El Espia Ingles - Ramon Illan Bacca Linares

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«No soy exegeta de mis cuentos, a diferencia de mis colegas que dicen —

cuando se sientan frente al computador (la máquina de escribir ya está


obsoleta)— que quieren escribir otro «Quijote», a mí simplemente me hubiera
gustado vivir de mi vocación de escribir. Por eso admiro tanto a Marcial de la
Fuente Estefanía, quien vivió, y bien, de sus novelas de vaqueros, de aquellas
que la muchachada de los cincuentas alquilaba para leer en los puestos de
revistas.
Los cuentos aquí recogidos son de diferentes épocas. Algunos fueron escritos
después de un pequeño viaje que hice a México y olvidados en una gaveta por
trece años; recuperados, encontré que me gustaban y que quería compartir su
lectura. Están los que escribí después de un abandono de casi una década de la
musa del cuento y, los que han sido escritos para esta publicación. Espero con
esta nueva edición alcanzar algo tan difícil en este país: nuevos lectores».

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Ramón Illán Bacca Linares

El espía inglés
ePub r1.0
Titivillus 16.12.2023

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Título original: El espía inglés
Ramón Illán Bacca Linares, 2001

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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EL CUENTO DEL CUENTO

Sólo en estos últimos años he leído teoría sobre el cuento. No sé qué tanto me
haya influido, pues nunca he podido sostener una conversación fluida sobre el
tema. Siempre termino haciendo otra descripción y haciendo un cuento del
cuento.
He sido autor de cuentos y también jurado. O sea, he estado en el anverso
y reverso del género. Como jurado creo haberme guiado como los
murciélagos: con una ceguera teórica total, pero con un oído y un olfato más
que aceptables para atinar. Aunque la verdad es que no he sido suficientes
veces jurado para poder afirmar —como sí lo hizo Germán Vargas, un
miembro de número del llamado “Grupo de Barranquilla” y jurado
profesional— “haber vivido del cuento”.
He escrito pocos y he publicado menos. No me puedo quejar de su
aceptación. Tres han estado en antologías, tres han sido traducidos: uno al
eslovaco (“Si no fuera por la zona caramba”), otro al francés (“Marihuana
para Göering”) y un tercero al alemán (“El espía inglés”); los restantes han
sido mencionados o ganadores de concursos nacionales o regionales.
Algunos críticos dicen que tengo un universo cuentístico reconocido; no
sé qué quieren decir, pero me imagino que es como cuando uno oye los
primeros compases de un bolero y sabe que lo va a cantar Leo Marini.
No soy exegeta de mis cuentos, a diferencia de mis colegas que dicen —
cuando se sientan frente al computador (la máquina de escribir ya está
obsoleta)— querer escribir otro “Quijote”, a mí simplemente me hubiera
gustado vivir de mi vocación. Por eso admiro tanto a Marcial de la Fuente
Estefanía, quien vivió, y bien, de sus novelas de vaqueros, de aquellas que la
muchachada de los cincuenta alquilaba para leer en los puestos de revistas.
Los cuentos aquí recogidos son de diferentes épocas. Algunos —“Cuando
la noche cae”, “Edipo toca la flauta” y “La sombra de Greta”— fueron
escritos después de un pequeño viaje que hice a México y olvidados en una
gaveta por trece años; recuperados, encontré que me gustaban y que quería
compartir su lectura[1]. Otros los he escrito después de un abandono de casi

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una década de la musa del cuento —⁠“Un caso para Bruno Manos Albas” y
“El espía inglés” publicados en revistas y suplementos literarios; “Rosa sobre
tu toga”. “No hay canciones para Osiris Magüé” y “Fantasma entre las flores”
publicados en Señora Tentación, un libro de principios de los noventa muy
fotocopiado—. “En la guerra no hay manzanas”, el más antiguo de todos los
cuentos de este volumen, escrito a finales de los setenta, fue ganador de un
concurso en México, firmado no por mí sino por un amigo; lo insólito de esta
historia es que necesitado mi amigo de plata, sólo tardíamente me enteré del
resultado del concurso. Fue publicado en mi primer libro, Marihuana para
Göering, una obra sin compradores e inencontrable[2]. Los demás cuentos
fueron escritos para esta publicación. Espero con esta nueva edición alcanzar
algo tan difícil en este país: nuevos lectores.

Ramón Illán Bacca

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Cómo llegar a ser japonés

Me llamo Go Toba y soy japonés por decisión propia. No me importa que


la gente piense que además de inválido estoy loco. Tampoco me importa que
mi madre esté todo el tiempo dándole explicaciones a los vecinos y diciendo
que son excentricidades para atraer la atención y para que me consientan. Lo
que importa es que todos en casa me llaman por mi nombre japonés, se quitan
los zapatos al llegar a mi cuarto para no dañar los tatamis y Socorro Salomé
tiene siempre listos los kimonos para que yo elija el que quiera según el
humor con que amanezca. Hoy decidí usar el hakama de seda amarilla,
cubrirme el rostro de blanco de harina de arroz, pintarme los dientes de negro
y usar el alto tocado que corresponde a un noble de la dinastía Heian.
He dado varias palmadas para que Socorro venga y me traiga mi álbum de
recortes. No ha llegado ella sino mi mamá. No me gusta. Me trata con
excesiva familiaridad, no sabe tratar a un noble de mi rango. Le pasé por alto
el no haberme hecho la reverencia indicada y con mi abanico de mano,
ilustrado con un paisaje del período Yamatoé, le señalé el rimero de
periódicos viejos. Es una mujer torpe, nunca comprende lo que quiero. Le
lanzo maldiciones en un japonés que ya domino. Me niego a hablar en
español, un idioma de pobres. Abro y cierro la mano para alejarla. No me
entiende o se hace la china. Tengo que completar el ademán con un alarido y
por último lanzarle el abanico. Se va con una especie de súplica en los ojos
que no logra conmoverme. Ése es mi drama: nacer en un país y en una época
que no son los míos. Tengo al final de todo que inclinarme y escoger el
periódico que necesito. Esta amarillento y las fotos borrosas. Su contenido
dejó de ser noticia y pasó a ser historia. Algo que sí comprenden los pueblos
viejos como el japonés pero no estos que todavía viven en el caos primitivo.
Recuerdo todavía el revuelo cuando apareció por primera vez esta
fotografía con César disfrazado de Mikado en un carnaval de Río de Janeiro,

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lanzando desde un balcón billetes a la calle. En mis momentos de soledad,
que son todos, he pensado en la multitud de muertos que debieron darse en
ese instante, pero el periódico no dice nada sobre eso, de pronto pensarían que
un buen gesto teatral vale más que algunas vidas insignificantes.

II

No resisto más. Cómo hacerle saber que la única que lo toma en serio soy
yo. Él, sin embargo, parece no darse cuenta de mi existencia Hoy caminó dos
veces delante de mí, que le he hecho la reverencia debida, y no me ha dirigido
ni una mirada distraída. Cuando le da órdenes a su madre la señora María
Luisa y a la mía Socorro Salomé, en un inglés niponizado logrado a base de
ver películas japonesas, la que le entiende todos sus deseos soy yo. Alguna
vez —estaba escondida detrás de un biombo— le grité un Sayonara que le
iluminó el rostro pues pensaría que estaba educando a su madre, ni para qué
decir que la palabra la aprendí de una película vieja que vi en la televisión.
Está nervioso, siempre es así para estas fechas, aniversario de la
tragedia… Es curioso pero yo no recuerdo nada… sólo el sepelio al día
siguiente que fue transmitido en el programa “Mona frente al mundo” en el
canal local. La señora María Luisa y mi madre daban gritos de espanto
cuando aparecían en la pantalla todas las personalidades que estaban dándole
el pésame a los familiares de los muertos. El obispo con su ropón morado y
sudando a chorros, el gobernador con su infaltable vestido de lino blanco y
zapatos de tacón cubano, y todos los demás que la prensa llama las fuerzas
vivas (y que la profesora de sociales nos puso en este mes como tarea
averiguar cuáles son). Los gritos de la señora se redoblaron cuando la pantalla
mostró alguna de sus amigas del Country dándole besos a los dolientes. Me
pareció que usaban vestidos traídos de Miami, los mismos que usan cuando
vienen a jugar canasta con la señora María Luisa, pero quedaban deslucidas al
lado de las queridas de los mañosos, unas morochas, altototas, con vestidos
estrechos y plateados y cascadas de pelo postizo, nada indicado para un
entierro. Había que ver cómo se contoneaban al bajarse de los Lincoln
Continental y los Mercedes Benz al llegar al cementerio de San Miguel. El
joven César resaltaba por su inmensa estatura y su camisa roja de seda cruda
que según explicó la presentadora, la Mona Navarro, era el color de luto de
los emperadores japoneses. También lucía un alto moño bajo un sombrero de
fieltro negro de grandes alas que hacía que la cámara lo mostrara a cada rato.
Mi mamá dice que la amistad con los gemelos César y Lucrecia fue fatal
para el niño. No puedo decir nada pues desde que nací andaban juntos, cosas

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de “solidaridad de clases” como nos dice la profesora de sociales. La verdad
es que toda mi infancia estuve deslumbrada por la onda japonesa en que
vivían. Me la pasé acariciando las laminillas doradas y los brocados del
vestido de samurai que durante meses estuvo colocado en un bastidor y que el
señor trajo de Nueva York para Go, pero él no lo usó sino que se vistió con un
kimono precioso de seda amarilla que le trajo la señora de su último viaje por
el extremo oriente. Oí la discusión que desató entre mis patrones. “Conque
amarillo fulvia” —dijo el patrón y terminó exclamando— “Qué partida
de…”. No terminó la frase pues la mirada que le dirigió la señora María Luisa
fue como para petrificarlo, después de todo como recalca mi mamá, ella es la
de la plata. Una vez presentaron una sesión de teatro Kabuki en la que Go
hizo el papel de mujer, estuvo perfecto. “Demasiado” según el comentario de
mi mamá. Por aquellas Navidades se oyeron las discusiones entre Go y la
señora María Luisa. Él pedía una espada muy especial y que años después en
una revista sobre arte japonés supe era una llamada Muramasa. La señora se
la trajo de Nueva York y después oí otra discusión más fuerte pues él se la
regaló a César. Pero debo confesar que fui feliz cuando los gemelos
inauguraron en su casa un mirador de estilo japonés para contemplar los
crepúsculos. A mí me pidieron que ayudara y con mi kimono estuve sirviendo
un licor que ellos llamaban saké. César estaba con un tocado alto, afeitada la
frente, y Go tenía la cara enharinada que le daba un aire fantasmal. La fiesta
se dañó por una discusión entre ellos pues cada uno sostenía que los vestidos
correspondían a distintas épocas. Me dolió cuando se acabó la fiesta, por
fortuna el kimono me quedó de regalo. Parece que la amistad se debilitó
cuando Lucrecia se casó con el hijo de un mañoso. César pasó a hacer viajes
continuos al extranjero y la señora Maria Luisa prohibió en forma terminante
hacer cualquier clase de negocios con ellos.
Pero en la noche de las brujas Go aceptó ir a una fiesta que daba César. La
señora permitió que fuera pues él le afirmó que era de carácter íntimo, sin
gente fea incursionando por ahí. Yo me le escapé a mi mamá y me di una
vuelta por la casa donde daban la fiesta. La decoración era maravillosa y
cuando me acerqué al ventanal me di cuenta que la iluminación, como de
película en blanco y negro, se debía a miles de velas en sus candelabros de
plata. Un pianista, un negro gordo muy famoso, tocaba canciones viejas, ésas
de los años treinta que le gustan tanto a mi mamá porque le recuerdan cuando
vivió en Europa acompañando a la señora. El vestido de Go era sensacional
pues como dijo en voz alta antes de salir y mientras yo le arreglaba el
dobladillo, era una fantasía bautizada “la mala de toda película japonesa”. Los

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otros disfraces se veían insignificantes. En ésas estaba cuando César se me
acercó, me acarició y me dio un sombrerito de bruja mientras me pedía el
favor de que le llevara un anillo, que se sacó del dedo delante de mí, a unos
hombres que estaban en un carro a la vuelta de la esquina.
Nunca he sabido con exactitud qué pasó pues tengo como un espacio en
blanco desde lo que mamá llama mi crisis. Después he oído muchas versiones
de esa historia horrible de traiciones y muertes. Tengo el mal pálpito de que
yo tuve algo qué ver. Cuando lo veo sentado frente a la ventana con su disfraz
de príncipe estoy segura de que ve al mundo a través de una cortina de
lágrimas. ¿Pero qué debo hacer para que tome nota de mi existencia?

III

Soy un japonés de un país sólo conocido por mí. También tú César y


Lucrecia se asomaron a ese Japón privado pero ahora ustedes están muertos.
Encontraron tu cuerpo arrojado en un basurero de Río de Janeiro. Te
reconocieron por tu alta figura y tu frente afeitada. Sin duda eras tú…
Como fuiste tú quien corrió esa mañana hacia el aeropuerto, mientras yo
me debatía entre la vida y la muerte, y allá muy en lo profundo recordaba
cuando levantaste el revólver para darme el tiro de gracia y sólo esa mirada
que te lancé en la que te decía: “he sido tu geisha todos estos años y ahora me
haces esto” evitó el que me remataras. Porque todo lo tenías fríamente
calculado. Rememoro los datos y todo encaja. Reuniste a Lucrecia —⁠quien te
dio la combinación de la caja fuerte— y a su familia política, los herederos
del capo. Escogiste un extraño disfraz de ninja y rechazaste el de “samurai en
reposo” con un amarillo fulvia maravilloso que yo te había escogido,
reemplazaste los guardaespaldas del tío bizco por otros tuyos. Para qué seguir,
lo único que me atormenta es saber que mi muerte también entraba en tus
proyectos.
Han pasado muchos crepúsculos vistos desde mi balcón. Mi japonés se
diluye y cada vez siento más lejos al país del sol naciente. Quiero, sin
embargo, irme de este lugar. Ahora mi padre se aprende aforismos japoneses;
el último que le oí citar fue: “con la lluvia se asienta el terreno…”. Me
sobresalté, debo apresurarme antes de que llegue la temporada de las lluvias y
convencer a mi madre que me lleve frente al mar. Estaré en mi silla de ruedas,
ella leyendo sus novelas rosa y ambos cubiertos bajo un parasol multicolor.
En algún momento le suplicaré que me deje solo meditando. Tal vez así me
decida, y como la leyenda de la Dama de Nii, exclame antes de lanzarme al
agua: “en las profundidades del océano está mi capital”…

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1998-1999

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EL ESPÍA INGLÉS

El joven rubio está parado en la Plaza de Santo Domingo. Con su vestido


caqui, botas altas y sombrero de corcho se ve un tanto fuera de lugar en esta
Cartagena de Indias de los años de la Primera Guerra Mundial. Es extranjero,
inglés para ser más exactos, y ahora camina distraídamente por la vieja y
ruinosa ciudad, dándose golpes de fusta sobre las botas, tic aprendido
seguramente en su estadía en la India o en Sudán. Al llegar al Portal de los
Dulces se compra un caballito de papaya y unas cocadas de ajonjolí, y en el
rostro se le marca la satisfacción al saborear el dulce criollo.
¿Qué más cosas hace este inglés, al parecer muy despistado, que a las
pocas semanas renueva su vestuario y cambia su atuendo de explorador por el
vestido de lino blanco y el sombrero panamá, al igual que los caballeros
prestantes del lugar?
Poco a poco se ha vuelto una figura familiar. Se sabe que está ligado en
cierta forma al Consulado británico; que da clases a domicilio a las niñas de la
alta sociedad cartagenera y que con frecuencia, con otro extranjero, un
anglo-hindú, hace algunas mediciones topográficas de los manglares cercanos
a Bocagrande.
Aunque parco y austero de día, este joven de bigote recortado y cabellos
de un dorado intenso también conoce la vida nocturna, la pequeña nota
bohemia de la ciudad. No hay otra explicación para que algunas morochas lo
saluden con cierta picardía en la mirada, cuando él, vestido en forma
impecable y tratando de adoptar un aire circunspecto, acompaña a algunas de
sus alumnas al Instituto de Bellas Artes.
Un día desaparece. Se dice que ha tomado un barco de regreso. A sus
amigos de póker en el Bodegón del Tuerto no deja de intrigarles el hecho de
que se hubiera embarcado en Puerto Colombia y no en el puerto local. Pero
donde hay una total conmoción por su ausencia es en el Rincón Guapo, sitio
galante donde las muchachas se disputaban el honor de acariciar la blonda
cabellera del joven Alfred, como lo llamaban familiarmente.

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Nunca más se supo de él. Solo años después corrió el rumor de que la
labor del joven inglés era la del espionaje; más aún, sus operaciones estaban
adscritas al Servicio de Inteligencia Naval Británico. Alguien trató de
relacionarlo con Alfred E. W. Mason, el autor de Las cuatro plumas y quien
en sus memorias confesó haber estado en el servicio secreto de su majestad
como agente en el Caribe. Sin embargo, esto último fue refutado por el
historiador Donaldo Ramón Molinares, quien comparó las fotografías del
escritor en la Enciclopedia Británica —que presentaba a un señor fornido de
cabellera negra y largos mostachos— con las fotografías del Libro de oro, el
álbum editado por Generoso Jaspe en el cuarto centenario de fundación de la
ciudad. En él aparecía una foto que mostraba a un joven alto, delgado y con
una frondosa cabellera dorada en un sarao del Club Cartagena.
Pero lo que desvela al historiador Molinares es qué encontró de interés en
Cartagena para los expedientes de la inteligencia inglesa. Mirando las
murallas y el atardecer cartagenero recuerda los versos de un poeta local: “En
mi soleada pereza, mucho si un can se solaza. Nadie grita, nada pasa”.

“¿Cómo se le va a decir a la gente lo que hace un espía? Eso por


definición es secreto”, contestó, desde St. Anthony’s College, Eduardo
Balseiro Guzmán —un aventajado alumno en el curso titulado “El uso de la
mandioca en los fuertes españoles en el Caribe”— cuando recibió la carta de
don Donaldo. Éste le pedía que revisara en la Public Record Office la
documentación sobre nuestro espía inglés.
Una semana después, y en una segunda carta, Balseiro fue menos
cortante. Esta vez le describió la atmósfera pintoresca y “dickensiana” que
encontró en su visita a los vetustos edificios de Chancery Lane y Portugal
Street. Le relató minuciosamente el diálogo, un tanto absurdo, con el
encargado del archivo y cómo después de hojear doscientos volúmenes se
encontró un fólder suelto con páginas amarillentas y titulado a mano: “Our
man in Cartagena”.
El expediente contenía, además de un mal resumen de la historia de la
ciudad, unos informes sobre el estado del tiempo: “En Cartagena se ve el sol
como un enemigo” y, más adelante, al comentar el ruinoso estado del
cementerio, añadía: “Sería inútil derramar una lágrima porque se evaporaría
antes de llegar al suelo”. En medio de otras páginas en las que lamentaba por
el fracaso del almirante Edward Vernon en el siglo XVIII para tomar a

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Cartagena, y no sin antes haber dado consejos estratégicas sobre la forma
como debió desarrollarse la batalla, pasaba a contar que por el calor, desde las
doce del día hasta las cinco de la tarde sólo se atrevían a salir a la calle los
pocos franceses residentes, por lo que habían sido apodados por los lugareños
como “las salamandras”. El remitente se atrevía a conjeturar, al final de la
carta, que a lo mejor sí era espía, pero en vacaciones, y que por eso se dedicó
a mandar informes inútiles que le permitieron disfrutar dos años del trópico y
de las morochas.
Para don Donaldo la respuesta fue desilusionante. Quedaría sin escribir en
su monumental historia de la ciudad el aparte “Historias ocultas”, en el que
pensaba contar cosas curiosas, de pronto salaces, y dar un respiro a los largos
capítulos sobre arzobispos inquisidores y políticos rapaces que abundaban en
su libro.
Cualquier tarde, sentado en el “Rincón Guapo” conversando con algunas
de las chicas del lugar, vio cómo de las ruinas de “Príncipe”, un tradicional
sitio galante de principios de siglo, dos negros fornidos sacaban un arcón. Su
intuición le dijo que allí podría encontrar algo. Después de un largo regateo
con los nuevos dueños del mueble, quienes, detectando su interés, a cada paso
encarecían su botín, pudo —y no sin mediar la ayuda de una de las chicas que
impidió pagara un precio sideral— hacerse a su tesoro. Allí se encontraban,
con la característica tinta violeta con que escribía el rubio “Alfred”, unos
papeles escritos en inglés y rotulados en la parte superior con un “Top Secret”
muy atrayente.
La corazonada se le estaba cumpliendo. El inglés era un espía porque ¿qué
sentido tenía el que describiera el mal estado de los barcos alemanes
fondeados en la bahía y retenidos por el gobierno neutral de entonces? Las
anécdotas de cómo se había suicidado uno de los germanos por el tedio y de
los barcos llenos de jaulas de canarios revelaban un ojo muy avizor. Además
estaba la extraña historia relatada en forma muy confusa de cómo había
sobornado a la policía e intervenido en una acción de comando para confiscar
el radio transmisor que tenía una compañía alemana radicada en la ciudad. El
toque teatral lo daba el viaje en un barco fluvial al mando de un joven capitán
teutón hacia las minas de platino del Chocó. En un momento dado, y ante la
insubordinación de los fogoneros, él, pistola en mano, ayudó al alemán a
controlar la rebelión. La guerra estaba lejos, y allí ambos eran la civilización
frente a la barbarie.
Durante varios días Don Donaldo estuvo exultante, ya tenía “pillado” al
inglés de sus desvelos. Ahora quería más. Quería la red. Para eso decidió

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frecuentar con más asiduidad, y gastar más, en el “Rincón Guapo”. Sus visitas
tuvieron resultado. La abuela de una de las chicas, una mujer de muchas
carnes e historias todavía más abundantes, dijo haber conocido al dorado
Alfred. “Todas queríamos un hijo mono —confesó—, pero a pesar de nuestro
empeño la única que lo tuvo fue Sigifreda. El niño salió rubio y con los
mismos rasgos del joven inglés”. “Cuando ella cayó enferma —⁠prosiguió—
rogué a San Judas Tadeo, el santo de los imposibles, que se muriera para yo
quedarme con el niño y tener así un monito. El santo me hizo el milagro”.
El viejo Donaldo seguía la cascada incontenible de infidencias de la
mujer: ¿No había oído sobre las hermanas gemelas embarazadas por el inglés
y que pretendieron hacer pasar a sus hijos por hermanitos? ¿O de aquella niña
de la crême que había terminado en un lupanar de Panamá? ¿O de aquellas
dos empleaditas que emigraron con sus familias a la ciudad vecina, donde no
se hacían muchas preguntas? Las historias se atropellaban…
No sería él quien destapara esa caja de viejos escándalos y amores
destruidos por el joven rubio, pensó abrumado el viejo Donaldo. De todos
modos su editor ya no daba más espera, y por eso el historiador sentado frente
a su vieja máquina de escribir, una Rémington de museo, empezó: “El joven
rubio está parado en la plaza de Santo Domingo…”.
Con la mirada en el vacío el historiador percibió en una breve visión al
joven rubio correr desesperado por el largo muelle y subir las escalerillas del
barco cuya sirena anunciaba la partida. El viejo Donaldo se levantó con
lentitud y arrojó a un lado el cuaderno de notas lleno hasta los bordes con su
letra menuda.
1998-1999

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CUANDO CAE LA NOCHE

Sólo cuando en la columna “Averígüelo Vargas” del “Suplemento


Literario del Caribe” se comentó la investigación que la profesora alemana de
la Universidad de Maguncia, Ulla Hörr, estaba efectuando sobre la obra de
Illán Torrado, fue cuando en la ciudad portuaria hubo un principio de interés
en ese autor. Los viejos lo recordaban como un personaje extravagante y para
los jóvenes era tan sólo un busto enfrente de la biblioteca departamental
desnarigado y sucio de caca de paloma. En lo que todos coincidían era en que
nadie lo leía. Al descender del avión la alemana resultó ser una mujer de unos
treinta años, ropas holgadas, modales informales y sombreros originales.
A Gregorio Vargas le pareció muy poco atractiva y la definió como “una rosa
tallada en piedra”, pero aun así se convirtió en su cicerone. Aunque los
contertulios del “bar-bar-o” hicieron apuestas sobre el tiempo que se
demoraría en llevarla a la cama, esta vez el maduro tenorio estaba más
interesado en reivindicar la memoria de Torrado que en sus proezas amorosas.
“¿Fue un amigo?”, se preguntaba. En realidad en ese entonces él era tan
sólo un joven reportero que veía a Torrado todos los jueves llevar
religiosamente al periódico su novela por entregas semanales. Su curiosa
indumentaria y la excentricidad en todo lo que hacía apartaron del escritor a la
gente bien pensante. Como el joven Vargas estaba en esa época en el plan de
enfant terrible hizo de su relación cordial con Torrado una especie de reto
frente al mundo.
Su obra apenas la había hojeado. Como le había comprado alguno de sus
folletos, que el personaje vendía personalmente y en ediciones de su propio
bolsillo, tenía la vaga idea que sus escritos rondaban la ciencia-ficción.
“Lo egipcio también estaba de moda” recordó de pronto el periodista, y
enseguida comenzó a cantar al oído de su pareja un fox-trox que decía:
La momia de Tutankamón
Es hoy del mundo la obsesión.

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La alemana palmoteo entusiasmada y volvió a tomar notas en su libreta
azul. Se interesó en el caso de la muerte del padre de Torrado en una acequia
de San Juan de Papares, cuando fue devorado por un caimán que todos creían
desdentado y domesticado. También le impresionó el caso de la madre, que
abandonó su casa solariega y se refugió en una pensión modesta de donde
salía a jugar naipes con estibadores y viejos jubilados. Cualquier día murió de
repente con un trago de ron blanco en la mano.
La investigación, sin embargo, no avanzaba. Las cosas sólo tomaron un
nuevo rumbo cuando se descubrió en el garaje de la quinta “Margoth” un baúl
abandonado, que al parecer era lo único que había dejado el escritor. Los
sobrinos pidieron un precio sideral por su contenido y Vargas tuvo que
explicarles que Torrado era un autor curioso, bueno para que las
universidades europeas o norteamericanas lo tomaran como tesis de autores
exóticos u olvidados, pero de allí a creer que estaban frente a un éxito
editorial, había un abismo. Fue así como, y a un precio razonable, el baúl
llegó a manos de la alemana, quien lo revisó metódicamente. Lo que encontró
no era muy estimulante: unos libros de egiptología, unas novelas conocidas y
que sólo tenían en común que todos los protagonistas eran leprosos, y un
centenar de cuentas de cobro sin pagar con escritos al dorso.
Duró una semana encerrada en un hotel de pocas estrellas, y para alejar a
Vargas puso un cartel que decía: “Alemana trabajando, muerde”. La lectura
no arrojaba muchos resultados. Leyó con interés el esbozo de una historia con
un traficante de coca y tabaco en el antiguo Egipto. ¿No había leído en una
revista de salón de belleza algo sobre los restos de esas sustancias en los
cabellos de las momias de los sacerdotes de Amón? El resto era desechable.
Sólo cuando se topó con el volumen de las dinastías de Manetón y encontró
que en sus bordes y páginas en blanco estaba escrito un texto, llegó a
entusiasmarse y se sumergió en una atenta lectura.

II

Estos sueños empezaron el día que cumplí cuarenta y cinco años. Con
pocas variaciones se repetía la misma imagen. “Ella” corría hacia mí mientras
yo, de pie, la esperaba en ese desierto lunar. Veía su cabellera suelta y su
túnica blanca, pero nunca se acercaba lo suficiente como para distinguir su
rostro. Cuando avanzaba con sus pasos alados y siniestros me despertaba
sobresaltado y gritando. Mi médico no me prestó mayor atención. “Estás
fuerte como un roble, date un viaje, a lo mejor encuentras a la mujer de tus

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sueños”, me dijo de buen humor mientras me daba golpecitos cordiales de
despedida.
Esa misma noche, al leer una revista literaria, me sorprendió la encuesta
que revelaba a “Diosa de fuego” como una de las lecturas infantiles más
frecuentes entre los escritores de mi generación. ¿No era ésa una novelita
menor, escrita por un pastor de la Inglaterra Victoriana, en la que daba rienda
suelta a sus obsesiones oníricas? ¿No era ese librito algo asociado al recuerdo
de cuando estuve castigado durmiendo en la buhardilla? Todo se debió a que
la tía Dorita me encontró con la hija de la cocinera, una chica rolliza y
pizpireta, jugando al médico y a la enfermera.
El lugar resultó ser el paraíso perdido: había decenas de cajas de
sombreros de mujer que esperaban en vano un viaje o un matrimonio para ser
lucidos, y que por lo pronto eran probados por mí ante un espejo de roca y
marco dorado escondido allí en forma inexplicable. También estaba una caja
llena de fajas para señoras que la tía había desistido de usar decidida a aceptar
su condición de “belleza otoñal”. En el rincón estaba aquel baúl que evocaba
viajes en trasatlánticos y que mostraba las etiquetas de los hoteles de la pre-
guerra por donde había pasado. Fue allí donde encontré en mal estado a
“Diosa de fuego” y a “Antinea”. ¿A cuál de ellas pertenecía la frase “¿Por qué
están tan desgastadas las gradas de la caverna?” con la respuesta: “De tanto
subirlas y bajarlas en los últimos mil años”.
Por momentos los recuerdos se atropellaron confusos. ¿Era ese perfil que
ilustraba la portada —en el que se adivina la intranquilidad de la belleza al
sentir el paso sordo del tiempo que la amenaza— el que me había
obsesionado tanto?
La misma noche el sueño tuvo una variación. La figura se hacía más
cercana y me hacía una invitación para que me aproximara, pero al hacerlo
daba un gran grito de rechazo y sus ademanes me alejaban. Fue entonces
cuando empecé a sentir el hedor.
Decidí releer “Diosa de fuego”. No sin sonrisas de disculpa empecé a
preguntarle a mis amigos si la tenían en sus bibliotecas. En sus severos
estantes no había cabida para ella. No me fue mejor en las librerías de
segunda mano del callejón de los meaos o de Pica-pica y tampoco tuve suerte
cuando por recomendación de Olga (mi última relación amorosa donde el
afecto y el cansancio se repartían en partes iguales) decidí ir a las librerías
ocultistas. Sólo compré “Isis sin velo”, que Olga me hizo devolver porque,
como me explicó, sin una lectura dirigida podía quedarme arriba en uno de
esos viajes astrales sin poder regresar después. Me reí para mí mismo. Era

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insólito que la más asidua lectora de “Cuando la noche cae…”, mi novela por
entregas en “La Prensa”, no supiera que Manetón era mi seudónimo. ¿No le
había llamado la atención todos esos libros sobre egiptología que se
acumulaban en mi armario? Para hacerle un homenaje a su pragmatismo
compré varias libras de incienso para controlar los olores mefíticos que
emanaban del callejón vecino al “Conde Purpurado”, ese edificio de
arquitectura republicana y cánones congelados en el que vivo.
Fue también por esos días cuando Olga trató de convencerme que fuera a
donde la Diva Pasifae, la pitonisa más famosa de la ciudad y cuya historia
siempre me había intrigado. “No iré”, dije una y otra vez antes de que una
tarde cualquiera apareciera sentado en su consultorio astrológico. La antigua
antropóloga, la experta en dialectos chinos, la científica cuya presencia había
requerido Paul Rivet para proseguir sus estudios sobre el origen del hombre
americano, la mujer que aparecía en una célebre foto al lado del joven Andre
Malraux en un muelle de Shanghai, era ahora esta vieja enturbantada que me
estaba guiando por la navegación astral. Al principio me dijo cosas
convencionales, pero de pronto se quedó silenciosa ante un naipe, y con voz
ronca y un tanto trémula, me habló de la presencia perturbadora de otro ser
que no podía situar en el mundo real. Me sorprendí, y sin contenerme le hablé
de mis sueños. Desconcertada dio vueltas recitándome recetas del manual del
arcano, pero al despedirse me dijo unas palabras que aún me acompañan:
“Sólo vale la pena rasguñar el infinito, y el infinito está en poder de los
muertos”.
Decidí seguir el consejo del médico y viajar. Para eso acepté la invitación
hecha por mi tío Polidoro García, un canónigo y arqueólogo aficionado que
había tenido dificultades con su obispo, así que estaba retirado viviendo en
una población cercana a la capital. No estaba, sin embargo, tranquilo.
Aquellas vacaciones pasadas allí en mi infancia todavía seguían siendo un
mal recuerdo.
Al llegar encontré el mismo jardín agreste, el pabellón de vidrio del vivero
y el blasón sobre la puerta que declaraba un jactancioso “Nadie diga ser más
que García”.
Volví a sentirme nervioso al oír los pasos de alguien que venía a abrir la
puerta después de golpear el aldabón. En ese instante, y al mirar en forma
distraída un árbol, el recuerdo surgió inesperadamente detrás de un sofocante
olor de lirios descompuestos. Y allí estaba yo tratando de explicarle a un tío
iracundo el porqué había movido de su sitio en la biblioteca el busto de
Nefertiti. No aceptaba razones, y señalando el ojo vacío de la faraona

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exclamaba un dramático “¿Te das cuenta de lo que has hecho? Le vaciaste el
ojo a la estatua”. Me impresionó lo injusto de la acusación, más aún, sentía
algo de falso en su pretendida ira. Al final me entró tal angustia que me
refugié en la inconsciencia y me desmayé.
En los días que pasé con una fiebre altísima y convulsiones alcancé a oír
entre burbujas las discusiones de mi padre con mi tío y las disculpas no
aceptadas, que con el portazo del vehículo que nos trajo a la capital de vuelta,
cerró toda una época.
No pude seguir recordando porque enfrente estaba una señora robusta,
buena moza, rubensiana, de las que siempre me han hecho perder la cabeza.
Tenía los ojos entrecerrados como si en vez de mirarme deslizara sobre mí un
humo gris movedizo. Tenía la voz ronca y la figura clásica, de las que se ven
en el cine, de una ama de llaves.
Con un seco “lo esperábamos” me llevó a mi alcoba y se despidió con un
enigmático “Espero que su tío en algún momento quiera recibirlo”. Fui a la
biblioteca pues recordaba el camino. En forma apretada se acumulaba todo lo
imaginable en egiptología, en civilizaciones misteriosas y desaparecidas, en
primeras ediciones, en los posibles libros rescatados del incendio de la
biblioteca de Alejandría…
Mi entusiasmo fue interrumpido por el sonido de una pianola. La melodía
se abrió paso y se hundió profundamente en los segundos y en el instante.
“Anoche mientras dormía
me pareció que el faraón
abría el piano
que tengo en la habitación”
Salí de la biblioteca y busqué a la mujer, pero no encontré a nadie. Sólo el
silencio ominoso roto por un cuchicheo gutural que no pude adivinar de
donde procedía. Ya en la pieza tomé pastillas para dormir.
Esa noche el sueño me reveló la cara de “Ella” que, ¡Dios del cielo!, era
nada menos que ¡Nefertiti! Y supe también, con espanto, que el hedor
provenía de mis harapos pues yo… ¡Yo era un leproso!
Me desperté gritando y creo haberme desmayado. Al revivir encontré a mi
lado a la mujer que me colocaba paños de agua helada en la frente.
Todavía no entiendo cómo, pero al cabo de unos roces furtivos y sin haber
cruzado palabra, terminamos haciendo el amor, de su parte en forma muy
laboriosa. En la laxitud consiguiente, la mujer se desbordó en confidencias.
Al parecer mi tío estaba enfermo con una lepra virulenta que no cedía ante
ningún tratamiento, por eso vivía encerrado en su habitación escribiendo algo
secreto y terrible. “Es un ser monstruoso y fétido que deja pedazos de pellejo

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en todo lo que toca, además —añadió— como tiene la cara desfigurada usa
alguna de las centenares de máscaras que tiene colgadas en las paredes para
recibirme…”.
Por mi mente desfilaron el hombre de la máscara de hierro, el tintorero
enmascarado Hakim de Merv, la máscara de la muerte roja, el velo de
Balduino IV, Lon Chaney en “El fantasma de la ópera” y la expresión de
terror de Arturo de Córdoba en “Cuando se alza la niebla”.
Esa noche, insomne, fui de nuevo a la biblioteca para distraerme. Mientras
hojeaba “El romance de Bata y Anubio” vi a mi alcance un libro que tenía en
la portada un bellísimo perfil de mujer con el título en letras de sangre. ¡Era la
“Diosa de fuego”! Lo bajé del estante y lo abrí con nerviosismo. ¡Quedé de
una pieza! No había tal novela; adentro se encontraban unas páginas en las
que estaba escrito, a intervalos, gritos de auxilio de un personaje a quien su
autor había olvidado en otra novela, pero ¿en cuál? Atando cabos se me
reveló que el personaje era un funcionario egipcio de los Reyes pastores, que
derrocados y huyendo lo habían abandonado en el desierto. La tejoleta en el
cuello indicaba que estaba leproso…
Empecé a dar gritos, ¿acaso por una voltereta en el cosmos yo realizaba
una vida imaginaria?

Aquí terminaba el texto. Coincidía con la última página y el último rey.

III

Todos los contertulios del “bar-bar-o” afirmaron que había existido un


romance entre el periodista y la alemana. Pero eso no tiene importancia en
esta historia. Sí la tiene la conversación entre ellos. En realidad ella, para
sorpresa del fracasado tenorio, no estuvo atenta al relato de la muerte de Illán
Torrado.
En su último año —contó el periodista— estaba todo el tiempo
embriagado. Varias veces quise tener una conversación sosegada, de ésas que
permitieran dar consejos, pero no se pudo. La última vez que lo vi, el sábado
de Carnaval, me dijo: “Estoy feliz, ya no estoy solo en el desierto, los carros
de Ramsés me persiguen”, y salió corriendo detrás de la carroza de la reina de
Bolivia. Fue entonces cuando se le atravesó al vehículo y fue atropellado.
Quedó muerto al instante.
“¿Cómo era el disfraz de ella?, preguntó la alemana con una expresión
que indicaba que estaba en posesión de un secreto que los demás desconocían.
Esta pregunta desconcertó a Vargas. Después de meditar un rato contestó:

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“No estoy seguro, pero parecía una fantasía alrededor de alguna vieja
civilización, algo entre las vírgenes del sol y las sacerdotisas de Amón…”. La
investigadora no sacó esta vez su pequeña libreta de notas, como
acostumbraba. “Está de mal humor y decepcionada”, pensó el periodista.
Sólo años después Gregorio Vargas recibió un paquete que contenía un
libro en alemán en el que se hacía un estudio exhaustivo sobre los géneros
marginales de la literatura en el tercer mundo. La traducción hecha por su
hija, que estudiaba en el Liceo Alemán, le reveló que sobre Illán Torrado no
había una sola línea escrita.
1984

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EL FANTASMA ENTRE LAS FLORES

El viejo y metódico profesor de historia, Clímaco Ayala, leía con profunda


atención el recorte amarillento del periódico de provincia.
Podría ser que al final encontrara, ahora, en el nuevo aniversario de la
muerte del caudillo, algo distinto a los consabidos testimonios de sus
acompañantes en el momento en que el homicida disparó y a las tomas del
linchamiento del frágil y macilento hombrecillo que se reputaba como el
asesino.
Pero el autor de la crónica, un antiguo escultor que en su tiempo había
adquirido cierta notoriedad por sus rotundos desnudos, estaba diciendo cosas
que el historiador ignoraba.
A pesar del pedestre estilo, en un momento dado el lector pudo
materializar esa mañana primaveral en que Francesca Bertini, la gran dama
del cine mudo, solicitó la presencia de dos investigadores de
“Occhi & Orecchi”, la agencia privada de detectives de mejor reputación en
esa Roma de los primeros años de la década del veinte. La bella con un
deshabillé blanco de encajes, el mismo que había lucido en “La dama de las
Camelias” y que tantos suspiros había desatado en la asistencia masculina del
“Olimpia”, insistía en sus llamadas telefónicas a la agencia cuando el sonido
discreto y apagado del timbre de la puerta le indicó que Cario Volpone y
Pietro Gaddini, los dos ases de la firma, habían llegado.
“Qué rápido me entendió la idea”, pensó la diva después de haberles
planteado el problema. Un misterioso admirador le enviaba todos los días,
incluyendo los domingos, un ramo de flores a su camerino. ¿Pero es que no
entendía ese estúpido que por esas flores peligraba su matrimonio con el
conde Cartier? Si por una mirada de soslayo a un joven cadete le había
formado ese tremendo escándalo en la vía Venetto, ¿qué no pasaría si supiera
lo del ramillete?
Las instrucciones eran simples. Encontrar al impertinente y disuadirlo de
volver a molestarla, aunque se tuviera que emplear el aceite de ricino, cosa
que los fascistas estaban poniendo de moda. Pagaría lo que fuera necesario.

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El joven Gaddini habló de algunas dificultades que se solucionarían con
más plata, el maduro Volpone pensó, mientras lo veía convencer a la diva, en
la extraña pareja de sabuesos que conformaban. Mientras sus deducciones
más lógicas se habían estrellado muchas veces frente al caso concreto, las
corazonadas de Gaddini repetidas veces habían resultado acertadas.
“¿Podría ver alguno de esos ramos?”, preguntó Volpone. “Todos los
arrojé a la basura apenas los recibí”, contestada diva. Pero en ese instante
Allida Di Stefano, la asistente de la estrella, una madura y elegante mujer que
durante toda la conversación no había dejado de lanzar miradas aterciopeladas
al joven Gaddini, intervino para decir que el último ramo todavía estaba en el
camerino.
“Me sentí incapaz de botar esas maravillosas orquídeas”, explicó al ver la
expresión feroz de la diva. Las investigaciones sobre los embajadores de los
países escogidos no arrojaron nada claro. Todos, sin excepción, resultaron ser
viejos generales de las guerras civiles casados con ex-coristas dominantes y
posesivas.
“Creo que debemos prestar más atención al hecho de que las flores fueran
orquídeas”, sugirió Gaddini. Pero la pista también se frustró porque tan sólo
en aquella ocasión —según afirmo Allida Di Stefano— habían llegado esas
flores, en las demás los ramilletes eran de precios módicos, “como para la
novia de un estudiante…”, terminó diciendo. “Ecco”, exclamó Volpone, y
desde ese día rondaron las floristerías situadas en las callejuelas cercanas a la
Piazza Navona. Gaddini asedió a la joven y desgarbada dependiente de la
floristería “Paolo e Francesca”.
Cuando llegaron al pequeño apartamento, los detectives encontraron las
huellas de una presencia femenina: jarrones con flores en las mesas y
luminosas y recién estrenadas cortinas en las ventanas.
El inquilino, un joven magro, de constitución débil y color cobrizo, los
recibió con la ceremoniosa cortesía heredada de una antigua cultura. Sin
embargo, al saber el motivo de la visita dio paso a una profunda indignación.
“¿Cómo venían a fastidiarle con una historia de ésas durante su luna de
miel? Si esa puttana napolitana era celosa, su mujer Annuccia, que era
romana, tampoco se le quedaba atrás. ¿Es que acaso querían destruir su
matrimonio?”.
Los investigadores dieron explicaciones y a lo último, confundidos y
dando excusas, se fueron no sin que antes Gaddini tropezara con la mesita
recargada de bibelos y rompiera el más caro.

Página 24
Desde la ventana el joven de piel cobriza contempló las mutuas
recriminaciones que se lanzaban el joven Gaddini y el maduro Volpone.
El viejo profesor Ayala recordó en ese instante haber leído un ataque
furibundo de Mariátegui contra Francesca Bertini. ¿Tendría algo que ver con
lo que estaba leyendo?
Pero ahora los investigadores estaban tras la pista de un escultor.
¿Peruano?, no podrían precisarlo; de todos modos suramericano. Pero ¡ah! al
llegar se toparon sólo con un estudio vacío pues, como les dijo la conserje,
una señora gorda con muchas ganas de conversar, el artista había partido de
regreso a su país. “Va a hacer unos trabajos de muchas liras”, añadió mientras
les entregaba unos bosquejos que había dejado. Volpone los examinó. Ante
los esbozos de unos bustos de próceres no pudo menos de pensar que esas
jóvenes naciones de pobres historias tenían demasiados héroes. Una diosa
empuñando una bandera le valió el calificativo de mediocre, pues él cultivaba
algunas inquietudes artísticas.
Al parecer habían llegado a un punto muerto. Pero curiosamente fue para
esa fecha cuando dejaron de llegar los ramos a la diva. Francesca Bertini
pudo, al fin, respirar aliviada y pasearse de nuevo con su celoso prometido sin
tener nada que ocultarle.
Ahora podría realizar su profundo anhelo de ser tan sólo la madre feliz de
un sinnúmero de bambinos. Sin embargo, el día que los periódicos sacaron
ediciones extraordinarias con el relato de la boda de “la Estrella y el Noble”,
Volpone y Gaddini, todavía sin órdenes de suspender el caso, le hicieron una
visita al estudiante de derecho. ¿Boliviano o Colombiano?
Nunca pudieron precisarlo. Pero después de una búsqueda por antiguas y
retorcidas callejuelas, hallaron la calle ciega con una fuente dañada y
decorada con tritones al fondo.
En una de las casas vecinas estaba la portezuela que daba a la habitación
del universitario, un hombre bajo, de pelo lacio y muchos dientes. Los recibió
con una andanada de citas legales. Volpone no pudo menos de admirar el
italiano fluido que empleaba, aunque también notó su tendencia a italianizar
vocablos españoles.

El anciano profesor hizo a un lado la lectura.


“Pierdo mi tiempo —⁠se dijo—, faltaban aún algunos años para que el líder
viajara a Roma”, y apretando el recorte hasta volverlo una bola, lo lanzó al
cesto de papeles en el rincón.

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Un impulso repentino, no obstante, le obligó a mirar la vieja fotografía
bajo el vidrio del escritorio. La imagen del surtidor seco y los tritones
descascarados le daban al lugar un aire fantasmal.
Y entonces, por primera vez en su vida, el anciano historiador no buscó la
exactitud del dato sino que pensó en un Gaddini aterrorizado que le decía a su
compañero haber tenido una visión.
“Vi a un tipo de gabardina sucia y ojos enloquecidos dispararle a ese
joven, ya un hombre maduro, y matarlo. Todo ocurre en una ciudad brumosa,
fea y fría situada en los Andes, que nunca he visto antes. Después veo
incendios y muchos muertos”.
“Éstas jugando demasiado al tarot”, le contestó un sosegado Volpone.
Con un ademán el viejo hizo desaparecer esos pensamientos, pero
inmediatamente se le superpuso la imagen de la diva Bertini esperando detrás
de una ventana de hierro labrado la llegada de un nuevo ramo de flores,
porque ahora, después de un matrimonio tormentoso y sin fruto, ella
empezaba a conocer varias cosas, entre otras, tal vez, la ensoñación.
1988

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LA SOMBRA DE GRETA

La sombra de greta ¿Dónde está la grética o la hepburnea siquier


con que se imbrique tu gusto solitario?
(Secuencia sin consecuencias,
2da. Versión) León De Greiff

“Ella no era atea”, fue la frase que definió el que al final de cuentas se le
hiciera el velorio a la anciana recién fallecida. Asumiendo el papel de nuera,
aprovechando algún sentimiento oculto de amistad, más bien un rescoldo, de
la dueña de “Villa Odette”, Colombia Peñate logró se llevara a cabo la
velación en el que había sido en décadas pasadas un salón de baile y del que
las rejas de hierro forjado Art Nouveau revelaban algo de su deslucido
esplendor. Así se llevaron a cabo los funerales de “Doña Pachita”, traducción
y castellanización de quien en vida respondió al nombre de Miss Francis
Astor.
El féretro fue cargado desde la casa de la colina hasta el hotel por el viejo
Matías, Don Alfredo y los gemelos Peñate cuyo contraste entre los ojos
glaucos y la tez quemada era el orgullo de la madre, la turbación de las chicas,
la admiración de las turistas y el secreto deseo de algún conductor solitario.
Ahora, en lo que fueran los años de esplendor del balneario, marco de
secretos romances entre hombres de lino blanco y damas de largos tules, al
compás de una melodía pegajosa que hablara de palmeras, los adolescentes
están lejos de interesarse en el femenino entusiasmo, como también de pensar
o preocuparse por la muerte de la abuela, vieja señora distante, cuya relación
consistía en la visita dominical a la casa de la colina, el disfrute de las
comodidades negadas en el hogar y el espectáculo de la borrachera de la
anciana mientras tomaba la botella de whisky y miraba con ojos turbios la
televisión. En la última visita la armonía había sido interrumpida cuando el
match que los dos sostenían por la faja de “los pesos pluma”, el estrépito de
una porcelana rota y el aullido de la anciana “my fine glass gift from
Barrymore, Oh my God!”, los retomó al mundo circundante y a la fulminante

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despedida de la casa con un conminatorio “Don’t come back”. No era un buen
recuerdo el que despertaba la abuela.
Para Colombia Peñate el cuento jadeado de sus hijos no había sido una
buena noticia. “¡Espero que no los olvide en el testamento!”. Raciocinio, sin
embargo, atropellado por la muerte de la anciana y por la falta total de
documento alguno a pesar de haber registrado en todos los armarios de la casa
cuando llegó corriendo inmediatamente supo la noticia. Pero ¡ay!, otros se le
habían adelantado y salvo los muebles pesados, todo lo fácilmente
transportable había desaparecido en el mismo momento de la muerte de la
dueña de casa. En balde el viejo Matías intentó detener la tromba humana que
arrasó con todo.
Ahora Colombia Peñate, muerta de la ira, iba descubriendo cómo las salas
de las casas del pueblo se veían embellecidas por nuevos adornos, como aquel
espléndido Arlequín que esa misma mañana había visto en la mesa de centro
de los García y que correspondía a la descripción que de una escultura le
habían hecho los gemelos. Pero ya todos tendrían noticia de Colombia Peñate,
cuando los hiciera devolver lo que legítimamente le pertenecía a sus hijos,
con ella nadie jugaba, nadie…
El recuerdo de Donald se hizo presente. ¿Cómo pudo dar tantos malos
pasos y tan de prisa con el hijo de la gringa? Ante ella se presentaba, una y
otra vez, la imagen del largo muelle, escalera al paraíso, cuando con plena
conciencia de lo que hacía y sobrevendría, lo amó con locura. Momento
iluminado e inolvidable en su vida trivial y vacía, que sólo tuvo ese instante
para marcar un antes y un después.
“De un solo tiro nacieron mellos”, fue el comentario del pueblo; pero a
pesar de la feroz oposición paterna, Colombia siguió corriendo hacia la playa,
escondiéndose en las cabañas abandonadas de “El Esperia”, esperando en
balde al hijo de la gringa quien borracho, drogadicto y seductor, empleaba su
tiempo en nuevas conquistas y en deslumbrar a los incautos hablándoles de
embarques de Marihuana.
Cualquier día, y cuando más de cuatro padres estaban dispuestos a lavar el
honor familiar, Donald corrió por el largo muelle y tomó la lancha de cabotaje
para poner un continente de por medio. Años después se rumoró que había
muerto en un callejón oscuro de New York, asesinado por una banda rival
cuando se dedicaba a vender droga a la salida de los colegios. Sólo entonces
Colombia tuvo, por primera vez, noticias de la casa de la colina. Una tarde se
acercó el viejo Matías a preguntar por los gemelos “pues doña pachita quiere
conocerlos”.

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El viejo abogado sigue con sus ojos, ahora de un azul desleído, el rastro
que en las paredes dejan los azulejos rotos y desiguales, las sillas de mimbre
con la pajilla rota y el piano casi desarmado en un rincón, y trata de revivir el
momento en el que en medio de las parejas que bailaban animadamente una
conga se acercó a la mujer que al lado de la inmensa pajarera del patio miraba
el mar. En esa ocasión, el entonces joven comisario cedió ante las sonrisas de
la preciosa mujer, tan parecida a Greta Garbo, y en vez de cumplir con el
penoso encargo de desalojarla por “deudas y escándalo”, tal como decía la
denuncia de la dueña del lugar, se limitó a hacerle una amonestación que ella
recibió con una ceja enarcada.
El escándalo siguió, pues la joven continuó bañándose de noche con los
muchachos del pueblo, fornidos mocetones mulatos que al parecer eran su
obsesión. Nada pudieron conseguir los galanes de la ciudad, ni siquiera
Napoleón Santamaría, quien todos los días se desplazaba en su Mercedes
Benz para visitarla. Ella le permitió que le pagara todas sus deudas, pero no lo
recompensó más que con sonrisas.
En esa primera investigación el joven comisario pudo determinar que la
mujer había llegado en un crucero que por el Caribe efectuaba el paquebote
francés “La Josephine”, y que su profesión era desconocida. No se
consignaron en el acta todos los incidentes y lances que su presencia había
desatado en el barco, como el duelo entre los dos nobles franceses que
solucionó el capitán entregándolos a las autoridades de Martinica, o el
asesinato de un marinero, cuando otro miembro de la tripulación al verlo
acercarse a la “chaise longue” donde reposaba la beldad, lo tiró al mar.
La tragedia no le motivó ni un comentario a la desconocida, quien esa
noche apareció en el comedor luciendo un piyama de seda china que
conmocionó en tal forma al capitán, que ordenó cambiar de ruta y meter el
barco por una zona de arrecifes, sólo para demostrarle su pericia a la diva,
quien aplaudía los golpes de timón mientras seguía tomando copas de
champaña. Fue por ese cambio de ruta que atracaron en Puerto Colombia, y
allí ante la estupefacción del viejo capitán, la joven ordenó bajar a tierra su
veintena de baúles para librarse del abrumador galanteo.
Las relaciones con la dueña de “Villa Odette” siguieron siendo desiguales.
La respetable matrona francesa, que quería a toda costa hacer olvidar su
llegada como polaca para el barrio chino, a veces era confidente de la joven y
otras veces su enemiga mortal. El comisario Alfredo Mendoza decidió
ignorarlas nuevas denuncias instauradas por Madame Coty. Fue en uno de
esos momentos, otra vez sin dinero ni admiradores solventes, cuando la joven

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pagó todas sus deudas con ropa y prendas. Por el pueblo se regaron echarpes,
sombreritos Lindberg, piyamas “sueño malva”, y abrigos de visón y martas
cibelinas. No era raro ver a Jacinta Pérez, en la carnicería, cortar la carne y
salpicar de grasa un sombrerito exclusivo de la casa Patou, o a Rosita Amador
pasar por la plaza al mediodía, con un sol canicular, luciendo una gran capa
para salida de la ópera, o a Sara Petrona, la esposa del alcalde, lucir un gran
sombrero con plumas lloronas y monóculo en la izada de la bandera de la
“Escuela Popular Infantil Eladio Pereira”.
Dos hechos, sin embargo, siguieron siendo para el viejo abogado un
misterio. El primero había quedado envuelto en un intempestivo viaje.
Cualquier noche la joven mujer corrió por el largo muelle y se subió aprisa
por la escala del barco antes de ser izada. Atrás quedaron montones de
deudas. “¿Quién iba a creer que iba a tomar un barco en deshabillé?”,
comentó Madame Coty, que entre todos era la más afectada.
Pero la mujer sorpresivamente volvió antes del año llena de dólares,
regalos y simpatía. Al terminar de construir la gigantesca casa cesaron sus
relaciones con casi todo el mundo. “Levantó el puente levadizo”, fue el
agridulce comentario de la polaca.
El nacimiento del niño había sido todavía más misterioso. Nunca se le vio
embarazada, nadie del puerto le ayudó en el parto a pesar de ser de carácter
difícil ya que por esa época se acercaba a los cuarenta años. Alfredo
Mendoza, a pesar de haber traspasado el umbral del castillo en su calidad de
abogado, nunca pudo arrancarle palabra del hecho. “Eso no fue obra del
Espíritu Santo”, dijo al desgaire Madame Coty.

“Era toda una hembra”, piensa el viejo Matías, tal vez la única persona en
el velorio hondamente afectada por la muerte de la mujer.
Había sentido el flechazo cuando la bellísima joven se le quedó mirando
las piernas mientras él descargaba la veintena de baúles en “Villa Odette”. Se
perturbó y pensó que las francesas del barrio chino cada vez estaban mejores.
¿Pero cuántos equipajes no tendría que cargar y descargar antes de poder
darse una vuelta por allí? Ya en la pieza, y mientras le ayudaba a colocar el
equipaje, la mujer vestida con una bata vaporosa le rozó el animal. No se
aguantó, y dispuesto a enfrentar lo que fuera la atrajo hacía sí. Ante su
sorpresa, la mujer no dijo una palabra, sino que colaboró en el descubrimiento
del cocodrilo, la guacamaya y el plátano, todo el trópico buscado y deseado
revelado en un instante.

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Sin embargo, cuando trató de hacer valer sus derechos de macho de la
casa, lo único que ganó fue una andanada de sonobichazos y golpes de tacón.
Amargado, le tocó verla bañarse por las tardes en “Costa Verde” con Mario y
Sila, sus primos, y oír cómo las risas inocentes se trocaban en gritos de
satisfacción que él conocía muy bien.
Sólo pudo volverle a hablar cuando sorpresivamente ella lo llamó para
que le sirviera de celador en la casa de la colina. Relación ancilar que
comprendía varios oficios, entre ellos el de reaccionar como ante un toque de
campana cuando ella, copa en mano y envuelta en una sábana, le gritaba un
“Darling”, invitación imposible de rechazar.
Ni el nacimiento de Donald modificó las cosas. El niño unigénito no tuvo
con él ni siquiera la complicidad que daba el enseñarle a levantar trampas
para cazar pájaros. Por eso su única fidelidad fue para con ella, a quien vio
envejecer sin gracia, sola y borracha, y cada vez más esteparia.
A través de la ventana el viejo contempla a sus nietos jugando; “me
sacaron el pelo crespo”, piensa con orgullo.

Fue por casualidad que el abogado Mendoza preguntó a Madame Coty si


tenía algún recuerdo de la difunta. “Tengo estas cartas hace cincuenta años”,
le dijo la mujer mientras le entregaba el paquete.
Las cartas estaban dirigidas a Miss Frances Astor por David Bergman,
empresario judío, pionero de la nueva industria que se desarrollaba pujante en
Hollywood. La correspondencia pasaba del ruego a la amenaza y terminaba
con la demanda judicial. No comprende Mister Bergman por qué la señorita
Frances ha emprendido ese crucero por el Caribe justo en las vísperas de la
filmación de “El velo pintado”; menos entiende que proteste por las escenas
de peligro, cuando hasta ahora en su papel de doble de Miss Garbo no ha
tenido ninguno, comprende su desazón al comprobar que su exclusivo
parecido con “La Divina” es un escollo para hacer carrera en el cine. Es
verdad que el firmamento cinematográfico no permite dos estrellas gemelas,
pero ella no tiene el derecho de irse a descansar cuando precisamente ha
firmado el contrato y recibido un suculento anticipo. En caso de no atenderle
jura que le cerrará las puertas de Hollywood para siempre y le perseguirá
hasta el fin del mundo, “que es donde usted está en este momento”.
Deslumbrado por la revelación, el abogado recuerda aquella tarde propicia
para el amor y la confidencia en la que le preguntó —⁠mientras descansaban,
embriagados, en el diván—: “¿fue usted actriz?”. Sin responderle, ella se

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levantó y en el rellano de la escalera le representó, imagen inolvidable, el
baile de las roquettes en el Radio City Center.
Fue entonces cuando le dio la clave de esta historia, cuando le dijo en una
frase que él sintió como enigmática, pero que ahora veía con claridad: “No
sabe usted qué terrible es la vida cuando se es tan sólo una sombra”.

Los dos hombres siguieron hasta el amanecer tomando en forma


espaciada copitas de ron blanco y conversando sin interrupción, para sorpresa
de Colombia Peñate y Madame Coty que no podían entender ese diálogo
entre personas a quienes al parecer todo separaba. “Pero sabe usted”, dice un
Matías dispuesto a hacer una confesión guardada por años pero que sólo en
ese momento encuentra a quien soltar, ocasión única y feliz que no puede ser
desaprovechada, “lo que era encoñe ella no lo tenía, se lo dice Matías
Peñate”. Asiente cómplice el interlocutor y entrecerrando los ojos murmura:
“es que le faltaba el golpe de cumbia”. Y éste fue el epitafio no escrito a la
sombra de Greta.
1983

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LA VISITA

Esta mañana me desperté gritando. Soñaba que venías por la playa corriendo.
Estabas vestida con ese traje negro y elegante de espalda descubierta con que
alguna vez fuiste a una fiesta de gala. También traías ese broche ostentoso
que luces en una fotografía vieja. Venías descalza y con cara de espanto pero
tu rostro era el joven y hermoso de mi infancia.
Me levanté agitado y confuso. Una rayita discreta al pie de la fecha en el
almanaque me recordó que hoy era el día de tu cumpleaños. Vacilé mientras
me vestía, pero al fin di término a mis dudas y decidí venir a visitarte.
No le dije nada a mi mujer, pero ella algo intuyó porque al despedirme me
dijo un receloso “¿y esa prisa?… ¿a dónde vas?”. Le di varios besitos para
contentarla.
Entro al edificio de vieja arquitectura situado sobre esta calle arbolada y
silenciosa. Oigo el sonido discreto y apagado que da el timbre. Ante mi
impaciencia se demoran para abrirme. Al fin aparece en la puerta Piedad
quien hace un gesto de sorpresa al verme pero enseguida reacciona dándome
un beso cariñoso de bienvenida. Aprovecho que desde el fondo de la casa se
oye un bolero, viejo (cantado por Elvira Ríos), para abrazarla y dar con ella
unos pasos de baile estilo “botecito”, el mismo con que ella me enseñó a
bailar.
Se ríe feliz, “siempre loco”, me dice. En ese momento siento el vaho del
alcohol que el chicle mentolado no ha logrado disipar. Me ofrece asiento y me
dice que va a anunciarme. “No creo sin embargo que ella te reciba”, añade.
Desde el cómodo y viejo sofá reviso la decoración que me es tan familiar.
Siguen en el mismo sitio las materas de cobre con sus caras de leones. En
la pared sigue destacado tu retrato. (Cuantas veces no te habré visto frente a
él, diciéndole a tus invitados: “Ustedes deben saber que el secreto de este
pintor es adelgazar los cuerpos y engordar las joyas…”).
Me levanto y empiezo a mirar las cosas. Por un instante casi sucede una
catástrofe cuando tropiezo y se cae la figura de ébano que representa a

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Josephine Baker. La alcanzo a recoger al vuelo y doy un profundo suspiro de
alivio.
Antes de colocarla con delicadeza de nuevo en su sitio leo la fecha
grabada en la base. “Paris 1936”. De golpe recuerdo que Diogenes me contó
la historia del día que te acompañó a la presentación de la Baker. Ante su
asombro te saliste en mitad de la función y al pedirte explicaciones le
contestaste con un olímpico: “es el mismo espectáculo de negros que allá
estaba cansada de ver, uno no cruza el océano para encontrarse con esto…”.
Piedad me saca de mi ensimismamiento diciéndome que no puedes
recibirme porque te sientes con jaqueca. Es la misma excusa de siempre, pero
esta vez no voy a aceptarla y le respondo en forma terminante a mi prima que
he venido de muy lejos y que por lo tanto me quedo a almorzar. Piedad pone
cara de asombro pero no se atreve a contradecirme.
Ya lo lograste. Ya pudiste quitarme el buen humor con que había llegado.
Me fumo un cigarrillo y me desquito echando toda la ceniza al suelo, sé
que eso te hará rabiar. Nunca pude acostumbrarme a tus desplantes, a tus
cambios de humor, a los gritos de tus pesadillas ni a tu sonambulismo.
Siempre logras lastimarme. Siempre tengo presente aquella muenda feroz que
me diste al robarte unas fotos del escaparate. Ahora sé su importancia pero en
ese momento lo ignoraba. Eran tres, una de Clark Gable, otra donde aparecías
en un estadio de Berlín cuando las olimpíadas —lo sorpresivo de la toma
revelaba una mujer muy joven pero con un extraño gesto adusto— y la
última, aquella singular fotografía donde estabas en una mesa de café
entrelazándote las manos con un hombre a quien le habías rasgado la cabeza.
Una de tus frases favoritas es decir: “Yo no olvido nada”. Si no lo sabrá
Diogenes a quien hace más de treinta años no le diriges la palabra porque en
Bruselas no quiso llevarte al hipódromo. (“Voy a ver a mi novia y no voy a
perder el tiempo paseando primas provincianas”, parece que fue su frase
maldita). Pero él se venga contando algunos de tus pecadillos. Cuando
décadas después le comenté lo de la muenda me dijo: “Necesitaba la foto de
Clark Gable para masturbarse con un vibrador sitra que tiene bajo la
almohada”. No le permití que siguiera hablando. Nadie te ensucia y menos
delante de mí. Diogenes se dio cuenta de que había tocado algo muy profundo
porque después empezó a hablar de otras cosas.
Siempre que hablo de ti sucede algo parecido. Nadie te quiere, salvo yo.
Pero estoy seguro de que tú eres la única culpable.
“Bella y rica, ¿cómo es posible que no se hubiera casado?”. Es el
interrogante que siempre te rodea. Diogenes tiene una tesis sobre tus

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circunstancias elegantes pero tu alma vulgar. Varias veces me la ha
sustentado contándome la historia del príncipe ruso.
Ocurrió cuando estabas en París en un hotel caro. El portero era un
hombre maduro pero especialmente elegante que te trastornó lo mismo que a
Carmen Torraca, tu compañera de viaje. Parece que las dos se la pasaban
dando vueltas por la portería para admirarlo. Cuando supieron además que era
un príncipe ruso exiliado, cayeron en el delirio. Él correspondía con venias,
con eficacia en la consecución de los taxis, llevándoles el paraguas abierto
cuando llovía. Tú y Carmen entraron en competencia para dar la propina más
alta. El portero se inclinaba ante ustedes gentil y silencioso para recibirlas.
Siempre, según la versión de Diogenes, evitó la conversación que deseabas
entablar. Un día fuiste con Carmen y Diogenes al “So different”. En una mesa
cercana estaba el príncipe con otras personas de aspecto distinguido, nobles
también. No te aguantaste y le diste un saludo ostentoso de mucha agitada de
mano. No te contestó, se limitó a darte una mirada irónica y displicente.
Cuando después le reclamaste entre sonreída y seria, él te contestó con un
seco: “Lo siento mademoiselle pero en ese momento yo no era el portero sino
el príncipe Iván y entonces sólo trato a los de mi clase…”.
De nada valió la queja iracunda que le diste al gerente. Te miró con sus
ojillos porcinos y te dio un vago “tomaremos nota de su queja madame…”.
Pero el hecho fue que cuando te despediste, lo hiciste bajo la mirada
socarrona del príncipe-portero que sacó las valijas y en vano esperó propina.
“Era un vividor —remata Diogenes— yo ya había hecho mis averiguaciones.
Cuando joven era un ‘danseur professionel’, un gigoló”. Pero la cosa no
terminó ahí. Al comenzar la guerra regresó Carmen y al descender del barco
de la Flota Blanca venía del brazo de su flamante marido que no era otro sino
el príncipe ruso.
Aquí se entreveran mis propios recuerdos con la narración de Diogenes.
Sorpresivamente, y cuando todo el mundo creyó que no ibas a determinar a la
Torraca, te desviviste en atenciones con la pareja. Diste una fiesta muy
costosa en su honor, en la que estuve de adorno infantil para ser manoseado y
besado por todas las señoras. Pero yo, como todos, también estaba pendiente
del príncipe y allí sufrí una de mis primeras frustraciones infantiles al ver que
vestía corrientemente y no como los príncipes de la baraja. Después el ruso se
volvió un íntimo de la casa, jugando siempre a los naipes y tomando un cóctel
“Alfonso XIII” que solamente tu sabías preparar. Yo tenía sentimientos muy
confusos porque aunque me daba celos su presencia, también me gustaba las
propinas que me daba cuando me enviaba a comprarle pastillas de bromural.

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Pero de repente algo pasó porque no volvió a visitarte más. Al año estalló la
bomba. El príncipe se esfumó dejando una montaña de deudas de póquer. Ahí
fue cuando, para sorpresa de todos, apareciste como dueña de casi todos los
pagarés que había firmado. Y le remataste las casas a la Torraca sin ningún
pudor. El día que te adjudicaron la quinta que estaba frente al mar estabas tan
feliz que bailaste delante de nosotros. Me parece verte todavía dando esos
pasos de conga entremezclados con otros de rumba. A Diogenes todo eso le
parece una canallada que revela “tu falta de clase…”, según sus palabras.
No le he contradicho aunque sé por donde cojea su historia. Desde esa
época supe que el hombre sin cabeza en la fotografía era el príncipe. Lo supe
porque usaba el mismo anillo que aparecía en las manos del hombre de la
fotografía cortada.
Nadie comprendió el fondo de la historia. Sólo yo, que sé que fue una
historia de amor, con su pasión, celos y venganza.
Pero volvamos a lo de tu rencor hacia mí. Cuando niño eras muy cariñosa
y me consentías todo el tiempo. Oigo todavía tu risa divertida al descubrirme
detrás de la cortina del baño observándote mientras te colocabas la faja.
“Socorro un voyerista”, gritaste divertida.
Cuando crecí, cambiaste. Un día al darte un beso espontáneo me
respondiste con una bofetada. Todavía me duele. Piedad me comentó que le
habías dicho que sentiste el beso libidinoso. ¿Libidinoso un beso en la
mejilla? ¡Seguro fue otro de tus delirios! Pero el hecho fue que dejaste de ser
maternal para convertirte en la tía exigente y dura.
Sólo eras mi aliada cuando el asunto también te concernía. Por eso cuando
Cristina Alza Tierra no me invitó a su fiesta de quince años y me encontraste
llorando junto al vidrio de la ventana desde donde se veía el baile, no
encendiste la luz, rebuscaste a tientas en el cajón de la mesita de noche, y
antes de abandonar la pieza me dijiste: “No te preocupes que ellos no son
nadie, su abuelo era tan sólo telegrafista de la compañía”. A veces pienso
ponerle fecha al momento en que empezó el desamor. Pero no la hay. Todo
fue un montón de incomprensiones que sumadas dieron un malentendido.
Algo extraño sucedió cuando interceptaste la carta que el doctor De Vivo,
el medico de la familia, me envió en forma insólita antes de morirse. Nunca
me la mostraste, pero con qué odio me miraste en esa época. A su vez algo
debió haber sucedido con los De Vivo porque de amigos íntimos pasaron a la
total indiferencia. Después supe que les habías rematado una finca. Ahora
cuando veo a la anciana viuda en su silla de rueda llevada por su hija
solterona ninguna de las dos me contesta el saludo.

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Cuando le comenté el caso de la carta, Diogenes me dijo en forma cínica
que toda familia distinguida tiene un gran secreto familiar, y que al parecer
nosotros ya lo teníamos. En ese instante creí que iba a decirme algo más,
como una revelación, pero cosa curiosa en un chismoso como él, me dejó en
punta, intrigado.
La vida siguió sin embargo. Al principio dijiste que me ibas a pagar la
universidad. “Necesito un médico en la familia para que lidie mis achaques”.
Pero vino la crisis de esos años y empezaste con la cantaleta que estabas
arruinada, que se había acabado el banano, que ya no había embarques, que la
yunai se iba, que sin finca no eras nada, que la tierra se había desvalorizado,
que las casas no rentaban, que esto y que aquello…
Total no estudié profesión y terminé de profesor de francés en un colegio
de bachillerato. Para colmo y a pesar de tu oposición terminé casándome con
una compañera de trabajo. Qué golpe para ti, tú que siempre me decías: “No
te cases con una mujer pobre, porque el matrimonio de pobre con pobre
aumenta la plebe”.
De todos modos ésa fue la gota que rebozó el vaso. Nunca has rebajado a
mi mujer del tratamiento de “esa mujercita insignificante…”. Gladis a su vez
no puede ni oírte mencionar. Han pasado muchos años y tú aún no me lo
perdonas. Qué dulce venganza tuviste en mi última visita, cuando al suplicarte
un préstamo de dinero me lo negaste con fruición mientras decías: “Sabes lo
que te digo, en toda tu vida no has hecho sino equivocarte…”.
Menos clara es mi conducta cuando al otro día borracho insistí en hacerle
el amor a mi mujer con un par de medias puestas. Eran tuyas las medias y te
las había robado cuando adolescente. Mi mujer se negó: “No voy a servirte de
conejillo de indias para tus aberraciones”, me dijo. Esa vez la golpeé. Por
poco se acaba mi matrimonio. Después he empezado a leer un poco de
psicoanálisis pero lo único que he logrado es asustarme.
Cuando en una ocasión Diogenes me preguntó el porqué insistía en
visitarte, le contesté que por gratitud, entonces me dijo una frase que todavía
estoy rumiando: “No seas pendejo, es ella la que debe estar agradecida
contigo, tú eres su obra buena, tal vez su única obra buena, sólo por ti es que
la gente considera que ella también tiene corazón, sino sería considerada tan
sólo como una arpía…”.
Así te ven, pero toda la culpa es tuya. Cuando la crisis empezaste a lanzar
a todos los inquilinos de tus casas porque necesitabas aumentarles el precio.
No te importó que algunos fueran viejos amigos, de esos que tú llamas “gente
considerada”. Ninguna de esas consideraciones contaron. Fui testigo de

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escenas humillantes como cuando vi a Madame Mazet, la anciana
quiromántica que te leía el tarot, abrazada a tus rodillas y llorando mientras te
suplicaba que no la lanzaras. Pero tú a todo esto respondiste con un: “no se
puede ser caritativo cuando nos amenaza la pobreza”.
Piedad interrumpe mis recuerdos. Con un aire cómplice me dice que tiene
algo muy importante que va a buscar para enseñármelo. Mientras la veo irse,
la reparo. Está vieja y desgarbada. ¿Será posible que sea la misma persona
que ganó el concurso de la niña más parecida a Shirley Temple? Por un
instante una espinita me hinca en la zona que linda con el inconsciente. ¿No
era ella quien me chupaba el sexo mientras me cargaba cuando yo era un
niño?
Desecho el recuerdo y pienso que debe haber ido a tomarse un trago de la
botella de wiski que tiene escondida en el tanque del inodoro o en la maceta
que está en la terraza. En eso terminó, alcoholizada y llamando a su amiga
para tener esos largos y amorosos coloquios por teléfono.
Regresa con un sobre grande en la mano. Se suelta el gancho y se deja
caer la cabellera sobre el hombro mientras hace un ademán coqueto. Quedo
mudo. Es el mismo ademán que hizo aquella noche.
¡Cómo olvidarlo! Estábamos en la sala, yo jugaba con mi nuevo tren
eléctrico sentado sobre la alfombra. Tú estabas con un “deshabillé” vaporoso
y turbador. Escribías cartas en ese tipo de papel rosado y perfumado que
acostumbrabas. (“Toda carta de pasión va escrita en esquela Orion”, decía la
tapa del cofre donde guardabas los sobres). Desde la cocina se escuchaba el
cuchicheo del “Derecho de Nacer” que oía Escolástica, la cocinera. De pronto
en lo alto de la escalera apareció Piedad. Estaba despeinada, con el rimel
corrido y completamente borracha. Descendió unos pasos y se paró en el
descanso al pie de la lámpara color “rosa viejo tiépolo”. Y señalándote gritó:
“¿Sabes lo que te digo? En esta casa se respira cierta atmósfera de
anormalidad”. Después movió la cabeza, igual que como en este instante, y
soltó una risita desagradable como las que sueltan las brujas malas de una
película japonesa.
Tú estabas estupefacta, yo entre sorprendido y divertido. Pero esa imagen
y esa frase se me quedaron indelebles. Creo que desde esa fecha perdí mi
inocencia. Ahora sentada a mi lado Piedad me dice en voz baja, casi
susurrante: “¿Sabes lo último? Nos ha desheredado. Ha dicho que prefiere
dejar su dinero para misas y comprarse el cielo antes que dejarlo a un par de
majaderos como nosotros”.

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Intento consolarla diciéndole que la ley nos protege, pero la prima está
anonadada. “Te voy a decir algo que nadie te ha dicho —me dice en un tono
cómplice—. Éste es el sobre que te mandó el doctor De Vivo, lo sustraje de
donde ella lo tenía escondido, ¡dale un vistazo!”. Me siento nervioso. Saco del
sobre unos recortes de periódicos muy viejos, de la misma época en que tú
fuiste a Europa. Son de cuando tenías un poco más de quince años. Un titular
de primera página dice: “¿Crimen o Suicidio?”. Lo que se relata es la
aparición entre unas rocas dentro del mar, y al parecer despeñado desde un
acantilado, del cadáver de un joven aviador de apellidos muy conocidos. Los
periódicos de los días siguientes están lleno de conjeturas. Se habla de una
mujer que lo acompañaba. Parece además que el hombre estaba en luna de
miel pero la mujer era otra, en una mala rima el periódico destaca la noticia:
“Era su luna de miel pero estaba con otra mujer”.
No entiendo nada y se lo digo a Piedad.
“Es sencillo —me dice—, la otra mujer ¡era ella! Ese mismo día se le
encontró en la playa, enloquecida y desvariando. Estaba descalza y con la
ropa hecha jirones”.
Trato de objetar y hablo de coincidencias. “No, no fue coincidencia
—⁠prosigue Piedad—. Al lado del cadáver se halló una de sus zapatillas.
Después se tapó el escándalo con mucha plata. ¿Y por qué crees que hizo esos
largos viajes a Europa? ¿Y por qué se quedó soltera?”. Hay malicia y
venganza en esta última pregunta.
Quedo perplejo y silencioso. ¿Conque era esto? ¿Ése era el fantasma? ¡La
revelación del secreto es menor que el misterio! Pero de haberlo sabido antes
te hubiera comprendido más. Pero no. No he venido a remover el pasado. No
he venido a hurgar nada; sólo he venido a felicitarte por tu cumpleaños.
Nunca podré odiarte. Cualquiera que sean los malentendidos cuenta siempre
con mis visitas.
1979

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UN CASO PARA BRUNO MANOS ALBAS

No supe qué responderle al joven juez Bruno Manos Albas cuando me


preguntó sobre las hermanas Fanti-Pontino. En realidad ¿qué sé yo de ese par
de jóvenes artistas, ese par de gemelas, bellas y de gran mundo, hijas de mi
rica y lejana pariente y con quienes no cruzo palabra desde que llegaron a la
pubertad? ¿Qué puedo saber de ese par de mujeres que han matado a su tío y
a mi amigo del alma Ludovico Pío en un crimen que ha conmocionado a este
pueblo grande con título de ciudad?
Doy vueltas en la habitación ante la mirada reprobadora de los testigos
citados. Él, un hombre con canas en las sienes pero de ademanes felinos y
delicados, y ella, una mujer negra, una palenquera que ha dejado en la otra
silla la palangana llena de cocadas, alegrías y caballitos de papaya mientras
rezonga que está perdiendo la venta del día.
Desde el balcón miro el parque. Allí está el templete, blanco, de delgadas
columnas y muchas volutas a donde muchas veces asistí con Rita y Gilda para
escuchar las retretas dominicales. Debe ser desde esa época que se les desató
la vocación musical, porque ni siquiera la proximidad de la heladería “El
páramo” las distraía de la atención con que seguían los movimientos de batuta
del Mono Julián, el director vitalicio de la banda municipal.
Puedo decir que entonces había complicidad entre nosotros. Aunque al
principio yo era sólo el pariente pobre y vago que tenía justificada su
existencia porque le correspondía pasearlas los domingos, al final hubo algo
cercano al cariño.
A lo mejor nada de lo que ha pasado es tan extraño. Creo que el destino de
los Fanti-Pontino es vivir dentro de un drama. El accidente de la madre, el
abandono del padre, y ahora esto. Pero aclaro, lo musical y lo teatral vienen
por el lado de la madre, Gina Pontino; el padre Fanti, ese viejo cargado de
plata con sus fábricas de pastas, no tiene nada qué hacer en esta serie de

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supuestos. A él sólo le correspondió poner el escenario y el decorado, y vivir
desde siempre instalado en la capital y separado de su familia.
“Arrojaron una lluvia de champaña sobre los que pasaban bajo el balcón”,
comentó una de las escasas personas que a esas horas de la nochebuena estaba
fuera de casa. “Era una música infernal”, dijo una de las beatas que había
trasnochado para estar en la iglesia para la misa de gallo. “No era tan nueva la
música, era Iron Butterfly y Led Zeppelin, música de los sesenta”, dijo
menospreciativamente Nando Correa, el dueño de “Aquí fue Troya”, el bar
ubicado en diagonal a la pretenciosa mansión de las Fanti.
“Las mellas tenían vestidos largos de noche, exactamente un strapless
negro y otro blanco de lunares azules iguales a los que usó la protagonista en
Gilda”, dijo Memo Clavel, el dramaturgo de la ciudad, y añadió: “El tío Pío
estaba muy apuesto en su smoking tropical y aplaudía todas las gracias de sus
sobrinas”.
En lo que no se ponen de acuerdo los testigos es si los alaridos de espanto
fueron antes o después de un ruidoso motete entonado en la misa por el grupo
coral de la Casa de la Cultura. Pero este detalle no impidió que casi todos los
feligreses acudieran en estampida a la vieja edificación, subiendo al segundo
piso por la frágil y desvencijada escalera, donde se encontraron con el par de
mujeres gritando en esos do agudos al borde de la octava —que indican que
sus registros son extraordinarios, cosa por lo demás que ya habían
comprobado sus profesores del London College of Música— mientras las
manos agarrotadas empuñaban los cuchillos asesinos. El cuerpo atlético del
tío, ese prototipo del “latín lover”, estaba ñeramente acuchillado, la expresión
alelada de las homicidas, con las largas cabelleras caídas sobre los hombros, y
lo incomprensible del hecho le dieron un carácter teatral al momento.
—Como de ópera, dijo el Mono Julián.
—Como de ópera punk, corrigió Nando Correa.
—Como de gran ópera, reafirmó Lorenzo Colonna, el hijo de Alma Pura
la dueña de “El pequeño París”.

II

El juez Bruno ha seguido con sus preguntas, y esta vez fue si me gusta la
ópera. No sé qué contestarle; sería como acostarme en el diván del
psicoanalista y empezar en una corriente imparable.
Es penoso que lo confiese, pero salvo una representación de nuestra ópera
nacional en el Teatro Colón de la capital, no he visto más óperas en vivo.
Creo que mi amor por ella se debe a que Trinita Purificación, mi abuela

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materna, me hablaba con tanto odio de “ese tenorcillo”, para referirse a mi
padre, que me agarré a la ópera como a una compensación.
Pero es que aquí donde estoy, secretario de un juzgado —con apenas seis
meses de práctica y la ayuda de un manual al que le faltan las últimas páginas
— yo soy en realidad un artista sin instrumento y alguien que empezó en este
mundo del canto desde muy temprano. ¿Cómo no iba a hacerlo si mi padre
era el tenor yugoslavo Francisco Zitko que llegó en los años treinta? El tenor,
doblado a tenorio, conquistó a mi madre, la hija de Trinita Purificación, y así
tuvo aseguradas casa, cama y comida hasta que se murió. Su única
preocupación era el concierto por las “Emisoras Unidas” los domingos por la
tarde en el que hizo popular aquella aria de zarzuela que decía “Mi aldea
cuando el alma se recrea…”.
Pero éstas son digresiones no necesarias, más bien inquietantes y que no
puedo controlar, pues si hay algo que me gusta es hablar de mí mismo. Sin
embargo le voy a hablar al juez del muerto, que con seguridad eso ayudará a
develar el crimen.
Reconozco que además de apuesto y de tener una buena voz, Ludovico
Pío siempre fue una rara avis. Mientras sus primos participaban en los
concursos de bailes de mambo en el “Jardín Águila”, a ver quién tiraba más
paso, él, que también asistía, cargando siempre con la más bonita de las
chicas le decía al oído que le avisara cuando eran las nueve para irse a ver
“Abismos de Pasión”, una película que había repetirte cuatro veces fascinado
con la música de fondo. Allí nos encontramos todas esas veces y nació
nuestra gran amistad.
Como amábamos la música vocal nos volvimos unos expertos. Sabíamos
que el tema musical de “Cuando la noche cae…”, la radio novela de las
nueve, era en realidad el aria “Mi corazón se abre a tu voz…” de Sansón y
Dalila, y que el tema de fondo de la película “La luz que agoniza” era el tema
de la locura de Lucia de Lammenoor. Era bello sentimos poseedores de una
parcela de conocimiento compartida sólo con los iniciados, sólo con aquellos
tocados de una chispa especial, de un símbolo de diferencia.
Grabamos en casetes todas nuestras joyas, hasta aquellos viejos discos de
Luisa Tetrazzini cuyos agudos desaparecían a nuestros oídos pero
intranquilizaban a los perros, pues ya se sabe que ella dio la idea del silbato
supersónico para canes. Pero la vida nos separó cuando él se fue a estudiar y
después se radicó en el exterior. (Para alivio de su padre que veía con
intranquilidad su debilidad y éxito con las mujeres casadas. Fue para esa
época que se oyeron los rumores de sus amores con Gina Pontino).

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III

Me encuentro en este rincón del mundo investigando su muerte. A todos


los de la comisión, el juez, los dos detectives y yo, que soy el secretario, nos
ha tocado alojamos en esta pensión, la única del pueblo, que queda diagonal a
la iglesia.
La dueña del “Pequeño París” nos ha advertido que su casa es un lugar
respetable. “No se aceptan ni parrandas ni visitas de mujeres”, dijo en forma
perentoria al firmarle el libro de registro.
Pero Alma Pura ha demostrado ser menos severa de lo que temíamos
después de ese saludo. Todo el tiempo ha estado pendiente de nuestra
comodidad, preguntándonos si hemos encontrado cómodas las piezas, si los
abanicos no hacen demasiado mido, si las sábanas están con olor a lavanda y
si no nos fastidia el perfume. Además, cada media hora se acerca al juzgado
una muchacha de facciones indígenas llevándonos jugo de mango en dos
grandes jarras.
La investigación marcha aceleradamente. Como sólo hemos empezado las
diligencias al llegar —después de tres horas— de la capital, hemos
encontrado todo patas arriba. La gente invadió la casa y no hay forma de
reconstruir con exactitud el crimen. Para mañana se espera oír testimonios
sobre la personalidad de las jóvenes y redondear así sus perfiles. Ha sido un
largo día y por eso bendigo este cómodo mecedor que ha puesto para mí en la
terraza Alma Pura, y donde recibo el fresco de la noche. La anciana se ha
sentado en otro mecedor con copete en su espaldar, exclusivamente para su
uso.
Solamente Alma Pura y Lorenzo Colonna, un hijo de su difunto marido
Francisco, pueden dar claridad a ciertos hechos. He encontrado que la mejor
manera de informarse es escucharlos cuando juegan esas interminables
partidas de naipes bajo la inmensa Ceiba del patio y en la mesa de estilo
“nouveau art” con la inmensa sombrilla multicolor que aunque desteñida
conserva el dejo de su antiguo esplendor. Evoca un momento flamante en una
playa francesa, tal vez Niza, con un camellón orlado de palmeras, caballeros
de sombreros de tartarita y damas con velos, como en esas viejas fotografías
que están en la sala acompañando la gigantesca fotografía entronizada de mi
padre, el tenor Francisco Zitko, esposo de la propietaria de este lugar y que
ahora (estoy un tanto desconcertado pero no del todo asombrado) se me ha
revelado bígamo. No le he dicho a nadie mi descubrimiento.

Página 43
IV

El joven juez me intriga. En realidad es más bisoño que yo, pues apenas
acaba de salir de la universidad y éste es su año de práctica. Mantiene la
distancia y no quiere dar a entender que desconoce la rutina del cargo. Me
pregunta con insistencia sobre mi vida musical; a veces pareciera que el
investigado fuera yo y no las mellas Fanti a quienes ha ordenado dejar bajo
arresto domiciliario. El estupor ha sido general. Ha salido a relucir que el juez
es hijo de un anarquista español, que su madre era una latifundista loca, que
de adolescente se hizo echar del seminario y se rumora que está comprado por
la madre de las muchachas, “la agiotista inválida” como la llaman sus
malquerientes, deudores en su mayoría. Lo que sí está muy claro es que el
finado también tenía un tiro en el estómago, y que no se detectó a tiempo
porque sobre el mismo sitio de entrada de la bala había sido apuñalado el
cadáver. Esto no fue visto por Jesús Daconte, el médico legista, otro
estudiante que está haciendo su año en el puesto de salud. Pero este joven juez
ha resultado puntilloso y se lo hizo notar al joven médico, el cual
desconcertado me ha dictado un acta disparatada que tengo que rehacer. La
bala pequeña se encontró y se ha añadido a las pruebas para ser enviadas a la
capital. “Pulvis et umbra sumus” dijo con solemnidad fingida el juez Bruno.
No le quise preguntar de dónde sacaba su latín, pues era obvio. Esta tarde me
ha llamado aparte, y sin muchas vueltas me ha preguntado mi opinión sobre
los testimonios contradictorios, en los que no se sabe si los gritos comenzaron
después de un coro en la misa o después de algún disco de los que ponían en
la fiesta. Me pareció irrelevante la preocupación, pero mayor fue mi
desconcierto cuando me preguntó si yo había visto el film “El hombre que
sabía demasiado” de Hitchcock. Le contesté que no sólo lo había visto sino
que podía decirle las diferencias entre las dos versiones y empecé a contar el
argumento. Me interrumpió para decirme si recordaba la escena clave cuando
el único golpe de los platillos en la cantata que la orquesta interpreta coincide
con el disparo, afortunadamente fallido. Tenía cierta furia por dentro, ¿qué se
estaba creyendo, que uno no sabe de cine? Hasta puedo decirle que se tocaba
“Nubes de tormenta”, pero no me dejó hablar. Inmediatamente me señaló que
un testigo, Idris Pombo, la negra palenquera, decía que se oía música
pegajosa, mientras que Lorenzo Colonna decía que la música era ruidosa, de
ésa con muchos platillos, alemana sin duda. Cuando iba a hacer unas
distinciones eruditas, me sorprendió diciéndome que él sí sabía qué autor
sonaba en ese instante. Segundos después regresó con un disco. “Hice lo más

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elemental —me dijo—, fijarme que disco estaba puesto, ya que con seguridad
fue el último que se escuchó”. Y añadió con voz de padre confesor: “¿Quiere
oír el redoblón del último movimiento?”. Mientras lo escuchaba me sentía
disminuido, el juececito estaba resultando una fiera. Con pausas reflexivas
entre una y otra frase empezó a preguntar. ¿Quiénes podían conocer en esta
aldea una composición tan de entendidos? La respuesta se caía de su peso, las
mellas Fanti, tal vez el muerto —hizo una larga pausa antes de soltar el
nombre— y también Gina Pontino, la madre de ellas y la cuñada del muerto.
Me sorprendió la forma como alargó la palabra “cuñada”. Pero no había
terminado. ¿Qué clase de pistola fue la empleada? Le respondí que
deberíamos esperar varias semanas antes que la oficina de balística nos diera
el resultado. Asintió, pero después de un instante volvió a la carga. ¿Sabía lo
que era una “Lady Wetson”? Me sentí soberbio, ¿cómo me iba a preguntar
eso a mí que me había visto por lo menos setecientas películas mexicanas,
cuando fui proyectorista de “La Morita”? ¿A mí, que había visto a una
heroína sacar de su diminuta cartera una pequeña pistola anacarada y disparar
mientras le decía a su rival “la quiere a usted porque va a darle lo que le di yo
una tarde de lluvia y que una mujer no puede dar sino una vez en la vida”?
Me escuchó con atención, se rió de mi apunte pero siguió preguntándome,
“¿quién de todos los que estaban en la fiesta tenía ese tipo de arma?”. Le
contesté que no había respuesta. Estuvo un largo rato en silencio antes de
volver a la carga. ¿Sabe qué es la “Navaja de Occam”? Definitivamente el
juez sacaba a relucir sus artimañas escolásticas. La verdad es que sabía muy
poco de esa navaja. “Es muy sencillo —me explicó—, todo consiste en que si
hay soluciones simples no hay por qué buscar las complicadas, por lo tanto, si
el asesino sabe de música y de armas, ¿quién reúne esos atributos entre los
que estaban en la fiesta?”. Volví a la carga diciendo que todavía no se sabía ni
la clase de arma, ni la distancia, ni otras circunstancias. Me interrumpió con
un ademán casi teatral. “No tenemos el dato legal, pero de hecho sí sabemos
que fue una pistola pequeña y disparada a escasa distancia”. Balbuceé que
podían ser las mismas mellas, una de ellas por supuesto. “¿Y después
arrojarse a apuñalar al mismo tío con quien minutos antes se estaban
divirtiendo? Hay algo que no encaja”. Se levantó, y antes de darme las buenas
noches me dijo: “Se ha dicho que es un crimen teatral, la verdad es que en
este momento los únicos instrumentos que tenemos son sus conocimientos de
cine mejicano y de ópera”, y con su expresión más seria concluyó, “usted que
sabe tanto de ambos ¿podría ayudarme?”.

Página 45
Al levantarme al día siguiente miré por la ventana del hotel. Había
trasnochado leyendo “La balada de las armas de fuego”, un tratado de
balística escrito por un señor de apellido Bataille. Un aviso en la pared de
enfrente recomendaba: “Acuéstese fea y amanezca bonita usando la crema
Pecados de Siria”. No debió haber usado esa bendita crema Gina Pontino
cuando llegó a dar su declaración a la hora señalada. Lucía un vestido caro de
escote puntiagudo y una boquilla larga de plata en la mano derecha, tenía las
facciones desencajadas y unas cejas postizas que las grandes gafas oscuras
trataban de disimular. Venía acompañada de Lorenzo Colonna, quien
empujaba la silla de ruedas mientras mantenían una conversación que
rezumaba familiaridad. “Hay que tener una conversación larga con el tal
Lorenzo; él debe saber algo sobre el paradero de nuestra Lady”, me cuchicheó
al oído el juez Bruno. Por lo pronto seguimos oyendo la declaración de
Ruperto Silvestre, el empleado de la tienda “Sal si puedes”. Como aclaró, él
había estado una hora antes del crimen llevando un hielo que habían
solicitado y vio a Ludovico Pío sentado al piano mientras cantaba el bolero
aquel que dice: “Yo no sé si este amor es pecado que tiene castigo…”. Su
declaración terminó con un juicio afirmativo: no vio el crimen pero “Para mí
que todas ellas estaban perdidamente enamoradas de él”. También fue
enfático al decir que no había visto a la inválida en la sala. Con esa
afirmación recibimos las declaraciones de Gina Pontino. No se había movido
de su pieza, ¿sabíamos —aclaró— que su pieza está en la otra ala de la casa y
que para pasar a la sala hay que bajar y subir escaleras, cosa que ella sin
ayuda no puede hacer? Prosiguió diciendo que no sabía qué canciones
tocaban, no sabía de qué disparo hablaban, sólo salió al oír los gritos y jamás
había tocado un arma de fuego. En ese momento intenté ayudar al juez
preguntándole por qué se decía que cuando su accidente y antes de estrellarse
—huía entonces de unos presuntos violadores— había disparado repetidas
veces. Pero Bruno me detuvo con un imperativo “yo soy el único que
interroga aquí”. Cuando se le preguntaron cuáles eran sus relaciones con el
muerto, trazó un cuadro idílico de relaciones cordiales y distantes. Y cuando
se le hizo la misma pregunta sobre las relaciones del muerto con sus hijas,
habló de una confusa cohabitación de ellas con él en Londres, en una
respuesta que se enroscaba en sí misma. Cuando se quiso ahondar en la
pregunta contestó con un digno: “Me niego a incriminar a mis hijas”. De ahí
en adelante fue una imagen despojada de sí misma, hierática, con un
laconismo que se sabe elocuente porque supone un sinfín de cosas no dichas.

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Al terminar el día, extenuados, la única prueba conseguida era una factura
por una pistola con las características de la Lady Wetson, comprada en
Londres por una de las mellas.

VI

Alma Pura me ha salido al encuentro en el corredor, se le ve el temor en el


rostro. “Por la memoria de tu padre, no involucres a tu hermano en este
asunto”. No me dio tiempo a que aclaráramos el parentesco porque enseguida
me dio su versión sobre el crimen. “Fue ella, la arpía ésa que tiene
esclavizado a mi hijo por deudas. Yo miraba con unos binóculos que tengo la
fiesta pues me daba malos pálpitos. Ella le había pedido la pistola a mi hijo,
que para evitar una mala hora se la tenía guardada. Lorenzo, de bruto, se la
mandó con el muchacho del hielo. Cuando Ludovico empezó a dedicarle a
cada una de las mellas boleros, Gina no se aguantó y disparó; tú sabes, el
amor muere, pero los celos permanecen…”. Después de un leve lloriqueo
continuó: “las mellas para proteger a su madre acuchillaron a su amante,
porque —⁠en ese momento cambió la expresión por una de complicidad— tú
sabes, ellas lo compartían…”.
Al preguntarle si iba a declarar me dijo con una expresión aviesa en los
ojos: “Diré que no sé nada y pediré te declaren impedido por el parentesco
con nosotros”, y añadió, “necesitas ese sueldo, el desempleo en esta época es
fatal…”.

VII

En esta investigación cada gato camina por su pared. La segunda


declaración de Lorenzo Colonna no ayudó en nada y la “Lady” buscada
permaneció en el fondo del mar. Al cerrar el caso y remitir el expediente al
juez superior, respiramos. Bruno lanzó un conformista “no podemos probar
quién hizo el disparo. No se hizo a tiempo la prueba indicada a los
sospechosos. Para mí las mellas apuñalaron a un cadáver. Un buen abogado
las sacará libres”.
No contesté. Al llegar al vehículo miré de nuevo el retrato de mi padre y
pensé que la verdad casi siempre es el secreto de unos pocos. En la terraza
Alma Pura y Lorenzo me miraban con aprehensión. No les dije adiós.
1998-1999

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LAS VENTANAS TAPIADAS DEL PARAÍSO

Al empezar mis estudios universitarios escogí la carrera de abogado, sin


mucha convicción debo decirlo, pero también, confieso, era lo que más se
ajustaba a mis gustos culturales. Así lo entendieron en la casa y los abuelos,
responsables de mi educación, no la objetaron y accedieron a que fuera a esa
universidad privada y clerical en una ciudad provinciana y montañosa. Lejos
quedaba pues la fría y pecadora capital y todos estábamos ganando al parecer.
Allí me alojé en la pensión de Josefa Maldonado conocida como Chepa’s
House por sus inquilinos, unos ruidosos universitarios costeños, y donde, no
es preciso decirlo, imperaba la informalidad y el desorden. Me sentí cómodo
desde el primer instante. Eran los tiempos de la dictadura militar y pronto
tuve mi pequeña epopeya. Con un grupo de compañeros repartimos en la calle
principal octavillas contra el gobierno. En la segunda ocasión ya nos estaban
esperando los del servicio secreto y como me los había imaginado así eran:
vestido negro, sombrero recortado, corbata grasosa y anillo grande con una
piedra barata. De un empellón dos de ellos me arrojaron dentro de un Buick
viejo sin placas y me llevaron a una inspección de policía conocida como «La
fresa» por el empleo de ese instrumento odontológico Como aparato para
torturar, donde me encontré con otros profesores y universitarios presos. Pero
no puedo decir que mi aporte a la caída de la dictadura fue decisivo pues una
llamada telefónica de mi acudiente —un amigo del abuelo y compañero de él
en la guerra de los mil días en la que había llegado a ser general de las fuerzas
conservadoras— hizo que me soltaran casi de inmediato.
Sin interés por lo memorable y cobarde ante lo doloroso no participé en
las jornadas de mayo. Las manifestaciones me encontraron encerrado en mi
habitación leyendo “El diablo” de Papini y con la certeza que tenía un defecto
que pagaría muy caro, algo casi impronunciable: una invencible pereza
política.

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La normalidad del país —volvíamos a la democracia, volveríamos a votar
— me atrapó en medio de una crisis religiosa. Siempre había tenido una
distancia saludable frente al misterio pero el amor de Juana Naranjo me lanzó
en una vorágine. Sólo después de mucho tiempo al saber que era epiléptica
pude relacionar su inquietud religiosa, su tendencia a escribir en forma
excesiva y sus obsesiones delirantes con su enfermedad. Pero en los
comienzos, cuando sus ojos azules me duplicaban el cielo, logró
comunicarme la ansiedad por estar en el estado de gracia. Como para
entonces todo se me convertía en un libro empecé a leer a los novelistas
católicos para encontrar respuestas a preguntas confusas. “El revés de la
trama” sencillamente me mató. Lo leímos con obsesión subrayando todos los
pasajes en que una línea parecía tener encerrado el secreto que buscábamos
Sin embargo poco a poco nos fuimos separando en las lecturas. Ella
desembocó en los místicos alemanes del medioevo y yo me sentí ofendido
cuando me habló mal de los místicos españoles porque los sentía “con un
fondo de lujuria árabe”, según sus propias palabras. Empecé entonces a poner
en duda sus autores preferidos. Llegamos al borde del rompimiento cuando le
dije que a Tomás de Kempis no lo habían canonizado porque al hacer la
inhumación del cadáver para comprobar si había permanecido incorrupto, no
sólo lo habían encontrado putrefacto sino asido a la tapa del ataúd, lo que
indicaba que había sido sepultado vivo y con seguridad había llegado a
desesperarse y desconfiar de la misericordia divina. La ruptura llegó cuando
usando un argumento leído en “La religión al alcance de todos”, un libro
cívico en la República Española, le dije que se sabía que las glándulas
suprarrenales segregaban una sustancia hermana de la mezcalina y del peyote,
y que eso explicaba por qué Santa Teresa cuando orinaba salía levitando.
Todo terminó al lanzarme sobre la cabeza un grueso libro, “Reglas de
Perfección”, que nunca le devolví.
En ésas estaba —adoptando una cultura laica en un medio clerical pues
había hecho mío el aforismo de que mientras más filósofos hubiera en
Constantinopla menos peregrinos tendría la Meca— cuando llegó a la pensión
Libardo Guido, el hijo de un pastor evangélico de Baranoa, un pueblo de la
costa. Había prestado el servicio militar y combatido a la guerrilla liberal en
los llanos; tenía un tórax inmenso y con su voz de barítono cantaba en los
coros de la misión evangélica de la ciudad. Al principio le tuve a distancia
con prevención, pero cuando cualquier día a la hora del almuerzo nos
enfrascamos en la discusión sobre cuál había sido la bofetada más
espectacular en el cine y coincidimos que erala de “Gilda”, supe que nos unía

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la pasión por el séptimo arte y nos hicimos amigos. El día en que se chocó el
taxi en el que iba con un carro que resultó ser el del arzobispo, yo estaba al
lado de Libardo como compañero y testigo. Pocos días después fuimos
invitados a tomar una taza de té con el obispo auxiliar. Todo iba bien hasta
que el jerarca supo que Libardo era protestante. Con una falta de tacto enorme
lo invitó a convertirse a la verdadera fe y el resto de la tarde tuve que soportar
las explicaciones de la discusión que sostuvieron Isaías y Malaquías.
Al final de la visita y para mi sorpresa aceptó tener todas las tardes
conversaciones con un jesuita que intentaría convencerlo. Al regreso no pude
contenerme y le recriminé con dureza lo que yo estimaba como cobardía. Su
respuesta —“Tú no sabes lo que es el desempleo”— abrió una nueva
dimensión en mi horizonte mental. La conversión tenía su precio y por la de
un Libardo renuente el obispo auxiliar decidió pagar ordenando a todos los
colegios de religiosos, seminarios, conventos, orfanatos, casas de retiros,
centros de misiones, archicofradías, terceras órdenes y en general a todos
sobre los que tuviera jurisdicción y mando, rezar un número de avemarías
después del rosario por la vuelta al redil de un hereje. A pesar de mis
sarcasmos sobre esta forma de lanzar saetas al cielo, la gracia, el rayo de
Damasco o lo que fuera cayó de plano y Libardo manifestó su intención de
ser bautizado dentro de la iglesia católica.
El día de la ceremonia se presentó con vestido nuevo, zapatos relucientes,
reloj de marca y corbata con prendedor, regalo de una beata ricachona. Se
arrodilló en un cojín rojo con un inmenso cirio en la mano derecha y empezó
a abjurar de su mala vida pasada. Con mitra y báculo y sentado en su trono, el
obispo auxiliar escuchaba. Al cabo de un momento se levantó, descendió las
gradas y le propinó un par de sonoras cachetadas mientras exclamaba “Efeta”.
Entonces se oyó un gran ruido, que fue para todos un Aleluya destemplado
cantado por el coro del seminario mientras los monaguillos encendían los
centenares de cirios del altar, y para mí el sonido de las alas de los demonios
que huían por la claraboya. Observación que no gustó cuando la conté en la
pensión, pero que a pesar de eso escucharon con atención porque la relacioné
con la conversión de Clodoveo y sus amores con una espada mágica que se
volvía mujer y que lo castró con su filo al intentar copular con ella.
Tal vez por estarme inventando cuentos mientras almorzábamos en el
convento de las madres Ursulinas, no me di cuenta de las misivas de amor que
Libardo le enviaba a la más bella de las novicias, así que cuando menos lo
esperaba se dio el escándalo y ya no hubo más almuerzos dominicales. Menos
mal que no le quitaron el empleo. Al cabo de unos meses se fue de la pensión

Página 50
corroído, pensábamos, por la indecisión entre sentimientos místicos y deseos
lujuriosos. A las pocas semanas estaba en la plaza principal con su ropón
anaranjado, cabeza rapada y pandereta, danzando con el primer grupo que vi
en mi vida de seguidores del Haré Krishna.
Ante mi perplejidad Pedro Pujol, un catalán exilado que tenía inquietudes
por el psicoanálisis, me habló en una larga y erudita exposición de la “aldaba
psicológica” que hay que ponerle en la primera juventud a la ventana de los
vientos religiosos, porque de no ser así los huracanes de la fe lo arrastrarán a
uno toda la vida. Algunos años después y desde el carro que me llevaba a la
costa alcancé a divisar a Libardo vestido de nazareno con una corona de
espinas en la cabeza.

II

No sé a quién le había leído lo maravilloso que era sentarse a la vera del


camino y esperar a que la carroza de la historia pasara, pero en esos primeros
años de los sesenta la historia era un camión que lo atropellaba a uno quiéralo
o no. De la Revolución Cubana sólo sabía que en los años de lucha su líder
Fidel usaba un reloj recomendado en “Selecciones”; después de su triunfo me
encontré en medio de una euforia y un debate que no comprendía. Estaba mal
preparado. Había leído “La salvación roja” y “Los credos libertadores”, libros
de una anarquista español, y el informe de los crímenes de Stalin hecho por
Jruschov, pero al marxismo, como a las escuelas de ballet, hay que llegar
joven. Tenía ya el germen del escepticismo y la prevención contra todos los
manuales. Mi mentor ideológico era el catalán Pedro Pujol, quien después de
combatir en una compañía anarquista en el frente de Barcelona se dedicaba
ahora —son sus palabras— a acomodarse. Como dueño de un restaurante
había solucionado su economía y como psicoanalista aficionado sus
inquietudes. Me unió a él su espléndida discoteca de jazz y sus interminables
historias sazonadas con unas pantagruélicas comilonas regadas con muy buen
vino español. Alguna vez se lamentó de haber participado en la toma de un
convento lleno de seminaristas colombianos. “Le pusimos candela —contaba
mientras saboreaba un muslo de pollo— y empotramos una ametralladora
enfrente al portón de entrada. Los curitas salían corriendo huyendo de las
llamas y nosotros los matábamos como palomas. La guerra es así”. En un
arranque de comprensión traté de consolarlo: “Tu causa era la justa, ¿no?”,
pero con una mirada picara me respondió: “¿no te das cuenta de la cantidad
de gente que he ayudado a canonizar? ¿Ahora quién aguantará las romerías a
San John Jairo Botero u otro santo por el estilo?” Hubo una clamorosa risa

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laica de su parte y una sonrisa dudosa de la mía. Era claro que en teoría
política estaba entre las ruedas sueltas. El asunto es que no sé como estuve en
la manifestación de respaldo a Cuba que programaron unos estudiantes de
universidades distintas a la mía. Me divirtió mucho el discurso de un cabeza
caliente, que embriagado de las lecturas de Vargas Vila habló de “La espada
de Genserico” y “El caballo de Alarico” para terminar con un “Abajo el Papa”
débilmente coreado. “¿Usted cree que debe atacarse a este Papa, el único
progresista en toda la historia?”, me preguntó un joven de cabellos largos y
pinta contestataria que se me arrimó al dispersarnos después de la
manifestación. No supe qué contestarle, pero una muchacha con un brazalete
que la señalaba como uno de los militantes del partido comunista destacados
para imponer el orden dijo que nada se podía esperar de un curita bajito,
gordito, viejito, y que además se llamaba Juan.
El viernes siguiente y cuando caminaba desprevenidamente leyendo los
carteles que invitaban a combatir “la sovietización del Caribe” me encontré
con Juana. Tenía el cabello en desorden, vestido de corte adusto —casi
guerrero— y una mirada febril a lo Juana de Arco. Hacía mucho tiempo que
no sabía de ella pero no me sorprendió que hubiera cambiado sus furores
místicos por algo que en ella debía tener connotaciones de cruzada. Decidí
“colarme” en la manifestación. La gente estaba verdaderamente furiosa y
coreaba consignas cada vez más agresivas. Me llamó la atención un letrero
que decía:
Si Nikita Jruschov aprieta un botón
se acaba el mundo
Si Dios aprieta un botoncito celestial
Se acaba Nikita Jruschov.
Estaba completamente distraído cuando mi exnovia gritó señalándome:
“Un saboteador”, “Un infiltrado”. Mudo por el espanto corrí hacia el edificio
de la Gobernación, y desde allí y algo recobrado pude gritar: “Soy un
estudiante de la Universidad Pontificia, soy tan católico como el que más”.
Un mar de chiflidos y dudas sobre las costumbres de mi madre fue la
respuesta. Un hombre muy bajo, casi enano, con un inmenso cuchillo en
forma de cruz, avanzó hacia mí. Estaría vuelto picadillo si no hubiera sido
porque en ese instante un pelotón de policía entró al edificio y por primera y
última vez, estoy seguro, la policía se puso al lado de la revolución o lo que
yo representara en ese momento. Terminé en una habitación mal alumbrada
imaginándome sentado sobre un trozo de hielo y acusándome de toda clase de
crímenes para que no me torturaran más. En ésas estaba cuando un hombre
muy flaco y con un legajo de papeles bajo el brazo entró y empezó a

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interrogarme. ¿A qué me dedicaba? ¿A quién conocía? Las primeras
preguntas fueron fáciles de contestar y cuando di el nombre de mi acudiente
quedó impresionado y lo corroboró con una llamada telefónica. Pero cuando
me preguntó qué libros leía la cosa se complicó.
En ese momento leía, a pesar de que me aburrían a muerte, los objetalistas
franceses. “¿No te parece que ‘Una cierta sonrisa’ de la Sagan es sólo una
copia de ‘Bonjour Tristesse’?”, me dijo el funcionario, detective o agente
secreto —⁠nunca supe qué era, pero ahora creo que debió ser un crítico
camuflado—. Al final salimos por una puerta trasera y tuve que soportar la
lectura de un texto lírico de su cosecha, que demostraba el desamor que hacia
él sentía la musa, mientras los manifestantes recorrían las calles dando vivas a
Cristo Rey. Terminamos abrazados borrachos cantando canciones peronistas
en un acuerdo político surgido en forma inconsciente.
En la Universidad las cosas se me acabaron de complicar. “Usted es una
manzana podrida”, me gritó en el patio de la facultad el rector magnifico
mientras me señalaba la puerta y arrojaba al suelo “Los demonios de Loudun”
que me había arrebatado hacia un instante. Desde el camión de una empresa
de carga, en el que un condiscípulo solidario había conseguido me trajeran a
la costa, tiré por la ventanilla los zapatos para que no quedara ni el polvo de
ese pasado odiado.
Ya frente al mar, dejé a un lado los pensamientos sobre lo que iba a
decirle a los abuelos, el de cómo se conjuga el verbo fracasar, y el del porqué
la lectura de “La servidumbre humana” me había consolado. Así, sin ninguna
certeza política, ni religiosa, ni literaria, en bluyines y con una camiseta que
tenía estampada la cara de Marilyn Monroe me lancé a nadar y lo hice durante
mucho tiempo. Ahora sé que todavía debería estar nadando.
1998-1999

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EDIPO TOCA LA FLAUTA

Recordaba la fecha de cuando oyó por primera vez la melodía. Fue la noche
en que Salomé, por un descuido al limpiar la mesita de noche, había tumbado
la veladora frente a la imagen de las Tres Avemarías. Se desató una pequeña
conflagración, rápidamente dominada, que hizo desaparecer para siempre las
dos únicas fotos que tenía de su madre. Su memoria guardó las imágenes de la
joven señora buena moza con el pelo suelto y el rostro de perfil —en una
obvia foto artística como lo exigía la época— y aquélla donde, sobre un fondo
de las chimeneas del hundido “Gran Manán”, se la veía caminar sobre el viejo
muelle con vestido de hombreras, peinado alto y tacones afilados, tal como lo
exigía la moda impuesta por la revista “Para ti”.
Pero esos detalles sólo los recrearía después, porque en aquel instante,
muerto de la ira y de la impotencia, había corrido los techos de las casas
vecinas contrariando todas las prohibiciones de hacerlo. En vez de llegar al
gallinero del teatro “Rex” donde presentaban “La luz que agoniza” —
comentada en forma muy favorable en la sobremesa por el tío Nicolás—, se
apartó del camino al oír la atrayente y extraña melodía que procedía de la casa
de la vecina Nausica.
Al descolgarse por el tubo del agua, Ney, el perro lobo, le salió al
encuentro ladrando, pero después de un instante se limitó a olfatearlo y mover
alegremente la cola al reconocer al joven amigo que todas las mañanas lo
premiaba con un hueso en esa calle común de niveles bajos y altos sardineles.
Superado el primer obstáculo se asomó a la ventana donde la pianista, con
un largo vestido negro y la cabellera de un rubio ceniciento completamente
suelta, interpretaba totalmente concentrada —⁠como si estuviera en un trance
— el tema musical. No supo definirlo, pero mientras estuvo con la nariz
pegada a la ventana tuvo la sensación de algo grandioso e infernal al mismo
tiempo, una especie de ventana abierta hacia mundos desconocidos, de
extraños jardines con frutos prohibidos y habitados por rubios y exangües
ángeles caídos. Sólo pudo volver en sí cuando el último arpegio del piano

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coincidió con la intensa mirada malévola e irónica que le dirigió Nausica con
sus grandes ojos verdes.
Esa noche, completamente agitado y mientras esperaba a que llegaran las
pequeñas lucecitas previas al sueño, el reloj de péndulo le indicó que habían
sido largas horas lo que él había tomado por unos minutos. Fue en esa misma
noche cuando tuvo por primera vez el sueño recurrente: la joven señora de
vestido claro y con hombreras, sombrerito de corta pluma y zapatos de tacón
puntiagudo marchaba deprisa delante de él. Llevaba unos regalos en la mano,
entre ellos un inmenso avión de color rojo, que él sabía le estaban destinados.
No había duda, era su madre. Nunca, sin embargo, pudo alcanzarla. Cuando
empezaba a llamarla, el rostro que encontraba era el de su madrastra, quien le
reconvenía con un tierno “tú y tus pesadillas” antes de darle un poco de leche
caliente para que volviera a dormir. También fue desde esa primera vez que el
sueño se asoció a la extraña melodía; cómo una música de fondo;
generalmente el tema empezaba a desarrollarse hasta llegar al grito de ¡mamá,
espera!, el cual coincidía con el instante en que la flauta daba aquel solo
divino…
La adolescencia terminó con casi todas las cosas que tenían importancia
en su niñez. Al fin pudo convencer a su padre para que no insistiera en
mandarlo al conservatorio a las clases de piano. La sola salida por la calle
“tumba cuatro” donde los amigos lo esperaban con una silbatina mientras le
gritaban con voces aflautadas un “adiós Schubert…” le parecía un precio
demasiado alto. Pero si se arrinconaron los gruesos volúmenes de pasta verde
titulados el “Tesoro de la música” resaltado con gruesas letras doradas, el
padre logró una concesión: iría a donde el viejo profesor Lafaurie a seguir
esas clases originales de música, donde una de ellas era analizar las
modulaciones de Leo Marini cuando cantaba “Frenesí”.
Quedaron soplos, cosas muy fugaces. Sólo conservó aquel libro
desencuadernado que hablaba de la reina-diosa de un país legendario, que
como una inmensa mantis religiosa mataba a todos sus amantes y después los
conservaba en sarcófagos translúcidos en la sala del trono. También aquel
afiche de la “Atlántida” que mostraba el perfil de Stacia Napierkowska en el
momento exacto del dolor que llegaba y el placer que se iba, birlado al tío
Nicolás y que había desatado una tormenta familiar. A lo que sí permaneció
fiel fue al piano familiar que hizo trasladar a la capital, donde después de
largas vigilias estudiando matemáticas, descansaba interpretando boleros de
Agustín Lara, su compositor favorito, que le permitían desvariar sobre

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burdeles, caras cortadas y cocaína mientras interpretaba un “María Bonita”
muy aplaudido.
Una noche, cuando venía de estudiar con unos condiscípulos aquel
problema tan difícil que el mismo profesor Balseiro había determinado que
nadie era capaz de resolver, sintió al caminar las callejuelas de la ciudad vieja
algo que le removió un mundo olvidado, algo que él mismo pretendió había
desaparecido. No cabían dudas, de esa casa de arquitectura pretenciosa y
amplios vitrales salía el tema musical, el único, el soñado, el de siempre. Se
acercó a la mansión y aguzó el oído. Curiosamente la música no procedía de
la parte baja sino de las habitaciones de arriba. El rin tintín del sonido le
indicó que no era un piano el instrumento, sino, y dudó un largo rato antes de
descubrir su procedencia, una cajita de música. Alguien le daba cuerda porque
el tema se repetía después de unos cortos silencios. Al tocar la aldaba se
encontró de pronto con la cara enojada de una señora de peinado alto, rostro
enharinado, ojos separados y ademanes envarados que con voz grave y
metálica le ordenó irse bajo amenaza de llamar a la policía.
Durante días dio vueltas alrededor de la casa, que ahora permanecía todo
el tiempo silenciosa. Una tarde decidió que no podía soportar más la
incertidumbre y tocó como un poseso la puerta. El celador, después de
aplacarse con una propina, contestó con amabilidad sus preguntas. La casa
estaba desocupada desde hacía largos años. ¿No sabía el caballero que ella
había pertenecido a la célebre ocultista, la Diva Nausica, la misma que había
muerto abrazada en el Hotel Regina el 9 de abril cuando ella y las tres damas
costeñas, totalmente paralizadas frente a lo que anunciaba el Tarot, no habían
podido escapar? No, no era posible que hubiera oído una música distinta a los
pasillos y bambucos que se transmitían por el pequeño radio que le
pertenecía, pero si el señor gustaba le invitaba a conocer la casa. Recorrió los
salones abandonados donde se amontonaban inmensos rimeros de revistas
viejas. La alcoba, con ese insufrible olor de habitación cerrada, le hizo salir
precipitadamente, pero al detenerse en el umbral vio que desde la colección
de muñecas del estante, una de ellas, con peinado alto y cara enharinada, le
sonreía irónicamente. Corrió.
Recostado en un diván escuchó cuando el médico le decía
dubitativamente: “Alguien te marca el cemento fresco en tu adolescencia, eso
permanecerá. Cuando se endurezca, sólo esa huella perdurará. Pero lo tuyo no
es una huella, es una melodía… ¿cómo seguirle la pista?”.

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Su vida cambió. Encontró que no le importaban ni las matemáticas, ni el
problema irresoluble del profesor Balseiro. Verdaderamente importante sólo
era encontrar la melodía y, tal vez, lograr su significado, ¿pero era esto
posible? Por lo pronto supo que lo único que hacía bien era tocar aires
populares en el piano. El proceso comprendió desde ir en las giras de la
declamadora “El Capullo del Verso”, hasta interpretar los boleros de
Manzanero en las “Emisoras Unidas” a la hora en que todo el mundo, en el
sopor del mediodía, hablaba de la música para la siesta.
No, no había sido fácil el camino, pero al final triunfó. Tuvo esa
certidumbre cuando al regresar y tocar en los descansos de la Tayrona
Jazzband en el Patio Andaluz del Hotel del Prado, Miss Colombia sacó un
parejo y empezó a bailar, siendo imitados por un público entusiasmado.
Después de eso llovieron los contratos.
Un fin de semana, buscando un descanso a esas giras agotadoras, llegó al
viejo balneario donde todavía El Esperia daba alojamiento. Todo en el lugar
indicaba que el antiguo esplendor se había ido para siempre. Los cómodos
sillones de mimbre mostraban sus cojines deshilachados, y los perezosos
abanicos daban vueltas con retraso, pero el espectáculo de la playa agreste
con su perpetuo oleaje y el fondo del viejo muelle penetrando en el océano en
busca de los trasatlánticos perdidos le atraía y compensaba.
En ese sosiego no pudo menos que mirar con extrañeza esa noche del
viernes cuando la mujer atravesó la terraza y se sentó en el piano. Vestía un
largo y usado traje color violeta-imperial y en el pecho llevaba una orquídea.
El pelo negro suelto y los pómulos hundidos delataban su procedencia eslava.
Empezó a tocar música de Scriabin en el viejo Pleyel, que nunca pensó
tuviera un timbre tan maravilloso. Pero, ¿por qué no había reconocido antes
en ese compositor ruso y autor de tratados de teosofía algo de la música que
buscaba? Mientras escuchaba atentamente con el Oíd Parr al lado, seguía las
composiciones del ruso. De pronto sentía un despunte, un camino conocido,
algo que se abría, un despegue, pero al final el tema se trivializaba o tomaba
un sendero distinto.
La mujer tocó toda la noche sin interrupción y sin mirar a nadie. Terminó
al llegar las primeras luces de la mañana en un amanecer gris-perla y sólo en
forma reticente accedió a escucharlo unos momentos. Puso, sí, un muro total
sobre su identidad. Con los ojos cargados de sueño, medio ebrio y con el
parlanchineo de las cotorras y guacamayas de la inmensa pajarera en mitad
del patio, pretendió esbozar el tema buscado en el piano. No lo logró, la mujer
sonrió condescendiente. Al despedirse relumbró la pequeña cucharita de plata

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que le colgaba del cuello. Nunca pudo olvidar su frase: “¿qué pretende?,
¿lograr la combinación de hielo, cocaína y arco iris?”.

Fue un poco después cuando le salió el contrato para actuar en México.


Gustó. Incluso su retrato llegó a estar en la portada de alguna revista
farandulera. Ya para esa época había sofisticado su nombre con un Stefano
Spinoza que se veía muy bien en las marquesinas. Fueron días felices en los
que no faltó lo inopinado, como su encuentro con Ester en aquel concierto de
clavicémbalo. En el entreacto, y después de unas miradas de invitación,
estaban conversando. Aunque ella al principio había jugado a la heroína
cabecita loca de un personaje de Corín Tellado: “Me encanta la música
clásica porque es la forma sofisticada del bolero”, le había dicho de entrada.
En los días posteriores y en las confidencias de la madrugada cuando los
cuerpos disfrutaban de la tibieza del amor, ella le confesó: “dije esa frase para
vulnerarte, te vi tan solemne, tan clásico, no hubiera sospechado que eras un
pianista de música popular”.
A pesar de que la compañía de Ester le resultó imprescindible, y que salvo
cuando ella acudía a sus clases en la universidad el resto del tiempo lo
pasaban juntos, en esa ocasión, la de la librería, estaba solo. Se había bajado a
ver de cerca los monumentos de piedra en la calle de los misterios cuando
sintió la melodía. Sí, era la misma, ella, la olvidada, la recuperada, salía de
alguna parte. Corrió de arriba a abajo la calle, no sin una mirada extrañada de
los transeúntes y la curiosidad de otros que se pararon a contemplarlo.
Afortunadamente pudo calmar la curiosidad pública cuando encontró esa
puertecita pequeña, estrecha, de un decorado como del Dr. Caligari. La prisa
le impidió ver el aviso de la portada donde la leyenda “Arcana y Esotérica” se
destacaba de un cúmulo de estrellas, soles y lunas que orlaban el nombre. En
el sitio, discretamente iluminado por una lámpara, se arremolinaban los libros
en todos los lugares y rincones. Sobre estantes, sillas, sillones, mesitas
esquineras, equípales, baúles decorados. También los discos se amontonaban
en desorden, al igual que una infinidad de bibelots, ídolos, artesanías de barro
y madera que representaban dioses mayas, aztecas, zapotecas, diablos
pingones medievales, budas beatíficos orientales, batiks hindúes
representando alguna aventura de Rama, cabezas de Nerfertitis y
reproducciones de la barca de Osiris. Era tan complejo y abigarrado el sitio
que sólo pudo notar algunas cosas, como el cuadro onírico de la pared del
fondo.

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En la penumbra producía un efecto extraño la presencia de esa mujer
delgada, pálida, con un peinado alto de moda en los cuarenta y unos anteojos
de oscuro profundo detrás de los cuales relampagueaban unas miradas
gateadas. Estaba sentada en un sillón mientras a su lado la grabadora
desgranaba la extraña melodía. Curiosamente no le dijo nada cuando le vio
entrar y con una ademán le indicó que se sentara y escuchara. No pudo
recordar cuánto tiempo estuvo allí. Esa música era su madre, era Edipo
tocando la flauta, era el abanico de las vidas posibles, eran las oportunidades
perdidas, era lo que pudo ser y no fue, era la conquista y era la nada, era la
reina con el cuchillo de jade en alto y era el sacrificado, era el puñal y el
corazón palpitante, era la margarita gigantesca cuya corola se trocaba en
cientos de hormigas que devoraban la misma flor.
Sólo cuadras después, y cuando volvió a tener conciencia de lo que le
rodeaba, recordó que ella le había dicho que el viernes le tendría un casete
con esa música, “inspiración de una médium interpretada desde el más allá”.
La voz grave le acompañó en forma obsesiva en esos días sobreponiéndose al
recuerdo de la melodía que volvió a atrancarse. Un detalle le pareció singular:
sólo podía ir al anochecer.

Varias veces el altavoz llamó al pianista Spinoza para que abordara el


inmenso avión de un subido color rojo que le esperaba. En vano. En ese
mismo instante nuestro hombre seguía como alelado a una señora de
sombrero con velillo y vestido con hombreras que recorría el pasillo del
pequeño aeropuerto mientras en su mano derecha portaba una cajita de
música que tocaba un aire eslavo. Algunas personas aseguraron haberla visto.
El dependiente del almacén de artesanías pensó al verla que se filmaba una
película de época. Marta Josefina su hija autista había agarrado su muñeca y
señalándole a la extraña mujer había exclamado: “Mira, una marimanta”.
No fueron pocos los testigos que relataban el extraño caso del músico
procedente de México que murió al hacer el trasbordo. Como decía
textualmente el reportero que cubrió el caso: “El ataque de locura del músico
Stéfano sorprendió a todos los pasajeros, que vieron como el hombre,
gritándole a una figura sólo percibida por él, se dirigió a la escalerilla del
avión arrinconada cerca al hangar. Algunos testigos cercanos dijeron que sus
palabras fueron: ‘te alcancé’, antes de desnucarse al terminar el último
escalón y caer en el vacío”.

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Su diario (una pequeña libreta azul de cantos dorados y lapicero incluido)
fue hallado entre su maleta, y después de ciertos escrúpulos, fue leído por
Ester, en parte para buscar una clave de sus últimos actos.
Viernes, obviamente trece, fui con Ester al Museo Tamayo y al Museo
Moderno. No me impresionaron la mayoría de los cuadros. Reconocí a
algunos, famosos todos ellos, pero que me dejaron insensible. Salvo cuando
entré a aquella salita donde ¡por Dios!, ¡qué maravilla! Remedios Varo.
Estuve fascinado. Sara me habló de ella, parece que la vio alguna vez de
cerca, estaba en un “molote brujeril”, me dijo. Me encantan esos términos
mexicanos, le dije. En esos momentos estaba de espaldas a ese cuadro, me
volteo y ¿qué veo? El mismo cuadro que estaba en “Arcana y Esotérica”. Al
verme tan pálido Ester me ha dicho ¿qué te pasa? Es un cuadro muy conocido
de Leonora Carrington, una inglesa de la misma tendencia de la Varo.
Atropelladamente le conté mi encuentro con la extraña mujer y la historia de
la melodía. No se rió como en un momento pensé que haría, antes bien, me
dijo sentenciosamente: “hay puertas del más allá que no es conveniente
abrir”. Entonces fui yo quien decidió echarlo todo a broma. “Terminamos con
todo esto y vamos a recoger el casete del otro mundo”, le dije entre risitas (en
realidad eran nerviosas). Fuimos mucho antes del anochecer. Pero ¿qué
importancia tenía esto en una ciudad de un millón de luces? Llegamos al sitio
sin dificultad. A la luz de las cinco de la tarde el sitio se veía anodino,
convencional.
Adentro estaba el mismo desorden, pero las ventanas abiertas le habían
quitado todo aire de misterio. Mucho más real era el hombre alto, de rostro
enjuto y antipático que me dijo un tajante “aquí no vendemos casetes, no
puede ser posible que le haya atendido otra persona distinta a mí”. Terminó
con un contundente “imposible señor, nadie está en este sitio después de las
nueve, hora de cierre”. De nada le vahó toda mi explicación y los detalles que
le di. Me miró en forma sospechosa, como si yo fuera un loco o un
drogadicto. “Usted es extranjero, se equivocó de lugar” y dio punto final a la
conversación atendiendo a un grupo de señoras que solicitaban “La doctrina
secreta” de Madame Blavasky. Me puse nervioso y le dije a una Ester
silenciosa, “me niego a ser protagonista de una historia gótica”.
1998-1999

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MISS CATHARSIS

Me acerqué a José Rafael que con su eterno vaso de whisky, su saco viejo de
buena marca, su cara empolvada que le había valido el apodo de “Tres
manos” (por aquello de la mano derecha, la izquierda y una mano de panqué)
parecía un viejo actor alcohólico después de algún éxito menor en la
televisión mexicana por allá en los cincuenta. Los empleados de la empresa
que enviaron las invitaciones para la fiesta lo juzgaban un fracasado, pero se
equivocaban, era un personaje definitivamente encantador. Me dio un abrazo
cariñoso, signo seguro de que había empezado a beber desde antes que los
invitados llegaran. “Está regia la fiesta”, me dijo mientras con un ademán
señalaba la multitud de muchachas que con sus minifaldas hacían de la vista
un recreo. Todavía no había llegado la invitada especial, doña Ivonne, así que
decidimos reconocer el lugar mientras se abrían los fuegos. El Patio Andaluz
conservaba su viejo encanto con el surtidor en el centro y atmósfera de
castañuelas. ¿Recuerdas que éste era el rendez-vous obligatorio los lunes de
carnaval? Entramos en caliente con las anécdotas picantes guardadas en esta
sala, celestina obligada los lunes de carnaval cuando los señores abandonaban
a sus mujeres, cansadas de tanto bailar los tres días anteriores, y se
encontraban con sus queridas. No faltaron las pilladas con las manos en la
masa hechas por alguna esposa avisada, ni tampoco faltó la tragicomedia,
como cuando un ex-gobernador descubrió que la bella o por lo menos la
fragante encapuchada con la que bailaba era un hombre: energúmeno sacó su
Walter PPK y disparó repetidas veces, no atinando con ninguna bala. El Patio
Andaluz se vació en minutos y duró años en rehabilitarse. “Yo estaba ahí”,
concluyó José Rafael con un tono a lo Whitman.
Nuestro palique fue interrumpido por la entrada triunfal de madame
Ivonne y su séquito: viejas glorias de la radio y la televisión, nuevas vedettes,
alguna starlette de poco seso y menos ropa, algún político tradicional, nuevas
figuras promisorias del establecimiento, elementos de la jeneusse dorée local
y unas señoras elegantes de mucho pasado y poco porvenir.

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Mi acompañante los conocía a todos y me los iba nombrando uno por uno
con su respectiva noticia biográfica, que incluía sus vidas ocultas. “Podrías
ganarte la vida en el servicio secreto”, le dije. No me prestó atención porque
en ese momento señalaba a una señora madura del séquito, que lucía un
strapless color zapote (parecía haber sido arrancada de un cóctel y subida a un
avión con la borrachera todavía viva). “Mira quien vino, nada menos que
Miss Catharsis”. No pudo ampliar la información, alguno de la comitiva
después de un saludo aspaventoso lo arrastró consigo.
Busqué una nueva compañía y con mi vaso de whisky, donde tintineaba el
hielo, traté de acercarme a alguno de los círculos que opusieron una muralla
inviolable de culos apretados. Di vueltas descontrolado, ¿qué hacía allí, yo, un
lobo solitario?
Terminé en el rellano de una escalera que no llevaba a ninguna parte,
hecha para dar al lugar un toque de fantasía. Desde allí observé la fiesta con
comodidad y tomé notas mentales como escritor de un improbable libro.
Madame Ivonne actuaba como la protagonista de un film musical (tal vez
Helio Dolly), pero había que dejarla en su engaño. El político hablaba con voz
tonante y por sus ademanes deduje que se había leído las tres reglas de
Demóstenes, reducibles a una: manotear todo el tiempo. Una de las chicas de
minifalda bailaba un meneíto sensacional con uno de la jeneusse dorée, quedé
encantando de tanta elasticidad y belleza. Lo único importante al final de
cuentas es la juventud, pensé suspirando, pero rechacé los malos
pensamientos sobre la fugacidad de la vida y de cómo la vejez es la
autocrítica de la naturaleza. La fiesta, como diría mi psicoanalista, tenía toda
la maquinaria libidinal movilizada.
Cansado de mi refugio vi una silla vacía y hacia ella me encaminé casi
corriendo. Miss Catharsis llegó primero. Para mi sorpresa me sonrió y dando
unas palmadas autoritarias ordenó a un mesero otra silla, orden que fue
cumplida al instante. Llegaba la hora de las gentilezas y le agradecí el gesto.
De cerca su cara me era familiar, pero el capullo de su nombre estaba
definitivamente muerto. Después de las cortesías habituales encontramos que
no teníamos nada qué decimos y nos dedicamos a observar la fiesta con una
atención falsa, casi como si escucháramos un piano mudo en un concierto
improbable. Repasé mentalmente todos los rostros conocidos y no encontré a
quién correspondía el de ella. Iba a darme por vencido cuando su voz ronca
pidiéndome candela para el cigarrillo egipcio que sacó de una cigarrera de
plata y la forma de arquear la ceja me llevó muy atrás, a los inolvidables años
sesenta y a mis tertulias en el “Cisne”.

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Estaba otra vez con mis veinticuatro años, desempleado y erudito, lector
de Proust en francés, de buenas maneras y exquisitos modales, pero con una
sola comida al día, usuario de un saco cruzado que había conocido momentos
más gloriosos cuando perteneció a mi tío y dispensador de la fragancia del
botellón de agua de colonia que administraba con método. En el conocido
café de entonces miraba con envidia y admiración la mesa que compartían los
escritores y pintores del Olimpo del momento. Eran inconfundibles la chivera
de ese pintor de gordas, el capul de aquella crítica de arte que se había
convertido en una papisa, los ojos azules de ese pintor que no desmerecía ante
un galán de Hollywood. Cuando pensaba que daría mi brazo derecho por estar
allí, se abrió paso desde la puerta esa mujer alta, joven, de belleza eslava, con
un vestido como de película. Era la mujer de mi vida. Ella, la única; la
primera vez que la vi era hermosa, rica, casada con hombre importante, dueña
de una galería de arte y ejemplo de elegancia como lo decía la revista “Hola”.
Mi prototipo de la mujer soñada e inaccesible. Esa vez al despedirse me
dirigió una mirada acariciadora que me acompañó por meses. “Síguela”,
había dicho uno de mis contertulios. No me decidí. Un momento de
indecisión que después me hizo pasar largas noches de insomnio. Un año
después, en una vermissage la vi, con un vestido largo y ostentoso, discutir
con su acompañante. En un momento volteó la cabeza y al encontrarse con mi
mirada hizo un gesto que dejó a todo el mundo estupefacto: se acercó y me
invitó a bailar. Una ruptura a todas las normas aun en esos años en que todo
estaba boca arriba. Bailamos desde el más fogoso merengue hasta el más
lento bolero. Cuando creí que había llegado al cielo, intempestivamente me
dejó en mitad de la pista y se devolvió a donde su pareja, un editor de una
revista de arte, y se marchó con él ante mi vista absorta y muda. Me pareció
que me había dirigido una mirada de despedida con un “tampoco hoy se pudo,
otra vez será”. Desde entonces caí en un abismo. ¿Cómo explicar, si no, esta
misoginia recurrente, mis dos matrimonios fracasados y la disnea que me ha
acompañado y que según el psicoanalista se puede bautizar como “angustia
flotante”? Todo por esa mirada final. Y ahora estaba aquí, a mi lado, la causa
de mis males.
Salvo algunos detalles, como el que ahora es una vieja borracha y
drogadicta, es la misma persona. Y, como en aquella ocasión, me ha dirigido
la palabra. Pero no, la expresión es optimista, en realidad está monologando y
en ese torrente de palabras habla del amor a su hijo de un tinte incestuoso
subido, del odio a su marido, del problema de la soledad y de la condición de
la mujer. Decidí sentarme cómodamente a escucharla, en una actitud de pintor

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japonés contemplando el Sena. ¡Pero qué he hecho! Se desató la
Götterdämmerung de la confidencia. No había forma de detener ese río
desbordado de celos, batallas sexuales, deseos inconfesables, rechinar de
dientes y escorias mentales. ¿Dónde esconderme si cada vez que intentaba
una disculpa me asía por la camisa y con un aliento descompuesto me seguía
atropellando con sus monstruos del Id? En un momento vi la cara de José
Rafael y le hice señales para que me rescatara, pero sólo recibí el gesto de “ya
te lo había dicho”.
Cuando desesperaba de esta situación martirizante, una chica de
minifalda, relacionista sin duda, llegó a mi auxilio enviada por José Rafael.
Pude farfullar una excusa e irme con mi salvavidas. “¿Quién es esa bruja?”,
me preguntó la joven. No pude contestarle, tenía la boca seca, los ojos
irritados y estaba atenazado por una verdad más intensa que el conocimiento.
1998-1999

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NADIE DIGA SER MÁS QUE GARCÍA

“Estoy petrificada”, me dijo la vecina de asiento en el momento en que el


avión dio una vuelta cerrada para aterrizar. Compartía su miedo, pero también
tenía otros. ¿Cómo era esa universidad a la que llegaba con una beca dada por
el propio arzobispo? ¿Cómo sería la estadía en el Palacio Amador con mi
acudiente Monseñor García? ¿Pasaría el examen de admisión en el que la
respuesta correcta a las influencias ideológicas de la independencia debía ser
la Summa Teológica de Santo Tomas? “Cuidado te equivocas”, me advirtió
uno de los coterráneos que ya lo había pasado y sabía de la trampa. ¿Me
amañaría en esta ciudad industrial y recatada, según la opinión de mis tías que
se desvelaban porque mi edificio espiritual permaneciera intacto? Única cosa
en la que puede ayudar la gente sin dinero.
Por lo pronto se había descartado la fría, gris y corrupta capital, porque a
ellas les importaban menos los estudiantes muertos en las calles por la
dictadura militar, que la presencia de las “Chicas night” (ésa fue la expresión
empleada por mis tías y que califico como un éxito del eufemismo) que
abordaban a los universitarios cuando salían de estudiar desde los cafés de la
séptima. Así fue como después de comprarme dos vestidos enteros en un
almacén de ropa usada y de haber marcado con mis iniciales todos los
pañuelos, me llenaron un baúl con muchas cosas innecesarias: calzadores,
zapatos cubanos de dos tonos, guayaberas, betún blanco; lo que demostraba
que ni la geografía ni las costumbres del interior del país eran los fuertes de
las señoritas Bastidas. Mi padrino, Monseñor Servando, y su hermano el
Arzobispo guiarían en forma inmejorable mis pasos por el camino del bien.
Poco después me encontré bajando la escalerilla del avión al lado de la
vecina todavía temblorosa que llevaba bajo el brazo una revista “play Boy”.
No apartaba todavía los ojos de la revista cuando descubrí un viejo cura que
parecía salido de una litografía española del siglo diecinueve, alto, con sotana,
esclavina, zapato con hebilla, sombrero eclesiástico y banda morada distintiva
de su alta jerarquía. Era mi padrino. Al momento de saludarme con un abrazo
me reveló que el manto protector buscado por mis tías era bastante

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maloliente. Olor que no se disipó dentro del Cadillac modelo 48 en el que nos
dirigimos al palacio arzobispal. Un vidrio se había levantado entre el asiento
trasero y el del chofer, y por medio de un micrófono interno mi padrino le
indicaba la ruta a seguir. Cuando llegamos quedé deslumbrado por la mansión
construida —me contó mi padrino mientras subíamos la escalinata de muchas
gradas— por uno de los hombres más ricos del país, Don Robustiano
Amador, quien la había legado a la iglesia con la condición de que en ella se
debía orar por su salvación. Sin embargo no le prestaba mucha atención al
relato, ocupado en llenarme los ojos de todo lo que veía. En el portón de
madera estaba el blasón de armas: una dama medieval que tenía en vez de
pies unas patas palmeadas y con un lema debajo que decía “Nadie diga ser
más que García”. No había acabado de meditar sobre esta apoteosis de la
soberbia cuando un seminarista se encargó de describirme el rígido
reglamento de la casa, lo que me hizo entender el sentido de protección de
mis tías.
El rigor lo padecí esa primera noche cuando a las ocho una campana nos
indicó que ya debíamos estar en las piezas asignadas. Es el “Toque de
Conticinio”, me dijo mi padrino mientras me acompañaba hasta la puerta de
la alcoba; al desearme las buenas noches me lanzó una bendición teatral que
me permitió observar que tenía los dedos medio comidos. Adentro me
esperaba una cama inmensa con baldaquín y unos roperos con espejos de
cristal de roca que contenían ornamentos pontificales y mitras de todos los
tamaños y colores. Desvelado por todos las emociones del día me distraje
probándome las vestiduras frente al espejo, que me devolvía la imagen de un
muchacho flaco, pálido y de baja estatura envuelto en una capa pluvial que se
arrastraba y con una mitra ladeada que le daba un aspecto muy cómico.
La mañana siguiente empezó muy temprano con un fuerte golpe en la
puerta y un perentorio “Dominicamus Domine” que no supe cómo contestar.
Al intentar bañarme en una alberca al aire libre quedé azul del frío y tuve que
contentarme con un baño de gato en el aguamanil. Durante la misa no hice
más que renegar. Una sensación pegajosa me impedía prestar atención a los
oficios religiosos en los que el arzobispo, inmenso como un estadio lo que le
había valido el mote entre los seminaristas de “El Maracaná”, se bamboleaba
sostenido por los acólitos. Y aunque no me acerqué a comulgar me di cuenta
del asco con el que los seminaristas recibían la hostia con pellejos de manos
de mi padrino.
Desayuné con el arzobispo, con mi padrino y con un joven cura de
aspecto atlético y sonrisa taimada que me dio un pellizquito cuando pasé a su

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lado que me enfureció. Se rezó muy largo para poca cosa, pues el menú
consistió tan sólo en café aguado y una arepa sin sal; el único que recibió una
inmensa tortilla de huevos fue “su excelencia”, sentado en la cabecera de la
mesa que había sido rebanada en forma de media luna para dar comodidad a
su abdomen. Su inmenso cuerpo con el pectoral acostado sobre el vientre se
estremecía, no sé si por la flojedad de las carnes o por el placer que le
proporcionaba silbar todas las propagandas transmitidas por un inmenso
Telefunken colocado en el rincón. Cuando la radio dio paso a los comentarios
políticos de un locutor apodado Martinete, que lanzaban flores al dictador y
calificaban a los opositores como “vende-patrias”, el joven cura le preguntó al
arzobispo su opinión sobre la posibilidad de una junta militar, a lo que el
jerarca contestó con los ojos entrecerrados que todo ser con varias cabezas era
un monstruo, y paso seguido silbó con más fuerza la propaganda de las
píldoras de vida del doctor Ross.
Al mediodía, y cuando intenté aprovechar un escuálido sol para bañarme,
comprobé horrorizado que el patio con la alberca se abría ante las miradas de
un edificio con balcones llenos de comadres que regaban matetas y chismes.
Sólo, pues, me quedaba el recurso del aguamanil. Obsesionado por bañarme,
paseaba por los corredores ese tufillo que al parecer sólo yo sentía y que ni
siquiera con el Bay-run, que la tía previsiva había colocado en el baúl, lograba
disipar. No existían los demás problemas. No puse atención a las
conversaciones en las que se decía que la unión de los partidos tradicionales
precipitaría inevitablemente la caída del dictador. No me interesó el debate
sobre María Félix y si se debía llamarla “Esa Jezabel” o “Esa pecadora”, y
excomulgar a todos los que fueran a verla a su llegada a la ciudad en la misma
pastoral donde se condenaba su gira. No me di cuenta de la respuesta en la
que ella afirmaba no estar interesada en “volver a la Edad Media”. Tampoco
supe el resultado de la confrontación de fuerzas en la que los miles de
espectadores que fueron a su presentación en la plaza de toros le dieron al
arzobispo un no espectacular.
Yo buscaba desesperadamente un baño, pues el lavadero en el que me
bañaba con totuma y a escondidas al mediodía no era exactamente el lugar
apropiado. Me parecía que las partes “pudendas” como decía el padrino, o
“los países bajos” como decían mis tías, no quedaban del todo limpios y
sentía un olor a rancio en los calzoncillos al quitármelos por las noches. Una
tarde, mientras monseñor leía el breviario en el patio interior que tenía un
lindo surtidor y un cultivo de orquídeas de la hermana Visitación —una
monja hombruna y con un andar de sargento que combinaba con un trato muy

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suave y amoroso—, aproveché la soledad para entrar a la habitación del
arzobispo e ir a su baño. Me encontré, en medio de un lugar amplio, con una
bañera llena de periódicos viejos, rimeros de revistas y una colección de San
Agatones de palo decomisados en una cruzada cuando fue obispo en la costa.
Era claro que no había sido usada por decenios y que lo único disponible para
el aseo en aquel cuarto eran el lavabo y una serie de toallitas colocadas en
desorden por todo el lugar. En una repisa al lado del inodoro estaban los
libros de Reginal y Orderico, santos medievales que habían adquirido la lepra
por estar besando las úlceras de esos enfermos, y así supe cuales eran las
lecturas de su excelencia al evacuar. Retrocedí desconcertado.
Fue en una de esas incursiones por la enorme mansión cuando tropecé con
la biblioteca escondida, cosa curiosa, detrás de un oratorio. Al empujar la
pequeña puerta quedé maravillado: estaba en un salón enorme atiborrado
hasta el alto techo de volúmenes de todos los tamaños cuyos autores me
resultaban extraños. Inútil fue tratar de leer los títulos, estaban en latín, griego
y otras lenguas muy muertas y mi escaso latín de bachillerato en un colegio
de tierra caliente no sirvió para nada. Sólo pude echar mano de “Oraciones
para apartar la lujuria de los enfermos agonizantes”, con el ánimo de
leérmelas esa noche. Detrás de un vidrio adornado con la pintura de unas
ninfas bañándose en una fuente encontré un botón que oprimí. Me encontré en
un baño con espejos de marcos Art nouveau y una tina de patas floreadas y
grifos dorados. ¡Ajajá, así que don Robustiano tenía su Edén secreto!, pues
ahora pasaría a ser mi paraíso recuperado. El polvo acumulado revelaba el
largo desuso del lugar. Esa misma noche y mientras todos dormían, lavé
minuciosamente el sitio para terminar, a la madrugada, bañándome con jabón
espumoso, casi como en los filmes en el que el gangster termina saliendo de
la bañera con una pistola apuntando al visitante. (No me refiero a símbolos
freudianos). Con este descubrimiento entré de nuevo a la vida y empecé a
interesarme por lo que se decía a mí alrededor.
Aunque el gobierno militar lo ocultara, los viejos políticos volvían, y
ahora reconciliados venían dispuestos a hacer la paz y a repartirse el
presupuesto. Algunos gruñidos arzobispales indicaban que el regreso de los
liberales a la política no lo hacía muy feliz. Fue exactamente el día que repartí
mi primer volante contra la dictadura cuando sucedió la tragedia. Nada
parecía preverla la noche anterior cuando la hermana Visitación me designó,
junto con el chofer y el jardinero, como ayudante en la ceremonia mensual del
baño del arzobispo. Para decir la verdad, moría de la risa mientras “El
Maracaná”, envuelto en un balandrán y apoyándose en los dos criados, iba

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hacia el baño en un patio descubierto acondicionado con una tolda que lo
resguardaba de miradas curiosas. Como eran las horas del mediodía, deduje
que los temblores del cuerpo eran de la masa y no del frío. Había una tina
monumental con refuerzos en las patas para sostener esa enormidad que con
un ¡Splash!, que llenó la cuadra y sin quitarse el ropón, penetró en ella. La
hermana agarró el jabón detergente que yo llevaba en la jabonera y paso
seguido con una esponja le frotó la espalda, luego le entregó un jabón oloroso
y nos pidió retiramos mientras el jerarca se limpiaba sus partes venerandas.
Lo dejamos solo mientras el bañista tarareaba un “Silencio en la noche”
bastante destemplado. Todavía continuamos durante un tiempo escuchando su
repertorio, compuesto de cantos gregorianos y tangos, al cabo del cual
—⁠supusimos— se hizo el silencio. Esperamos casi una hora su llamada, pero
como ésta no llegó empezamos a preocuparnos. La situación se volvió
dramática cuando nadie respondió a los repetidos y crecientes golpes que la
hermana Visitación daba a la puerta. A lo último hubo que forzarla y al caer
con un quejido apareció ante nuestros ojos el arzobispo, ahogado y ya
morado. La rápida llegada de las autoridades reveló que el inmenso cuerpo
había tapado el desagüe y el agua había llegado al borde de la tina tapándolo;
el mitrado no pudo moverse debido a su inmenso peso. Una inexplicable y
absurda tragedia dijeron unánimemente los periódicos, en los que no hubo
detalles. Sólo años después leí en una crónica extemporánea (en su momento
fue censurada), firmada por un joven escritor que después sería famoso, la
acelerada descomposición del cadáver arzobispal: describía primero los
gestos fastidiosos pero disimulados de las personalidades que ocupaban las
bancas cercanas al presbiterio que dieron paso a las aspaventosas colocadas
de pañuelos en las narices, y terminaba con la estampida hacia la puerta de
todo el público que obligó a que el cuerpo de bomberos, usando máscaras,
sepultara ese desborde de carne. En la crónica también se mencionaron las
bandejas con guayabas en descomposición colocadas en las naves laterales
para subsumir la hedentina del cadáver.
De esto no puedo hablar pues no fui testigo. Me habían suspendido la
beca después del examen en el que hice el elogio del siglo de las luces, de
Voltaire, de Rousseau y de todos los que me estaba prohibido mencionar.
¡Suicida que es uno! Total, me tocó regresar a la costa y entrar al reino de la
necesidad del que no he vuelto a salir.
El resto de mi vida ha sido sin épica, por eso cuando quiero contar algo
que valga la pena echo la historia de mi temporada con los García.
1998-1999

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NIKITA AD PORTAS

He despertado gritando; soñaba con mis días en el seminario. Vi a Raimundo


al pie del árbol de mango, alto, grueso, con su sotana empolvada y diciendo:
“nos han cambiado el rito de la fertilidad por el culto a la castidad, la más
boba de las virtudes”. Frases que escuchaba entre la admiración y el rechazo.
En esta semana he tenido ese sueño en forma recurrente. Para ser más preciso,
desde que compré este librito titulado “Simónides” y que resultó ser una
traducción de poetas arcaicos griegos. La autoría es de un Raimundo de
Uribia, que no puede ser otro que mi compañero de estudios en aquellos ya
muy lejanos años del seminario.
El libro no deja de ser curioso. Bien presentado, bilingüe, indica en su
solapa que ha sido patrocinado por la Asamblea de la Guajira. ¡Diantre!
Como exclamaría alguno de esos héroes de capa y espada de los folletines que
leía en la niñez.
El dueño del puesto de libros al ver mi interés me pidió un precio
astronómico. Hice el libro a un lado y di unos pasos cortitos, los que se dan a
mi edad. El hombre corrió detrás de mí ofreciéndomelo por la décima parte de
lo pedido. Pagué y noté la expresión satisfecha de quien se deshace de una
mercancía de difícil salida. Me reí por dentro, ¡tratar de regatear conmigo
cuando no he hecho otra cosa en mi larga vida de empresario afortunado! No
en balde ya, a esta edad y cerradas todas las puertas de la posibilidad, puedo
ser definido como un viejo avaro, conservador de sus bienes y sus
costumbres, y con la plata suficiente para decir en voz alta lo que piensa.
Tomo el libro de mi mesa de noche y leo: “La apariencia fuerza incluso la
verdad”.
Raimundo, Boleslao y yo constituíamos una tripleta de buenos amigos.
Nos unía ser los mejores estudiantes del curso y que el cura Natividad nos
hubiera puesto aquellos apodos (el mío era el de Goliardo) que hicieron
olvidar nuestros verdaderos nombres, muy comunes además.
Raimundo sabía desquitarse. No olvido la cara de asombro que puso el
profesor cuando en un alarde de erudición bizca empezó a recitar: “Por qué

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mi dama sospecha…”, la justificación de un sodomita en un poema medieval.
Raimundo y Boleslao tenían muchas cosas en común. Eran de un pueblo
perdido en una de las mesetas del interior del país. Hijos de padre alcohólico,
poeta de pueblo, con maestra disciplinada y madre sufrida respectivamente.
Como monaguillos impresionaron por su piedad a las beatas del pueblo
quienes les consiguieron becas en este seminario de pocas vocaciones en el
litoral caribe. El precio era que en las vacaciones de fin de año, al cruzar la
plaza del pueblo no faltara alguien que en voz alta exclamara: “Ahí van las
buenas obras de Josefita Baquero, una santa…”.
No era mi caso. Mi padre era un rico bananero casado con una catalana de
familia muy distinguida, como precisaba mi madre cada vez que podía. Me
internaron en el seminario para poder viajar con tranquilidad. Después de seis
años y cuando les dije que tenía vocación, tuvieron el coraje de sorprenderse.
Mi padre me vaticinó: “Eso te durará poco…”, mi madre me acompañó a la
casa Vargas y me encargó media docena de sotanas sobre medidas. Después
me envió desde Europa toda clase de devocionarios.
En el mundo exterior ocurrían cosas. “Viejito, gordito y se llama Juan”,
fue el comentario subterráneo en el seminario cuando se eligió al nuevo Papa.
Boleslao, que era un intrigante, se convirtió en la mano derecha del rector.
Los aires de cambio se hicieron sentir por el permiso para leer periódicos y
porque en los recreos se alternaron en los altoparlantes los cantos gregorianos
de los monjes de Montserrat con las cumbias de los gaiteros de San Jacinto.
Pero la tradición pervivió: el rumor y la delación estuvieron presentes al
momento de asignar la beca para el Pío Latino en Roma.
A pesar de ser un hombre calculador, Boleslao dio un traspié. En las
prácticas de oratoria sagrada se le escuchó decir que los Papas Médicis “por
estar en misas solemnes y banquetes no le habían prestado la atención debida
a Lutero”. La furia con que el rector agitó la campanilla —“Las homilías son
para confirmar la fe, no para sembrar dudas”— sentenció. (Más adelante me
confesaría que intentó repetir una idea oída a Raimundo. “Fue por su
culpa…”, me dijo al borde del llanto). Entonces Raimundo, el descreído, se
convirtió en el más firme candidato para ir a Roma.
Pero se equivocó conmigo, y en materia grave. Cuando refería a un grupo
cómo los anarquistas en Barcelona habían quemado un convento y empotrado
una ametralladora en la puerta esperando la salida de los monjes, Raimundo
me interrumpió para decirme que un cielo lleno de curas franquistas sería
muy aburrido. ¿Cómo? ¿Conque el enemigo estaba adentro? Me llené de
razones y decidí anticiparme. En uno de los baños escribí: “¿Quién acosa a las

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muchachas de la cocina?”. Supuse que acusarían a Raimundo, era su estilo,
pero alguien reconoció mi letra y aunque no pudo probar nada entré en el
valle de los caídos.
Fue entonces cuando se programó la manifestación para protestar contra
“la sovietización del Caribe”. El rector, siempre prudente, en esta ocasión, sin
embargo, nos animó para que participáramos. Boleslao fue más allá y se
convirtió en uno de los organizadores utilizando la biblioteca como oficina.
Todas las fuerzas del orden estuvieron presentes. Los seminaristas desfilamos
con un letrero que decía “Nikita ad portas” y que desató miradas de
incomprensión.
Como estaba alejado de Raimundo —⁠su sola presencia me desagradaba—
pude ver todo con claridad. De algún lado (un inocente condiscípulo me dijo
que del centro de la tierra) surgió un hombrecillo con cabellos alborotados y
barba rala, un verdadero gnomo, quien señalando a Raimundo gritó (¿debo
decir con voz estentórea o tonante?): “Te reconozco, eres un saboteador, un
infiltrado, un traidor, un comunista…”.
Afortunadamente para él, Raimundo tuvo conciencia de lo que incurría.
Sin detenerse a dar o pedir explicaciones corrió al edificio cercano de la
gobernación y después de subir de dos en dos una interminable escalera se
refugió en un despacho. Los manifestantes lo siguieron, y habrían tumbado la
puerta de no ser porque Boleslao, al frente de un pelotón de policía y dando
grandes voces, llegó en ese instante para evitarlo. Hubo forcejeos, contusos, y
Boleslao resultó con un brazo partido que le permitió después lucir como una
condecoración el cabrestillo.
Pero Raimundo y su beca estaban heridos de muerte. La suspicacia lo
abrazó como una anaconda. En este mundo de lógica retorcida no se es sólo
una víctima inocente, sino que la pregunta es por qué se llega a ser víctima.
Todo fue analizado: las frases sueltas, las ironías, sus chistes finos. Sus
agudezas le estaban derrotando.
No importó que Natividad recurriera a una reunión extraordinaria del
Consejo Directivo en la que sostuvo que a la plebe no se le debía escuchar, ni
su convicción de que Raimundo sostenía simplemente con argumentos de
moda y coyunturales las verdades eternas. Fue derrotado. Algunas acciones
de Raimundo que hasta entonces habían pasado desapercibidas fueron
analizadas minuciosamente. ¿No había traducido a Safo? ¿No se le había
visto mirando a través de la ventana del baño a los muchachos del grado
menor haciendo gimnasia? ¿No se había disfrazado de Sören Kierkegaard en
las fiestas del fundador de la comunidad?

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La beca fue finalmente asignada a alguien que no recuerdo. Raimundo no
volvió al año siguiente. De ahí en adelante dejó de interesarme. Supe de oídas
que ha arrastrado una vida gris, sin épica, de profesor de idiomas. Su máximo
logro fue ser rector de un colegio de secundaria en un pueblo costeño de
muchos blasones y poca economía. No se ha casado y siempre lo ha rodeado
un aura equívoca. Ahora viejo y achacoso (lo deduzco por este libro) hace
largas antesalas a políticos guajiros para poder financiar la publicación de
unos versos de Simónides de Cleo.
Boleslao habría podido alcanzar “muy altos destinos”, como dijeron todos
los oradores en su entierro, pero un accidente de tránsito acabó con su carrera
política: halló la muerte en una lujosa limosina al lado de la hija preferida del
cacique liberal más importante de la región.
Sigo leyendo los versos que hablan del olvido y del fracaso como metas.
A fin de cuentas todos tenemos el derecho de defendernos. Por eso cuando
encontré a Boleslao hablando con el gnomo le dije: “Raimundo se merece una
lección…”. Nunca se sabe el efecto de una frase.
Leo a Simónides que dice: “También para el silencio existe una
recompensa sin riesgo…”.
1998-1999

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PASAJERO EN LA NOCHE

Mientras el poeta leía sus poemas (osados, según el sentir general, pues no es
frecuente que alguien le haga poemas a los amantes de su madre), no pude
menos de recordarla a ella, una de las señoritas Fagua, “unas pechugonas de
buen ver” como las había calificado el notario. Queda muy lejos el recuerdo
de cuando yo veía a las hermanitas Fagua, Martina y Clara, salir a dar vueltas
en el camellón sombreado por ceibas gigantescas en ese pequeño pueblo de la
zona bananera en los tiempos de su esplendor, cuando se hablaba de bailes de
cumbia con rollos de billetes encendidos. Fácil de prever era que esas
hermanitas pronto conseguirían marido o que alguno de los propietarios de
finca las mudaría, cosa que hicieron el Nene Iriarte con Clara y Don Máximo
Leopoldo Tapias con Martina al entregarle las llaves de una casita nueva,
funcional y coquetona a la salida del pueblo. Las hermanas coronaron a
tiempo todas las oportunidades de un lugar como ése. Así acababa la historia
de miles de mujeres que vivieron ese tiempo y esa circunstancia, pero éste no
fue el caso de las señoritas Fagua. Es verdad que llegaron a ser socias del
Centro Social de Guacamayal situado a una cuadra de la plaza principal,
aunque las señoras que estaban casadas por sacramento quisieron echarle bola
negra a su solicitud de admisión. Para casi todo el mundo el éxito en la vida
se alcanza sobreviviendo, pero no para la señorita Clara —que había leído a
Madame Bovary— y menos para Martina —⁠que no se había leído un libro
entero en su vida, pero que viendo a Don Máximo pensaba que él tenía gafas
en la nariz y otoño en el corazón, lo que para una persona que nunca había
visto las cuatro estaciones era todo un logro—. En fin, eran para sus vecinas
unas “inconformes” y para quienes las malquerían unas “ambiciosas”.
Clara logró que el Nene Iriarte le comprara una casa en Boston, un barrio
de Barranquilla que si bien no era de primera no estaba del todo mal. Cuando
el Nene enviudó le puso retreta que sólo cesó el día del matrimonio. Así llegó
a ser socia del Country y comprobó que no era tan gran cosa como había
creído toda su vida. Y ahí la dejamos jugando canasta con otras señoronas
bien aburridas y hablando mal de las sirvientas.

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Lo que nos interesa es la historia de Martina. Con la misma ambición pero
con un caminado diferente al de su hermana.
Había decidido que la plata que le dejaba en un sobre todos los fines de
semana Don Máximo tenía que rendir, ¡y qué mejor que un cine en ese pueblo
sin distracciones! Es aquí donde entro yo. En mis gloriosos quince años era
nada menos que el proyectorista del cine. Más que eso. Era quien pintaba los
cartelones y les ponía las leyendas. Así, a “Sangre y arena” le puse el titulo
“una película de capa y espada”. Después me dijeron que no era así, pero yo
seguí haciendo las cosas a mi real saber y entender. Por eso salía con un
altavoz en la camioneta de la señora y encomiaba la película del día. “Estreno
mundial, una película con Lupe Vélez”.
A mí qué me importaba que Lupe se hubiera muerto diez años atrás
vomitando en un inodoro. En el pueblo era un estreno. A veces recitaba
apartes de los diálogos, pues de tanto repetir las películas me los sabía de
memoria. “No sabes cuánto he esperado este momento”, le decía la muchacha
acezante al joven ranchero y yo lo repetía con mi voz más arrulladora tratando
de imitar a todos los personajes. Además, lo que me importaba era la opinión
de Martina que estaba muy contenta conmigo. Bastante, porque desde la
primera vez que fui a pedirle instrucciones y nos quedamos a solas en la sala
se me quedó mirando la bragueta y a mí se me paró. Enseguida me gritó que
me fuera, cosa que me humilló, pero cuando añadió un “porque podía llegar
Antón” me dio alas para el alma. De este tipo no he hablado, pero era con
quien ella le ponía cachos a Don Máximo. La cosa funcionaba en forma muy
sencilla. Durante toda la semana Antón estaba en el tálamo nupcial, para
decirlo en forma solemne, y el fin de semana, cuando llegaba Don Máximo
para los embarques de banano, Antón se esfumaba. A mí me tocaba el papel
de bobo guardado, porque ya estaba un polvo en el horizonte. Pero no se trata
de hablar de mis nostalgias carnales, aunque veo que el poeta que recita los
nombres de los amantes de ella no menciona el mío.
La situación siguió igual durante un tiempo. Martina aburrida del viejo
Máximo y ahorrando para irse en algún momento. Antón visitándola por las
noches de lunes a viernes y yo en el cine cada vez más inmerso. Los viernes
nos mandaban de Barranquilla las películas de la semana siendo las de
rumberas las más populares. A mí me gustaban las policíacas y por eso de vez
en cuando lograba quedarme con alguna. En ese viernes de carnaval dábamos
“Pasajero en la noche” en la que un muchacho medio loco se sube a la pieza
de la vieja rica y… el tema es muy conocido. Cuando estaba por la mitad del
film, entró a la cabina de proyección una disfrazada con un capuchón de lamé

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dorado. No se quitó la careta, sólo se alzó la bata y pude ver que debajo no
tenía nada. No dudé un segundo. Era Martina. Sabía para lo que venía y yo
estaba para lo que estaba. Mientras en la pantalla alguien gritaba de dolor en
la cabina se daban griticos de placer. Cuando la disfrazada se fue alcancé a
distinguirle una ajorca en la pierna que jamás le había visto a Martina.
Fue una noche complicada. Don Máximo llegó cuando Antón estaba en la
casa. Hubo tiros, al parecer Antón logró saltar la pared y huir, pero el viejo
quedó herido en una pierna. Como nadie sabía nada de nada las
investigaciones quedaron en cero. Con el viejo Máximo enfermo, con Martina
dando explicaciones no pedidas a todo el que quisiera escucharla, con Antón
desaparecido, y conmigo haciéndome el sueco transcurrieron los días. De
pronto hubo un rayo de luz. Martina anunció que estaba esperando un niño y
el viejo quedó enternecido y perdonándolo todo. Así nació Homero Tapias, el
poeta que estoy escuchando. Don Máximo murió seis meses después dejando
riquísimos a Martina y al niño.
Luego de un largo viaje por Europa, regresaron a una casa inmensa en
Barranquilla y entonces fue cuando ella, siempre tan calculadora, cometió un
error garrafal: se casó con Antón. Pasaron trece años en guerra, porque el
suave y cariñoso hombre que era como amante se convirtió en un ser cruel y
grosero como marido. Todo esto lo supe de lejos, ocupado en sacar a flote el
teatro que ella me vendió a menosprecio.
El escándalo salió con gran despliegue en El Nacional, un periódico
amarillo. Se abría con la foto del joven Homero en su primera comunión, al
parecer la única que el periódico consiguió. El informe contaba cómo al ver a
su padrastro pegándole a su madre, el adolescente sacó la vieja escopeta de
caza de Don Máximo y le disparó un tiro mortal. El periódico destacaba en
grandes letras rojas la frase de Martina oída por algunos vecinos: “Por Dios,
¿qué has hecho? ¡Has matado a tu verdadero padre!”.
Han pasado muchas cosas desde ese momento hasta éste en el que veo a
un hombre de edad madura recitando poemas que no me gustan. Tiene un
gran parecido conmigo y las fechas coinciden. En algún momento le pregunté
a Martina por la ajorca. “¿Cuál ajorca y cuál noche?”. Fue su respuesta. ¿Así
que el melodrama en el que nunca creí resultó cierto?
2001

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NO HAY CANCIONES PARA OSIRIS MAGÜÉ

Todo comenzó cuando vio la fotografía. Osiris Magüé, profesor de teoría


musical y piano, terminó temprano sus clases del viernes en el conservatorio y
decidió quedarse un rato más. Llenaba su tiempo interpretando algunas
composiciones serias que pronto se trocaron en temas ligeros de algunas
películas. No podía faltar, por supuesto, el tema de Casablanca, que le había
servido como marco musical a su romance con la profesora de canto.
(Lástima que el final no había sido del todo feliz pues el matrimonio no
resistió los tres meses).
Cuando el cansancio lo venció se encaminó al parqueadero a recoger su
Topolino. Al entrar al vehículo se dio cuenta que algo anormal ocurría. La
puerta estaba abierta y las partituras colocadas en la parte de atrás revueltas.
Encendió la radio y en lugar de la música suave y asordinada de su emisora
preferida, retumbó una música estrepitosa y bullanguera. Alguien había
movido la aguja del dial. Sintió que un hilo de sangre salió de su oído.
Preocupado, dirigió el vehículo a la calle ciega donde el vendedor de
revistas tenía su puesto. Recordó ansioso que estaba atrasado dos números en
la serie sobre la segunda guerra mundial y pensó lo difícil que era
comunicarle a sus amigos lo dulce que es para el coleccionista la espera
semanal.
Debía también bajar al centro a recoger los discos que dejó separados en
el almacén el día anterior. En su vida de hombre metódico, cuarentón, el culto
a su discoteca, obra de tres generaciones que arrancaban en el abuelo italiano,
era una religión.
Encontró a Pablo, el viejo vendedor de revistas, con su paquete ya
preparado. Había puesto en él, según le explicó, los números atrasados sobre
la segunda guerra mundial, los de cine y algunas revistas de actualidad.
Sacó los cigarrillos y le ofreció uno al vendedor. Como de costumbre
pensó en dialogar con el viejo un rato. Sentía un placer especial cuando
escuchaba las modulaciones de la voz y el buen criterio de Pablo al analizar
los hechos políticos. Pero esta vez la invitación no fue aceptada, con la

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entrega del paquete recibió la despedida: “Hasta luego don Osiris, ahora hay
que cuidarse de lo que uno dice, estamos viviendo tiempos muy
peligrosos…”.
Inquieto, Osiris desistió de su viaje al centro en busca de los discos, y
aprovechando los síntomas de un leve resfriado se dirigió a su casa y a su
cama. Las revistas sobre la mesa de noche, la música de cámara que sonaba
en la grabadora y el olor del mentholatum que se había colocado en el pecho y
la espalda le daban esa suave lasitud que tanto necesitaba.
Miró la fotografía. Roma 1930. La gente apiñada aclama a Mussolini.
Recordó que en el sector no cubierto por la fotografía hay un balcón decorado
con una Victoria alada y unos Eros con trompetas. Queriendo comprobarlo se
levanta y trae a la cama dos gruesos volúmenes de su colección de revistas
viejas. Sí; allí estaba la foto con el perfil del dictador italiano en un primer
plano y algo que podría tomarse como una Victoria al fondo.
Como en un vértigo, la fotografía desaparece y ahora es él quien se
encuentra debajo de ese balcón de la Victoria. Ha dado un grito hostil al
dictador y lanzado unas hojas volantes. Corre mientras resuenan detrás de él
los pasos de los camisas negras que lo persiguen con las porras levantadas.
Entra en una callejuela estrecha y tropieza con un hidrante.
Los golpes resuenan sordamente en su cabeza.
Las letras vuelven a tomar forma ante sus ojos.
¿Qué ha pasado? ¿Un pequeño sueño? ¿La influencia de la última
película? ¿El inconsciente sacando a flote los relatos del abuelo sobre su
juventud? Ríe nerviosamente. Será un buen tema para la próxima sesión
donde el psicoanalista.
Mientras regresa los dos gruesos volúmenes al estante de la biblioteca, lo
embarga una sensación de desagrado. Al cabo de un momento la relaciona
con el vallenato monocorde que se oye en la distancia, posiblemente desde la
habitación del portero del edificio. Sintiéndose incapaz de soportarla, hunde
el botón de la grabadora y la voz del tenor que canta Nessum dorma coloca
una muralla musical.
Sólo oyó los golpes en la puerta cuando ya retumbaban por todo el
edificio. Exasperado, se asomó por el espacio que dejaba entreabierto la
cadena protectora. En la puerta estaban dos hombres de gabardina y
borsalinos que parecían sacados de una serie policíaca de los treinta. El más
bajito le mostró una placa de policía y ordenó seguirles.
“¿Querían arrestarlo? ¿De qué le acusaban? Si era una simple declaración,
¿por qué no esperaban las horas de la mañana?”. Aterrorizado vio que el otro

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hombre, el alto, sacaba el revólver y encañonándolo repetía la orden:
“Venga…”.
Cuando iba a protestar de nuevo una patada abrió la puerta de par en par.
Lo sacaron a empellones, rodó por las escaleras, se levantó con una brecha
sangrante en la frente. ¿Por qué esa escalera oscura de piedra húmeda y no la
amplia de granito con su gigantesco ventanal?
No tuvo tiempo de aclararse. Lo agarraron por los brazos y lo arrastraron
por el zaguán oscuro, que tampoco había visto antes, hasta la calle. Montaron
en un Fiat de modelo antiguo y recorrieron calles desconocidas. Nevaba
(¿nieve aquí?). Al entrar al edificio marmóreo le colocaron una capucha
negra.
La intensa luz del reflector lo cegó cuando le quitaron la venda. Un
mulato fornido le atenazaba la cabeza impidiéndole agacharla. Las preguntas
se repetían insistentemente.
“¿Y la carta protestando por la intervención de la Universidad? ¿Y el
apoyo a la formación del sindicato de profesores? ¿Acaso no son opiniones
políticas, cabrón?”
Osiris contestaba lo mismo. Era sólo un profesor de música sin ninguna
inquietud política; había firmado esas cartas colectivas para no quedar mal
con los otros profesores.
“Sí, ¿y qué me dices de tu amistad con Pablo Monte Granario?”
Tuvo que reflexionar algunos instantes antes de relacionar a “¡Pablo
Monte Granario!” con el viejo del puesto de revistas.
“¿No sabías que Don Pablo es el jefe de la guerrilla urbana? ¿Y tus
entrevistas con él los viernes?”
De nada valieron sus explicaciones de que era sólo un cliente. Cuando el
mulato empezó a pegarle, el interrogador, un hombre impasible con cara de
ídolo Chibcha, lo detuvo diciéndole:
“¿Para qué le pega?, pierde su tiempo…”.
Osiris se conturbó. ¿Sería posible que ellos supieran que por una
deformación en el tallo cerebral era inmune al dolor? No resistió la revelación
y se desmayó.
Al recobrarse no estaba en el galpón con ese calor infernal ni tenía
enfrente al ídolo Chibcha. Estaba sentado en una silla de estilo barroco frente
a un escritorio elegante donde un hombre alto, de lentes redondos y chiverita
puntiaguda, lo miraba atentamente. Detrás de la ventana caían los copos de
nieve. Un retrato del Duce presidía el salón. El hombre agitó un expediente
ante su rostro. “Aquí tenemos toda su vida. También su historia clínica” y,

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bajando la voz, agregó con un timbre de complicidad: “Es divertida…”.
Luego se retiró del escritorio y se acercó a un objeto cubierto con una funda.
Con cuidado quitó la tela y apareció un flamante gramófono. Un temblor
recorrió todo el cuerpo de Osiris. Sabía que eso iba a suceder, pero no
esperaba que fuera tan pronto. Estaba descubierto en su punto vulnerable. ¡Su
exagerada sensibilidad auditiva!
Una versión espantosa, una canción irrepetible que él tenía en su discoteca
como una curiosidad. Frescura Damelsí, alumna latinoamericana, cantaba en
italiano un “Que no, que no”. Se llevó las manos a los oídos pero alguien,
brutalmente, se las retiró. Ahora una soprano (¿tal vez Conchita Supervía?)
cantaba una versión operática de un corrido mexicano de la revolución.
(¿Sería posible que “eso” fuera la Cucaracha?) De pronto lo inenarrable, una
versión melodramática y en italiano de “Se va el Caimán…”.
Bañado en sudor y temblando, Osiris contempló cuando el hombre de
lentes redondos desconectó el gramófono y dijo con voz muy dulce:
“Adesso parlami di Paolo…”.
Cuando cesó el vértigo, Osiris se encontró de nuevo en el galpón. Su
curiosidad por saber el contenido del maletín colocado en la desvencijada
mesa fue rápidamente recompensada. El ídolo Chibcha sacó una flamante
grabadora. Con brusquedad le colocaron el par de audífonos.
No, no podía soportarlo. Ima Sumac con sus cuatro registros cantaba una
versión intolerable del “Mambo de las cinco botellas”. Siguió un “Danubio
Azul” interpretado por Waldo de los Ríos. Aulló. Siguieron en cascada
“Flores Negras” por Olimpo Cárdenas, “Infarto a go go” de Pablo Gallinazo,
la millonésima versión de “Ay Manizales del Alma” y, para terminar, todas
las canciones del último “Festival del recuerdo”.
Creyó morir. Casi a rastras lo sacaron a la calle. Los oídos le sangraban
copiosamente. A la fuerza lo metieron en una buseta repleta donde quedó
atrancado al pie del torniquete. Eran las doce del día, hacía un calor infernal y
adentro, por lo menos, cinco grabadoras y un radioperiódico retumbaban.
Osiris observó la gente a su alrededor. Todos eran indiferentes al ruido;
incluso algunos movían acompasadamente la cabeza. Entonces adquirió
conciencia de su profunda anormalidad: era un ser incomunicado y solo…
Los vigilantes se preocuparon cuando vieron los espasmos.
—“Se nos fue la mano…”.
—“Más bien la música…” —⁠precisó el ídolo Chibcha.
Osiris da rápidos giros en el inmenso salón de baile; del techo penden
gigantescos pianos de cola que van a aplastar a los danzantes. Sale huyendo al

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desierto circundante en cuyo centro se encuentra una inmensa clepsidra.
Absorto contempla los granos de arena, son los días, años, vidas y muertes
que le esperan.
Ahora Osiris Magüé está en la galaxia profunda, flota en la cápsula
espacial adonde ha sido condenado por piratería interplanetaria. El insondable
silencio es perturbado cuando la cinta grabada en el casco de la nave anuncia
unos cantos folclóricos de la zona norte de una región desaparecida hace ya
muchos años. Los instrumentos musicales empleados, puntualiza el narrador,
sólo se conservan en los museos de Samarcanda y Taganga.
Los primeros compases del acordeón se confunden con el escalofriante
alarido de la Osiris Magüé. Una inmensa ola que arranca más atrás del
génesis de toda conciencia lo envuelve. Y ahí está Osiris, en su alcoba,
gritando histéricamente, mientras trata de darle todo el volumen posible a la
grabadora para que la voz de Pavarotti acalle el vallenato que viene de la
portería.
Fuertes golpes resuenan en la puerta. Entreabre conservando la cadena de
seguridad puesta. Un par de rostros siniestros lo esperan…
1979

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EN LA GUERRA NO HAY MANZANAS

Abandonó una de las ventanas que daban al presunto jardín (un surtidor sin
usar hacía por lo menos una década, un palo de grosella, el árbol pipón y
algunas trinitarias y cayenas recostadas a algo que debió ser columna, no
lograban darle ese nombre) y decidió hacer una incursión prohibida a la
alacena del comedor donde escondían el pan, pero cuando su mirada topó el
bodegón colgado en la pared no pudo reprimirse y, mostrando al enemigo su
posición al descubierto, preguntó:
—Abuela, ¿por qué no me das manzanas…?
Fue un violento regreso a la realidad para ella, que en ese momento
odiaba al primer ministro inglés porque se opuso al matrimonio de Wallis con
el Rey y, precisamente ahora, cuando los amantes lograban escaparse de la
oscuridad pública para ir a bañarse en las playas de Yugoslavia, aparecía esta
pregunta impertinente y mil veces respondida.
Cerró la revista “Para Ti”, y con un tono de voz donde la rabia se
deslizaba respondió: “¿Cuántas veces te lo he dicho?, estamos en la guerra, y
en la guerra no hay manzanas. ¿Acaso hablo en inglés?”.
Volvió Eduardo de Windsor a tomar las manos de Wallis Simpson, pero
ya no era lo mismo, se había puesto furiosa por la interrupción y ésa no era la
mejor forma para leer una historia de amor.
Benjamín comprendió que había cometido un grave error, ahora quedaría
bajo la mirada permanente de la abuela por su estúpida pregunta.
La verdad es que las cosas se le presentaban muy confusas. Al principio,
la guerra fue la aparición del dirigible. Lento, como un cigarrillo enorme, casi
silencioso, apareció un viernes sobre la bahía. Todos corrieron a la playa
dándole una interpretación distinta al hecho. Por último prevaleció la
explicación del tío Nicolás: “Busca submarinos nazis, sale del Canal de
Panamá y llega hasta el Cabo de la Vela…”. Era una explicación tan
geográfica que no discutieron más.
Desde entonces todos los viernes se modificaba el paisaje con la presencia
de un dirigible sobrevolando la bahía, ante la total indiferencia del público.

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Después fueron las reuniones por la noche para oír la radio. Empezaban
con el tañido de una campana. Las noticias hablaban de alemanes que
avanzaban y franceses que retrocedían. Siempre venían Gastón y Olga, los
franceses dueños del hotel “Entre-nous”. Al principio era formidable y
Benjamín esperaba con impaciencia la llegada de la noche con el inmenso
plato compuesto por delikatessen de la abuela, los chistes de Gastón y el
rumor sobre la última excentricidad de Deborah. “Sale en bata de baño hasta
la playa, pasa delante del Palacio Arzobispal, generalmente cuando Nos
Joaquín está rezando el breviario, usa un vestido de baño de dos piezas, se
besa en público con un teniente…”. Pero todo cambió cuando madame Olga
empezó a llorar por las noticias, desmayándose en una ocasión. ¡Eso era
demasiado! No protestó ni le hizo ningún comentario a la abuela; después de
todo Gastón era formidable, a pesar de haberlo puesto en ridículo el día que
repitió su comentario de que el pito de la fábrica de licores sonaba mejor que
la campana del Big-Ben.
Lo que sí permaneció incomprensible, guerra o no guerra, fue lo de
Benedetto. Sólo era pronunciar su nombre para que el tío Nicolás hiciera un
guiño y una especie de ruido, que podría tomarse como obsceno, con la boca.
Pero el dueño del único cine del pueblo y de la mejor tienda era alguien de
importancia, porque al preguntarle a la abuela quién era contestaba con una
amenaza de muenda si lo veía hablándole alguna vez. Mayor fue el misterio
cuando, indagado Gastón, dijo que era alguien entre barroco y chévere,
palabras que ayudaron a envolver el misterio en un enigma.
Por eso, el día que la abuela lo mandó a comprar un carretel de hilo, no
sin antes hacerle la expresa advertencia de no estarse más tiempo del
estrictamente necesario y de no —“óyeme bien, te lo prohíbo ¿eh?”— meterle
conversación, salió el nuevo Magallanes hasta la esquina. Detrás del
mostrador se agitaba el monstruo, hombre de edad mediana, robusto y de cara
amable, con la camisa de flores más bella que hubiera visto en esa tierra de
uniformidad —donde el pantaloncito de caqui y la camisa blanca eran de
rigor— y un embriagador perfume emanando de su cuerpo, otra ruptura de
moldes para alguien con una abuela que había dicho en el monte Sinai: “Los
hombres sólo deben oler a ron, tabaco y pólvora…”.
Posiblemente la contemplación era un silencio mudo, porque Benedetto
tuvo que preguntarle varias veces qué quería. Llegó hasta el “pero, ¿es que el
ratoncito Pérez te ha comido la lengua?” que dio origen a la risa con grandes
aspavientos de un grupo de muchachos que tomaban cerveza en un rincón.

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Desde ese instante la curiosidad se convirtió en odio, pese a las
arranca-muelas que le encimó sobre la compra. Por eso no tuvo ningún reparo
en mentir y decirle al tío Nicolás que sí, que era el italiano quien le había
enseñado el saludo nazi, cuando éste lo encontró ensayándolo frente al espejo.
Nunca pensó que la cosa haría tanto ruido, pero su tío iracundo lo agarró de la
oreja y, a rastras, lo llevó hasta la esquina, no sin que antes un montón de
gente se le sumara a lo que ya era un principio de manifestación. En ese
instante Benedetto pegaba un afiche donde Bette Davis sonreía
sardónicamente en su papel de Jezabel y, al mismo tiempo, con la pierna
impedía a una gallina que protestaba clamorosamente el acceso al salón de
cine.
Alguna vez pensó, años después, que nunca había visto una cara tan de
sorpresa como la de Benedetto en ese instante, lo que no le impidió, y con su
mejor acento, preguntar qué cosa había hecho el “ragazzo” para arrastrarle así
y allí. Pero no era el momento de las explicaciones sino de la victoria, y
cuando el tío le asentó un golpe gritando “Fascista inmundo, corruptor…”, el
gentío formó de inmediato un ring humano y movible.
Una cosa es gritar y otra hacer. Mal la hubiera pasado el tío si no llega
Gastón a separarlos ante la protesta de la gente. Todo concluyó en un ojo
amoratado, el triunfo de las fuerzas del mal sobre las del bien, el desprestigio
de nuestra raza crisol donde se funden las otras y las burlas que le hacía
Gastón al maltrecho tío.
Al día siguiente, después de un cuchicheo con la abuela y un comentario
de “no seas canalla”, salió el tío, cosa curiosa, con el vestido y el bastón que
habían permanecido ocultos en la cómoda —monumento permanente al viaje
a Bruselas, porque, “nosotros también estuvimos en Europa, ¿usted lo sabe
no?”—. Así ataviado, la estatua viviente encaminó sus pasos a la alcaldía.
Esa misma tarde, cuando veía azul y crepuscular a través de las gafas
oscuras de mi tío el rostro hondamente caviloso de una lagartija, pasó raudo
un camión atestado de soldados. Su carrera, que veía llegar el retrasado
viento, fue detenida por el feroz grito de la abuela: “no pierdas el tiempo, hay
que hacer las tareas”. El desmedido afán por mi éxito en la escuela era sólo un
pretexto para que no supiera lo que ocurría. No hubo nada qué hacer, y
después ante la tienda y el cine cerrados encontré un mutismo total en la
abuela y un rictus nervioso en el rostro del tío. Sólo Gastón dijo unas frases
enigmáticas como “Fusagasuga” y “Campo de concentración”.
El misterio nunca fue revelado. En algún momento llegó feliz y jacarando
el tío, con un par de llaves enormes que no eran las de San Pedro, ni las del

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paraíso, pero que para los efectos eran lo mismo. Las llaves estaban diciendo
que el tío era, ahora, el nuevo propietario del cine Rex.

Al principio Gastón dudaba sobre sus conocimientos en historia, pero al


final tuvo que reconocer el exceso de imaginación de Benjamín. Con sólo
dejarlo hablar, una larga estela de personajes se hacía presente. Los tres
mosqueteros mataban al fundador de la ciudad en una pelea de espadas que
sospechosamente se parecía a la última película de Errol Flynn “Aquí fue”, y
para confirmar su historia señalaba los escalones del castillo derruido frente al
mar. “¿Se enredó en su capa?”. Pedía aclaración Gastón, quien ya decidía
navegar en el proceloso mar del escepticismo y concluir que con este niño era
inútil hablar de la decadencia de la mentira.
Para la abuela, sin embargo, todo esto revestía características de drama.
“Se la pasa en el cine y leyendo, con la vista tan mala que tiene…”. Un
rotundo Verbotten a todas esas actividades fue instaurado. En cualquier
momento un auto de fe quemó docenas de “Pif paf” y “Penecas” en el patio,
mientras Benjamín se sobrecogía de impotencia y rabia.
La lucha en la clandestinidad arreció. La abuela hubiera perecido de una
embolia cerebral si hubiera visto al niño por las noches revoloteando por los
techos, en una secuencia que ya envidiaría Lon Chaney en el “Jorobado de
Nuestra Señora”, antes de llegar al gallinero del teatro. Se pasó después a la
ofensiva, y la represalia hizo desaparecer el “Para Ti” extraordinario con las
fotos del matrimonio de Eduardo y Wallis. El mutismo fue la respuesta a la
pregunta ritual: “¿Pero alguien ha visto esa revista…?”.
Mientras tanto, en su refugio del castillo, Benjamín encontraba que la
brecha generacional existía y que el mundo del adulto no le rozaba. “¿Es una
historia de amor la que produce tanto alboroto a la abuela y a madame
Olga?”. Bajo la piedra saliente que da al acantilado guardaba las joyas de la
corona.
No importaba que el arcón fuera simplemente una cajita de acero en cuya
tapa se leía Caja de Ahorros, al abrirla salían monedas antiguas, francos
nuevos, algunas medallas con la cara de Petain que Gastón botó a un chiquero
y que él recogió sigilosamente, fotos de Oliver y Hardy, un pedazo de pipa
con la cara de Popeye, algunos suplementos dominicales de La Prensa y el
máximo tesoro (hay que desdoblarlo con cuidado para que no se dañe), ¡un
cartel del Ángel Azul! La pregunta vino del tío Nicolás: “¿Bueno, y el afiche
que tenía en el escaparate?”. Silencio absoluto acompañado de una mirada

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cómplice de Gastón. Es que Marlene, a pesar del tiempo, la distancia y la
exótica geografía, todavía hace estragos. Benjamín encontró, mientras la
contempla, esa sensación deliciosa de frotarse hasta que irrumpa el abandono
confundido con el mejor arrebol o con el romper de la ola sobre la gran piedra
del Este.
Su pasión se atemperó con el escozor del ojo izquierdo. Los graves
doctores decidieron que la operación era impostergable. Y ahora allí estaba,
enfundado e indefenso, con el olor del éter invadiéndolo todo y esa ácida y
fría punta metálica oprimiéndole el ojo. Las estrellitas rojizas dan paso al
desfile interminable de los monjes azules con capuchas que cubren sus rostros
de fuego… Cuando vuelve en sí todo está negro. La abuela cariñosamente le
quita las manos de la venda. “No te toques, no debes hacerlo. Quédate quieto
para que puedas curarte…”. Hay una reconciliación total y la abuela
complace todos sus deseos. Pasan horas silenciosas acompañadas de su
presencia solícita. Aprende a diferenciar los distintos chasquidos orgánicos de
los muebles y disfruta con el golpear de un pequeño cucarrón en el vidrio de
la ventana.
A veces interrumpía el silencio con acento consentido: “abuela, léeme otra
vez el cuento del Príncipe Feliz…”.
El día que Deborah se acercó a besarlo, sintió la misma vibración que en
sus tardes con Marlene. Por eso no le importó que los otros visitantes lo
trataran de montuno mientras permanecía sumergido con la cabeza debajo de
la almohada. Sólo regresó cuando el perfume de Deborah se fue con el olor de
su deseo.
La convalecencia le permitió visitar de nuevo el refugio donde todo le fue
más pleno. La tibieza de la arena, los colores del crepúsculo, la suave brisa
del atardecer. Cualquier tarde castellana, cuando las alas del ángel de la noche
borraban las últimas horas del día, pasó arrastrado por la corriente un inmenso
piano de cola. Gritó para llamar la atención de una lancha cabotaje que se
hallaba en las cercanías, pero encontró como respuesta el cordial saludo de los
pasajeros. Esa noche, mientras escuchaban las noticias de la BBC, narró lo
sucedido pero nadie le creyó, sólo el comentario de Gastón fatigó para
siempre los surcos de su memoria: “A lo mejor es el piano del Titanic…”.
Ofendido, decidió guardar inviolables sus, impresiones crepusculares. Por
eso no dijo nada cuando el periscopio le permitió identificar al submarino
nazi. Únicamente cuando la alerta se hizo general comentó su presencia. El
tío Nicolás volvió a ser la sibila del lugar. Cuando se le preguntó por una
explicación racional a la presencia en el contorno de un submarino afirmó

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dogmático: “Cosas de esos degenerados, deben estar buscando Marihuana
para Göering…”.
Cualquier tarde gris, Benjamín contempló la llegada de la dama de negro
con su inmenso sombrero y un largo velo cubriéndole el rostro. Decidió que
su presencia sería su más profundo secreto y siguió, casi sin respirar, todos los
actos de la bella desconocida. Ella, la única, lanzó unas piedrecillas al mar
mientras exclamaba con voz grave: “¡Oh! Qué mar tan marítimo…”. Aunque
no pudo distinguirla con precisión, supo que era Greta Garbo.
Los años pasaron reiterativos e iguales. El dirigible era una presencia
infaltable los viernes. En el hogar el armisticio logrado con la abuela estaba al
borde de la ruptura, y en el puerto los cabrestantes enrollados manifestaban la
ausencia de los embarques. En las calles, las gentes iban y venían comentando
Guadalcanal. En la radio, los primeros compases de la quinta sinfonía de
Beethoven indicaban los triunfos cada vez más frecuentes de los aliados. En
la puerta del cine, el tío Nicolás colocó un inmenso cartel con San Jorge
parado sobre el cadáver del vampiro nazi y haciendo frente al pulpo japonés.
Para Benjamín, sin embargo, nada de esto tenía importancia. Su última
ansiedad era esperar la presencia de Deborah por el camellón cada atardecer.
Para su total desaliento nunca andaba sola. Con frecuencia paseaba tomada de
las manos con las Amador y tarareando la última canción de moda. De tanto
oírlas, Benjamín aprendió a diferenciar Temptation de Stormy Weather y a
cantar en español Solamente una vez y Vereda tropical.
A veces las acompañaban algunos gringos del prado, y así Benjamín
conoció los celos antes que el amor. Deborah alimentaba su pasión: cuando la
ansiedad de su mirada se hacía ostensible, se separaba del grupo y dándole un
beso le decía: “Cuando cumplas los veintiuno hablamos, buen mozo…”.
Al fin se impuso la cordura y Benjamín terminó mandándole esquelas a
Riña, la hija de Lino, un italiano garibaldino, y Chola, una princesa guajira.
Aquella tarde esperaba impaciente al fondo del jardín de las monjas
mientras releía la carta. “Te espero a las seis cerca de la puerta de escape”.
Pero la felicidad es esquiva y no puede conformarse con la breve caricia y el
leve beso que le da Riña antes de reunirse con sus compañeras, guardianas
cercanas de la moral. Después, lo de siempre, el que menos ama impone sus
condiciones. Riña exige: nada de encuentros, sólo el puente telefónico y la
esquela diaria y prolija.
El desastre fue total cuando el tío Nicolás puso en duda la fidelidad
exigida: “Yo no sé qué es lo que pasa, pero me parece que el hijo del turco te
está haciendo el cajón…”. La frase lo enfermó. Llamó por teléfono y un “Sí,

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quiero que me aclares algo, léeme la última carta que te envié, tenemos que
discutirla…” lo obligó a correr las cinco cuadras que los separaban y allí,
baldón eterno para la memoria, pegado a los barrotes de la ventana perdió la
fe en el género humano cuando contempló como la moderna Mesalina le leía
melifluamente la carta pedida. Mientras, imagen indeleble, el usurpador
Solimán la arrullaba entre sus protervos brazos.
Corrió toda la noche por la playa. El cielo era una sabana de doradas
llamaradas que se extendían borrosamente, nublada la vista por las lágrimas.
El alba lo encontró al pie del castillo donde veía estallar la luz, con matices
violáceos, sobre la bahía y sorprendido dolorosamente por los cohetes que
rompieron con luces de color y alegría su soledad y su distancia.
Emprendió lentamente el regreso. Al llegar al camellón encontró una
multitud que cantaba y reía. Por un altoparlante la emisora transmitía el porro
del momento:
Ya la guerra se acabó Ya por fin llegó la paz Ya el Japón se rindió Con
dos bombas nada más…
Tropezó con Gastón, quién al verlo le abrazó feliz mientras exclamaba:
“Ganamos la guerra, ganamos la guerra…”. Una manifestación encabezada
por el tío Nicolás se dirigió al hotel donde Madame Olga izó las banderas
colombiana y francesa, la gente rugió un “alons sanfán de la patri, le yur de
gluar etá arrivé…”. Gastón a su lado comentó: “qué pronunciación, qué
gallos…”.
Lo que era sólo un guión en el horizonte, se convirtió en un pequeño
aeroplano que sobrevoló al camellón. Gran confusión dentro de la multitud.
Los más precavidos corrieron a esconderse, mientras que los optimistas
sacaron los pañuelos y vitorearon. El aparato empezó a dar círculos y escribió
con humo “Tome píldoras de vida del Doctor Ross”, después con largas
subidas y hondos descensos trazó varias “V” de la Victoria.
Siguió la fiesta con el ruido ensordecedor de los cohetes. Los gringos
salieron de su reducto en el Prado dando vueltas al camellón en sus
automóviles, mientras con las bocinas tocaban el tá-tá-tá de la victoria. En
algún momento, la emoción hizo que se revolvieran democráticamente con
los nativos llegando, en su exceso de confraternidad, a tomar whisky a pico de
botella. “Ver para creer —dijo Gastón— ojalá se les peguen unas cuantas
amebas”.
Cuando en el horizonte se dibujó la silueta de un barco, todos corrieron a
la playa en una alegría rayana al paroxismo. De repente un presentimiento los
enmudeció un segundo antes de que se produjera el estallido, el profundo

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torbellino y el intenso oleaje. El estupor pobló todas las miradas. “¿Una
mina?”, “¿un submarino nazi?”. “Miren”, gritó Benjamín cuando las primeras
manzanas empezaron a llegar cerca de la playa. Con una alegre carcajada se
zambulló y recogió la fruta. Le dio un mordisco hondo para disfrutar del
placer largamente diferido. El sabor pulposo y fresco le embriagó todos los
sentidos. Respiró hondo, y en ese instante tuvo conciencia plena del momento
vivido. “Sí —⁠pensó—, definitivamente la guerra ha terminado”.
Una espinita penetró en su pensamiento revelándole que también había
terminado su infancia.
1976

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ROSAS SOBRE SU TOCA

¿Cómo crees que pueda escribir este artículo si lo primero que me piden es
comedimiento? Mira esta nota del director: “Se le ruega una gran discreción;
confío en su buen criterio”. ¿Qué tal? En medio de este lío tengo que escribir
algo que no rompa ni manche nada. Éstos son los momentos en que te
preguntas por qué carajo trabajas en esto y, sobre todo, para estas personas.
¿Él también fue profesor tuyo de Romano?
Me parece verlo todavía en esa primera clase, cuando entró con su vestido
de lino blanco (más bien color marfil), con ese atildamiento en el vestir y ese
aire de distinción que le era tan propio. Alto y sonrosado, no tenía el tipo
costeño. ¿Recuerdas cómo se peinaba con el cabello hacia delante en un vano
intento de taparse la calva? Con esa presencia, ese hombre y esa ambigua
reputación, ya desde la entrada —⁠todavía sin pronunciar palabra— creó la
expectativa sobre sus clases.
A mí me parece que ese nombre lo marcó demasiado. Pienso que si se
hubiera llamado Juan, Jacinto o José todo hubiera sido más fácil para él. Pero
supongamos, en gracia de discusión, que lo hubieran bautizado con uno de
esos nombres del calendario cristiano o el martirologio romano a que eran tan
afectos nuestros abuelos, seguramente se hubiera llamado Lino, Cleto,
Clemente, Sixto, Cornelio, Cipriano, Crisóstomo, Pablo, Cosme o Damián.
Pero no, le colocaron un “Catón” que fue decisivo. Ya averigüé que el
nombrecito no se lo pusieron por ese par de moralistas aguafiestas de la
antigüedad, sino por el abuelo, un lambón de la Yunai a quien ésta, después
de la huelga, premió con una cantidad de tierras y concesiones. Por eso era
millonario y pudo estudiar desde el bachillerato en Europa, donde aprendió
como seis lenguas entre vivas y muertas y… dormidas.
Cuando yo oí su nombre por primera vez lo asocié enseguida con togas y
laureles. Me pareció ver a Nerón echándose agua en las mejillas con su
lacrimatorio, a las carreras de caballos en Ben Hur, a Marlon Brando frente al
cadáver de César (“Romanos, ciudadanos, escuchadme con atención…”).
Como ves, mi cultura romana es “made in Hollywood”.

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Aquí tengo este arrume de fotos que no puedo utilizar, pero ¿sabes lo que
voy a hacer?, mañana se las llevo al forense. Yo creo que algo aportan a la
investigación. No le diré nada al jefe porque con toda seguridad me lo
prohíbe. Pero no hablemos de ratas, hablemos de leones, aunque sean de color
rosa…
Fíjate como es la vida. Mi primera impresión de Catón fue deplorable.
Había una fiesta en la universidad por la iniciación de los cursos. Cuando
llegué, tarde como de costumbre, ya nuestro hombre estaba borracho,
desencuadernado, con las gafitas rodándole por la nariz y farfullando
insistentemente un verso en latín, pues el resto del poema se le había
olvidado.
De inmediato me di cuenta que había cierto deleite en muchos de los
asistentes viendo el derrumbe. En un momento un joven, aprovechando esa
tácita complicidad y tratando de lucirse, empezó a zarandearlo mientras le
decía: “Quosque tandem abutere Catalina, ¿cómo es profe?”. Agarré al tipo
por el cuello y le dije: “No abuses que el profesor no puede defenderse,
métete conmigo a ver como te va”. Si hubieras visto cómo se puso de
mansito; tú sabes, a veces hay que sacarle partido a estos uno con noventa y al
kilaje que me gasto.
Desde entonces Catón siempre fue muy condescendiente conmigo.
“Profesor, ¿Sexto Pomponio significa que había cinco Pomponios antes?”,
preguntaba con expresión torpe, consciente de que iba a despertar un coro de
risitas a mi alrededor. Pero él me contestaba con mucha calma y paciencia.
“No, en absoluto. Sextus era un nombre propio como decir Marcus, Caius,
Petronius”. Ahora sé que muchas de sus respuestas candorosas eran tan sólo
aparentes, como la vez que pregunté, bajo una tempestad de carcajadas, quién
era “la mamá de Gayo”. Él me contestó, en forma imperturbable, que ese dato
no aparecía en los libros. Una vez me propasé inducido por mi tío que había
sido su condiscípulo en la Sorbona, preguntándole que significaba
“pellex-lava”. Me dirigió una mirada como la de un pretor condenando a
alguien y me contestó con la frase en latín: “Paula maxima canemus”, que
después supe por el diccionario Larousse en sus paginitas rosadas que
significaba: “hable de cosas más altas”.
Y fíjate, no tomó represalias, más aún, cuando fue nombrado magistrado y
dejó las clases, una vez detuvo su limosina, ancha, negra e imperial y me hizo
la carrera. Todavía me parece verlo recitar a Virgilio frente a los semáforos.
Ya para esa época se había hecho notar por lo estricto en su cargo. No
permitió más a los mañosos tomar las clínicas por cárceles.

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A pesar de los tiros que le hicieron, permaneció firme en ese punto.
Precisamente por esos días fue cuando lo vi salir por los lados de la Gardenia
Azul. Espérate y te cuento desde el principio. Yo estaba en la funeraria Quo
Vadis en un velorio cuando veo salir a Catón por la trocha acompañado por
un joven morocho vestido con una sudadera. Lo sentí perturbado al
saludarme. Sentí la resistencia en su voz. Ahí fue cuando confirmé el run-run
que lo acompañaba desde hacía un tiempo.
Ése era el lado débil y la gente lo sabía. Por eso cuando le abrió un
expediente al Senador y se formó aquel escandaloso “trepa-que-sube”, una de
las primeras cosas que vinieron a mostrarme fue a “la Quinto patio”, un
travestí que dizque hacía restallar el látigo en las espaldas de nuestro hombre.
Me indignó el procedimiento, pero tomé nota que sus enemigos estaban
dispuestos a emplear cualquier arma contra él.
En esas vacaciones de Semana Santa la tormenta se aplacó un poco, y
como estaba cubriendo el caso aproveché el respiro para casarme con Omaira.
Una tarde, cuando íbamos camino por la playa entrelazados, sentimos la
mirada dura y desaprobadora de una señora gorda, de sombrero de ala ancha y
collar de perlas. Al acercarnos vimos a su lado a Catón en un bañador de
mucho corte y con una expresión filial que no dejaba ninguna duda sobre
quién era la gran madre arquetípica. Conversamos un rato, y no sé por qué,
pero algo me dijo que no debía tocar el asunto candente delante de la madre.
No pude saber por qué estuvo tan taciturna todo el tiempo, pero el mismo
Catón se encargó de informarme esa noche que la madre odiaba todo lo
relacionado con el periódico. “A un descendiente de Catalino Noguera no se
le menciona sino para felicitarlo. ¿Qué son esos sobrentendidos que husmeo
en las crónicas?”, le decía.
Un poco más tarde, y cuando estábamos descubriendo el crepúsculo de los
recién casados, recibimos la invitación de Catón a un “cóctel a lo Popea”,
creación suya como nos explicó. El apartamento estaba lleno de cosas, pero
no había distinción. No te lo puedo explicar pero tú sabes lo que quiero decir.
Había estantes llenos de libros de derecho, con pastas de cuero rojo y títulos
dorados, las paredes se caían de la cantidad de diplomas y fotografías donde
aparecía Catón al lado de alguno de esos monumentos archí conocidos. Eso
sí, siempre con su madre al lado. Una repisa llena de porcelanas francesas
hizo las delicias de Omaira, mientras que yo quedé sorprendido de la audacia
de ciertas poses eróticas de unas cerámicas tayronas. Presidiéndolo todo
estaba un inmenso retrato de la madre joven, ojeras, collar de perlas, peinado
a lo “garzón”. No recuerdo al retratista, pero es de esos nombres que sonaban.

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En el momento en que Omaira estaba entretenida con Lucho Gatica y Felino
Fellini, un par de gatos grises de mejor familia que tú y yo, Catón abrió una
vitrina de vidrios corrugados y me mostró lo que llamaba sus “pomo
cómicos”. Todavía no me he recuperado de la sorpresa.
Todo era de una obscenidad cruda, vulgar, ramplona, algo que no podía
relacionar con Catón y su refinamiento que reía feliz de mi azoramiento.
Definitivamente el psicoanálisis no es mi fuerte.
La fiesta, llamémosla así, terminó en una borrachera total. Catón resultó
un anfitrión de locura y el mejor coctelero del mundo. “Alfonso el
destronado”, “libación de Teresa la alcahueta”, “Áspid para la teta izquierda
de Cleopatra” son algunos de los detonantes nombres que recuerdo.
Con el alcohol vinieron las confidencias. Hubo una historia de una bella
desconocida con un vestido rojo fucsia que en una cava existencialista en el
París de la posguerra se le acercó y le pidió fuego. En el momento en que
Sydney Bechet hacía llorar el saxofón, ella le dijo: “nos vamos de aquí que
ese sax me está matando”. No le comenté que la historia se parecía
sospechosamente a una película vieja con Ava Gardner que hacía poco había
visto en el cine-club. Al final, y casi en la madrugada, estábamos cantando a
todo dar aquel paseo, no sé si lo recuerdas, que dice: “Que le estará pasando
al pobre Migue que hace tiempo que no sale…”.
Del fondo de la habitación nos llegó como un bramido de incomodidad
que deduje era la opinión de “madre”. Nos quedamos a dormir en la sala y
claro, Omaira y yo aprovechamos la ocasión para “camasutrear”. En ésas
estábamos cuando Omaira, señalando un cuadro gigantesco de Savonarola,
me dijo: “los ojos del fraile se mueven”. Lo miré y era cierto, los ojos del
fraile estaban parpadeando. Me deslicé al piso y arrastrándome llegue al baño,
¿sabes lo que vi? A Catón desnudo con el pequeño sexo esponjoso erecto,
pelle, lavándose.
Me dio profunda lástima y por eso decidí ser un poco cómplice. Después
de todo era poco lo que pedía. Así que vuelto a la cama desplegué una técnica
amatoria que sorprendió y encantó a Omaira.
No lo volví a ver más vivo. El senador completamente atrapado inició
contra él un debate llamándole “el magistrado de las uñas pintadas” que
desató toda una campaña infame en las paredes.
Mira, por cierto, desde esta ventana se alcanza a ver un letrero. ¿Cómo se
te hace? Imagínate estos insultos mil veces repetidos y coreados frente al
tribunal, ante la sonrisa cómplice de la policía. Sin embargo, cuando lo llamé

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por teléfono para darle el pésame me contestó la voz de un hombre firme y
reposado.
Ayer supe lo que pasó. Estaba tirado en la bañera repleta de sangre. El
piso estaba cubierto de flores sanguinolentas, pastillas de nembutal y frascos
rotos cuyas esencias habían dado al ambiente un rancio olor insoportable. La
cara, con una expresión de inmensa tristeza, tenía una ridícula florecita
bamboleándose sobre su calva. Los cortes, muy superficiales en el brazo,
demostraban que todo lo decidió compulsivamente antes de que llegara la
duda…
No sé, te digo francamente que hay algo que no encaja en esa versión
cursi de una muerte pagana. Mira, hay también dos detalles siniestros,
inexplicables: el par de gatos degollados en la cocina y el tremendo golpe en
la nuca. La sola caída en la bañera no lo explica.
¡Mira estas fotografías! Terribles, ¿verdad? No, no, ésa la encontré en un
álbum editado por allá en los treinta y titulado Libro de oro de la ciudad. En la
sección Nuestras beldades, llena de mujeres llenitas y de profundas ojeras, la
encontré. Esa joven y robusta mujer con el niño sobre sus hombros es
“madre”. ¿Sabías que ella murió hace escasamente dos meses? Catón le
llevaba todos los días orquídeas al cementerio. Viniendo al periódico reconocí
varias veces su carro.
Sí, el suicidio parece explicable y ésa es la versión que debo dar.
“Muertos madre e hijo, la familia se acabó, ya no cuenta”, me dijo esta
mañana la asistente del gerente. Me provocó escupirla, pero ella, después de
todo, no hace sino repetir lo que se piensa aquí.
¿Que mire esa foto con más atención? ¿La de los gatos degollados? Es
cierto. No había reparado en la media de seda sobre el lavamanos. Oiga
compañero, creo que encontramos algo gordo, esto le puede dar un vuelco
completo a la investigación.
Por lo pronto, esta cosa idiota de “cuando nada lo hacía prever falleció de
manera subjetiva el jurisconsulto y miembro de una de las más esclarecidas y
tradicionales familias de la ciudad, el doctor Catón Nonato Noguera…” se va
a la basura, y ahora, aunque me echen, voy a denunciar este asesinato.
Empezaré con un “Rosas sobre tu toga Catón…”.
1983

Página 94
RAMÓN ILLÁN BACCA LINARES (Santa Marta, Colombia, 21 de enero
de 1938-Barranquilla, Colombia, 17 de enero de 2021) escritor, periodista,
abogado y profesor universitario colombiano.
Ha publicado los libros de cuentos Marihuana para Göering (1980), Tres
para una mesa (1991), Señora tentación (1994), El espía inglés (2001) y
Cómo llegar a ser japonés (2010). Es autor de las novelas Deborah Kruel
(1990), Maracas en la ópera (Espasa, 1999), que fue Premio Nacional de
Novela Cámara de Comercio de Medellín, 1995; Disfrázate como quieras
(Seix Barral, 2002) y La mujer del defenestrado (2008). Publicó la Antología
de cuentos barranquilleros (2000) y la recopilación de artículos Crónicas
históricas (2007). Dirigió el Proyecto Voces 1917-1920, edición íntegra
(2003), y con el prólogo de ese libro obtuvo el Premio Simón Bolívar 2004 en
la categoría de mejor artículo cultural. Publica quincenalmente la columna
“Puntos de Bizca” en El Heraldo de Barranquilla.

Página 95
Notas

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[1] “Cuando la noche cae” fue publicado en El mundo de Nostramo, una
selección de cuentos de autores magdalenenses (Ediciones Casa de la cultura,
1996). “Edipo toca la flauta” es otra versión de “Hielo cocaína y arco iris”
publicado en Cuentos de final de milenio (Bogotá: Ediciones Seix Barral,
2000). <<

Página 97
[2] Todos los cuentos han sido revisados y corregidos para esta edición. <<

Página 98

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