sin ser consciente de
que, a su vez, también seducía su corazón.
Las primeras embestidas fueron lentas, pausadas. Centímetro a
centímetro la dilató con cuidado hasta insertarse por completo
en su interior. Repitió la operación varias veces, con la
mandíbula tensa por la contención, hasta que resbalar por sus
pliegues fue como si lo cubriese de seda. Los jadeos de Tara le
acariciaban los labios y los pechos oscilaban sobre su torso
con cada empujón. Era demasiado y él lo sabía, no tardaría en
ceder y dejarse llevar, pero antes se aseguraría de volverla tan
loca de placer que no pudiese negarse de nuevo a compartir
aquella intimidad con él.
Con un gemido ronco, aceleró los movimientos, le miró los
pechos bambolearse por los enérgicos empujones y perdió
todo el control cuando ella lo aferró por la nuca y lo acercó a
su boca.
—Más —jadeó antes de besarlo con desesperación, como si lo
necesitase tanto como respirar.
Y él la complació, aceleró hasta el punto de que solo se oían
sus gemidos e incluso el sonido del catre deslizarse por el
suelo. Tal vez los escuchaban desde las habitaciones
continuas, incluso desde abajo. Y saber eso, que todo el
mundo sabría que la estaba haciendo suya, incrementó su
placer.
Sudaban y sus cuerpos se frotaban mientras el orgasmo se
cernía sobre ellos y los arrasaba como las olas a la arena de la
playa.
Exhausto, se dejó caer a su lado para no aplastarla mientras
intentaba recuperar la respiración. La escuchaba jadear igual
de acelerada que él. Alargó un brazo y la arrastró por la cintura
hasta que ella quedó pegada a su costado, con la cabeza
apoyada en su hombro. Tiró del cobertor de lana que estaba al
lado de su cabeza, casi en el suelo, y los cubrió a ambos.
—Todo será diferente a partir de ahora —musitó. La besó en
el cabello y cayó en un profundo sueño.
—Ojalá tengas razón —susurró Tara antes de enterrar la nariz
en el hueco entre el cuello y el hombro y dejarse vencer por el
cansancio.
CAPÍTULO 18
A la mañana siguiente, Tara despertó con un satisfactorio
dolor por todo el cuerpo, culpa del apasionado encuentro de la
noche anterior. Se desperezó con una sonrisa y, al momento, el
rubor cubrió sus mejillas cuando abrió los ojos y vio a Desmon
sentado en la silla que había junto a la cama. Ya estaba vestido
y la contemplaba serio, con una mirada que ella no supo
descifrar.
Tara se incorporó y se cubrió con la manta. Lo miró sin saber
qué decir o qué hacer. Tenía el cabello revuelto y el vestido
inservible. Necesitaba levantarse para asearse, pero no podía
hacerlo con su marido allí y Desmon no parecía tener
intenciones de dejarla a solas.
Él apoyó los codos en las rodillas y la observó a través de sus
oscuras pestañas. Pensaba que después de la noche anterior
habría calmado un poco su deseo, pero no. Tuvo que
levantarse y salir de la estancia para evitar despertarla y yacer
de nuevo con ella. No obstante, cuando se reunió en el salón
con sus hombres, no prestó atención a su conversación,
excepto cuando Doire le aseguro que Alasdair McDougall
había abandonado la posada de madrugada bastante
malhumorado.
—Tal vez había demasiado ruido y el sheriff no pudo
descansar —apuntó Doire con picardía.
Desmon sonrió satisfecho. No sabía si Alasdair los había
escuchado la noche anterior; esperaba que sí y que no
albergase dudas, ni mucho menos esperanzas, de conseguir a
su esposa. Vio a Muriel, que tras disponer en una bandeja
algunos alimentos, se dirigía hacia las escaleras, por lo que se
levantó con presteza y se apresuró a interceptarla.
—Yo lo haré.
La joven sonrió con complicidad y le pasó la fuente con pan,
leche, queso y algo de fruta. Y allí estaba, observándola
dormir y deseoso de volver a tenerla entre sus brazos. Aquella
mujer lo estaba volviendo loco y solo recordaba otra vez en la
que el mismo sentimiento lo asaltó. Y no acabó bien: ella lo
traicionó. No obstante, Tara era suya. Era su mujer, estaban
casados y no permitiría que la historia se repitiese. Permanecía
sentado, junto a ella, sin poder hacer nada para impedir la
necesidad que lo embargaba de compartir su presencia y ser el
único al que aquellos ojos mirasen.
—Te he traído algo de desayuno antes de comenzar el viaje.
Tara reparó en la comida que había junto a la mesilla.
—Os lo agradezco.
Desmon inclinó la cabeza hacia un lado y entrecerró los ojos.
—¿Hasta cuándo seguirás tratándome como si fuese un
extraño? —Ante el silencio de Tara, Desmon continuó—: ¿No
crees que entre nosotros ha habido la suficiente intimidad
como para que dejes el tono de cortesía conmigo?
Ella se ruborizó y apretó la manta sobre su pecho.
—¿Es lo que deseáis?
—Te deseo a ti —admitió.
—A mí ya me tenéis.
—Es cierto. —Sonrió con sagacidad y se acercó hasta la cama.
Tiró de la manta y la dejó desnuda—. Completamente mía.
La contempló fascinado, la sujetó por la cintura y con facilidad
la arrodilló sobre la cama, frente a él.
—Se acabó tratarnos como extraños. Se acabó la distancia que
te empeñas en mantener entre nosotros. Eres mi esposa. La
señora de Carlisle y futura madre de nuestros hijos. Ese es tu
lugar.
Desnuda en cuerpo y alma, Tara asintió. No eran las palabras
que ella hubiese deseado escuchar, sin embargo, Desmon la
quería junto a él y ella ansiaba más que nada en el mundo
ocupar poco a poco su corazón.
—Antes, tenéis que prometerme que no me haréis daño.
El pecho de Desmon se encogió. ¿Cuánto habría sufrido su
mujer para recelar así de todo el mundo?
—Yo jamás te haría daño.
—Las palabras, en ocasiones, duelen más que los golpes. La
herida que dejan no se ve, no sana como la de la piel, se queda
grabada en el alma y hace que te desangres poco a poco.
Desmon enmarcó su rostro con las manos y acercó la cara para
que sus ojos conectasen.
—Cuando te conocí, me pareciste una malcriada, una mujer
superficial que miraba a todo el mundo por encima del
hombro. No obstante, el día que Duncan se llevó a Mairi y te
sentaste en la hierba, a la orilla del lago Duich, vi a una mujer
fascinante. Aquello solo era un atisbo de lo que luego he
descubierto en ti. Lamento haberte intimidado después de
nuestros esponsales. Estaba enfadado, sí. Conmigo, contigo,
con tu familia, con Bruce…
—¿Te arrepientes? —susurró con el corazón encogido.
Él lo meditó durante unos instantes.
—No. Di mi palabra y la tenía que cumplir.
Tampoco era la declaración que esperaba, pero, para seguir
adelante, tenía que alimentar un poco más sus sentimientos.
—¿Hubieses preferido que no fuera yo? ¿Que fuese otra
mujer?
—No existe nadie por la que te cambiaría, Tara.
—Es todo lo que necesitaba oír —lo interrumpió antes de que
dijese algo que arruinara aquel momento.
Apretó con los puños la camisa de Desmon a la altura de su
cintura y se acercó hasta él. Hasta que sus labios se tocaron.
Lo besó sin reservas, invadió su boca y tomó la iniciativa al
desatar los cordones del pantalón de cuero y colar la mano
dentro.
Desmon se despojó de la poca ropa que le quedaba y sonrió
mientras se tumbaba sobre ella.
—Me temo que retrasaremos la salida hacia Carlisle.
********
La tormenta había dejado los caminos embarrados, lo que
hacía que avanzasen más lento de lo que les hubiese gustado.
Desmon se negó a hacer más altos en el camino. No quería
acampar en el bosque en aquellas condiciones, por lo que,
cuando llegaron a Carlisle, Tara estaba tan exhausta que entró
en el salón arrastrando los pies.
Al momento, las mujeres del clan acudieron a atender a los
recién llegados mientras Brenn se acercaba a su amigo y se
fundían en un abrazo.
—Tu ausencia se me ha antojado eterna —confesó el irlandés.
Desmon soltó una carcajada y palmeó la espalda a su amigo.
—No esperaba una declaración de amor tan sentida a mi
llegada.
—¿Significa eso que no me has echado de menos? —le siguió
el juego.
Entre comentarios jocosos, Muriel entró acompañada de
Doire. Los ojos de la doncella se encontraron con los del
irlandés, que sonrió en cuanto la vio entrar. Ella no
correspondió a su gesto y, presta, fue a atender a Tara. Las
demás mujeres ya cargaban baldes con agua y ella ayudaría a
su señora antes de poder retirarse a sus aposentos.
Se siguieron con la mirada, como si no hubiera nadie más
presente, hasta que Muriel desapareció escaleras arriba. No
obstante, para Desmon no pasó desapercibida la atención de su
amigo hacia la joven.
—Tal vez encuentres un motivo para establecerte, amigo.
Brenn cabeceó y se rascó la nuca.
—Todavía siento la llamada del mar.
—Pero más lejana.
Palmeó el brazo de su amigo y lo invitó a acompañarlo a su
estancia privada. Durante los días que el laird había estado
fuera, Brenn había estado a cargo de los asuntos del clan y
había utilizado aquella dependencia. Se notaba en cómo había
organizado algunos documentos encima de la mesa y en que
no era tan meticuloso en el orden como Desmon. Ambos se
sentaron en los sillones que había junto a la chimenea y, al
momento, la cocinera llegó con un caldo caliente y algo de pan
y queso.
—¿La señora descansa en sus aposentos?
—Sí, laird. Le hemos subido algo de comida, pero sufría un
fuerte dolor de cabeza y Muriel ha bajado a prepararle una
tisana.
Desmon entrecerró los ojos.
—Diles a Cadha y a Muriel que me mantengan al tanto de su
estado.
—Como ordenéis.
La cocinera se retiró, y cuando Desmon reparó en Brenn, este
sonreía, ufano.
—Al parecer, muchas cosas han cambiado en este viaje.
—Creo que es lícito que me preocupe por el malestar de mi
esposa.
—Sin duda. Tal vez, la raíz de la cuestión sea por qué te
preocupas.
Desmon hizo un ademán cansado con la mano. No quería
hablar de ello. Es más, ni siquiera quería pensarlo.
—Cuéntame si ha habido algún problema estos días.
Brenn borró su sonrisa y apoyó los antebrazos en las rodillas.
—Las cosas en el clan han estado tranquilas. Apenas un par de
discusiones por la venta de ganado que se saldaron rápido.
Desmon asintió, conforme. Bebió el caldo antes de que se
enfriara del todo y dejó el recipiente en la mesilla que tenía al
lado.
—¿Qué ha pasado entonces para que demudes tu rostro?
—Soldados ingleses han acampado en los lindes de Carlisle.
—Desmon se tensó al momento—. No han llegado a pisar tus
tierras. Tengo hombres apostados allí para vigilarlos —se
apresuró a aclarar.
—No obstante, no tardarán en hacerlo. Balliol les dejará pasar
y el condenado de Alasdair McDougall respaldará su decisión.
¡Maldita sea! —Se levantó y comenzó a pasear por el salón.
—Sabes que tienes el respaldo de los señores del norte. Tal
vez debas hablar con Robert Bruce y pedirle ayuda.
—No estoy muy seguro de la respuesta que pueda ofrecerme
Bruce. Pero, por lo pronto, mañana enviaré una misiva.
Veremos qué recibo a cambio.
Tara dormía cuando Desmon entró en la habitación. El fuego
crepitaba y la esencia a flores del baño de su esposa flotaba en
el ambiente. Después de que Brenn se retirase, no había
podido evitar cabalgar hasta la frontera de sus tierras con
Inglaterra. Tenía que ver con sus propios ojos cuántos
soldados había y calibrar la amenaza que suponían para ellos.
Eran menos de lo que había imaginado, pero, aun así,
demasiados. Habló con los vigías que Brenn había apostado y,
al regresar, había preferido bañarse en las frías aguas del lago
Ullswater para no molestar a su mujer.
Se tendió a su espalda, la rodeó por la cintura y, como había
averiguado que le gustaba, aspiró el aroma de su cabello antes
de caer él también en un profundo sueño.
Cuando Tara despertó, de Desmon solo quedaba la ropa que
había usado el día anterior. Por fortuna, el dolor de cabeza
había desaparecido y su cuerpo se había repuesto del viaje. El
estómago le rugió de hambre y se apresuró a asearse y bajar al
comedor. El día era soleado y la cantidad de luz que entraba
por la ventana aventuraba que ya era demasiado tarde. En el
salón no quedaba nadie, así que se dirigió hacia la cocina,
donde ya se oía el ajetreo de la comida. El primero en
percatarse de su presencia fue el joven Broc, que esbozó una
sonrisa y se apresuró a acercarse hasta ella.
—Mi señora, os hemos echado de menos.
Tara respondió con una sonrisa al entusiasmo del joven,
aunque dudaba que el resto de las mujeres compartiese su
euforia. Era cierto que se habían acostumbrado a ella y la
trataban con más deferencia, pero Tara sentía que todavía no la
habían aceptado como una más, así que supuso que hablaba
por él. Las burlas al joven no se hicieron esperar. Broc no
podía disimular la fascinación por la esposa del laird. Cuando
ella estaba en el castillo, la seguía como un perrito faldero y en
los días en los que había estado ausente, el muchacho había
vagado como alma en pena.
—Algún día, Broc, el señor te pondrá en tu sitio —lo azuzó
una de las mujeres.
La madre del muchacho le sacudió el trasero con un paño de
cocina.
—Aléjate de la señora —le ordenó.
El joven enrojeció de vergüenza ante tanta chanza y se
escabulló de la cocina por la puerta que daba al patio trasero.
—Mi señora, disculpad a mi hijo. La juventud hace que sea
demasiado impulsivo y en ocasiones su efusividad resulta
demasiado intensa.
—No os preocupéis —sonrió Tara—. Es un buen muchacho,
deberíais estar orgullosa de él.
Las mujeres se miraron de hito en hito. Primero, por la sonrisa
franca de Tara y, después, por las palabras amables que había
pronunciado.
—Debéis tener hambre —interrumpió el silencio una de ellas.
Al momento, le tendieron una silla y le sirvieron el desayuno.
Todas la observaban y ella se sintió cohibida.
—Por favor, seguid con vuestros quehaceres. No quería
interrumpir, ni mucho menos cohibiros con mi presencia. Si no
os molesta, podéis seguir con vuestra conversación.
La cocinera fue la primera en volver a sus tareas. Se acercó a
la olla grande que había en el fuego y, con un cucharón,
empezó a remover el caldo.
—Rose dice que este invierno será especialmente crudo —
comentó una de las mujeres.
—Sí, eso me temo —contestó otra.
—Tendremos que aprovisionarnos bien.
—Sí.
Tara escondió una sonrisa tras el cuenco de leche. Era evidente
que no sabían de qué hablar delante de ella y que no se
atrevían a seguir con la que fuera la conversación que
mantenían. Así que decidió dar un paso adelante y ofrecer ella
un tema del que dialogar.
—¿Trabajabais ya aquí cuando el laird era el difunto Braden
Campbell?
Todas se giraron a mirarla con sorpresa y ella temió no haber
elegido bien de qué parlamentar.
—La mayoría sí, mi señora. Gracie y Flora llegaron a estas
tierras con su familia después del asalto y el laird les ofreció
quedarse. Muchos de nuestros familiares perecieron. Aquellos
que trabajaban aquí aquella maldita noche no salvaron su vida.
—Lo lamento.
—Nos duele que los asesinos sigan impunes. Espero que Dios
imparta justicia.
—¿Cómo era Carlisle antes del ataque?
La cocinera sonrió con nostalgia.
—Nuestro señor Braden era un buen hombre. Cuidaba de los
suyos y siempre había recelado de nuestra seguridad. Carlisle
es un fortín que él se encargó de salvaguardar hasta sus
últimas consecuencias.
—Muchas veces me he preguntado cómo pudieron asaltarlo —
meditó Tara.
—Es evidente que sufrimos una traición —aseveró una de
ellas—. El ataque se produjo desde dentro. Alguien abrió las
puertas y el resto…
—O, tal vez, abrieron los portones porque conocían al asesino.
El corazón de Tara se encogió. Dejó el cuenco sobre la mesa y
se llevó las manos a la falda para limpiarse el sudor de las
palmas. No quiso, pero las palabras de su padre se repitieron
en su cabeza una y otra vez mientras las mujeres hacían
elucubraciones sobre cómo había podido suceder la carnicería
de aquella noche. La conclusión era la misma: la traición era
de alguien conocido.
Tara se disculpó y abandonó la cocina, subió las escaleras con
rapidez, atravesó el salón y salió al patio. Inhaló con fuerza; le
faltaba el aliento y tenía la sensación de no poder respirar.
Colocó una mano sobre su pecho para calmar su corazón, pero
ni así era capaz de tranquilizarse. Presta, ascendió las escaleras
hacia las almenas. Desde allí se divisaba el humo de las
chimeneas del pueblo y llegaba la brisa fresca procedente del
mar. Cerró los ojos e intentó sosegarse. Tenía que calmar los
nervios y pensar con la cabeza fría. No tenía ninguna prueba
de que Desmon hubiese sido el artífice de la desgracia de su
familia. Esa era la realidad y a ella debía aferrarse.
De pronto, se sobresaltó cuando unas manos la rodearon por la
cintura y la hicieron girar. Se enfrentó al rostro preocupado de
Desmon.
—Has pasado por el salón y ni siquiera me has visto. ¿Te
encuentras mal? ¿No ha mejorado tu dolor de cabeza?
Por irónico que pareciese, encontrarse entre sus brazos la
tranquilizó. En un arrebato de impulsividad, se lanzó a su
cuello y lo abrazó con fuerza.
—Eh —susurró, sorprendido. Al momento la rodeó por la
cintura y le ofreció el consuelo que parecía necesitar—. ¿Ha
ocurrido algo?
Ella negó con la cabeza y lo apretó con más fuerza.
—Puedes confiar en mí —insistió—. Si alguien te ha
molestado o ha dicho algo que…
—Solo ha sido un mal sueño —lo interrumpió. Porque eso
eran sus sospechas: una pesadilla.
Desmon suspiró aliviado al saber que parte de sus desvelos
eran infundados, sin embargo, había sufrido otra pesadilla.
—¿Te apetece dar un paseo por el bosque?
—Sí —afirmó, emocionada.
Eran pocas las veces en las que podían hacer algo juntos y ella
no quiso desperdiciar la oportunidad.
—Necesitarás algo más que ese manto de lana, en el bosque la
humedad te calará rápido. Ponte una capa y espérame junto a
la puerta.
Cuando Tara llegó, Desmon ya la estaba preparado. Llevaba
un hatillo bastante grande cruzado a la espalda que despertó su
curiosidad, pero se cuidó de no decir nada. Le tendió la mano
y ella la aceptó a la vez que miles de mariposas revoloteaban
por su estómago.
—¿Vamos a pie? —preguntó, sonrojada. Al salir por el portón,
reparó en que los hombres de Desmon cuchicheaban y reían al
ver a su laird actuar de ese modo.
—No iremos muy lejos y hace un día muy apacible para
pasear.
Avanzaron entre la arboleda tan solo con el sonido de la
naturaleza como compañía hasta que llegaron a un claro. Tara
giró sobre sí misma sin saber qué había de interesante en aquel
lugar para que Desmon la llevase hasta allí. Lo miró
interrogante y él le tendió la tela que tenía a la espalda.
—Es para ti.
Ella se ruborizó, incapaz de articular palabra.
—¿Es un regalo? —se atrevió a preguntar con voz trémula.
—Lo es. Uno muy especial.
—Jamás había recibido un regalo de nadie que no fuese Mairi.
—Los ojos se le humedecieron y parpadeó varias veces para
evitar que las lágrimas resbalasen por su rostro mientras
sostenía la tela entre sus manos.
Desmon no dejaba de sorprenderse de las reacciones de Tara.
Reconocía que de un tiempo a esta parte se complacía al
observarla cuando ella estaba distraída, cuando bajaba sus
escudos y dejaba entrever cómo era en realidad: curiosa,
sensible, valiente, sincera y generosa. La contemplaba
mientras saboreaba la comida, se entretenía absorbiendo su
mirada de sorpresa cuando gustaba del sabor o en ocasiones de
disgusto si le desagradaba. También le fascinaba su capacidad
de escuchar las conversaciones de los demás y las sonrisas a
escondidas cuando algo le hacía gracia. Pero lo que más lo
embelesaba era cuando estaban a solas en la alcoba y se rendía
a él con confianza y pasión.
—Mereces esto y mucho más, Tara. Mereces ser feliz.
No por primera vez, Desmon se lamentó de la clase de vida
habían llevado las hijas de Gordon para que Tara jamás
hubiese recibido un presente de alguien que no fuese Mairi.
Apretó los dientes y la animó a abrirlo.
—No será el último —prometió.
Tara desenvolvió la tela y se asombró al ver un arco de
pequeño tamaño con el escudo de los Campbell tallado en el
mango.
—¿Es para mí?
—Suponía que ya habíamos aclarado ese punto. —Sonrió.
—Es precioso. —Lo acarició con mimo con sus finos dedos a
la vez que lo miraba maravillada—. ¿Cómo lo sabías? ¿Cómo
sabías que quería tener uno?
—Tengo mis métodos para conseguir la información que
deseo. —Saco una flecha del carcaj que llevaba él a la espalda
y se la tendió—. No solo es para que lo admires: te enseñaré a
usarlo.
La rodeó por atrás y la ayudó a poner las manos sobre el arco.
Colocó una flecha en la cuerda, le posicionó los dedos y tensó
el cordel.
—El brazo del arco debe permanecer apuntando al blanco —
susurró junto a su oído—. Fíjate en aquel tronco. —Señaló
hacia la arboleda que tenían enfrente. Había un árbol partido
en mitad de la explanada—. Enfoca la mirada en el objetivo.
El cuerpo de Tara estaba envuelto por el de Desmon. La
rodeaba con sus brazos y la calentaba con el susurro grave de
su voz.
—¿La tienes?
Ella asintió y él tiró más de la cuerda hasta que ella notó cómo
las plumas de la cola de la flecha le acariciaban la mejilla.
—Cuando la sueltes, tienes que coordinar muy bien tus
movimientos. Los dedos deben separarse de ella a la vez
mientras que el otro brazo tiene que mantenerse en la misma
posición. ¿Preparada?
—Sí —musitó, excitada.
—A la de tres. —Desmon contó y Tara alejó los dedos con
rapidez. Sin embargo, la flecha no cayó demasiado lejos y ella
frunció el ceño con fastidio.
—No ha salido bien —objetó.
Desmon soltó una carcajada.
—¿Querías acertar a la primera?
—Si no acertar, al menos acercarme más al objetivo.
—Eres mucho más impaciente de lo que yo creía.
—También soy muy obstinada.
Tara no esperó a que él sacara otra flecha del carcaj, cogió una
y siguió todas las indicaciones que le había dado Desmon con
idéntico o peor resultado.
—Dame otra —exigió.
Desmon esbozó una sonrisa y volvió a colocarse tras ella.
—El brazo del arco debe permanecer apuntando al blanco tras
la liberación y la mano del disparo aguantar quieta desde el
punto en el que la has soltado mientras la flecha vuela.
Obedeció a todas y cada una de las indicaciones de su esposo
una y otra vez hasta que por fin se acercó al blanco. No logró
acertar, pero estuvo cerca. Entusiasmada, gritó de alegría y se
lanzó a los brazos de Desmon, que la levantó sonriente.
—Estoy orgulloso de ti.
Tara parpadeó y la sonrisa desapareció de su rostro. Jamás
nadie le había dicho tal cosa. Acortó la poca distancia que le
quedaba y lo besó con tanta pasión y emoción como era capaz
de demostrar. Desmon no se lo pensó y respondió con
efusividad a aquel arrebato de su esposa. La abrazó contra su
cuerpo y gruñó desesperado cuando sus manos se enredaron
entre la capa y el vestido, e imposibilitaron que pudiese
acceder a acariciar la piel de su mujer.
—Volvamos a nuestra alcoba antes de que te desnude aquí
mismo —siseó sobre la boca de Tara.
Ella sonrió y se alejó de él para ayudarlo a recoger y guardar
todas las flechas. Ambos sin ser conscientes de que, entre
aquella densa arboleda, alguien los observaba.
CAPÍTULO 19
Tara selló la misiva, la acercó a su pecho y rogó a Dios para
que llegase a su destino y pronto tuviese respuesta. Salió de su
estancia y se dirigió al salón privado de su marido. Sabía que
Desmon solía reunirse allí todas las mañanas con Brenn, Doire
y algunos de sus hombres para que lo pusiesen al tanto de los
asuntos del clan y, sobre todo, para que lo informasen sobre
los soldados ingleses que seguían apostados en los lindes de
sus tierras.
Llamó con los nudillos y respiró hondo para que su marido no
percibiese lo nerviosa que estaba. Al momento, Brenn abrió la
puerta y le cedió el paso.
—Mi señora —cabeceó, galante.
—Brenn —sonrió—. Quería hablar contigo en privado —se
dirigió a su esposo.
—¿Ocurre algo? —se preocupó Desmon.
Tara negó con la cabeza y él reparó en el sobre que tenía entre
los dedos.
—Dejadnos —ordenó a sus hombres.
Al momento, se quedaron solos y los nervios retorcieron el
estómago de Tara mientras Desmon, sentado tras la enorme
mesa de madera, la miró interrogante.
—¿Para quién es?
Tara avanzó y dejó la misiva encima del escritorio.
—Es para Eryn. Hablamos mucho durante nuestra estancia en
Berwick y convinimos en que no cesaríamos de tener contacto
pese a la distancia. Me gustaría que se la hicieses llegar. —La
voz le tembló en el último momento, lo que hizo que Desmon
dudase de sus verdaderas intenciones.
Tomó el escrito entre sus dedos y lo acarició. Tara tuvo que
contenerse para no arrancárselo de las manos, pero temió que
aquel arrebato hiciese que la abriera y se diese cuenta de a
quién iba dirigida en realidad.
—Así que es para Eryn.
—¿Para quién iba a ser si no?
—No lo sé. Dímelo tú.
Tara tragó saliva, nerviosa, y decidió que lo mejor era hacerle
frente.
—No hay nadie al que me quiera dirigir. No deseo tener
contacto con mi familia y no tengo relación con nadie más —
replicó.
Desmon suspiró, se levantó, rodeó la mesa y se acercó hasta
ella.
—Se la haré llegar. Lamento haber actuado como un necio. —
Enmarcó el rostro de su esposa entre sus manos y le acarició
con los pulgares los pómulos.
—¿Dudas de mí? —quiso saber Tara.
—No es desconfianza, es temor —confesó.
—¿A qué tienes miedo? —murmuró, embebida por el brillo de
sus ojos.
—Temo que algún día descubras que no soy suficiente para ti.
Tara negó con la cabeza y rodeó la cintura de su marido para
acercarlo más a ella.
—Me entregaron a ti en matrimonio. Jamás había estado con
otro hombre. Ni siquiera había salido de las Highlands hasta
que vine aquí para desposarme contigo.
—Nada de eso es impedimento para que otros hombres te
deseen. Entre ellos, el indeseable de Alasdair McDougall.
—No podemos controlar los sentimientos de los otros. Dices
que McDougall me desea, pero no me has preguntado qué
siento yo.
—Puede sonar vehemente, pero temo que con sus
acercamientos siembre la semilla de la duda en ti. No puedo
evitar recordarte bailando con él. Cómo lo mirabas… —Negó
con la cabeza—. Se me llevan los demonios —reconoció.
—No tengo ningún sentimiento hacia él, Desmon. Creí que era
más que evidente a quién pertenecen mis afectos.
Acercó la nariz hacia su cuello y la acarició con suavidad para
erizarle la piel.
—¿A quién? Quiero oírtelo decir. —Succionó un lateral de su
garganta y la escuchó jadear al tiempo que se agarraba a su
camisa.
—Todavía no —se resistió.
—Haré que me lo confieses —sonrió, pícaro. La sentó sobre la
mesa y se coló entre sus piernas—. Pero, antes, hay algo
importante de lo que debo informarte. He recibido una misiva
de Bruce. Le escribí para ponerlo en conocimiento sobre el
posicionamiento de los soldados ingleses y me ha contestado
que vendrá dentro de dos semanas.
—¿Te reunirás con Bruce? —Desmon asintió—. ¿Qué
sucederá si Balliol se entera? Pensará que estás confabulando
contra él —objetó, preocupada.
Desmon tenía que reconocer que, además de hermosa, su
esposa era astuta.
—Debo hablar con Bruce. ¿Cómo propones que lo haga?
Tara lo meditó durante unos segundos, complacida de que su
esposo tomase interés en saber su opinión y le pidiese consejo.
—Tal vez podamos dar una fiesta e invitar a todos los señores,
incluido Balliol —dijo con tiento—. Bruce sabrá a qué ha
venido, pero Balliol no sospechará nada porque no creerá que
vas a intrigar en su contra delante de sus narices.
—¿Una fiesta? —repitió Desmon—. ¿Con qué pretexto?
—Dentro de dos semanas será Saint Andrew. Podríamos… —
dudó—. Tal vez sea una buena ocasión para conmemorarlo.
Incluso, si estás de acuerdo, cabría la posibilidad de
convertirlo en una tradición.
Desmon sonrió y acercó su rostro al de Tara. Se perdió en el
azul profundo de sus ojos y, sin apartar la mirada, tiró del lazo
del corpiño hasta dejarlo suelto sobre su escote.
—Me parece una idea maravillosa que merece celebrar.
Sin más demora, desgarró la camisa para dejar expuestos sus
pechos. El busto de Tara subía y bajaba con rapidez debido a
la sorpresa, pero, en cuanto Desmon posó la boca sobre su
cuerpo, la excitación anidó en su vientre. Se agarró con ambas
manos a la mesa y dejó que los labios de su marido marcaran
su piel con la lengua, los dientes y la succión de sus labios. En
aquellos momentos en los que él era incapaz de controlarse,
era cuando ella lo sentía más suyo, como si no albergase
sentimientos por otra mujer y pudiese llegar a amarla.
Desmon le levantó la falda e internó una mano en su sexo
mientras se daba un festín con sus senos. El primer roce la
hizo arquear la espalda y revolverse encima de la mesa. Él
acalló sus jadeos bebiéndoselos a besos mientras la ungía con
sus resbaladizos jugos.
—Dime que soy yo el dueño de tus afectos —insistió.
—No… —gimió.
Él sonrió astuto y cesó toda atención. Al momento, Tara sintió
el frío sobre su piel y lo miró confusa. Desmon deshizo el
nudo de sus pantalones de cuero y dejó libre su erección. Tara
pensó que no demoraría en tomar su cuerpo, pero se equivocó.
En lugar de dirigir sus atenciones hacia ella, comenzó a
acariciarse él mismo. Absorta, se recreó en la manera de darse
placer mientras lo escuchaba jadear. No obstante, no quería
que su presencia se resumiese a ser mera espectadora. Acercó
una mano y lo rodeó para imitar el movimiento que él
realizaba. La textura sedosa, junto con la humedad que
sobresalió de la punta, hizo que se deslizase con facilidad.
Había algo excitante en verlo rendido a sus atenciones, por lo
que ella se dejó llevar y se permitió marcar su piel con besos
desde el cuello hasta el estómago. Fue en aquel punto cuando
Desmon comprendió que había perdido todo el control y debía
recuperarlo. Con un movimiento rápido, la recostó sobre la
mesa y se posicionó entre sus piernas. Se impulsó apenas un
poco para adentrarse en su interior y, cuando ella se arqueó
para pedir más, se retiró. Repitió varias veces aquel
movimiento hasta que consiguió que ella le suplicase que la
poseyera de una vez.
—Confiésamelo. —Se adentró por completo en ella y rotó las
caderas. Al ver que Tara no pronunciaba palabra, se retiró. Y
volvió a repetir. Estaba seguro de que no tardarían en llegar al
clímax, pero estaba seguro de que conseguir que ella le
confesase sus sentimientos lo aumentaría.
Cuando Desmon se volvió a alejar de ella, Tara gimió con
desesperación. Necesitaba liberarse, por lo que, tras varios
movimientos más, acabó confesando:
—Eres tú. Siempre serás tú.
Desmon gruñó y se dejó llevar. Ya no controló sus embestidas,
sus cuerpos se rozaron desesperados hasta que ambos
alcanzaron el éxtasis.
—A ghrá —susurró Desmon la palabra «amor» en irlandés
junto a la boca de Tara.
Ella no entendió que aquello había sido una declaración de
amor y estaba demasiado agotada para preguntar el
significado. Dejó que la abrazara y la acariciara durante unos
minutos, hasta que ambos recobraron el aliento y Desmon la
ayudó a incorporarse.
—Buscaré a Muriel para que te traiga ropa y te ayude a
peinarte de nuevo —dijo mientras se recomponía la camisa
dentro de los pantalones.
Tara se agarró el corpiño para cubrirse.
—Sabrá lo que hemos estado haciendo.
—No creo que quede alguien en este castillo que no lo sepa.
Has sido muy escandalosa —susurró.
Tara se cubrió la cara con las manos y él soltó una carcajada.
—No te apures. Nadie osará decirte nada. —Acarició la
mejilla sonrosada de la joven y la miró con ternura—.
Espérame aquí. —La besó en la frente y abandonó la estancia.
Desmon encontró a Muriel bordando en el salón. Doire la
acompañaba, mientras que Brenn, apostado al otro lado de la
habitación, los observaba cual ave rapaz. Parecían compartir
conversación de manera cómplice y distendida, algo que no
parecía satisfacer al irlandés. En cuanto Desmon llegó junto a
ella, Muriel se levantó para atender las órdenes del laird. Se
disculpó para retirarse y se dirigió hacia las escaleras. Subía el
segundo tramo de escalones hacia la alcoba de su señora
cuando Brenn la sujetó por el brazo y la obligó a detenerse.
—Anoche me quedé esperándote.
—Me encontraba indispuesta.
—¿Estás mejor?
—Sí.
—Debo suponer que hoy sí acudirás a mi habitación —dio por
sentado.
—Eso es conjeturar demasiado. —Soltó su brazo y siguió
subiendo con Brenn pisándole los talones.
—¿Por qué ya no quieres estar conmigo?
Llegaron hasta la alcoba de los señores y Muriel se giró para
impedirle el paso.
—¿Qué deseáis de mí? —quiso saber, envalentonada.
Brenn parpadeó, confuso.
—El tiempo en el que los hombres utilizaban mi cuerpo para
saciar sus placeres ha terminado —se apresuró a aclarar.
Brenn apretó los dientes y apoyó ambas manos, una a cada
lado de Muriel, sobre la jamba de la puerta.
—Creía que tú también deseabas la intimidad que había entre
nosotros.
—Y así era, pero ya no.
—¿Hay algún motivo? ¿He hecho algo que te molestase?
Muriel apretó los puños.
—Si solo es mi cuerpo lo que deseáis, podéis encontrar a otra
mujer que os complazca.
—No quiero estar con otra. Quiero estar contigo.
—Pero yo no deseo ser solo la que os caliente la cama hasta
que os marchéis. Merezco a un hombre que me respete y que
quiera formar una familia conmigo.
Brenn se retiró hacia atrás al tiempo que la miraba con una
mezcla de incredulidad y sorpresa.
—Pensaba decírtelo.
—Supongo que cuando os cansarais de estar conmigo —
replicó, irónica.
—¿Qué quieres de mí?
—No se trata de vos, se trata de lo que yo quiero. Deseo
desposarme, tener hijos y criarlos como me hubiese gustado
que lo hicieran conmigo.
—¿Es eso lo que anhelas?
—¿Acaso no lo merezco? —contraatacó, indignada.
—Yo no he dicho eso.
—Pero no sois el hombre que puede dármelo.
Brenn se apartó de la puerta y de ella. Su distancia fue la
respuesta que Muriel no quería escuchar. Sin embargo, la
mente de Brenn vagaba entre imaginar una vida junto a Muriel
o hacerse a la mar, como había vivido hasta el momento. Lo
cierto es que ella tenía razón. Pronto partiría, navegaría sin
rumbo, y jamás había tenido un puerto al que desease volver.
—Y Doire sí puede ser ese hombre —aseguró Brenn con
seriedad.
Muriel no dijo nada y su silencio fue lo suficiente elocuente.
—Está bien. Como desees. No volveré a molestarte. —Giró
sobre sus talones y se alejó de ella.
—No, no era eso lo que deseaba —admitió cuando él ya se
hubo ido. Con profunda tristeza, se adentró en la estancia y
buscó el vestido para su señora.
Cuando Tara regresó al salón acompañada de Muriel, el joven
Broc no tardó en acercarse a ella. Llevaba varios días
intentando que aceptase volver a pasear con él por el pueblo,
acompañarla en su paseo matutino por las almenas o incluso
escoltarla hasta sus aposentos, pero Desmon había acaparado
la mayoría de su tiempo y Tara no había querido salir de
Carlisle si no era en su compañía.
—Mi señora —la interrumpió—, tal vez esta tarde deseéis ir al
mercado.
Tara le sonrió con afecto.
—Quizás otro día. Hoy tengo mucho que disponer.
El joven hizo un gesto de disgusto.
—¿Mañana? —insistió.
—Me temo que voy a estar muy ocupada. En cuanto pueda, te
lo haré saber.
El muchacho agachó la cabeza en señal de resignación. Tara
pasó por su lado y bajó a las cocinas en compañía de Muriel.
Había mucho que hacer y preparar para la llegada de los
señores de las Highlands y tomó las riendas del castillo. Su
marido había confiado en ella y tenía un cometido importante
que llevar a cabo.
Para Tara los días pasaron sin tregua. Durante las horas de sol
se esmeraba en organizar el castillo para la visita de los lairds
y por las noches yacía junto a su marido. En ocasiones se
entregaban a la pasión, pero otras estaba tan cansada que caía
rendida de sueño entre los brazos de Desmon mientras este le
acariciaba el cabello y le ofrecía su reconfortante compañía.
Faltaban dos días para el gran acontecimiento cuando llegó
una misiva para ella. Tuvo suerte de que supervisaba los
exteriores del castillo cuando llegó el mensajero, porque
estaba casi segura de que, si el mensaje llegaba a las manos de
Desmon, este indagaría quién era el remitente, y no quería que
nada perturbase aquel inesperado período de dicha que se
había instalado entre los dos. Corrió hacia su dormitorio y se
encerró, con el pulso resonando en sus oídos. Le temblaban los
dedos cuando rasgó el sobre y la garganta se le secó de la
excitación. No obstante, solo había unas pocas líneas escritas y
estas no eran de la persona que ella esperaba.
El tiempo se termina. Esperamos tu respuesta o tendremos que actuar por nuestra
cuenta.
D. G.

Su padre firmaba con sus iniciales, como si no supiera que


aquellas funestas palabras solo podían proceder de su familia.
Con el corazón en un puño, apretó la misiva. Se acercó hasta
el fuego con la intención de deshacerse de ella y que las llamas
se llevaran aquellas líneas que prometían desgracias. Ya en la
proclamación de Balliol le costó creer que las afirmaciones de
su padre sobre Desmon fueran ciertas, pero, ahora que lo
conocía y que estaba profundamente enamorada de él, no
albergaba ninguna duda sobre su inocencia. Resolvió que,
cuando pasase la fiesta de Saint Andrew, contaría a Desmon el
acoso que sufría por parte de los Gordon y lo que tramaban
para deshacerse de él. Por ello, decidió guardarla a buen
recaudo entre su ropa. Mientras, era la señora de Carlisle y,
como tal, daría lo mejor de sí para que durante aquella
recepción todo saliese bien.
CAPÍTULO 20
30 de noviembre de 1292
Castillo de Carlisle. Cumbria. Lowlands

El día de Saint Andrew amaneció sombrío. Tara contemplaba


desde la ventana de su alcoba la bruma densa que se extendía
por los alrededores de Carlisle y que dotaba al castillo de
cierta irrealidad.
Desmon se detuvo a su espalda y la rodeó por la cintura para
acercarla a su cuerpo.
—Es demasiado temprano para estar ya levantada —susurró
junto a su oído—. ¿Qué es lo que te perturba?
—El tiempo no acompaña —se lamentó.
—Dentro de poco amanecerá y con la salida del sol lo verás
todo con otros ojos.
—Quiero que todo salga bien.
—¿Por qué es tan importante para ti?
—Es la primera vez que recibiré invitados en nuestro hogar
como la verdadera señora de Carlisle.
El hecho de que se dirigiera a aquella fortaleza, que en un
principio se le antojó siniestra, como «hogar» hizo ver a
Desmon cuánto habían cambiado las cosas entre ellos. Tara ya
no le temía, eso era evidente. Es más, estaba seguro de que lo
amaba y él se sentía dichoso de ser el beneficiario de sus
afectos.
—No habrá percances, me encargaré personalmente de ello.
No obstante, en el caso de que los hubiese, los
solucionaremos. —Le dio la vuelta para mirarla a aquellos
ojos azules que tanto le recordaban a su adorado océano—.
Estoy seguro de que seré la envidia de todos los señores de
Escocia.
—Quiero que te sientas orgulloso de mí.
La mirada de Tara era tan sincera e indefensa que el corazón
de Desmon se aceleró ante aquella aseveración.
—¿Por qué crees que no lo estoy?
—Por cómo empezó nuestra relación. A veces, todavía me
pregunto si no te arrepientes de haber aceptado nuestro enlace.
Podrías haber contraído matrimonio con una mujer que
realmente fuera de tu agrado.
—No existe otra mujer que pudiera tentarme a unir mi vida a
ella.
Los ojos de Tara brillaron de emoción. Se abrazó al cuello de
su marido, cerró los ojos y dejó que de sus labios escapasen
sus más profundos sentimientos.
—Te quiero —susurró.
Él la apretó con fuerza y selló su boca con un beso cargado de
agradecimiento. Porque lo único que se sentía capaz de aceptar
y que abarcaba todas las emociones que le había regalado
desde que se desposaron era su más sincera gratitud.
Los primeros invitados llegaron a Carlisle a media mañana.
Los McDylon avanzaron por el patio principal hacia el portón
donde los esperaban Desmon y Tara. Fiona sonrió con afecto a
la joven señora al tiempo que su marido palmeaba la espalda
de Desmon. Los acompañaron al salón, donde les aguardaban
hidromiel caliente y algunos trozos de pan y queso para
reponerse del viaje antes de que los sirvientes los
acompañasen a las estancias que habían dispuesto para ellos.
A lo largo de la mañana, los señores más importantes de
Escocia, a excepción de los McKenzie, desfilaron por el
portón de entrada a Carlisle. Niall se había visto obligado a
declinar la invitación por encontrarse su esposa indispuesta
desde hacía varias semanas. Al parecer, nada grave, según
comentaba en su misiva, pero no quiso marcharse de Eilean
Donan y dejarla sola.
Durante la recepción de sus invitados, Desmon y Tara
atendieron con amabilidad a los asistentes hasta que John
Balliol llegó acompañado de su esposa y de Alasdair
McDougall. El sheriff no escatimó halagos hacia Tara, gesto
que ella agradeció con sobriedad para marcar las distancias.
No quería que la burbuja de felicidad en la que vivía con su
esposo se rompiese por culpa de un malentendido. No
obstante, Alasdair no estaba dispuesto a que se le ignorase.
—Mi señora —tomó la mano de Tara y se permitió el
atrevimiento de acariciarle la muñeca con sus dedos—, os
agradezco el pretexto que me habéis otorgado para poder
disfrutar de nuevo de vuestra compañía.
—La invitación ha corrido a cargo de mi esposo, sheriff. —
Tara retiró la mano con rapidez—. Yo no he tenido nada que
ver.
—Aun así, me haría muy feliz que os alegrarais de mi
presencia.
—Os agradezco vuestra asistencia, así como la del resto de
nuestros invitados. Ahora, si me disculpáis, debo atender junto
a mi esposo mis responsabilidades como lady Campbell.
Tara le dio la espalda y se encaminó a reunirse con su marido.
En cuanto estuvo a su lado, Desmon la rodeó por la cintura y,
con su sonrisa más taimada, levantó la copa para brindar en la
distancia con Alasdair.
Poco a poco los visitantes se fueron retirando a sus aposentos
para descansar antes de la comida hasta que solo quedaron en
el salón Balliol, Bruce y Desmon. El rey parecía no querer
dejar a solas a Desmon y Bruce, como si sospechase que
tenían algo importante que parlamentar a sus espaldas. Hecho
que inquietó al laird Campbell.
Balliol tomó la copa de hidromiel y bebió un trago largo
mientras el fuego danzaba en el silencio del salón. Desmon y
Bruce lo acompañaron en silencio, a la espera de que decidiese
retirarse y poder disfrutar de un rato a solas, pero John no
parecía mostrar intenciones de marcharse.
—¿Cómo van las cosas por Carlisle? —quiso saber Balliol al
fin.
—De momento, tranquilas —aseveró Desmon.
—De momento —repitió el monarca con seriedad—. Supongo
que os preocupa la presencia de las tropas inglesas a las
puertas de vuestras tierras.
Desmon no esperaba un abordaje tan directo, sin embargo, no
desaprovechó la oportunidad.
—A ningún hombre le gusta que intrusos ronden cerca de sus
propiedades.
—Eso es cierto —apoyó Bruce—. ¿Sabéis por qué Eduardo ha
decidido aproximar su ejército a Escocia?
Balliol volvió a beber ante la atenta mirada de los dos
hombres, que esperaban ansiosos una respuesta.
—Nunca han sido un secreto las intenciones de Eduardo. —
Balliol se encogió de hombros y miró directamente a Desmon
—. Si yo fuera vos, reforzaría las defensas. Pedidme ayuda si
la necesitáis. Ahora soy vuestro rey y velaré por los míos. —
Dejó la copa sobre la mesa y decidió retirarse ante la mirada
atónita de Desmon.
Una vez a solas, el laird Campbell verbalizó su sorpresa por la
reacción de Balliol.
—¿Estáis vos tan desconcertado como yo?
Bruce meditó durante unos instantes su respuesta.
—Tal vez, ha sucedido alguna desavenencia entre Eduardo y
Balliol. O, quizás, nuestro nuevo rey no sea tal maleable como
creíamos y era el papel que le interesaba representar para
ganarse a Eduardo y conseguir el trono.
—¿Creéis que su aparente docilidad durante estos meses se
debía a una estratagema para conseguir la confianza del rey de
Inglaterra?
—La experiencia me ha enseñado a desconfiar y a poner en
duda todo aquello que veo y oigo. De momento, de ser vos,
mantendría mis recelos con respecto a Balliol.
Desmon apuró la bebida, pensativo. Él tampoco era un hombre
incauto. Tanto sus años en Irlanda como los que había pasado
en el mar de puerto en puerto le habían enseñado cuán granuja
podía ser la gente.
—Temo que las tropas de Eduardo se adentren en mis tierras.
—Os entiendo. —Bruce se levantó, palmeó la espalda de su
amigo y se ajustó el cinto—. Es algo que no nos gustaría que
sucediese, pero que, conociendo a Eduardo, es probable que
ocurra, amigo. Estad preparado.
Ante la incredulidad de Desmon, Bruce se retiró.
El laird encontró a su esposa en la cocina terminando de
ultimar los detalles para la inminente comilona que se llevaría
a cabo en el salón. El olor exquisito de los guisos y el pan
recién horneado lo hubiesen hecho salivar en otras
circunstancias. Ahora estaba demasiado preocupado por la
reacción de Bruce.
En cuanto reparó en su presencia, Tara se apresuró a acercarse
a su esposo.
—Ya está todo dispuesto. Cuando ordenes, se empezará a
servir la comida.
Con un gesto adusto, Desmon asintió. A Tara solo le bastó
aquello para saber que algo no había salido como su marido
esperaba.
—¿Qué ocurre? —preguntó en un susurro.
—Acompáñame.
En silencio, Tara lo siguió hasta su estancia privada. En cuanto
cerró la puerta, verbalizó su inquietud.
—Me preocupa vuestra circunspección.
—Al contrario de lo que esperaba, Balliol ha sido el que ha
abordado el tema de las tropas inglesas a las puertas de
Cumbria.
—Quizás quería saber si te producía desasosiego. ¿Crees que
te estaba tanteando por si opones resistencia?
—Me ha ofrecido ayuda cuando las tropas avancen. Porque ha
dado por hecho que lo harán —puntualizó.
—¿Insinúas que no está de acuerdo con la invasión?
—No sé si lo está o no porque desconfío de todos en este
momento.
—¿Y Bruce? ¿Qué dice?
—Que esté preparado.
—¿Nada más? ¿No nos ha ofrecido su ayuda?
—No.
Tara se acercó a su esposo, colocó las manos en su pecho y
encaró su mirada.
—Es posible que Bruce no quisiese mostrarnos su apoyo
abiertamente delante de ojos y oídos indiscretos. El salón no
era el sitio más adecuado para tratar este asunto. Sea como
fuere, estoy segura de que tienes aliados muy fieles que no
dudarán en ayudarnos si lo precisamos. Afrontaremos lo que
nos depare el destino. —También sabía que tenía enemigos
que esperaban con ansia verlo caer, pero para eso estaba ella,
para evitarlo.
Desmon la abrazó por la cintura. Una vez más, se maravilló
por el acierto de las palabras de su esposa. El temple y la
frialdad que antaño lo sacaban de quicio ahora le otorgaban la
paz que tanto necesitaba.
—Lo haremos juntos —aseguró ella.
—Promesa de Campbell.
Durante la comida, los asistentes disfrutaron del ambiente
festivo que los anfitriones habían preparado. Los abundantes
alimentos y las jarras de bebida corrían de mesa en mesa
mientras la música de las gaitas y los tambores animaban la
fiesta.
Desmon sacó a bailar a su esposa ante los aplausos y vítores
de los invitados. Danzaron entre las mesas y animaron al resto
a unirse a ellos. Si a Tara le preguntasen por uno de los
momentos más felices de su vida, sin duda elegiría ese. Todo
estaba saliendo tal y como lo había planeado, y por si eso fuera
poco, Desmon demostraba su afecto delante de los hombres
más importantes de Escocia. Aquel solo era un detalle que ella
apreciaba, porque lo más importante era que compartía con
ella sus inquietudes, se mostraba atento y cariñoso, se
preocupaba por ella y la obsequiaba con pequeños detalles que
la hacían suspirar. Había sido todo tan maravilloso que incluso
había llegado a pensar que por fin había conquistado sus
afectos y se había enamorado de ella.
—Estás radiante —apreció Desmon.
Tara tenía las mejillas sonrosadas por el baile, el brillo de sus
ojos delataba cuán satisfecha estaba y la sonrisa amplia en sus
labios la dotaba de una belleza irresistible. ¿Y quién era él
para oponerse a tan dulce tentación?
—Soy feliz. Me haces feliz —matizó entre sus brazos.
Desmon la obsequió con su sonrisa al tiempo que la hacía girar
y con un rápido movimiento la encerraba contra su cuerpo
para beber de sus labios aquella felicidad.
—Cuando yo te lo ordene, te retirarás a nuestra alcoba —siseó
contra sus labios.
—¿Qué deseáis de mí? —fingió escandalizarse.
—En cuanto yo llegue lo descubrirás.
—Dadme una pista, mi señor —insistió con coquetería.
Desmon estiró la comisura de sus labios, divertido, y negó con
la cabeza al tiempo que la apretaba contra su pecho.
—Es una sorpresa.
La música aceleró su ritmo y Desmon la hizo girar sobre sí
misma hasta que, al descubrirla agotada, la acompañó a que
tomase asiento y repusiese fuerzas. Acalorada, Tara observó
cómo Bruce llamaba a su esposo para que se acercara a hablar
con él. Solo esperaba que pudiesen contar con su apoyo
cuando lo necesitasen.
Muriel tomó asiento a su lado, jadeante después de haber
estado bailando con Doire. Tenía los cabellos alborotados y la
tez colorada, no obstante, la alegría no le llegaba a los ojos.
Tara siguió la mirada de su doncella y la descubrió observando
a Brenn, que charlaba con coquetería con una de las hijas de
los MacRae.
—¿Por qué será que deseamos aquello que más se nos resiste?
—meditó la joven.
—No lo sé —aceptó Tara—. Pero estoy segura de que cierto
irlandés no se te resistiría si fueses en su busca.
—Solo quiere una cosa de mí —se lamentó—. Y yo lo quiero
todo.
Tara apretó la mano de su amiga.
—A veces, debemos dejar marchar aquello que no puede ser o
que no nos conviene. Comprender que no conseguiremos lo
que deseamos y dejarlo ir duele, pero nos hace más libres.
Soltamos el lastre para poder avanzar.
Muriel desvió la mirada de Brenn a Tara.
—Mi señora, cuánto bien os ha hecho marcharos del lado de
vuestra familia y rehacer vuestra vida junto al laird.
—Tú también mereces dejar el pasado atrás y formar una
familia. Si piensas que con Brenn no tienes posibilidades de
cumplir tu sueño, ¿crees que Doire podría ser ese hombre?
Muriel lo miró. Estaba en el lado opuesto de la sala que Brenn.
Mientras el irlandés hacía sonreír a la joven MacRae, el
segundo hombre de confianza del laird no apartaba los ojos de
ella.
—Una vez, en uno de los prostíbulos en los que trabajé, había
una anciana que remendaba los vestidos estropeados. Y,
creedme, eran muchos —admitió, sombría—. Por el día,
cuando menos trabajo tenía, solía sentarme a su lado para ver
si así podía aprender su oficio y dejar de ganarme la vida
sacrificando mi cuerpo. Freya era una mujer muy amable que
me acogió con cariño y de la que aprendí, sobre todo, de la
vida y del amor. En una de aquellas conversaciones, me dijo
que para ser feliz debía encontrar a un hombre que me amase
más a mí que yo a él, porque si no me haría sufrir.
—¿Y piensas que tal vez ese hombre sea Doire? —la tentó
Tara.
—Mi mente puede que lo crea, pero mi corazón no, mi señora.
—El amor es un sentimiento incontrolable. A veces recibe
nuestros afectos la persona que menos esperamos. Si me
hubiesen dicho el día que me desposé que hoy sería tan feliz,
los hubiese tachado de necios. —Tara soltó una carcajada—.
Ahora que lo pienso, eso mismo le dije a Eryn McKenzie el
día de mi boda.
Muriel sonrió, consciente de lo enamorada que estaba su
señora.
—El laird no ha escatimado esfuerzos en haceros cambiar de
opinión con respecto a vuestros sentimientos hacia él.
—Tampoco los escatimó cuando se comportaba de manera
odiosa conmigo y me acobardaba con sus miradas y órdenes
pretenciosas. Lo que intento decirte es que puede que ahora se
te antoje un futuro incierto, pero las cosas pueden cambiar.
—Mi señora, os aseguro que prefiero mil veces ese futuro
impreciso que el que me esperaba antes de llegar a Carlisle.
—Ya no volverás a estar sola nunca más, Muriel. Ahora
perteneces a este clan, a mi familia; eres como mi hermana.
Las dos mujeres se fundieron en un cariñoso abrazo antes de
que Broc las interrumpiese. El joven había seguido los pasos
de Tara durante todo el día. Se había cruzado con él al bajar a
las cocinas, durante la comida, al salir del despacho de
Desmon y mientras bailaba con su marido.
—Mi señora —titubeó—. ¿Tal vez querríais bailar esta pieza
conmigo? —Apretaba entre sus manos con inquietud la gorra
que siempre lo acompañaba.
Tara estaba destrozada. Los nervios para que todo saliese bien
y el ajetreo del día la habían dejado agotada, pero no se sintió
capaz de rechazarlo.
—Solo este baile —aceptó con una sonrisa, y le tendió la
mano.
El joven se apresuró a tomársela, henchido de emoción. Sin
embargo, cuando se dirigían al centro del salón, Desmon se la
arrebató de sus brazos.
—Lo siento, muchacho, pero necesito a mi esposa. —Le guiñó
un ojo y le revolvió el pelo como si fuese un niño pequeño.
Broc contempló cómo Tara se deslizaba abrazada al laird
mientras este le susurraba palabras al oído que la hacían reír a
carcajadas.
—¡Ay, Broc! —Muriel apoyó una mano en su hombro—. La
señora solo tiene ojos para el laird.
—Pero él no la valora como se merece.
—A mí me parece que la hace bastante feliz. —Sonrió al verla
danzar junto a su marido.
Broc se alejó del contacto de la doncella y se perdió entre la
multitud, pero la joven ni siquiera lo advirtió, ya que cierto
irlandés se acercaba a ella y la tenía hipnotizada bajo su
mirada. Cuando llegó frente a Muriel, se aproximó hasta casi
rozarla con su cuerpo.
—Has estado muy ocupada bailando con Doire toda la noche.
—Vos también con lady MacRae.
—Una joven encantadora.
—Un hombre atento y servicial —contraatacó Muriel.
En otras circunstancias, Brenn hubiese sonreído por aquella
batalla dialéctica entre los dos, pero lo cierto era que había
intentado hacerse a la idea de que Muriel iniciase una relación
con Doire, y se lo llevaban los demonios.
—¿Solo eso? —la incitó.
—Y más.
—Seguro que haría cualquier cosa por ti.
—Yo ya no me conformo con cualquier cosa. Ahora, si me
disculpáis, tengo asuntos que atender. —Intentó pasar por su
lado, pero Brenn la sujetó con firmeza del codo.
—Si yo me quedase, ¿lo elegirías a él o a mí?
—¿Acaso existe esa posibilidad?
Brenn dudó. Y fue aquel lapso de tiempo de incertidumbre el
que hizo que Muriel se separase de él y se alejara en busca de
Doire.
Tara apoyó las manos sobre el pecho de Desmon. Mareada de
dar tantas vueltas y exhausta de felicidad, solo deseaba
retirarse ya a la alcoba. Muchos de los asistentes se habían ido
ya a sus aposentos, por lo que no verían desconsiderado que
ella también se marchase.
—¿Cuándo piensas ordenarme que me retire? —sugirió a
Desmon.
Este sonrió con picardía.
—Sabes que no necesitas mi permiso. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque me has prometido una sorpresa y quiero saber si ya
está preparada. No me gustaría estropear lo que sea que tengas
dispuesto.
—¿Quieres irte porque estás cansada o es que estás ansiosa
por ver qué te depara la noche? —Desmon acercó la nariz al
cuello de Tara y repartió besos calmados y excitantes hasta
llegar a la curva de su hombro.
—Ambas —reconoció, jadeante.
—¿Quién soy yo para oponerme a tus deseos? —La tomó de la
mano y la acompañó hasta las escaleras—. No demoraré en
subir.
Tara se apoyó en la pared de piedra con una mano mientras
con la otra se sujetaba la falda para subir los escalones.
Apenas llevaba tres peldaños cuando Desmon llamó su
atención de nuevo.
—Tara. —Aguardó hasta que ella se giró a mirarlo y, con los
ojos brillantes, sonrió ladino—. Espérame desnuda.
La música cesó y la orden de Desmon, que no había sido nada
comedido en su disposición, se escuchó por todo el salón. Las
risas de los hombres que quedaban en la estancia la
acicatearon a subir más rápido las escaleras. Cuando accedió a
la alcoba, todavía oía el eco de las chanzas del salón. No
obstante, suspiró aliviada cuando pudo descalzarse y acercarse
a la chimenea para calentarse. Había sido una de las mejores
noches de su vida. Era el primer acto al que acudía en el que
podía disfrutar sin la presencia de su familia, que tanto la
perturbaba, ni de los Comyn, que tanto parecían afectar a
Desmon. Pese a los problemas que se cernían sobre Escocia, y
en concreto sobre Carlisle, aquella noche pensó que serían
capaces de superar cualquier obstáculo.
Cuando notó que el fuego ya había caldeado su cuerpo,
anduvo hacia la cama para despojarse de la ropa y fue
entonces cuando lo vio.
Bruce palmeó la espalda de Desmon y le ofreció una de las
copas que había sobre la mesa.
—Sé que ansiáis retiraros, viejo amigo, pero brindad una
última vez conmigo antes de cumplir con vuestros quehaceres
conyugales.
Desmon aceptó de buen agrado el brindis. Apuró el whisky y
esperó a que Bruce terminase su brebaje para no dejarlo solo.
Balliol hacía unos instantes que se había marchado y tan solo
quedaban Donald MacRae abrazado a Brenn mientras
intentaba convencerlo de que se desposase con su hija y
algunos sirvientes aseando el salón para el día siguiente.
—Cuando sea rey de Escocia, no permitiré que ningún ejército
inglés se acerque a estas tierras.
Desmon se sorprendió por aquellas palabras. No era tan necio
como para pensar que Bruce había abandonado su idea de
conquistar el trono de Escocia, pero no pensaba que lo
aceptaría abiertamente apenas unas semanas después del
nombramiento de Balliol.
—Mientras —continuó Bruce con seriedad—, poco o nada
puedo hacer para impedir que ronden por Cumbria.
—No era eso lo que os pedía cuando solicité vuestra presencia
en mi hogar.
—Sé lo que queréis: tener mi apoyo si lo necesitáis. Pero, si
actúo en contra de Balliol, se considerará insumisión y me
acusarán de traición. Ahora no puedo posicionarme. No, si
quiero conseguir ser coronado rey algún día.
Desmon apretó los puños a ambos lados de su cuerpo. Los
nobles y su ansia de poder siempre se interpondrían entre los
señores de Escocia y el pueblo.
—El rey de los escoceses debe cuidar de Escocia y de su
gente. No lo olvidéis cuando consigáis el trono. Porque esta
tierra no olvida. —Cabeceó y se retiró a su alcoba—. Promesa
de Campbell —masculló, al tiempo que subía los escalones de
dos en dos.
Cuando Desmon llegó a la puerta de su recamara, inspiró
hondo varias veces antes de decidirse a acceder. Aquella
última conversación con Bruce le había dejado un regusto
amargo y no iba a permitir que aquella sensación lo
acompañase mientras yacía con su esposa. Empujó el
picaporte y al momento lo recibió el calor de la estancia junto
con la fragancia que siempre acompañaba a Tara. Y allí estaba
ella. Por primera vez desde que le ordenara que lo aguardase
desnuda, había cumplido su precepto. El cabello negro le
rozaba el trasero y su piel nívea resplandecía por la luz del
fuego. De espaldas a él, la sintió estremecerse y supo que
estaba reuniendo el valor suficiente para hacerle frente.
Aguardó con paciencia, embebiéndose de cada una de sus
curvas, hasta que ella se volvió y el mundo dejó de girar para
Desmon, para, acto seguido, precipitarlo en una espiral de
vértigo, recuerdos, tristeza y, por último, rabia. Avanzó con
largas zancadas hasta situarse frente a ella, rodeó con la mano
el colgante que lucía entre sus pechos y lo escondió entre sus
dedos al cerrar el puño.
—¿Cómo te atreves? —siseó.
La sonrisa que lucía Tara desapareció después de aquellas
palabras y de comprender que Desmon no tenía urgencia por
tenerla entre sus brazos, sino por arrancarle el collar que él
mismo le había regalado y dejado sobre la cama de ambos.
—Pensé que era para mí… —replicó, confusa.
—¿En qué momento pensaste semejante estupidez? ¿Acaso no
dejé claro que no podías rebuscar entre mis cosas? ¡¿Acaso no
te dije que tenías prohibido hurgar en mi arcón?! —Con la
mano que tenía libre, la sujetó del codo y la zarandeó.
El miedo que había permanecido agazapado, alerta a cualquier
reacción violenta, volvió de nuevo y la hizo palidecer, temblar
e incluso balbucear.
—Yo no… —tartamudeó.
—¡¿Qué más quieres de mí?! Te he dado un hogar, un lugar en
mi clan, te trato como si te quisiese… ¿Era necesario
arrebatarme esto también?
Los ojos de Tara se llenaron de lágrimas. «Te he dado un
hogar». «Como si te quisiese». Aquellas palabras se repetían
en su mente sin cesar. Mientras, Desmon seguía ofuscado,
buscando una explicación al hecho de que ella tuviese ese
colgante. Tara se llevó el brazo libre al cuello y se lo arrancó
sin miramientos. La cadena le laceró la piel hasta el punto de
desgarrársela. Aquel gesto detuvo el ataque verbal de Desmon,
que, por primera vez, se percató de que la tenía sujeta con
demasiada fuerza. Aflojó su agarre, pero no la soltó. Entre
otras cosas, porque se percató de su palidez y temió que
desfalleciese.
—No lo quiero. —Tendió la mano temblorosa con el colgante
y lo estampó contra el pecho de Desmon—. No quiero nada de
vos.
En cuanto acercó la mano para recogerlo, ella retiró los dedos
para no soportar su contacto más de necesario. Aprovechó la
confusión de Desmon para agarrar la cobija que había a los
pies de la cama y cubrir su desnudez. No sabía si estaba más
avergonzada por lo expuesto que había estado su cuerpo
durante aquellos momentos o sus sentimientos a lo largo de
aquellos días. Retrocedió varios pasos hasta que su espalda dio
con la fría pared de piedra. Por extraño que pareciese,
agradeció aquella frialdad que le atravesaba la piel. El frío
adormecía.
—¿Qué pretendías al llevar esto al cuello? —quiso saber en un
grave murmullo—. ¿Acaso sabes el significado que tiene?
Tara no pensaba defenderse. No tenía nada por lo que
disculparse. Había sido él el que había dejado el medallón
como presente. O tal vez no, y su enfado procedía de ahí. De
todos modos, ella no era la culpable de nada, por lo que dejó
que Desmon siguiese hablando. Desvió los ojos hacia la puerta
y dejó que su mente se evadiera.
—Si lo que querías era una joya, podría haberte ofrecido la
que quisieras. Pero esta… Esta no…
Desmon negó con la cabeza y, sin mediar palabra, salió de la
habitación. Sin ser consciente de que tal vez había recuperado
su adorado medallón, pero había perdido a su esposa.
CAPÍTULO 21
Desmon pasó la noche en la habitación que había sido de su
sobrina. Tras bajar al salón a por una botella de whisky,
regresó a la alcoba que había sido de Eryn y guardó el
colgante con mimo en el mismo lugar del que Tara lo había
sacado. Bebió hasta que perdió el conocimiento, que era lo que
pretendía. Olvidar aquella última parte de la noche. Olvidar
todos los recuerdos que la joya había desatado. Olvidar que
había sido un completo necio con su esposa… Tan solo eso.
Olvidar.
Tras la resaca de la noche anterior, muchos de los invitados se
levantaron más tarde de lo habitual. No obstante, en el salón
ya tenían preparada una sopa caliente para templar el cuerpo.
Desmon se detuvo frente a la estancia donde estaba su mujer.
Miró la hoja de madera y sintió la tentación de entrar. Quiso
llamar, pero no estaba seguro de qué decir. Seguía molesto
porque Tara hubiese hurgado entre sus cosas, pero también
lamentaba haber sido tan vehemente. Ahora, después de
disiparse la neblina del enfado de la noche anterior,
comprendía que la conversación con Bruce también había
tenido que ver con su estallido de ira. Algo imperdonable.
—Laird —lo interrumpió Muriel tras él. Había bajado a la
cocina a por un ungüento y había encontrado a Desmon
plantado delante de la puerta—. Mi señora se encuentra
indispuesta. Ruega la disculpéis con vuestros invitados.
Desmon asintió y retomó el camino al salón. Más tarde
hablaría con ella.
En cuanto el laird desapareció por las escaleras, Muriel se
apresuró a entrar en la alcoba. Sacó el ungüento que había
escondido entre sus faldas y se acercó hasta Tara, que estaba
sentada en un sillón frente al fuego, con una camisola de lino
abierta suspendida sobre los hombros y el cabello recogido en
lo alto de la cabeza.
Muriel vertió un poco de bálsamo en un paño y, con toques
suaves, empezó a curar las heridas que Tara tenía en el cuello.
La joven señora ni siquiera se inmutó. No había hablado desde
que Muriel entrase en la habitación para ayudarla a vestirse y
esta le había dicho que le dijese al laird que la excusase, pero
no iba a despedir a sus invitados.
—Mi señora —reclamó su atención con tiento—. Me ha dicho
la cocinera que con dos veces al día será suficiente y que la
herida sanará sin dejar cicatriz.
Tara ni siquiera reaccionó. Seguía perdida en sus
pensamientos. Ausente a toda conversación o estímulo. Algo
que preocupaba a su doncella.
De pronto, Tara se incorporó y miró hacia la puerta.
—¿El laird está en el salón?
—Sí… —dudó Muriel—. ¿Os encontráis mal? ¿Queréis que
vaya en su busca?
—No —respondió con demasiada rapidez—. Necesito que
bajes y, si se dirige hacia aquí, corras rápido a avisarme.
—Pero ¿qué ocurre?
—¿Confías en mí?
—Sabéis que sí.
—Necesito tu ayuda, Muriel. —Los ojos de Tara se
humedecieron. Tomó las manos de su doncella y las apretó con
fuerza. La barbilla le temblaba tanto que apenas era capaz de
seguir hablando—. Te lo ruego —insistió.
La joven asintió y salió de la estancia con rapidez. Tara no
perdió el tiempo, cruzó el corredor y entró en la habitación
donde estaba el maldito cofre del que se suponía que había
salido el medallón. Se arrodilló en el suelo helado y, con
cuidado de no desordenar demasiado el resto de los enseres,
escarbó hasta que lo encontró. El corazón se le detuvo en el
pecho antes de que volviese a latir furioso contra sus costillas.
No sabía cómo no lo había reconocido, pero ahora no le cabía
duda. Temblaba tanto que se le resbaló entre los dedos y lo
perdió de nuevo al fondo del arcón. Cuando rebuscó para
volver a cogerlo y lo tomó entre sus dedos de nuevo, vio una
misiva con su nombre. Ni siquiera lo pensó, la abrió y leyó las
palabras que había escritas en él.

Tara:
Lo he intentado. Os juro que he apelado a mi sentido del honor con desesperación
para poder llevar a cabo este enlace, pero no puedo. Detesto pensar que pasaré el
resto de mis días atado a una mujer que no despierta en mí nada más allá que
resentimiento e inquina. Sé que no es vuestra culpa. Sé que vos me aborrecéis tanto
como yo a vos. Tal vez vuestro padre os haya alentado a que alberguéis esperanzas
de encontrar el calor de una familia a mi lado. Sin embargo, creo que ambos somos
conscientes de que yo jamás podré ofreceros un hogar en el que os sintáis amada
porque no puedo amaros ni podré hacerlo nunca. Entregué mi corazón hace años y
jamás me fue devuelto. Prometí amarla hasta el resto de mis días y nada ni nadie
podrá hacer que deje de cumplir ese juramento.
Por ello, renuncio a…
Desmon Campb…

Una mancha amarillenta había emborronado la tinta hasta el


punto de hacerla ilegible, no obstante, Tara no necesitó leer las
palabras exactas para comprender que Desmon desistía de su
matrimonio. Las lágrimas calentaron sus mejillas, frías y
pálidas. Un sollozo escapó de sus labios y reverberó dentro de
aquellas paredes de piedra. Odió aquellas palabras y se odió a
sí misma por haber ido en busca del colgante, porque ahora no
podía obviar todo lo sucedido desde la noche anterior y ya
nada volvería a ser igual. Sabía que Desmon no deseaba ese
enlace, ella tampoco hasta que lo conoció y supo ver lo que
escondía aquella fachada de hombre duro y temible. Sí, desde
luego, Desmon era un hombre de honor. Y no porque al final
hubiese accedido a contraer matrimonio con ella, sino porque
una vez entregó sus sentimientos y lo hizo para siempre.
Se levantó con piernas temblorosas, cerró el baúl y dejó la
misiva abierta sobre la tapa. Cuando Desmon la descubriese,
sabría el motivo por el cuál Tara había actuado como iba a
hacer.
La sensación de irrealidad la rodeaba mientras avanzaba hacia
su estancia. Curiosamente, eran las puntas del colgante que se
le clavaban en la palma de la mano y los dedos las que
hicieron que su mente funcionase de nuevo. Accedió a su
alcoba y entre la nebulosa de las lágrimas se preparó para lo
que tenía que hacer, sin ser consciente de que todos sus
movimientos habían sido vigilados.
Durante toda la mañana, Desmon excusó a Tara delante de sus
invitados, que, con sorna, adujeron que la ausencia de la
señora de Carlisle se debía a una agotadora noche de pasión.
El laird ni lo afirmó ni lo negó. Deseaba con todas sus fuerzas
que el castillo volviese a la normalidad y tener la oportunidad
de hablar a solas con su mujer. Sabía que la había herido,
como también sabía que no tenía ni idea de cómo explicar su
arrebato al encontrarla con el colgante.
—Campbell —llamó su atención Balliol.
El rey se retiraba a su residencia en Berwick y lo conminaba a
acompañarlo hasta las puertas del castillo.
—Vienen tiempos difíciles —auguró el monarca.
—Para unos más que para otros —no pudo evitar replicar
Desmon.
El gesto de Balliol se endureció.
—Como familiar vuestro que soy, pero también como rey de
Escocia, os aconsejo que cuidéis vuestras espaldas.
—¿Es una amenaza, mi señor?
—Es un consejo que os doy. A veces, depositamos la
confianza en la persona incorrecta y el precio que pagamos es
demasiado caro.
Desmon no contestó. Prefirió el silencio a otra réplica mordaz
que pugnaba por salir de sus labios.
Tras despedir a Balliol, llegó el turno de Bruce. Las últimas
esperanzas que tenía Desmon de que el señor de Annandale le
ofreciese su apoyo se diluyeron con la desilusión de su
aséptica despedida. Apenas unas palmadas de agradecimiento
en la espalda y sus mejores deseos para su esposa bastaron
para que Desmon comprendiera que estaba solo ante el posible
asedio de los ingleses. Esperó en el puente a que
desaparecieran los últimos invitados y regresó al interior de su
hogar. Las mujeres se afanaban en preparar la comida y, entre
el bullicio, encontró a Brenn en el salón, junto a la chimenea y
con la mirada perdida en el fuego. Supo que ambos agradecían
la tranquilidad que se respiraba después de un día tan intenso.
Sin embargo, Desmon estaba lejos de sentir paz en su interior
y el rostro de su amigo tampoco reflejaba sosiego; más bien,
parecía perdido entre la tormenta de sus pensamientos.
—¿Qué es lo que te tiene tan pensativo? —lo interrumpió
Desmon.
—Hace tiempo que tenía planeado marcharme después de la
coronación de Balliol. Me quedé por si me necesitabas.
—Lo sé —admitió. Le gustaría decirle que se quedase, que
ahora estaba más perdido que cuando estaba a punto de
casarse con Tara y tenía el apoyo de Bruce. Ahora sentía que
había perdido ambas cosas: a su esposa y al hombre que podría
ayudar a su clan.
—Tengo la sensación de que aquí, en estas tierras, jamás habrá
concordia. Nunca encontraré el momento de irme.
—Eres libre de zarpar cuando quieras. Has sacrificado tu
libertad por ayudarme y es algo que no olvidaré nunca.
Brenn suspiró.
—Entonces, ¿por qué no soy capaz de marcharme?
—Quizás porque hay algo que te ata a Escocia, además de
nuestra amistad —aventuró Desmon.
—No quiero tomar la decisión de quedarme y arrepentirme,
pero tampoco quiero irme y lamentarlo después. —Brenn
chistó y cambió el semblante. Ya bastaba de conversaciones
sentimentales—. ¿Cómo ha ido la despedida de tus invitados?
—Por fortuna, ya están todos camino de sus hogares —afirmó,
meditabundo—. Te confesaré que nada ha salido como yo
esperaba —reconoció—. Balliol me advirtió de posibles
traiciones, Bruce me denegó su ayuda y Alasdair McDougall
se ha mantenido convenientemente alejado de mí.
—No tengo explicación para lo de Bruce y Balliol, estoy tan
desconcertado como tú. Sin embargo, lo más seguro es que
Alasdair se haya marchado con el rabo entre las piernas
después de que tu esposa lo pusiese en su sitio en varias
ocasiones.
Aquellas palabras todavía profundizaron más en la herida que
tenía ahora Desmon en el pecho. Estaba seguro de que ella lo
amaba. ¿Y qué había hecho él con sus hermosos sentimientos?
Los había pisoteado. Tenía que arreglar aquella situación antes
de que fuese demasiado tarde y lo sucedido la noche anterior
se extendiera como el veneno entre los dos y matase sus
sentimientos.
Hubiese querido subir en busca de Tara, pero todavía no sabía
cómo afrontar encontrarse con su mirada dolida. Ni tampoco
sabía cómo hacer para que todo volviese a ser como antes. Así
que se sentó a la mesa y empezó a comer con desgana. Entre la
vorágine de sus pensamientos, escuchaba retazos de las
conversaciones de los hombres y mujeres de su clan. Estaban
todos satisfechos con la visita de tan ilustres invitados y
alababan la labor de organización de su señora, ya que, según
decían, todo había sido un éxito gracias a ella. Al parecer, por
fin Tara se había ganado la confianza y el sitio que merecía en
el clan.
Tras dar cuenta de la comida y atender a algunos de los
aldeanos que esperaban con impaciencia hablar con él, ya no
pudo resistir más la necesidad de ver a su mujer y disculparse
con ella. Cruzó el salón y subió cada peldaño con la angustia
asentada en su estómago. No sabía cómo arreglar el maldito
desaguisado, pero debía hacerlo. Tal vez incluso explicarle a
Tara el porqué de su reacción y suplicar su comprensión.
Llegó a la puerta de su alcoba, respiró hondo y llamó antes de
entrar. Era la primera vez que lo hacía. No quería imponerle su
presencia, prefería rogar y apelar a la sensibilidad de su mujer
para que le permitiese entrar. Esperó paciente, pero la puerta
no se abrió. Volvió a llamar, esta vez con más fuerza, y esperó
unos instantes antes de empujar el picaporte y comprobar que
la puerta estaba cerrada con llave. Frunció el ceño y repitió los
golpes en la madera con impaciencia.
—¿Tara? Abre… —murmuró con voz grave—. Tenemos que
hablar.
Por toda respuesta, del otro lado solo recibió silencio. Volvió a
intentarlo con idéntico resultado mientras una sensación
desagradable se extendía por su cuerpo. Decidió que no podía
esperar más, así que bajó los escalones de dos en dos y cruzó
rápido hacia el salón en busca de Muriel. Sin embargo, nadie
había visto a la doncella desde que esta había bajado a primera
hora de la mañana a la cocina.
Brenn vio a Desmon cruzar el salón, bajar a las cocinas y subir
a las estancias del servicio, hasta que regresó y se encaminó de
nuevo hacia su alcoba. El irlandés ya no pudo resistirlo más y
siguió sus pasos escaleras arriba.
—¿Qué sucede? —quiso saber.
—La puerta de la alcoba de Tara está cerrada y nadie ha visto
a Muriel desde este mañana.
Ambos llegaron a la estancia y Desmon volvió a llamar, esta
vez con mucha más insistencia.
—¿Qué temes que haya pasado? —insistió Brenn. Ahora, la
preocupación de su amigo la había hecho suya propia.
—Tengo un mal presentimiento. —Arremetió contra la puerta
hasta que la hizo temblar de los goznes.
En el siguiente envite Brenn lo acompañó hasta que la hoja de
madera cedió y les permitió el paso. Ambos revisaron cada
detalle de la estancia hasta que sus miradas coincidieron y
reflejaron la misma conclusión: las mujeres se habían ido.
Como una exhalación, Desmon salió y desde el corredor gritó
a su amigo para que se pusiese en marcha.
—¡Brenn! —voceó a su espalda—. Ensilla los caballos. Nos
vemos abajo. —No obstante, el irlandés ya descendía los
escalones con rapidez.
Desmon corrió a la alcoba en la que había pasado la noche
para ponerse el plaid que había dejado sobre la cama y salir en
busca de su esposa. Al entrar en la habitación, el corazón se le
detuvo en el pecho, se le cerró la garganta y le temblaron las
manos cuando cogió la misiva que había sobre el arcón. La
releyó con avidez y descubrió que aquellas palabras se le
antojaron lejanas, vacías de significado. Las había escrito el
mismo día de su enlace y muchas cosas habían cambiado en
esos meses, entre ellas, la certeza de que Tara no era la mujer
que él necesitaba a su lado. Y ella la había descubierto.
Después del desafortunado encuentro de la noche anterior,
Tara había encontrado la evidencia de que no significaba nada
para él.
Perdido en aquel torbellino de pensamientos, tardó en
comprender que si aquella misiva estaba sobre el baúl era
porque ella había escarbado en él. Levantó la tapa con tanta
brusquedad que las bisagras se salieron de sus goznes. Con
desesperación, fue haciendo a un lado todos los objetos que
sus manos encontraban hasta que llegó al fondo del cofre,
donde él lo había guardado, y comprobó lo que ya temía: Tara
se había llevado el colgante.
Brenn tenía los caballos ensillados y listos para partir en
cuanto Desmon apareciese. Doire, a su lado, se mostraba igual
de preocupado. En un primer momento, el irlandés creyó que
Doire las habría ayudado a marcharse a hurtadillas, pero, tras
ver la preocupación por la desaparición de las mujeres,
entendió que no había tenido nada que ver.
Desmon apareció con el rostro descompuesto. Cargaba un
morral al hombro con algunas viandas y un hatillo con pieles.
—Laird, puedo acompañaros —insistió Doire en cuanto lo vio.
—Necesito que te quedes aquí y que protejas Carlisle hasta
que yo regrese.
Doire contempló perseverar, pero sabía que Desmon tenía
razón y debía quedarse.
—Cuidaré de los nuestros —afirmó, circunspecto.
Desmon le palmeó el hombro y azuzó al caballo, que al
instante golpeaba con sus cascos contra la piedra del puente
del castillo. Tras él, Brenn lo seguía el trote.
—Avanzamos como si nos persiguiese el mismísimo demonio,
pero ¿sabemos hacia dónde vamos?
Sí. A Desmon no le cabía duda. Si Tara había tomado el
colgante, solo había un lugar al que había ido.
—Eilean Donan —afirmó.
No avanzaban tan rápido como a Tara le gustaría. Tenían por
delante casi dos días de viaje, que tenía la esperanza de
reducir, pero ni ella ni sus compañeros de travesía estaban
acostumbrados a galopar sin descanso, por lo que, tras varias
horas de camino, se vieron en la obligación de hacer una
parada. Muriel ayudó a Tara a preparar un poco de pan con
carne seca, que Broc había sacado de la cocina, mientras el
joven atendía a los caballos.
—No podemos demorar mucho nuestra partida.
—A estas alturas, el laird ya habrá descubierto que nos hemos
marchado y habrá salido en nuestra búsqueda. ¿De verdad
creéis que llegaremos a Eilean Donan antes de que nos
alcance?
—No iremos a Eilean Donan —admitió Tara mientras
guardaba el resto de la comida en la alforja—. Será al primer
sitio al que Desmon irá cuando descubra que me he llevado el
colgante.
—¿Y cuál es nuestro destino? —Muriel la miraba con intriga
—. No me diréis que pensáis regresar a casa de vuestro
padre…
—No he salido de la cueva del oso para meterme en la boca
del lobo. Nos hospedaremos en Dornie y desde allí enviaré una
nota a Eryn para que se reúna conmigo.
—Es posible que vuestro esposo ya esté allí cuando llegue
vuestro aviso para su sobrina. Sospechará. La seguirá y nos
encontrará.
Tara se exasperó. Lo último que necesitaba era que le
recordasen todos los inconvenientes de su precipitada huida.
—Muriel, Eryn sabrá qué hacer.
—La señora McKenzie adora a vuestro esposo. ¿Estáis segura
de que guardará el secreto?
Tara miró hacia el horizonte, donde el viento frío azotaba los
árboles y los hacía mecerse casi con violencia, y decidió que
confiaría en que sí. En que Eryn iría en su búsqueda con
discreción porque ya se encargaría ella de que le interesase la
información que tenía que ofrecerle.
—Eryn vendrá sola —aseguró.
Dieron cuenta de la comida y Tara los apremió para que se
pusiesen en marcha lo más rápido posible.
Había elegido la ruta más larga porque sabía que, si elegía la
más corta, Desmon les daría alcance. Llegaron a Falkirk
cuando la noche estaba ya avanzada, por lo que en la posada
apenas quedaban dos viajeros que bebían cerveza con avidez.
Tara, cubierta con la capa verde que llevaba, mantuvo su
rostro oculto mientras Broc y Muriel trataban con el posadero.
El joven dejó sobre la barra de madera dos monedas y el
ventero, a su vez, le entregó una llave.
—Mi señora, acompañadme —la urgió el joven.
Subieron a la planta de arriba y Broc abrió una de las puertas.
—Vos y Muriel podréis descansar aquí. Le he pedido al
posadero que os prepare algo caliente para comer; en cuanto lo
tenga, os lo subiré.
—¿Y tú dónde dormirás?
—No tenemos suficientes monedas para dos alcobas. Me
quedaré aquí fuera para vigilar.
Tara se enterneció por el gesto del joven, le sonrió y le acarició
la mejilla.
—Gracias por todo lo que estás haciendo por nosotras.
Broc apoyó la mejilla en la palma de la mano de Tara y giró el
rostro para obsequiarla con un beso. Demasiado tarde
comprendió que quizás se había extralimitado. Su señora
apartó la mano con rapidez, entró en la estancia y cerró la
puerta.
—Broc está enamorado de vos. —Muriel extendía las pieles
sobre la cama al tiempo que negaba con la cabeza.
Tara iba a contradecirla, pero el gesto del joven no había sido
precisamente de agradecimiento. Aun así, no pudo negarse a
defenderlo.
—Tal vez se sienta fascinado, pero nada más.
—No os quita ojo de encima, os sigue a todas partes, se
desvive por satisfacer todas vuestras necesidades… Creedme,
no es solo un encaprichamiento.
Tara lo meditó durante unos segundos y tuvo que reconocer
que tal vez Muriel tenía razón. Pero ella sabía lo que era amar
y no ser correspondida, por lo que se prometió que no
desengañaría al joven con la frialdad con la que lo había hecho
su esposo con ella.
Desmon llegó a Glasgow entrada la madrugada. Tanto Brenn
como él visitaron todas las posadas sin obtener el resultado
deseado. Cuando se reunieron para desayunar, ambos estaban
igual de frustrados.
—Espero que no se les haya ocurrido acampar en el bosque —
masculló.
—No sé qué es peor, que estén solas en mitad del bosque o
que hayan buscado refugio en alguna posada…
—Ni siquiera soporto pensarlo —admitió Desmon.
—Sigo dándole vueltas a cómo pudieron salir sin que nadie lo
advirtiese.
—Había demasiado trasiego como para percatarnos de su
marcha. ¿Quién hubiese pensado que mi esposa desaparecería
a escondidas de su hogar? —se lamentó.
—Alguien las tuvo que ayudar —insistió Brenn—. Y, si no fue
Doire, solo hay una persona capaz de hacer cualquier cosa por
vuestra esposa.
—No hace falta que elucubres más. Fue Broc —aseveró
Desmon—. Cuando bajé a las cocinas a buscar a Muriel,
Agnes se quejaba de que no encontraba a su hijo por ningún
lado. Ese joven haría hasta lo imposible por Tara. Al menos, sé
que velará por su seguridad.
—Más le vale.
Apenas habían terminado de desayunar cuando se pusieron en
marcha de nuevo. Si no la encontraba de camino a Eilean
Donan, al menos esperaba estar aguardándola cuando llegase a
casa de su sobrina. Primaba recuperar a Tara, pero también
debía impedir que su esposa se encontrase con Eryn antes que
él. Fuera como fuese, no pudo evitar tener la sensación de que
su pasado estaba a punto de regresar para pisotear el presente y
aplastar el futuro.
CAPÍTULO 22
Desmon cruzó al galope el puente de Eilean Donan al tiempo
que el portón del patio se abría para él y para Brenn. Niall
avanzó a su encuentro con evidente signo de preocupación.
—¿Está aquí? —preguntó Desmon sin ambages. Desmontó y
apresuró sus pasos hacia el salón.
Niall lo siguió confuso.
—Eryn descansa en nuestros aposentos. Si deseáis hablar con
ella, iré en su busca, pero antes debéis decirme qué os trae por
aquí en un estado tan perturbado.
—No pregunto por Eryn. Es a mi esposa a quien busco.
—¿Tara? —se extrañó Niall—. ¿Por qué creéis que está aquí?
—¿Dónde podría estar si no?
—A esa pregunta solo podéis responder vos —masculló Niall.
Entraron en el salón y el calor de la chimenea les golpeó con
dureza. Desmon observó la estancia en busca de algún indicio
de que Niall no le estuviese contando la verdad, pero lo cierto
era que las mujeres del clan lo miraban con sorpresa y, por la
reacción de los hombres, intuyó que no había ni rastro de su
esposa. Al menos, de momento. Cuando se giró para hablar
con Niall, este lo contemplaba con los brazos cruzados y las
cejas levantadas.
—Si no temiese que acabaseis con mi vida, ahora me mofaría
de vos y de esta situación. No hace mucho, acudí a vuestro
hogar en busca de mi esposa y recibí una paliza.
—Si lo deseáis, puedo propinaros otra.
—Así que vuestra esposa se ha marchado de Carlisle.
—Es evidente —siseó Desmon.
—Ha huido de vuestro lado —insistió Niall, y Desmon gruñó
—. ¿Qué le habéis hecho?
—No es de vuestra incumbencia. Solo necesito aguardar aquí
hasta que llegue.
—¿Por qué sospecháis que es aquí a donde se dirige? De todos
es sabido que la relación de nuestras esposas no es demasiado
cordial, o al menos no lo era antes del nombramiento de
Balliol.
—Tara vendrá. Lo sé.
Al pie de las escaleras, Eryn fue testigo de la conversación
entre su marido y su tío. Su doncella había subido a avisarla de
la comparecencia del laird de Carlisle y, presurosa, había
corrido a reunirse con él, ya que sospechaba que una visita tan
de improviso no podía significar nada bueno. Solo cuando la
joven avanzó y su cabellera pelirroja refulgió por las llamas de
la chimenea, los hombres se percataron de su presencia.
Eryn abrazó con afecto a su tío y este le correspondió del
mismo modo. No obstante, la joven se apresuró a pedir
explicaciones.
—Algo habrás hecho o dicho para que Tara se vaya sin avisar.
—Eso es algo que solucionaré con ella cuando la encuentre.
Por lo pronto, necesito que, si se pone en contacto contigo, me
avises.
—Sigo pensando que este sería uno de los últimos lugares a
los que acudiría —refunfuñó Niall de brazos cruzados.
—Te equivocas —lo corrigió su esposa—. Es el único al que
puede acudir. No irá en busca de su padre ni de sus hermanos;
a parte de mi tío Desmon, solo nos tiene a nosotros.
—Pues, por el bien de todos, espero que así sea y decida venir
a nuestro hogar.
Desmon también lo esperaba, porque si no, no sabría dónde ir
a buscarla. Sin embargo, tenía la certeza de que, si hiciese
falta, recorrería tierra y mar para encontrarla.
La noche llegó fría y solitaria en el salón de Eilean Donan.
Desmon se había negado a retirarse a una estancia y aguardaba
sentado junto al fuego a que el vigía les avisase de la llegada
de su esposa. Un millón de pensamientos aciagos lo
torturaban, imposibilitando que pudiese cerrar los ojos y
descansar. Temía que la hubiesen asaltado, secuestrado,
forzado e incluso asesinado. Ansioso, se pasó las manos por el
cabello y soltó una maldición.
—Sé por lo que estáis pasando —lo sorprendió Niall. El laird
de los McKenzie dejó sobre la mesa una botella de whisky y
dos vasos, sirvió la bebida y tomó asiento frente al familiar de
su esposa.
—Si venís a hacer leña del árbol caído, podéis largaros por el
mismo sitio por el que habéis venido.
Niall chistó y bebió un sorbo de su vaso.
—No negaré que me produce cierta satisfacción veros en este
estado. Cuando Eryn se marchó, creía que me volvería loco.
La única persona que podía darme la información que
necesitaba erais vos, y os negasteis.
—Tenía que hacerlo.
—Eso es cuestionable. De todas formas, ya es pasado. Ahora
lo que importa es que vuestra esposa aparezca sana y salva. He
enviado a varios de mis hombres a peinar las sendas cercanas e
indagar con los aldeanos.
—Os lo agradezco —murmuró—. Brenn también ha salido a
vigilar los caminos.
Niall asintió. Lo había visto partir a media tarde y todavía no
tenía noticias de que hubiese regresado.
—¿Qué haréis cuando la encontréis?
Aquella cuestión se la había planteado Desmon sin descanso.
Tendría que lidiar al mismo tiempo con su enfado y la
preocupación que sentía, a la vez que con la necesidad de
rodearla con sus brazos al saberla a salvo. Luego tendrían
mucho de qué hablar.
—Aclararemos muchas cosas.
—Si me aceptáis un consejo, sed sincero. No le pidáis perdón
si no sentís de verdad lo que le habéis hecho. Es peor.
—¿Por qué suponéis que le he hecho algo? —exclamó,
ofendido.
Niall soltó una sonora carcajada y volvió a verter la bebida
espirituosa en sendos recipientes.
—Y algo grave. Si me permitís.
Desmon gruñó, pero Niall estaba disfrutando demasiado como
para dejar la conversación en este punto.
—Si tuviese que apostar, diría que tiene que ver con una
mujer.
—No pienso satisfacer vuestra curiosidad para convertirme en
un bufón del que mofarse.
—Así que tengo razón. —Sonrió—. Si no, lo hubieseis
desmentido.
—Cerrad la boca —exigió.
—¿La amáis?
—No pienso confesaros mis sentimientos a vos antes que a mi
esposa.
—Si la primera mujer en la que habéis pensado es vuestra
esposa, eso significa que sí. Solo os puedo decir que luchéis
por ella.
Ambos se sumieron en sus pensamientos, con el sonido del
crepitar de la leña hasta que Desmon lo rompió.
—¿Por qué no estáis en la cama con Eryn?
—Porque me ha enviado aquí con vos para no dejaros solo y,
de paso, ver si podía averiguar algo de lo que os había
ocurrido —respondió de mala gana.
Desmon sonrió por primera vez desde hacía días.
—¿Cómo se encuentra mi sobrina? La he visto pálida y
ojerosa. ¿No mejora de su indisposición?
—La curandera dijo que sería cuestión de tiempo.
A Desmon no pareció satisfacerle aquella respuesta, ya que
entrecerró los ojos y le mantuvo la mirada.
—Si no se recupera pronto, buscaremos otra santera.
—Por supuesto.
La calma tensa que los acompañaba se impuso entre ellos de
nuevo. Niall bostezó y Desmon decidió acabar con su agonía.
—Os libero de vuestro deber. Regresad y descansad, vos que
podéis.
—Si aparece Tara u os llegan noticias, no dudéis en hacérnoslo
saber. Por la mañana saldremos de nuevo a peinar los caminos.
Desmon asintió y vio a Niall subir las escaleras hacia su
alcoba, al calor de la cama con su esposa, y se sintió todavía
más desdichado al no poder disfrutar con su mujer del placer
de tenerla entre sus brazos y velar su sueño.
Tara agarró con fuerza el zurrón en el que estaba guardado el
colgante junto con la misiva de su padre y azuzó al caballo
para que galopase con más presteza. El cielo amenazaba lluvia
y el viento gélido laceraba sus mejillas como agujas. Si
seguían galopando así, llegarían a Dornie antes de que
anocheciese. Todavía no podía creer que Desmon no los
hubiese interceptado. Estaba segura de que había tomado el
camino de Glasgow, por lo que lo más probable era que ya
estuviese en Eilean Donan. Ahora solo debía asegurarse de
llegar sanas y salvas y aguardar encontrarse con Eryn
McKenzie.
Broc regresó a galope de la avanzadilla que había hecho para
inspeccionar el camino.
—Mi señora. —Se detuvo frente a ella y las obligó a hacer lo
mismo—. Hay varios hombres del clan McKenzie apostados
en los caminos preguntando a todos los transeúntes por dos
mujeres.
Tara cerró los ojos con fuerza. Desmon había llegado al
castillo y alertado de su marcha. Niall McKenzie había unido
sus fuerzas con el familiar de su esposa, algo que ella ya había
previsto, pero hubiese deseado que se demorase un poco en el
tiempo para que ella pudiese llegar a su destino.
—¿Qué vamos a hacer? —se preocupó Muriel.
—Tenemos que llegar a Dornie como sea. No es seguro que
estemos alejadas de los caminos —meditó Tara en voz alta.
—Tal vez podamos despistarlos —sugirió el joven—. Podría
decirles que sí, que he visto a dos mujeres que viajaban solas
que tomaban otro camino y alejarlos del nuestro.
—Ahora mismo me parece que es nuestra mejor opción —
intervino Muriel a favor del joven.
Lo cierto es que no tenían muchas más alternativas, así que
Tara cedió.
—Les haremos creer que vamos hacia Corran.
—¿Hacia vuestro hogar? Vuestro esposo no creerá que vais
allí por voluntad propia.
—Si me conoce lo suficiente, no —convino—. Pero los
hombres que nos buscan eso no lo saben, por lo que, cuando la
noticia llegue a Desmon, nos habrá dado el tiempo necesario
para pasar y llegar hasta la posada.
—Me reuniré con vos allí, mi señora —aceptó Broc—.
Manteneos ocultas hasta que pueda despistar a los hombres de
McKenzie.
Ya era noche cerrada cuando ambas mujeres llegaron al
alojamiento sin inconvenientes. El joven mozo las esperaba,
impaciente, después de haberse encargado de reservar una
alcoba para ellas y de que les guardasen un plato de guiso
caliente. Tara tuvo ganas de llorar de agradecimiento cuando
Broc les puso la comida delante. Estaba agotada, física y
mentalmente. Solo deseaba reunirse con Eryn de una vez y
tomar una decisión con respecto a su vida. Aquella sensación
de que no pertenecía a ningún lugar siempre la había
perseguido. Después de desposarse con Desmon y de rendirse
a sus sentimientos por él, llegó a pensar que tal vez había
encontrado su lugar. Un hogar en el que formar su propia
familia y sentirse segura, querida y a salvo. Ahora sabía que
había fantaseado con un imposible y que había llegado la hora
de despertar.
A la mañana siguiente, Muriel fue la encargada de salir a
recorrer la aldea en busca de alguien que hiciese llegar el
mensaje a Eryn McKenzie. Cubierta con capucha para ocultar
el cabello claro de la joven y una capa, se acercó a los
tenderetes del mercado. Estaba segura de que allí encontraría a
algunas de las mujeres que trabajaban en Eilean Donan y
podría hacerle llegar el recado a su señora. Anduvo entre las
tiendas, compró algunas viandas y se interesó por algunas telas
antes de que una mujer se acercase a ella y le hablase desde
atrás.
—Tienen un color bonito —apreció la voz detrás de Muriel.
La joven se giró y enfrentó la mirada de aquella doncella, a la
que reconoció de inmediato. Con un rápido vistazo, comprobó
que la mujer estaba sola.
—Lo cierto es que sí —aceptó al fin.
—¿Es para ti o para tu señora? —interrogó Espeth.
—Para mi señora —confirmó Muriel.
La tendera se acercó hasta ellas y Espeth cogió una esquina de
la tela que tenía delante.
—Según el color de su cabello, su tez o sus ojos, puede ser una
buena elección. Mi señora, por ejemplo, con su melena rojiza,
suele apostar por tonos más cálidos que a su vez aviven el
verde de sus iris.
Muriel sonrió.
—Mi señora, por el contrario, suele llevar colores más fríos,
como el azul de sus ojos.
La vendedora las dejó a solas cuando comprobó que valoraban
qué color llevarse.
—Entiendo. Veo que, pese a las diferencias físicas entre ellas,
tienen intereses en común.
—Tal vez deban verse —tentó Muriel.
—No podría estar más de acuerdo.
Ambas se alejaron del gentío hacia una calle menos transitada.
—Llevo dos días viniendo al mercado para ver si os
encontraba.
Muriel dudó; era posible que aquello se tratara de una
encerrona y que su aventura terminase. Aunque, en el fondo,
ahora ya nada se podía hacer.
—Si os intranquiliza que el laird Campbell sepa de los planes
de mi señora, no tenéis que preocuparos. Eryn quiere hablar
con lady Campbell en privado.
—Mi señora esperaba que lady McKenzie pudiese reunirse
con ella en la posada en la que nos alojamos. Me dio esta
misiva para que se la hiciese llegar. —Sacó de entre los
pliegues de su capa el papel amarillento y se lo entregó.
—Lo haré con precaución, perded cuidado.
—¿Cómo sabíais que estaríamos aquí? —quiso saber Muriel
antes de que Espeth se marchase.
—Mi señora estaba convencida de que habríais elegido
Dornie. Lady Campbell no habría ido hacia Corran para evitar
a su familia. No obstante, si me lo permitís, yo os aconsejaría
que abandonéis la posada lo más pronto posible. Será al primer
sitio al que acudirá vuestro laird en busca de su esposa.
Aquello era algo en lo que Muriel ya había reparado.
—No sabemos dónde alojarnos —reconoció.
—Lo había supuesto. Seguidme.
Muriel no lo dudó y siguió los pasos de Espeth hasta llegar a
una casa a las afueras del pueblo. La mujer llamó y saludó con
cordialidad a la anciana que había al otro lado de la puerta.
—¿Se encuentra peor nuestra señora? —se interesó de
inmediato la curandera al ver a la doncella de lady McKenzie.
—Todavía tiene malestar, pero no es eso lo que me trae a tu
puerta. Esta mujer y su señora necesitan cobijo. No pueden
quedarse en la posada y lady McKenzie os pide que las
resguardéis en vuestro hogar por unos días. —Espeth sacó un
pequeño saco de monedas y se lo entregó en pago a su favor.
La anciana examinó con minuciosidad a la joven antes de
aceptar la retribución. Al final asintió y se guardó el dinero.
—Podéis venir cuando lo deseéis —dijo a la joven.
—Os lo agradecemos.
A la puerta de la casa de la curandera, Espeth se despidió de
Muriel.
—Lady Eryn vendrá en cuanto le sea posible y no despierte
sospechas.
—Así se lo haré llegar a mi señora.
—Mientras, marchaos de la posada lo más pronto posible y
evitad las calles más transitadas.
Desmon se detuvo delante de una de las tiendas del mercado
para preguntar por la posada. Mientras esperaba a que el
tendero lo atendiese y desde su imponente altura, buscó algún
rostro conocido. Llevaba dos días en Eilean Donan y ni rastro
de su esposa. Tara debería haber llegado ya, porque la otra
opción, la de que algo le hubiese impedido aparecer, lo
enfermaba.
—No crees que sea cierto que decidiese ir hacia Corran —
aventuró Brenn.
Desmon negó con la cabeza sin dejar de mirar a todas partes.
—Tara tiene demasiado miedo de su familia como para
percibir que ocultarse allí sea seguro. Apostaría todo lo que
tengo a que fue el joven Broc el que dio pistas falsas para
despejar el camino.
—¿Por eso estamos aquí?
—Dornie es lo más cerca que se puede estar de Eilean Donan.
Si está aquí, solo es cuestión de tiempo que la encuentre.
De pronto, algo llamó su atención. Una mujer cubierta con una
capa que ocultaba su rostro cruzaba la calle con celeridad.
Hubo algo en sus pasos apresurados y el recelo con el que
parecía mirar a todos lados que llamó su atención. No perdió
más el tiempo y, sin mediar palabra, fue tras ella.
—¿Qué pasa? ¿Qué has visto? —Siguió Brenn sus zancadas
hasta que reparó en la misma doncella que había avistado el
laird y su corazón se aceleró.
La perdieron de vista después de que esta acelerase hacia una
esquina y desapareciese. Sin pensarlo dos veces, ambos
corrieron tras ella. No obstante, fue como si la tierra se la
hubiese tragado.
—Ve tú por ahí y yo iré por este lado —ordenó, presuroso.
Se separaron y registraron cada calle hasta que se encontraron
de nuevo en la plaza, sin resultado.
—Tenemos que localizar la dichosa posada —jadeó Brenn.
Desmon detuvo a uno de los campesinos que pasaban por su
lado y le urgió a que le dijese dónde estaba la venta. El
posadero se sobresaltó cuando los dos hombres entraron y lo
abordaron sin contemplaciones.
—Buscamos a dos mujeres que viajan con un joven. Una de
cabellos claros y otra oscuros como la noche.
—¿Se hospedan aquí? —insistió Brenn.
—Ya no —contestó con rapidez—. Se han marchado hace
poco de manera precipitada.
El corazón de Desmon se aceleró.
—¿Escuchaste a dónde se dirigían?
—Creo que dijeron que pensaban cruzar al otro lado del lago
Duich.
Si se daban prisa, tal vez todavía las encontraran.
Abandonaron la posada y corrieron hacia el embarcadero que
había en el lado opuesto del pueblo.
Tara llegó fatigada a casa de la curandera. Había corrido como
si no hubiese un mañana cuando Muriel le había dicho que
Desmon y Brenn estaban en el pueblo y que creía que la
habían visto. Estaba segura de que aquel juego del gato y el
ratón acabaría pronto; Desmon no cesaría hasta encontrarla
para evitar que hablase con Eryn y ella necesitaba hacerlo para
poder cerrar aquella etapa de su vida y desaparecer.
—Aquí no os encontrará —afirmó la anciana, que la
observaba temblar como una hoja. Le ofreció una tisana
caliente y la condujo hacia la silla que había junto al fuego—.
Y, si no queréis que os siga haciendo daño, tengo algunos
remedios que harán que vuestro problema desaparezca
definitivamente.
Tara abrió los ojos, asustada, y negó con la cabeza.
—No le deseo ningún mal —afirmó.
—Es evidente que vos lo amáis, pero ¿os corresponde?
—El honor es lo único que no le permite dejarme marchar —
reconoció con amargura.
—Los hombres y su orgullo —masculló la anciana—. Si solo
deseáis vengaros, también tengo brebajes para arrebatarle la
hombría.
—¿Alguno para borrar sentimientos?
—Puedo enajenaros la memoria —ofreció—. No recordaríais
ni su nombre. Bueno, ni el vuestro.
—Dejaremos que sea el tiempo el que actúe —zanjó Tara la
conversación.
—Será lo mejor —convino la anciana.
Muriel terminó de acomodar en la alcoba que compartirían las
pocas pertenencias que llevaban y aguardó a que Broc llegase
con los caballos. El joven había corrido al bosque a
esconderlos cuando ellas salieron de la posada. Tan solo tenía
que preguntar por la casa de la curandera y las encontraría.
Espeth entró en la habitación de su señora, que la aguardaba
caminando de un lado a otro de la estancia. Se había demorado
más que otros días en la aldea y eso le dio esperanzas de que
por fin hubiese localizado a Tara.
—Las he encontrado, mi señora —confirmó Espeth.
Eryn suspiró aliviada y corrió a coger las manos de su
doncella.
—¿Se encuentran bien?
—Solo he visto a Muriel, pero me ha dado una misiva de parte
de lady Campbell para vos. —Sacó el sobre amarillento y se lo
tendió. Mientras Eryn lo abría, Espeth la informó de que
habían obedecido su sugerencia y las mujeres la aguardarían
en casa de la curandera.
—Gracias, Espeth. Temí lo peor cuando mi tío salió poco
después que tú hacia Dornie.
—No me lo he encontrado, mi señora, pero, si no abandonan
pronto la posada, solo es cuestión de tiempo que las localice.
—Esperemos que pueda reunirme con Tara antes de que eso
suceda. En cuanto sea posible, saldremos a su encuentro.
La doncella asintió y salió de la estancia para dejar a Eryn
sola. Sin más demora, leyó las palabras de Tara.

Debo hablaros de algo de suma importancia. Necesito vuestra ayuda, pero sobre
todo vuestra discreción. Por favor, reuníos conmigo lo más pronto posible.
T.

Desmon llegó a Eilean Donan ya entrada la tarde. Había


cruzado el lago Duich e indagado en los pueblos más cercanos.
Pero, conforme más se alejaba de Dornie, más seguro estaba
de que Tara seguía allí.
Encontró a Eryn sentada en el salón, junto al fuego, bordando
unas telas, y no lo dudó: se acercó hasta ella, la besó en la
frente y tomó asiento a su lado para calentarse.
—Pareces agotado. ¿Has podido comer algo?
Desmon asintió, cansado, y ella retomó la costura.
—Eryn —llamó su atención—. Cuando Tara se ponga en
contacto contigo, me lo dirás, ¿verdad?
—¿Qué piensas que quiere decirme?
Desmon se removió inquieto en la silla. No estaba preparado
para tener esa conversación con ella aún.
—No lo sé, pero es mejor que lo haga yo primero.
—Si solicita mi presencia, podría ir y hablar con Tara. Quizás
así la convenza de que debéis aclarar lo que sea que haya
sucedido entre vosotros.
Los ojos de Eryn brillaron con esperanza y al mismo tiempo
tristeza. Odiaba mentir a su tío porque era más que evidente
que estaba desesperado por recuperar a su esposa. Ante la
preocupación de Eryn, Desmon intentó relajar el ambiente.
—Eres como tu madre. Si tu estado de salud te lo permitiese,
saldrías a buscar a Tara tú misma.
Eryn sonrió. No era la primera vez que sus familiares la
comparaban con su madre. Su padre, que en paz descanse, se
había encargado de recordárselo cada día. Mientras Aylin era
todo paz y sosiego, ella era un vendaval que arrasaba con todo.
—Mamá hubiese hecho las cosas mejor de lo que yo las hice
—meditó en voz alta.
—Todos cometemos errores, Eryn. Tu madre era una mujer
perfecta porque hasta sus defectos los convertía en virtudes.
Como tú. —Besó la frente de su sobrina y se levantó—. Iré a
asearme y a descansar lo que pueda antes de organizar la
búsqueda de nuevo.
—¿Crees que está cerca?
—No me cabe duda.
—¿Qué harás cuando la encuentres? Si Tara huyó de ti, tiene
que estar aterrada. Prométeme que serás comprensivo con ella.
—Te prometí que jamás le haría daño y un Campbell siempre
cumple sus promesas.
Desmon se retiró y Eryn perdió la mirada en el fuego. Tenía
que reunirse pronto con Tara para que aquella situación llegase
a su fin.
CAPÍTULO 23
Eryn salió de Eilean Donan temprano acompañada de Espeth y
de su fiel Akir. Todavía se sentía débil por sus malestares, pero
se negaba a seguir alargando aquella situación más de lo
necesario. Si Tara quería hablar con ella, allí estaría. Había
tenido que convencer a Niall de que precisaba ir a ver a la
curandera en vez de mandarla llamar, que era lo que su marido
quería. Pese a la reticencia de Niall, Eryn arguyó que
necesitaba pasear y distraerse, que salir le haría más bien que
mal. Para conseguirlo, tuvo que prometer a su esposo que no
estaría demasiado tiempo en el pueblo y que se llevaría
también a Akir por si volvía su indisposición y debían llevarla
a casa. Impaciente, Eryn aceptó todas las premisas y partió.
Desde el portón, Niall la observó marchar hasta que la perdió
de vista. Giró sobre sus talones y fue en busca de Desmon. Lo
encontró en su alcoba, preparándose para registrar cada casa
de la aldea si era preciso.
—Eryn ha salido para encontrarse con Tara —anunció Niall
sin ambages.
—¿Cómo dices? —Desmon detuvo sus manos, que anudaban
el plaid al hombro.
—No tengo la certeza, pero tampoco duda.
Desmon soltó un exabrupto y salió presuroso hacia las
escaleras con Niall pisándole los talones.
—No será difícil que le deis alcance —observó Niall con
calma.
—¿Os lo ha dicho ella? ¿Os ha confesado que iba a
encontrarse con mi esposa?
—No, pero lo sé. Tenía demasiado interés en salir del castillo
y no ha puesto objeciones a ninguna de mis exigencias.
—¡Maldita sea, McKenzie! —exclamó Desmon. Se dio la
vuelta, lo tomó de la camisa y arrugó la tela con sus puños—.
Tendríais que haberme avisado antes.
—Suficiente con que os he advertido ahora. Eso es más de lo
que hicisteis vos por mí.
Desmon lo empujó y salió a toda prisa del castillo, montó
sobre su caballo y lo último que escuchó a su espalda fue la
voz irónica de Niall.
—Suerte.
Cuando Eryn entró en casa de la curandera, se encontró con
los ojos tristes de Tara. Estaba más delgada y pálida que la
última vez que se vieron. Se acercó hasta ella y la tomó de las
manos para contemplarla con más atención.
Incomprensiblemente, la asaltó una sensación de alivio y
empatía hacia aquella mujer que la catapultó a sus brazos.
Eryn se aferró a Tara con la misma fuerza que ella la retenía
contra su cuerpo.
—Nos teníais muy preocupados —susurró.
Tara soltó un sollozo y se obligó a apartarse de Eryn.
—Preciso de vuestra ayuda y discreción.
—Decidme qué necesitáis.
Tara miró a Muriel y esta asintió. Fue hasta la alcoba y le
entregó la bolsa de tela.
—Dejadnos solas —pidió antes de mostrar a Eryn su
contenido.
La señora de Eilean Donan asintió, conforme con la exigencia
de Tara. Su doncella y Akir, junto con Muriel, Broc y la
curandera, salieron de la casa.
Sin más dilación y con dedos temblorosos, Tara sacó el
colgante y lo mantuvo delante del rostro de Eryn. Tras un
primer gesto de incomprensión, no tardó en reconocer que
aquella joya se asemejaba demasiado a la suya.
—¿De dónde lo habéis sacado? —Lo tomó entre sus manos y
acarició las cinco puntas. Hasta donde Eryn sabía, solo existía
un colgante y era el que su padre había regalado a su madre.
—Lo tenía vuestro tío escondido en el fondo de un arcón.
—Tal vez hubiese más de uno… —meditó Eryn tras unos
instantes—. Es posible que mi padre y mi tío conservasen el
símbolo de nuestro clan. ¿Qué es lo que os perturba tanto de
este colgante?
Tara intentó tragar el nudo de emoción que oprimía su
garganta, pero no fue capaz de pronunciar palabra. Inspiró
varias veces hasta que por fin pudo hablar y contar las
sospechas que tenía Douglas Gordon sobre que la muerte de su
padre y el asalto a Carlisle habían sido orquestados por su tío y
exigía pruebas para condenarlo.
—¿Eso era lo que vuestro padre quería de vos en Berwick?
¿Que lo ayudaseis a condenar a mi tío?
Tara asintió.
—¿Le creéis? ¿Pensáis que mi tío sería capaz de un acto tan
vil? Os recuerdo que estaba en Irlanda cuando asaltaron mi
hogar.
Sí, Tara había pensado mucho en ello y llegado a la misma
conclusión que Eryn, pero sabía que, si alguien descubría la
historia detrás del colgante, sería mucho más fácil señalar a
Desmon como el culpable y sus enemigos no tardarían en
acecharlo. Su padre ya la estaba presionando para que le diese
cualquier cosa con la que inculparlo, incluso sospechaba que
el sheriff de Argyll estaba aliado con los Gordon para
desprestigiar e incluso encarcelar a Desmon. No obstante,
todavía faltaba una cuestión para encajar todas aquellas piezas.
—¿Cómo se llamaba vuestra madre? —preguntó Tara, al fin,
con voz temblorosa.
Por un instante, Eryn creyó que Tara había perdido el juicio.
No acertaba a comprender qué tenían que ver unas cosas con
otras: el colgante con la misiva de Gordon y su madre.
—Ailsa. ¿Por qué queréis saberlo?
El corazón de Tara se detuvo cuando reconoció aquel nombre.
El mismo que su esposo había susurrado después de yacer con
ella, envuelto en la neblina del placer y embriagado por los
sentimientos que aún conservaba de aquella mujer.
«No me dejes, Ailsa».
—El colgante… Nadie debe encontrarlo —dijo al fin mientras
rodaban lágrimas calientes por sus mejillas—. Guardadlo. —
Apretó las manos de Eryn como si así pudiese empequeñecerlo
y ocultarlo del mundo—. Si mi padre lo encontrase, si alguien
supiese que vuestro tío y…
La puerta se abrió de golpe y ambas mujeres saltaron
sobresaltadas. Ajenas a lo que sucedía en el exterior, no habían
advertido la llegada de aquel hombre que sonreía, taimado.
Tara soltó un jadeo ahogado y Eryn echó mano de su daga
entre los pliegues del vestido.
—Ni se os ocurra, pequeña fierecilla —advirtió Alec Gordon
al tiempo que la apuntaba con su espada.
Eryn se detuvo en el acto y dio un paso atrás hasta
posicionarse junto a Tara.
—¿Qué queréis? —espetó la señora de Eilean Donan.
—Nada de vos —reconoció—. Es con mi adorada hermana
con quien queremos hablar.
—No tengo nada que deciros —habló Tara por primera vez.
—Yo creo que sí. Teníamos un asunto pendiente, querida. ¿No
pensarás eludir tu responsabilidad para con tu familia?
—Vosotros ya no sois mi familia.
Alec soltó una carcajada y negó con la cabeza.
—Eres más necia de lo que pensábamos. ¿De verdad piensas
que Campbell te tiene aprecio? Pobre incauta. Nuestro padre
tuvo que rogarle que accediese a casarse contigo.
Tara no dudaba de sus palabras, sabía demasiado bien cómo
había iniciado su matrimonio, pero escucharlo en voz alta
laceraba sus ya maltrechos sentimientos.
—Nada de lo que digáis hará que cambie de opinión. —Se
mantuvo firme.
El rostro de Alec se contrajo y compuso una mueca siniestra
que no presagiaba nada bueno.
—Tal vez no —aventuró—. Sea como fuere, consciente o no,
nos has entregado la cabeza de Desmon Campbell en bandeja.
El corazón de Tara se aceleró ante la posibilidad de que
hubiesen descubierto lo mismo que ella.
—Lady McKenzie, lamento que os hayáis visto envuelta en
esta disputa familiar.
—Entonces, dejad que me marche.
Alec chistó y negó con la cabeza.
—No puedo dejar que volváis a vuestro hogar hasta que
aclaremos este desagradable asunto. Si lo hiciese, correríais a
avisar a vuestro esposo y al de mi hermana. Y todavía no nos
conviene que sepan la amenaza que pende sobre Campbell.
Así pues, debo invitaros a que abandonéis esta choza. —Hizo
un gesto con una mano para indicar que salieran al tiempo que
con la otra las apuntaba con la espada.
Eryn esperaba que Akir y Espeth hubiesen tenido tiempo de
correr en busca de ayuda, pero ambos se encontraban
inconscientes en el suelo, rodeados de hombres de los Gordon.
—¡Espeth, Akir! —gritó Eryn. Intentó correr en su auxilio,
pero Alec se lo impidió.
—Están bien y lo seguirán estando siempre que obedezcáis.
Ahora, seguid adelante.
Ambas caminaron hacia donde estaban los caballos. Calem
Gordon fulminó a Tara con la mirada mientras la veía
acercarse a él.
—Padre está deseando verte.
La piel de Tara se erizó ante lo que auguraban esas palabras.
Alec la obligó a subir en el caballo de su hermano y aupó a
Eryn al suyo.
—Meted a los criados en la casa y dejadlos atados y
amordazados —ordenó Alec a sus hombres.
Tara se movió nerviosa en busca de Muriel y Broc. Tal vez
hubiesen podido escapar y buscar ayuda. Calem debió percibir
sus pensamientos, puesto que se afanó en desengañarla.
—Si buscas a tus sirvientes, no temas. Cabalgarán con
nosotros. —Señaló a un lado del camino, entre los árboles, y
distinguió a Broc a lomos de un corcel y a Muriel maniatada
sentada detrás.
Cabalgaron rodeando el lago Duich y el lago Hourn hasta que,
varias horas después, llegaron a Corran. La fortaleza de los
Gordon era un edificio robusto y tenebroso. Apenas tenía
ventanas y la luz escaseaba en su interior, por ello, en las
paredes estaba impregnado el olor al aceite quemado de las
antorchas y el aroma dulzón de las velas. Infinidad de
recuerdos asaltaron a Tara. A excepción de los que atesoraba
con Mairi, la mayoría eran tristes y siniestros. Mientras
avanzaba hacia el salón principal, le pareció escuchar el
silbido del cinturón de su padre antes de atizarlas. Los
insultos, las amenazas… Cerró los ojos con fuerza y rezó para
que aquella tortura terminase cuanto antes, aunque aquello
supusiese su muerte.
Douglas Gordon vio llegar a su hija y sonrió satisfecho. No
obstante, el gesto murió en sus labios cuando descubrió a Eryn
McKenzie.
—¿Qué hace lady McKenzie aquí? —espetó a sus hijos.
—Estaba allí cuando hemos ido a por Tara —explicó Alec.
—Si la hubiésemos dejado, habría avisado a los McKenzie —
se justificó Calem.
—Sois unos necios. ¿Qué creéis que sucederá cuando Niall
McKenzie descubra que habéis secuestrado a su mujer?
—No la hemos secuestrado. La hemos invitado a venir,
¿verdad, lady McKenzie? —insistió Alec.
Eryn envaró la cabeza y cuadró los hombros.
—Mi marido vendrá a por mí. Mi tío vendrá a por su esposa.
Y, si ellos no os hacen pagar esta afrenta, lo haré yo misma.
—Lady McKenzie —intervino Douglas—. Tomad asiento y
disfrutad de nuestra hospitalidad. En este castillo sois una
invitada. En cuanto zanjemos este asunto, mis hombres os
acompañarán sana y salva a vuestro hogar.
Uno de los sirvientes animó a Eryn a seguirlo y la sentó junto
a la chimenea, en una esquina del salón.
—Acabemos con esto cuanto antes —se impacientó Douglas
—. Haced pasar a nuestro invitado.
Todas las miradas se dirigieron hacia la puerta para que
Alasdair McDougall hiciese su entrada.
—¿Qué hacéis vos aquí? —demandó Tara.
—Querida —llamó Douglas la atención de su hija—, el sheriff
ha venido para certificar la culpabilidad de Desmon Campbell
en el asalto a Carlisle y la muerte de Braden y su hija.
—Estoy aquí para hacer cumplir la ley. Al parecer, vuestro
esposo no es el noble honorable e incorruptible que todos
piensan. Según vuestra familia, hay pruebas de que Desmon
Campbell ordenó el asalto a Carlisle y el asesinato de su
familia para ostentar el título de laird.
—Eso son falacias —replicó Tara, enervada.
—Mi tío jamás sería capaz de un acto tan vil —lo defendió
Eryn.
—¿Estáis segura, mi señora? —intervino Alec—. Yo no
apostaría por ello.
—Desmon jamás quiso la responsabilidad de ser laird del clan
—insistió Tara—. Volvió para vengar la muerte de su hermano
y su sobrina.
—Debo darte la razón, querida hermana, en que Desmon
volvió por venganza. Pero hacia su propio hermano. Según
nuestras indagaciones, se marchó por desavenencias con
Braden y esperó el momento oportuno para volver y
desquitarse con él —aclaró Calem.
—¡Eso es mentira! —exclamó Eryn—. Mi tío no tenía
motivos para cometer los asesinatos de los que le acusáis.
—Oh, Tara —se lamentó Alec—. ¿No le has dicho a lady
McKenzie la verdad aún? ¿Es que no le has mostrado el
colgante?
Tara palideció ante la idea de que Alec supiese de su
existencia, pero más aún de su significado.
—Sé cuál es la verdad —se defendió Eryn.
—Sin embargo, lo seguís llamando tío.
Las palabras de Alec cayeron como un rayo entre ellos. Tara
jadeó, angustiada, y Eryn parpadeó confusa, con el sonido de
su pulso rugiendo en los oídos.
—Dadme el colgante —exigió Alec Gordon con mucha más
dureza.
Hasta ese momento, Eryn no había sido consciente de que
todavía lo sujetaba en la mano. Miró la joya con incredulidad,
incapaz de comprender el sentido de la petición del hermano
de Tara, hasta que poco a poco la neblina que enturbiaba sus
pensamientos se fue despejando y dio paso a la claridad y, con
ella, a una realidad para la que Eryn no estaba preparada.
—No os creáis nada de lo que digan —pidió Tara,
desesperada. Si Eryn merecía conocer la verdad, era por boca
de Desmon, no en aquellas circunstancias y para utilizarlo en
su contra—. Están intentando que dudéis de Desmon; no lo
hagáis, por favor.
—Ese colgante —las interrumpió Alec— es la prueba de que
Desmon Campbell tenía motivos para acabar con la vida de su
hermano —explicó a Alasdair.
—Estoy seguro de que tenéis una explicación mucho más
elaborada para que yo pueda ejercer mi deber y hacer cumplir
la ley —sugirió Alasdair, molesto. Había arriesgado mucho
para viajar hasta allí. Solo esperaba que las acusaciones de
Alec Gordon no se basasen en conjeturas, sino en pruebas,
porque si no, tendría que rendir cuentas frente al propio Balliol
por agraviar a Campbell. Y solo Dios sabía las ganas que tenía
de que fuese cierto y deshacerse de una vez del insufrible de
Desmon Campbell.
Alec acercó el rostro hacia el de Eryn.
—Dádmelo —rugió.
—No se lo deis —pidió Tara.
No obstante, la joven suspiró, derrotada y tendió la mano para
entregar el colgante. Alec lo tomó de inmediato y lo lució en
alto para que todos lo viesen. Por algún motivo, aquella
exhibición pública de un objeto tan privado e importante para
Desmon hizo que Tara se revolviese y llegase hasta su
hermano para arrancárselo de las manos y esconderlo de
miradas desdeñosas.
—Es mío. Mi esposo me lo regaló. —Lo apretó contra su
pecho.
—Tanto mi padre como mi tío tenían un colgante cada uno con
el símbolo de nuestro clan —mintió Eryn—. Mi padre se lo
regaló a mi madre y ya habéis escuchado a la esposa de mi tío.
Alasdair miró con enfado a Alec.
—Espero que tengáis más pruebas para incriminar a Campbell
que un mero abalorio.
Alec llegó hasta Tara y, sin mediar palabra, la golpeó tan
fuerte que no pudo mantenerse en pie y su cuerpo cayó al
suelo. De fondo escuchó los gritos de Eryn, de Muriel y las
protestas de algunas voces que no reconoció. Iba a
incorporarse cuando alguien la sujetó del corpiño y la levantó
con violencia del piso. Cuando pudo enfocar la vista, vio a su
hermano a escasos centímetros de su rostro.
—¿Por qué sigues defendiéndolo? ¿Es que no tienes orgullo?
Te repudia, te ningunea y aun así lo disculpas. Eres como un
perro faldero que lame las botas de su amo para mendigar unas
caricias. Pero que te quede claro: si tengo que matarte para
demostrar que tu marido es culpable, lo haré. Así que deja de
mentir y de dejarme en ridículo delante del sheriff.
—Al final recibiréis lo que os merecéis. Seréis juzgados por
todas las calumnias y actos infames que cometéis —habló
Tara, dolorida.
Alec volvió a golpearla y ella notó el sabor metálico de la
sangre en su boca. El labio le palpitaba y notaba cómo se
hinchaba por momentos.
—¡Soltadla!
La joven pasó de estar en las manos de su hermano a que Broc
la acunase contra su pecho con protección.
—Me prometisteis que no le haríais daño —le reprochó el
muchacho.
Alec soltó una carcajada carente de humor.
—Menudo guardián te has buscado. Ni siquiera sabes elegir
bien a la gente de la que rodearte. —Señaló a Broc con su
espada—. Este fue el que vendió a tu querido esposo al
contarme su deshonroso secreto.
Tara negó con la cabeza, incapaz de creer que aquellas
palabras fueran ciertas.
—No puede ser verdad.
—Lo hice para protegeros, mi señora —se justificó—. El laird
no os merece y vos teníais que daros cuenta de que no os
amaba. Merecéis que os amen por encima de todo.
—Y este necio creyó que lo amarías a él —se burló Calem.
Tara apartó al joven de un empujón y, como pudo, intentó
incorporarse. Casi no veía por un ojo porque lo tenía
tumefacto del golpe, le dolía el brazo del impacto contra el
suelo y del labio seguía goteándole sangre.
—¿Qué le has dicho, Broc? —quiso saber, abatida.
—Él no os merece, mi señora —repitió con vehemencia.
Intentó aproximarse a ella, pero Tara se alejó de su contacto.
—No te acerques a mí.
—Vos le estabais entregando vuestro corazón cuando el laird
hacía años que se lo había regalado a otra mujer. Pero no lo
veíais, tuve que dejar el colgante en vuestra cama para que lo
descubrieseis.
Tara negó con la cabeza. Muchas veces se había preguntado
cómo había llegado el collar allí si no había sido Desmon el
que lo había dejado y ahora sabía el motivo.
—No sabes lo que has hecho —se lamentó Tara.
—Ya es suficiente —interrumpió Alasdair. Se acercó hasta
Tara y le entregó un pañuelo de lino limpio para que detuviese
la hemorragia de su labio. La sujetó por la cintura y la alejó de
la presencia de su hermano para acercarla al fuego y ofrecerle
una silla junto a Eryn—. Vuestro sirviente tiene razón —
susurró, paternalista—. Desmon Campbell no os merece, no lo
ha hecho nunca. En cuanto se demuestre su culpabilidad, lo
juzgarán y no volveréis a verlo nunca más. Todo esto es culpa
suya, sois desdichada porque él os miente y os pone en
peligro.
—¿Me protegeréis vos?
—Nada me complacería más que llevar a cabo ese cometido.
Acordaré con vuestro padre vuestra mano y me encargaré de
defenderos de todos los que osen afrentaros. Incluso, si lo
deseáis —bajó la voz—, de los miserables de vuestra familia.
Tara soltó un quejido lastimero cuando intentó alejarse de
Alasdair y el brazo le dolió.
—Sin embargo, aquí estáis, permitiendo que mi hermano
difame a mi esposo y me golpee con tal de conseguir que se
demuestre que Desmon es culpable y así vengaros de él.
Alasdair se estiró todo lo alto que era y la miró con severidad
desde su altura.
—No se os olvide que también es un delito encubrir a un
criminal.
—Sois igual que ellos. —Señaló con la cabeza hacia donde
estaban su padre y sus hermanos—. Aunque Desmon dejase
este mundo, jamás me desposaría con vos.
Alasdair apretó los dientes y acercó el rostro hasta el oído de
la joven.
—Lástima que no tengáis voz ni voto en esa decisión, querida.
Se alejó de ella y se aproximó al joven Broc.
—Habla —espetó—. ¿Qué pruebas tienes de que Desmon
Campbell fue el culpable del asalto a Carlisle?
El joven avanzó hasta posicionarse delante de Alasdair y
retorció la gorra entre sus manos.
—No lo hagas —pidió Tara.
El muchacho se volteó a verla y ella pudo leer el
arrepentimiento en sus pupilas. No sabía qué pensaba sacar
Broc de esto, pero era evidente que no obtendría nada de lo
esperado.
—Os mentí —dijo al fin—. El colgante se lo regaló el laird a
vuestra hija.
Alec soltó un gruñido de rabia y cargó contra el joven. El
primer puñetazo lo derribó, pero las siguientes patadas lo
hicieron encogerse sobre sí mismo.
—¡Confiesa lo mismo que nos dijiste a nosotros, maldito! —
voceaba fuera de sí mientras lo pateaba en la espalda, el
estómago, las piernas y cualquier parte del cuerpo que sus
botas se encontraran.
—¡Basta! —gritó Tara. Intentó acercarse, pero Eryn la detuvo.
De pronto, Alec dejó de golpear al joven y se acercó hasta su
hermana. La apartó de Eryn sin miramientos mientras la
arrastraba de los cabellos hasta los pies de Broc.
—Tal vez a ti los golpes no te duelan, pero a ella sí.
Douglas, Calem y Alasdair permanecieron impasibles mientras
Alec había apalizado al joven y continuaron impertérritos
cuando el sanguinario hombre se quitó el cinturón y lo enrolló
en su mano.
—Sujetadla —ordenó a dos de los miembros del clan.
—¡No! —gritó Eryn—. ¡Dejadla! —Se levantó para ir en su
ayuda, pero le cerraron el paso y le impidieron llegar hasta
ella.
Tara se removió de rabia, pero también empezaron a rodar
lágrimas de pánico por sus mejillas. La arrojaron de rodillas a
los pies de los escalones donde su padre tenía el sillón. Cerró
los ojos y rezó para que aquel suplicio terminase pronto.
Calem le rasgó el vestido por la espalda y ella se lo sujetó
como pudo contra su pecho.
—A ver cuántos correazos puedes aguantar.
El primero resonó en la estancia, seguido de un jadeo que
escapó de sus labios. La piel le escocía como si miles de
agujas se clavaran. El segundo le cruzó la espalda desde el
otro lado y le laceró la piel. La sangre caliente comenzó a
derramarse por su espalda.
—Vamos a por el tercero. Y te aseguro que no seré tan
benevolente como con los dos anteriores.
Alec se preparó para cargar contra Tara cuando Broc, entre
sollozos, le rogó que se detuviese.
—Os lo diré todo —repitió varias veces, cada una más bajo.
—No —se negó Tara en apenas un murmullo.
No obstante, nadie le prestó atención. Todas las miradas
estaban fijas en el joven, que permanecía arrodillado en el
suelo.
—Habla —ordenó Douglas.
—Los miembros más mayores del clan, aquellos que
trabajaron para Braden Campbell, como es el caso de mi
madre, saben que Desmon se marchó de Carlisle porque no
podía soportar que su hermano estuviese casado con la mujer
que amaba.
Tara sollozó, Eryn jadeó sorprendida y los Gordon sonrieron
con satisfacción. Tenían a Desmon Campbell donde querían.
CAPÍTULO 24
Desmon, Niall, Brenn y diez hombres de los McKenzie
llegaron a las tierras de los Gordon cuando ya caía la noche
sobre ellos. Fue la curandera la que, a escondidas, puesto que
no había sido descubierta, consiguió llegar a Eilean Donan y
alertar de lo que sucedía en su casa. Cuando Niall llegó,
Desmon ya liberaba a Akir y a Espeth. Había dado con el
paradero de su esposa, pero demasiado tarde. Se la habían
llevado y él, una vez más, había faltado a su promesa de
protegerla. Esta vez, de su familia.
Ocultos entre los árboles y con la oscuridad como aliada,
tantearon la entrada al castillo. Había vigías en lo alto y
hombres apostados en la puerta principal. La escasez de
ventanas hacía que el edificio fuese casi inexpugnable.
—Jamás pensé que diría esto, pero Duncan sabría cómo entrar
—se lamentó Niall.
El pequeño de los McKenzie había burlado muchas veces la
vigilancia de Corran para reunirse en secreto con la hermana
de Tara.
—Si Duncan supo cómo hacerlo, nosotros también —aseveró
Desmon.
Dejaron los caballos y rodearon el edificio agazapados entre
los helechos hasta llegar a la orilla del lago Hourn.
—¿Veis lo mismo que yo? —susurró Brenn.
En la base de la torre, una cancela de hierro redonda
permanecía semihundida en el lodo.
—Aguardad aquí. —Desmon se arrastró por el fango hasta que
llegó a la verja. Tiró de ella; no se movió, pero sí notó que el
agua la había oxidado y, por tanto, mermado su resistencia.
Acostado en el suelo, la golpeó con los pies, incansable, hasta
que consiguió desencajarla. Antes de que chocase con el suelo,
la retuvo con un brazo y la dejó con cuidado a un lado. Hizo
un gesto a Niall y a Brenn para que lo siguiesen y se adentró
en la oscuridad. A tientas, subieron los escalones hasta que el
reflejo de una antorcha arrojó un haz de luz a la escalera. No
se oía nada, solo sus respiraciones aceleradas, hasta que a lo
lejos escucharon un grito. Niall reconoció la voz de su mujer y
no esperó más. Avanzó por el corredor sin que nadie lo
detuviese, seguido de Desmon y Brenn, hacia la puerta por la
que se oían voces. Si esperaban su llegada, era evidente que lo
hacían por el portón principal, porque apenas dos hombres
custodiaban la entrada al salón. Niall y Brenn no tardaron en
reducirlos y Desmon abrió las dos hojas de madera con tanta
fuerza que impactaron en las paredes.
Cubierto de fango, con la respiración acelerada y la mirada
más feroz que Tara hubiese visto nunca, Desmon irrumpió en
aquella estancia. No supo si la embargó el alivio o el temor por
lo que pudiese pasar a continuación. Tras él, Niall buscó con la
mirada hasta que encontró a Eryn y corrió a encerrarla entre
sus brazos.
—¿Estás bien? ¿Te han hecho algo? ¿Estás herida? —Apoyó
una mano en el vientre de Eryn, preocupado, y esta negó con
la cabeza.
—Estoy bien —intentó sonreír para tranquilizarlo.
Brenn localizó a Muriel con las manos y los pies atados en una
esquina y anduvo hacia ella bajo la atenta mirada de los
Gordon y Alasdair McDougall.
—¿Qué voy a hacer contigo, mujer? —La desató y la ayudó a
incorporarse.
—Creía que ya lo habíais decidido —susurró, aliviada.
—Un hombre tiene derecho a equivocarse.
—¡¿Qué significa esto?! ¡¿Cómo osáis irrumpir así en mi
casa?! —Douglas se levantó de su sillón y apretó los puños
con rabia.
—¿Cómo osáis vos llevaros a mi esposa y a mi sobrina? —La
voz lúgubre de Desmon resonó entre las paredes de piedra.
Buscó a Tara con avidez hasta que la descubrió en el suelo,
con la cara deformada por los golpes, el labio partido y la
espalda llena de verdugones y desgarros en la piel. Tuvo ganas
de aullar de rabia y de dolor. Con su puño rodeó la claymore
que llevaba a la cintura y se imaginó cargando con ella contra
aquellos miserables que no merecían respirar el mismo aire
que su esposa. Sin embargo, avanzó impasible hasta que llegó
junto a ella y, con cuidado, la cargó en sus brazos. El quejido
de Tara cuando la sujetó por la espalda avivó sus ganas de
venganza, pero primaba sacarla de aquel infierno y ponerla a
salvo. Más tarde volvería a saldar cuentas con los Gordon.
—¡¿Qué creéis que estáis haciendo?! —gritó Douglas.
Alec y Calem se interpusieron en su camino
—Apartaos —siseó—. Voy a llevar a mi mujer a Eilean
Donan, me ocuparé de que sanen sus heridas, esté bien
atendida y protegida, y volveré para vérmelas con vuestra
familia.
—¿Es una amenaza? —se burló Alec.
—Es una promesa.
—Las acusaciones que han vertido los Gordon sobre vos son
muy graves —intervino Alasdair.
—Y falsas —puntualizó Desmon.
—¿Cómo estaremos seguros de que volveréis? —insistió
Calem.
Desmon buscó a Niall con la mirada y lo encontró a un lado
del salón, con Eryn junto a él, preparado para intervenir si
hiciese falta. Caminó hacia el marido de su sobrina y depositó
a Tara en sus brazos.
—Protegedla con vuestra vida si alguien intenta acercarse a
ella —susurró.
—Palabra de McKenzie.
Desmon giró sobre sus talones y anduvo con calma hasta
quedar enfrentado con Douglas Gordon.
—Traedme una Biblia —exigió con gravedad.
—¿Pensáis apelar al juicio de Dios? —intervino sorprendido
Alasdair.
Desmon no contestó. Aguardó paciente a que Douglas
ordenase que le trajesen la Sagrada Escritura. El laird de los
Gordon meditó durante unos instantes, que a Desmon se le
antojaron eternos, hasta que cabeceó a uno de sus sirvientes,
conforme.
En cuanto tuvo el libro delante, Desmon apoyó una mano en él
y fijó su mirada en el sheriff.
—Vos sois testigo —dijo a Alasdair McDougall. Este asintió,
circunspecto; sabía que no tenía más opción que aceptar,
puesto que la ordalía era ley y, como noble, debía ejercer de
testigo. Desmon continuó—: Juro ante Dios Todopoderoso y
por esta Santa Biblia que soy inocente de los cargos que se me
imputan. Juro que no descansaré hasta que vengue la muerte
de mi hermano y juro que volveré para que se haga justicia por
el dolor que le habéis causado a mi esposa. Promesa de
Campbell. Que la verdad prevalezca y que la justicia divina
me proteja —terminó Desmon su juramento tal y como
estipulaba la ley del juicio de Dios.
Sin más demora, y ante el silencio sepulcral que invadió el
salón, cargó a Tara de nuevo entre sus brazos y salió del
castillo seguido de Niall, Eryn, Brenn y los sirvientes de su
esposa.
—Perdóname —susurró contra el cabello de Tara—. No te he
protegido como prometí que lo haría, pero no volverá a
suceder.
Tara no habló. Ni siquiera tuvo fuerzas para contestar. En un
principio, el frío de la noche reconfortó su piel magullada y la
alivió de la quemazón que sentía, pero al momento comenzó a
temblar.
—¿Puedes mantenerte en pie? —preguntó con tiento. Habían
llegado al bosque, donde aguardaban los caballos y el resto de
los hombres.
Ella apenas hizo un gesto afirmativo con la cabeza, pero ni
siquiera lo miró. Desmon la dejó entre él y el equino, cogió
una de las pieles que llevaba atada en la montura y, con
delicadeza, la cubrió con ella. La aupó y la dejó sentada en el
caballo para, al momento, subir tras ella y emprender el
regreso a Eilean Donan.
Cansada como estaba, dolorida y segura como se sentía contra
el pecho de Desmon, Tara perdió el conocimiento.
No sabía cuánto tiempo había pasado, solo recordaba como en
una duermevela murmullos de gente a su alrededor. Le pareció
que la movían y se quejó en sueños por el tormento que le
ocasionaban al tocar sus heridas. Intentó abrir los ojos, pero
solo consiguió ver con uno de ellos. Levantó la mano y se
palpó con cuidado el otro ojo herido. Al momento, una mano
la sujetó con delicadeza por la muñeca y ella dio un respingo,
asustada.
—Estás a salvo —murmuró Desmon.
Tara dejó caer la mano en la cama e inspiró hondo. No quería
llorar, no quería hablar, solo deseaba que aquella sensación de
desolación y tristeza que sentía desapareciese. Toda la gente
que debía quererla y protegerla le había hecho daño o la había
abandonado. Una lágrima rebelde se deslizó por su mejilla,
pero ni siquiera tuvo ganas de borrarla.
—¿Te duele? Espeth ha preparado una tisana de plantas para el
dolor y Muriel ha hecho un ungüento para aplicarte en las
heridas.
Desmon, sentado en un sillón junto a la cama de su esposa, no
se había movido de allí desde que el día anterior regresaran de
Corran. Había supervisado todos y cada uno de los cuidados y
ayudado a incorporarla para que no le hiciesen más daño.
—Tara, por favor, háblame —rogó, desesperado—. Lamento
que te fueras antes de que pudiese disculparme por mi
imperdonable comportamiento. —La tomó de la mano y apoyó
la frente sobre ella—. Si tengo que suplicarte que me
perdones, lo haré cada día durante el resto de nuestros días,
pero a tu lado.
Nada pudo hacer Tara para retener las lágrimas. La congoja
apretó su garganta hasta que, finalmente, no pudo contenerse
más y brotó un sollozo de sus labios.
A Desmon lo estaba matando verla así y sentirla tan lejos. El
miedo a perderla casi lo había vuelto loco, pero, ahora que la
tenía junto a él, el temor era diferente. Ahora temía que fuesen
sus sentimientos los que lo hubiesen abandonado. Que ya no
quedase nada del amor que ella le profesaba.
—Sé que no es el momento. Sé que lo más probable es que no
me creas, pero me encargaré de demostrarte que tengo
suficiente amor para los dos. —Se levantó y la besó en la
frente—. Regresaré pronto y no volveré a separarme de ti.
Promesa de Campbell.
Salió de la estancia y se encontró a Brenn, Niall y Eryn
aguardándolo. En cuanto él salió, la joven entró para cuidar de
Tara. Desde que habían vuelto se había mostrado esquiva con
él y Desmon sabía el motivo. En cuanto regresara, tenían una
conversación pendiente.
—¿Estáis listo? —preguntó Niall.
Desmon asintió y los tres hombres se encaminaron hacia
Corran. Había llegado el momento de cumplir uno de sus
juramentos.
Los Gordon recibieron la noticia de la llegada de Desmon con
ansias. Desde su marcha, habían estado urdiendo un plan para
demostrar su culpabilidad y había llegado el momento de
ponerlo en práctica.
Desmon entró en el salón con paso decidido. Ignoró al sheriff,
a Calem y Alec y se centró en el laird.
—He venido para cumplir mi promesa.
—Solo podréis demostrar vuestra inocencia si, tal y como
jurasteis, Dios os protege —replicó Douglas, insolente.
—Por ello —intervino Desmon—, reto a un duelo a vuestros
hijos. A los dos.
Aquello era lo que Douglas había deseado. Confiaba en que
sus vástagos acabaran con Campbell de una vez por todas y
estaba seguro de que para conseguirlo no escatimarían en
malas artes.
—¿Estáis conforme? —preguntó Douglas a Alasdair, que,
como autoridad, debía acceder y presenciar el duelo para
certificar que se cumplía la ley.
—Así sea —asintió Alasdair.
—Que preparen el patio de armas —exigió Douglas.
Desmon y sus acompañantes abandonaron el salón y bajaron al
patio para prepararse, había llegado el momento.
Eryn acercó el cuenco con la tisana para que Tara sorbiera y la
joven lo hizo, no sin dificultad por el corte del labio, pero poco
a poco fue acabándose el brebaje.
—Ya veréis como pronto estáis recuperada —habló Eryn con
mimo. Dejó el cuenco vacío sobre la mesilla de noche y cogió
el paño con el ungüento para aplicárselo en el ojo.
—¿Dónde está Muriel? —preguntó Tara con voz ronca.
—Cuida de vuestro sirviente —explicó, escueta.
Tara no dijo nada más y Eryn aplicó la pomada con cuidado.
Cuando terminó, se sentó a su lado y la arropó. El cansancio se
reflejaba en el rostro de la joven señora, pero también había un
velo de tristeza que enturbiaba sus vivaces ojos verdes.
—¿Creísteis las acusaciones hacia vuestro tío?
Eryn suspiró y retorció las manos sobre la falda de su vestido.
—No. No todas, al menos —puntualizó.
—¿Habéis hablado con él?
—Sé que debo hacerlo, pero aún no es el momento.
Tara asintió y cerró los ojos, estaba cansada y no tenía más
ganas de hablar. Solo quería dormir y dejar de pensar, de
recordar todas las humillaciones que había sufrido.
—Id ahora —susurró con los ojos cerrados—. Yo estoy bien.
Eryn no contestó ni se movió, por lo que Tara abrió los ojos
para buscar una respuesta a su pasividad.
—Prometí que no os diría nada, pero creo que debéis saberlo.
Desmon ha ido a Corran para vengaros.
Pese al dolor, no pudo evitar sobresaltarse e intentar
incorporarse. Eryn la sujetó por los hombros y colocó los
paños con la pomada de nuevo en su espalda.
—No tendría que haber ido —se lamentó.
—Me gustaría estar de acuerdo con vos, pero esos miserables
merecen pagar por todo el daño que os han hecho a vos y a
vuestra hermana.
—Pero no los conocéis. No son de fiar, utilizarán cualquier
argucia para ganar.
—Antes me habéis preguntado si desconfiaba de Desmon.
Ahora os pregunto yo si dudáis de él.
—¿Y si no regresa? —Tara tomó de las manos a Eryn y las
apretó con fuerza.
—Lo hará.
—¿Cómo estáis tan segura?
—Porque os prometió que no os dejaría nunca más y una
promesa de un Campbell jamás se incumple.
Las nubes oscuras y densas comenzaron a ocultar el sol y
trajeron consigo el presagio de la lluvia. En el patio de armas,
los hombres de los Gordon ocuparon el perímetro del
cuadrilátero y dejaron a Desmon a un lado y a Alec y Calem
en el opuesto. En los escalones de entrada al salón, desde una
posición privilegiada, Douglas Gordon, Alasdair, Niall y
Brenn serían testigos del duelo.
Desmon se deshizo de su plaid y lo dejó a un lado, movió los
hombros para desentumecer los músculos y fijó la mirada en
los hermanos de Tara. Ambos sonreían, ufanos, mientras
movían sus espadas a la espera de que Douglas diera comienzo
a la contienda.
—¡Que Dios dicte sentencia! —gritó el laird.
Con un rugido, los dos hermanos corrieron en dirección a
Desmon, que avanzó impasible a su encuentro. El primer
impacto con las espadas llenó de tensión el ambiente. Alec
cargó contra Desmon y este repelió el ataque para, al instante,
defenderse del de Calem. Los golpes se sucedían sin descanso
para el laird Campbell, que, incansable, se defendía de todos y
cada uno de los intentos de derribarlo. El cansancio no parecía
hacer mella en él porque la ira lo incentivaba a seguir hasta
que cumpliese su venganza.
Alec intentó acorralarlo en una esquina, pero, en el último
momento, Desmon giró sobre sí mismo para cambiar las
tornas. Sin embargo, no pudo esquivar la zancadilla de uno de
los hombres que había a los lados, que lo derribó. Niall hizo
amago de acercarse, pero, al ver que Desmon se levantaba y se
reponía, apretó los dientes y se cruzó de brazos. A nadie allí
parecía sorprender el deshonor de los Gordon.
La lucha se volvió aún más intensa cuando Desmon decidió
pasar al contrataque. Cargó con su claymore contra Calem en
una serie de movimientos rápidos y hábiles. Levantó la espada
y la hizo caer sobre él con tal fuerza que lo derribó en el suelo.
Alec no esperó y lo atacó por la espalda. Desmon se giró para
repeler el golpe, pero no pudo evitar un corte en el brazo, del
que ni siquiera se quejó. Dio una patada a Calem en la boca,
que le desencajó la mandíbula y lo hizo escupir sangre y
dientes, para asegurarse de que no se levantara y se giró hacia
Alec. Con su hermano prácticamente fuera de combate, sus
movimientos se volvieron más impetuosos y erráticos.
Desmon no desaprovechó la oportunidad y lo acorraló contra
una esquina. Cuando estaba a punto de asestarle el golpe que
le aseguraría la victoria, los hombres que había detrás abrieron
el cerco para que Alec pudiese maniobrar y regresar al centro
del patio. Desmon comprendió que no debía dejar que se
acercase más al cerco y que debía terminar con aquello cuanto
antes. Anduvo hacia él con el brazo goteando sangre. Alec
gritó de rabia y corrió a su encuentro. Desmon levantó la
espada y, con un movimiento circular bajo que su contrincante
no esperaba, le laceró los gemelos. Alec cayó al suelo, incapaz
de mantenerse en pie.
Douglas vio como sus dos hijos permanecían tendidos en el
empedrado e intentó adelantarse para impedir que se ejecutase
la sentencia, pero Niall estiró su poderoso brazo y le impidió
avanzar.
—Es el deseo de Dios.
Desmon jadeaba de cansancio y de los golpes que había
recibido de los hombres de Gordon, que no habían
desaprovechado la oportunidad de golpearlo en las costillas,
propinarle patadas e incluso algún que otro corte con una
navaja.
—¿Quién de los dos golpeó a mi mujer?
Calem, incapaz de hablar, no tuvo reparos de señalar a su
hermano. Alec gritó de rabia, levantó su espada desde el suelo
para atacarlo, pero Desmon dejó caer la suya y le seccionó un
brazo a la altura del codo. Los gritos de angustia y de dolor
resonaron en las paredes de Corran mientras la sangre teñía la
piedra del suelo.
—Si cualquiera de vuestra familia vuelve a acercarse a mi
mujer, iré seccionándoos miembro a miembro hasta que solo
quede de vos vuestra cabeza.
Desmon se giró hacia Alasdair y avanzó hacia él. Los hombres
se apartaron a su paso hasta que llegó al pie de los escalones.
—Mi inocencia ha quedado demostrada —sentenció.
Todos los allí presentes eran conscientes de que Desmon
podría haber matado a los dos hermanos si hubiese querido.
Sin embargo, si algo lo había detenido, había sido pensar en
Tara. No quería que ella lo viese como el asesino de su
familia. Esperó a que Alasdair se pronunciara durante
angustiosos momentos hasta que el sheriff finalmente
declamó:
—Dios ha hablado —confirmó así su absolución. No le
quedaba otra que aceptar que Desmon había ganado y retirarse
antes de que su nombre quedase enmascarado por el deshonor
de los Gordon.
El laird Campbell asintió, conforme. No obstante, antes de
retirarse, se acercó hacia Alasdair. Tuvo la satisfacción de ver
el pánico en sus ojos y el regocijo de que diese un paso atrás.
—Si volvéis a acercaros a mi mujer, os mataré —bisbiseó—.
No tendré piedad.
Douglas temblaba de rabia, vergüenza y desesperación al ver a
sus hijos tendidos en el patio. Mientras Niall, Brenn y Desmon
se marchaban de Corran, el laird Gordon ordenaba que
atendiesen a sus hijos mientras él se retiraba al interior del
castillo para esconder su deshonra.
CAPÍTULO 25
Espeth y Muriel corrieron escaleras arriba hasta la alcoba
donde descansaba Tara y aguardaba Eryn para informarlas de
la llegada de los hombres. En cuanto Espeth abrió la puerta,
Eryn se levantó y Tara intentó incorporarse.
—¡Han llegado, mi señora! —exclamó Espeth.
—¿Están bien? —quiso saber Eryn, con el corazón galopando
sin control contra sus costillas.
Tara aguantó la respiración durante los segundos que tardó
Muriel en contestar.
—El laird Campbell está herido.
No esperó a escuchar nada más, salió de la cama y
desobedeció los consejos de su doncella, que intentaba
convencerla para que no lo hiciese. Llevaba la camisola
abierta por la espalda para facilitar las curas y el cabello
trenzado a un lado, sobre el hombro derecho, para que no le
rozase las heridas. No le importó el frío del suelo de piedra,
caminó con dificultad hacia la puerta cuando Eryn se interpuso
en su camino.
—No volveré al lecho —advirtió Tara.
—No pensaba pedíroslo. Si estuviese en vuestro lugar, nada
me detendría. Sujetaos a mi brazo, os acompañaré.
Acababan de acceder al corredor y se encaminaban hacia las
escaleras cuando Desmon apareció al otro lado del pasillo. De
nada sirvieron los consejos de Niall para que lo curasen antes
de subir a ver a Tara; con la herida del hombro abierta y el
rostro manchado de la sangre de los Gordon, se presentó ante
ella. Sus miradas conectaron y no cesaron de contemplarse
mientras él avanzaba a su encuentro. Se detuvo a escasos
centímetros de ella, levantó una mano y enmarcó su mejilla.
—¿Qué haces fuera de la cama? —preguntó con dulzura.
Eryn se retiró con discreción y lo mismo hicieron el resto de
las mujeres hasta que ambos se quedaron solos.
—No me dijisteis que os ibais para pelear contra mi familia.
—No quería perturbarte.
Desmon no esperó más y la tomó en brazos ante el jadeo de
sorpresa de Tara.
—Debes estar en el lecho hasta que estés recuperada. Nos
espera un largo viaje.
Entró en la estancia y la depositó sobre las sábanas con
delicadeza. Tara tenía un montón de dudas que no se atrevía a
resolver, sin embargo, Desmon supo leer en el brillo azul e
inquieto de sus ojos qué la turbaba.
—Puedes preguntarme lo que desees. —Se sentó a su lado en
la cama y enlazó su enorme mano con la suya.
—Toda esa sangre —dudó Tara—, ¿es vuestra?
Desmon negó con la cabeza.
—Esta es la peor herida que tengo. —Le mostró el corte del
brazo—. El resto solo son magulladuras sin importancia.
—Si la sangre no es vuestra… ¿Es de alguien de mi familia?
—Lo es. —Desmon suspiró y decidió ser sincero con ella.
Hasta el momento, para lo único que habían servido los
secretos había sido para hacer daño a la gente que amaba—.
Me batí en duelo con tus hermanos.
—¿Con los dos? —se sorprendió Tara.
—A la vez.
—¿Han muerto? —quiso saber con la voz estrangulada.
—No. Les perdoné la vida, pero no quiero mentirte. Ambos
han sufrido heridas, pero es Alec el que está más grave.
Le hubiese gustado sentirlo por sus hermanos, albergar algo de
lástima por el parentesco que los unía, pero lo cierto era que
no deseaba saber nada de ellos nunca más. Le bastaba con
saber que Desmon había tenido la deferencia de dejarlos vivir,
aunque tuviesen que hacerlo con las consecuencias de su
enfrentamiento.
—Se ha terminado, Tara. No volverán a acercarse a ti nunca
más.
Cerró los ojos y suspiró.
—Querían acusaros de la muerte de vuestro hermano —
confesó—. Mi padre y mis hermanos me acorralaron en
Berwick e intentaron convencerme de que habíais sido vos el
causante de su muerte.
—¿Les creíste? —quiso saber sin acritud. Dejó a un lado el
dolor por su recelo al no haber acudido a él para informarlo.
Tenía que reconocer que no había hecho mucho por ganarse su
confianza.
—No —admitió, avergonzada. Porque revelar que confiaba
ciegamente en él evidenciaba sus más profundos sentimientos.
—¿Dudaste cuando descubriste el collar?
Tara giró el rostro hacia el otro lado para que Desmon no viese
el dolor en sus ojos. Recordar aquella funesta noche abría más
la herida de su desengaño.
—Tara —Desmon intentó que no le apartase la mirada—, ya
no me importa que encontraras el colgante.
—No fui yo —no pudo evitar defenderse—. Estaba encima de
la cama cuando subí a nuestra alcoba y supuse que era un
presente vuestro.
Desmon entrecerró los ojos, con el pulgar y el índice sujetó la
barbilla de su esposa y giró su rostro hasta que sus miradas
volvieron a encontrarse.
—¿Quién fue?
—Ya no importa.
Si la culpabilidad había roído sus entrañas desde aquella
anoche, ahora la confesión de Tara acabó por sentenciarlo. Se
pasó las manos por el cabello, desesperado, y se arrodilló en el
suelo, a su lado en la cama. Con sus grandes y ajadas manos,
encerró la de Tara.
—Te ruego que me perdones.
Tara intentó inspirar hondo para liberar el peso que sentía
sobre el pecho, pero dudó que aquella congoja desapareciese
alguna vez. Se sentía perdida, defraudada y sola.
—Entiendo vuestros motivos —dijo al fin—. Comprendo que
ese colgante es demasiado importante para vos.
—Tara —intentó interrumpirla.
—No. Dejadme terminar. —No quería llorar, pero le fue
imposible controlar las lágrimas calientes que templaron sus
mejillas—. Lo asumo, pero no puedo olvidarlo. No por lo que
supuso vuestro enfado en sí, sino porque descubrí que jamás
me ganaría vuestro afecto —se sinceró con valentía. Ya no
tenía nada que perder porque había entendido que jamás había
tenido ninguna oportunidad para ganarse su corazón.
—Eso es…
—No os sintáis culpable —lo cortó antes de que dijese algo
para hacerla sentir mejor y no fuese cierto—. Sé cuál es mi
lugar. A partir de ahora, no tendréis que preocuparos porque
pueda traspasar el límite de mis obligaciones.
«Obligaciones».
Hacía mucho tiempo que ella había dejado de ser eso para él.
No sabía cómo ni cuándo, pero lo cierto es que Tara se le
había metido debajo de la piel y en todos y cada uno de sus
pensamientos. No obstante, supo que nada de lo que dijese la
convencería. No eran palabras lo que Tara necesitaba, eran
hechos.
—Estoy cansada —se quejó ante su silencio, y cerró los ojos.
Rezó para que no pusiese objeciones y la dejase a solas con su
dolor.
Desmon la besó en la frente con dulzura.
—Descansa. Is grá liom thú.
Salió de la estancia y arrastró los pies hasta más allá de las
paredes de Eilean Donan. Caminó alrededor del lago Duich
hasta que encontró el lugar exacto en el que la vio por primera
vez. Rememoró aquel día, cuando le lamió la mejilla con total
descaro, y la comisura de su labio se estiró hasta formar una
sonrisa. Fue como si reviviera de nuevo la noche en la que
ambos sellaron su destino al ayudar a escapar a Mairi y
Duncan McKenzie. La vio sentada a su lado en la hierba
mientras aguardaba a que su hermana se alejara de un destino
desdichado para asumir ella la peor parte de aquel pacto.
¡Cuán equivocado había estado y cuánto daño le había hecho!
Jamás había conocido a una mujer más generosa y valiente
que su esposa. Su esposa. Ya ni siquiera estaba seguro de que
fuese suya, de no haber matado sus sentimientos por vivir del
pasado. Amar a Ailsa fue lo más bonito y lo más doloroso que
hizo en su vida. Dejarla supuso casi su muerte. Pero perder a
Tara hubiese sido su condena eterna.
Se despojó de la ropa y se zambulló en las frías aguas del lago
para quitarse el sudor y la sangre antes de regresar y afrontar
otra conversación que tenía pendiente.
Eryn se había retirado a su alcoba y pedido que le subiesen la
cena. Todavía se sentía inquieta por todo lo sucedido y
necesitaba tiempo para descansar y meditar las consecuencias
que acarrearía saber la verdad. Estiró el colgante sobre las
pieles que había en la cama y lo acarició con ternura. Estaba
inmersa en sus pensamientos cuando Niall entró y, en silencio,
se sentó a su lado.
—Dime que estás bien.
Eryn sonrió y asintió.
—Lo estoy.
—Sin embargo, algo te perturba.
Eryn levantó el colgante y se lo mostró a Niall, que lo miró sin
comprender. Se palpó el pecho para comprobar que llevaba el
colgante puesto y, cuando lo hizo, suspiró aliviado, pero al
momento entrecerró los ojos, inquisitivo.
—¿De dónde ha salido?
—Es de mi tío.
—¿Braden y Desmon tenían un colgante cada uno?
—Me gustaría que la respuesta a la aparición de este collar
fuera esa, pero algo me dice que no.
—¿Qué es lo que barruntas?
—Temo que mi madre y mi tío compartiesen el colgante —
dijo al fin.
Niall abrió los ojos con sorpresa ante el significado de la
confesión de su esposa.
—¿Has hablado con Campbell?
Eryn negó con la cabeza y se inclinó para apoyarse en el pecho
de su marido, que, al momento, la abrazó con ternura.
—Sé que debo hacerlo, pero no sé cómo.
Dos golpes a la puerta interrumpieron su conversación. Niall
se acercó a abrir y descubrió a Desmon al otro lado.
—Necesito hablar con Eryn.
Niall asintió, se acercó hasta su esposa y susurró en su oído:
—Al parecer, ha llegado el momento. Si me necesitas, estaré
al otro lado.
Una vez a solas, Desmon avanzó hasta que tuvo a Eryn de
frente. De inmediato, reparó en el colgante y tuvo que
contenerse para no tomarlo entre sus manos y esconderlo de
nuevo.
—¿Tienes tiempo para una historia? —dijo al fin.
Eryn asintió y le ofreció la silla que había junto a la cama.
Desmon se sentó, apoyó las manos en las rodillas y comenzó
su narración.
Verano de 1272. Escocia

Desmon contempló la costa de Escocia mientras el viento


jugueteaba con su cabello largo y claro. Había pasado un
tiempo desde que dejó su hogar y se marchó a Irlanda para
aprender de navegación y también de cultivos, tal y como su
hermano Braden le había aconsejado. Sin embargo, aunque su
cuerpo estuviese lejos de Carlisle, su corazón siempre
regresaba a Ailsa, la joven que le había robado el aliento antes
de partir y que prometió esperarlo para unirse a él en
matrimonio en cuanto regresase.
Mientras Desmon exploraba tierras lejanas, en Cumbria, Ailsa
tuvo que aguardar su llegada vagando por los campos de brezo
mientras trenzaba coronas de flores o cabalgaba hasta
desfallecer a lomos de su caballo. En una de aquellas salidas,
cuando tuvo un percance con su yegua, conoció a Braden. Era
un hombre apuesto, tanto que la diferencia de edad no le
importó. Braden era doce años mayor que ella, al igual que
Desmon lo era ahora de Tara. El mayor de los Campbell, de
cabellos claros y ojos azules, que supo cautivarla con su
sentido del humor y su carácter afable. A su lado, las semanas
de espera se hicieron más llevaderas. Braden comenzó a
acompañarla en sus salidas, a compartir conversaciones sobre
temas importantes y otros que no lo eran tanto, a cabalgar
hasta quedarse sin aliento… Tanto fue el tiempo que
compartieron que Ailsa llegó a dudar de la intensidad de sus
sentimientos hacia Desmon. Por ello, cuando Braden pidió su
mano, se convenció de que lo deseaba. Habían pasado meses
desde que Desmon partiera y tal vez tardase años en regresar.
Su destino se selló una mañana de domingo en el salón de
Carlisle. Las semanas después de su enlace fueron muy felices.
Tanto que, meses después, Dios los bendijo con la llegada de
su primera hija. Aylin llegó para colmar de dicha a los
Campbell. Era un bebé precioso, de tez marfileña y ojos
claros, que apenas se hacía oír. Ailsa creyó que había
alcanzado el cielo de la felicidad hasta que, una mañana,
Desmon llegó a Carlisle.
Había pasado más de un año desde su marcha cuando
desembarcó en Port Carlisle. Cabalgó como si le fuera la vida
en ello hasta que llegó a Cumbria. Habría ido en busca de
Ailsa de inmediato, pero quiso asearse y cambiarse de ropa
antes de su encuentro. Sin embargo, nada lo había preparado
para encontrarla en el salón de su hogar con un precioso bebé
en brazos. No obstante, ningún dolor se pudo comparar al que
sufrió cuando Braden lo abrazó con infinito afecto y presentó a
Ailsa como su esposa.
A partir de aquel momento, Desmon evitó estar en la misma
estancia que Ailsa fuera del horario de comidas en el salón. Lo
volvía loco verla subir las escaleras y encerrarse en la alcoba
de su hermano. Saber que yacía con él, que Braden tenía
derechos sobre ella como su esposo, casi lo hizo enloquecer
hasta el punto de temer perder el juicio. A pesar de sus
intentos de mantenerse alejados, Desmon y Ailsa no pudieron
resistir la atracción que los unía y que se reavivó con su
regreso. Aunque ambos intentaron olvidar sus sentimientos,
nada pudieron hacer por darle rienda suelta y abandonarse a la
pasión.
Aquel amor prohibido, envuelto en secretos y traición, pesó
demasiado sobre sus corazones. Ailsa, por su parte, luchaba
contra sus sentimientos y la lealtad hacia Braden, pero cada
encuentro furtivo con Desmon avivaba la llama que nunca se
había apagado.
Los días y los meses se convirtieron en un torbellino de
emociones, donde ambos se vieron atrapados en una red de
deseos y responsabilidades que no eran capaces de eludir.
Braden, ajeno al secreto que acechaba en las sombras, percibía
la inexplicable hostilidad de su hermano, pero lo achacaba a
que ansiaba regresar a Irlanda.
La noticia del segundo embarazo de Ailsa terminó por
sentenciar el alma de Desmon. Eryn llegó al mundo una noche
de tormenta cuyos truenos rivalizaron con el llanto de la niña.
Desmon se quedó prendado de aquella cría desde el momento
en que Braden la puso en sus brazos y le hizo prometer que, si
algo le sucedía, cuidaría de su familia como si fuese suya.
Desmon no pudo soportar más el peso de la culpa y, pese a
dejar su corazón en Carlisle, partió de nuevo sin fecha de
retorno.
Tardó varios años en regresar y, cuando lo hizo, Ailsa estaba
muy demacrada, tanto que poco quedaba de la joven vivaz que
había conocido una vez. No fue capaz de marcharse, se quedó
para cuidar de ella y ayudar a Braden con el clan y sus hijas.
Aylin era una niña preciosa, tranquila y obediente, mientras
que Eryn era un remolino de cabellos rojizos y rizados y ojos
rasgados y verdes como la hiedra. Como los suyos. Y así,
como una enredadera, creció el afecto que tenía hacia la
pequeña.
Fue inevitable volver a sucumbir a los sentimientos que jamás
lo habían abandonado. Tanto que, una noche, mientras Braden
dormía y a escondidas, como todos sus encuentros, se
prometieron amarse siempre, aunque fuese en secreto. Con la
luna como único testigo, Desmon entregó el colgante que
había hecho tallar antes de su viaje y que era el símbolo de su
clan. Uno para ella y otro para él, como signo de su amor.
Ambos se lo pusieron uno al otro y sellaron así un
compromiso que iba más allá de las palabras, la lealtad o las
promesas.
—El resto de la historia ya la conoces —concluyó Desmon—.
No era capaz de estar mucho tiempo en Carlisle sin volverme
loco, así que por eso pasaba largas temporadas en alta mar. —
Cuando por fin coincidió con los ojos de Eryn, esta lloraba sin
consuelo.
—La amabas —afirmó Eryn—. La has amado siempre.
—La amé antes que Braden, pero mi hermano también supo
hacerla feliz. Jamás me perdonaré haberlo traicionado y por
ello consagraré mi vida a vengar su muerte.
Eryn no sabía lo que sentía, una maraña de sentimientos la
asfixiaba. Lástima por su madre y por Desmon, pero también
rabia por el engaño hacia su padre. Sin embargo, había algo
que todavía la perturbaba y que no se atrevía a preguntar.
—Aylin es hija de mi padre —tanteó—. Yo…
Desmon cerró los ojos y los apretó con fuerza.
—Nunca lo he sabido —admitió con tristeza—. Pero te
confesaré que siempre deseé que fueses mi hija, porque no
había nada más bonito como símbolo de nuestro amor que tú.
—Yo… —titubeó Eryn, emocionada—. Para mí, Braden
siempre ha sido mi padre.
—Y así debe seguir siendo. Solo te pido que no nos guardes
rencor ni a tu madre ni a mí. Ahora ya sabes toda la verdad y
por qué —señaló el colgante con la cabeza— «mis deseos
están por encima de las estrellas» —concluyó Desmon con el
lema de su clan.
No se atrevió a tocarla, simplemente dejó el collar en sus
manos, en ningunas estaría mejor, y salió de la estancia.
CAPÍTULO 25
Espeth curó las heridas de Desmon, más de las que en un
primer momento él había supuesto. Tenía pequeños cortes por
la espalda y el abdomen, fruto de los hombres de los Gordon.
Estaba exhausto, por lo que no se quejó cuando la mujer le
suturó las incisuras. Permaneció en silencio, ajeno a su cuerpo
y embebido por completo en los sucesos de los últimos días.
La tensión por la huida de Tara, la desesperación por no
encontrarla, la ira al descubrirla maltratada, la lucha con los
Gordon y la conversación con Eryn lo habían dejado agotado.
—Mi señor —habló Espeth—, he terminado.
Desmon cabeceó y la mujer abandonó la estancia. Permaneció
sentado junto al fuego, con la mirada perdida en las llamas que
acariciaban las paredes de piedra, hasta que Brenn entró y se
sentó junto a él. Respetó el mutismo de su amigo, lo dejó
vagar entre el tormento de sus pensamientos porque él, más
que nadie, sabía cuánto había sufrido Desmon por culpa de su
amor incondicional hacia la madre de Eryn. Brenn también
tenía asuntos que resolver, pero aguardaría a que Muriel
terminara de curar a Broc para zanjarlos.
No supo cuánto tiempo pasó hasta que Desmon desvió la
mirada del fuego para encontrarse con la suya.
—Fue Broc el que informó a los Gordon del paradero de tu
esposa —dijo Brenn sin ambages.
Aquella afirmación lo dejó desconcertado. Parpadeó varias
veces, confuso, hasta que habló y la voz le salió como un
rumor tenebroso.
—¿Por qué?
—No lo sé. Tendrás que preguntárselo tú mismo.
—No te quepa duda de que lo haré.
—¿Qué vas a hacer con él?
—No quiero traidores en mi clan que pongan en peligro a los
míos. Tendrá que marcharse.
Brenn no culpaba a Desmon de su decisión.
—Las malas lenguas dicen que está enamorado de tu mujer —
lo tanteó.
Desmon desvió la mirada de nuevo al fuego.
—No lo culpo. Sería un necio si no lo estuviese.
—¿Uno como has sido tú? —lo incitó Brenn.
—Yo he sido el mayor de ellos. He consagrado gran parte de
mi vida a amar a una mujer que no me esperó, que se desposó
con mi hermano y me ofreció las migajas de su tiempo porque
la amaba más que a mi propia vida. Sin embargo, no he sabido
apreciar los sentimientos de Tara ni identificar los míos hasta
que ha sido demasiado tarde.
Brenn se agachó para añadir un par de troncos más a la
chimenea y volvió a su sitio.
—Te estaba buscando cuando McKenzie me ha dicho que
estabas hablando con Eryn.
Desmon apoyó los brazos en las rodillas.
—Le he contado la verdad —confesó—. Le he hablado de mi
relación con Ailsa.
—Tarde o temprano, tenías que hacerlo.
—No entraba en mis planes, y menos de esta forma, pero que
Tara encontrara el colgante y lo relacionase lo precipitó todo.
—¿Cómo se lo ha tomado Eryn?
—Creo que la he decepcionado. No sé si podrá perdonarme.
Solo espero que sepa que siempre estaré ahí para lo que
necesite.
—Supongo que es cuestión de tiempo que lo asuma.
—Confiaremos en ello.
—¿Y Tara? —preguntó con tiento.
Eso mismo se preguntaba él. Qué podía hacer para recuperar el
afecto de su esposa. Sabía que también tenía que hablarle de
Ailsa, pero antes necesitaba que su mujer se convenciese de
que gracias a ella había dejado el pasado atrás y, por primera
vez, ansiaba vivir el presente con ella y construir un futuro
juntos.
—No lo sé. No sé cómo recuperarla —admitió, desesperado
—. La idea de haber destruido lo que había entre nosotros y de
que no me perdone me vuelve loco.
—Tu mujer ha sufrido lo indecible en aquella casa; merece un
hombre como tú, que quiera hacerla feliz.
Ojalá las palabras de Brenn fueran ciertas, porque él,
egoístamente, la necesitaba casi tanto como respirar. No había
peor lección de vida que valorar lo que se tenía una vez
perdido.
—A ello consagraré mi vida —confesó—. Y tú, ¿qué vas a
hacer? ¿Partirás cuando regresemos a Carlisle?
Brenn estiró las piernas y las cruzó mientras sonreía.
—Voy a mantener una conversación muy seria con cierta
joven que se ha propuesto marear mi vida hasta el punto de
necesitarla como ancla.
Desmon estiró la comisura de sus labios de medio lado con un
gesto que no le llegó a los ojos. Brenn siempre sería un
marinero.
—Suerte —le deseó de todo corazón.
Brenn esperó a Muriel junto a la puerta de la alcoba donde el
joven Broc se recuperaba de sus heridas. La doncella salió
arrastrando los pies mientras se limpiaba las manos con un
paño de lino cuando una mano tiró de ella y la hizo tropezar
contra un pecho musculoso que conocía bien.
—Me habéis asustado —jadeó, inquieta.
—No más que tú a mí cuando desapareciste de Carlisle.
La joven chasqueó la lengua con insolencia e intentó
separarse. No iba a volver a caer en palabrerías que alentaran a
su enamorado corazón.
—No me crees —aventuró Brenn.
—Si solo me hubiese ido yo, nadie habría venido en mi busca.
Estáis aquí porque acompañáis al laird Campbell.
Brenn negó con la cabeza, despacio.
—Estoy aquí porque Desmon quería recuperar a Tara y,
maldita fuera mi suerte, la mujer más fascinante y testaruda
que he conocido desapareció con la esposa de mi amigo. Así
que no me quedó más remedio que venir en su busca y
convencerla de que no vuelva a irse de mi lado.
Muriel abrió los ojos, incrédula ante la confesión que acababa
de oír. Boqueó como un pez y se llevó una mano al corazón
para calmar los furiosos latidos que golpeaban contra sus
costillas.
—El que os ibais erais vos —consiguió musitar.
—Un hombre tiene derecho a equivocarse y a rectificar —
sonrió Brenn.
—¿Significa eso que no os iréis de Carlisle?
—Si no me acompañas, no.
La joven entrecerró los ojos. Sí, le había dicho que quería estar
con ella, pero no en qué términos.
—No pienso ser vuestra amante —soltó a bocajarro.
—Eso supone un serio inconveniente porque, en un
matrimonio, es lo que se espera.
—¡¿Matrimonio?! —exclamó con voz chillona.
Brenn reprimió una carcajada, la tomó de la mano y la condujo
de manera precipitada entre los corredores de Eilean Donan
mientras Muriel no cesaba de preguntar qué se proponía hasta
que salió del castillo y se detuvo en mitad del puente que
cruzaba el lago Duich. La apoyó sobre la baranda de piedra y
enmarcó su rostro con sus manos ajadas por tantos años en el
mar. Sin embargo, pese a la aspereza de su piel, Muriel la
sintió como la mejor de las caricias.
—Sí, matrimonio —confirmó con ternura—. Me dijiste que
querías un hombre que te quisiese, te respetase y estuviese
dispuesto a formar una familia contigo. Yo soy ese hombre —
afirmó.
—¿Me quieres? —quiso saber, emocionada.
—¿Cómo no hacerlo? Eres maravillosa, Muriel, y no quiero
perderte.
—Pero dijiste que tu vida está en el mar. ¿Qué pasará si
descubres que necesitas navegar de nuevo?
—¿Me estás preguntando si te abandonaré? —Ella asintió y
Brenn suspiró—. Mi vida está donde tú estés. Cásate conmigo,
mujer.
Muriel se mordisqueó el labio para dilatar un poco más su
confirmación. ¿Cómo podía negarle algo que había anhelado
tanto?
—Me casaré contigo, Brenn el irlandés —confirmó al fin.
Y el marinero entendió que había encontrado su isla.
Dos velas iluminaban la cama en la que el joven estaba
recostado. Desmon contempló sus heridas y el aspecto
demacrado del muchacho. No obstante, no podía olvidar que
Tara había caído en las manos de los Gordon por su culpa.
Broc percibió la presencia de Desmon porque sintió un
escalofrío que lo obligó a abrir los ojos. Cuando su mirada se
encontró con la del laird, giró la cabeza, avergonzado.
—Nos has traicionado. —La voz de Desmon pareció retumbar
entre aquellas paredes.
—Vos no la hacíais feliz —declamó con la voz rota y cansada
—. Era desdichada por vuestra culpa.
Desmon apretó los puños a ambos lados de su cuerpo.
—Eso no es asunto tuyo.
—Ella me importa —susurró—. Jamás quise hacerle daño.
—Sin embargo, lo has hecho. Su mayor temor se ha
materializado por tu culpa.
Un sollozo escapó de los labios magullados del muchacho.
—No puedes volver a Carlisle —anunció Desmon sin más
demora.
El joven abrió los ojos como platos, intentó incorporarse, pero
las heridas se lo impidieron.
—Mi señor, mi madre…
—Tu madre es libre de dejar mis tierras si desea irse contigo.
—Yo no quise que golpeasen a mi señora. Quise protegerla,
hacerle ver que vos no la amabais y que yo… —Dos lágrimas
calientes resbalaron por sus sienes.
—Eres muy joven, Broc. Demasiado para entender lo
complicado que puede ser a veces el amor.
—Intentaré mantenerme alejado de ella.
—No podrás hacerlo. —Desmon lo sabía bien—. Esto es una
lección que no olvidarás jamás, las consecuencias de nuestros
actos las pagamos. Y tú, ahora, empezarás a pagar las tuyas.
Cuando estés recuperado, abandonarás Eilean Donan y partirás
hacia la isla de Skye. Enviaré una misiva a Donald Ferguson
para informarle de que vas de mi parte. Te ofrecerá trabajo y
un lecho caliente en el que dormir. Aprovecha esta
oportunidad —advirtió Desmon al ver la rabia pintada en el
rostro del joven—. Es el mejor consejo que puedo darte.
Aprende un oficio, rehaz tu vida, pero jamás vuelvas a
Carlisle.
Con los sollozos del joven a su espalda, Desmon abandonó la
estancia.
Al día siguiente, Tara escuchaba los consejos de Espeth sobre
la mejor cura para sus heridas con resignación y apatía. Abrió
la boca para que la mujer le diera una cucharada de aquel
brebaje que sabía a barro, pero que la doncella de Eryn
afirmaba que era capaz de resucitar hasta los muertos.
Aguantó las arcadas y, con la mano que no tenía en cabestrillo,
tomó el vaso con agua que había en la mesilla de noche y se lo
terminó de un trago.
—Ya tenéis la herida del labio casi curada y el ojo menos
hinchado. Los ungüentos que nos dio la curandera han
cicatrizado vuestras heridas y tienen mucho mejor aspecto.
Puede que la mujer tuviese razón, sin embargo, Tara no se
sentía en absoluto recuperada.
—Vuestro esposo también parece sanar. —Espeth miró con
disimulo a Tara, que de inmediato le prestó atención.
—¿Tiene muchas lesiones? —no pudo evitar preguntar.
—Más de las que parecía en un principio. Además del corte en
el abdomen, tenía varios por la espalda.
—¿Cómo se encuentra? —susurró.
—La misma pregunto me hizo sobre vos. Mi laird tuvo que
obligarlo a retirarse a su lecho a mitad de la noche porque se
negaba a abandonar esta silla. —Señaló al lado de Tara.
—¿Desmon ha estado aquí? ¿A mi lado?
—No quería separarse de vos.
Tara desvió la mirada y dejó que sus ojos vagasen desde la
ventana al exterior del castillo, donde el viento parecía azotar
los árboles. Se castigó porque su corazón se saltase varios
latidos por las palabras de la mujer. No tenían mayor
importancia. Desmon se sentía culpable y por eso actuaba de
ese modo. O tal vez fuese por su sentido del honor. Fuera
como fuere, no tenía nada que ver con sentimientos
románticos. Cerró los ojos y se concentró en caer en un sueño
profundo para dejar de sentir dolor en el cuerpo y en el alma.
Cuando despertó, ya era noche cerrada. No se oía nada más
que la tormenta, que castigaba las montañas con sus truenos y
relámpagos. La lluvia golpeaba contra la ventana y Tara sintió
la necesidad de contemplar la fuerza de la naturaleza en todo
su esplendor. Despacio, retiró las pieles y comenzó a
incorporarse. La chimenea estaba encendida, pero, cuando
puso los pies en el suelo, el frío de la piedra hizo que un
escalofrío la recorriese. No obstante, no se detuvo. Se puso en
pie y respiró hondo cuando sintió un leve mareo, apoyó la
mano en la pared y, cuando estuvo segura de que no se
desvanecería, avanzó. Cuando estaba cerca, un trueno
estremeció todo el castillo, pero nada la alteró tanto con sentir
las manos de Desmon sobre sus hombros mientras se pegaba a
su espalda.
—Pensé que tal vez la tormenta te había sobresaltado y, sin
embargo, parece que ibas en su busca.
Tara no contestó, se mantuvo quieta mientras las manos de su
marido la calentaban. Ante el mutismo de su esposa, Desmon
suspiró.
—¿Quieres ver la tormenta en toda su magnificencia?
No esperó a que ella contestase; cogió las pieles que había a
los pies de la cama y la cubrió con ellas, la sentó sobre el lecho
y se arrodilló en el suelo para ponerle los zapatos.
—No tenéis que hacer esto —susurró.
—Quiero hacerlo.
Desoyó las protestas de Tara y la tomó en brazos. Abandonó la
estancia y se encaminó hacia la escalera que subía a la torre
más alta del castillo. Una vez allí, la dejó en el suelo y se
mantuvo junto a ella, con la vista perdida en el horizonte. El
olor a lluvia y el viento frío despertaron los sentidos de la
joven. Se recreó en el sonido de las gotas al golpear contra el
agua y los dibujos de los relámpagos en el cielo.
—Todo esto es culpa mía —admitió Desmon—. Lamento
haber forzado tu huida y que, por ello, cayeses en las manos de
esos desgraciados de tus hermanos.
Tara cerró los ojos y respiró hondo.
—No vine para que Eryn se enterase de la relación que os unía
con su madre. Vine para hablarle de las intenciones que tenía
mi padre de involucraros en el asalto a Carlisle y entregarle el
colgante para que lo guardase y no hubiera pruebas contra vos
—sintió la necesidad de aclarar.
Desmon guardó silencio para asimilar las palabras de Tara y
todavía se sintió más miserable.
—No te merezco, pero soy demasiado egoísta para perderte.
—No tenéis que decir nada que no sintáis, no quiero vuestro
agradecimiento ni, sobre todo, vuestra lástima. Encontré la
carta en la que me pedíais que os librara de este matrimonio,
que habíais intentado convivir conmigo, pero que no erais
capaz.
Desmon se puso frente a ella y la sujetó por los brazos.
—Tara, esa carta la escribí antes de casarnos. Esas palabras ya
no significan nada. Porque tú ahora lo significas todo. Tienes
mucho más que eso, pero no sé cómo convencerte de ello.
Un relámpago iluminó el cielo y el viento arrastró las gotas de
lluvia hacia ellos. Tara se estremeció. Presto, Desmon la tomó
en brazos de nuevo y bajó los escalones para llevarla de
regreso a su alcoba y al reconfortante lecho. Aprovechó esos
momentos en que la tenía pegada a su pecho para calentarse
con el calor de su cuerpo. No era consciente de cuánto la había
echado de menos hasta que su ausencia lo destrozó y ahora no
era capaz de estar lejos de ella. Dormir en otra alcoba lo tenía
desesperado, sentirla tan distante y dolida lo estaba matando
poco a poco, porque el temor de que Tara ya no lo amase lo
atormentaba sin descanso. Apoyó los labios en el cabello de la
joven y depositó un beso suave, casi imperceptible, pero que a
Tara volvió a erizarle la piel.
—¿Deseas acostarte o prefieres estar junto a la chimenea? —
quiso saber cuando volvieron al calor de la alcoba.
—Quiero dormir —musitó.
Desmon la dejó de pie al lado de la cama, apartó las pieles que
la cubrían y le quitó los zapatos. La ayudó a recostarse, volvió
a taparla y depositó un beso suave sobre su frente.
—Encontraré la manera de hacerlo —susurró.
Cerró la puerta y salió de la estancia.
Una semana después, Tara estaba harta de estar encerrada. El
ojo ya no lo tenía hinchado, de la agresión de su hermano solo
quedaba la sombra violácea que lo rodeaba. El brazo, aunque
amoratado del golpe, podía moverlo, por lo que podía valerse
por sí misma, y la espalda ya no le escocía. Desmon había
pasado horas sentado a su lado ofreciéndole conversaciones
banales que aún la pusieron de peor humor, al igual que Eryn.
Lo único que le había arrancado una sonrisa y lágrimas de
felicidad había sido la noticia de Muriel sobre su próximo
enlace con Brenn. Así que, para evitar que tío y sobrina
siguiesen imponiéndole su presencia, decidió bajar al salón
para la comida.
—Mi señora, ¿seguro que os queréis levantar?
—Si no lo hago, me volveré loca.
Muriel sonrió al reconocer que había vuelto el temperamento
de Tara y aquello era muy buena señal. La tina estaba
preparada junto al fuego y la joven la ayudó a acomodarse
dentro.
—¿Seguro que no queréis que me quede?
—No es necesario, puedo bañarme yo sola.
—Regresaré para ayudaros a vestiros.
Muriel se fue y Tara apoyó la cabeza en la madera. Cerró los
ojos y disfrutó de la sensación del líquido deslizándose por su
piel. Se sumergió y dejó que el agua amortiguara el chasquear
de la leña. Cuando emergió, ahogó un grito y se cubrió los
pechos con un brazo al ver a Desmon de pie enfrente de la
bañera. Él, no obstante, no pudo apartar los ojos del lugar
exacto en el que el agua lamía sus senos, bajó la mirada e
intentó adivinar sus curvas debajo del líquido caliente. Tara
cruzó las piernas al advertir hacia dónde se dirigían sus ojos y
parte del líquido se derramó por el suelo, al igual que el deseo
por el cuerpo de Desmon.
—Marchaos —pidió, abochornada.
—Debería hacerlo, pero no puedo —admitió con voz ronca,
embebido por su belleza—. Muriel me dijo que bajarías al
salón. Vine para comprobar que estabas lo suficiente
recuperada para hacerlo, pero no has contestado cuando he
llamado a la puerta y me asusté.
—Bajaré al salón en cuanto esté lista —insistió—. Ahora, idos
para que pueda salir de la bañera.
—Yo no te lo impediré.
Ambos se retaron con la mirada hasta que Tara se levantó en
un movimiento fluido que lo sorprendió y se quedó desnuda de
pie frente a él. No sabía de dónde había surgido la valentía
para hacerle frente, tal vez de su orgullo al advertir cómo la
miraba o tal vez porque necesitaba demostrarle que ella era
una mujer que merecía ser admirada igual que su adorada
Ailsa.
El cabello le goteaba por la espalda, de los pechos manaban
gotas que resbalaban por su piel y regresaban al agua, y su
sexo mojado derramaba el fluido entre sus piernas hacia el
lecho del que había salido.
La mirada de Desmon se oscureció. A través de la barba, Tara
descubrió cómo le palpitaba el músculo de la mandíbula y sus
manos se crispaban de anticipación.
—Quizás tenías razón y tendría que haberme ido, porque
ahora lo único que deseo es lamerte todo el cuerpo. Pero sé
que todavía no estás en condiciones para mí y antes tengo que
convencerte de que te amo. Así que… —avanzó hasta ella y la
envolvió con la tela de lino que había a los pies de la cama—
cúbrete antes de que me arrepienta.
La besó en los labios con mucha más pasión de la que debería
y abandonó la estancia a grandes zancadas ante la
estupefacción de Tara, que solo oía en su mente el eco de su
confesión: «Te amo».
El salón olía a estofado y a hidromiel hasta el punto de que a
Tara se le hizo la boca agua. En cuanto puso un pie en la
estancia, Desmon la siguió con la mirada hasta que tomó
asiento junto a él. El cabello trenzado dejaba al descubierto su
cuello esbelto, mientras que el vestido de color azul intenso
destacaba su palidez, pero también el color de sus ojos.
—Estás preciosa —apreció Desmon.
Las mejillas de Tara se colorearon por la caricia del aliento
cálido en su cuello. Desmon se retiró y ella sintió de nuevo el
frío en su piel.
—Me alegra ver que tenéis mejor aspecto y os habéis animado
a bajar. —Eryn se sentó al otro lado y la miró con afecto.
—No puedo decir lo mismo de vos —apreció Tara al ver las
ojeras violáceas que ensombrecían el rostro de la joven—.
¿Estáis bien?
—Hace días que no descanso y me cuesta conciliar el sueño —
admitió.
—¿Todavía no estáis recuperada? Vuestro tío me dijo que no
vendríais a la festividad de Saint Andrew porque estabais
indispuesta.
Desmon miró a Eryn con preocupación y ella sintió un vuelco
en el corazón. No había vuelto a hablar con él ni coincidido a
solas. No sabía si volvería a verlo como su tío o no; de
momento, no había podido quitarse de la cabeza la historia de
su madre.
—¿Eryn? —interrumpió Tara sus pensamientos.
—Disculpad. Ando un poco distraída debido al cansancio.
Estoy mejor, gracias.
No obstante, Tara se percató de que no comía. Por ello, cuando
retiraron de la mesa los servicios y los alimentos de los que no
habían dado cuenta, sugirió a Eryn que la acompañase a dar un
paseo por el patio.
El tímido sol del invierno que la recibió en cuanto salió del
salón le hizo tanto bien como el baño que había tomado.
En silencio, caminaron hacia el puente hasta que estuvieron
lejos de oídos indiscretos.
—No hace mucho, os dije que solo medio muerta o si perdía la
razón albergaría sentimientos por vuestro tío.
—Lo recuerdo —sonrió Eryn.
—Me temo que debo daros la razón. He perdido el juicio.
—Pero no sois feliz.
Tara miró hacia las montañas y observó a las nubes avanzar
por el cielo.
—He de suponer que habéis hablado con vuestro tío —tentó
Tara.
—¿Os lo ha contado? ¿Os ha hablado de su pasado? —Tara
negó con la cabeza y se cobijó con la capa cuando el viento
frío la azotó—. Entonces, yo no puedo hacerlo.
—No quiero que me contéis nada, sé lo que necesitaba saber.
Pero es eso lo que os perturba —afirmó—. No os habéis
dirigido la palabra durante la comida.
—Aún debo asimilar muchas cosas.
Tara apoyó las manos sobre la fría piedra y se inclinó para ver
el agua del lago ensombrecida por la turba que anidaba en el
fondo.
—¿Diríais que esta agua está limpia? —preguntó a Eryn.
La joven la miró como si de pronto le hubiesen salido dos
cabezas por el cambio de tercio en la conversación.
—¿Por qué lo preguntáis?
—Porque parece sucia por ese color amarronado.
—Sabéis perfectamente que se debe a la turba que la lluvia
arrastra desde las montañas y descansa en el fondo.
—Entonces, diríais que el agua está limpia —afirmó Tara.
—Por supuesto.
—En efecto, el aspecto del lago es precioso.
—Sí, lo es.
—Creo que los sentimientos de Desmon hacia vos son como el
agua de este lago. Son limpios y puros; puede que parezcan
manchados por sus acciones del pasado, pero, aun así, no
dejan de ser hermosos. Recordadlo —susurró.
Eryn, con la mirada perdida en el horizonte, estiró la cadena
que llevaba al cuello y encerró en su mano el colgante. Tara
supo que era el de Desmon porque Niall siempre llevaba el
que Eryn le regaló.
Pasaron unos minutos hasta que la emoción dejó hablar a
Eryn.
—Hablaré con él. Os doy mi palabra.
—Desmon no podría ser feliz sin vuestra estima. Significáis
demasiado para él.
Eryn desvió la mirada hacia el lago de nuevo y le pareció más
bonito que nunca.
—Debéis amarlo mucho.
Tara no contestó, no consideró que fuera necesario.
Regresaban hacia el castillo cuando Niall y Desmon fueron a
su encuentro. Una vez frente a ellos, Eryn avanzó hasta que
estuvo delante de su tío. Siempre había sido una mujer de
impulsos y aquella no iba a ser una excepción. Se lanzó a los
brazos de Desmon y lo abrazó con fuerza. Para él, fue como si
pudiese volver a respirar.
—No dejaré que el pasado enturbie el presente —afirmó Eryn.
—Yo siempre estaré para ti.
Eryn se apartó de él visiblemente emocionada.
—Para mí y para mis hijos —anunció la joven, a la vez que
posaba una mano en su barriga.
Desmon parpadeó, Tara jadeó y Niall hinchó su pecho, ufano,
mientras Eryn sonreía y lloraba a la vez. Los abrazos se
sucedieron de nuevo hasta que el laird McKenzie decidió que
Eryn debía retirarse a descansar y se la llevó al interior de su
hogar.
Tara quiso seguir sus pasos, pero Desmon la detuvo.
—Me temo que has tenido mucho que ver en que Eryn me
perdonase.
—No sé de qué habláis.
Desmon suspiró y apoyó las manos sobre el muro de piedra.
—¿Cuándo dejarás de tratarme con cortesía?
—Cuando sienta que puedo confiar en vos y no tema que me
lastiméis de nuevo.
—Te prometo que no lo haré. Cada día me encargaré de
demostrártelo.
Ella guardó silencio, no tenía sentido ilusionarse con sus
palabras porque eran los hechos los que debían testificar sus
promesas.
—¿Estás cansada? ¿Quieres retirarte ya a tu alcoba?
—Será lo mejor. —Intentó pasar por su lado, pero Desmon
estiró el brazo para impedir su avance y apoyó la mano en su
cadera.
—Acompáñame. Me gustaría llevarte a un sitio.
La duda en los ojos de Tara lo animó a insistir.
—Por favor.
El mutismo fue suficiente para que Desmon lo tomase como
un sí. Le apoyó una mano en la parte baja de la espalda y la
guio por la orilla del lago Duich.
—Me gustaría saber si te encuentras recuperada para que
dentro de dos días emprendamos el regreso a Carlisle. No debo
demorar más nuestra vuelta, no cuando tenemos tropas
inglesas a las puertas, pero no me marcharé de aquí sin ti —
aclaró antes de que ella lo sugiriese.
—Podré hacerlo —respondió, escueta.
Desmon se detuvo y ella hizo lo propio a su lado.
—Fue aquí. Justo en este punto.
Ella lo miró sin comprender y él siguió hablando.
—Aquí nos vimos por primera vez. Fuiste tan altiva y
remilgada cuando te salpiqué con el agua… —Sonrió al
recordarlo—. Pero también me pareciste la mujer más hermosa
que había visto en años. Así que decidí actuar como el patán
que creíste que era y te lamí la mejilla. Un grave error por mi
parte porque me gustó demasiado.
—A mí, sin embargo, me pareció asqueroso —reconoció.
Desmon esbozó una sonrisa y siguió bordeando el lago. Tara,
curiosa, lo acompañó para ver lo que se proponía y, aunque no
quería reconocerlo, sabía que la declaración de Desmon había
hecho que su corazón maltratado saltase de emoción.
Cuando se detuvo de nuevo, la miró con aquellos ojos grandes
y verdes que eran tan misteriosos como expresivos.
—Aquí te besé por primera vez.
Tara enrojeció y miró alrededor.
—Era de noche, no podéis saberlo con exactitud —lo
contradijo.
—Lo sé porque volví al día siguiente.
—¿Para qué?
—Para ver a plena luz el lugar en el que había sellado mi
destino. —Giró sobre los talones y la agarró de los hombros.
—Lamento que os vieseis en la obligación de desposaros
conmigo —intervino antes de que él siguiese hablando.
—Yo no —afirmó, contundente—. Fui un necio que se rebeló
contra la imposición de tu padre de la manera equivocada. Lo
pagué contigo porque me hacías sentir demasiadas cosas para
las que no estaba preparado. Intenté mantenerme alejado de ti,
pero la atracción que sentía fue mucho más fuerte. Eres para
mí como la luna para las mareas, Tara. No puedo ni quiero
vivir sin ti.
Soltó uno de sus brazos y del sporran que llevaba atado a la
cintura sacó un colgante y se lo mostró.
—El lema de nuestro clan es «Nuestros deseos están por
encima de las estrellas», pero creo que ha llegado el momento
de que escribamos nuestra propia historia y dejemos el pasado
atrás.
Tara tuvo que parpadear varias veces para que las lágrimas le
dejasen ver el collar. Ante ella, un círculo encerraba un
corazón formado por diminutas estrellas.
—Te entrego mi corazón, porque mi amor está por encima de
las estrellas. Te amo, Tara. Te quiero más de lo que jamás
podré expresar con palabras. Sé que te he hecho mucho daño,
pero emplearé el resto de mi vida en recuperarte y convencerte
de que mi amor es sincero. —La rodeó por la cintura y la
acercó a su cuerpo. Apoyó la frente contra la suya y cerró los
ojos. Por primera vez, rezó para que ella lo creyese.
—No soportaría que me volvieseis a destrozar el corazón —
gimió Tara, bañada en lágrimas.
—No lo haré. —Desmon bebió a besos todas y cada una de
sus lágrimas hasta que llegó a la comisura de sus labios.
La besó sin reserva ni temor. Se entregó a aquel beso con todo
el amor que sentía y ella no pudo hacer nada para que sus
sentimientos volvieran a arrasarlo todo.
—¿Me lo prometes? —Dejó a un lado y para siempre su trato
de cortesía.
—Promesa de Campbell.

FIN
EPÍLOGO
Primavera de 1293. Irlanda

El viento azotaba las velas de la embarcación mientras las olas


lamían incansables el casco. En la proa y arropada con un
plaid de los Campbell, Tara observaba impresionada la costa
escarpada de Irlanda. Desmon había insistido tanto en que
conociese sus tierras en aquel país que no pudo evitar
emocionarse con el viaje tanto o más que él.
Por su parte, Desmon se recreó con la imagen de su mujer.
Llevaba el cabello suelto y el viento lo moldeaba a su merced.
Tenía la fascinación pintada en sus ojos y una sonrisa de paz y
tranquilidad que jamás le había conocido. Todavía había
mucho trabajo por delante para que ella se sintiese segura,
querida y admirada, y en eso pensaba Desmon consagrar sus
días, en hacerla feliz.
Se acercó a su esposa y se colocó a su espalda, sus brazos la
encerraron en un abrazo cálido y a la vez firme.
—¿En qué piensas? —susurró junto a su oído.
Tara esbozó una sonrisa perezosa.
—Intento capturar cada instante para atesorarlo.
—Tendrás tantos momentos bonitos que recordar que no habrá
espacio para la tristeza.
Tara rezaba cada día para que aquellas palabras fueran ciertas.
Sin embargo, era consciente de que se avecinaban tiempos
difíciles. Existía una calma tensa, un estadio de letargo que
precedía a la tormenta. Las tropas inglesas seguían apostadas
en la frontera con sus tierras, pero en todo este tiempo no
habían hecho ninguna incursión. No obstante, Balliol no
parecía ser el títere que el rey de Inglaterra había supuesto en
un primer momento y los ánimos estaban tensos. Corría el
rumor de que Bruce quería aprovechar la situación y que para
ello había viajado hasta Londres para reunirse con Eduardo.
Intrigas entre nobles que afectaban al pueblo y en especial
perturbaban a Tara, puesto que sabía que Desmon, tarde o
temprano, debería tomar parte, y nada la angustiaba más que la
posibilidad de perderlo.
—Has vuelto a evadirte —interrumpió Desmon sus
preocupantes pensamientos.
—No sé si hemos hecho bien al alejarnos de Carlisle.
—Hace tiempo que quería realizar este viaje. Si por mí
hubiese sido, habríamos zarpado nada más regresar de Eilean
Donan, pero antes debía asegurarme de que nuestra gente
estaba a salvo. Si he decidido que este es el momento, es
porque es seguro alejarnos de nuestro hogar.
Tara no dudaba de su palabra. Sabía la responsabilidad que
cargaba Desmon sobre sus hombros. Conocía el temor de que
la historia se repitiese y volvieran a atacarlos. Así que, si él
había decidido que era el momento de realizar aquel viaje, ella
no desconfiaba de su decisión.
Tras atracar en el puerto, Desmon la condujo entre la algarabía
de gente y comerciantes hacia una de las calles paralelas y allí
entraron en una posada. Ordenaron algunos platos y bebidas
mientras aguardaban a que el resto de sus hombres
descargasen sus cosas y buscaran caballos para seguir el viaje.
—¿Cuándo llegaremos a tu hogar? —quiso saber Tara.
—Si no dilatamos nuestra partida, deberíamos llegar antes de
que sea noche cerrada. Pero no hay prisa. Si te encuentras
cansada, podemos pernoctar aquí y partir por la mañana.
Tara negó con vehemencia.
—Estoy deseando llegar y ver con mis propios ojos el paisaje
que con tanto detalle me has relatado.
—Estoy seguro de que te emocionará.
Tal y como Desmon había predicho, después de horas de
camino y de que Tara se arrepintiese en silencio de no haber
aceptado la oferta de descansar y pasar la noche en la posada,
en la ladera de un valle, acunada entre dos montañas, Tara
divisó una casa de piedra de la que ascendía humo de la
chimenea.
—Hemos llegado —confirmó Desmon.
Tara tuvo ganas de espolear a su caballo para llegar lo más
pronto posible y tumbarse sobre un lecho suave y blando, sin
embargo, Desmon tomó las riendas de su caballo y las sujetó
con firmeza junto al suyo. Se sobresaltó cuando su marido con
un silbido imitó el sonido de un pájaro y lo miró sin
comprender. Desmon repitió una vez más el canto y, cuando la
puerta se abrió, Tara dejó de respirar. Recortados en la
oscuridad por la luz que emanaba de la casa, una pareja miraba
en su dirección. Habría reconocido esa silueta a millas de
distancia. El sollozo brotó del pecho de Tara y escapó de sus
labios al mismo tiempo que las lágrimas anegaban sus ojos.
—Te dije que te emocionaría —le recordó Desmon con ternura
—. Ve con ella. —Soltó las riendas de su caballo y Tara no
esperó más.
No recordaba cómo había saltado de la montura, ni siquiera
correr los metros que la separaban de su hermana, solo se
convenció de que no era un sueño cuando el reconfortante
abrazo de Mairi las estrechó a las dos.
El silencio de la noche fue sustituido por el llanto, las palabras
dichas a medias, la sorpresa y la emoción de un reencuentro
que Tara creyó que jamás volvería a suceder.
Desmon saludó a Duncan con afecto, y este correspondió a su
gesto igual de sorprendido por su presencia que de agradecido
por haber traído a Tara y cumplir uno de los mayores anhelos
de Mairi. Esperaron pacientes a que las dos mujeres volvieran
a absorber cada una de sus expresiones, hasta que, por fin,
Mairi pudo sofocar el llanto y hablar.
—Tengo tanto que agradecerte… —admitió Mairi—. El laird
Campbell nos contó que nos diste el tiempo suficiente para
huir antes de tener que ir a informar a padre.
—Siempre te he preferido lejos y feliz que a mi lado y
desdichada.
De hecho, Tara nunca había visto a Mairi tan dichosa. Estaba
radiante y el culpable de su estado aguardaba junto a su
marido a pocos metros de distancia.
Duncan la miraba como si la hubiese visto por primera vez. El
último recuerdo que tenía de Tara era rogándole que dejase en
paz a su hermana y no empeorase más la situación con su
familia. Durante mucho tiempo, había sentido resentimiento
por aquella mujer que lo odiaba y hacía lo posible por impedir
que se acercase a Mairi. Ahora, sin embargo, no parecía la
misma. La rígida y estirada Tara Gordon se había convertido
en una mujer desconocida para él. Llevaba el cabello suelto,
solo dos mechones trenzados a los lados y sujetos con un
cordel a la nuca despejaban su rostro. Tenía las mejillas
arreboladas de la emoción y los ojos, grandes y azules,
brillantes del llanto. Pero no era su físico lo que encontraba
diferente. Había un aura distinta, un halo de desinhibición y
confianza desconocido en ella.
—No parece la misma mujer que dejamos en Escocia —
meditó Duncan en voz alta.
—Os aseguro que es la misma, pero sin que los miedos ni las
amenazas estén presentes en su vida.
Duncan miró a su amigo, que no quitaba ojo de encima a Tara,
y no tuvo que preguntarlo, supo con certeza que Desmon había
caído a los pies de la hermana fría y soberbia de su esposa.
Pese al cansancio, Tara rechazó descansar después de la cena.
No se había separado de Mairi en ningún momento y los dos
hombres supieron que aquella noche no compartirían el lecho
con ellas.
Junto a la chimenea, en el silencio de la casa, Mairi preguntaba
incansable sobre su vida en Carlisle y escuchó atenta cómo su
hermana se había enamorado del laird Campbell.
—¿Qué sabes de padre?
Tara negó con la cabeza.
—Poco. Dicen las malas lenguas que, después de que Desmon
se enfrentase a Alec y a Calem, no han salido de Corran.
También mientan que muchos miembros del clan han
abandonado las tierras y no quieren volver.
—Me gustaría sentir tristeza por ellos, pero lo cierto es que no
quiero volver a verlos jamás.
—Ya no pueden hacernos más daño.
—El que nos hicieron nos acompañará siempre.
Mairi agarró las manos de su hermana y las apretó con cariño.
—Lamento que mi marcha te acarrease tantos problemas. Solo
podría consolarme saber que eres feliz.
—No ha sido fácil, Mairi, pero ahora soy feliz. No te negaré
que todavía sufro pesadillas y que a veces el miedo hace que
tema que esta dicha se desvanezca.
—El miedo nos mantuvo con vida, lo llevamos demasiado
arraigado como para ignorarlo.
—¿Por eso no regresas a Escocia? ¿Temes que padre se entere
y pueda hacerte algo? Ni Desmon ni yo dejaríamos que eso
sucediese.
—No deseo volver, Tara. No tengo ningún recuerdo feliz allí.
Aquí, en este valle, he vivido los días más felices de mi vida y
me gustaría seguir haciéndolo. Solo me faltabas tú. Ahora
estoy completa.
Cuando las luces del alba despuntaron en el horizonte,
Desmon y Duncan encontraron a sus esposas en el suelo, sobre
unas pieles, frente al fuego, abrazadas y profundamente
dormidas.
—Necesito vuestra ayuda —susurró Desmon.
—Os debo la vida. Pedid y se os dará —aseguró Duncan.
Los dos hombres salieron de la casa y las dejaron descansar.
La bruma se cernía sobre el frondoso bosque de Antrim
mientras los rayos del sol luchaban por filtrarse a través de las
ramas de los árboles. El aroma a musgo y tierra húmeda
impregnaba el aire y confería una atmósfera mágica. En el
corazón de Irlanda, donde Desmon huyó de un amor
desdichado, curó sus heridas y se convirtió en el hombre que
era ahora, aguardaba para unir de nuevo su destino al de Tara,
junto a Duncan y Mairi. El lugar elegido para la ceremonia era
un claro entre los árboles, limitado por un círculo de piedras
donde la luz del sol danzaba sobre la hierba verde y las flores
silvestres. Un arco de ramas entrelazadas y frutos silvestres
servirían como testigo de su promesa eterna.
Desmon esperaba con impaciencia bajo la arcada la llegada de
Tara. Con su plaid anudado al hombro y la claymore con el
escudo de su clan clavada en el suelo, perdió la mirada entre
las sombras del bosque, a la espera de que su esposa llegase. A
través de la humedad del bosque, su mujer apareció con un
vestido en tono marfil que fluía como la brisa y una corona de
flores sobre su cabello suelto color azabache que resaltaba su
belleza.
La melodía de una gaita en la lejanía viajó a través de la brisa
y acompañó a Tara por el camino que salía del bosque.
Sorprendida, caminó entre el sendero de hierba hasta que llegó
junto a él.
—Mairi me dijo que acudiese porque íbamos a celebrar un
festejo.
Su hermana sonrió con complicidad a Desmon y le tendió un
ramo de flores en tonos malva, blancos y rosados.
—Sé cuánto echaste de menos a tu hermana el día de nuestro
enlace, como también sé que te mereces una ceremonia bonita
que podamos recordar cuando seamos ancianos y contemos a
nuestros nietos nuestra historia.
Desmon borró con su pulgar las lágrimas de emoción que
descendieron por sus mejillas.
—¿Quieres volver a casarte conmigo? —musitó.
—Con todo mi corazón.
El anciano sacerdote se adelantó y comenzó a recitar las
antiguas palabras de bendición. El viento llevaba consigo sus
plegarias mientras Desmon y Tara se miraban con ojos llenos
de promesas y anhelos. Sobre sus manos, anudó una cuerda
para simbolizar la unión física y espiritual. Pronunciaron sus
votos con solemnidad y ternura, a la vez que sellaban su amor
con el intercambio de anillos, que Duncan les entregó.
Cuando el sol descendió por el horizonte, Duncan prendió el
círculo con antorchas, el sacerdote se retiró y Mairi extendió
sobre un mantel en el suelo la cena que había preparado. Entre
risas y brindis por su felicidad, Desmon se acercó al oído de su
esposa.
—Quiero que, cuando te lo ordene, vayas a nuestra alcoba y
me esperes desnuda.
Tara se sonrojó súbitamente, pero lejos quedaba el miedo que
sintió la primera vez que Desmon exigió que se desnudase
para él.
—¿Y qué pretendes hacer conmigo?
Los ojos de Desmon brillaron con astucia.
—Tengo muchas cosas en mente. Entre ellas, demostrarte mi
amor por tu cuerpo y tu alma.
Como se había convertido en tradición, Tara lo miró
emocionada y formuló la pregunta cuya respuesta era más
fuerte que un juramento:
—¿Me lo prometes?
—Promesa de Campbell.
Agradecimientos
Escribir Promesa de Campbell no ha sido fácil. De hecho,
después de Mi tierra lleva tu nombre, intenté empezar varias
historias que quedaron en nada porque no estaba satisfecha
con mi trabajo. Publicar esta novela ha supuesto vencer mis
inseguridades y poder saltar la barrera mental que yo misma
me había impuesto. Así que permitidme que me sienta
orgullosa de mí misma.

Durante estos años, he conocido a gente maravillosa que ha


descubierto mis libros y no ha parado de animarme a seguir
escribiendo. A mis compañeras y compañeros del
colegio CEIP Sant Antoni de Padua de Xeresa y el CEIP
Joanot Martorell de Xeraco que habéis seguido con emoción
mi proceso de escritura, gracias por darme tanto cariño.

A mis queridas lectoras cero: Maribel, María, Ana, Noemí y


Yola, gracias por vuestra sinceridad y entusiasmo con esta
lectura. Por estar a mi lado cuando me perdí y acompañarme
en el proceso.
A María Hurtado, gracias por ser mis números en un mundo
de letras, por tranquilizarme y por decirme: si hay que ir, se
va.

A Patricia A. Miller, gracias por insistir en que la nube pasaría,


que volvería a escribir y cuando leíste esta historia,
asegurarme que no había perdido mi esencia en absoluto.
Gracias por tanto.

A Carol por corregir esta historia con tanto mimo y cariño.

A mis hijos Carmen y Martín, porque son la razón de todo y lo


son todo.
A mi madre, por ser el mejor ejemplo.

A Kike, porque le da sentido a todas las palabras bonitas que


calientan el corazón.

Y a ti, lectora y lector, gracias por escribirme para preguntar


cuándo volvía a publicar, por interesarte por mí, por estar ahí.

¡GRACIAS!

¿Seguimos soñando historias juntos?

Tessa C. Martín.
Nota de autora
Querida lectora y lector: te confesaré que esta novela ha
supuesto un reto personal para mí porque Palabra de
McKenzie marcó un antes y un después en mi vida profesional
como escritora y sé que las expectativas con esta historia
estaban muy altas. La novela de Niall y Eryn estaba basada en
un contexto sociopolítico real como fue el inicio de la Gran
Causa, por tanto, hubo muchos sucesos históricos que
enriquecieron la novela.

Al afrontar la escritura de Promesa de Campbell, me encontré


con un periodo político de calma tensa. No sucedieron grandes
acontecimientos hasta varios años después, cuando Balliol
traicionó al rey de Inglaterra y Bruce aprovechó para luchar
por el poder. El caso es que en Promesa de Campbell no quería
dilatar tanto en el tiempo. Al final de Palabra de McKenzie ya
quedaba marcado el destino de Desmon y Tara con la
inminente boda entre ambos, por lo que consideré que no
debía alargar el inicio de su relación para que cuadrase en un
período convulso concreto. Así pues, quiero que sepáis que las
referencias históricas que os doy a lo largo de la novela, como
es el caso de la guerra en Gascuña, la tensión por las cruzadas,
el nombramiento de Balliol en Berwick, la espera del nuevo
Papa, que Alasdair McDougall sea nombrado sheriff, así como
las fechas en las que todo ello ocurrió, son ciertas. He
intentado ceñirme lo máximo posible a la historia de Escocia y
os he dado pinceladas de lo que pasaría años después al Balliol
prestarse a ayudar a Desmon, si lo necesitaba, y que Bruce
quisiese mantenerse al margen en previsión de que en un
futuro pudiese hacerse con el trono.

Abajo os dejo algunas referencias bibliográficas que me han


servido de documentación.

Dicho esto, espero de todo corazón que hayáis disfrutado de la


novela.
Diferencia entre tartán, plaid i kilt.
https://lovelyscotland.com/tartan-escoces/

Alasdair McDougall
https://www.scotsbarons.com/argyll.htm

Biografía Eduardo I
http://www.mcnbiografias.com/app-bio/do/show?
key=eduardo-i-rey-de-inglaterra

Conflicto de Eduardo con Escocia.


https://www.worldhistory.org/trans/es/1-18603/eduardo-i-de-
inglaterra/
Residencia Eduardo I en Inglaterra
https://es.wikipedia.org/wiki/Anexo:Residencias_reales_en_el
_Reino_Unido

La Gran Causa
https://sobreescocia.com/2012/11/08/escocia-durante-la-edad-
media/

Nombramiento de John Balliol como rey


https://wikioes.icu/wiki/Berwick_Castle#History

Saint Andrew’s day


https://masedimburgo.com/st-andrews-day-patron-de-escocia-
30-de-noviembre
Libros de este autor
Palabra de McKenzie

¿Puede el amor comprometer la palabra de un hombre? ¿Puede


el deseo romper las férreas cadenas de la lealtad?
Niall McKenzie es un guerrero frío y autoritario que no está
acostumbrado a ser cuestionado por nadie y solo rinde
vasallaje a Robert Bruce.
Una noche de tormenta se ve obligado a resguardarse en el
hogar de los Campbell, aliados de los enemigos de su señor.
Al margen de las intrigas de los nobles, Niall cae rendido ante
los encantos de las hermanas Campbell.
Aylin es una mujer dulce y virtuosa, la esposa perfecta para un
laird como Niall. Eryn, en cambio, es una joven exuberante y
rebelde por la que siente una pasión incontrolable.
Su atracción por ambas pondrá a prueba la fidelidad hacia su
señor y la dicha junto a la mujer que en verdad ama.
¿A quién dará su palabra?

Te regalaré pensamientos

Cuando la pequeña Maddison Foster recibe la visita de los


barones Dacre en su casa de Oxfordshire, no intuye que la
intención de su padre es pactar su matrimonio con Cameron, el
único hijo de los Relish, un muchacho insufrible que encuentra
un placer especial en avergonzarla y hacerle la vida imposible.

Años después, Cameron parece haber cambiado su actitud


hacia ella. Ahora está dispuesto a seducirla, pero también a
sellar el destino de ambos con una traición que cambiará el
rumbo de sus vidas.

Mi tierra lleva tu nombre

Cuando Juan y Nelia se conocen siendo niños, no intuyen que


el mismo destino que se encargó de unirlos será el culpable de
que paguen por los errores que sus familias cometieron en el
pasado.

Años después, Juan volcará en Nelia su resentimiento con una


decisión que cambiará el rumbo de sus vidas.

Un viaje a través del tiempo durante un convulso periodo de


nuestra historia que llevará a los lectores a la Guerra del Rif y
a la Primera Guerra Mundial, a la vez que se entreteje una
vibrante historia de amistad, valentía, secretos, venganza y
amor.

También podría gustarte