Alcuaz-Lazos Sociales en La Psicosis

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OTRA SOCIEDAD

PARA LA LOCURA

Estudio sobre los lazos sociales en las psicosis

Carolina Alcuaz

Prólogos

Gustavo Dessal

José María Álvarez


Colección Schreber
Créditos

Colección Schreber

Título original:

Otra sociedad para la locura

Estudio sobre los lazos sociales en las psicosis

© Carolina Alcuaz, 2021

© De esta edición: Pensódromo SL, 2021

Esta obra se publica bajo el sello de Xoroi Edicions.

Diseño de cubierta:

Cristina Martínez Balmaceda - Pensódromo

Editor: Henry Odell

[email protected]
ISBN print: 978-84-122116-9-6

ISBN ebook: 978-84-123139-0-1

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o


transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus
titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español
de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o
hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.
Para mi alegre Lola, Emilio y mis amigos «Los López»
A Henry Odell por su confianza al proponerme el desafío de este libro y
orientarme en su proceso.

A Florencia Dassen con quien descubrí el deseo de escribir.

A Carmen González Táboas por animarme a tomar la palabra desde mi propia


experiencia.

A mi querida Laura Arias con quien supe encontrar mi estilo de escritura.

A mi director de tesis, Claudio Godoy, por acompañarme durante varios años en


el trayecto de investigación y por su generosidad en la transmisión del saber.

A Rafael Huertas por su interés y aportes sobre mi tema de investigación.

A Gustavo Dessal, un «cazador de palabras», porque pudo atrapar las mías y


arrojarlas en el prólogo.

A José María Álvarez por sus enseñanzas clínicas y sentirme honrada con su
prólogo.

A Ricardo Seldes por sus dichos precisos en el momento adecuado.


A Emilio Vaschetto por el acompañamiento de siempre y sus aportes
invalorables.

A Florencia Shanahan por su amistad, entusiasmo y apoyo incondicional.

A mi gran amiga Silvana Alvelo por su infinita paciencia y cariño.

A todos…

MUCHAS GRACIAS
Índice

Otras palabras para la locura

Acerca de los libros y de este en particular

Presentación

Introducción

Los lazos sociales

¿Por qué el padre?

Los filósofos de la conspiración

Marionetas de las palabras

Habitantes secretos del discurso


Los lazos sociales en la enseñanza de Jacques Lacan

Bibliografía

Acerca de la autora

Notas
Otras palabras para la locura

Borges habría podido decir que no me unía a este libro ni el amor ni el espanto.
Desde luego, tampoco el odio, que de acuerdo con Lacan es la disposición más
apropiada para una buena lectura. No conozco a la autora, ni había leído nada
salido de su pluma. Ahora, tras haberme sumergido en este libro, sigo sin
conocerla, pero puedo afirmar que su obra cumple con una de las condiciones
fundamentales que le exijo a la literatura: que me llegue al corazón. No me
retracto de la palabra «literatura», porque en mi opinión esta escritura se incluye
mejor en esa categoría que en la de «ensayo». Antes de indagar en los
enunciados, el lector quedará probablemente sorprendido y cautivado por la
enunciación. Carolina Alcuaz ha encontrado un decir sobre la locura que es la
premisa a partir de la cual este libro se ordena. Su decir poético es en este caso la
voz narrativa justa, la que permite acercarnos la locura, destacar su profunda
humanidad, el rigor de la sinrazón, la inobjetable lógica de su discurso, los
ingenios con los que testimonia el drama de la existencia, el dolor inaugural de
la vida, el trasfondo incomprensible del ser hablante. Carolina nos muestra, con
trazo fino y firme, que los locos no vienen de Marte. Somos ellos, o ellos son
nosotros: espejo roto en el que cualquiera podría verse, si acaso se atreviese a
echar un vistazo. El lenguaje del psicoanálisis da muy buena cuenta de dónde
vienen los locos, pero este libro necesitaba algo más que ese lenguaje.
Necesitaba que el psicoanálisis fuese dicho con sus propias palabras, pero
también con otras, con las palabras que sugieren, que evocan, que inspiran, que
transpiran, que estremecen. Con esas palabras la autora consigue sacar a los
locos del manicomio y devolverlos a la vida corriente. Ni seres deficitarios ni
deformes, los locos regresan de su exilio para enseñarnos todo lo que saben.
Carolina, como muchos de los que tuvimos la fortuna de iniciar nuestra andadura
analítica en el manicomio, se ha propuesto en este su primer libro transmitirnos
lo que de esa experiencia ha aprendido. Solo hay un modo ético de abordar la
locura: dejarse enseñar por su sabio saber. Al mismo tiempo, y es algo de lo que
la autora está muy bien advertida, tampoco es cuestión de redundar en la
idealización romántica del loco, lo que supone el riesgo de convertirlo en un
fetiche abandonado a su suerte.
Si algo destaca de entrada en esta obra (de misterioso título, puesto que uno llega
al final sin saber cuál sería esa «Otra sociedad» en la que la locura podría
habitar) es que no se trata de una casa de citas. Sin duda, la bibliografía es
abundante, pero lo más interesante resulta comprobar el método mediante el cual
Carolina lee la teoría lacaniana de las psicosis. Ella ha escogido un texto rector,
una «carretera principal» que en ningún momento abandona: el seminario «Las
psicosis» de Jacques Lacan. La teoría de los cuatro discursos, del sinthome y de
las suplencias, la topología de nudos, la pluralización de los Nombres del Padre,
todo ello está al servicio de producir una apasionante disección de ese seminario
y extraer una conclusión perfectamente argumentada: lo que vino más tarde en la
obra de Lacan está ya contenido en esas lecciones magistrales. El propósito es
claro y bien definido: demostrar que aunque el propio Lacan llegó a afirmar que
el psicótico está fuera del discurso, y por ende del lazo social, todo el conjunto
de su obra lo desmiente. Comparto plenamente esa posición decidida que la
autora ha tomado, y la he expresado en numerosas ocasiones, pero el modo en
que ella reúne los distintos argumentos para exponer su tesis posee una fuerza
inobjetable. Carolina Alcuaz corta el nudo gordiano de ese antiguo debate sin
otro filo que los conceptos de Lacan. Ella es tributaria de la enseñanza de
Jacques-Alain Miller, que entre otras cosas ha emprendido el desafío de
deslindar la obra de Lacan de cualquier idea de progreso epistémico. Nuestra
autora recorre el seminario 3 con los instrumentos conceptuales que parten del
ensayo «Los complejos familiares» y llegan hasta el último de los seminarios.
Pero no abandona esa carretera principal, lo cual le confiere a este libro una
precisión y un rigor clínico que en ningún momento se extravía por los
«caminitos» en los que tantas veces se entretienen los autores.

Porque el psicótico es capaz de percibir los efectos de la lengua sin el velo de la


represión, es una criatura más propensa que ninguna otra a detectar todas las
significaciones de la época generadas por el discurso del amo. El psicótico,
como me lo dijo una vez una mujer que padecía una psicosis alucinatoria
crónica, es una central de telecomunicaciones en constante actividad. Sus
certezas son la aprehensión real de los síntomas de cada tiempo histórico. Lo
son, entre otras razones que la autora expone con extrema minuciosidad, porque
los locos no solo son testigos activos de lo que en todo discurso hace síntoma,
sino que incluso se anticipan a ellos. «Las masas freudianas no son las actuales
—escribe la autora a propósito de la facultad de algunos delirios para formar
comunidad—, algunos movimientos sociales distan mucho de ser guiados por un
líder, sin embargo, agrupan, aúnan… Lejos de la oposición tajante, a la que
estábamos acostumbrados por algunos entre delirio y discurso, ahora nos
sorprende el acercamiento estrecho que hace del delirio un discurso, pues en
definitiva ambos otorgan sentido y comandan nuestro mundo». El capitalismo de
vigilancia fue anticipado por los delirios de los paranoicos y alertado por las
vivencias de los esquizofrénicos. El internet de las cosas (IoT) es el correlato
técnico de la certidumbre de ser visto y oído desde todas partes, y los algoritmos
del feed advertising (que disparan automáticamente la publicidad en función de
las búsquedas realizadas por un internauta) son la expresión de los fenómenos de
transparencia patognomónicos de la esquizofrenia. Como la propia autora lo
señala, «para nosotros la psicosis aparece en estrecha relación con el drama
social, tanto en sus actos como en el contenido de sus pensamientos».

Algunos capítulos son introducidos con un micro relato clínico, pequeñas piezas
poéticas en las que se condensan las peripecias de una vida, la contingencia de
un tropiezo con lo real, y la solución parcial y en ocasiones fugaz que el
psicótico encuentra para sortear el abismo o ascender tras su precipitación.

Mientras el esquizofrénico testimonia que el cuerpo y el lenguaje poseen una


autonomía que no se ha entregado al dominio del discurso del amo, el paranoico
sabe de la Injusticia Absoluta del mundo y no cesará de denunciarla. Tanto uno
como otro harán de su saber una fórmula con la que reencontrar el camino de
vuelta al lazo social. Como lo afirma Carolina, existen otros discursos además de
los cuatro establecidos, otros que resultan de la invención singular del psicótico
y que le permiten encontrar una funcionalidad compatible con la vida cotidiana.
Sin duda, esas suplencias no siempre son el resultado de una elaboración
espontánea, sino que requieren de un dispositivo terapéutico que las aliente. El
psicoanálisis es, en ese sentido, aquella «Otra sociedad» para la locura, puesto
que en la transferencia el sujeto tendrá la posibilidad de alojar su experiencia. La
transferencia debe su eficacia fundamentalmente al marco ético de la que
depende, aquél en donde la alucinación y el delirio encuentran la dignidad que
merecen. Cuando eso se deja oír, en lugar de ser amordazado por el furor
curandis, los síntomas psicóticos atemperan su escandalosa intensidad y pueden
ponerse al servicio de una forma no convencional de habitar la ciudad del
discurso, incluso de las instituciones psicoanalíticas. «El decir y su carácter de
contingencia —leemos— aparecen como términos principales que habilitan a
pensar que habrá discurso y lazo social en tanto un decir los funde, más allá de la
estructura clínica. Se rompe así la antinomia entre neurosis-discurso-lazo y
psicosis-fuera del discurso-fuera del lazo. Por ende, es factible pensar que
habrían otros lazos sociales, otros discursos, más allá de los establecidos, en
tanto haya decires que los funden».
La idea de que el psicótico es por estructura un sujeto exiliado del lazo social (el
propio Freud dudó sobre su capacidad para la transferencia) lo condenó durante
mucho tiempo al desahucio. Los propios analistas a menudo lo inhabilitaban
para el amor, el sexo, la paternidad, o el ejercicio de la práctica analítica. Es por
ese motivo que este libro constituye una declaración sin vacilaciones, un decreto
que libera al loco de los axiomas que lo confinaban a la soledad, un verdadero
acto que se atreve a seguir, hasta las últimas consecuencias, la convicción de
Lacan de que todo el mundo es delirante, y que todos nosotros hemos surgido de
ese magma originario de la lalengua, «una especie de zumbido, ese zafarrancho
que desde la infancia nos ensordece».

Reverso del discurso del amo y alternativa al delirio, el discurso del psicoanálisis
orientado por la acción lacaniana ahuyenta de la locura la vieja sombra de su
presunto déficit, y por el contrario convierte la psicosis en la puerta de entrada al
enigma de la subjetividad. Es por ese motivo que Carolina Alcuaz ha escrito un
libro no solo de lectura obligada para el clínico, sino también para todos aquellos
que se interesan en la tarea de descifrar la lengua secreta que habla en nosotros.

Gustavo Dessal

Madrid, noviembre 2020


Acerca de los libros y de este en particular

Hay libros que suscitan interés tan solo por la materia de la que tratan. En ellos,
por lo general, el título es su carta de presentación y el índice da a entender tanto
el despliegue temático como el perímetro de la indagación. Como todo en este
mundo, hay libros insustanciales y huecos, textuchos de los que el autor debería
avergonzarse por hacer pública su vanidad y exhibir su ignorancia. Y los hay,
claro está, luminosos y esclarecedores, intensos e inolvidables.

En nuestro pequeño mundo psicoanalítico, creo que las publicaciones podrían


agruparse en tres grandes bloques. El mayoritario consiste en resúmenes de lo
que tal o cual destacada figura dice acerca de esto o aquello. En este sentido, el
autor elige un tema y recorre de norte a sur la obra de un insigne pensador,
convencido de que en ella hallará todas las respuestas. A partir de ese estudio,
espiga lo que juzga sustancial, lo ordena y lo expone con la máxima fidelidad de
la que es capaz, cosa que a menudo se hace de forma cronológica más que
lógica. Cuando este tipo de exposiciones abreviadas dan con lo esencial de la
materia y además lo redactan con gracia y sencillez, el lector agradece al autor el
haberle aportado un mapa rudimentario que le orientará sobre los caminos a
seguir en sus futuras lecturas, si las hubiera. Este tipo de contribuciones no
aportan nada original. Pero sí facilitan una primera aproximación a un fragmento
de la obra de uno de los grandes.

Otro grupo de publicaciones, también abundantes, son aquellas que tratan de


responder a preguntas surgidas del ejercicio profesional, en nuestro caso de la
clínica anímica. Se trata de cuestiones que se suscitan a diario en nuestros
quehaceres y requieren algún tipo de elucidación. Lo que caracteriza a este
segundo tipo de contribuciones es que el autor se interroga sobre ciertos aspectos
de su práctica y responde conforme a lo que una figura destacada considera
acertado. La impronta del autor en este tipo de textos no está en sus opiniones,
puesto que no las da o apenas las insinúa, sino en la selección de las respuestas
del ilustre, en las que confía plenamente. De ahí que los méritos de este tipo de
publicaciones no se limitan solo a resumir con acierto tal o cual asunto, como
sucede en el primer grupo, sino sobre todo a formular bien las preguntas clínicas
y a espigar de la obra del destacado las mejores respuestas.
También existen, por último, un reducido ramillete de contribuciones en las que
el autor se hace preguntas clínicas y las responde echando mano de las
referencias que cree más adecuadas, sean de aquí, de allá o de ningún sitio, sino
inventadas por él para la ocasión. Como es de suponer, este tipo de publicaciones
entrañan un gran riesgo y a menudo culminan en un deplorable fiasco. Aunque
no todas, cosa que es de agradecer. Cuando dichas aportaciones son valiosas es
porque dan con los interrogantes esenciales y apuntan soluciones luminosas. Del
mero resumen, pasando por la pregunta oportuna hasta llegar a la respuesta
esclarecedora hay una línea que separa dos posiciones: los autores que hablan
por boca de otros y los que piensan por sí mismos. Los primeros apenas se
exponen y a la larga su relevancia es escasa. Los segundos, en cambio, se
arriesgan más y pueden resultar atractivos, aunque siempre están en un tris de
convertirse en bocazas y pecar de desvergüenza y envanecimiento.

ΩΩΩΩΩ

El libro de Carolina Alcuaz, Otra sociedad para la locura – Estudio sobre los
lazos sociales en las psicosis, corresponde, a mi modo de ver, al segundo grupo.
Ahí se hallan sus valores: por una parte, es un texto que surge de las preguntas
clínicas cotidianas, en este caso sobre las relaciones, los vínculos y lazos sociales
de los locos; por otra, la búsqueda de respuestas se dirige inexorablemente a la
obra de Jacques Lacan, tan presente y constante en esta monografía que se la
podría considerar un breviario de teoría lacaniana de la psicosis. Mezcla de
clínica y teoría, con amplio predominio de referencias al mencionado
psicoanalista, la autora hace gala de un trabajo de lectora concienzuda y
meticulosa. Su tesón salta a la vista. No es de las que se arruga ante una
dificultad y se la quita de encima con una cita de autoridad. Al contrario, es de
agradecer la simplificación a la que tiende cuando se topa con una fórmula
enrevesada. En este sentido, se ve que acomete este libro, su primera obra, de
frente y con franqueza, cosa que se pone de relieve también en el aparato crítico,
tanto las notas al pie como la bibliografía.

Muchos autores suelen aprovechar la introducción de sus libros para dibujar una
fugaz imagen de sí mismos. Y así lo hace también Carolina Alcuaz al presentarse
como clínica de manicomio o de hospital psiquiátrico, si se prefiere, y como
psicoanalista. Como si se tratara de dos cabos, la autora los aúna y forma con
ellos una trenza a la postre difícil de separar. Y lo mismo hace con los dos
miembros que componen el título de su escrito: por una parte, la mención de la
Otra sociedad para la locura; por otra, el estudio sobre el lazo o vínculo en la
psicosis. En principio parecerían dos partes de una materia cuya articulación
pudiera darse o no. Pero se da. Y esa trabazón, meditada, pausada y delicada,
constituye uno de los aciertos de esta obra. Conjunción, por tanto, de teoría y
clínica; conjunción, asimismo, de un análisis sobre las relaciones propias de los
locos y de una mirada general sobre la relación de la locura y lo social. Como la
autora reconoce en la última página, su escrito va más allá de una contribución a
la teoría y aspira a «facilitar nuevas herramientas en el tratamiento posible con
las psicosis y a una menor estigmatización por parte de la sociedad».

Ante un libro que tiene sustancia, corresponde al lector seguir los detalles de la
argumentación, sus anudamientos, fundamentación y desarrollos. En cambio, es
competencia del comentarista destacar alguna de las propuestas apuntadas,
esclarecerla y valorarla. Si hubiera de dar solo una, diría que Carolina Alcuaz
muestra que los locos se relacionan, vinculan y establecen lazos con los otros. Y
que lo hacen de formas un tanto especiales y diferentes al común de los
mortales. En su simplicidad, creo que este es uno de los mensajes principales y
que vale la pena valorarlo cuanto merece. Habrá quien, al leer esto, sacará a
colación el conocido refrán «Para ese viaje no se necesitan alforjas». Si lo hace,
le conviene recordar que la sencillez es más amiga de la verdad que la
complejidad. Lo digo porque a los locos se los ha pintado como lunáticos,
autistas, solipsistas, ajenos, idos, como gotas de aceite, en fin, incapaces de
mezclarse con el agua de la vida, el amor y el deseo. Esa imagen del loco casi
inhumano alcanzó uno de sus mayores esplendores en los comentarios de
Henricus Cornelius Rümke sobre el Praecox-Gefühl o «sentimiento precoz» que
inspiraba el vacío helador frente al esquizofrénico. Y eso no es cierto. Es pura
exageración o evidente incapacidad del clínico.

Por necesidades epistemológicas, se puede entender que la caracterización


clínica y psicológica de la psicosis se haya realizado a contrario sensu de la
neurosis. Pero eso no quiere decir que un loco sea el reverso de un cuerdo ni
viceversa. Diferente no es contrario. Este libro habla de diferencias, no de
oposiciones. De ahí el título con dos miembros en principio discordantes. Si se
toma por el lado de las diferencias, a mi modo de ver, la clínica de la locura a
partir del lazo social es el modo de proponer Otra sociedad para los locos. Como
señala la autora, las dificultades propias de la relación y la fragilidad del lazo
social no son patrimonio de la locura. Es más, la falta de un instinto gregario, el
no hay relación sexual —como señalaran, respectivamente, Freud y Lacan— y el
poderío de la pulsión de muerte limitan la acción del Eros, de la vida, de las
relaciones y de lo social. Y conforme a esto, las maneras de vincularse con los
otros y las cosas del mundo, con el cuerpo y el lenguaje, son múltiples y
variadas. «En suma —continúa Carolina Alcuaz—, la sociedad no es otra cosa
que la familiaridad con el mundo silenciosamente percibida. Hay lazos sociales,
en plural. Se puede estar fuera o dentro de ellos. Son los vínculos que nos
permiten habitar lo que llamamos la sociedad». Según propone la autora, la
psicosis no es ajena al lazo social ni a los desórdenes de cada época, como
demuestra el delirante con sus tramas persecutorias y sus soluciones redentoras.
Aunque el delirio paranoico se extienda entre los polos persecutorio y
megalómano, es decir, la maldad del Otro y la misión salvadora, siempre se nutre
de las problemáticas de su tiempo. En menor medida lo hace, en mi opinión, el
delirio melancólico, cuya hondura ontológica le da un aire intemporal.

La dificultad del vínculo no implica su imposibilidad. Un clínico despierto tiene


claras estas cosas. Lo sabe por su experiencia, su razón se lo indica y además lo
comprueba a diario. Aunque pase por momentos en que todo se pone patas
arriba, sabe de la presencia del amor, la amistad y la transferencia con los
neuróticos y los locos. Y aunque no sea del todo cierto, ante la adversidad del
egoísmo y la del poderío mortífero de la pulsión, nos consuela creer en el amor y
en el deseo, en las redes que teje el Eros. Por eso vale la pena recordar aquellas
palabras de Giorgano Bruno escritas en su obra De los vínculos en general: «Un
único amor, por lo tanto un único vínculo, hace de todas las cosas una cosa; pero
adquiere rostros diversos en las diversas cosas».

ΩΩΩΩΩ

En la confluencia del amor y los libros se dan cita numerosos autores, sobre todo
los tocados por el genio poético y los contadores de historias, en especial los
novelistas. Menos son los que hacen de los libros su gran amor. De estos
últimos, Michel de Montaigne se cuenta entre los más destacados. De hecho, uno
de sus ensayos más bellos lo tituló «Los libros», sin más. Allí confiesa que toma
prestado del decir de los demás lo que no es capaz de exponer por sí mismo con
la requerida perfección, ya sea por la debilidad de su lenguaje o de su juicio.
«Desearía tener una comprensión más perfecta de las cosas —señala poco
después—, pero no la quiero adquirir al precio tan alto que cuesta».

Con el paso de los años, a mí me pasa algo parecido. Por eso agradezco tanto la
publicación de libros como este, bien fundamentados y trabajados, tan redondos
que casi no dejan flecos sueltos. Ante ellos, uno solo puede sentir gratitud.
Porque hay que agradecerle a Carolina Alcuaz su generoso esfuerzo para
allanarnos el camino con esta investigación pormenorizada. Y al hacerlo, nos
ahorra muchas horas de estudio y cavilaciones, un tiempo que será bien
empleado si lo dedicamos a seguir hablando y relacionándonos con los otros.

José María Álvarez

Valladolid, noviembre de 2020


Presentación

Mi primer encuentro con el padecimiento mental comenzó en un hospital


neuropsiquiátrico1. Allí me dediqué al tratamiento de las distintas
manifestaciones del sufrimiento psíquico. Me refiero, principalmente, a las que
son diagnosticadas dentro de la categoría clínica de las psicosis. La institución
era conocida como «El Melchor Romero», debido al nombre de la localidad
donde se encuentra; tenía dos entradas, ubicadas una enfrente de otra, separadas
por una conocida avenida. Me resultaba extraño que aquella calle pudiera
atravesar el hospital, como sin permiso, dividiéndolo en dos. Creo que la entrada
principal debió ser aquella que conducía a una pequeña fuente decorativa y
resquebrajada, siempre sin agua, detrás de la cual comenzaban a verse unas
desgarbadas siluetas azules. No sé por qué el color azul fue el elegido para
distinguir los uniformes de los pacientes que, por alguna razón, se habían
quedado a vivir en el hospital. No recuerdo, en mis primeros años de formación
clínica, que muchos profesionales hayan cuestionado esa manera de habitar el
mundo. ¡Vivir en un neuropsiquiátrico!… no era un tema de debate frecuente
entre colegas.

Aunque parezca increíble, la simple acción de fumar podía interrumpir, algunos


minutos, la inquietante vivencia de la eternidad. Cerca de aquella fuente, los
fumadores azules, se paseaban a la espera de alguien que les regalara un cigarro.
Detenidos en la historia eran tan olvidados como el verdadero nombre de la
institución, Doctor Alejandro Korn. Siempre me pregunté ¿por qué nuestra
mente es tan porosa para el olvido? Muy pronto el análisis personal me advirtió,
que algunas omisiones padecen sus consecuencias. Ese nombre, de aquel que
dirigió durante veinte años la institución, había encarnado la decisión de
convertirla en un lugar de tratamiento de la locura y no en su depósito. Para
Alejandro Korn la laborterapia en el asilo devolvía al loco su dignidad humana.
Entendí, entonces, que la pasión por su desconocimiento no podía ser más que
política.

Como en cualquier hospital los pacientes realizaban distintos tratamientos.


Algunos frecuentaban el Servicio de Consultorios Externos, con el apremio de
resolver aquellos malestares frecuentes en los seres humanos: amorosos,
laborales, familiares… Otros, invadidos por la presencia de un sufrimiento
extremo, insoportable e incomprensible, veían interrumpidas sus vidas. En esa
lucha contra los dolores de la existencia, el aislamiento se convertía en la pausa
necesaria para poder retornar al mundo. No obstante, no todas las internaciones
eran iguales. El criterio psiquiátrico basado en la evolución de la enfermedad, las
dividía en: Servicio de Atención en Crisis, Salas de Agudos y Salas de Crónicos,
llamados pabellones.

Era en los pabellones, donde la internación podía transformarse en un modo de


vida. Conocí pacientes con veinte años de estadía. Aquellas salas llevaban los
nombres de destacados y conocidos psiquiatras europeos, todos ellos estudiados
en mi carrera universitaria. Paradojalmente, la historia extranjera resultaba más
familiar que el nombre de Korn, aquel que había hecho de la defensa del
nacionalismo su propia bandera. A la entrada de los pabellones había unas viejas
cortinas, detrás de las cuales se ocultaba el destino trágico de algunas personas.
Un pasillo largo separaba las dos hileras de camas donde descansaban los
internados. En el comedor una larga mesa los ubicaba unos al lado de otros, pero
la soledad era la atmósfera que caracterizaba el lugar. ¿Cómo se puede estar tan
juntos y tan distantes a la vez? Las salas de pacientes se sucedían unas tras otras
a lo largo de un predio que las perdía en el horizonte. Jamás conocí la última
sala. En las noches de guardia, la oscuridad de las urgencias obligaba a
trasladarse a pie hasta los pabellones. Debo confesar que la arquitectura del lugar
siempre me ocasionó una sensación inquietante. No tuve la misma impresión
años después cuando asistí, para continuar mi formación, a otro asilo2. Quizás
porque allí las calles laberínticas, que conducían de un servicio a otro, tenían
nombres de escritores y poetas. O tal vez, pienso ahora, porque los muros de
dicha institución estaban mejor definidos.

Mis primeros pacientes no fueron casos fáciles. Recuerdo que Miguel caminó
trescientos kilómetros, semidesnudo, hasta llegar a la guardia del hospital un
treinta y uno de diciembre. La necesidad imperiosa de testimoniar sobre su gran
sufrimiento no dio lugar a ningún cansancio físico. Otra persona, en su lugar,
hubiera desfallecido en el intento. En cambio a Juan lo trajo, muy a su pesar, la
policía. Tras varios días de reclamar sin éxito, a una conocida empresa de
cervecería donde trabajaba, por los perjuicios sufridos, arrojó botellas hasta
hacerlas estallar contra sus muros. Tomás también sufrió conflictos laborales.
Sus compañeros se burlaban de él y hacían comentarios por lo bajo sobre su
condición sexual. Harto de estas insinuaciones agrede a su jefe, principal
implicado en la trama del complot. Por el contrario, Pablo tenía otra clase de
problemas. Estaba enamorado, pero enloquecidamente enamorado. Una
madrugada caminó por los techos del vecindario y entró por la ventana de la
habitación de su amada en un intento más por declararle su sentimiento. En el
silencio de la noche hizo escuchar la melodía del piano familiar que despertó a
todos. Otra mujer, llamada Celina, nunca se sacaba sus guantes blancos porque
hacerlo la pondría en contacto con la contaminación mundial. Alojada en el
último piso de un edificio antiguo fue denunciada por haber provocado una
inundación con sus rituales de limpieza. A diferencia de Celina, Marta había
enviudado hacía poco y la habían encontrado en la calle, muy agitada y gritando
¡Ayuda! Mónica pensó que era culpable de una falta grave y que el diablo la
castigaría anticipando en imágenes cómo ardería en el infierno. En cambio,
Pedro, no podía explicar por qué hacía dos meses yacía en una cama.

Podría mencionar muchos más ejemplos de las formas en que el mundo se


vuelve insoportable para alguien. Sin embargo, prefiero subrayar cómo cada una
de esas personas demostró ser responsable de la búsqueda de una respuesta que
alivie. Es así como la concepción deshumanizante del malestar, que impregnaba
las paredes del lugar y sus tratamientos, no me impidió reconocer la dignidad de
aquellas soluciones. Algunas atenuaban el dolor y otras permitían también
reinsertarse en la existencia. Muchos volvieron así a trabajar, amar o estudiar.
Lejos del escándalo social, que muchas veces acompaña a la locura, las llamadas
psicosis eran para mí un aprendizaje en el plano ético. Me dejé captar, entonces,
por los efectos de enseñanza de los pacientes, y aprendí que no solo había
condiciones para enloquecer sino también para recuperarse. Ambas
comprometían el lazo con los otros. Solo hacía falta predisponerse a escuchar.
Quizás el descreimiento, sostenido por muchos, en la posibilidad de curación
ocultaba la falta de propuestas en el terreno terapéutico y explicaba la existencia
de tantos pabellones. El diagnóstico de psicosis, otorgado al paciente y a su
familia, auguraba un futuro dramático, más invadido de imposibilidades que de
oportunidades. Así, la concepción deficitaria de la locura, inseparable de la vieja
idea de peligrosidad, confundía lo crónico de la enfermedad con el efecto de
cronicidad maliciosa del asilo.

Ni partidaria del asistencialismo ni de la comprensión, más afín a las ideas de


rehabilitación, reinserción e inclusión social, mis años de formación profesional
estuvieron destinados a entender ¿qué nos permite sostener la relación con los
otros? De este modo comenzó mi dedicación al tema que culmina, veintitrés
años después, con la escritura de este libro sobre los lazos sociales en las
psicosis.
Carolina Alcuaz
Introducción

Si se ha captado con dificultad qué es el lazo social, es porque el hilo invisible


que nos une se percibe más por sus efectos cuando se deshace. ¿Qué nos vincula
y qué nos separa a los seres hablantes? La pregunta introduce un
cuestionamiento central y exige un mayor esclarecimiento.

Determinadas personas sufren en demasía de la relación con los otros. Aseveran,


con incansable firmeza que los demás no solo les desean el mal sino que actúan
en consecuencia. Atrapados en la pregunta esencial de todo ser humano, «¡Qué
quiere el otro de mí!», anticipan rápidamente la respuesta. No hay gesto, palabra
o mirada de los demás que no indique la intención de perjudicarlos. Con una
capacidad de razonamiento riguroso e impecable llegan a entender el por qué de
tanta maldad. En ese contexto toda oferta de tratamiento puede carecer, en
primera instancia, de sentido. Incluso la mínima suposición de que se los
considere privados del entendimiento arruinaría cualquier lazo posible con un
profesional. Algunos, declarados inocentes y víctimas, prefieren acudir a la ley;
otros resuelven lo insoportable del acoso atacando al supuesto instigador. No
obstante, en dichas acciones, el lazo con el otro queda cuestionado.
Diagnosticados de paranoia, nuestros filósofos de la conspiración verifican la
verdad de todo vínculo: el prójimo siempre puede tornarse amenazante. Sin
embargo, no todos permanecen en las trampas de la suspicacia o en el insistente
testimonio de sus conclusiones. Unos, logran atemperar la dolorosa tensión con
el semejante y hacer más soportable la existencia. Otros, compensan sus
dificultades para las relaciones sociales cercanas demostrando, en cambio, en las
más lejanas con la comunidad, virtudes de apreciable eficacia. Es admirable el
efecto de sugestión social que alcanzan con sus producciones. Escritores y
artistas demuestran así que la locura y la genialidad no son excluyentes. Es en
sus obras que han sabido dialogar con la temática social de la época.

En un extremo opuesto observamos a los que se alejan de la sociedad en un


movimiento de repliegue casi autista. Más concentrados en sus problemas
corporales y en el uso del lenguaje, el vínculo con los otros no pareciera ser la
preocupación principal. Para ellos, ejercicios habituales como caminar, dormir,
sentarse o mover las manos, pueden resultar de lo más complicados. Es la idea
de tener un cuerpo la que parece abandonarlos. ¿Qué ocurriría si perdiéramos la
conexión con nuestro propio cuerpo? En ese caso, emancipado de nuestra
voluntad, se movería solo convirtiéndose en un extraño. Mi cuerpo, un
extranjero, dejaría de ser mi cuerpo.

Desapropiados de la enunciación de sus palabras, mártires de pensamientos y


voces que los invaden, también el lenguaje se les vuelve ajeno. En consecuencia,
el acto de comunicarse con otros se encuentra seriamente dañado. Es lo que
sucede cuando las palabras, que todos conocemos, comienzan a hablar solas,
cuando lo que digo emana de mi boca como si otro lo pronunciara por mí. Esa
franja difusa entre usar el lenguaje o perderse en él, convierte a nuestras
marionetas de las palabras —llamadas esquizofrenias— en la evidencia de lo
que muchos desconocemos. En un principio el hombre fue nombrado y hablado,
pero adueñarse del lenguaje implicó haberlo olvidado.

Exiliados del cuerpo y del alivio del olvido muchos sorprenden con sus
soluciones. Seguramente sin esas invenciones resultaría imposible engancharse a
la escena social. Es así como las maneras singulares que encuentran, para
adueñarse del cuerpo y hacer del lenguaje un instrumento, les permiten volver a
trabajar, estudiar y sostener los vínculos. Estos nuevos modos de habitar el
mundo distinguen a unos por su genialidad y a todos por la decisión insoslayable
de aliviar la existencia; sin embargo, no siempre se encuentra solitariamente una
respuesta al malestar. Para muchos, un tratamiento puede significar ser
acompañados en dicha búsqueda, mientras que para otros, es el encuentro con un
testigo que los confirme en sus soluciones. Finalmente, es extensivo para todos
la alternativa de saber acerca de las condiciones que hacen posible el lazo con
los otros y, al mismo tiempo, las coordenadas en las que este se ve conmovido.
Ni el aislamiento ni su opuesto de adaptación forzada a la sociedad pueden ser la
finalidad de un tratamiento.

En un trayecto que va del distanciamiento del mundo al poder habitarlo, las


psicosis —esquizofrenia y paranoia — han testimoniado tanto la ruptura y como
el sostén del lazo. Entre ambos extremos todas las sutilezas, observadas en la
clínica, de la relación del loco a lo social. Es en las psicosis, entonces, que el
tema del lazo social impone su principal fuente de controversia, a la vez que
promete sumergirnos en un mejor entendimiento. Este libro reflexionará acerca
de la locura y su vínculo con los otros.

A continuación el lector encontrará en el primer capítulo del libro —«Los lazos


sociales»— la construcción de una definición psicoanalítica de lazo social que
constituya una herramienta, tanto teórico como clínica, a la hora de pensar los
tratamientos en las psicosis. Entendiendo que el lazo social es un idealismo hay,
no obstante, maneras de unirnos y separarnos como demuestran nuestros
pacientes.

En el segundo capítulo —«¿Por qué el padre?»—, reflexionaremos sobre la


constitución del orden social y la incidencia de la función paterna en el mismo.
A su vez explicaremos por qué no todo orden se sostiene en dicha operación,
como nos enseñan nuestros casos de psicosis. Además reflexionaremos sobre el
vínculo entre sociedad y locura.

En los capítulos tres y cuatro —«Los filósofos de la conspiración» y


«Marionetas de las palabras»—, recorreremos la clínica de la paranoia y de la
esquizofrenia, tanto a nivel de la ruptura como de la invención de los lazos. Los
relatos clínicos presentados demostrarán las distintas modalidades de vincularse
con los otros. Destacaremos un tema clave de nuestra práctica clínica con sujetos
psicóticos: el vínculo con el profesional.

Por último, en el quinto capítulo —«Habitantes secretos del discurso»—,


situaremos cuáles han sido los debates teóricos y clínicos principales en relación
con el tema de los lazos sociales en la locura. Reconstruiremos dicho campo para
señalar sus líneas de fuerza, las preguntas formuladas y, destacaremos las
controversias clínicas suscitadas.

Este libro cuenta además con una sección final —«Los lazos sociales en la
enseñanza de Jacques Lacan»—, en el cual especificaremos aquellos momentos
claves de la obra de Jacques Lacan, que brindan las herramientas teóricas y
clínicas, para reflexionar acerca de los vínculos sociales en las psicosis.

Con el fin de otorgarle la densidad que el tema merece, lo que sigue tiene el
propósito de contribuir, por un lado, al debate en torno a la locura y su inserción
en la sociedad, y por el otro, añadir nuestro aporte para formalizar un término
difuso, el lazo social.
Los lazos sociales

¿Qué sociedad para la locura?

Las reglas del juego

La sociedad es algo ya dado, quizás, un sistema de funcionamiento, un orden o


algo similar a las reglas de un juego. Creemos en esa especie de manual de
instrucciones; sabemos que podemos salir de nuestras casas, caminar por la
calle, llegar hasta otro lugar, y hacer lo mismo al día siguiente. Confiamos en
que existe la sociedad, que ya está allí como un todo y, principalmente, se nos
impone como demasiado evidente. Sin embargo, esto no siempre es tan seguro.

¿Cómo sería el mundo si esa misma evidencia resultara cuestionada? ¿Qué


pasaría si la actitud de confianza, que nos une a la realidad, desapareciera? Un
día podríamos despertar, levantarnos de la cama y permanecer unos minutos sin
saber qué hacer. Luego dirigirnos a otra habitación y, sin comprender por qué ni
para qué, proseguir.

Tomar una vieja taza, quizás la que siempre hemos usado, y sorprendernos por lo
artificial que puede ser ese simple gesto. ¿Para qué está allí? ¿Por qué habría que
lavarla? Encontrarnos con un habitante de esa casa con el cual, hasta entonces,
desayunábamos todos los días. Sin embargo, no lograr establecer con él un
diálogo, no saber qué opinar o cómo actuar frente a él.

Puede ocurrir, tal vez de manera inesperada, que ese, con el cual convivimos
desde hace años, se vuelva un completo extraño. ¿Por qué tiene sueño? ¿Por qué
sonríe a la mañana? Un día la relación con los objetos y con los otros se tiñe de
una perplejidad desesperante. Aquello que nos era evidente y habitual deja de
serlo. El sentimiento de familiaridad que nos unía al mundo desaparece. El
sentido común se desvanece y enloquecemos en el ensordecedor silencio de las
cosas.

Extranjeros de nosotros mismos, sin saber cómo actuar, sin comprender el


comportamiento de los demás, quedamos por fuera de la sociedad y nos
sumergimos en la locura. Esto es lo que ocurre, entre otras cosas, en la psicosis
llamada esquizofrénica, donde la experiencia de ruptura del sentido se hace
presente. Fue Wolfgang Blankenburg1, exponente de la psiquiatría
fenomenológica, quien entendió que dicha experiencia de la locura es un hilo
conductor para estudiar, desde una perspectiva antropológica, las maneras en que
alguien está en el mundo. El caso de la paciente Anne Rau, al que le dedica un
estudio exhaustivo, ejemplifica la pérdida de la base que soporta la cotidianidad
del hombre. Esta paciente se sentía desorientada en su existencia, no lograba
estar a la altura de un comportamiento humano; había perdido, como ella misma
lo llamaba, la evidencia2. La sensación de no tener una verdadera vida la
condujo a una tentativa de suicidio seguida de una hospitalización.

Ahora bien, ¿qué sucedería si en vez de perder esa evidencia, que nos permite
estar en la sociedad, comenzáramos a desconfiar de ella; si la creencia en el
sentido establecido cayera? Un día podríamos despertarnos, sentirnos inquietos,
incluso temerosos, pensar que algo está por ocurrir. Luego, entender que, por
alguna razón, esa vieja taza se encuentra allí para que la veamos. Y no por
casualidad cruzarnos con ese habitante de la casa que nos mira y sonríe de
manera extraña.

Reflexionar unos instantes sobre ese encuentro, intentar precisar qué sucede,
comprender que detrás de esa sonrisa hay una intención oscura. Al final del día
nos surgiría una idea: alguien quiere nuestro mal. Esto es lo que ocurre en la
psicosis llamada paranoica, es decir, aquellas personas que tienen, parafraseando
a Sérieux y Capgras3, ese giro singular del espíritu que hace calibrar las
coincidencias y codificar lo imprevisto.

El mundo les hizo un guiño de ojos y, para calmar lo inquietante de esa seña,
deben descifrarlo. En busca del origen del mal descubren que aquellos
integrantes del entorno familiar —vecinos, amigos, jefes, hijos, profesores,
etcétera— pueden volverse hostiles. El paranoico padece de esa manera el
vínculo con los otros. Como víctimas de la maldad del mundo, estas personas
demuestran que toda creencia en el otro tiene su cara contraria. Desconfiados,
suspicaces, asociales, perseguidos y cautelosos, saben que los demás pueden
volverse enemigos.
¿Cómo se convive con la maldad del mundo? ¿Cómo se logran establecer lazos
más vivibles y menos problemáticos? Algunos, como el filósofo Jean-Jacques
Rousseau, necesitaron instaurar las bases para una sociedad más justa, menos
corrupta, es decir, más soportable. Otros, solo permanecieron en el camino
incansable de la querella o en la planificación de un acto contra la injusticia
cometida por el perseguidor. Muchos que, en lo insoportable del daño,
arremetieron agresivamente contra sus adversarios, no renunciaron a sostener
una posición de inocencia frente a la sanción social.

Un ejemplo: un paciente indignado y enfurecido por su traslado a una guardia de


salud mental por golpear con brutalidad a su hermano, exigió que se le explicara
por qué él debía realizar tratamiento si era su familiar, quien desde hacía tiempo,
tramaba cómo matarlo. En definitiva, todos ellos nos enseñan que detrás de las
reglas del juego podría haber otras.

Es con la locura —psicosis4— que la creencia de que la sociedad existe puede


ser cuestionada. Se puede estar fuera o dentro de la sociedad, por así decirlo. Se
puede perder su evidencia —como en la ilustración del cuadro esquizofrénico de
Blankenburg— o se puede desconfiar de ella suponiendo otra realidad por detrás
como en la paranoia. Incluso la sociedad puede reinventarse. Testimonio cabal
de esto es El contrato social de Rousseau.

Podemos, en definitiva, suponer que la sociedad no siempre se presenta como


algo ya dado, como un todo, como una. Que sea una, que podamos hablar de la
sociedad en singular no se sostiene sino de una creencia: la del sentido común.
Este último podemos emparentarlo con lo que el psicoanalista Jacques Lacan
explicó sobre la palabra rutina. La rutina es descripta como aquello que permite
que los significados poseídos conserven siempre el mismo sentido: «En
cualquier parte adonde lo lleven, el significado encuentra su centro»5, dirá
Lacan.

Es decir, nos movemos por el mundo con cierto background de significación6


que nos permite interpretarlo. Es por eso, que sabemos para qué sirve una taza,
por qué hay que lavarla, qué opinión dar en una conversación, por qué sonríe
alguien con el cual convivimos, y así. El sentido es otorgado por el sentimiento
que tiene cada quien de formar parte de su mundo, de su familia, de sus
prójimos, de todo lo que lo rodea.

La rutina implica un lazo de familiaridad y de naturalidad con la sociedad al


garantizar dicho sentimiento. Además, nos indica el camino a seguir, la manera
en cómo hacemos las cosas y cómo nos relacionamos, instala nuestras
costumbres. En la locura el sentido común resulta cuestionado, por eso Lacan7
aconsejaba a los jóvenes profesionales no precipitarse en comprender al loco, es
decir, no obturar su discurso con la ilusión del sentido, más bien interponer una
pregunta.

Si la sociedad como un todo puede ser una ilusión podemos afirmar que existen
diferentes maneras de vincularse con los otros, con las cosas, con el cuerpo y con
el lenguaje. A estas modalidades las llamaremos, desde la perspectiva del
psicoanálisis, «lazos sociales». En suma, la sociedad no es otra cosa que la
familiaridad con el mundo silenciosamente percibida. Hay lazos sociales, en
plural. Se puede estar fuera o dentro de ellos. Son los vínculos que nos permiten
habitar lo que llamamos la sociedad. Las psicosis, por su parte, enseñan que los
lazos que nos unen, al mundo y a los otros, no son más evidentes sino cuando se
deshacen.

Sin palabras

En toda cultura los discursos establecen modalidades de vincularse con los otros,
con el cuerpo, con el lenguaje, con el mundo. Hay modelos de parejas, de
familias, de gobiernos, de educación; hay también maneras socialmente
aceptadas de hablar, de usar el cuerpo e incluso imágenes sobre el cuerpo ideal,
maneras de comportarse, etcétera. Son los usos y costumbres que nos permiten
sentirnos parte de esa sociedad compuesta por diversas convenciones, que se
inscriben en determinados discursos.

Lo interesante es que dichos discursos, que establecen los lazos, no necesitan ser
pronunciados explícitamente. No obstante, constituyen los pilares de la realidad
en la cual nos movemos y sostienen el mundo. Son, al decir de Lacan, discursos
sin palabras8. El autor explica, en su seminario conocido como «El seminario de
los cuatro discursos»9, que no hace falta la palabra pronunciada para que nuestra
conducta o actos se inscriban en ciertos enunciados primordiales, que sin ser
evidentes conducen nuestra acción. Podríamos decir que aún ignorando el guion
de la película la actuamos.
Los lazos sociales establecidos por los discursos se sostienen en un marco de
desigualdad. Se trata de la presencia de una disparidad que constituye la esencia
de dichas modalidades de relacionarse. Hegel10 nos ayuda a entender esa
asimetría fundamental. Este gran pensador describe el vínculo entre el Amo
antiguo y el Esclavo. El lazo de dominación existente entre ambos instala la
desigualdad. Sabemos que cuando se gobierna alguien da las órdenes y otro
obedece. A la dialéctica establecida entre ambos Lacan la llamará Discurso del
Amo. Hay, por lo tanto, en un discurso lugares diferentes, ocupados por el que
domina y el que es dominado, que establecen formas de pareja.

De este modo, para los que se adecuan a un discurso, la realidad queda ordenada
en base a lo que, por ejemplo, aquel que ocupa un lugar Amo dictamina. Hay en
el discurso palabras fundamentales —significantes amos— que comandan las
identificaciones de los seres humanos: somos trabajadores, docentes, padres,
políticos, médicos, etcétera. Lo social debe pensarse a partir de estas
identificaciones, de los mecanismos que nos permiten vestir nuestro yo11 y
vincularnos con otros. Así, cada uno marcha por la vida con un tempo
determinado discursivamente: trabajamos tantas horas, estudiamos, dormimos,
somos padres, amigos, compramos de modo compulsivo las novedades
tecnológicas del mercado, etcétera.

La vida se nos hace comprensible a través de nuestra inserción en un discurso12


y nuestro cuerpo sigue el ritmo de sus agujas. Sin darnos cuenta nos dejamos
llevar por el camino trazado en el cuerpo: nos cansamos, disfrutamos, nos
aislamos, nos vinculamos, descansamos, sufrimos, consumimos, agredimos,
compartimos los mismos placeres, etcétera. El discurso homogeneiza las formas
de estar en el mundo (somos cristianos, músicos, políticos, docentes, etcétera) y
también tipifica las maneras de encontrar placer. Esto último es ilustrado, por
ejemplo, por los objetos de consumo, que actualmente circulan en el mercado.
Pero, no siempre, esas maneras propuestas de satisfacción, a través de estos
gadgets, favorecen el lazo con el otro.

Es conocido el debate teórico-clínico que el avance del Discurso Capitalista13


genera en los profesionales: ¿Qué clase de lazo establece una persona con su
objeto de consumo? ¿El capitalismo establece nuevas maneras de vincularnos?
¿La satisfacción autista con un objeto permite o cuestiona el lazo con el otro?
¿Estar hiperconectados, a través de la tecnología, asegura el lazo social?

Un joven paciente, con diagnóstico de psicosis, menciona no estar preparado


para la vida social. Su amiga virtual amenaza con romper el vínculo si no
concretan un encuentro físico. Pero él prefiere este tipo de lazo cibernético
porque logra, así, velar la mirada del otro, borrar un mensaje en caso de
equivocarse y tener tiempo para contestar cualquier demanda que se le dirija.
Sabe muy bien que la comunicación en la vida real, como él la llama, es muy
diferente. Si bien lo virtual ocupa gran parte de su día, sin embargo, es la manera
que encontró de no girar literalmente alrededor de una columna para pasar el
tiempo y poder así establecer un diálogo con otros.

Nos advierte que encontrarse en presencia de ella lo dejaría paralizado, sin


palabras, como ya le ha ocurrido en otras situaciones. Podemos preguntarnos si,
por ser virtual, el vínculo con el otro sería un pseudolazo o más bien otra manera
de entablar una relación. ¿Qué funciona como partenaire del paciente, la
computadora o la amiga virtual? ¿Hay lazo social sin encuentro entre los
cuerpos?

El discurso intenta dominar esa dimensión del placer propia del ser humano y
que, como veremos, siempre tiene su más allá. Los modos típicos de satisfacción
entre las personas o entre ellas y sus objetos constituyen, entonces, el
componente libidinal de todo discurso14. Ahora bien, desde la teoría
psicoanalítica no siempre la satisfacción coincide con el placer. El ser humano
suele perseverar en situaciones que le causan malestar. Sabe que de seguir por
determinados caminos solo obtendrá más sufrimiento y, pese a todo, algo insiste
más allá de su voluntad y hasta las últimas consecuencias. Se trata de un circuito
que va del placer a su más allá, hasta esa sorprendente paradoja, señalada por
Freud, de obtener satisfacción en el malestar15.

No siempre queremos nuestro bien. Muchas veces nos convertimos en nuestros


propios enemigos. Desde la perspectiva del psicoanálisis, Freud demostró que
somos esclavos de nuestras pulsiones y no sabemos a priori quién será ganador
en la eterna lucha entre Eros, amor, vida y Thánatos, muerte16. Lacan retoma, en
su teoría del lazo social, este circuito libidinal freudiano, que denomina goce,
interesándose así por los modos que el mismo adquiere según la época.

En resumen, el discurso se constituye en una estructura17 con lugares a ocupar,


por lo que podemos decir que los lugares arman lazos y que los lazos son
vínculos libidinales. Veremos más adelante cómo es necesaria una modificación
de ese componente pulsional para que haya vínculo social.
La experiencia de un análisis, el relato que de nuestras vidas construimos frente
a otro, donde descubrimos que el mal —satisfacción paradójica— existe en
nosotros, también será entendido por Lacan en términos de discurso. Así, el
discurso del analista será el lazo transferencial entre un analista y un analizante.
Es allí que existe la oportunidad de saber a qué Amo respondemos, qué
significantes permiten nuestro anclaje en el mundo, qué lazos nos sostienen y
cuáles nos provocan sufrimiento. El discurso analítico cuestiona los significantes
amos que sostienen nuestras identificaciones: soy madre, padre, amigo,
estudiante, etcétera. En este sentido, se constituye en el reverso del Discurso del
Amo.

Cuatro discursos, cuatro maneras establecidas que adquiere el lazo social, cuatro
modalidades de armar pareja. ¿Hay otras? Sí. Lacan advierte que podría haber
diversificado más sus fórmulas de los discursos18. Sin embargo, veremos que no
se trata solo de considerar la posibilidad de más discursos, sino de pensar si todo
lazo social es necesariamente discursivo.

Conviene aclarar que la teoría de los discursos indica lo que en ese momento
Lacan entiende por lazo social, de ahí la importancia de dicho seminario para
este tema. Sin embargo, la definición del lazo social a través del concepto de
discurso correrá el riesgo de dejar a las psicosis por fuera de esa equivalencia,
como explicaremos más adelante. Por eso, diremos que dicha teoría es solo un
momento de la enseñanza de Lacan que no agota la conceptualización de los
lazos sociales y menos aún su relación con las psicosis.

No siempre todo marcha

¿Puede una persona orientarse siempre por el camino indicado por el discurso?
En determinados momentos de la vida la emergencia de un malestar, en tanto
sufrimiento psíquico, impide seguir el circuito asegurado. Desde la teoría
psicoanalítica a eso llamamos síntoma. Padecer un síntoma puede impedir
trabajar, relacionarse, hablar, estudiar, enamorarse, encontrarse en espacios
abiertos, caminar solo por la calle, etcétera. El síntoma no se adapta al orden
social propuesto por el Discurso del Amo, no cumple con sus normativas. Se
pone en cruz en nuestra vida, impidiendo que las cosas marchen, o como bien
desarrolla Lacan al retomar el lazo hegeliano:

[…] que anden en el sentido de dar cuenta de sí mismas de manera satisfactoria,


satisfactoria al menos para el amo, lo cual no significa que el esclavo sufra por
ello de ninguna manera ni mucho menos; el esclavo en este asunto está en jauja
mucho más de lo que piensa […]19.

Con el síntoma no solo vemos obstaculizado el ritmo de nuestra existencia, sino


que en ese malestar que nos absorbe encontramos alguna satisfacción, quizás
demasiada como para abandonarlo. Incluso desconocemos, al igual que el
esclavo, lo que está en juego. Pero no solo la psicosis, como se ha creído, puede
quedar «fuera de discurso» y del lazo social sino también el síntoma
neurótico20. Fue Freud quien afirmó que la neurosis vuelve asociales a sus
víctimas21 y que a través del análisis los síntomas podrían descifrarse, arribar al
sentido ignorado de los mismos, lo cual detendría el sufrimiento.

Así y todo, hoy en día muchas personas presentan dificultades para rodear con
palabras el malestar que los conduce a consultar a un profesional de la salud. Es
característica la ausencia de relato, de interrogación profunda, de historización y
de elaboración que obstaculiza el tratamiento por la palabra. Ni sueños, ni
lapsus, ni olvidos que puedan descifrarse; más bien la presencia de conductas
impulsivas, compulsivas o riesgosas para la vida (consumo de tóxicos, intentos
autolíticos, comportamientos agresivos hacia terceros, entre otros). En la batalla
pulsional, la tendencia más mortífera silencia la palabra y lleva la delantera.
¿Podría haber algún cambio en ese modo de existencia? ¿Un tratamiento podría
incidir en la disputa entre la pulsión de vida y la pulsión de muerte?

La sociedad arma y desarma los lazos, los propicia o los destruye22. Es bien
conocido el papel que el discurso capitalista juega en los vínculos en nuestro
tiempo. Consumos, guerras, segregación, violencia: Eros y Thánatos compiten
ahora en el escenario social. El vínculo con los objetos del mercado ha logrado
sustituir el lazo con los otros y la falta de referencias identificatorias que
servirían de brújula para sostener un proyecto de vida. La tiranía de los objetos
nos empuja insistentemente hacia la satisfacción individual. Atrapados en un
circuito infernal, siempre a punto de obtener el último modelo mejorado de un
objeto, confirmamos que la felicidad no existe.

Sin embargo, aparecen nuevas maneras de vincularse. ¿Quién hubiera imaginado


en otro tiempo que alguien con dificultades para entablar relaciones personales
—como el paciente mencionado— pueda conectarse durante horas a una pantalla
y chatear con desconocidos, quizás con el mismo síntoma, a los cuales calificará
de amigos? No obstante, no es seguro que encontremos aquí alguna versión de
pareja como hemos visto en los lazos discursivos. Desde la destrucción de los
lazos a la fragilidad de los vínculos virtuales, el capitalismo ha incidido
decididamente en los modos de relacionarse. Lacan advertirá que nuestro Amo
moderno será encarnado por el capitalismo. Por ello, cabe insistir entonces, una
vez más, que la fragilidad del lazo social no se ubica solo del lado de la locura.

Cada uno inventa lo que puede

¿Qué significa tener un cuerpo? A diferencia del animal, el ser hablante nace con
un organismo biológicamente inmaduro —ni siquiera puede mantenerse de pie—
pero, es en el encuentro con el lenguaje que comienza la historia de nuestro
cuerpo. Entonces, podemos decir que no nacemos con un cuerpo. Si la
prematuración biológica nos caracteriza, la idea de tener un cuerpo se anticipa y
la compensa. Reconocemos nuestra imagen en el espejo23. Asumimos dicha
imagen como propia y es esa unidad corporal imaginaria la que nos hace olvidar
lo inacabado de nuestro organismo. Sin embargo, sin el sostén de alguien, del
cual necesariamente dependemos, dicha unidad sería imposible. Son los
personajes de nuestra historia los que encarnan el lugar del cual parten las
palabras, miradas y deseos que nos sujetan. Sin otra alternativa más que
someternos, comprobamos que ese mundo simbólico nos antecede. A ese sitio
Lacan lo denomina Otro con mayúscula.

Tomemos, por ejemplo, la relación madre e hijo. Es la madre quien encarna ese
Otro primordial. En dicho lazo prevalece, en el mejor de los casos por supuesto,
una relación de cuidado. Ella es quien alimenta al niño, lo baña, lo acaricia, lo
sostiene al caminar, le habla, lo mira y le permite mirarse. Dicho vínculo
constituye la historia libidinal del cuerpo del niño: qué caricias le gustan, qué
tono de voz lo asusta y cuál lo calma, qué imagen de sí mismo le devuelve la
mirada de la madre.

El edipo freudiano no es otra cosa que dicha historia de amor y la satisfacción


obtenida por esos cuerpos, la cual es finalmente limitada por lo que nuestro autor
conceptualizó como función paterna. Así, la prohibición del incesto, presente en
cada cultura, determinará las formas establecidas de vincularse. ¿Qué es un
padre? es la pregunta que recorre, junto a otras, la obra de Freud y que Lacan
retoma en término de un concepto: el Nombre del Padre.

Alguien en posición paterna permite inscribir ciertos lazos. Por ejemplo:


establece un vínculo entre hombre y mujer, entre padre e hijo, ubicando así al
niño en una genealogía. El padre entonces, desde el psicoanálisis, nos inscribe en
el lazo social «al que se someten los cuerpos que, a este discurso, loabitan»24.
Estar en el discurso establecido con sus modos de vincularse, habitarlo, supone
encontrarse con otros cuerpos. Pero, ¿qué pasaría si dicha función paterna no
operara? ¿Cómo podríamos armar lazos? ¿Cómo podríamos resolver los
problemas del cuerpo —sexualidad, muerte, etcétera— sin su auxilio? Los
avatares de la historia edípica se leen, entonces, en las marcas dejadas en cada
cuerpo y sus lazos sociales. A diferencia de la neurosis, la operación paterna no
opera en la psicosis. A dicha falta Lacan la denominó forclusión del Nombre del
Padre.

Dijimos que estar en el lenguaje nos otorga un cuerpo, por eso desde la
perspectiva del psicoanálisis el cuerpo es algo que se tiene. Sin embargo, ¿es tan
seguro que todos tengamos uno? ¿Se puede estar en el lazo social sin un cuerpo?
Dentro del campo de la psicosis, la esquizofrenia ha mostrado distintas
dificultades a nivel del cuerpo. Diferentes fenómenos clínicos han sido
descriptos por la historia de la psiquiatría que ha dado testimonio de este
conflicto que la diferencia de la paranoia25.

Ciertamente los síntomas de la esquizofrenia han sido ubicados dentro de una


consideración deficitaria de la locura26, empero, las soluciones encontradas por
los pacientes al problema del cuerpo nos alejan rápidamente de esta mirada. Un
joven, de diecisiete años, con diagnóstico de psicosis esquizofrénica, consulta
por la sensación de incomodidad que le produce saber que, cuando camina por la
calle, la gente mira su cuerpo. Dichas miradas traspasan su vestimenta y captan
aquello que intenta ocultar: su delgadez extrema. Recuerda no haber estado
nunca conforme con su cuerpo, sin embargo, identificado a su delgadez
encuentra un apodo para firmar los dibujos que hace: Hueso. Sentirse muy flaco
y, por lo tanto débil, motiva su aislamiento social. Es así como decide dejar el
colegio y permanecer en el cuarto de su casa buscando una solución.

En sus intentos por superar la situación resuelve experimentar con su cuerpo,


someterlo a una serie de pruebas. Comienza a consumir drogas y evaluar los
diferentes efectos. Mientras la cocaína le produce más energía y vitalidad, el
alcohol le facilita establecer contacto con los otros. No obstante, el efecto
transitorio de la sustancia no impide que el malestar retorne. Decide, por lo
tanto, ir a la consulta con un profesional. Durante el transcurso de sus entrevistas
despliega lo que podemos llamar su invención: una serie de ejercicios físicos que
deben realizarse en cierto orden para luchar contra la debilidad y delgadez
corporal.

En cada sesión conversa sobre el efecto del entrenamiento físico, se siente más
ágil, sabe qué músculos son ahora más fuertes. Ha encontrado una solución a su
malestar corporal y decide volver al colegio. Por el contrario, otro joven, con
igual diagnóstico, se encuentra imposibilitado de resolver la sensación corporal
que lo invade. Siente que el cuerpo se desintegra tal como cae un puñado de
arena al abrir la mano. Muy a menudo lo vemos acostado en un banco del
hospital, donde realiza tratamiento, con sus ojos cerrados. Con esa postura
intenta dominar la relación de ajenidad con el cuerpo. Es alguien que se siente
fuera de su cuerpo. Cuando dicha sensación se detiene, entonces, se levanta y
logra integrarse al grupo de musicoterapia.

Para caminar hay que tener un cuerpo, sin ese descanso seguiría siendo un
puñado de arena. En ese pequeño relax encuentra la manera de ligarse de nuevo
a su cuerpo, es decir, inventa la forma de tener uno. En dicho grupo hay otra
paciente cuyo estado de ánimo alterna entre la alegría y la tristeza extremas.
Tiene una inquietud corporal permanente y encuentra una manera de sentarse
poco convencional pero efectiva. Sentada en una silla cruza sus piernas como si
estuviera por meditar, así logra, según relata en una entrevista con la analista,
calmar el movimiento que la asalta y participar de la actividad junto a otros.

En otros pacientes, no es todo el cuerpo lo que se vuelve extraño, sino uno de sus
miembros. Una joven decía que debía controlar la mano, porque ella hacía lo que
quería y, para evitar que pasara a la acción golpeando a sus compañeros de
colegio la sujetaba con la otra mano que sí le obedecía. Esta paciente permanecía
así cruzada de manos y, ese cruce, es lo que habilitaba adueñarse de su cuerpo,
tenerlo. Si lo bizarro de estas posturas se distancia del buen uso que el discurso
—a través de la educación— impone al cuerpo, es porque la psicosis demuestra
que también se puede tener uno más allá de lo establecido. Para estar en el lazo
social todos nuestros pacientes necesitaron tener un cuerpo.

Hay personas que no pueden orientarse por los modelos sociales propuestos para
relacionarse, pese a todo, tienen pareja, hijos, trabajan, hacen deportes,
mantienen un diálogo, escriben, circulan por la sociedad con mayor o menor
destreza que otros. ¿De qué manera logran enlazarse a los otros, tener un cuerpo
y usar el lenguaje? Mientras algunas personas se auxilian en los discursos
establecidos27, aquellos sostenidos por la función del padre, otros, en cambio,
requieren de una invención28 frente a los problemas que la existencia plantea.

Hemos visto como uno de esos dilemas puede ser nuestro propio cuerpo. Hay
pequeñas o grandes soluciones, como también la imposibilidad de inventar. Esta
ausencia de solución deja a la locura sumergida en su propio infierno. Las
respuestas singulares, como los trajes a medida, no sirven para todos. Algunas
duran toda la vida mientras que otras, quizás, solo el tiempo que otorga el
descanso en un banco del hospital. Cada uno inventa lo que puede. ¿La sociedad
podrá aceptar esas modalidades no establecidas de hacer lazo? ¿Qué sociedad
para la locura?

¿Qué nos une y qué nos separa?

La multitud no asegura el lazo

En las instituciones de salud mental hay lugares comunes donde circulan y se


encuentran los pacientes: el comedor, las habitaciones, los parques, los talleres
donde se realizan actividades, las salas de espera, etcétera29. Sin embargo, ¿estar
junto a otros asegura el vínculo? ¿Es lo mismo una multitud de personas que el
lazo social? ¿Hay algo en común que vincule a esos pacientes? Incluso la locura
no siempre es un rasgo común al cual identificarse. Es habitual escuchar decir a
los pacientes, con respecto a sus compañeros de internación, que son los otros
los que están locos. Karl Jaspers, psiquiatra y filósofo, observaba que algunos
suelen darse cuenta de la perturbación mental cuando afecta a los demás, pero no
cuando les aqueja a ellos mismos. Así, procuran rehuir al trato con los demás
pacientes30.

Entonces, un conjunto de personas, una multitud, podría ser lo mismo que un


montón de granos de arena. La multitud, en definitiva, no asegura el lazo31.

Podríamos creer que por naturaleza somos seres sociables, imaginar que una
especie de instinto nos lleva a relacionarnos con otros y obtener así alguna
satisfacción. No obstante, esto no es tan seguro. Nada más alejado para el
hombre que ese programa predeterminado con el que sí cuenta el reino animal.
No existe en el ser hablante, como nos enseña Freud, ningún instinto gregario32.
Por el contrario, el ser humano conoce una fuerza constante que lo habita y que
Freud denomina pulsión, trieb.

La finalidad principal de la pulsión es la búsqueda de satisfacción que, como


bien señalamos antes, no siempre coincide con el placer. Recordemos que el
goce —satisfacción paradójica— no se confunde con lo agradable o lo bueno.
Ahora bien, dicha búsqueda se presenta con un funcionamiento acéfalo, es decir,
no comandado por nadie. Es así como somos esclavos de nuestras pulsiones que
funcionan más allá de nuestra voluntad. Por ejemplo, es frecuente escuchar en
pacientes con consumo de tóxicos, que no pueden detener dicha conducta, aún
advirtiendo el inminente riesgo de vida que la misma conlleva.

La explicación a lo compulsivo de la adicción se resume en la frase: «el cuerpo


me lo pide», que da testimonio de un funcionamiento puro del goce. Justamente,
desde la teoría freudiana, el cuerpo propio aparece como la sede principal de la
búsqueda de goce. ¿Tendría efecto un discurso que apelara a la voluntad del
paciente para detener lo compulsivo?

No hay nada natural en el ser humano que tienda a obtener dicha experiencia de
satisfacción en el encuentro con un partenaire. Ejemplo de esto es el relato de un
paciente que afirma caminar por la calle de la mano de una botella de alcohol y
no de una mujer. Si el goce en el ser hablante se nos presenta en su versión más
autoerótica, entonces, la pregunta queda planteada: ¿Cómo es posible el lazo
social si la pulsión se satisface sola? Si el lazo con el otro no está de entrada, si
no existe un instinto que nos indique cómo unirnos a los demás, ¿cómo podemos
renunciar parcialmente a la obtención de satisfacción en nuestro cuerpo para
encontrarnos con otros?
Neurosis y psicosis, ambas, enfrentan ese lazo faltante. Que al principio no haya
lazo constituye un imposible en el sentido de la lógica. Sin embargo, hay
distintas maneras de armar vínculos como veremos a lo largo de este libro. La
pulsión es, entonces, el concepto fundamental que nos permitirá entender qué
nos une y qué nos distancia entre nosotros. A su vez, con ella, el psicoanálisis
realiza su aporte original sobre el tema diferenciándose de cualquier otra mirada
teórica sobre los vínculos sociales.

¿Qué nos une?

En el texto Psicología de las masas y análisis del yo Freud construye lo que


podríamos llamar una teoría del vínculo social. Es de destacar que en la
introducción misma, observa que la psicología individual es simultáneamente
social o de masas, en el sentido de que el ser humano singular sostiene vínculos
con otros. Podemos decir, desde Freud, que esta psicología social o de masas
estudia al individuo en sus relaciones con los demás, dentro de instituciones,
pueblos, castas y demás colectivos que componen lo que denominamos la
sociedad. ¿Qué une a los individuos entre sí? ¿Existe un alma colectiva33? Estas
preguntas recorren el escrito freudiano y le otorgan una vigencia capital para
entender nuestro tema.

Si una multitud no supone ningún vínculo entre aquellos que la componen, si


nada en común los une34, en cambio, la relación a los demás implica una lógica,
un determinado modo de funcionamiento. La libido es el concepto que le
permite a Freud explicar por qué es posible el vínculo entre las personas. Los
lazos freudianos son, entonces, vínculos libidinales y la libido es la energía
cuantitativa, no medible, de las pulsiones amorosas35.

Lo que nos une es el poder de Eros o pulsión de vida. Para Freud, la historia de
una sociedad y la biografía singular están regidas por una lucha de fuerzas que
constituyen el dinamismo pulsional. Eros y Thánatos vuelven paradójica la
condición humana. Estamos atravesados por la pulsión, de vida y de muerte.
Vemos así como el lazo social supone una tensión, una dialéctica que lo sostiene
y, al mismo tiempo, lo amenaza con la destrucción. ¿Quién gana la batalla? A
veces, como diría Paul Auster: «La vida se convierte en muerte, y es como si la
muerte hubiese sido dueña de la vida durante toda su existencia»36. Igualmente,
una advertencia recorre otro de los textos freudianos, nos referimos a El malestar
en la cultura. Allí el autor nos alerta sobre un resto que permanece indestructible
y difícil de regular: la pulsión de muerte. El lazo social, entonces, supone una
paradoja, la tensión antes mencionada, y esta misma es lo que constituye para
nosotros el aporte decisivo del psicoanálisis sobre el tema.

El alma colectiva

En la teoría de Freud, la identificación aparece como la más temprana relación


afectiva con otro. Es a través de ella que accedemos al vínculo social. La misma
representa el interés de querer ser como aquel al que se toma como modelo37.
Desempeña un papel en la prehistoria edípica38: el niño toma a su padre como
ideal y tiende a configurar al yo propio a semejanza del otro. A nivel de las
lógicas colectivas también este concepto explicará nuestros lazos.

Dos instituciones con un rol central en dicha época servirán de ejemplo: Iglesia y
Ejército. Un colectivo de personas, una masa, es para Freud: «como una multitud
de individuos que han puesto un objeto, uno y el mismo, en el lugar de su ideal
del yo, a consecuencia de lo cual se han identificado entre sí en su yo»39. Es así
que, teniendo todos el mismo Ideal, es decir, un idéntico vínculo con el objeto
que lo encarna, los individuos de la masa pueden identificarse entre ellos40.
Dicha identificación, recordemos, supone declinar el interés sexual.

No es lo mismo querer ser como alguien a querer tenerlo sexualmente. Al desvío


de dicho interés, es decir, del fin de la pulsión sexual, Freud lo denomina
sublimación. Verbigracia, un circuito libidinal se establece con una doble ligazón
afectiva. Por un lado, entre los miembros de la masa con el conductor y, por el
otro, entre dichos miembros. Tomemos el ejemplo de la comunidad religiosa. En
ella el jefe, Cristo, tiene la característica de amar a todos los integrantes por
igual; la comunidad cristiana es, por lo tanto, como una familia con lazos
fraternales entre sus miembros. Esa ligazón de cada uno con Cristo es la causa
del lazo entre todos. Existen dos ligazones libidinosas, de cada individuo con el
conductor y secundariamente, de cada individuo con los otros. Lo importante a
situar es que los lazos, para constituirse, suponen determinado tratamiento
pulsional, en este caso la mencionada sublimación. El ejemplo de lo exigido por
la Iglesia —y también por el Ejército—, da cuenta de esto: la relación amorosa
entre hombre y mujer queda excluida de estas organizaciones.

En capítulos posteriores veremos cómo en las psicosis los lazos sociales también
dependerán de las condiciones libidinales en juego y será a través de la
identificación que la locura podrá insertarse en la sociedad. Añadiremos aquí un
sentimiento que no depende del armado del lazo sino de su ruptura: el pánico.
Tomemos por ejemplo al Ejército: cuando el jefe es destituido en su función los
individuos entran en un estado de angustia y pánico. Este estado es propio de la
ruptura de los vínculos entre ellos que protegían frente a los peligros y no de la
magnitud del peligro al cual se enfrentan. En este sentido dirá Freud:

La pérdida en cualquier sentido, del conductor, el no saber a qué atenerse sobre


él, basta para que se produzca el estallido de pánico, aunque el peligro siga
siendo el mismo, como regla, al desaparecer la ligazón de los miembros de la
masa con su conductor desaparecen las ligazones entre ellos, y la masa se
pulveriza como una lágrima de Batavia a la que se le rompe la punta41.

Vemos aquí que el conductor de una masa tiene un papel fundamental tanto en el
armado como en su disolución. Tal como la gota de cristal fundido, lágrima de
Batavia, que al contacto con el agua fría se templa y toma forma, la masa se
mantiene unida, pero si el conductor no está, la masa se desarma como cuando la
gota quiebra su punta y se reduce al polvo.

El hombre enemigo de sí mismo

El malestar en la cultura de Freud es una de las obras del siglo XX


imprescindibles para comprender la sociedad humana. El autor capta, más allá
de cualquier relativismo histórico y sin desmerecer el mismo, una de las
características propias del ser humano: su dinamismo pulsional. Este
descubrimiento le otorga al texto una vigencia actual inigualable. Son ya
conocidas las tres fuentes propuestas por Freud sobre el sufrimiento humano
presentes en toda cultura: la fuerza de la naturaleza, la fragilidad de nuestro
cuerpo y el carácter conflictivo de las relaciones con nuestros semejantes.

Este último malestar aparece como uno de los problemas fundamentales de los
hombres en sociedad. Sin embargo, es a lo largo del texto que descubrimos una
cuarta fuente que relativiza dicha afirmación y se convierte en la clave para
comprender la fragilidad de los vínculos. Lo interesante es que de todas las
causas de padecimiento esta nos acecha desde nuestro interior convirtiéndonos
en enemigos de nosotros mismos. Somos así esclavos de una fuerza demoníaca
que explica nuestra tendencia a la autodestrucción y que Freud denominó
pulsión de muerte. Así, esta inclinación constituye el obstáculo principal al
vínculo con los otros. ¿Puede la cultura dominar la pulsión de muerte? ¿Puede el
hombre luchar contra sí mismo?

La cultura es el conjunto de normas que nos distancian de nuestros antepasados


animales y que sirven a dos fines: la protección frente a la naturaleza y la
regulación de los vínculos entre los hombres. A través de la prohibición del
incesto, la ley y las costumbres, limita los fines pulsionales sexuales de hombres
y mujeres, de ahí la hostilidad que contra ella genera. Debe sustraer a la
sexualidad un gran monto de energía para otras metas, se trata de un proceso de
redistribución libidinal que permite a la cultura cumplir sus fines. La cultura
promueve vínculos de identificación entre pares, vínculos amistosos, regulando,
así, el desarrollo libidinal desde la infancia hasta la adultez. Si no existiera un
intento de ordenar esos vínculos, cada individuo buscaría satisfacer sus intereses
y mociones pulsionales mediante la imposición de su fuerza física:

Acaso se pueda empezar consignando que el elemento cultural está dado con el
primer intento de regular estos vínculos sociales. De faltar ese intento, tales
vínculos quedarían sometidos a la arbitrariedad del individuo, vale decir, el de
mayor fuerza física los resolvería en el sentido de sus intereses y mociones
pulsionales42.

Como hemos ya reflexionado la pulsión busca satisfacción y esto no implica


necesariamente hacer lazo con otro. Para que haya lazo esa satisfacción no puede
realizarse completamente. Diremos, entonces, que tanto la posibilidad como la
ruptura del lazo social dependerán del recorrido libidinal en juego, es decir, de
los destinos pulsionales.

Es interesante resaltar cómo Freud en su texto nos advierte que esa búsqueda de
satisfacción, que implica la libertad individual y se halla presente en cada
cultura, constituye una amenaza a la misma. Por ende, es necesario hallar un
equilibrio entre ambas partes. Sin embargo, el conflicto parece inevitable:

No parece posible impulsar a los seres humanos, mediante algún tipo de influjo,
a trasmudar su naturaleza en la de una termita: defenderá siempre su demanda de
libertad individual en contra de la voluntad de masa43.

Esta versión poco optimista del vínculo social nos hará concluir que su problema
está centrado más en la pulsión que en la psicosis.

La utopía de el lazo social

El ser humano adolece de todo instinto vincular y esto ha sido traducido por
Lacan en términos de no hay relación sexual. Dicho axioma no quiere decir más
que esto: la relación entre los sexos no está establecida de entrada en el ser
hablante. Si al principio nuestra naturaleza es más pulsional que social, el
encuentro con el otro debe inventarse: «Allí donde no hay relación sexual, eso
produce “troumatismo” (troumatisme). Uno inventa. Uno inventa lo que puede,
por supuesto»44. Este juego de palabras entre trou (agujero) y traumatisme
(traumatismo) ilustra ese real al que todos nos enfrentamos.

El no hay relación sexual lo entendemos aquí por no hay lazo social de entrada.
Y es que en el corazón de todos los lazos que inventamos hay uno que falta.
Mientras la neurosis cuenta con la función paterna para orientarse, la psicosis se
ve confrontada a los mismos problemas existenciales sin dicho auxilio. Aún así,
nuestros pacientes logran casarse, tener hijos, estudiar, trabajar, dar clases y
tantas otras cosas. Lacan advirtió que algo, que hace las veces de función
paterna, de referencia o de guía, permite al psicótico orientarse en el camino.

Aquellos que nos abocamos a la clínica de la psicosis hemos descubierto en


distintos sujetos diversas formas de lazos: locuras de a dos, delirios colectivos,
vínculos de pareja, relaciones entre escritores y público, lazos madre e hija,
vínculos fraternos, lazos laborales, maneras de usar el cuerpo y el lenguaje.
Añadiremos aquí —¿por qué no?— la relación de confianza con los
profesionales.

En virtud de lo expuesto, hablar de el lazo social es un idealismo que no soporta


el psicoanálisis. La teoría, esa pretensión universal, está en tensión permanente
con lo particular y lo singular de la clínica. Hay lazos, es decir, uno por uno,
modos singulares de responder frente al real de la no relación sexual.

En el itinerario propuesto por este libro, iremos bordeando las distintas


modalidades que construye un sujeto psicótico para arreglárselas sin el Nombre
del Padre.
¿Por qué el padre?

Un orden social

Llegar a destino

En el capítulo anterior señalamos que en los seres hablantes el lazo social no está
de entrada. El hombre carece de un instinto que le indique cómo vincularse con
los demás, de ahí que deba inventar las maneras de enlazarse a los otros. Pero,
recordemos, que cada uno inventa lo que puede.

Si para relacionarse con otros algunos cuentan con la ayuda del Nombre del
Padre, otros, en cambio, deben lograrlo sin su auxilio. Estos últimos, los
psicóticos, arman lazos sin la función paterna. Sin embargo, en los debates
teóricos sobre el tema dentro del campo freudiano, algunos autores1 han negado
que dichos vínculos fueran auténticos. Solo en el enredo engañoso de una
comparación desventajosa con la neurosis se podría albergar dicha duda. Por eso
nos hemos preguntado si acaso existen pseudolazos en las psicosis. Por el
contrario, qué nos haría suponer que un vínculo fundado en el Nombre del Padre
fuera más sólido.

La actual degradación de la figura paterna, su caída, declinación, deja a muchos


al costado del camino en un mundo sin referencias estables2. Quedar
desorientados en la existencia es el riesgo de vagar en ella sobre el desvaído de
la «carretera principal». Sin embargo, no confundamos el ocaso paterno con su
ausencia radical. En las psicosis dicha falta es denominada, por Lacan,
forclusión del Nombre del Padre o Verwerfung.

El seminario «Las psicosis» y el escrito posterior «De una cuestión preliminar a


todo tratamiento posible de la psicosis» resultan textos claves para comprender
la teoría de la función paterna en la obra de Lacan. En ellos conceptualiza al
padre como una función significante, es decir, simbólica. Si el acto de parir
vuelve a la madre certera, no así al padre. La función paterna —el significante
del Nombre del Padre— no coincide con el rol biológico, es decir, con la función
de procreación del individuo. A través del estudio de Daniel Paul Schreber, una
psicosis con un delirio fantástico, Lacan precisará que la existencia del padre
biológico (Daniel Gottlob Moritz Schreber) no se confunde con dicha función.
El padre de Schreber fue fundador de un instituto de ortopedia en la Universidad
de Leipzig. Fue un educador y reformador social. Escribió la Gimnasia médica
casera donde plasmó sus ideales de salud y sus ideas de cultura física. No se
podría decir, entonces, que como padre no estuvo presente. Quizá demasiado con
su serie de ideales tan rígidos. De todos modos, dejó vacante el lugar del
ejercicio de su función simbólica. A esto Lacan denomina forclusión —
Verwerfung— del Nombre del Padre. La función paterna es comparada con la de
una carretera principal. A diferencia de las carreteras secundarias, la principal,
existe en sí y se reconoce de inmediato. Dicho camino puede conducir a varios
destinos. Por ejemplo hacia las relaciones sexuales de un hombre con una mujer.
El padre posibilita así el acceso del individuo a una posición sexual y al vínculo
con el otro sexo. Además, polariza un campo de significaciones, de sentidos,
para un sujeto3.

Es la libertad de no tener el corsé paterno la que posibilita un mayor margen de


respuesta frente a los problemas que plantea la realidad. Es decir, se trata de
«inventar» a partir de una función vacante y con lo que cada uno tiene a mano4.
Así, las psicosis nos sorprenden con la creación de espacios sociales novedosos.
Recordemos, por ejemplo, a la artista japonesa Yayoi Kusama. Las instalaciones
de su obra se presentan en museos de todo el mundo. Para ella el arte expresa su
vida, en particular, su enfermedad mental. Hoy reside en un hospital psiquiátrico
por voluntad propia. Cuando sale del encierro continúa trabajando en su atelier.
Allí encuentra un refugio para convertir las pesadillas y alucinaciones en objetos
artísticos.

En su tesis de psiquiatría, De la psicosis paranoica en sus relaciones con la


personalidad, Lacan indagó la relación entre la paranoia y la personalidad previa.
Estudió el caso de una paciente paranoica que denominó Aimeé5 por dos
razones. La primera, porque logra examinar a la paciente durante un año y medio
aproximadamente. La segunda, por el carácter particularmente demostrativo del
caso. Se trata de una psicosis paranoica cuyo tipo clínico y cuyo mecanismo
ofrecen la clave de la conexión que investiga en su tesis. Pero no solo se adentró
en un examen minucioso de su patobiografía6, sino que se ocupó en detalle de
sus escritos aislando la singularidad de un estilo al que calificó de sensibilidad
«bovarista»7. Los rasgos de personalidad de la enferma considerados
«virtualidades de creación positiva» se plasmaban en los vuelos de su pluma.
Entre ellos se destacó el platonismo en el amor, el idealismo social, la
comprensión de los sentimientos de la infancia y el entusiasmo por los
espectáculos de la naturaleza. ¿Son estos rasgos de personalidad o el acmé de su
delirio los que impulsan la verdadera voluntad de escribir? Lacan al respecto fue
categórico y contundente:

[…] puesto que Aimeé no consiguió llevar a término lo mejor y más importante
que ha escrito sino en el momento más agudo de su psicosis, y bajo la influencia
directa de las ideas delirantes8.

La relación pretextada entre psicosis y personalidad queda aquí demostrada, lo


virtual se convierte en producción directa gracias al amparo de la psicosis. Cómo
se explicaría si no el regodeo que le producían las palabras de su lengua y el
carácter de urgente necesidad personal de su escritura. A tal punto la psicosis
conlleva un «beneficio positivo» para la paciente, que es con la caída posterior
del delirio que se produce la esterilidad de su pluma. Aimée atenta contra una de
las actrices más apreciadas del público parisiense, Mme. Huguette. Una noche,
en la puerta del teatro Saint-Georges de París, la actriz es abordada por una
desconocida. Atrapada por el odio, Aimée, saca una navaja de su bolso con
intención de agredirla. Mme. Huguette intenta detener el golpe con su mano y
sufre el corte de dos tendones flexores de los dedos. Aimée es entrevistada por el
comisario. Confiesa que la actriz la provocaba y amenazaba desde hacía tiempo.
Además, estaba asociada con un famoso académico que en muchos pasajes de su
libro revelaba sus intimidades. Luego de su declaración es conducida a la cárcel
de Saint-Lazare. Estuvo dos meses presa. Finalmente, será internada en el Asilo
de Sainte-Anne. El peritaje médico-legal que determina la hospitalización no
dudó en objetivar un delirio sistemático de persecución a base de
interpretaciones, con tendencias megalomaníacas y sustrato erotomaníaco. Es en
la clínica de Sainte-Anne que Lacan la observará durante más de un año. De
todos modos, al momento de la internación los temas delirantes quedaron
completamente reducidos. Recordarlos frente al entrevistador la sumergía en la
vergüenza, el ridículo y la pena9.
Para Lacan, estas curaciones inmediatas solo se observan en los delirios
pasionales después de la realización de la obsesión criminal. El delirante,
después del crimen, experimenta un alivio característico, que se acompaña de la
caída inmediata de su sistema delirante10.

Sin embargo, la obra literaria de Aimeé no alcanza el éxito al que arriban otros
escritores. Si da la espalda al estrecho círculo humano en que fracasaba no
puede, de todos modos, dirigirse a una comunidad más vasta que la compense de
su derrota, señala Lacan11. Y esto no se debe, solamente, a la falta de «una
instrucción suficiente de los medios de información» y de «los medios de
crítica»12, en una palabra, la ayuda social.

Si Lacan evoca en su tesis a Rousseau es porque los rasgos de su personalidad se


asemejan con los de su paciente. Ambos escriben. No obstante, se diferencian.
Lacan no duda en describir al filósofo como un «paranoico de genio» y
reconocer su «alto poder de sugestión social»13. Se preguntará qué parte debe su
genio, su capacidad creadora, al desarrollo anómalo de la personalidad, es decir,
a su locura. Su poder de trabajo, su memoria especial, su resistencia a la fatiga,
se constituyen entonces en resortes principales de su talento y oficio, es decir, en
aquello que hace a su genialidad. En consecuencia, es la experiencia
propiamente mórbida —la locura— la que explota las mencionadas cualidades.
Diremos que la genialidad es la psicosis misma.

Como muestra Jean Jacques Rousseau, se puede romper con el discurso común o
establecido de una época e inventar otro modo de pacto social. Sabemos que la
obra del ginebrino ha conmovido a sus lectores e inspirado a los revolucionarios
franceses. Corroboramos, de este modo, que la psicosis no desconoce el lazo
social imperante sino que lo cuestiona, lo ataca, lo denuncia, lo reinventa,
dialoga con él, lo vuelve más soportable. Entender la posibilidad de vínculos sin
el cimiento paterno nos posibilita pensar las psicosis desde las psicosis.

Si bien Aimée con su escritura no llega tan lejos como Rousseau, no obstante,
ambas obras permiten demostrar lo mal fundado de la teoría de aquellos que
piensan a la locura como déficit. Como dirá Lacan, en otro de sus escritos, la
psicosis no da cuenta del «caos coagulado en que desemboca la resaca de un
sismo» sino más bien de una «solución elegante»14.

Además, mencionaremos al reconocido escritor Antonin Artaud, quien también


nos enseña que la genialidad es la locura. En una carta del 20 de mayo de 1944
intenta en vano hacer entender a su psiquiatra, el Dr. Ferdière, que el delirio era
una extensión de su visión poética. El médico desconocía que aquello que
valoraba en él, su poesía, surgía de lo más profundo de su dolor de existir.
Porque el médico distanció la persona de la obra, es que creyó poder curarlo. Sin
embargo, con la serie de eletrochoques que le practicaba atacaba una misma
esencia y, por ende, corría el riesgo de destruir aquello que admiraba. Intervenir
con alevosía sobre el delirio, derrumbar el edificio lógico donde este se yergue
es, necesariamente, a costa de borrar al sujeto responsable de su construcción.
De ahí entendemos el reproche dolido que le dirige el artista: «[…] ¿cómo es que
lo que usted ama en mi obra no logra adorarlo en la persona que soy?»15

Finalmente, no podemos dejar de nombrar cuatro personalidades destacadas


examinadas por Karl Jaspers en su obra Genio y locura16. Nos referimos a
Strindberg, Van Gogh, Swedenborg y Hörderlin. Al autor le interesa indagar la
relación entre la psicosis por un lado, y sus creaciones artísticas, por el otro.

A sus veinte años, luego de fracasar como actor, August Strindberg se percata de
sus dotes literarios. Relata que, un día, acostado, siente una fiebre insólita que
abrasa su cuerpo; la cabeza se pone a trabajar al margen de su voluntad o de su
intervención. Al cabo de unas horas, tenía en su pensamiento la trama completa
de una comedia en dos actos. Nada en la evolución de su psicosis podría
hacernos pensar en una alteración de las facultades técnicas, el talento y la
reconocida inteligencia superior del escritor. Muy por el contrario esta última
facultad del entendimiento se pone al servicio del delirio. No solo la locura
exacerba las características de la personalidad previa17, sino que le brinda
contenido a la creación artística18. Su primer brote psicótico, en 1887, exalta la
misoginia que lo caracteriza inspirándole libros como El padre y sus camaradas.
El segundo, en 1896, modifica su forma de ver las cosas. Es que la fuente de
donde se nutren sus obras no es otra que la experiencia delirante misma.
Refiriéndose también a Swedenborg dirá:

Estos enfermos consiguen a veces describir o representar sus impresiones con


una fuerza expresiva tan fuera de lo común, que infunden como una especie de
corporeidad a lo que pintan o narran; […] sus obras pueden perfectamente
alcanzar un elevado valor cultural19.
No importaría discernir si Strindberg estaba loco o cuestionar la diferencia entre
genialidad y locura20. ¿Quién podría asegurarse de que existe una frontera
clara? En última instancia es Jaspers quien observa que la locura y la cordura
pueden coexisten en el escritor21.

No podemos negar que el alcance extraordinario de una obra se debe, en buena


medida, a la psicosis. Cómo entender si no el hecho de que la clarividencia
telepática y la facultad de recibir comunicaciones del más allá le hayan
permitido a Swedenborg, en este caso, alcanzar la celebridad.

Más allá de las diferencias entre tales genialidades y el análisis de Van Gogh y
Hörderlin, coincidimos con Jaspers en que si no fuera por la esquizofrenia no se
hubieran manifestado nunca como lo hicieron: «Lo que pasa es que lo
demoníaco, que en las personas normales está como amortiguado y disciplinado
[…] en las que no lo son estalla, con una violencia extraordinaria, desde el
momento mismo en que se declara la enfermedad»22. Tal vez solo en el
desquiciamiento total del alma pueda alcanzarse la genialidad verdadera23. Es
innegable que todo aquel que se aproxime a lo extraordinario de una obra de
arte, aprecie las virtudes del artista y vea así conmovido su espíritu, no se
detenga a pensar si en su fundamento anida un desvarío del ser.

Regresando a la tesis de Lacan, él no duda en sostener y defender el alcance


humano que tienen las producciones de la psicosis:

Ciertos espíritus no mediocres han querido que los dominios de la gloria le estén
vedados a la psiquiatría: el mejor de sus argumentos, el que dice que la
enfermedad no puede dar ningún valor espiritual positivo, descansa íntegramente
sobre una concepción doctrinal de la psicosis como déficit, y nosotros
justamente hemos comenzado por demostrar lo mal fundado de semejante
teoría24.

En conclusión, los psicóticos para Jacques Lacan no merecen el desprecio con


que los abruman ciertos autores, por el contrario, se trata más bien de reconocer
el alto valor que pueden tener para una sociedad que sepa utilizarlos25. Al
supuesto déficit de la psicosis, Lacan, opone los dotes intelectuales «nada
mediocres» y cualidades morales «muy seguras», que permiten a estos pacientes
ser maestros de escuela, ayudantes de laboratorio y de bibliotecas, empleados,
capataces, etcétera. Si bien son varias las psicosis paranoicas que encuentran un
escollo en sostener algunos lazos sociales:

[…] apragmatismo sexual en la adolescencia, fracasos matrimoniales, huida


frente al matrimonio, y cuando este se ha realizado, faltas de entendimiento y
fracasos conyugales, desconocimiento de la funciones parentales: tal es el pasivo
del balance social de estas personalidades26.

Inversamente, el plano del rendimiento social y profesional puede contrastar con


el de las relaciones más cercanas:

Estos mismos sujetos, que demuestran unas impotencias de apariencia diversa,


pero de resultado constante, en las relaciones afectivas con el prójimo más
inmediato, revelan en cambio, en las más lejanas con la comunidad social, unas
virtudes de incontestable eficacia. Desinteresados, altruistas, menos encariñados
con los seres humanos que con la humanidad, fácilmente utopistas, estas
características no solo expresan en ellos tendencias afectivas, sino también
actividades eficaces: celosos servidores del Estado, profesores o enfermeras que
verdaderamente viven su papel, empleados u obreros excelentes, trabajadores
tenaces, aceptan con más gusto aún todas las actividades entusiastas, todos «los
dones de uno mismo» que son utilizados por las diversas empresas religiosas, y
de manera general por todas las comunidades, sean de índole moral, política o
social, que se fundan sobre un vínculo supra-individual27.

Teniendo en cuenta las características de los lazos, Lacan reflexiona sobre el


tratamiento terapéutico más apropiado. Considera que las medidas que se tomen
deberán estar a medio camino entre el «aislamiento social excesivo» y las
«tentativas de adaptación demasiado complejas»28. Frente al «cruel aislamiento
moral» que la sociedad moderna dirige a estos pacientes, propone encuandrar a
estos sujetos en una «comunidad laboriosa» con un «deber abstracto». Menciona
así a las comunidades religiosas, políticas, sociales, militantes, asociaciones de
beneficencia, de emulación moral y sociedades de pensamiento. Entiende que
todas podrían ser capaces de tratar con sus reglas las tendencias libidinales
(autopunitivas y homosexuales)29 que descubre en estos pacientes. Leemos en
su tesis que todo abordaje del lazo social en la psicosis implicará un tratamiento
pulsional30. Esta tendencia libidinal del psicótico es encontrada también en la
transferencia con el psicoanalista. Para Lacan es necesario entonces un
aggiornamiento de la técnica.

Solo una sociedad que soporte la interpelación de la locura podrá alcanzar una
interpretación que se califique de digna. No es otro el sendero para hallar la
acción terapéutica más adecuada. Podemos, entonces, volver a preguntarnos:
¿qué sociedad para la locura?

A esta altura de los avances tanto en la teoría como en la práctica clínica con
pacientes psicóticos, consideramos que nuestro esfuerzo profesional debe
precisar cuál es el modo de lazo que le permitirá al paciente aliviar el dolor de la
existencia. En definitiva, de una manera u otra, muchos lo logran. Así podemos
decir que llegan a destino.

Partir del padre

En el texto La familia, Lacan da importancia al complejo de Edipo como un


organizador de los vínculos sociales. La función del padre cobra allí primacía.
No solo instala la prohibición del incesto —represión sexual— sino que habilita
la constitución del superyó:

Esa génesis de la represión sexual no carece, sin duda, de referencias


sociológicas; se expresa en los ritos a través de los cuales los primitivos
manifiestan que esta represión se imbrica con las raíces del vínculo social
[…]31.

La comparación con los ritos culturales indica el componente sexual, libidinal,


objeto de la prohibición. Un padre, entonces, incide en los vínculos libidinales
de una familia. Por ejemplo, prohíbe a la madre como objeto sexual para un hijo.

Ahora bien, si a través de la experiencia tanto el psicoanalista como el sociólogo


pueden reconocer en la prohibición de la madre la forma concreta de la
obligación primordial, igualmente pueden demostrar un proceso real de
«apertura» del vínculo social en la autoridad paterna y decir que, a través del
conflicto funcional del Edipo, ella introduce en la represión un ideal de
promesa32.

El lazo social implica un destino pulsional determinado33, en este caso la


represión. Ahora bien, la función de interdicción tiene también una cara positiva.
No solo hay prohibición sino instalación de un ideal. El padre se erige, así, como
modelo al cual identificarse. La instancia psíquica que incorpora los ideales
familiares y sociales, transmitidos por dicha función, se denomina superyó.
Lacan utiliza en estos años el concepto de imago paterna. Es la identificación
con la imago paterna34 la que dará como resultado la constitución del superyó y
el Ideal del Yo.

De esta manera, una familia constituye un modo de lazo social. Los vínculos
entre sus miembros se ordenan en base a dicha prohibición de goce que los
habilita para la salida exogámica. El padre, entonces, posibilita la «apertura a lo
social». De todos modos, Lacan reconoce en su texto la declinación de su
función a la que hemos aludido antes.

En el seminario «Los no incautos yerran (Les nom dupes errent)», Lacan,


regresa sobre esta afirmación pero en otros términos. Allí encontramos tres
breves párrafos donde postula que el Nombre del Padre se ve sustituido por la
función de nombrar para. Además, agrega que la madre o lo social pueden
ejercer dicha función. Ser nombrado para algo constituye el proyecto de una
existencia. Sin embargo, el orden que se establece sin la nominación paterna se
caracteriza por ser un orden de hierro35.

A nuestro entender la densidad conceptual que se desprende de la brevedad de lo


escrito requiere de mayor investigación, para relacionar el momento histórico y
sus consecuencias en la clínica. Por ejemplo, describir cómo lo social podría
determinar aquellas existencias que parecen regirse por los imperativos de la
época. O, cómo una madre, por sí sola, podría designar el camino a seguir para
un hijo sin el auxilio del decir paterno. Si en un principio era el padre quien
permitía la apertura a lo social, ahora lo social mismo puede tejer la trama de una
existencia más allá de este36.

Sin el padre

En el terreno de las psicosis, no se tratará del ocaso del padre sino de las
consideraciones que llevarán a Lacan, más adelante en su obra, a proponer el
concepto de forclusión. La ausencia de esa función podría confrontar al sujeto
con un goce que, por no estar prohibido, se torna invasor.

Por ejemplo, Andrea, muestra cómo la atmósfera familiar puede desdibujarse


frente al horror de la certeza incestuosa. Fue internada luego de agredir
brutalmente a su hermano. Muy enojada en el momento de su ingreso reclamaba
por qué debía permanecer en el hospital. Hacía unos meses que había
comenzado a sentir que él la miraba distinto. Concluyó al tiempo que ya no era
vista como una hermana sino como una mujer. Cada comportamiento fraterno se
convertía, entonces, en la insinuación de una creciente intención amorosa. En un
estado de desesperación decide golpearlo. Intenta limitar con un acto lo
insoportable del vínculo.

Otro paciente, Miguel, también experimentó el momento en que lo familiar


puede volverse realmente extraño. Creía que alguien lo observaba por el ojo de
la cerradura cuando estaba por irse a dormir. Muchas de las maniobras que
realizaba intentaban esquivar su ser visto. De todos modos, esa presencia
inquietante seguía localizada allí y ocasionaba un insomnio duradero. Al intentar
resolver el enigma, concluyó que esa mirada era la de su padre. Creía que su
familia estaba al tanto de semejante persecución con fines sexuales. Dedujo que
no podía ser hijo de él y que con toda seguridad había sido adoptado con el
propósito de ser abusado sexualmente cuando creciera. Le habían hecho vivir en
una mentira, todo era falso, su familia ya no era verdadera. Lejos de toda duda
reclamaba un análisis de sangre para demostrarlo.

Por el contrario, lo invasivo del goce no interdicto puede localizarse fuera del
ámbito familiar. En su seminario «Las psicosis» Lacan describe la relación
especial de una paciente paranoica con su madre. Este ejemplo es conocido, en
la comunidad psicoanalítica como «el caso marrana», en base a la palabra que
alucina la paciente. Ambas mujeres viven juntas en un aislamiento llamativo:
«las relaciones del sujeto con el exterior se caracterizan más bien por la
perplejidad: ¿cómo se pudo entonces, por chismes, por una petición, sin duda,
llevarlas al hospital? El interés universal que se les concede tiende a
repetirse»37. Madre e hija comparten un único delirio paranoico que testimonia
ser víctima de los amoríos de un hombre casado con una vecina:

[…] tenemos la intrusión de la susodicha vecina en la relación de estas dos


mujeres aisladas, que permanecieron estrechamente unidas en la existencia, que
no pudieron separarse en el momento del casamiento de la más joven, que
huyeron súbitamente de la dramática situación que parece haberse creado en las
relaciones conyugales de la joven, debido a las amenazas de su marido, el cual,
según los certificados médicos, quería, ni más ni menos, cortarla en rodajas38.

Si el mundo para ellas es esencialmente femenino no se debe a la hipótesis


freudiana de la fijación homosexual que está en la base de las relaciones
sociales, dirá Lacan. Se trata más bien de la localización de un personaje
invasor: la vecina de «vida fácil» y su amante, ese «malvado hombre casado»,
una «especie de mal educado». Este caso muestra cómo el goce no consentido
(amoríos entre la vecina y el hombre casado) se vuelve invasivo y dificulta el
lazo social. Más adelante en su obra Lacan explicará esta idea con otros
términos: la paranoia es la identificación del goce en el lugar del Otro39.

El Otro puede ser, como en nuestros ejemplos, un hermano, un padre, un marido


o una vecina y su amante. Es a él a quien se atribuye una perversa iniciativa. El
Otro quiere mi mal40.

El «caso marrana» se ubica en la serie de las locuras de a dos estudiadas por


Lacan. Nadie negaría el vínculo delirante entre ambas que da testimonio de una
forma de lazo sin el Nombre del Padre41.
Del como no volverse loco

Entrar en la locura

¿De qué estamos hechos? ¿Cuáles son los puntos de apoyo que sostienen nuestra
existencia? ¿Podemos perderlos? ¿Por qué, entonces, enloquecemos? ¿Se puede
evitar caer en la locura? ¿Podemos regresar de esa experiencia? ¿Nuestras
maneras de vincularnos con otros duran para siempre? ¿Recuperamos nuestros
modos de lazo? o ¿inventamos nuevos? ¿Podríamos ser locos sin estarlo? o
¿estar locos sin serlo? ¿Cómo no enloquecernos?

En el capítulo anterior definimos a la sociedad como las reglas del juego


significante. Dijimos también que el reglamento social, esa especie de manual de
instrucciones, no necesita ser pronunciado para lograr su eficacia. Para
comprender esto último, la teoría de los discursos de Jacques Lacan vino en
nuestro auxilio. Los discursos, pilares de la realidad social, son estructuras sin
palabras que determinan cómo circulamos y nos vinculamos con los demás.
Recordemos que los significantes amos nos indican como jugar la partida.

A continuación nos concentraremos en aquellas situaciones de vida en que los


lazos a dicha trama discursiva —significante— se alteran y enloquecemos.

Lacan destaca la carencia de un elemento significante en la psicosis, el ya


mencionado significante del Nombre del Padre. Dicha falta constituye la causa
de la locura, también denominada forclusión o Verwerfung42. Ahora bien, ¿qué
ocurriría si, en determinado momento de su historia, el sujeto psicótico, se
confrontara con dicha ausencia? Este interrogante nos introduce en el tema de lo
que Lacan denominó «desencadenamiento»43, es decir, el concepto teórico que
explica por qué en determinada coyuntura vital alguien se vuelve loco. Para
explicar la complejidad que tiene dicho concepto en la enseñanza de Lacan, nos
serviremos del uso metafórico que realiza de la figura del taburete:

Todos los taburetes no tienen cuatro pies. Algunos se sostienen con tres. Pero,
entonces, no es posible que falte ningún otro, si no la cosa anda muy mal. Pues
bien, sepan que los puntos de apoyo significantes que sostienen el mundillo de
los hombrecitos solitarios de la multitud moderna, son muy reducidos en
número. Puede que al comienzo el taburete no tenga suficientes pies, pero que
igual se sostenga hasta cierto momento, cuando el sujeto, en determinada
encrucijada de su historia biográfica, confronta ese defecto que existe desde
siempre. Para designarlo nos hemos contentado por el momento con el término
de Verwerfung44.

Aunque parezca una verdadera paradoja, la afirmación lacaniana de la existencia


de un defecto en la psicosis, no debe inducirnos a una lectura deficitaria de la
misma. Por un lado, la carencia de significante no impide al taburete sostenerse.
Por el otro, dicha falta, puede ser compensada. Esta última idea nos introduce, en
la teoría psicoanalítica, al terreno de las llamadas «suplencias». Es decir, las
maneras que tiene un sujeto para no volverse loco45. Así, la falta de un punto de
apoyo en la existencia no nos impide, sin embargo, lograr un buen
funcionamiento en la vida: trabajar, estudiar, amar, etcétera. Pero, sobre todo,
nos lleva a pensar que un diagnóstico en salud mental no puede encadenarse a
ningún pronóstico funesto. Incluso, muchas veces, aquello que se cree que es la
enfermedad constituye, más bien, su cura.

La mujer de los guantes blancos

Recordemos a Celina, una de mis primeras pacientes. Fue internada en el


neuropsiquiátrico debido a una inundación que provocó en su edificio. Me
llamaba la atención su manera de vestir. Seguramente ninguna de sus prendas
había sido elegida en base a razones estéticas. No era una mujer «a la moda»,
como suele decirse. Una chaqueta y una falda muy oscuras le otorgaban una
formalidad que nada tenía que ver con su profesión. Pero, sobre todo, causaban
un efecto del que muchas otras mujeres hubiesen escapado. Su modo de vestir
superaba en mucho su verdadera edad. Ciertamente, la lejanía en el tiempo me
hace olvidar otros detalles de su presentación, por ejemplo, sus zapatos. No
recuerdo qué calzado hubiese combinado con dicho conjunto. Tampoco vienen a
mi memoria el largo exacto de aquella falda, creo que era muy larga para la
costumbre de la época. No obstante, hay un detalle que permanece muy vívido
en mi recuerdo, como si la estuviera viendo entrar por primera vez al
consultorio: sus guantes demasiado blancos.

Era invierno, pero no los usaba porque hacía frío, sino porque le permitían
distanciarse de lo que llamaba la «contaminación mundial». No tocaba ningún
objeto sin ellos y, en caso de que lo hiciera, recurría a un lavado de manos que le
llevaba varios minutos. Su sistema no era perfecto puesto que la sensación de
contaminación la invadía permanentemente. Cada actividad diaria le acarreaba
demasiado tiempo. Debía evitar colocar en la cinta rodante de las cajas de pago
del supermercado las mercaderías compradas para prevenir que se ensucien. Al
regresar a su casa chequeaba muchas veces haber cerrado la puerta. Luego,
preparaba un baño de inmersión para eliminar restos de contaminación. Sin
embargo, nada era suficiente. Ella, la mujer de los guantes blancos había
diseñado un sistema que, a través de la limpieza, le permitía circular por el
mundo. Cualquier observador podría haber diagnosticado un trastorno obsesivo
compulsivo, cuando en realidad la pretendida patología lejos de enfermarla la
autorizaba a una vida vivible46.

Un arreglo a medida

La idea de una «compensación» posible en la psicosis nos aleja definitivamente


de caer en la mencionada interpretación deficitaria de la locura. Es decir, no hay
significante del padre, pero sí hay otra cosa que viene a su lugar. Lacan lo dirá
con todas las letras: el Edipo ausente se compensa en la psicosis. En su
seminario «Las psicosis», Lacan, comenta el caso de un joven psicótico que
recurre a la identificación con un camarada para comportarse como hombre.
Encuentra así la tipificación de la actitud viril en su compañero. Es interesante
observar cómo Lacan menciona lo típico en la actitud viril, es decir, lo
establecido, con lo cual el psicótico puede engancharse mediante el recurso a la
identificación mimética47.

Inspirado en el mecanismo del como sí de Helene Deutsch48 hablará de las


compensaciones imaginarias, es decir, de las identificaciones que le permiten al
psicótico darse una existencia en la vida social. Francisco, en su sesión,
explicaba como imitaba la forma de hablar de los locutores para corregir su voz.
Estaba convencido de tener una tonalidad poco viril que lo atormentaba. Creía
que algo le faltaba, aseguraba que la manera en que se es hombre no le había
sido transmitida. Copiar a otro, seguir sus pasos o engancharse a otro, le permitió
compensar la falta estructural. El tratamiento posible de su psicosis consistió en
dicha solución contra la feminización que lo invadía. Como terapeuta no hice
más que confirmarle que ese arreglo era a su medida.

No todo dura para siempre

Nadie está exento de las eventualidades de la vida y sus sacudidas. Hay


situaciones de la existencia que confrontan al sujeto psicótico con la ausencia de
un fundamento, es decir, con la falta del significante de la función paterna. Si la
red significante que arma nuestra realidad está perforada en la psicosis, entonces,
la entrada en la locura es la sensación de haber llegado al borde de ese abismo49.
Por ende, no todas las suplencias duran para siempre y descubrimos, entonces,
que no estábamos tan bien amarrados. Lacan menciona en su seminario «Las
psicosis»50 el ejemplo de un joven cuyo punto de arraigo en la vida lo constituía
el vínculo con un amigo. Todo transcurrió bien hasta que apareció la hija de su
compañero. De golpe, algo le había ocurrido y no era capaz de explicar qué. Un
tercero irrumpió en el vínculo entre ambos. Permaneció entonces tres meses en
su cama en un estado que desde la psiquiatría se denomina perplejidad51. La
entrada en la psicosis determinó así la ruptura del lazo social que hasta entonces
sostenía al sujeto.

Lacan definió bajo el término de «coyunturas dramáticas» a aquellas historias de


vida que, al estilo de los relatos novelescos, indican el momento del
desencadenamiento de la psicosis. Aquellos que nos dedicamos a la escucha de
los padecimientos ajenos, sabemos que estos comienzan a partir de un hecho
contingente en la vida. Es allí que comienza el sufrimiento.

Ubicar el punto de discontinuidad en una existencia, el instante en que la vida da


un giro, es de suma importancia para la dirección de un tratamiento. Algunos
pacientes reconstruyen en sus dichos ese momento, obteniendo así un
conocimiento sobre qué circunstancias podrían volver a empujarlos al filo del
precipicio. Recuerdo a un hombre joven, Mario, a quien asistí durante su
internación. Convivía con su hermana y su padre, su madre había fallecido. Su
progenitor se ausentaba frecuentemente del hogar por motivos laborales y le
encomendaba mantener el orden de la casa. En esas situaciones, sus
pensamientos comenzaban a desordenarse, no podía concentrarse ni seguir el
hilo de sus ideas, escuchaba voces. Durante las entrevistas en el hospital advirtió
que no podría asumir más el rol del hombre de la casa en reemplazo de la figura
paterna. Ser convocado a ocupar dicho lugar lo desestabilizaba. Así aprendió,
según sus palabras, a sortear el obstáculo y reintegrarse a una vida social.

Paula, una mujer de inteligencia inigualable, a quien también asistí durante su


internación, podía tomar distancia de su locura y preguntarse por qué a veces
deliraba. Aseguraba que sostener dicho interrogante la conduciría a prevenir
aquello que tantas veces le había causado el encierro.

Sin embargo, no todos logran ceñir el momento de entrada en la locura. Algunos,


al intentarlo, experimentan algo difícil de imaginar: la detención de la palabra y
del sentido. Como si estuvieran a punto de caer, por segunda vez, en el agujero.
Porque, a veces, hablar sobre algo o vivenciarlo se pueden tornar equivalentes.
La palabra pierde su poder de representación y se vuelve, al igual que los sueños
que difícilmente distinguimos de la vigilia, demasiado real. Un paciente al contar
la escena que dio comienzo a sus síntomas reproducía los mismos. De esa
manera, regresaban a la entrevista las voces e imágenes que lo mortificaban. No
siempre hablar alivia.

No todo desencadenamiento es abrupto. La experiencia clínica demuestra que no


siempre una vida se ve interrumpida de la noche a la mañana. Muchas veces hay
indicios previos, de presentación paulatina, donde se registran cambios de
algunos aspectos de la existencia que no llegan a un derrumbe del mundo.
Muchos autores han utilizado para esto un término práctico: desenganche52. Nos
enganchamos, desenganchamos y reenganchamos de los lazos sociales. Por
ejemplo, María, una paciente, había experimentado en pocos años estilos de vida
muy disímiles. De la convivencia en familia a la situación de calle o la
institucionalización en hogares para adolescentes. Podía deslizarse sin problema
de la estabilidad económica a la mendicidad. También, podía insertarse en
programas de formación laboral correspondientes a su edad. Viajes por todo el
país sin objetivo previo, lazos cambiantes con aquellos con quienes se iba
encontrando, identificaciones pasajeras a distintos personajes sociales. Como en
El país de las últimas cosas de Paul Auster, donde lo que desaparece no vuelve
nunca más, su mundo cambiaba constantemente. «Soy una sobreviviente», no se
cansaba de repetir.

Volver a la sociedad

Memorias de un neurópata53 es la célebre autobiografía de Daniel Paul


Schreber donde se describe el itinerario de su locura. En 1893 el autor se hace
cargo de la presidencia de la Cámara en la Corte del Land de Dresde; dicho
nombramiento fue la coyuntura desencadenante que dio comienzo a los síntomas
de su psicosis y condujo a su internación. Fue mártir de un insomnio persistente,
exteriorizó ideas hipocondríacas, místicas y de persecución, escuchaba voces e
intentó suicidarse. Por ende, su realidad y el lazo con los otros se modificó.
Creyó ser el único «hombre verdadero» que sobrevivió a la destrucción de la
Tierra. Pensó que las demás personas eran «hombres construidos a la ligera».
Alejado de la sociedad, en el aislamiento de la internación, elabora un delirio
que culminará en la idea de su futura transformación en la mujer de Dios. Así,
cuando esto suceda, podrá recrear el universo humano sepultado.

Luego de nueve años de internación, sirviéndose de sus conocimientos en


materia de Derecho, inicia una acción judicial para ser dado de alta. Dentro de
sus rigurosas e inapelables argumentaciones, en favor de su egreso del asilo,
afirma que su estado no implica peligro alguno para su persona ni para los que lo
rodean. Considera que sus facultades intelectuales están intactas y que prolongar
su estadía en el asilo no lo beneficiaría en el plano terapéutico. Entrega al
tribunal en cuestión sus Memorias y consigue un pronunciamiento favorable54.
Al año siguiente publica su escrito.

Muy fiel a su estilo, Freud subvierte la definición clásica del delirio en tanto
enfermedad. Explicará que lo que se entendió como producción patológica, el
delirio, es, en realidad, un intento de reconstrucción del mundo. Frente al
sepultamiento de la realidad, característico del comienzo de la psicosis de
Schreber, el delirio intenta un restablecimiento del mundo:
Y el paranoico lo reconstruye, claro está que no más espléndido, pero al menos
de tal suerte que pueda volver a vivir dentro de él55.

Encuentra, así, en la elaboración delirante, una lógica. La locura freudiana, lejos


de ser un déficit, es un intento de curación. Siguiendo este razonamiento Lacan
calificará al delirio de Schreber como «solución elegante».

¿Un delirio es compatible con la vida en sociedad? Tanto los peritajes médicos
como la apelación que Schreber realiza al respecto, son respuestas a dicho
interrogante. Se establece así, entre el paciente y los representantes de la
psiquiatría, un intercambio que no dista mucho de las controversias actuales en
torno a la llamada «desmanicomialización» y a la relación entre conductas de
riesgo e internación. Con una rigurosidad indiscutible, el paciente impugna,
punto por punto, aquella sentencia médica que lo designa como alguien de quien
la sociedad debe protegerse. El informe pericial del Dr. Weber, médico del asilo,
cuestiona fuertemente la posibilidad del alta. Considera que la persistencia de
algunos síntomas podría afectar el pudor de cualquier observador: gritos
automáticos, contemplación en el espejo adornado de atuendos femeninos,
recurrencia a actos absurdos para ocultar dichas manifestaciones, su obstáculo
para retomar su trabajo, entre otros. Además, la negativa del paciente para
reconocerse como alienado mental refuerza en el médico la decisión de
perpetuar el aislamiento mientras que, a su vez, reconfirma el lugar del
psiquiatra como representante de la norma de la locura.

Sin embargo, el diagnóstico de paranoia dado a Schreber es la objeción mayor al


discurso médico de las enfermedades mentales56. Es con ella que vemos
coexistir de manera ejemplar la locura y la razón57. El desarrollo paranoico no
conduce a un menoscabo de las capacidades mentales58.

No podemos decir que la prolongada internación de Schreber se debió solamente


a la evolución duradera del delirio. Más bien, los miramientos personales de su
médico, sostenidos en la moral y las buenas costumbres de la época,
consideraron que el delirio podía ser una molestia para los demás. Su insistencia
por obtener el alta nos conduce a reflexionar sobre el riesgo de proponer una
resocialización solo al interior de las instituciones59. ¿No es acaso esto lo que
Schreber cuestionaba a su médico? No siempre la sociedad puede convivir con la
invención singular de la locura que no sigue el comportamiento establecido por
la norma social.

«¿Puede una persona juzgada alienada mental ser mantenida en un


establecimiento hospitalario contra su voluntad expresa?», se pregunta Schreber
en sus Memorias. No negará la persistencia de alucinaciones auditivas,
«milagros divinos» —signos de la revelación de Dios — y «crisis de
alaridos»60, sino más bien destacará su intento de contener dichos síntomas en
presencia de otros. Por ejemplo, logra limitar los gritos que profiere en lugares
públicos y, a lo sumo, dejarlos reducidos a lo que otros pueden interpretar como
accesos de tos, carrasperas o bostezos. Sabe muy bien que alguien que escuchara
esos bramidos no dudaría de estar en presencia de un loco. Sin embargo, tal es la
consideración por los demás, su interés por mantenerse en el lazo social, que
solo se abandona a dicha experiencia al encontrarse solo.

La sinceridad con la que Schreber transmite sus impresiones subjetivas nos


indica que la cuestión central no reside en sus síntomas, sino en el saber
maniobrar con ellos para permanecer en el vínculo con otros. Más aún, el
alcance pretendido de su publicación debiera prevalecer, según él, sobre los
escrúpulos personales que cualquiera pudiera anteponer frente a las
manifestaciones de su locura. En definitiva, si escribe es para que la ciencia y la
religión accedan a una comprensión más exacta de la esencia misma de Dios.
Las Memorias tienen destinatarios. ¿Cabe todavía alguna duda sobre la
aspiración al lazo social en la psicosis?
Los filósofos de la conspiración

La conspiración incansable

Todo lazo social es paranoico

Volvió a su casa después del trabajo. Regresó notablemente perturbado,


molesto. Su día había transcurrido como cualquier otro, excepto por un detalle
en el que nadie, salvo él, hubiera reparado. Aquel compañero había
pronunciado unas palabras que le dieron a entender que sería despedido. Las
profirió sin mirarlo, mientras conversaba con otros. Supo que hablaba de él a
sus espaldas. La conspiración se había declarado y así su destino comenzaba a
torcerse. Durante todo el día esas palabras resonaron en su mente como si
aspiraran encontrar nuevos sentidos. Sabemos que una vez que la certeza se
instala es difícil eliminarla. Si lo normal es la polisemia del lenguaje, la
capacidad de las palabras de evocar múltiples significados, la locura, en
cambio, manifiesta su más estrepitoso fracaso.

Un odio interior se apoderó de él. Un dolor lacerante invadió su cuerpo y su


espíritu. No era la primera vez que se sentía así. En esos momentos solía fumar
para calmarse. No había más que un límite borroso entre la tristeza y la
agresión. Pero no siempre podía optar. Al día siguiente, regresó al trabajo. Fue
espectador de risas y miradas que lo aludían. Impulsado por una cólera
irrefrenable comenzó a gritar y golpear. Poco después, un equipo de urgencias
médicas se presentó en el lugar. Aceptó finalmente ser trasladado a un hospital
sin oponer resistencia alguna a su internación, pese a estar en desacuerdo con
ella. En su pensamiento anidaba la peregrina idea de que debía seguir los pasos
del protocolo médico para demostrar cabalmente que no estaba loco.
Lacan postula una concepción inédita del lenguaje que se encontraba implícita
en la teoría de Freud. En su seminario Las psicosis explica cómo en lingüística
existen el significante y el significado. Si bien el significante debe tomarse en el
sentido material del lenguaje, en cambio, el significado no es el objeto al cual se
refiere dicho significante. Cuestiona así la supuesta unidad atribuida a ambos.
Para Lacan el significado es algo muy distinto: la significación. En el discurso,
la significación, remite siempre a otra significación:

El sistema del lenguaje, cualquiera sea el punto en que lo tomen, jamás culmina
en un índice directamente dirigido hacia un punto de la realidad, la realidad toda
está cubierta por el conjunto de la red del lenguaje. Nunca pueden decir que lo
designado es esto o lo otro, pues aunque lo logren, nunca sabrán por ejemplo qué
designo en esta mesa, el color, el espesor, la mesa en tanto objeto, o cualquier
otra cosa1.

El psicoanálisis nos enseña cómo una misma palabra puede tener, en definitiva,
sentidos variables según cada oyente. Si la significación es siempre personal,
entonces, el sentido común queda cuestionado y el lenguaje habita el terreno del
malentendido. La comprensión es mera apariencia. No siempre hablando nos
entendemos. Sin embargo, a lo largo del mencionado seminario Lacan desarrolla
cómo los fenómenos de las psicosis (alucinaciones, interpretaciones delirantes,
neologismos, etc.) son testimonio de otro modo de relación al lenguaje, en el
cual la significación deja de remitir a otra y el significante rompe sus lazos con
otros de dicha red.

Es así como en el seminario mencionado Lacan nos permite entender la certeza


como una experiencia de significación personal 2. El ejemplo lo otorga uno de
sus pacientes psicóticos:

Todo se ha vuelto signo para él. No solo es espiado, observado, vigiliado, se


habla, se dice, se indica, se lo mira, se le guiña el ojo […] Si encuentra un auto
rojo en la calle —un auto no es un objeto natural— no por casualidad, dirá, pasó
en ese momento3.
Cuando todo tiembla la certeza se convierte en enemiga del azar. El mundo se ha
vuelto extraño, el auto rojo está ahí por algo y tiene, entonces, una significación
aunque no se sepa cuál4. Así ubicada del lado de la locura, la certeza, se
diferencia de la creencia neurótica5.

Freud ya había advertido que la desconfianza, la susceptibilidad hacia los otros,


es el síntoma primario de la paranoia. El paranoico es aquel que proyecta en los
otros cualquier reproche que pudiera dirigírsele. Así, el loco es caracterizado por
la denegación de la creencia —Unglauben— en los reproches que a él se le
imputan6. El paranoico arroja sobre el Otro la culpa, la mala intención y
permanece convencido de su inocencia.

Nos interesa destacar cómo esa desconfianza está en juego en la problemática


del lazo social en la psicosis. Con respecto al rechazo de la creencia —Versagen
des Glaubens— en la paranoia, Lacan sostiene que: «La actitud radical del
paranoico, tal como Freud la designa, involucra el modo más profundo de la
relación del hombre con la realidad, a saber, lo que se articula como la fe»7.

En nuestro primer capítulo mencionamos que el paranoico pone en duda la


evidencia de la realidad social. Podemos ahora afirmar que la creencia en la
existencia de la sociedad es una cuestión de fe. Relacionemos entonces esta idea
con la comparación que realiza Lacan al decir que el psicótico: «[…] a diferencia
del sujeto normal para quien la realidad está bien ubicada, él tiene una certeza: lo
que está en juego […] le concierne»8. El loco sabe que su realidad no está
asegurada y, aunque admita que lo experimentado no es del orden de la realidad,
ello no niega su certeza.

Regresemos a la malicia del mundo que la psicosis padece. En nuestro primer


capítulo citamos a Sigmund Freud quien, en su Malestar en la cultura, advierte
que una de las fuentes del sufrimiento humano es la relación con los demás. No
va de suyo que en los vínculos reine precisamente la paz. Los otros, nuestros
semejantes, aquellos con quienes trabamos vínculos de reciprocidad, solidaridad,
camaradería o simplemente de vecindad, pueden adquirir los rostros más
diversos. No toda amistad dura para siempre, de repente aquel en quien
confiamos deviene nuestro más ferviente enemigo. Esa posibilidad de
transformación es la que pone en riesgo cualquier tipo de unión al demostrar
incontestablemente cómo la fundación de lo social conlleva su propio fracaso. El
otro siempre puede volverse una presencia amenazante. De este modo, Freud
constata que no resulta fácil que los hombres renuncien a su inclinación
agresiva. Esta constituye el rasgo inquebrantable de la naturaleza humana. Se
delata entonces lo imposible del precepto cristiano: amarás a tu prójimo como a
ti mismo, ya que resulta innegable que el origen de la sociedad hunde sus raíces
en el mal9. Cierta visión empobrecida de la psicosis puso en duda la posibilidad
del vínculo con los otros. Al contrario diremos que todo lazo social es en el
fondo paranoico.

El infierno son los otros

Son varios los textos de Lacan que muestran cómo la relación entre el yo y los
otros se sostiene en una tensión hostil siempre al acecho de manifestarse. El
psicoanálisis descubre que hay un vínculo íntimo entre la constitución de nuestro
yo — narcisismo — y la agresividad.

En su tesis De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad Lacan


utiliza el concepto de identificación para comprender la relación que Aimée, su
paciente paranoica, establece con los otros. Dicho mecanismo explica la
constitución de la instancia psíquica denominada yo —narcisismo—. El yo
instaura en el individuo una alteridad, es decir, la imagen del otro a la cual se
aliena en el proceso identificatorio. El yo es aquello que queda capturado,
identificado, en las imágenes ideales del otro. En este sentido, como bien ha
dicho el poeta Rimbaud, el yo es siempre otro. Ahora bien, dicha relación del yo
con el otro se caracterizará por una tensión agresiva esclarecida por todos los
fenómenos de rivalidad, celos, envidia, propios del ser hablante.

Esta idea le sirve al autor para leer el estatuto de la serie de personajes que
Aimée idealiza o rechaza. La imagen prevalente en ella es la de una mujer
destacada, como la famosa actriz a la cual ataca con un cuchillo. En su delirio le
imputa a esa mujer la intención de quitarle a su hijo. Ese acto agresivo la
conducirá a la cárcel y luego a la hospitalización. Si el yo se constituye sobre la
imagen del otro, entonces, al golpear a dicha mujer Aimée se golpea así misma.
Vemos así que la agresividad está basada en el narcicismo. En este momento
teórico la estructura misma de la identificación, la captura del sujeto por la
imagen del otro hace del narcisismo el equivalente de la paranoia10. O, dicho de
otro modo, la paranoia revela la estructura misma del narcisismo.

Ese estatuto original del sujeto lo vislumbramos también en el texto La familia


de Lacan. Allí describe en el denominado complejo de la intrusión11 —
experiencia de la presencia de un semejante, por ejemplo un hermano— el
fenómeno de los celos como arquetipo de los sentimientos sociales12. En dicho
complejo es situado el estadio del espejo13 que explica cómo la identificación
con la imagen del semejante es constitutiva del yo. La paranoia aparece a esta
altura en conexión con este complejo fraterno: «[…] y su estructura narcisista se
revela en los temas más paranoides de la intrusión, de la influencia, del
desdoblamiento, del doble y de todas las trasmutaciones delirantes del
cuerpo»14. La estructura del narcisismo se manifiesta en la temática delirante:
ser espiado, adivinado, develado o perseguido. La esencia del narcisismo se
caracteriza entonces por la relación paranoide entre el yo y el otro, donde
siempre el otro puede volverse amenazante.

Posteriormente Lacan vuelve al tema en su texto sobre el estadio del espejo


donde sostiene que: «Este momento en que termina el estadio del espejo
inaugura, por la identificación con la imago del semejante y el drama de los
celos primordiales […] la dialéctica que desde entonces liga al yo (je) con
situaciones socialmente elaboradas»15. En definitiva, todo lazo siempre estará
amenazado con disolverse, porque en su fondo anida el drama primordial de
nuestra relación con los otros.

Si el psicoanálisis ha denunciado los resortes agresivos escondidos en el alma


humana, no deberíamos asombrarnos de que sea en el terreno mismo de la cura
del neurótico que dichas tensiones se manifiesten. La agresividad del sujeto con
el profesional es para Lacan el nudo inaugural del drama analítico y la definición
exacta de la transferencia negativa. Se tratará entonces de no atacar al yo, de
evitar el incremento de su intención agresiva16. En este sentido la cura es para
Lacan una paranoia dirigida17. Por el contrario, un tratamiento bien podría
reforzar la dimensión yoica y producir así una paranoia posanalítica. Lacan
refiere:

He visto paranoias que se pueden calificar de posanalíticas, y a las que se puede


llamar espontáneas. En un medio adecuado, donde reina una intensa
preocupación por los hechos psicológicos, un sujeto que de todos modos tenga
alguna propensión a ello puede llegar a cercarse de problemas
incuestionablemente ficticios pero a los que les da consistencia y en un lenguaje
ya listo: el del psicoanálisis, que recorre las calles. Un delirio crónico es algo que
tarda muchísimo tiempo en ir haciéndose, el sujeto tiene que invertir en ello
buena parte de su vida, en general un tercio de la misma. Debo decir que la
literatura analítica constituye en cierto modo un delirio ready-made, y no es raro
ver sujetos vestidos con esa ropa, de confección. El estilo, por así decir,
representado por estas personas, tan apegadas de boca cerrada al inefable
misterio de la experiencia analítica, es una forma atenuada, pero su base es
homogénea a lo que en este momento llamo paranoia18.

Si el delirio psicótico supone una invención subjetiva que puede durar varios
años, en cambio la teoría psicoanalítica puede funcionar como delirio prêt-à-
porter para aquellos donde el análisis refuerza la consistencia imaginaria del yo.

Volvamos a nuestro caso del comienzo.

Allí se demuestra cómo aquellos camaradas, compañeros de trabajo, dejan de


serlo de un momento a otro y se convierten en personajes malintencionados. Así,
un tono raro y misterioso comienza a teñir el ambiente y vuelve inquietante la
mirada de aquellos con quienes compartía las tareas. ¿Por qué conversaban a sus
espaldas? ¿Qué querían? Localizar la iniciativa y la intención ajena determina,
para la psicosis llamada paranoia, el comienzo mismo del delirio19.

Con el paso del tiempo cuestionó su accionar frente al infortunado


descubrimiento. No fue correcto irrumpir con vociferaciones y golpes, pues ese
comportamiento infundió el temor en su entorno que motivó el llamado a la
fuerza policial. Sin embargo, la maldad de los otros persiste en su memoria de
manera irreductible a cualquier otro sentido. La interpretación delirante se
opone, así, al malentendido fundante de toda comunicación humana. Por
ejemplo, cuando dialogamos cada persona arroja las palabras escuchadas al mar
de significaciones de su propia historia. Allí es donde quedan ancladas en una
significación personal, aquella con la que nos valemos para circular por el
mundo y bien podría dialectizarse. En conclusión, el sentido común resulta falaz.
Ahora bien, a diferencia del universo de las neurosis, las psicosis enseñan que
dicha significación no siempre es dialéctica.
Lo propio del comportamiento humano es el discurrir dialéctico de las acciones,
los deseos y los valores:

[…] que hace no sólo que cambien a cada momento, sino de modo continuo,
llegando a pasar a valores estrictamente opuestos en función de un giro en el
diálogo. Esta verdad absolutamente primera está presente en la fábulas
populares, que muestran cómo un momento de pérdida y desventaja puede
transformarse un instante después en la felicidad misma otorgada por los dioses.
La posibilidad del cuestionamiento a cada instante del deseo, de los vínculos,
incluso de la significación más perseverante de una actividad humana, la
perpetua posibilidad de una inversión de signo en función de la totalidad
dialéctica de la posición del individuo es una experiencia tan común, que nos
deja atónitos ver cómo se olvida esta dimensión en cuanto se está en presencia
de un semejante, al que se quiere objetivar20.

Sin embargo, en la experiencia psicótica encontramos un núcleo de inercia


dialéctica. Es esta relación particular con el lenguaje lo que permite el
diagnóstico diferencial con la neurosis. Distintos ejemplos demuestran la
plomada en la red discursiva: neologismos, interpretaciones delirantes,
intuiciones, alucinaciones, etcétera.

Es en las psicosis dónde la tensión inherente de nuestra relación con el otro


adquiere un acento de singularidad. Con una agudeza clínica admirable Lacan
observa que en los fenómenos característicos de la paranoia, como la
mencionada significación personal, se ponen en juego las relaciones de
naturaleza social:

Si consideramos el fenómeno más de cerca, vemos que el síntoma no se presenta


a propósito de cualquier clase de percepciones […] sino muy especialmente a
propósito de relaciones de índole social: relaciones con la familia, con los
colegas, con los vecinos […] El delirio de interpretación […] es un delirio de la
vivienda, de la calle, del foro21.
Anterior a la tesis de psiquiatría, el primer escrito de Lacan sobre la paranoia la
define como una estructura mixta, que reúne fuerzas psíquicas y el influjo del
medio social. Allí menciona por primera vez al psicoanálisis respecto del
escepticismo terapéutico de la psicosis. En dicho texto estudia tres tipos de
psicosis paranoicas: constitución paranoica, delirios de interpretación y delirios
pasionales. Dentro de la llamada constitución paranoica algunos de sus rasgos
dan cuenta de la tensión entre el loco y el medio social. Es así como la
sobreestimación patológica de sí mismo nos habla de un desequilibrio entre el yo
(moi) y el mundo; la desconfianza y la falsedad del juicio favorecen el armado
de un delirio que por su lógica atrae a los demás. De este modo, muchas veces el
paranoico se convierte en un reformador social, en un gran intelectual que toca la
sensibilidad de los demás. Sin embargo, el rasgo opuesto de inadaptación social
lo aleja de la simpatía psicológica necesarias en el vínculo con otros:

En realidad, incapaz de someterse a una disciplina colectiva, y mucho menos a


un espíritu de grupo, el paranoico, si llega raramente a ponerse a la cabeza, es
casi siempre un outlaw: escolar castigado y humillado, mal soldado, le echan de
todos sitios. […]Lejos de ser un esquizoide, adhiere a la realidad de manera
estrecha, tan estrecha que la sufre cruelmente. En las relaciones sociales sabrá
hasta el más alto grado poner de relieve [hacer reales] esas virtualidades hostiles,
que son uno de sus componentes22.

La paranoia evidencia así el problema inherente a todo lazo social y nos enseña,
con su más radical certeza, sobre la malevolencia del otro23. De este modo,
como los personajes sartreanos de A puerta cerrada constata que el infierno son
los otros.

El lenguaje conspira

En cada entrevista lo pronunciado por su terapeuta despertaba en él la


irremediable sospecha sobre la maldad disimulada. ¿Cómo evitar que su
suspicacia corroborara la presencia de un recóndito secreto? Ese recelo incesante
lo impulsaba a esclarecer dichas intenciones ocultas y concluir que el profesional
no quería continuar el tratamiento.

Como las caras de una moneda las palabras pueden tener un sentido y su
contrario. Pueden significar algo y a su vez otra cosa. ¿No es esta polisemia la
que siembra el terreno de la conspiración? El lenguaje mismo es el que se nos
revela conspirativo24.

La paranoia escapa a la sugestión25 a la que todos sucumbimos, pues hay solo


dos opciones. O bien nos dejamos sugestionar por las palabras proferidas por
otros, o bien logramos escapar de ese efecto hipnótico: «[…] reduciendo al otro
a no ser sino el portavoz de un discurso que no es de él o de una intención que
mantiene en él en reserva»26. La paranoia es la experiencia del rostro
amenazante e indescifrable de las palabras. Es la locura que tuerce el sentido y lo
convierte en un destino oscuro y nocivo.

El sujeto suspicaz atribuye otras intenciones a cualquier relato. Una risa, un


gesto, una mirada o una palabra de los otros pueden tornársele raros. Así, esas
extrañas formas borgianas, sombras que oscurecen el día y que sin razón
llamamos nubes, le indican al paranoico los hilos de una trama oscura27. Pero él
podría, como Borges en sus poemas, preguntarse cuál es el fin de esa trama28 o
perder el hilo y no saber si lo que lo rodea es un laberinto, un secreto cosmos o
un caos azaroso29. Algunos en su delirio logran identificar el principal
perseguidor al preguntarse al igual que el autor:

¿Qué son las nubes? ¿Una arquitectura del azar? Quizá Dios las necesita para la
ejecución de Su infinita obra y son hilos de la trama oscura30.

Es al escribir sus Memorias que Schreber concluye que Dios fue el instigador
primero del plan urdido para cometer el asesinato del alma. Sin la intención de
herir las creencias y sentimientos religiosos de otras personas demuestra, a través
de su obra escrita, cómo construye su propio Dios. El delirio le otorga un sentido
a su existencia, una finalidad redentora a su persecución31. ¿Acaso cada uno no
encuentra en algún momento un fin a su propia historia? En definitiva las
psicosis nos enseñan, al igual que Borges, que la razón de una trama puede ser
tan insensata como las caras o los leones que vemos en la configuración de una
nube32. Cada uno tiene su propio Dios oscuro33.

La sensibilidad del paranoico al Otro y a los otros es su leitmotif significante.


Nos muestra, entonces, que la conspiración incansable es la del lenguaje y la de
los otros. Es con esa cuota conspirativa que habitamos nuestro mundo.

La trama social de la locura

Simpatías trágicas

Toda sociedad intenta comprender sus crímenes y más aún aquellos a los que no
se les podría suponer ningún sentido. Como diría Fernando Colina34, dime qué
crisis impera y cómo se tolera y te diré en qué sociedad vives. Lacan35 nos
advierte que los crímenes paranoicos hacen a la estructura misma de lo social.
Incluso, el gesto criminal de un paranoico «[…] excita a veces tan hondamente
la simpatía trágica, que el siglo, para defenderse, no sabe ya si despojarlo de su
valor humano o bien abrumar al culpable bajo su responsabilidad»36. Llama la
atención dicha simpatía que solo puede comprenderse si pensamos en lo trágico
de su condición. Así, como en las tragedias griegas, esas obras dramáticas
resuenan en sus espectadores por el efecto de purificación (Kátharsi) de las
almas con respecto a las pasiones humanas. Los crímenes se producen entonces
en el punto neurálgico de las tensiones sociales. Revelan, junto al delirio,
aquellos temas que en la neurosis con gran trabajo el psicoanálisis saca a la luz,
expresa Lacan37. De esta manera la paranoia posee un alto poder de
comunicabilidad humana.

Lo social aparece en su sentido más amplio ligado a la comunidad que rodea al


paranoico. Es allí que el comportamiento de la paranoia puede ir desde la
inadaptabilidad social (carácter paranoico) y su rasgo opuesto en la conducta
hipernormal hasta la idea delirante de ser el destinado a una importante misión
social. En Aimée encontraremos los dos sentidos que creemos Lacan otorga a lo
social. En sentido restringido la presencia de una madre delirante; y en sentido
amplio, la existencia de una serie de personajes (artistas, poetas, periodistas,
etcétera) de quienes explica son:

[… ] una mala raza […] no vacilan en provocar con sus fanfarronadas el


asesinato, la guerra, la corrupción de las costumbres, con tal de conseguir un
poco de gloria y placer38.

El material del delirio se entreteje con estos tipos sociales emergentes en esa
época, por ejemplo: mujeres libres y con poder social, a los cuales el paranoico
dirige sus comportamientos querellantes y agresivos. Para Lacan los paranoicos
agreden en sus víctimas al ideal exteriorizado39.

Paul Giraud, en su texto «Los homicidios inmotivados»40, nos ilumina con el


relato de un joven que comete un acto homicida. Presentaba un estado de
aislamiento que había progresado hasta conducirlo a vivir en una habitación solo
a sus 18 años. Frente a un malestar inexplicable, un sentimiento doloroso de
extrañeza interior41, recurrió a la bebida, a la religión y frecuentó el partido
comunista. La aversión contra la vida y los hombres lo condujo hacia Dios. El
comunismo lo atrajo porque ese sentimiento doloroso de disminución vital42 lo
llevaba a ver las cosas por su lado peyorativo. Un día tomó un taxi y luego de un
trayecto, en el cual va conversando con el chófer le pidió al conductor detenerse
en un parque. De repente tomó un revólver y le disparó. Subió al auto, fue a la
comisaría y declaró haber cometido un crimen. Las explicaciones del acto fueron
contradictorias y cambiantes. Lo interesante es la interpretación que Giraud hace
del caso, en la cual el joven «fusionó la noción de su enfermedad con la del mal
social, o a lo mejor simbolizó la primera a través de la segunda»43. Es a través
de un acto de violencia que intenta suprimir el mal (Kakon), fusionando su
enfermedad con el mal social, matar al tirano (el conductor era un oficial ruso)
era matar su enfermedad, concluirá el autor. Congruentemente Lacan interpretó,
en su escrito «Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en
criminología», cómo dichos crímenes generaban la ilusión de responder al
contexto social de la época. Afirmamos que lejos de estar la psicosis por fuera
del lazo social aparece unida al mismo. De los discursos que circulan en una
determinada época el delirante atrapa el desorden social en juego.

Encontramos en Lacan una reformulación de los planteos de Giraud a la luz del


concepto de identificación y de la referencia hegeliana a la ley del corazón. Es
así como en «Acerca de la causalidad psíquica» la identificación implica
creernos distintos de lo que somos44, cuestión que nos conduce a pensar que
todo ser humano tiene un grado de locura normal45. El término locura utilizado
por Lacan al principio de su obra se distingue del concepto de psicosis46 y se
acerca a la esencia de todo ser humano, tal como es concebido en la teoría
filosófica de Hegel, Erasmo y Pascal. Para Pascal «…hay sin duda una locura
necesaria, y que sería una locura de otro estilo no tener la locura de todos»47.
Entonces, la locura normal remite en Lacan a una locura propia del ser hablante,
distinta de otras locuras, más singulares como la paranoia.

Si el loco se cree distinto del que es, no es menos loco un rey que se cree rey,
expresa Lacan. En este punto la referencia a Hegel viene a explicar como el loco
quiere imponer la ley del corazón a lo que se presenta como desorden del
mundo. Pero Lacan introduce además lo insensato de esta misión, es decir, del
desconocimiento que tiene el loco de que ese desorden del mundo es la
manifestación misma de su ser actual:

[…] y porque lo que experimenta como ley de su corazón no es más que la


imagen invertida, tanto como virtual, de ese mismo ser. Lo desconoce, pues, por
partida doble, y precisamente por desdoblar su actualidad y su virtualidad. Con
todo, solo puede escapar de la actualidad gracias a la virtualidad. Su ser se halla,
por tanto, encerrado en un círculo, salvo en el momento de romperlo mediante
alguna violencia en la que, al asestar su golpe contra lo que se le presenta como
el desorden, se golpea a sí mismo por vía de rebote social48.

Entonces, con la elaboración hegeliana y al acentuar el término de


desconocimiento, en vez de lo inmotivado del acto, Lacan retoma las ideas de
Giraud. En este momento la ley del corazón es la que viene a explicar que la
locura de las bellas almas desconoce que somos parte del desorden del cual nos
quejamos. Elogia a Giraud quien en su texto expresa que lo que se golpea en el
acto no es otra cosa que el Kakon49 del propio ser. Critica al psiquiatra Henry
Ey, al citar a la bella alma del Alcestes de Molière, personaje del Misántropo, y
al decir que este se equivoca al hacer del acto delirante un simple asunto de falta
de control. Lacan rescata, así, inmiscuyéndose en el debate de la psiquiatría,
cómo la locura no es ajena al conflicto social de la época. Este pensamiento lo
vuelve a alejar de la concepción de la locura que acentúa las fragilidades del
organismo o el insulto a la libertad. Pues para Lacan, por el contrario, el loco es
el hombre libre:

Y al ser del hombre no sólo no se lo puede comprender sin la locura, sino que ni
aun sería el ser del hombre si no llevara en sí la locura como límite de su
libertad50.

No sólo la locura no es déficit sino que es fundamental para comprender al ser


humano. De ahí el elogio al autor que consigue ir más lejos en su interpretación.

Si reflexionamos sobre algunas consideraciones del término locura en la segunda


enseñanza de Lacan, reparamos que la locura está ligada al desanudamiento de
los registros, a la libertad y a la normalidad:

En esta ocasión deseo que observen que el interés de juntar así en el nudo
borromeo, lo simbólico y lo imaginario y lo real, es que de ello resulta […] si el
caso es bueno, basta con, bastan dos, cortar uno cualquiera de esos redondeles de
hilo para que los otros dos queden libres uno del otro [...] si el caso es bueno,
cuando a ustedes les falta uno de esos redondeles de hilo, ustedes deben volverse
locos. Y es en esto, es en esto que el buen caso, el caso que he llamado
«libertad», es en esto que el buen caso consiste en saber que si hay algo normal
es que, cuando una de las dimensiones les revienta, por una razón cualquiera,
ustedes deben volverse verdaderamente locos51.

Si pensamos en un estado cero de anudamiento, entonces, podemos afirmar que


en ese estado todos estamos locos. Por lo tanto, concluimos que no hay lazo
social de entrada, que la locura es inherente al ser hablante y por lo tanto
transclínica. De ahí que el interés clínico, en este momento de la enseñanza, es
preguntarse cómo alguien puede no volverse loco. A diferencia del planteo
anterior, donde la locura era yoica, aquí la locura normal implicaría la no
existencia del yo. Podríamos decir que es un estado de mayor libertad. En esta
línea, Joyce permite a través del ego ir en contra de la locura.

En los finales de su obra afirma que todo el mundo es loco, es decir, delirante52.

No sólo la constitución del yo implica una paranoia generalizada sino que


también el concepto de delirio conduce, en Lacan y en sus lectores, a un uso
extendido. En lo que se ha llamado una clínica universal del delirio hallamos
nuevamente la impresión de un «todos paranoicos».

Simpatías universales

No solo los actos de la locura conmueven a las sociedades al resonar en lo más


profundo del alma humana. También los pensamientos delirantes logran atrapar a
los que fácilmente se encierran en la sugestión de las palabras.

Un sujeto delirante, debido a sus interpretaciones o a sus construcciones más


acabadas, puede encontrar obstaculizados algunos de sus vínculos. Incluso es
posible que sus ideas no generen convencimiento alguno53. Algo así como un
delirio sin interlocutor. No por eso algunos psicóticos declinan su pasión en
persuadir a otros o dirigir sus convicciones a un destinatario designado. El
elegido bien podría acusar recibo e interesarse por esos pensamientos o
participar de dichas elucubraciones. En este sentido observamos cómo algunos
delirios generan adeptos.

Fueron los alienistas del siglo XIX quienes precisaron las condiciones para que
la locura sea comunicada. Observaron ciertas formas que adquiere el vínculo
entre dos sujetos. Nos referimos a las llamadas locuras de a dos. En algunos
casos un individuo delira y otro repite dicho pensamiento en los mismos
términos. En otros casos, ambos sujetos deliran a la vez. El debate entre autores
giró alrededor de explicar si dicha comunicación delirante se basaba en el
contagio, en la imitación, en la transmisión generacional de la locura, en la
herencia, en la verosimilitud de la temática delirante, etcétera. Respondieron así
a la paradoja con que nos confronta la clínica. Nada más alejado, a primera vista,
que el delirio para pensar la posibilidad de lazo del psicótico con otro. Sin
embargo, los delirios se comunican.
Para los autores como Lasègue y Falret54 es necesario, en este tipo de delirios,
la presencia de un sujeto denominado elemento activo y otro llamado elemento
pasivo. El primero es más inteligente y crea el delirio. El segundo recibe el
delirio y lo repite en los mismos términos. Ambos deben compartir durante largo
tiempo una vida común: en el mismo lugar, con el mismo modo de existencia,
los mismos sentimientos e intereses, por fuera de toda influencia exterior.
Además, el delirio que puede ser comunicable debe ser un delirio verosímil y el
sujeto pasivo debe estar interesado, de algún modo, en el delirio de su
compañero. Hay dos sentimientos que permiten circunscribir este interés: el
temor y la esperanza. La terapéutica propuesta es la separación de ambos sujetos
y, el efecto es que el elemento pasivo se cura y por lo tanto se deduce que no es
un alienado como su compañero.

Régis55 estudia a los sujetos que deliran a la vez. El autor da el ejemplo del
vínculo entre esposos y aclara que en los sujetos unidos por lazos matrimoniales
alguna circunstancia azarosa dispara la predisposición hereditaria de ambos y,
los sumerge en una elaboración delirante donde ya no se sabe qué parte es de
cada uno. Ambos repiten el mismo delirio. Se diferencia así la locura
comunicada de la locura simultánea. Hay también otra variedad más, nos
referimos a la locura inducida, donde un sujeto agrega a su delirio algunas ideas
delirantes de otro sujeto.

Marandon de Montyel56 señaló tres variedades posibles de locuras de a dos: la


locura impuesta, donde un solo individuo es alienado y padece de alucinaciones;
la locura simultánea, donde ambos comienzan con alucinaciones y delirios al
mismo tiempo y finalmente, la locura comunicada, donde un individuo
influencia al segundo con su delirio, pero ambos son alienados. En este último
caso hay una predisposición hereditaria a la alienación mental en ambos sujetos,
una vida común y una influencia de un sujeto sobre el otro que termina
adoptando el delirio del primero. Lo interesante es observar cómo el autor
entiende el fenómeno del contagio, en el cual un individuo cree en el delirio de
otro, como un error de juicio o de apreciación. Pero en las verdaderas locuras de
a dos, las comunicadas, lo que explica la transmisión del delirio no es el contagio
sino las disposiciones psíquicas de ambos delirantes. Por ende, este autor no
toma en cuenta la verosimilitud del tema delirante para que sea posible su
comunicación.

Mencionemos ahora algunos ejemplos de la obra de Lacan. Recordemos el caso


Aimée. La relación entre la paciente y su madre se caracteriza por un lazo
afectivo muy intenso que ella califica en términos de: «Éramos dos amigas»57.
Otro vínculo estrecho es el que une a las hermanas Papin58, descriptas por
Lacan como «almas siamesas» o como «pareja psicológica», al utilizar una
expresión de otro colega. Otra vez no se trata del contagio, de la influencia de un
individuo activo sobre otro pasivo, sino del narcisismo y de la imagen:

[…] las hermanas entremezclan la imagen de sus patronas con el espejismo de su


propio mal. Es su propia miseria lo que ellas detestan en esa otra pareja59.

Para Lacan la paranoia y este tipo de delirios quedan explicados por el complejo
fraterno y por la etapa narcisista, que excluye el plano social (plano simbólico) y
reduce todo el fenómeno al plano especular. Justamente al no haber edipo la
relación con la realidad en la psicosis es de orden narcisista e imaginario. Este
mal de ser dos de las hermanas es el mal de Narciso con su tensión agresiva,
afirma Lacan.

Por último, no olvidemos el caso marrana, ya citado en nuestro capítulo dos, que
da testimonio de cómo una madre y una hija comparten un mismo delirio60.

Todas estas parejas delirantes muestran algunas de las formas que adquiere el
lazo social en la psicosis. Si Lacan subrayó el aislamiento social que caracteriza
a dichos vínculos es porque tempranamente captó que la operación del padre no
tiene las mismas consecuencias, a nivel de los lazos, que su no intervención61.
Frente a la falta de apertura a lo social, propia de su función, puede erigirse un
orden enloquecedor que une a los miembros de una misma familia.

Recuerdo un paciente que fue encontrado en la vía pública descalzo y con la piel
quemada por el sol. Cumplía una misión divina. Era un intermediario entre Dios
y la humanidad. Un verdadero profeta. No estaba solo. Una mujer lo escuchaba
fascinada. Probablemente otros habían sucumbido al efecto cautivante de sus
palabras. Pero, quizás, no por las mismas razones que ella. Entre esa multitud de
creyentes ella era su más fiel seguidora. Hacía mucho tiempo que estaban juntos.

Conducidos por la policía a la guardia de un hospital explicó su misión. Debía


transmitir la palabra de Dios. Según le había sido revelado por las voces
divinas62 él era el hijo del Señor. Ella, sentada a su lado, asentía con la cabeza
todo lo que él decía. Un brillo en su mirada acompañaba su escucha. Nadie
hubiera dudado en el amor que le tenía. Quizás ese brillo debió ser el mismo que
aquel que señala el azar con el cual un hombre encuentra a una mujer63. Si él
creía en sus voces, en cambio ella, su compañera inseparable, creía en él64.
¿Cómo explicar ese amor? Como una especie de locura65. Una locura de a dos.

A diferencia de las locuras a dúo otros convencen con sus ideas a un público más
amplio. Nos referimos a los delirios colectivos. Merecen especial atención
aquellos paranoicos que generan adeptos: grandes oradores, escritores, líderes de
sectas, formadores de discípulos, etcétera. Interesados en dar a conocer sus
pensamientos se dirigen a los demás. Quizás muchos de ellos han sido poco
estudiados por circular fuera de los hospitales. Por alguna razón generan esa
simpatía casi universal que Clérambault describió en las erotomanías.

Reflexionemos en este sentido sobre un conspicuo fenómeno como el nazismo.


Se sabe que no fue necesaria ninguna ideología sobre la raza para unir a distintas
personas en un delirio colectivo66. Pues, para constituir el fenómeno del
racismo: «[…] basta un plus-de-gozar que se reconozca como tal»67. Ese goce,
que ya hemos definido a través de la pulsión de muerte, condensa el rechazo de
Hitler por los judíos. Aunque parezca increíble, esa condensación se reduce a un
objeto enigmático, según la calificación de Lacan, el cual a su vez conlleva
dicho rechazo. Pues para nosotros la banalidad del mal es su propio enigma. Así,
ese objeto misterioso constituye el rasgo inconfundible que genera el racismo: el
bigote de Hitler. Afirmamos, entonces, que el bigote de Hitler es un ejemplo de
delirio que arma lazo social y un ejemplo de un lazo fundado en el objeto68 más
que en un Ideal. Lacan nos advierte que todas las formas de racismo en la
medida que el plus-de-gozar alcanza para soportarlo, están hoy a la orden del día
y, son un amenaza para años futuros69. Creemos que esta insinuación capta esa
monotonía anestesiante de una reiteración eterna70. Para ir más lejos podemos
afirmar que el delirio, la ficción creada, viene a dar el contenido a la forma
indecible del rechazo del Otro71. Cabe aquí reflexionar sobre los usos políticos
actuales de la religión evangélica en el ascenso de los nuevos totalitarismos y
recordar que Freud hizo de la religión un delirio de masas.

En El malestar en la cultura, Freud entiende que cada uno de nosotros se


comporta en algún sentido como el paranoico. Todos corregimos algún aspecto
insoportable de nuestra realidad por una formación de deseo e introducimos
dicho delirio en lo objetivo. Cuando es un número de seres humanos los que se
crean ese seguro de dicha y protección contra el sufrimiento, entonces, tenemos
los denominados delirios de masas. Por ejemplo: la religión. Al ser un delirio
compartido reúne a varios en una misma creencia y les ahorra así la neurosis
individual. Quienes participan nunca lo disciernen como tal, nos explica Freud.
La religión es sostenida por los hombres debido al sentimiento infantil de
desamparo y a la creencia en la figura de un padre protector. El delirio religioso
tiene entonces su base en la creencia neurótica en el padre. Recordemos que la
Iglesia es una de las masas que Freud considera organizada por la figura de un
conductor y por los vínculos de amor entre sus miembros. Siguiendo estas
elaboraciones podemos concluir que no sólo la psicosis puede delirar sino
también la neurosis.

Tomemos otros ejemplos. A diferencia de las concepciones clásicas que


suponían la inverosimilitud o lo disparatado de todo delirio72, sabemos que este
puede ser absolutamente creíble en tanto sus ideas están en consonancia con los
temas sociales de la época. Tenemos así la alianza perfecta que determina su
posibilidad de comunicación73. De este modo, al no ser el psicótico indiferente
al clima social siembra las condiciones para la posibilidad de vínculos
ampliados. A lo largo de la historia reformadores, inventores y utopistas
convencieron con sus pensamientos a la masa. El clima social tiñe la temática
delirante. Los delirios se visten a la moda con los retazos del discurso de la
época. Así, el delirio pulula en el aire de un determinado tiempo. Aquellos
habitantes de ocasión podrán aspirarlo con facilidad.

Desde el siglo XIX se ha observado la permeabilidad que la psicosis tiene al


medio social. Es así como en relación con las locuras simultáneas o
comunicadas, Marandon de Montyel dirá que el medio influye sobre las formas
que reviste la alienación mental. Explicará cómo en el siglo XIX los casos
clínicos de locuras de a dos presentaban delirios de persecución, debido a la
atmósfera de lucha y desconfianza que caracterizaba esos tiempos. En cambio,
en la Edad Media, el ambiente de fe y superstición dio lugar a los delirios
religiosos. Esta valiosa observación nos muestra cómo la psicosis se enlaza a los
discursos, delirando con ellos. Este aspecto es lo que vuelve dudable una de las
características que intentan definir el delirio en el ámbito de la psiquiatría: lo
inverosímil del contenido74.

Hoy ya no es ninguna novedad que el delirio está configurado con los


significantes sociales, desde psiquiatras a psicoanalistas son varios los autores
que mencionan esto. Sin embargo, para algunos, como Germán Berrios75,
dichas configuraciones son actos de habla vacíos en respuesta a una señal
neurobiológica. Con esta afirmación, cuestionada por otros76, despoja al delirio
de toda lógica que permita entender la relación entre el mismo y la época,
reduciéndolo a un mero «ruido de fondo».

Para nosotros la psicosis aparece en estrecha relación con el drama social, tanto
en sus actos como en el contenido de sus pensamientos.

La ciudad del discurso

Si bien, como veremos más adelante, hay delirios que pueden ordenar a un
conjunto de gente, existen delirios privados como el del presidente Schreber, que
solo ordenan la vida de aquel que los construye. Pese a todo, seríamos
imprecisos si dijéramos que su delirio no esté en consonancia con los discursos
de la época.

Parte del pensamiento delirante de Schreber está en consonancia con el libro de


Flechsig, Cerebro y Alma (Gehirn und Seele)77. ¿No se cansa Schreber de
hablarnos del almicidio (Seelenmord) atribuyéndole a su médico dicha
intención?78 Su delirio reproduce uno de los discursos hegemónicos que su
médico encarna. A la inversa, es el mismo Freud quien reconoce en el texto de
Schreber la pertinencia de las categorías que él mismo forjó:«[…] el texto de
Schreber es un gran texto freudiano»79. Y Lacan nos recuerda que Freud declara
que no sería indigno ni aún riesgoso dejarse guiar por un texto tan brillante,
aunque ello lo expusiese al reproche de que está delirando con el enfermo, cosa
que no parecía perturbarlo mucho80.

Más allá de no alcanzar el nivel de sugestión social que tienen otros delirantes81,
Schreber decide publicar sus Memorias. Vemos de este modo la intención de
dirigirse a otros discursos, tales como la religión y la ciencia (tampoco
desconocemos el efecto de enseñanza que transmite en las generaciones de
psicoanalistas hasta hoy en día). Es particularmente en relación al tema de la
publicación que Lacan se cuestiona sobre la necesidad de reconocimiento que
tiene el loco. Con respecto a las producciones de la paranoia se pregunta sobre la
función de los testimonios delirantes, como el del Paul Schreber:
No digamos que el loco es alguien que prescinde del reconocimiento del otro. Si
Schreber escribe esa enorme obra es realmente para que nadie ignore lo que
experimentó, e incluso para que, eventualmente, los sabios verifiquen la
presencia de los nervios femeninos […] Es algo que de hecho se propone como
un esfuerzo por ser reconocido. Tratándose de un discurso publicado, surge el
interrogante acerca de qué querrá decir realmente, en ese personaje tan aislado
por su experiencia que es el loco, la necesidad de reconocimiento82.

Poco nos costaría entender que aquí señala la cuestión del lazo social bajo la
figura hegeliana del reconocimiento. Justamente es dicha necesidad la que llama
la atención de Lacan, pues la locura parece a primera vista no despertar
inquietud alguna por ser reconocida. Sin embargo, algunas psicosis buscan dar
testimonio de sus experiencias. La entrevista clínica, conocida como la llamada
presentación de enfermos83 puede servir al mencionado fin. Viene a nuestros
recuerdos un paciente que finalizada su presentación, en la cual no dejó de mirar
al público mientras mencionaba los nombres de todos aquellos que conspiraban
en su contra, interrogó al entrevistador si había estado a la altura de las
circunstancias. Como quien termina de exponer una clase y espera su
calificación, dicha preocupación demuestra la importancia que tiene para el
psicótico su interlocutor84.

Schreber, en cambio, encuentra otro camino para dar a conocer su saber


delirante. Si publica no es con el objetivo de intercambiar ideas con otros
discursos, de quienes poco le importa que reconozcan la verdad del asunto, sino
por la satisfacción85 que en ello encuentra: «Un delirio no carece forzosamente
de relación con el discurso normal, y el sujeto es harto capaz de comunicárnoslo,
y de satisfacerse con él, dentro de un mundo donde toda comunicación no está
interrumpida»86. Observemos bien que delirio y discurso se encuentran
emparentados. Para Lacan, tanto el discurso (normal o admitido) como el delirio
deben ser juzgados, ante todo, como un campo de significación organizado en
torno a cierto significante87. Delirio y discurso son ficciones, novelas cuya
matriz simbólica organiza nuestro mundo. Hay discursos o delirios establecidos
y hay discursos o delirios no establecidos88. Verbigracia, hay lazos sociales
establecidos y otros que no.

A diferencia de Schreber, que poco tuvo en cuenta la opinión de su público, Jean


Jacques Rousseau sostiene un diálogo permanente con su época. En 1750
elabora su primer discurso a partir de un anuncio publicado por L’ Académie des
sciences, arts et belles-lettres de Dijon. Se ofrece un premio al mejor ensayo que
responda a la cuestión de si el desarrollo de las ciencias y el arte contribuyen a
mejorar la moral del hombre. En su escrito, Rousseau, contesta de manera crítica
y afirma que lejos de beneficiar al ser humano lo distancian de la virtud. De este
modo, defiende un punto de vista distinto al de la mayoría de sus contrincantes.
Sus contemporáneos piensan que el progreso de la humanidad va de la mano de
las ciencias y el arte. Pese a todo, el ginebrino resulta ganador del concurso.

Su filosofía afirma que el hombre nace libre y en todas partes se encadena. De


este modo, nos enseña que el lazo social no viene dado y que cada uno debe, por
tanto, ingeniárselas para vincularse con los otros.

En un movimiento de interlocución constante con los discursos vigentes, se


dedica a cuestionar y rechazar los vínculos humanos establecidos89. Es en lo
insoportable de su relación con el otro donde se revela lo paranoico de todo lazo.
Rousseau sustituye su vestimenta mundana por un atuendo excéntrico y rebelde
que metaforiza su alejamiento de la ciudad compartida. Entonces, reflexiona.
Denuncia la corrupción de la sociedad, sus modos de goce. Pero no permanece
en la mera disputa sino que inventa una nueva subjetividad. Así, su escritura
instaura nuevos ideales90 sobre la educación, el amor, la legislación, la
naturaleza, etcétera. En este punto aseveramos que el genio de Ginebra inventa
un nuevo discurso, fundado en un decir inédito que él encarna91.

Al final de su enseñanza Lacan92 afirma que se pueden pensar las letras que
componen la estructura del discurso en la paranoia. Sabemos que esto no es
demostrado, al menos explícitamente, en su obra. De todos modos, dicha
afirmación sugiere, al mismo tiempo que anticipa, que la psicosis no se
encuentra de hecho fuera de discurso. En todo caso, debemos pensar cómo se
articulan dichas letras sin el ordenamiento del Nombre del Padre.

Entonces, lejos de estar fuera de discurso la locura nos puede indicar lo que
llamamos discursos no establecidos. Una posibilidad inédita abre aquí nuestro
campo de investigación: la orientación del psicótico mediante otra lógica que,
lejos de encorsetarlo en la vía corriente93, le permite estar inmerso en los lazos
sociales de otra manera.

Es el rasgo de libertad, atribuido por Lacan a la locura, el que habilita que otra
ciudad discursiva sea posible. Fuera de todo dogmatismo, el delirante celebra
otro contrato, otro pacto, para un mundo vivible94. En conclusión, es por no
estar sujetado al discurso establecido que el psicótico puede ser Amo en la
ciudad del discurso95 como Rousseau lo demuestra.

De esta manera, entre varias de sus obras, conmueve a la sociedad con La nueva
Eloísa e inspira a los revolucionarios franceses con El contrato social. Logra con
su escritura estremecer a sus lectores y agitar las más poderosas pasiones. No por
nada «[…] fue el testigo principal del descubrimiento de que hay paranoicos a
quienes persiguen de verdad»96. Bien sabemos que nada opacó su lugar de
honor en la historia de los comienzos de la cultura de masas, a pesar de que su
fama a nivel mundial no impidió terminar sumergido en la soledad97. Escribirá
sus Ensoñaciones para sí mismo, en un repliegue autosuficiente que lo aleja de
todos. No toda solución dura para siempre. Pues en su propuesta de una sociedad
soberana no pudo evitar el surgimiento del mal.

Muy diferente es la escritura de Joyce, de quién también Lacan se interesó por


sus publicaciones. No es un paranoico; la palabra impuesta y el problema del
cuerpo son sus vicisitudes. Joyce escribe destruyendo el sentido98, hasta hacer
de su texto un puro enigma que hace estallar todo discurso compartido. Es a los
universitarios a quienes dirige su escrito, son ellos quienes emprenden la
imposible tarea de descifrarlo:

Pues, de entrada, quiso ser alguien cuyo nombre, muy precisamente el nombre,
sobreviviese para siempre. Para siempre quiere decir que marca una fecha.
Nunca se había hecho literatura así. Y para, de esa palabra literatura, subrayar su
peso, diré el equívoco con el cual suele jugar Joyce-letter, litter. La letra es
desecho99.

Su idea de trascender a través de la publicación transforma la certeza, que previa


a toda su obra lo nombra como El Artista, en reconocimiento social:

[…] el nombre propio hace todo lo posible por volverse más que el S1, el
significante amo, que se dirige hacia el S que llamé con el subíndice 2, ese en
torno del cual se acumula lo que atañe al saber100.
Lacan lee a Joyce con la fórmula del discurso del amo. No sería apresurado ver
también aquí otra versión clínica del psicótico Amo en la ciudad del discurso.
¿No es acaso esta ciudad la que se plasma en la novela del Ulises, al entrelazar,
según Mario Teruggi101, los dublinenses con su ego?

Publicar reanuda, entonces, un lazo con el discurso establecido (discurso


universitario)102 y permite afirmar que Joyce no está loco103. Sin embargo, no
pudo ser como creía su hermano Stanislaus, el Rousseau de Irlanda.

Transferencia en las psicosis

Para finalizar, retomaremos la ya mencionada tensión constitutiva que anida en


el corazón de nuestros lazos con los demás.

No solo en la cura del neurótico, como hemos explicado, puede presentarse


dicha tensión, sino también en el tratamiento de las psicosis, en donde puede
transformarse en su obstáculo principal. En consecuencia, como profesionales
podemos quedar aprisionados en la fórmula del psicótico: el Otro quiere mi mal.
O bien, quedar atrapados en lo que constituye la otra cara de la misma moneda:
el Otro me ama. Pues si es posible que ese amor suprima al loco como sujeto,
entonces se trata de un amor muerto104. Desde ese lugar al que estamos
destinados resulta espinoso conducir un tratamiento. Reflexionemos sobre este
punto.

Es en el vínculo establecido entre el loco y su terapeuta que la mencionada


desconfianza del paranoico puede manifestarse. Nos referimos aquí a aquello
que en psicoanálisis recibe el nombre de transferencia. En ese sentido, Schreber
afirma:

Era entonces muy natural, desde el punto de vista humano que seguía
prevaleciendo en mí, que viera en el profesor Flechsig a mi solo y único
enemigo […]105.
Describe cómo su médico, el otrora amado Paul Flechsig, llevaría a cabo su plan
:

Así se preparó el complot dirigido contra mí […] cuyo objetivo era, una vez
reconocido o admitido el carácter de mi enfermedad nerviosa, entregarme a un
hombre de tal manera que mi alma le sea abandonada mientras que mi cuerpo
cambiado en cuerpo de mujer […] habría sido entregado a ese hombre para que
abusara sexualmente y luego simplemente lo «dejara tirado», es decir, sin duda
abandonado a la putrefacción106.

No podemos dejar pasar por alto aquí esos fenómenos de inducción


significante107 que nutren el escrito de Paul Schreber. En una lectura comparada
del trabajo de Paul Flechsig en Cerebro y alma (Gehirn und Seele) y las
Memorias de un neurópata, afirmamos la cercanía en que se encuentran el
lenguaje neurológico con los rayos divinos. Admitimos, así, el lugar destacado
que tiene el significante Seele (alma) tratándose de su venerado doctor, artífice
del almicidio (Seelemord). No sería arriesgado ver aquí el significante de la
transferencia psicótica.

Lacan explica la propensión del psicótico a ubicarse en posición de objeto del


goce del Otro en términos de erotomanía mortificante108. Así describe una de
las formas que adquiere la transferencia en la psicosis. La característica de lo
mortificante remite al padecimiento que dicha posición conlleva. Recordemos
que Schreber es objeto de goce de su médico Flechsig, quien cometería abuso
sexual contra él:

Porque el así llamado clínico debe acomodarse a una concepción del sujeto, de la
cual se desprenda que como sujeto no es ajeno al vínculo que para Schreber, con
el nombre de Flechsig, lo coloca en posición de objeto de cierta erotomanía
mortificante y que el lugar que ocupa en la fotografía sensacional con que se
abre el libro de Ida Macalpine, o sea, ante la imagen mural gigantesca de un
cerebro, tiene un sentido en el asunto.
No se trata aquí de acceso alguno a un ascetismo místico ni tampoco de una
apertura efusiva a la vivencia del enfermo, pero sí de una posición a la cual sólo
introduce la lógica de la cura109.

En este escrito se introduce a la psicosis como sujeto del goce. El lazo


transferencial que establece el psicótico es la lógica que permite explicar, a partir
del concepto de goce, lo que otros entienden como déficit orgánico.

Hay una pregunta recurrente en todo practicante del psicoanálisis con la locura:
cómo no quedar atrapado en el desfiladero que va de la erotomanía mortificante
a la persecución. O bien, cómo evitar constituirse en un personaje110 más del
delirio del paciente.

Uno de ellos pensaba que los médicos habían acordado con su familia internarlo
para sacarle sus bienes. ¿Cómo no estar bajo sospecha cuando la indicación de
internación coincide con la demanda familiar? ¿Por qué aceptaría el loco, que
denuncia la mala intención del Otro o de los otros, ser hospitalizado?

Otra paciente estaba alerta por encontrar a la mujer que Dios elegiría para
ella111. Escuchó en sus sueños una voz fuerte que le hizo vibrar los oídos: «Dios
me dijo que debo amar a una mujer». La construcción de su delirio gira
alrededor de esa orden alucinatoria. Con el paso del tiempo su cuerpo se
transformaría para poder ser receptivo al amor. A ese proceso lo denomina
«determinación divina». Se convertiría, así, en La diosa del amor. Con este mito
logra explicar lo que es imposible para el resto de los hombres: la experiencia de
un goce infinito. Dicha satisfacción futura permitirá borrar todo el sufrimiento
humano y dar así origen a una nuevo mundo. Por el momento espera una señal
que le revele cuál es la mujer elegida para concretar ese «encuentro divino». En
las entrevistas sucederán un sinnúmero de relatos amorosos que dan cuenta de la
vertiente erotómana de su delirio. Siempre son las otras quienes toman la
iniciativa. En la infinita búsqueda de su partenaire, todas las mujeres pueden ser
las elegidas. ¿Cómo demostrar, entonces, que quien la atiende no es la
prometida? ¿Cómo sustraerse de dicho conjunto? Ella misma nos indica la
respuesta. Sabe que su terapeuta está casada y eso la alivia.

Las inquietudes surgidas de ambos relatos delimitan una cuestión central y


previa a todo tratamiento posible de la psicosis: «[…] la concepción que hay que
formarse de la maniobra, en este tratamiento, de la transferencia»112. Sabemos
que la invención del psicoanálisis constituye un lazo social inédito, que podemos
conceptualizar en términos de transferencia. A su vez, todo tratamiento posible
de la psicosis, introduce dicha cuestión pero en un más allá de Freud. De manera
tal que Lacan advierte que utilizar la técnica que Freud instituyó, fuera de la
experiencia a la que se aplica, no sería muy sensato. Entendemos que si la
psicosis interroga ese lazo social inédito, ello no impide que el psicoanálisis
incorpore dentro de su política esa dificultad como propia. En este sentido,
Miller113 introduce sugestivamente su pregunta: ¿Quién explicará la
transferencia del psicótico?

Una virtual orientación práctica puede ser hallada en el escrito de Lacan sobre la
Cuestión preliminar. Allí nos sorprende el señalamiento de que el lazo entre
Schreber y su mujer sobrevivió al derrumbamiento subjetivo de la psicosis.
Lacan lo enuncia de la siguiente manera:

[…] la relación con el otro en cuanto con su semejante, e incluso una relación
tan elevada como la de la amistad en el sentido en que Aristóteles hace de ella la
esencia del lazo conyugal, son perfectamente compatibles con la relación salida
de eje con el gran Otro, y todo lo que implica de anomalía radical, calificada,
impropiamente pero no sin algún alcance de enfoque, en la vieja clínica, de
delirio parcial114.

En esta cita encontramos que la llamada «relación salida de eje» es otro nombre
de la forclusión. Hasta aquí nada nuevo. La sorpresa estará en plantear que la
causa de la psicosis armoniza con la posibilidad del vínculo entre partenaires,
incluso en el momento de mayor caída subjetivo. En este caso se trata del lazo
conyugal que une a Schreber con su mujer115. Apelar a la teoría filosófica de la
amistad para describir dicho matrimonio resulta novedoso. Sin embargo, nos
preguntamos: ¿de qué tipo de amistad se trata? Podríamos decir que ni el placer
ni lo útil, en el sentido aristotélico, podrían explicar la duración del vínculo116,
más bien, ambos hubieran impulsado su disolución. Por el contrario, es la
amistad como virtud la que hace a la esencia del lazo amoroso. Es sobre esta
idea que encontramos en Lacan ese soplo de aire fresco para pensar la
transferencia en las psicosis. Solo un lugar vacío de toda búsqueda de placer o de
beneficio personal permite al profesional ser un acompañante amistoso del sujeto
psicótico que va al encuentro de su solución singular. Así, ser testigo de la
malicia del Otro, no impidió decirle a Juan que las mujeres a esa edad son
conflictivas y que era mejor quitarles trascendencia. Atemperar la maldad del
Otro, localizada en su esposa, le permitió concentrarse en su trabajo y frenar la
respuesta automática a los mensajes que ella le enviaba.

En no pocas oportunidades, al regresar a su hogar, Carla encuentra


desacomodadas sus cosas. No están en el mismo orden en que las había dejado.
Sus anillos, su ropa, su dinero, desaparecen. Piensa que alguien entra a su
departamento cuando no está. Luego de un tiempo reconoce al intruso que vive
en su mismo edificio. Es alguien que tiene la habilidad de no dejar rastros.
Decide no salir de su hogar por temor a los robos. Deja de trabajar y ver a sus
amigos. Realiza sin éxito varias denuncias en la policía. No le creen. A falta de
respuesta solicita ayuda con un profesional. Se siente observada. Cree también
que pueden hackear sus claves bancarias, alguien podría mirarlas cuando las
escribe en su computadora. Su tratamiento implica un recorte del espacio, una
suerte de cartografía secreta que ofrece una respuesta diferente. Elige distintos
escondites para sus objetos más valiosos y al mismo tiempo mantiene un orden
estricto con sus cosas que le ayudan a detectar si el intruso volvió a entrar. En
dicho caso, las medidas de seguridad más rigurosas son establecidas en el marco
del dispositivo terapéutico. Tan es así que luego de un tiempo logra irse de su
vivienda sin temor alguno a regresar y no encontrar sus pertenencias. Su sistema
de protección es verdaderamente eficaz. El intruso debe estar desconcertado, ya
no puede robarle todo. Este manejo del espacio en transferencia sirve para
mantener a raya la maldad del Otro.

La transferencia en las psicosis puede constituirse como un lugar privilegiado


para tratar aquello que vuelve insoportable las relaciones sociales. De este modo,
un vínculo menos martirizador con los otros es posible.
Marionetas de las palabras

Más allá de la esquizofrenia

Ignoramos la lengua que hablamos

Un ruido extraño, distante, perturbó el silencio de esa noche. Se sintió forzado a


levantarse de su cama. Como un espectador atento quiso precisar de dónde
provenía. Abrió su ventana. De pronto, en la inmensidad de la oscuridad, lo
desconocido se impuso como el sonido de un golpe.

A la noche siguiente lo sintió más cerca y más fuerte. Entonces pudo


distinguirlo. En las paredes de su dormitorio escuchó el ruido de una pelota que
rebotaba contra el suelo. El bullicio escandaloso de los muros le impidió el
sueño. Estalló en llanto.

Al final, lo estrepitoso se convirtió en voz. No todas las paredes son iguales, las
suyas le hablaban.

El enigma de la voz lo obligó a desentrañarlo y lo mantuvo despierto. Pensó que


existía la intención de enloquecerlo. Entendió que ya no dormiría como siempre,
algo había cambiado.

Una noche, en lo insoportable del estruendo se clavó un cuchillo. Conducido a


la guardia del hospital aclaró que jamás pensó en matarse sino en callar el
alboroto exterior con un escándalo interno.

Relatos como este resonaban en los muros del asilo Alejandro Korn. Entrar en
ese hospital y caminar más allá de la fuente, alrededor de la cual giraban los
pacientes, impactaba. Desde allí podía verse el camino que conducía al sin fin de
pabellones de internación. Ninguna señalización orientaba hacia dónde dirigirse.
Había que llegar hasta cada uno de ellos para saber de qué se trataba.

Algunos pacientes se precipitaban al encuentro de los profesionales, lo hacían


cada día, cada vez, como si fuera la primera. En cambio, otros, permanecían
sumergidos en un diálogo privado con sus voces. Más allá de esa fuente, estaba
aquello que detenía el giro de los cuerpos.

Como desarrollamos, en nuestro segundo capítulo «¿Por qué el padre?», Lacan


equipara el significante del Nombre del Padre con una carretera principal. Aclara
que no es un camino que se extienda de un punto a otro. No es lo mismo que el
sendero que trazan los elefantes a través de la selva ecuatorial. Más bien es un
paraje «[…] en torno al cual no solo se aglomeran todo tipo de habitaciones, de
lugares de residencia, sino que también polariza, en tanto significante, las
significaciones»1. Es así como una carretera permite reunir a los seres humanos
en ciudades, que comparten significaciones, y se instalan en el nudo donde
cruzan varias rutas. Su comparación con esos mapas de las grandes vías de
comunicación expresa, según Lacan, el papel del significante. Se trata de una red
significante que asegura por donde transitar.

Con la psicosis surge una pregunta esencial. ¿Qué pasa si esa carretera no está?
Habrá que orientarse por otros senderos secundarios, armar otras rutas o
vagabundear en ellas:

Es decir que cuando el significante no funciona, eso se pone a hablar a orillas de


la carretera principal. Cuando no está la carretera, aparecen carteles con palabras
escritas. Acaso sea esa la función de las alucinaciones auditivas verbales de
nuestros alucinados: son los carteles a orillas de sus caminos2.

Hermosa metáfora que cierne el fenómeno alucinatorio como efecto de la


forclusión.

Las voces de la locura, esos carteles al costado del camino, desfilaban a lo lejos
de la mencionada fuente. Así, en las psicosis, las palabras se emancipan y se
ponen a hablar solas. La pregunta central del seminario «Las psicosis» de Lacan
es por qué las palabras aparecen en lo real3.

El esfuerzo del autor en su seminario es aclarar que la alucinación no es del


mismo orden que el síntoma neurótico. Mientras la primera corresponde a la
forclusión y su retorno en lo real —significante fuera de la cadena simbólica—
el segundo traduce la lengua de la represión y el retorno de lo reprimido:

Cada cadena simbólica a la que estamos ligados entraña una coherencia interna,
que nos fuerza en un momento a devolver lo que recibimos a otro. Ahora bien,
puede ocurrir que no nos sea posible devolver en todos los planos a la vez […].
Entonces reprimimos: nuestros actos, nuestro discurso, nuestro comportamiento.
Pero la cadena, de todos modos, sigue circulando por lo bajo, expresando sus
exigencias, haciendo valer su crédito, y lo hace por intermedio del síntoma
neurótico4.

Entonces, la diferencia esencial entre síntoma neurótico y alucinación es la


posibilidad que tiene la cadena simbólica para seguir circulando o no. Por este
motivo, en el escrito «De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de
la psicosis», Lacan nos advierte de no utilizar en la locura la técnica5 inventada
por Freud en el campo de las neurosis.

Si hablar es hablar a otros y recibir nuestro mensaje en forma invertida, en la


alucinación toda intersubjetividad desaparece6. Por lo tanto, en las psicosis es la
realidad la que habla. Queremos destacar que muchos autores, como
desarrollaremos en nuestro último capítulo, se han detenido en estos fenómenos
para argumentar que la locura está fuera de discurso y, por ende, del lazo social.
Al partir de la definición de discurso como palabra articulada, como significante
en cadena, señalan que el fenómeno alucinatorio ilustra lo opuesto7. Por
ejemplo, las voces imperativas de muchos alucinados que profieren órdenes,
demuestran cómo el significante retorna solo, sin enlazarse a otros y se impone
en la certeza de la alusión. Sin embargo, consideramos que dicho análisis solo
abarca un aspecto del asunto, el de las psicosis desencadenadas, desestabilizadas,
que padecen sus alucinaciones. Constatamos, también, las distintas maneras que
tiene el loco para escapar de la pasividad a la que lo someten sus voces y que
desarrollaremos más adelante.
Hay en nosotros, explica Lacan una especie de zumbido, un verdadero
zafarrancho, que desde la infancia nos ensordece8. El problema es cuándo, en
algún momento de nuestras vidas, eso se suelta. Entonces, la relación entre
significante y significado se quiebra. Así, el significante se independiza:

Y, entonces, en ese zumbido que tan a menudo nos pintan los alucinados, en el
murmullo continuo de esas frases, de esos comentarios, que no son más que la
infinitud de los caminitos. Los significantes se ponen a hablar, a cantar solos9.

La psicosis nos enseña sobre la normalidad del ser hablante, sobre las palabras
con las que fuimos hablados, sobre ese discurso que desde nuestra niñez
comanda nuestras vidas. A tal extremo la locura no es déficit, sino que es
fundamental para comprender al ser del hombre, que Lacan retomará esta idea al
final de su obra al precisar que:

[…] lo que llamamos un enfermo llega a veces más lejos que lo que llamamos
un hombre con buena salud. Se trata más bien de saber por qué un hombre
normal, llamado normal, no percibe que la palabra es un parásito […] es la
forma de cáncer que aqueja al ser humano10.

Lo más curioso es que pocas veces advertimos que todos escuchamos voces, el
hecho es que solo unos pocos se las toman en serio. Lo que llamamos
xenopatía11 —neologismo de Paul Guiraud— resulta ser la normalidad de la
estructura, el parasitismo del lenguaje.

En definitiva, todos podemos ignorar la lengua que hablamos12 y


transformarnos en marionetas de las palabras13. Algunos lo padecen más que
otros.

Es sabido que el lugar común de la clínica psiquiátrica actual es el hacer de la


voz alucinada un patrimonio del llamado trastorno esquizofrénico y colocar el
delirio dentro del haber eufemístico del trastorno de ideas delirantes. Huelga
decir que un fenómeno tan complejo como la voz no puede reducirse a una
categoría clínica, como tampoco únicamente a la ruptura del lazo con otros o al
aislamiento autístico del soliloquio. Sabemos que hay sujetos que interactúan
con sus voces promoviendo un hecho subjetivo singular, en eso que los clásicos
llamaban psicosis alucinatoria crónica. Otros, como veremos más adelante,
logran incluso ir más allá trabando vínculos ocurrentes con otros xenópatas —
grupos de escuchadores de voces—.

Imposible apelar a la comprensión para captar la experiencia alucinatoria de la


locura. Ni el refugio en el saber pormenorizado de los fenómenos psicóticos, ni
la risa nerviosa, ni la mirada piadosa, ni la indiferencia, ni la angustia del
principiante, ni el ideal heroico de cura, alcanzan para orientarnos en nuestra
práctica clínica. La clínica es lo real imposible de soportar.

Ir más allá de esa fuente, no retroceder frente a la psicosis, implica apartarse del
juicio deficitario sobre las alucinaciones, por lo menos, en muchos casos, «[…]
es una suerte que indiquen vagamente la dirección»14. Así, muchos alucinados
se orientan por el contenido de sus voces que parece triunfar frente al silencio
inicial propio de la perplejidad. Esto le ocurre a Juan que se va de su casa sin
decir a dónde. Durante un mes estuvo aislado, sin mantener diálogo con nadie,
concentrado en el torbellino de sus pensamientos y con la mirada perdida. Sus
padres muy preocupados solían ir tras él cuando dejaba el hogar.

Por fin logra explicar su comportamiento. Hay palabras que se imponen en su


mente, no puede controlarlas, posee buenos y malos pensamientos. Las palabras
le dicen qué hacer. Siente en su cuerpo mucha culpa, carga con todos los pecados
del mundo y debe redimir a la humanidad. Para esto tendrá que purificarse. Los
autos en la calle le envían señales, las luces rojas significan que debe purificarse
con fuego y lo ha intentado. Sin embargo, el agua también puede servirle.
Todavía no está decidido cuál es el mejor método y acuerda con su terapeuta no
precipitarse. ¿Por qué sale de su casa en determinados horarios? ¿Cómo debe
llevar a cabo su ritual? Las respuestas están en sus voces, estas le indican el
camino. Se nombra así: I’m a walker.

Palabras alucinadas
Medio siglo de freudismo aplicado a la psicosis deja su problema en el statu quo
ante, afirma Lacan en su escrito «De una cuestión preliminar a todo tratamiento
posible de la psicosis». Para demostrar su aserto coloca en el centro de la
discusión el fenómeno alucinatorio y declara que ubicará en la misma bolsa a
todas las posiciones teóricas, por diferentes que sean, que definen a la
alucinación como un perceptum sin objeto y piden razones al percipiens de dicha
percepción. Intentar que el sujeto explique su alucinación es suponer que él
mismo le otorga unidad y que la esencia de ese objeto es un sensorium particular.
Esta es la idea que Lacan critica fuertemente al analizar el fenómeno en su clara
articulación con la estructura del lenguaje.

Si prestamos atención al relato de nuestros pacientes sería difícil sostener dicha


teoría que reduce las alucinaciones a un fenómeno de error perceptivo. Las
psicosis nos enseñan que lo alucinado es el lenguaje y, en ese sentido, toda
alucinación es de naturaleza verbal15. Las palabras se les imponen desde el
murmullo hasta la voz clara y distinta.

No solo en la psicosis sino en la relación de todo sujeto a la palabra hay


paradojas. En primer lugar, si el otro profiere la palabra podemos caer en los
influjos de la sugestión o escapar de ella. En segundo lugar, cuando es el sujeto
quien habla entonces puede distribuirse en varios lugares: emisor, oyente de sus
dichos y sujeto aludido de su propio discurso. En la alucinación el psicótico no
enuncia las palabras que escucha.

Es en el énfasis puesto por Lacan en la estructura significante de la alucinación y


en la relación del sujeto al lenguaje, donde reside una de las enseñanzas del
psicoanálisis con las psicosis. Una indicación clínica resulta imprescindible para
acceder a este análisis. La sumisión del profesional a las posiciones subjetivas
del paciente16 es lo que permite entender la lógica del fenómeno alucinatorio y
la posibilidad de respuesta al mismo para arreglárselas con el sufrimiento que la
voz conlleva.

¿De qué sirve que el profesional confronte al loco con una realidad que solo él
experimenta? Bastaría con recordarles a muchos que todo el tiempo escuchamos
voces o recibimos pensamientos disparatados que desestimamos de continuo o
alojamos bajo formas adivinatorias que resultan ser pacificantes. La clínica bajo
sospecha17 ha quedado establecida desde que el discurso médico psiquiátrico se
incorporó al concierto de saberes dominantes y coloca al enfermo ante una
observación éclairée —como menciona Lanteri-Laura18— en desmedro del
hallazgo significante que puede ser el contenido, por ejemplo, de una voz.
Sabemos así que muchos psicóticos evitan comentar sus alucinaciones por temor
a que la respuesta automática sea el aumento de la medicación o simplemente el
encasillamiento en un determinado trastorno. En consecuencia, no resulta
abusiva la sentencia enunciada por Jacques-Alain Miller de que el hablar mismo
sería, en el fondo, un trastorno del lenguaje19.

No desestimamos que muchos sujetos sufren los efectos invasivos de la voz o


incluso conducen sus conductas y por lo tanto es necesario reducir ese
sufrimiento con los recursos con los que contamos hasta la fecha. Pero esto es
solamente un capítulo dentro de la amplia gama del parasitismo del lenguaje. Su
estratificación es notable y va desde algunos sujetos que necesitan escuchar la
voz para saber cuál es la ruta a seguir, otros que reciben consejos y compañía,
hasta los que interactúan con los antipsicóticos tomando como dicen un tiempo
de descanso para poder saber que la voz está ahí y luego dejar de escucharla. El
panorama es, como puede leerse, muy variopinto y exige disquisiciones estrictas.
Lo cierto es que intentar eliminar la voz, mediante el uso del fármaco, muchas
veces trae como consecuencia la anulación del sujeto mismo. En cambio, ser
dóciles a su invención para aliviar la xenopatía del lenguaje es nuestra
orientación en el diálogo con la psicosis.

La voz de la madre

Asiste al taller de música de un hospital de día. Dos internaciones previas, en


clínicas privadas, demuestran que la única solución encontrada a su malestar fue
el intento de suicidio. Aún desaparecida su idea mortífera, la proximidad
presente del pasaje al acto mantiene alerta a los profesionales que ahora la
atienden. Suspendida en la búsqueda de otra respuesta, que evite otra
internación, intenta explicar aquello que provocó semejante impulso.

Hija de padres separados ha quedado a merced del capricho materno. Su madre


le habla todo el tiempo. Esa voz incansable la atormenta y se independiza de
aquellos labios para resonar dentro de su cabeza. Luego de una discusión,
enloquecida entre las palabras, se aleja para encerrarse en su habitación. Escucha
otra voz que le da una orden: córtate. Obedece.
Mutilar el cuerpo para no escuchar, desaparecer para no oír, son las frases con
las que describe su intento de separación.

Para su sorpresa su asistencia regular al hospital permite silenciar la voz


materna. Salir de su casa la alivia. Siempre callada participa del taller junto a
otros.

Una nueva discusión con su madre la altera. Como siempre se dirige a su cuarto.
No se corta. Coloca en sus oídos unos auriculares y se dedica a escuchar las
canciones aprendidas en el taller. Escuchar música para silenciar la voz materna
es su nueva respuesta. Este buen uso de la música le permite retomar los
estudios, visitar a sus amigas y pensar en trabajar. De ahora en más llevará
consigo sus auriculares por una sencilla razón que explica con la siguiente frase:
«Ante cualquier emergencia rompa el vidrio».

Reconocemos en la voz un hecho que ubica al sujeto en un lugar pasivo, aquél


que padece de la emergencia del significante, aquel que es mártir del lenguaje.
Sin embargo, nuestra paciente demuestra su elección de no quedar atrapada en el
sufrimiento.

Si el psicoanalista debe encontrar un lugar en la transferencia con la psicosis,


será a partir de precisar cuál es el autotratameinto de lo real en la locura. Su
intervención allí podrá acompañar las buenas respuestas, propiciar la búsqueda
de otras o decir no a las que ponen en riesgo al sujeto. La creatividad y la
invención de cada paciente son nuestra brújula.

No todas las respuestas al padecimiento en la psicosis adquieren la forma de un


acto. Algunos pacientes deliran y logran también así hacer del lenguaje un
instrumento. La construcción delirante, en tanto invención de sentido, permite al
loco escapar del estatuto enigmático que porta el significante fuera de la cadena
simbólica. El delirio, restablece para Lacan, el matrimonio con el discurso20.

Voces enlazadas

Los escuchadores de voces


Como hemos dicho antes las voces han estado generalmente ligadas al
diagnóstico de esquizofrenia, psicosis que ha cargado con el rostro más
deficitario de la locura. Sin otorgar relevancia al contenido de la alucinación, se
la reduce a un fenómeno meramente patológico que el abordaje terapéutico
busca eliminar.

El «Movimiento de escuchadores de voces» ofrece un enfoque diferente sobre el


tema. Surge como una nueva forma de pensar los fenómenos del lenguaje. No es
asunto aquí poner en cuestión la teoría que lo sustenta, sino apreciar uno de sus
fines: luchar contra el estigma asociado a la locura que la aleja de la sociedad. Se
concibe el fenómeno de la voz como una experiencia humana normal. Dicho
movimiento plantea que el simple hecho de escuchar voces no puede utilizarse
como criterio diagnóstico de un trastorno psiquiátrico específico21.

Este movimiento surgió en los años ochenta cuando el psiquiatra holandés


Marius Romme decidió poner en contacto a dos pacientes alucinados en los
cuales la ayuda farmacológica fracasaba y comprobó la existencia de un
reconocimiento mutuo que les servía de apoyo. Sin embargo, esto no era
suficiente frente a la continuidad del padecimiento. Decidió realizar un llamado
por medio de la televisión a otras personas que estuvieran en la misma situación.
Aparecieron así otros que también escuchaban voces pero que no circulaban por
los servicios de salud y que, a diferencia de sus pacientes, podían convivir con
sus voces sin mayores dificultades. Frente a esto, organizó encuentros para
conocer dichas experiencias. Observó, por un lado, que esas personas se
entendían mejor que cuando hablaban con los profesionales y, por otro, que el
problema no se centraba en la escucha en sí misma sino en cómo afrontarla.

Esta cuestión nos recuerda el hecho al que se enfrenta todo ser hablante: el
parasitismo del lenguaje. Como venimos planteando, algunos logran hacer del
lenguaje un instrumento y otros quedan a su merced.

A partir de esta experiencia empiezan a surgir los primeros grupos y


asociaciones de escuchadores de voces, tales como la Foundation Resonance en
Holanda o el Hearing Voices Network en Reino Unido. Grupos que están
conformados por personas testigos de esa realidad que muchos han conseguido
silenciar22. Las intervenciones de los profesionales que integran estos grupos se
dirigen a sostener la conformación de los mismos y a facilitar la dinámica
grupal.

En el año 1997 se celebra en Maastrich un encuentro internacional entre


escuchadores de voces y profesionales de la salud mental. Producto del evento
surgió una organización internacional llamada «Entrevoces» que se encargaría
del estudio e investigación del tema.

Los grupos de escuchadores están armados con el fin de ayudar a estas personas
a comprender y compartir una experiencia que de otro modo vivirían en soledad
y bajo el riesgo de estigmatización no solo social, sino del campo de la salud
mental. Desde la perspectiva grupal, lo que cuestionan los escuchadores es la
psiquiatría misma, la industria farmacéutica, las teorías deficitarias de la locura,
los diagnósticos, la segregación puesta en juego, etcétera. Lo interesante de estos
colectivos es la interpelación que realizan del discurso médico y de los discursos
corrientes o comunes, que en definitiva interroga si la sociedad aceptará otras
formas de lazos por fuera de los establecidos.

Los profesionales que apoyan estos movimientos apuntan así a la incorporación


de la persona, con malestar psíquico, a la comunidad. La locura es considerada
parte de la normalidad.

Estas iniciativas23 junto a otras tales como «La Revolución Delirante»24, el


programa radiofónico Fuera de la jaula25, la Asociación «Caleidoscopio» o el
«Café de las Voces» se posicionan en contra de determinadas miradas médicas.

Si bien son varios los principios26 que fundan el movimiento de escuchadores,


queremos destacar algunos de ellos. En primer lugar, el enlace establecido entre
la voz y la normalidad en el siguiente principio: escuchar voces es una
experiencia humana normal. No es otra la perspectiva con que el psicoanálisis
lacaniano ha entendido la psicosis. Lejos de pensarla desde el campo de la
neurosis es más bien la locura quien nos enseña sobre la normalidad del ser
hablante. En el origen somos hablados por Otro.

En segundo lugar, rescatamos el principio que afirma que el problema esencial


no es el hecho de escuchar una voz sino qué relación se establece con dicha
experiencia.

Si bien la intención de los grupos permite desdramatizar y normalizar dichas


vivencias, aliviar el padecimiento, compartir lo experimentado y dar sentido a la
voz, debemos señalar una distinción entre lo que Lacan27 denomina saber hacer
(savoir faire) y saber arreglárselas (savoir y faire). Mientras que el saber hacer
implica una técnica aplicada a la práctica con una cosa determinada, como una
especie de manual de instrucciones para realizar algo, el saber arreglárselas, en
cambio, no se sostiene en un saber transmisible para todos28. Es decir, que no
hay instrucciones sobre cómo arreglárselas con el síntoma, es decir, con las
voces. Por lo tanto, se trata de una solución singular, del caso por caso. En este
sentido, los grupos de escuchadores pueden aportar ese saber hacer que le
permite a alguien, en el encuentro con otros, obtener una explicación sobre las
voces. De ninguna manera los grupos podrían brindar aquello que no es
enseñable, que depende de la invención de cada sujeto.

No todos logran apaciguar el sufrimiento de las palabras impuestas. Ejemplo de


esto es el famoso caso del Sr. Primau29, quien declara a Lacan estar un poco
desunido respecto del lenguaje. Sufre de palabras impuestas que invaden su
intelecto y no tienen ninguna significación corriente. Se define como telépata
emisor, cree que su pensamiento se transmite a otro que lo recibe. Frente al
tormento de lo vivido y el pensamiento de que no podría estar en la sociedad en
estas condiciones, tuvo ganas de suicidarse. Lacan no duda en considerar grave
el sufrimiento del paciente que no ha logrado encontrar una solución a la
xenopatía del lenguaje, aquella que hace a la normalidad de nuestra existencia y
que permite a Lacan diagnosticar el caso como una psicosis lacaniana.

Otros, en cambio, se las arreglan con el parasitismo del significante. Miguel, un


paciente, explica que algo invade su mente. Muchos pensamientos e imágenes lo
atormentan. Está seguro que el Diablo se los envía. Sin embargo, logra apaciguar
lo impuesto mediante el rezo. Cuando reza, los pensamientos se detienen, deja
de ser un mero instrumento del lenguaje.

Otro caso: María no es dueña de la emisión de sus palabras, las mismas se


escapan de su boca como el agua que arroja una fuente. Cree que mientras
dormía alguien colocó en su garganta una especie de aparato fonatorio, una
máquina de emitir palabras. Sin embargo, ha encontrado un truco que permite
poner un dique a la corriente del lenguaje. Con sus manos presiona suavemente
su garganta, ubica el dedo pulgar en su paladar y realiza ejercicios fonatorios.
Así, logra adueñarse del lenguaje y no estar sujeta a su merced.

Destaquemos también aquí al escritor irlandés James Joyce, pues de él podemos


decir que ese límite entre genialidad y locura30 permite invertir el síntoma en
efectos de creación31. El arte, como sabemos, ha dado numerosas muestras de
un saber arreglárselas con los síntomas.

Un lazo telepático

No sería arriesgado comparar la relación que establecen las personas en los


grupos escuchadores de voces con el vínculo observado por Lacan entre el
escritor Joyce y su hija Lucía.

Sabemos que Lucía poseía un diagnóstico de esquizofrenia y que su padre que «


[…] la defendió ferozmente de la presión de los médicos, solo decía una cosa,
que ella era una telépata»32. A Lacan le sorprende esta defensa feroz de Joyce,
que le confería a Lucía la virtud de la telepatía y que creemos explica el lazo
entre ambos. Diremos entonces que Joyce cree en la telepatía de su hija. Sin
embargo, eso no es lo importante en el asunto, incluso si en ese momento Lacan
menciona la presentación de enfermos del señor de las palabras impuestas que
hemos desarrollado.

Consideramos que lo interesante es el fundamento en que se basa dicha defensa.


Lacan explica que Joyce «[…] le atribuye algo que está en la prolongación de lo
que por el momento llamaré su propio síntoma»33. Así, el síntoma se refiere en
este momento al parasitismo de la palabra. Tanto el escritor como su hija saben
que las palabras son una forma de cáncer que aqueja al ser humano. Pero a
diferencia de Lucía, Joyce no estaba loco y, a diferencia del Sr. Primeau, su arte
le permitió no pensar en el suicidio.

El vínculo entre Joyce y Lucía no es el lazo entre generaciones que permite la


función paterna, como hemos explicado en nuestra segunda parte. Sin embargo,
hay una relación que podríamos emparentar con las locuras de a dos. No se trata
de un delirio compartido34, aunque la idea de telepatía es ya delirante, sino del
establecimiento de una afinidad donde el elemento en común es la palabra
impuesta.

Resulta novedoso pensar que hay vínculo entre ambos, sin necesidad de
compartir ningún sentido. Por el contrario, es a partir del punto más solitario, del
S1 solo —significante en lo real— que existe la posibilidad de lazo al otro.
Apliquemos este análisis a los grupos de escuchadores de voces. Las personas se
reúnen en base a compartir un mismo padecimiento. La diferencia radicará en
cómo cada uno lo resuelva.

Decires

Son numerosos los escritos sobre Joyce en psicoanálisis. Lejos de aburrir al


lector con cuestiones ya conocidas proponemos otro tipo de abordaje relacionado
con el tema de este libro: los lazos sociales en las psicosis. Encontramos en la
conceptualización lacaniana de Joyce las herramientas que nos permiten pensar
la constitución del vínculo con el otro (con su hija, con su mujer, con su público)
sin el Nombre del Padre. En la segunda enseñanza de Lacan hay una solidaridad
teórica entre varios términos —decir, nudo, nominación, discurso, los Nombres
del Padre— que nos habilitan a considerar la existencia de los lazos más allá del
concepto de discurso al que han sido equiparados. Para esto, sin desconocer el
amplio desarrollo que merece el tema, rescataremos solamente algunos
momentos de la teoría que nos resultan ilustrativos.

En el discurso de clausura del Congreso de la Escuela Freudiana de París,


pronunciado por Lacan el 19 de abril de 1970, observamos la relación que se
establece entre decir y discurso. Es así como los discursos son entendidos en su
referencia a un decir sostenido por un nombre propio. En relación al discurso del
amo, Lacan cita a Licurgo como aquel que encarna la ley en el lugar del agente.
En el discurso universitario tenemos a Carlomagno, que pone en juego el saber
en dicho lugar. En el discurso histérico ubicamos a Sócrates en el sitio del agente
y en el discurso analítico colocamos allí al objeto a. El nombre propio que
condiciona este último es el de Freud. Será entonces el decir lo que instituye los
discursos y los vínculos sociales.

En la clase del 15 de enero de 1974 del seminario «Les nom-dupes errent»,


Lacan analiza la característica contingente de todo decir. ¿Por qué no considerar
al discurso analítico mismo como contingente, puesto que también parte de un
decir que constituye acontecimiento? El decir tiene entonces en Lacan, como él
mismo lo explicita, dimensión de acto. El acto implica aquello que funda un
discurso y se caracteriza por lo contingente. Consideramos que este desarrollo
teórico es fundamental para problematizar la relación entre psicosis, discursos y
lazos sociales. El decir y su carácter de contingencia aparecen como términos
principales que habilitan a pensar que habrá discurso y lazo social en tanto un
decir los funde, más allá de la estructura clínica. Se rompe aquí la antinomia
entre neurosis-discurso-lazo y psicosis-fuera de discurso-fuera del lazo. Por
ende, es factible pensar que habrían otros lazos sociales, otros discursos, más
allá de los establecidos, en tanto haya decires que los funden.

La última enseñanza se caracteriza además por sus desarrollos en torno a la


teoría de los nudos35 y por el uso de la misma para leer la clínica. En este
momento el decir tendrá también una función de nominación, entendida esta
como aquello que anuda los registros imaginario, simbólico y real36. Pasamos
entonces del concepto de discurso al de nudo en su relación con el decir37.

Con respecto a la función paterna, vemos que es articulada con el decir. Es


necesario recordar aquí la forma en la que es definida la función paterna en el
seminario «Les non-dupes errent (1973-74)», en donde esta se precisa como un
no al decir (de allí la homofonía con la que juega Lacan entre Nombre-del-Padre
(Nom du père) y no del padre (non du père). Un no distinto de la negación:

[…] todo hombre no puede confesarse en su goce, es decir en su esencia, fálica


para llamarla por su nombre, que todo hombre no llega sino, al fundarse sobre
esta excepción, de algo, el padre, en tanto que proposicionalmente él dice «no» a
esa esencia. El desfiladero del significante por el cual pasa al ejercicio ese algo
que es el amor, es muy precisamente ese Nombre del Padre que solo es no a
nivel del decir, y que se amoneda por la voz de la madre en el decir no de cierto
número de prohibiciones; esto en el caso, en el feliz caso, aquel dónde la madre
quiere, con su pequeña cabeza, proferir algunos cabeceos38.

Si el padre es un decir, es también contingente, nomina y anuda. La función del


Nombre del Padre es caracterizada por Lacan, a la luz de su última enseñanza,
como aquella que da nombre a las cosas «[…] con todas las consecuencias que
eso comporta, en particular hasta el gozar»39. Es decir que el dar nombre tiene,
por un lado, un efecto a nivel de lo real del goce, y por otro, la nominación es
aquello que permite «[…] que la habladuría se anude a algo de lo real»40. En
suma, hay una íntima conexión entre nominación, anudamiento y decir —que a
esta altura es un acto que nombra—. El padre como decir que nombra anuda lo
imaginario, simbólico y real y anuda también los individuos entre sí. El decir
paterno anuda la relación entre un hombre y una mujer y el lazo entre las
generaciones, como hemos señalado en el capítulo «¿Por qué el padre?».

Ahora bien, encontramos en Lacan otros decires que no se sostienen en la


función del Nombre del Padre, y que fundan lazos. Nos referimos por ejemplo al
decir magistral que le atribuye a James Joyce.

Que exista la posibilidad de otros decires es solidario a la pluralización de Los


Nombre del Padre en Lacan. Si la función paterna puede ser suplida, Joyce es un
ejemplo.

En el seminario «RSI« (1974-1975), un padre tiene la función de dar nombre a


las cosas, es decir, es un cuarto término que produce el anudamiento. Pero en su
clase del 11 de febrero de 1975 afirma también:

¿Es indispensable esta función suplementaria del Padre? Les muestro que eso
podría ser forjado. No es porque ella sería indispensable en teoría que ella lo es
siempre de hecho. Si a ese seminario lo he titulado los, y no el, Nombre-del-
Padre, es porque ya tenía algunas ideas de la suplencia del Nombre-del-Padre.
Pero no es porque esta suplencia no es indispensable que ella no tiene lugar41.

Lacan cuestiona así que el Nombre del Padre sea lo único que anuda los
registros. De ahí su plural —los— que da título al seminario interrumpido.
Entonces el cuarto término tiene una función suplementaria ya que anuda las tres
dimensiones y a su vez, el Nombre del Padre como, cuarto que anuda, puede ser
suplido por otro cuarto que también produzca el anudamiento.

Volvamos a Joyce. Autodenominarse «El artista» tiene, en Joyce, el estatuto de


un decir que nombra y en ese mismo acto anuda42. Lacan caracterizará como
decir magistral, a este anudamiento sin el Nombre del Padre, en su conferencia
«Joyce el síntoma II»43.

Si la nominación como «El artista» permite un lazo social con su público, es


justamente porque los lazos sociales pueden depender de decires contingentes,
inventados, singulares, más no siempre establecidos. Joyce a través de la
literatura establece un nuevo orden, distinto al que le había ofrecido su
educación religiosa y que determinará su verdadera herejía.

Como hemos visto en nuestra tercera parte Joyce logra hacer de su escritura, ese
puro enigma que el público intentó descifrar, una nueva literatura. Saber
arreglárselas con su síntoma, con la palabra impuesta, lo diferencia de su hija
que no consiguió publicar sus producciones.

Entre dos noches

No podemos negar que la locura ha sido muchas veces privada de toda


responsabilidad por sus actos. Sin embargo, para el psicoanálisis lacaniano, de
nuestra posición de sujetos somos siempre responsables44. Responder por
nuestros actos, dichos, decisiones, nos incluye como actores principales en el
desorden de nuestras vidas. Esa capacidad de respuesta, que puede tener todo ser
hablante, es la que permite explicar los hechos acontecidos y entramarlos en un
relato más humano.

Hemos visto el padecimiento que algunas personas tienen cuando las palabras
los parasitan. En cambio, la escritura puede constituir, para algunos, la
posibilidad de hacer del lenguaje un instrumento de comunicación. Volvemos a
insistir que se trata de eso, de nuestra relación al lenguaje.

Analizaremos ahora la función de un escrito, diferente al de los textos de Joyce.


Nos referimos a la autobiografía del filósofo Louis Althusser, El porvenir es
largo.

Para Althusser el homicidio de su mujer, Hélène, resulta en principio


inexplicable. No recuerda cómo ni por qué lo hizo.

Su acto criminal irrumpe entre dos noches, aquella de la que salía y aquella en la
que entraría. Al igual que el protagonista del conocido cuento de Edgar Allan
Poe, «Berenice», su locura constituye el intervalo mismo entre ambas
oscuridades. Y como si fuese destilado por la misma trama, también reconoce a
posteriori del acto, no sin sorpresa, el haberlo cometido. Ahora bien, en ambos,
lo inmotivado de la acción retorna en la terrible perplejidad y en el temblor
interminable que recorre el cuerpo. Tanto en el filósofo como en el personaje de
ficción, la melancolía rodea la atmósfera del drama.

Es sabido que Louis, el primer nombre del pensador francés, fue puesto en honor
a su tío paterno fallecido. De ahí que concluye, atravesado por el saber de sus
sesiones de psicoanálisis, que ocupó el lugar de un muerto, de aquel a quien su
madre seguía amando a pesar de casarse con su padre. Su vida estuvo
consagrada a lograr el amor materno y salvar a esa mujer de la infelicidad en la
que estaba sumergida. Sin embargo, esta marca de origen, ese lugar al que estuvo
destinado convirtió su existencia en una serie interminable de depresiones y
episodios maníacos. Su dificultad recurrente para sentirse vivo lo hacía padecer
lo artificial e impuesto de su historia. Un muerto en vida. Sus medios de existir
como docente, filósofo y político, no lograron eliminar lo mortificante de una
vida nada auténtica:

Y que la muerte estaba inscrita desde el principio en mí: la muerte de aquel


Louis, muerto detrás de mí, que la mirada de mi madre veía a través de mí,
condenándome a aquella muerte que él había conocido en el alto cielo de Verdún
y que no cesaba de repetir forzosamente en su alma y en la repulsión de este
deseo que yo no había dejado de realizar45.

De esta forma verificamos su impulso a la destrucción que transparentaba su


poca ligazón a la vida. De modo sugerente explica, a partir de su escritura, que el
crimen de su amada es la prueba tangible de su no existencia. Sin sentir culpa
por la muerte de Hélène, afirma que esa noche, la noche de la locura, se destruyó
a sí mismo.

¿Por qué escribe? Declarado inimputable por el homicidio de su esposa y


sentenciado como irresponsable por su acto fue internado en el hospital Sainte-
Anne. Cinco años más tarde, a raíz de un comentario en Le Monde sobre
personas famosas que cometen crímenes y entre las que se le menciona como
partícipe de un proceso jugoso que finaliza en la ausencia de proceso judicial
debido al no ha lugar del que supuestamente se beneficia, suscita la escritura de
El porvenir es largo. Althusser considera que para reaparecer en la escena
pública debe explicar qué le ha pasado. Intenta dar razones y para ello escribe su
autobiografía en un movimiento de interlocución con la prensa de la época, con
lo dispuesto en el artículo 64 del Código Penal de 183846, con los dictámenes
psiquiátricos y, además, con aquellos debates en torno al no ha lugar de la
justicia. Comienza su texto no resignándose al silencio posterior al acto
cometido y del no ha lugar que lo sancionó; y explicará que de no haber tenido
dicho beneficio, hubiera tenido que comparecer y si hubiera comparecido habría
tenido que responder. Su libro es la contestación a la que tendría que, en otras
circunstancias, haber estado obligado. De todos modos, es una respuesta
particular. Escribe en primer lugar para sus amigos47 y, en segundo lugar, para
él. Su intención es levantar la losa sepulcral del silencio al que fue confinado.

El que recorra su texto verá que, con inteligencia, cuestiona el sistema penal, sus
sanciones y sus castigos, comparándolo con las internaciones psiquiátricas. Si al
primero le corresponde la responsabilidad del criminal por su acto y la
consecuente sanción, al segundo se le atribuye la irresponsabilidad de la locura
que no comparece públicamente frente a un tribunal y el aislamiento por tiempo
indeterminado.

Nos interesa destacar estas reflexiones debido a que es la relación con la


sociedad la que está en juego tanto en el acto criminal como en su sanción, ya
sea por medio del confinamiento carcelario o del psiquiátrico. En ambos casos el
sujeto queda alejado de la sociedad, durante un tiempo que será definido en el
encarcelamiento e indefinido en la internación. Pero en este último caso, el loco
queda privado de su sano juicio y de su capacidad de decidir, es decir, no tiene
personalidad jurídica. Mientras el criminal paga con su pena el daño social
cometido y puede regresar a la sociedad, el loco homicida, en cambio, no tiene
esa posibilidad. Considerado peligroso resulta aplastado por la condena social y
psiquiátrica. La duración ilimitada de su internación deja en suspenso la
posibilidad de reinserción social. En este sentido, Althusser no duda en definirse
como un desaparecido social y participa así del debate en torno a la
desmanicomialización, asunto que, a esa altura de los acontecimientos, bien
conoce.

Su queja hacia el silencio y la falta de expresión pública contrasta con la poca


difusión que hizo de su manuscrito, finalmente publicado después de su muerte.
Además, situar su acto en un contexto de inconsciencia y delirio nos interroga
sobre el alcance que dicho texto tiene a nivel de la responsabilidad subjetiva en
juego. ¿Acaso no se pregunta si podría volver a cometer un crimen así? Pese a
espigar estos matices, su escrito se constituye como un intento de dar razones
públicamente. Sabe que a diferencia de Rousseau no logrará con sus confesiones
lo mismo que el filósofo. De todos modos, declamará a viva voz: «he aquí lo que
he hecho, lo que he pensado, lo que fui». Un testimonio que podrá servir a otros
a entender los diversos aspectos que rodean un drama personal.

A los sesenta y siete años descubre que se siente joven, que la vida puede ser
bella y piensa que, aunque la historia pueda acabarse pronto, el porvenir es largo.

Con su escrito intenta explicar el horror de su acto, ya que sin ese intento de
comprenderlo no podrá volver a la sociedad. Y en ese intento nos enseña que
toda posibilidad de lazo con el otro es inseparable del intento de asumir su
responsabilidad48.
Habitantes secretos del discurso

Comunidades

Un lugar transitable

La lluvia no le impidió trasladarse hasta uno de los centros culturales de la


ciudad. Allí realizaría su primera exposición de pintura. Sabía que el arte era la
mejor opción frente a los recuerdos tristes que asaltaban su memoria. Una vez
allí colocó con delicadeza varias de sus obras. A unos metros, otra persona
hacía lo mismo con sus esculturas. Las miradas y sonrisas que cruzaron
develaron la complicidad de los que se conocen. Hacía tiempo que asistían al
mismo taller de arte.

Otros compañeros de aquella actividad habían acomodado también sus


producciones: una serie de breves cuentos literarios que obligarían al público a
pasar las hojas para leerlos. También había distintos objetos para la
manipulación de los visitantes.

La sala destinada al evento era pequeña. Su estructura circular nada tenía que
ver con la progresión de salones por donde transitan consecutivamente las
personas en un museo.

El público comenzó a asistir. Ellos, los artistas, se mezclaban entre la gente


como si también fueran espectadores. Nadie los hubiera distinguido, salvo por el
detalle que nosotros, los profesionales del hospital, percibimos: todos estaban
atentos a la opinión del público que interactuaba en la sala.

Al finalizar el evento, sin el desfile de miradas ajenas y en la confianza


establecida en el vínculo con su terapeuta, él, que había logrado escapar una
vez más a la tristeza de ese día, se acercó a mi oído y en voz baja explicó: «hoy
estoy feliz porque a muchas personas, que no son los médicos del hospital, les
gustaron mis pinturas».

Guardaron todo con el mismo cuidado del principio. Al día siguiente


concurrieron, como de costumbre, al taller de arte del hospital de día donde
realizaban tratamiento.

El arte puede mostrarse tanto en una exhibición estándar como en una


instalación. Claramente, no se trata de lo mismo. En la primera, los objetos de
arte se ubican unos junto a otros en un espacio de exhibición para ser observados
de manera sucesiva. Lo interesante aquí es cómo funciona dicho espacio. Boris
Groys explica que dicho sitio constituye una extensión del espacio urbano,
público y neutral:

[…] como una suerte de callecita lateral en la que el transeúnte puede ingresar
pagando una entrada1.

Entendemos que ese espacio determina qué tipo de participación tendrá el


observador, quien examina lo que es fácilmente accesible a su mirada. Esta
contemplación, argumenta el autor, hace que el cuerpo del observador sea ajeno
al lugar de la exhibición artística. En cambio, la instalación propone un espacio y
un uso del cuerpo diferentes:

La instalación transforma el espacio público, vacío y neutral, en una obra de arte


individual e invita al visitante a experimentar ese espacio como el espacio
holístico y totalizante de la obra de arte2.

Son estas diferencias, en torno al cuerpo y al lugar, las que nos han interesado
para pensar la experiencia llevada a cabo en el en el mencionado centro cultural
por los pacientes del hospital de día.
Con respecto al ámbito de la muestra artística, dicha exposición no tuvo otro
soporte material que el espacio mismo. Ningún paciente debió justificar el por
qué de la elección de sus objetos o el por qué de la organización de estos en el
lugar. Este uso del espacio emparenta dicha experiencia con lo que nuestro autor
denomina instalación. Según Groys, una instalación realiza una privatización
simbólica de un espacio público3.

Respecto al cuerpo, recordemos que una de las definiciones del lazo social en la
obra de Lacan, analizada en nuestro primer capítulo, supone el encuentro entre
los cuerpos que habitan los vínculos. Si en una exhibición de arte el cuerpo del
espectador es ajeno a la obra contemplada, en una instalación, en cambio, el
cuerpo del público queda implicado y forma parte de la experiencia misma. Es
en este último caso que la anterior definición psicoanalítica del lazo social podría
pensarse. Por un lado, la característica circular de la sala favoreció el encuentro
entre los pacientes y el público. Atentos a los visitantes, interactuaban con ellos
al responder las preguntas sobre lo observado. Por otro lado, los objetos podían
manipularse y esto comprometía la dimensión corporal de los visitantes.
Observamos, entonces, que determinado uso del espacio propicia el
acercamiento que tienen los cuerpos que habitan dicho sitio.

Ahora bien, los lazos establecidos son transitorios. Permanecen el tiempo que
dura la instalación artística. En este sentido, nos interesa destacar la definición
que Groys desarrolla sobre las comunidades transitorias. Según él, la típica
muestra de arte deja solo a aquel que la contempla, que al moverse de un objeto
a otro pierde la dimensión holística del espacio de exhibición, incluyendo su
propia posición en él. Por el contrario, la instalación construye una comunidad
de espectadores debido al carácter unificador del espacio:

El verdadero visitante de una instalación no es un individuo aislado sino una


colectividad de visitantes. El espacio de arte como tal, solo puede ser percibido
por una masa —una multitud, si se quiere— que se vuelve parte de la muestra
para cada visitante individual y viceversa4.

Coincidimos con Groys que considera la posibilidad del armado de una


comunidad de manera accidental, es decir, sin una historia pasada en común que
vincule a sus miembros.

Ese día, en el centro cultural, se hizo posible una forma de lazo con el otro. Sin
intención de producir aquello que se supone el público desea, cada persona
ofreció a las miradas de los espectadores su propio arte, aquel que le permitió
aliviar el sufrimiento. Volvemos a encontrar, en la citada frase de nuestro
paciente, la necesidad de reconocimiento que tiene el loco, como ya hemos
explicado5.

En busca del tiempo perdido

El dispositivo terapéutico denominado «hospital de día» supone una lógica


temporal y espacial distinta a la de una terapia individual. En psicoanálisis, las
categorías espacio/tiempo quedan subvertidas a partir del descubrimiento
freudiano, es decir: el tiempo no responde solamente a una linealidad
cronológica (de ahí que Freud considere el efecto nachträglich de una vivencia)
ni el espacio corresponde a una localidad anatómica (ejemplo de esto es la teoría
del aparato psíquico). Por un lado, el espacio puede entenderse como un lugar
simbólico, imaginario y real que encarna la institución dedicada a la salud. Por
otro lado, el tiempo implica el recorrido que cada paciente realiza en ese espacio.
Muchas personas requieren su incorporación a estos dispositivos clínicos que les
permiten tratar, por la lógica misma que proponen, el malestar.

María, una paciente, sufrió esa sensación de eternidad a la que se reducen las
existencias sin tiempo. Habían pasado ya diez años desde el comienzo de su
padecimiento y una historia llena de actividades que le recordaban todo lo que
había perdido. En el presente, un hilo continuo la desplaza de la cama a la
televisión y viceversa. Ninguna serie televisiva logra entusiasmarla y así zapea
durante largas horas. Nada le interesa. Un vacío interior, al que denomina
ansiedad, recorre por oleadas todo su cuerpo. Se viste siempre igual. Come lo
mismo todos los días. Tiempo y espacio se pliegan y se vuelven variables
indiferenciadas. Sin embargo, su concurrencia a los talleres del hospital de día
contrarrestó dicho funcionamiento. Las distintas actividades que realiza
interrumpieron su presente continuo y armaron una rutina. Entrar y salir de su
casa marca un adentro y un afuera; a su vez, respetar los horarios institucionales
ayudó a organizar su tiempo. El hospital de día constituye para muchos la
posibilidad de restituir un espacio y tiempo más habitables6.

Una desmanicomialización posible

Gladys Swain7 explicita su mirada honesta y fría sobre la práctica psiquiátrica


de hoy en día, pues considera que la visión histórica puede ser indolora siempre
que apunte a los que ya no están vivos. En cambio, dirigida a nosotros mismos
se vuelve quirúrgica y cuestionadora. Hacer historia para el presente, para pensar
las prácticas profesionales, es lo que nos interesa de su ética como investigadora.

Swain pone el foco sobre el uso de los psicofármacos. Su planteamiento se ubica

[…] del lado de los utilizadores de la ciencia, del lado de lo que ocurre con los
productos de la investigación entre las manos de los prácticos, aprovechando sus
convicciones o sus intereses, del lado de lo que, por mediación suya, la sociedad
hace con ellos8.

Preocupación similar encontramos en Lacan en su escrito «Psicoanálisis y


medicina», cuando considera que el mundo científico vuelca en las manos de la
medicina un número infinito de agentes terapéuticos nuevos y pide al médico
que los ponga a prueba. Sin embargo, Lacan propone una respuesta que orienta
al médico. Pues, para no ser un empleado de dicha empresa, refiriéndose a la
«empresa universal de la productividad», no debe olvidar la dimensión donde se
ejerce estrictamente su función, a saber, la demanda del paciente9.

Según Swain, el uso de psicofármacos introdujo un campo de paradojas en la


psiquiatría. Si bien excede nuestro objetivo desarrollar todos los contrasentidos
mencionaremos, sin embargo, una contradicción que dicha utilización despierta
en esa disciplina y que consideramos no es ajena a la práctica del psicoanálisis
con sujetos psicóticos. Nuestra autora explica que uno de los polos de la
intervención psiquiátrica demuestra cómo la eficacia de los neurolépticos en los
episodios agudos de las psicosis permite reducir rápidamente los síntomas y
acortar las estadías hospitalarias. Estamos de acuerdo. Sin embargo, la
psiquiatría no puede reducirse a ser una práctica estrictamente medicalizada, ya
que supone otro polo: hacerse cargo de manera duradera de los pacientes en toda
su existencia. Aquí se sitúa una de las paradojas antes mencionadas sobre el uso
del psicofármaco:

Por un lado, legitima la integración de la psiquiatría en la medicina, en un nivel


nunca alcanzado. Por otro, deja sitio a una psiquiatría de la duración10.

Coincidimos con Swain cuando afirma que la respuesta a la cronicidad de la


locura no debe ser un retorno al asilo y a sus efectos nocivos como institución,
pero que tampoco se trata de su opuesto, de desinstitucionalización radical, que
puede arrojar individuos a la calle sin ningún otro soporte. Más bien supone la
creación de nuevos dispositivos11 o la transformación de los existentes.
Sabemos que en torno a estas y otras cuestiones giran los debates actuales sobre
la llamada desmanicomialización. Creemos que todo planteo serio sobre la
misma está obligado a definir qué política del lazo social se propone a la locura.
Si la socialización de los pacientes está pensada al interior de las instituciones se
corre el riesgo de mantener viva la esencia de la lógica asilar que se quiere
combatir12. Otra cosa es pensar la inclusión social del loco dentro de la
comunidad. De ahí la importancia de reflexionar sobre la finalidad de las
muestras artísticas de los hospitales de día dentro de las instituciones. En dichos
eventos se refuerza el lazo con la comunidad hospitalaria. En cambio, en las
exposiciones de arte fuera de las instituciones es la sociedad la que resulta
interpelada. El hospital de día se constituye así en uno de los dispositivos
privilegiados para pensar el lazo social en las psicosis.

Consideramos entonces que todo proceso de desmanicomialización requiere un


cambio en la concepción social de la locura, una puesta al día de la formación
profesional y un acompañamiento de las políticas públicas en materia de salud.

¿Qué entendemos por lazo social?


No siempre estamos de acuerdo

Algunos sujetos psicóticos cuestionan aquello que llamamos el orden social.


Otros, permanecen indiferentes al mismo hasta el punto de aislarse por
completo. Aún así, esta conducta podría considerarse fuera de las reglas
establecidas. Existen también otros que habitan un mundo que funciona en
paralelo al que todos conocemos. Finalmente, hay un grupo no menor que ni
siquiera logran encontrarlo. Tal como lo advirtió Freud, uno de los problemas
fundamentales del ser humano es su relación con los demás.

Lo cierto es que en las consultas con profesionales los sujetos relatan sus
dificultades con los otros. Por esta razón, es menester acoger los términos que,
emanados de la historia de la clínica, insisten en tales circunstancias.
Resocialización, adaptación, reinserción social, aislamiento, inclusión social,
responden, entre otras cosas, a preocupaciones genuinas de la praxis clínica.

No es lo mismo indicar una internación, una derivación a un hospital de día,


ofertar una psicoterapia, un tratamiento psicofarmacológico o dar de alta a una
persona. Entendemos que estas decisiones no deberían ser parte de un mero
algoritmo terapéutico o ejercicio automático. Es preciso esclarecer, a la hora de
tomar dichas resoluciones, qué teoría del lazo social se sostiene.

Hemos observado que dentro de la comunidad analítica hay acuerdos y


desacuerdos con relación al vínculo entre psicosis, discursos y lazos. Las
diferentes posturas son solidarias de distintas formas de abordar los tratamientos
de las psicosis. Dichas controversias teórico-clínicas podríamos agruparlas en
cuatro posiciones:

La primera, se caracteriza por la oposición entre psicosis y discursos a partir del


estudio de la clínica del desencadenamiento, en la primera enseñanza de Lacan.
Esta oposición deja a la psicosis por fuera del lazo social.
La segunda, en cambio, acerca las psicosis a los discursos y por ende a la
posibilidad del armado de un vínculo social, a partir de la observación de las
psicosis no desencadenadas.

La tercera posición surge alrededor del año 2000, donde se evidencia la


presencia de un giro epistémico13 en la bibliografía producto, según nuestro
juicio, del estudio de la segunda enseñanza de Lacan y de la progresiva inclusión
del psicoanálisis en dispositivos terapéuticos para el tratamiento de las psicosis.

Finalmente, la cuarta posición, la inauguran los autores que despliegan un


estudio más exhaustivo sobre el tema. Algunos logran continuar el programa de
investigación propuesto por la tercera posición14, mientras otros15 han ido más
allá de la problematización entre psicosis, discursos y lazos sociales, al arriesgar
elaboraciones propias.

A continuación expondremos nuestra lectura sobre los distintos autores y sus


escritos.

Pseudolazos

Las distintas modalidades en que se presenta el sufrimiento en las psicosis y que


surgen con su desencadenamiento, obstaculizan el vínculo con los otros y
motivan la gran mayoría de las consultas. A lo largo de la historia, la psiquiatría
clásica otorgó distintos nombres para formalizar dichas experiencias subjetivas
de la locura que consolidaron su saber. Aquellos profesionales que nos
interesamos por la clínica de la psicosis reconocemos lo indispensable del
patrimonio heredado y el enorme valor heurístico que tienen sus descripciones
en el encuentro con los sujetos.

En el terreno del psicoanálisis, nadie restaría mérito a todos esos autores que han
recogido la primera enseñanza de Lacan, aquella que subrayó la importancia de
las descripciones de la psiquiatría y nos han transmitido un saber fecundo sobre
los síntomas de la locura. Sin embargo, entusiasmarse por la vertiente
psicopatológica puede limitar la cuestión al instante en que se derrumba una
existencia. Quizá porque uno de los efectos que ha provocado la locura, desde lo
incomprensible de nuestra razón es su fascinación, es que caemos en dicha
trampa. Desde esta perspectiva, en una desventajosa comparación con el terreno
de las neurosis, las psicosis se hunden en desgracia y se definen por lo que no
tienen. Por lo tanto, si nos obnubilamos por esta mirada, se corre el riesgo de
dejar fuera toda la gama de respuestas del ser humano para aliviar su malestar.
Pues reconozcamos que son estas soluciones las que no se enseñan en los libros.

Otros hicieron un uso de esa psicopatología mediante una peligrosa fórmula que
combina la omnipotencia clínica con el pesimismo terapéutico. Tengo presente
aún los murmullos que resonaban en los pasillos de un neuropsiquiátrico, que al
estilo de sentencias lapidarias, interpelaban a los profesionales que
conversábamos con el psicótico: «es un esquizofrénico, no tiene sentido
entrevistarlo muy seguido», «si lo haces hablar va a delirar más», «no lo
entrevistes hasta que le haga efecto la medicación», «es una psicosis, debe tomar
medicación de por vida», «su enfermedad es crónica, el deterioro recién
comienza». No podríamos decir que esta filosofía ataña solo a una parte de la
medicina sino que también impregna otros discursos sobre la locura. Un efecto
del encuentro con el loco puede ser la indiferencia del profesional ante su
sufrimiento y la creencia de que nada, salvo la medicación, puede ayudarlo. De
todos modos, son los pacientes quienes cuestionan toda visión reduccionista del
malestar mediante una reticencia sostenida que oculta todo síntoma. Ahora bien,
dicha suspicacia sería mejor ubicarla del lado del profesional quien, sin calibrar
las consecuencias de su alcance, termina por borrar todo atisbo de
responsabilidad subjetiva del paciente y lo reduce, así, a no ser más que una
marioneta de su locura.

Otra cuestión diferente es pensar que si todos padecemos nuestra manera de


habitar el lenguaje también podemos aferrarnos a la solución que más la alivie.
No dejar pasar ese detalle clínico es el límite ético que nos permite estar a la
altura de todo tratamiento posible de las psicosis.

Algunos autores16 han enfatizado la relación de exclusión entre las psicosis y


los discursos en algunos momentos de sus recorridos teóricos. Para ello
distinguieron el delirio, el fenómeno elemental, las experiencias de
fragmentación corporal y la ausencia de constitución yoica en las psicosis, del
concepto de discurso como equivalente al lazo social en la neurosis17.

En cambio, otros autores18 reconocieron la existencia de delirios que generan


adeptos y que no siempre llegan a los hospitales. Quizás sea por este motivo que
no han sido suficientemente investigados. Así podría detenerse ese movimiento
de báscula, que va de la neurosis a la psicosis, anclando el déficit más bien de
nuestro lado. Esto lograría cuestionar, desde otro punto de vista, la falta de
autenticidad que varios atribuyen a todo vínculo observado en las psicosis19.
Creer que serían menos verdaderos o frágiles los vínculos que no se fundan en el
Nombre del Padre puede ser una idea falaz que limita el campo de investigación
sobre el tema.

En definitiva, como hemos mencionado al inicio del libro, a veces vemos con
dificultad aquello que nos une y solo percibimos sus efectos cuando se deshace.

El hilo invisible

Si levantáramos nuestra vista más allá del momento en que la vida de alguien se
pone en cuestión, antes y después del estrepitoso derrumbe, quizás podríamos
captar el hilo invisible y silencioso que dio o dará continuidad a la existencia.

A partir de tal o cual circunstancia o incluso, sin saber cómo ni por qué, puede
comenzar lo que denominamos padecimiento mental. Es así como aquello que
funcionaba se detiene, el lazo invisible se corta y los habitantes secretos de la
ciudad del discurso quedan por fuera del vínculo que los sostenía. Sin embargo,
antes de ese cambio muchos pacientes afirman haber podido trabajar, estudiar,
tener hijos, pintar, hacer gimnasia, tener amigos y ejercer todas aquellas
actividades que nos permiten circular por la sociedad que compartimos.

Es frecuente escuchar, en los motivos de consulta, el reclamo por restablecer el


orden perdido. ¿Es realmente eso lo que se desea? ¿Se puede lograrlo siempre?
Preguntarnos qué lazos invisibles nos amarraban a la existencia o qué vínculos
podríamos volver a inventar, nos permitirá orientarnos mejor en los tratamientos
con sujetos psicóticos.
Es así como dentro de la oposición psicosis y discursos antes mencionada,
algunos20 destacaron los momentos de estabilización de la locura. Es en esos
períodos de ausencia sintomática que muchos sujetos psicóticos habitan los
discursos, verbigracia: Schreber o Wittgenstein en sus relaciones con el discurso
universitario.

En su seminario sobre los cuatro discursos, Lacan menciona a Wittgenstein y su


psicosis. Sin tratarse de una psicosis clínica, como tampoco lo es en el caso de
Joyce, aparece nuestro filósofo con relación a la universidad. Lacan califica de
«ferocidad psicótica» a su «discurso implacable». Rescata el debate entre
Wittgenstein y Russell sobre al lugar otorgado a la verdad21. Consideramos que
el interés de Lacan no es la psicosis en sí, sino la posibilidad de sostener un
planteo pospsicopatológico que se traducirá, en su seminario sobre Joyce, por la
pregunta de cómo alguien puede no volverse loco. Además, Lacan no menciona
la psicosis fuera de discurso, sino más bien leemos en su planteo la posibilidad
de inserción. Este último caso puede hacernos entender cómo Wittgenstein
renunció a una herencia familiar importante y la distribuyó para vivir dentro de
la institución académica22. Destacamos, entonces, que la relación entre psicosis
y discurso aparece aquí con relación a la psicosis no desencadenada.

La psicosis a través del espejo

Desde octubre de 1885 hasta febrero de 1886, Freud trabajó en la Salpêtrière de


París como alumno de Jean-Martin Charcot. Es conocido ese período que marcó
un punto de viraje en su carrera y lo deslizó de la neuropatología a la
psicopatología. La personalidad de Charcot fue determinante en dicho pasaje.
Seguramente fueron muchas las influencias que ejerció en Freud su maestro,
pero hay una que decididamente acompañó su recorrido clínico posterior y
permaneció en su memoria, como esas frases que nunca se olvidan: «La théorie,
c´est bon, mais ça n´empêche pas d´éxister»23. Así, con esa afirmación rotunda
el maestro estaba dispuesto a dejarse interrogar por los hechos de la clínica pues
hay fenómenos que existen más allá de la teoría. ¿No es acaso la transferencia en
la psicosis un tipo de lazo social que se adelanta en mucho a su
conceptualización? Pues explicarla no es otra cosa que el desafío que propone
Miller en su ya conocido escrito24 sobre la presentación de enfermos. Mayor es
el reto cuando sabemos que para algunos sujetos psicóticos, sensibles a cualquier
circunstancia que pueda alejarlos de la persona del terapeuta, es el único lazo
posible.

Por mucho tiempo las neurosis fueron el cristal a través del cual mirábamos las
psicosis. Pero, si existiera una manera de atravesarlo, se haría blando, se
convertiría, como en el mundo de Alicia25, en una especie de niebla, de bruma
plateada y brillante. Así, traspasado el espejo, podríamos considerar la psicosis
en sí misma, en su propia lógica. Este es un rumbo por el que han transitado
varios autores. Reflexionar sobre el vínculo social en la locura autorizó a
muchos a establecer un diálogo fecundo donde el estilo mismo de la
conversación, lejos de buscar un acuerdo, despertó nuevas inquietudes.
Someterse al cuestionamiento que introducen los fenómenos de la clínica
inauguró, a nuestro entender, el giro epistémico que nos permite no retroceder
ante las psicosis.

A partir de la segunda enseñanza de Lacan varios autores introducen con más


fuerza lo que se ha llamado «clínica continuista»26; es decir, delimitaron aquello
que nos permite sostener nuestra existencia sin tanto padecimiento, sin tantas
interrupciones. En este sentido, recordemos que en esa época la cuestión clave
para Lacan fue entender cómo alguien puede no enloquecer. De todos modos,
también desde el principio de su elaboración teórica nos advirtió que las psicosis
pueden estabilizarse, tener una suplencia, compensarse27. No es otra cosa lo que
nos enseñan nuestros pacientes. Para Claudia, ser la empleada ejemplar,
reconocida por su saber en el ambiente laboral, le permite disminuir la sensación
de minusvalía que siempre la acompaña. Cualquier cuestionamiento de ese lugar
al cual se aferra28, como si fuera a perder la vida, la conduce a la tristeza y al
aislamiento social.

Es con la última enseñanza que podemos retomar la indicación anterior en


términos de la teoría de los nudos. Lacan hace un uso de la referencia
matemática para leer y formalizar la clínica. Explicaremos de manera resumida
que la teoría postula que hay un cuarto elemento que anuda los otros tres:
imaginario, simbólico y real. Así, los registros no se sueltan. Ese cuarto
elemento será denominado sinthome y el Nombre del Padre será un ejemplo de
ello. En el caso de las psicosis dicho anudamiento se realiza sin el sinthome del
Nombre del Padre29. Sin embargo, también se produce con un cuarto término
que cumple dicha función de anudamiento. De ahí que Lacan proponga pensar
mejor en los Nombres del Padre30 y pluralice el concepto31. Joyce es el ejemplo
del anudamiento sin el decir paterno32.

Entonces, podemos suponer un estado cero de anudamiento para todo ser


hablante, un estado donde los registros no se enlazan. No es ocioso hacer
equivaler dicho estado a lo mencionado en nuestro primer capítulo: no hay
relación sexual. Es decir no hay lazo social al inicio. Por ende, todos estaríamos
fuera de discurso y de lazo. Luego, habría un anudamiento por medio del
Nombre del Padre en el caso de las neurosis o sin él, en el caso de las psicosis.
Ambos anudamientos tienen consecuencias a nivel de los lazos, tal como
ejemplificamos en el caso de la operación paterna y su efecto de apertura a lo
social33.

Sin embargo, no es nuestra intención maravillarnos con la segunda enseñanza de


Lacan y olvidar la primera. Recordemos que tempranamente se interesó por el
tema de lo social, tal como hemos explicado a través de la interpretación de
Rousseau y Aimée en su tesis.

Volvamos a los autores de la tercera posición34. Ellos son los que se


interrogaron sobre las formas que puede adquirir el lazo social en las psicosis y
cuestionan el estatuto del mismo. Destaquemos cómo en La psicosis ordinaria35,
tanto la Sección Clínica de Clermont-Ferrand, como la Antena Clínica de Dijon
y la Sección Clínica de Lyon, relacionan las psicosis con los discursos.
Consideran que la paranoia aparece como el paradigma de la psicosis al
destacarse en ella la función del Otro, los mecanismos de la forclusión y la
metáfora delirante. Resulta interesante la pregunta de si esa consistencia dada al
Otro está o no en relación con los cambios a nivel de los discursos dominantes
(pasaje del discurso del amo al discurso de la ciencia). Es decir, inquieta saber si
el tipo de solución, que suple la forclusión, se relaciona o no con el discurso
dominante de la época. Arriesgan a decir, sin más desarrollo, que al discurso del
amo le correspondería la prevalencia de soluciones vía la metáfora y el delirio,
mientras que al discurso de la ciencia (al dividir las figuras del Otro en varias
insignias) le correspondería otro forma de tratamiento del goce vía la letra y no
el sentido. Resta por verificar dichas hipótesis de correspondencia. Más bien
pensamos que las psicosis no están por fuera de los discursos dominantes, como
hemos demostrado en nuestro tercer capítulo y, el síntoma presenta también allí
ese costado variable que ya Lacan demostró en la neurosis. A su vez nos
preguntamos si los cambios en el Otro determinarán también formas distintas de
desencadenamiento y descompensación. Si los autores hablan de formas atípicas
del desencadenamiento, entonces podríamos entenderlas como señal de la caída
del discurso establecido, es decir, de la declinación del Nombre del Padre como
garantía del orden del mundo en nuestra época. La prevalencia, en los casos
clínicos de la conversación, de soluciones encontradas vía la letra, implica que la
referencia de la psicosis no será ya la paranoia sino Joyce, psicótico pero no
loco. Observamos así un cambio de mirada que pone el acento no en el déficit
(forclusión) sino en la psicosis como elección sobre el goce y manera de
funcionamiento de un sujeto. Podemos decir entonces, a partir de nuestra lectura,
que el tema del lazo social nos fuerza a ir más allá del discurso (como
articulación S1-S2) para su conceptualización. Será ahora el significante en lo
real y la respuesta del sujeto en su trabajo sobre lalengua, lo que aparece en
primer plano. Si la primera enseñanza de Lacan nos da como punto de partida la
existencia del Otro, la segunda enseñanza parte del goce y del Otro que no
existe. Entendemos, entonces, que hay que pensar otras maneras de tratamiento
del goce que permiten hacer lazo y que no pasan por esa articulación simbólica.
Si retomamos lo planteado por Miller en Los inclasificables, el aparato
síntoma36 no será en este último caso el delirio. Resulta interesante la
presentación de un relato clínico en el cual el tratamiento del retorno del
significante en lo real es mediante el uso del ruido, del sonido, que logra tapar el
fenómeno invasivo. Luego de este tratamiento el paciente logra retomar la
escuela que había abandonado. Vemos, así, como el ruido, el sonido, tienen más
estatuto de letra que de cadena simbólica. Hay por ende un tratamiento del goce
que no se hace vía la articulación significante sino a partir de la letra
(significante sin sentido).

La mayoría de las conversaciones clínicas giran alrededor de la psicosis


compensada, no desencadenada, en terapia, sinthomatizada. Por esta razón y por
considerar los conceptos de la segunda enseñanza de Lacan, los autores se
diferencian de la primera y segunda posición explicadas antes.

¿Qué App diseñamos?

Dejarnos atrapar por la insuficiencia de las normas que regulan nuestros vínculos
es el objetivo de toda civilización. Sin embargo, en ese mismo fin la cultura
encuentra su límite. Algo en nosotros resiste a tal sometimiento que nos despoja
de toda singularidad. Algo en nosotros cuestiona los modos de satisfacción
típicos que nos proponen los discursos de cada época. El psicoanálisis descubre
que no hay una satisfacción universal, eso que Lacan conceptualizó como goce
es la imposibilidad misma del lazo37. Como hemos explicado, en nuestro primer
capítulo, no hay relación sexual, es decir, no hay lazo social. Más aún, nuestra
sociedad actual difícilmente nos mantenga unidos y así el discurso capitalista
logre privilegiar el individualismo que tanto propulsa. Experimentamos pues una
extraña paradoja: bajo la ilusión de una satisfacción individual se ofrecen objetos
masivos de consumo. «Sé tu mismo», dice el algoritmo, pero… como todos.

Vivimos en la precariedad, laboral, familiar, amorosa, que se opone a los ideales


rígidos de la civilización de antaño. No siempre encontramos pactos sociales que
guíen nuestras existencias. La errancia es ya un síntoma social. A estas alturas
cabe preguntarse si los lazos fundados en el Nombre del Padre valen más que
otros. Pues, como hemos mencionado a lo largo de este libro, el problema del
vínculo social excede en mucho a las psicosis y halla su razón de ser en ese real
propio del ser hablante: no hay relación sexual. Nadie dispone al nacer de un
archivo en su cabeza que le indique cómo vincularse con los demás. El problema
es cómo resuelve cada uno dicho imposible, cómo lo resuelve cada sociedad.
¿Qué App diseñamos?

Las masas freudianas no son las actuales, algunos movimientos sociales distan
en mucho de ser guiados por un líder, sin embargo agrupan, aúnan. En este punto
proponemos pensar los discursos no establecidos más allá de las psicosis.

Los autores a los cuales clasificamos en una cuarta posición acercan las psicosis
a los discursos y a los lazos. Lejos de la oposición tajante, a la que estábamos
acostumbrados por algunos, entre delirio y discurso, ahora nos sorprende el
acercamiento estrecho que hace del delirio un discurso38, pues, en definitiva,
ambos otorgan sentido y comandan nuestro mundo.

Las psicosis interrogan por su originalidad, por la manera encontrada para


resolver los problemas que nos plantea la existencia. De ahí, que cobre
privilegio, en distintos autores, los términos de psicosis ordinaria39, psicosis
actuales40 o psicosis normalizadas41. Un concepto aparece como central: la
identificación42. Es por medio de ella que el sujeto psicótico circula a nivel
social. De todos modos, no todos los sujetos psicóticos se dejan cautivar por un
rasgo, una imagen o un semejante, al cual imitar para ordenar sus vidas. Leticia
no logra levantarse de la cama, nada le interesa, ni siquiera comer. Se irrita con
la presencia de su acompañante terapéutico hasta el punto de rechazarlo por
completo. Nada llena ese vacío interior al cual está demasiado acostumbrada. El
alcohol cumple una función muy específica en su vida, es lo único que calma la
inquietud que experimenta. Desenganchada del vínculo con los demás se
sumerge en el consumo hasta perder la conciencia. A pesar de haber estado
varias veces hospitalizada no hará de su embriaguez un problema. Nada orienta
su existencia. Nada motiva realizar un tratamiento. Pero hay algo que la
entusiasma un poco: tatuarse el cuerpo, como si hubiera adivinado que en ese
acto podría reapropiarse del que ya tiene. Concerta una cita con el tatuador y
paga por adelantado. Se aproxima el día de su turno y una serie de pensamientos
la desesperan. Cree que viajar en transporte público le será imposible, no tolera
salir a la calle, no quiere interactuar con nadie. Piensa en recurrir al alcohol para
cobrar coraje y no perder el dinero invertido. Su itinerario de razonamiento
constituye en sí mismo una aporía, de una u otra forma todo terminará mal. Le
sugiero optar por perder dinero o perderse ella misma en el alcohol. Al día
siguiente me llama para comunicar su decisión de no tatuarse, lo hará más
adelante, cuando no sea necesaria su derelicción subjetiva. Hace un año que
asiste a mi consultorio. El sin sentido sigue tiñiendo su vida pero consiente en
buscar una respuesta diferente, algo que la amarre a la existencia. Comienza
clases de yoga. La inquietud corporal disminuye. Ya no se trata de su cuerpo
transitando en lo abierto de la ciudad, cuestión que le genera pánico, sino de un
circuito que va de su casa al gimnasio. Se establece un adentro y un afuera de su
departamento. Otra topología para su cuerpo puede ser posible.

No despiertes. Sueña.

Era de noche. Llovía demasiado, cualquier otra persona hubiera cancelado el


encuentro. Todavía tengo presente la mirada de esa mujer al entrar a mi
consultorio. No voy a negar cierto temor frente a la insistencia silenciosa de sus
ojos que no dejaban de observarme. Una frase inicial se continuó con más
reserva: «quiero ser como usted». Tuve la sensación de que quería arrebatarme
algo, pues no lo dijo en tono de admiración. El instante eterno de aquellas
misteriosas palabras se continuó con una afirmación: «Soy una enferma del
amor». Así resumió, con la misma claridad de quien comprende las heridas del
alma, el motivo de su sufrimiento.
Hacía diez años que tenía la certeza de ser amada, sin embargo, la decisión de
consultar con un profesional se debió a que dicha pasión no se concretaba. Su
esperanza tambaleaba. Recuerdo también escucharla hablar de su lugar de
trabajo, de su familia y profesión. Luego continuó conversando sobre él, su
amado. No era la primera vez que en mi consultorio escuchaba un desencuentro
amoroso, pues no son pocos los malentendidos que desesperan a las personas,
sobre todo cuando no se comprende el espacio de silencio que anida en el fondo
de las relaciones humanas.

Antes de retirarse su mirada volvió a concentrarse en mí, como si yo supiera qué


estaba pensando, hasta declarar lo siguiente: «las brujas no existen pero que las
hay, las hay». Entendí mucho después, a lo largo del tratamiento, que aquellas
primeras palabras albergaban la lógica de su locura. Las entrevistas con ella
duraron poco más de un año y así comenzó su historia:

Érase una vez un empresario exitoso y una joven bella. Ella una modelo y a la
vez muy estudiosa. Un día él la invitó a cenar. Ella se puso su mejor vestido y el
hombre la deslumbró recitando un poema. Supo en el acto que era amada. Pero
no todo es dicha y felicidad en esta historia. A veces un único encuentro puede
signar tanto la gloria como la adversidad de un destino. Al fin confesó que hacía
diez años no lo veía porque, como en todos los cuentos de hadas, existen
personajes malvados. Poderosas mujeres planean casarla con otro hombre y
quedarse con su dinero. Para lograrlo deben enloquecerla con fuertes gritos,
insultos y órdenes que retumban en sus oídos. Siente pinchazos, la obligan a
comer demasiado con el fin de engordarla y desencantar a su amado. Son las
brujas que manejan su mente y su cuerpo. Evidentemente existen, de hecho las
escucha todo el tiempo y solicita ayuda para defenderse de semejante poder.

A pesar de los obstáculos el amor continúa a la distancia. Él le envía mensajes a


través de la radio. Un ocasional taxista la saluda al pasar, sabe que es él
disfrazado a los efectos de poder verla. Los signos de la presencia de su amor
mantienen viva la esperanza pero tan alto se pronuncian las voces que seguro él
no puede desoírlas y se aleja. Allí radica la idiotez de ese hombre que le provoca
un enojo intolerable. En consecuencia, yace inmóvil en su cama, deja de comer,
hablar y trabajar. Atormentada por las brujas permanece despierta, con furia
vociferan que ya no volverá a verlo. Ningún sueño alivia su existencia. Su vida
ya no tiene sentido. Exclama «sin amor no soy nada».

Con firmeza interrogo: si las brujas no saben de amor, ¿por qué les cree? Y así
dirá:

Qué buen arma me dio, es cierto, si les creo entonces logran su cometido. En
definitiva, las amenazas no han podido destruir lo que siento.

Decide consultar con una nutricionista y hacer gimnasia. Volverá a modelar su


cuerpo para gustarle a su amado y confiar en un encuentro futuro. Pasa horas en
la peluquería y maquillándose. Se siente mejor y paulatinamente recupera su
antigua imagen. Cree que el tratamiento43 le ayudó a recobrar el ánimo perdido.

Finalmente se reincorpora al trabajo. Su jefe, un hombre sensible al sufrimiento


ajeno, entiende perfectamente que el delirio puede ser compatible con la vida en
sociedad. Él forma parte de aquellos que creemos en Otra sociedad para la
locura.
Los lazos sociales en la enseñanza de Jacques Lacan

No cabe duda que en la enseñanza de Lacan podemos encontrar las herramientas


teóricas y clínicas para reflexionar acerca de los lazos sociales en las psicosis.
Mencionaremos los momentos claves de su obra, algunos de los cuales hemos
citado a lo largo de este libro, con el fin de otorgarle la densidad que el tema
merece. Para aquellos que nos dedicamos al psicoanálisis, lo que sigue tiene el
propósito de contribuir por un lado, al debate en torno a la locura y su inserción
en lo social y por el otro, añadir nuestro aporte para formalizar lo que surge
como un término difuso, el lazo social.

Psicosis, discursos y lazos

La afirmación de Jacques Lacan de que la psicosis está fuera de discurso —y por


ende del lazo social— en su escrito «El Atolondradicho», es solidaria de su
teoría del discurso como equivalente al vínculo con el otro, tal como está
formulado en el seminario «El reverso del psicoanálisis». Sin embargo, dicha
aseveración exige una rectificación dentro de la obra misma. Por un lado, no
solo queda cuestionada en su escrito si no también en su seminario. Por el otro,
observamos que hay referencias anteriores y posteriores a su teoría de los cuatro
discursos para comprender el peso relativo de dicha sentencia. De hecho,
muchos de los que orientamos nuestra práctica con sujetos psicóticos, operamos
con alguna idea del lazo social. Es en ese movimiento de Lacan contra sí mismo,
que podemos hallar las claves dialécticas que demuestran justamente lo
contrario, es decir, la posibilidad del vínculo con el otro en las psicosis.

Como hemos reflexionado en capítulos anteriores, la teoría del discurso sigue el


hilo de la función paterna1 y, por ende, decir que la psicosis está fuera de
discurso o fuera del lazo es lo mismo que hablar de forclusión2. De esta manera
no estaríamos explicando nada nuevo, puesto que abordar los lazos en la locura
desde la teoría de las neurosis no tendría asidero alguno.
En «El Atolondradicho» Lacan también asegura que la esquizofrenia —el
llamado dicho esquizofrénico— no cuenta con el auxilio del discurso establecido
para resolver el problema que el cuerpo presenta al ser hablante. Dicha
formulación relativiza la anterior de la psicosis como fuera de discurso y allana
el camino para pensar la existencia de otros discursos (no establecidos) en la
locura.

Con respecto al seminario, Lacan acerca la psicosis al discurso a través de


Wittgenstein y su relación con la universidad, tal como hemos visto. Un año
antes, en «El acto psicoanalítico»3, consideró al psicótico como amo en la
ciudad del discurso. Es decir, la relación psicosis, discurso y lazo, se puede
problematizar en la misma obra de Lacan.

Los antecedentes psiquiátricos

A lo largo de este libro recorrimos distintos momentos de la enseñanza de


Jacques Lacan y verificamos el temprano vínculo entre el sujeto psicótico y la
categoría de lo social. Ejemplo de esto son las reflexiones sobre Aimée,
Rousseaux, las hermanas Papin, los delirios a dúo y otros casos de sujetos
psicóticos, realizadas en su tesis de psiquiatría. Además, desde el comienzo el
abordaje teórico de la función paterna permite explicar los vínculos sociales de
un sujeto4. La función paterna, conceptualizada primero como imago, tiene
como consecuencia una apertura a lo social, que va de la mano de un efecto a
nivel libidinal (prohibición del objeto materno). Su no intervención, en la
psicosis, deja al sujeto en un aislamiento social a dúo, a todas luces
enloquecedor, que establece otro orden del mundo como ejemplifican las
familias de delirantes. Sin embargo, la psicosis aparece en estrecha relación con
el drama y el desorden social, a tal punto que los padece. No es ajena a la época
ni a sus discursos. El loco da cuenta de la influencia del medio, tanto en sus
actos como en el contenido de su delirio. Es así la observación recurrente de que
la psicosis se dirige a los discursos, los cuestiona y no siempre sigue el orden de
los mismos. A veces, inventa otros y hasta logra tener adeptos. Para Lacan hay
una estricta relación entre la locura y lo social, con lo cual resulta imprescindible
aggiornar la técnica. Leemos aquí su apuesta a la posibilidad de inserción del
loco en la sociedad, sin olvidar que toda terapéutica en el campo del
psicoanálisis deberá tener una incidencia en el circuito pulsional del sujeto
psicótico.

El campo de la palabra y del lenguaje

En los años cincuenta el campo de la palabra y del lenguaje adquieren un lugar


destacado para interpretar los fenómenos clínicos. En este momento la referencia
al discurso definido como palabra articulada y la dimensión dialéctica del
mismo, es lo que permite distinguir cuándo se trata de un delirio. Afirma Lacan:

Porque estos enfermos, no hay duda, hablan nuestro mismo lenguaje. Si no


hubiese este elemento [se refiere a la noción de discurso] nada sabríamos acerca
de ello. La economía del discurso, la relación de significación a significación, la
relación de su discurso con el ordenamiento común del discurso, es por lo tanto
lo que permite distinguir que se trata de un delirio5.

Por un lado, en la psicosis los fenómenos clínicos están estancados en relación


con toda dialéctica, la significación no remite más que a sí misma —tanto la
intuición como la fórmula aparecen como plomadas en la red del discurso—. Por
el otro, cuando en la cita leemos que hay un ordenamiento común del discurso,
podemos entender que Lacan se refiere a la relación de reconocimiento entre el
sujeto y el Otro en el circuito de la palabra y su respectivo retorno del mensaje
en sentido invertido. Dicha relación es inherente al discurso neurótico, el cual —
huelga decir— sigue un orden común. Por el contrario, la psicosis presenta una
plomada (un fuera de discurso) en esa red discursiva. La palabra delirante se
diferencia así de la neurótica. Es el olvido de la dimensión dialéctica, que se
sitúa a nivel de la palabra y del discurso, lo que hizo confundir a los clínicos a la
hora de distinguir la locura de la no locura, según denuncia Lacan6. Entonces, el
concepto de discurso diferencia la estructura neurótica de la psicótica. Sin
embargo, también las aproxima7. Es sorprendente la afirmación lacaniana del
delirio como un matrimonio con el discurso. Se equipara así la estructura
significante de ambos como un campo de significaciones organizado. En los
años ochenta podemos retraducir esta similitud con la fórmula «todo el mundo es
delirante»8. En definitiva, a menudo hay un sentido que ordena nuestra realidad,
y de esta manera podemos emparentar la función del delirio con la del discurso.
La fórmula del delirio en tanto S1-S2, es igual a la fórmula del saber en el
seminario «El reverso del psicoanálisis»; coincidimos con Miller9 al decir que
todo saber tiene en este sentido un estatuto delirante. En suma, si vimos cómo
había una locura yoica10 que frente al desorden del mundo imponía su propio
orden, ahora estamos pensando en el costado más simbólico de esa locura, en
tanto S2, delirante, que implica también la construcción de un orden, tal como
Schreber nos enseñó con el orden del universo. En las neurosis el Nombre del
Padre es el principio que organiza el mundo, en las psicosis hay otros elementos
que tienen esta misma función. De ahí la pluralización de dicho concepto en la
enseñanza de Lacan. Podemos concluir que cada uno tendrá un algo que le
permita ordenar su mundo y armar un delirio para habitarlo. La diferencia
radicará, tal como hemos insistido, entre aquellos discursos o delirios
admitidos11 (establecidos) y los discursos o delirios no establecidos (aunque no
por eso no comunicables)12. Un ejemplo de estos últimos son los delirios
paranoicos, que pueden o no sumar creyentes, de ahí se desprende para Lacan la
necesidad de reconocimiento de algunos sujetos psicóticos y su satisfacción en el
discurso. Por eso afirma que un delirio no carece de relación con el discurso
normal, es decir, es comunicable, restablece el lazo entre el sujeto y el Otro. No
es lo mismo la posición del sujeto psicótico como mártir del inconsciente13 que
la de aquel que sostiene su discurso y se satisface con él. Entendemos aquí que
este último conlleva un goce más consentido que el padecimiento experimentado
en los fenómenos elementales. Es decir, en Lacan la relación delirio y discurso
adquiere una complejidad que no se puede reducir a la oposición entre ambos
términos.

El vínculo entre paranoia y discurso será retomado al final de su enseñanza en la


«Overture de la section clinique»14 de 1977. En dicha psicosis propone pensar
los términos que forman parte del discurso. En esta afirmación la psicosis no se
encuentra fuera de discurso, sino más bien, debemos observar de qué modo
funcionarían esas letras en la paranoia. La inoperancia de la función paterna
supone, entonces, una relación diferente entre esas letras, en contraste con el
orden que mantienen en el discurso establecido. De este modo, la psicosis da
cuenta de otra manera de dominar el goce sin el Nombre del Padre. Cabe aclarar
que al ser el discurso un aparato que produce una barrera al goce, debemos
reflexionar sobre otros modos de tratamiento del goce en la clínica de las
psicosis. El psicótico debe vérselas con este problema sin la referencia al
discurso establecido. La paranoia, en tanto identifica el goce en el lugar del Otro,
se aproxima más al campo del discurso y del lazo. Es precisamente en ese año
(1977) que encontramos otra vía teórica para hablar de un discurso no
establecido en la paranoia, como hemos ilustrado en el caso de Rousseau.

El tema adquiere toda su amplitud con la advertencia de Lacan acerca del


discurso íntimo que todos poseemos. No duda en calificarlo de delirante, en el
sentido de que es personal, es decir, se funda en la historia de cada uno. Sabemos
que el psicoanálisis trabaja con este discurso articulado en los síntomas
neuróticos y deja de lado el discurso común, aunque presente en cada sujeto.
Ahora bien, ¿cómo puede este discurso ponerse de acuerdo con el discurso del
otro y con la conducta del otro? pregunta Lacan. Sin embargo, la respuesta es
descorazonadora, no es fácil conciliar el delirio de cada uno con el discurso
común. Este asunto invade su preocupación por el lazo social en la experiencia
analítica. La misma no es concebida como dirección de conciencia:

El análisis partió precisamente de una renuncia a toda toma de partido en el


plano del discurso común, con sus desgarramientos profundos en lo tocante a la
esencia de las costumbres y al estatuto del individuo en nuestra sociedad, partió
precisamente de la evitación de este plano15.

De igual modo, el análisis se constituye en antisocial, en el sentido de que no


permite el grupo y no se rige como otros vínculos por la lógica de la
identificación. En esta dirección se podría decir que constituye un lazo social
atípico. Nuevamente nos vemos conducidos a recordar que en «El
Atolondradicho», Lacan, asegura la imposibilidad de los analistas para formar un
grupo:

No obstante, el discurso psicoanalítico (es mi desbroce) es justamente aquel que


puede fundar un lazo social limpio de toda necesidad de grupo16.

Más tarde, en el seminario «L`insu que sait de l´une-bevue s’áile à mourre»,


Lacan se interroga si el psicoanálisis no es un autismo de a dos17.

En 1978 Lacan responde con un escrito al pedido que Miller le dirige para
defender la universidad y el Departamento de Psicoanálisis en París VIII. Allí
Lacan parte de la siguiente afirmación:

Hay cuatro discursos. Cada uno se toma por la verdad. Solo el discurso analítico
hace excepción. Más valdría que domine se concluirá, pero justamente ese
discurso excluye la dominación, dicho de otro modo, no enseña nada. No tiene
nada de universal: es por lo cual no es materia de enseñanza. ¿Cómo hacer para
enseñar lo que no se enseña? He allí aquello en lo cual Freud caminó. Él
consideró que nada es más que sueño y que todo el mundo, (si se puede decir
una expresión así), todo el mundo es loco es decir delirante18.

En el discurso analítico, el a en posición de semblante, en el lugar del agente, no


organiza un todo, no implica una dominación. Y el a tampoco tiene pretensión de
verdad. Para Lacan el discurso analítico no tiene nada de universal, por eso no es
enseñable. Sabemos que la experiencia analítica toma en cuenta lo singular de
cada sujeto. Se trata así de un lazo social único, inédito, envés de la vida
contemporánea, donde la relación singular al goce de cada uno va en contra de
un «para todos». Es en este sentido que el lazo analítico es el paradigma de un
lazo social atípico, donde el analista ocupa un lugar vaciado de toda
identificación y el analizante se desprende de todas las identificaciones que lo
alienan. Un lazo que como otros es del semblante pero se orienta a lo real.
Coincidimos con Miller que contrapone a todo el mundo es loco el cada uno en
su mundo, es decir, que hay imposibilidad de un mundo en común, cada uno está
en relación con su fantasma y síntoma, esto es lo que el discurso analítico pone
en evidencia19. Entonces, cada uno con su locura. Por ende consideramos que el
goce, lo singular del sujeto, es lo que va en contra del discurso común y, por lo
tanto, el lazo social es fallido al inicio. El psicótico al igual que el discurso
analítico, cuestiona los discursos establecidos. Los discursos establecidos
suponen un para todos, en cambio, el discurso analítico es una experiencia de lo
singular.
El campo del goce

Volvamos ahora a la teoría de los cuatro discursos de 1969-1970. Mediante las


controversias que hemos mencionado al principio, es preciso saber que nos
hallamos dentro de lo que Lacan denomina el campo del goce20. Si los discursos
son formas que adquiere el lazo social, no olvidemos que en el centro de todos
los vínculos hay uno que falta: no hay relación sexual. En el seminario siguiente,
«De un discurso que no fuera del semblante»21, Lacan acentuará la idea del
discurso como suplencia a lo que no hay. Así tenemos la faz real, en tanto
imposible, de todo lazo social. Allí parte de la afirmación que un discurso no
puede situarse a partir de un sujeto, de un particular, ya que el sujeto es lo que un
significante representa para otro significante, es decir, que en esa representación
el sujeto está ausente. Comienza diciendo: «De un discurso-no se trata del mío»
y así se dirige a los alumnos (la palabra plus de gozar los caracteriza). Lacan
explica que se trata de una relación de intersignificancia (término opuesto a la
intersubjetividad, ya que designa la relación entre significantes). Nos parece
importante destacar dicho término, ya que caracteriza la relación entre Lacan y
su público, en tanto determinada por la estructura de un discurso, es decir, por
los lugares significantes asignados a cada parte. De este modo, los lazos
intersubjetivos quedan reducidos a los lazos significantes. Los lugares arman
vínculos22. Se mantiene en el seminario la conceptualización de los discursos
fundados en una estructura tetraédrica donde los términos ocupan distintos
lugares. Si bien se parte del discurso del amo y los desplazamientos de sus
términos, Lacan aclara, en su clase del 13 de enero, que es él quien reduce a
cuatro estos desplazamientos (los cuatro discursos) pero que quizás hubieran
podido estar más diversificados. Esta idea nos permite pensar que podrían
plantearse más discursos si jugamos un poco más con esos deslizamientos. De
hecho él mismo enuncia, en esa misma clase, al discurso de la ciencia y más
adelante al discurso capitalista y al discurso matemático. Se abre así una visión
menos restringida de los discursos.

Si bien la referencia a la psicosis en dicho seminario está casi ausente, no


obstante aparece en su costado de solución a los problemas de la existencia. Esto
también podemos apreciarlo en su seminario anterior con Wittgenstein. Ahora,
hace su aparación James Joyce y su escritura23, Schreber y su transformación en
mujer y, finalmente, los casos de transexualismo del clásico libro de Stoller,
Sexo y género, calificados por Lacan como psicosis. Se trata al respecto de
breves señalamientos, sin desarrollos exhaustivos, pero de los cuales podemos
desprender fructíferas conclusiones. Al poner en tensión las elaboraciones del
seminario con la clínica de la psicosis, podemos afirmar que la característica de
lo «típico» aplicado al discurso neurótico, abre la posibilidad de pensar la
existencia de otras soluciones atípicas en las psicosis. Por un lado, diremos que
el discurso es un artefacto24, un aparato, que permite el encuentro con el otro25
sexo mediante el uso del semblante. Por el otro, los casos de transexualismo
muestran que no recurrir al semblante no impide, sin embargo, encontrar una
solución al problema planteado por la sexualidad. Mientras Schreber arma un
transexualismo delirante y se dirige a la ciencia testimoniando su certeza, otros
reducen su delirio a la certidumbre de tener una identidad sexual pero en un
cuerpo equivocado. De este modo, se dirigen al discurso de la ciencia pero con el
fin de intervenirlo. En estos casos no se trata del uso del semblante, del hacer de,
sino de un deseo de intervenir en lo real el cuerpo para adaptarlo a la certeza de
su sexo. En estos casos lo que define al hombre o a la mujer no es su relación al
sexo opuesto, es decir que aquí el hombre no hace de hombre frente a una mujer
y la mujer no es la verdad de un hombre, como sí sucedería a nivel del
semblante. En consecuencia, para definirse como un hombre se necesita
modificar el cuerpo según esa certeza. Es en referencia a esto que hablamos de
soluciones no típicas frente al no hay relación sexual. Es indudable que la
operación en el cuerpo permite a muchos sujetos inscribirse en el Otro social.

Hemos estudiado también cómo, en el seminario «Las psicosis», se accedía a lo


típico de la virilidad por medio del Nombre del Padre en el caso de la neurosis, o
a través de las compensaciones imaginarias en la psicosis. Estas últimas, lejos de
la dimensión del semblante, se revelaban frágiles al estar supeditadas a la copia
de un modelo que bien podía faltarle al sujeto. Sin embargo, no por esto dejaban
de ser soluciones.

Entonces, por un lado, tendremos los lazos sociales basados en los discursos
típicos o establecidos y, por el otro, los vínculos sostenidos en aquellas
soluciones no establecidas26 en las psicosis. Ambos responden a un mismo real,
es decir, a un punto fuera de discurso: no hay relación sexual.

Nuestra mención a Schreber es en tanto presenta una solución no típica, pero no


por eso menos elegante, según el elogio que hace Lacan de su delirio en De una
cuestión preliminar… Otros sujetos, con menos suerte, permanecen en lo que allí
se denomina el caos coagulado en el que desemboca la resaca de un sismo.
Verificamos entonces que hay un universo de respuestas variables (varité, al
decir de Lacan). Mientras que por un lado existen soluciones típicas y soluciones
elegantes, por el otro, nos encontramos con salidas que no llegan a plasmarse,
pues no pueden servirse del caos para armar un bricolaje.

El término solución no es ocioso, pues nos parece más pertinente y más


abarcador que el de discurso, para pensar las distintas respuestas del ser hablante
a los problemas inherentes al cuerpo y al lenguaje. Por un lado, dicho término
puede ser aplicado a toda la clínica y, por el otro, nos vuelve a alejar de las
lecturas deficitarias de la locura. Asimismo nos aproxima hacia una clínica
pensada en términos de funcionamiento e invención.

Más tarde, en el seminario «Aún», Lacan afirmará de manera más contundente:

Al fin de cuentas no hay más que eso, el vínculo social. Lo designo con el
término de discurso porque no hay otro modo de designarlo desde el momento
en que uno se percata de que el vínculo social no se instaura sino anclándose en
la forma cómo el lenguaje se sitúa y se imprime, se sitúa en lo que bulle, a saber,
en el ser que habla27.

Destacamos dos cuestiones. Por un lado, la afirmación de que hay vínculo frente
a lo que Lacan desarrolló como no hay relación sexual y, por el otro, que decide
llamar a eso discurso según cómo entiende que el vínculo social se instaura. La
manera en cómo se instaura el lazo no es independiente de la relación del sujeto
al lenguaje. Esta cita nos entrega su resonancia para leer en retroacción aquellas
expresiones que relacionan discurso y locura: discurso pulverulento (1964-
1968), discurso delirante y matrimonio con el discurso (1955-1956),
organización discursiva en la paranoia (1954), entre otros. Huelga decir que
aludimos a diferentes momentos de la enseñanza de Lacan, pero todos ellos
privilegian la correspondencia de la relación del sujeto al lenguaje. En este
sentido, el concepto de discurso se hace extensivo al terreno de la psicosis. La
forclusión determinará una relación diferente al lenguaje, por consecuencia, los
lazos sociales conllevarán dicha marca.

Si avanzamos un poco más en la enseñanza nos sorprendemos al encontrar que


el costado fuera de discurso, atribuido a las psicosis, pierde dicha exclusividad al
encontrarse también en el campo de la neurosis28. En este sentido en su escrito
Televisión menciona las formas que adquiere el rechazo del inconsciente, tanto
en una como en otra. De este modo se desdibuja la oposición entre
discurso/neurosis y fuera de discurso/psicosis. Alrededor de esta época el
discurso capitalista29 también cuestiona la posibilidad del vínculo en la neurosis
al redoblar el real que el psicoanálisis descubre: no hay lazo desde el inicio.

Recordemos como en «La Tercera», escrito de 1974, Lacan afirma que cada
individuo es realmente un proletario, es decir, no tiene ningún discurso con qué
hacer lazo social. El discurso capitalista logra sus efectos en tanto deja al sujeto
sometido al lugar de productor o consumidor de objetos y fuera de los vínculos.

Nótese que hasta aquí no hemos hecho otra cosa que seguir a Lacan en su
esfuerzo denodado para explicar el camino circular que va del no hay al vínculo.

Decir y nudo

Si nos orientamos por los desarrollos en torno a la pluralización del Nombre del
Padre descubrimos otras herramientas teóricas que permiten enriquecer nuestro
desarrollo más allá de la teoría del discurso. Nos referimos a la
conceptualización del decir y a la teoría de los nudos que hemos adelantado en
nuestros capítulos tres y cuatro. La oposición discurso-fuera de discurso, que
alude a la presencia o ausencia del Nombre del Padre, puede ser cuestionada al
pluralizar el Nombre del Padre y dar importancia a la función de anudamiento en
sí.

El concepto de decir30 introduce un giro decisivo en la obra de Lacan. Su


articulación con el discurso y el nudo permite afirmar que el no hay relación
sexual equivale a un estado cero de anudamiento, por ende, lo equivalente a un
desanudamiento. Por lo tanto, el fuera de discurso y del lazo social son
consecuencias de dicho desanudamiento de los registros, formulaciones estas
que habitan la llamada segunda enseñanza de Lacan. Verbigracia, nos habilita a
desarrollar una lectura ternaria de la clínica: estado cero de anudamiento,
anudamiento por el decir del Nombre del padre y anudamientos por decires no
paternos. Ejemplo de esto último es lo que Lacan denomina decir magistral en
Joyce y los anudamientos paranoicos. En cambio, el anudamiento por el decir
paterno comprende la definición que Lacan da del padre como aquél que hace de
una mujer la causa de su deseo. Esta es la denominada père version paterna, que
otorga derecho al respeto:

Poco importa que él tenga síntomas si añade a ellos el de la père version paterna,
es decir que su causa sea una mujer, que lo haya adquirido para hacerle hijos, y
que a éstos, los quiera o no, les brinde cuidado paternal31.

En la función paterna está en juego una lógica libidinal, ya sea entre la pareja
hombre-mujer, ya sea entre él y su descendencia. El decir paterno («Tú eres mi
mujer» o «tú eres mi hijo») es entonces lo que sostiene dichas relaciones. Así, su
función de nominación32 alcanza a los partenaires del sujeto en posición de
padre, anudando las generaciones y la relación entre los sexos.

Con respecto a Joyce hemos situado la relación con su público y con su hija
Lucía33. Recordemos que si la nominación como El artista permite un lazo
social, es justamente porque los vínculos pueden sostenerse en decires
contingentes, inventados, singulares, más no siempre establecidos. Si su texto-
síntoma no implica un discurso compartido, sin embargo, el hecho de publicarlo
y pretender que otros lo descifren establece una relación con el discurso
universitario. Dicho de otra manera, el decir magistral al coincidir con el decir
que funda dicho discurso le permite dirigirse a su público. Por eso decidimos
arriesgar que la definición del lazo social a partir de lalengua articulada al
lenguaje, es susceptible de ser pensada en Joyce porque eleva a la potencia de
este último su escritura.

Además, nuestro análisis del escritor nos lleva a considerar que si su nombre
propio intenta volverse más que el S1, entonces tenemos un ejemplo de la forma
que puede adquirir la posición del psicótico como amo en la ciudad del discurso.
Es también el estatuto del S1 en Joyce el que nos permite comparar su vínculo
con Lucía, calificado como prolongación del síntoma, con las locuras de a dos.

Aproximémonos ahora al vínculo entre el artista y su mujer Nora. Lacan, en el


seminario «El sinthome», lo caracteriza como «una extraña relación sexual» y la
describe a ella como un guante dado vuelta:
Para Joyce, solo hay una mujer. Ella reposa siempre sobre el mismo modelo, y él
solo se enguanta con la más viva de las repugnancias. Es notable que solo con la
mayor de las depreciaciones hace de Nora una mujer elegida. No solamente es
preciso que le vaya como un guante, sino también que le ajuste (serre) como un
guante. Ella no sirve (sert) absolutamente para nada34.

Lejos de ser ella un síntoma para un hombre, tal como Lacan teoriza en su
enseñanza el lugar posible de una mujer, Nora «no sirve para nada». No sirve en
el sentido de no causar el deseo en él —de ahí tales depreciaciones— y en
relación con los hijos: «cada vez que se presenta un mocoso […] es un drama, no
estaba previsto en el programa»35. Queda claro aquí que no se trata del lazo
entre un hombre, una mujer y sus hijos que, como hemos explicado, puede
establecer la operación del decir paterno. No obstante hay un extraño vínculo,
ella es una mujer elegida, que se intenta metaforizar mediante la geometría del
guante36. Sabemos que el guante de una mano solo puede ser usado en la otra si
lo damos vuelta. El agujero del guante permite esta operación de reversión, pero
en el caso de los guantes con botones esta operación no daría el mismo
resultado. En este último ejemplo, si colocamos un guante de la mano derecha en
la mano izquierda, el botón del exterior pasa al interior. Este botón, que Lacan
compara al órgano del clítoris, es lo que le permite indicar la existencia de la
diferencia sexual. En el caso de Joyce el guante puede pasar de una mano a otra
sin problemas porque carece de botón, de ahí que Lacan nos hable de «una
extraña relación sexual». Nos interesa destacar que entre ambos hay un tipo de
vínculo, que si bien no compromete la diferencia sexual, no por ello es menos
posible. Puede sonar arriesgado pero no nos impide pensar la posibilidad que
Joyce sea, en este sentido, el paradigma de un lazo que haga existir la relación
sexual. Justamente por haber complementariedad entre los sexos es que las
psicosis hacen existir determinados lazos sociales que no son del semblante.

Vayamos ahora a los anudamientos paranoicos. En el seminario «El sinthome»


encontramos un tipo de anudamiento que entendemos podría pensarse como otra
modalidad de lazo social:

Si se entiende bien lo que hoy enuncio, podría deducirse que a tres paranoicos
podría anudarse, en calidad de síntoma, un cuarto término que se situaría como
personalidad, en la medida en que ella misma sería distinta respecto de las tres
personalidades precedentes y de su síntoma37.

Comentemos esta cita dado que condensa varias cuestiones. En primer lugar,
encontramos la palabra personalidad y sabemos que no tiene una única
definición en la obra de Lacan38. En segundo lugar, el concepto de síntoma está
relacionado con el cuarto término dentro de la teoría de los nudos. Finalmente,
aparece la característica de lo paranoico. Con respecto a esto último es preciso
entender si se trata de individuos psicóticos o de la dimensión constitutiva del
yo. Dichas alternativas permiten considerar que hay un deslizamiento casi
imperceptible entre la dimensión psicopatológica de la psicosis y el nivel
posclínico de la misma.

Con respecto a la personalidad, Lacan en «El sinthome», propone una corrección


de la idea de la paranoia y su relación con la personalidad desarrollada en su
tesis de psiquiatría. Ahora afirma: «…la psicosis paranoica y la personalidad no
tienen como tales relación, por la sencilla razón de que son la misma cosa»39.
Para la misma época, en las conferencias y charlas dadas en Estados Unidos40,
evoca su tesis doctoral y reconoce su ingenuidad al haber creído que la
personalidad era algo fácil de comprender.

La aseveración de que la paranoia y la personalidad son la misma cosa nos


permite enlazarla con nuestro desarrollo sobre la estructura paranoica del yo41.
En este momento la definición de la psicosis paranoica, en la clínica nodal, es la
siguiente: «En la medida en que un sujeto anuda de a tres lo imaginario, lo
simbólico y lo real, solo se sostiene por su continuidad. Lo imaginario, lo
simbólico y lo real son una sola y misma consistencia, y en esto consiste la
psicosis paranoica»42. El nudo correspondiente a la paranoia será el nudo de
trébol43, es decir, el nudo con tres dimensiones que se confunden al estar en
continuidad. A la altura del seminario mencionado la paranoia continúa
conceptualizada por la consistencia de lo imaginario también descripta en su
seminario anterior como pegoteo imaginario44. Esta última definición prosigue
la idea de la prevalencia del registro imaginario en dicha psicosis45.

El polo opuesto a la consistencia de la personalidad se ejemplifica en una


presentación de enfermos realizada por Lacan y conocida como el caso de la
interina de sí misma. Allí la paciente, que habría que incluir «en el número de
esos locos normales que constituyen nuestro ambiente»46, relatará lo siguiente:

[…] no tengo ninguna referencia, estoy en la búsqueda de un lugar en la


sociedad, ya no tengo lugar, no soy ni una verdadera ni una falsa enferma, me he
identificado con muchas personas que no se me parecen, me gustaría vivir como
un vestido […]47.

Lacan no duda en diagnosticar el caso de parafrenia imaginativa —en el sentido


de Kraepelin o de la psicosis imaginativa de Dupré— y si bien no lo considera
una enfermedad mental seria48, es decir que no es una forma identificable como
la paranoia o la esquizofrenia, sin embargo lo eleva al paradigma de la
enfermedad mental. En las antípodas de la paranoia, esta enferma

[…] no tiene la menor idea del cuerpo que tiene que meter bajo ese vestido, no
hay nadie para habitar la vestimenta. Es un trapo. Ilustra lo que llamo el
semblante […] Nadie logró hacerla cristalizar…Lo que dice no tiene peso ni
articulación, velar por su readaptación me parece utópico y fútil49.

Lacan no duda en pronunciar un futuro oscuro —sin posibilidad de lazo social


diríamos nosotros—; ni siquiera tener un hijo le permitió parecerse a una madre.

Por lo tanto, podemos afirmar que la enfermedad de la mentalidad50 se opone a


la personalidad51. Mientras la primera está fuera de discurso, la segunda da
cuenta de la consistencia yoica. Este último efecto se debe al funcionamiento de
un significante amo (que permite la identificación) y al lastre del objeto a, ambas
cuestiones aproximan la paranoia al campo del discurso. En resumen, si la
paranoia en su equivalencia a la personalidad muestra la consistencia del yo, la
enfermedad de la mentalidad manifiesta, en cambio, la dificultad de no poder
cristalizarlo.

Para Lacan la paciente da cuenta de un imaginario sin yo y esa forma de lo


imaginario es «la mentalidad de la representación», es decir, que «falta el yo
como batiburrillo de identificaciones»52. Ejemplo de esto es lo que experimenta
cuando una enferma tiene su chaleco y ella no le pide explicaciones, solo dirá:
«pasó por delante de mí muy rápido, como si no quisiera tener nada que ver
conmigo». También afirma:

[…] siempre tengo problemas con mis jefes. No acepto que el jefe me dé
órdenes, cuando hay trabajo que hacer, que me impongan horarios. Me gusta
hacer lo que quiero»53.

Vemos así que no logra ordenarse en un discurso amo54.

Entendemos ahora esa frase famosa que nomina el caso y que traduce esta falta
de yo: Soy interina de mí misma. No hay un I(A) desde donde organizar las
identificaciones: «Me gustaría encontrar un lugar en la sociedad, en la vida. No
lo encuentro», «Me gustaría ocupar el lugar de una madre que quiere mucho a su
hijo». Para Lacan la Sra. B. está «colgada como un vestido».

En suma, si la paranoia es la personalidad mostrando así la consistencia propia


del yo, la parafrenia es por el contrario la enfermedad de la mentalidad por
excelencia.

Luego de este desarrollo afirmaremos que los distintos funcionamientos de lo


imaginario tienen incidencias diferentes a nivel del vínculo social: el paranoico
padece la alteridad que todo lazo con el otro conlleva, nuestra señora B no logra
un lugar en la sociedad y, en el caso de la esquizofrenia, es la dispersión del
significante amo lo que impide un punto de anclaje para el sujeto.

Ahora intentaremos entender el tipo de anudamiento que propone Lacan en su


seminario «El sinthome», entre tres paranoicos y un cuarto término. Podemos
pensar que se refiere, no ya al nudo de trébol, sino a tres yoes paranoicos, es
decir, a tres personas. Asegura que a tres paranoicos podría anudarse un cuarto
término. Dicho término es síntoma y personalidad. Inmediatamente se pregunta
con respecto a esta última: «¿Es decir que ella también sería paranoica?»55. La
respuesta será que esta personalidad, por suponerse diferente a las tres
personalidades paranoicas, nada indica que también lo sea. Vemos también aquí,
otra vez más, la idea del cuarto término como aquel que tiene la función de
anudamiento.

Consideremos ahora que lo que sigue en el texto de Lacan es aún más complejo:

[…] una cadena borromea puede constituirse con un número indefinido de nudos
de tres. Respecto de esta cadena que entonces ya no constituye una paranoia,
salvo porque ella es común, la posible floculación terminal de cuartos términos
en esta trenza que es la trenza subjetiva nos permite suponer que, en la totalidad
de la textura, haya ciertos puntos elegidos que resultan ser el término del nudo
de cuatro. Y en esto consiste, hablando con propiedad el sinthome.

No se trata del sinthome como personalidad, sino en la medida en que respecto


de los otros tres él se caracteriza por ser sinthome y neurótico56.

La novedad que introduce con este planteo es que una cadena borromea57 puede
constituirse con un número indefinido de nudos de tres (cadena indefinida de
personas paranoicas). Pero esta cadena «ya no constituye una paranoia»58. Es
decir que la propiedad borromea, el modo de anudamiento neurótico, Lacan lo
hace jugar ahora con personalidades paranoicas. Si a tres paranoicos se podía
anudar, a título de síntoma, un cuarto término que no era paranoico sino
«sinthome y neurótico»59, ahora, se trata también de la misma lógica pero con
un número indefinido de paranoicos. Observamos entonces que la estructura que
pensó para tres personalidades puede abarcar ahora a más sujetos y explicar así
los lazos entre varios.

La complejidad del texto de Lacan no se ejemplifica con ninguna situación


clínica, por ende, intentaremos arriesgar alguna preguntas y pensar las respuestas
posibles. ¿No permiten estas afirmaciones pensar otra forma del armado del lazo
social en la paranoia, por ejemplo en los delirios entre varios? O más bien, ¿no
explica esto el funcionamiento de sujetos paranoicos en instituciones regidas por
un ideal, tales como el ejército, la iglesia, la universidad, etcétera? Ambas
opciones podrían ser válidas. Con respecto a la segunda, ya en su tesis intuía el
anclaje de la paranoia en «sociedades de pensamiento». Por eso, algo que sirve
de cuarto término tiene la función de armar un nudo borromeo pero con la
particularidad de enlazar varios nudos de trébol60.
Pero, si también utilizamos la paranoia, por fuera de su definición como
estructura clínica, haciendo un uso extendido del concepto y como equivalente al
yo, diríamos que varios yoes se anudan con un cuarto término y sería una
manera de pensar la masa freudiana con la teoría de los nudos. Si para Lacan la
paranoia es la personalidad, entonces las personalidades paranoicas o bien
remiten a sujetos paranoicos, o bien representan simples consistencias yoicas.

De este modo, la clínica nodal nos confronta con otras manera de entender los
lazos sociales en función del tipo de anudamiento y así nos abre el camino para
futuros estudios.

Hasta aquí nuestra investigación realizada en el marco de la enseñanza de


Jacques Lacan para dar rigor conceptual a términos disímiles tales como
rehabilitación, socialización, inclusión, adaptación o reinserción. Consideramos,
sin embargo, que nuestro esfuerzo no se reduce a un afán teórico sino a facilitar
nuevas herramientas en el tratamiento posible con las psicosis y a una menor
estigmatización por parte de la sociedad.
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Acerca de la autora

Carolina Alcuaz (Argentina, 1972) Licenciada en Psicología por la Universidad


Nacional de La Plata (Provincia de Buenos Aires, Argentina) y psicoanalista.
Magister en Psicoanálisis de la Universidad de Buenos Aires (UBA).
Especialista en Psicología clínica con orientación en niños y adolescentes y
especialista en Psicología clínica con orientación en adultos por el Colegio de
Psicólogos de la Provincia de Buenos Aires. Es Docente Adscrita de la Facultad
de Medicina (UBA) donde desarrolla su actividad de enseñanza en el
Departamento de Salud Mental. Es supervisora clínica de Residencias de
Psicología y Psiquiatría en hospitales tanto de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires como de la provincia.

Fue residente y jefa de residentes de psicología del Hospital Interzonal


Especializado de Agudos y Crónicos «Dr. Alejandro Korn» de Melchor Romero
– La Plata. También ha trabajado en distintas instituciones públicas y privadas en
el ámbito de la salud mental.

Es autora de numerosas publicaciones sobre psicopatología y psicoanálisis en


revistas y libros especializados en el tema.

Actualmente es Jefa del Servicio de niñas, niños y adolescentes del Hospital


Nacional en Red «Lic. Laura Bonaparte» de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires.
Notas

Presentación

1.

Hospital Interzonal Especializado en Agudos y Crónicos «Dr. Alejandro Korn»,


Buenos Aires, Argentina.

2.

Centre hospitalier Sainte-Anne, París, Francia.

Los lazos sociales

1.

Blankenburg, W. (1971): La perte de l´évidence naturelle, Presses Universitaires


de France, París, 1991. Nos interesa esta obra porque muestra cuál es el punto de
anclaje del ser humano en el mundo, es decir, aquello que le permite vincularse
con otros. Es el plano de la intersubjetividad y la concepción de la psicosis
esquizofrénica, como modo particular de existencia, lo que nos ha capturado
especialmente. Encontramos en el texto que la psicosis nos enseña la naturaleza
de dicho amarre y también su disolución. En este sentido, consideramos que el
libro de Blankenburg tiene un doble alcance, tanto filosófico como
psicopatológico.
2.

Si bien no toda pérdida de la evidencia resulta patológica, el autor aclara que en


la esquizofrenia se trata, más bien, de una especie de desproporción
antropológica: un desequilibrio entre evidencia y falta de evidencia, en perjuicio
de esta última.

3.

Sérieux, P. y Capgras, J. (1909): Les folies raisonnantes. Le délire d


´interprétation, Laffitte Reprints, Marsella, 1982. El «Delirio de interpretación»
según estos psiquiatras franceses se emparenta con las doctrinas alemanas, muy
diversas, sobre la paranoia. Nos interesa destacar que la paranoia, con su forma
de razonamiento lógico y riguroso, ha sido la psicosis que ha permitido
cuestionar la visión médica deficitaria de la locura. A su vez, esta entidad
nosológica, nos introduce en lo que consideramos es su conflicto principal: el
lazo con el otro.

4.

Lacan retoma el término psicosis de la psiquiatría para explicar que no se trata


de la demencia sino de lo que siempre se llamó locuras. Cf. Lacan, J. (1955-
1956): El Seminario. Libro 3: Las psicosis, Paidós, Buenos Aires, 1992, p. 12.

5.

Lacan, J. (1972-1973): El Seminario. Libro 20: Aún, Paidós, Buenos Aires,


1995, p. 56.

6.
Lacan, J. (1955-1956): «El Otro y la psicosis», El Seminario. Libro 3: Las
psicosis, op. cit., pp. 47-67. Ahí el autor se sirve de las referencias de la
lingüística y analiza uno de los elementos del esquema de la comunicación: la
significación. La dimensión dialéctica de la misma implica que toda
significación remite a otra. Por el contrario, por ejemplo, los neologismos son
considerados plomadas en la red discursiva, ya que están estancados en relación
a toda dialéctica. La significación neológica se agota en sí misma y su falta de
dialéctica posibilita diagnosticar la psicosis. El plano de la significación le
permite así a Lacan estudiar y diagnosticar los fenómenos clínicos de la locura:
alucinación verbal, experiencia de significación enigmática, neologismos,
delirios, etcétera.

7.

Idem, p. 37.

8.

Lacan, J. (1969-1970): «Producción de los cuatro discursos», El Seminario.


Libro 17: El reverso del Psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires, 2006. Por el
contrario, en su seminario «Las psicosis» de 1955-1956, la definición de
discurso implicaba la palabra articulada y su dimensión dialéctica en el circuito
de la comunicación. En cambio, en 1969-1970, el discurso será un aparato
algebraico, un artefacto con lugares a ocupar, más allá de la palabra articulada.

9.

El seminario 17, «El reverso del psicoanálisis», es conocido como «El seminario
de los cuatro discursos». Situado en los años 1969-1970 alude con el título a lo
que Lacan considera es el modo de abordar el proyecto freudiano, por el reverso,
de ahí que hubiera podido titular a su seminario: «El psicoanálisis al revés». El
seminario apunta principalmente a interrogar cuál es el estatuto y el lugar del
goce (satisfacción) en la vida contemporánea, y es en respuesta a esto que
hablará de los cuatro discursos (Discurso del Amo, Discurso Universitario,
Discurso de la Histérica y Discurso del Analista). Cada discurso determina una
forma de vínculo, una forma de hacer pareja: Amo-esclavo, alumno-profesor,
histérica-Amo, analista-analizante.El seminario tiene en cuenta el contexto social
y político de los acontecimientos de mayo del 68´ francés, que se trasluce en la
interpelación constante que Lacan realiza a los alumnos del público.
Contemporáneo al seminario encontramos «La arqueología del saber», «El orden
del discurso» y la conferencia: «¿Qué es un autor?», pronunciada un año antes
del seminario de Michel Foucault. Tanto Lacan como Foucault compartían las
preocupaciones teóricas de la época: la relación del discurso y la realidad social,
su vínculo con la verdad, etcétera. Foucault afirmará en su conferencia que
Freud fundó un nuevo discurso, una nueva forma de hablar de la verdad.

10.

Hegel, G.W.F. (1807): Fenomenología del espíritu, FCE, Madrid, 1982.

11.

Freud, S. (1923): «El yo y el ello», El yo y el ello y otras obras (1923-1925),


Amorrortu editores, Buenos Aires, 1990, pp. 3-66.

12.

Lacan explicará, en las conferencias universitarias en los EE. UU, como la


cultura es lo que trató de entender a través de la teoría de los cuatro discursos.
En dichas disertaciones estos serán definidos como formas del lazo social. Toda
cultura implica, entonces, un orden social determinado. Cf. Lacan, J. (1975):
«Conférences et entretiens dans des universités nord-américaines», 24-11-75 al
2-12-75, Silicet, nº 6/7, Seuil, París, 1976.

13.
Lacan agrega a sus cuatro discursos el Discurso Capitalista. El mismo puede ser
entendido como un pseudodiscurso al ponerse en duda su equivalencia al lazo
social. Además, se diferencia de los cuatro discursos porque empuja al sujeto a
gozar sin límite. Cf. Lacan, J. (1972): «Del discurso psicoanalítico»
(Conferencia del 12 de mayo en Universidad de Milán), Lacan en Italia 1953-
1978, La Salamandra, Barcelona, 1978.

14.

En este momento la referencia de un discurso es, para Lacan, el goce.


Recordemos como Foucault en Historia de la sexualidad y en Vigilar y castigar
estudió la relación de los discursos y los modos de gozar de las personas. A
diferencia de Lacan el autor deja fuera de su análisis al sujeto y a la pulsión, tal
como los entiende el psicoanálisis, y privilegia, en cambio, la dimensión del
poder.

15.

Freud, S. (1920): «Más allá del principio del placer», Psicología de las masas y
análisis del yo y otras obras, Vol. XVIII, Amorrortu editores, Buenos Aires,
1993, pp. 1-62.

16.

Para un estudio de la teoría pulsional freudiana recomendamos el texto de Oscar


Masotta El modelo pulsional, Altazor, Buenos Aires, 1980.

17.

Lacan, J. El Seminario. Libro 17: El reverso del Psicoanálisis, op. cit. La


estructura cuaternaria del discurso supone cuatro lugares: agente, Otro,
producción y verdad. Ubica allí las siguientes letras: S1, S2, $ y a. Los cuatro
discursos básicos se producen a partir de los cuartos de vueltas operados en lo
que Lacan llama Discurso del Amo, como podemos ver en la siguiente imagen:
18.

Lacan, J. (1971): El seminario. Libro 18: De un discurso que no fuera del


semblante, Paidós, Buenos Aires, 2009. Lacan mantiene en dicho seminario su
conceptualización de los discursos fundados en una estructura tetraédrica, donde
los términos ocupan distintos lugares. Si bien parte del Discurso del Amo y los
desplazamientos de sus términos aclara, en su clase del 13 de enero, que es él
quien reduce a cuatro estos desplazamientos (los cuatro discursos) pero que
quizás hubieran podido estar más diversificados. Esta idea nos permite pensar
que podrían plantearse más discursos al distribuir más esos deslizamientos. De
hecho él mismo enuncia en esa misma clase al discurso de la ciencia, y
mencionará más adelante al discurso capitalista y al discurso matemático. Se
abre así una visión menos restringida de los discursos.

19.

Lacan, J. (1974): « La Tercera», Intervenciones y Textos 2, Manantial, Buenos


Aires, 1993, p. 84.

20.

El síntoma en la neurosis no responde a una etiología orgánica sino a un


conflicto psíquico.

21.

Freud, S. (1921): «Psicología de las masas y análisis del yo», Más allá del
principio del placer. Psicología de las masas y análisis del yo y otras obras. Vol.
XVIII, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1993, pp. 63-136.
22.

Freud, S. (1932): «¿Por qué la guerra? (Einstein y Freud)», Nuevas conferencias


de introducción al psicoanálisis, Vol. XXII, Amorrortu editores, Buenos Aires,
pp. 181-208. Este intercambio epistolar entre dos intelectuales distinguidos nos
interesa por abordar la relación entre la cultura y la pulsión de muerte. Una de
las tesis principales del texto es considerar que todo lo que favorezca la
producción cultural frena la pulsión destructiva que conduce a la guerra.

23.

Lacan, J. (1949): «El estadio del espejo como formador de la función del yo (je)
tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica», Escritos 1, Siglo XXI,
Buenos Aires, 1988, pp. 86-93. La experiencia del espejo alude al momento de
constitución de la imagen del cuerpo que Lacan denominó estadio del espejo; el
espejo es la metáfora que el autor utiliza para explicar que el Otro primordial
sostiene este estadio identificatorio.

24.

Lacan, J. (1972): «El Atolondradicho», Otros escritos. Buenos Aires, Paidós,


2012, p. 498. Lacan utiliza un neologismo: loabitan, para realizar un juego entre
las palabras habitar y hábitat.

25.

Álvarez J. M.ª (2006): Estudios sobre la psicosis, Xoroi Edicions, Barcelona,


2013.

26.

Álvarez J. M.ª (2008): «La Demencia Precoz: el rostro más deficitario de la


locura», La invención de las enfermedades mentales, Gredos, Madrid, 2008, pp.
235-279.

27.

La relación entre discurso establecido y función paterna se desarrolla, más


claramente, en Lacan, J. (1971): El seminario. Libro 18: De un discurso que no
fuera del semblante, op. cit.

28.

Miller, J.-A. (1999): «La invención psicótica», Virtualia. Revista digital de la


Escuela de la Orientación Lacaniana, febrero-marzo 2007, año VI, N° 16.
Recuperado de https://bit.ly/36jV3M2.

29.

Recomendamos la lectura del libro de Marc Augé, Los no lugares. Espacios del
anonimato. Una antropología de la sobremodernidad, Gedisa, Barcelona, 2000.
El autor realiza una descripción de los lugares comunes, en una sociedad, en los
que circulan personas. Se refiere a espacios donde los individuos, que los
transitan, no arman lazos entre ellos. Reina el anonimato. Esta descripción nos
ha interesado para pensar cómo las características de estos sitios pueden
reproducirse en las instituciones de salud mental.

30.

De todos modos, no dejaba de señalar que, en determinadas condiciones era más


fácil que un loco sea el cabecilla de un movimiento sectario, en el que el único
anormal sea él mismo, que conseguir un secuaz entre los propios locos. A lo
largo de nuestro libro, reflexionaremos sobre este último ejemplo. Cf. Karl, J.
(1949): Genio y locura. Ensayo de análisis patográfico comparativo sobre
Strindberg,Van Gogh, Sweenborg, Hölderlin, Aguilar, Madrid, 1955, p. 167.

31.

Recomendamos el libro ya clásico de Michel Hardt y Antonio Negri: Multitud.


Guerra y democracia en la era del Imperio, Debate, Barcelona, 2004. Presentan
un análisis filósofo-político de las nuevas formas de multitudes espontáneas y
creativas a nivel social.

32.

Freud, S. (1921): «Psicología de las masas y análisis del yo», op. cit., pp. 111-
121.

33.

Freud discute en su texto con dos teóricos que habían estudiado el tema, nos
referimos a Le Bon y a Mc Dougall, aunque se distancia de los mismos a la hora
de responder qué une a los individuos entre sí. El alma colectiva es una
expresión de Le Bon, quien considera que los individuos dentro de la masa se
igualan en esa especie de espíritu entre varios, donde sienten y actúan de manera
diferente de cómo lo harían en forma aislada. El alma colectiva se refiere,
entonces, a una alteración anímica producida en la masa.

34.

Recomendamos la lectura de Byung-Chu Han: En el enjambre, Herder,


Barcelona, 2014. El autor propone la existencia de una nueva masa, diferente a
la masa freudiana podríamos aclarar, a la que denomina enjambre digital. La
misma consta de individuos aislados que carecen de alma, es decir, de un
nosotros que permita una acción común.
35.

El amor no solo significa, para Freud, el interés sexual (cuyo fin es la unión
sexual).Con dicha palabra se abarcan, también, todos los sentimientos que
calificamos de amorosos: el amor a sí mismo, el amor al otro, el amor filial, el
amor a los hijos, la amistad, el amor a la humanidad, a los objetos y a las ideas
abstractas. Estas últimas relaciones se apartan de la meta que tiende a la unión
sexual pero siguen siendo, sin embargo, expresión de las mismas mociones
pulsionales que se esfuerzan hacia la unión de los sexos. La pulsión sexual o
Eros implica esta definición ampliada del amor.

36.

Auster, P. (1982): «La invención de la soledad», Ensayos completos, Booket,


Buenos Aires, 2013, pp. 9-86.

37.

Recordemos que Lacan ubica con la fórmula del discurso la identificación


freudiana bajo la figura del significante amo.

38.

La identificación es para Freud ambivalente, es decir, que pueden coexistir la


ternura y la hostilidad hacia el objeto tomado como modelo. Por ejemplo, en la
situación edípica, el niño identificado con su padre puede también rivalizar con
él y desear sustituirlo junto a la madre. Ahora bien, esta identificación primaria
constituye otra modalidad de ligazón con un objeto ya que es anterior a toda
ligazón libidinal con el mismo, es decir, el querer ser como el objeto se
diferencia del querer tenerlo de esta última.
39.

Freud, S. (1921): «Psicología de las masas y análisis del yo», op. cit., p. 110.

40.

Para Freud hay tres modos de lazos entre una persona y otra: la identificación
como la más temprana ligazón afectiva con un objeto; la identificación como
sustitución de una ligazón libidinosa con un objeto e introyección del objeto en
el yo; la identificación surgida de cualquier comunidad que se perciba en una
persona a la cual no se la invistió sexualmente. Este último caso se corresponde
con lo que denomina: la identificación por el síntoma. En este la identificación
prescinde por completo de la relación de objeto con la persona copiada. Esta
identificación por el síntoma es el indicio de un punto de coincidencia entre los
dos yo que debe mantenerse reprimido. Es esta tercera forma de hacer lazo
mediante una importante «comunidad afectiva» la que se encuentra en la ligazón
recíproca de los individuos dentro de la masa. Es en el modo de ligazón con el
conductor donde reside dicha «comunidad afectiva». Para Freud todo fenómeno
de empatía o imitación o infección psíquica nace solo por la identificación y no
es a priori de esta. Cf. Freud, S. (1921): «Psicología de las masas y análisis del
yo», op. cit.

41.

Freud, S. (1921): «Psicología de las masas y análisis del yo», op. cit., p. 93.

42.

Freud, S. (1930-1929):«El malestar en la cultura», El porvenir de una ilusión. El


malestar en la cultura y otras obras,Vol. XXI, Amorrortu editores, Buenos Aires,
1990, p. 93. Recomendamos una lectura actualizada del texto freudiano, debido
a considerar los cambios vigentes en la civilización. Cf. Dessal, G. Comentario a
«La civilización freudiana revisitada o ¿Qué se supone que ocurrió con el
principio de realidad?», Bauman, Z., Dessal, G. (2014): El retorno del péndulo,
FCE, México, 2014, pp. 55-68.

43.

Idem, p. 94.

44.

Lacan, J. (1973-1974): «El seminario. Libro 21: Les nom dupes errent», clase
del 19/2/1974, inédito.

¿Por qué el padre?

1.

En el capítulo cinco desarrollaremos el campo de controversias teórico-clínicas


sobre los lazos sociales en las psicosis.

2.

A diferencia de la época freudiana nuestra sociedad de consumo no se


caracteriza por la prohibición y la renuncia. El imperativo superyoico
hipermoderno reclama más y más satisfacción bajo la falsa promesa de felicidad.
Dicha exigencia determina el consumo compulsivo de objetos que arrasa con la
subjetividad y el lazo social. La impronta que esto deja, en los distintos motivos
de consulta, la observamos en nuestros consultorios profesionales. Desde los
excesos a nivel del consumo (adicciones) hasta sus efectos contrarios
(depresiones). Como corolario, la anestesia subjetiva se evidencia en la escasez
de palabras de los pacientes. No es otro el obstáculo principal de cualquier
psicoterapia.
Las figuras de autoridad de antaño han perdido su lugar. Por ejemplo, la función
del padre resulta cuestionada en tanto transmisor de ideales, valores, referencias,
con las cuales identificarse y guiarse en la vida. Es a falta de esta orientación que
los objetos del consumo cobran un lugar privilegiado. Cf. Recalcati, M. (2010):
«Evaporazione del Padre e discorso del capitalista», L´uomo senza inconscio,
Raffaello Cortina Editore, Milano, 2010, pp. 27-52. Y todo en el marco de una
subjetividad precaria y de lazos líquidos, como bien a descripto Bauman. Cf.
Bauman, Z. (1999): Modernidad líquida, FCE, Buenos Aires, 2004.

3.

Lacan, J. (1955-1956): «La carretera principal y el significante “Ser Padre”», El


Seminario. Libro 3: Las psicosis, Paidós, Buenos Aires, 1992, pp. 407-420;
Lacan, J. (1957-1958): «De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible
de la psicosis», Escritos 2, Siglo XXI; Buenos Aires, 1987, pp. 513-564.

Lacan intenta dar cuenta, recurriendo a la metáfora de la tapicería, de la


existencia de significantes esenciales, de base, a partir de los cuales la realidad y
el orden simbólico se organizan. La función del padre será entendida, entonces,
como un punto de capitón que anuda significante y significado. Si ese punto de
almohadillado no está, la corriente continua del significante recobra su
independencia y retorna como un cartel al costado del camino, en la función de
la alucinación verbal. Lo que nos interesa de este planteo es situar las
consecuencias de la operación paterna. Por un lado, la misma posibilita organizar
el discurso, ya que el mismo supone la articulación significante «cierto lazo
enlazado». Aparece aquí una definición del discurso como lazo entre
significantes. Por otro lado, facilita el lazo social, que en el ejemplo ya
mencionado es entre un hombre y una mujer. A su vez, en tanto dimensión
tercera, tiene también efectos a nivel imaginario. Por una parte, mantiene en un
nivel aceptable la tensión agresiva entre el yo y el otro, y por la otra, conserva la
estabilidad de la imagen en las relaciones interhumanas. Cf. Lacan, J. (1955-56):
«El punto de almohadillado», Idem, p. 375.

4.
Miller, J.-A. (1999): «La invención psicótica», Virtualia. Revista digital de la
Escuela de la Orientación Lacaniana, febrero-marzo 2007, año VI, n° 16.
Recuperado de https://bit.ly/36jV3M2.

5.

Lacan, J. (1932): De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad,


Siglo XXI, Buenos Aires, 1987.

6.

Palabra utilizada en psicopatología para referirse a la historia de los


sufrimientos.

7.

Jules de Gaultier acuña la palabra «bovarismo» a partir de la novela Madame


Bovary de Flaubert. El sentido atribuido a la palabra es el de la evasión hacia lo
imaginario, la fantasía, en contraposición con lo insatisfactorio que puede tener
una existencia. Lacan retoma el término en su lectura del caso Aimeé. Cf.
Tendlarz, S. E. (1999): «El Bovarismo», Aimée con Lacan, Acerca de la
paranoia de auto-punición, Lugar Editorial, Buenos Aires, 1999, pp. 35-45.

8.

Lacan, J. (1932): De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad,


op. cit., p. 263.

9.
Idem, pp. 136-187.

10.

Idem, p. 227.

11.

Idem, pp. 262-263.

12.

Idem, p. 263.

13.

Nos referimos a la publicación de El contrato social y su influencia en las bases


del Derecho Penal.

14.

Lacan, J. (1957-58): «De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de


la psicosis», Escritos 2, op.cit., pp. 513-564. Lacan aquí se refiere a la solución
schreberiana que logra a través de un delirio reorganizar su existencia.

15.

Lotringer, S. (2003): Fous d´Artaud, Sens&tonka, París, 2003, p. 167 (la


traducción es nuestra).
16.

Jaspers, K. (1949): Genio y locura. Ensayo de análisis patográfico comparativo


sobre Strindberg, Van Gogh, Swedenhorg y Hörderlin. Aguilar, Madrid, 1955.

17.

Por ejemplo, la brutalidad congénita de la excesiva franqueza de Strindberg para


consigo mismo y los demás. Así, su editor debió aconsejarle no publicar la
correspondencia sostenida con su mujer, porque ello sacaría a relucir una serie
de intimidades propias y de su entorno social. La psicosis puede tornar la vida
más apasionada, más absoluta, más impulsiva, desembarazada y natural, refiere
Jaspers. Idem, p. 160 y p.182.

18.

Jaspers denomina brote a las agravaciones de la psicosis que originan una


alteración irreversible de la personalidad, que perdura incluso después de haber
desaparecido los síntomas principales. En cambio, las fases no afectan de
manera duradera la personalidad. Mientras que los estados reactivos son iguales
a los que experimenta el individuo sano frente a determinadas situaciones, salvo
que su forma y contenido corresponden, en el caso del enfermo, a las
peculiaridades del estado patológico crónico que atraviesa. Jaspers, K., Idem, p.
87.

19.

Idem, p.179.

20.
Coincidimos con el decir de Germán García de que Strindberg delira pero no
está loco, porque habla por otros y para otros que se reconocen en sus textos:
«[…] hace tiempo que la psiquiatría descubrió que los delirios llamados crónicos
son compatibles con la “realidad”, […]. Lo extraño del delirio son los
postulados, de ninguna manera la lógica que los organiza». El delirio es, para el
psicoanálisis, un intento de curación. Nada más alejado de la enfermedad. Su
construcción produce discursos que pueden ser universales. Ver la introducción
de Germán García: «Augusto Strindberg: un (miedo) padre», en A. Strindberg»,
Padre, Nemont, Buenos Aires, 1978.

21.

Jaspers, K. op. cit., p. 62.

22.

Idem, p. 184.

23.

La experiencia de la locura da lugar al nacimiento de algo que, aunque se


vincule con la personalidad previa, nunca surgiría si no fuera por su
intervención. Idem, p. 241

24.

Lacan, J. (1932): De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad,


op. cit., p. 263.

25.
Idem, p. 252. Recordemos que previo a su hospitalización, Aimée, se destacaba
por su eficacia laboral. Sus jefes habían decidido que trabajara en cierto
aislamiento para evitar así sus alteraciones de carácter. Luego, durante su
internación, es adscripta al servicio de biblioteca ya que su comportamiento en
el asilo no causaba dificultades. Quería regresar a su trabajo y volver a ver a su
hijo una vez que obtuviera el alta.

26.

Idem, p. 244.

27.

Ibid.

28.

La adaptación pretendida recuerda cómo la psiquiatría ha querido ser la norma


de la locura. Con respecto a esto, Jacques Alain Miller, considera que la
antipsiquiatría realizó un movimiento contrario al hacer de la psicosis la norma
del psiquiatra. Cf. Miller, J.-A. (1997) «Enseñanzas de la presentación de
enfermos», Los inclasificables de la clínica psicoanalítica, Paidós, Buenos Aires,
1999, p. 422.

Por el contrario, Lacan demuestra a lo largo de su enseñanza que es la locura


quien nos enseña sobre la llamada normalidad. Pues para Lacan «al ser del
hombre no solo no se lo puede comprender sin la locura, sino que ni aún sería el
ser del hombre si no llevara en sí la locura como límite de su libertad». Cf.
Lacan, J. (1946): «Acerca de la causalidad psíquica», Escritos 1, Siglo XXI,
Buenos Aires, 1988, p.166.

Al final de su obra, en otros términos pero con el mismo sentido, retomará su


idea al mencionar que: «En este aspecto, lo que llamamos un enfermo llega a
veces más lejos que lo que llamamos un hombre con buena salud. Se trata más
bien de saber por qué un hombre normal, llamado normal, no percibe que la
palabra es un parásito, […] es la forma de cáncer que aqueja al ser humano». Cf.
Lacan, J. (1975 -1976): El Seminario. Libro 23: Le sinthome, Paidós, Buenos
Aires, 2006, p. 93. Sin embargo, también, expresa que no se vuelve loco quien
quiere. Cf. Lacan, J. (1955-1956): «Introducción a la cuestión de las psicosis»,
El Seminario. Libro 3: Las psicosis, op. cit., p. 27.

29.

Lacan se sirve de la teoría freudiana de la libido y del superyó para explicar los
mecanismos psíquicos de autocastigo y las tendencias homosexuales de un tipo
de paranoia: paranoia de autocastigo. Cf. Lacan, J. (1932): De la psicosis
paranoica en sus relaciones con la personalidad, op. cit., pp. 224-240.
Recordemos que el psicoanálisis se introduce en Francia de la mano de la
criminología y la discusión en torno al superyó. Cf. Tendlarz, S. (1999): «La
autopunición», Aimée con Lacan, op. cit., pp. 91-110.

30.

Volveremos a encontrar el problema de la técnica psicoanalítica y de la


transferencia en su escrito posterior «De una cuestión preliminar a todo
tratamiento posible de la psicosis».

31.

Lacan, J. (1938): La familia, Argonauta, Buenos Aires, 2010, p. 78.

32.

Idem, pp. 86-87.


33.

Freud, S. (1915): «Pulsiones y destinos de puslión», Contribución a la historia


del movimiento psicoanalítico. Trabajos sobre metapsicología y otras obras, Vol.
XIV, Amorrortu editores, Buenos Aires,1990, pp.105-134.

34.

A partir de su seminario «Las psicosis» la teoría del padre será entendida en


términos del significante del Nombre del Padre.

35.

Lacan, J. (1973-1974): «El seminario. Libro 21: Les nom dupes errent», inédito,
clase 19/3/1974.

36.

Esto nos conduce a reflexionar sobre aquellos modos identificatorios rígidos, tal
como fueran descriptos por la psiquiatría clásica en autores como Tellenbach o
Kraus (typus melancholicus). Cf. Tellenbach, H. (1976): «El typus
melancholicus», La melancolía. Visión histórica del problema: Endogeneidad,
tipología, patogenia y clínica, Morata, Madrid, 1976, pp. 75-144.

Marie-Hélène Brousse refiere que el nombrar para atribuido a la madre es la


fórmula del superyó moderno. Cf. Brousse, M-H, (2009): «La psychose
ordinaire à la lumière de la théorie du discours lacanienne», Quarto, nº 94/95.
Revue de psychanalyse ECF-Bruselas, junio de 2009, pp. 10-15.

Consideramos que este superyó, que está más en sintonía con un modo inflexible
de gozar que con un deseo singular, resulta ser homogéneo a las normas sociales
de la hipermodernidad. El resultado de esto será un orden más rígido que el del
Nombre del Padre.
37.

Lacan, J. (1955-1956): El Seminario. Libro 3: Las psicosis, op. cit., p. 76.

38.

Idem, p. 77.

39.

Lacan, J. (1966): «Presentación de la traducción francesa de las memorias del


presidente Schreber», Intervenciones y Textos 2, Manantial, Buenos Aires, 1993,
p. 30.

40.

Lacan afirma que el delirio comienza a partir del momento donde la iniciativa
viene del Otro. Cf. Lacan, J. (1955-1956): El Seminario. Libro 3: Las psicosis,
op. cit., p. 275.

41.

Lacan no estuvo al margen del debate psiquiátrico de la época sobre los


delirantes y sus adeptos. Desde su tesis aporta al tema con el estudio del vínculo
entre Aimée y su madre, por un lado, y entre las hermanas Papin, por el otro.
Hacia finales de su enseñanza nos conduce a volver sobre el tema a través de la
descripción del extraño lazo entre James Joyce y su esposa Nora. También, por
qué no, entre Joyce y su hija Lucía.
42.

Lacan traduce la Verwerfung freudiana por forclusión. En la lengua francesa la


palabra forclusión designa, en el ámbito del vocabulario jurídico, la caída de un
derecho no ejercido en los plazos previstos por la ley. Lacan retiene el sentido
jurídico del término. Cf. Maleval, J.-C. (2000): «L’origine du concept de
forclusión», La forclusion du Nom-Du-Père. Le concept et sa clinique, Seuil,
París, 2000, pp. 66-72.

43.

En este momento el concepto de desencadenamiento es solidario del de cadena


significante. Esta se impone al sujeto en su dimensión de voz; presenta una
realidad proporcional al tiempo que implica su atribución subjetiva y, dicha
atribución es distributiva, es decir, con varias voces. La cadena subsiste en una
alteridad respecto al sujeto y, es en el momento del desencadenamiento que esta
característica se hace sentir como tal. El psicótico es allí hablado por el lenguaje
(alucinación verbal). Con esta teoría se comprenden los momentos de ruptura de
la continuidad vital y se formalizan las denominadas coyunturas dramáticas
encontradas al comienzo de la psicosis. En dichas situaciones novelescas aparece
una terceridad con respecto a una relación dual, imaginaria. Ese elemento tercero
será Un-padre. Es decir, hay un llamado al Nombre del Padre que no se ha
inscripto. Lacan sitúa tres coyunturas típicas. Cf. Lacan, J. (1957-1958): «De una
cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis», Escritos 2, op. cit.,
pp. 558-559.

Sabemos que la clínica demuestra la existencia de otras coyunturas que


cuestionan el modelo típico de desencadenamiento, tanto en su estructura como
en su temporalidad, y que han sido estudiadas en el libro Las psicosis ordinarias.
Cf. Miller, J.-A., et al. (1998): «El Neodesencadenamiento», La psicosis
ordinaria, Paidós, Buenos Aires, 2003, pp. 17-82.

44.

Lacan, J. (1955-1956): El Seminario. Libro 3: Las psicosis, op. cit., p. 289.


45.

La clínica de las suplencias puede estudiarse a través del concepto de sinthome


de la última enseñanza de Lacan. Es la solución sinthomática de Joyce la que le
impide caer en la locura. Cf. Schejtman, F. (2013): Ensayos de clínica
psicoanalítica nodal, Grama, Buenos Aires, 2013.

46.

Dominique Raymond advierte que algunos síntomas pueden ser expresiones


curativas y, por lo tanto, el riesgo de querer curarlo podría desencadenar un mal
mayor. Cf. Raymond, D. (1816): Traité des maladies qu´il est dangereux de
guérir, Brunot-Labbe, París, 1816.

47.

Este mecanismo de compensación imaginaria, es igualado al término como si


formulado por Helene Deutsch en la sintomatología de las esquizofrenias. Lo
que las compensaciones imaginarias permiten es el acceso a la virilidad por
identificación. El Edipo le hubiera dado acceso a la virilidad bajo la forma, no de
la imagen paterna sino del significante del Nombre del Padre En cambio, el
psicótico se identifica de manera conformista, a personajes «que le darán la
impresión de qué hay que hacer para ser hombre». Lo interesante de destacar es
cómo a través de este mecanismo los psicóticos viven compensados teniendo
aparentemente «comportamientos ordinarios» considerados como normalmente
viriles. Cf. Lacan, J. (1955-1956): El Seminario. Libro 3: Las psicosis, op. cit., p.
274-275 y 292. Entonces, podemos decir que se accede a «lo típico» por medio
del significante o por medio de la imagen. En este sentido, para Lacan, el
momento llamado prepsicosis es el que más se asemeja a la sintomatología
neurótica.

48.
Deutsch, H., (1965): «Aspects cliniques et théoriques des personnalités “comme
si”», en Hamon, M-C., comp. (2007): Les «comme si» et autres textes. Helene
Deutsch (1930-1976), Seuil, París, 2007.

49.

Para Lacan la psicosis implica un agujero, una falta a nivel del significante. La
entrada en la psicosis confronta al sujeto con esa ausencia, lo acerca al vacío. Cf.
Lacan, J. (1955-1956): El Seminario. Libro 3: Las psicosis, Paidós, op. cit., p.
287.

50.

Idem, pp. 288-289.

51.

Maleval, en su libro La lógica del delirio, retoma la descripción de Henri Grivois


para definir la perplejidad. Las características principales que Grivois distingue
en sus investigaciones sobre la «psicosis naciente» son: mutismo inicial e
incapacidad de relatar la experiencia; imprevisibilidad de la evolución; abandono
de toda búsqueda de ayuda dirigiéndose a quien sea; sentimiento de un
movimiento inexorable que arrastra al conjunto de los hombres hacia un fin, una
solución, pero en cuyo seno el papel del sujeto debe ser importante; inestabilidad
emotiva, que oscila entre el terror y el maleficio, el arrebatamiento y la
maldición. Lo que destacará Maleval, siguiendo la orientación lacaniana, es la
falta de significación que determina la experiencia. El sujeto es incapaz de
comunicar qué le sucede. Cf. Maleval, J.-C. (1996): «Deslocalización del goce y
perplejidad angustiada», Lógica del delirio, Del Serbal, Barcelona, 1998, pp.
133-169.

El desencadenamiento de la psicosis, la desarticulación de la cadena significante,


traerá aparejada una vivencia de vacío de significación, característica del estado
de perplejidad. Lacan dirá que la certeza es correlativa a dicho vacío. En
determinado momento de la psicosis, el sujeto tiene la certeza de que algo ocurre
aunque no sepa qué. Es decir, el enigma va de la mano de la certeza. Cf. Lacan,
J. (1957-1958): «De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la
psicosis», Escritos 2, op. cit., p. 520.

52.

Miller, J.- A., et al. (1998): «Enganches, desenganches, reenganches», La


psicosis ordinaria, op. cit., pp. 17-43.

53.

La primera edición en alemán data de 1903, corresponde a una versión mutilada


por la censura y comprada, en su casi totalidad, por los familiares del autor a fin
de evitar el escándalo que la misma representó. En 1911 Freud utiliza la obra
para desarrollar su teoría de la psicosis, otorgándole así mayor difusión. Hoy
continúa siendo un texto de referencia en el estudio de la psicosis. Cf. Schreber,
D. P., (1903): Memorias de un neurópata, Petrel, Buenos Aires, 1978.

54.

El juicio de interdicción pronunciado el 13 de marzo de 1900 por el Tribunal de


Primera Instancia de Dresde fue anulado por decisión de la Cámara de
Apelaciones del 14 de julio de 1902. Se le reconocerá su capacidad legal y la
libre disposición de sus bienes. Se le otorgará el alta del asilo. Para lograr su
sobreseimiento de la interdicción entrega un Memorial a la escribanía de la Corte
del Land de Dresde. Dicho texto es el relato de los medios de apelación y el
recurso que utiliza contra el juicio emitido en primera instancia por el Tribunal
del Land.

55.
Freud, S. (1911): Sobre un caso de paranoia descrito autobiográficamente
(Schreber). Vol. XII, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1993, p. 65.

Coincidimos con Marcel Gauchet al afirmar que el loco es sujeto de su locura.


Participa así de su tratamiento. Cf. Gauchet, M. (2003): «Freud y después», La
condición histórica, Editorial Trotta, Madrid, 2007, pp. 128-143.

56.

Georges Lantéri-Laura historiza la construcción del edificio psiquiátrico


recurriendo al concepto de paradigma de Thomas Kuhn. El autor desarrollará las
consecuencias que tuvo emplear la noción de enfermedad en el campo de la
patología mental. Consideramos que es en el marco del segundo paradigma, el
de las enfermedades mentales, que la psiquiatría conducirá a una lectura
deficitaria de la locura. Cf. Lantéri-Laura, G.,( 1998): Essai sur les paradigmes
de la psychiatrie moderne, Éditions du Temps, París, 1998.

Coincidimos con José María Álvarez, quien postula que un loco no es un mero
títere de su enfermedad. Si el segundo paradigma impide pensar la
responsabilidad en la psicosis, Álvarez, en cambio, le atribuye una ética. Junto al
autor nos pronunciamos contrarios a cualquier explicación de la psicosis basada
en un determinismo neurobiológico. Cf. Álvarez, J. M.ª: La invención de las
enfermedades mentales, Gredos, Madrid, 2008, p. 541.

Entendemos que el trabajo de la locura, la respuesta encontrada para aliviar el


malestar, convierte al psicótico en alguien responsable. Schreber demuestra con
su elaboración delirante el intento de hacer más soportable su existencia.

57.

Álvarez, J. M.ª: «La paranoia: entre la locura y la nosología de las enfermedades


mentales», Idem, pp. 115-234.

58.
Kraepelin describió cómo la paranoia implicaba un desarrollo que no
comprometía la claridad y el orden a nivel del pensamiento, la voluntad y la
acción. Cf. Bercherie, P., (1980): «Kraepelin antes de 1900», Los fundamentos
de la clínica. Historia y estructura del saber psiquiátrico, Manantial, Buenos
Aires, 1993, pp. 106-116.

59.

Coincidimos con Gladys Swain cuando plantea que la resocialización dentro del
asilo puede tener como finalidad la permanencia del loco en la institución. Se
menoscaba, entonces, su inclusión en la sociedad. Cf. Swain, G. (2009):
«Química, cerebro, espíritu y sociedad. Paradojas epistemológicas de los
psicotropos en medicina mental», Diálogo con el insensato, Asociación Española
de Neuropsiquiatría, Madrid, 2009.

60.

Serie de gritos involuntarios que trata de disimular, limitar, cuando está en frente
de otras personas.

Los filósofos de la conspiración

1.

Lacan, J. (1955-1956): El Seminario. Libro 3: Las psicosis, Paidós, Buenos


Aires, 1992, pp. 51-52.

2.

Lacan, J. (1955-1956): «VI. El fenómeno psicótico y su mecanismo», Idem,


p.110.

3.

Lacan, J. (1955-1956): «I. Introducción a la cuestión de las psicosis», Idem,


p.19.

4.

Para formalizar esta experiencia Lacan describe lo que denomina significación


de significación, es decir, que el loco constata la existencia de un sentido aunque
todavía no se sepa cuál. Así, el enigma o la llamada experiencia enigmática del
psicótico va de la mano de la certeza. En cambio, la interpretación delirante
aporta el sentido que falta, el qué quieren decir los fenómenos y permite
entonces salir del enigma. Cf. Lacan, J. (1957-1958): «De una cuestión
preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis», Escritos 2, Siglo XXI;
Buenos Aires, 1987, pp. 513-564.

Miller retoma el escrito lacaniano y destaca cómo el enigma no es incompatible


con la certeza, sino que justamente es una de sus expresiones. Cf. Miller, J.-A.
(1999): «De la sorpresa al enigma», Los inclasificables de la clínica
psicoanalítica, Paidós, Buenos Aires, pp. 17-26.

5.

José María Álvarez realiza un estudio detallado de la increencia paranoica y


pone en consideración dos dimensiones de la certeza: como experiencia y como
axioma o fórmula del delirio. En su lectura de la enseñanza de Freud y de Lacan
la diferencia también de la creencia del hombre llamado normal. Cf. Álvarez, J.
M.ª (2013): «Capítulo VII: La certeza como experiencia y axioma», Estudios
sobre la psicosis, Xoroi Edicions, Barcelona, pp. 177-196.
6.

Freud, S. (1886-1899): «Manuscrito K», Publicaciones prepsicoanalíticas y


manuscritos inéditos en la vida de Freud, Vol. I, Amorrortu editores, Buenos
Aires, 1992, p. 267. También en su Carta 46, Freud, enfatizará que el paranoico
utiliza como defensa la incredulidad. Cf. Freud, S. (1886-1899): «Carta 46»,
Idem, p. 271.

7.

Lacan, J. (1959-1960): «Das ding», El Seminario. Libro 7: La ética del


psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires, 1997, p. 70. El autor sitúa cómo el
paranoico no cree en ese primer extraño respecto del cual debe ubicarse de
entrada.

8.

Lacan, J. (1955-1956): «VI. El fenómeno psicótico y su mecanismo», El


Seminario. Libro 3: Las psicosis, op. cit., p.110.

9.

Freud conceptualiza la inclinación agresiva como una disposición pulsional


autónoma, originaria, del ser humano. Se erige como el obstáculo más poderoso
de la cultura. Esta pulsión de agresión es el principal subrogado de la pulsión de
muerte. La lucha entre vida y muerte caracteriza el escenario cultural. Toda
sociedad deberá promover, para su propia preservación, el debilitamiento de los
componentes agresivos de sus ciudadanos. Cf. Freud, S. (1930(1929)): «El
malestar en la cultura», El porvenir de una ilusión. El malestar en la cultura y
otras obras, Vol. XXI, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1990, pp. 57-140.

10.
Coincidimos con Miller al decir que el estatuto originario de todo sujeto es la
paranoia. Cf. Miller, J.-A. (1986-1987): «El objeto del psicoanálisis», Los signos
del goce, Paidós, Buenos Aires, 1998, pp. 255-268.

11.

Lacan explica la serie de complejos que estructura una familia y permiten la


constitución psíquica del sujeto y su apertura o no al mundo social. Tenemos
entonces el complejo del destete, el complejo de la intrusión y el complejo de
Edipo. En este último la función del padre está relacionada con la posibilidad de
apertura a lo social del ser hablante. Sin embargo, Lacan observa una
declinación de la imago paterna con las consecuencias clínicas que eso conlleva.
Cf. Lacan, J. (1938): La familia, Argonauta, Buenos Aires, 2010.

12.

Para Lacan la socialización implica siempre un componente de simpatía celosa.


Volvemos a encontrar la palabra simpatía pero en tanto trágica para explicar el
efecto de los crímenes paranoicos, como veremos más adelante.

13.

El estadio del espejo es una fase que explica cómo lo imaginario se incorpora en
el ser humano. La vivencia de una imagen unificada del cuerpo —nuestro yo—
se contrapone y se anticipa a la prematuración biológica con la que nacemos.

14.

Lacan, J. (1938): La familia, op. cit., p. 61.


15.

Lacan, J. (1949): «El estadio del espejo como formador de la función del yo (je)
tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica», Escritos 1, Siglo XXI,
Buenos Aires, 1988, p. 91.

16.

En la neurosis obsesiva la estructura camufla, desplaza, niega, dicha intención


agresiva. En la fobia la agresividad es manifiesta: «Lo que tratamos de evitar
para nuestra técnica es que la intención agresiva en el paciente encuentre el
apoyo de una idea actual de nuestra persona[…]para que pueda organizarse en
esas reacciones de oposición, de denegación, de ostentación y de mentira que
nuestra experiencia nos demuestra que son los modos característicos de la
instancia del yo en el diálogo». Cf. Lacan, J. (1948): «La agresividad en
psicoanálisis», Escritos 1, op. cit., p. 101.

El yo no es solo un sistema de percepción-conciencia como describió Freud.


Más bien está relacionado con la Verneinung y es opaco a la reflexión. Prima en
el yo el desconocimiento.

17.

Lacan volverá al tema de la estructura paranoica del yo. Hace equivaler dicha
estructura con las negaciones fundamentales que Freud pone en juego en los
distintos delirios y, con la función de desconocimiento de la bella alma
hegeliana. El yo (moi) instala en el sujeto una alteridad, un rival, que se desdobla
manifestando su propia autonomía en el momento del delirio. Esta alteridad que
persigue al paranoico es su propio yo desconocido para él mismo.

La tesis principal de este texto es la de una agresividad constitutiva del yo


humano, que se explica por la tensión entre el yo y su imagen especular, es decir,
la tensión que caracteriza a la estructura paranoica. Es en la cura donde el sujeto
pone en juego las diferentes imagos que incidieron en él, identificándolas en la
figura del analista.
En este momento la teoría de la agresividad desmiente la idea de que todo lazo
social pueda fundarse en el famoso amor al prójimo. La referencia al Tótem y
tabú de Freud le sirve a Lacan para explicar que en el origen del vínculo social lo
que se encuentra es el asesinato del padre (mito de la horda primitiva). Cf.
Lacan, J. (1948): «La agresividad en psicoanálisis», Escritos 1, op. cit., pp. 94-
116.

18.

Lacan, J. (1954-1955): El Seminario. Libro 2: El Yo en la Teoría de Freud y en


la Técnica Psicoanalítica, Paidós, Buenos Aires, 1997, p. 364.

19.

Lacan, J. (1955-1956): El Seminario. Libro 3: Las psicosis, op. cit., p. 275.

20.

Idem, pp. 38-39.

21.

Lacan, J. (1932): De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad,


Siglo XXI, Buenos Aires, 1987, p. 192.

22.

Lacan, J. (1931): «Estructura de las psicosis paranoicas», El Analiticón, nº 4,


Barcelona, 1988, p. 6.
23.

Es en el terreno de la política donde la experiencia de la maldad de los otros ha


sido estudiada por diferentes autores. La introducción realizada por Reyes Mate
al debate entre Bruno Bauer y Karl Marx, sobre la situación política de los
judíos, nos ha interesado al destacar cómo el par amigo-enemigo ha sentado las
bases de toda política (como llegó a definirla Carl Schmitt) y de la religión
cristiana. Cf. Reyes, M. (2009): «Estudio introductorio a la Cuestión judía, de
Bruno Bauer y Karl Marx», La cuestión judía, Anthropos, Barcelona, 2009, pp.
VII-LVI.

Horacio González también nos ayuda a entender el problema de los vínculos con
los otros. Piensa la conspiración —aquello que trabaja en las sombras contra
nosotros— como consustancial a la política. Siempre hay un oponente. Se
testimonia así que en el mundo hay cosas, personas, planes y destinos que no
conocemos, afirma González. Cf. González, H. (2004): Filosofía de la
conspiración: Marxistas, peronistas y carbonarios, Colihue, Buenos Aires, 2004.

Estos estudios enriquecen nuestra lectura sobre el tema del lazo social. En el
terreno de la psicosis entendemos que nombrar al enemigo, aquel que inició el
complot, permite al loco escapar de la vivencia insoportable de la proximidad
del mal. Muchos pacientes, por el contrario, no logran localizar el origen de la
persecución y quedan sumergidos en un clima de permanente sospecha.

24.

González, H. (2004): Filosofía de la conspiración: Marxistas, peronistas y


carbonarios, op. cit. Para el autor el ser hablante sabe que invocando una palabra
tiene a su disposición varios sentidos, algunos antagónicos entre sí. Hablar es
relegar, es extraer un sentido eliminando el contrario. Sin embargo no
enloquecemos por ello. La locura comienza cuando se interrumpe el mecanismo
de la ambigüedad.

25.
Aclaremos que pese a escapar de la sugestión, no obstante, puede sugestionar a
los otros. Más adelante ampliaremos este tópico a propósito de los delirios
comunicados.

26.

Lacan, J. (1957-1958): «De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible


de la psicosis», Escritos 2, op. cit., p. 515. Lacan situará las paradojas del sujeto
en relación a la palabra proferida por el Otro. La desconfianza en cuanto a la
intención sospechosa del Otro es inherente al circuito de la comunicación.
Volvemos a encontrar aquí esa paranoia normal, ese todos paranoicos, que hace a
la esencia del lazo entre el sujeto y el Otro.

27.

Borges, J. L. (1985): «Nubes (II)», Los conjurados, Emecé, Buenos Aires, 2005.

28.

Borges, J. L. (1985): «1982», op. cit.

29.

Borges, J. L. (1985): «El hilo de la fábula», op. cit.

30.

Borges, J. L. (1985): «Nubes (II)», op. cit., p. 55.


31.

Freud en su análisis del caso Schreber explica como el delirio presenta dos
puntos esenciales: el papel redentor y la mudanza en mujer. La emasculación
constituye el delirio primario, juzgado al principio como un acto de grave daño y
persecución, y que solo de manera secundaria se relacionó con el fin de
redención. Freud afirma así que el delirio de persecución sexual se transformó en
Schreber en un delirio religioso de grandeza. Schreber se consideró llamado a
redimir el mundo y devolver la bienaventuranza perdida. Pero todo a condición
de ser mudado de hombre en mujer de Dios. Cf. Freud, S. (1911): Sobre un caso
de paranoia descrito autobiográficamente (Schreber).Vol. XII, Amorrortu
editores, Buenos Aires, 1993, pp. 1-74

32.

Borges, J. L. (1985): «1982», op. cit.

33.

Con este término Lacan alude a los sacrificios que el hombre ofrece a Dios.
Desde el sacrificio de Abraham, las obras de arte y hasta el nazismo, son
interpretados como ofrendas que dan cuenta del intento de buscar en Dios —
Otro— la presencia de un deseo. «Este es el sentido eterno del sacrificio al que
nadie se resiste[…]». Cf. Lacan, J. (1964): El Seminario. Libro 11: Los cuatro
conceptos fundamentales del psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires, 1999, p. 283.

Maleval realiza un análisis sobre las distintas ofrendas sacrificiales asociadas a


los cultos religiosos e interpreta que las mismas responden a una deuda
simbólica del sujeto y a la causa del deseo divino. Cf. Maleval, J.-C. (2000): «La
pluralisation du Nom-du-Père», La forclusion du Nom-Du-Père. Le concept et sa
clinique, Seuil, París, 2000, pp. 105-113.

34.
Colina, F. (2013): «Sobre el arte de no intervenir», Sobre la locura, Cuatro,
Valladolid, 2013.

35.

Lacan, J. (1933): «Intervenciones de Lacan en la Sociedad psicoanalítica de


París», Intervenciones y Textos 1, Manantial, Buenos Aires, 1993, p. 6.

36.

Lacan, J. (1932): De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad,


op. cit., p. 337. Consideramos que Lacan estudia la relación del psicótico con lo
social en dos sentidos. En sentido estricto el medio social está relacionado con la
patogenia, el desencadenamiento y el tratamiento de la locura. En sentido amplio
observamos las distintas interacciones entre el loco y la sociedad que habita. Con
respecto a la patogenia el medio social aparece como causa de la psicosis. Esta
teoría se diferencia de toda idea hereditaria de la locura. Ese medio social es el
medio parental. De esta manera comienza a elaborarse una teoría de la función
paterna que entendemos es clave para reflexionar sobre la relación entre las
psicosis y los lazos sociales a lo largo de la enseñanza de Lacan. En relación con
el desencadenamiento de la locura, Lacan, cita a Kretschmer. En su delirio de
relación de los sensitivos propondrá que la causa de la eclosión delirante
comprende tres elementos esenciales: el carácter (adquirido), la vivencia (de
humillación en el plano ético que revela la insuficiencia del sujeto, su fracaso
moral) y el medio social (tensión del amor propio en una situación oprimente).
Expondrá allí determinadas constelaciones sociales típicas: las jóvenes solteras
que tienen un actividad profesional, las solteras provincianas a la moda antigua,
los autodidactas ambiciosos de extracción proletaria, etcétera. Cf. Kretschmer, E.
(1966): El delirio sensitivo de referencia, Madrid, Triacastela, 2000.

Ahora bien, desde la lectura de la «Cuestión preliminar…», proponemos leer las


situaciones sociales con el concepto de coyuntura dramática y el contexto social
con la noción de Otro.
37.

Lacan, J. (1932): De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad,


op. cit., p. 357.

38.

Idem, p. 229.

39.

Vemos como tempranamente Lacan destaca la figura de lo que más adelante


conceptualizará en términos del Otro como aquel lugar donde el paranoico puede
identificar el goce invasor.

40.

Giraud, P. (1932): «Los homicidios inmotivados», Colección Diva, nº 21-


setiembre 2000.

41.

Otros síntomas típicos de la hebefrenia estaban presentes: inactividad,


indiferencia afectiva, autismo.

42.

Esta expresión nos recuerda a la utilizada por Lacan en su escrito «De una
cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis». Allí menciona el
desorden provocado en la juntura más íntima del sentimiento de la vida.
43.

Giraud, P. (1932), op. cit., p. 3.

44.

Recordemos nuestra explicación precedente del yo que siempre es otro.

45.

Son varios los conceptos que en Lacan explican esta locura de todos. Lacan
relaciona la ley del corazón y el delirio de infatuación hegelianos con la locura
humana. También la articula con su teoría del conocimiento paranoico, es decir
con la dimensión paranoica del yo humano que hemos explicado. Cf. Lacan, J.
(1966 b): «Presentación de la traducción francesa de las memorias del presidente
Schreber», Intervenciones y Textos 2, Manantial, Buenos Aires, 1993, pp. 27-33.
La locura aparece entonces situada a nivel de la dialéctica del ser y ligada al
desconocimiento.

46.

En su seminario «El yo en la teoría psicoanalítica» dirá que la locura es la mayor


perturbación imaginaria y que en ese sentido se distingue de las locuras
psicóticas como el delirio y la paranoia. Cf. Lacan, J. (1954-1955): El
Seminario. Libro: 2 El Yo en la teoría de Freud y en la Técnica Psicoanalítica,
Paidós, Buenos Aires, p. 363. Pensamos que Lacan diferencia así la locura de
todos de la psicosis clínica. Y cuando emparenta locura y paranoia, es para decir
que ambos términos han sido definidos de manera ambigua y paradójica. O
incluso, encuentra una similitud en lo que ya situamos como la locura de todos,
la estructura paranoica del yo. Es así cómo la cura puede conducir a una
paranoia posanalítica como hemos visto mas arriba, es decir que, o las
intervenciones del analista refuerzan el yo o provocan el efecto contrario, de
inversión dialéctica: qué parte tienes tú en el desorden del cual te quejas.

47.

Lacan, J. (1955-1956): El Seminario. Libro 3: Las psicosis, op. cit., p. 30.

48.

Lacan, J. (1946): «Acerca de la causalidad psíquica», Escritos 1, op. cit., p. 162.


En el párrafo citado Lacan retoma el acto agresivo de Aimée en relación con la
referencia hegeliana. El ser, la dialéctica del ser de Hegel, es para Lacan el
desconocimiento esencial que tiene la locura. El loco es aquel que no se implica
en el desorden del mundo al cual se confronta. En este sentido, Aimée muestra
que desconoce en su acto, que lo golpeado es la imagen de su yo ideal.
Recordemos como todos sus perseguidores eran idénticos a la imagen de este yo.
Por lo tanto, la locura en los primeros trabajos de Lacan aparece ligada a lo
imaginario, al yo, a la identificación constitutiva de todo ser humano. El término
«psicosis social» que Lacan en su «Cuestión preliminar…» toma de Pascal
puede pensarse en esta misma línea.

49.

Es el mal, el vicio o la perversidad según Von MonaKow y Mourgue. La


referencia al Kakon en la historia de la psiquiatría se la debemos a Paul Giraud,
quien aplica este término a la comprensión de los actos homicidas en tanto actos
liberadores que suprimen el mal que yace en el enfermo.

50.

Lacan, J. (1946): «Acerca de la causalidad psíquica», Escritos 1, op. cit., p. 166.


Sin embargo, afirma que no se vuelve loco quien quiere; en este momento la
causalidad de la locura está determinada por esa insondable decisión del ser.
51.

Lacan, J.(1973-1974): «El seminario. Libro 21: Les non-dupes errent», clase
4/12/1973, inédito.

52.

Lacan, J. (1978): «¡Lacan por Vincennes!», Revista Lacaniana Año VII, nº11,
EOL, Grama, Buenos Aires, octubre 2011.

53.

Los delirios parafrénicos pierden poder de convicción debido a las temáticas


delirantes poco verosímiles. Aunque un sujeto parafrénico bien podría insistir en
dar testimonio de su saber. La publicación de las Memorias es ejemplo de cómo
Schreber decide transmitir su saber, a pesar de reconocer que poco le importa si
los demás consideran verdaderos o verosímiles sus pensamientos.

54.

Lasègue, Ch. y Falret, J., (1877): «La folie à deux ou folie communiquée»,
Annales Médico-psychologiques, París, 1877, p. 322.

55.

Régis, E. (1880): La folie à deux ou folie simultanée: avec observations


recueillies à la clinique de phatologie mentale (asile Sainte-Anne), J.-B. Baillière
et fils., París, 1880. Fuente: https://bit.ly/2WKrsFW.
56.

Marandon de Montyel, E (1881): «Contribution a l`étude de la folie à deux»,


Annales Médico-Psychologique, Ed. Sociéte Médico-Psychologique, París,
1894, p. 28.

57.

Lacan, J. (1932): De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad,


op. cit., p. 200. La tesis de Lacan se distancia de toda teoría hereditaria o del
contagio con respecto de los delirios a dúo. Recordemos que le interesa más bien
la cuestión del aislamiento social, la ley del reforzamiento de la anomalía
psicótica en la descendencia y el papel del medio parental en la transmisión del
trastorno. Este medio asocia la psicosis con una perspectiva psicogenética. Como
la madre de Aimée también había presentado delirio de persecución, Lacan
comprende que en el progenitor del mismo sexo hay una anomalía psíquica
similar a la del paciente.

58.

Crimen cometido por dos criadas contra sus patronas que impactó en el público
por lo misterioso de sus motivos y la crueldad del acto.

59.

Lacan, J. (1932): De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad,


op. cit., p. 346.

60.

Lacan, J. (1955-1956): «Vengo del fiambrero», El Seminario. Libro 3: Las


psicosis, op. cit., p. 74.
61.

Ver apartado «Partir del padre», p. 80.

62.

Nos referimos a las alucinaciones auditivas que el paciente identifica como


voces divinas.

63.

En «Les non-dupes errent» Lacan relaciona el concepto del decir con el amor y
su teoría de los nudos. Allí el decir es situado como del orden del acontecimiento
y por consiguiente será un acontecimiento que anuda. Para explicar esto
rescatamos una pregunta que realiza Lacan en su seminario: ¿cómo ama un
hombre a una mujer? La respuesta es tan simple como sugestiva: por azar.
Siguiendo la lógica del seminario anterior vemos que el amor vuelve a aparecer
como aquello que posibilita el lazo entre un hombre y una mujer. En este
seminario, el amor es lo que permite enlazar lo real y lo simbólico, es un decir
que anuda: «El amor no es otra cosa que un decir, en tanto que acontecimiento».
Cf. Lacan, J. (1973-1974): «El seminario. Libro 21: Les non-dupes errent», op.
cit. En consecuencia, el amor en tanto contingente, no necesario, arma un lazo
entre dos seres hablantes. Recordemos que en Freud el amor también implica un
lazo entre los enamorados, pero que a la vez tenía la particularidad de cuestionar
a los demás vínculos. También en su escrito Televisión, Lacan, habla del amor
como un asunto escindido de los lazos sociales: «El noble, el trágico, el cómico,
el bufón, […] el abanico de lo que produce la escena donde eso se exhibe —la
que separa de todo vínculo social los asuntos de amor […]». Cf. Lacan, J.
(1973): «Televisión», Otros escritos. Buenos Aires, Paidós, 2012, p. 564. El
concepto del discurso como equivalente al lazo social representa un momento
teórico de la enseñanza de Lacan desarrollado en su seminario «El reverso del
psicoanálisis». Sin embargo, con las referencias teóricas mencionadas
desprendemos una concepción del lazo social más allá de la teoría del discurso
sostenida en el Nombre del Padre. De ahí la importancia del decir (que no
siempre es el decir paterno) y su efecto de anudamiento que permite el vínculo
con el otro. Ampliaremos el tema en el próximo capítulo: «Marionetas de las
palabras».

64.

Lacan establece una articulación entre amor, creencia y locura. Cf. Lacan, J.
(1974-1975): «El seminario. Libro 22: RSI», inédito, p. 42.

65.

Lacan relaciona el amor con la locura. Cf. Lacan, J. (1975-1976): El Seminario.


Libro 23: El sinthome, Paidós, Buenos Aires, 2006, p. 21.

66.

Es decir que hay maneras de entender las lógicas colectivas más allá del modelo
explicativo propuesto por Freud en Psicología de las masas (el Ideal del yo
comanda las identificaciones de los individuos en la masa).

67.

Lacan, J. (1971): De un discurso que no fuera del semblante, Paidós, Buenos


Aires, 2009, p. 29. Lacan retoma Psicología de las masas y análisis del yo de
Freud, en especial el esquema de la identificación: las relaciones entre el I
mayúscula y el a minúscula. Es interesante destacar cómo Lacan sitúa el
fenómeno de masas que produjo Hitler al afirmar que en un discurso lo que se
dirige al Otro como Tú hace surgir una identificación camuflada con algo que
puede llamarse el ídolo humano. Es la identificación con un objeto, como el
bigote, que señala el plus de gozar de Hitler. Este proceso basta para unir a
personas que no tenían nada de místico, es decir, que la ideología racista, esa
ficción creada, es secundaria a este mecanismo. Lo importante es el
reconocimiento primero de un plus de gozar que desencadena la identificación.

68.

Nos referimos a la teoría del objeto a de Lacan y su relación con el goce.

69.

Lacan, J. (1971): De un discurso que no fuera del semblante, op. cit., p. 29.

70.

Terry Eagetlon menciona que los elementos principales del mal son su rareza, su
terrible irrealidad, su naturaleza sorprendentemente superficial, su agresión al
sentido, la ausencia en él de una u otra dimensión vital y su manera de hallarse
atrapado en la monotonía anestesiante de una reiteración eterna. Cf. Eagleton, T.
(2010): Sobre el mal, Ediciones Teotihuacán, México, 2015.

71.

En este sentido nos interesa destacar el estudio que realiza Theodor Adorno
sobre la propaganda fascista y en especial la antisemita. Dicha propaganda ataca
a espectros más que a opositores reales. Construye así una imagen del judío para
destrozar. No se preocupa por la concordancia entre esa imagen y la realidad. No
usa una lógica discursiva sino, más bien, una trayectoria de ideas organizadas.
Este mecanismo permite, según Adorno, eludir los mecanismos de control del
análisis racional y facilitar psicológicamente en los oyentes el seguimiento.
Estos no deben esforzarse en pensar, pues les basta entregarse pasivamente y
nadar en la corriente de las palabras, afirma Adorno. Entre las numerosas
características de la propaganda fascista, Adorno menciona también a la religión.
Explica que los líderes fascistas tienen un comportamiento religioso fingido. Las
formas y el lenguaje religioso se emplean para dar la sensación de un ritual
legitimado. Adorno compara a Hitler con el padre de la horda primitiva de Freud
y utiliza el esquema de la identificación de Psicología de las masas para explicar
el nazismo. Cf. Adorno, T. W. (2005): Ensayos sobre la propaganda fascista.
Psicoanálisis del antisemitismo, Paradiso, Buenos Aires, 2005.

72.

Karl, J. (1913): Psicopatología general, FCE, México, 1993, p. 111. Para el autor
el delirio posee las siguientes características: convicción extraordinaria; certeza
subjetiva; la condición de no influibles por la experiencia y por las conclusiones
irrefutables; imposibilidad del contenido.

73.

Clérambault, G. G. de (1903): Contribution à l’étude de la folie communiquée et


simultanée, Évreux: impr. de C. Hérissey, París, 1903. Fuente:
https://bit.ly/39xkAmU. El autor aclara que solo se transmiten los temas
delirantes pero no las psicosis, es decir, los mecanismos generadores de los
delirios.

74.

Marandon de Montyel, E. (1894): «Des conditions de la contagion mental


morbide», Annales Médico-Psychologiques, op. cit.

75.

Berrios, G. E. (1996): Delirio, Editorial Trotta, Madrid, 1996.

76.
Huertas, R. (2012): Historia cultural de la psiquiatría, Catarata, Madrid, 2012;
Colina, F. (2001): El saber delirante, Síntesis, Madrid, 2001.

77.

Flechsig, P. (1894): Cerebro y Alma (Gehirn und Seele), Veit & Comp., Leipzig,
1894. Traducido al español por D. L. Outes y Edg. González. s/e.

78.

En Psicosis actuales, Emilio Vaschetto se aboca a realizar una lectura comparada


del texto de Schreber y del de Fleschig. Hablará de inducción significante
rescatando este término de Lacan, en su escrito clásico sobre la psicosis, para
referirse a la coincidencia entre las formulaciones de ambos autores. Cf.
Vaschetto, E. (2008): Psicosis Actuales, Grama, Buenos Aires, 2008.

79.

Lacan, J. (1966): «Presentación de la traducción francesa de las memorias del


presidente Schreber», Intervenciones y Textos 2, op. cit., p. 28.

80.

Lacan, J. (1966), Idem, p. 29.

81.

Miller diferenciará los delirios privados de aquellos que ordenan el mundo de


muchas personas. Toma el ejemplo de Mohammed a quien le fue revelado el
mensaje divino. Es con su discurso que logró ordenar a un millón de personas en
el mundo. En cambio, el delirio de Schreber es un delirio privado, no es un
delirio para todos. Para Miller un delirio es un cuento simbólico que ordena el
mundo de cada uno. Cf. Miller, J.-A. (2008): «Efecto de retorno sobre las
psicosis ordinaria», Revista El caldero de la Escuela, Publicación de la EOL, n°
14, año 2010, pp.12-30.

82.

Lacan, J. (1955-1956): El Seminario. Libro 3: Las psicosis, op. cit., p. 114.

83.

La práctica de la presentación de enfermos es un ejercicio heredado de la


disección clínica sobre el fondo de un cadáver. Esta forma de disección es
retomada por la psiquiatría decimonónica y en particular por Jean Pierre Falret.
Es Jacques Lacan quien retoma este procedimiento e invierte el vector de
enseñanza: será el loco quien da testimonio y transmite ante un público que
funciona como un coro griego, su saber. Cf. Miller, J.-A. (1997): «Enseñanzas de
la presentación de enfermos», Los inclasificables de la clínica psicoanalítica, op.
cit., pp. 417-430.

84.

En el seminario «Las psicosis» Lacan explica que el psicótico testimonia acerca


de sus alucinaciones. La noción de testimonio presenta similitudes y diferencias
con el circuito de la comunicación propuesto en esa época. El psicótico es testigo
de las voces que le hablan. La alucinación verbal es el fenómeno más
problemático del campo de la palabra, por que es allí donde dicho circuito
estalla. Es en un segundo momento, al dar testimonio frente a otros, que puede
reestablecerse. Cf. Lacan, J. (1955-1956): «El Otro y la psicosis», El Seminario.
Libro 3: Las psicosis, op. cit., p. 60.
85.

Nos importa destacar el término satisfacción que alude a la función del


testimonio en la psicosis. Sabemos del alivio subjetivo que tienen muchos
paranoicos al encontrar un interlocutor confiable que escuche con interés y que
crea en el sufrimiento padecido por el loco. A diferencia del psicótico mártir del
inconsciente, aquel que padece su funcionamiento a cielo abierto, el delirante
obtiene otro arreglo con los fenómenos de la psicosis.

86.

Lacan, J. (1955-1956): El Seminario. Libro 3: Las psicosis, op. cit., p.128.

87.

Lacan, J. (1955-1956): «Del sin-sentido y de la estructura de Dios», Idem. pp.


168-186. Si pensamos en Schreber todo su sistema delirante surge a partir del
retorno del significante en lo real, es decir, de la frase surgida en duermevela:
qué hermoso sería ser una mujer en el momento del acoplamiento. La
construcción del delirio viene a dar sentido al enigma significante.

88.

Lacan denomina discurso normal o admitido a lo que más adelante, en su


seminario de Los cuatro discursos, podemos entender en términos de discurso
establecido. Entonces, el discurso delirante o paranoico o alucinatorio, que
Lacan menciona en su seminario Las psicosis, corresponde a los discursos no
establecidos, es decir, aquellos producidos sin la intervención del Nombre del
Padre. Miller advierte que los discursos establecidos son los delirios normales.
De ahí que el autor proponga pensar en una clínica universal del delirio. Cf.
Miller, J.-A. (1999): «La invención psicótica», Virtualia. Revista digital de la
Escuela de la Orientación Lacaniana, febrero-marzo 2007, año VI, n° 16.
Recuperado de https://bit.ly/36jV3M2.
89.

Es por permanecer en el registro de la significación, del discurso corriente, el del


sentido común, que nuestro filósofo no se aleja del lazo social compartido. A tal
punto que lo padece enormemente.

90.

De esta manera Rousseau suple el agujero simbólico —forclusión—. Hemos


descripto cómo el Nombre del Padre puede orientar al neurótico en la existencia
mediante una serie de ideales a seguir. A falta de dicho significante el psicótico
debe inventar sus propios caminos. La obra del filósofo ofrece nuevas figuras del
goce (el legislador, el educador, etcétera) que regulan los vínculos. La
posibilidad del lazo implica, entonces, un tratamiento libidinal, un arreglo
soportable con el goce. Recordemos nuestra definición de discurso como un
aparato con lugares cuya referencia es el goce. En este sentido, el escrito del
filósofo se emparenta con el trabajo del delirio. De ahí que algunos autores
entiendan el texto de Rousseau como una escritura sinthomática. Cf. Soler, C.
(1989): «Rousseau el símbolo», Estudios sobre las psicosis, Manantial, Buenos
Aires, 1993, pp. 111-138.

91.

En las psicosis hay decires que fundan discursos sin el Nombre del Padre.

92.

Lacan, J (1977): «Ouverture de la section clinique», Ornicar?, Bulletin


périodique du champ freudien, abril 1977.
93.

Lacan, J. (1974): «La Tercera», Intervenciones y textos 2, op. cit., pp. 73-108.

94.

En Argentina, a poco de producirse la Revolución de Mayo en 1810, uno de


nuestros próceres, Mariano Moreno, se apresura en traducir al castellano El
contrato social. Puede leerse en el encendido prólogo la ponderación de las
virtudes del genio de Ginebra, tanto en lo que atañe a sus dotes como escritor
como en la solidez de su argumentación. No obstante, no se priva de admitir la
censura del último capítulo que versa «De la religión civil». Explica que «[…] el
autor tubo la desgracia, de delirar en materias religiosas, suprimo el capitulo y
principales pasages, donde há tratado de ellas». Cf. Moreno, M. L. (1810):
«Editor a los habitantes de esta América», Del Contrato Social o Principios del
Derecho Político. Obra escrita por el ciudadano de Ginebra Juan Jacobo
Rosseau, Real Imprenta de Niños Expósitos, Buenos Aires, 1810, edición
facsimilar Universidad Nacional de Córdoba, 1998, p. 24. (citado del original).
Esto quiere decir dos cosas, primero que un aspecto del delirio no desacredita a
su autor y, lo segundo, que todo el resto del delirio puede seguir existiendo.

95.

Lacan, J. (1964-1968): Reseñas de enseñanza, Editorial Hacia el Tercer


encuentro del campo freudiano, Buenos Aires, 1984.

96.

Sloterdijk, P. (2017): Estrés y libertad, Ediciones Dodot, Buenos Aires, 2017, p.


26. El fragmento del Emilio, «La profesión de la fe del vicario sobayano», le
causó a Rousseau la enemistad con el alto clero de París y con el establishment
de Ginebra. Se dictó, entonces, una orden de captura y le fue derogado el
permiso de residencia. Una noche un grupo de personas ataca a pedradas la casa
de Rousseau en Môtiers.
97.

Ibid.

98.

Si Rousseau mantiene el sentido, Joyce lo destruye. Joyce escribe a partir de


palabras que escucha en diálogos, de palabras impuestas, de conversaciones
captadas al vuelo y sacadas de contexto. Joyce deshace el discurso compartido y
rompe la concatenación de significantes anulando el sentido. Esto puede
observarse en sus Epifanías. Por ende, no dialoga con el Otro de su época.

99.

Lacan, J. (1975): «Joyce el síntoma I», Uno por Uno, Revista mundial de
psicoanálisis, nº 44, 1997, Eolia, Paidós, p. 13. En esta cita podemos leer cómo
Lacan caracteriza en términos de síntoma (significante fuera de la cadena) el
escrito de Joyce. El escrito-síntoma, no atañe a ninguno de sus lectores, es decir
que no atrapa nada del inconsciente de dicho público (Joyce transforma la letra
—a letter— en basura —a litter—). Por esta razón Lacan afirma que Joyce está
desabonado del inconsciente, dado de baja, y su texto deja perder el sentido que
permitiría atraparnos en él. Si bien el texto-síntoma no implica un discurso
compartido, sin embargo, pensamos que el hecho de publicarlo y pretender que
otros descifren sus enigmas, restablece el lazo con el discurso.

100.

Lacan, J. (1975-1976): «¿Joyce estaba loco?», El Seminario. Libro 23: El


sinthome, op. cit., p.86.
101.

Teruggi, M. E. (1995): El Finnegans Wake por dentro, Tres Haches, Buenos


Aires, 1995.

102.

Al igual que las certezas psicóticas que atraen por ofrecer respuestas a los
problemas de la existencia, de ahí la posibilidad de existencia de delirios
colectivos, también los enigmas convocan a su resolución.

103.

En este sentido rescatamos de la segunda conferencia de Lacan, sobre Joyce, la


mención a la función de escabel que tiene su obra. Si «Joyce el síntoma»,
significa que su texto literario traduce el goce propio de lalengua, lo más
interesante, explica Lacan, es que haya elevado a la potencia del lenguaje dicho
síntoma. Hace entonces de ese desecho un resto fecundo. Podríamos arriesgar
que la definición dada del lazo social a partir de lalengua articulada al lenguaje,
es susceptible de ser pensada en este caso. Cf. Miller, J.-A., et al. (1998): La
psicosis ordinaria, Paidós, Buenos Aires, 2003. La conceptualización del
sinthome en Lacan implica un elemento que como cuarto término permite el
anudamiento de los registros, en Joyce será el decir magistral lo que cumpla esta
función: «Joyce, él, quería no tener nada, salvo el escabel del decir magistral, y
eso basta para que no sea un simple santo varón, sino síntoma san tipo». Cf.
Lacan, J. (1975): «Joyce el síntoma II», Uno por Uno, Revista mundial de
psicoanálisis nº 45, de 1997, Eolia, Paidós, p. 11. La certeza de ser «El Artista»
será el sinthome (santo varón) que traduce un saber hacer —savoir faire —con
su síntoma. Podemos pensar, entonces, que Joyce da la fórmula general de todo
escabel. Joyce es él mismo un texto dado a leer a los universitarios, e instaura así
un vínculo con un discurso establecido. Por ende, su decir magistral coincide con
el decir que funda dicho discurso. En su seminario «El sinthome», Lacan, señala
que el nombre de artista compensa la Verwerfung de hecho. Recordemos que
situamos el concepto de decir como la posibilidad de pensar los lazos más allá de
la teoría de los discursos (nota 58).
104.

Lacan, J. (1955-1956): El Seminario. Libro 3: Las psicosis, op. cit., p. 363.

105.

Schreber, D. P. (1903): Memorias de un neurópata, Petrel, Buenos Aires, 1978,


p. 75.

106.

Idem, p. 72.

107.

Lacan, J. (1957-1958): «De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible


de la psicosis», Escritos 2, op. cit., p. 554.

108.

Lacan, J. (1966): «Presentación de la traducción francesa de las memorias del


presidente Schreber», Intervenciones y Textos 2, op. cit., pp. 27-33.

109.

Idem, pp. 32-33.


110.

El Otro del psicótico es aquel que encarna el lugar del partenaire de goce. El
Dios de Schreber ejemplifica esta afirmación. «Dios es una p…», dirá Schreber.
Dios gozará del cuerpo de Schreber convertido en mujer. Dios se constituye,
entonces, en un partenaire de goce.

111.

Alcuaz, C. (2002): «La Diosa del Amor», La vida amorosa. Revista Psicoanálisis
y el Hospital, nº 22, noviembre 2002, pp. 110-112.

112.

Lacan, J. (1957-1958): «De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible


de la psicosis», Escritos 2, op. cit., p. 564.

113.

Miller, J.-A. (1997): «Enseñanzas de la presentación de enfermos», Los


inclasificables de la clínica psicoanalítica, op. cit., p 430.

114.

Lacan, J. (1957-1958): «De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible


de la psicosis», Escritos 2, op. cit., p. 555.

115.

La particularidad del eje simbólico entre el Sujeto y el Otro no anula la


posibilidad de mantener la pareja imaginaria, en este caso entre Schreber y su
mujer. La importancia de su esposa fue tal que algunos autores consideran que
en el tercer desencadenamiento de Schreber la enfermedad de la misma lo dejó
sin el sostén imaginario para hacer frente a la incompletud del Otro. Cf. Maleval,
J.-C. (2000): La forclusion du Nom-du-Père. Le concept et sa clinique, op. cit.,
p. 293.

116.

El término amistad tiene en Aristóteles tres sentidos diferentes: uno se define por
el placer, otro por la utilidad y el tercero, por la virtud. La amistad fundada en el
placer es propia de los jóvenes; esta amistad cambia fácilmente, al cambiar los
placeres con la edad. La amistad fundada en la utilidad se basa en el amor a los
otros porque son útiles. Ambas se forman por accidente, alguien es amado por lo
que procura y no por lo que es. Son amistades fáciles de disolver. En cambio, la
amistad basada en la virtud ama al otro por lo que es. Es para Aristóteles la
amistad de los mejores, de los buenos, recíproca y de mutua elección. Al ser
buenos quieren el bien para el otro. Determina un vínculo duradero ya que dicha
virtud no acompaña al placer ni a la utilidad. Cf. Aristóteles: «Ética
nicomáquea», Aristóteles III, Gredos, Madrid, pp. 9-242.

Marionetas de las palabras

1.

Lacan, J. (1955-1956): «La carretera principal», El Seminario. Libro 3: Las


psicosis, Paidós, Buenos Aires, 1992, p. 415.

2.

Idem, p. 419.
3.

La categoría de lo real, que se diferencia del registro simbólico, se irá


delimitando a lo largo del seminario hasta alcanzar su mejor definición en el
escrito «De una cuestión preliminar» como ruptura de la cadena significante. Si
la propiedad del significante es estar encadenado, las psicosis demuestran lo
contrario. Más adelante en su enseñanza la categoría de lo simbólico no se
corresponderá con el encadenamiento significante sino con lo que denominará
enjambre, es decir el significante solo.

4.

Lacan, J. (1955-1956): «El fenómeno psicótico y su mecanismo», El Seminario.


Libro 3: Las psicosis, op. cit., p. 122.

5.

Nos referimos a la regla de asociación libre y a la interpretación analítica.

6.

En el transcurso del seminario «Las psicosis» encontramos un cambio de


axiomática en la lectura de los fenómenos clínicos de la locura. Es así como
Lacan pasará de las leyes de la palabra a las del lenguaje. La primera parte del
seminario privilegia la estructura de la palabra definida por la intersubjetividad y
el carácter retroactivo de la significación a partir del Otro. La palabra se
distingue en este momento del lenguaje. Hablar es hablar a otros, y en la
estructura de la palabra el sujeto recibe su mensaje del Otro en forma invertida.
Se ejemplifica esto con la palabra plena, nos referimos al famoso: «Tú eres mi
mujer» o «Tú eres mi amo». En ese Tú eres el sujeto se sitúa y se reconoce. El
Otro es caracterizado en este momento como Otro absoluto, aparece así como
una alteridad. La alucinación verbal es uno de los fenómenos más problemático
del campo de la palabra. El psicótico es alguien que habla una lengua que ignora,
es decir que para Lacan el problema del inconsciente en la psicosis es que no
está reconocido, está a ras de tierra, no asumido por el sujeto, y aparece en lo
real. La alucinación verbal entonces es explicada con el esquema Z mediante una
perturbación del circuito simbólico (donde no se produce el efecto temporal de
retroacción necesario para la comunicación) que reduce el fenómeno al circuito
imaginario a-a´ de la realidad especular. No se tratará entonces de una
comunicación intersubjetiva sino de una interlocución delirante. El ejemplo de
marrana da cuenta de esta exclusión del Otro, que reduce al sujeto a hablar con
su yo, con la marioneta, donde no se puede reconocer a la palabra como propia.
Aclaremos que el cambio en la conceptualización del Otro en Lacan, que será
definido como enjambre de significantes, permitirá reformular la relación entre
psicosis, discurso y lazo social desde otra mirada.

7.

En la interlocución delirante, de los años cincuenta, se rompe el lazo entre el


sujeto y el Otro del reconocimiento. El lazo se establece entonces entre el yo y
su doble, excluyendo así la posibilidad de lazo con otro sujeto (el Otro es una
alteridad en tanto lugar del lenguaje y en tanto sujeto), que implicaría entrar en
el discurso admitido (supone el encadenamiento significante). En cambio, la
relación que Lacan establece entre discurso y delirio, con la noción de discurso
delirante, replantea el tema del lazo entre el sujeto y el Otro. Ejemplo de esto es
el llamado al reconocimiento por parte del psicótico que dirige su delirio a otros.

8.

Lacan comenzará por conceptualizar el inconsciente como discurso del Otro para
posteriormente mencionar el neologismo lalengua, que da cuenta de aquellos
significantes investidos libidinalmente por cada uno. Cf. Miller, J.- A., et al.
(1998): La psicosis ordinaria, Paidós, Buenos Aires, 2003, p. 289.

9.
Lacan, J. (1955-1956): «Los entornos del agujero», El Seminario. Libro 3: Las
psicosis, op. cit., p. 419.

10.

Lacan, J. (1975 -1976): El Seminario. Libro 23: Le sinthome, Paidós, Buenos


Aires, 2006, p. 93. También mencionamos esta cita en la nota 28 del capítulo
dos: «Por qué el padre?».

11.

De xenos, extraño, ajeno y patía como pathos, sufrimiento, padecimiento. Es la


imposición de algo extranjero o extraño en el sujeto. Así es la voz misma que
parasita al ser hablante.

12.

Lacan, J. (1955-1956): «Introducción a la cuestión de las psicosis», El


Seminario. Libro 3: Las psicosis, op. cit., p. 23.

13.

Tema desarrollado por Lacan en torno a la alucinación marrana. Cf. Idem,


«Vengo del fiambrero», p. 79.

14.

Lacan, J. (1955-1956): «La carretera principal», Idem, p. 420.


15.

Lo que define una alucinación es su estructura de cadena significante rota y no


su supuesta naturaleza auditiva. En este sentido toda alucinación es verbal. Las
psicosis padecen aquello que los neuróticos tienen silenciado: la cadena
significante se impone al sujeto en su dimensión de voz. La voz tiene una
realidad temporal y su atribución subjetiva es distributiva, es decir, a varias
voces: emisor, receptor, sujeto aludido. Así, el percipiens pretendidamente
unificador se presenta como equívoco. Para explicar las propiedades de la
cadena significante, Lacan, utiliza el caso marrana. Recordemos también que el
sensorium es indiferente en la producción de la cadena. Cf. Lacan, J. (1957-
1958): «De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis»,
Escritos 2, Siglo XXI, Buenos Aires, 1987, p. 515.

16.

Idem, p. 516.

17.

Rivas, E. (2000): Psiquiatría- Psicoanálisis. La clínica de la sospecha. Miguel


Gómez Ediciones, Málaga, 2000.

18.

Lanteri-Laura, G. (1991): Psychiatrie et connaisance, Sciences en Situation,


París, p. 244.

19.

Miller, J.-A., et al. (1998): La psicosis ordinaria, Paidós, Buenos Aires, 2003, p.
206.
20.

La definición del discurso como encadenamiento de palabras permite, en el


seminario «Las psicosis», acercar el delirio al discurso. Si la alucinación está
fuera de discurso, en cambio, el delirio lo recompone.

21.

Además, dicha escucha, está presente en varias categorías de trastornos


psiquiátricos. La forma en que se manifiestan las voces no indica un tipo
específico de trastorno. Para realizar un diagnóstico es necesario la presencia de
otros síntomas.

22.

Los profesionales que acompañan dichos grupos observaron que el encuentro


entre personas permite un sentimiento de pertenencia que los aleja del
padecimiento solitario al que estaban expuestos. Se propicia hablar de las voces
y no estigmatizar dichas experiencias que en otros ámbitos resulta difícil de
comunicar. Conocer las estrategias que algunos utilizan frente a las voces,
identificar contenidos comunes, encontrar sentidos relacionados con la historia
individual, favorece, según los observadores, la sensación de control sobre las
voces. El enfoque que orienta estas ideas es el de la psiquiatría social: se buscan
soluciones en el contexto de la vida cotidiana del paciente, en lugar de aislarlo
con sus síntoma de su entorno. El tratamiento tiene por objetivo el desarrollo
personal con el fin de que el paciente pueda solucionar sus problemas; se implica
a los referentes del contexto social para lograr un apoyo.

23.

García Nieto, R. (2017): «Los escuchadores de voces», Revista electrónica Jot


Down, https://bit.ly/3mKtYr7.
24.

Movimiento de profesionales de la Salud Mental fundado en el año 2011,


influenciados por las teorías de Franco Basaglia en Italia. Realizan una critica
del modelo biomédico y proponen seguir el modelo psicopatológico. Utilizan la
idea de locura frente a la de enfermedad mental, en tanto juzgan a esta última
como un concepto estigmatizador. El grupo organiza diversos eventos culturales
para acercar la locura a la sociedad. Se basan en un modelo comunitario y
pretenden dar continuidad a la reforma psiquiátrica española de 1986
(conversión progresiva de los manicomios en centros de rehabilitación hasta su
cierre e integración del personal en servicios hospitalarios de Salud mental). La
Revolución Delirante tiene tres objetivos principales: crear espacios clínicos
abiertos a todos, que fomenten el debate y el cuestionamiento del modelo actual
de la salud mental; potenciar la formación en psicopatología clásica y favorecer
la visión más humanista de la persona y de su malestar psíquico; acercar la
locura y la salud mental a la comunidad para su mutua interacción. Cf.:
https://bit.ly/36Kvd3Z.

25.

Programa de radio creado en 2013 por enfermos psíquicos del Hospital Río
Hortega en Valladolid. El nombre del programa parte de la reflexión en torno a
esta frase: «los que vivís en una jaula sois vosotros, no yo», pronunciada por
Leopoldo María Panero cuando entró en el psiquiátrico. Las palabras que
introducen el programa son las siguientes: «Bienvenidos a Fuera de la Jaula, mi
psiquiatra está mejor desde que escucha Fuera de la Jaula». El objetivo es que
los pacientes disfruten de la radio y que la sociedad no los excluya. En
Argentina, otra experiencia radial conocida es La Colifata, creada en 1991. Cf.:
https://bit.ly/39HJ6li, 22 abril 2016.

26.

Entrevoces, https://bit.ly/2VIpaGE; Asociación Madrileña de Salud Mental,


«Experiencia con un grupo de escuchadores de voces (avance de nuestro
próximo boletín)». 22/10/2014, en https://bit.ly/3mYTJ7f; Romme, M. y Escher,
S (2005): Dando sentido a las voces. Guía para los profesionales de la salud
mental que trabajan con personas que escuchan voces. Fundación para la
Investigación y el Tratamiento de la Esquizofrenia y otras psicosis, Primera
vocal.org, https://bit.ly/36KKeCL.

27.

Lacan, J. (1976-1977): «El seminario. Libro 24: L’ìnsu que sait de l´Une-beuve s
´aile à mourre», clase 11/1/1977, inédito.

28.

Miller define ambos términos, ya que Lacan no explica, en su seminario «El


sinthome», por qué los opone. El saber hacer es del orden de una técnica,
funciona cuando se conoce la cosa de la que se trata, cuando se tiene su práctica,
por ejemplo: cómo conducir un auto, cómo cocinar comida francesa, etc. Las
reglas de esta técnica son definibles y transmisibles. Por el contrario, el saber
arreglárselas surge, para Miller, cuando la cosa de la que se trata posee un
aspecto imprevisible. Por ende, todo lo que podrá hacerse es intentar domarla, ya
que es ajena a toda captura conceptual. Lo imprevisto de la cosa implica que
siempre puede haber sorpresas, por eso es imposible domesticarla del todo. Cf.
Miller, J.-A. (1996-1997): El Otro que no existe y sus comités de ética, Paidós,
Buenos Aires, 2005, p. 443.

29.

Paciente entrevistado por Lacan en el marco de una presentación de enfermos.

30.

En el segundo capítulo: «¿Por qué el padre?», hemos desarrollado este tema.


31.

Nos referimos al ya conocido párrafo de Lacan : «[…]la fidelidad a la envoltura


formal del síntoma, que es la verdadera huella clínica a la que tomábamos gusto,
nos llevó a ese límite en que se invierte en efectos de creación». Cf. Lacan, J.
(1966): «De nuestros antecedentes», Escritos 1, Siglo XXI, México, 1988, p. 60.
En el caso Aimée, se trata de los efectos literarios que en la época fueron
reconocidos como poesía involuntaria por el poeta Paul Éluard.

32.

Lacan, J. (1975 -1976): El Seminario. Libro 23: El sinthome, op. cit., p. 94.

33.

Idem, p. 94.

34.

Claudio Godoy estudia la relación entre Joyce y Lucía y la diferencia del delirio
a dúo y de la identificación al síntoma histérica. Cf. Godoy, C. (2008): «Los
artificios de James Joyce», ANCLA, Psicoanálisis y Psicopatología, n° 2, sept.
2008, Encadenamientos y desencadenamientos I, pp. 63-82.

35.

Lacan propuso a lo largo de su enseñanza diferentes aparatos de formalización


de la clínica: esquemas, grafos, modelos, nudos. Para una lectura exhaustiva de
la clínica nodal recomendamos: Schejtman, F. (2013): Ensayos de clínica
psicoanalítica nodal, Grama, Buenos Aires, 2013.
36.

Lacan, J. (1973-1974): «El Seminario. Libro 21: Les non-dupes errent», clase
18/12/1973, inédito.

37.

Como ya señalamos (ref. nota 63 de la pág. 125), Lacan relaciona el concepto


del decir con el amor y su teoría de los nudos. Allí el decir es situado como del
orden del acontecimiento y por consiguiente será un acontecimiento que anuda.

38.

Lacan, J. (1973-1974): «El Seminario. Libro 21: Les non-dupes errent», clase
19/3/74., inédito.

39.

Lacan, J. (1974-1975): «El seminario. Libro 22. RSI», clase 11/3/1974, inédito.

40.

Íbid.

41.

Lacan, J. (1974-1975): «El seminario. Libro 22. RSI», clase 11/2/1974, inédito.
42.

Sobre este tema sugerimos consultar el desarrollo que realiza Claudio Godoy, en
relación al sinthome de James Joyce. El autor examinará la serie de crisis
personales (a los 12 y a los 14 años) sufridas por el escritor y la invención de
algunas respuestas a las mismas. Se tratará del lapsus en el anudamiento y las
formas de tratamiento del error del nudo. La construcción de «El artista» le
permite a Joyce establecer un nuevo orden, diferente al ofertado por su
educación religiosa. Cf. Godoy, C. (2008): «Los artificios de James Joyce», op.
cit..

43.

En el seminario contemporáneo a dicha conferencia, Lacan reflexiona sobre el


desapego que Joyce tenía por su cuerpo: «Pero la forma en Joyce, del abandonar,
del dejar caer la relación con el propio cuerpo resulta completamente sospechosa
para un analista, porque la idea de sí mismo como cuerpo tiene un peso. Es
precisamente lo que se llama el ego». Cf. Lacan, J. (1975 -1976): El Seminario.
Libro 23: El sinthome, op. cit., p. 147. También en dicho seminario se desarrolla
cómo el cuerpo en Joyce se presenta como algo ajeno, como una cáscara que
puede desprenderse. Lacan traduce este hecho a la soltura del registro imaginario
debida al lapsus en el anudamiento entre lo simbólico y lo real. También las
experiencias epifánicas son interpretadas de la misma manera. En cambio, el
término ego narcisista en Lacan apunta a la imagen del cuerpo. El problema es
que esta imagen no cuenta en el escritor. Cf. Lacan, J. (1975-1976): «La
escritura del ego», Idem, pp.141-153. Por ende, no hay en Joyce ningún cuerpo
para adorar. Cf. Lacan, J. (1975-1976): «Joyce y el enigma del zorro», Idem, pp.
59-73. Sin embargo, Lacan nos habla de la existencia de un ego, que remitirá a la
idea de sí mismo como artista, es decir a los textos que Joyce escribe. Esta es
entonces la particularidad de Joyce en el registro imaginario, siendo el ego lo
que mantiene unidos los registros, impidiendo así que lo imaginario se suelte.

44.

Lacan, J. (1965): «La ciencia y la verdad», Escritos 2, op. cit., p.837.


45.

Althusser, L. (1985): El porvenir es largo,Ediciones Destino, Buenos Aires,


1992, p. 368.

46.

El artículo 64 versa sobre el estado de no responsabilidad jurídica de un criminal


que realiza su acto en estado de locura. En cambio, el estado de responsabilidad
atribuido a alguien lo lleva a comparecer frente a la justicia. Si el acusado es
encontrado culpable, entonces, todo pena dispuesta por el juez equivale a pagar
la deuda del criminal con la sociedad afectada en sus intereses.

47.

Dos personas cercanas hubieran deseado que compareciera en una sala en lo


criminal luego de la muerte de su esposa. Ellos son los destinatarios de su
escritura.

48.

Recomendamos para este tema la lectura de: Álvarez, J. M.ª: (2001): «Delirio y
crimen: a propósito de la responsabilidad subjetiva», Estudios sobre la psicosis,
Xoroi Edicions, Barcelona, 2013, pp.79-98.

Habitantes secretos del discurso

1.
Groys, B. (2014): Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora
contemporánea, Caja Negra, Buenos Aires, 2018, p. 51.

2.

Idem, p. 54.

3.

Groys, B. (2014): Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora


contemporánea, op. cit., pp. 54-59. Para Groys, el espacio de una exhibición
estándar de arte representa simbólicamente una propiedad pública y el curador
que lo administra actúa en nombre de la opinión pública. De este modo, el
visitante de la exhibición permanece en su propio territorio, en tanto dueño
simbólico del espacio, en el que las obras se ofrecen a su mirada y a su juicio. En
cambio, el espacio de la instalación artística simboliza la propiedad privada del
artista. Al entrar en este espacio el visitante percibe un sitio de control autoritario
y soberano cuyo legislador es el artista. El visitante está aquí, de alguna manera,
en territorio extranjero, nos explica Groys. Esta conceptualización le permite
afirmar que la instalación es un no-lugar específico y puede ser montada en
cualquier parte durante cualquier período de tiempo.

4.

Idem, p. 60. Para Groys, las comunidades transitorias son comunidades


contemporáneas; entre sus miembros no tienen una identidad común o una
historia previa que los una. Se diferencian así de las comunidades tradicionales:
religiosas, políticas o laborales. Se acercan a las comunidades que forman los
viajeros de un tren o de un avión. Resulta interesante su desarrollo teórico para
pensar otras formas de vínculos en la sociedad actual que se distancian de los
tradicionales.
5.

Cf. El capítulo «Los filósofos de la conspiración», p. 99.

6.

Miller realiza un estudio de la categoría del tiempo en la clínica de la psicosis y


menciona la sensación de un «ahora» continuo en algunos casos. Nos interesa su
escrito en función de la relación establecida entre arte y tiempo. Por ejemplo, si
la música maniobra el tiempo, en cambio, la pintura lo eclipsa. Estas
consideraciones resultan de importancia a la hora de reflexionar sobre el
concepto del tiempo para el psicoanálisis y su práctica en las instituciones.
Miller, J.-A. (2001): La erótica del tiempo y otros textos,Tres Haches, Buenos
Aires, 2001.

Dentro de la corriente fenomenológica en psiquiatría destacamos a Eugène


Minkowski por sus estudios sobre la vivencia del tiempo y del espacio en la
psicosis. Minkowski, E. (1933): El tiempo vivido, FCE, México, 1973.

7.

Swain, G. (1994): «Química, cerebro, espíritu y sociedad. Paradojas


epistemológicas de los psicotropos en medicina mental», Diálogo con el
insensato, Asociación Española de Neuropsiquiatría, Madrid, 2009, pp. 233-245.

8.

Idem, p. 235.

9.

Lacan, J. (1966): «Psicoanálisis y medicina», Intervenciones y Textos 1,


Manantial, Buenos Aires, 1999, pp. 86-99.

10.

Swain, G. (1994): «Química, cerebro, espíritu y sociedad. Paradojas


epistemológicas de los psicotropos en medicina mental», Diálogo con el
insensato, op. cit., p. 243.

11.

En Argentina la Ley Nacional de Salud Mental 26.657 promueve la creación de


dispositivos intermedios entre la internación y los tratamientos ambulatorios
clásicos. En su artículo nº7 se favorecen los tratamientos que menos restrinjan
los derechos y libertades del paciente. Y en su artículo nº9 se indica que el
proceso de atención debe realizarse preferentemente fuera del ámbito de
internación hospitalario y en el marco de un abordaje interdisciplinario e
intersectorial, basado en los principios de la atención primaria de la salud. Se
orientará, entonces, al reforzamiento, restitución o promoción de los lazos
sociales. En su artículo nº11 la ley determina para el campo de la salud mental
las acciones de inclusión social, laboral y de atención en salud mental
comunitaria. Se promueve así el desarrollo de dispositivos como el hospital de
día, los servicios de inclusión social y laboral para personas después del alta. De
este modo se enfatiza la necesidad de un trabajo intersectorial entre salud,
educación y trabajo.

Proponemos pensar el término inclusión social, que propone la ley 26.657, desde
la teoría psicoanalítica del lazo social. Nada impide afirmar la posibilidad del
vínculo con otros en la psicosis como hemos demostrado en este libro. Sin
embargo, toda justificación teórica y clínica debe acompañarse para su
implementación de políticas públicas que la favorezcan. Es conocida en
Argentina la insuficiencia de dispositivos intermedios que hagan de la
internación en salud mental un último recurso como dicta la ley. A su vez dicha
falta condiciona las externaciones al dificultar la reinserción social de la locura.
En este sentido no hay que confundir lo crónico de la locura con su cronificación
dentro de la institución monovalente. Consideramos que esto último responde,
entre otras cosas, a la falta de invención de respuestas terapéuticas. Otro escollo
en el pasaje de un modelo de atención psiquiátrico a otro basado en la
comunidad ha sido y es el tipo de formación profesional que en las facultades
sigue privilegiando la atención clínica, privada, en soledad profesional y lejos de
la promoción y prevención de la salud.

12.

La desmanicomialización, palabra neológica, supone un proceso más complejo


que la apresurada interpretación que cree ver en ella solamente la caída de los
edificios asilares. Es decir que va más allá del sentido edilicio del término. No se
trata solamente de que la institución psiquiátrica sea reemplazada por otros
dispositivos terapéuticos (es decir la red de servicios con base en la comunidad),
sino de pensar la atención en salud mental por fuera del paradigma asilar. Bien
podríamos replicar el modelo manicomial en un hospital general.

13.

Nos referimos principalmente a las conversaciones clínicas que se suscitaron en


las secciones clínica de habla francesa del Campo Freudiano, publicadas en dos
libros: Miller, J.-A. et al. (1996-1997): Los inclasificables de la clínica
psicoanalítica, Paidós, Buenos Aires, 1999; y Miller, J.-A., et al. (1998): La
psicosis ordinaria, Paidós, Buenos Aires, 2003.

14.

Nos referimos al término acuñado por Miller «psicosis ordinaria», propuesto


como un programa de investigación.

15.

Dos son los libros escritos sobre el tema. Reconocemos el desarrollo más
profundo que han tenido los autores pero disentimos con algunas de las hipótesis
sostenidas que consideramos alejan la psicosis del lazo social. Naveau, P. (2004):
Les psychoses et le lien social. Le noeud défait, París, Anthropos, 2004; y
Quinet, A. (2006): Psicosis y lazo social, Letra Viva, Buenos Aires, 2016.

16.

Colette Soler califica al delirio de pseudodiscurso, argumenta que la ausencia de


la operación de separación (metáfora paterna) en la psicosis impide la
inscripción del sujeto en un discurso. Soler, C. (1990): «Hors discours : autisme
et paranoia», Les feuillets du Courtil. Autisme, narcisisme, identification, nº 2,
mayo 1990, pp. 9-24.

Pierre Naveau afirma que el psicótico presenta una paradoja: la de habitar la


sociedad pero estar fuera del lazo social. Sin embargo, más allá de su planteo,
reconocemos que es uno de los pocos autores que realiza un desarrollo más
detenido sobre el tema, que finalizará con la publicación de un libro: Naveau, P.
(2004): Les psychoses et le lien social. Le noeud défait, París, Anthropos, 2004.

Miller afirma que lo que está en juego, como consecuencia de la forclusión, es la


falta de representación del sujeto y su captura por el discurso para normalizarse.
En relación con el dicho esquizofrénico mencionado por Lacan en «El
Atolondradicho», explica que la esquizofrenia testimonia con sus fenómenos
elementales de la pulverización del significante amo. Esta situación impide su
inscripción en el discurso del amo. Miller, J.-A. (1985): «Esquizofrenia y
paranoia», Psicosis y psicoanálisis, Buenos Aires, Manantial, 1985, pp. 7-19.

17.

La mayoría de los autores sitúan a los fenómenos psicóticos, ligados al


desencadenamiento, fuera de discurso. Los conceptos que permiten distinguir
neurosis-discurso-lazo de psicosis-fuera de discurso-fuera del lazo social son:
dialéctica de la palabra, cadena significante, discurso como equivalente al lazo
social. El análisis está hecho desde la primera clínica de Lacan que acentúa la
perspectiva discontinuista en la biografía del paciente. El concepto de metáfora
paterna es solidario de la operación alienación-separación y del concepto de
discurso. Si bien a diferencia de los fenómenos elementales, el delirio implica un
restablecimiento de la cadena significante rota, es su falta de dialéctica aquello
que lo aproxima más a la definición del delirio como fenómeno elemental que da
Lacan en su seminario «Las psicosis» y, así, es analizado por los autores.

18.

En el capítulo 3 estudiamos el tema de los delirios que generan adeptos.

También Maleval distingue el delirio del discurso. Reflexiona sobre el tema de


los delirios comunicados o compartidos —las locuras de a dos y las convicciones
que el paranoico genera en sus discípulos— dirá que los mismos no constituyen
un lazo social auténtico, justifica esto en base a la carencia de dialéctica que los
caracteriza. Sin embargo, más allá de su conclusión tajante y fundamentada solo
desde la primera enseñanza de Lacan, reconoce que dichos delirios, dirigidos a
otros, han sido poco estudiados por manifestarse fuera de los hospitales (como es
el caso de Hitler y Jim Jones). Por ende, el autor hace referencia a la escasa
casuística sobre el tema y se excusa de fundamentar una opinión más sólida.
Maleval, J-C. (1996): La lógica del delirio, Del Serbal, España, 1998.

En otros momentos de sus desarrollos teóricos, Miller, Soler y otros, han


avanzado en sus planteos y han propuesto acercar las psicosis a los discursos y a
los lazos. Reflexionando sobre el fuera de discurso establecido que Lacan
atribuye al esquizofrénico en «El Atolondradicho», han postulado la necesidad
de pensar qué otros discursos no establecidos pueden ser posibles en las psicosis.
Soler, C. (2003-2004): La querella de los diagnósticos. Curso en el Colegio
Clínico de París, Letra Viva, Buenos Aires, 2009; Miller, J.-A. (1999): ««La
invención psicótica», Virtualia 16, Revista digital de la Escuela de la Orientación
Lacaniana, febrero-marzo 2007, año VI, nº16. Recuperado de
https://bit.ly/2VLynhF.

19.

Mientras que para algunos las psicosis están fuera del lazo, para otros los lazos
psicóticos no son auténticos.
20.

Gabriel Lombardi, que también ha demostrado cómo el delirio no es un discurso,


plantea sin embargo la posibilidad que tiene la psicosis de relacionarse con el
discurso. A esta posibilidad la llama «habitar» un discurso. Pero este habitar
tiene una característica propia de la psicosis: la falta de dialéctica, afirma
Lombardi. De todos modos, lo que nos interesa aquí es el reconocimiento de
cómo muchos psicóticos se desencadenan luego de su alejamiento del discurso,
es decir que la relación al discurso brindaba un modo de lazo a lo social. El autor
plantea, al igual que Maleval, que hay una compatibilidad entre psicosis (no
desencadenadas) y discurso que ha sido poco investigada. Lombardi, G. (1999):
«La mediación de lo imposible (la frontera entre lazo social y delirio)», Revista
de Psicoanálisis, Facultad de Psicología, UBA, nº1, Año1999, pp. 157-184.

21.

Para Wittgenstein la verdad o la falsedad no son la referencia de una


proposición, entonces la verdad queda excluida del mundo que solo adquiere
consistencia por la coherencia lógica de las proposiciones que lo describen. No
se trata para el filósofo de ir a verificar nada. El referente de una proposición no
es su valor de verdad o falsedad, sino la estructura lógica. Lacan usa esta
referencia para situar cómo el estatuto del goce es el de ser extraído del mundo.
En su seminario «El reverso del psicoanálisis» el goce aparece perdido,
imposible de recuperar en la experiencia de la repetición. Por ende, queda
entonces fuera del universo del discurso. Así se desprende de la lectura de Lacan
y de lo trabajado por Eric Laurent al respecto, que la verdad definida como
hermana del goce implica que ambos, verdad y goce aparecen, fuera de discurso.
Es de destacar que lo que aparece fuera de discurso no queda situado del lado de
la psicosis sino del lado del goce perdido para todo ser hablante. Si a Lacan le
interesa esta referencia a la psicosis, a este discurso implacable, es en relación
con el tratamiento que esta hace de la verdad. Y en este punto, nombrando
también el Principia Mathematica de Russell, retoma a Freud cuando habla del
Unglauben de la posición psicótica, como un no querer saber nada sobre la
verdad. Russell decía que nada puede decirse de la verdad. Toda la complejidad
del desarrollo teórico conduce a Lacan a postular que el goce es la referencia de
todo discurso. Esto lo sitúa en el debate intelectual de la época. Derrida, que fue
alumno de Foucault, se diferenció de su maestro en sus conceptualizaciones.
Mientras que para el primero la referencia de un discurso era un vacío, que se
identificaría con la muerte, para el segundo la referencia de un discurso era el
goce. Lacan, J. (1969-1970): El seminario. Libro 17: El reverso del psicoanálisis,
Paidós, Buenos Aires, 2006, p. 63; Laurent, E. y otros (1991): Lacan y los
discursos, Manantial, Buenos Aires, 1992.

22.

Laurent afirma que el filósofo trató de establecer con sus ideas un Otro
consistente, al crear una lengua fundamental donde se describe de manera
tautológica el mundo. Laurent, E. y otros (1991): Lacan y los discursos, op. cit.,
p. 30.

23.

«La teoría es buena pero no impide que las cosas existan». (La traducción es
nuestra.)

24.

Miller, J.- A. (1997): «Enseñanzas de la presentación de enfermos», Los


inclasificables de la clínica psicoanalítica, op. cit., pp. 417-430.

25.

Carroll, L. (1896): Alicia a través del espejo, Ediciones de La Flor, Buenos


Aires, 2000, pp. 123-225.
26.

Miller, J.-A., et al. (1998): La psicosis ordinaria, op. cit., pp. 227-239. Se discute
sobre casos clínicos que se estructuran en base a tres términos: enganche
(registros I, S y R enlazados), desenganche (se deshace el enlace entre registros)
y reenganche (arreglos posteriores al desenganche). Esta perspectiva articula la
discontinuidad y la continuidad en la existencia de alguien.

27.

Nos referimos a la identificación como compensación imaginaria del Edipo


ausente (seminario «Las psicosis») y a la metáfora delirante como suplencia de
la forclusión («De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de las
psicosis»). Para profundizar sobre el tema de las dos clínicas de Lacan
sugerimos: Mazzuca, R., Schejtman, F. y Zlotnik, M. (2000): Las dos clínicas de
Lacan. Introducción a la clínica de los nudos, Tres Haches, Buenos Aires, 2000.

28.

Queremos destacar el planteo de algunos autores, de La psicosis ordinaria, con


respecto a que el melancólico realiza el rasgo al cual se identifica, hay una
efectuación imaginaria, que se capta en los actos del sujeto en su vida cotidiana
y no en la elaboración simbólica del discurso. Hay para los autores una
correspondencia biunívoca entre el sujeto y su imagen, rescatando en este
sentido el famoso typus melancólico de Tellenbach, que da cuenta de una
suplencia que articula imaginario y real (no es una suplencia simbólica). Miller,
J.-A. et al (1998) La psicosis ordinaria, op. cit, pp. 39-43. Esta característica de
la identificación, no inscripta en lo simbólico del I(A), la muestra como frágil,
inestable (ya que la contradicción entre dos rasgos puede desencadenar la
psicosis) y no dialéctica (rasgos no relativizables en un proceso de elaboración
simbólica). Nos interesa subrayar que los lazos sociales establecidos tienen una
inestabilidad intrínseca debido a las características de dicha suplencia. En este
sentido se abre una nuevo camino de investigación sobre nuestro tema. Podemos
pensar que las características de los lazos sociales guardan relación con la
articulación de registros puesta en juego en las suplencias.
29.

La noción lacaniana de punto de capitón (primera clínica) y de anudamiento


(segunda clínica) implican la articulación de registros: imaginario, simbólico y
real.

30.

Es en Los inclasificables de la clínica psicoanalítica que los desarrollos de Miller


nos permiten afirmar la existencia de un giro epistémico. Los autores de la
conversación parten de la clínica borromea donde, a diferencia de la oposición
tajante de la clínica estructuralista, se introduce una gradación. De todos modos,
esta última no anula la diferencia neurosis y psicosis, sino que plantea en otros
términos el rasgo diferencial que separa las estructuras y, sitúa a la vez lo
continuo y lo discontinuo de la clínica. Ya no se tratará del hay o no hay Nombre
del Padre, sino que Miller propone un hay o no hay punto de basta (PDB). Este
PDB generaliza el Nombre del Padre al hacer de este un PDB entre otros.
Propone, de esta manera, una equivalencia entre síntoma (entendemos aquí
sinthome) y Nombre del Padre, en el sentido de que un síntoma puede funcionar
como Nombre del Padre: PDB = NPS.

Esta idea de Miller de un aparato del síntoma como la articulación entre una
operación significante y sus consecuencias sobre el goce, nos permite
comprender no solo la metáfora paterna sino cómo la clínica de las psicosis
puede dar cuenta de otros aparatos del síntoma. Miller afirma que el lazo social
es el síntoma, es decir, el aparato del síntoma que construye el sujeto en el
sentido del partenaire-síntoma (por ejemplo: la metáfora delirante, la figura del
analista, son formas del partenaire frente al Otro que no existe).

31.

En el seminario «RSI» (1974-1975) de Lacan, un padre es un cuarto término que


produce el anudamiento. Pero en la clase del 11 de febrero de 1975 cuestiona
que el Nombre del Padre sea lo único que anuda los registros. De ahí la
pluralización del concepto («Los Nombres del Padre») mencionada en nuestro
capítulo «Marionetas de las palabras», p. 147.

32.

Lacan reformula la teoría de la función paterna como un decir que nombra y así
permite el lazo social. No solo se anudan las tres consistencias, real, simbólico e
imaginario, sino los individuos entre sí. Por ejemplo: un padre organiza el
vínculo con una mujer y con su descendencia. Esto nos abre una vía para pensar
el lazo social a partir de la clínica de los nudos. La función de sinthome, de
aquello que anuda, hace equivalente el Nombre del Padre a otros sinthomes que
tienen la misma función: anudar los registros y armar el lazo social. Es en texto
de «Clausura del congreso de la Escuela freudiana de París», en 1970, que Lacan
relaciona el decir y los discursos. Allí plantea que los discursos se refieren a un
decir y el decir a un nombre propio. Es el acto de decir el que instituye los
discursos, los cuales a su vez determinan el orden social, el orden de los
vínculos. Este tema lo hemos explicado en nuestro capítulo «Marionetas de las
palabras», p. 147.

33.

Cf. El capítulo «¿Por qué el padre?», p. 67.

34.

Tanto en Los inclasificables de la clínica como en La psicosis ordinaria se


problematizan los conceptos del psicoanálisis a la luz de la práctica clínica con
las psicosis. Sin embargo, observamos que el intento de explicar la psicosis con
conceptos de la neurosis conduce a algunos a realizar un uso extendido de los
conceptos, a riesgo de caer en articulaciones teóricas forzadas, a otros a no creer
que se pudiera hablar de lazo social en la psicosis y, a varios, a girar en falso al
no poder desprenderse del concepto de discurso para entender el lazo social en
dicha clínica. Nos parece más esclarecedor el planteo de Miller, en el cual se
propone establecer las condiciones de conversación con el psicótico, ya que
afirma que el Otro no existe, es decir, el Otro es una ficción del lazo social. Esta
afirmación, desprendida de la teoría de Lacan, habilita a partir de la cadena rota,
es decir, del fuera de discurso, tanto en neurosis como en psicosis. Palabras
como habitar, insertarse, engancharse, conectarse, han tratado de explicar, en la
bibliografía analítica, la presencia del punto de basta que permite la relación al
discurso y al lazo social en la psicosis. Es así como un desenganche podría
implicar lo contrario. Más allá de la pertinencia de las preguntas y de los temas
es de destacar que los autores no profundizan en sus respuestas ni avanzan en el
tema. Esto transparenta el espíritu mismo de la conversación, en la cual los
conceptos de Lacan se vuelven más laxos, se fuerzan para intentar delimitar un
campo clínico más amplio que aquel que queda encorsetado bajo los
presupuestos de la clínica estructural. Es así como la conversación deja abierta
muchas cuestiones que pueden derivar en distintos temas de estudio.

35.

Miller, J.-A., et al. (1998): La psicosis ordinaria, op. cit, pp.45-64.

36.

Cf. nota al pie nº 30.

37.

Eric Laurent problematiza la relación entre psicosis y discurso en su


intervención en el cierre del Congreso de la New Lacanian School of
Psychoanalysis a Tel Aviv en 2012. Postula que el interés de la práctica
psicoanalítica son las formas de discurso por las cuales el sujeto se inserta, jamás
completamente, en el discurso establecido (que llamamos civilización)
apoyándose en su síntoma. Recuerda como Freud entendía el síntoma en su
relación de oposición a la civilización, siendo el síntoma para Freud una especie
de lazo social alternativo, explica Laurent. El síntoma es un lazo de dos con el
partenaire sexual y, en este sentido, se opone a los ideales comunes de la
civilización. Constituye así una lengua privada distinta de la lengua común. Y
Lacan pone en cuestión la idea de la civilización como una (comme Une). El
autor nos recuerda cómo la civilización está hecha de múltiples discursos y el
síntoma entonces debe ser entendido en su inserción siempre parcial en el
discurso. Laurent, E. (2012): «La psychose ou la croyance radicale au
symptôme». Recuperado de https://bit.ly/3glTn7W.

Hemos tomado este texto porque nos permite pensar que la neurosis también está
fuera de discurso establecido, siendo el síntoma un testimonio de esto.

38.

Miller retoma los términos discurso y delirio, que vimos oponerse en nuestra
primera posición teórica, diciendo que para Lacan los discursos establecidos son
delirios normales, ficciones sociales. Este planteo se enmarca en lo que se ha
llamado una clínica universal del delirio, que aclaremos no borra la diferencia
estructural. Destaquemos, entonces, que desde dicha diferencia tendríamos: los
delirios de los discursos establecidos o delirios normales y, los delirios
inventados o delirios en el sentido patológico. Consideramos que el tema clave
para entender esto es la relación que desprendemos de la lectura de Lacan entre
decir y discurso. Los discursos son fundados por decires contingentes. Los
discursos establecidos se fundan en el decir paterno y los no establecidos en
otros decires. Verbigracia, el decir magistral en Joyce. Miller, J.-A. (1999): «La
invención psicótica», op. cit.

39.

El término psicosis ordinaria, introducido en 1998 por Jacques Alain Miller, tuvo
la intención de que no fuera un concepto sino un significante sin definición fija,
puesto a resonar en la clínica de los profesionales. Hasta fines de los años
noventa fueron pocos los trabajos dedicados a las psicosis no desencadenadas
hasta la introducción de dicho término. Las psicosis ordinarias incluyen
pacientes que no presentan sintomatología clínica clásica sino manifestaciones
sutiles de la psicosis y modos de estabilización originales. Siguiendo esta línea
Maleval se ha dedicado a estudiar los anudamientos desfallecientes en las
psicosis. Maleval, J.-C. (2003): «Elements pour une aprehension clinique de la
psychose ordinaire», Séminaire de la Découverte Freudienne, 18-19/1/2003,
inédito, https://bit.ly/3oAY3u8.

40.

«Psicosis actuales» es el nombre que utiliza Emilio Vaschetto para ilustrar las
presentaciones clínicas en la época del «Otro que no existe». Propone este
sintagma al programa de investigación liderado por el término «psicosis
ordinarias». Relacionará así psicosis y discursos. Vaschetto, E. (2008) Psicosis
actuales. Hacia un programa de investigación acerca de las psicosis ordinarias,
Grama, Buenos Aires, 2008.

41.

Álvarez, De la Peña y Eiras estudian las locuras que no pueden ser rápidamente
clasificadas en el edificio del saber psiquiátrico de las psicosis prototípicas. En
especial dedican su investigación a la locura lúcida, es decir a aquellos locos que
«caminan con un paso similar al de la mayoría de sus coetáneos». A partir del
libro de Ulysse Trélat (1795-1879) La folie lucide étudiée au point de vue de la
famille et la societé, rescatan las descripciones de esos locos que pasan
desapercibidos porque «no parecen en absoluto locos» desde una mirada
superficial, pero si se analiza su vida íntima se puede apreciar la alienación en
acto. Es así cómo los autores contribuyen, desde la mención de estas formas
clínicas, a lo que se ha llamado psicosis ordinarias o como ellos denominan:
formas más normalizadas de las psicosis. Álvarez, J. M.ª, De la Peña, J. y
Rodríguez Eiras, J. (2008): «Las otras psicosis ¿A partir de cuándo se está
loco?». En Vaschetto, E. (2008), Psicosis actuales. Hacia un programa de
investigación acerca de las psicosis ordinarias, op. cit..

42.

Lacan propone, en su seminario «Las psicosis», la compensación imaginaria


como la identificación a ciertas imágenes que compensan el Edipo ausente.
Maleval vuelve sobre el tema y desarrolla el mecanismo del como sí en términos
de compensación imaginaria. Denomina trastornos de la identidad a los
desfallecimeintos del yo: dejar caer el cuerpo, falta de cimientos yoicos,
fenómenos de transitivismo, entre otros. Las compensaciones imaginarias son
solución a dichos fenómenos: como sí, imposturas patológicas y enganches
sobre un prójimo. Maleval, J.-C. (2003), «Elements pour une aprehension
clinique de la psychose ordinaire», op. cit.

43.

Si seguimos a Freud, ella ama su delirio como a sí misma. Viene a nuestra


memoria el desarrollo de Maurice Blanchot quien habla de la «comunidad de los
amantes» para señalar el abismo existente entre lo que se llama el pueblo y esa
extraña sociedad antisocial. Estos amantes suponen un mundo tal que
precisamente es el olvido del mundo. Blanchot, M. (1983): La comunidad
inconfesable, Arena Libros, Madrid, 2002.

En Lacan el concepto de erotomanía nos hace comprensibles diversos temas,


desde el amor muerto en la psicosis, el delirio pasional, hasta la posición
femenina. Es inobjetable que el amor y la locura se hallan emparentados de
punta a punta en su obra. Así también, para Freud el sueño y el delirio tienen una
comunidad en tanto cumplimiento de deseo. Remitimos al lector al capítulo «Los
filósofos de la conspiración» (p. 99) en donde nos explayamos acerca del por
qué todos deliramos, es decir, cómo es que nos aferramos a un sentido para
anclar nuestra existencia.

En esta mujer la invención delirante le permite soñar, tener la esperanza de un


encuentro futuro, el cual se mantiene aplazado. En contraste, las voces son su
verdadero despertar, un despertar que no es otra cosa que lo real. Acompañarla
en su invención es, de alguna manera, atemperar el sufrimiento que introduce la
humillación de lo alucinado.

Los lazos sociales en la enseñanza de Jacques Lacan


1.

Es en los seminarios de Lacan «El reverso del psicoanálisis» y «De un discurso


que no fuera del semblante», donde encontramos el llamado discurso establecido
como efecto de la operación del Nombre del Padre. Con respecto a la función
paterna el lector puede remitirse a los dos primeros capítulos: «Los lazos
sociales» y «¿Por qué el padre?».

2.

Algunos autores esclarecen como Lacan lee el complejo de edipo freudiano con
la fórmula de los discursos. Cf. Schejtman, F. (2004): «Padrecimiento y
discurso», Porciones de nada. La anorexia y la época, del Bucle, Buenos Aires,
2009, pp. 161-182; Miller, J.-A. (1985): «Esquizofrenia y paranoia», Psicosis y
psicoanálisis. Buenos Aires, Manantial, 1985, pp.7-19.

3.

Lacan, J. (1967-1968): «El acto psicoanalítico», Reseñas de enseñanza, Editorial


Hacia el tercer Encuentro del Campo Freudiano, Buenos Aires, 1984.

4.

En los capítulos segundo «¿Por qué el padre?» y tercero «Los filósofos de la


conspiración», hemos desarrollado este tema.

5.

Lacan, J. (1955-1956): El Seminario. Libro 3: Las psicosis, Paidós, Buenos


Aires, 1992, p. 53.
6.

Idem, pp. 47-67.

7.

Sugerimos consultar la nota nº 89 (pp.133-134).

8.

En el tercer capítulo «Los filósofos de la conspiración», vimos una dimensión de


la locura ligada a lo imaginario (constitución del yo), aquí tenemos otra versión
ligada a lo simbólico. El «todo» de la frase implica ir en contra de la partición
entre Nombre del Padre/Forclusión o discurso/fuera de discurso. La afirmación
«todo el mundo» implica no orientarse por la carretera principal del Nombre del
Padre. Es un todo que no anula la diferencia estructural. La última enseñanza de
Lacan nos conduce a pensar que el orden simbólico es delirante. Con respecto a
este tema sugerimos consultar: Miller, J.-A. (2008): «Efecto de retorno sobre las
psicosis ordinaria», El caldero de la Escuela, Publicación de la EOL, n° 14, año
2010, p. 16; Miller, J.-A. (1987-1988): «Gozar del inconsciente», Los signos del
goce, Paidós, Buenos Aires, 1998, pp. 269-281; Miller, J.-A. (2007-2008):
«Diversificación del Uno», Todo el mundo es loco, Paidós, Buenos Aires, 2015,
pp. 295-313 y Miller, J.-A. (2007-2008): «Todo el mundo es loco», Sutilezas
analíticas, Paidós, Buenos Aires, 2011, pp. 65-83.

9.

Miller, J.-A. (2008): «Efecto de retorno sobre las psicosis ordinaria», op. cit., p.
14.

10.
Tema que hemos desarrollado en el capítulo tres «Los filósofos de la
conspiración».

11.

En el término admitido anida el resorte de lo que hace del discurso común un


discurso comúnmente admitido, declara Lacan. Cf. Lacan, J. (1955-56): El
Seminario Libro 3: Las psicosis, op. cit., p. 95. Recordemos que el discurso en
este momento supone el entrecruzamiento de dos ejes: sincrónico y diacrónico.
Mientras la lengua representa ese conjunto sincrónico de significantes opuestos
entre sí, el discurso concreto en cambio, vale decir la palabra articulada, instaura
el tiempo diacrónico. Se oponen a este funcionamiento el fenómeno elemental y
los neologismos que, como plomadas en la red del discurso, indican lo que más
adelante Lacan llamará fuera de discurso.

12.

Tenemos entonces dos versiones del discurso, el admitido que implica no solo lo
comunicable sino la significación compartida (consideramos que será
equivalente al discurso establecido de los años setenta y el paranoico. Este
último da testimonio de un funcionamiento del inconsciente que no sigue la
lógica de la represión (inconsciente a cielo abierto) pero no por ello carece de
comunicación. Así como el discurso, el delirio paranoico implica una
articulación significante con el consiguiente efecto de sentido y de dirección.

13.

En este momento Lacan definirá al inconsciente como el discurso del Otro, que
opera en esa articulación constante pero no escuchada por el sujeto neurótico. En
cambio, en la psicosis el inconsciente opera a cielo abierto: «[…] en los casos de
psicosis vemos revelarse, del modo más articulado, esa frase, ese monólogo, ese
discurso interior […]». Cf. Lacan, J. (1955-1956): «La frase simbólica», El
Seminario. Libro 3: Las psicosis, op. cit., p. 164. En el cuchicheo, en el ruido, en
esos fenómenos elementales, el discurso está ahí sin discontinuidad y aunque el
sujeto lo tape con sus actividades y sus propias palabras, asegura Lacan, siempre
está listo para volver con la misma sonoridad: «En suma, podría decirse, el
psicótico es un mártir del inconsciente, dando al término mártir su sentido: ser
testigo». Idem, «Del significante en lo real, y del milagro del alarido», p. 190.
Lacan explicará el funcionamiento a cielo abierto de este discurso inconsciente
mediante una relación perturbada que mantiene el sujeto con algo que toca al
funcionamiento total del lenguaje, del orden simbólico y del discurso. Esto lo
llevará a decir, más adelante, que la psicosis está fuera de discurso, tal como
hemos explicado. Cf. Lacan, J. (1955-56): «Del sin-sentido y de la estructura de
Dios», Idem, p. 185.

14.

Ornicar ?, n° 9, 1977, pp. 7-14.

15.

Lacan, J. (1955-1956): El Seminario. Libro 3: Las psicosis, op. cit., p. 194.

16.

Lacan, J. (1972 a): «El Atolondradicho», Otros escritos. Buenos Aires, Paidós,
2012, p. 499.

17.

Lacan, J (1976-1977): «El Seminario. Libro 24: L`insu que sait de l´une-bevue
s’áile à mourre», clase 19/4/1977, inédito.

18.
Lacan, J. (1978): «¡Lacan por Vincennes!», Revista Lacaniana, Año VII, nº 11,
EOL, Grama, Buenos Aires, octubre 2011.

19.

Miller, J.-A. (2007-2008): «Diversificación del Uno», Todo el mundo es loco,


op. cit., pp. 295-313.

20.

Lacan introduce la distinción entre sujeto del significante y sujeto del goce luego
de rescatar la decisión de Freud de no concebir al loco como déficit o
disociación de las funciones. Cf. Lacan, J. (1966): «Presentación de la
traducción francesa de las memorias del presidente Schreber», Intervenciones y
Textos 2, Manantial, Buenos Aires, 1993. Con dicha distinción será posible
entender la esquizofrenia y la paranoia de acuerdo con las formas de retorno del
goce. La primera en tanto invasión del goce en el cuerpo y la segunda en tanto
localización del goce en el lugar del Otro. Destacamos entonces el señalamiento
que Lacan hace de esta polaridad al considerarla fundamental para entender
nuestro tema. De este modo, consideramos que los lazos sociales en las psicosis
no pueden ser comprendidos sin la referencia al goce como hemos señalado a lo
largo del libro.

Otra referencia importante de esta época es la que considera al loco como el


hombre libre, en tanto el objeto a lo tiene en su bolsillo. Cf. Lacan, J. (1967):
«Breve discurso a los psiquiatras (Petit discours de Jacques Lacan aux
psychiatres)», Cercle Psychiatrique H. Ey, Sainte Anne, 10/11/1967, inédito,
https://bit.ly/2VP0L2c.

21.

El seminario aborda esencialmente la clínica de la neurosis y relaciona la


operación del Nombre del Padre con el habitar los discursos llamados típicos. La
gran pregunta que se desprende del seminario es cómo el discurso psicoanalítico
puede atrapar el real en juego en la clínica. Decidimos recorrer el seminario
porque reencontramos no solo la conceptualización teórica de uno de los
conceptos principales de nuestro tema, los discursos, sino porque descubrimos
también algunos otros que nos ayudan a definir de manera más acabada el
término lazo social. Estos otros conceptos (semblante, falo, Nombre del Padre)
nos guían en dicha definición al ordenarse todos a partir del estatuto de lo real en
juego, es decir, el no hay relación sexual. Ese real es el que hace a la esencia del
lazo social.

22.

En su seminario «Aún» continúa dicha idea: «No hay la más mínima realidad
pre discursiva, por la buena razón de que lo que se forma en colectividad, lo que
he denominado los hombres, las mujeres y los niños, nada quiere decir como
realidad pre discursiva. Los hombres, las mujeres y los niños no son más que
significantes». Cf. Lacan, J. (1972-1973): El Seminario. Libro 20. Aún, Paidós,
Buenos Aires, 1995, p. 44.

23.

La mención a Joyce se realizará en función del estatuto particular que tiene su


escritura, que podemos decir es opuesta al orden del discurso: «pasa de a letter a
a litter». Nos interesa el uso que el autor hace de la misma y el lazo a su público.
Cf. Lacan, J. (1971): El seminario. Libro 18: De un discurso que no fuera del
semblante, Paidós, Buenos Aires, 2009, p. 107.

24.

Recordemos que cuando Lacan menciona la palabra artefacto o aparato en


relación con el discurso típico (seminarios 17 y 18) es para hablar de la
articulación significante pero en su función de ordenar el goce. Habrá que situar,
generalizando esta definición al campo de la psicosis, cuál es el aparato que
permite a alguien regular su relación al goce y establecer las condiciones
posibles para el lazo social.
25.

La fórmula no hay relación sexual nos aleja de cualquier pretensión de relación


del sujeto con el Otro sexo, el cual permanece (en el fondo) en un goce solitario
que no pasa por el encuentro con el cuerpo del Otro. Recordemos cómo Freud
encontraba en la pulsión este obstáculo al vínculo, tal como hemos visto.
Entonces, el discurso es el artefacto que permite al mismo tiempo el encuentro
con el Otro y distribuir los goces. De ahí que para Lacan la idea de suplencia sea
aplicable a la función discursiva en lo que denomina discursos típicos o
establecidos. Cf. Lacan, J. (1971): El seminario. Libro 18. De un discurso que no
fuera del semblante, op. cit., p.121.

Lacan explica así la relación entre los sexos por medio del semblante, es decir
que lo biológico no tiene nada que ver con el funcionamiento del inconsciente
para explicar la sexualidad del ser hablante. Se trata para el hombre de hacer de
hombre en relación con una mujer, o sea, dar signos de que se lo es. A diferencia
del campo animal donde también hay comportamientos de cortejo, en el ser
hablante este semblante (hacer de) se vehiculiza en un discurso. Podemos
concluir que los lazos sociales, en este caso el lazo entre un hombre y una mujer,
son lugares determinados por un discurso y, son también una manera de
responder a este real en juego. No hay relación sexual pero sí hay encuentros
posibilitados desde ciertos lazos.

26.

Si bien la esquizofrenia no es mencionada en el seminario «De un discurso que


no fuera del semblante», sabemos que en un escrito no muy posterior del año
1973, «El Atolondradicho», Lacan vuelve sobre el término establecido referido
al discurso. El discurso es coordinado en dicho texto con el lazo social al cual
están sometidos los cuerpos que loabitan. Desde la lectura de este seminario
podemos reinterpretar la definición que Lacan da de la esquizofrenia en los años
cincuenta, como una interferencia entre los registros. Dicha interferencia indica
que todo lo simbólico es real, cuestión que resulta opuesta al campo del
semblante. Este campo requiere del intervalo significante para garantizar la
representación del sujeto o, en términos de aquellos años, necesita de la hiancia
de un vacío que constituye el primer paso de todo su movimiento dialéctico.

27.

Lacan, J. (1972-1973): El Seminario. Libro 20. Aún, op. cit., p. 68. Señalemos
además que en dicho seminario Lacan afirma que hubo y habrá otros discursos.
Pareciera que aquí deja ver aquello que ya había anticipado, que el discurso se
funda en un decir (por ejemplo en Aristóteles, Freud, etc.). Cf. Lacan, J. (1970
b): «Allocution prononcée pour la clôture du congrès de l´École freudienne de
Paris», Scilicet n° 2/3, París, 1970, pp. 391-399.

Destaquemos también que en el seminario mencionado introduce con fuerza la


idea de un simbólico que no hace cadena, que es un enjambre, como hemos
mencionado en este libro. Recordemos cómo la cadena significante (S1-S2)
enlaza el sujeto con el Otro, tal como se demuestra en «El reverso del
psicoanálisis». En este sentido, tenemos un registro simbólico que hace cadena,
por ende, el lazo social implica la relación entre significantes. Mientras que
ahora hablamos de un simbólico diferente, que no enlaza. Por esta razón, la
teoría de lalengua como enjambre (essaim) de S1 indica que no hay
comunicación en el inicio para el ser hablante y será el lenguaje lo que hará
posible el diálogo. Es así como el lazo social se puede pensar como lalengua más
el elemento que la socializa, es decir, el lenguaje.

28.

Lacan, J. (1973): «Televisión», Otros escritos, op. cit., pp. 535-585.

29.

Lacan, J. (1972c): «El saber del psicoanalista», clase 6/1/1972, inédito. Como
hemos visto en el primer capítulo « Los lazos sociales», el discurso capitalista
pone en tensión la equivalencia entre discurso y lazo. Ya sea porque rompe el
lazo social y por lo tanto se tiene un discurso sin lazo; o, por el contrario, si se lo
considera un pseudodiscurso que crea vínculos particulares, tenemos la
existencia de lazos sociales sin discurso. Recordemos que Lacan mismo afirma
que el discurso capitalista forcluye los asuntos del amor en la clase 6 de «El
saber del psicoanalista» de 1972. En el seminario «Aún» el amor es una forma
posible de la relación con el otro.

30.

En el discurso de clausura del Congreso de la Escuela Freudiana de París,


pronunciado por Lacan el 19 de abril de 1970, se establece la relación entre decir
y discurso. Los discursos son entendidos en referencia al nombre propio que
encarna un decir. A partir de esta época el decir también adquiere una función de
nominación, entendida esta como aquello que anuda los registros. Pasamos
entonces del concepto de discurso al de nudo en su relación con el decir. Sobre
este tema del decir, sugerimos consultar las notas nº 63 (p. 125) y 104 (p. 138)
del tercer capítulo «Los filósofos de la conspiración», así como también el
apartado «Decires» del capítulo «Marionetas de las palabras» (p. 165).

31.

Lacan, J., «El seminario. Libro 22. RSI», clase 21/1/75, inédito.

32.

Señalemos que la nominación no implica comunicación, como afirma Lacan en


la clase del 11/3/75, sino que es del orden de un acto. En consonancia con estos
planteos el amor retorna, en el seminario «RSI», como aquello que anuda y arma
una pareja. Explícitamente Lacan llamará nudo «a lo que une al hombre y la
mujer», en su clase del 13/5/75. Extraemos, también, otro ejemplo de lazo social
con el dispositivo del cartel. Lacan lo denomina nudo social y precisa que: «el
punto de partida de todo nudo social se constituye de la no relación sexual como
agujero, no dos, al menos tres» (clase del 15/4/75). Nos interesa el término nudo
social porque creemos difiere de la idea de identificación al grupo. En este
último caso, los seres humanos se identifican y si no lo hacen «están fallados,
están para encerrar». Esto nos recuerda la teoría de la masa freudiana y la lectura
que Lacan realiza de ella en tanto identificación al rasgo unario. Pero, a
diferencia del grupo, en el cartel se trata más bien de la identificación «a lo que
es el corazón, el centro del nudo, donde ya les he situado el lugar del objeto a».
Lacan afirma que en este nudo social es la identificación histérica, al deseo del
Otro, la que está en juego. Cf. Lacan, J., «El seminario. Libro 22. RSI», clase
15/4/75, inédito.

33.

Este tema también está desarrollado en el capítulo «Marionetas de las palabras».

34.

Lacan, J. (1975-1976): «¿Joyce estaba loco?», El Seminario. Libro 23. El


sinthome, Paidós, Buenos Aires, 2006, p. 81.

35.

Idem, p. 82.

36.

Lacan se sirve para este tema de una referencia a Kant. Cf. Kant, E. (1783):
Prolegómenos a toda metafísica del porvenir, Porrúa, México, 1985.

37.

Lacan, J. (1975-1976): El Seminario. Libro 23. El sinthome, op.cit., p. 53.


38.

Sobre el tema de la personalidad en la obra de Jacques Lacan sugerimos


consultar Palomera, V. (2012): De la personalidad al nudo del síntoma, Gredos,
Madrid, 2012.

39.

Lacan, J. (1975-1976): El Seminario Libro: 23. El sinthome, op. cit., p. 53.

40.

Lacan, J. (1976 a): «Conférences et entretiens dans des universités nord-


americaines», Silicet 6/7, Seuil, 1976, pp. 5-63.

41.

Cf. Capítulo «Los filósofos de la conspiración». El yo instala una alteridad que


puede volverse autónoma. Esa instancia es el verdadero rival que persigue al
paranoico, es decir, su propio yo desconocido por él. La paranoia, en este
sentido, es lo que confiere esa consistencia al yo en oposición a lo que se
observa en la esquizofrenia. Si la primera da cuenta de la esencia del estadio del
espejo, la segunda indica la regresión tópica al mismo.

42.

Lacan, J. (1975-1976): El Seminario. Libro 23. El sinthome, op.cit., p. 53.

Sobre este tema sugerimos consultar Godoy, C. (2004): La paranoia en la


enseñanza de Jacques Lacan, CID Bogotá, Bogotá, 2004; y Schejtman, F.
(2013): «Nudos psicóticos», Ensayos de clínica psicoanalítica nodal, Grama,
Buenos Aires, 2013, pp. 231-282.
43.

En la clase del 16 de diciembre del 1975 de su seminario «RSI», Lacan


introduce el nudo de trébol o nudos de tres. En el nudo de trébol las tres
consistencias están en continuidad, es decir, no son distinguibles entre sí. Está
formado por una sola cuerda, una sola consistencia, que arma tres dimensiones
que no se diferencian. De ahí la necesidad de un cuarto término que anude y en
esa operación permita la distinción. En esa clase demostrará que con tres nudos
de trébol se puede armar un nudo borromeo de tres. A estos tres soportes los
calificará de subjetivos o personales, tratando de contestar qué sostiene al sujeto.
Entonces el nudo de tres es el nudo de base, el nudo que es soporte del sujeto.

44.

Lacan, J. (1974-1975): «El Seminario. Libro 22. RSI», clase 8/4/1975, inédito..

45.

En «Acerca de la causalidad psíquica», Lacan describirá la locura como un


«éxtasis del ser en una identificación ideal». Dicha identificación es sin
mediación, de ahí sus características: inmediatez e infatuación. Lo que permite la
distancia entre el ser y el ser identificado es el Edipo, es decir, que se logra que
el sujeto no crea ser su ser identificado. Por ejemplo: si Alcestes está loco es
porque cree en su ser identificado. Cf. Lacan, J. (1946): «Acerca de la causalidad
psíquica», Escritos 1, Siglo XXI, México, 1988, pp. 142-186.

En el esquema I de Lacan volvemos a encontrar estas identificaciones


inmediatas, al asumir el sujeto el significante del ideal que viene a ocupar el
lugar de P0. Es conocida la encarnación de ideales que conducen al paranoico a
ser redentor, militante de la justicia, combatiente del desorden del mundo,
etcétera. Lo inmediato que caracteriza la identificación no anula el I(A), es decir,
la identificación que supone el discurso del Otro y por ende la dimensión
simbólica. Entonces, la identificación inmediata será aquella donde falta la
mediación del Nombre del Padre y la mediación fálica. Se diferencia entonces de
la simple captación especular por la imagen en la esquizofrenia (i(a) o imagen
del semejante).

46.

Lacan, J. (1976): «Caso Brigitte. Presentación de enfermos del 9 de abril de


1976», inédito.

47.

Lacan, J. (1976): «Presentación de enfermos…», op.cit.

48.

No encontramos en Kraepelin o en Dupré la correspondencia entre


sintomatologías que nos permitan diagnosticar este caso desde la psiquiatría
clásica. Creemos que Lacan realiza aquí un forzamiento al utilizar categorías
clásicas para lo que considera no ser una enfermedad mental seria. Hay por ende
un uso irónico y posclínico de las nosografías establecidas.

49.

Lacan, J. (1976): «Presentación de enfermos…», op.cit.

50.

Lacan con esta denominación nos brinda un diagnóstico nuevo, inexistente en la


nosología psiquiátrica, producto de la utilización de sus esquemas borromeos.
51.

Nos interesa rescatar la lectura del caso realizada por Miller. Afirma que esta
enferma, cuyo ser es de puro semblante, muestra así cómo sus identificaciones
no logran cristalizar en un yo y esto es lo que hace que no haya ninguna persona.
En otros términos, no hay significante amo ni objeto a que llene su paréntesis.
Miller opondrá las enfermedades de la mentalidad a las enfermedades del Otro,
como la paranoia. Cf. Miller, J.-A. (1997): «Enseñanzas de la presentación de
enfermos», Los inclasificables de la clínica psicoanalítica, Paidós, Buenos Aires,
1999, pp. 417-430.

52.

Lacan, J. (1976): «Presentación de enfermos…», op.cit.

53.

Lacan, J. (1976): «Presentación de enfermos…», op.cit..

54.

Son varios los fenómenos que son leídos por Lacan como la falta de un
significante amo que organice el discurso: cree estar embrujada, hipnotizada y
teledirigida. Sin embargo, ninguna idea cobra consistencia, no hay delirio.
Además, su pensamiento se torna por momentos confuso, caótico, saltando de un
tema a otro. Con respecto al lenguaje tiene juegos de palabras de manera
asociativa. A nivel de los lazos, fracasa en sus relaciones de pareja y tiene un
hijo del cual es separada porque le pega. En el plano laboral se ocupó de
coordinar el taller de cerámica para niños psicóticos y la directora del
establecimiento observó que su comportamiento era estable durante el desarrollo
de su tarea. Siempre tuvo distintos trabajo. Así también diferentes tratamientos.
Si formalizamos su historia desde el funcionamiento del registro imaginario
podemos observar la falta de consistencia yoica: diversas identificaciones,
ocupando sucesivos y distintos lugares.
55.

Lacan, J. (1975-1976): El Seminario. Libro 23. El sinthome, op.cit., p. 53.

56.

Idem, pp.53-54.

57.

La cadena a diferencia del nudo supone más de un anillo o eslabón.

58.

Lacan, J. (1975-1976): «Del nudo como soporte del sujeto», El Seminario. Libro
23. El sinthome, op.cit., p. 54.

59.

Ibid.

60.

Cf. otros desarrollos sobre el tema que refrendan la lectura de lo planteado:


Schejtman, F. (2013): Ensayos de clínica psicoanalítica nodal, Grama, Buenos
Aires, 2013. El autor propone pensar los tejidos neuróticos (lazos borromeos) de
nudos psicóticos.

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