Cuadernillo Cuentos 1ero 2024-1

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Instituto Sagrado Corazón de Jesús

Cuadernillo de
cuentos
Prof.
Yanel Lazáry
Los dos reyes y los dos laberintos
Jorge Luis Borges

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días
hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les
mandó construir un laberinto tan complejo y sutil que los varones más prudentes no se
aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque
la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el
andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer
burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó
afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro
divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de
Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a
conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó
los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus
gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al
desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "¡Oh, rey del tiempo y sustancia y cifra del
siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras,
puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no
hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni
muros que te veden el paso." Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del
desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con Aquél que no muere.
Cuento policial
Marco Denevi

Rumbo a la tienda donde trabajaba como vendedor, un joven pasaba todos los días
por delante de una casa en cuyo balcón una mujer bellísima leía un libro. La mujer jamás le
dedicó una mirada. Cierta vez el joven oyó en la tienda a dos clientes que hablaban de
aquella mujer. Decían que vivía sola, que era muy rica y que guardaba grandes sumas de
dinero en su casa, aparte de las joyas y de la platería. Una noche el joven, armado de
ganzúa y de una linterna sorda, se introdujo sigilosamente en la casa de la mujer. La mujer
despertó, empezó a gritar y el joven se vio en la penosa necesidad de matarla. Huyó sin
haber podido robar ni un alfiler, pero con el consuelo de que la policía no descubriría al
autor del crimen. A la mañana siguiente, al entrar en la tienda, la policía lo detuvo. Azorado
por la increíble sagacidad policial, confesó todo. Después se enteraría de que la mujer
llevaba un diario íntimo en el que había escrito que el joven vendedor de la tienda de la
esquina, buen mozo y de ojos verdes, era su amante y que esa noche la visitaría.
FIN
El lago
Ray Bradbury

Un cielo a mi medida arrojado sobre el lago Michigan; sobre la arena amarilla,


algunos críos gritones botando pelotas; una o dos gaviotas, una madre criticona y yo
huyendo de una ola y encontrando este mundo nublado y húmedo.
Subí corriendo por la playa.
Mamá me frotó con una esponjosa toalla.
-Quédate aquí y sécate -dijo.
Me quedé allí y observé cómo el sol evaporaba las gotas de agua de mis brazos. Las
sustituí por carne de gallina.
-Hace viento -dijo mamá-. Ponte el suéter.
-Espera que vea mi carne de gallina -dije.
-Harold -dijo mamá.
Me embutí en el suéter y contemplé alzarse y caer las olas sobre la playa. Pero no
desmañadamente, sino adrede, con una especie de verde elegancia. Ni siquiera un hombre
borracho podría derrumbarse con la misma elegancia que aquellas olas.
Eran los últimos días de septiembre, cuando las olas se vuelven tristes sin ninguna
razón. Con sólo seis personas en ella, la playa aparecía demasiado larga y solitaria. Los
críos habían dejado de botar la pelota Porque también el viento los ponía tristes, silbando
como silbaba, y permanecían sentados, sintiendo avanzar el otoño por la larga playa.
Todos los puestos de perritos calientes estaban cerrados con maderas doradas,
clausurando los olores a mostaza, a cebolla y a carne, del largo y alegre verano. Era como
clavetear el verano dentro de una hilera de féretros. Uno tras otro, los puestos bajaron sus
toldos, cerraron con candados sus puertas, y el viento llegó y barrió la arena, borrando las
millones de huellas de pisadas de julio y agosto. Así era en septiembre, no quedaba nada
más que la señal de mis zapatillas de tenis, de goma, y los pies de Donald y Delaus
Schabold y su padre bajaron por la curva del agua.
Cortinas de arena soplaban sobre las aceras, y el tiovivo estaba tapado con lonas,
con todos los caballos paralizados entre el cielo y la tierra en sus barras de latón, mostrando
los dientes, galopando. Con sólo la música del viento deslizándose a través de la lona.
Yo estaba allí. Todos los demás estaban en la escuela. Yo no. Mañana estaría de
camino hacia el oeste, atravesando en un tren los Estados Unidos. Mamá y yo habíamos
llegado a la playa para pasar un último y breve momento.
Había algo en la soledad que me hizo desear alejarme.
-Mamá, quiero correr por la playa.
-De acuerdo, pero date prisa en volver, y no te acerques al agua.
Corrí. La arena giraba bajo mis pasos y el viento me levantaba. Ya se sabe cómo es
eso al correr, los brazos extendidos mientras se siente como velas entre los dedos, causadas
por el viento. Como alas.
Mamá apartada en la distancia, sentada. Pronto no fue más que una mota oscura y
yo me encontraba completamente solo. Permanecer solo es una novedad para un niño de
doce años. Está acostumbrado a verse siempre rodeado de gente. El único modo de estar
solo está en su mente. Por eso es que los niños se imaginan cosas tan fantásticas. Hay tantas
personas a su alrededor, diciéndoles lo que tienen que hacer y cómo, que los niños tienen
necesidad de escaparse a correr por aunque sólo sea en su mente, para encontrarse en su
propio mundo con sus propios valores diminutos.
De manera que yo estaba realmente solo.
Me metí en el agua y sentí el frío en el vientre. Antes, con la multitud, no me había
atrevido a mirar. Pero ahora… un hombre serrado por la mitad. Un mago. El agua es así. Se
siente como si uno estuviera serrado por la mitad, y que una parte se disuelve como si fuera
azucar. Agua fría, y de vez en cuando una ola que rompe elegantemente, con una
ostentación de encajes.
Pronuncié su nombre. La llamé una docena de veces:
-¡Tally! ¡Tally! ¡Oh, Tally!
Es curioso, pero uno espera respuestas a sus llamadas cuando es joven. Uno siente
que lo que piensa tiene que ser real. Y, a veces, quizá eso no es tan erróneo. Pensé en Tally,
nadando en el agua en el pasado mayo, con sus trenzas colgando, rubia. Se fue riéndose, y
el sol caía sobre sus pequeños hombros de doce años. Pensé en el agua que permanecía
quieta, en el salvavidas saltando al agua, en la madre de Tally gritando, y en que Tally
nunca salió…
-El salvavidas intentó convencer a Tally de que saliera, pero no salió. El salvavidas
regresó con sólo hebras de entre sus grandes dedos huesudos, y Tally desapareció. Ya no se
sentaría más frente a mí en la escuela, ni perseguiría la pelota en las losas de la calle las
noches de verano. Se había internado demasiado y el lago no le permitiría regresar.
Y ahora, en el solitario otoño, cuando el cielo era enorme y el agua era enorme y la
playa tan larga, yo había bajado por última vez, solo.
Grité su nombre una y otra vez.
-¡Tally! ¡Oh, Tally!
El viento soplaba suavemente en mis oídos, como sopla en la boca de las conchas
marinas, haciéndoles murmurar. El agua subió y se abrazó a mi pecho y luego a mis
rodillas, y subió y bajó, absorbiendo la arena bajo mis talones.
-¡Tally! ¡Oh, Tally, vuelve!
Yo sólo tenía doce años. Pero sabía lo mucho que amaba a Tally. Era ese amor
anterior a todo significado del cuerpo y de la moral. Era ese amor que estaba hecho de todos
los días calurosos pasados en la playa y de los tranquilos días en la escuela. Todos los
largos días de otoño de los pasados años, cuando yo le llevaba los libros a casa desde la
escuela.
-¡Tally!
Grité su nombre por última vez. Tirité. Sentí el agua en la cara y no supe cómo
había llegado allí. Las olas no habían subido a esa altura.
Volviéndome, me retiré a la arena y me quedé allí durante media hora, esperando un
destello, una señal, un pequeño indicio que me recordara a Tally. Luego, como una especie
de símbolo, me arrodillé e hice un castillo de arena, hermoso y alto, como los que Tally y
yo habíamos hecho tantas veces. Pero esta vez sólo hice la mitad. Luego me levanté.
-Tally, si me oyes, ven y haz tú lo que falta.
Empecé a caminar hacia la lejana mota que era mamá. El agua avanzó en círculos
sucesivos y se mezcló con la arena del castillo, desmoronándolo poco a poco en la
uniformidad original.
No pude evitar pensar que no hay castillos que uno edifique en la vida que alguna
ola no desmorone.
Subí silenciosamente por la playa.
Un tiovivo, a lo lejos, cascabeleaba débilmente, pero era sólo el viento.
Salí en el tren al día siguiente.
Atravesamos los campos de trigo de Illinois. El tren tiene escasa memoria. Pronto lo
deja todo atrás. Olvida los ríos de la niñez, los puentes, los lagos, los valles, las casas de
campo, los dolores y alegrías. Los va esparciendo detrás y se hunden en el horizonte.
Mis huesos se alargaron y se cubrieron de carne; mi mente se cambió en otra más
vieja; me despojé de lo que ya no era apropiado; cambié la escuela primaria por el instituto,
y los libros del colegio por los libros de Derecho. Y entonces hubo una joven en
Sacramento y hubo palabras y besos.
Continué con mis estudios de Derecho. Tenía a la sazón veintidós años y casi había
olvidado cómo era el Este.
Margaret sugirió que nuestro aplazado viaje de luna de miel fuera en esa dirección.
El tren actúa en dos sentidos, como la memoria. Devuelve rápidamente todas
aquellas cosas que uno dejó atrás hace muchos años.
Lake Bluff, una ciudad de diez mil habitantes, surgió perfilada contra el cielo.
Margaret estaba encantadora con su precioso vestido nuevo. Se dedicó a observarme al
tiempo que yo miraba mi viejo mundo. Sus fuertes y blancas manos sujetaron las mías
mientras el tren se deslizaba en la estación de Bluff y sacaban nuestro equipaje.
¡Hay que ver lo que cambian los años los rostros y cuerpos de las personas! Cuando
paseamos por la ciudad, cogidos del brazo, no reconocí a nadie. Había rostros que traían
recuerdos. Recuerdos de excursiones por barrancos. Rostros con pequeñas risas,
procedentes de escuelas primarias ya cerradas, y columpiándose en balancines, y subiendo
y bajando en subibajas. Pero no hablé. Me limité a pasear y mirar y llenarme de aquellos
recuerdos, como hojas amontonadas en otoño para ser quemadas.
Pasamos allí días felices. Dos semanas en total, volviendo a visitar juntos todos los
lugares. Pensé que amaba mucho a Margaret. Por lo menos pensé que la amaba.
Era uno de los últimos días y habíamos bajado a pasear por la costa. El año no
estaba tan avanzado como aquel de hacía muchos años, pero en la playa se advertían las
primeras señales de abandono. La gente se dispersaba, varios de los puestos de perritos
calientes habían cerrado y el viento, como siempre, zumbaba.
Casi vi a mamá sentada en la arena tal como solía sentarse. De nuevo tenía el
sentimiento de querer estar solo. Pero no podía decidirme a decírselo a Margaret. Me limité
a cogerme a ella y esperé.
Era tarde. La mayor parte de los niños se había ido a casa, Y sólo unos pocos
hombres y mujeres permanecían tomando el sol, acariciados por el viento.
La barca del salvavidas subió a la orilla. El salvavidas salió de ella con algo en los
brazos.
Me estremecí. Contuve la respiración y me sentí pequeño, sólo con doce años, muy
pequeño, muy infinitesimal. y asustado. El viento aullaba. No veía a Margaret. Sólo podía
ver la playa, al salvavidas emergiendo lentamente de su barca con un saco gris en las
manos, no muy pesado, y su cara, casi tan gris y arrugada.
-Quédate aquí, Margaret -dije, sin saber por qué lo decía.
-Pero ¿por qué?

-Quédate aquí, eso es todo…


Bajé lentamente por la arena hacia donde estaba el salvavidas. El hombre me miró.
-¿Qué es eso? -le pregunté.
El salvavidas se quedó mirándome durante un largo rato, sin poder hablar. Dejó el
saco gris en la arena -el agua murmuró a su alrededor- y retrocedió.
-¿Qué es? -insistí.
-Está muerta -dijo el salvavidas tranquilamente.
Esperé.
-Raro -dijo él en voz baja-. La cosa más rara que he visto jamás. Lleva muerta…
mucho tiempo.
Repetí sus palabras.
-¿Mucho tiempo?
-Diez años, diría yo-. Este año no se ha ahogado ningún niño. Desde 1933 se han
ahogado aquí doce niños, pero recuperamos los cuerpos de todos ellos a las pocas horas. De
todos menos de uno, que yo recuerde. Este cuerpo, que debe de llevar diez años en el agua.
No es… agradable.
-Abra el saco -dije, sin saber por qué.
El viento era más fuere. El salvavidas toqueteó el saco torpemente.
-Me parece que es una niña pequeña, porque todavía lleva trenzas. No hay mucho
más que decir.
-¡Vamos, ábralo! -grité.
-Es mejor que no lo haga -dijo, y quizá vio el aspecto de mi rostro-. Era una niña
pequeña…
Abrió el saco lo justo.
La playa estaba desierta. Solamente el cielo y el viento y el agua y el otoño. La miré.
Dije algo, una y otra vez. El salvavidas me miró.
-¿Dónde la encontró? -pregunté.
-Abajo, en la playa, en agua profunda. Es mucho, mucho tiempo para ella, ¿verdad?
Sacudí la cabeza.
-Sí, lo es. Oh, Dios, sí lo es.
Las personas crecen, pensé. Yo he crecido. Pero ella no ha cambiado. Ella es todavía
pequeña. Ella es todavía joven. La muerte no permite crecer ni cambiar. Ella es todavía
joven. Todavía tiene el pelo rubio. Será siempre joven, y yo la amaré siempre, oh Dios, la
amaré siempre.
El salvavidas ató el saco de nuevo.
Pocos minutos después, yo paseaba solo por la playa. Encontré algo que
verdaderamente no esperaba.
-Este es el lugar donde el salvavidas descubrió su cuerpo -me dije a mí mismo.
Allí, al borde del agua, permanecía el castillo de arena, sólo a medio construir. Tally
y yo solíamos hacer castillos. Ella, medio. Y yo, medio.
Lo miré. Allí era donde habían encontrado a Tally. Me arrodillé junto al castillo de
arena y vi las pequeñas huellas de pies que procedían del lago y que volvían al lago de
nuevo… y no retornaban nunca.

Entonces… me di cuenta.
-Te ayudaré a acabarlo -dije.
Así lo hice. Construí el resto del castillo muy lentamente y luego, levantándome, me
di la vuelta y me alejé para no ver cómo se desmoronaba en las olas, como todas las cosas
se desmoronan.
Volví por la playa hacia donde una mujer extraña llamada Margaret me esperaba,
sonriendo…
¡Felicidades, querida!
Alfredo Cardona Peña

Se encendió el ojo verde del visiófono y Josefina vio a su amiga que le hablaba
desde Nueva York. –Felicidades, querida- dentro de veinte minutos llegaremos, pues hemos
alquilado un taxicohete. ¿Cómo está el tiempo en México? -Más transparente que el aire,
Lucy. Aquí en nuestra casa de la cima del Izxtaccihatl, se está mejor que en Acapulco. –Te
envidio, en cambio, nosotros no podemos prescindir de las odiosas escafandras: estamos
bajo muchas rayas bajo cero. -Bueno, no se tarden. El ojo verde se apagó. Minutos después,
la hermana de Josefina con su marido y dos amigos íntimos tomaban cócteles, que servía un
camarero metálico. Rebozaba alegría y, sobre todo, juventud, una juventud rozagante y
parlanchina, completamente extrovertida. Por lo que respecta a los hombres, se portaban
como muchachos. Los cutis de ellas eran tersos, y sus anatomías, femeninamente perfectas.
Los de ellos, rosados, con maquillajes tan varoniles tan difíciles de notar. Llegó el momento
de rodear la mesa, en cuyo centro un enorme pastel, en forma de barco con sus velas
iluminadas, resplandecía como araña de catedral antigua. En honor a Josefina cantaron el
happy birthday to you y “Estas son las mañanitas”. Luego la cumpleañera, emocionada,
enjugándose una lágrima que no pudo reprimir, hizo funcionar el diminuto extintor de pilas,
y todas las velas se apagaron. Risas, risas y abrazos, besos y más congratulaciones. Hacia la
madrugada el grupo se dispersó, volando en sus taxicohetes. Josefina quedó sola y antes de
retirarse a dormir recorrió con la mirada la mesa, las flores desparramadas, los restos del
enorme pastel que en ese momento recogía el criado robot con su montacargas doméstico.
Josefina subió cansadamente la escalera, entró en su cuarto y comenzó a desvestirse. Fue
quitándose la piel, toda la piel, que cubría su cuerpo en una malla de color carne palpitante
y luego depositó en un alhajero sus pestañas, sus dientes, sus ojos, sus labios, sus pechos,
sus cabellos y sus uñas. - ¡Quién lo diría! –murmuró suspirando, mientras en la penumbra
se recortaba su figura putrefacta-. Hoy he apagado las doscientas velitas de mi cumpleaños.
Y se metió en el lecho, como una momia romántica, como una rosa que había sido
maravillosamente disecada. Todas sus amistades, allá en Nueva York, hicieron lo mismo,
dejando a un lado de la cama máscaras y pieles, mientras la aurora de dorados cabellos
avanzaba con un día recién nacido entre sus brazos.
Cordero asado
Roald Dahl

La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de
mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos
vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente.
Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.
De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente
para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía
un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera
tranquilidad. Su piel -estaba en el sexto mes del embarazohabía adquirido un maravilloso
brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros
que antes.
Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos
más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la
puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura.
Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en
cuanto entrara. -¡Hola, querido! -dijo ella. -¡Hola! -contestó él.
Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte
para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido
enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los
cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella ésta era una hora
maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la
primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su
compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir -
como siente un bañista al calor del sol- la influencia que él irradiaba sobre ella cuando
estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su
manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa
intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente
cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba
un poco.
-¿Cansado, querido? -Sí -respondió él-, estoy cansado.
Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de
una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar. Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el
ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se
levantó lentamente para servirse otro vaso.
-Yo te lo serviré -dijo ella, levantándose. -Siéntate -dijo él secamente.
Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.
-Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? -Le observó mientras él bebía el
whisky-. Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú,
que le hagan andar todo el día -dijo ella.
Él no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura.
Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal.
-Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es
jueves.
-No -dijo él.
-Si estás demasiado cansado para comer fuera -continuó ella-, no es tarde para que
lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que no tengas
que moverte de la silla.
Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de
asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.
-Bueno -agregó ella-, te sacaré queso y unas galletas.
-No quiero -dijo él.
Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.
-Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de
cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en la nevera.
-No me apetece -dijo él.
-¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece. Se
levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.
-Siéntate -dijo él-, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella empezó a
sentirse atemorizada -. Vamos -dijo él-, siéntate. Se sentó de nuevo en su silla, mirándole
todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos. Él había acabado su segundo vaso y
tenía los ojos bajos.
-Tengo algo que decirte.
-¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa?
Él se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal
forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la
boca en la oscuridad.
-Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo -dijo-, pero lo he pensado
bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero que no me
lo reproches demasiado.
Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se
movió en todo el tiempo, observándolo con una especie de terror mientras él se iba
separando de ella más y más, a cada palabra.
-Eso es todo -añadió-, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro
modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero no
hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para mi carrera.
Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió
que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si
continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego, cuando hubiera pasado algún
tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido.
-Prepararé la cena -dijo con voz ahogada. Esta vez él no contestó. Mary se levantó y
cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de náuseas y mareo. Actuaba como un
autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y metió la mano en el congelador, sacando
el primer objeto que encontró. Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo
desenvolvió y lo miró de nuevo.
Era una pierna de cordero.
Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y al
entrar en el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a
ella.
Se detuvo.
-Por el amor de Dios -dijo él al oírla, sin volverse-, no hagas cena para mí. Voy a
salir.
En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos veces
levantó la pierna de cordero congelada y le golpeó en la parte trasera de la cabeza tan fuerte
como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedió un paso,
esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él quedó tambaleándose unos segundos
antes de caer pesadamente en la alfombra.
La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la
ayudaron a salir de su ensimismamiento. Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y
confusa, y se quedó por unos momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando
entre sus dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle.
«Bien -se dijo a sí misma-, ya lo has matado.»
Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como esposa
de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad
sería un descanso. Pero por otra parte. ¿Y el niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas
que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos, madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno
mes? ¿Qué hacían? Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.
Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro.
Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su
cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intentó sonreír, pero le salió
una mueca. Lo volvió a intentar. -Hola, Sam -dijo en voz alta. La voz sonaba rara también-.
Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes. Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz
iban mejorando. Lo ensayó varias veces. Luego bajó, cogió el abrigo y salió a la calle por la
puerta trasera del jardín.
Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles. -Hola, Sam
-dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador. -¡Oh, buenas
noches, señora Maloney! ¿Cómo está?
-Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.
El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.
-Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche -le dijo-.
Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa.
-¿Quiere carne, señora Maloney?
-No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero. -¡Oh! -No me
gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted cree que saldrá
bien? Personalmente -dijo el tendero-, no creo que haya ninguna diferencia. ¿Quiere estas
patatas de Idaho?
-¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas.
-¿Nada más? -El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía-. ¿Y para
después? ¿Qué le va a dar luego?
-Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?
El hombre echó una mirada a la tienda. -¿Qué le parece una buena porción de pastel
de queso? Sé que le gusta a Patrick.
-Magnífico -dijo ella-, le encanta. Cuando todo estuvo empaquetado y pagado,
sonrió agradablemente y dijo: -Gracias, Sam. Buenas noches. Ahora, se decía a sí misma al
regresar, iba a reunirse con su marido, que la estaría esperando para cenar; y debía cocinar
bien y hacer comida sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la
casa encontraba algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica
de dolor y de miedo. ¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar nada.
Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las verduras un jueves por la
tarde para preparar la cena a su marido.
«Eso es -se dijo a sí misma-, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas
de esta manera, no habrá necesidad de fingir.» Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la
puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y sonriendo. -¡Patrick! -llamó-, ¿dónde
estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en el cuarto de estar. Cuando le vio en
el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero
golpe para ella.
Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su
cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir.
Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de
Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó: -¡Pronto! ¡Vengan en
seguida!
¡Patrick ha muerto! -¿Quién habla? -La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.
¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto? -Creo que sí -gimió ella-. Está tendido en el
suelo y me parece que está muerto. -Iremos en seguida -dijo el hombre.
El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a
los dos en seguida -en realidad conocía a casi todos los del distrito- y se echó en los brazos
de Jack Nooan, llorando histéricamente. El la llevó con cuidado a una silla y luego fue a
reunirse con el otro, que se llamaba O’Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo
inmóvil. -¿Está muerto? -preguntó ella. -Me temo que sí… ¿qué ha ocurrido?
Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo
encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pequeña
herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a O’Malley y éste,
levantándose, fue derecho al teléfono.
Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de
los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo de la Policía que tomó algunos
planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se oían cuchicheos por la
habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No
obstante, siempre la trataron con amabilidad.
Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó
ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que había
puesto la carne en el horno -allí estaba, asándose- y se había marchado a la tienda de
comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había encontrado tendido en el suelo.
-¿A qué tienda ha ido usted? -preguntó uno de los detectives. Se lo dijo, y entonces
el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro detective, que salió inmediatamente
a la calle. «…, parecía normal…, muy contenta…, quería prepararle una buena cena…,
guisantes…, pastel de queso…, imposible que ella…»
Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos
hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las
huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron. Fueron muy amables con
ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su hermana, quizá,
o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría.
-No -dijo ella. No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en
aquel momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase mejor?
Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.
-Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? -preguntó Jack Nooan.
-No -dijo ella. Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se
sintiera mejor, se levantaría. La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su
misión. De vez en cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan
le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un golpe en la
cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el
arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de que
la hubiera tirado o escondido en alguna parte.
-Es la vieja historia -dijo él-, encontraremos el arma y tendremos al criminal.
Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.
-¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? -le preguntó-.
¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrón de
metal?
-No tenemos jarrones de metal -dijo ella.
-¿Y un atizador?
-No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje. La búsqueda
continuó. Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la
grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana.
Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de la chimenea.
Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse fatigados.
-Jack -dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado-, ¿me quiere servir una
bebida?
-Sí, claro. ¿Quiere whisky?
-Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso. -¿Por qué no se
sirve usted otro? -dijo ella-; debe de estar muy cansado; por favor, hágalo, se ha portado
muy bien conmigo.
-Bueno -contestó él-, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir
trabajando.
Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco
incómodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras. El
sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo: -Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que
tiene el horno encendido y la carne dentro?
-¡Dios mío! -gritó ella-. ¡Es verdad!
-¿Quiere que vaya a apagarlo?
-¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.
Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos
ojos.
-Jack Nooan -dijo.
-¿Sí?
-¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?
-Si está en nuestras manos, señora Maloney…
-Bien -dijo ella-. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de
encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que ha
pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria esté, nunca me perdonaría que
estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero que
está en el horno? Ya estará completamente asado.
-Ni pensarlo -dijo el sargento Nooan.
-Por favor -pidió ella-, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había
en la casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un favor si se lo
comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.
Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina
y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta entreabierta.
Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de comida.
-¿Quieres más, Charlie?
-No, será mejor que no lo acabemos.
-Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor.
-Bueno, dame un poco más.
-Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre
Patrick —decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas.
-Por eso debería ser fácil de encontrar.
-Eso es lo que a mí me parece.
-Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo del
necesario.
Uno de ellos eructó: -Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.
Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?
En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.
La miel silvestre
Horacio Quiroga

Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce años, y a
consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica empresa de abandonar
su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos leguas de la ciudad. Allí vivirían
primitivamente de la caza y la pesca. Cierto es que los dos muchachos no se habían
acordado particularmente de llevar escopetas ni anzuelos; pero, de todos modos, el bosque
estaba allí, con su libertad como fuente de dicha y sus peligros como encanto.
Desgraciadamente, al segundo día fueron hallados por quienes los buscaban.
Estaban bastante atónitos todavía, no poco débiles, y con gran asombro de sus hermanos
menores — iniciados también en Julio Verne— sabían andar aún en dos pies y recordaban
el habla.
La aventura de los dos robinsones, sin embargo, fuera acaso más formal a haber
tenido como teatro otro bosque menos dominguero. Las escapatorias llevan aquí en
Misiones a límites imprevistos, y a ello arrastró a Gabriel Benincasa el orgullo de sus
stromboot.
Benincasa, habiendo concluido sus estudios de contaduría pública, sintió fulminante
deseo de conocer la vida de la selva. No fue arrastrado por su temperamento, pues antes
bien Benincasa era un muchacho pacífico, gordinflón y de cara rosada, en razón de su
excelente salud. En consecuencia, lo suficiente cuerdo para preferir un té con leche y
pastelitos a quién sabe qué fortuita e infernal comida del bosque. Pero así como el soltero
que fue siempre juicioso cree de su deber, la víspera de sus bodas, despedirse de la vida
libre con una noche de orgía en componía de sus amigos, de igual modo Benincasa quiso
honrar su vida aceitada con dos o tres choques de vida intensa. Y por este motivo
remontaba el Paraná hasta un obraje, con sus famosos stromboot.
Apenas salido de Corrientes había calzado sus recias botas, pues los yacarés de la
orilla calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el contador público cuidaba mucho de su
calzado, evitándole arañazos y sucios contactos.
De este modo llegó al obraje de su padrino, y a la hora tuvo éste que contener el
desenfado de su sobrino.
—¿Adónde vas ahora? —le había preguntado sorprendido.
—Al monte; quiero recorrerlo un poco —repuso Benincasa, que acababa de colgarse
el winchester al hombro.
—¡Pero, infeliz! No vas a poder dar un paso. Sigue la picada, si quieres... O mejor
deja esa arma y mañana te haré acompañar por un peón.
Benincasa renunció a su paseo. No obstante, fue hasta la vera del bosque y se
detuvo. Intentó vagamente un paso adentro, y quedó quieto. Metióse las manos en los
bolsillos y miró detenidamente aquella inextricable maraña, silbando débilmente aires
truncos. Después de observar de nuevo el bosque a uno y otro lado, retornó bastante
desilusionado.
Al día siguiente, sin embargo, recorrió la picada central por espacio de una legua, y
aunque su fusil volvió profundamente dormido, Benincasa no deploró el paseo. Las fieras
llegarían poco a poco.
Llegaron éstas a la segunda noche —aunque de un carácter un poco singular.
Benincasa dormía profundamente, cuando fue despertado por su padrino.
—¡Eh, dormilón! Levántate que te van a comer vivo.
Benincasa se sentó bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los tres faroles
de viento que se movían de un lado a otro en la pieza. Su padrino y dos peones regaban el
piso.
—¿Qué hay, qué hay?—preguntó echándose al suelo.
—Nada... Cuidado con los pies... La corrección.
Benincasa había sido ya enterado de las curiosas hormigas a que llamamos
corrección. Son pequeñas, negras, brillantes y marchan velozmente en ríos más o menos
anchos. Son esencialmente carnívoras. Avanzan devorando todo lo que encuentran a su
paso: arañas, grillos, alacranes, sapos, víboras y a cuanto ser no puede resistirles. No hay
animal, por grande y fuerte que sea, que no haya de ellas. Su entrada en una casa supone la
exterminación absoluta de todo ser viviente, pues no hay rincón ni agujero profundo donde
no se precipite el río devorador. Los perros aúllan, los bueyes mugen y es forzoso
abandonarles la casa, a trueque de ser roídos en diez horas hasta el esqueleto. Permanecen
en un lugar uno, dos, hasta cinco días, según su riqueza en insectos, carne o grasa. Una vez
devorado todo, se van.
No resisten, sin embargo, a la creolina o droga similar; y como en el obraje abunda
aquélla, antes de una hora el chalet quedó libre de la corrección.
Benincasa se observaba muy de cerca, en los pies, la placa lívida de una mordedura.
—¡Pican muy fuerte, realmente! —dijo sorprendido, levantando la cabeza hacia su padrino.
Éste, para quien la observación no tenía ya ningún valor, no respondió, felicitándose, en
cambio, de haber contenido a tiempo la invasión. Benincasa reanudó el sueño, aunque
sobresaltado toda la noche por pesadillas tropicales.
Al día siguiente se fue al monte, esta vez con un machete, pues había concluido por
comprender que tal utensilio le sería en el monte mucho más útil que el fusil. Cierto es que
su pulso no era maravilloso, y su acierto, mucho menos. Pero de todos modos lograba trozar
las ramas, azotarse la cara y cortarse las botas; todo en uno.
El monte crepuscular y silencioso lo cansó pronto. Dábale la impresión —exacta por
lo demás— de un escenario visto de día. De la bullente vida tropical no hay a esa hora más
que el teatro helado; ni un animal, ni un pájaro, ni un ruido casi. Benincasa volvía cuando
un sordo zumbido le llamó la atención. A diez metros de él, en un tronco hueco, diminutas
abejas aureolaban la entrada del agujero. Se acercó con cautela y vio en el fondo de la
abertura diez o doce bolas oscuras, del tamaño de un huevo.
—Esto es miel —se dijo el contador público con íntima gula—. Deben de ser
bolsitas de cera, llenas de miel...
Pero entre él —Benincasa— y las bolsitas estaban las abejas. Después de un
momento de descanso, pensó en el fuego; levantaría una buena humareda. La suerte quiso
que mientras el ladrón acercaba cautelosamente la hojarasca húmeda, cuatro o cinco abejas
se posaran en su mano, sin picarlo. Benincasa cogió una en seguida, y oprimiéndole el
abdomen, constató que no tenía aguijón. Su saliva, ya liviana, se clarifico en melífica
abundancia. ¡Maravillosos y buenos animalitos!
En un instante el contador desprendió las bolsitas de cera, y alejándose un buen
trecho para escapar al pegajoso contacto de las abejas, se sentó en un raigón. De las doce
bolas, siete contenían polen. Pero las restantes estaban llenas de miel, una miel oscura, de
sombría transparencia, que Benincasa paladeó golosamente. Sabía distintamente a algo. ¿A
qué? El contador no pudo precisarlo. Acaso a resina de frutales o de eucaliptus. Y por igual
motivo, tenía la densa miel un vago dejo áspero. ¡Más qué perfume, en cambio!
Benincasa, una vez bien seguro de que cinco bolsitas le serían útiles, comenzó. Su
idea era sencilla: tener suspendido el panal goteante sobre su boca. Pero como la miel era
espesa, tuvo que agrandar el agujero, después de haber permanecido medio minuto con la
boca inútilmente abierta. Entonces la miel asomó, adelgazándose en pesado hilo hasta la
lengua del contador.
Uno tras otro, los cinco panales se vaciaron así dentro de la boca de Benincasa. Fue
inútil que éste prolongara la suspensión, y mucho más que repasara los globos exhaustos;
tuvo que resignarse.
Entre tanto, la sostenida posición de la cabeza en alto lo había mareado un poco.
Pesado de miel, quieto y los ojos bien abiertos, Benincasa consideró de nuevo el monte
crepuscular. Los árboles y el suelo tomaban posturas por demás oblicuas, y su cabeza
acompañaba el vaivén del paisaje.
—Qué curioso mareo... —pensó el contador. Y lo peor es...
Al levantarse e intentar dar un paso, se había visto obligado a caer de nuevo sobre el
tronco. Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo las piernas, como si estuvieran inmensamente
hinchadas. Y los pies y las manes le hormigueaban.
—¡Es muy raro, muy raro, muy raro! —se repitió estúpidamente Benincasa, sin
escudriñar, sin embargo, el motivo de esa rareza. Como si tuviera hormigas... La corrección
—concluyó.
Y de pronto la respiración se le cortó en seco, de espanto. —¡Debe ser la miel!... ¡Es
venenosa!... ¡Estoy envenenado!
Y a un segundo esfuerzo para incorporarse, se le erizó el cabello de terror; no había
podido ni aun moverse. Ahora la sensación de plomo y el hormigueo subían hasta la
cintura. Durante un rato el horror de morir allí, miserablemente solo, lejos de su madre y
sus amigos, le cohibió todo medio de defensa.
—¡Voy a morir ahora!... ¡De aquí a un rato voy a morir!... no puedo mover la
mano!... En su pánico constató, sin embargo, que no tenía fiebre ni ardor de garganta, y el
corazón y pulmones conservaban su ritmo normal. Su angustia cambió de forma.
—¡Estoy paralítico, es la parálisis! ¡Y no me van a encontrar!...
Pero una visible somnolencia comenzaba a apoderarse de él, dejándole íntegras sus
facultades, a lo por que el mareo se aceleraba. Creyó así notar que el suelo oscilante se
volvía negro y se agitaba vertiginosamente. Otra vez subió a su memoria el recuerdo de la
corrección, y en su pensamiento se fijó como una suprema angustia la posibilidad de que
eso negro que invadía el suelo...
Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese último espanto, y de pronto lanzó un grito,
un verdadero alarido, en que la voz del hombre recobra la tonalidad del niño aterrado: por
sus piernas trepaba un precipitado río de hormigas negras. Alrededor de él la corrección
devoradora oscurecía el suelo, y el contador sintió, por bajo del calzoncillo, el río de
hormigas carnívoras que subían.
Su padrino halló por fin, dos días después, y sin la menor partícula de carne, el
esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La corrección que merodeaba aún por allí, y las
bolsitas de cera, lo iluminaron suficientemente.
No es común que la miel silvestre tenga esas propiedades narcóticas o paralizantes,
pero se la halla. Las flores con igual carácter abundan en el trópico, y ya el saber de la miel
denuncia en la mayoría de los casos su condición; tal el dejo a resina de eucaliptus que
creyó sentir Benincasa.
La pieza ausente
Pablo de Santis

Comencé a coleccionar rompecabezas cuando tenía quince años. Hoy no hay nadie en esta
ciudad –dicen– más hábil que yo para armar esos juegos que exigen paciencia y obsesión.
Cuando leí en el diario que habían asesinado a Nicolás Fabbri, adiviné que pronto sería
llamado a declarar. Fabbri era Director del Museo del Rompecabezas. Tuve razón: a las
doce de la noche la llamada de un policía me citó al amanecer en las puertas del museo. Me
recibió un detective alto, que me tendió la mano distraídamente mientras decía su nombre
en voz baja –Lainez– como si pronunciara una mala palabra. Le pregunté por la causa de la
muerte: “Veneno” dijo entre dientes. Me llevó hasta la sala central del Museo, donde está el
rompecabezas que representa el plano de la ciudad, con dibujos de edificios y monumentos.
Mil veces había visto ese rompecabezas: nunca dejaba de maravillarme. Era tan complicado
que parecía siempre nuevo, como si, a medida que la ciudad cambiaba, manos secretas
alteraran sus innumerables fragmentos. Noté que faltaba una pieza. Lainez buscó en su
bolsillo. Sacó un pañuelo, un cortaplumas, un dado, y al final apareció la pieza. “Aquí la
tiene. Encontramos a Fabbri muerto sobre el rompecabezas. Antes de morir arrancó esta
pieza. Pensamos que quiso dejarnos una señal”. Miré la pieza. En ella se dibujaba el
edificio de una biblioteca, sobre una calle angosta. Se leía, en letras diminutas, Pasaje La
Piedad. –Sabemos que Fabbri tenía enemigos –dijo Lainez–. Coleccionistas resentidos,
como Santandrea, varios contrabandistas de rompecabezas, hasta un ingeniero loco,
constructor de juguetes, con el que se peleó una vez. –Troyes –dije–. Lo recuerdo bien. –
También está Montaldo, el vicedirector del Museo, que quería ascender a toda costa.
¿Relaciona a alguno de ellos con esa pieza? –Dije que no. – ¿Ve la B mayúscula, de
Biblioteca? Detuvimos a Benveniste, el anticuario, pero tenía una buena coartada. También
combinamos las letras de La Piedad buscando anagramas. Fue inútil. Por eso pensé en
usted. Miré el tablero: muchas veces había sentido vértigo ante lo minucioso de esa pasión,
pero por primera vez sentí el peso de todas las horas inútiles. El gigantesco rompecabezas
era un monstruoso espejo en el que ahora me obligaban a reflejarme. Solo los hombres
incompletos podíamos entregarnos a aquella locura. Encontré (sin buscarla, sin interesarme)
la solución. –Llega un momento en el que los coleccionistas ya no vemos las piezas.
Jugamos en realidad con huecos, con espacios vacíos. No se preocupe por las inscripciones
en la pieza que Fabbri arrancó: mire mejor la forma del hueco. Lainez miró el punto vacío
en la ciudad parcelada: leyó entonces la forma de una M. Montaldo fue arrestado de
inmediato. Desde entonces, cada mes me envía por correo un pequeño rompecabezas que
fabrica en la prisión con madera y cartones. Siempre descubro, al terminar de armarlos, la
forma de una pieza ausente, y leo en el hueco la inicial de mi nombre.
FEROZ
Paz Monserrat Revillo

En el pueblo no se habla de otra cosa que de la preocupante plaga de Caperucitas


que asola nuestros bosques.

Desde que desapareció su depredador natural las de rojo provocan accidentes,


destrozan los huertos y remueven la tierra buscando raíces después de la lluvia. Por las
noches merodean por los polígonos industriales y se acercan a los límites de la ciudad para
hurgar en los contenedores de basura.

Algunos municipios organizan batidas clandestinas que reúnen a los habitantes más
siniestros de la comunidad.

Cada vez que los ecologistas proponen reintroducir el lobo ibérico, los ganaderos
salen a la calle con escopetas y garrotes.

Mientras tanto, ellas deambulan en pequeños grupos, con la mirada alucinada y


mostrando una maraña de pelo color miel bajo sus harapientas caperuzas. Si se les acorrala
cuando van con sus crías-esas deliciosas y pálidas criaturas-se revuelven y atacan con
ferocidad.

En el bar yo no me pronuncio sobre el asunto, pero estoy haciendo mucho más que
todos esos charlatanes para solucionar el problema. Cada veintiocho días, siguiendo mi
naturaleza, acudo al llamado de la luna llena. Me muerdo el aullido que brota de mis
entrañas, y salgo de cacería.
El árbol de lilas
María Teresa Andruetto

Para Alberto

Uno

Él se sentó a esperar bajo la sombra de un árbol florecido de lilas.


Pasó un señor rico y le preguntó: ¿Qué hace sentado bajo este árbol, en vez de
trabajar y hacer dinero? Y el hombre le contestó: Espero.
Pasó una mujer hermosa y le preguntó: ¿Qué hace sentado bajo este árbol, en vez de
conquistarme? Y el hombre le contestó: Espero.
Pasó un niño y le preguntó: ¿Qué hace usted, señor, sentado bajo este árbol, en vez
de jugar? Y el hombre le contestó: Espero.
Pasó la madre y le preguntó: ¿Qué hace este hijo mío, sentado bajo un árbol, en vez
de ser feliz? Y el hombre le contestó: Espero.

Dos

Ella salió de su casa. Cruzó la calle, atravesó la plaza y pasó junto al árbol florecido
de lilas.
Miró rápidamente al hombre. Al árbol. Pero no se detuvo. Había salido a buscar, y
tenía prisa.
El la vio pasar, alejarse, volverse pequeña, desaparecer.
Y se quedó mirando el suelo nevado de lilas.
Ella fue por el mundo a buscar. Por el mundo entero.
En el Este había un hombre con las manos de seda.
Ella preguntó: ¿Sos el que busco?
Lo siento, pero no, dijo el hombre con las manos de seda. Y se marchó.
En el Norte había un hombre con los ojos de agua.
Ella preguntó: ¿Sos el que busco? No lo creo, me voy, dijo el hombre con los ojos
de agua. Y se marchó.
En el Oeste había un hombre con los pies de alas. Ella preguntó: ¿Sos el que busco?
Te esperaba hace tiempo, ahora no, dijo el hombre con los pies de alas. Y se
marchó.
En el Sur había un hombre con la voz quebrada.
Ella preguntó: ¿Sos el que busco?
No, no soy yo, dijo el hombre con la voz quebrada. Y se marchó.
Tres

Ella siguió por el mundo buscando, por el mundo entero.


Una tarde, subiendo una cuesta, encontró a una gitana. La gitana la miró y le dijo: El
que buscas espera, bajo un árbol, en una plaza.
Ella recordó al hombre con los ojos de agua, al que tenía las manos de seda, al de los
pies de alas y al que tenía la voz quebrada. Y después se acordó de una plaza, de un árbol
que tenía flores lilas, y del hombre que estaba sentado a su sombra.
Entonces se volvió sobre sus pasos, bajó la cuesta, y atravesó el mundo. El mundo
entero. Llegó a su pueblo, cruzó la plaza, caminó hasta el árbol y le preguntó al hombre que
estaba sentado a su sombra: ¿Qué hacés aquí, sentado bajo este árbol?
Y el hombre dijo con la voz quebrada: Te espero. Después él levantó la cabeza y
ella vio que tenía los ojos de agua, la acarició y ella supo que tenía las manos de seda, la
llevó a volar y ella supo que tenía también los pies de alas.
Las medias de los flamencos
Horacio Quiroga

Cierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y a los sapos, a los
flamencos, y a los yacarés y a los pescados. Los pescados, como no caminan, no pudieron
bailar; pero siendo el baile a la orilla del río los pescados estaban asomados a la arena, y
aplaudían con la cola.
Los yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un collar de
bananas, y fumaban cigarros paraguayos. Los sapos se habían pegado escamas de pescado
en todo el cuerpo, y caminaban meneándose, como si nadaran. Y cada vez que pasaban
muy serios por la orilla del río, los pescados les gritaban haciéndoles burla.
Las ranas se habían perfumado todo el cuerpo, y caminaban en dos pies. Además,
cada una llevaba colgada, como un farolito, una luciérnaga que se balanceaba.
Pero las que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas, sin excepción, estaban
vestidas con traje de bailarina, del mismo color de cada víbora. Las víboras coloradas
llevaban una pollerita de tul colorado; las verdes, una de tul verde; las amarillas, otra de tul
amarillo; y las yararás, una pollerita de tul gris pintada con rayas de polvo de ladrillo y
ceniza, porque así es el color de las yararás.
Y las más espléndidas de todas eran las víboras de coral, que estaban vestidas con
larguísimas gasas rojas, blancas y negras, y bailaban como serpentinas. Cuando las víboras
danzaban y daban vueltas apoyadas en la punta de la cola, todos los invitados aplaudían
como locos.
Solo los flamencos, que entonces tenían las patas blancas, y tienen ahora como
antes la nariz muy gruesa y torcida, solo los flamencos estaban tristes, porque como tienen
muy poca inteligencia no habían sabido cómo adornarse. Envidiaban el traje de todos, y
sobre todo el de las víboras de coral. Cada vez que una víbora pasaba por delante de ellos,
coqueteando y haciendo ondular las gasas de serpentinas, los flamencos se morían de
envidia. Un flamenco dijo entonces: -Yo sé lo que vamos a hacer. Vamos a ponernos
medias coloradas, blancas y negras, y las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.
Y levantando todos juntos el vuelo, cruzaron el río y fueron agolpear en un almacén
del pueblo.
-¡Tan-tan! -pegaron con las patas.
-¿Quién es? -respondió el almacenero.
-Somos los flamencos. ¿Tienes medias coloradas, blancas y negras?
-No, no hay -contestó el almacenero-. ¿Están locos? En ninguna parte van a
encontrar medias así.
Los flamencos fueron entonces a otro almacén.
-¡Tan-tan! ¿Tienes medias coloradas, blancas y negras?
El almacenero contestó: -¿Cómo dice? ¿Coloradas, blancas y negras? No hay
medias así en ninguna parte. Ustedes están locos. ¿Quiénes son?
-Somos flamencos -respondieron ellos.
Y el hombre dijo: -Entonces son con seguridad flamencos locos.
Fueron a otro almacén.
-¡Tan-tan! ¿Tienes medias coloradas, blancas y negras?
El almacenero gritó:
-¿De qué color? ¿Coloradas, blancas y negras? Solamente a pájaros narigudos como
ustedes se les ocurre pedir medias así. ¡Váyanse enseguida!
Y el hombre los echó con la escoba.
Los flamencos recorrieron así todos los almacenes, y de todas partes los echaban
por locos.
Entonces un tatú, que había ido a tomar agua al río, se quiso burlar de los flamencos
y les dijo, haciéndoles un gran saludo:
-¡Buenas noches, señores flamencos! Yo sé lo que ustedes buscan. No van a
encontrar medias así en ningún almacén. Tal vez haya en Buenos Aires, pero tendrán que
pedirlas por encomienda postal. Mi cuñada, la lechuza, tiene medias así. Pídanselas, y ella
les va a dar las medias coloradas, blancas y negras.
Los flamencos le dieron las gracias, y se fueron volando a la cueva de la lechuza. Y
le dijeron:
-¡Buenas noches, lechuza! Venimos a pedirte las medias coloradas, blancas y
negras. Hoy es el gran baile de las víboras, y si nos ponemos esas medias, las víboras de
coral se van a enamorar de nosotros.
-¡Con mucho gusto! -respondió la lechuza-. Esperen un segundo, y vuelvo
enseguida. Y echando a volar, dejó solos a los flamencos; y al rato volvió con las medias.
Pero no eran medias, sino cueros de víboras de coral, lindísimos cueros recién sacados a las
víboras que la lechuza había cazado.
-Aquí están las medias -les dijo la lechuza-. No se preocupen de nada, sino de una
sola cosa: bailen toda la noche, bailen sin parar un momento, bailen de costado, de pico, de
cabeza, como ustedes quieran; pero no paren un momento, porque en vez de bailar van
entonces a llorar.
Pero los flamencos, como son tan tontos, no comprendían bien qué gran peligro
había para ellos en eso, y locos de alegría se pusieron los cueros de las víboras de coral,
como medias, metiendo las patas dentro de los cueros, que eran como tubos. Y muy
contentos se fueron volando al baile.
Cuando vieron a los flamencos con sus hermosísimas medias, todos les tuvieron
envidia. Las víboras querían bailar con ellos, únicamente, y como los flamencos no dejaban
un instante de mover las patas, las víboras no podían ver bien de qué estaban hechas
aquellas preciosas medias.
Pero poco a poco, sin embargo, las víboras comenzaron a desconfiar. Cuando los
flamencos pasaban bailando al lado de ellas se agachaban hasta el suelo para ver bien.
Las víboras de coral, sobre todo, estaban muy inquietas. No apartaban la vista de las
medias, y se agachaban también tratando de tocar con la lengua las patas de los flamencos,
porque la lengua de las víboras es como la mano de las personas. Pero los flamencos
bailaban y bailaban sin cesar, aunque estaban cansadísimos y ya no podían más.
Las víboras de coral, que conocieron esto, pidieron enseguida a las ranas sus
farolitos, que eran bichitos de luz, y esperaron todas juntas a que los flamencos se cayeran
de cansados. Efectivamente, un minuto después, un flamenco, que ya no podía más,
tropezó con el cigarro de un yacaré, se tambaleó y cayó de costado. Enseguida las víboras
de coral corrieron con sus farolitos, y alumbraron bien las patas del flamenco. Y vieron qué
eran aquellas medias, y lanzaron un silbido que se oyó desde la otra orilla del Paraná.
-¡No son medias! -gritaron las víboras-. ¡Sabemos lo que es! ¡Nos han engañado!
¡Los flamencos han matado a nuestras hermanas y se han puesto sus cueros como medias!
¡Las medias que tienen son de víboras de coral!
Al oír esto, los flamencos, llenos de miedo porque estaban descubiertos, quisieron
volar; pero estaban tan cansados que no pudieron levantar una sola pata. Entonces las
víboras de coral se lanzaron sobre ellos, y enroscándose en sus patas les deshicieron a
mordiscos las medias. Les arrancaron las medias a pedazos, enfurecidas, y les mordían
también las patas, para que murieran.
Los flamencos, locos de dolor, saltaban de un lado para otro, sin que las víboras de
coral se desenroscaran de sus patas. Hasta que, al fin, viendo que ya no quedaba un solo
pedazo de media, las víboras los dejaron libres, cansadas y arreglándose las gasas de sus
trajes de baile.
Además, las víboras de coral estaban seguras de que los flamencos iban a morir,
porque la mitad, por lo menos, de las víboras de coral que los habían mordido eran
venenosas. Pero los flamencos no murieron. Corrieron a echarse al agua, sintiendo un
grandísimo dolor. Gritaban de dolor, y sus patas, que eran blancas, estaban entonces
coloradas por el veneno de las víboras. Pasaron días y días y siempre sentían terrible ardor
en las patas, y las tenían siempre de color de sangre, porque estaban envenenadas.
Hace de esto muchísimo tiempo. Y ahora todavía están los flamencos casi todo el
día con sus patas coloradas metidas en el agua, tratando de calmar el ardor que sienten en
ellas. A veces se apartan de la orilla, y dan unos pasos por tierra, para ver cómo se hallan.
Pero los dolores del veneno vuelven enseguida, y corren a meterse en el agua. A veces el
ardor que sienten es tan grande, que encogen una pata y quedan así horas enteras, porque
no pueden estirarla.
Esta es la historia de los flamencos, que antes tenían las patas blancas y ahora las
tienen coloradas. Todos los pescados saben por qué es, y se burlan de ellos. Pero los
flamencos, mientras se curan en el agua, no pierden ocasión de vengarse, comiendo a
cuanto pescadito se acerca demasiado a burlarse de ellos.

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