La España Revolucionaria
La España Revolucionaria
La España Revolucionaria
Carlos Marx
La España revolucionaria
Escrito: En 1854.
Primera edición: New York Daily Tribune, 9 de septiembre de 1854.
Esta Edición: Marxists Internet Archive, noviembre de 2000.
Los levantamientos insurreccionales son tan viejos en España como el poderío de favoritos
cortesanos contra los cuales han sido, de costumbre, dirigidos. Así, a finales del siglo XIV, la
aristocracia se rebeló contra el rey Juan II y contra su favorito don Álvaro de Luna. En el XV se
produjeron conmociones más serias contra el rey Enrique IV y el jefe de su camarilla, don Juan
de Pacheco, marqués de Villena.
la capital y cuyo producto se distribuían entre sí. El pueblo se dirigió al Palacio Real y obligó al
rey a presentarse en el balcón y a denunciar él mismo a la camarilla de la reina. Se dirigió
después a los palacios de los condes de Oropesa y Melgar, saqueándolos, incendiándolos, e
intentó apoderarse de sus propietarios, los cuales tuvieron, sin embargo, la suerte de escapar a
costa de un destierro perpetuo.
Tres siglos más tarde, el tratado de Fontainebleau -concluido el 27 de octubre de 1807 por el
valido de Carlos IV y favorito de la reina, don Manuel Godoy, Príncipe de la Paz, con
Bonaparte, sobre la partición de Portugal y la entrada de los ejércitos franceses en España-
produjo una insurrección popular en Madrid contra Godoy, la abdicación de Carlos IV, la subida
al trono de su hijo Fernando VII, la entrada del ejército francés en España y la consiguiente
guerra de independencia. Así, la guerra de independencia española comenzó con una
insurrección popular contra la camarilla personificada entonces por don Manuel Godoy, lo
mismo que la guerra civil del siglo XV se inició con el levantamiento contra la camarilla
personificada por el marqués de Villena. Asimismo, la revolución de 1854 ha comenzado con el
levantamiento contra la camarilla personificada por el conde de San Luis.
A pesar de estas repetidas insurrecciones, no ha habido en España hasta el presente siglo una
revolución seria, a excepción de la guerra de la Junta Santa en los tiempos de Carlos I, o Carlos
V, como lo llaman los alemanes. El pretexto inmediato, como de costumbre, fue suministrado
por la camarilla que, bajo los auspicios del virrey, cardenal Adriano, un flamenco, exasperó a
los castellanos por su rapaz insolencia, por la venta de los cargos públicos al mejor postor y por
el tráfico abierto de las sentencias judiciales. La oposición a la camarilla flamenca era la
superficie del movimiento, pero en el fondo se trataba de la defensa de las libertades de la
España medieval frente a las ingerencias del absolutismo moderno.
La base material de la monarquía española había sido establecida por la unión de Aragón,
Castilla y Granada, bajo el reinado de Fernando el Católico e Isabel I. Carlos I intentó
transformar esa monarquía aún feudal en una monarquía absoluta. Atacó simultáneamente los
dos pilares de la libertad española: las Cortes y los Ayuntamientos. Aquéllas eran una
modificación de los antiguos concilia góticos, y éstos, que se habían conservado casi sin
interrupción desde los tiempos romanos, presentaban una mezcla del carácter hereditario y
electivo característico de las municipalidades romanas. Desde el punto de vista de la autonomía
municipal, las ciudades de Italia, de Provenza, del norte de Galia, de Gran Bretaña y de parte de
Alemania ofrecen una cierta similitud con el estado en que entonces se hallaban las ciudades
españolas; pero ni los Estados Generales franceses, ni el Parlamento inglés de la Edad Media
pueden ser comparados con las Cortes españolas. Se dieron, en la creación de la monarquía
española, circunstancias particularmente favorables para la limitación del poder real. De un
lado, durante los largos combates contra los árabes, la península era reconquistada por pequeños
trozos, que se constituían en reinos separados. Se engendraban leyes y costumbres populares
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durante esos combates. Las conquistas sucesivas, efectuadas principalmente por los nobles,
otorgaron a éstos un poder excesivo, mientras disminuyeron el poder real. De otro lado, las
ciudades y poblaciones del interior alcanzaron una gran importancia debido a la necesidad en
que las gentes se encontraban de residir en plazas fuertes, como medida de seguridad frente a
las continuas incursiones de los moros; al mismo tiempo, la configuración peninsular del país y
el constante intercambio con Provenza y con Italia dieron lugar a la creación, en las costas, de
ciudades comerciales y marítimas de primera categoría.
En fecha tan remota como el siglo XIV, las ciudades constituían ya la parte más potente de
las Cortes, las cuales estaban compuestas de los representantes de aquéllas juntamente con los
del clero y de la nobleza. También merece ser subrayado el hecho de que la lenta reconquista,
que fue rescatando el país de la dominación árabe mediante una lucha tenaz de cerca de
ochocientos años, dio a la península, una vez totalmente emancipada, un carácter muy diferente
del que predominaba en la Europa de aquel tiempo. España se encontró, en la época de la
resurrección europea, con que prevalecían costumbres de los godos y de los vándalos en el
norte, y de los árabes en el sur.
Cuando Carlos I volvió de Alemania, donde le había sido conferida la dignidad imperial, las
Cortes se reunieron en Valladolid para recibir su juramento a las antiguas leyes y para
coronarlo. Carlos se negó a comparecer y envió representantes suyos que habían de recibir,
según sus pretensiones, el juramento de lealtad de parte de las Cortes. Las Cortes se negaron a
recibir a esos representantes y comunicaron al monarca que si no se presentaba ante ellas y
juraba las leyes del país, no sería reconocido jamás como rey de España. Carlos se sometió; se
presentó ante las Cortes y prestó juramento, como dicen los historiadores, de muy mala gana.
Las Cortes con este motivo le dijeron: «Habéis de saber, señor, que el rey no es más que un
servidor retribuido de la nación».
Tal fue el principio de las hostilidades entre Carlos I y las ciudades. Como reacción frente a
las intrigas reales, estallaron en Castilla numerosas insurrecciones, se creó la Junta Santa de
Ávila y las ciudades unidas convocaron la Asamblea de las Cortes en Tordesillas, las cuales, el
20 de octubre de 1520, dirigieron al rey una «protesta contra los abusos». Éste respondió
privando a todos los diputados reunidos en Tordesillas de sus derechos personales. La guerra
civil se había hecho inevitable. Los comuneros llamaron a las armas: sus soldados, mandados
por Padilla, se apoderaron de la fortaleza de Torrelobatón, pero fueron derrotados finalmente
por fuerzas superiores en la batalla de Villalar, el 23 de abril de 1521. Las cabezas de los
principales «conspiradores» cayeron en el patíbulo, y las antiguas libertades de España
desaparecieron.
Diversas circunstancias se conjugaron en favor del creciente poder del absolutismo. La falta
de unión entre las diferentes provincias privó a sus esfuerzos del vigor necesario; pero Carlos
utilizó sobre todo el enconado antagonismo entre la clase de los nobles y la de los ciudadanos
para debilitar a ambas. Ya hemos mencionado que desde el siglo XIV la influencia de las
ciudades predominaba en las Cortes, y desde el tiempo de Fernando el Católico, la Santa
Hermandad había demostrado ser un poderoso instrumento en manos de las ciudades contra los
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Eso constituyó un golpe mortal para las Cortes, y desde entonces sus reuniones se redujeron a
la realización de una simple ceremonia palaciega. El tercer elemento de la antigua constitución
de las Cortes, a saber, el clero, alistado desde los tiempos de Fernando el Católico bajo la
bandera de la Inquisición, había dejado de identificar sus intereses con los de la España feudal.
Por el contrario, mediante la Inquisición, la Iglesia se había transformado en el más potente
instrumento del absolutismo.
Si después del reinado de Carlos I la decadencia de España, tanto en el aspecto político como
social, ha exhibido esos síntomas tan repulsivos de ignominiosa y lenta putrefacción que
presentó el Imperio Turco en sus peores tiempos, por lo menos en los de dicho emperador las
antiguas libertades fueron enterradas en una tumba magnífica. En aquellos tiempos Vasco
Núñez de Balboa izaba la bandera de Castilla en las costas de Darién, Cortés en México y
Pizarro en el Perú; entonces la influencia española tenía la supremacía en Europa y la
imaginación meridional de los iberos se hallaba entusiasmada con la visión de Eldorados, de
aventuras caballerescas y de una monarquía universal.
Así la libertad española desapareció en medio del fragor de las armas, de cascadas de oro y
de las terribles iluminaciones de los autos de fe.
Pero, ¿cómo podemos explicar el fenómeno singular de que, después de casi tres siglos de
dinastía de los Habsburgo, seguida por una dinastía borbónica -cualquiera de ellas harto
suficiente para aplastar a un pueblo-, las libertades municipales de España sobrevivan en mayor
o menor grado? ¿Cómo podemos explicar que precisamente en el país donde la monarquía
absoluta se desarrolló en su forma más acusada, en comparación con todos los otros Estados
feudales, la centralización jamás haya conseguido arraigar? La respuesta no es difícil. Fue en el
siglo XVI cuando se formaron las grandes monarquías. Éstas se edificaron en todos los sitios
sobre la base de la decadencia de las clases feudales en conflicto: la aristocracia y las ciudades.
Pero en los otros grandes Estados de Europa la monarquía absoluta se presenta como un centro
civilizador, como la iniciadora de la unidad social. Allí era la monarquía absoluta el laboratorio
en que se mezclaban y amasaban los varios elementos de la sociedad, hasta permitir a las
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ciudades trocar la independencia local y la soberanía medieval por el dominio general de las
clases medias y la común preponderancia de la sociedad civil. En España, por el contrario,
mientras la aristocracia se hundió en la decadencia sin perder sus privilegios más nocivos, las
ciudades perdieron su poder medieval sin ganar en importancia moderna.
Para nuestro actual propósito basta con recordar simplemente el hecho. A medida que la vida
comercial e industrial de las ciudades declinó, los intercambios internos se hicieron más raros,
la interrelación entre los habitantes de diferentes provincias menos frecuente, los medios de
comunicación fueron descuidados y las grandes carreteras gradualmente abandonadas. Así, la
vida local de España, la independencia de sus provincias y de sus municipios, la diversidad de
su configuración social, basada originalmente en la configuración física del país y desarrollada
históricamente en función de las formas diferentes en que las diversas provincias se
emanciparon de la dominación mora y crearon pequeñas comunidades independientes, se
afianzaron y acentuaron finalmente a causa de la revolución económica que secó las fuentes de
la actividad nacional. Y como la monarquía absoluta encontró en España elementos que por su
misma naturaleza repugnaban a la centralización, hizo todo lo que estaba en su poder para
impedir el crecimiento de intereses comunes derivados de la división nacional del trabajo y de
la multiplicidad de los intercambios internos, única base sobre la que se puede crear un sistema
uniforme de administración y de aplicación de leyes generales. La monarquía absoluta en
España, que solo se parece superficialmente a las monarquías absolutas europeas en general,
debe ser clasificada más bien al lado de las formas asiáticas de gobierno. España, como
Turquía, siguió siendo una aglomeración de repúblicas mal administradas con un soberano
nominal a su cabeza.
Así ocurrió que Napoleón, que, como todos sus contemporáneos, consideraba a España como
un cadáver exánime, tuvo una sorpresa fatal al descubrir que, si el Estado español estaba
muerto, la sociedad española estaba llena de vida y repleta, en todas sus partes, de fuerza de
resistencia.
Mediante el tratado de Fontainebleau había llevado sus tropas a Madrid; atrayendo con
engaños a la familia real a una entrevista en Bayona, había obligado a Carlos IV a anular su
abdicación y después a transferirle sus poderes; al mismo tiempo había arrancado ya a Fernando
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VII una declaración semejante. Con Carlos IV, su reina y el Príncipe de la Paz conducidos a
Compiègne, con Fernando VII y sus hermanos encerrados en el castillo de Valençay, Bonaparte
otorgó el trono de España a su hermano José, reunió una Junta española en Bayona y le
suministró una de sus Constituciones previamente preparadas. Al no ver nada vivo en la
monarquía española, salvo la miserable dinastía que había puesto bajo llaves, se sintió
completamente seguro de que había confiscado España. Pero pocos días después de su golpe de
mano recibió la noticia de una insurrección en Madrid, Cierto que Murat aplastó el
levantamiento matando cerca de mil personas; pero cuando se conoció esta matanza, estalló una
insurrección en Asturias que muy pronto englobó a todo el reino. Debe subrayarse que este
primer levantamiento espontáneo surgió del pueblo, mientras las clases «bien» se habían
sometido tranquilamente al yugo extranjero.
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