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La lengua degenerada

Article in Journal of Science Humanities and Arts - JOSHA · January 2020


DOI: 10.17160/josha.7.2.651

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Maria Sol Minoldo


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La lengua degenerada

Authors: Sol Minoldo, Juan Cruz Balian


Submitted: 29. March 2020
Published: 31. March 2020
Volume: 7
Issue: 2
Affiliation: El Gato y La Caja Journal, Argentina, Buenos Aires
Languages: Spanish, Castilian
Keywords: the degenerated language, lengua y lenguaje, grammar, el gato y
la caja, journal project.
Categories: Humanities, Social Sciences and Law
DOI: 10.17160/josha.7.2.651
Abstract:

Languages that attribute a grammatical gender to objects might induce a biased effect on how these
objects are perceived. In a famous study by Lera Boroditsky, a list of 24 reverse-gendered nouns was
prepared in Spanish and German. In each language, half of them were feminine and half masculine. Native
Spanish and German speakers were shown the nouns, written in English, and asked about the first three
adjectives that came to their minds. For instance, the word key is masculine in German. German speakers
described keys as hard, heavy, metallic, and useful. In contrast, Spanish speakers described them as
golden, small, adorable, shiny, and tiny. Conversely, the word bridge is feminine in German, and German
speakers described bridges as beautiful, elegant, fragile, pretty, quiet, slender. Spanish speakers said that
they were big, dangerous, strong, resistant, imposing, and long. In the most impactful article from El Gato y
La Caja community so far, Sol Minoldo and Juan Cruz Balián discuss the evidence supporting this concept
and how this scenario aggravates inequities, as well as some of the available alternatives to overcome this
situation.

Journal of Science,
Humanities and Arts
josha.org
JOSHA is a service that helps scholars, researchers, and students discover, use, and build upon a wide
range of content
March 2020 Volume 7, Issue 2

La lengua degenerada
BY SOL MINOLDO & JUAN CRUZ BALIAN

Ilustradora: Mariana Ruiz Johnson


Fecha de publicación previa: 4/6/2018
Extracto: ¿Tiene sentido hablar con lenguaje inclusivo? ¿Afecta nuestra percepción de
la realidad?
Link a la nota original: https://elgatoylacaja.com.ar/la-lengua-degenerada/

Van dos peces jóvenes nadando juntos y sucede que se encuentran con un pez más viejo
que viene en sentido contrario. El pez viejo los saluda con la cabeza y dice: “Buenos días,
chicos, ¿cómo está el agua?”. Los dos peces jóvenes nadan un poco más y entonces uno
mira al otro y dice: “¿Qué demonios es el agua?”
David Foster Wallace – This is Water

Cuando el escritor David Foster Wallace dio un discurso frente a los egresados de la Kenyon
College comenzó contando esta historia de los peces. Su intención era simplemente
recordarle al auditorio que todos vivimos en una realidad que, a fuerza de rodearnos, a la larga
termina volviéndose invisible. Y que sólo la percibimos cuando se convierte en algo disruptivo,
en un estorbo en nuestro camino: el conductor que nos cruza el auto en la esquina, el
empleado que exige otro trámite para completar una solicitud, la palabra mal escrita: sapatilla,
uevo, todxs. Mientras tanto, las cosas de las que más seguros solemos estar terminan
demostrando ser aquellas sobre las que más nos equivocamos. Por ejemplo, el castellano:
Todos los que nacimos y fuimos criados en el mundo hispanohablante tenemos, rápido y
pronto, certezas sobre cómo funciona el castellano porque es la lengua que aprendimos
intensamente durante nuestros primeros años de vida. Y en algún punto no nos equivocamos.
Incluso si nos preguntasen qué es el castellano podríamos responder en un parpadeo: “es
nuestra lengua materna”. Pero esa respuesta no estaría dando cuenta de la verdadera
naturaleza del asunto, porque en definitiva: ¿Qué demonios es la lengua?

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Eso, ¿qué demonios es la lengua?

Tal como el agua de los peces, la lengua es un poco todo. Mejor dicho, en todo está la lengua,
dado que, una vez que la adquirimos, nunca más dejamos de usarla para pensar el mundo
que nos rodea. Sin embargo, si tenemos que elegir una entre muchas definiciones, diremos
que la lengua es un fenómeno social. Ocurre siempre con relación a un ‘otro’, a una comunidad
con la que establecemos convenciones respecto a qué significan las palabras y cómo
significan esas palabras. En este sentido, vale decir que nos pertenece a todos los que la
hablamos. Y, en el caso de la lengua castellana, a la Real Academia Española (RAE).
¡Momento! ¿Por qué a la Real Academia Española? No parece muy lógico que la segunda
lengua más hablada del globo (después del chino y antes del inglés) sea tan celosamente
protegida por unos pocos señores enfurruñados. Pero menos sentido tiene cuando uno piensa
que estos señores a veces se paran como caballeros templarios protegiendo algo que nadie,
absolutamente nadie, está atacando.

Ah, ¿cómo? ¿Nuestros jóvenes no son como los peces descuidados y rebeldes? ¿No van por
la vida con una promiscuidad lingüística escandalosa, escribiendo ke, komo, xq o todes? Sí,
muchos sí. Los lectores se preguntarán cómo puede ser que permitamos semejante atropello.
Resulta que la lengua no es una foto, es una película en movimiento. Y la Real Academia
Española no dirige la película, sólo la filma. A eso llamamos ‘gramática descriptiva’, que es el
trabajo de delimitar un objeto de estudio (en este caso lingüístico) y dar cuenta de cómo ocurre
más allá de las normas. Por eso, cuando un uso se aleja de lo que indican los manuales de la
escuela, si es llevado a cabo por suficiente cantidad de personas y se hace lugar en
determinados espacios, la RAE acaba incorporándolo al diccionario. Ese es su trabajo
descriptivo. Luego informa al público y ahí todos horrorizados ponemos el grito en el cielo
porque cómo van a admitir ‘la calor’ si es obvio, requete obvio, que el calor es masculino. Es
EL calor.

¿Esto significa que podamos hacer lo que se nos antoja con la lengua? No. Hay cambios que
el sistema simplemente no tolera. Uno puede comprarse todas las témperas del mundo y
mezclarlas a su placer, pero no puede imaginar un nuevo color. Algunas partes de la lengua
funcionan de la misma manera: por ejemplo, no es posible pensar el castellano sin
categoría de sujeto (ese que en la escuela había que marcar separado del predicado y
cuando no estaba se le ponía ‘tácito’ al costado de la oración). ¿Es culpa de la Real Academia

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que no nos deja? No, esta vez la pobre no hizo nada, es el sistema mismo del castellano el
que no nos deja. Es simplemente imposible.
Pero entonces, si podemos usar la lengua como queramos e igual no se va a romper, ¿por
qué hace falta tomarse el trabajo de formular normas y leyes? La gramática que no es
descriptiva, la que se encarga de definir qué está bien y qué está mal, se llama gramática
normativa y existe por una razón: las normas son necesarias para poder analizar una
lengua, sistematizarla y enseñarla mejor a las siguientes generaciones.

Lo importante en este punto es comprender que el castellano no puede ser atacado, o que en
todo caso sabe defenderse solo (se dobla y se adapta como el junco, pequeño saltamontes)
porque está en permanente movimiento. Cada generación cree que la lengua de sus padres
es pura y prístina mientras que la de sus hijos es una versión degenerada de aquella. Pero
antes de hablar castellano rioplatense hablábamos otra variante del castellano moderno. Y
antes de eso, hablábamos el castellano de Cervantes, y antes de eso las lenguas romances
que fermentaron con la disolución del Imperio Romano, y antes de eso latín vulgar y antes del
latín vulgar pululaban las lenguas indoeuropeas y antes de eso vaya uno a saber qué. Lo
único que podemos saber a ciencia cierta es que la versión más pura, prístina y primigenia de
cualquier lengua son unos gruñidos apenas articulados en el fondo de una caverna.

Las Glosas Emilianenses son uno de los registros más antiguos que tenemos del castellano.
Se trata de anotaciones al margen en un códice escrito en latín, hechas por monjes del Siglo
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X u XI, para clarificar algún pasaje. Como se ve al costado, gracias a la glosa ahora el pasaje
quedó clarito clarito.
Sirva como ejemplo la siguiente curiosidad: los españoles que llegaron a América durante la
Conquista todavía utilizaban el voseo en sus dos vertientes: como forma reverencial y de
confianza. Decían “Vuestra Majestad” o decían, por ejemplo, “¿Desto vos mesmo quiero que
seáis el testigo, pues mi pura verdad os hace a vos ser falso y mentiroso?” (porque aguante
citar el Quijote). Ese ‘vos’ arraigó en América, en parte a través de la literatura y en parte
porque los españoles lo usaban reverencialmente entre ellos como modo de diferenciarse de
los nativos. El tiempo pasó y hoy millones de personas lo usamos sin ningún tipo de reverencia
ni distinción de clase, sin embargo, el voseo comenzó a desprestigiarse en el siglo XVI en la
mismísma España, donde el castellano se decantó por el ‘tú’ sin que a nadie se espantara por
eso. Lo cual demuestra que la lengua está en permanente cambio, pero ocurre tan lentamente
que nos genera la sensación de permanecer detenida. Indignarse por ello sería como si los
pececitos de la historia de Foster Wallace se indignasen porque el agua, que hasta recién ni
sabían que existía, los está mojando.

Ahora bien, si llegado este punto los lectores de esta nota han aceptado las nociones básicas
sobre el funcionamiento de la mismísima lengua que están leyendo, es momento de confesar
que ha sido todo parte de una estratagema introductoria. Es hora de cruzar al otro lado del
espejo y hablar de un tema un poco más controversial: el lenguaje inclusivo.
Bienvenides a la verdadera nota, estimades lecteres.

Las formas del agua


Una de las capacidades más poderosas de cualquier lengua es la capacidad de nombrar.
Poner nombres, categorizar, implica ordenar y dividir. Y desde que nacemos (incluso antes),
las personas somos divididas en varones y mujeres. Nos nombran en femenino o masculino,
se refieren a nosotres utilizando todos los adjetivos en un determinado género. Muchísimo
antes de que nuestro cuerpo tenga cualquier tipo de posibilidad de asumir un rol reproductivo,
aprendemos que es diferente ser varón o mujer, y nos identificamos con los unos o las otras.
Los nenes no lloran, las nenas no juegan a lo bestia ensuciándose todas. Para cuando
podemos responder ‘qué queremos ser cuando seamos grandes’, nuestras preferencias, auto
proyecciones y deseos ya tienen una enorme carga de los esquemas simbólicos que nos
rodean.

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A esa inmensa construcción social, que se erige sobre la manera en que la sociedad da
importancia a ciertos rasgos biológicos (en este caso relacionados con los órganos sexuales
y reproductivos), es a lo que refiere el concepto de ‘género’. Lo que los estudios sobre el tema
han teorizado y documentado es que la división de géneros no es una división neutral, sin
jerarquías: por el contrario, las diferentes características y los diferentes mandatos que se
atribuyen a una persona según su género devienen, a su vez, en desigualdades que giran,
spoiler alert, en torno a una predominancia de los individuos masculinos.

Haber identificado que esas desigualdades tienen su correlato en el modo en el que hablamos
es lo que motivó, unas cuantas décadas atrás, que se plantee desde el feminismo y desde
algunos ámbitos académicos y oficiales la importancia de revisar el uso del lenguaje sexista.
¿Qué es el lenguaje sexista? Es nombrar ciertos roles y trabajos sólo en masculino; referirse
a la persona genérica como ‘el hombre’ o identificar lo ‘masculino’ con la humanidad; usar las
formas masculinas para referirse a ellos pero también para referirse a todes, dejando las
formas femeninas sólo para ellas; nombrar a las mujeres (cuando se las nombra) siempre en
segundo lugar.

Las indeseables consecuencias de esta desigualdad lingüística se traducen en lo que el


sociólogo Pierre Bourdieu define como ‘violencia simbólica’, y esto nos sirve para comprender
uno de los mecanismos que perpetúan la relación de dominación masculina.
La violencia simbólica tiene que ver con que nos pensemos a nosotres mismes, al mundo y
nuestra relación con él, con categorías de pensamiento que, de algún modo, nos son
impuestas, y que coinciden con las categorías desde las que le dominader define y enuncia
la realidad. Se produce a través de los caminos simbólicos de la comunicación y del
conocimiento, y consigue que la dominación sea naturalizada. Su poder reside precisamente
en que es ‘invisible’. De nuevo, como el agua, se vuelve parte de la realidad y ni nos damos
cuenta que está ahí.

Pero la violencia simbólica de la que habla Bourdieu no constituye, como a veces se


malinterpreta, una dimensión opuesta a la violencia física, ‘real’ y efectiva. Es, en realidad, un
componente fundamental para la reproducción de un sistema de dominio donde les
dominades no disponen de otro instrumento de conocimiento que aquel que comparten con
les dominaderes, tanto para percibir la dominación como para imaginarse a sí mismes. O,
mejor dicho, para imaginar la relación que tienen con les dominaderes.

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Revertir esto requiere algo así como una ‘subversión simbólica’, que invierta las categorías de
percepción y de apreciación de modo tal que les dominades, en lugar de seguir empleando
las categorías de les dominaderes, propongan nuevas categorías de percepción y de
apreciación para nombrar y clasificar la realidad. Es decir, proponer una nueva representación
de la realidad en la cual existir.

Existir a través del lenguaje


Pero la sociología no está sola en esto: desde el palo de la lingüística, en los años ‘50 vio la
luz una teoría que proponía que la lengua ‘determinaba’ nuestra manera de entender y
construir el mundo o, por lo menor, modelaba nuestros pensamientos y acciones. Era la
famosa teoría Sapir-Whorf.
Durante mucho tiempo, la idea de que la lengua que hablamos podía moldear el pensamiento
fue considerada en el mejor de los casos incomprobable y, con más frecuencia, sencillamente
incorrecta. Pero lo cierto es que la discusión se mantenía principalmente en el plano de la
reflexión abstracta y teórica. Con la llegada de nuestro siglo resurgieron las investigaciones
acerca de la relatividad lingüística y, de la mano, comenzamos a disponer de evidencias
acerca de los efectos de la lengua en el pensamiento. Diferentes investigaciones recolectaron
datos alrededor del mundo y encontraron que las personas que hablan diferentes lenguas
también piensan de diferente manera, y que incluso las cuestiones gramaticales pueden
afectar profundamente cómo vemos el mundo.

Todo muy lindo, ¿y la evidencia?


Para empezar, Daniel Cassasanto y su equipo encontraron evidencia, como resultado de 3
experimentos, de que las metáforas espaciales (las del tipo ‘la espera se hizo muy larga’) en
nuestra lengua nativa pueden influenciar profundamente el modo en que representamos
mentalmente el tiempo. Y que la lengua puede moldear incluso procesos mentales ‘primitivos’
como la estimación de duraciones breves.
Y no fueron les úniques, otros equipos, como este, este, este, este y este, encontraron que la
lengua con la que hablamos tiene mucho que ver con la forma en que pensamos en el espacio,
el tiempo y el movimiento. Por otro lado, un estudio de Jonathan Winawer y su equipo aporta
que las diferencias lingüísticas también provocan diferencias al momento de distinguir colores:
es más fácil para une hablante distinguir un color (de otro) cuando existe una palabra en su
idioma para nombrar ese color que cuando no existe esa palabra. Quien quiera celeste, que
lo pronuncie.

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Arriba se ven los 20 tonos de azul utilizados en el estudio sobre la capacidad de distinguir
colores según la lengua hablada por los participantes. Abajo de la paleta completa vemos un
ejemplo de la imagen del ejercicio: los sujetos debían distinguir cuál de los dos cuadrados de
abajo era idéntico al de arriba. A partir de Winawer.

Pero ¿no estábamos hablando de género? Sí, sí, a eso vamos:


Se supone que el género de una palabra (masculino/femenino) no siempre diferencia sexo.
Lo hace en algunos sustantivos como señor y señora, perro y perra, carpintero y carpintera,
que remiten siempre a seres animados y sexuados. Pero, en general, el género en la mayoría
de las palabras no es algo que se agrega al significado, es inherente a la palabra misma y
sirve para diferenciar otras cosas: diferencia tamaño en cuchillo y cuchilla, diferencia la
planta del fruto en manzano y manzana, diferencia al individual del plural en leño y leña. En
ese caso, se las considera palabras diferentes y no variaciones de una misma palabra. Otras
veces, ni siquiera sirve para diferenciar nada porque muchas palabras tienen su forma en
femenino y no existen en masculino, y viceversa. En esos casos, el género sólo sirve para
saber cómo usar las otras palabras que rodean y complementan a esa palabra. Por ejemplo
‘teléfono’ existe sólo en masculino. No es posible decir ‘teléfona’, y sin embargo necesitamos
ese masculino para saber decir que el teléfono es ‘rojo’ y no ‘roja’.
O sea que el género funciona de muchas formas en castellano y no solamente como un
binomio para decidir si las cosas son de nene o de nena. Pero lo que vuelve verdaderamente
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interesante el asunto, por muy gramátiques que queramos ponernos en el análisis, es que el
género del castellano tiene siempre una carga sexuada, aunque remita a simples
objetos. ¡No puede ser! ¿Puede ser?

Sí, puede ser

Webb Phillips y Lera Boroditsky se preguntaban si la existencia de género gramatical para los
objetos, presente en idiomas como el nuestro pero no en el inglés, tenía algún efecto en la
percepción de esos objetos, como si realmente tuviesen un género sexuado. Para resolverlo,
diseñaron algunos experimentos con hablantes de castellano y alemán, dos lenguas que
atribuyen género gramatical a los objetos, pero no siempre el mismo (o sea que el nombre de
algunos objetos que son femeninos en un idioma, son masculinos en el otro). Los resultados
de 5 experimentos distintos mostraron que las diferencias gramaticales pueden producir
diferencias en el pensamiento.

En uno de esos experimentos buscaron poner a prueba en qué medida el hecho de que el
nombre de un objeto tuviese género femenino o masculino llevaba a les hablantes a pensar
en el objeto mismo como más ‘femenino’ o ‘masculino’. Para ello les pidieron a les
participantes que calificaran la similitud de ciertos objetos y animales con humanes varones y
mujeres. Se eligieron siempre objetos y animales que tuvieran géneros opuestos en ambos
idiomas y las pruebas fueron realizadas en inglés (un idioma con género neutro para designar
objetos y animales) a fin de no sesgar el resultado. Les participantes encontraron más
similitudes entre personas y objetos/animales del mismo género que entre personas y
objetos/animales de género distinto en su idioma nativo.

En otro estudio de Lera Boroditsky se hizo una lista de 24 sustantivos con género inverso en
castellano y alemán, que en cada idioma eran la mitad femeninos y la mitad masculinos. Se
les mostraron los sustantivos, escritos en inglés, a hablantes natives de castellano y alemán,
y se les preguntó sobre los primeros tres adjetivos que se les venían a la mente. Las
descripciones resultaron estar bastante vinculadas con ideas asociadas al género. Por
ejemplo, la palabra llave es masculina en alemán. Les hablantes de ese idioma describieron
en promedio las llaves como duras, pesadas, metalizadas, útiles. En cambio, les hablantes de
castellano las describieron como doradas, pequeñas, adorables, brillantes y diminutas. A la
inversa, la palabra puente es femenina en alemán y les hablantes de ese idioma describieron

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los puentes como hermosos, elegantes, frágiles, bonitos, tranquilos, esbeltos. Les hablantes
de castellano dijeron que eran grandes, peligrosos, fuertes, resistentes, imponentes y largos.
También los resultados de María Sera y su equipo encontraron que el género gramatical de
los objetos inanimados afecta las propiedades que les hablantes asocian con esos objetos.
Experimentaron con hablantes de castellano y francés, dos lenguas que, aunque usualmente
coinciden en el género asignado a los sustantivos, en algunos casos no lo hacen. Por ejemplo,
en las palabras tenedor, auto, cama, nube o mariposa. Se les mostró a les participantes
imágenes de estos objetos y se les pidió que escogieran la voz apropiada para que cobrara
vida en una película, dándoles a elegir voces masculinas y femeninas para cada uno. Los
experimentos mostraban que la voz elegida coincidía con el género gramatical de la palabra
con la que se designa a ese objeto en el idioma hablado por le participante.

Como si todo esto fuera poco, Edward Segel y Lera Boroditsky también señalan que puede
verificarse la influencia del género gramatical en la representación de ideas abstractas
analizando ejemplos de personificación en el arte, en la que se da forma humana a entidades
abstractas como la Muerte, la Victoria, el Pecado o el Tiempo. Analizando cientos de obras
de arte de Italia, Francia, Alemania y España, encontraron que en casi el 80% de esas
personificaciones, la elección de una figura masculina o femenina puede predecirse por el
género gramatical de la palabra en la lengua nativa de le artista.

Cuando la idea abstracta personificada tenía género gramatical femenino en la lengua de le


artista, fue personificado como mujer en 454 casos de un total de 528. Es decir, se produjo

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congruencia del género gramatical con el de la personificación en el 85% de las obras. Cuando
tenía género gramatical masculino, fue personificado como varón en 143 casos de 237 (60%).

Blancanieves y los siete mineros estereotípicamente masculinos

Hasta acá todo bien: hay una relación entre pensamiento y lengua, hay una vinculación entre
género y sexo en la mente de les hablantes y hay evidencia al respecto. Pero puntualmente,
¿puede la lengua tener un efecto sobre la reproducción de estereotipos sexistas y relaciones
de género androcéntricas (es decir, centradas en lo masculino)?

Bueno, sí. Por ejemplo, Danielle Gaucher y Justin Friesen se preguntaron si la lengua cumple
algún rol en la perpetuación de estereotipos que reproducen la división sexual del trabajo.
Para responderse, analizaron el efecto del vocabulario ‘generizado’ empleado en materiales
de reclutamiento laboral. Encontraron que los avisos utilizaban una fraseología masculina
(incluyendo palabras asociadas con estereotipos masculinos, tales como líder, competitivo y
dominante) en mayor medida cuando referían a ocupaciones tradicionalmente dominadas por
hombres antes que en áreas dominadas por mujeres. A la vez, el vocabulario asociado al
estereotipo de lo ‘femenino’ (como apoyo y comprensión) surgía en medidas similares de la
redacción tanto de anuncios para ocupaciones dominadas por mujeres como para las
dominadas por varones.

Los anuncios laborales para ocupaciones dominadas por varones contenían más palabras
estereotipadamente masculinas que los anuncios para ocupaciones dominadas por mujeres.
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En cambio, no había diferencia en la presencia de palabras estereotipadamente femeninas


en ambos tipos de ocupaciones.

Por otro lado encontraron que, cuando los anuncios incluían más términos masculinos que
femeninos, les participantes tendían a percibir más hombres dentro de esas ocupaciones que
si se usaba un vocabulario menos sesgado, independientemente del género de le participante
o de si esa ocupación era tradicionalmente dominada por varones o por mujeres. Además,
cuando esto ocurría, las mujeres encontraban esos trabajos menos atractivos y se interesaban
menos en postularse para ellos.
El equipo de Dies Verveken realizó tres experimentos con 809 estudiantes de escuela primaria
(de entre 6 y 12 años) en entornos de habla de alemán y holandés. Indagaban si las
percepciones de les niñes, sobre trabajos estereotípicamente masculinos, pueden verse
influidas por la forma lingüística utilizada para nombrar la ocupación. En algunas aulas
presentaban las profesiones en forma de pareja (es decir, con nombre femenino y masculino:
ingenieros/ingenieras, biólogos/biólogas, abogados/abogadas, etc.), en otras en forma
genérica masculina (ingenieros, biólogos, abogados, etc.). Las ocupaciones presentadas eran
en algunos casos estereotipadamente ‘masculinas’ o ‘femeninas’ y en otros casos neutrales.
Los resultados sugirieron que las ocupaciones presentadas en forma de pareja (es decir, con
título femenino y masculino) incrementaban el acceso mental a la imagen de mujeres
trabajadoras en esas profesiones y fortalecían el interés de las niñas en ocupaciones
estereotipadamente masculinas.

Estos son sólo algunos de los muchos estudios realizados. Si algune se quedara con ganas
de más, otros estudios (como este, este, este o este) añaden evidencia sobre cómo les niñes
interpretan como excluyentes los títulos de oficios o profesiones marcados por género y cómo,
en general, el uso de un pronombre masculino para referirse a todes favorece la evocación
de imágenes mentales desproporcionadamente masculinas. O incluso, cómo esos genéricos
no tan genéricos pueden tener efectos sobre el interés y las preferencias por ciertas
profesiones y puestos de trabajo entre las personas del grupo que ‘no es nombrado’, llevando
a que puedan autoexcluirse de entornos profesionales importantes.

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¿Y entonces qué hacemos?


Es en esta línea que puede comprenderse mejor la relevancia de los esfuerzos del feminismo
por introducir usos más inclusivos de la lengua. Muchos se han ensayado, empezando por la
barrita para hablar de los/as afectados/as, los/as profesores/as, los/as lectores/as. Pero esta
solución tiene algunos problemas. Primero, la lectura se tropieza con esas barritas que saltan
a los ojos como alfileres. Por otro lado, supone que la multiplicidad de géneros del ser humano
puede reducirse a un sistema binario: o sos varón, o sos mujer.

Otras soluciones fueron incluir la x (todxs) o la arroba (tod@s) en lugar de la vocal que
demarca género, pero la arroba era demasiado disruptiva ya que no pertenece al abecedario
y además rompe el renglón de una manera distinta al resto de los signos. La x, por otro lado,
sigue utilizándose, pero al igual que la arroba, plantea un problema fonético importante ya que
nadie sabe muy bien cómo debe pronunciarla. Hay quienes (por ejemplo, la escritora Gabriela
Cabezón Cámara) ven en ello una ventaja: lo disruptivo, lo que incomoda, es justamente lo
que atrae las miradas sobre el problema de género que ese uso de la lengua busca denunciar,
es la huella de una pelea, la marca de una puesta en cuestión.

Hasta ahora, la propuesta que parece tener mejor proyección a futuro para ser incorporada
sin pelearse demasiado con el sistema lingüístico es el uso de la e como vocal para señalar
género neutro. Como el objetivo es dejar de referirnos a todes con palabras que sólo nombran
a algunes, no necesitamos usarla para referirnos a absolutamente todo, es decir: no vamos a
empezar a sentarnos en silles ni a tomarnos le colective cada mañane. Pero si estamos
hablando de personas (u otres seres animades a les que les percibimos una identidad de
género), nos habilita una posibilidad para hablar de manera verdaderamente inclusiva. De
todos modos, esta tampoco es una solución libre de problemas: implica entre otras cosas la
creación de un pronombre neutro (‘elle’) y de un determinante (‘une’). Pero excepciones más
raras se han hecho y aquí estamos todavía, comiendo almóndigas entre los murciégalos.

Algunas voces que patalean indignadas contra estas iniciativas señalan que esas propuestas
‘destruyen el lenguaje’. Y no falta la apelación a la autoridad: es incorrecto porque lo dice la
Real Academia Española. Pero, como le lecter ya sabe, lo que diga la Real Academia
Española sobre este tema nos tiene sin cuidado. Con todo respeto. Muy lindo el diccionario.
Otra de las fuertísimas resistencias a este tipo de propuestas es la de quienes sencillamente
niegan que exista algún tipo de relación entre la lengua y los mayores o menores niveles de

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equidad de género. Aunque recién comentamos evidencias empíricas que sugieren que esa
relación sí existe, se suele hacer referencia a la cuestión, también empírica, de que en
aquellas regiones en las que se hablan lenguas menos sexuadas, por ejemplo con un genérico
verdaderamente neutral, a menudo se verifica mayor inequidad de género que en otros
países.

Un aporte interesante en esa línea es el trabajo de Mo’ámmer Al-Muhayir, que compara el


árabe clásico, islandés y japonés, y muestra que el sexismo de la lengua no parece
correlacionar con la inequidad de género. El árabe clásico utiliza el género femenino para los
sustantivos en plural, sin importar el género de ese mismo sustantivo en singular. Y sin
embargo, se trata de una de las lenguas más conservadoras del planeta, y en más de una de
las sociedades en las que se habla (como Arabia Saudí o Marruecos), difícilmente podamos
decir que hay igualdad de derechos entre hombres y mujeres. El islandés, por otra parte, es
uno de los idiomas que menos cambios han sufrido a lo largo de los siglos, manteniéndose
casi intacto debido a políticas de lenguaje sumamente conservadoras (no adquieren términos
extranjeros sin antes traducirlos de alguna manera con raíces de palabras islandesas), y
corresponde a una de las sociedades más avanzadas en cuanto al lugar que ocupa la mujer.
Y el japonés directamente no tiene género gramatical, pero esta maravilla de la gramática
inclusiva tiene lugar en el seno de una de las sociedades más estereotípicamente machistas
que conocemos.

A partir de imagen de The economist, the glass ceiling index (o sea, el índice de techo de
cristal, que mide equidad de género en el mercado de trabajo).

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Sin embargo, la investigación empírica aporta indicios de que los sustantivos ‘neutrales’ y los
pronombres de lenguas sin división gramatical genérica pueden tener de todas formas un
sesgo masculino encubierto. Así, aunque eviten el problema de una terminología masculina
genérica, incluso los términos neutrales pueden transmitir un sesgo masculino. Esto
supone, además, la desventaja de que ese sesgo no podría ser contrarrestado añadiendo
deliberadamente pronombres femeninos o terminaciones femeninas, porque en esas lenguas
esa forma simplemente no existe. Se dificultan entonces las iniciativas de ‘subversión
simbólica’ de las que habla Bourdieu. Eso concluye, por ejemplo, el trabajo de Mila Engelberg
a partir del análisis del finlandés, una lengua que incluye términos aparentemente neutros en
cuanto al género pero que, en los hechos, connotan un sesgo masculino. Y al no poseer
género gramatical, no existe la posibilidad de emplear pronombres o sustantivos femeninos
para enfatizar la presencia de mujeres. La autora señala que esto podría implicar que el
androcentrismo en lenguas sin género puede incluso aumentar la invisibilidad léxica,
semántica y conceptual de las mujeres. Algo muy similar encuentra Friederike Braun en su
estudio con la lengua turca, cuya falta de género gramatical no evita que les hablantes de
turco comuniquen mensajes con sesgos de género.

Un hit argentino
Por muchas guías que se hayan publicado para el uso no sexista del lenguaje, al menos
cuando se trata de la lengua castellana, la cuestión no está en absoluto resuelta. Desde
lingüistas hasta ciudadanes de a pie, las resistencias son diversas. Que si duele en los ojos,
si entorpece el habla, si es ‘correcto’, si conduce a abandonar la lectura del texto y el infaltable
‘es irrelevante’. Que la verdadera lucha debería centrarse en transformar ‘el mundo real’. Que
la lengua sólo refleja relaciones que son ‘extralingüísticas’. Que modificar la lengua ‘por la
fuerza’ sólo es una cuestión de ‘corrección política’ que desvía la atención del problema central
y hasta lo enmascara. Pero les lecteres que hayan llegado a este punto habrán atravesado
media nota escrita de forma tradicional y media nota escrita con lenguaje inclusivo, de modo
que además de toda la evidencia expuesta sobre la relación entre lengua y pensamiento,
podrán evaluar también cuán traumática ha sido (o no) la experiencia, y preguntarse dónde
ancla verdaderamente el origen de esa resistencia, de esa desesperación por preservar
intacta la lengua.
Mientras tanto, la disputa por el lenguaje continúa. Y de todas las formas que puede tomar
este problema, acaso la más emblemática sea el uso de falsos genéricos, es decir, términos
exclusivamente masculinos o femeninos, utilizados genéricamente para representar tanto a

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hombres como a mujeres, como cuando decimos ‘los científicos’: técnicamente podríamos
estar refiriéndonos a científiques (varones, mujeres, etc.), aunque también diríamos ‘los
científicos’ si quisiéramos referirnos sólo a los que son varones. En cambio, sólo usaríamos
‘las científicas’ para hablar de las que son mujeres.
Marlis Hellinger y Hadumod Bußmann explican que la mayoría de los falsos genéricos son
masculinos y que los únicos idiomas conocidos en los que el genérico es femenino están en
algunas lenguas iroquesas (Seneca y Oneida), así como algunas lenguas aborígenes
australianas. En castellano, incluso los sustantivos comunes en cuanto al género, como
‘artista’ o ‘turista’, que se mantienen invariables sin importar si se refieren a un varón o una
mujer, acaban señalando el género de lo que nombran a partir de las otras palabras que los
complementan (adjetivos, artículos, etc.). Entonces, de nuevo, para referirnos a grupos
mixtos, recurrimos al género que los nombra sólo a ellos. Tal vez los únicos genéricos
genuinos que tenemos sean los llamados sustantivos epicenos como, por ejemplo, ‘persona’
o ‘individuo’, que no sólo van a mantenerse invariables (no hay ni persono ni individua) sino
que ni siquiera tienen la posibilidad de marcar el género en el adjetivo (porque aunque una
persona sea varón, nunca será ‘persona cuidadoso’, ni la mujer será ‘individuo cuidadosa’).
Pero un poco como lo que comentábamos arriba, un genérico con sesgo machista puede
suponer un problema incluso más difícil de visibilizar y ‘subvertir’. Un hit argentino en este
sentido es el debate por la palabra presidente:

Una nota de Patricia Kolesnikov recupera un breve diálogo en una mesa, en la cual un señor
explicaba por qué está mal decir presidenta. Las razones gramaticales del señor eran
inapelables: “Presidente es como cantante. Aunque parece un sustantivo es otro tipo de
palabra, un participio presente, o lo que quedó de los participios presentes del latín. Una
palabra que señala a quien hace la acción: quien preside, quien canta. Justamente, no tiene
género. ¿Vas a decir la cantanta?” Kolesnikov cuenta que hubo un momento de duda en la
mesa, hasta que la escritora Claudia Piñeiro, con sabiduría de pez que conoce el agua,
respondió: “¿Y sirvienta tampoco decís? ¿O presidenta no pero sirvienta sí?”

Anécdotas como esta nos recuerdan que la lengua es maleable y que apoyar o rechazar un
uso disruptivo, que tiene por objeto reclamar derechos larga e injustamente negados, es una
decisión política, no lingüística. Que si se busca un mundo más igualitario, la lengua no es
una clave mágica para conseguirlo, pero tampoco se lo puede negar como espacio de disputa.
Y que mientras las estadísticas de femicidios crecen y el sueldo promedio de las trabajadoras

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permanece por debajo del de ellos, conviene no indignarse si alguien mancilla un poquitito las
blancas paredes del lenguaje.

Referencias
Language in Mind Advances in the Study of Language and Thought, editado por Dedre
Gentner y Susan Goldin-Meadow
Bourdieu: La dominación masculina.
Gender Across lenguages. Acá el volumen I y acá el volumen II
Di Tullio, Ángela, Malcuori, Marisa. Gramática del español para maestros y profesores del
Uruguay. Montevideo: ANEP, 2012.

Author CV/Bio Sol Minoldo: Sociologist, from Cordoba and a doctor of those who do
not cure. A fan of photography and chocolate ice cream.
Author CV/Bio Juan Cruz Balian: Writer, employee and student. In that order. I don't
know how to think deductively, but I can sense where things are coming from.

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