3 López Louro, G. - Pedagogías de La Sexualidad
3 López Louro, G. - Pedagogías de La Sexualidad
3 López Louro, G. - Pedagogías de La Sexualidad
PEDAGOGÍAS DE LA SEXUALIDAD1
Cuando era una mujer joven, sabía que la sexualidad era un asunto privado, una
cosa de la que debería hablar solamente con alguien muy íntimo y, preferentemente de
forma reservada. La sexualidad - o el sexo, como se decía- parecía no tener ninguna
dimensión social; era un asunto personal y particular que, eventualmente, se confiaba a una
sexualidad
tabu amiga próxima. “Vivir” plenamente la sexualidad era, en principio, una prerrogativa de la vida
adulta, a ser practicada con un compañero del sexo opuesto. Pero, hasta llegar ese
momento, ¿qué se hacía?. ¿Se experimentaba de algún modo la sexualidad? ¿Se suponía
una “preparación” para vivirla más tarde? ¿En qué instancias se “aprendía” sobre sexo?
¿Qué se sabía? ¿Qué sentimientos se asociaban a todo eso?
Las muchas formas de hacerse mujer u hombre, las varias posibilidades vivir placeres
y deseos corporales son siempre sugeridas, anunciadas, promovidas socialmente (y hoy
posiblemente de formas más explícitas que antes). Estas son también, constantemente,
reguladas, condenadas o negadas. En verdad, desde los años sesenta, el debate sobre las
identidades y las prácticas sexuales y de género se viene tornando cada vez más acalorado,
especialmente provocado por el movimiento feminista, por los movimientos de gays y de
lesbianas y sustentado, también, por todos aquellos y aquellas que se sienten amenazados
por esas manifestaciones. Nuevas identidades sociales se tornaron visibles, provocando, en
su proceso de afirmación y diferenciación, nuevas divisiones sociales y el nacimiento de lo
que pasó a ser conocido como “política de identidades” (STUART HALL, 1997).
1
En “O corpo educado. Pedagogias da sexualidade” compilado por Guacira Lopes Louro. Belo Horizonte: Ed.
Autêntica, 1999. Traducido por Mariana Genna con la supervisión de Graciela Morgade.
condiciones para criarlo; cuentan que mujeres están dispuestas a recibir el semen congelado
de un artista famoso ya muerto; revelan la batalla judicial de individuos que, sometidos a un
conjunto complejo de intervenciones médicas y psicológicas, reclaman una identidad civil
femenina para completar el proceso de transexualidad que emprendieran. Conectados por
Internet, sujetos establecen relaciones amorosas que desprecian dimensiones de espacio,
de tiempo, de género, de sexualidad y establecen juegos de identidad múltiple en los que el
anonimato y el cambio de identidad son frecuentemente utilizados (KENWAY, 1998).
Condicionadas por la amenaza del SIDA y por las posibilidades cibernéticas, prácticas
sexuales virtuales sustituyen o complementan las prácticas cara-a-cara. Por otro lado, hay
adolescentes que experimentan, más temprano, la maternidad y la paternidad; uniones
afectivas y sexuales estables entre sujetos del mismo sexo se vuelven crecientemente
visibles y rutinarias; los órdenes familiares se multiplican y se modifican...
Todas estas transformaciones afectan, sin duda, las formas de vivir y de construir las
identidades de género y sexuales. En verdad, tales transformaciones constituyen nuevas
formas de existencia para todos, aún para aquellos que, aparentemente no las experimentan
de modo directo. Ellas permiten nuevas soluciones para las indagaciones que sugieren y,
obviamente, provocan nuevas y desafiantes preguntas. Tal vez sea posible, no obstante,
trazar algunos puntos comunes para la fundamentación de las respuestas. El primero de
ellos se remite a la comprensión de que la sexualidad no es apenas una cuestión personal,
mas es social y política; el segundo es el hecho de que la sexualidad es “aprendida”, o
mejor, es construida, a lo largo de toda la vida, de muchos modos, por todos los sujetos.
COMPONIENDO IDENTIDADES
Muchos consideran que la sexualidad es algo que todos nosotros, hombres y mujeres,
poseemos “naturalmente”. Aceptando esa idea, resulta sin sentido argumentar respecto de
su dimensión social y política o respecto de su carácter construido. La sexualidad sería algo
“dado” por la naturaleza, inherente al ser humano. Tal concepción usualmente se ancla en el
cuerpo y en la suposición de que todos vivimos nuestros cuerpos, universalmente, de la
misma forma. Pero a la vez podemos entender que la sexualidad implica rituales, lenguajes,
fantasías, representaciones, símbolos, convenciones... Procesos profundamente culturales y
plurales. En esa perspectiva nada hay de exclusivamente “natural” en ese terreno,
comenzando por la propia concepción de cuerpo o mismo de naturaleza. A través de
procesos culturales, definimos lo que es – o no- natural; producimos y transformamos la
naturaleza y la biología y, consecuentemente, las tornamos históricas. Los cuerpos ganan
sentido socialmente. La inscripción de los géneros – femenino o masculino- en los cuerpos
es hecha, siempre, en un contexto de una determinada cultura y, por lo tanto, con las
marcas de esa cultura. Las posibilidades de la sexualidad – las formas de expresar los
deseos y placeres- también son siempre socialmente establecidas y codificadas. Las
identidades de género y sexuales son moldeadas por las redes de poder de una sociedad.
Dispositivo
dicho son elementos del dispositivo. El dispositivo es la red que se puede establecer entre
esos elementos (FOUCAULT, 1993, p244)
De cualquier forma, invertimos mucho en los cuerpos. De acuerdo con las más
diversas imposiciones culturales, nosotros los construimos de modo en que se adecuen a
los criterios estéticos, higiénicos, morales, de los grupos a los que pertenecemos. Las
imposiciones de salud, vigor, vitalidad, juventud, belleza, fuerza son también distintamente
significadas, en las más variadas culturas y son también diferentemente atribuidas a los
cuerpos de hombres o de mujeres. A través de muchos procesos, de cuidados físicos,
ejercicios, ropas, aromas, adornos, inscribimos en los cuerpos marcas de identidad y,
consecuentemente, de diferenciación. Entrenamos nuestros sentidos para percibir y
decodificar esas marcas y aprendemos a clasificar los sujetos por las formas como ellos se
presentan corporalmente, por los comportamientos y gestos que emplean y por las varias
formas con que se expresan.
Es fácil concluir que en esos procesos de reconocimiento de las identidades se
inscribe, al mismo tiempo, la atribución de diferencias. Todo eso implica la institución de
desigualdades, de ordenamientos, de jerarquías, y está, sin duda, estrechamente
relacionado con las redes de poder que circulan en una sociedad. El reconocimiento del
“otro”, de aquel o de aquella que no participa de los atributos que poseemos, es hecho a
partir del lugar social que ocupamos. De modo más amplio, las sociedades realizan esos
procesos y, entonces, construyen los contornos demarcadores de las fronteras entre
aquellos que representan la norma (que están en consonancia con sus patrones culturales) y
aquellos que están fuera de ella, en sus márgenes. En nuestra sociedad, la norma que se
establece, históricamente, remite al hombre blanco, heterosexual, de clase media urbana y
cristiano y esa pasa a ser una referencia que no precisa más ser nombrada. Serán los “otros”
sujetos sociales que se tornarán “marcados”, que se definirán y serán denominados a partir
de esa referencia. De esta forma, la mujer es representada como “el segundo sexo” y gays y
lesbianas son descriptos como desviados de la norma heterosexual.
Al clasificar los sujetos, toda sociedad establece divisiones y atribuye rótulos que
pretenden fijar las identidades. Ella define, separa y, de formas sutiles o violentas, también
distingue y discrimina. Tomaz Tadeu da Silva (1998) afirma:
Corrigan (1991, p. 200) destaca su entrada en una gran escuela particular inglesa:
“el primer día quedó impreso con horror para el resto de mi vida” dice él, “las reglas de Askee
(el nombre de la escuela) permitían – para bien producir al niño- formas legitimadas de
violencia ejercidas por algunos muchachos (senior o mayores sobre algunos aspectos) sobre
los “nuevos”. Conforme él cuenta, la “producción del niño” era un proyecto amplio, integral,
que se desdoblaba en innumerables situaciones y que tenía como blanco una determinada
forma de masculinidad. Era una masculinidad dura, forjada en el deporte, en la competición y
en una violencia consentida. En la percepción de Corrigan, todas las embestidas eran
hechas en el cuerpo y sobre el cuerpo. En las escuelas, según él (p. 210), los cuerpos son
enseñados, disciplinados, medidos, evaluados, examinados, aprobados (o no),
categorizados, injuriados, amasados, consentidos...” el pasaje por la adolescencia, en una
rígida escuela inglesa, dejaría para siempre marcas en su cuerpo.
Mis recuerdos escolares parecen menos duros. Mas hoy tengo conciencia de que la
escuela también dejó marcas expresivas en mi cuerpo y me enseñó a usarlo de una
determinada manera. En una escuela pública brasileña predominantemente femenina los
métodos fueron otros, los resultados pretendidos eran obedecer, pedir permiso, pedir
disculpas. Ciertamente también nos enseñaron, como a Corrigan, las ciencias, las letras,
las artes que deberíamos manejar para sobrevivir socialmente. Mas esas informaciones y
habilidades fueron transmitidas y atravesadas por sutiles y profundas imposiciones físicas.
Jóvenes escolarizados, aprendimos, tanto él como yo, a soportar el cansancio y a prestar
atención a lo que profesores y profesoras decían; a utilizar códigos para debatir, persuadir,
vencer; a emplear los gestos y los comportamientos adecuados y distintivos de aquellas
instituciones. Los propósitos de esas embestidas escolares eran la producción de un hombre
y de una mujer “civilizados”, capaces de vivir en coherencia y adecuación a las sociedades
inglesa y brasilera, respectivamente.
La acción pedagógica más explícita, aquella que llena las páginas de los
planeamientos y de los relatos educacionales, se volcaba, muy probablemente, a la
descripción en detalles de las características que constituían la calificación “civilizado”, o sea,
se dirigía de forma manifiesta hacia los atributos lógicos e intelectuales que, supuestamente,
serían adquiridos en la escuela, a través de prácticas de enseñanza específicas. La
embestida más profunda, con todo, la embestida de base de la escolarización se dirigía a
discernir y decidir cuánto cada niño o niña, cada adolescente y joven se estaba aproximando
o apartando de la “norma” deseada. Por eso, posiblemente, las marcas más permanentes
que atribuimos a las escuelas no se refieren a los contenidos pragmáticos que ellas pueden
habernos presentado, pero sí se refieren a situaciones del día-a-día, a experiencias
comunes o extraordinarias que vivimos en su interior, con compañeros, con profesores, con
profesoras. Las marcas que nos hacen recordar, aún hoy, de esas instituciones tienen que
ver con las formas cómo construimos nuestras identidades sociales, especialmente nuestra
identidad de género y sexual. Uno de mis recuerdos más fuertes y recurrentes al respecto
de mi vida descolar está ligado a la importancia que era atribuida a aquella escuela como
“escuela modelo”. Era parte de esa representación una ingeniosa combinación de tradición
y modernidad, en que el peso de la tradición prevalecía, seguramente. De algún modo
parecía que nos cabía a los estudiantes cargar el peso de aquella institución. Tal vez se
esperaba que nosotros fuésemos, también, una especie de estudiante “modelo”. Me acuerdo
de oír siempre el mensaje de que, vestidas con el uniforme de la escuela, nosotros ¡“éramos
la escuela”! Eso implicaba la obligación de mantener un comportamiento “adecuado”,
respetuoso y apropiado, en cualquier lugar, en cualquier momento. El uniforme era al mismo
tiempo codiciado por ser distintivo de la institución y desvirtuado por pequeñas
transgresiones. La falda, mantenida en un largo “decente” en el interior de la escuela, era
suspendida al salir de allí, enrollada en la cintura de forma de conseguir un estilo “mini”, más
condicente con la moda; el lazo bajaba (del botón más alto de la blusa contiguo del cuello
donde debería estar) algunos centímetros, de forma de proporcionar un escote más
atrayente (el número de botones dependía de la osadía de cada una). Esas subversiones,
cuando eran descubiertas por alguna funcionaria o profesora de la escuela, en cualquier
lugar de la ciudad, eran blanco de reprensiones individuales o colectivas, particulares o
comunicadas a los padres y madres, etc. (¡El mirar panóptico va mucho más allá de las
fronteras del predio escolar!) La preocupación con el uniforme, defendida por la escuela
como una forma de democratizar los trajes de las estudiantes y ahorrar gastos en ropas, era
reiterada cotidianamente, con implicaciones que transitaban por los terrenos de la higiene,
de la estética y de la moral. A pesar de sometidas a su uso obligatorio, la mayoría de
nosotros trataba de introducir alguna marca personal que pudiese afirmar “esta soy yo”.
Adolescentes, estábamos cada vez más conscientes de que podíamos inscribir en nuestros
cuerpos indicaciones del tipo de mujer que éramos o que deseábamos ser. El cine, la
televisión, las revistas, las publicidades (que también ejercían su pedagogía)nos parecían
guías más confiables para decir como era una mujer deseable e intentábamos, en cuanto
era posible, aproximarnos a esas representaciones. La escuela, por su lado, pretendía
desviar nuestros intereses para otros asuntos, postergando a cualquier precio, la atención
sobre la sexualidad.
No hablar de eso
Esa des-sexualización del espacio escolar alcanzaba también a nuestras profesoras y
profesores. Al leer el libro de Debbie Epstein y Richard Jonson, Schooling sexualities (1998),
me encontré con una situación muy semejante a la que existía en mi antigua escuela.
Relatando una investigación en una institución inglesa actual, ellos así describen una
asamblea escolar:
Los profesores y profesoras llegan con sus formularios y toman sus lugares a lo largo
de las paredes del hall (a diferencia de las niñas, ellos/ as no temen que sentarse con
las piernas cruzadas en el suelo) ... observan las estudiantes con un mirar disciplinar.
Ellos y ellas también visten una especie de uniforme. Los pocos hombres traen
pantalones ceniza de franela u camisa de colores lisos con una corbata y una chaqueta
(pero no un piloto). Las mujeres se visten de colores variados, más de estilos
semejantes. Están vestidas a modo de parecer “respetables”. Calzan zapatos
prácticos, pero no muy femeninos. No hay tacos altos, ni botas aquí. Al revés de eso,
zapatos bajos y o de tacos moderados. No hay ninguna “última moda”, ningún
indicativo de heterosexualidad, gay o lésbico, entre los profesores y profesoras
(EPSTEIN Y JOHNSON, 1998, P.111)
Las mujeres que habitan mis memorias escolares también se asemejan a ese cuadro,
con un agravante para mi (o nuestro) mirar juvenil: un número significativo de ellas era
¡“solterona”! La palabra tenía un peso muy fuerte, en los años sesenta. Representaba no
solamente una mujer que no era casada, sino una mujer virgen, que no había sido tocada.
La atmósfera religiosa que cercaba la vida escolar acentuaba su representación discreta y
austera y varios otros indicios nos señalizaban que esas eran mujeres solas. Sobre algunas
de ellas circulaban historias de novios que habían muerto antes del casamiento y eso
explicaba porque ellas se vestían constantemente de luto, sin cualquier rasgo de maquillaje.
Recuerdo que era un tema corriente de nuestras conversaciones: imaginábamos cómo
vivían y creábamos apellidos y códigos que nos permitieran hablar de ellas en clave, solo
comprensible para quien perteneciera a nuestro grupo. ¿Quién desearía parecerse a ellas?
La figura era, ciertamente, muy poco atrayente para nosotras, reforzada, sin embargo, por la
representación social de la profesora solterona. ¿Cómo transformar entonces al magisterio
en una opción seductora, en una escuela que, al fin y al cabo, pretendía formar profesoras?
¿En qué medida decidir por esa profesión nos obligaría a corregir alguno de esos vestigios?
¿Cómo subvertir todo eso? Las pocas profesoras más jóvenes o casadas (preferentemente
las que tenían los dos atributos) ganaban, generalmente, nuestra admiración. Ellas avivaban
otra representación del magisterio (y, principalmente, de mujer) que nos parecía más
“moderna”.
...una cosa que fue impresa en mí allí, fue primero pensar y después hablar. El control,
el autocontrol emocional... controlarse para no explotar era una cosa en que ellos
insistían mucho, porque nuestros modelos eran siempre los santos. Entonces recuerdo
una cosa que yo ejercitaba y que fue una cosa que ellos imprimieron en mí... ¿cómo es
que tu puedes tener autocontrol? Es aquella historia: tu cuentas hasta 10 antes de
estallar, ¿no es así? (...) entonces, si yo llegaba loco a casa para contar alguna cosa,
yo debía primero, “asegurarme” un poco. (¡Contar hasta 10 antes de contar lo que tu
quieres contar!) Yo me aseguraba, me aseguraba, me aseguraba y ahí, después, yo
contaba. Yo entrenaba en eso, ¡era un ejercicio! Aquello fue una cosa que caló en mí y
hecho que fue impreso en mí hasta hoy... Hoy soy una persona así, muy controlada...
Claro que yo también tengo mis explosiones como todo el mundo, mas, de modo
general, yo aprendí a controlarme y aprendí primero a oir y después a hablar... (A.,
testimonio, 1995)
Algunos estudios afirman que son comunes, entre muchachos y hombres, en muchas
sociedades, los tabúes sobre la expresión de los sentimientos, el culto a una especie de
“insensibilidad’ o dureza. En sus relaciones de amistad, pueden ser acentuadas la
camaradería y la lealtad, mientras que, son más o menos frecuentes los obstáculos
culturales a la intimidad y al cambio de confidencias entre ellos. (KIMMEL Y MESSNER,
1992). Ciertamente esos no deben ser considerados “atributos” masculinos (lo que sería
propio de una argumentación esencialista) y, en verdad, innumerables situaciones atestiguan
lazos muy estrechos de amistad entre niños, jóvenes y hombres adultos (MORREL, 1994)
La competencia es frecuentemente enfatizada en la formación masculina, pero parece
dificultar que niños y jóvenes “se abran” con sus compañeros, exponiendo sus dificultades y
flaquezas. Para un muchacho (más que para una muchacha) volverse un adulto bien hecho
implica vencer, ser mejor o, por lo menos, ser “muy bien” en algún área. El camino más
obvio, para muchos, es el deporte (en el caso brasileño, el fútbol), usualmente también
agregado como un interés masculino “obligatorio”.
Para Foucault (1993, p.146), “el dominio y la conciencia de su propio cuerpo sólo
pudieron ser adquiridos por el efecto del investimiento del cuerpo por el poder: la gimnasia,
los ejercicios, el desenvolvimiento muscular, la desnudez, la exaltación del bello cuerpo”.
Históricamente, los sujetos tórnanse concientes de sus cuerpos en la medida en que hay una
investidura disciplinar sobre ellos. Cuando el poder es ejercido sobre nuestro cuerpo”
emerge inevitablemente la reivindicación del propio cuerpo contra el poder” (FOUCAULT,
1993, p.146) Buscamos, todos, formas de respuesta, de resistencia, de transformación o de
No entendí subversión para las imposiciones y las investiduras disciplinares hechos sobre nuestros
Siempre
cuerpos.
nos
revelamos?
En un cuerpo de niña, es un evento marcante la llegada de la primera menstruación.
La primera menstruación está cargada de sentidos, que (más de una vez) son distintos
según las culturas y la historia. Joan Brumberg (1998) escribió una “historia íntima de las
muchachas americanas”, donde demuestra las profundas transformaciones que fueron
vividas por las adolescentes, en el trato y en la producción de su cuerpo, en los últimos
siglos. La primera menstruación pasó, en este período, de tema privado a público
(volviéndose un interés del mercado); el momento, antes tratado fundamentalmente en el
marco del “pasaje” de la infancia a la vida adulta, era vinculado estrecha y directamente a la
sexualidad y la capacidad reproductiva de las mujeres; más tarde, con el advenimiento de los
absorbentes y de otros productos industrializados y con la medicalización de la
menstruación, de cierta forma esas cuestiones fueron secundarizadas y ganaron mayor
importancia la higiene y la protección del cuerpo, la limpieza y la apariencia. La expectativa y
la ansiedad por la primera menstruación, la comparación con sus compañeras de la escuela
están entre los recuerdos significativos de muchas de nosotras. ¡Cómo deseábamos
participar de las ruedas de conversación sobre las minucias de esos períodos! Ellas servían,
de cierto modo, para hacer una separación entre quienes eran niñas y aquellas que ya eran
“muchachas”. Esas conversaciones representaban, casi siempre, la puerta de entrada para
muchas otras confidencias y discusiones sobre la sexualidad y se constituían en un espacio
privilegiado para la construcción de saberes sobre nuestros cuerpos y deseos. En la lectura
de diarios de jóvenes de muy distintas generaciones (según la investigación de Joan
Brumberg), son notables los cambios en la forma de registro de ese momento, en el tipo de
lenguaje utilizado para hacer referencias al cuerpo y a la sexualidad. Difiere también el
apego a la madre, a otras mujeres, a amigas o, más recientemente, la búsqueda del
supermercado más próximo para adquirir el absorbente. La reclusión y la inmovilidad de
tiempos antiguos son sustituidas por el estímulo a las actividades de higiene de los tiempos
actuales. La extensa enumeración de cólicos, dolores de cabeza y cuidados parece poco
adecuada para el modelo de mujer dinámica vendido por la publicidad. Mientras, en nuestra
cultura, para muchas mujeres adultas, no es posible olvidar las antiguas recomendaciones;
recomendaciones que llegaban hasta a impedir “lavar la cabeza” o “tomar baño frío” durante
el período menstrual. En las escuelas, esa era una justificación aceptada para dispensar de
las aulas de educación física y muchas jóvenes hacían uso de ese expediente todos los
meses, pues, al final, es esos días estaban “dolientes”. Las profesoras también tenían
derecho a faltas mensualmente justificadas, supuestamente debido al hecho de que sus
condiciones para dar clases “en aquellos días” podían no ser adecuadas.
Las cosas se complican aún mas para aquellos y aquellas que se perciben con
intereses o deseos distintos de la norma heterosexual. A ellos les quedan pocas alternativas:
el silencio, el disimulo, o la segregación. La producción de la heterosexualidad es
acompañada por el rechazo a la homosexualidad. Un rechazo que se expresa, muchas
veces, como declarada homofobia.
Ese sentimiento, experimentado por mujeres y hombres, parece ser más fuertemente
inculcado en la producción de la identidad masculina. En nuestra cultura, la manifestación de
la afectividad entre hombres es blanco de una vigilancia mucho más intensa que entre las
muchachas y mujeres. De modo especial, las expresiones físicas de amistad y de afecto
entre hombres son controladas, casi impedidas, en muchas situaciones sociales.
Evidentemente ellas son claramente codificadas y, como cualquier otra práctica social, están
en continua transformación.
Mairtín Mac an Ghaill (1994, p.1) cuenta una experiencia que tuvo cuando era
profesor de una escuela secundaria inglesa. Un alumno, enseguida después de saber que
había pasado en los exámenes, entregó a Mairtín , en el patio de la escuela, un ramo de
flores. Rápidamente el hecho se expandió y profesores y estudiantes pasaron a referirse a
la situación a través de bromas heterosexistas. En consecuencia, el estudiante se acabó
envolviendo en una disputa para “defenderse” y el director llamó al profesor a su sala. Allí,
cuenta Mairtín,
...él me informó que yo había ido demasiado lejos esa vez. Cuando comencé a
defenderme, diciendo que no podía ser responsabilizado por la pelea, el director me
interrumpió, preguntando sobre qué estaba yo hablando. Inmediatamente me di
cuenta del significado simbólico de lo que pasó en el patio: el cambio de flores entre
dos hombres era institucionalmente mucho más amenazante que la violencia física de
una lucha masculina.
Aunque la homofobia sea muchas veces evidente en nuestra sociedad, eso no impide
que, en innumerables situaciones y en distintas edades, niños y hombres constituyan grupos
extremadamente cerrados y los vivían de forma muy intensa. Equipos de fútbol, parcelas de
campamentos, cacerías y pescas, ruedas de tragos o de juegos de cartas y billar se
constituyen, frecuentemente, en reductos exclusivamente masculinos en los cuales la
presencia de mujeres no es admitida. En esas fraternidades son vividas, muchas veces,
situaciones en que los cuerpos pueden ser comparados, admirados y tocados, de formas
“justificadas’ y “legítimas”. En los baños y vestuarios escolares, los jóvenes aprenden, desde
temprano, a convivir con la desnudez colectiva. Lo mismo no sucede con las muchachas, en
situaciones semejantes. Aunque, actualmente, sean notables las transformaciones en el
comportamiento de niñas y jóvenes mujeres (y la desnudes entre ellas más visible y común),
la arquitectura de escuelas y clubes usualmente todavía prevé, en los sectores femeninos,
cabinas o biombos para garantizar la privacidad.
Niños y niñas aprenden, también desde muy temprano, chistes y bromas, apodos y
gestos para dirigir a aquellos y aquellas que no se ajustan a los patrones de género y de
sexualidad admitidos en la cultura en que viven.
La mayor visibilidad de gays y lesbianas, bien como una expresión pública de los
movimientos sexuales, coloca, hoy, esas cuestiones en nuevas bases: por un lado, en
determinados círculos, son abandonadas las formas de desprecio y de rechazo e
incorporados algunos trazos de comportamiento, estilo de vida, moda, ropas o adornos
característicos de los grupos homosexuales; por otro lado, esa misma visibilidad ha
estimulado las manifestaciones antigays y antilésbicas, estimulando la organización de
grupos hiper-masculinos (generalmente violentos) y provocado un fortalecimiento de
campañas conservadoras de todo orden.
Richard Johnson (1996, p.176), siguiendo a Eve Sedgwick, habla del closet (esa
forma escondida y “secreta” de vivir la sexualidad no hegemónica) entendiéndolo como una
“epistemología”, o sea, como “un modo de organizar el conocimiento/ ignorancia”.
Analizando como esa epistemología ha marcado nuestras concepciones de sexualidad, él se
refiere al conjunto de posiciones binarias con que operamos, especialmente en las escuelas,
y cita los siguientes pares: “homosexual/ heterosexual; femenino /masculino; privado/
público; secreto/ revelación; ignorancia/ conocimiento; inocencia/ iniciación”. Su
argumentación agrega además una dicotomía: closeting/ educación (lo que tal vez pueda ser
traducido como secreto/ educación) para discutir en cuanto las escuelas – que
supuestamente deben ser un lugar para el conocimiento- son, en lo referente a la sexualidad,
un lugar de ocultamiento. La escuela es, sin duda, uno de los espacios más difíciles para
que alguien asuma su condición de homosexual o bisexual. Con la suposición de que sólo
puede haber un tipo de deseo sexual y que ese tipo- innato a todos- debe tener como
blanco un individuo del sexo opuesto, la escuela niega e ignora la homosexualidad
(probablemente niega porque ignora) y, de esta forma, ofrece muy pocas oportunidades para
que adolescentes o adultos asuman, sin culpa o vergüenza, sus deseos. El lugar del
conocimiento se mantiene, con relación a la sexualidad, como el lugar del desconocimiento y
la ignorancia.
Por otro lado, en la medida en que varias identidades – gays, lésbicas, queers,
bisexuales, transexuales, travestis- emergen públicamente, ellas también acaban por
evidenciar, de forma muy concreta, la inestabilidad y la fluidez de las identidades sexuales. Y
eso es percibido como muy desestabilizador y “peligroso”. La sexualidad “es tejida en la red
de todos las pertenencias sociales que abrazamos”, como recuerda Weeks (1995, p.88) ella
no puede ser comprendida de forma aislada. Nuestras identidades de raza, género, clase,
generación o nacionalidad están imbricadas con nuestra identidad sexual y esos varios
marcadores sociales interfieren en la forma de vivir la identidad sexual; ellos son, por tanto,
perturbados o alcanzados, también por las transformaciones y subversiones de la
sexualidad. Tenemos, pues, que acordar con la afirmación de Weeks de que la emergencia
de esas “identidades sexuales de oposición” (como él las denomina) “coloca en cuestión la
rigidez de las identidades heredadas de todos los tipos, no sólo sexual”. Para los grupos
conservadores todo eso parece muy subversivo y amenaza alcanzar y pervertir, también,
conceptos, valores y “modos de vida’ ligados a las identidades nacionales, étnicas,
religiosas, de clase. Para los grupos que están comprometidos con el cambio sexual también
son desafíos, como recuerda Weeks, en la medida en que esas identidades de oposición
provocan para el movimiento constante. ¿Cómo articular entonces las luchas? ¿Cómo fijar
los puntos comunes? Los sujetos deslizan y escapan de las clasificaciones en que ansiamos
localizarlos. Se multiplican las categorías sexuales, se borran las fronteras y, para aquellos
que operan con dicotomías y demarcaciones bien definidas, esa pluralización y ambigüedad
abre un abanico demasiado amplio de convenios sociales.
Bibliografía
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Weeks, Jeffrey. Invented moralities: sexual values in an age of uncertainty. Nueva York:
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i
La noticia divulgada a través de la Associated Press, se refiere al alcalde Norbert Michael Lindner, de la ciudad
de Quellendorf, en Alemania, que comunicó su decisión de mudar de género, volviéndose mujer, en septiembre
de 1998.