3 López Louro, G. - Pedagogías de La Sexualidad

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SOCIOLOGÍA DE LA EDUCACIÓN

PEDAGOGÍAS DE LA SEXUALIDAD1

GUACIRA LOPES LOURO

Cuando era una mujer joven, sabía que la sexualidad era un asunto privado, una
cosa de la que debería hablar solamente con alguien muy íntimo y, preferentemente de
forma reservada. La sexualidad - o el sexo, como se decía- parecía no tener ninguna
dimensión social; era un asunto personal y particular que, eventualmente, se confiaba a una
sexualidad
tabu amiga próxima. “Vivir” plenamente la sexualidad era, en principio, una prerrogativa de la vida
adulta, a ser practicada con un compañero del sexo opuesto. Pero, hasta llegar ese
momento, ¿qué se hacía?. ¿Se experimentaba de algún modo la sexualidad? ¿Se suponía
una “preparación” para vivirla más tarde? ¿En qué instancias se “aprendía” sobre sexo?
¿Qué se sabía? ¿Qué sentimientos se asociaban a todo eso?

Ciertamente las respuestas a estas cuestiones dependían (y dependen) de


innumerables factores. Generación, raza, nacionalidad, religión, clase, etnia serían algunas
de las marcas que podrían ayudar a ensayar una respuesta. De modo especial, las
profundas transformaciones que, en las últimas décadas, vienen afectando múltiples
dimensiones de la vida de las mujeres y de los hombres y alterando las concepciones, las
prácticas y las identidades sexuales tendrían que ser tomadas en consideración. Las jóvenes
occidentales de las grandes ciudades de final de siglo XX tendrán, sin duda, otras
respuestas (y seguramente otras preguntas) si comparamos con la joven que yo fui y con
jóvenes de otras épocas, otras regiones...

Las muchas formas de hacerse mujer u hombre, las varias posibilidades vivir placeres
y deseos corporales son siempre sugeridas, anunciadas, promovidas socialmente (y hoy
posiblemente de formas más explícitas que antes). Estas son también, constantemente,
reguladas, condenadas o negadas. En verdad, desde los años sesenta, el debate sobre las
identidades y las prácticas sexuales y de género se viene tornando cada vez más acalorado,
especialmente provocado por el movimiento feminista, por los movimientos de gays y de
lesbianas y sustentado, también, por todos aquellos y aquellas que se sienten amenazados
por esas manifestaciones. Nuevas identidades sociales se tornaron visibles, provocando, en
su proceso de afirmación y diferenciación, nuevas divisiones sociales y el nacimiento de lo
que pasó a ser conocido como “política de identidades” (STUART HALL, 1997).

Si las transformaciones sociales que construían nuevas formas de relacionarse y


estilos de vida ya se mostraban, en los años sesenta, profundas y perturbadoras, éstas se
acelerarían todavía más, en las décadas siguientes, pasando a intervenir en sectores que
habían sido, por mucho tiempo, considerados inmutables, transhistóricos y universales. Las
nuevas tecnologías reproductivas, las posibilidades de transgredir categorías y fronteras
sexuales, las articulaciones cuerpo-máquina cada día desestabilizan antiguas certezas;
implosionan las nociones tradicionales de tiempo, de espacio, de “realidad”; subvierten las
formas de engendrar, de nacer, de crecer, de amar o de morir. Diarios y revistas informan,
ahora, que una joven pareja decidió congelar el embrión que había generado, en intento de
postergar el nacimiento de su hijo para un momento en que dispusieran de mejores

1
En “O corpo educado. Pedagogias da sexualidade” compilado por Guacira Lopes Louro. Belo Horizonte: Ed.
Autêntica, 1999. Traducido por Mariana Genna con la supervisión de Graciela Morgade.
condiciones para criarlo; cuentan que mujeres están dispuestas a recibir el semen congelado
de un artista famoso ya muerto; revelan la batalla judicial de individuos que, sometidos a un
conjunto complejo de intervenciones médicas y psicológicas, reclaman una identidad civil
femenina para completar el proceso de transexualidad que emprendieran. Conectados por
Internet, sujetos establecen relaciones amorosas que desprecian dimensiones de espacio,
de tiempo, de género, de sexualidad y establecen juegos de identidad múltiple en los que el
anonimato y el cambio de identidad son frecuentemente utilizados (KENWAY, 1998).
Condicionadas por la amenaza del SIDA y por las posibilidades cibernéticas, prácticas
sexuales virtuales sustituyen o complementan las prácticas cara-a-cara. Por otro lado, hay
adolescentes que experimentan, más temprano, la maternidad y la paternidad; uniones
afectivas y sexuales estables entre sujetos del mismo sexo se vuelven crecientemente
visibles y rutinarias; los órdenes familiares se multiplican y se modifican...

Todas estas transformaciones afectan, sin duda, las formas de vivir y de construir las
identidades de género y sexuales. En verdad, tales transformaciones constituyen nuevas
formas de existencia para todos, aún para aquellos que, aparentemente no las experimentan
de modo directo. Ellas permiten nuevas soluciones para las indagaciones que sugieren y,
obviamente, provocan nuevas y desafiantes preguntas. Tal vez sea posible, no obstante,
trazar algunos puntos comunes para la fundamentación de las respuestas. El primero de
ellos se remite a la comprensión de que la sexualidad no es apenas una cuestión personal,
mas es social y política; el segundo es el hecho de que la sexualidad es “aprendida”, o
mejor, es construida, a lo largo de toda la vida, de muchos modos, por todos los sujetos.

COMPONIENDO IDENTIDADES

Muchos consideran que la sexualidad es algo que todos nosotros, hombres y mujeres,
poseemos “naturalmente”. Aceptando esa idea, resulta sin sentido argumentar respecto de
su dimensión social y política o respecto de su carácter construido. La sexualidad sería algo
“dado” por la naturaleza, inherente al ser humano. Tal concepción usualmente se ancla en el
cuerpo y en la suposición de que todos vivimos nuestros cuerpos, universalmente, de la
misma forma. Pero a la vez podemos entender que la sexualidad implica rituales, lenguajes,
fantasías, representaciones, símbolos, convenciones... Procesos profundamente culturales y
plurales. En esa perspectiva nada hay de exclusivamente “natural” en ese terreno,
comenzando por la propia concepción de cuerpo o mismo de naturaleza. A través de
procesos culturales, definimos lo que es – o no- natural; producimos y transformamos la
naturaleza y la biología y, consecuentemente, las tornamos históricas. Los cuerpos ganan
sentido socialmente. La inscripción de los géneros – femenino o masculino- en los cuerpos
es hecha, siempre, en un contexto de una determinada cultura y, por lo tanto, con las
marcas de esa cultura. Las posibilidades de la sexualidad – las formas de expresar los
deseos y placeres- también son siempre socialmente establecidas y codificadas. Las
identidades de género y sexuales son moldeadas por las redes de poder de una sociedad.

La sexualidad, afirma Foucault, es un “dispositivo histórico” (1988). En otras


palabras, esta es una invención social, una vez que se constituye, históricamente, a partir
de múltiples discursos sobre el sexo: discursos que regulan, que normalizan, que instauran
saberes, que producen “verdades”. Su definición de dispositivo sugiere la dirección y el
alcance de nuestra perspectiva:

Un conjunto decididamente heterogéneo que engloba discursos, instituciones,


organizaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas,
enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas (...) lo dicho y lo no

Dispositivo
dicho son elementos del dispositivo. El dispositivo es la red que se puede establecer entre
esos elementos (FOUCAULT, 1993, p244)

Es, entonces, en el ámbito de la cultura y de la historia que se definen las identidades


sociales (todas ellas y no solamente las identidades sexuales y de género, sino también las
identidades de raza, de nacionalidad, de clase, etc.). Esas múltiples y distintas identidades
constituyen a los sujetos, en la medida en que estos son interpelados a partir de diferentes
situaciones, instituciones o agrupamientos sociales. Reconocerse en una identidad supone,
pues, responder afirmativamente a una interpelación y establecer un sentido de pertenencia
a un grupo social de referencia. Nada hay de simple o de estable en ese todo, pues esas
múltiples identidades pueden cobrar, al mismo tiempo, lealtades distintas, divergentes y
hasta contradictorias. Somos sujetos de muchas identidades. Esas múltiples identidades
sociales pueden ser, también, provisoriamente atrayentes y después, nos parecen
descartables; ellas pueden ser, entonces, rechazadas y abandonadas. Somos sujetos de
identidades transitorias y contingentes. Por lo tanto las identidades sexuales y de género
(como todas las identidades sociales) tienen un carácter fragmentado, inestable, histórico y
plural, afirmado por los teóricos y teóricas culturales.

Se admite (aunque con algunas resistencias) que un obrero llegue a transformarse en


un patrón o que una campesina se vuelva empresaria. Representados de formas nuevas, él
o ella probablemente también pasan a percibirse como otros sujetos, con otros intereses y
estilos de vida. Se acepta la transitoriedad o la contingencia de identidades de clase. La
situación se vuelve más complicada si un proceso semejante ocurre con relación a las
identidades de género o sexuales. Una noticia de diarioi puede servir de ejemplo: en una
pequeña ciudad de Alemania, el alcalde, algún tiempo después de electo, asume
públicamente una nueva identidad de género. Ahora se presenta como mujer y comunica su
intención de completar su transformación a través de procesos médicos, especialmente
quirúrgicos. La ciudad inicia un movimiento para destituirlo pues, en opinión de gran parte de
la población, el ahora es “otra” persona. Sus electores se sienten engañados y con derecho
a anular su elección, pues él transgredió una frontera considerada infranqueable y prohibida.
Un cambio que, aparentemente estaría más ligado a su vida personal es cuestionado de
modo radical, suponiéndose que afectará su actividad como gobernante. Curiosamente, no
obstante, no se piensa en destituir a un hombre o una mujer públicos que abandonen sus
ideas o las proposiciones que defendieran y por las cuales fueron electos y se vinculen a
partidos o grupos diametralmente opuestos. Aunque en ese caso los cambios pasan a tener
un efecto mucho más directo e inmediato en la función pública, la cuestión es banalizada.
Cuando una figura destacada asume, públicamente, su condición de gay o lesbiana también
es frecuente que sea vista como protagonista de un fraude, como si ese sujeto hubiese
sometido a los demás a un error, a un engaño. La admisión de una nueva identidad sexual o
de una nueva identidad de género es considerada una alteración esencial, una alteración
que atañe a la esencia del sujeto.

Por la centralidad que la sexualidad adquirió en las modernas sociedades


occidentales, parece difícil entenderla como teniendo las propiedades de fluidez y
inconstancia. Frecuentemente nos presentamos (o nos representamos) a partir de nuestra
identidad de género o nuestra identidad sexual. Esa parece ser, usualmente, la referencia
más “segura” sobre los individuos. Como dice Jeffrey Weeks (1995, p. 89), podemos
reconocer, teóricamente, que nuestros deseos e intereses individuales y nuestras múltiples
pertenencias sociales pueden empujarnos en varias direcciones; no obstante, nosotros
“tememos la incertidumbre, lo desconocido, la amenaza de disolución que implica no tener
una identidad fija”; por eso intentamos fijar una identidad, afirmando que lo que somos ahora
es lo que, en verdad, siempre fuimos. Precisamos de algo que de un fundamento para
nuestras acciones y, entonces, construimos nuestras “narrativas personales”, nuestras
biografías, de una forma que les garantice coherencia. Para Weeks es aquí, justamente, que
el cuerpo se vuelve referencia central:

En un mundo de flujo aparentemente constante, donde los puntos fijos


se están moviendo o disolviéndose, aseguramos lo que nos parece más tangible, la
verdad de nuestras necesidades y deseos corporales (...) El cuerpo es visto como la
corte del juicio final sobre lo que somos o lo que podemos volvernos. ¿Por qué otra
razón estamos tan preocupados en saber si los deseos sexuales, sean hetero u
homosexuales, son innatos o adquiridos? ¿Por qué otra razón estamos tan
preocupados en saber si el comportamiento generificado corresponde a los atributos
físicos? Solo porque todo es tan incierto que precisamos de la sentencia que,
aparentemente, nuestros cuerpos pronuncian. (WEEKS, 1995, p.90-91)

Nuestros cuerpos se constituyen en la referencia que ancla la identidad. Y,


aparentemente, el cuerpo es inequívoco, evidente por sí; en consecuencia, esperamos que
el cuerpo dicte la identidad, sin ambigüedades ni inconsistencias. Aparentemente se deduce
una identidad de género, sexual, o étnica de “marcas” biológicas; el proceso es, no obstante,
mucho más complejo y esa deducción puede ser (y muchas veces lo es) equivocada. Los
cuerpos son significados por la cultura, y son continuamente por ella, alterados. Tal vez nos
debiésemos preguntar, antes que nada, como determinada característica pasó a ser
reconocida (pasó a ser significada) como una “marca” definidora de la identidad; preguntar
también, cuáles son los significados que, en ese momento y en esa cultura están siendo
atribuidos a tal marca o a tal apariencia. Puede ocurrir, además de eso, que los deseos y las
necesidades que alguien experimenta estén en discordancia con la apariencia de su cuerpo.
Weeks (1995) recuerda que el cuerpo es inconstante, que sus necesidades y deseos
cambian. El cuerpo se altera con el pasaje del tiempo, con la enfermedad, con los cambios
de hábitos alimentarios y de vida, con las posibilidades distintas de placer o con las nuevas
formas de intervención médicas y tecnológicas. En los tiempos del SIDA, por ejemplo, la
preocupación con el ejercicio del “sexo seguro” viene sugiriendo nuevos modos de encontrar
placer corporal, alterando prácticas sexuales o produciendo otras formas de relacionarse
entre los sujetos. En este final de milenio, usando la metáfora usada por Donna Harraway
(1991), tendríamos que admitir que muchas fronteras fueron transgredidas: hay ahora
“potentes fusiones y peligrosas posibilidades” que vuelven problemáticos los dualismos de la
mente y el cuerpo, animal y máquina, humano y animal. Los cuerpos no son, pues, tan
evidentes como usualmente pensamos. Tampoco las identidades son una consecuencia
directa de las “evidencias” de los cuerpos.

De cualquier forma, invertimos mucho en los cuerpos. De acuerdo con las más
diversas imposiciones culturales, nosotros los construimos de modo en que se adecuen a
los criterios estéticos, higiénicos, morales, de los grupos a los que pertenecemos. Las
imposiciones de salud, vigor, vitalidad, juventud, belleza, fuerza son también distintamente
significadas, en las más variadas culturas y son también diferentemente atribuidas a los
cuerpos de hombres o de mujeres. A través de muchos procesos, de cuidados físicos,
ejercicios, ropas, aromas, adornos, inscribimos en los cuerpos marcas de identidad y,
consecuentemente, de diferenciación. Entrenamos nuestros sentidos para percibir y
decodificar esas marcas y aprendemos a clasificar los sujetos por las formas como ellos se
presentan corporalmente, por los comportamientos y gestos que emplean y por las varias
formas con que se expresan.
Es fácil concluir que en esos procesos de reconocimiento de las identidades se
inscribe, al mismo tiempo, la atribución de diferencias. Todo eso implica la institución de
desigualdades, de ordenamientos, de jerarquías, y está, sin duda, estrechamente
relacionado con las redes de poder que circulan en una sociedad. El reconocimiento del
“otro”, de aquel o de aquella que no participa de los atributos que poseemos, es hecho a
partir del lugar social que ocupamos. De modo más amplio, las sociedades realizan esos
procesos y, entonces, construyen los contornos demarcadores de las fronteras entre
aquellos que representan la norma (que están en consonancia con sus patrones culturales) y
aquellos que están fuera de ella, en sus márgenes. En nuestra sociedad, la norma que se
establece, históricamente, remite al hombre blanco, heterosexual, de clase media urbana y
cristiano y esa pasa a ser una referencia que no precisa más ser nombrada. Serán los “otros”
sujetos sociales que se tornarán “marcados”, que se definirán y serán denominados a partir
de esa referencia. De esta forma, la mujer es representada como “el segundo sexo” y gays y
lesbianas son descriptos como desviados de la norma heterosexual.

Al clasificar los sujetos, toda sociedad establece divisiones y atribuye rótulos que
pretenden fijar las identidades. Ella define, separa y, de formas sutiles o violentas, también
distingue y discrimina. Tomaz Tadeu da Silva (1998) afirma:

Los diferentes grupos sociales utilizan la representación para forjar


sus identidades y las identidades de los otros grupos sociales. Ella no es, entretanto,
un campo equilibrado de juego. A través de la representación se llevan batallas
decisivas de creación e imposición de significados particulares; ese es un campo
atravesado por relaciones de poder. (...) el poder define la forma como se procesa la
representación; la representación, a su vez, tiene efectos específicos, ligados,
sobretodo, a producción de identidades culturales y sociales, reforzando, así, las
relaciones de poder.

Distintas y divergentes representaciones pueden, pues, circular y producir efectos


sociales. Algunas de ellas, con todo, ganan una visibilidad y una fuerza tan grandes que
dejan de ser percibidas como representaciones y son tomadas como siendo la realidad. Los
grupos sociales que ocupan las posiciones centrales, “normales” (de género, de sexualidad,
de raza, de clase, de religión, etc.) tienen posibilidad no solo de representarse a sí mismos,
sino también de representar a los otros. Ellos hablan por si y también hablan por los “otros”
(y sobre los otros); presentan como patrón su propia estética, su ética o su ciencia y
arrogancia o derecho de representar (por la negación o por la subordinación) las
manifestaciones de los demás grupos. Por todo eso, podemos afirmar que las identidades
sociales y culturales son políticas. Las formas cómo ellas se representan o son
representadas, los significados que atribuyen a sus experiencias y prácticas son siempre
atravesados y marcados por formas de poder. La “política de identidad”, antes referida, gana
sentido en ese contexto, pues, como dice Tomaz T. Silva (1998), es a través de ella que “los
grupos subordinados contestan precisamente la normalidad y la hegemonía” de las
identidades tenidas como “normales”.

Esos mecanismos operan, fuertemente, en el campo de la sexualidad. Aquí, una


forma de sexualidad es generalizada y naturalizada y funciona como referencia para todo el
campo y para todos los sujetos. La heterosexualidad es concebida como “natural” y también
como universal y normal. Aparentemente se supone que todos los sujetos tengan una
inclinación innata para elegir como objeto de su deseo, como compañero de sus afectos y
de sus juegos sexuales a alguien del sexo opuesto. Consecuentemente, las otras formas de
sexualidad son constituidas como antinaturales, peculiares y anormales. Es curioso
observar, no obstante, que esa inclinación, tenida como innata y natural, es blanco de la más
meticulosa, continuada e intensa vigilancia, así como del más diligente investimiento.

EDUCANDO CUERPOS, PRODUCIENDO LA SEXUALIDAD NORMAL

Philip R. D. Corrigan cuenta sus experiencias escolares en un artículo titulado The


making of the boy: meditations on what grammar school did with, to, and for my body (1991).
A través de algunos recuerdos dolorosos, curiosos y profundamente particulares, él describe
un proceso de escolarización del cuerpo y la producción de una masculinidad, demostrando
cómo la escuela practica la pedagogía de la sexualidad, el disciplinamiento de los cuerpos.
Tal pedagogía es muchas veces sutil y discreta, continua, más, casi siempre, eficiente y
duradera. El artículo provocó mis propios recuerdos escolares. Estos son, en muchos
aspectos, extremadamente distintos de los de él, pero también presentan algunos puntos en
común.

Corrigan (1991, p. 200) destaca su entrada en una gran escuela particular inglesa:
“el primer día quedó impreso con horror para el resto de mi vida” dice él, “las reglas de Askee
(el nombre de la escuela) permitían – para bien producir al niño- formas legitimadas de
violencia ejercidas por algunos muchachos (senior o mayores sobre algunos aspectos) sobre
los “nuevos”. Conforme él cuenta, la “producción del niño” era un proyecto amplio, integral,
que se desdoblaba en innumerables situaciones y que tenía como blanco una determinada
forma de masculinidad. Era una masculinidad dura, forjada en el deporte, en la competición y
en una violencia consentida. En la percepción de Corrigan, todas las embestidas eran
hechas en el cuerpo y sobre el cuerpo. En las escuelas, según él (p. 210), los cuerpos son
enseñados, disciplinados, medidos, evaluados, examinados, aprobados (o no),
categorizados, injuriados, amasados, consentidos...” el pasaje por la adolescencia, en una
rígida escuela inglesa, dejaría para siempre marcas en su cuerpo.

Mis recuerdos escolares parecen menos duros. Mas hoy tengo conciencia de que la
escuela también dejó marcas expresivas en mi cuerpo y me enseñó a usarlo de una
determinada manera. En una escuela pública brasileña predominantemente femenina los
métodos fueron otros, los resultados pretendidos eran obedecer, pedir permiso, pedir
disculpas. Ciertamente también nos enseñaron, como a Corrigan, las ciencias, las letras,
las artes que deberíamos manejar para sobrevivir socialmente. Mas esas informaciones y
habilidades fueron transmitidas y atravesadas por sutiles y profundas imposiciones físicas.
Jóvenes escolarizados, aprendimos, tanto él como yo, a soportar el cansancio y a prestar
atención a lo que profesores y profesoras decían; a utilizar códigos para debatir, persuadir,
vencer; a emplear los gestos y los comportamientos adecuados y distintivos de aquellas
instituciones. Los propósitos de esas embestidas escolares eran la producción de un hombre
y de una mujer “civilizados”, capaces de vivir en coherencia y adecuación a las sociedades
inglesa y brasilera, respectivamente.

La acción pedagógica más explícita, aquella que llena las páginas de los
planeamientos y de los relatos educacionales, se volcaba, muy probablemente, a la
descripción en detalles de las características que constituían la calificación “civilizado”, o sea,
se dirigía de forma manifiesta hacia los atributos lógicos e intelectuales que, supuestamente,
serían adquiridos en la escuela, a través de prácticas de enseñanza específicas. La
embestida más profunda, con todo, la embestida de base de la escolarización se dirigía a
discernir y decidir cuánto cada niño o niña, cada adolescente y joven se estaba aproximando
o apartando de la “norma” deseada. Por eso, posiblemente, las marcas más permanentes
que atribuimos a las escuelas no se refieren a los contenidos pragmáticos que ellas pueden
habernos presentado, pero sí se refieren a situaciones del día-a-día, a experiencias
comunes o extraordinarias que vivimos en su interior, con compañeros, con profesores, con
profesoras. Las marcas que nos hacen recordar, aún hoy, de esas instituciones tienen que
ver con las formas cómo construimos nuestras identidades sociales, especialmente nuestra
identidad de género y sexual. Uno de mis recuerdos más fuertes y recurrentes al respecto
de mi vida descolar está ligado a la importancia que era atribuida a aquella escuela como
“escuela modelo”. Era parte de esa representación una ingeniosa combinación de tradición
y modernidad, en que el peso de la tradición prevalecía, seguramente. De algún modo
parecía que nos cabía a los estudiantes cargar el peso de aquella institución. Tal vez se
esperaba que nosotros fuésemos, también, una especie de estudiante “modelo”. Me acuerdo
de oír siempre el mensaje de que, vestidas con el uniforme de la escuela, nosotros ¡“éramos
la escuela”! Eso implicaba la obligación de mantener un comportamiento “adecuado”,
respetuoso y apropiado, en cualquier lugar, en cualquier momento. El uniforme era al mismo
tiempo codiciado por ser distintivo de la institución y desvirtuado por pequeñas
transgresiones. La falda, mantenida en un largo “decente” en el interior de la escuela, era
suspendida al salir de allí, enrollada en la cintura de forma de conseguir un estilo “mini”, más
condicente con la moda; el lazo bajaba (del botón más alto de la blusa contiguo del cuello
donde debería estar) algunos centímetros, de forma de proporcionar un escote más
atrayente (el número de botones dependía de la osadía de cada una). Esas subversiones,
cuando eran descubiertas por alguna funcionaria o profesora de la escuela, en cualquier
lugar de la ciudad, eran blanco de reprensiones individuales o colectivas, particulares o
comunicadas a los padres y madres, etc. (¡El mirar panóptico va mucho más allá de las
fronteras del predio escolar!) La preocupación con el uniforme, defendida por la escuela
como una forma de democratizar los trajes de las estudiantes y ahorrar gastos en ropas, era
reiterada cotidianamente, con implicaciones que transitaban por los terrenos de la higiene,
de la estética y de la moral. A pesar de sometidas a su uso obligatorio, la mayoría de
nosotros trataba de introducir alguna marca personal que pudiese afirmar “esta soy yo”.
Adolescentes, estábamos cada vez más conscientes de que podíamos inscribir en nuestros
cuerpos indicaciones del tipo de mujer que éramos o que deseábamos ser. El cine, la
televisión, las revistas, las publicidades (que también ejercían su pedagogía)nos parecían
guías más confiables para decir como era una mujer deseable e intentábamos, en cuanto
era posible, aproximarnos a esas representaciones. La escuela, por su lado, pretendía
desviar nuestros intereses para otros asuntos, postergando a cualquier precio, la atención
sobre la sexualidad.
No hablar de eso
Esa des-sexualización del espacio escolar alcanzaba también a nuestras profesoras y
profesores. Al leer el libro de Debbie Epstein y Richard Jonson, Schooling sexualities (1998),
me encontré con una situación muy semejante a la que existía en mi antigua escuela.
Relatando una investigación en una institución inglesa actual, ellos así describen una
asamblea escolar:

Los profesores y profesoras llegan con sus formularios y toman sus lugares a lo largo
de las paredes del hall (a diferencia de las niñas, ellos/ as no temen que sentarse con
las piernas cruzadas en el suelo) ... observan las estudiantes con un mirar disciplinar.
Ellos y ellas también visten una especie de uniforme. Los pocos hombres traen
pantalones ceniza de franela u camisa de colores lisos con una corbata y una chaqueta
(pero no un piloto). Las mujeres se visten de colores variados, más de estilos
semejantes. Están vestidas a modo de parecer “respetables”. Calzan zapatos
prácticos, pero no muy femeninos. No hay tacos altos, ni botas aquí. Al revés de eso,
zapatos bajos y o de tacos moderados. No hay ninguna “última moda”, ningún
indicativo de heterosexualidad, gay o lésbico, entre los profesores y profesoras
(EPSTEIN Y JOHNSON, 1998, P.111)

Las mujeres que habitan mis memorias escolares también se asemejan a ese cuadro,
con un agravante para mi (o nuestro) mirar juvenil: un número significativo de ellas era
¡“solterona”! La palabra tenía un peso muy fuerte, en los años sesenta. Representaba no
solamente una mujer que no era casada, sino una mujer virgen, que no había sido tocada.
La atmósfera religiosa que cercaba la vida escolar acentuaba su representación discreta y
austera y varios otros indicios nos señalizaban que esas eran mujeres solas. Sobre algunas
de ellas circulaban historias de novios que habían muerto antes del casamiento y eso
explicaba porque ellas se vestían constantemente de luto, sin cualquier rasgo de maquillaje.
Recuerdo que era un tema corriente de nuestras conversaciones: imaginábamos cómo
vivían y creábamos apellidos y códigos que nos permitieran hablar de ellas en clave, solo
comprensible para quien perteneciera a nuestro grupo. ¿Quién desearía parecerse a ellas?
La figura era, ciertamente, muy poco atrayente para nosotras, reforzada, sin embargo, por la
representación social de la profesora solterona. ¿Cómo transformar entonces al magisterio
en una opción seductora, en una escuela que, al fin y al cabo, pretendía formar profesoras?
¿En qué medida decidir por esa profesión nos obligaría a corregir alguno de esos vestigios?
¿Cómo subvertir todo eso? Las pocas profesoras más jóvenes o casadas (preferentemente
las que tenían los dos atributos) ganaban, generalmente, nuestra admiración. Ellas avivaban
otra representación del magisterio (y, principalmente, de mujer) que nos parecía más
“moderna”.

No pretendo atribuir a la escuela ni el poder ni la responsabilidad de explicar las


identidades sociales, mucho menos de determinarlas definitivamente. Es preciso reconocer,
sin embargo que sus proposiciones, sus imposiciones y prohibiciones hacen sentido, tienen
“efectos de verdad”, constituyen parte significativa de las historias personales. Es verdad que
muchos individuos no pasan por la institución escolar y que esa institución, resguardadas
algunas características comunes, es diferenciada internamente. Las sociedades urbanas, en
tanto, todavía apuestan mucho a la escuela, creando mecanismos legales y morales para
obligar a que todos envíen sus hijos e hijas a la institución y que allí permanezcan unos
años. Esas imposiciones, aún cuando no realizadas, tienen consecuencias. Al final, pasar o
no por la escuela, mucho o poco tiempo, es una de las distinciones sociales. Los cuerpos de
los individuos deben, pues, presentar marcas visibles de ese proceso; marcas que al ser
valoradas por esas sociedades, vuélvense referencia para todos.

Un cuerpo escolarizado es capaz de estar sentado por muchas horas y tiene,


probablemente, la habilidad de expresar gestos o comportamientos indicativos de interés y
de atención, aunque sean falsos. Un cuerpo disciplinado por la escuela es entrenado en el
silencio y en un determinado modelo de habla; concibe y usa el tiempo y el espacio de una
forma particular. Manos, ojos y oídos están adiestrados para tareas intelectuales, más
posiblemente desatentos o torpes para otras tantas.

En la investigación de una escuela religiosa masculina (LOURO, 1995), oí los


recuerdos de un hombre sobre su pasado escolar:

...una cosa que fue impresa en mí allí, fue primero pensar y después hablar. El control,
el autocontrol emocional... controlarse para no explotar era una cosa en que ellos
insistían mucho, porque nuestros modelos eran siempre los santos. Entonces recuerdo
una cosa que yo ejercitaba y que fue una cosa que ellos imprimieron en mí... ¿cómo es
que tu puedes tener autocontrol? Es aquella historia: tu cuentas hasta 10 antes de
estallar, ¿no es así? (...) entonces, si yo llegaba loco a casa para contar alguna cosa,
yo debía primero, “asegurarme” un poco. (¡Contar hasta 10 antes de contar lo que tu
quieres contar!) Yo me aseguraba, me aseguraba, me aseguraba y ahí, después, yo
contaba. Yo entrenaba en eso, ¡era un ejercicio! Aquello fue una cosa que caló en mí y
hecho que fue impreso en mí hasta hoy... Hoy soy una persona así, muy controlada...
Claro que yo también tengo mis explosiones como todo el mundo, mas, de modo
general, yo aprendí a controlarme y aprendí primero a oir y después a hablar... (A.,
testimonio, 1995)

Las tecnologías utilizadas por la escuela alcanzan, aquí, el resultado pretendido: al


autodisciplinamiento, el investimiento continuado y autónomo del sujeto sobre sí mismo.
Con la cautela que deben tener todas las afirmaciones pretendidamente generales, es
posible decir que la masculinidad forjada en esa institución privada ansiaba un hombre
controlado, capaz de evitar “explosiones” o manifestaciones impulsivas y arrebatadas. El
hombre “de verdad”, en ese caso, debería ser prudente, probablemente contenido en la
expresión de sus sentimientos. Consecuentemente, podemos suponer que la expresión de
emociones y arrebatos serían considerados, en contraposición, características femeninas.

Algunos estudios afirman que son comunes, entre muchachos y hombres, en muchas
sociedades, los tabúes sobre la expresión de los sentimientos, el culto a una especie de
“insensibilidad’ o dureza. En sus relaciones de amistad, pueden ser acentuadas la
camaradería y la lealtad, mientras que, son más o menos frecuentes los obstáculos
culturales a la intimidad y al cambio de confidencias entre ellos. (KIMMEL Y MESSNER,
1992). Ciertamente esos no deben ser considerados “atributos” masculinos (lo que sería
propio de una argumentación esencialista) y, en verdad, innumerables situaciones atestiguan
lazos muy estrechos de amistad entre niños, jóvenes y hombres adultos (MORREL, 1994)
La competencia es frecuentemente enfatizada en la formación masculina, pero parece
dificultar que niños y jóvenes “se abran” con sus compañeros, exponiendo sus dificultades y
flaquezas. Para un muchacho (más que para una muchacha) volverse un adulto bien hecho
implica vencer, ser mejor o, por lo menos, ser “muy bien” en algún área. El camino más
obvio, para muchos, es el deporte (en el caso brasileño, el fútbol), usualmente también
agregado como un interés masculino “obligatorio”.

Para construir un cuerpo victorioso, en el deporte, se ponen en acción técnicas,


ejercicios, adiestramientos, disputas, enfrentamientos. Tal vez por eso el mismo hombre que
me contó sus memorias escolares responsabilizó a su cuerpo por su vocación intelectual. En
el correr de la larga entrevista que tuvimos, el repitió, varias veces, que “era menudo”, que
tenía un cuerpo “frágil”, poco adecuado para el deporte. Su escuela, como gran parte de las
escuelas masculinas, enfatizabas en el deporte y, en este terreno, sus chances de suceso
parecían pequeñas. Él “escogió” entonces investir en el campo intelectual. Allí estaba su
oportunidad de vencer y de tornarse el mejor. Por ser “menudo” él también usó “pantalones
cortos’ por mucho tiempo ( “al final era más barato, pues gastaba menos tela y aunque
raspase las rodillas no rasgaba el pantalón”). La situación, que persistió aún cuando él ya
estaba más “adelantado”, lo dejaba “loco de vergüenza”, pues remata: “¡todos usaban
pantalón largo, menos yo!”. El cuerpo parecía mantenerlo niño cuando ya era un
adolescente, perjudicando su embate con los compañeros de su edad.

Para Foucault (1993, p.146), “el dominio y la conciencia de su propio cuerpo sólo
pudieron ser adquiridos por el efecto del investimiento del cuerpo por el poder: la gimnasia,
los ejercicios, el desenvolvimiento muscular, la desnudez, la exaltación del bello cuerpo”.
Históricamente, los sujetos tórnanse concientes de sus cuerpos en la medida en que hay una
investidura disciplinar sobre ellos. Cuando el poder es ejercido sobre nuestro cuerpo”
emerge inevitablemente la reivindicación del propio cuerpo contra el poder” (FOUCAULT,
1993, p.146) Buscamos, todos, formas de respuesta, de resistencia, de transformación o de
No entendí subversión para las imposiciones y las investiduras disciplinares hechos sobre nuestros
Siempre
cuerpos.
nos
revelamos?
En un cuerpo de niña, es un evento marcante la llegada de la primera menstruación.
La primera menstruación está cargada de sentidos, que (más de una vez) son distintos
según las culturas y la historia. Joan Brumberg (1998) escribió una “historia íntima de las
muchachas americanas”, donde demuestra las profundas transformaciones que fueron
vividas por las adolescentes, en el trato y en la producción de su cuerpo, en los últimos
siglos. La primera menstruación pasó, en este período, de tema privado a público
(volviéndose un interés del mercado); el momento, antes tratado fundamentalmente en el
marco del “pasaje” de la infancia a la vida adulta, era vinculado estrecha y directamente a la
sexualidad y la capacidad reproductiva de las mujeres; más tarde, con el advenimiento de los
absorbentes y de otros productos industrializados y con la medicalización de la
menstruación, de cierta forma esas cuestiones fueron secundarizadas y ganaron mayor
importancia la higiene y la protección del cuerpo, la limpieza y la apariencia. La expectativa y
la ansiedad por la primera menstruación, la comparación con sus compañeras de la escuela
están entre los recuerdos significativos de muchas de nosotras. ¡Cómo deseábamos
participar de las ruedas de conversación sobre las minucias de esos períodos! Ellas servían,
de cierto modo, para hacer una separación entre quienes eran niñas y aquellas que ya eran
“muchachas”. Esas conversaciones representaban, casi siempre, la puerta de entrada para
muchas otras confidencias y discusiones sobre la sexualidad y se constituían en un espacio
privilegiado para la construcción de saberes sobre nuestros cuerpos y deseos. En la lectura
de diarios de jóvenes de muy distintas generaciones (según la investigación de Joan
Brumberg), son notables los cambios en la forma de registro de ese momento, en el tipo de
lenguaje utilizado para hacer referencias al cuerpo y a la sexualidad. Difiere también el
apego a la madre, a otras mujeres, a amigas o, más recientemente, la búsqueda del
supermercado más próximo para adquirir el absorbente. La reclusión y la inmovilidad de
tiempos antiguos son sustituidas por el estímulo a las actividades de higiene de los tiempos
actuales. La extensa enumeración de cólicos, dolores de cabeza y cuidados parece poco
adecuada para el modelo de mujer dinámica vendido por la publicidad. Mientras, en nuestra
cultura, para muchas mujeres adultas, no es posible olvidar las antiguas recomendaciones;
recomendaciones que llegaban hasta a impedir “lavar la cabeza” o “tomar baño frío” durante
el período menstrual. En las escuelas, esa era una justificación aceptada para dispensar de
las aulas de educación física y muchas jóvenes hacían uso de ese expediente todos los
meses, pues, al final, es esos días estaban “dolientes”. Las profesoras también tenían
derecho a faltas mensualmente justificadas, supuestamente debido al hecho de que sus
condiciones para dar clases “en aquellos días” podían no ser adecuadas.

Todas esas prácticas y lenguajes constituían y constituyen sujetos femeninos y


masculinos; fueron – y son- productoras de “marcas”. Hombres y mujeres adultos cuentan
cómo determinados comportamientos o modos de ser parecen haber sido “grabados” en sus
historias personales. Para que se efectivicen esas marcas, familia, escuela, iglesia, ley
participan de esa producción. Todas esas instancias realizan una pedagogía, hacen un
investimiento que, frecuentemente, parece de forma articulada, reiterando identidades y
prácticas hegemónicas en cuanto subordina, niega o rechaza otras identidades y prácticas;
otras veces, igualmente, esas instancias disponen representaciones divergentes,
alternativas, contradictorias. La producción de sujetos es un proceso plural y también
permanente. Ese no es, entonces, un proceso del que los sujetos participen como meros
receptores, atacados por instancias externas y manipulados por estrategias ajenas. Al revés
de eso, los sujetos están implicados y son participantes activos de la construcción de sus
identidades. Si múltiples instancias sociales, entre ellas la escuela, ejercitan una pedagogía
de la sexualidad y del género y colocan en acción varias tecnologías de gobierno, esos
procesos prosiguen y se complementan a través de tecnologías de autogobierno y
autodisciplinamiento que los sujetos ejercen sobre sí mismos. En la constitución de mujeres
y hombres, aunque no siempre en forma evidente y conciente, hay un investimiento
continuado y productivo de los propios sujetos en la determinación de sus formas de ser o
“modos de vivir” su sexualidad y su género.

A pesar de todas las oscilaciones, contradicciones y fragilidades que marcan esta


investidura cultural, la sociedad busca, intencionalmente, a través de múltiples estrategias y
tácticas, “fijar’ una identidad masculina o femenina “normal” y duradera. Ese intento articula,
entonces, las identidades de género “normales” a un único modelo de identidad sexual: la
identidad heterosexual (LOURO, 1997, 1998). En ese proceso, la escuela tiene una tarea
bastante importante y difícil. Ella precisa equilibrarse sobre un hilo muy tenue: de un lado,
incentivar la sexualidad “normal’ y, de otro, simultáneamente, contenerla. Un hombre o una
mujer “de verdad” deberá ser, necesariamente, heterosexual o será estimulado para eso.
Mas la sexualidad deberá ser dejada para más tarde, para después de la escuela, par ala
vida adulta. Es preciso mantener la ‘inocencia” y la “pureza” de los niños ( y, si es posible, de
los adolescentes), aunque eso implique un silenciamiento y una negación de la curiosidad y
de los saberes infantiles y juveniles sobre las identidades, las fantasías y las prácticas
sexuales. Aquellos y aquellas que se atreven a expresar, de forma más evidente, su
sexualidad son blanco inmediato de redoblada vigilancia, quedan “marcados”, como figuras
que se desvían de lo esperado, por adoptar actitudes o comportamientos que no se condicen
con el espacio escolar. De algún modo son individuos “corrompidos” que hacen la
contraposición de la niñez inocente y pura. Debbie Epstein y Richard Johnson (1998, p. 119)
se refieren a una situación de esas, no por casualidad teniendo como objeto una muchacha,
cuya apariencia es considerada precozmente sensual en el contexto de la institución
investigada. Siguiendo a los investigadores, ella es “sexualizada como parte del proceso de
des-sexualización de la escuela”. Algunos individuos, especialmente muchachas, dicen ellos,
vuélvense “individuos míticos” y pueden “cargar la sexualidad negada (o reprimida) que está
presente/ ausente por todas partes en la escuela”. Esa muchacha es, entonces, vista como
un “caso triste” y, curiosamente, al mismo tiempo en que la institución la considera una
victima”, la trata como “culpable”. Al ser estigmatizada, ella ejerce, sobre todos, una especie
de fascinación. “Constituyéndola como lo “otro”, ellos (profesores, profesoras, dirección)
también la constituyen como un objeto de deseo” (EPSTEIN Y JOHNSON, 1998, P.120)

La evidencia de la sexualidad en los medios, en las ropas, en los shoppings, en las


músicas, en los programas de T.V. y en otras múltiples situaciones experimentadas por los
niños, niñas y adolescentes viene alimentando lo que algunos llaman “pánico moral”. En el
centro de las preocupaciones están los pequeños. Paradójicamente, los niños y niñas son
amenazados por todo eso y, al mismo tiempo, considerados muy “sabios” y entonces
“peligrosos”, pues pasan a conocer y a hacer, muy temprano, cosas demás. Para muchos,
ellos no son, desde un punto de vista sexual, “suficientemente infantiles’ (EPSTEIN Y
JOHNSON, 1998, P.120).

Se redoble o se renueva la vigilancia sobre la sexualidad, mas esa vigilancia no


sofoca la curiosidad y el interés, consiguiendo, apenas, limitar su manifestación
desembarazada y su franca expresión. Las preguntas y las fantasías, las dudas y la
experimentación del placer son remitidas a lo secreto y lo privado. A través de múltiples
estrategias de disciplinamiento, aprendemos la vergüenza y la culpa; experimentamos la
censura y el control. Acreditando que las cuestiones de la sexualidad son asuntos privados,
dejamos de percibir su dimensión social y política.

Las cosas se complican aún mas para aquellos y aquellas que se perciben con
intereses o deseos distintos de la norma heterosexual. A ellos les quedan pocas alternativas:
el silencio, el disimulo, o la segregación. La producción de la heterosexualidad es
acompañada por el rechazo a la homosexualidad. Un rechazo que se expresa, muchas
veces, como declarada homofobia.

Ese sentimiento, experimentado por mujeres y hombres, parece ser más fuertemente
inculcado en la producción de la identidad masculina. En nuestra cultura, la manifestación de
la afectividad entre hombres es blanco de una vigilancia mucho más intensa que entre las
muchachas y mujeres. De modo especial, las expresiones físicas de amistad y de afecto
entre hombres son controladas, casi impedidas, en muchas situaciones sociales.
Evidentemente ellas son claramente codificadas y, como cualquier otra práctica social, están
en continua transformación.

Mairtín Mac an Ghaill (1994, p.1) cuenta una experiencia que tuvo cuando era
profesor de una escuela secundaria inglesa. Un alumno, enseguida después de saber que
había pasado en los exámenes, entregó a Mairtín , en el patio de la escuela, un ramo de
flores. Rápidamente el hecho se expandió y profesores y estudiantes pasaron a referirse a
la situación a través de bromas heterosexistas. En consecuencia, el estudiante se acabó
envolviendo en una disputa para “defenderse” y el director llamó al profesor a su sala. Allí,
cuenta Mairtín,

...él me informó que yo había ido demasiado lejos esa vez. Cuando comencé a
defenderme, diciendo que no podía ser responsabilizado por la pelea, el director me
interrumpió, preguntando sobre qué estaba yo hablando. Inmediatamente me di
cuenta del significado simbólico de lo que pasó en el patio: el cambio de flores entre
dos hombres era institucionalmente mucho más amenazante que la violencia física de
una lucha masculina.

La homofobia funciona como un importante obstáculo a la expresión de intimidad


entre hombres. Es preciso ser cautelosos y mantener la camaradería dentro de sus límites,
empleando apenas gestos y comportamientos autorizados para el “macho”. En el caso
relatado por Mairtín Mac an Ghaill se adicionaba, además, una dimensión racial al episodio:
en esta escuela, donde los profesores eran predominantemente blancos, los jóvenes y
hombres musulmanes eran percibidos como siendo “intrínsecamente más sexistas” y, así,
los profesores quedaron “confusos”, según dice el autor, cuando vieron a un joven musulmán
entregar flores a su profesor.

Aunque la homofobia sea muchas veces evidente en nuestra sociedad, eso no impide
que, en innumerables situaciones y en distintas edades, niños y hombres constituyan grupos
extremadamente cerrados y los vivían de forma muy intensa. Equipos de fútbol, parcelas de
campamentos, cacerías y pescas, ruedas de tragos o de juegos de cartas y billar se
constituyen, frecuentemente, en reductos exclusivamente masculinos en los cuales la
presencia de mujeres no es admitida. En esas fraternidades son vividas, muchas veces,
situaciones en que los cuerpos pueden ser comparados, admirados y tocados, de formas
“justificadas’ y “legítimas”. En los baños y vestuarios escolares, los jóvenes aprenden, desde
temprano, a convivir con la desnudez colectiva. Lo mismo no sucede con las muchachas, en
situaciones semejantes. Aunque, actualmente, sean notables las transformaciones en el
comportamiento de niñas y jóvenes mujeres (y la desnudes entre ellas más visible y común),
la arquitectura de escuelas y clubes usualmente todavía prevé, en los sectores femeninos,
cabinas o biombos para garantizar la privacidad.

Niños y niñas aprenden, también desde muy temprano, chistes y bromas, apodos y
gestos para dirigir a aquellos y aquellas que no se ajustan a los patrones de género y de
sexualidad admitidos en la cultura en que viven.

En su libro Prácticamente normal. Una discusión sobre el homosexualismo, Andrew


Sullivan (1996) habla de la historia de su “misterio”, de las innumerables situaciones que les
enseñaron la necesidad de esconder, desde chico, sus deseos e intereses. El cuenta como
aprendió, también a hacer bromas sobre homosexuales, “a mover las palancas sociales de la
hostilidad contra la homosexualidad antes aún de tener la más vaga noción acerca de lo que
ellas se referían” (p.15)

Consentida y enseñada en la escuela, la homofobia se expresa por el desprecio, por


el distanciamiento, por la imposición del ridículo. Como si la homosexualidad fuese
“contagiosa’, se crea una gran resistencia en demostrar simpatía para con los sujetos
homosexuales: la aproximación puede ser interpretada como una adhesión a tal práctica o
identidad. El resultado es, muchas veces, lo que Peter McLaren (1995) llamó de un apartheid
sexual, esto es, una segregación que es promovida tanto por aquellos que se quieren apartar
de los homosexuales como por los/as propios/as.

La mayor visibilidad de gays y lesbianas, bien como una expresión pública de los
movimientos sexuales, coloca, hoy, esas cuestiones en nuevas bases: por un lado, en
determinados círculos, son abandonadas las formas de desprecio y de rechazo e
incorporados algunos trazos de comportamiento, estilo de vida, moda, ropas o adornos
característicos de los grupos homosexuales; por otro lado, esa misma visibilidad ha
estimulado las manifestaciones antigays y antilésbicas, estimulando la organización de
grupos hiper-masculinos (generalmente violentos) y provocado un fortalecimiento de
campañas conservadoras de todo orden.

De modo general, salvo raras excepciones, al o a la homosexual admitido/a es aquel


o aquella que disfraza su condición, “el/a evidente”. De acuerdo con la concepción liberal de
que la sexualidad es una cuestión absolutamente privada, algunos se permiten aceptar
“otras” identidades o prácticas sexuales mientras permanezcan en secreto y sean vividas
apenas en la intimidad. Lo que efectivamente incomoda es la manifestación abierta y pública
de sujetos y prácticas no- heterosexuales. Revistas, moda, bares, películas, música,
literatura, en fin, todas las formas de expresión social que vuelven visibles las sexualidades
no- legítimas son objeto de críticas, más o menos intensas, o son motivo de escándalo. En la
política de identidad que actualmente vivimos, precisamente esas formas y espacios de
expresión, pasarían a ser utilizados como señalizadores evidentes y públicos de los grupos
sexuales subordinados. Allí se lleva una lucha para expresar una estética, una ética, un
modo de vida que no quiere ser “alternativo’ (en el sentido de ser “lo otro”), sino que
pretende, simplemente, existir pública y abiertamente, como los demás.

Richard Johnson (1996, p.176), siguiendo a Eve Sedgwick, habla del closet (esa
forma escondida y “secreta” de vivir la sexualidad no hegemónica) entendiéndolo como una
“epistemología”, o sea, como “un modo de organizar el conocimiento/ ignorancia”.
Analizando como esa epistemología ha marcado nuestras concepciones de sexualidad, él se
refiere al conjunto de posiciones binarias con que operamos, especialmente en las escuelas,
y cita los siguientes pares: “homosexual/ heterosexual; femenino /masculino; privado/
público; secreto/ revelación; ignorancia/ conocimiento; inocencia/ iniciación”. Su
argumentación agrega además una dicotomía: closeting/ educación (lo que tal vez pueda ser
traducido como secreto/ educación) para discutir en cuanto las escuelas – que
supuestamente deben ser un lugar para el conocimiento- son, en lo referente a la sexualidad,
un lugar de ocultamiento. La escuela es, sin duda, uno de los espacios más difíciles para
que alguien asuma su condición de homosexual o bisexual. Con la suposición de que sólo
puede haber un tipo de deseo sexual y que ese tipo- innato a todos- debe tener como
blanco un individuo del sexo opuesto, la escuela niega e ignora la homosexualidad
(probablemente niega porque ignora) y, de esta forma, ofrece muy pocas oportunidades para
que adolescentes o adultos asuman, sin culpa o vergüenza, sus deseos. El lugar del
conocimiento se mantiene, con relación a la sexualidad, como el lugar del desconocimiento y
la ignorancia.

Las memorias y las prácticas actuales pueden contarnos de la producción de los


cuerpos y de la construcción de un lenguaje de la sexualidad; ellas nos apuntan las
estrategias y las tácticas constituyentes de las identidades sexuales y de género. En la
escuela, por la afirmación o por el silenciamiento, en los espacios reconocidos y públicos o
en los rincones escondidos y privados, es ejercida una pedagogía de la sexualidad,
legitimando determinadas identidades y práctica sexuales, reprimiendo y marginando otras.
Muchas otras instancias sociales, como los medios, la iglesia, la justicia, etc. también
practican tal pedagogía, sea coincidiendo en la legitimación y negación de sujetos, sea
produciendo discursos disonantes y contradictorios.

Gradualmente se va tornando visible y perceptible la afirmación de las identidades


históricamente subyugadas en nuestra sociedad. Mas esa visibilidad no se ejerce sin
dificultades. Para aquellos y aquellas que se reconocen en ese lugar, “asumir” la condición
de homosexual o de bisexual es un acto político y, en las actuales condiciones, un acto que
todavía puede costar un alto precio de estigmatización.

Curiosamente, no obstante, las instituciones y los individuos precisan de ese ‘otro”.


Precisan de la identidad subyugada para afirmarse y para definirse, pues su afirmación se da
en la medida en que la contrarían y la rechazan. Así, podemos comprender porque las
identidades sexuales “alternativas”, aún cuando excluidas o negadas, permanecen activas (y
necesarias); ellas se constituyen en una referencia para la identidad heterosexual; delante
de ellas y en contraposición a ellas la identidad hegemónica se declara y se sustenta.

Por otro lado, en la medida en que varias identidades – gays, lésbicas, queers,
bisexuales, transexuales, travestis- emergen públicamente, ellas también acaban por
evidenciar, de forma muy concreta, la inestabilidad y la fluidez de las identidades sexuales. Y
eso es percibido como muy desestabilizador y “peligroso”. La sexualidad “es tejida en la red
de todos las pertenencias sociales que abrazamos”, como recuerda Weeks (1995, p.88) ella
no puede ser comprendida de forma aislada. Nuestras identidades de raza, género, clase,
generación o nacionalidad están imbricadas con nuestra identidad sexual y esos varios
marcadores sociales interfieren en la forma de vivir la identidad sexual; ellos son, por tanto,
perturbados o alcanzados, también por las transformaciones y subversiones de la
sexualidad. Tenemos, pues, que acordar con la afirmación de Weeks de que la emergencia
de esas “identidades sexuales de oposición” (como él las denomina) “coloca en cuestión la
rigidez de las identidades heredadas de todos los tipos, no sólo sexual”. Para los grupos
conservadores todo eso parece muy subversivo y amenaza alcanzar y pervertir, también,
conceptos, valores y “modos de vida’ ligados a las identidades nacionales, étnicas,
religiosas, de clase. Para los grupos que están comprometidos con el cambio sexual también
son desafíos, como recuerda Weeks, en la medida en que esas identidades de oposición
provocan para el movimiento constante. ¿Cómo articular entonces las luchas? ¿Cómo fijar
los puntos comunes? Los sujetos deslizan y escapan de las clasificaciones en que ansiamos
localizarlos. Se multiplican las categorías sexuales, se borran las fronteras y, para aquellos
que operan con dicotomías y demarcaciones bien definidas, esa pluralización y ambigüedad
abre un abanico demasiado amplio de convenios sociales.

Los discursos sobre la sexualidad evidentemente continúan modificándose y


multiplicándose. Otras respuestas y resistencias, nuevos tipos de intervención social y
política son inventados. Actualmente, renovándose los aspectos conservadores, buscando
formas nuevas, seductoras y eficientes de interpelar a los sujetos (especialmente a la
juventud) y encajarlos activamente en la recuperación de valores y de prácticas tradicionales.
Esos discursos no son, obviamente, absolutos ni únicos, muy por el contrario, ahora más que
antes, otros discursos emergen y buscan imponerse; se establecen controversias y
contestaciones, se afirman política y públicamente identidades silenciadas y sexualmente
marginadas. Aprendemos, todos, en medio de (y con) esas disputas.

Cuestionado sobre su Historia de la sexualidad, Foucault responde, cierta vez, que


no pretendía escribir una arqueología de las fantasías sexuales, sino una arqueología del
discurso sobre la sexualidad y que ese discurso era “una relación entre lo que hacemos, lo
que estamos obligados a hacer, lo que está permitido hacer, lo que está prohibido hacer en
el campo de la sexualidad; y lo que está prohibido, permitido, o es obligatorio decir sobre
nuestro comportamiento sexual’(FOUCAULT, 1996, P.91). Fue de eso que procuré tratar
aquí: de las formas y de las instancias donde aprendemos ese discurso, de nuestra
apropiación y uso de un lenguaje de la sexualidad que nos dice, aquí, ahora, sobre lo que
hablar y sobre lo que silenciar, lo que mostrar y lo que esconder, quien puede hablar y quién
debe ser silenciado. Procuré mostrar, también, que podemos (y debemos) dudar de esas
verdades y certezas sobre los cuerpos y la sexualidad, que vale la pena poner en cuestión
las formas como ellos suelen ser pensados y las formas como identidades y prácticas han
sido consagradas o marginadas. Al hacer la historia o las historias de esa pedagogía tal vez
nos volvamos más capaces de desordenarla, de reinventarla y de volverla plural.

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