II B. Guacira Lopes Louro - Pedagogias de La Sexualidad
II B. Guacira Lopes Louro - Pedagogias de La Sexualidad
II B. Guacira Lopes Louro - Pedagogias de La Sexualidad
Pedagogías de la sexualidad
PEDAGOGÍAS DE LA SEXUALIDAD
GUACIRA LOPES LOURO
Cuando era una mujer joven, sabía que la sexualidad era un asunto privado, una cosa de la que
debería hablar solamente con alguien muy íntimo y, preferentemente de forma reservada. La sexualidad
- o el sexo, como se decía- parecía no tener ninguna dimensión social; era un asunto personal y
particular que, eventualmente, se confiaba a una amiga próxima. “Vivir” plenamente la sexualidad era,
en principio, una prerrogativa de la vida adulta, a ser practicada con un compañero del sexo opuesto.
Pero, hasta llegar ese momento, ¿qué se hacía?. ¿Se experimentaba de algún modo la sexualidad?. ¿Se
suponía una “preparación” para vivirla más tarde?. ¿En qué instancias se “aprendía” sobre sexo?. ¿Qué
se sabía?. ¿Qué sentimientos se asociaban a todo eso?.
Ciertamente las respuestas a estas cuestiones dependían (y dependen) de innumerables
factores. Generación, raza, nacionalidad, religión, clase, etnia serían algunas de las marcas que podrían
ayudar a ensayar una respuesta. De modo especial, las profundas transformaciones que, en las últimas
décadas, vienen afectando múltiples dimensiones de la vida de las mujeres y de los hombres y alterando
las concepciones, las prácticas y las identidades sexuales tendrían que ser tomadas en consideración.
Las jóvenes occidentales de las grandes ciudades de final de siglo XX tendrán, sin duda, otras respuestas
(y seguramente otras preguntas) si comparamos con la joven que yo fui y con jóvenes de otras épocas,
otras regiones...
Las muchas formas de hacerse mujer u hombre, las varias posibilidades de vivir placeres y
deseos corporales son siempre sugeridas, anunciadas, promovidas socialmente (y hoy posiblemente de
formas más explícitas que antes). Estas son también, constantemente, reguladas, condenadas o
negadas. En verdad, desde los años sesenta, el debate sobre las identidades y las prácticas sexuales y
de género se viene tornando cada vez más acalorado, especialmente provocado por el movimiento
feminista, por los movimientos de gays y de lesbianas y sustentado, también, por todos aquellos y
aquellas que se sienten amenazados por esas manifestaciones. Nuevas identidades sociales se tornaron
visibles, provocando, en su proceso de afirmación y diferenciación, nuevas divisiones sociales y el
nacimiento de lo que pasó a ser conocido como “política de identidades” (STUART HALL, 1997).
Si las transformaciones sociales que construían nuevas formas de relacionarse y estilos de vida
ya se mostraban, en los años sesenta, profundas y perturbadoras, éstas se acelerarían todavía más, en
las décadas siguientes, pasando a intervenir en sectores que habían sido, por mucho tiempo,
considerados inmutables, transhistóricos y universales. Las nuevas tecnologías reproductivas, las
posibilidades de transgredir categorías y fronteras sexuales, las articulaciones cuerpo-máquina cada día
desestabilizan antiguas certezas; implosionan las nociones tradicionales de tiempo, de espacio, de
“realidad”; subvierten las formas de engendrar, de nacer, de crecer, de amar o de morir. Diarios y
revistas informan, ahora, que una joven pareja decidió congelar el embrión que había generado, en
intento de postergar el nacimiento de su hijo para un momento en que dispusieran de mejores
condiciones para criarlo; cuentan que mujeres están dispuestas a recibir el semen congelado de un
artista famoso ya muerto; revelan la batalla judicial de individuos que, sometidos a un conjunto
complejo de intervenciones médicas y psicológicas, reclaman una identidad civil femenina para
completar el proceso de transexualidad que emprendieran. Conectados por Internet, sujetos establecen
relaciones amorosas que desprecian dimensiones de espacio, de tiempo, de género, de sexualidad y
establecen juegos de identidad múltiple en los que el anonimato y el cambio de identidad son
frecuentemente utilizados (KENWAY, 1998). Condicionadas por la amenaza del SIDA y por las
posibilidades cibernéticas, prácticas sexuales virtuales sustituyen o complementan las prácticas cara-
a-cara. Por otro lado, hay adolescentes que experimentan, más temprano, la maternidad y la
paternidad; uniones afectivas y sexuales estables entre sujetos del mismo sexo se vuelven
crecientemente visibles y rutinarias; los órdenes familiares se multiplican y se modifican...
Todas estas transformaciones afectan, sin duda, las formas de vivir y de construir las identidades
de género y sexuales. En verdad, tales transformaciones constituyen nuevas formas de existencia para
todos, aún para aquellos que, aparentemente no las experimentan de modo directo. Ellas permiten
nuevas soluciones para las indagaciones que sugieren y, obviamente, provocan nuevas y desafiantes
preguntas. Tal vez sea posible, no obstante, trazar algunos puntos comunes para la fundamentación
de las respuestas. El primero de ellos se remite a la comprensión de que la sexualidad no es apenas una
cuestión personal, sino que es una cuestión social y política; el segundo es el hecho de que la sexualidad
es “aprendida”, o mejor, es construida, a lo largo de toda la vida, de muchos modos, por todos los
sujetos.
COMPONIENDO IDENTIDADES
Muchos consideran que la sexualidad es algo que todos nosotros, hombres y mujeres, poseemos
“naturalmente”. Aceptando esa idea, resulta sin sentido argumentar respecto de su dimensión social y
política o respecto de su carácter construido. La sexualidad sería algo “dado” por la naturaleza, inherente
al ser humano. Tal concepción usualmente se ancla en el cuerpo y en la suposición de que todos vivimos
nuestros cuerpos, universalmente, de la misma forma. Pero a la vez podemos entender que la
sexualidad implica rituales, lenguajes, fantasías, representaciones, símbolos, convenciones... Procesos
profundamente culturales y plurales. En esa perspectiva nada hay de exclusivamente “natural” en ese
terreno, comenzando por la propia concepción de cuerpo o mismo de naturaleza. A través de procesos
culturales, definimos lo que es – o no- natural; producimos y transformamos la naturaleza y la biología
y, consecuentemente, las tornamos históricas. Los cuerpos ganan sentido socialmente. La inscripción de
los géneros – femenino o masculino- en los cuerpos es hecha, siempre, en un contexto de una
determinada cultura y, por lo tanto, con las marcas de esa cultura. Las posibilidades de la sexualidad –
las formas de expresar los deseos y placeres- también son siempre socialmente establecidas y
codificadas. Las identidades de género y sexuales son moldeadas por las redes de poder de una
sociedad.
La sexualidad, afirma Foucault, es un “dispositivo histórico” (1988). En otras palabras, esta es
una invención social, una vez que se constituye, históricamente, a partir de múltiples discursos sobre el
sexo: discursos que regulan, que normalizan, que instauran saberes, que producen “verdades”. Su
definición de dispositivo sugiere la dirección y el alcance de nuestra perspectiva:
Un conjunto decididamente heterogéneo que engloba discursos, instituciones, organizaciones
arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos,
proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas (...) lo dicho y lo no dicho son elementos del dispositivo.
El dispositivo es la red que se puede establecer entre esos elementos (FOUCAULT, 1993, p244)
Es, entonces, en el ámbito de la cultura y de la historia que se definen las identidades sociales
(todas ellas y no solamente las identidades sexuales y de género, sino también las identidades de raza,
de nacionalidad, de clase, etc.). Esas múltiples y distintas identidades constituyen a los sujetos, en la
medida en que estos son interpelados a partir de diferentes situaciones, instituciones o agrupamientos
sociales. Reconocerse en una identidad supone, pues, responder afirmativamente a una interpelación y
establecer un sentido de pertenencia a un grupo social de referencia. Nada hay de simple o de estable
en ese todo, pues esas múltiples identidades pueden cobrar, al mismo tiempo, lealtades distintas,
divergentes y hasta contradictorias. Somos sujetos de muchas identidades. Esas múltiples identidades
sociales pueden ser, también, provisoriamente atrayentes y después, nos parecen descartables; ellas
pueden ser, entonces, rechazadas y abandonadas. Somos sujetos de identidades transitorias y
contingentes. Por lo tanto las identidades sexuales y de género (como todas las identidades sociales)
tienen un carácter fragmentado, inestable, histórico y plural, afirmado por los teóricos y teóricas
culturales.
Se admite (aunque con algunas resistencias) que un obrero llegue a transformarse en un patrón
o que una campesina se vuelva empresaria. Representados de formas nuevas, él o ella probablemente
también pasan a percibirse como otros sujetos, con otros intereses y estilos de vida. Se acepta la
transitoriedad o la contingencia de identidades de clase. La situación se vuelve más complicada si un
proceso semejante ocurre con relación a las identidades de género o sexuales. Una noticia de diario
puede servir de ejemplo: en una pequeña ciudad de Alemania, el alcalde, algún tiempo después de
electo, asume públicamente una nueva identidad de género. Ahora se presenta como mujer y comunica
su intención de completar su transformación a través de procesos médicos, especialmente quirúrgicos.
La ciudad inicia un movimiento para destituirlo pues, en opinión de gran parte de la población, el ahora
es “otra” persona. Sus electores se sienten engañados y con derecho a anular su elección, pues él
transgredió una frontera considerada infranqueable y prohibida. Un cambio que, aparentemente estaría
más ligado a su vida personal es cuestionado de modo radical, suponiéndose que afectará su actividad
como gobernante. Curiosamente, no obstante, no se piensa en destituir a un hombre o una mujer
públicos que abandonen sus ideas o las proposiciones que defendieran y por las cuales fueron electos y
se vinculen a partidos o grupos diametralmente opuestos. Aunque en ese caso los cambios pasan a
tener un efecto mucho más directo e inmediato en la función pública, la cuestión es banalizada. Cuando
una figura destacada asume, públicamente, su condición de gay o lesbiana también es frecuente que sea
vista como protagonista de un fraude, como si ese sujeto hubiese sometido a los demás a un error, a un
engaño. La admisión de una nueva identidad sexual o de una nueva identidad de género es considerada
una alteración esencial, una alteración que atañe a la esencia del sujeto.
Por la centralidad que la sexualidad adquirió en las modernas sociedades occidentales, parece difícil
entenderla como teniendo las propiedades de fluidez e inconstancia. Frecuentemente nos presentamos
(o nos representamos) a partir de nuestra identidad de género o nuestra identidad sexual. Esa parece
ser, usualmente, la referencia más “segura” sobre los individuos. Como dice Jeffrey Weeks (1995, p. 89),
podemos reconocer, teóricamente, que nuestros deseos e intereses individuales y nuestras múltiples
pertenencias sociales pueden empujarnos en varias direcciones; no obstante, nosotros “tememos la
incertidumbre, lo desconocido, la amenaza de disolución que implica no tener una identidad fija”; por
eso intentamos fijar una identidad, afirmando que lo que somos ahora es lo que, en verdad, siempre
fuimos. Precisamos de algo que de un fundamento para nuestras acciones y, entonces, construimos
nuestras “narrativas personales”, nuestras biografías, de una forma que les garantice coherencia. Para
Weeks es aquí, justamente, que el cuerpo se vuelve referencia central:
En un mundo de flujo aparentemente constante, donde los puntos fijos se están moviendo o
disolviéndose, aseguramos lo que nos parece más tangible, la verdad de nuestras necesidades y deseos
corporales (...) El cuerpo es visto como la corte del juicio final sobre lo que somos o lo que podemos
volvernos. ¿Por qué otra razón estamos tan preocupados en saber si los deseos sexuales, sean hetero u
homosexuales, son innatos o adquiridos? ¿Por qué otra razón estamos tan preocupados en saber si el
comportamiento generificado corresponde a los atributos físicos? Solo porque todo es tan incierto que
precisamos de la sentencia que, aparentemente, nuestros cuerpos pronuncian. (WEEKS, 1995, p.90-91)
Nuestros cuerpos se constituyen en la referencia que ancla la identidad. Y, aparentemente, el cuerpo es
inequívoco, evidente por sí; en consecuencia, esperamos que el cuerpo dicte la identidad, sin
ambigüedades ni inconsistencias. Aparentemente se deduce una identidad de género, sexual, o étnica
de “marcas” biológicas; el proceso es, no obstante, mucho más complejo y esa deducción puede ser (y
muchas veces lo es) equivocada. Los cuerpos son significados por la cultura, y son continuamente por
ella, alterados. Tal vez nos debiésemos preguntar, antes que nada, como determinada característica
pasó a ser reconocida (pasó a ser significada) como una “marca” definidora de la identidad; preguntar
también, cuáles son los significados que, en ese momento y en esa cultura están siendo atribuidos a tal
marca o a tal apariencia. Puede ocurrir, además de eso, que los deseos y las necesidades que alguien
experimenta estén en discordancia con la apariencia de su cuerpo. Weeks (1995) recuerda que el cuerpo
es inconstante, que sus necesidades y deseos cambian. El cuerpo se altera con el pasaje del tiempo,
con la enfermedad, con los cambios de hábitos alimentarios y de vida, con las posibilidades distintas de
placer o con las nuevas formas de intervención, médicas y tecnológicas. En los tiempos del SIDA, por
ejemplo, la preocupación con el ejercicio del “sexo seguro” viene sugiriendo nuevos modos de
encontrar placer corporal, alterando prácticas sexuales o produciendo otras formas de relacionarse
entre los sujetos. En este final de milenio, usando la metáfora usada por Donna Harraway (1991),
tendríamos que admitir que muchas fronteras fueron transgredidas: hay ahora “potentes fusiones y
peligrosas posibilidades” que vuelven problemáticos los dualismos de la mente y el cuerpo, animal y
máquina, humano y animal. Los cuerpos no son, pues, tan evidentes como usualmente pensamos.
Tampoco las identidades son una consecuencia directa de las “evidencias” de los cuerpos.
De cualquier forma, invertimos mucho en los cuerpos. De acuerdo con las más diversas imposiciones
culturales, nosotros los construimos de modo en que se adecuen a los criterios estéticos, higiénicos,
morales, de los grupos a los que pertenecemos. Las imposiciones de salud, vigor, vitalidad, juventud,
belleza, fuerza son también distintamente significadas, en las más variadas culturas y son también
diferentemente atribuidas a los cuerpos de hombres o de mujeres. A través de muchos procesos, de
cuidados físicos, ejercicios, ropas, aromas, adornos, inscribimos en los cuerpos marcas de identidad y,
consecuentemente, de diferenciación. Entrenamos nuestros sentidos para percibir y decodificar esas
marcas y aprendemos a clasificar los sujetos por las formas como ellos se presentan corporalmente,
por los comportamientos y gestos que emplean y por las varias formas con que se expresan.
Es fácil concluir que en esos procesos de reconocimiento de las identidades se inscribe, al mismo tiempo,
la atribución de diferencias. Todo eso implica la institución de desigualdades, de ordenamientos, de
jerarquías, y está, sin duda, estrechamente relacionado con las redes de poder que circulan en una
sociedad. El reconocimiento del “otro”, de aquel o de aquella que no participa de los atributos que
poseemos, es hecho a partir del lugar social que ocupamos. De modo más amplio, las sociedades
realizan esos procesos y, entonces, construyen los contornos demarcadores de las fronteras entre
aquellos que representan la norma (que están en consonancia con sus patrones culturales) y aquellos
que están fuera de ella, en sus márgenes. En nuestra sociedad, la norma que se establece,
históricamente, remite al hombre blanco, heterosexual, de clase media urbana y cristiano y esa pasa a
ser una referencia que no precisa más ser nombrada. Serán los “otros” sujetos sociales que se tornarán
“marcados”, que se definirán y serán denominados a partir de esa referencia. De esta forma, la mujer
es representada como “el segundo sexo” y gays y lesbianas son descriptos como desviados de la norma
heterosexual.
Al clasificar los sujetos, toda sociedad establece divisiones y atribuye rótulos que pretenden fijar las
identidades. Ella define, separa y, de formas sutiles o violentas, también distingue y discrimina. Tomaz
Tadeu da Silva (1998) afirma:
Los diferentes grupos sociales utilizan la representación para forjar sus identidades y las identidades de
los otros grupos sociales. Ella no es, entretanto, un campo equilibrado de juego. A través de la
representación se llevan batallas decisivas de creación e imposición de significados particulares; ese es
un campo atravesado por relaciones de poder. (...) el poder define la forma como se procesa la
representación; la representación, a su vez, tiene efectos específicos, ligados, sobre todo, a producción
de identidades culturales y sociales, reforzando, así, las relaciones de poder.
Distintas y divergentes representaciones pueden, pues, circular y producir efectos sociales. Algunas de
ellas, con todo, ganan una visibilidad y una fuerza tan grandes que dejan de ser percibidas como
representaciones y son tomadas como siendo la realidad. Los grupos sociales que ocupan las posiciones
centrales, “normales” (de género, de sexualidad, de raza, de clase, de religión, etc.) tienen posibilidad
no solo de representarse a sí mismos, sino también de representar a los otros. Ellos hablan por si y
también hablan por los “otros” (y sobre los otros); presentan como patrón su propia estética, su ética o
su ciencia y arrogancia o derecho de representar (por la negación o por la subordinación) las
manifestaciones de los demás grupos. Por todo eso, podemos afirmar que las identidades sociales y
culturales son políticas. Las formas cómo ellas se representan o son representadas, los significados que
atribuyen a sus experiencias y prácticas son siempre atravesados y marcados por formas de poder. La
“política de identidad”, antes referida, gana sentido en ese contexto, pues, como dice Tomaz T. Silva
(1998), es a través de ella que “los grupos subordinados contestan precisamente la normalidad y la
hegemonía” de las identidades tenidas como “normales”.
Esos mecanismos operan, fuertemente, en el campo de la sexualidad. Aquí, una forma de sexualidad es
generalizada y naturalizada y funciona como referencia para todo el campo y para todos los sujetos. La
heterosexualidad es concebida como “natural” y también como universal y normal. Aparentemente se
supone que todos los sujetos tengan una inclinación innata para elegir como objeto de su deseo, como
compañero de sus afectos y de sus juegos sexuales a alguien del sexo opuesto. Consecuentemente, las
otras formas de sexualidad son constituidas como antinaturales, peculiares y anormales. Es curioso
observar, no obstante, que esa inclinación, tenida como innata y natural, es blanco de la más
meticulosa, continuada e intensa vigilancia, así como del más diligente investimiento.
...él me informó que yo había ido demasiado lejos esa vez. Cuando comencé a defenderme, diciendo
que no podía ser responsabilizado por la pelea, el director me interrumpió, preguntando sobre qué
estaba yo hablando. Inmediatamente me di cuenta del significado simbólico de lo que pasó en el patio:
el cambio de flores entre dos hombres era institucionalmente mucho más amenazante que la violencia
física de una lucha masculina.
La homofobia funciona como un importante obstáculo a la expresión de intimidad entre hombres. Es
preciso ser cautelosos y mantener la camaradería dentro de sus límites, empleando apenas gestos y
comportamientos autorizados para el “macho”. En el caso relatado por Mairtín Mac an Ghaill se
adicionaba, además, una dimensión racial al episodio: en esta escuela, donde los profesores eran
predominantemente blancos, los jóvenes y hombres musulmanes eran percibidos como siendo
“intrínsecamente más sexistas” y, así, los profesores quedaron “confusos”, según dice el autor, cuando
vieron a un joven musulmán entregar flores a su profesor.
Aunque la homofobia sea muchas veces evidente en nuestra sociedad, eso no impide que, en
innumerables situaciones y en distintas edades, niños y hombres constituyan grupos extremadamente
cerrados y lo vivan de forma muy intensa. Equipos de fútbol, parcelas de campamentos, cacerías y
pescas, ruedas de tragos o de juegos de cartas y billar se constituyen, frecuentemente, en reductos
exclusivamente masculinos en los cuales la presencia de mujeres no es admitida. En esas fraternidades
son vividas, muchas veces, situaciones en que los cuerpos pueden ser comparados, admirados y
tocados, de formas “justificadas” y “legítimas”. En los baños y vestuarios escolares, los jóvenes
aprenden, desde temprano, a convivir con la desnudez colectiva. Lo mismo no sucede con las
muchachas, en situaciones semejantes. Aunque, actualmente, sean notables las transformaciones en el
comportamiento de niñas y jóvenes mujeres (y la desnudez entre ellas sea más visible y común), la
arquitectura de escuelas y clubes usualmente todavía prevé, en los sectores femeninos, cabinas o
biombos para garantizar la privacidad.
Niños y niñas aprenden, también desde muy temprano, chistes y bromas, apodos y gestos para dirigir a
aquellos y aquellas que no se ajustan a los patrones de género y de sexualidad admitidos en la cultura
en que viven.
En su libro Prácticamente normal. Una discusión sobre el homosexualismo, Andrew Sullivan (1996)
habla de la historia de su “misterio”, de las innumerables situaciones que le enseñaron la necesidad de
esconder, desde chico, sus deseos e intereses. El cuenta como aprendió, también a hacer bromas sobre
homosexuales, “a mover las palancas sociales de la hostilidad contra la homosexualidad antes aún de
tener la más vaga noción acerca de lo que ellas se referían” (p.15)
Consentida y enseñada en la escuela, la homofobia se expresa por el desprecio, por el distanciamiento,
por la imposición del ridículo. Como si la homosexualidad fuese “contagiosa’, se crea una gran resistencia
en demostrar simpatía para con los sujetos homosexuales: la aproximación puede ser interpretada como
una adhesión a tal práctica o identidad. El resultado es, muchas veces, lo que Peter McLaren (1995)
llamó un apartheid sexual, esto es, una segregación que es promovida tanto por aquellos que se quieren
apartar de los homosexuales como por ellos mismos.
La mayor visibilidad de gays y lesbianas, como una expresión pública de los movimientos sexuales,
coloca hoy a estas cuestiones en nuevas bases: por un lado, en determinados círculos, son abandonadas
las formas de desprecio y de rechazo e incorporados algunos trazos de comportamiento, estilo de vida,
moda, ropas o adornos característicos de los grupos homosexuales; por otro lado, esa misma visibilidad
ha estimulado las manifestaciones antigays y antilésbicas, estimulando la organización de grupos hiper-
masculinos (generalmente violentos) y provocando un fortalecimiento de campañas conservadoras de
todo orden.
De modo general, salvo raras excepciones, el o la homosexual admitido/a es aquel o aquella que disfraza
su condición. De acuerdo con la concepción liberal de que la sexualidad es una cuestión absolutamente
privada, algunos se permiten aceptar “otras” identidades o prácticas sexuales mientras permanezcan en
secreto y sean vividas apenas en la intimidad. Lo que efectivamente incomoda es la manifestación
abierta y pública de sujetos y prácticas no- heterosexuales. Revistas, moda, bares, películas, música,
literatura, en fin, todas las formas de expresión social que vuelven visibles las sexualidades no- legítimas
son objeto de críticas, más o menos intensas, o son motivo de escándalo. En la política de identidad que
actualmente vivimos, precisamente esas formas y espacios de expresión, pasarían a ser utilizados como
señalizadores evidentes y públicos de los grupos sexuales subordinados. Allí se lleva una lucha para
expresar una estética, una ética, un modo de vida que no quiere ser “alternativo’ (en el sentido de ser
“lo otro”), sino que pretende, simplemente, existir pública y abiertamente, como los demás.
Richard Johnson (1996, p.176), siguiendo a Eve Sedgwick, habla del closet (esa forma escondida y
“secreta” de vivir la sexualidad no hegemónica) entendiéndolo como una “epistemología”, o sea, como
“un modo de organizar el conocimiento/ ignorancia”. Analizando como esa epistemología ha marcado
nuestras concepciones de sexualidad, él se refiere al conjunto de posiciones binarias con que operamos,
especialmente en las escuelas, y cita los siguientes pares: “homosexual/ heterosexual; femenino
/masculino; privado/ público; secreto/ revelación; ignorancia/ conocimiento; inocencia/ iniciación”. Su
argumentación agrega además una dicotomía: closeting/ educación (lo que tal vez pueda ser traducido
como secreto/ educación) para discutir en cuanto las escuelas – que supuestamente deben ser un
lugar para el conocimiento- son, en lo referente a la sexualidad, un lugar de ocultamiento. La escuela
es, sin duda, uno de los espacios más difíciles para que alguien asuma su condición de homosexual o
bisexual. Con la suposición de que sólo puede haber un tipo de deseo sexual y que ese tipo- innato a
todos- debe tener como blanco un individuo del sexo opuesto, la escuela niega e ignora la
homosexualidad (probablemente niega porque ignora) y, de esta forma, ofrece muy pocas
oportunidades para que adolescentes o adultos asuman, sin culpa o vergüenza, sus deseos. El lugar del
conocimiento se mantiene, con relación a la sexualidad, como el lugar del desconocimiento y la
ignorancia.
Las memorias y las prácticas actuales pueden contarnos de la producción de los cuerpos y de la
construcción de un lenguaje de la sexualidad; ellas nos apuntan las estrategias y las tácticas
constituyentes de las identidades sexuales y de género. En la escuela, por la afirmación o por el
silenciamiento, en los espacios reconocidos y públicos o en los rincones escondidos y privados, es
ejercida una pedagogía de la sexualidad, legitimando determinadas identidades y prácticas sexuales,
reprimiendo y marginando otras. Muchas otras instancias sociales, como los medios, la iglesia, la
justicia, etc. también practican tal pedagogía, sea coincidiendo en la legitimación y negación de sujetos,
sea produciendo discursos disonantes y contradictorios.
Gradualmente se va tornando visible y perceptible la afirmación de las identidades históricamente
subyugadas en nuestra sociedad. Pero esa visibilidad no se ejerce sin dificultades. Para aquellos y
aquellas que se reconocen en ese lugar, “asumir” la condición de homosexual o de bisexual es un acto
político y, en las actuales condiciones, un acto que todavía puede costar un alto precio de
estigmatización.
Curiosamente, no obstante, las instituciones y los individuos precisan de ese “otro”. Precisan de la
identidad subyugada para afirmarse y para definirse, pues su afirmación se da en la medida en que la
contrarían y la rechazan. Así, podemos comprender porque las identidades sexuales “alternativas”, aún
cuando excluidas o negadas, permanecen activas (y necesarias); ellas se constituyen en una referencia
para la identidad heterosexual; delante de ellas y en contraposición a ellas la identidad hegemónica se
declara y se sustenta.
Por otro lado, en la medida en que varias identidades – gays, lésbicas, queers, bisexuales, transexuales,
travestis- emergen públicamente, ellas también acaban por evidenciar, de forma muy concreta, la
inestabilidad y la fluidez de las identidades sexuales. Y eso es percibido como muy desestabilizador y
“peligroso”. La sexualidad “es tejida en la red de todos las pertenencias sociales que abrazamos”, como
recuerda Weeks (1995, p.88), ella no puede ser comprendida de forma aislada. Nuestras identidades de
raza, género, clase, generación o nacionalidad están imbricadas con nuestra identidad sexual y esos
varios marcadores sociales interfieren en la forma de vivir la identidad sexual; ellos son, por lo tanto,
perturbados o alcanzados, también por las transformaciones y subversiones de la sexualidad. Tenemos,
pues, que acordar con la afirmación de Weeks de que la emergencia de esas ”identidades sexuales de
oposición” (como él las denomina) “coloca en cuestión la rigidez de las identidades heredadas de todos
los tipos, no sólo sexual”. Para los grupos conservadores todo eso parece muy subversivo y amenaza
alcanzar y pervertir, también, conceptos, valores y “modos de vida” ligados a las identidades nacionales,
étnicas, religiosas, de clase. Para los grupos que están comprometidos con el cambio sexual también es
un desafío, como recuerda Weeks, en la medida en que esas identidades de oposición provocan un
movimiento constante. ¿Cómo articular entonces las luchas? ¿Cómo fijar los puntos comunes? Los
sujetos se deslizan y se escapan de las clasificaciones en que ansiamos localizarlos. Se multiplican las
categorías sexuales, se borran las fronteras y, para aquellos que operan con dicotomías y demarcaciones
bien definidas, esa pluralización y ambigüedad abre un abanico demasiado amplio de convenios sociales.
Los discursos sobre la sexualidad evidentemente continúan modificándose y multiplicándose. Otras
respuestas y resistencias, nuevos tipos de intervención social y política son inventados. Actualmente,
renovándose los aspectos conservadores, buscando formas nuevas, seductoras y eficientes de interpelar
a los sujetos (especialmente a la juventud) y encajarlos activamente en la recuperación de valores y de
prácticas tradicionales. Esos discursos no son, obviamente, absolutos ni únicos, muy por el contrario,
ahora más que antes, otros discursos emergen y buscan imponerse; se establecen controversias y
contestaciones, se afirman política y públicamente identidades silenciadas y sexualmente marginadas.
Aprendemos, todos, en medio de (y con) esas disputas.
Cuestionado sobre su Historia de la sexualidad, Foucault responde, cierta vez, que no pretendía escribir
una arqueología de las fantasías sexuales, sino una arqueología del discurso sobre la sexualidad y que
ese discurso era “una relación entre lo que hacemos, lo que estamos obligados a hacer, lo que está
permitido hacer, lo que está prohibido hacer en el campo de la sexualidad; y lo que está prohibido,
permitido, o es obligatorio decir sobre nuestro comportamiento sexual (FOUCAULT, 1996, P.91). Fue de
eso que procuré tratar aquí: de las formas y de las instancias donde aprendemos ese discurso, de
nuestra apropiación y uso de un lenguaje de la sexualidad que nos dice, aquí y ahora, sobre lo que
hablar y sobre lo que silenciar, lo que mostrar y lo que esconder, quien puede hablar y quién debe ser
silenciado. Procuré mostrar, también, que podemos (y debemos) dudar de esas verdades y certezas
sobre los cuerpos y la sexualidad, que vale la pena poner en cuestión las formas como ellos suelen ser
pensados y las formas como identidades y prácticas han sido consagradas o marginadas. Al hacer la
historia o las historias de esa pedagogía tal vez nos volvamos más capaces de desordenarla, de
reinventarla y de volverla plural.
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3. Sexualidad