Historia de Un Muerto Contada Por Él Mismo

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EDITADO POR "EDICIONES LA CUEVA"

Historia de un muerto contada por él


mismo
Alejandro Dumas
Una noche de diciembre nos hallábamos reunidos tres amigos en el taller de un pintor. Hacia un
tiempo sombrío y frío, y la lluvia golpeaba los cristales con un ruido continuo y monótono.

El taller era inmenso y estaba débilmente iluminado por la luz de una estufa en torno a la que
conversábamos.

Aunque todos fuéramos jóvenes y alegres, la conversación había tomado, a pesar nuestro, un aire
de aquella noche triste, y las palabras alegres se habían agotado rápidamente.

Uno de nosotros reanimaba constantemente la hermosa llama azul de un ponche que arrojaba
sobre todos los objetos circundantes una claridad fantástica. Los grandes bosquejos, los cristos, las
bacantes, las madonas, parecían moverse y danzar sobre las paredes, como grandes cadáveres fundidos
en el mismo tono verdoso. Aquel vasto salón, resplandeciente de día por las creaciones del pintor, lleno
de sus sueños, había tomado aquella noche en la penumbra, un carácter extraño.

Cada vez que la cucharilla de plata volvía a caer en el tazón lleno de licor encendido, los objetos
se reflejaban sobre los muros con formas desconocidas y con tintes inauditos; desde los viejos profetas de
barba blanca hasta esas caricaturas que cubren las paredes de los talleres, y que parecen un ejército de
demonios como los que aparecen en sueños, o como los que dibujaba Goya. Además, la calma brumosa y
fría del exterior aumentaba lo fantástico del interior; cada vez que mirábamos aquella claridad por un
instante, nos veíamos a nosotros mismos con rostros de un gris verdoso, con los ojos fijos y brillantes
como carbunclos, los labios pálidos y las mejillas sumidas. Quizá lo más impresionante era una máscara
de yeso, moldeada sobre el rostro de uno de nuestros amigos, muerto hacía algún tiempo, máscara que,
colgada cerca de la ventana, recibía en su perfil el reflejo del ponche, lo que le daba una fisonomía
extrañamente burlona.

Todo el mundo ha sufrido como nosotros la influencia de salones vastos y tenebrosos, como los
describe Hoffmann o como los pinta Rembrandt; todo el mundo ha experimentado, al menos una vez,
esos miedos sin causa, esas fiebres espontáneas a la vista de objetos a los que el rayo pálido de la luna o la
luz dudosa de una lámpara otorgan una forma misteriosa; todo el mundo se ha encontrado en una
habitación grande y sombría, junto a un amigo, escuchando algún cuento inverosímil y experimentado
ese terror secreto que se puede hacer cesar de golpe encendiendo una lámpara o hablando de otra cosa, lo
que evitamos hacer, porque es muy grande la necesidad de emociones, verdaderas o falsas, que tiene
nuestro pobre corazón.

En fin, aquella noche, éramos tres. La conversación, que nunca toma la línea recta para llegar a su
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meta, había seguido todas las fases de nuestras ideas veinteañeras: unas veces ligera como el humo de
nuestros cigarrillos, otras vivaz como la llama del ponche, otras sombría como la sonrisa de aquella
máscara de yeso.

Habíamos llegado a un punto en el que no hablábamos siquiera; los puros, que seguían el
movimiento de las cabezas y de las manos, brillaban como tres aureolas girando en la sombra.

Era evidente que el primero que abriera la boca y que turbara el silencio, aunque fuera para una
broma, causaría inquietud a los otros dos: hasta tal punto estábamos sumidos, cada uno por nuestro lado,
en una ensoñación miedosa.

–Henri –dijo el que vigilaba el ponche, dirigiéndose al pintor–, ¿has leído a Hoffman?

–¡Por supuesto! –respondió Henri.

–Y, ¿qué piensas de él?

–Pienso que es admirable, y tanto más cuanto que creía evidentemente en lo que escribía. Por lo
que a mí respecta, sólo sé que cuando lo leía por la noche, me iba a la cama frecuentemente sin cerrar mi
libro y sin atreverme a mirar detrás de mí.

–¿O sea, que te gusta lo fantástico?

–Mucho.

–¿Y a ti? –pregunto dirigiéndose a mí.

–También.

–Pues bien, voy a contaros una historia fantástica que me ocurrió.

–Esto no podía acabar de otro modo; cuenta.

–¿Es una historia que te ocurrió a ti mismo? –pregunté.

–A mí mismo.

–Pues cuenta, hoy estoy dispuesto a creer todo.

–Tanto más cuanto que, palabra de honor, puedo afirmar que soy el héroe.

–Bueno, adelante, te escuchamos.

Dejó caer la cucharilla en el tazón. La llama se apagó poco a poco, y permanecimos en una
oscuridad casi completa, con solo las piernas iluminadas por el fuego de la estufa.

El comenzó:

–Una noche, hará aproximadamente un año, hacía el mismo tiempo que hoy, el mismo frío, la
misma lluvia, la misma tristeza. Yo tenía muchos enfermos, y después de haber hecho mi última visita, en
lugar de ir un instante a Les Italiens, como tenía por costumbre, me hice llevar a mi casa. Vivía en una de
las calles más desiertas del barrio Saint–Germain. Estaba muy cansado y me acosté pronto. Apagué la

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lámpara, y durante algún tiempo me entretuve mirando el fuego, que ardía y hacía danzar grandes
sombras sobre la cortina de mi cama; finalmente, mis ojos se cerraron y me dormí.

«Hacía aproximadamente una hora que dormía cuando sentí una mano que me sacudía
vigorosamente. Me desperté sobresaltado, como quien espera dormir mucho tiempo, y observé con
asombro al visitante nocturno. Era mi criado.

»–Señor –me dijo–, levántese inmediatamente, le buscan para que visite a una joven que se
muere.

»–¿Y dónde vive esa joven? –le pregunté.

»–Casi enfrente; además, ahí está la persona que ha venido por vos para acompañarle.

»Me levanté y me vestí apresuradamente, pensando que la hora y la circunstancia harían


perdonar mi vestimenta; cogí mi lanceta y seguí al hombre que me habían enviado.

»Llovía a cántaros.

»Afortunadamente no tuve más que atravesar la calle y al instante estuve en casa de la persona
que reclamaba mis cuidados. Vivía en un palacete vasto y aristocrático. Crucé un gran patio, subí los
peldaños de una escalinata, pasé por un vestíbulo donde se hallaban unos criados aguardándome: me
hicieron subir un piso y pronto me encontré en la habitación de la enferma. Era una gran habitación con
viejos muebles de madera negra esculpida. Una mujer me introdujo en aquella habitación a la que nadie
nos siguió. Fui dirigido hacia una gran cama de columnas tapizada con una antigua y rica tela de seda y
vi, sobre la almohada, la más encantadora cabeza de madona que jamás haya soñado Rafael. Tenía unos
cabellos dorados como una ola del Pactolo, enmarcando un rostro de un perfil angélico; tenía los ojos
semicerrados y la boca entreabierta dejaba ver una doble hilera de perlas. Su cuello resplandecía de
blancura, puro de líneas; su camisa entreabierta insinuaba un pecho hermoso capaz de tentar a San
Antonio y, cuando cogí su mano, recordé esos brazos blancos que Homero da a Juno. En fin, aquella
mujer era una mezcla del ángel cristiano y de la diosa pagana; todo en ella revelaba la pureza del alma y
la fogosidad de los sentidos. Hubiera podido pasar al mismo tiempo por la santa Virgen o por una
bacante lasciva, enloquecer a un sabio y dar la fe a un ateo. Cuando me acerqué a ella, sentí a través del
calor de la fiebre ese perfume misterioso hecho de todos los perfumes que emana la mujer.

»Permanecí sin recordar la causa que me había llevado allí, mirándola como una revelación y sin
encontrar nada semejante ni en mis recuerdos ni en mis sueños; cuando ella volvió la cabeza hacia mí,
abrió sus grandes ojos azules y me dijo:

»–Sufro mucho.

»Sin embargo, no tenía casi nada. Una sangría y estaba salvada. Cogí mi lanceta y en el momento
de tocar aquel brazo tan blanco, mi mano tembló. Pero el médico se impuso al hombre. Cuando hube
abierto la vena, corrió una sangre pura como de coral en fusión, y ella se desvaneció.

»Ya no quise dejarla. Me quedé a su lado. Experimentaba una secreta felicidad por tener la vida
de aquella mujer entre mis manos; detuve la sangre, ella volvió a abrir poco a poco los ojos, se llevó la
mano que tenía libre a su pecho, se volvió hacia mí, y mirándome con una de esas miradas que condenan
o salvan me dijo:

»–Gracias, sufro menos.


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»Había tanta voluptuosidad, tanto amor y tanta pasión alrededor de ella que yo estaba clavado
en mi sitio, contando cada latido de mi corazón por los latidos del suyo, escuchando su respiración
todavía un poco febril, y diciéndome que si había alguna cosa del cielo en esta tierra, debía ser el amor de
aquella mujer.

»Se durmió.

»Yo estaba arrodillado sobre los peldaños de su cama, como un sacerdote en el altar. Una
lámpara de alabastro colgada del techo lanzaba una claridad encantadora sobre todos los objetos. Estaba
solo a su lado. La mujer que me había introducido había salido para anunciar que su ama estaba bien y
que no se necesitaba a nadie. Era verdad, su ama estaba allí, tranquila y hermosa como un ángel dormido
en su plegaria. En cuanto a mí, yo estaba loco...

»Pero no podía quedarme en aquella habitación toda la noche. Por tanto, salí también sin hacer
ruido para no despertarla. Receté algunos cuidados al irme, y dije que volvería al día siguiente.

»Cuando regresé a mi casa, estuve desvelado por su recuerdo. Comprendí que el amor de aquella
mujer debía ser un encantamiento eterno hecho de ensoñación y de pasión; que debía ser púdica como
una santa y apasionada como una cortesana; concebí que debía ocultar al mundo todos los tesoros de su
belleza, y que a su amante debía entregarse desnuda por entero. En fin, su imagen quemó mi noche, y
cuando llegó la claridad yo estaba locamente enamorado.

»Más tarde, tras los pensamientos locos de una noche agitada llegaron las reflexiones: me dije que
un abismo infranqueable me separaba de aquella mujer, que era demasiado bella para no tener un
amante; que debía ser demasiado amado para que ella le olvidase, y me puse a odiar sin conocer a aquel
hombre, a quien Dios daba tanta felicidad en este mundo, para que pudiera sufrir, sin protestar, una
eternidad de dolores.

»Esperaba impaciente la hora a la que podía presentarme en su casa, y el tiempo que pasé
esperándola me pareció un siglo.

»Finalmente llegó la hora, y salí.

»Cuando llegué, me hicieron entrar en un gabinete exquisito, de un rococó furioso, de un


pompadur sorprendente; estaba sola y leía: un gran vestido de terciopelo negro la ceñía por todas partes,
no dejando ver, como en las vírgenes del Perugino, más que las manos y la cabeza. Tenía el brazo que yo
había sangrado, coquetamente en cabestrillo y extendía ante el fuego sus pequeños pies, que no parecían
hechos para caminar sobre esta tierra. Esa mujer era tan completamente bella que Dios parecía haberla
dado al mundo como un esbozo de los ángeles.

»Me tendió la mano y me hizo sentar a su lado.

»–¿Tan pronto levantada, señora? –le dije–, sois imprudente.

»–No, soy fuerte –me contestó sonriendo–, he dormido muy bien, y además no estaba enferma.

»–Sin embargo, decíais que sufríais.

»–Más del pensamiento que del cuerpo –dijo con un suspiro.

»–¿Tenéis alguna pena, señora?

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»–Oh, una profunda. Afortunadamente Dios también es médico, y ha encontrado la panacea
universal, el olvido.

»–Pero hay dolores que matan –le dije.

»–Y bien, la muerte o el olvido, ¿no es lo mismo? La una es la tumba del cuerpo, la otra la tumba
del corazón, eso es todo.

»–Pero vos, señora –dije–, ¿cómo podéis tener una pena? Estáis demasiado alta para que os
alcance, y los dolores deben sentirse bajo vuestros pies como las nubes bajo los pies de Dios; las
tormentas para nosotros, para vos la serenidad.

»–Eso es lo que os engaña –continuó ella–, y lo que prueba que toda vuestra ciencia se detiene
ahí, en el corazón.

»–Y bien –le dije–, tratad de olvidar, señora. Dios permite a veces que una alegría suceda a un
dolor, que la sonrisa suceda a las lágrimas, cierto; y cuando el corazón de aquel que prueba está
demasiado vacío para llenarse solo, cuando la herida es demasiado profunda para cerrar sin ayuda, envía
al camino de aquella a la que quiere consolar otra alma que la comprende; porque sabe que se sufre
menos sufriendo a dúo; y llega un momento en que el corazón vacío se llena de nuevo o la herida
cicatriza.

»–¿Y cuál es el dictamen, doctor –me dijo ella–, con qué curarías semejante herida?

»Se hizo un silencio bastante largo durante el cual admiré aquel rostro divino, sobre el que la
media luz filtrada a través de las cortinas de seda arrojaba tintes encantadores, y admiré también aquellos
hermosos cabellos de oro, no sueltos como en la víspera, sino alisados sobre las sienes y cogidos en la
nuca.

»Desde el principio, la conversación había adoptado un aire triste; por eso aquella mujer me
pareció más radiante aún que la primera vez, con su triple corona de belleza, pasión y dolor. Dios la había
probado con el dolor y era preciso que aquel a quien ella diera su alma aceptara la misión, doblemente
santa, de hacerle olvidar el pasado y esperar el futuro.

»Por eso permanecí ante ella, no ya loco como lo estaba la víspera ante su fiebre, sino recogido
ante su resignación. Si me hubiera sido dada en aquel momento, habría caído a sus pies, le habría cogido
las manos, y hubiera llorado con ella como con una hermana, respetando al ángel y consolando a la
mujer.

»Pero ¿cuál era aquel dolor que había que hacer olvidar, que había causado aquella herida
sangrante todavía? Era lo que yo ignoraba, lo que debía adivinar, porque ya existía entre la enferma y el
médico suficiente intimidad para que me confesase una pena, pero no la suficiente para que me contara la
causa. Nada a su alrededor podía ponerme sobre la pista: la víspera, nadie había ido a su cabecera para
inquietarse por ella; al día siguiente, nadie se presentaba para verla. Aquel dolor debía estar, pues, en el
pasado, y reflejarse sólo en el presente.

»–Doctor –me dijo de pronto saliendo de su ensoñación–, ¿podré bailar pronto?

»–Sí, señora –le dije yo, asombrado por aquella transformación.

»–Es que tengo que dar un baile hace mucho tiempo programado –continuó ella; ¿vendréis,

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verdad? Debéis tener una opinión malísima de mi dolor que, haciéndome soñar de día, no me impide
bailar de noche. Es que veréis, es uno de esos pesares que hay que empujar al fondo del corazón para que
el mundo no sepa nada; una de esas torturas que debemos enmascarar con una sonrisa, para que nadie
las adivine: quiero guardar para mí sola lo que sufro, como otro guardaría su alegría. Este mundo, que
tiene envidia y celos al verme bella, me cree feliz, y es una convicción que no quiero quitarle. Por eso
bailo, con riesgo de llorar al día siguiente, pero de llorar sola.

»Me tendió la mano con una mirada indefinible de candor y de tristeza, y me dijo:

»–¿Hasta pronto, verdad?

»Yo llevé su mano a mis labios, y salí.

»Llegué a mi casa atontado.

»Desde mi ventana veía las suyas; y me quedé todo el día mirándolas, oscuras y silenciosas. Me
olvidaba de todo por aquella mujer; no dormía, no comía; por la noche tenía fiebre, al día siguiente por la
mañana, delirio, y a la noche siguiente estaba muerto.»

–¡Muerto! –exclamamos nosotros.

–Muerto –contestó nuestro amigo con un acento de convicción imposible de transcribir–, muerto
como Fabien cuya máscara está ahí.

–Continúa –le dije.

La lluvia golpeaba contra los cristales. Volvimos a echar leña en la estufa, cuya llama roja y viva
disminuía un poco la oscuridad que invadía el taller.

El continuó:

–A partir de ese momento, sólo experimenté una conmoción fría. Fue, sin duda, el momento en
que me arrojaron en la fosa.

«Ignoro desde hacía cuánto tiempo estaba sepultado, cuando oí confusamente una voz que me
llamaba por mi nombre. Me estremecí de frío sin poder responder. Algunos instantes después, la voz
volvió a llamarme; hice un esfuerzo para hablar pero al moverse mis labios sintieron el sudario que me
cubría de la cabeza a los pies. A pesar de ello conseguí articular débilmente estas palabras:

»–¿Quién me llama?

»–Yo –respondió.

»–¿Quién eres tú?

»–Yo.

»Y la voz iba debilitándose como si se hubiera perdido en el cierzo, o como si no hubiera sido
más que un ruido pasajero de las hojas.

»Por tercera vez todavía mi nombre llegó a mis oídos, pero esta vez el nombre pareció correr de
rama en rama, de tal modo que el cementerio entero lo repitió sordamente, y oí un ruido de alas, como si

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mi nombre, pronunciado de pronto en el silencio, hubiera hecho volar una bandada de pájaros nocturnos.

»Mis manos se elevaron hasta mi rostro como movidas por resortes misteriosos. Aparté
silenciosamente el sudario que me cubría, y traté de ver. Me pareció que despertaba de un largo sueño.
Sentía frío.

»Siempre recordaré el espanto sombrío de que estaba rodeado. Los árboles no tenían hojas y sus
ramas descarnadas se retorcían dolorosamente como grandes esqueletos. Un débil rayo de luna, que
penetraba a través de las nubes negras, iluminaba un horizonte de tumbas blancas que parecían una
escalera hacia el cielo. Todas aquellas voces indefinidas de la noche que presidían mi despertar parecían
cargadas de misterio y terror.

»Volví la cabeza y busqué a quien me había llamado. Estaba sentado junto a mi tumba, espiando
todos mis movimientos, la cabeza apoyada en las manos y una sonrisa extraña bajo su mirada horrible.

»Tuve miedo.

»–¿Quién sois? –le dije reuniendo todas mis fuerzas–, ¿por qué despertarme?

»–Para prestarte un servicio –me respondió.

»–¿Dónde estoy?

»–En el cementerio.

»–¿Quién sois?

»–Un amigo.

»–Dejadme en mi sueño.

»–Escucha –me dijo–, ¿te acuerdas de la tierra?

»–No.

»–¿No echas de menos nada?

»–No.

»–¿Cuánto hace que duermes?

»–Lo ignoro.

»–Yo te lo diré. Estás muerto desde hace dos días, y tu última palabra ha sido el nombre de una
mujer en lugar de ser el del Señor. Hasta el punto de que tu cuerpo sería de Satán, si Satán quisiera
cogerlo. ¿Comprendes?

»–Sí.

»–¿Quieres vivir?

»–¿Sois Satán?

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»–Satán o no, ¿quieres vivir?

»–¿Nada más que vivir?

»–No, volverás a verla.

»–¿Cuándo?

»–Esta noche.

»–¿Dónde?

»–En su casa.

»–Acepto –dije yo tratando de levantarme. ¿Tus condiciones?

»–No te las pongo –me respondió Satán–; ¿crees acaso que de cuando en cuando no soy capaz de
hacer el bien? Esta noche ella da un baile y te llevo a él.

»–Vayamos, pues.

»–Vayamos.

»Satán me tendió la mano, y me encontré de pie.

»Describir lo que experimenté sería cosa imposible. Sentía que un frío terrible helaba mis
miembros, es todo cuanto puedo decir.

»–Ahora –continuó Satán–, sígueme. Comprende que no te haga salir por la puerta principal, el
portero no te dejaría pasar, querido; una vez aquí, no se sale. Sígueme, pues: vamos primero a tu casa,
donde te vestirás; porque no puedes ir al baile con el traje que llevas, tanto más cuanto que no es un baile
de disfraces; pero envuélvete bien en tu sudario, porque la noche es fría y podrías enfermar.

»Satán se echó a reír como ríe Satán, y yo seguí caminando tras él.

»–Estoy seguro –continuó– de que pese al servicio que te hago, no me amas todavía. Así estáis
hechos los hombres, ingratos con vuestros amigos. No es que censure la ingratitud: es un vicio que yo
inventé, y es uno de los más difundidos; pero me gustaría verte menos triste. Es la única gratitud que te
pido.

»Yo le seguía, blanco y frío como una estatua de mármol que un resorte oculto hace moverse; sólo
que en los momentos de silencio habría podido oírse a mis dientes chocar bajo un estremecimiento glacial
y a los huesos de mis miembros crujir a cada paso.

»–¿Llegaremos pronto? –dije con esfuerzo.

»–¡Impaciente! –dijo Satán–. ¿Es muy hermosa?

»–Como un ángel.

»–Ay, querido –continuó riendo–, hay que confesar que adoleces de delicadeza en tus palabras;
acabas de hablarme de ángel, a mí, que lo he sido; tanto más cuanto que ningún ángel haría por ti lo que

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yo hago hoy. Pero te perdono; hay que perdonarle algo a un hombre muerto hace dos días. Además,
como te decía, esta noche estoy muy alegre; hoy han ocurrido en el mundo cosas que me encantan. Creía
que a los hombres degenerados algo los había vuelto virtuosos desde hace algún tiempo, pero no: son
siempre los mismos, tal como los creé. Y bien, querido, rara vez he visto jornadas como ésta; he
cosechado, desde ayer, seiscientos veintidós suicidas sólo en Europa, y entre ellos hay más jóvenes que
viejos, lo cual es una pérdida, porque mueren sin hijos; dos mil doscientos cuarenta y tres asesinatos,
siempre sólo en Europa; en las demás partes del mundo, ni llevo la cuenta: con ellas me pasa lo que a los
mayores capitalistas, no puedo enumerar mi fortuna. Dos millones seiscientos veintitrés mil novecientos
setenta y cinco nuevos adulterios; eso es menos sorprendente debido a los bailes; doscientos jueces que se
han vendido; ordinariamente tenía más. Pero lo que mayor placer me ha dado son veintisiete muchachas,
la mayor de las cuales no tenía dieciocho años, que han muerto blasfemando de Dios. Cuenta, querido,
todo eso es un ingreso aproximado de dos millones seiscientas veintiocho mil almas sólo en Europa. No
cuento los incestos, las falsificaciones de moneda, las violaciones: pura calderilla. Por eso, haciendo una
media de tres millones de almas que se pierden al día, calcula en cuánto tiempo el mundo entero será
mío. Me veré obligado a comprarle a Dios el paraíso para agrandar el infierno.

»–Comprendo tu alegría –murmuré yo acelerando el paso.

»–Me dices eso –continuó Satán– con aire sombrío y de duda; ¿tienes miedo de mí porque me ves
cara a cara? ¿Soy tan repulsivo? Razonemos un poco, por favor: ¿que sería del mundo sin mí? ¿Un mundo
que tuviera sentimientos procedentes del cielo, y no pasiones procedentes de mí? El mundo moriría de
spleen, querido. ¿Quién ha inventado el oro? Yo. ¿El juego? Yo ¿El amor? Yo. ¿Los negocios? También yo.
Y no comprendo a los hombres que parecen odiarme tanto. Vuestros poetas, por ejemplo, que hablan de
amor puro, no comprenden que al mostrar el amor que salva, inspiran la pasión que pierde; porque
gracias a mí, lo que siempre buscáis no es una mujer como la Virgen, sino una pecadora como Eva. Y tú
mismo, en este momento, tú que todavía tienes el frío de un cadáver y la palidez de un muerto, no es un
amor puro lo que vas a buscar junto a aquella a la que te llevo, si no una noche de voluptuosidad. Ves,
pues, que el mal sobrevive a la muerte, y que si el hombre tuviera que escoger, preferiría la eternidad de
la pasión a la dicha, y la prueba es que, por algunos años de pasión sobre la tierra, pierde la eternidad de
la dicha en el cielo.

»–¿Llegaremos pronto? –dije yo; porque el horizonte iba renovándose siempre, y caminábamos
sin avanzar.

»–Siempre impaciente –replicó Satán–, aun cuando trato de abreviar la ruta cuanto puedo.
Comprende que no puedo pasar por la puerta, hay una gran cruz y ésta es mi aduana. Cuando viajo y me
tropiezo con ella, me detendría, me vería obligado a santiguarme; y puedo cometer un crimen, pero no un
sacrilegio; y además, como ya te he dicho, no te dejarían pasar. ¿Crees que se muere, que os entierran, y
que un buen día se puede marchar uno sin decir nada? Te equivocas, querido; sin mí habrías tenido que
esperar a la resurrección eterna, cosa que habría sido larga. Sígueme, y estate tranquilo, llegaremos. Te he
prometido un baile y lo tendrás: yo cumplo mis promesas, y mi firma es conocida.

»Había en esa ironía de mi siniestro compañero un fatalismo que me helaba; todo cuanto acabo
de deciros, creo oírlo todavía.

»Caminamos algún tiempo aún, luego llegamos a un muro ante el que estaban amontonadas
tumbas formando escalera. Satán puso el pie en la primera, y, contra su costumbre, caminó sobre las
piedras sagradas hasta que estuvo en la cima de la muralla.

»Yo vacilé en seguir el mismo camino, tenía miedo.

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»Me tendió la mano diciéndome:

»–No hay peligro; puedes poner el pie encima, son conocidos.

»Cuando estuve a su lado me dijo:

»–¿Quieres que te haga ver lo que sucede en París?

»–No, sigamos.

»Saltamos del muro a tierra.

»La luna, bajo la mirada de Satán, se había velado como una joven bajo una mirada descarada. La
noche estaba fría, todas las puertas se hallaban cerradas, todas las ventanas oscuras, todas las calles
silenciosas; se hubiera dicho que nadie había hollado hacía mucho tiempo el suelo sobre el que
caminábamos; todo a nuestro alrededor tenía un aspecto fantasmal. Se podía creer que, cuando el día
llegase, nadie abriría las puertas, ninguna cabeza se asomaría a las ventanas, y nadie turbaría el silencio:
creía caminar por una ciudad muerta hacía siglos y reencontrada en unas excavaciones; en fin, la ciudad
parecía estar despoblada en provecho del cementerio.

»Caminábamos sin oír un ruido, sin encontrar una sombra; la caminata fue larga a través de
aquella ciudad espantosa de silencio y de reposo; finalmente llegamos a nuestra casa.

»–¿La reconoces? – me dijo Satán.

»–Sí –respondí sordamente–, entremos.

»–Espera, tengo que abrir. También fui yo el que inventó el robo: tengo una segunda llave de
todas las puertas, excepto la de paraíso, por supuesto.

»Entramos.

»La calma exterior continuaba en el interior; era horrible.

»Yo creía soñar, no respiraba ya. Imaginaros volviendo a entrar en vuestra habitación donde
habéis muerto hace dos días, encontrando todas las cosas tal como estaban durante vuestra enfermedad,
con el sello de ese aire sombrío que da la muerte; volviendo a ver los objetos ordenados, como si ya no
tuvieran que ser tocados por vosotros. La única cosa animada que había visto desde mi salida del
cementerio fue mi gran péndulo, a cuyo lado había un ser humano muerto, y continuaba contando las
horas de mi eternidad como había contado las de mi vida.

»Fui a la chimenea, encendí una bujía para cerciorarme de la verdad, porque todo cuanto me
rodeaba se me aparecía a través de una claridad pálida y fantástica que me daba, por así decir, una visión
interior. Todo era real; aquella era mi habitación; vi el retrato de mi madre, sonriéndome como siempre;
abrí los libros que leía algunos días antes de mi muerte; solamente la cama no tenía ropa, y había sellos en
todas partes.

»En cuanto a Satán, se había sentado al fondo, y leía atentamente la Vida de los Santos.

»En aquel momento pasé ante un gran espejo y me vi en mi extraño atuendo, cubierto de un
pálido sudario con los ojos apagados. Dudé de aquella vida que me devolvía un poder desconocido, y me
llevé la mano al corazón.
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»Mi corazón no latía.

»Me llevé la mano a la frente, y mi frente estaba fría como el pecho, el pulso mudo como el
corazón; reconocía todo lo que había abandonado; así pues, sólo el pensamiento y los ojos vivían en mí.

»Lo horrible además era que no podía apartar mi mirada de aquel espejo que me devolvía mi
imagen sombría, helada y muerta. Cada movimiento de mis labios se reflejaba como la horrible sonrisa de
un cadáver. No podía moverme del sitio; no podía gritar.

»El reloj dejó oír ese zumbido sordo y lúgubre que precede al campaneo de los viejos péndulos, y
dio las dos; luego todo recuperó la calma.

»Algunos instantes después, una iglesia vecina sonó a su turno, luego otra, luego otra más.

»En un rincón del espejo veía a Satán que se había dormido sobre la Vida de los Santos.

»Conseguí volverme. Había un espejo frente a aquel en el que miraba, de modo que me veía
repetido millares de veces con esa claridad pálida que da una sola bujía en una vasta sala.

»El miedo había llegado a su colmo: lancé un grito.

»Satán se despertó.

»–He aquí, sin embargo –me dijo mostrándome el libro–, con qué se quiere dar virtud a los
hombres. Es tan aburrido que me he dormido, yo que velo desde hace seis mil años. ¿Todavía no estás
preparado?

»–Sí –repliqué maquinalmente–, ya estoy.

»–Date prisa –contestó Satán–, rompe los sellos, coge tus ropas, y oro sobre todo, mucho oro; deja
tus cajones abiertos, y mañana la justicia encontrará el modo de condenar a algún pobre diablo por rotura
de sellos; será mi pequeña ganancia.

»Me vestí. De vez en cuando me tocaba la frente y el pecho: los dos estaban fríos.

»Cuando estuve preparado, miré a Satán.

»–¿Vamos a verla? –le dije.

»–Dentro de cinco minutos.

»–¿Y mañana?

»–Mañana –me dijo– recuperarás tu vida ordinaria; yo no hago las cosas a medias.

»–¿Sin condiciones? »–Sin condiciones.

»–Salgamos –le dije. »–Sígueme.

»Bajamos.

»Al cabo de unos instantes estábamos en la casa a la que me habían llamado cuatro días antes.

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»Subimos.

»Reconocí la escalinata, el vestíbulo, la antecámara. Los accesos al salón estaban llenos de gente.
Era una fiesta deslumbrante de luces, de flores, de pedrerías y de mujeres.

»Estaban bailando.

»A la vista de aquella alegría, creí en mi resurrección.

»Me incliné al oído de Satán, que no me había abandonado.

»–¿Dónde está ella? –le dije.

»–En su tocador.

»Esperé a que la contradanza hubiera terminado. Crucé el salón: los espejos con luces de velas
reflejaron mi imagen pálida y sombría. Volví a ver aquella sonrisa que me había helado; pero allí ya no
había soledad, estaba la gente; no era el cementerio, era un baile; no era la tumba, era el amor. Me dejé
embriagar y olvidé por un instante de dónde venía sin pensar en otra cosa que en aquello por lo que
había ido.

»Llegado a la puerta del gabinete, la vi; se veía más bella y encantadora que nunca. Me detuve un
instante como en éxtasis; iba ceñida por un vestido de blancura resplandeciente, con los hombros y los
brazos desnudos. Volví a ver, más con la imaginación que en realidad, un pequeño punto rojo en el lugar
que yo había sangrado. Cuando apareció, estaba rodeada de jóvenes a los que apenas escuchaba; alzó
indolentemente sus hermosos ojos llenos de voluptuosidad, me vio, pareció dudar al reconocerme, luego,
poniendo una sonrisa encantadora, dejó a todo el mundo y se acercó a mí.

»–Ya veis que soy fuerte –me dijo.

»La orquesta se dejó oír.

»–Y para probároslo –continuó cogiéndome del brazo–vamos a valsar juntos.

»Dijo algunas palabras a alguien que pasaba a su lado. Yo vi a Satán junto a mí.

»–Has cumplido tu promesa –le dije–, gracias; pero necesito esta mujer esta misma noche.

»–La tendrás –me dijo Satán–, pero límpiate el rostro, tienes un gusano en la mejilla.

»Y desapareció dejándome todavía más helado que antes. Como para volver a la vida apreté el
brazo de aquella a la que iba a buscar desde el fondo de la tumba, y la arrastré al salón.

»Era uno de esos valses embriagadores en los que todo cuanto nos rodea desaparece, en los que
no se vive más que uno para otro, en los que las manos se encadenan, en los que los cuerpos se
confunden y los pechos se tocan. Yo valsaba con los ojos clavados en sus ojos, y su mirada, que me
sonreía eternamente, parecía decirme: "¡Si supieras los tesoros de amor y de pasión que daré a mi amante!
¡Si supieras cuánta voluptuosidad hay en mis caricias, cuánto fuego tienen mis besos! A quien ame, daré
¡todas las bellezas de mi cuerpo, todos los pensamientos de mi alma, porque soy joven, porque soy
amante, porque soy bella!"

»Y el vals nos arrastraba en un torbellino lascivo y veloz.


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»Esto duró mucho tiempo. Cuando la música cesó, éramos los únicos que seguíamos bailando.

»Ella cayó en mis brazos, con el pecho oprimido, flexible como una serpiente, y alzó sobre mí sus
grandes ojos que parecieron decirme: "¡Te amo!"

»La llevé al gabinete, donde estábamos solos. Los salones iban quedando desiertos.

»Ella se dejó caer sobre un diván, cerrando a medias los ojos bajo la fatiga, como bajo un abrazo
de amor.

»Me incliné sobre ella, y le dije en voz baja:

»–¡Si supierais cuánto os amo!

»–Lo sé –me dijo ella–, y también yo os amo.

»Era para volverse loco.

»–Daría mi vida–dije– por una hora de amor con vos, y mi alma por una noche.

»–Escucha –dijo ella abriendo una puerta oculta en la tapicería–, dentro de un instante estaremos
solos. Espérame.

»Ella me empujó suavemente, y me encontré solo en su dormitorio, todavía alumbrado por la


lámpara de alabastro.

»Todo tenía allí un perfume de misteriosa voluptuosidad imposible de describir. Me senté cerca
del fuego, porque tenía frío, me miré en el espejo, seguía estando muy pálido. Oí los coches que partían
uno a uno; luego, cuando el último hubo desaparecido, se hizo un silencio solemne. Poco a poco mis
terrores regresaron; no me atrevía a volverme, tenía frío. Me sorprendía que ella no viniese; contaba los
minutos y no oía ningún ruido. Tenía los codos sobre las rodillas y la cabeza entre mis manos.

»Entonces me puse a pensar en mi madre, en mi madre que lloraba en aquel momento a su hijo
muerto, en mi madre para quien yo era toda la vida, y que no había tenido más que mis pensamientos
secundarios. Todos los días de mi infancia volvieron a pasar ante mis ojos como un sueno. Vi que siempre
que había tenido una herida que curar, un dolor que apagar, fue siempre a mi madre a quien recurrí.
Quizá en el momento en que yo me preparaba para una noche de amor, ella se preparaba para una noche
de insomnio, sola, silenciosa, junto a objetos que me recordaban a ella, o velando con mi solo recuerdo.
¡Qué horrible pensamiento!; tenía remordimientos; las lágrimas vinieron a mis ojos. Me levanté. En el
momento en que me miraba en el espejo, vi una sombra pálida y blanca detrás de mí, mirándome
fijamente.

»Me volví, era mi hermosa amada.

»Afortunadamente mi corazón no latía, porque de emoción

emoción habría terminado por romperse.

»Todo estaba silencioso, tanto fuera como dentro.

»Me atrajo a su lado, y pronto olvidé todo. Fue una noche imposible de contar, con placeres
desconocidos, con voluptuosidades tales que se acercan al sufrimiento. En mis sueños de amor no

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encontré nada parecido a aquella mujer que tenía en mis brazos, ardiente como una Mesalina, casta como
una madona, flexible como una tigresa, con besos que quemaban los labios, con palabras que quemaban
el corazón. Había en ella algo tan potentemente atractivo, que hubo momentos en que tuve miedo.

»Por fin la lámpara comenzó a palidecer cuando el día despuntaba.

»–Escucha –me dijo aquella mujer–, hay que marcharse; ya llega el día, no puedes quedarte aquí;
pero por la tarde, a primera hora de la noche te espero, ¿si?

»Por última vez sentí sus labios sobre los míos, ella apretó de modo convulso mis manos, y me
marché.

»Fuera seguía la misma quietud.

»Caminaba como un loco, creyendo apenas en mi vida, sin pensar en ir a casa de mi madre o
volver a la mía, ¡tanto embriagaba mi corazón aquella mujer!

»Sólo sé de una cosa que se desea más que una primera noche pasada junto a una amante: una
segunda.

»La luz se había levantado, triste, pálida, fría. Caminé al azar por el campo desierto y desolado,
para esperar la noche.

»La noche llegó temprano.

»Corrí a la casa del baile.

»En el momento en que franqueaba el umbral de la puerta, vi un viejo pálido y achacoso que
bajaba la escalinata.

»–¿Dónde va el señor? –me detuvo el portero.

»–A casa de la señora de P... –le dije.

»–La señora de P... –dijo él mirándome asombrado y señalándome al viejo–, ese señor es quien
vive en este palacete; ella murió hace dos meses.

»Lancé un grito y caí de espaldas.»

–¿Y después? –pregunté yo, ansioso por saber más.

–¿Después? –dijo él gozando de nuestra atención y sopesando sus palabras–, después me


desperté, porque todo eso no era más que un sueño.

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