Amor de Madre

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Tras raptar a un bebé en casa de una noble familia francesa, los secuestradores se dan

cuenta de que han cometido un terrible error: han confundido al hijo del ama de cría
con el de los señores. El doble juego de la familia intentando salvar al hijo de la
criada y a la vez proteger al suyo, el recelo de la policía y la imprevisible
intervención del destino conducirán esta excelente novela por caminos insospechados
hasta un sorprendente desenlace.
Boileau y Narcejac son, sin duda alguna, los maestros de la novela policíaca moderna
y en «Amor de madre» demuestran una vez más su inmensa habilidad para sumergir
al lector en un universo de pesadilla.

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Pierre Boileau & Thomas Narcejac

Amor de madre
Crimen & Cia. - 43

ePub r2.0
Titivilius 14.09.2021

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Título original: Mamie
Pierre Boileau & Thomas Narcejac, 1983
Traducción: Carmen Francí Ventosa
Diseño de cubierta: Jordi París

Editor digital: Titivilius


ePub base r2.1

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PRIMERA PARTE

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TRAS LA VENTANA, la sombra parecía una rama agitada por el viento y recorría el
vidrio de un extremo a otro. El cristal recortado se rompió y una mano enguantada
buscó la falleba. La ventana se abrió y una silueta más negra que la noche se
introdujo en el corredor. Permaneció inmóvil durante unos momentos, escuchando los
leves ruidos del silencio. Por último, extendió ante sí un rayo luminoso, fino como un
bastón blanco y recorrió el pasillo con el paso vacilante de un ciego. Una puerta. Dos
puertas. Un trastero. El dormitorio de Amalia. La sombra se detuvo. Allí era.
A través del panel se oía la fuerte respiración de una mujer dormida. La luz de la
linterna se posó en el pomo. Una mano hábil lo hizo girar lentamente y luego apagó
la linterna. Una lamparilla iluminaba suavemente la habitación. Un paso. Dos pasos.
Tres pasos. El hombre distinguía con claridad a Amalia, abrazada a su hijito.
«¡Conmovedor!», pensó.
Una puerta abierta daba acceso al cuarto del niño. Se detuvo en el umbral, volvió
a encender la linterna y paseó el rayo de luz por las paredes. Bonito empapelado.
Molinos de viento, barcos de vela, delfines. Azul y rosa. El rayo bajó, localizó los
moisés y al niño inmóvil, con un puño sobre la boca. El hombre se inclinó sobre la
cuna, colgó la linterna de un botón de su cazadora, apartó las mantas y deslizó una
mano bajo la nuca del niño, mientras con la otra lo sostenía por los riñones. Lo
levantó sin despertarlo. A continuación, llevándolo ante sí como si fuera una ofrenda,
volvió a pasar por delante de la cama de Amalia y, caminando silenciosamente,
recorrió el pasillo hasta la ventana. Un quedo silbido. El cómplice, encaramado a la
escalera, cogió el niño y desapareció. El hombre, a su vez, se colocó de espaldas y,
como un nadador, se sumergió en la oscuridad.

—Gracias de nuevo, querido amigo —dijo Cléry—. ¿Le veremos la semana que
viene?
—Antes del sábado, no —respondió el notario—. En este momento, estoy
desbordado de trabajo.
Jacques Cléry cerró la portezuela y bajó la ventanilla.

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—Intente traer a Bélières. Ese muchacho parece encantador.
El notario se inclinó y murmuró al oído de Cléry:
—Irène parece muy cansada esta noche.
—¡Bah! Ya se le pasará —contestó Cléry con un gruñido.
Irène había encendido un cigarrillo y fingió no haber oído nada.
—Nada de imprudencias, ¿eh? —añadió el notario.
—Sí —bromeó Cléry—, ya lo sé… Si bebes, no conduzcas. ¡Bien!, buenas
noches, Albert.
Arrancó bruscamente. El notario contempló los faros del Porsche que se alejaban
por la avenida, después subió las escaleras, sintió una gota de agua en el rostro y
observó el cielo nublado.
—Llueve otra vez —comunicó al regresar al salón.
—Bueno, ¿cómo ha ido? —preguntó su mujer—. ¿Ella seguía con cara de
entierro?
—Claro que sí. No tiene otra de repuesto. —Dirigiéndose a Bélières, añadió—:
Es un caso, se lo aseguro. Y a usted, que acaba de conocerla, ¿qué impresión le ha
causado?
El arquitecto dejó su copa de champán sobre una mesita, junto al sofá.
—Me ha parecido un poco cerrada —contestó.
La señora Teissère sonrió con indulgencia.
—Su marido no quiere comprometerse —dijo—. Pero usted, Yvonne,
sinceramente…
—Confieso que la he encontrado un poco… rara. Sobre todo, me ha parecido que
el matrimonio no va muy bien.
—¡Oh! —contestó Charles Teissère—, no va en absoluto.
—Mi marido los trata desde… ¿desde hace cuánto tiempo, Charles?
—Desde hace seis años… en realidad, desde su boda. Entonces fue cuando
empezó todo.
—Es increíble lo que han llegado a cambiar los dos —observó el notario—. Él no
estaba mal, ¿verdad Suzanne? Nunca ha sido muy ingenioso, pero era alegre, estaba
lleno de entusiasmo, tenía todo lo necesario para gustar a las mujeres. Y ella… eh,
bien, me gustaba bastante.
—De qué cosas se entera uno —bromeó el médico—. ¡Vaya con Albert!
—No me interpreten mal —protestó el notario—. Ahora no se cuida nada. Ya la
han visto, no lleva siquiera un poco de carmín y va hecha una facha. Pero en aquella
época no carecía de encanto.
—Es cierto —asintió Suzanne—. Reconozco que era muy seductora. Y, además,
tenía fama de ser una buena amazona. Y eso atrae a los hombres. ¿Me equivoco,
Simon?
El arquitecto puso una mano sobre la rodilla de su esposa.

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—Conocí a Yvonne en el picadero —declaró—. Eso prueba hasta qué punto tiene
usted razón.
El notario agitó el índice con aire reprobador.
—Suzanne olvida lo esencial: Irène Cléry ha sido una gran amazona. Ha ganado
varios concursos hípicos, entre ellos, el de La Baule.
—¡Caramba! —exclamó el arquitecto con admiración—. No lo gana cualquiera.
—Allí conoció a su marido. El también monta a la perfección. Además, lo podrán
comprobar ustedes mismos si aceptan su invitación.
—Pero ¿debemos aceptarla? —preguntaron simultáneamente Yvonne y Simon.
Se miraron riendo.
—Por lo menos, nosotros sí nos entendemos bien —dijo el arquitecto—. Y me
parece que los dos tenemos ganas de ir a dar una vuelta por La Rochette.
—Al castillo de La Rochette —rectificó su esposa—. Pobrecito mío, tendrás que
construir muchas viviendas de protección oficial antes de que podamos permitirnos
un castillo como el de La Rochette.
—Y no sólo está el castillo —observó el médico—. Añadan a su alrededor un
centenar de hectáreas de bosques y de prados, por no hablar de dos o tres granjas. Son
muy ricos.
—Ella es muy rica —precisó el notario—. Es ella quien posee la fortuna. No es
que él no tenga nada, pero lo que ha aportado, principalmente, es su savoir-faire.
—… Y su nombre —añadió Madeleine Teissère—: Cléry de Bellefond de Leuze.
El médico se encogió de hombros.
—Bueno —dijo—, hoy en día…
—¡Oh!, en absoluto. Ella da mucha importancia a su apellido. Y al título…
Baronesa Cléry de Bellefond de Leuze.
—De soltera, Daudrincourt —añadió el notario—. Su padre era un importante
harinero de la región de Le Mans. Tras hacer fortuna, compró esta enorme propiedad
de La Rochette y, como le gustaban mucho los caballos, se dedicó a la cría. Ésa es
toda la historia. Madeleine, ¿un poco de champán?
—No, gracias.
Ésta se volvió hacia su marido.
—Seamos sensatos, Charles. Ya es hora de volver.
—¡Bah! —dijo el notario—. No hay motivo para tener prisa. Para empezar,
llueve. Esperad a que despeje un poco. Y, además, me parece que nuestros amigos
todavía tienen algunas preguntas que hacer. ¿No? ¿De veras?
—Sí —dijo Yvonne—. En fin, son personas que lo tienen todo para ser felices.
Son ricos, sienten pasión por los caballos y pueden satisfacer plenamente su afición.
—¿Cuántos animales tienen en su cuadra? —interrumpió su marido.
El notario consultó al médico con la mirada.
—¿Cuántos? —repitió—. Una treintena, más o menos. Y una media docena de
caballos de montar, para dar paseos. Hay cuadras más importantes, claro está; pero la

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de La Rochette es muy apreciada.
—Entonces —insistió Yvonne—. ¿Qué les falta?
—La alegría de vivir —declaró el médico—. Voy a explicárselo.
Se acomodó pesadamente en el sofá y encendió un purito.
—Disculpen el mal ejemplo, pero el tabaco me hace olvidar mi reumatismo.
Volviendo a la pareja Cléry, en primer lugar, siempre he creído que su boda fue
arreglada por el viejo Daudrincourt. Hacía falta un hombre enérgico para dirigir la
finca. El negocio de los caballos es muy especial, como se pueden imaginar. Si uno
no es un poco chalán, seguro que le timan. Cléry comprendió inmediatamente la
jugada. Debería de tener un poco de sangre de hombre de campo en las venas y ésta
se despertó. Se convirtió enseguida en lo que han visto: un buen mozo corpulento y
lleno de vigor con el rostro coloradote a causa de la vida al aire libre, las copas y las
comilonas de negocios. Un personaje al estilo de Maupassant, no muy apreciado por
sus empleados porque es muy exigente e incluso bastante duro. Sin embargo, yo que
lo conozco bien, creo que en el fondo es un buen hombre, pero que se trata de un
hombre frustrado.
—¿Y su esposa? —preguntó Yvonne.
—Ahí está el problema. Ya les he dicho que la fortuna es suya. Y no tardó en
hacérselo sentir a ese pobre Cléry. Lo ha tratado como si fuera su administrador.
—Tal vez no sea exactamente así, a pesar de todo —observó el notario.
—Pongamos que exagero un poco.
—Yo no lo veo de ese modo —observó Madeleine Teissère—. No ha sido ella
quien le ha humillado. Por el contrario, ha sido él quien se ha sentido humillado y ha
tenido la sensación de estar al servicio de su mujer. Él aportaba el nombre; ella
aportaba el dinero. Él pensaba que el nombre le daba derecho sobre el dinero y ella, a
su vez, pensaba que el dinero la hacía digna del apellido. En fin, algo por el estilo.
—De tal modo que los dos siempre han creído que podían prescindir el uno del
otro —concluyó el médico.
—Y no han dejado de hacerlo —prosiguió el notario—. La señora iba de
concurso hípico en concurso hípico. El señor se dedicaba al campo y también a las
mujeres: al menos, eso es lo que dicen. Y luego tuvieron un niño, aunque ella no
quería. Pero son cosas que pasan. Oh, fue hace muy poco: el niño tiene ocho meses.
Es un varón y ella lo bautizó con el nombre de Patrice… Cuenta lo que sigue,
Charles.
El médico dejó el puro con precaución en el borde del cenicero.
—¿Lo que sigue?… No entraré en detalles. El parto fue muy difícil. Eso fue lo
que pasó. Y advirtieron a la pobre mujer que otro embarazo pondría en peligro su
vida. Desde entonces, tengo la impresión de que considera a su marido como un
enemigo al que debe mantener a distancia.
—¿A tal extremo han llegado? —preguntó Yvonne con tono de incredulidad—.
Sin embargo, hoy día una mujer tiene, medios para evitar un accidente.

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—Querida amiga —contestó el médico—: No existe píldora ni esterilet contra las
obsesiones. Y para ella se trata de una idea fija: su marido es un peligro. No estoy
traicionando el secreto profesional; una noche, aquí mismo, ella nos lo confesó.
Estábamos nosotros cuatro: Suzanne, Albert, Madeleine y yo. Había venido a
refugiarse a nuestra casa: no hay otra manera de decirlo. Su marido había vuelto
borracho y había querido… Bien… Apareció a eso de las nueve. Nos lo contó todo…
Cosas que nosotros no habríamos imaginado nunca; su hijo era un niño enclenque por
culpa de su marido: si hubiera bebido menos y no se hubiera dedicado tanto a las
mujeres, le habría hecho un hijo más robusto. ¿Y qué más?
—Que tenía que encerrarse por las noches en su habitación —prosiguió
Madeleine.
—¡Ah!, sí. Y que pensaba divorciarse, por supuesto.
—Y luego se acusó de ser una mala madre. ¡Las cosas que llegó a decir! Que no
tenía instinto maternal y que nunca debería haber dejado que su criada se ocupara del
pequeño. Es verdad, todavía no les habíamos hablado de Amalia. Verdaderamente,
estos Cléry son una novela. Un dedito de champán, Yvonne.
El médico apartó las cortinas que cubrían la ventana del saloncito.
—¿Lo oyen? Es un verdadero diluvio. Una vez más, el día de Saint-Médard
cumple su promesa.[1] Menos mal que su hotel no está muy lejos. De todos modos,
los acompañaremos, Simon. Perdona, Albert, te he interrumpido. Ibas a hablarnos de
Amalia.
—¡Ah!, sí —dijo el notario—. Ha sido una suerte para Irène tener a su lado a esta
Amalia. Es una portuguesa que vino a Francia hace una decena de años. Es una
persona muy correcta que habla bien nuestra lengua y tiene una cierta clase.
—Ésta también le gusta —observó maliciosamente el médico.
El notario tomó por testigo a sus amigos.
—¡Qué tonto puede llegar a ser cuando se empeña! Pero, la verdad es que es una
mujer hermosa. No es en absoluto del tipo seco y moreno; es más bien una hembra
generosa como las que esculpía Maillol. Se casó hace tres o cuatro años con uno de
sus compatriotas llamado Jesu Pereira, y el azar quiso que ese tal Pereira fuera a
trabajar a casa de los Cléry. Era… ya no me acuerdo… mozo de cuadra, palafrenero,
lo mismo da. El pobre diablo murió de la coz de un caballo.
—¡Qué horror! —exclamó Yvonne—. Es terrible todo eso que cuenta.
—Qué quiere que le haga. Amalia estaba embarazada. Cléry que, como he dicho,
no es un mal tipo, se quedó con ella y se ha convertido en una especie de ama de
llaves. Sus atribuciones son de lo más vagas. En realidad, es la nodriza del pequeño
Patrice. Sí, porque tuvo su hijo casi al mismo tiempo que Irène Cléry. Amamanta a
los dos, cosa que a Irène le va muy bien, pues no está muy dotada en cuestión de
pechos.
—¡Albert! —exclamó su mujer—. Cómo puedes decir…

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—Nuestro Albert se está volviendo un desvergonzado —señaló con gravedad el
médico.
—¡Bah!, no pasa nada por bromear un poco —comentó el notario—.
Prácticamente, es Amalia quien se ha encargado del niño. Irène apenas se ocupa de
él.
—Pero entonces, ¿qué hace? —preguntó Simon Bélières—. ¿Monta a caballo?
—Ni siquiera eso. Ya no tiene afición por nada. Lee, fuma, se pasea por el parque,
si es que eso puede llamarse parque: el campo empieza inmediatamente detrás del
castillo y todo, hasta el horizonte, pertenece a los Cléry. Cuando llueve, se echa las
cartas. O bien pasa horas contemplando los peces. En el salón tiene un acuario
espléndido. Ya lo verán, no se olvidará de enseñárselo. Es una vida bien triste, pueden
creerme.
—¿Y el padre? —preguntó Yvonne—. ¿Se ocupa un poco del niño?
—Apenas tiene tiempo. Pero creo que está muy encariñado, ¿no es cierto,
Suzanne?
—¡Oh!, sí. Ésa es la impresión que da. Pero no es fácil saber lo que sienten uno y
otro. En los momentos de crisis, ella se entrega a ciertas confidencias, pero habría que
preguntarse si no lo pinta todo más negro de lo que es, pues le gusta que la
compadezcan. Pero ¿qué piensa él exactamente tras su aparente jovialidad? Parece un
hombre sin fisuras, pero creo que, en el fondo, es muy complicado. Pero Albert no
está de acuerdo. Bueno, espero equivocarme.
—Una pregunta más —dijo el joven arquitecto—. No es que yo sea
especialmente curioso, pero si vamos a ir al castillo, vale más que sepamos
exactamente a qué atenernos. Sobre todo con dos personas predispuestas la una
contra la otra. ¿La señora Cléry ha amenazado abiertamente a su marido con el
divorcio o bien fueron palabras debidas a la cólera y que no piensa llevar a cabo?
—Naturalmente —intervino el médico—, sólo son palabras.
—¿Aunque él la engañe? ¿Y si ella lo sabe?
—Pero si le da totalmente igual que la engañe —declaró Madeleine Teissère.
Mientras tanto, la deja tranquila.
—Eso —dijo el notario con aire dubitativo—, habría que verlo. Con lo orgullosa
que es, me extrañaría que se resignara tan fácilmente. Pero me parece que estamos
yendo demasiado lejos. Después de todo, eso no es asunto nuestro.
—¿Tienen una amistad muy estrecha con ellos? —preguntó Yvonne.
—Bueno, sí; nos vemos con frecuencia. Suzanne y yo vamos a montar un poco a
caballo los domingos. Cléry tiene buenos animales, muy tranquilos, y los presta
encantado. Cuando vayan, díganles de mi parte que desearían montar a Clairon. Es
un caballo excelente y les gustará mucho. En cambio, cuando hace mal tiempo,
vienen aquí. Tienen unos pocos amigos en Château-Gontier, pero Laval está un poco
más cerca de La Rochette. La Rochette no es nada divertida cuando llueve.

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Intentamos distraerlos: invitamos a gente como ustedes, chiflados por la equitación.
Los hombres hablan de caballos y las señoras…
Se volvió hacia su mujer.
—En realidad, Suzanne, ¿de qué habláis?
—¿De qué pueden hablar las señoras? —exclamó Suzanne riéndose—. De
espectáculos, de libros… Irène Cléry es culta, compra muchas novelas y nos las
presta. Discutimos y es muy agradable. Cuando sale de La Rochette, que ella llama su
«castillo de If», Irène es capaz de ser muy alegre; o, mejor dicho, lo era. Al fin y al
cabo, sólo tiene treinta y dos años.
—¿Y él? —preguntó Yvonne.
—¿Cuántos le echa?
—No lo sé. Su incipiente calvicie lo envejece.
—Tiene cuarenta y un años; pero es cierto, aparenta más.
—Es una mala edad —añadió el médico—. Cléry es exactamente el tipo de
hombre predispuesto al infarto. El alcohol, el tabaco, las mujeres. Veinte de tensión.
Se lo he advertido, pero no hace caso a nadie. Además, conduce como un loco.
¡Pobre Irène! Antes me la imagino viuda que divorciada.
—Si al menos tuviera familia —observó Madeleine Teissère—. Pero no. Sus
padres murieron y su hermano vive en Irlanda. No les sorprenderá saber qué él
también cría caballos. Su hermana significa mucho menos para él que sus potrancas.
Del lado de Cléry sólo está el padre, un anciano jubilado que vive por los alrededores
de Grasse. Por eso Irène tiene razón cuando llama a La Rochette su «castillo de If».
—Pero no estará prisionera, ¿verdad?
—No, pero está prácticamente sola. Cuenten conmigo: están Amalia y el
matrimonio Maufranc; él hace de ayuda de cámara, ella de cocinera y entre los dos
suman unos ciento veinticinco años. Y además, están los guardas, Denis y Thérèse
Jusseaume; él es también el jardinero. Viven en el pabellón que flanquea la verja. No
es mucha gente, como ven. Y no es precisamente espacio lo que falta en el castillo:
hay más de veinte habitaciones. Está desierto y silencioso como un museo. Por lo
tanto, harán una buena acción si van a visitarlos de vez en cuando.
—Muy bien, de acuerdo —dijo el arquitecto levantándose.
Dio una palmadita en el hombro de su mujer.
—Vamos Yvonne, me parece que estamos abusando. Y gracias, queridos amigos,
por hacernos de guías en esta ciudad de Laval, que no es en absoluto el agujero que
nos habían descrito… Por cierto, no podemos llegar a La Rochette con las manos
vacías. ¿Qué le gustaría a la señora Cléry? Llevarle flores es un poco vulgar y,
además, ya tiene jardinero. ¿Alguna golosina?
—No —dijo la mujer del notario—. Llévenle un pececito.
—¿Un pez? ¿Pero de dónde quiere que saque un pez?
—De Métivier, en el Quai Sadi-Carnot. Vende artículos de pesca y peces de
acuario. Le apetece tener un coridoras leopardo. Es un animalejo horrible, blanco y

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negro como una carta de luto. Pero sobre gustos no hay nada escrito.
—¡Deprisa! —exclamó el médico—. Ha dejado casi de llover. Los llevo en mi R
5. Nos apretaremos un poco… Entonces, ¿hasta el jueves que viene?
—Prometido —dijo el notario—. Pero nada de excesos, ¿eh? Sin cumplidos.

Cléry soltó una maldición.


—¡Este condenado gato! No para de resbalar.
El Porsche estaba aparcado en el arcén. Cléry se había quitado la americana y la
corbata. Con las rodillas del pantalón manchadas de barro y a gatas sobre la hierba,
intentaba en vano situar el gato bajo el eje posterior. Con obstinación, la herramienta
se escapaba de su sitio en cuanto empezaba a dar vueltas a la manivela. Se incorporó
y se secó la frente con el antebrazo.
—Date prisa —dijo Irène—. Me gustaría volver a casa.
—Y a mí también, ¿qué te crees? —exclamó, fuera de sí—. ¿No ves que estoy
calado?
—¿Por qué no intentas cambiar el coche de sitio?
—Porque si la rueda da vueltas, voy a sacarla de la llanta. Y, además, deja de dar
la lata.
Lanzó en torno, por el campo desierto, una mirada llena de rencor. Ni una luz. No
cabía esperar ninguna ayuda. Escarbó en el suelo para reunir un puñado de
piedrecillas y grava, y lo aplastó lo mejor que pudo bajo la base del gato. Una vuelta
a la manivela, dos vueltas. El Porsche se estremeció. Lentamente, se levantó.
—A nadie se le ocurre trabajar así, a tientas —masculló.
Esta vez, el gato aguantaba. El neumático estropeado salió de la rodada con un
ruido de succión. Cléry sacó la manivela, hizo saltar el tapacubos y empezó a aflojar
los pernos. Los recogió y los guardó en el bolsillo del pantalón. Lo peor ya estaba
hecho. Retirar la rueda estropeada y colocar en su lugar la de recambio era cosa fácil.
—Me parece que irá bien —dijo.
Tenía la camisa pegada a la piel, la lluvia le dejaba gotas suspendidas en la punta
de la nariz y tenía unas ganas furiosas de fumar un cigarrillo. Guardó la rueda sucia
de arcilla. Sólo tenía que colocar los pernos. El primero entró enseguida en la rosca.
El segundo también. El tercero le resbaló de los dedos.
—¡Mierda!
Al caer, el perno produjo un ligero ruido en la hierba. Con un movimiento rápido,
como si quisiera agarrar un animal, Cléry lanzó una mano extendida en dirección al
ruido. Nada. Tanteó alrededor. Nada.
—Pero, maldita sea, ¿qué me pasa esta noche? Tiene que estar aquí.
Se puso a palpar la tierra encharcada con las dos manos. Un perno no es una
cabeza de alfiler. Irène bajó la ventanilla.
—¡Bueno!, ¿falta mucho para que nos vayamos?

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—Pásame el mechero. Está en la americana.
Se apoyó con los codos en la puerta.
—En el bolsillo de la izquierda.
Y mientras ella buscaba, añadió:
—Si fueras un perno, ¿dónde te esconderías para fastidiarme?
Ella reaccionó inmediatamente y con violencia.
—Jacques, te ruego que me hables en otro tono. Aquí está tu encendedor.
Cléry volvió a tumbarse bajo el coche e intentó pasear por la rodada la pequeña
llama que el viento inclinaba hacia un lado. La luz vacilante se perdía en la oscuridad.
Ni el menor reflejo de metal a la vista. El encendedor empezaba a quemar. Cléry lo
apagó. ¡Cuando las cosas empiezan mal! Ese asqueroso perno debía de haber rodado
más lejos de lo que había creído.
—Enciende los faros —vociferó.
Tal vez la claridad haría brillar alguna cosa en la hierba. Irène encendió todas la
luces.
—¿Sabes qué hora es? —preguntó ella.
—Me importa un cuerno.
—Son las doce y media. Me preocupa el niño.
—Pero si el niño duerme a pierna suelta. No empieces otra vez.
—No estoy tranquila.
—Bueno, bueno. A la porra el perno.
Tiró las herramientas en el maletero y se sentó de nuevo al volante.
—Te advierto que voy a ir al paso: no tengo intención de hacer polvo la rueda.
—Claro que sí. Tu rueda va antes que Patrice.
Él lanzó un suspiro y sacó lentamente el Porsche.
—Ya estoy harta de salir de noche —dijo ella.
—Ya estás harta de todo, si no me equivoco. No eres muy divertida, que digamos.
Se callaron. Irène puso en marcha el ventilador de la calefacción y contempló el
paisaje familiar que se acercaba sin prisa hacia ellos. Por fin, la verja del parque se
esbozó entre los trazos de lluvia. Cléry se detuvo cerca de ésta y fue a abrir. El coche
tomó la avenida.
—Podrías cerrar —dijo Irène agriamente.
—¡Por aquí no hay ladrones! —replicó él—. Me muero por un baño bien caliente.
Estoy helado.

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AHORA VOY CONTIGO —dijo Cléry—. Pero vete… vete… Ya que tienes tanta prisa.
Tras encender la araña del vestíbulo, sacó del bolsillo un cigarrillo y, al ver que
estaba mojado, lo tiró con rabia. Se sentó en el segundo escalón de la escalera y
empezó a quitarse los zapatos, manchados y empapados.
—Buenas noches —dijo Irène, inclinándose sobre el pasamanos.
—Sí, sí. Buenas noches.
Movió los pies liberados y pellizcó los calcetines para despegarlos de la piel.
—¡Me acordaré de esta noche! —murmuró con rencor.
Irène llegó al primer piso y se quitó el abrigo sin detenerse. En cuanto entró en su
habitación, lo tiró sobre la cama y, sin hacer ruido, empujó la puerta del cuarto del
niño y metió la cabeza. La luz de la lámpara del techo iluminaba oblicuamente las
dos cunas. En la habitación contigua se oía la tranquila respiración de Amalia. Se
acercó a la cuna de Patrice. Estaba vacía.
—Se ha llevado al niño con ella —pensó—. Se habrá portado mal.
Se volvió hacia la segunda cuna para asegurarse de que el otro pequeño dormía
bien. Las mantas estaban apartadas a un lado. El niño no estaba.
—Sin duda, Patrice ha despertado a Julio con su llanto y, para apaciguarlos,
Amalia ha metido a los dos en su cama. No me gusta mucho eso.
La puerta de la habitación en la que dormía Amalia estaba entreabierta. Irène la
empujó y vio, a la luz de la lamparilla, dos cabezas, una junto a otra: la de su hijo y la
de la criada. Pero no veía a Julio por ningún lado.
Irène dio la vuelta a la cama y pasó la mano bajo la sábana. ¡Qué raro! ¿Dónde
estaba Julio? Volvió al cuarto del niño y permaneció inmóvil entre las dos cunas
vacías, intentando comprender. Si Julio se hubiera puesto enfermo, Amalia habría
avisado. Cuando debía salir de noche, Irène tomaba siempre la precaución de dejar el
número de teléfono de la casa adonde iba. No. No había pasado nada fuera de lo
normal. Por otra parte, si hubiera sucedido alguna cosa, Amalia no dormiría tan a
gusto. Irène oyó a su marido y salió al rellano.
—Jacques —dijo a media voz—, ven enseguida.

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Cléry apareció con los zapatos en la mano, como si se tratara de una pieza de caza
muerta.
—¿Qué pasa ahora…? Tendré suerte si no pillo una bronquitis. ¡Una bronquitis
en junio…! ¿Y bien? ¿Qué quieres?
—El pequeño Julio no está. Patrice duerme con Amalia. Parece como si Julio
hubiera desaparecido.
—¡Qué absurdo!
—Pues bien, míralo tú mismo.
—¡Un minuto, qué demonio! Supongo que me dejarás ponerme el pijama.
Irène volvió a su habitación. Empezaba a estar muy inquieta. Lo más sencillo era,
evidentemente, despertar a Amalia; pero Patrice oiría ruido y se pondría a llorar. Era
mejor esperar.
Cléry se detuvo en el umbral.
—Bueno —dijo, abrochándose la chaqueta del pijama—. ¿Has encontrado al crío
ese…? Me sorprendería que se fugara con sólo ocho meses.
Cruzó el dormitorio en dirección al cuarto del niño.
—Cuidado —dijo ella—. No arrastres las zapatillas.
Él se encogió de hombros. Ella lo siguió de lejos hasta la habitación donde
Amalia seguía durmiendo pesadamente, sin advertir las sombras que se agitaban a su
alrededor.
—Es cierto —susurró Cléry—. Aquí no está.
De puntillas, volvió sobre sus pasos, recuperó las zapatillas y se sentó sobre la
cama de su mujer. El pequeño reloj marcaba la una menos diez.
—Debe de haber una explicación muy sencilla —dijo—. Tal vez el crío se ha
echado a llorar y lo ha metido en la habitación de los invitados…
—No, Amalia no lo haría nunca.
—¿Y tú qué sabes? No has ido a mirar. Ven, quiero asegurarme.
Caminó ante ella en dirección al pasillo y encendió las lámparas de la pared.
Inmediatamente, vio la ventana abierta en un extremo del corredor.
—¡Vaya por Dios! —exclamó—. Ha entrado alguien.
Corrió hacia la ventana, se asomó y descubrió la escalera. A continuación,
constató que uno de los cristales había sido recortado.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Irène, que había corrido tras él.
—Mira por ti misma. Está bastante claro. Ha entrado alguien.
—¿Un ladrón?
—Claro, un ladrón.
—¡Dios mío! Mis joyas.
Él la agarró por el brazo.
—Vamos a verificarlo, pero no creo que se trate de tus joyas.
—Entonces, ¿de qué se trata?
—Han venido a raptar al niño.

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—¿A Julio?
—No, a Patrice.
—Pero Patrice está aquí. ¿Estás mal de la cabeza o qué?
—¡Espera, me parece que empiezo a entenderlo!
—Suéltame, me haces daño.
—¡Oh!, perdón.
Cléry cerró la ventana y apoyó la frente sobre un vidrio intacto. Había dejado de
llover, pero un viento frío que olía a hierba mojada soplaba a través del cristal roto.
—El ladrón ha entrado en la habitación de Amalia —dijo lentamente—. Ha
creído que el niño que tenía en brazos era su hijo. Parece lógico, ¿no…? El otro,
situado en el dormitorio, sólo podía ser el nuestro. Lo ha raptado. No puede haber
sido de otro modo.
—Hay que despertar a Amalia.
Irène había gritado y él le puso un dedo sobre los labios.
—Despacio. Después de todo, puedo equivocarme. Todo esto es verdaderamente
increíble… No nos quedemos aquí, me estoy helando.
—¿Qué vamos a hacer?
—En primer lugar, verificar si nos han quitado algo. Pero, probablemente, no han
venido para llevarse los cuadros ni la plata. ¿Me permites que me ponga la bata?
Bajaron al vestíbulo a partir del cual se sucedían el salón, la biblioteca, el
comedor y, al fondo, el despacho de Cléry. La inspección acabó enseguida. No habían
tocado nada.
—Estaba seguro —dijo Cléry—. Ahora, la situación está clara. Debemos
prepararnos para soltar bastantes millones.
—Pero bueno… No es posible —protestó Irène.
Se dejó caer en un sillón cerca del acuario, donde una pequeña multitud parecía
agitarse entre las algas y las rocas.
—Me estoy volviendo loca —gimió—. ¿Qué prueba hay de que han querido
raptar a Patrice?
—Es evidente. Basta pensar un poco.
—¿Vas a avisar a la policía?
Cléry, con las manos entrelazadas, se daba golpecitos en la barbilla.
—¿Hay que avisar a la policía? ¿Qué es mejor? ¿Esperar? ¿Llamar a la comisaría
y decir que Julio ha desaparecido?
—Evidentemente.
—Pero… ¿debemos hacer que esos bandidos sepan que se han equivocado?
—¡Pero bueno! ¿Dudas?
Cléry, con las manos a la espalda, recorrió lentamente el salón y se detuvo ante
Irène.
—Supongamos que lo hacemos —dijo—. Y mañana la policía, la televisión y los
periódicos anuncian que los ladrones no han raptado al niño adecuado.

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Probablemente, los ladrones desconfiarán. Yo, en su lugar, desconfiaría, creería que
se trata de un ardid y me quedaría con el rehén. Pero supongamos…
—¡Ah! ¡Basta! —exclamó Irène—. Este no es momento para suposiciones.
—Déjame acabar. Supongamos que los bandidos aceptan la idea de que han
raptado a un niño sin valor… ¿Crees en serio que van a cargar con él? Estoy
convencido de que encontrarán otra solución.
—¿Podrían matarlo?
—Es probable. Mientras que si…
Irène se tapó los oídos.
—¡Basta! —gritó—. ¡Basta!
Cléry se acercó a ella, la cogió por las muñecas y la sacudió con dureza.
—¡Haz el favor de escucharme…! Tengo que considerar todas las hipótesis. No lo
hago por gusto; sé muy bien que si abandonan vivo a Julio en algún lugar, a la puerta
de una tienda o en un cubo de basura, no dejaremos de temblar por Patrice. Lo
comprendes, ¿no? Esos criminales no van a renunciar tan fácilmente. Y nosotros no
podremos proteger a Patrice indefinidamente.
—Entonces, ¿qué propones?
—Propongo… que hagamos exactamente como si el niño fuera Patrice.
Probablemente, es el único sistema para salvar a Julio y poner a Patrice a salvo.
—¿Y aceptarías pagar por un niño que no es nada nuestro?
—No tenemos otra opción.
—¿Y si no avisaras a la policía? En este tipo de casos, los secuestradores
amenazan siempre con matar al rehén si se avisa a la policía.
—Ya lo sé —contestó Cléry—. Pero, de un modo u otro, siempre se informa a la
policía y pocas veces son suprimidos los rehenes. A la larga, el secuestro ha
encontrado ciertas reglas. Es triste, pero así es.
—¿Crees que habrá que pagar mucho dinero?
—Probablemente. En esto también hay ahora una especie de tarifa.
Irène se sobresaltó.
—Pero ¿de dónde quieres que saquemos el dinero?
—Todavía no lo sé. Ya veremos.
Irène, con un gesto de frío, se cruzó sobre el pecho la chaqueta del traje sastre.
—Tengo miedo —murmuró—. Tengo miedo por Patrice. Es horrible. ¿Por qué
nos han atacado a nosotros? ¡Oh!, ya sé quién ha sido.
—¡Ah, no! —exclamó Cléry—. No empieces otra vez.
Se enfrentaron y sus miradas se enlazaron como si fueran las manos de unos
luchadores.
—No es el momento de hablar de esto —prosiguió Cléry—. Nuestros problemas
no interesan a nadie. Voy a llamar a la comisaría. Y después, da lo mismo, despertaré
a Albert. Puede ayudarnos.
Dio un paso hacia su mujer.

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—Irène, te lo ruego. Debes estar de mi lado, en interés del niño. ¿Puedo contar
contigo…? Bueno, haz un poco de café. Vamos a necesitarlo.
—¿Y Amalia? —preguntó Irène.
Cléry, que se dirigía hacia el teléfono, se detuvo.
—Es cierto. Se me olvidaba. Me gustaría despertarla, pero pensarás que… ¡Una
hermosa mujer, húmeda de sueño y que, sin duda, se echará a gritar! No es un
espectáculo para un hombre como yo, ¿verdad…? Perdona, Irène. No quería reanudar
las hostilidades. Te espero aquí. Que se ponga una bata y que venga. Intentaré
convencerla. Y tú, apóyame. En este momento, todo depende de ella.
Contempló a Irène, que se alejaba hacia la escalera. «¿Por qué será tan terca, tan
testaruda, tan cerrada? —pensó—. Parece el erizo de una castaña, llena de pinchos.
¡Si por lo menos lo que nos está pasando pudiera curarnos!».
Se dirigió hacia su despacho, en inquieta búsqueda de un paquete de cigarrillos.
Cogió unos cuantos Gauloises, amontonados en un cajón, y se los metió en el bolsillo
tras encender uno con mano vacilante. Su reloj marcaba la una y media. La policía no
llegaría antes de tres cuartos de hora. ¿Amalia sería capaz de fingir delante de los
inspectores? Era una persona simple. Le costaría mucho imaginar que le pedían que
se comportara como si Patrice fuera Julio. Ante la policía, no debía mostrar una pena
excesiva. Una angustia sincera, pero nada más. El hijo de sus señores había
desaparecido. La policía se encargaba del caso. Si tenía presente que se trataba del
hijo de sus señores y no del suyo, no tenía por qué deshacerse en lágrimas. Tal vez
era esperar demasiado de ella. Y, sin embargo, no había otra solución.
Aguzó el oído, intentando sorprender en el piso superior un ruido de pasos, unos
gemidos, pero sólo el roce del viento en los postigos alteraba el silencio. Se acercó al
pie de la escalera y escuchó en vano. «¿Qué estará haciendo?», murmuró en voz baja.
Se le ocurrió que tendrían que incluir en el secreto a los Maufranc y a los Jusseaume.
Era mucha gente. Tal vez no era necesario decírselo a los Jusseaume. Vivían un poco
apartados, en el pabellón, y debían de ser incapaces de distinguir a Julio de Patrice
cuando Amalia paseaba a los niños por el parque. Los Maufranc eran más
observadores, pero sentían una gran devoción por Irène y no la traicionarían jamás.
De todos modos, todavía estaban lejos de haber ganado la partida. Y si los policías
descubrían que les habían mentido…
Cléry encendió con la colilla otro cigarrillo. «Actúo honradamente —se repetía
—. Haré cualquier cosa por salvar a Julio. Pero tampoco quiero que nos arruinemos.
Nadie puede pedirme que lo haga». Estaba pensando en que tendrían que hipotecar la
finca o vender una granja, pues jamás consentiría en separarse de sus caballos.
¿De dónde venía el golpe? Probablemente, de un palafrenero que hubieran
despedido. Porque también podía tratarse de una venganza. De una venganza
refinada. Habría sido tan fácil provocar un incendio en las cuadras, por ejemplo. O,
por qué no, dispararle cuando, por la mañana temprano, galopaba un poco con

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Frimousse hasta el bosque de los Conejos. Pero no. Querían que sufriera. «Pues bien,
sufro, ¡maldita sea! ¡Pero sufro por la pobre Amalia!».
De repente, el niño se puso a gritar en el piso de arriba y pronto Amalia e Irène
aparecieron en el descansillo. Amalia tenía al niño en los brazos. Lo mecía
maquinalmente y parecía medio dormida.
—Hazlo callar —dijo Cléry a su mujer—. No se oye nada.
Irène cogió el niño y sus gritos se hicieron más intensos. Estaba totalmente
sofocado, tenía las manos convulsas y su pequeña boca desdentada buscaba aire.
—Como ves, no quiere venir conmigo —contestó Irène.
Amalia cogió al niño con una dulzura maternal.
—Ea, ea… —dijo—. Sí, ahora beberemos… y después seremos buenos.
Empezó a bajar, murmurando palabras tiernas al oído del pequeño.
«Diablos —pensó Cléry—. No ha entendido nada».
Cuando Irène estuvo cerca de él, susurró:
—¿Se lo has contado?
Impaciente, Irène se encogió de hombros.
—Claro que sí.
—¿Y ése es el efecto que le ha causado? No has sabido explicárselo.
—Soy tan tonta… —contestó Irène—. Afortunadamente, tú estás aquí.
Irène se llevó a Amalia al salón e hizo que se sentara a su lado en el sofá. El niño,
que se estaba adormilando, volvió a gritar. Entonces Amalia se abrió la bata, se
desabrochó el camisón y sacó un pecho de una blancura tal que daban ganas de
tocarlo. Dirigió el pezón hacia los labios del niño, el cual, repentinamente
apaciguado, se puso a mamar. Su mano, como una estrella minúscula, intentaba
acercar hacia sí aquel globo familiar.
—El hijo de los señores tenía hambre —dijo Amalia.
Cléry la miró con una especie de respeto.
—Amalia —murmuró—, usted sabe por qué la hemos despertado.
Para no molestar a Patrice, la mujer se limitó a mover los ojos. Miró a Cléry.
—Han querido quitármelo —contestó, y contempló al pequeño con una dulzura
que irritó a Irène.
—Pero han raptado al suyo —dijo Cléry.
—Se darán cuenta enseguida de que se han equivocado —contestó Amalia con
calma—. El señor sólo tiene que decir la verdad.
—¡Precisamente, de eso se trata! —empezó a decir Cléry.
Se interrumpió, sin saber qué hacer ante la ciega confianza que la mujer le
otorgaba. Habría debido llorar, gritar y, en cambio, ahí estaba ante él, apenas
implorante, contemplándolo con la fe de las personas simples que se confían a
cualquier santo patrón.
—Precisamente, de eso se trata —repitió—. No me creerán. Veamos, Amalia.
Cuéntenos todo lo que ha pasado esta noche. Cuando nos hemos marchado, estaba

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bañando a los niños. ¿Y después?
—Después —contestó la mujer—, lo he acostado. Pero el hijo de los señores
lloraba. Le duelen los dientes. Lo he mecido y, al final, me lo he llevado a mi cama.
—¿Y Julio? ¿Dónde estaba?
—En su cuna.
—Y la cuna estaba en el cuarto del niño.
—Sí. El hijo de los señores se ha dormido, pero no he querido molestarlo y lo he
dejado conmigo.
—¿No ha oído ningún ruido?
—No. Estaba un poco cansada y yo también me he dormido hasta que la señora
me ha despertado.
—De modo —concluyó Cléry—, que el individuo que se ha introducido en su
habitación ha pensado que el niño que tenía en brazos era su hijo. ¿Quién no se habría
equivocado? Ignoraba que, cuando nos ausentamos, usted va a dormir a la habitación
contigua al cuarto del niño y que, para mayor comodidad, lleva la cuna de su hijo
junto a la de Patrice.
—Estás atosigando a Amalia —exclamó Irène—. Ella ya sabe todo eso.
—Haz el favor. Todo esto es esencial. Amalia, quisiera que entendiera bien que el
ladrón no tenía datos para identificar a los niños. Entonces, si digo que se ha
equivocado, pensará que se trata de un ardid para hacer que devuelva al niño y no
podremos probarle lo contrario. La ropa de los niños no lleva ningún signo distintivo
y todos los críos pequeños se parecen. Me sigue, ¿verdad? Nos enfrentamos a
personas decididas, pues pienso que son varias. Una expedición como ésta no puede
estar dirigida por un solo hombre. Y ahora, ¿qué van a hacer?
Amalia levantó de nuevo la cabeza. Tenía los ojos negros, inmensos y opacos, al
estilo de Picasso. Apenas se veía un poco de blanco en el extremo de los párpados.
Unos ojos de esmalte que reflejaban la luz de la lámpara del techo.
—¿Qué van a hacer? —prosiguió Cléry—. Se lo voy a decir. Nos darán a su hijo
a cambio de un rescate o bien, y perdone que sea tan brutal, se desembarazarán de él.
Amalia no se movió, dedicada por completo a su misión de ama de cría, pero su
rostro expresó súbitamente una atención dolorosa.
—No —dijo—. Es imposible. El señor hará alguna cosa.
Cléry, con un impulso más fuerte que él, apoyó la mano en el hombro de la
criada.
—Mi querida Amalia —dijo—, haré todo lo posible. Pero con una condición:
usted, nosotros y todas las personas de la casa haremos creer a la policía y a los
periódicos que el niño que ha sido secuestrado es Patrice, nuestro hijo. Le aseguro
que los secuestradores cuidarán al niño si están seguros de que sacarán dinero.
—¿El señor pagaría por mi pequeño Julio? —murmuró la mujer con una voz
humilde y sumisa.

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Con la mano libre, se secó los ojos; luego retiró muy suavemente su seno de la
boca del niño y se arregló la ropa, llena de dignidad.
—El señor es bueno —añadió—. Trabajaré sin cobrar.
—No se trata de eso. Usted no tiene la culpa de lo que pasa. Todo lo que le
pedimos es que nos deje las manos libres para actuar del mejor modo posible. La
policía va a venir. Sólo tiene que fingir que Patrice es su hijo. Le aseguro que no hay
otra solución.
—Queremos salvar a Julio —intervino Irène—. Y también proteger a Patrice. Nos
devolverán a Julio, desaparecerán y todos estaremos tranquilos.
—¿Prometido? —preguntó Cléry.
Repentinamente, Amalia empezó a sollozar. Decía que sí con la cabeza, sin poder
hablar.
—¡Vamos! ¡Vamos! —dijo Cléry—. Cálmese, Amalia.
—Es culpa mía —balbuceó.
—Claro que no. Vaya a acostar a Patrice y espere a que la llamemos. Y tú, Irène,
prepáranos café. Es inútil despertar ahora a los Maufranc. Se lo explicaré todo más
tarde. Ahora voy a llamar a la policía.
Se dirigió a su despacho y se concedió unos minutos más de reflexión. En cierto
modo, ¿no iba a sacrificar a Julio por Patrice? ¿Cómo distinguir la prudencia de la
cobardía? Sonó el teléfono y los tres quedaron inmóviles.
—Son ellos —dijo Cléry en voz baja, como si temiera que lo oyeran.
—Pues bien, ¿a qué esperas? —preguntó Irène.
Descolgó el teléfono.
—Sí, soy yo… Sí, le oigo muy bien.
Irène se sentó lentamente. Amalia permanecía de pie en el umbral del salón, con
el niño dormido en los brazos.
—¡Cuatro millones! —exclamó Cléry—. Está completamente loco. Apenas tengo
dinero líquido.
Irène volvió la cabeza hacia Amalia.
—Cuatro millones —cuchicheó—; eso son cuatrocientos millones de francos
viejos[2]. Es imposible.
—Mi pobrecito Julio —balbuceó la criada.
—Pues sí, su pobrecito Julio —dijo Irène secamente.
—Escuche —decía Cléry—. Intente comprenderlo: me obliga a pedir prestado y
eso va a requerir cierto tiempo. Y todas esas gestiones se sabrán… Pero, Dios mío, no
puedo evitarlo. Los banqueros desconfiarán. Estoy de acuerdo en no avisar a la
policía pero, a pesar de todo, se enterará. En cuanto se pide una gran cantidad de
billetes pequeños, todo el mundo comprende que se trata de un secuestro… ¿Qué?
Del aparato salían sonidos irritados. Cléry había cogido maquinalmente una regla
del escritorio y se golpeaba con ella las pantorrillas.

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—Necesito varios días —prosiguió—. Y les advierto que… si hacen daño a mi
hijo, me las pagarán.
La comunicación se cortó bruscamente. Cléry volvió al salón.
—¿Has oído…? ¡Cuatrocientos millones! Es una locura… Vaya a acostar al
pequeño, Amalia. No la necesitamos aquí.
—El señor no podrá pagar —dijo Amalia.
—Eso creo.
—Me preocupa Julio.
—A nosotros también, Amalia. A nosotros también.
—El señor tiene que pensar —dijo Irène—. No hay que atosigarlo. Ahora,
déjenos.
Cerró la puerta tras la criada y preguntó:
—¿Quién era?
—Una voz de hombre —explicó—. No era en absoluto amenazadora, pero sí
decidida. Menos mal que vosotras no oíais nada. Ha dicho: «Si no paga, no volverá a
ver a su hijo». Así mismo… Con toda tranquilidad. ¡Oh!, regatearé… Es horrible
hablar de este modo, pero ¡qué le voy a hacer! Se trata de un mercadeo y ellos lo
saben.
—¿Volverá a llamar?
—Naturalmente.
—En un caso como éste, ¿la policía no interviene el teléfono?
—Creo que sí. Irène, por favor. Hazme una taza de café bien fuerte. Estoy
reventado. Me pregunto si recuperaremos a ese desgraciado crío. Tal vez ya se lo
hayan llevado muy lejos. Aunque la policía escuche, eso no cambiará gran cosa.
—Ahora vuelvo —dijo Irène—. Espérame para llamar a la comisaría.
Cléry tuvo un acceso de tos que le despertó las ganas de fumar. Encendió un
cigarrillo y se quedó inmóvil delante del acuario. Era relajante ver cómo los peces se
dejaban llevar hasta la superficie y, con sus labios blandos, saboreaban las burbujas
antes de sumergirse hacia la arena y escarbar delicadamente con la boca.
¡Cuatrocientos millones! El precio de la granja de los Tres Caminos. ¡Jamás!

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UNA VOZ ADORMILADA respondió a Cléry.
—¿Un secuestro? ¿Está seguro…? ¿De dónde telefonea?
—De la finca de La Rochette.
—¿Dónde está eso?
—Entre Laval y Château-Gontier. ¡Pero si todo el mundo conoce la finca! Dense
prisa.
—Es que… Tardaremos un rato… Ya ha visto qué hora es. Voy a avisar al
comisario.
—Dígale que se trata del hijo del señor Cléry de Bellefond.
—Espere. ¿Cómo se escribe eso?
—Como quiera, pero dese prisa.
Cléry colgó el aparato con violencia.
—Lo mataría —exclamó.
Irène le trajo una taza de café. Contempló a su mujer con dureza.
—Me parece que he tomado la decisión adecuada. No vengas luego a hacerme
reproches.
—Pero… si no digo nada.
—Siempre es útil caminar de la mano de la policía. Sí, ya sé lo que piensas. Si
hubieran secuestrado a Patrice y no a Julio, tal vez tendría menos prisa en avisar a las
autoridades. Es eso, ¿no es cierto?
—Bebe mientras está caliente —aconsejó Irène con voz indiferente.
Cléry saboreó pensativamente el café.
—De todos modos, habríamos acabado haciéndolo. Habríamos tenido que
confesar la verdad a nuestros amigos. Y ya conoces a Albert. Nos habría obligado a
advertir a la policía. Pero, por el amor de Dios, di alguna cosa. Te quedas ahí
mirándome como un juez. Intento obrar lo mejor posible.
Tendió su taza a Irène, que la volvió a colocar en la bandeja.
—Es Maria —declaró—. Ha de ser ella por fuerza.
—¡Ah! —exclamó Cléry—. Me habría sorprendido que no sacaras a Maria. Pero
Maria no tiene nada que ver con todo esto.

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—¿La defiendes?
Cléry se levantó, apretando los puños. Caminó con rabia hacia la puerta del salón.
—Después de todo —dijo—, me da lo mismo. Imagina lo que quieras. Pero te
prohíbo que seas la primera en mencionarla. Cuando los polis nos interroguen,
contestaré yo… Bueno. Voy a vestirme e iré a aleccionar a los Maufranc y a los
Jusseaume.
Cuando Irène se quedó sola, se sirvió una taza de café y se acurrucó en un ángulo
del sofá, con las piernas dobladas bajo el cuerpo. ¡Maria! Jacques tenía razón, claro
está. No podía ser ella. Nunca habría confundido los niños. Los conocía demasiado
bien. Pero qué agradable habría sido vengarse de ella. ¡La muy zorra! Una fulana que
disfrutaba seduciendo a ese pobre atontado, meneando las caderas cuando, por
casualidad, caminaba ante él, y sacando el pecho. Era exactamente como a él le
gustaban, exuberante y con unos pechos que pedían ser tocados. No era bonita: era
más que eso. Una yegua de pelo negro, caracoleante, un poco loca, como esa
Frimousse, la potranca preferida que Jacques no querría nunca vender. Y, sin
embargo, debería desprenderse de ella. Irène le forzaría a hacerlo porque, para reunir
cuatrocientos millones serían necesarios muchos sacrificios. ¡Fuera las hembras! Si
Amalia no hubiera sido la imprescindible nodriza, con cuánta alegría la habría echado
también a ella. ¿Acaso duerme una madre cuando vienen a robarle a su hijo?
Un rayo pálido enmarcaba las ventanas. Ya se hacía de día. Irène miró la hora en
su reloj. Pronto serían las cinco. Probablemente, durante unos breves instantes se
había sumido en una especie de inconsciencia de la que ahora le costaba liberarse;
tenía las piernas anquilosadas y un sabor amargo en la boca. La policía no podría
tardar mucho más. Se levantó, tropezó y se agarró al respaldo del sofá. ¿Qué estaría
haciendo Jacques? ¿Tan difíciles de adoctrinar eran los Maufranc y los Jusseaume?
Se sentía despeinada, arrugada y envejecida por la desgracia. Y, sobre todo, tenía
la sensación de estar sucia desde el momento en que su casa había sido forzada,
violada. En lo sucesivo, la habitaría el miedo. Se sobresaltaría ante el menor crujido
del parqué. Oyó los pasos de su marido en el vestíbulo y se arregló un poco el pelo.
—Ya llegan —anunció—. He aleccionado a todo el mundo. Por ese lado,
podemos estar tranquilos. Voy a su encuentro. Atención, cuidado con meter la pata: el
secuestrado es Patrice. Habla poco; estás abrumada por la pena. Me gusta tan poco
como a ti representar esta comedia, pero debemos hacerlo por Julio.
El coche se detuvo delante de la escalinata de la entrada y Cléry corrió a abrir la
puerta.
—Soy el comisario Marjolin —anunció el hombre de más edad—. Y éste es el
oficial de policía Cressard.
Apretones de manos, ruidos de pasos e Irène intenta adoptar la postura adecuada.
De una ojeada, examina a los dos hombres que la saludan y que Cléry le presenta
rápidamente. El comisario… unos cuarenta años, mal afeitado… traje de confección

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con los bolsillos deformados… olor a pipa. Su ayudante… joven… gafas… grueso
bigote que cae en una media luna feroz… vaqueros y cazadora de cuero cuarteada.
—Nos hemos dado toda la prisa que hemos podido —explica el comisario—.
Veamos, ¿qué ha pasado exactamente?
Y Cléry cuenta, cuenta. El comisario toma algunas notas.
—Quisiera verlo todo —dice—. Enséñenme el camino. Venga usted también
señora, si no es pedirle demasiado. Así pues, han subido la escalera… Les sigo.
—No haga ruido —recomienda Cléry—. El hijo de la criada duerme.
El cortejo entra en la habitación de Irène, la atraviesa, entra en el cuarto del niño.
El comisario rodeó ambas cunas.
—Naturalmente, no han tocado nada, ¿verdad?
—Nada —afirma Cléry—. Patrice estaba acostado aquí y Julio allá.
—Bien. Entonces, señora, usted se ha dado cuenta de que las dos cunas estaban
vacías.
—Sí. Pero no me he inquietado. Como a Julio le dolían los dientes y Patrice tiene
el sueño ligero, he pensado que Amalia, para hacerlos dormir más fácilmente, se los
había llevado a los dos a su cama. De todos modos, he querido verificarlo y he
entrado en la habitación de Amalia.
—Hay que decir —interviene Cléry—, que nuestra criada duerme aquí cuando
salimos para que nuestro hijo no esté solo en el piso. En caso contrario, duerme en el
segundo con su hijo.
—¡Ah!, eso es importante —señala el comisario—. Sin duda, los autores del
golpe estaban al corriente de sus costumbres. ¿Puedo entrar?
—Se lo ruego —dice Cléry—. Amalia está aquí. Puede preguntarle lo que quiera.
Los dos policías se detienen en el umbral. El comisario se vuelve hacia Cléry.
—¿Amalia qué más? —cuchichea.
—Amalia Pereira.
—¿Española?
—Portuguesa.
—¿Su situación está en regla?
—Está naturalizada francesa.
El comisario hace un gesto de aprobación y avanza. Amalia está sentada en la
cama y sostiene a Patrice sobre las rodillas.
—¿Es su hijo Julio? —pregunta el comisario—. ¿Qué edad tiene?
—Ocho meses —responde Amalia, con el rostro gris a causa del miedo.
—¿A qué hora se ha acostado?
—A las diez. Pero Julio lloraba, porque le hacen daño los dientes.
Amalia busca a sus señores con los ojos y titubea.
—Así pues, se ha llevado a Julio a su cama —dice el comisario—. ¿Y qué ha
hecho con Patrice?
—Dormía en su cuarto —apunta Cléry un poco nervioso.

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—Sí —asiente Amalia con voz más firme—. Julio se ha calmado y me he
dormido. Eso es todo.
—¿No ha oído nada?
—No. Pero cuando duermo, nada puede despertarme.
—Ya veo —dice el comisario—. En definitiva, el ladrón estaba bien informado y
ha venido directamente aquí; ha atravesado la habitación sin hacer ruido, se ha
apoderado de Patrice y todo eso en unos pocos minutos. ¿Cómo iba vestido el niño?
—Lleva un pijama de cuerpo entero —contesta Amalia.
—Disculpe, me estoy dirigiendo a su mamá. Un pijama, ¿eso es, señora…? ¿La
ropa no está marcada? ¿Tampoco lleva medalla…? Bueno… ¿Tiene una fotografía
del pequeño?
—No —responde Irène—. Pero ya sabe que todos los niños de esa edad se
parecen.
Lanza una rápida mirada a Amalia y a su marido, después señala a Patrice.
—Más o menos, se parece a él.
El comisario se acerca y examina al niño; después pregunta a Amalia:
—Según me acaba de decir el señor Cléry, usted alimenta al niño. Pero supongo
que ahora sus raptores le darán el biberón. ¿Es fuerte, por lo menos?
—Nunca ha estado enfermo —declara Amalia.
—De todos modos, tuvo ictericia cuando nació —precisa Irène—. Es un poco
delicado.
Amalia está a punto de perder la sangre fría.
—Estoy seguro de que resistirá —declara el policía—. Es una cuestión de días.
Un niño es algo que llama la atención: llora.
—Él no —dice Amalia, que parece al borde de las lágrimas.
El comisario se vuelve hacia Irène.
—Se lo devolveremos, señora. Y con buena salud, ya lo verá. Veamos ahora el
camino que ha seguido el ladrón.
El grupo recorre el pasillo y se detiene delante de la ventana, que el comisario
examina atentamente.
—Es un trabajo limpio —admite—. La ventana da sobre la parte posterior del
parque, ¿verdad?
La abre. A través del follaje se distingue el cielo encendido. Todavía caen algunas
gotas del techo.
—¿De dónde ha salido esta escalera?
—Del cobertizo —responde Cléry—. Mi jardinero, que es un poco un hombre
para todo, la utiliza con bastante frecuencia.
—Abajo debe de haber huellas de pasos —observa el comisario—. Cressard, vas
a bajar a estudiar el terreno. Ya que está aquí, utiliza la escalera. Y después, corre al
coche y da la alerta general. No tenemos ni un minuto que perder. Es fácil localizar a

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unas personas que viajan con un niño. Estoy casi seguro de que hay una mujer en este
asunto… ¿No sospechan de nadie?
—No —contesta Cléry.
—Sí —responde Irène.
—Deberían ponerse de acuerdo —exclama el comisario—. Si les parece bien,
bajemos. Necesitaré su teléfono.
Vuelven al salón.
—Bien —dice el policía enérgicamente—. Hablemos un poco de la persona de la
que sospecha.
—Mi mujer se refería a una doncella que tuvimos que despedir porque nos robaba
—explica Cléry.
—¿Cómo se llama?
—Maria Da Costa.
El comisario escribe en su gastada libreta de notas.
—¿Edad?
—Veintiséis años.
—¿Nacionalidad?
—Portuguesa.
—Vaya, vaya. Como su nodriza. ¿Son parientes?
—En absoluto. Bueno, no lo creo, puesto que Amalia vive en Francia desde hace
mucho tiempo, mientras que Maria llegó, hace poco.
—Todo esto será verificado —dice el comisario—. ¿Descripción?
—No es muy alta. Morena. Veintiséis años. Soltera.
—Provocativa —añade Irène.
—¡Oh! ¡Provocativa…! Bueno, si se empeña… —comenta Cléry.
El comisario lanza una rápida mirada y, a continuación, parece reflexionar
mientras observa las evoluciones de los peces.
—¿Cuál fue su actitud cuando la despidieron? —prosigue.
—Se enfadó, naturalmente —dice Cléry.
—Pero bueno, ¿profirió amenazas?
—Sólo habría faltado eso —estalla Irène.
—¿Quién de ustedes le notificó el despido?
—Yo, claro está —dice Irène—. Mi marido no está nunca aquí.
—Es decir, me ausento con frecuencia —declara con mucha calma Cléry—. Con
la cría de caballos… Póngase en mi lugar. Irène, deberías ofrecer al señor Marjolin
algo caliente; hay mucha humedad. ¿Una taza de café, comisario?
—Gracias.
—¿Gracias sí o no?
—Sí, gracias.
—Magnífico.
Irène se aleja y Cléry se inclina hacia el policía.

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—Mi esposa no podía soportarla, pero la necesitábamos. Tras el nacimiento del
niño, Irène estaba tan cansada que necesitábamos imperiosamente a alguien. Hice
poner un anuncio y se presentó Maria.
—¿De veras robaba?
—Francamente, no lo sé. Estos problemas domésticos me fastidian. Pero no me
imagino a Maria organizando un asunto de tanta importancia.
—Hablemos ahora de su personal. ¿Qué empleados tiene, exactamente? Quiero
decir aquí, en el castillo.
—En primer lugar, están los Maufranc, además de Amalia. Léon Maufranc tiene
sesenta y cinco años. Es mi ayuda de cámara. Su mujer, Françoise, tiene unos sesenta
y es la cocinera. Antes de entrar a nuestro servicio eran ya criados de mi suegro. Son
personas de toda confianza. Están también los Jusseaume, que viven en el pequeño
pabellón que hay en la entrada. Son los porteros, pero él, Denis, es al mismo tiempo
jardinero y ella, Thérèse, ayuda a Amalia y se ocupa de la ropa, de la costura…
Bueno, ya lo ve.
—¿Qué edad tienen?
—El tiene cincuenta y uno; ella creo que tiene cuarenta y siete o cuarenta y ocho.
Son de Château-Gontier y son la encarnación de la fidelidad. Les he informado
inmediatamente, porque son un poco como de la familia.
—Quedan los palafreneros. ¿Son muchos?
—En total, tengo a seis personas.
—¿Pueden proporcionarme una lista de toda esta gente?
—¿Quiere seguirme a mi despacho?
Los dos hombres pasan a la habitación contigua y Cléry saca de un archivador un
registro que abre sobre el escritorio. Mientras el comisario toma notas, aprovecha
para encender un cigarrillo y aspira las primeras bocanadas como si se tratara de aire
puro. Lo peor ha pasado. Amalia se ha portado bien. Marjolin no sospecha nada.
—¿No hay problemas con ellos? —pregunta el comisario.
—No. Son todos de la zona. Puede imaginarse que me informo antes de
contratarlos.
—De todos modos, los vigilaremos. ¿Hace competir a sus caballos?
—No, sería demasiado complicado.
—¿No tiene problemas con sus clientes? ¿Es posible que alguien haya querido
vengarse de usted?
—Imposible. Soy conocido. No hay nadie más recto en los negocios que yo.
El comisario se levanta. Mordisquea su lápiz y luego cierra con un golpe seco su
libreta de notas.
—A primera vista —dice—, me parece que la más sospechosa es esa tal Maria.
Volvamos a la llamada de teléfono que me ha contado antes. ¿Le piden cuatrocientos
millones de francos viejos? ¿Eso se corresponde con sus recursos?
A Cléry no le gustan mucho ese tipo de preguntas.

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—Es importante —prosigue el comisario—. O bien nos enfrentamos a alguien
que ha sabido evaluar su fortuna y, en ese caso, tendremos que buscar entre sus
allegados, o bien se trata de un ladrón que ha lanzado una cifra a ojo e ignora por
completo si usted puede pagar. Pronto sabrá a qué atenerse, pues no tardarán mucho
en volver a llamar. Lo que me sorprende es que, por lo general, los secuestradores se
dirigen con preferencia a personas que pueden disponer rápidamente de una gran
cantidad de dinero líquido: industriales, banqueros… Pero un propietario de bienes
raíces como usted, aunque posea recursos importantes, no tiene un capital que se
pueda movilizar de la noche a la mañana.
—Ése es mi caso.
—Exactamente. Según mi opinión, pedir cuatrocientos millones no es realista. Me
inclinaría a creer que su hijo ha sido raptado por individuos un poco simples de
espíritu. Y estaría seguro de ello si usted consiguiera bajar sensiblemente el precio.
Tal vez dure bastante tiempo, pero acabarán por comprender que son demasiado
exigentes.
—Pero ¿qué será de Patrice durante ese tiempo?
El comisario dio la vuelta al escritorio con las manos a la espalda.
—Le seré sincero, señor Cléry —dijo al final—. Esto es una partida de póquer y
el ganador será el que conserve durante más tiempo la sangre fría. Cuando vuelvan a
telefonear… no tenga miedo. Todas sus conversaciones serán escuchadas… no se le
ocurra protestar o amenazarles. A sus cifras, responda con otras. Fríamente. Como si
su hijo no estuviera en juego.
Cléry mueve la cabeza. Sabe que no jugará con la vida de Julio.
—Grabaremos la voz de su interlocutor —prosigue el comisario—. En definitiva,
haremos todo lo que acostumbramos hacer en casos semejantes.
—¿Y los periódicos? —pregunta Cléry.
—Les diremos que se callen. Por lo menos, durante un tiempo. Por ese lado,
ahora saben tener la lengua quieta. Lo único que le pedimos es que nos tenga al
corriente del menor incidente… Lo que me gusta y me tranquiliza es que ni usted ni
su esposa han perdido la calma. Temía encontrarme con gritos y lágrimas, y descubro
a unos luchadores. Está bien. Está muy bien.
Se detiene ante un plano colgado en la pared que representa una vista aérea de la
propiedad. Da unos golpecitos sobre la fotografía con el nudillo del índice.
—Su finca es muy difícil de vigilar. Se podría llegar a vigilar la tapia que la rodea
por delante y por los lados. Pero por la zona de las dependencias, La Rochette da a
pleno campo. Cualquiera puede acercarse por ese lado y, naturalmente, huir por allí.
Para quedarme tranquilo, organizaré rondas que no servirán para nada porque,
probablemente, los secuestradores no tienen intención de volver a merodear por la
zona, pero eso impedirá que su gente tenga miedo. Además, mis hombres serán muy
discretos. Los senderos que aquí veo, detrás del parque y alrededor del estanque,

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serán examinados con lupa. Confíe en Cressard. No se le escapará nada. No debemos
olvidar ningún detalle… Ah, Cressard, precisamente estaba hablando de ti.
—Ya está —dice Cressard—. Los hombres están en camino.
Se ha dado prisa y se desabrocha la cazadora.
—He indicado especialmente las caravanas —prosigue—. Es el lugar ideal para
esconderse con un crío.
¿Hay huellas detrás de la casa?
—A los pies de la escalera, la tierra parece pisoteada. Pero la lluvia lo ha borrado
todo. De todos modos, es probable que fueran dos. Tendrían un coche por ahí, cerca
del estanque. Por si acaso, estudiaremos el terreno mañana…
Mira su reloj.
—O, mejor, esta mañana. Son ya las seis y media. Parece que va a arreglarse el
tiempo.
Irène vuelve con una bandeja. Cléry despeja dos mesillas bajas y le ayuda a poner
en ellas las tazas, el azucarero, la cafetera y el plato donde están apiladas las tostadas.
—Sírvase, comisario.
Se produce un breve instante de calma.
—No creo que estén muy lejos —observa el comisario—. Han podido telefonear
desde Laval. Ahora hay cabinas por todas partes. Y luego han escapado a un lugar
tranquilo que, tal vez, habían preparado hace tiempo y del cual no se moverán.
Supongo que lo tienen todo a mano: ropa para el niño, comida y todo eso.
Evidentemente, les interesa devolverles el niño sano y salvo; ya saben a lo que se
exponen con los actuales tribunales de lo criminal. Confíe en nosotros, querida
señora. Pronto volverá a ver a su pequeño Patrice.
Vacía su taza y espera a que su ayudante acabe de comer una tostada.
—Anda, muchacho. Nos vamos.
Saludan a Irène. Cléry los acompaña y les estrecha la mano.
—Permanezca cerca del teléfono —añade el comisario—. Tal vez prefieran
escribir, pero me sorprendería. Probablemente no ignoran que poseemos medios
científicos que, entre otras cosas, nos permiten hacer hablar a las cartas. ¿Puede
confiar a alguien sus asuntos pendientes?
—Sí, a Charles Jandreau. Es mi brazo derecho. Un muchacho absolutamente
honrado.
—Muy bien. Dígale que no se encuentra bien y pídale que lo reemplace durante
un tiempo. Y reflexione un poco sobre esto: los raptores probablemente tienen un
cómplice aquí mismo. Animo, señor Cléry. Hasta pronto.
Cierran las portezuelas de golpe y se ponen en marcha. El césped humea. En el
cielo claro, se ve todavía una estrella. Cléry baja la cabeza. Cuatrocientos millones:
¡ni hablar! ¿Pero hasta qué cifra podrá bajar sin condenar al hijo de Amalia? Entra en
la casa con pasos lentos y se cruza con Françoise Maufranc que retira la bandeja.
—¿Dónde está la señora?

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—Acaba de subir. Pobre Amalia… El año pasado murió su marido; ahora
desaparece su hijo. Es muy triste.
—Sí, sí… claro. Es muy triste… No se quede aquí, Françoise. La señora puede
necesitarla.
Entra en su despacho. Está irritado con Amalia, con Irène, consigo mismo, con
todo. Telefonea a Jusseaume.
—¿Sí? ¿Denis…? Vigile que nadie venga a molestarnos. Y dígaselo a Thérèse. Si
se presenta alguien, dígale que la señora se encuentra mal y que yo no estoy. A
menos, claro está, que sea un policía.
—¿Los señores de la policía tienen alguna esperanza? —pregunta Jusseaume.
Cléry tiene ganas de enviarlo a paseo.
—Claro que sí —gruñe—. ¡Ah! Denis, antes que nada, coja el 2 CV y vaya a
buscarme cigarrillos a Château-Gontier. Un cartón de Stuyvesant. Y recuerde: no
debe parecer que esté ocultando alguna cosa. No ha pasado nada en La Rochette,
¿entendido? Nada.
Corta la comunicación y llama inmediatamente a Jandreau.
—Lo siento, Charles, ya sé que es un poco temprano. Pero no me queda otro
remedio que recurrir a usted. Estoy un poco cansado. He dormido muy mal. ¿Puede
recibir a Grimbert en mi lugar? Vea qué sabe hacer. Desconfío un poco de estos
veterinarios jóvenes. Y luego avise a Marcelin. Sigo dispuesto a vender a Bétharam,
pero volveremos a hablar de ello dentro de quince días. Por ahora, debo descansar.
—¿Es algo grave?
—No, ya se lo explicaré. Tendré que explicarle muchas cosas. No se preocupe.
Cléry se sienta ante su escritorio y descansa la cabeza entre las manos. Es cierto
que está cansado. Es cierto que Maria fue su amante. Es cierto que tal vez sea
responsable de todo lo que sucede. Está dispuesto a pagar. Pero lo hará con el dinero
de su mujer. Nunca más se atreverá a mirarse a la cara.

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EN EL CUARTO DE BAÑO, Irène ayuda a Amalia a bañar a Patrice. Normalmente, se
contenta con pasar la cabeza por la puerta entreabierta y preguntar: «¿Qué tal? ¿Se
porta bien?». Pero ahora quiere compartir la angustia de la criada. Se siente culpable.
El niño, que mientras Amalia prepara un pañal limpio, está tendido sobre la mesa, no
debería ser Patrice, sino Julio. Y ella también debe estar ahí, inútil, molesta,
torpemente solícita.
Le tiende el bote del talco y los imperdibles. El niño agita los brazos y las piernas
como una tortuga colocada boca arriba. Está delgado. Tiene la cabeza grande y frágil
como si fuera de fina porcelana, una boca de labios gruesos que intenta atrapar la
mano que pasa a su alcance. Amalia lo manipula con una especie de rudeza llena de
dulzura. Irène observa y, al mismo tiempo, tiene un poco de miedo. Cuando ella coge
en brazos al niño, lo hace con timidez y torpeza. Amalia lo espolvorea con talco,
agarra los tobillos y levanta el cuerpecito como si fuera un conejo desollado. Una
nube de polvos blancos sobre los muslos, sobre el minúsculo sexo, tieso, tieso como
un palito y un poco torcido. Con unos pocos gestos precisos y rápidos, Amalia
introduce al niño en un pijama blanco. Lo endereza: ahora se parece a una de esas
habas que se encuentran en los roscones de Reyes. Acerca su nariz a la nariz redonda
de su hijo de leche y las dos narices se tocan; el niño intenta esbozar una sonrisa
húmeda de saliva e Irène siente una punzada de celos. ¿Dónde ha aprendido Amalia
esta tosca ciencia que recuerda la de un animal olfateando a su gatillo o a su perrito?
Y, sin embargo, Patrice no salió de su vientre. Es una carne extraña. «Es mío»,
piensa Irène, y se sorprende al reclamar a su hijo, como si Amalia fuera para él una
amenaza. Y, después, se le ocurre una idea sorprendente: «Lo quiere tanto como a
Julio. Mientras tenga un niño que lavar, que alimentar y que mecer, el resto le da
igual».
Con una mezcla de vergüenza y desagrado contempla a la criada que ríe con la
misma risa que el niño. Y ahora, Amalia sacará su gran pecho, siempre con la misma
naturalidad monstruosa. El amor, el nacimiento, el amamantamiento, ¿por qué todas
estas cosas son tan pegajosas? Es repugnante. Irène desearía decir palabras amables.
Se ve obligada a salir, a ir a su habitación para perfumarse las manos. Luego se fuerza

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a volver para respetar las conveniencias. No está bien abandonar a Amalia en este
momento. El niño mama con los ojos cerrados e Irène se sienta junto a la criada.
—El comisario confía en que todo se resolverá —dice—. Ha tomado todas las
medidas necesarias. No hay más que esperar.
—El señor nunca querrá pagar —contesta Amalia.
—Eso depende… Tal vez la policía consiga detener rápidamente a los culpables.
Está buscando ya a Maria.
—¿A Maria? Conoce muy bien a Julio. No se habría equivocado.
—Sí, es cierto. Pero ha podido sugerir el golpe a unos cómplices. Usted que la
conoció bien, ¿qué impresión le causó?
—Hablábamos poco.
—Supongo que, de tanto en tanto, hablaría mal de mí.
Amalia vacila. Es la primera vez que la invita a confiarse, de mujer a mujer.
Dirige a Irène una mirada de gratitud.
—Sí. Decía… decía que la señora es dura.
—¿Y qué más?
—Decía también que la señora es mala.
—Y usted, Amalia, ¿qué le contestaba?
La pregunta hace que la criada se sienta incómoda.
—¡Oh! Yo le contestaba que si no estaba contenta, sólo tenía que marcharse. Y
ella me decía que no duraría mucho aquí y que estaba harta de este agujero. Y que
ganaría más dinero en París.
—¡Ah! ¿Le habló de París?
—Varias veces.
—Tendrá que repetírselo al comisario.
El niño se ha dormido. Amalia le seca la boca con cuidado.
—Deme —dice Irène—. Dios mío, qué poquito pesa. De repente, me sorprende.
Me parece que Julio está mucho más gordo.
—Un poquito más —objeta Amalia—. Tal vez dos o tres libras. Pero el niño de
los señores pesará lo mismo cuando dejen de dolerle los dientes. ¿Debo pasearlo por
el parque, como siempre?
—Claro que sí. No hay ningún motivo para encerrarlo.
Irène se entretiene. Tiene ganas de charlar con Amalia, cosa que, por lo general,
evita.
—¿Dónde ha aprendido a cuidar niños? Parece que lo haya hecho durante toda la
vida.
—Tenía dos hermanos pequeños. No teníamos madre y mi padre pasaba fuera
todo el día. Trabajaba en un astillero y cuando no estaba en el trabajo, estaba en el
sindicato. Un día lo metieron en la cárcel y no volvimos a verlo. Un tío por parte de
mi madre se hizo cargo de mis hermanos y se los llevó a su casa, a Argentina. Eran
todavía pequeños.

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—¿Qué ha sido de ellos?
—No lo sé. Yo quise quedarme en Lisboa. Trabajaba en casa de una vecina que
tenía una tienda de comestibles y después, más tarde, conocí a Esteban, que estaba de
vacaciones. Me hizo venir a Francia, donde él vivía desde hacía años. Nos casamos.
Pero la señora ya sabe todo eso.
—Sí, pero muy vagamente.
Irène no se atreve a confesar que no prestó atención a su marido cuando le dijo
que había encontrado un matrimonio que podía serles útil. Había visto alguna vez a
ese tal Esteban por la zona de las caballerizas: un hombrecito de color tabaco, pero
que ahora no es nada más que una silueta en su memoria. Y, en la casa, Amalia sólo
era una extraña que daba su leche. Irène se está dando cuenta de que existe y de que
ha salvado a Patrice.
—Pobre Amalia —murmura—, la vida no la ha tratado muy bien.
Adivina un pasado de miseria, una niña que vende sandías y crece, mal que bien,
en esa ciudad de la que no conoce otra cosa que las imágenes retransmitidas por la
televisión cuando se produjo la Revolución de los Claveles. Tal vez habría sido mejor
escoger como nodriza a una mujer de los alrededores. No intenta seguir leyendo en
los confusos pensamientos que cruzan su mente. Lo que es seguro es que harán todo
lo posible por Julio. No hay motivo para tener mala conciencia.
—¿La señora me tendrá al corriente?
—Claro que sí, Amalia. Cuente con nosotros. En cuanto sepamos algo, se lo diré.
Tenga, vaya a acostar a Patrice. Después, habrá que lavar un poco de ropa…
Devuelve el niño a Amalia. Se chupa el pulgar; es paliducho, pero tiene unas
pestañas bonitas, unas pestañas de potrillo. ¿Por qué le emocionarán tanto los
animales y, en cambio, permanece tan insensible ante los cachorros del hombre?
Repentinamente, oye el teléfono y Amalia estrecha al niño contra su pecho.
—¡Dios mío! —exclama—. Tal vez sea para mí. ¿La señora quiere que vaya con
ella?
—¡Escuche! —responde Irène—. El señor va a recibir muchas llamadas; usted no
puede pasarse el día en el salón. Ya le digo que se lo contaremos todo. ¡Vamos!
Debemos conservar la calma.
Baja sola y empuja la puerta del despacho. En la habitación flota una nube de
humo azulado. Agita la mano ante su rostro.
—¡Pobre! No sé cómo lo aguantas. Deja que abra la ventana.
Cléry, con un pie sobre el escritorio, un cigarrillo en la comisura de los labios y
los ojos clavados en el techo, está escuchando.
—¿Quién es? —cuchichea Irène.
Cléry hace un gesto de negación con la cabeza. No, no se trata de ellos. Irène se
apoya en el brazo de un sillón e intenta adivinar quién es.
—Prefiero que venga —dice Cléry.
Tapa el micrófono con la palma de la mano y dice a media voz:

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—Es Albert —y prosigue—: No me darán más de cuarenta y ocho horas, así que
corre prisa.
Parece muy cansado e Irène descubre que ha envejecido. Vivía a su lado sin verlo.
En realidad, no veía a nadie; estaba encerrada en un capullo de aburrimiento y ha
abierto los ojos hace unas pocas horas. Era como una imagen cinematográfica que
hubiera sido bruscamente detenida en un plano fijo y que, de golpe, recuperara el
movimiento. Y ese hombre de ahí que habla por teléfono es su marido. Sus sienes se
están despoblando. Sus ojos, un poco hinchados, ahora siguen una línea descendente
hacia los pómulos y recuerdan los de un podenco. En este rostro, en otros tiempos
atractivo, hay algo que indica abatimiento. La nariz se ha hecho más pesada y en su
base ha crecido una pequeña verruga, como si fuera una seta que brotara al pie de un
arbusto. ¿Estaba ahí, tiempo atrás?
—Sí —dice Cléry—. No carezco de avales. Pero eso exigirá cierta demora y, en
este momento, ése es el problema.
¿Es posible que siga celosa de él? Pero los celos son un rasgo propio de su
carácter. Ya cuando era pequeña…
—Gracias, Albert. Le espero. Ah, otra cosa: dígale a los Bélières que me
encuentro mal. ¿Recuerda que tenían que venir el domingo? Aplacemos su visita una
semana. Para entonces, me parece que todo habrá terminado.
Cuelga y se adelanta a las objeciones de Irène.
—Tenía que avisarle. No olvides que está sujeto al secreto profesional. Por ese
lado, no hay nada que temer. ¿Y quién mejor que un notario podría ayudarnos con los
bancos? El pobre Albert todavía no se lo cree.
—Pero… ¿le has dicho la verdad en relación con Patrice?
—Le he dicho lo mismo que al comisario: han raptado a Patrice… ¿No debía
hacerlo?
—Ya no sé nada.
Cléry se levanta penosamente, se lleva las manos a los riñones y mira a su mujer.
—Tú tampoco tienes un aspecto radiante. Sí, Albert hará por Patrice lo que no
haría por Julio. Como la policía y todos los que nos rodean. Qué quieres, así son las
cosas. Albert estará aquí dentro de una hora. Veremos juntos qué se puede vender.
Se acerca al plano y mueve la cabeza.
—Podemos hipotecar los prados del Grand Clos. Naturalmente, saldremos
trasquilados.
Pasea los dedos por el mapa y acaricia cada seto, cada camino. Por último, se da
la vuelta y se encoge de hombros.
—Si se tratara de Patrice, es cierto, no vacilaría. Y, en cierta manera, lo hacemos
por Patrice. Pero eso no impide que nos estemos despojando por un niño que no es
nada nuestro. Por mucho que me esfuerzo, me cuesta asimilarlo. Sobre todo, teniendo
en cuenta que… ¿has pensado en ello?
—¿En qué?

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—Bien, imagina que… Bueno, llevando las cosas al límite…
—Pero dilo de una vez —exclama Irène—. Qué irritante llegas a ser.
—Imagina que le sucede algo a Julio. Es poco probable, pero bueno… Imagínate
el resto. Oficialmente, para las autoridades no es Julio quien desaparece, sino Patrice.
No tendría ya estado civil ni existencia legal.
—¡Ah!
Irène, sorprendida, mira a su marido con espanto.
—No es posible. Contaríamos lo que había pasado.
—Imagínate el escándalo. Quienes nos aprecian, que son muchos, no tardarían en
pretender que nos las hemos arreglado para que raptaran a Julio en lugar de Patrice.
De acuerdo, es un argumento que no se sostiene derecho, pero la gente es mala. Por
fortuna, sólo se trata de una hipótesis, pero la conclusión es que hay que acabar con
esto lo antes posible. Pensaba discutir, poner trabas… Lo intentaré, pero no
demasiado. ¿Y Amalia? ¿Cómo lo lleva?
—Mejor de lo que se podía esperar, pero vamos a tenerla todo el rato pegada a los
talones. En cuanto oiga el teléfono, la tendremos por aquí.
—Es comprensible: ponte en su lugar.
—Si estuviera en su lugar, me daría cuenta de que nos está arruinando. Pero,
evidentemente, no se entera.
Cléry se aproxima.
—Vamos, Irène. Por una vez, no seas rencorosa.
Con un brazo, le rodea los hombros. Ella se desprende con viveza.
—¡Por favor!
—Es sólo un gesto amistoso —se defiende Cléry.
—Sí, ya se sabe cómo empiezan estas cosas contigo. ¿Piensas decirle a Albert que
se quede a comer?
—Probablemente. Eso depende de lo que decidamos. Pero si quiere quedarse,
será una comida rápida y ligera.
—Ya conozco estas comidas. Voy a ver a Françoise.
Atraviesa el vestíbulo, que en ese momento está barriendo el viejo Maufranc, y va
a reunirse con Françoise en el office. Como tiene la cara de los días malos, Françoise
se abstiene de hacer ninguna pregunta. Además, sabe mejor que ella qué es lo que al
señor le gusta encontrar sobre la mesa cuando tiene hambre. Y siempre tiene hambre.
Evidentemente, buey. «En su punto», dice la señora. Y eso quiere decir muy poco
hecho. Patatas fritas, muchas patatas fritas. Una achicoria con ajo. Paté, salchichón,
rillettes. Por lo general, Cléry tiene la costumbre de escoger el vino. Y, por muy
inquieto que esté, no dejará de escudriñar en la bodega, rozando con la mano las
etiquetas y dejándose guiar por el capricho del momento.
—Comeremos hacia la una en lugar de las doce y media —avisa Irène.
Vuelve a subir a su habitación y ordena un poco el cuarto de baño antes de
ducharse. Cierra la puerta con llave, como siempre. Desnuda, se examina en el espejo

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de cuerpo entero colgado tras la puerta. Una mirada sin complacencia; la misma que
paseaba sobre su potranca cuando el mozo de cuadra la ensillaba. ¡Qué lejos queda
aquel tiempo! Una época en que galopaba, por la mañana temprano, a través de los
pastos hacia Mayenne, donde el primer rayo de sol iluminaba el agua. Y luego vino
Patrice y, con él, el cansancio, una especie de traición de todo su cuerpo.
Observa la cicatriz dejada por la cesárea. Es como una fina cremallera que
siempre le hace pensar que su vientre sólo está cerrado de modo provisional. Bastaría
tal vez con un esfuerzo imprudente y esas cosas azuladas y viscosas, esa bolsa donde
el feto se desarrolla como un tumor, se verterían repentinamente y dejaría de ser una
mujer. ¿Y eso significaría la muerte o la libertad? Casi todos los días, en el momento
de entrar en la bañera, se hace la misma pregunta. Ahora, inmersa en el vapor que la
rodea, en esta niebla donde le gusta perderse, se pregunta si verdaderamente le
interesa la suerte de Julio. Amalia está hecha para tener más niños. Y, además, pasado
el primer momento de pena…
Son fantasmas de ideas que recorren suavemente su cabeza. Uno no es
responsable de estos pensamientos pasajeros. Uno los contempla a cierta distancia,
como esos animales acuáticos que se emboscan tras las algas de un acuario. Jacques
va a luchar. Siente el rapto como un desafío, aunque apenas conoce a Julio. Apenas
sabe de oídas que Amalia tiene un niño, pues vive en la casa como un desconocido
que estuviera de paso. Pero nunca aceptará que se toque lo que le pertenece. Julio es
suyo, igual que lo son sus caballos. En último término, ¿quién defenderá al niño por
amor? ¿Sólo por amor? ¿Qué es el amor?
Irène se enjabona distraídamente, se interroga distraídamente. Ni siquiera los
millones que va a perder… naturalmente, le duele, pero en el fondo… Sólo la piel
arde con cólera, no el corazón. El corazón irá, durante toda la vida, haciendo su
caminito, sin saltarse un solo latido. ¡Un corazón sin corazón! Que sólo sirve para
alimentar una tristeza tranquila, apacible. Es decir, la vida cotidiana.
Irène se aclara, se seca y palpa sus senos, bellos y vacíos. Se viste y se maquilla.
No lo hace para nadie, ni siquiera para sí misma. Estudia ese rostro humano en el
espejo. Un toque azul en los párpados, un toque rosa en los pómulos. Como si
acabara dé pintar un retrato. Antes de alejarse, no murmura: «Está bien». Sólo dice:
«Correcto».
Por miedo a encontrarse con Amalia, no pasa por el cuarto del niño sino que
atraviesa la habitación de su marido, en la que reina un desorden que Léon, que está
perdiendo la vista, no consigue dominar. No cabe duda que los Maufranc están
envejeciendo. Pronto habrá que despedirlos. Mientras baja las escaleras, piensa que
tal vez no estaría mal aprovechar la ocasión para venderlo todo… sí, incluida la
cuadra… En el fondo, ¿por qué no? Y, después, el divorcio, cuando haya abandonado
esta región mezquina en la que sólo le retienen las cinchas de la costumbre. La
Rochette, vista desde la carretera, es un lugar tranquilo y bello. Pero, tras el rapto, no
es más que una ruina.

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Se detiene en el salón; Jacques ha cerrado la puerta del despacho. Se le oye
discutir y reconoce la voz de Marouzeau, el notario. Se entretiene echando en el
acuario un poco de Tetramin, mira sus peces repentinamente presos de una alegre
excitación… Quién fuera pez… Llama a la puerta.
—¿Se puede?
Albert se acerca a ella, le coge ambas manos y se las lleva a los labios.
—Pobre Irène. Estoy trastornado. Que estas cosas sucedan en París o en Lyón, ya
es bastante horrible, pero que pasen aquí, que nos pasen a nosotros, no me cabe en la
cabeza… ¿Cómo se encuentra? ¡Oh!, adivino cómo se siente. Un niño que es su
alegría, su orgullo… Pero vamos a recuperarlo, se lo prometo.
Cléry fuma un puro tras el escritorio. La mesa está cubierta de carpetas.
—He tenido que poner al corriente a Lavallée —comunica el notario.
Irène conoce a Lavallée, es el director de Indo-Suez. No hay muchos personajes
influyentes en una ciudad como Laval y todos ellos han sido, en una ocasión u otra,
huéspedes de La Rochette, ya sea para cazar o para practicar un poco de equitación.
En esta sociedad, tan cerrada como un club, es costumbre ayudarse. Pero, de todos
modos, es molesto que la noticia se extienda como una mancha de aceite.
—Es la discreción personificada —asegura el notario—. Me parece que podremos
reunir los fondos en cuarenta y ocho horas, tres días como máximo. Después, nos las
apañaremos. Todo el mundo sabe que ustedes son solventes y eso simplificará las
cosas. Será fácil encontrar prestadores, aunque con un interés muy alto, naturalmente.
Me he tomado la libertad de elaborar una lista de algunas parcelas que podrían vender
sin dificultad. Los prados de Marcheloup, por ejemplo. Hace tiempo que Merlon los
mira con interés: busca terrenos para ampliar su fábrica.
—Hagan lo que mejor les parezca —declara Irène—. Esta mañana no tengo la
cabeza para los negocios.
Albert la mira con sorpresa. Ha pronunciado esas palabras con tal desapego… Y,
sin embargo, no tiene costumbre de mostrarse indiferente en relación con lo que
afecta a la finca. La suerte de su hijo ha hecho que se olvide de todo.
—Lo esencial es que esto acabe lo antes posible —prosigue Irène—. Y en
secreto. Comerá usted con nosotros. Bien, los dejo. Que trabajen bien. Françoise les
traerá algo para que se refresquen. Conozco a uno que ya debe de estar suspirando
por un whisky… ¿Suzanne está al corriente?
—Cuando me ha visto tan afectado —explica el notario, algo incómodo—, me he
visto obligado a… Espero que lo comprenda. Pero tendrá la lengua quieta, no tema.
Sin embargo, Irène sabe instintivamente que las confidencias han empezado a
circular, que Suzanne llamará a Madeleine y que Madeleine se lo contará a Yvonne…
Sería gracioso que la oreja de un periodista no captara el eco de un eco… y entonces
verán pasar los coches de los curiosos una y otra vez ante la verja… Verán desfilar a
los fotógrafos con la Kodak preparada… ¡Ah! Le horroriza la multitud atraída por el

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olor, en pos de una emoción fuerte como moscas en busca de un cadáver. Se levanta
repentinamente.
—Si me necesitan —dice con tono seco—, estaré en el salón.
Cierra la puerta. En ese mismo momento, oye el timbre. Apenas ha empezado el
día y ya aparecen los inoportunos. Atraviesa el vestíbulo y ve a Amalia en el
descansillo inclinada sobre le barandilla, en el primer piso.
—No se preocupe, Amalia. Cuando pase algo, ya le avisaré.
¡Se está haciendo pesada, la pobre Amalia! Irène abre al comisario, el cual ni
siquiera se excusa. Se comporta como si el castillo fuera un anexo de la policía
judicial. El comisario entra.
—¿Quiere que llame a mi marido?
—No. Sólo tengo que hacer unas preguntas a su criada. En realidad, tal vez pueda
contestármelas usted. ¿Qué se da a los niños cuando dejan de mamar? Supongamos
que decide destetarlo, ¿con qué reemplazaría la leche?
—No he pensado en ello. Por Bledine, supongo. O por un producto similar.
—En ese caso, se dirigiría a un farmacéutico.
—Sí, claro.
—Entonces he hecho bien al indicar a los policías que conviene vigilar las
farmacias. Allí podemos pillar a los raptores. Toda la región está vigilada, esté
tranquila. Estos chorizos no pueden estar muy lejos. No van a atravesar toda Francia
para cobrar el rescate. Están escondidos en algún lugar de los alrededores; pero en
cuanto necesiten alguna cosa para el niño, comida o medicinas, nos podrán sobre
aviso… ¿Puedo ver a Amalia?
—Venga.
—No. Si usted lo permite, prefiero que no esté presente durante la conversación.
Me he dado cuenta de que delante de usted está cohibida.
—Bien, entonces voy a llamarla.
Sube unos cuantos escalones.
—¡Amalia!
Está sofocada por la inquietud.
—¡Amalia!… ¡Ah! Amalia, el señor comisario quiere verla… No, vayan a su
habitación.
Se vuelve hacia el policía.
—No haga ruido… por el niño.
En cuanto el comisario se reúne con Amalia, Irène sube, se cuela en el pasillo y
pega la oreja a la puerta. ¡Con tal que esa idiota de Amalia no se haga un lío con los
nombres o se eche a sollozar! El comisario cuchichea e Irène no comprende lo que
dice. Siente vergüenza. Vuelve a verse pequeña, igual que cuando escuchaba en esa
misma postura, medio agachada. Era su manera de espiar. Espiaba a todo el mundo: a
los criados, a su madre, a su padre, a todos aquellos que le decían: «Eso no es asunto
tuyo. Eso no es para niñas pequeñas». Hasta que… su padre la sorprendió. Y ahora,

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tiene siempre la sensación de que la vigilan a ella, que hay orejas tras las puertas.
Cierra los ojos y ahuyenta los recuerdos. Escucha con todas las fuerzas y suplica a
Amalia: «¡No te equivoques: han secuestrado a Patrice y no a Julio!».
Tiene la frente cubierta de sudor y apoya una rodilla en el suelo para dar a sus
piernas y a su espalda un poco de descanso. Le parecería monstruoso que supieran
que Patrice está sano y salvo. No sólo por las razones que ha dado Jacques sino por
otras más oscuras. Como si ella misma hubiera sugerido a los secuestradores que se
llevaran al hijo de la criada y no al suyo. Como si su hijo hubiera tenido más valor
que el otro. Sí, como si el otro hubiera tenido que pagar por ser gordito, mofletudo,
robusto… ¡Si no es cierto! ¿Qué me pasa? Quiero a Patrice y eso es todo. Eso es el
amor. Pero ¿por qué tengo siempre necesidad de buscar una prueba?
Se levanta de un brinco. El comisario acaba de decir: «Gracias. Acabaremos
encontrándolo».
Se aleja silenciosamente y espera al policía en el descansillo.
—Al final —dice el comisario—, resulta que no sabe gran cosa sobre esa tal
Maria. Es una mujer sacrificada, desde luego, pero no muy despierta. ¿Podría ver a su
marido?
—Está en el despacho con nuestro notario, el señor Marouzeau.
El comisario comienza a bajar. Visto desde arriba no tiene un aire muy temible,
con ese fino entramado de cabellos cuidadosamente colocados sobre el cráneo
rosado. Su mano sigue con descuido la barandilla. Lleva una pesada sortija con sus
iniciales grabadas.
—Secuestrar a un niño —dice por encima del hombro— es una idea propia de
una mujer. Por eso mismo tenemos esperanzas. Se trata de unos aficionados. Si el
señor Cléry sabe maniobrar, son nuestros.

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IRÈNE CONTEMPLA SUS PECES. El acuario, iluminado por detrás, está bañado por una luz
lunar. Se ha divertido colocando en el fondo, aquí y allá, unas ánforas minúsculas,
como si en tiempos muy remotos se hubiera perdido una galera en estos parajes.
También le había apetecido comprar un buzo diminuto inclinado sobre un cofre pero
Jacques le dijo: «Irène, ¿cuándo serás una persona adulta?», y renunció a su buzo,
como a tantas otras cosas. Una columna de burbujas forma en un ángulo una especie
de pilar de reflejos alrededor del cual merodean unas lochas, payasos rojos y negros
que se sostienen casi verticalmente y agitan las agallas como si intercambiaran
mensajes. Hay también alestes que tragan partículas invisibles entre la vegetación. Un
velamen dorado flota sobre su dorso; son indolentes, afectados y simulan no verse
cuando se cruzan. A su alrededor, pasan con un movimiento súbito unos tanictis no
mayores que un gobio, que siempre parecen estar siendo perseguidos. Pero el
preferido es el escalar de grandes aletas con rayas negras sobre fondo azul. De perfil
es una oriflama. Pero si da la vuelta y se presenta de frente es tan delgado que
desaparece. Sólo sobresalen sus ojos, miopes y alucinados.
Irène no se cansa de contemplarlo. Es coral, anémona, medusa, profundidad
donde se desdibujan los contornos. En el despacho, muy lejos, se oye el murmullo de
unas voces; conversan sobre un niño, perdido, como si no acabaran nunca de contar
la historia del ogro y de Pulgarcito. Irène va a la deriva entre dos sueños. De repente,
el teléfono desgarra el silencio. Se sobresalta y se lleva las manos al cuello. ¡Son
ellos…! Está segura. Estira las piernas y se levanta con dificultad del sofá. Desearía
correr, pero tiene el tobillo rígido por culpa de un calambre. Reconoce la voz de
Jacques.
—Sí, soy yo… Sí, estoy solo.
Irène avanza cojeando y se detiene en el umbral. El notario sostiene el otro
auricular y su cabeza roza la de su marido. Ambos tienen idéntica expresión de
angustia. Cléry ha adoptado un tono amenazador, como si pudiera impresionar al
adversario, pero sabe bien que está derrotado de antemano.
—No —dice enérgicamente—. No he avisado a la policía.

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Irène hace un gesto al notario indicando que quiere escuchar; éste se aparta sin
ruido y le tiende el auricular. Entonces oye la voz del raptor, tan cerca que no puede
contener un movimiento de rechazo.
—Están siendo vigilados. Si aprecia la vida de su hijo, haga exactamente lo que le
digo…
Habla sin odio, tranquilamente, como un médico que comentara una prescripción.
—Debe obtener el dinero en billetes de cien francos. Y nada de números
seguidos. Lo colocará en una maleta grande y en el plazo de veinticuatro horas…
—Imposible —objeta Cléry—. En primer lugar, no poseo cuatrocientos millones
en efectivo…
—Repito: cuatrocientos millones.
—¡Váyase a la mierda! —grita Cléry con voz trémula de rabia—. Tal vez podría
llegar a trescientos cincuenta millones. Y ni siquiera estoy seguro. Comprenda que no
depende de mí. Debo discutir, consultar a ciertas personas… Por ahora, si quiere
saberlo, tengo trescientos millones… Son suyos inmediatamente…
La comunicación se corta.
—¡Ah! —exclama Cléry—. ¡Cómo me gustaría poder partirles la cara a esos
canallas!
El notario intenta calmarlo.
—Lo ha hecho muy bien. La manera en que ha ofrecido esos trescientos millones
ha resultado muy sincera. Saben que el tiempo juega en su contra. Así pues, ante
trescientos millones ahora o cuatrocientos dentro de ocho días, no pueden dudar.
Cléry deposita lentamente el auricular.
—No me gusta su manera de colgar —comenta—. Eso significa que no piensan
discutir, ¿no?
—Me inclino a creer que están reflexionando. Apostaría a que volverán a
telefonear hoy mismo. Moralmente, usted tiene ventaja. Sí, sí. Estoy convencido.
¿Usted no?
El notario se dirige a Irène que no ha dejado el auricular. Su marido se lo coge y
lo deja sobre la mesa.
—Tal vez —dice—. Lamento que el comisario se haya marchado. Nos habría
aconsejado.
—Puede estar seguro de que esa llamada ha sido grabada —afirma el notario
enérgicamente—. Va a ser estudiada, escudriñada, analizada científicamente. La
policía posee medios insospechados.
Se produce un largo silencio durante el cual cada uno continúa con sus
reflexiones. Léon Maufranc aparece para anunciar a la señora que la comida ya está
servida.
—No tengo mucha hambre —declara Marouzeau.
—Pase delante —dice Cléry—. Voy a buscarle un bourgueil que nos aclarará las
ideas.

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Parece una comida de duelo. Sólo se oye el ruido amortiguado de los cubiertos y
alguna palabra de tanto en tanto. El viejo Maufranc, siempre con estilo, se desliza tras
los comensales, presenta las fuentes con una especie de afabilidad entristecida. En
cuanto el café está servido, desaparece y Cléry va a buscar su caja de puros.
—Todo lo que podemos hacer —dice a modo de conclusión, como si sus
reflexiones hubieran seguido el mismo curso— es, para empezar, conseguir la mayor
parte posible de esa cantidad en billetes de cien francos. Después, ya veremos.
—Si me lo permite, Jacques —empieza a decir el notario—, hay una cosa que me
desconcierta… No se trata, evidentemente, de echarse atrás… Pero bueno, entre
nosotros, ¿cree que ha sido oportuno avisar a la policía…? Al principio me he
mostrado de acuerdo con usted. Pero ahora me pregunto si no hubiéramos debido
resolver este asunto en secreto. Ya lo sé, era necesario actuar deprisa. Y si yo hubiera
estado en su lugar… si hubieran secuestrado a mi hijo… Sí, ¿qué habría hecho si
hubieran secuestrado a mi hijo? Me parece que es mejor evitar este tipo de preguntas.
Toma un puro, lo acaricia y lo olfatea antes de encenderlo. Irène lo observa con
irritación. Espira una voluptuosa bocanada de humo.
—Sigamos con los números —dice Cléry.
Los dos hombres vuelven al despacho y la espera empieza para Irène. Está
acostumbrada a la ociosidad que supone el abandonarse al tiempo que pasa. Uno va
allí donde le llevan sus pasos, ya sea junto al estanque o a las cuadras. La mirada
reemplaza al pensamiento. La mirada vaga, cautivada por el vuelo de una mariposa o
por la forma de una nube. No importa que caigan algunas gotas de lluvia; uno se pega
a un árbol. Se acuerda… Pero eso era antes. Las hormigas trepan por la corteza.
Pronto se hace la hora del té. Y pronto se hace de noche. Pero ahora, en lugar de ese
gran vacío interior en el que el mundo se reflejaba como en un cristal, se encuentra
con un cuerpo, lleno de sangre, de nervios y de órganos amotinados que empiezan a
vivir por su propia cuenta y le imponen su pánico durante unos momentos. Es inútil
fingir indiferencia, decirse: «Todo acabará arreglándose. No puedo hacer nada». De
repente, se le corta la respiración. Cómo olvidar que han dicho: «Están siendo
vigilados». Así pues, están ahí, emboscados ahí fuera, en algún lugar más allá de la
verja, o tal vez escondidos entre los árboles del parque. Pero los Jusseaume ven todo
lo que pasa junto a la carretera y no han advertido nada anormal. ¿Y quién se
atrevería a esconderse en un árbol tan cerca del castillo?
A pesar de todo, Irène quiere asegurarse. Sabe que se equivoca y que está
perdiendo el tiempo, pero necesita andar, hacer algo, participar, aunque sea en algo
inútil, en este combate contra un enemigo inasible. Así pues, apresuradamente, va a
buscar en lo que ella llama su «museo», los gemelos que utilizaba en otros tiempos,
cuando la invitaban a grandes pruebas clásicas como el Premio del Arco del Triunfo o
el Premio de América. Su museo es una pequeña habitación, situada delante de su
dormitorio, en la cual están ordenados sus trofeos. Entra en ella cada vez con menos
frecuencia. No siente ninguna nostalgia. El deseo de la prueba, de la lucha, de la

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victoria, se ha ido retirando de ella poco a poco. Lanza apenas una mirada amistosa a
las fotografías de los caballos que la ayudaron a ganar. Todo eso pertenece a un
pasado remoto, a un tiempo anterior a Patrice.
Saca los gemelos de su estuche y sube a lo más alto del castillo, a los desvanes
iluminados por algunos tragaluces a los cuales la lluvia y el viento han adherido hojas
ya muertas. No sin dificultad, pues la madera se ha arqueado, abre el tragaluz que da
sobre el parque, el estanque y el gran prado donde el último de los potrillos que ha
nacido estira el cuello para mamar del vientre de su madre. En cuanto enfoca los
gemelos, el paisaje le salta a los ojos, envuelto en una aureola dorada. No hay otro
escondrijo que el castaño que crece antes de llegar al bosque y que puede ser
utilizado como observatorio. Pero nada se mueve en la espesura del árbol. Es fácil
distinguir las ramas principales a través de los huecos del follaje. Nadie ha instalado
ahí su guarida. No vigilan desde allí. Ni desde los árboles del lindero, unos abedules
y álamos a los que sería demasiado penoso trepar. ¿Desde dónde, entonces? Las
inmediaciones del estanque están desiertas. Y más allá es ya demasiado lejos. Los
detalles se pierden en trazos confusos. Nadie vigila: era un farol.
Irène se aprieta los pulgares contra los párpados para calmar el escozor y después
observa las avenidas que llevan al estanque. Por lo general, Amalia se detiene a
medio camino, en un cenador sombreado por clemátides; allí se sienta y mece
ligeramente con el pie el cochecito donde duermen los niños. Pero hoy Amalia no ha
salido. Sin embargo, que Julio haya desaparecido no es motivo para que descuide a
Patrice. Lanza una última mirada escrutadora: han mentido.
Irène se siente un poco tranquilizada; tiene la mente más libre para ocuparse de
Amalia. Va a guardar los gemelos en su estuche y entra en el cuarto del niño. Desde
que sabe que nadie los vigila —es más, que nadie puede vigilarlos— respira mejor.
No tratará a Amalia bruscamente, sólo le dirá que puede salir sin miedo, que no tiene
nada que temer, que a ella también le sentará bien tomar un poco de aire.
Patrice duerme. Amalia, en la habitación contigua, está tendida sobre la cama. Al
ver a Irène, se incorpora sobre un codo.
—Disculpe, señora —murmura—. No sé qué me pasa. Estoy enferma. Me duele
aquí…
Se toca el costado e Irène piensa enseguida en apendicitis. ¡Lo que faltaba! Desde
luego, se puede esperar cualquier cosa de esa pobre Amalia. Le palpa la mano y la
frente. Tiene la piel fresca.
—Veamos, ¿qué le pasa exactamente?
—Noto como un peso aquí y, además, siento algunas punzadas.
—Destápese.
—Qué…
—Vamos, dese prisa… Preferiría no llamar al médico. Se puede dar cuenta de que
no es el momento más oportuno.
—No es culpa mía.

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—Nadie dice que sea culpa suya. No sea ridícula. Vuélvase de lado.
Irène palpa con fuerza el vientre de la criada y ésta gime. Encuentra el punto
doloroso bajo las costillas.
—Aquí… Es aquí, ¿verdad? Ya sé lo que es. Es el hígado, ¡ya lo creo! Yo tuve lo
mismo después del nacimiento de Patrice. Se toma las cosas muy a la tremenda, eso
es todo.
—¿Me devolverán a Julio?
—¡Ah!, desde luego, mire que llega a hacerse pesada. Ya le digo que es cosa
hecha. Puede creerme.
—¿El señor pagará?
—Tendrá que hacerlo. No se ocupe de eso, Amalia. Son asuntos nuestros. Ya son
bastante difíciles como para que usted… Bueno. Lo único que le pedimos es que se
deje cuidar. Yo me ocupo de usted, puede estar tranquila.
Irène va a buscar unas pastillas al botiquín. Las disuelve en un vaso de cartón y
regresa agitando la mezcla.
—Bébase esto, es un calmante inofensivo. Después descansará. Françoise le
preparará un puré.
—No tengo hambre.
—Sí, pero Patrice…
Irène se contiene a tiempo. Iba a decir: «Patrice sí tiene hambre».
—Escuche —prosigue—. Debe seguir alimentando al pequeño; no podemos
destetarlo de golpe. Voy a llamar al doctor Teissère.
—El niño de los señores es tan delicado… —objeta Amalia.
—Pues bien, también él tendrá que poner un poco de su parte. Tal vez sufra un
poco, pero qué se le va a hacer, todos estamos sufriendo. ¿Cree que yo no sufro…?
Descanse. Si Patrice llora, yo vendré a ocuparme de él.
Se marcha y, en el salón, encuentra a su marido y al comisario. La casa se está
convirtiendo en un teatro: un actor se retira y aparece otro. Basta con que se vuelva
de espaldas para que se suceda otra escena.
—Sí —prosigue el policía—, le estaba diciendo al señor Cléry, porque,
naturalmente, he oído la grabación de la conversación, le estaba diciendo que los
raptores no parecen profesionales… Es sólo una impresión… no sé por qué… la voz,
el tono… se nota que es un individuo que se las da de duro.
Deben seguir mostrándose firmes. Cuando vuelvan a llamar, pídanles que les den
una prueba de que su hijo está vivo. Eso significará que aceptan negociar, pero que
no están dispuestos a dejarse llevar. Su pequeño Patrice no tiene nada que temer,
señora: para ellos es un capital demasiado valioso. Pero en este tipo de asuntos es
necesario dejar que la situación madure un poco. El señor Cléry está completamente
de acuerdo conmigo…
Cléry asiente y la ceniza de su cigarrillo deja un rastro gris en la corbata.

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—Tampoco dude en jurar que no ha avisado a la policía —prosigue el comisario
—. Con esa gente, no existe la palabra de honor. Por nuestro lado se ha hecho ya lo
necesario. Nuestros hombres, que son muchos, son totalmente invisibles. Han
empezado a peinar la región bajo disfraces diversos. Mi adjunto, Cressard, se encarga
de su personal con la mayor discreción posible. Hasta el momento, no hay nada que
señalar por ese lado. ¿Cuándo dispondrá del dinero?
—Por la tarde —dice Cléry—. O tal vez mañana por la mañana. Mi notario me lo
traerá.
—Perfecto. A partir de ahora, no se preocupe más por nosotros. Siga al pie de la
letra las órdenes que le den los raptores. Nosotros estaremos aquí, con usted,
respaldándole. Y ya verá, los pillaremos con las manos en la masa.
Irène espera a que el comisario se marche. En cuanto su marido regresa, le
pregunta:
—¿Qué quería?
—Quería saber si, por casualidad, Morruci había tenido algún asunto con Maria.
¿Te acuerdas de él? Le contrató Jandreau. Como se marchó pocos días después de
que se fuera Maria, es posible que haya alguna relación. Pero creo que hay algo más.
El comisario, a pesar de su aire de franqueza, desconfía de nosotros. ¿Te sorprende?
Piensa un poco: no puede impedir que paguemos pero, por otro lado, tiene órdenes de
que el rescate no debe pagarse. Por lo tanto, está obligado a llevar un doble juego.
Está con nosotros y contra nosotros.
Le gustaría poder encontrarse a la vez aquí y en su despacho. ¡Ah!, otra vez el
teléfono. No vamos a acabar nunca…
—Date prisa —dice Irène secamente—. Tengo que llamar a Charles. Amalia está
enferma. Sé un poco más…
Cléry se precipita al teléfono.
—¿Dígame…? Ah, es usted, presidente… Iba a avisarle ahora mismo. Me es
imposible asistir a la reunión… No, no es grave, un pequeño impedimento…
Suscribo por adelantado las decisiones del comité… Sí, claro. Ya se lo explicaré.
Cuelga.
—Tengo otra cosa en la cabeza que no son precisamente esas cantonales —dice
—. Así pues, Amalia está enferma.
Suspira.
—Todo nos cae encima a la vez. Espera, voy a llamar a Charles.
Marca el número y se dirige a Irène.
—¿Le digo que pase lo antes posible? Bueno… ¿Sí? ¿Charles? ¿Podría venir
antes de la noche…? Es por Amalia, la nodriza… ¡Ah! ¿Está ya al corriente…? Sí, es
terrible. Irène está destrozada, claro. Y yo no estoy mucho mejor… Gracias… Hasta
luego.
Deja el teléfono.
—¡Qué vida ésta! ¡Dios mío, qué vida!

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—¿Y de quién es la culpa? —dice Irène—. Te acuestas con Maria, la echo a la
calle y se venga haciendo raptar a nuestro hijo. Pero sus cómplices se equivocan… Y
tú le cuentas a la policía que Patrice ha desaparecido… Estamos metidos hasta el
cuello en la mentira.
Cléry se deja caer en el sofá.
—No sigas —exclama—. De acuerdo, tengo la culpa de todo. Desde luego, Maria
no tiene nada que ver con este secuestro, pero la culpa es mía. He dicho a la policía
que Patrice ha desaparecido: me he equivocado… Haga lo que haga, me equivocaré.
Es eso, ¿verdad?
Irène se sienta. Se observan. Cléry apoya la nuca sobre el respaldo del sillón y
cierra los ojos. Repentinamente, se hace el silencio. Hace calor. Se oye una mosca,
aprisionada en un pliegue de alguna cortina. El reloj socava el tiempo. Irène piensa en
Patrice. ¿Se parecerá a su padre? ¿Será como este hombre, rubicundo y peludo? Le
horroriza el vello. Si hubiera sabido que su marido tenía la espalda y el pecho peludo,
se habría negado a casarse con él. Los caballos tienen pelaje, pero no es lo mismo.
Todo aquello que es pelambre, lo que recuerda vergonzosamente al lejano antecesor
que empezaba a caminar sobre sus patas traseras, la asquea y la asusta a la vez. ¿Por
qué ha aceptado compartir la vida de este hombre que, a pesar del agua de colonia,
tiene un olor tan fuerte? Qué horror si el niño, que por ahora es sólo un conejo
despellejado, dentro de unos años se cubriera de barba y llevara unas greñas sucias,
como los jóvenes de hoy día. ¿Cómo educarlo adecuadamente, curarlo de esa
brutalidad ruidosa que de tan buena gana exhiben los muchachos? Ella sabe bien que
la firmeza no es lo mismo que la fuerza. En otra época, en los concursos hípicos,
obtenía todo lo que quería de sus monturas con una simple presión de las muñecas y
de las rodillas. Cómo domar a Patrice, sustraerlo a la influencia de ese Don Juan
rústico que se acalora en cuanto le planta cara. ¿Acaso lo odia?
Está demasiado cansada para contestarse. Y, además, la misma pregunta ha
perdido fuerza de tanto repetírsela. Lo mira una vez más, con los ojos de una
estudiante de medicina que observara una herida. Está dormitando. Desde las
profundidades de la garganta emite una respiración pesada y sus manos cuadradas
asen los brazos del sillón. Se ha instalado para esperar. Es capaz de no pensar en
nada. Desea con todas las fuerzas que suene el teléfono y lo sobresalte, que tenga
miedo por una vez, que sienta que la situación se le escapa de las manos; que busque
a su alrededor una presencia tal vez compasiva.
Repentinamente, oye que un coche se detiene delante de la escalinata. Es Charles
Teissère. Se levanta sin hacer ruido y va a abrir. El médico la saluda con un beso.
—Pobre Irène. Estoy al corriente de todo, ¡qué situación tan terrible! Cuénteme.
Irène le resume rápidamente la versión facilitada a la policía mientras suben al
primer piso. Charles Teissère se detiene.
—Admiro su valor —dice—. ¿Y Jacques…? ¿Él también ha soportado el golpe
con tanta entereza? Adora a su hijo.

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—Ya lo conoce —responde—. No hay nada que pueda con él. No, es Amalia
quien me preocupa. Por aquí, por favor.
Se retira a una esquina de la habitación mientras el médico comienza a conversar
en voz baja con la criada. De tanto en tanto, durante la auscultación, Amalia da un
pequeño grito. El médico concluye:
—Bueno, no es nada grave. Es una colitis bastante fuerte.
Irène se acerca.
—¿Puede durar mucho tiempo?
—Dadas las circunstancias, sí, puede prolongarse. En tanto no encuentren al niño,
será difícil que se recupere. Las colitis, como las úlceras, son problemas
psicosomáticos. Se pueden atenuar los efectos, pero es más difícil curar las causas.
Coge la muñeca de Amalia y le dice amistosamente, con tono de regaño.
—Vamos… ¡domínese, qué demonios! Más desgraciada es su señora. Piense que
habrían podido llevarse también a su pequeño Julio… ¡Vamos! No haga la situación
aún más difícil, ¿me lo promete?
Conduce a Irène hacia el pasillo.
—Régimen y calmantes —receta—. Nada de dar de mamar al niño. La crisis
puede durar ocho o diez días.
Irène no puede disimular su inquietud.
—¿Y el niño? —pregunta—. ¿Qué riesgo corre?
—Ninguno. Ya tiene edad de ser destetado. Venga, voy a hacer una receta para los
dos. Estas mujeres sencillas son como lobas. En cuanto tocan a sus pequeños, pierden
la cabeza. Estoy seguro de que para ella ya no hay diferencia entre Patrice y Julio.
—Pero… ¿y si Julio soporta mal el dejar de mamar?
—No se inquiete, querida amiga. Pienso en su hijo ante todo. Pero estoy seguro
de que está muy bien cuidado. Naturalmente, hay que tomar precauciones, pero la
naturaleza es sabia. Por lo general, tras tres o cuatro días de malestar, los niños se
adaptan muy bien.
Vuelven sobre sus pasos y, desde el umbral de la habitación, se dirige a Amalia.
—Es inútil que se quede en la cama, ya que no tiene fiebre. Al contrario, muévase
un poco. Tome el aire. Estará mejor fuera que dentro. Volveré mañana. Sobre todo, no
se deje abatir. No es usted quien lo está pasando peor.
El teléfono los interrumpe.
—¡Dios mío! —exclama Irène—. Ya no puedo oír ese timbre sin que me tiemblen
las piernas.
—Apóyese en mí.
Bajan lentamente. La voz de Cléry parece furiosa.
—Son ellos otra vez —murmura Irène.
Se suelta y precede a su acompañante en dirección al despacho.
—No. No puedo hacer más —recalca Cléry—. Trescientos millones o nada…
Bien, da lo mismo. Pero si le tocan un cabello a mi crío, no saldrán de ésta… Hable

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más fuerte, maldita sea… Estoy yo solo en la habitación… Sí, comprendo… una
maleta… Lo apunto… Sí, saldré mañana al mediodía, de acuerdo… Me detendré en
Meslay-du-Maine, en la plaza de la Iglesia… El café Cornilleau, de acuerdo.
Comprendido… Le diré al dueño… No, no me ha visto nunca; no es ese el tipo de
establecimiento que frecuento… Le diré que me llamo Martin y que espero una
llamada… ¿Y después…? ¿Recibiré nuevas instrucciones…? Como quiera. Le repito
una vez más que la policía no está al corriente. Al fin y al cabo, no soy tonto del todo.
Pero si hacen durar este jueguecito, no respondo de nada. En el banco ya han puesto
una cara rara cuando he pedido una cantidad semejante en efectivo… A cambio…
¡Ah!, ha pensado en ello… Le advierto que… Si no recibo esa carta mañana por la
mañana…
Cuelgan.
—Pandilla de sinvergüenzas —exclama Cléry, fuera de sí—. Dicen que me
envían la foto del niño, para probarnos que van de buena fe. ¡Tienen la cara dura de
decir que van de buena fe! ¡Esa basura! ¡Los mataría con mis propias manos! ¡Cuánto
me gustaría!

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IRÈNE RECORDARÍA con frecuencia las horas que siguieron. En primer lugar,
sostuvieron una larga conversación telefónica con el comisario.
—Escuche, señor Cléry —insistía Marjolin—. Sabemos mejor que usted lo que
hay que hacer. Es evidente que esta gente tiene cada vez más prisa. Por lo general, los
raptores se toman el tiempo necesario para minar la moral de sus víctimas. Tememos
a ese tipo de raptores porque están dispuestos a todo, mientras que…
Cléry intentaba decir algo, pero el otro no dejaba que le interrumpiera.
—Por favor; no le estoy dando mi opinión personal, sino la de todas las personas
responsables que tenemos aquí. Incluso el prefecto está de acuerdo con nosotros.
Mañana por la mañana, un equipo de la brigada antivicio nos echará una mano.
Hemos tomado todo tipo de disposiciones… ¡Oiga! Vamos, señor Cléry, deje de
murmurar no sé qué. Todos nuestros hombres se van a esconder en los alrededores de
Meslay-du-Maine. Disponemos de coches camuflados que seguirán sus pasos sin que
usted lo sospeche. Esa gentuza deberá indicarle un último lugar de cita. Y allí nos
tocará a nosotros intervenir.
—¿Y si recoge la maleta un simple comparsa?
—Está previsto el caso, señor Cléry. Todo, todo ha sido previsto. Por ello le pido
una vez más que lleve la maleta de periódicos viejos: que estemos tranquilos por ese
lado. ¡Sería estúpido que le pasara algo a esa maleta! Como ve, pensamos en todo.
Usted saldrá a las once y media, y se pondrá en camino tranquilamente.
—Pero… ¿y si no sale bien?
—¡Saldrá bien! No puede salir mal porque no nos enfrentamos a profesionales,
sino a unos desgraciados que han sido informados por su criada. Unos estafadores
aficionados. Señor Cléry, ¿cree que no pensamos en su hijo tanto como usted? Le doy
mi palabra de que la situación ha sido sopesada repetidas veces. No actuaremos a la
ligera. Conserve la calma y déjenos actuar. Es caso resuelto. ¿Puedo contar con
usted?
—De acuerdo.
—¿No llevará dinero?
—No… Pero les conviene no equivocarse, en caso contrario…

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Cléry no cenó. Iba y venía por la habitación, como una fiera enjaulada. A las
nueve, Irène se fue a acostar tras tomar un somnífero. Amalia dormía. Patrice tenía
los ojos abiertos y se chupaba el pulgar. Irène pasó cerca de la cuna sin detenerse para
no llamar la atención del niño. Apenas había llegado a su habitación cuando Patrice
empezó a llorar y ése fue el inicio de una noche horrible. Cuando un animal gime dan
ganas de abrazarlo. Pero cuando un niño chilla, uno siente deseos de golpearlo. «¡Que
grite! —pensó Irène—. Acabará por calmarse». Pero pronto tuvo que reconocer que
no se callaría. Sacaba de sus aullidos la fuerza para seguir aullando. Se ahogaba.
Hasta que, con un repentino sobresalto, uno acababa diciéndose: «No va a recobrar el
aliento y se va a asfixiar». Pero, como un nadador que subiera de las profundidades,
respiraba con fuerza, con un estertor que le hacía toser, y se preparaba para lanzar un
nuevo grito que lastimaba los oídos como el chirrido de un trozo de tiza sobre una
pizarra. Irène cerraba los puños y sentía latir su cólera como si fuera un forúnculo.
¿Quién sería el más fuerte? Irène cedió y fue a coger al niño en brazos. Amalia seguía
durmiendo apaciblemente, embotada por los calmantes e Irène debió retenerse para
no insultarla.
«Ea, ea… a dormir…». Se esforzaba en inventar un tono de ternura y el niño,
satisfecho, la observaba con una mirada que era casi la de un adulto malicioso.
Caminaba suavemente, como había visto hacer a Amalia. Pero pronto, cansada, dejó
al niño en la cuna con precauciones infinitas. Inmediatamente, el niño se congestionó,
sacudió frenéticamente la cabeza de izquierda a derecha y lanzó un terrible aullido,
tan agudo que debió de oírse por toda la casa. Los pasos pesados de Cléry resonaron
en el rellano y éste abrió la puerta sin detenerse.
—¿Quieres acabar con esto de una vez?
—¿Qué quieres que haga?
—Pero bueno, tú eres la madre. Apáñatelas, si no, seré yo quien lo haga callar.
Estoy trabajando. Estoy trabajando para él. Así que, cada uno a lo suyo. No quiero oír
ni un grito más.
La puerta se cerró con un golpe y unos pasos furiosos se alejaron. Irène se echó a
llorar de rabia. Agarró a Patrice. «¡Pequeño monstruo! ¡Si supieras de la que te has
librado, tal vez estarías más tranquilo!».
Volvió a pasear de la habitación al cuarto del niño hasta que, vencida, acostó al
niño a su lado, como había hecho Amalia. Desprendía un olor penetrante, pero estaba
demasiado cansada para cambiarlo. Irène se calmó poco a poco pero, aunque estaba
tendida sobre la espalda, no se atrevía a buscar una postura más propicia para el
sueño por miedo a despertar al niño, al que vigilaba con una mirada de soslayo. Éste
seguía con los ojos abiertos y se metía los puños en la boca con la obstinación de un
animalillo poco inteligente. Habría dado encantada el rescate e incluso más para
retroceder en el tiempo hasta justo antes de la bifurcación de su boda, cuando era
libre de cuerpo y pensamiento. En aquella época no se daba cuenta de hasta qué
punto era feliz… Reinaba sobre sus caballos, le prestaban su fuerza y su ligereza.

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Sólo recordaba los días de fiesta, de música y aplausos. Y después, ese gnomo
empezó a crecer en su vientre y le robó la alegría de vivir. Como en un cuento cruel,
todo le fue arrebatado con el primer vagido.
Con cuidado, intentó echarse sobre el costado y cuando estuvo instalada
cómodamente, el niño empezó a gemir y después a agitarse como un animalillo
atrapado en una trampa. Irène se volvió.
—Te duelen los dientes —murmuró—. Te has propuesto no dejarme dormir.
Aprovechando un gemido más fuerte que los anteriores, introdujo el índice en la
boca abierta y sintió las encías duras e hinchadas. Las frotó suavemente.
—No aprietes con tanta fuerza, pequeño bruto. Me haces daño.
El niño intentaba mamar del dedo y, repentinamente, fuera de sí, empezó de
nuevo a aullar. Irène se levantó precipitadamente, lo cogió en brazos y reemprendió el
agotador paseo por la habitación durante no sabría decir cuánto tiempo. «Arruinarse
por esto —pensaba cuando recobraba, entre dos bostezos, un poco de lucidez—. Y,
además, no me queda más remedio que sentir vergüenza por verme tal como soy. ¡No
es justo!».
Para no tropezar, se esforzaba en hablar a media voz y el niño parecía escucharla
con una atención implacable. «Prefieres a Amalia, ¿verdad? Yo soy una extraña. A mí
no se me sonríe nunca. No me dejo ordeñar. Tengo el pecho plano y las manos duras.
Ya eres un horrible machito. ¡Oh!, no sirve para nada que muevas así los ojos. Eres
igual que tu padre».
Se golpeó con la esquina de la cama. No podía más. Caminaba como una
sonámbula. Se le ocurrían ideas absurdas que comunicaba al pequeño sin darse
cuenta de que por fin había cerrado los ojos.
«Tenían que haberte raptado a ti… Probablemente, me habría dado pena… pero
habría podido dormir. Hay que descansar si se quiere sentir pena… A las tres de la
mañana, ya no se quiere a nadie… Da lo mismo, me paro… Si no me paro, me
caeré».
Se sentó en la cama, buscó un lugar acogedor entre las sábanas deshechas y se
dejó caer, olvidando al niño.
Ambos estaban agotados y no advirtieron que se hacía de día. Cléry bajó a la
cocina temprano. Bebió una taza de café ardiendo, encendió el primer cigarrillo, el
mejor, e inmóvil sobre la escalinata de entrada, aspiró el olor del alba. A pesar de los
problemas que le agobiaban, respiraba la hierba y la brisa como un animal que
olfateara la llanura antes de volver al bosque. Unas horas más y se habría jugado la
partida. ¿Quién sería el ganador? En ese momento, se sentía el más fuerte. Debería
enseñar a Patrice a ser fuerte. Lo mimaban demasiado. Irène no, Irène no lo mimaba
lo bastante. Era Amalia quien lo mimaba, una mujer demasiado generosa, demasiado
maternal. En cuanto pudieran prescindir de ella, sería mejor despedirla. Además,
sabiendo que su hijo había costado tan caro a sus señores, sin duda ella misma

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preferiría marcharse. En cierto modo, era una lástima. Si no hubiera sido una viuda
tan esquiva, le habría gustado…
Bueno. No era momento para fantasear. Se dirigió a su despacho y redactó una
larga nota dirigida a Jandreau, pues tal vez estaría fuera todo el día.
A las ocho y media, Léon le llevó el correo. El sobre atrajo inmediatamente su
atención porque la dirección estaba escrita con letras mayúsculas. Contenía un texto
muy breve y una fotografía. El niño estaba acostado sobre una almohada y a su lado
había un periódico desplegado. Era el Ouest-France de la víspera, prueba de que el
niño seguía vivo. Era natural; los bandidos no eran lo bastante tontos como para
maltratarlo. La carta decía:

Café Cornilleau, en Mesnay-du-Maine. Llamada telefónica entre las doce y cinco y las doce y diez. Se
preguntará por Sr. Martin. Si hace todo lo que se le diga, su hijo será liberado mañana. Si la policía
aparece, peor para él. Destruya esta nota.

Cléry volvió la cabeza hacia la maleta que estaba abierta entre los dos sillones.
Contenía revistas viejas atadas cuidadosamente en varios paquetes. Estaba ya
haciendo trampas. Se jugaba a Julio a cara o cruz. Amalia se encomendaba a él y él se
encomendaba a la policía. Y la policía, ¿a quién se encomendaba? ¿Al azar? No; en
cierto modo, no del todo. Una vez más, sopesó sus posibilidades y recordó todos los
casos similares que habían acabado bien.
«¡Basta! Voy a pensar en otra cosa —decidió—. Me piden que capitule. Bien, de
acuerdo. Capitulo… provisionalmente». Volvió a ponerse a trabajar, examinando
cuidadosamente las facturas, contestando a los proveedores, acumulando colillas con
una actitud febril a pesar de su decisión de permanecer en calma. A las diez, llamó a
Françoise.
—¿La señora no se ha levantado?
—Todavía no. Amalia tampoco.
—Prepáreme tres o cuatro bocadillos. No comeré aquí. De jamón, pollo, de lo que
quiera. Y una botella de agua mineral.
—¿Agua mineral?
—Sí. Por una vez, no pasa nada. Ponga el paquete en el 2 CV.
A las once, Cléry no aguantó más. Se echó un impermeable sobre el brazo, cogió
la maleta y, sin ruido, caminó hasta el garaje. Sólo vio a Jusseaume, que arrastraba
una carretilla por la avenida. Lo saludó con la mano y sacó el 2 CV. Estaba decidido a
ir despacio y a ser prudente.
Pasado Laval, tomó la nacional 159 y, a las doce menos cinco, se detuvo delante
del café Cornilleau. No había distinguido en el retrovisor ningún coche sospechoso.
Aparentemente, en el café sólo había gentes anodinas: el cartero y algunos
comerciantes que se sentían en su casa y discutían ruidosamente con el dueño. Éste
pasó tras la barra.
—¿Qué le pongo?

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—Una Suze. Espero una llamada telefónica; preguntarán por el señor Martin: soy
yo.
El aparato estaba situado en el extremo más alejado de la barra. A Cléry no le
gustaba mucho la idea de tener que hablar delante de terceros, pero se dijo que le
bastaría con responder: sí… comprendido… de acuerdo… En definitiva, nada
comprometedor. Nadie se acordaría de él. No tuvo tiempo de vaciar el vaso: sonó el
timbre y el dueño descolgó.
—Sí, se lo paso.
Cléry reconoció la voz: sorda, velada, deliberadamente irreconocible.
—¿Me oye bien?
—Sí.
—Preste atención, no lo repetiré. Diríjase ahora a Sablé. Preséntese en correos a
las dos. Le espera una carta en la ventanilla de la lista de correos; ésta le dará
instrucciones detalladas. Diríjase directamente. No lo perdemos de vista. Cuelgue.
Cléry obedeció. Le llenaba de rabia ser dirigido como un chaval al que se
pretende hacer entrar en vereda. Arrojó unas monedas sobre el mostrador y salió.
Aparentemente, no había espías. Era un bello día de verano y hacía ya bastante calor.
Alrededor de la plaza había coches aparcados y vacíos. No cabía duda de que tanto
los perseguidores como los perseguidos eran personas muy versadas. Cléry tomó la
carretera de Sablé. Era la hora de comer y la circulación no presentaba ningún
problema: había algunas caravanas de veraneantes precoces, dos o tres camiones que
transportaban ganado y parisinos que prolongaban las vacaciones de Pentecostés.
Inesperadamente, Cléry se encontraba con que le sobraba tiempo. ¿Por qué comer en
el coche unos bocadillos insípidos cuando podía llegar hasta el pequeño restaurante
de Deux Moines, a orillas del Sarthe? Para demostrar a sus adversarios invisibles que
no tenía miedo y que trataba ese rapto como un asunto vulgar, escogió una mesa en la
terraza, bajo una alegre sombrilla, y encargó una comida que le recordó ciertas
escapadas amorosas hacia Fougères o d’Angers. Siempre necesitaba una mujer
cuando había concluido un trato ventajoso. Eso no tenía consecuencias e Irène se
equivocaba al ofenderse. El filete a la pimienta estaba maravillosamente tierno, pero
el vouvray habría podido ser más suave. Un cigarro, café y una copa de aguardiente.
¿A qué nueva bufonada iba a someterlo esa gentuza? Por muchas vueltas que le
dieran, llegaría el momento en que la maleta sería abandonada en algún lugar. ¿Cómo
se las arreglarían para cogerla? ¿La policía les saltaría encima inmediatamente? Se
estaba adormeciendo y eso le hizo sentirse avergonzado. Las dos menos cuarto. Dejó
el 2 CV en el aparcamiento y se dirigió a pie hacia correos. El empleado le dirigió
una sonrisa socarrona al entregarle la carta. Evidentemente, creía que iba a recoger
una carta de amor. La abrió nerviosamente y la leyó de un tirón.

Vaya a la estación de Le Mans. Deje la maleta en la consigna. Llévese la llave. Compre cinta
adhesiva. Suba por la avenida del Général-Leclerc hasta el cruce con la calle de la Pelouse. Verá una
cabina telefónica. Haga ver que telefonea y pegue la llave de la consigna bajo la repisa. Quédese cuatro o

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cinco minutos en la cabina para que podamos verlo y al mismo tiempo vigilar los alrededores. Eso es
todo. Aléjese sin darse la vuelta. Le será devuelto el niño en cuanto el dinero esté en lugar seguro.
Recuerde el contenido de esta carta y destrúyala inmediatamente.

Cléry se encogió de hombros. Se estaba convirtiendo en un juego de pistas y ya


estaba harto de hacer el tonto. Al salir de correos, rompió la carta ostensiblemente.
No le parecía un plan muy ingenioso. Sin duda alguna, la policía no perdería de vista
la consigna de la estación y, en cuanto se acercara alguien, lo rodearían. Y como,
evidentemente, se trataría de un comparsa… Lo que sucedería a continuación era más
que previsible.
Cléry se puso en marcha. Una media hora más tarde, franqueó el Huisne y llegó a
la explanada de la estación a través de calles tranquilas. Era evidente que el camión
de mudanzas que lo seguía estaba ahí por casualidad. De tanto en tanto, veía a un
motorista en el retrovisor, pero al final lo perdió de vista y decidió no prestar más
atención a lo que le rodeaba, pues los alrededores de la estación estaban llenos de
gente. Cualquiera podía pertenecer a la policía o a la banda. Aparcó el coche no sin
dificultad y apretando con desconfianza la maleta contra su muslo, fue a buscar un
lugar en la consigna. ¿Por qué no el 27? Tenía las monedas preparadas. Empujó la
maleta al fondo del compartimento, lo cerró, giró la llave. A continuación, caminando
lentamente para no romper el contacto con el espía que lo estuviera siguiendo,
atravesó el vestíbulo.
La multitud era densa. Llegaban trenes y éstos impedían oír la voz de la
megafonía. En el fondo, el sitio no estaba mal escogido. Con un poco de suerte, si el
ladrón era hábil y decidido, tal vez podría evadirse de la ratonera. En definitiva, una
de dos: o bien la policía conseguía apresarlo y, para vengarse, el jefe de los bandidos
mataba a Julio, o bien el ladrón desaparecía con la maleta llena de papeles viejos y,
para vengarse, el jefe de los bandidos mataba a Julio. El error de Cléry había sido
avisar a la policía. Hubiera debido negociar en secreto con los raptores, cosa que, si
se hubiera tratado de la vida de Patrice, no habría dudado en hacer. Le remordería la
conciencia por ello. Le remordía ya desde hacía unas horas. Durante toda la noche
había dado vueltas al problema; incluso había estado a punto de llamar al comisario
para decirle la verdad. Finalmente, cansado, renunció.
Cléry entró en una papelería y compró un rollo de cinta adhesiva. El cruce estaba
allí mismo. Deseoso de terminar de una vez, entró en la cabina. Se inclinó sobre la
repisa para ocultar lo que estaban haciendo sus manos. Dos tiras de cinta en cruz. La
llave se adhirió sólidamente a la superficie. A nadie, excepto al interesado, se le
ocurriría pasar la mano bajo la repisa. Ya estaba todo hecho; Cléry sólo tenía que
volver a casa. Tal vez habría debido simular que telefoneaba para obedecer las
instrucciones, pero al diablo las instrucciones, los gángsters y los polis.
Atravesó el cruce y tomó dos cañas en la Brasserie du Commerce y después, sin
darse la vuelta, se dirigió hacia el 2 CV, cruzó el puente sobre el Sarthe y cogió, al
final de la avenida Robillard, la carretera de Laval. Sorprendentemente, él, que era

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tan resistente, se sentía totalmente exhausto. Conducía a sesenta por hora y en los
coches que lo adelantaban se volvían algunos rostros riéndose.
Condujo todavía más despacio cuando por encima de los setos vio los tejados del
castillo reluciendo bajo el sol. Amalia estaría sufriendo una agonía esperando su
regreso. Si le sucedía algo al niño, si se enteraba de que había intentado pagar con
papeles viejos a los raptores… ¿Qué se puede decir en un caso semejante? ¿Cómo
explicarse? ¿Cómo justificarse?
Frenó y después se dio cuenta de que la cancela estaba abierta. Los Jusseaume
hacían muy mal su trabajo. Dio su corto bocinazo y Thérèse apareció en el umbral de
la casita. Se enjugaba los ojos con un extremo del delantal.
—¿Y bien? —gritó Cléry—. ¿Qué pasa?
Se acercó hasta la puerta del coche.
—Se trata de Amalia —balbuceó.
—Bueno, ¿y qué le pasa a Amalia?
—Es por el niño… La señora ha llamado al médico.
—¿Por qué? ¿El niño está enfermo?
Meneó la cabeza. No, no era eso. Pero la emoción le impedía hablar.
—Vamos, Thérèse. Domínese.
—No es culpa mía. Se lo juro al señor. No hemos visto nada… Han pasado por
detrás.
—¡Pero quiénes, por Dios!
—Los que han… raptado a Patrice.
—Patrice ha sido…
Cléry espoleó el 2 CV y estuvo a punto de chocar con la carretilla de Jusseaume,
abandonada cerca de la escalinata de entrada y con una horca clavada en su carga de
estiércol. Saltó al suelo con el coche todavía en marcha y subió las escaleras a la
carrera.
—¡Irène! ¡Irène!
No había nadie en el salón. Nadie en el despacho. Un rumor de voces en el office.
Ahí estaban los Maufranc y Jusseaume, rodeando a Amalia medio desvanecida sobre
una silla. Al ver a Cléry, se callaron. Amalia intentó incorporarse. Françoise sostenía
una toalla contra un lado de su cabeza.
—Está herida —dijo la mujer.
Cléry se acercó y retiró suavemente la toalla. Vio la equimosis, que se extendía
desde la sien a la mejilla y dejaba el ojo izquierdo medio cerrado.
—¿Puede hablar? —preguntó—. Sólo unas pocas palabras… ¿Es cierto que han
raptado a Patrice?
—Sí —cuchicheó la criada.
—¿Cuándo?
—No hace mucho. Estaba en el cenador con el hijo de los señores en el cochecito.
Dormía, y quizá yo también dormía un poco… Entonces me han dado un golpe. No

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sé quién ha sido… Y cuando he recobrado el conocimiento, el hijo de los señores ya
no estaba en el cochecito, pero Julio estaba cerca de mí, sobre la hierba.
Cléry la miró de arriba a abajo.
—¿Qué está contando? Lo mezcla todo.
—No, no —insistió Françoise—. Han traído a Julio y se han llevado a Patrice.
Julio está arriba, en el cuarto de Amalia. Está muy bien.
—¿Y la señora?
—Se ha encerrado en su habitación.
—¿Cómo ha tomado… la cosa?
—Se lo he contado yo y le he dado la carta.
—¿Qué carta? —gritó Cléry—. Esto se está convirtiendo en una historia de locos.
Veamos si lo entiendo: Amalia ha bajado al parque después de comer, como de
costumbre, para pasear a Patrice en cochecito. ¿Es así?
Amalia inclinó la cabeza e hizo una mueca de dolor.
—Después se ha sentado en el cenador y se ha dormido. Pobre Amalia, no le
estoy reprochando nada. Simplemente, constato que dormía cuando alguien le ha
dado un golpe y se ha apoderado de Patrice. Bien, y después, ¿qué ha pasado? Ha
encontrado a su hijo en el suelo. Eso prueba que los bandidos han descubierto que se
habían equivocado de niño. Hasta aquí, está todo claro. Pero ¿qué es eso de la carta?
—Se trata de una carta que estaba en el coche, en el lugar del niño —explicó
Françoise—. Cuando Amalia ha recobrado el conocimiento, ha pedido socorro. Yo
estaba fregando los platos con Léon. Como el señor puede imaginar, hemos ido
corriendo. Amalia estaba como loca y había una carta en el cochecito.
—Pues bien —exclamó Cléry—, ¿qué esperan para dármela?
—La tiene la señora.
—¿No podían habérmelo dicho antes?
Cléry salió precipitadamente. A medida que subía la escalera, empezó a
vislumbrar la verdad… por qué los raptores parecían tener tanta prisa… por qué se
habían contentado sin discutir con una cantidad relativamente razonable… ¡Pues
claro! Habían descubierto rápidamente su error y, con mucha habilidad, habían
atraído a todo el mundo, a los policías, los gendarmes y a él mismo, hacia la zona de
Le Mans siguiendo los pasos de la maleta, cosa que les dejaba el campo libre en el
castillo. Ahora tenían el rehén adecuado, impondrían sus condiciones y, esta vez,
nada de triquiñuelas. Cléry se enfrentó con la puerta cerrada con llave.
—¡Irène! Ábreme.
Oyó el ruido de las zapatillas y la puerta se abrió. Esperaba encontrar una mujer
desfigurada por las lágrimas, pero descubrió un rostro lívido y tranquilo, como el que
le habrían mostrado si hubiera ido a identificar su cuerpo en el depósito de cadáveres.
—Abajo me lo han contado todo. ¿Dónde está la carta?
Irène hizo un gesto señalando la cama. Cléry desarrugó la carta. Otra vez el
mismo papel vulgar, los mismos palotes.

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Nos interesa su hijo, no el otro. Ahora que ha intentado tomamos el pelo, es más caro. Y le habíamos
advertido que la policía no debía ser informada. Prepare quinientos millones. Le damos tres días.

Se dejó caer sobre la cama y releyó maquinalmente la carta.


—Me pregunto cómo se han dado cuenta…
—Maria —le interrumpió Irène—. Forzosamente, se trata de ella. Sólo ella podía
reconocer a Julio.
Apenas le temblaba la voz, pero le brillaban los ojos con lágrimas contenidas.
—Habríamos debido jugar limpio —prosiguió Irène—. Pero no quisiste
escucharme.
—Por favor —dijo Cléry—. No es el mejor momento para…
—Pues yo creo que sí.
—¡Adelante! Hubiéramos debido decirles: «¡Atención, tienen a Julio y no a
Patrice!». ¡Eres absurda! ¿Y la policía? ¿No teníamos que avisarla?
—Ya ves adónde lleva —observó Irène—. Ahora saben que hemos estado a punto
de sacrificar a Julio para salvar a Patrice. Ponte en su lugar. Desde su punto de vista,
los canallas somos nosotros.
—Gracias —dijo Cléry—. Siempre tienes a punto una palabra de consuelo.
Se levantó bruscamente y pasó delante de su mujer sin mirarla.
—¿Adónde vas?
—A poner al corriente al comisario.
—¿Al corriente de qué? Ya que, desde el principio, está convencido de que quien
ha desaparecido es Patrice, para él no ha cambiado nada. La cuestión sigue siendo
liberar a Patrice.
Cléry volvió sobre sus pasos.
—Es cierto —reconoció—. La verdad es que empiezo a desvariar. Dame una
aspirina, por favor. Y créeme, no eres la única que sufre.

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A MEDIA TARDE llegó el comisario.
—No se han fiado —dijo, estrechando la mano a Cléry—. La cabina telefónica y
la estación siguen vigiladas, pero ahora estoy seguro de que no se presentará nadie.
Cléry lo condujo a su despacho.
—Parece cansado —prosiguió el policía—. ¿Esperaba un desenlace rápido…? No
tema, no tardará mucho. Pero en este tipo de asuntos, las partes se observan entre sí,
se tantean. Esos bribones sólo habrán querido ver si le seguía alguien. Le han puesto
a prueba. Es un juego limpio. Volverán a la carga en las próximas horas, esté
preparado.
—¿Está seguro de que no han sido vistos? —preguntó Cléry con amargura.
—Absolutamente seguro —exclamó el comisario—. No, lo que pasa es que son
muy prudentes. Pero, por otro lado, deben darse cuenta de que el tiempo juega en su
contra. Cuando les dijo que en el banco se habían preguntado por qué desearía dinero
en billetes pequeños, les puso la mosca en la oreja. Se dan cuenta de que empieza a
correr el rumor de que pasa algo raro en La Rochette. De ahí a que los periódicos
inicien una encuesta hay un paso. Entre otras cosas, he venido por eso.
Cléry empujó hacia el comisario la caja de puros.
—Gracias —dijo Marjolin.
A lo lejos, se oyeron los gritos apagados de un niño.
—¡Ah!, el pequeño Julio —observó—. ¿Cómo está la señora Cléry?
—Mal.
—Sí, naturalmente. Sin embargo, me había dado la impresión de que no perdía la
calma. Pero esto no va a durar mucho más. Sí, quería advertirle que los periódicos
están al corriente desde ayer. Como es normal, nuestras visitas al castillo y las
investigaciones sobre su personal han dado de qué hablar. En resumen, hace un
momento he tenido que reunir a los responsables de la prensa para ponerlos al
corriente. Han comprendido perfectamente hasta qué punto es delicada la situación,
por lo que se han comprometido a guardar silencio durante veinticuatro horas.
Después, para no ser desbordados por charlatanerías irresponsables, publicarán la
noticia.

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—Pero entonces —murmuró Cléry—, todo se ha estropeado.
—Claro que no. Hasta ahora, hemos actuado con discreción, hemos puesto
cordones de rutina en los grandes ejes, las patrullas han llevado a cabo sus
actividades habituales, por lo menos aparentemente… y, a pesar de todo, no se
atreven a mostrarse. ¡Así que, de repente, movilización general! De pronto,
jugaremos a lo grande, entrará la prensa en acción, Radio Mayenne emitirá boletines
especiales y nosotros, claro está, estaremos más activos que nunca…
—Se esconderán —interrumpió Cléry—. Patrice no podrá soportarlo. No,
comisario, no estoy de acuerdo.
—Pero bueno…
—Le repito que no. No estoy de acuerdo con esto. Recupero la libertad.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Que aceptaré las condiciones que quieran sin decírselo a nadie. La vida de mi
hijo me importa más que su ascenso.
Los dos hombres se observaron con repentina animosidad.
—Caramba, parece que su lenguaje ha cambiado —dijo el policía—. La angustia
y el cansancio le están desorientando. Bueno, dejémoslo. Pero le diré que mi ascenso
no tiene nada que ver con esto. Pero usted olvida que, en primer lugar, debemos
poner la mano encima a esos bandidos.
—Pero ¿y si Patrice debe dejar la vida en ello?
El comisario se inclinó hacia Cléry y le cogió amistosamente por la muñeca.
—Señor Cléry, créame… Estamos luchando para salvar a su hijo. Usted piensa:
liberemos al niño y después ya veremos. No. Hay que decir lo contrario: detengamos
a los secuestradores y después se liberará al niño. Así pues, no intente dejarnos al
margen, echaría a perder todas sus posibilidades.
Cléry liberó su mano, aplastó el puro apagado en un cenicero macizo y encendió
un Gauloise. Meditaba con la mirada perdida.
—En días anteriores se mostraba usted más valiente. ¿Por qué tiene miedo de
golpe? Las cosas siguen su curso normal, si es que puedo emplear esa palabra. Todos
los secuestros se parecen. Se discute, se espera, se parlamenta y se negocia; a veces,
incluso durante semanas.
—Pero no cuando la vida de un niño pequeño está en juego; él no puede esperar
—exclamó Cléry con rabia—. En todo caso, Patrice no puede. Él… es especial. No lo
soportará. ¡Yo lo sé, caramba! Es mi hijo.
—Cálmese, señor Cléry. Y reflexione con tranquilidad.
—Ya he reflexionado bastante. Haga lo que le parezca.
—Pero fue usted quien nos llamó.
—Me equivoqué.
El comisario se levantó.
—Déjelo, conozco el camino. Espero que se dé cuenta de lo que le conviene. No
se equivoque de enemigos, señor Cléry.

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Salió dando grandes pasos y, en cuanto se fue, Cléry telefoneó al notario. No
olvidaba que la conversación sería escuchada y que la policía grabaría la
comunicación, pero le daba lo mismo.
—¡Oiga…! Albert… Ha salido mal. No han aparecido. Ya se lo contaré más
tarde, ahora estoy totalmente agotado. Y, además, acabo de echar a Marjolin… Tal
vez no hubiera debido hacerlo… Todos nos hemos equivocado… Sí… No se tenía
que haber escatimado, regateado… La vida de Patrice vale más de tres millones…
—Sin embargo…
—Ya sé, ya sé. Pero estoy dispuesto a ofrecer más para que esto acabe… Subiré
hasta cinco millones.
Adivinó el sobresalto del notario y atajó las objeciones.
—Todavía le necesito, Albert. Ayúdeme a reunir dos millones más… ¡deprisa! Tal
vez sea idiota proponerles más de lo que piden, pero las cosas han cambiado… Sí, se
lo explicaré más tarde… Hipoteque, venda… Confío en usted… Otra cosa: parece
que la noticia empieza a extenderse. Así que dígales a nuestros amigos que no
intenten telefonear. Estamos agotados… Gracias, Albert.
Cléry se frotó el pecho y recobró el aliento, que le faltaba como si hubiera estado
corriendo. «La verdad, estoy hecho polvo». Su mano vagó en busca de un paquete de
cigarrillos. Se decidió por un Stuyvesant. ¿Subiría para poner al corriente a Irène? Ni
hablar. «Seguro que se me prohíbe entrar allá arriba. Yo soy el causante de todas las
desgracias».
Se hundió en el sillón, puso los pies sobre el escritorio y se dedicó, por primera
vez, a pensar en su hijo, a imaginarlo en manos de esos granujas. Si, al menos, Maria
fuera la ladrona, lo cuidaría bien. Aunque eso no estaba muy claro… ¿No se cansaría
de sus gritos? Era capaz de pegarle… Cléry apretaba los puños, hostigado por
imágenes insoportables. Al mismo tiempo, se le ocurrían ideas extrañas. Nunca
hubiera debido escoger un nombre semejante: Patrice. Podría ser adecuado para un
joven, pero resultaba ridículo en un niño pequeño. Parecía propio de un viejo.
Hubieran debido inventar una palabra que fuera una muestra de ternura. El pobre
niño era huérfano de un verdadero nombre. Le faltaba algo vital. Seguro que Amalia
había encontrado para Julio el diminutivo cariñoso, un nombre secreto que fuera algo
así como el signo de la sangre. En los rebaños de corderos, pensaba Cléry, en las
colonias de pingüinos, las madres distinguen de un vistazo a sus hijos porque
responden a una modulación especial de la voz que los llama. Como si fueran Willys,
Bobs, Jojos, Freds… Y a mí nadie me contesta. Sólo soy un viejo animal que
únicamente puede ofrecer millones. Vamos, me estoy volviendo idiota.
Llamó a Françoise.
—¿Quiere decirle a la señora que tengo que hablar con ella?
Françoise titubeó.
—¿Y bien?

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—La señora ha dicho que no bajaría a cenar. Ha dicho también que no quería oír
al pequeño Julio y Amalia ha subido con el niño a la habitación del piso de arriba.
—¿Qué tal está?
—No muy bien. Le duele un poco el costado y, además, tiene dolor de cabeza.
Todavía está muy alterada por lo que le ha pasado.
—Está bien. Voy a subir.
Pero por mucho que Cléry llamó a la puerta, Irène no se movió.
Estaba tendida en la cama. Apretaba un pañuelo entre las manos. Tenía los ojos
secos. Estaba segura de que Patrice moriría. Era como una gran verdad, serena y casi
tranquilizadora. No podía sobrevivir. Era inútil engañarse. Era demasiado enclenque.
No sabrían cuidarlo. Así pues, había que aceptar la idea. No sufría. Sólo necesitaba
silencio. Le molestaba el reloj, le molestaba el crujido de las vigas viejas. Hubiera
deseado refugiarse en el seno de una soledad donde nada pudiera distraerla, alejarla
de ese pensamiento tan misterioso: está muerto. ¿Qué debe pasar cuando una madre
se da cuenta de que su hijo ha muerto? Normalmente, las lágrimas salvan; todo el
repugnante tumulto de gemidos, de gritos, de consuelos rechazados que ocupan el
corazón, lo atrapan en una representación fúnebre en la que se amortiguan los dolores
más insoportables. «Está muerto»: ésa es la verdad que hay que contemplar
directamente a los ojos, sin hacer trampas. Ya no tengo a Patrice. Desearía sentirme
morir y no es cierto; estoy reventada. Me duele todo el cuerpo. Pero, más allá, en el
alma, todo está inerte. O mejor, resignado desde hace mucho tiempo. Desde siempre.
He sabido siempre, en el fondo de mí misma, que Patrice ya no existía, que en él no
se escondía ningún niño que un día pudiera echarme los brazos al cuello y llamarme
mamá.
La palabra hace que Irène se estremezca. Vamos, no debo ser tonta. Sólo es una
palabra. No tengo derecho a ella. Mueve los labios como si rezara, pero está soñando.
Ve plantas metálicas erizadas de pinchos que crecen sobre las dunas bajo un sol
blanco. Eso es la esterilidad. Es eso lo que hay que aceptar. Mamá es una palabra que
pertenece al paraíso y su sonido es como el de un manantial. Se forma una lágrima en
el extremo de sus pestañas y fluye lentamente hasta la comisura de sus labios, donde
la recoge la lengua. Está salada como el mar. Suena un ruido en la puerta.
—¿La señora quiere un poco de caldo?
¡Vaya! ¿Qué hora es? ¿Es ya de noche?
—No, gracias —responde Irène.
Los pasos se alejan. Se levanta, un poco insegura, y va a lavarse la cara. Se siente
casi feliz por haber rozado la angustia, por haber vibrado, aunque sólo sea un poco,
pero lo bastante como para prometerse regresar a esa región de sí misma donde puede
contemplarse frente a frente. Es horrible, pero es honesto. Regresa a su habitación y
da vueltas sin saber qué hacer. ¿Dónde retomar el hilo de la vida cotidiana? ¿Hará
como las viudas y tejerá durante toda su vida en un rincón, mirando de tanto en tanto
a los mirlos que dan saltitos delante de la escalinata? ¿O bien es preferible hundirse

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en una niebla de sueño mientras sigue con los ojos el espejeo de los peces? O alinear
las cartas, como ha hecho tan a menudo: la dama bajo el rey, la jota bajo la dama, los
colores bien ordenados en columna; en función del éxito en el juego, podía prever un
día favorable u hostil. ¡Mentira! Cada día reproducía un día idéntico… Ningún signo
había anunciado la desgracia.
Irène se sienta en la cama con los codos sobre las rodillas y las manos cruzadas,
como una prisionera que esperara el veredicto. Y la noche se acerca poco a poco,
cálida, atravesada por bandas de vencejos que, a gran altura, se persiguen en la última
claridad del crepúsculo. Es el momento de tragar un somnífero para poner término a
todo hasta la mañana.
—¿Irène? ¿Puedo entrar…? Solamente un minuto.
Va a dar la vuelta a la llave. Él está allí, encorvado, oliendo a sudor y a tabaco
frío.
—Gracias. No vengo a molestarte, sino a contarte cómo están las cosas. En
primer lugar, he roto con Marjolin. Se acabó, que se las apañe solo. Iré por mi cuenta,
sin avisarle. Las cosas irán mucho más deprisa.
—No podrás dar un paso sin tener dos o tres inspectores pegados a tus talones.
—Es probable. Y no sólo yo, sino también nuestros amigos. Intentaré
arreglármelas. Pero eso no es todo: la prensa está al corriente. Debemos prepararnos
para ser asaltados por llamadas telefónicas y cartas anónimas. Montaré guardia, pero
tenía que decírtelo.
Irène muestra su agradecimiento con un movimiento de cabeza.
—El asunto será público mañana —prosigue Cléry—. Sin embargo, espero tener
noticias de los ladrones y, esta vez, aceptaré sus deseos. ¿Estás de acuerdo?
—Claro que sí.
—Aquí estoy tranquilo. Jandreau se ocupa de todo. Realmente, es un chico muy
útil. Además, ahora que ha vuelto el buen tiempo, los caballos están en el prado. Por
ese lado, no hay problema. Ahora eres tú quien me inquieta.
—No te preocupes por mí.
Se miran y callan. Patrice es el último hilo que los ata el uno al otro y tal vez ese
hilo esté ya roto.
—Tengo esperanzas —dice Cléry.
—Yo también —contesta cortésmente Irène.
Cléry se retira. No volverá a verlo hasta el día siguiente por la mañana.
Él le enseña una carta.
—Ya está. No les falta imaginación.

Itinerario: Sablé, La Flèche, Château-La-Valière, Tours, Chenonceaux. Esté allí mañana a las tres en
punto. Deje el dinero en el coche y las llaves en el salpicadero. Mézclese con la gente y no vuelva al
aparcamiento hasta después de visitar el castillo. Le conviene dejar atrás a la policía, que intentará
seguirlo. No lo olvide: cinco millones. Su hijo nos causa problemas.

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—En esta época del año hay multitud de gente en Chenonceaux —comenta Cléry—.
Es el lugar ideal para este tipo de operación. Y como no avisaré a Marjolin, va a salir
bien. La alusión a Patrice es para impresionarnos. Patrice resistirá veinticuatro
horas… pongámosle treinta y seis… e incluso cuarenta y ocho, si es necesario. A esa
edad se tiene resistencia.
—¿Y en cuanto a los periódicos?
—Todavía nada, pero no puede tardar mucho.
—¿Y el dinero?
—Albert me lo proporciona. El pobre cree que aumento el rescate de modo
voluntario. Naturalmente, lo desaprueba. No entiende nada.
—¿A qué hora saldrás mañana?
—Hacia las doce y media. Hay unos doscientos kilómetros. Tendré tiempo
suficiente.
—De todos modos, no vayas muy deprisa.
Y, para que no se engañe, añade:
—Lo digo pensando en Patrice.
Empieza un día interminable del que ella sólo percibe los ecos, pues se niega a
bajar. Pero a partir de las once oye el timbre del teléfono. Las ventanas del salón y del
despacho están abiertas. De tanto en tanto le llegan voces: «Lo ignoro… Pregúnteselo
a la policía… No, le repito que no sé nada…». Cléry lucha contra los curiosos, los
mirones y los buitres. Pasan las horas y él se mantiene firme; para impedir sentirse
conmovida, Irène se dice: «Después de todo, la culpa es suya».
Hacia las cuatro, Cléry sube. Ella ha dejado la puerta abierta. Cléry ha olvidado
afeitarse. Tiene unas enormes ojeras y los cabellos pegados a la frente por el sudor.
—De repente, hace un calor terrible. Permitirás que me conceda un pequeño
descanso.
Desaparece en el cuarto de baño y habla desde allí, mientras se lava la cara.
—No paran de llamar por teléfono. Era de imaginar.
—¿Quiénes?
—En primer lugar, los periódicos. Claro, es su trabajo, pero aun así… Ya sabes,
preguntas absurdas: «¿Qué siente…? ¿Cómo soporta esta prueba?», como si los
lectores fueran, ante todo, consumidores de estados de ánimo. Naturalmente, los
remito a todos a Marjolin.
Reaparece, descamisado, con una toalla alrededor del cuello y el cabello
revuelto…
—A propósito de Marjolin —prosigue—, no sé cómo se las ha arreglado. Debe de
tener informadores en los bancos… pero está al corriente de las gestiones de Albert.
Así que ha armado un jaleo terrible. Como ignora lo que ha pasado, se imagina que
les he ofrecido más dinero a los bandidos sin que me lo pidieran. Le falta un pelo
para llamarme tonto. Dice que nunca ha visto un secuestro como éste… Qué diría si
supiera la verdad… ¡Ah!, mira… ¡Escúchalos!

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El timbre del teléfono insiste. Cléry acaba de secarse.
—Para no hablar de todos los testigos que han visto a los secuestradores —dice
—. Puesto que Marjolin nos ha intervenido el teléfono, que tome nota. Incluso uno ha
telefoneado desde Maubeuge.
—¿Pero cómo puede haberse difundido la noticia tan deprisa? —pregunta Irène.
—Debido a una breve información de Radio Mayenne. Una hora después, el
asunto ha empezado a agitarse en todas las ondas. Y todos los chalados han perdido el
control. Persiguen al niño como si se acabara de levantar la veda. Basta decir que un
tipo listo quería saber si habría recompensa. ¡Qué asco! Y tener que oír todo eso.
—Deja el aparato descolgado.
—No, esos canallas pueden tener que hacerme alguna, recomendación final,
aunque sepan que la policía escucha. Nunca se sabe… Bueno, me voy. No te muevas
de aquí. Te aseguro que es la mejor manera de ayudarme.
Con las palmas de ambas manos se alisa el cabello en las sienes y luego se aleja
con paso pesado. Irène cierra la puerta tras él. Es irritante su manía de no cerrar nada,
de no dejar nada en su sitio, aunque sea más por distracción que por descuido, sobre
todo cuando ella tiene tanto cuidado en guardar las cosas. Ahí por donde pasa, lo deja
todo hecho un campo de batalla. Por mucho que se le repita… Irène se tiende en la
cama… Él no escucha nada, no oye nada.
Irène se abandona, le duele todo como si la hubieran golpeado. Al principio,
había creído que vivir juntos significaba la felicidad. Ignoraba lo que significa vivir
uno al lado del otro. ¿Pero para qué seguir dando vueltas a lo mismo? Se adormece
un momento. Patrice vive quedamente en el fondo de su pensamiento extenuado. Le
vienen imágenes desde muy lejos… Esta especie de inquietud que le remordía
durante su interminable embarazo y que la despertaba con sobresaltos… las náuseas
de la mañana… Y el miedo al parto. Ella, que nunca había temido las caídas, que
osadamente hacía que sus caballos se encabritaran sobre el obstáculo, se sentía
aterrorizada por la espera de dar a luz. Al mismo tiempo, sentía una especie de
vergüenza por parir, por despatarrarse envuelta en sangre y olor a vísceras. Con mano
cansada, seca ante su rostro la llovizna de los recuerdos, luego acaba cayendo en la
inconsciencia.
Cuando vuelve a abrir los ojos, ve a su marido de pie junto a la cama y amaga el
gesto de taparse el pecho con las sábanas.
—¿Te asusto? —pregunta Cléry.
—Me has sorprendido. Pensaba en cosas… ¿Qué hora es?
—Hacia las siete. No te inquietes, Françoise lo ha preparado todo… ¿Bajas a
cenar?
—Voy a ver. ¿Siguen telefoneando?
—Se está calmando. He hablado por teléfono con todos nuestros amigos. Era
inevitable. Puedes imaginar lo que dicen… Son amables, pero cuando te desean valor
por décima vez, te dan ganas de morder a alguien. Ha venido Cressard.

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—¿Cressard?
—Sí, el adjunto de Marjolin. Me traía la maleta llena de papeles viejos que había
recuperado en la consigna de la estación… Ha estado frío, distante… La policía ya no
nos quiere nada… Y además, me olvidaba: ha venido Charles hace una hora a ver a
Amalia.
—Podía haber subido a saludarme.
—No ha querido molestarte. No sabe si Amalia tiene también una úlcera. Quiere
hacerle una radiografía.
—Muy bien —exclama Irène—. ¿Y quién se ocupará de su hijo?
—Pues ella, claro está. No irá a meterse en cama. La pobre chica está trastornada
por lo que ha pasado. Si le hiciera caso, se siente tan culpable que se marcharía
enseguida.
—Pero le habrás dicho que se quede.
Cléry captó la intención de herir.
—¿No tenía que hacerlo?
—Oh, sí. Después de todo, eres tú el amo.
Cléry contiene una réplica acerba. Deja pasar un minuto y repite con calma:
—¿Bajas a cenar?
—No. No me apetece comer mientras Patrice quizá esté llorando de hambre.
—Es absurdo —murmura Cléry entre dientes.
Se encoge de hombros. Da una patada rasante a la alfombra como si apartara un
objeto extraviado y sale. Llama a Léon.
—Puede servir la mesa.
Está solo en el extremo de la larga mesa. Rechaza la sopa. Léon trae la carne y
Cléry la unta de mostaza. Come con glotonería y, de tanto en tanto, entre dos
bocados, da una chupada al cigarrillo que se consume en un cenicero que ha colocado
entre la botella de Ketchup y el tarro de pepinillos. Ante sus ojos se extiende el mapa
de la región… Sablé, La Flèche, Château-La-Valière, Chenonceaux… Pero nada
prueba que la carrera se vaya a detener allí y que no encontrará un mensaje en el
coche. Entonces, ¿hasta dónde…?
—No, gracias. Queso no. No quiero postre. Un café fuerte en mi despacho.
Debe seguir con sus cuentas, escoger la mejor manera de colmar la enorme
brecha producida en la fortuna de Irène. ¡Si, por lo menos, ella le estuviera
agradecida! Descuelga el teléfono para no ser molestado, corre las cortinas, enciende
la lámpara del escritorio y se instala para pasar, tal vez, la mayor parte de la noche.
Enciende un puro. Le cuesta asimilar la idea de que esa cosa monstruosa le esté
sucediendo a él. Abre las carpetas y empieza a meditar.
… Y después, oye llamar suavemente a la puerta y se despierta. Está tendido
sobre el sofá. Ya no recuerda en qué momento el cansancio le ha obligado a
abandonar el trabajo. Léon le trae una bandeja y los periódicos.

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Aparta los papeles dispersos, deposita la bandeja sobre el escritorio y coloca el
teléfono en la horquilla. Mientras tanto, Cléry ya ha desplegado L’Ouest-France. Una
fotografía suya acariciando la cabeza de un caballo aparece en la primera página. Se
ve el castillo en último plano. Un gran titular dice: SECUESTRO EN EL CASTILLO DE LA
ROCHETTE. No tiene ningunas ganas de leer el artículo y se limita a echar un vistazo a
los otros periódicos. La noticia ha estallado en todas partes. A la misma hora, en todo
el país, la gente abre Le Figaro, L’Aurore, Le Matin, La Dépêche de Toulouse, Nice
Matin, La Montagne… Comentan el acontecimiento mientras el café con leche se
enfría en las tazas. «Habría que fusilarlos… Ya no hay justicia… ¡Pobre crío! ¡Ojalá
se libre de ésta!». A Cléry le parece oír el rumor.
—¡Léon! Si la señora pide los periódicos, dígale que me los he llevado.
—Bien, señor.
—¿Todavía no ha llamado?
—No, señor. Me parece que duerme. ¿Puedo permitirme hacerle una pregunta?
—Claro que sí, Léon. No te andes siempre por las ramas. ¿De qué se trata?
—Bien, ¿y si la señora hiciera un llamamiento? He leído que algunas veces,
cuando se dirigen directamente a los gángsters… da resultado.
—¡La señora! —exclama Cléry—. ¿Hacer un llamamiento? Después de tanto
tiempo, debería conocerla.
Está a punto de añadir: «Tendría demasiado miedo a dar un espectáculo». Pero se
contenta con decir:
—Este asunto lo resolveré yo solo.
Léon se retira y Cléry telefonea a la señora Marouzeau.
—Pasaré por su casa dentro de una hora. Cojo el dinero. Usted me dará lo que
falta. He pensado que saliendo muy temprano tengo mayor probabilidad de
sorprender a los policías que deben vigilar La Rochette. Hasta luego.
Empieza a darse prisa. Se acabó la espera. Ya llego, Patrice. La maleta y un mapa
de carreteras por si acaso. Se desliza tras el volante del Porsche y, en cuanto llega a la
carretera, acelera violentamente. Si los policías se esconden allí, antes de que
reaccionen habrán perdido el contacto. No hay circulación. El Porsche, como
fustigado por el aire fresco, circula deprisa… 120, 130… «Le conviene dejar atrás a
la policía». La frase, como una musiquilla que uno tararea distraídamente, resuena en
sus oídos. Las curvas de la Grande Côte se suceden a toda velocidad. Pero cuando el
coche alcanza la larga línea recta que sigue a la última curva, bruscamente empieza a
bailar de un lado a otro de la carretera. ¡Ah! ¡El perno! No se ha acordado de sustituir
el perno que perdió en la hierba. «¡Si la rueda se va!». Es su último pensamiento. Ve
el plátano ante él e intenta enderezar la trayectoria.
El estrépito es tal que un campesino, situado a más de un kilómetro de distancia,
detiene su tractor, escucha y, a media voz, dice:
—¡Pfff! ¡La leche!

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EL CADÁVER de Patrice fue descubierto cuarenta y ocho horas después de la muerte de
Cléry. Había sido abandonado en una cabina telefónica, en Tours, no lejos del Loira.
El niño había muerto a resultas de malos tratos. Los raptores, comprendiendo que
habían fracasado, se desembarazaron rápidamente de él y huyeron.
El padre y el hijo fueron inhumados el mismo día en el cementerio de Laval.
Irène asistió hasta el final de la ceremonia. Daba el brazo a Albert Marouzeau y
aceptaba las condolencias con un breve gesto de cabeza, a veces, impaciente.
Admiraron su valor y su dignidad. Nadie sospechó que había tomado una gran dosis
de tranquilizantes y que estaba como ausente de sí misma. Ante ella, se desplegaba
un tapiz de rostros. Daba las gracias mecánicamente y la mano, medio extendida,
empezaba a dolerle. El notario le murmuraba los nombres al oído. Hacía esfuerzos
por reconocer una silueta. «¡Va hecha un adefesio! —pensaba—. ¡A quién se le
ocurre maquillarse así!». El sol caía sobre las tumbas y había pájaros en los paseos.
Absorbía todas las imágenes que podían distraerla y retrasar el momento en que, una
vez dispersa la multitud, debería reanudar su vida. Pero ¿qué vida?
Todavía quedaban unas cuantas manos que estrechar. «Pobre Irène… Qué terrible
desgracia… Pero estamos aquí… Si nos necesita…». Esas cosas que se dicen porque
algo hay que decir.
—Venga —intervino el notario—. Ya es hora de que descanse.
Se dejó llevar hasta el coche, como si fuera ciega.
—Quédese con nosotros unos días —insistió Suzanne Marouzeau—. El tiempo
necesario para recuperarse un poco, para organizarse. No puede volver ahora a La
Rochette, ¿qué hará allí, totalmente sola?
Pero, precisamente, Irène tenía prisa por estar sola, porque había alguna cosa que
no comprendía bien y debía aclarar. Porque, al fin y al cabo, la desaparición de
Jacques no era una desgracia tan grande… ¿Y la de Patrice…? Eso ya no lo sabía;
estaba demasiado cansada. Siempre había pensado que Jacques abandonaría la casa
algún día. Nunca había creído que le devolverían a Patrice. Esa doble desaparición no
podía sorprenderla. Entonces, ¿por qué se sentía tan destrozada a medida que la droga
dejaba de hacer efecto? ¿Quién podría explicarle por qué se sentía simultáneamente

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desgarrada e indiferente? ¿No tenía eso un nombre? ¿Un nombre complicado que
Charles Teissère había mencionado en su presencia en una ocasión?
Aceptó sentarse a la mesa, pero apenas probó la comida. El notario intentaba
captar su atención.
—¿Piensa quedarse con los caballos…? Sería preferible. Constituiría una
ocupación interesante. Jandreau es un chico serio y conoce bien su trabajo. Podrá
apoyarse en él.
—Quizá —contestaba Irène—. Sí, quizá.
Los Marouzeau eran amables, pero eran pesados, ¡tan pesados!
—Y nada le impide viajar un poco —prosiguió Suzanne—. Debe airearse, si no,
se volverá neurasténica.
—Afortunadamente, su dinero ha sido recuperado —añadió Albert—. A este
respecto, querida Irène, necesitaré su firma porque, evidentemente, deberemos
cambiar esa cantidad de billetes. Pero lo que quiero decir es que está protegida ante
cualquier preocupación material. Así que, no se quede en su fortaleza como si fuera
una prisionera.
Irène movía la cabeza.
—Quizá.
—Y podría pedirle a Amalia que la acompañara —añadió Suzanne—. ¿Por qué
no? Es una muchacha agradable. Y, además, su hijo…
El notario lanzó a su mujer una mirada furiosa y ésta se calló, cortada.
Irène pareció despertar.
—No necesito a Amalia —dijo con cierta violencia—. Dentro de un tiempo, le
pediré que se vaya. No inmediatamente, no tengo nada contra ella. No nos hemos
peleado. No se debe a que le robaran a Patrice… No es culpa suya, claro está… Y,
además, todo esto ya pertenece al pasado. Pero prefiero que se vaya.
Irène soñó durante unos instantes. La miraban en silencio. Al final, esbozó una
sonrisa triste.
—La Rochette —dijo— no es lugar para un niño.
—¿Un poco de café? —propuso Suzanne, con precipitación.
—No, gracias. Ahora quisiera volver.
—La llevo —dijo el notario.
Las dos mujeres se dieron un beso.
—Llamaré por teléfono todas las noches —prometió Suzanne—. Le irá bien oír
una voz amiga.
Acompañó a Irène hasta el coche, cerró ella misma la portezuela y se secó los
ojos.
—Albert —dijo—, no corras.
Se dio cuenta demasiado tarde de que acababa de meter la pata otra vez. El coche
se alejaba ya.

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—La pobre Suzanne está trastornada —observó el notario—. Pero usted sabe que
todo lo que le sucede nos afecta.
Durante los minutos que siguieron se las ingenió para mantener algo parecido a
una conversación y habló de la encuesta. Los restos del Porsche habían sido
examinados y los peritos habían constatado que la rueda derecha trasera estaba medio
arrancada. Le faltaba un perno y los otros estaban flojos. ¿Sabotaje? ¿O una
consecuencia del choque? ¿O bien, sencillamente, negligencia?
—Ya me acuerdo —observó Irène—. Pinchamos volviendo de su casa y Jacques
perdió un perno cuando montaba la rueda de recambio.
—Bien, pues es eso. Se le olvidó arreglarlo. Se lo comunicaré a la policía.
Pasaron por el lugar donde el Porsche tuvo el pinchazo e Irène cerró los ojos.
Todo había empezado allí. Si no hubiera dado prisa a Jacques para que se
marcharan… Si… Si… Cada suposición la acusaba; poco a poco, era responsable de
todo. Convocó en su cabeza a las dos sombras y pensó: «Veis, vuelvo a mi cárcel. No
saldré nunca más. Nos quedaremos ahí los tres».
El notario le contaba que la policía preparaba un retrato robot de Maria, cuya
culpabilidad era cada vez más verosímil. Irène escuchaba, hacía gestos de
asentimiento sin dejar de acariciar la idea de una cadena perpetua para la cual nunca
hallaría perdón. No era doloroso. Incluso, en un sentido misterioso, era consolador.
Se alegró al ver, al final de la avenida, la silueta familiar del castillo. Los Maufranc
esperaban al pie de la escalinata.
—¿La señora necesita alguna cosa?
—Yo me ocupo de ella —dijo el notario.
La acompañó al salón y miró a su alrededor como si viera por primera vez las
silenciosas habitaciones.
—Así que va a vivir aquí… Pobre Irène… Ya sé, ahora hace buen tiempo y tiene
el parque. Pero ¿qué hará durante todo el día cuando acabe de leer o de mirar a los
peces…? ¿Y si volviera a montar a caballo? Puede recuperar la práctica.
—A mi edad… —contestó Irène—. Me siento tan vieja…
—No sea absurda.
Marouzeau buscó algo que añadir. Tenía la sensación de cometer una cobardía
dejando aquella mujer en duelo, de pie, en el centro de ese salón desierto.
—¿Quiere que le diga a Charles que pase por aquí esta tarde?
—No estoy enferma… Es usted muy amable Albert, pero se lo aseguro, todo irá
bien. Vuelva a su casa. Piense que le esperan sus clientes.
Escuchó cómo se alejaban sus pasos, después el coche que se ponía en marcha y
se sentó lentamente. Ya no le quedaba otra cosa que dejar pasar los años, uno por
uno. Si se ponía a contar las horas, la abandonaría el valor. Tenía que emplear ardides
con el tiempo. Había sabido hacerlo… cuando los dos estaban vivos. Era fácil. ¿Pero
lo sería ahora?

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Se quitó los guantes y el sombrero. ¿Desvestirse? ¿Cambiarse de ropa? ¿Para
qué? ¿Por qué no? ¿Qué importancia tenía? Sin embargo, sí, había algo importante
que hacer. Llamó a Françoise.
—Tengo que pedirle una cosa, Françoise. Quiero que empaquete todas las cosas
del señor, la ropa interior, los trajes, todo. Guarde los paquetes en el desván.
Françoise se llevó el pañuelo a los ojos.
—Por favor —prosiguió Irène—. Eso no tiene nada de dramático. Y dele a
Amalia todo lo que era de Patrice. No hay ningún motivo para desperdiciar esas
cosas. Que el cochecito también se lo quede.
—Sí, señora. Amalia estará muy contenta.
—A cambio —prosiguió Irène—, que se las arregle para que no oiga a Julio.
Quiero que quede claro: en esta casa ya no hay ningún niño.
Françoise no pudo ocultar su sorpresa.
—Sí, señora… Pero el niño tendrá que tomar el aire.
—Bien, hay sitio suficiente en el parque. Sólo tendrá que salir por el office. Yo
cenaré en el comedor, naturalmente. Nada deberá cambiar en las costumbres de la
casa. Ah, y, por favor, descuelgue el teléfono.
Sobre todo, no cambiar nada y colocar las rampas habituales para que el tiempo
se deslizara suavemente desde el alba hasta el crepúsculo.
Irène subió a su habitación, se desvistió, escogió un conjunto de lana gruesa que
parecía un sayo monacal y se sentó con la cabeza apoyada en el respaldo del sillón y
los ojos cerrados. Esta vez, lo había conseguido. ¿Era posible que sólo tuviera treinta
y dos años? Ya podía oír a sus amigas hablando por teléfono: «¡A los treinta y dos
años no se acaba nada, mujer! Reharás tu vida». Eso quería decir: «Volverás a
casarte». Gracias, con una vez había suficiente. O bien, le darían consejos: «Hay que
salir, ser útil». Pero ¿útil para qué?, ¿para quién? ¿Dedicarse a una obra? ¿Convertirse
en una especie de asistente social? ¿O tal vez socorrista? En todo caso, alguien que ya
no se pertenece. Pero no quería renunciar. Más tarde ya vería. Ahora tenía que
ocuparse de sus errores. Sería jardinera de sus remordimientos. Viviría entre ellos.
Los cuidaría hasta el momento en que dejaran de ser venenosos. Eso tomaría mucho
tiempo. Distinguía mejor todo lo que debía reprocharse… tantas escenas odiosas con
Jacques… por ejemplo, en relación con esa Maria… Evidentemente, nunca los había
sorprendido, pero aunque los hubiera descubierto juntos, hubiera debido tomárselo de
otro modo y no tratar a ese desdichado como un canalla. Había cierta relación entre
todas esas peleas y el desastre final. Y también con el descubrimiento del cuerpecito
martirizado. Volvía a ver los dos ataúdes, uno junto a otro: el grande y el pequeño,
similar al estuche de un violín.
Debería borrar esas imágenes y fortalecer el recuerdo de los desaparecidos.
Jacques… sí… todavía le era posible reencontrar sus rasgos, su manera de avanzar
los labios cuando encendía un puro, el gesto que hacía con la mano cuando hablaba
por teléfono con un pelmazo y, después, visto de espaldas, sus andares de oso y el

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balanceo de sus largos brazos. Con él, todavía podía. Pero ¿y con Patrice? Ante sus
ojos no tenía más que una mancha pálida que reemplazaba su rostro. Se había fundido
en el olvido. Sólo quedaban, absurdos y desafiantes, sus minúsculos dedos de rana
desplegados sobre el seno de Amalia. ¡Por mucho que se esforzara, no conseguía
nada! La nariz… sería redonda… Dibujaba mentalmente una nariz y era la de
cualquiera, la nariz de un niño pequeño que habría visto en cualquier lugar. ¿Y las
pestañas? No recordaba siquiera si tenía. Con las orejas era un poco más fácil, porque
eran rosadas y entre el color y la forma había cierta connivencia. Recordaba también
el pliegue de la muñeca y el pequeño y gracioso tirabuzón del ombligo. Pero dentro
de poco tiempo, esas imágenes desvaídas serían tan inaprensibles como fantasmas.
Las hacía desfilar una vez más. ¡Sólo eran ruinas! Escombros de amor. No había
nada que pudiera alimentar una de esas desesperaciones que son el privilegio y, en
cierto modo, el orgullo de ciertas viudedades. Se decía: volvamos a empezar.
Volvamos a empezar justo después de nuestro noviazgo. ¿Dónde está la encrucijada
que provocó la primera vacilación y el primer error? Avanzaba a tientas en el
claroscuro de su memoria. Algunas veces se habían enfrentado por cuestiones de
dinero, por inversiones que él consideraba más ventajosas que ella. Pero no, no era
por ese lado donde había que buscar. El dinero no los había desunido nunca. En
cambio, habían tenido acerbas discusiones por el apellido. ¿Por qué se hacía llamar
solamente «Cléry», como si fuera un patán? ¿Por qué, cuando quería ofenderla, la
llamaba: «Mi querida baronesa»? Pero, entonces, ya había crecido entré ellos la
cizaña. Naturalmente, también estaba el indignante recuerdo de la primera noche.
Pero, precisamente, si ella lo hubiera amado, nada le habría indignado. Las cosas se
habían estropeado antes. Y antes, ella se pertenecía por completo: nadie la había
tocado. Era la señorita Daudrincourt, el mejor partido del oeste de Francia. Cuando
aparecía sobre su caballo bayo, era saludada con aplausos, porque se sabía que iba a
ganar. Hasta el día en que…
Tal vez la fisura se escondía ahí… Hasta el día en que un tipo grande y zafio que
no conocía le asestó, en un recorrido difícil, un resultado sin falta y la relegó al
segundo lugar. En Aix-en-Provence volvió a fracasar ante ese patán. Pero en Le
Mans, en su casa, fue debidamente derribado y ella le dijo, con una mirada de
malicia, lo mucho que sentía su mala suerte. Sí, cuanto más pensaba en ello, más se
convencía de que su rivalidad había provocado ese odio amoroso que los había
acercado, como dos boxeadores que, en el momento en que unen sus puños en un
gesto de amistad, buscan ya el lugar de la cara en donde pegarán el K.O. Cada uno de
ellos intuía oscuramente, desde el mismo momento en que los invitados alzaban su
copa por la felicidad de los novios, que el otro estaba de más. Ella habría tenido la
última palabra si hubiera tenido la suerte de ser estéril. Aunque eso de la última
palabra no significaba que se enfrentaran en una batalla diaria. Simplemente, se
trataba de no dejarse relegar al segundo puesto. Durante largo tiempo no estuvo claro
quién era el ganador del pulso entre ambos. ¡Y ella perdió a causa de Patrice!

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¡Vaya! La cena estaba servida. Se acababa la tarde. Había sufrido, pero no se
había aburrido. Por el contrario, lejos de sentirse exiliada en el castillo, había
reencontrado el calor abrigado de un viejo vestido insustituible. Bajó, fue amable con
Léon y repitió del postre para darle gusto. Después, telefoneó a los Marouzeau…
todo iba bien… No tenían motivos para inquietarse… A continuación, llamó a los
Teissère… Sí, estaba cansada, pero resistiría… ¡Ah!, Amalia tenía una úlcera… ¿En
el duodeno? Bien, la cuidarían. Una úlcera no era una cosa terrible… Así,
confidencialmente, no valía la pena ser una gran mujerona para ser tan frágil. Irène se
rió para mostrar que había dominado el abatimiento. Antes de volver a su habitación,
llamó a Françoise.
—Llévese los ceniceros y las pipas… Es algo sucio. Ahora, ya sabe, se trata de un
despacho.
Lo recorrió lentamente. No conservaría ese mobiliario. Escogería otro papel para
las paredes, pediría a Jusseaume que hiciera florecer la habitación. Las flores que
llenaban el jardín debían tener derecho a entrar. Se paseó un instante más y se detuvo
ante los peces.
—Voy a ocuparme de vosotros.
¡Cuántas discusiones había provocado el acuario!
—Mis pececitos queridos —dijo en voz baja.
Había perdido debido a Patrice, pero no tenía ganas de volver a sus sombrías
meditaciones. ¡Más adelante! En lo sucesivo, su vida sería un «más adelante».
Se acostó temprano y aquel fue el inicio de un período gris y monótono, una
especie de hibernación en pleno verano que se desarrollaba en un estado similar al
ensueño, sin más hitos que algunas visitas y la deriva de los días, tan pronto
luminosos como velados por la lluvia. Por la mañana recibía a Jandreau, que le
informaba de la situación. Daba siempre el visto bueno, contentándose con dejar que
las cosas siguieran su curso. Por las tardes, charlaba un rato por teléfono. Albert le
daba noticias de la encuesta, que permanecía estancada. Maria seguía ilocalizable y
no cabía duda de que no la encontrarían. Irène no se atrevía a decirle a Albert que
todo esto no tenía ya importancia. Bajaba al jardín y cogía flores; escuchaba discos.
Vagaba distraída, con el corazón encogido, como un perro apaleado.
Acometió la instalación de su museo en el despacho, que había hecho empapelar
y amueblar de nuevo, y entonces se dio cuenta de que había olvidado el detalle de que
algunos de los trofeos habían pertenecido a su marido. Estuvo a punto de llamar a
Françoise, pero luego pensó que no valía la pena molestarla, ya que ella misma podía
llevarse esas copas extraviadas. Las metió en una cesta y se dirigió al desván. Las
colocó en el estante donde Jusseaume conservaba las peras de invierno. De tanto en
tanto, le diría a León que les sacara brillo. Irène respetaba los objetos de plata.
Se acercó maquinalmente al tragaluz desde el cual se veía el parque. Las primeras
hojas muertas tapizaban el césped. Contempló el estanque donde, en otros tiempos, su
padre disparaba a los patos en otoño. Ella era entonces una niña pequeña y feliz.

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Tenía un póney blanco y castaño. Se llamaba… ¿Cómo se llamaba…?
Repentinamente, un ruidito le impidió seguir buscando. Se inclinó y vio a Amalia que
tenía en sus brazos… ¡Dios mío! ¡Ese conjunto azul…! Durante un segundo, creyó
ver a Patrice… Pero no, era Julio vestido con las cosas de Patrice.
Irène, todavía alterada, seguía con los ojos a la criada, que se dirigía hacia el
cenador. ¡Cómo había crecido en unas pocas semanas! ¡Qué guapo era! Amalia lo
depositó sobre la hierba y se sentó a su lado. Le hacía cosquillas con la punta de los
dedos bajo la barbilla y él se reía con todas sus fuerzas. Irène lo oía a pesar de la
distancia. ¡Qué felicidad! La felicidad pura de un niño bien alimentado y con buena
salud que se revuelca sobre el césped y quiere atrapar el cielo y las nubes que pasan.
Se puso una mano en el costado. Le dolía. ¡Los gemelos! ¡Rápido, los gemelos! Los
fue a buscar corriendo y regresó precipitadamente, como si hubiera temido no
encontrar a madre e hijo. Pero ahí estaban: jugaban al sol con una especie de
inocencia animal que la fascinaba. Enfocó los visores y vio a Julio al alcance de la
mano. Julio vestido como Patrice. ¿O bien se trataba de Patrice disfrazado de Julio?
No. Ni uno ni otro. Un niño de nadie, al que no se cansaba de mirar. Era tan
gracioso, con esas mejillas regordetas que, cuando estaba de perfil, casi le tapaban la
nariz, y esa oreja que parecía una delicada concha, y esos puños minúsculos, cerrados
sobre los pulgares… Los gemelos se desplazaban lentamente, sobrevolando de muy
cerca el rostro, deteniéndose sobre los ojos oscuros en los cuales la luz del verano
prendía un reflejo móvil, bajando por el cuerpo vigoroso hasta las piernas redondas y
lisas que pedaleaban con entusiasmo. Irène tuvo que apoyar el hombro en el marco
del tragaluz.
«¿Qué me pasa? —pensó—. Sí… Bueno… Es un niño guapo. ¿Y qué?». Se llevó
de nuevo los gemelos a los ojos. Allá abajo, el niño se había acostado sobre un lado e
intentaba levantarse, pero la rodilla le resbalaba sobre la hierba. Amalia reía y lo
empujaba un poco. De repente, él se enfadó y Amalia lo agarró bajo los brazos, lo
levantó por encima de su cabeza, como si se lo enseñara a los árboles, a las flores, a
la naturaleza entera. El niño agitaba brazos y piernas, buscando un punto de apoyo, y
se echó a llorar.
Irène bajó los gemelos. «¡Qué mujer tan imbécil!», exclamó.
Furiosa, salió del desván tras guardar los gemelos. ¿Volvería? En todo caso, no
muy pronto. Y, además, el niño de Amalia no le interesaba.
Arrastró hasta la noche un mal humor que hacía inútil toda ocupación. Intentó
leer. Su marido estaba suscrito a diversas revistas y las hojeó entre bostezos. La
política le traía sin cuidado. Las páginas financieras… Lanzaba una ojeada rápida
sobre el curso de los valores, sólo por costumbre, y pasaba a otra cosa… ¿La moda?
Sí, un pequeño gesto de curiosidad que desaparecía enseguida… ¿Cómo podía ser
que el niño tuviera la piel tan clara, siendo sus padres tan morenos? Sus cabellos eran
más bien castaños. Aunque no era fácil precisarlo… Tal vez los gemelos alteraban un
poco los colores.

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Rió sarcásticamente, conteniendo la rabia. ¡Vaya! Para distraerse, tampoco iba a
dedicarse a… Que una zorra vigile un nido y se regale los ojos por anticipado, sea.
¡Pero ella…! ¿Pero yo? ¿Qué estoy buscando? Yo, que me examino con tanta
facilidad el corazón, ¿qué me atrae allá arriba? ¿Qué me estoy escondiendo?
Al día siguiente, se encontró a Amalia en el vestíbulo.
—¿Cómo está, Amalia? Venga aquí, charlaremos un poco… ¿Así que tiene una
úlcera?
—Sí, señora. Es bastante dolorosa. El médico dice que durará algún tiempo.
—¿Le da unos polvos… unos polvos blancos?
—Sí. Y, además, me pone inyecciones… Quería preguntar a la señora… si Julio
la molesta.
—No. No hablemos de eso.
—La señora es tan buena con nosotros. No quisiera que… preferiría marcharme si
mi hijo le recordara a la señora…
—¿Pero quién le dice nada de que se vaya? Al contrario, me es usted muy útil.
No se inquiete, Amalia. No ha cambiado nada.
«¿Me estaré volviendo cobarde?», se preguntó Irène cuando se quedó sola. Comió
rápidamente y se detuvo un momento delante del acuario. Quizá hubiera encendido
un cigarrillo si hubiera tenido tabaco al alcance de la mano. Comprendía por qué
Jacques fumaba tanto. La ansiedad. El miedo a lo que ha de venir, a lo que uno desea
y teme; a lo que uno llama y de lo que huye. «No —pensaba—, no iré allá arriba.
Para empezar, ¿qué se me ha perdido allí?». Fue a buscar su baraja y empezó un
solitario. ¡Un solitario! Yo, que he estado siempre sola. Empujó las cartas y no se
tomó siquiera la molestia de recogerlas. Caminando lo más silenciosamente que
pudo, subió al desván. Se esforzaba en ahogar el ruido de sus pasos, no por los
demás, sino por sí misma: para no oírse y no hacerse preguntas.
Se acercó al tragaluz. El jardín estaba vacío. Era demasiado temprano. Se sentó
sobre un baúl, jugueteó un instante con los gemelos y luego regresó a su punto de
observación. Nadie. «¿Pero qué demonios hace? Esta es la hora de pasear a un niño.
El aire es suave y agradable. No sabe ocuparse de él».
Dio una vuelta por el desván, se detuvo delante de las copas que llevaban en el
pie los nombres de las victorias: Bruxles… Aix-la-Chapelle… Vichy… En Vichy, su
yegua se había negado dos veces a saltar, mientras Jacques triunfaba. Curiosamente,
ya casi no le guardaba rencor… Después de todo, al final él también había perdido
debido a Patrice. Entre ellos siempre existiría ese misterio: Patrice.
Oyó rodar el cochecito sobre la grava del paseo y se precipitó hacia el tragaluz.
Amalia había sentado al niño con ayuda de unos cojines y éste daba palmas, riendo
como un bendito. Irène lo contempló vorazmente. En efecto, tenía el cabello castaño
y éste se rizaba sobre la frente con una onda graciosa. Agarró el pulgar al vuelo y se
lo metió en la boca con expresión repentinamente seria y aplicada. El movimiento del
cochecito lo balanceaba. Guiñaba los ojos, lleno de sueño, pero sin dejar de chuparse

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la mano enérgicamente. Amalia se dirigía hacia el cenador donde, sin duda, se
detendría para tejer. Irène arrastró el viejo baúl hasta el pie del tragaluz y se instaló
cómodamente. Pero Amalia atravesó el cenador y siguió caminando hacia el
estanque. Las lentes seguían enfocando al niño dormido. Sin embargo, la imagen se
hacía cada vez más pequeña. Irène bajó los prismáticos. «Habría podido dejármelo»,
pensó. Tomó la decisión en la escalera, mientras bajaba. Telefoneó al notario.
—Albert, el otro día me dijo, no sé si se acuerda, que… si quería pasar unos días
en su casa…
—Pues claro que sí. Cuando quiera.
—He pensado… Es que… ahora… ¿usted podría? Esta casa me cansa. Y, además,
encuentro demasiados recuerdos.
—Claro, querida Irène, Está todo solucionado. Suzanne irá a buscarla.
—¡Oh, no! No la moleste. Jusseaume me llevará. Gracias, son ustedes muy
amables. No abusaré, no se preocupe. Estaré sólo tres o cuatro días. Sólo para
cambiar un poco de aires.
Preparó apresuradamente su maleta.
—Comprendo que la señora necesite ver a alguien —dijo Françoise—. La
Rochette es un poco triste. Y, además, nada retiene a la señora.
Jusseaume llegaba ya a la escalinata.
—Bueno —añadió Françoise—. Que la señora se divierta un poco. Buen viaje.

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SEGUNDA PARTE

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TRANSCURRIERON TRES DÍAS apacibles. Irène y Suzanne paseaban, deteniéndose ante
las joyerías y las tiendas de moda. «Irène, mire ese conjunto… Le sentaría muy bien.
¡Tampoco va a ir de luto toda la vida!». Hacía buen tiempo. Era agradable olvidar. En
algún lugar, entre los bastidores de la vida, la investigación continuaba. Irène no
quería saberlo. Se dejaba guiar, entregada a la tímida alegría de caminar entre los
paseantes, de vislumbrar su silueta en los escaparates, como si fuera una compañía
tranquilizadora. Por último, el cuarto día, mientras esperaba a Suzanne, que estaba
comprando el Elle, Irène miró distraídamente un escaparate. Tenía todo tipo de ropa
para niño: vestidos, abrigos, gorros, pijamas y, en un mostrador, unos peúcos de lana
adornados con una cinta azul. Irène no podía apartar los ojos.
—Vámonos —dijo Suzanne.
Irène se dejó arrastrar. Ya no hablaba.
—Tomemos una taza de té —propuso Suzanne—. Parece cansada.
Entraron en una pastelería e Irène aceptó un bizcocho borracho.
—Perdone —se excusó—. Estaba pensando en los peúcos.
—Vamos —contestó Suzanne—, no sea morbosa.
—No, no es eso en absoluto. ¿Le he dicho que le he dado a Amalia todas las
cosas de Patrice? Ahora me pregunto si he hecho bien. ¿Qué habrá pensado de mí?
Me dio las gracias, claro está, pero en el fondo… ¿Le importaría que volviéramos a
esa tienda? Compraría alguna cosa para su hijo.
—Francamente, Irène, no la entiendo.
—Se lo explicaré. Amalia se siente culpable por no haber defendido a Patrice. Y
yo… Dios mío, qué complicado es… Dicho de otro modo, yo, en su lugar, al recibir
esa ropa me habría dicho: «Cómo debe despreciarme para desembarazarse de estas
cosas dándomelas a mí…». ¿Lo entiende? Así que, si ahora le hago un regalo a Julio,
borro el pasado… Julio no me importa en absoluto. Pero no quiero pasar ante su
madre por lo que no soy.
—¡Ah, pobre amiga! Tiene habilidad para atormentarse. Bueno, vayamos a
comprar el regalo.
Disfrutaron escogiendo con cuidado.

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—¡Encantador! —decía Suzanne—. Desde luego, estoy hecha una abuela.
Irène se llevó los peúcos de lana y un gorrito que Suzanne encontraba monísimo.
—Espero que mañana Amalia se ponga contenta —dijo Irène.
—¿Mañana? —exclamó Suzanne—. Pero bueno, ¿no irá a marcharse ya? Debía
estar con nosotros una semana.
—Sí, pero… en primer lugar, no quiero abusar. Y, además, cuando me alejo de La
Rochette me falta algo.
Suzanne no insistió. Irène tuvo la sensación de que acababa de provocar una
situación tensa y se esforzó en parecer amable y tranquila, pero la velada se hizo muy
larga. El notario había invitado a los Teissère y todos se las ingeniaban para distraer a
Irène. Mientras daba la réplica de buena gana, no dejaba de preguntarse: «¿Qué estoy
haciendo aquí? Son amables, pero me aburro. Dios, cómo me aburro. Es terrible
aburrirse de este modo».
Tenía la sensación de estar aguardando una cita, como en otra época, cuando
contaba las horas que la separaban de André. Ella tenía catorce años y André unos
quince. Él la acompañaba al instituto Juana de Arco que pillaba de camino al liceo.
No tenían gran cosa que decirse, pero caminaban uno al lado del otro. Recordó la
felicidad de cuando, de tanto en tanto, sus hombros se rozaban; la felicidad del
momento en que empezaron a tutearse; la felicidad de esperarse ante la librería
Germain, de formar una pareja que subía la calle riendo. Jamás habrían osado
besarse. En primer lugar, lo habrían encontrado una tontería. Se daban viriles
apretones de manos. «Hasta mañana». «¡Vale!». Pero sus ojos se amaban.
Irène no había oído al notario.
—Disculpe —murmuró—. Me he distraído un momento.
—¿Le sucede con frecuencia? —quiso saber el médico.
—No. Desde la muerte… ¿Quería saber si…?
—Déjelo, Irène. No tiene ninguna importancia. Ya es hora de que se vaya a
acostar.
Hubiera deseado dormirse enseguida. Pero no. Tenía demasiado calor. Estaba
nerviosa. ¿Por qué se habría acordado de ese muchacho, en el que nunca pensaba? Y,
sin embargo, algo de esa emoción perdida la mantenía despierta. Se levantó para
tomar un somnífero. El paquetito comprado en Prenatal estaba allí, sobre la
chimenea, junto a su bolso. Lo rodeaba una cinta con un nudo adornado con hábiles
lazos. «¿Es para regalar?», había preguntado la vendedora. Si Irène hubiera estado
sola, habría contestado: «No, es para mí».
Cortó la cinta con los dientes y abrió la caja plana. Con una delicadeza infinita,
desplegó el papel de seda que envolvía los peúcos y los cogió con la punta de los
dedos. Sonrió contenta al verlos: eran tan parecidos a unos minúsculos pies vivos…
Sí, esa era su cita. Tenía ganas de jugar con ellos. Metió un dedo en cada peúco y,
sobre el borde de la chimenea, imitó tres o cuatro pasos de ballet, como si su mano
fuera una bailarina.

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Recordó una frase de su marido: «¿Cuándo serás adulta?», pero ese recuerdo no
consiguió alterar su emoción. De pequeña había detestado las muñecas. No se trataba
de que, de repente, se abriera paso una reminiscencia de su lejana infancia. Mientras
los peúcos escalaban torpemente la pendiente de su bolso, se interrogó a sí misma.
No pensaba en Patrice; tampoco pensaba en el hijo de Amalia. Se trataba más bien de
un niño que todavía no existía, pero cuya imagen se dibujaba cada vez con mayor
nitidez en su mente, como si fuera la creación, todavía vacilante, de un novelista.
Esos peúcos, ese gorrito con el que estaba cubriendo su puño y que hacía girar
lentamente, ¿no eran la promesa de un nuevo alumbramiento? Nadie la veía. Nadie
podía leer en su corazón. Era libre de inventarse una leyenda en la cual ella sería el
hada.
Se acostó tras colocar cerca de sí, otra vez en la caja, los peúcos y el gorrito que,
desde ese momento, velarían su sueño. Durmió de un tirón hasta la mañana siguiente.
Hacia las diez, Jusseaume fue a buscarla. Prometió a los Marouzeau que volvería
con frecuencia y se sentó junto al jardinero.
—La señora tiene mejor aspecto —constató Jusseaume.
—Sí, me encuentro muy bien.
—No como Amalia. Se encuentra mal por culpa de la úlcera. Y además —dijo,
moviendo la cabeza con tristeza—, después de todo lo que ha pasado ya no es la
misma. Ha sido un golpe para ella. Suerte que tiene a Julio… ¡Oh, perdón, señora! Se
me ha escapado.
—Por favor, Denis. No se excuse. Amalia tiene derecho a estar orgullosa de su
hijo.
—Es tan gracioso —prosiguió Jusseaume—. No llora nunca. ¡Y cómo crece! Va
más deprisa que mis espárragos. Para nosotros, los viejos, es una bendición.
Se calló, temeroso de haber hablado demasiado. Pero, caramba, el ama también
tenía corazón. Quién sabe si, en el fondo de sí misma, no encontraba un consuelo en
la presencia de ese hombrecito que, después de todo, había sido el hermano de leche
de su hijo… Tras un silencio cortés, el hombre habló de los caballos y luego se
mordió la lengua, porque los caballos eran el tema de todas las conversaciones del
pobre señor. Al final, no se podía hablar ya de nada. Aceleró y sintió alivio al
depositar a la señora al pie de la escalinata.
Irène, tras dar de comer a los peces y recorrer la planta baja para verificar si todo
estaba limpio, comió con buen apetito. Decidió que ese día bajaría al jardín, ¡nada de
gemelos! ¡Se acabó el comportarse como una espía! Ese juego al escondite había
durado ya bastante. Se atrevería a acercarse al niño. No tenía por qué tener
vergüenza.
No era muy aficionada a las labores femeninas, pero encontraría algún bordado
por acabar. Eso le serviría para disimular. Descubrió, en el fondo de un armario, una
labor de tapicería abandonada desde hacía tiempo y, hacia las dos y media, sin darse
prisa y, sin embargo, impaciente por llegar, abrió la puerta trasera. Amalia estaba

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sentada en el cenador y Julio estaba a su lado, en el cochecito. Irène se acercó y, con
un gesto, impidió que Amalia se levantara.
—Tenía demasiado calor —dijo—. Aquí, por lo menos, pasa aire.
Dejó la labor sobre una de las sillas de hierro y cogió otra.
—¿Qué cuenta el pequeño Julio?
Sorprendida, Amalia miró a su señora, intentando adivinar la razón de esa
repentina benevolencia, pero Irène se había inclinado ya sobre el niño y le hacía
cosquillas en el cuello, bajo la oreja. El niño le sonrió con todo el rostro y había tanta
luz en esa sonrisa, una entrega tal, que retiró la mano rápidamente, como si se hubiera
quemado.
—Empieza a reconocer a la señora —dijo Amalia.
Irène esperó un poco a que su corazón se calmara y simuló no prestar más
atención al pequeño. Preguntó a Amalia si el tratamiento era eficaz. Amalia, ante esa
muestra de confianza, empezó a hablar sin moderación e Irène sólo tenía que asentir
con la cabeza. Con una mirada de soslayo, observaba a Julio y recordaba el pequeño
rostro ajado de Patrice. Julio, por el contrario, era un verdadero niño de concurso:
regordete, mofletudo, carente de todo parecido y libre de toda herencia. ¿Cómo
imaginar que la edad, poco a poco, esculpiría en él rasgos que confesarían su origen?
Dentro de unos años, sería un pequeño portugués con acento y, tal vez, modales
zafios si era dejado en manos de su madre. Irène retuvo en el aire esa idea extraña:
«Si era dejado en manos de su madre. Qué remedio. ¡Pero qué pena!». Una avispa
empezó a dar vueltas alrededor del cochecito e Irène no pudo aguantarse por más
tiempo.
—¿Puedo? —preguntó, con un ligero nudo en la garganta.
Desató el cinturón que sujetaba al niño y lo cogió en brazos. Se agitaba como un
diablillo e intentaba coger la nariz de Irène. Como sólo iba vestido con un pañal y una
camisita, las manos de Irène encontraron enseguida la piel fresca de los costados y
estrecharon el cuerpo flexible y firme, que estuvo a punto de soltar. Ya no escuchaba
a Amalia, que la aburría con su úlcera. Estrechó al niño contra sí, inclinó la cabeza y
posó sus labios sobre el cabello, ya tupido, que olía a pelo caliente. Por qué no tenía
derecho a murmurar en los rizos que cubrían las orejas del niño: «¡Mi pequeño! ¡Mi
pequeñín!». Con un movimiento brusco, se lo tendió a Amalia.
—Cójalo, se me cae.
Fingió mirar la hora en su muñeca.
—Dios mío, espero una llamada telefónica. Hasta luego, Amalia.
Subió por la avenida casi corriendo y se refugió en el salón. Léon había entornado
los postigos para que el sol no se comiera las cortinas. Se estiró en el sofá. En la
penumbra, los peces, de tanto en tanto, se iluminaban con un reflejo blanco. Pensaba:
«Me estoy volviendo loca. ¡Que se vaya con el crío! ¡Que me deje tranquila de una
vez!». Pero no podía evitar revivir el momento en que sus dedos habían palpado la
piel del niño. ¡Esa turbación, en ella! ¡Ese estremecimiento en su vientre! Esa

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sensación extraña que, tal vez, se parecía a la proximidad del placer… Todo eso
barría los prejuicios, las conveniencias, las costumbres morales y la dejaba desnuda.
Y estaba bien. Sí. Pasado el huracán, se estaba bien. No echaba de menos nada. El
marido muerto, el niño muerto, todo eso pertenecía a otra época. «Cuando yo dormía
—pensó Irène, con un fondo de amargura—. ¿Y ahora?».
Se levantó, porque le pareció que de pie razonaría de un modo más sensato.
¿Ahora, qué? ¿Iba a dejarse cautivar por ese pequeño? Pero si ya estaba hecho. ¿Por
qué no dejar que el tiempo actuara, sin intentar adelantarse? Él ya se encargaría de
aplacar esa especie de pasión que, sin duda, un neurólogo no tendría dificultad en
explicar. «En realidad —se dijo Irène—, lo sensato sería consultarlo».
Pero ni al día siguiente ni en los días sucesivos llevó a cabo ese proyecto. Se
instalaba en el cenador, cerca de Amalia, al lado del cochecito y en la calma de esas
tardes de julio, las dos mujeres charlaban a media voz mientras vigilaban al niño.
Amalia, una vez superada la desconfianza inicial, hablaba encantada de su país, al
que le gustaría volver algún día.
—No hay prisa —decía Irène—. Allí tal vez estaría en paro. Y, además, ya no
conoce a nadie.
—Es verdad —reconocía Amalia—. Pero cuando Julio sea mayor…
Y la conversación volvía hacia Julio. Irène colocaba al niño sobre sus rodillas y lo
hacía saltar.
—Prométenos que nunca serás grande —exclamaba riendo—. Tu mamá querría
ya desembarazarse de ti. ¿Verdad que es mala?
El pequeño escondía la cabeza bajo la oreja de Irène y ella lo estrechaba contra sí
mientras le acariciaba la espalda con la mano.
—El niño va a cansar a la señora.
—Claro que no, Amalia. Ya verá… nos ocuparemos de él. Yo, que ya no tengo
nada que hacer, lo llevaré a la escuela… Pero si me estás mojando, pequeñajo. Buena
la has hecho.
—Voy a cambiarlo —propuso Amalia.
—No, iré yo. Ya es hora de que aprenda, ¿no le parece?
Era un juego maravilloso cambiar el pañal mientras hacía cosquillas al niño, que
se retorcía de placer.
«La señora es demasiado buena», repetía Amalia, lo que molestaba a Irène.
Por otro lado, debía confesarse que soportaba mal la presencia de la criada.
Amalia no tenía mala intención, pero tenía una manera de verificarlo todo que
resultaba exasperante. Irène deseaba decirle: sí, está bien seco. Sí, he cerrado bien el
arnés de la sillita. Sí, yo también sé cuidarlo.
Sin embargo, ponía buena cara y dejaba que se desarrollara entre ellas una
especie de intimidad que en ocasiones la ponía fuera de sí, pero debía pasar por
aquello si quería conservar a Julio. Aparentemente, Amalia seguía manifestando el
mismo respeto un poco servil, pero al mismo tiempo se hacía más familiar, hacía

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preguntas sobre cosas que no eran de su incumbencia, por ejemplo sobre la
investigación que dirigía el comisario o incluso sobre los amigos de Irène y sobre el
doctor Teissère que, en su opinión, la cuidaba mal. Irène tenía ganas de ponerla en su
lugar, pero bastaba que Julio le dedicara una gran sonrisa para que, por él, se armara
de paciencia. Hasta que llegó un día en que estuvo a punto de estallar. Desde por la
mañana hacía un tiempo bochornoso que amenazaba con estropearse y tenía un
principio de jaqueca.
—Vuelvo a la casa. Me voy a tomar una aspirina.
Julio, sobre las rodillas de su madre, se balanceaba mientras canturreaba. Amalia
le cogió el brazo y lo agitó en dirección a Irène.
—Dile adiós a la tita… Adiós… Adiós.
¡Tita! Era el colmo. ¡Como si Irène fuera una de esas viejecitas con cabellos
blancos que se encuentran en los clubs de la tercera edad! Evidentemente, esa imbécil
de Amalia ignoraba lo que significaba esa palabra, cosa que no le impedía emplearla,
de igual a igual, de Pereira a Pereira.
«Se imagina que somos familiares, con el pretexto de que me presta a su Julio.
¡Tita! ¡Lo que hay que aguantar!».
Irène se refugió en su habitación y la tormenta la mantuvo despierta durante toda
la noche. ¡Oh!, veía claramente el plan de Amalia: aceptar todas las amabilidades,
hacer ver que se sentía conmovida por ellas, pero rechazar toda influencia, como si
alguien hubiera querido apartar a Julio de su madre. «De todos modos, yo no —
pensaba Irène—. Me han quitado a mi hijo, así que sé lo que es. Pero ¿y qué? Este
niño vive en mi casa, cerca de mí, ¿no voy a tener derecho a mostrarle un poco de
cariño? Y no como una vieja pariente chocha a la que se llama tita para indicar
adecuadamente que debe mantenerse en el límite de lo que corresponde a la familia,
sin dar un paso más, sino como… como…».
Buscó la palabra adecuada, se dio cuenta de su mala fe y se echó a llorar sobre la
almohada. Cuando los truenos se alejaron y los primeros cantos de los pájaros
anunciaron el alba, se calmó y, cambiando súbitamente, la tomó consigo misma. Si
hubiera estado en el lugar de Amalia, ¿no habría hecho lo mismo? ¿No se habría
sentido celosa de la menor sonrisa que su hijo hubiera dirigido a otra? Pero, en primer
lugar, ¿Amalia era celosa? ¿O bien, por el contrario, en su simplicidad de buena chica
carente de malicia, no se sentía muy orgullosa al ver que la señora sentía cariño por
su hijo? Y para demostrar su agradecimiento, su amistad, había exclamado: «Dile
adiós a la tita». Reflexionando con calma, parecía muy natural e incluso bastante
conmovedor. ¿A qué venía entonces su cólera, su resentimiento? A fuerza de hacerse
preguntas, Irène se durmió.
Se despertó cansada y harta de la vida, pero decidida a actuar contra Amalia
porque, a pesar de su buena voluntad, detestaba a la criada. Había sucedido de modo
gradual y ahora era demasiado tarde para combatir ese sentimiento que se había
desarrollado bruscamente durante la noche como una ortiga vivaz.

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Irène, por primera vez desde hacía mucho tiempo, se dio un masaje en la cara y se
maquilló cuidadosamente. «Todavía soy una tita presentable», le dijo al espejo. Un
poco de perfume alrededor de las orejas, como si se tratara de una noche de baile. Al
pequeño debía de gustarle el perfume. Sonrió y subió al segundo piso. Amalia estaba
en su habitación, cosiendo. Julio, sobre la cama, se esforzaba intensamente en
quitarse uno de los calcetines.
—Perdone, Amalia, pero he estado pensando en una cosa: usted está sola en este
piso y yo estoy sola en el mío. ¿No tiene un poco de miedo durante la noche?
—¡Oh!, sí —confesó Amalia espontáneamente—. Sobre todo desde que…
Todavía tengo pesadillas.
—Bien, ¿por qué no vuelve a su habitación del primero? Colocaremos a Julio en
el cuarto del niño y nos sentiremos más cerca. Así estará mejor, me parece.
—Si a la señora le parece bien.
—Claro que sí, puesto que se lo propongo. Voy a decírselo a Léon; la ayudará a
hacer el traslado.
—Gracias, señora.
Esa misma noche, Julio durmió en el cuarto del niño. Amalia había dejado su
puerta entreabierta. Irène también. Ambas podían oír al niño, que se agitaba en la
cuna como un animalito. Después, la respiración de Amalia se hizo más pesada. Irène
aguardaba ese momento. Sabía que Amalia, vencida por el sueño, renunciaría,
desaparecería, olvidaría sus privilegios y se iría a la deriva, lejos de Julio. Y ahora, la
victoria era para aquella que no dormía, que se podía levantar e ir a inclinarse sobre el
moisés, mirar al niño de ojos cerrados, cuyos labios se movían con glotonería de
tanto en tanto. Suavemente, Irène arregló sobre las piernas un poco torcidas un
pliegue de la sábana. Volvió a la cama, se enroscó sobre un lado, con la cara vuelta
hacia la cuna. Estaba tranquila: se decía que no hacía daño a nadie. Y, cuando cerró
los ojos, se prometió dar a Amalia los peúcos y el gorrito de lana. Eso ya no tenía
importancia, era una niñería. En lo sucesivo tendría algo mejor. Tenía al niño al
alcance de la mano.
… Y el verano declinó. E Irène, a pesar de ciertas remisiones temporales, sentía
cómo su mal crecía. Aparentemente, salía del luto como una mujer enérgica que sabe
dominarse. Recibía a sus amigos, les prestaba los caballos como en otros tiempos.
Incluso llegó a recibir amablemente al comisario, que tenía nuevas preguntas que
hacer. Pero Amalia se estaba convirtiendo en una obsesión y empezaba a hacer planes
para conseguir estar sola con Julio algunos momentos. Estaba harta de ser la que va
de visita, la que debe controlarse, prohibirse gestos excesivamente tiernos. A lo largo
de días vacíos, que le dejaban todo el tiempo para inventar proyectos, jugar con ellos,
cansarse de uno para correr al siguiente, se daba cuenta, poco a poco, de que sus
cálculos eran vanos y que ella y el niño no tenían ningún futuro en común. Si a
Amalia se le antojaba buscar otro empleo, nada podría impedir que se marchara y se

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llevara a su hijo. Llena de rencor, se obligó a tratar a Amalia como a una amiga.
Quiso aumentarle el sueldo y su negativa la irritó.
—Vamos, Amalia, sea razonable. Acepte lo que le ofrezco, por Julio… Ha
crecido mucho y mire… sus vestidos le están demasiado pequeños.
Amalia se dejó convencer y, al día siguiente, cogió el autobús para ir a Laval.
—Déjeme a Julio —dijo Irène—. La molestará.
—¡Oh, no! —contestó la criada—. Al contrario, se divertirá. Aquí no ve a nadie.
«Claro está, yo no soy nadie —pensó Irène con rabia—. No podía decirlo más
claro».
Amalia volvió por la noche cargada con paquetes que abrió delante de Irène. Con
un mal gusto triunfante, había comprado prendas de punto de color rosa, llenas de
lacitos y de volantes, que desplegó con júbilo.
—Estará guapo, mi Julio, ¿verdad señora?
—Pero ¿por qué de color rosa? —preguntó Irène consternada—. ¿Por qué no
azul?
—Porque a mí me gusta el rosa.
—Y esta especie de bordados, no cree que…
Se detuvo, comprendiendo que Amalia había querido dar a su hijo lo que ella no
había tenido.
—Sí —concluyó—; Julio va a estar guapo.
Se felicitó por haber guardado el gorrito y los peúcos, pero se prometió vestir a
Julio de un modo más adecuado y ese nuevo proyecto la ocupó durante varios días.
Acudió casi de modo clandestino a Laval, tras advertir a Léon que en caso de que
llamaran por teléfono, dijera que había salido a pasear, y compró todo un pequeño
ajuar que le costó muy caro. Después entró en la joyería de la que era cliente.
—Quisiera una cadena —dijo—. Algo fino y elegante. Es para un niño muy
pequeño.
La vendedora abrió los estuches. Irène nunca se había sentido tan feliz. Sostenía
las joyas con la punta de los dedos mientras admiraba su brillo y las comparaba
durante largo rato.
—Necesitaría también una medalla —observó la vendedora.
—Sí, naturalmente.
—¿Con un nombre grabado?
—Claro que sí.
—¿Qué nombre?
Pillada por sorpresa, Irène buscó rápidamente. ¡Patrice, no! Julio, tampoco! ¡Qué
horrible, Julio…! ¡Giulito! ¡Eso era, Giulito…! Encantador, cariñoso. Un nombre
sólo para él… y para mí. ¿Cómo era que no se le había ocurrido antes?
—Grabe «Giulito».
Al salir de la tienda, tuvo que detenerse y apoyarse en la pared. Se sentía sofocada
por la alegría. A su vuelta, escondió las compras en lo más profundo del armario… Y

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ahora, tenía que acechar la ocasión. ¿Cómo separar, durante una hora o dos, a la
madre del hijo? Amalia llevaba a Julio a todas partes. Irène analizó todo tipo de
soluciones. Dormía mal e iba a pedir consejo al niño: cada vez que respiraba, era
como una recompensa y una promesa. Oía en la habitación contigua, el sueño ruidoso
de la criada. Se sentaba junto a la cuna. ¿Cómo te las arreglarías, mi pequeño Giulito?
Te gustaría que pasáramos una tarde juntos, ¿verdad? Ya verás, cuando veas, las
cosas tan bonitas que te he comprado. Y qué cadena tan bonita. Es un secreto,
Giulito. Tu mamá no debe saber nada. No estaría contenta.
Felizmente, el azar intervino. Suzanne Marouzeau telefoneó para pedir a Irène un
pequeño favor. ¿Se acordaba de los Bélières? El arquitecto, sí… Bien, su mujer
estaba enferma y la criada acababa de dejarlos por las buenas… ¿Amalia no podría
echarles una mano? No sería por mucho tiempo… Seguramente, no más de una
semana. Si Amalia pudiera ir tres horas diarias, preferentemente por la tarde… Para
poner un poco de orden y lavar la ropa… hacer algunos recados, nada muy cansado.
Al principio, Amalia se hizo rogar.
—¿Tendré que dejar a Julio aquí?
—Nos encargaremos de él, Amalia. Jusseaume la llevará a Laval hacia las dos y
la irá a buscar a las cinco. Como Julio tiene la costumbre de dormir un poco por la
tarde… Ya ve, no tendrá tiempo de aburrirse.
—Llorará si no estoy.
—Claro que no. Lo pasearé. Mire, lo llevaré a las cuadras. Mirará los caballos.
Estoy segura de que le gustará.
Amalia se dio cuenta de que no podía negarse si no quería que la acusaran de
ingratitud. Al día siguiente, Jusseaume la acompañó. A los pies de la escalinata,
aquello parecía una despedida para siempre.
«Pero qué idiota es —se decía Irène—. ¡Si hubiera perdido al crío, como yo, no
se lo tomaría peor!». El 2 CV desapareció e Irène subió las escaleras corriendo.
—Giulito, mi pequeño. Despierta. ¡Somos libres!

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¡QUÉ FIESTA tan maravillosa! Irène desnudó al niño. Éste se defendía como un gatito,
se retorcía de risa, se agarraba los pies e intentaba llevárselos a la boca. «Vamos —
decía Irène—, estate tranquilo, pichoncito mío, y dame esa manaza». Le ponía la
minúscula camisa y aprovechaba para hacerle cosquillas. «Que te como, ñam,
ñam…». Lo besaba en la barriga y él se ahogaba de risa mientras movía la cabeza de
izquierda a derecha. «Vamos, vamos —murmuraba con una voz un poco aturdida—,
seamos buenos». No se daba prisa en volverlo a vestir; sus manos se perdían entre la
ropa. Lo había sentado en la cama y estaba de rodillas ante él. «Sosténgase derecho,
señor, para que mamá esté contenta».
Vaciló unos momentos y, de repente, se lanzó sobre él y lo estrechó entre sus
brazos. «Mi niño… mi pequeño», dijo meciéndose, como si acunara un dolor
incurable. El niño se agitó, protestó con brazos y piernas, e Irène se separó de él y lo
miró largo rato. «Si tú supieras», dijo. El niño le dedicó una gran sonrisa y batió
palmas. Ella le devolvió la sonrisa. «Mi pequeño pingüino, ven, que te ponga la
cadena… ¿Ves que cadena tan bonita, Giulito…? ¿Quieres ser mi Giulito?».
Cerró la fina cadena en la nuca, donde tenía un rizo negro, y se incorporó
estrechando al niño contra su pecho. Se acercó a un gran espejo y extendió un dedo
hacia la imagen. «Eres tú… esa cosita eres tú… Y no empieces a chupar la medalla,
por favor. Un niño bien educado no chupa las medallas…». Irène, por lo general tan
taciturna, no se cansaba de hablar y las palabras que se oía pronunciar no dejaban de
sorprenderla. Era como si brotara impetuosamente un manantial de poesía y de
ternura que la dejara destrozada.
Cuando se le ocurrió mirar la hora, se sobresaltó. Dios mío, se estaba acabando ya
la tarde. Tenía que quitarle al principito su traje de fiesta. Irène lloraba mientras lo
desvestía y le decía, sin ver que el niño tenía sueño: «Tú tampoco debes llorar,
conejito mío. Vamos a ser valientes los dos… Te prometo que volverás mañana…
Iremos a ver a los caballos grandes… Cuando seas mayor, te regalaré uno… el más
bonito, todo blanco, y le darás azúcar. Yo te enseñaré».
A las cinco y media, Amalia volvió a tomar posesión de Julio.
—¿Se ha portado bien? —preguntó, cogiéndolo en brazos.

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No se atrevió a olfatearlo, pero por la manera de abrazarlo, se adivinaba en ella
una especie de inquietud animal, como si hubiera advertido en el niño un fluido
sospechoso.
—Se ha portado de maravilla —dijo Irène fríamente—. No he tenido que
ocuparme de él… ¿Y usted, Amalia? ¿Está muy cansada?
—Sí, un poco. Ya no tengo la fuerza de antes. Esta úlcera puede conmigo. No sé
si podré seguir en casa de la señora Bélières.
Irène fingió una amable solicitud.
—Sobre todo —dijo—, nada de imprudencias. Pero, por otro lado, estas salidas
hacen que se airee un poco. No pueden hacerle mucho daño. Vaya enseguida a
descansar.
Al día siguiente, Amalia volvió a marcharse y las puertas de la felicidad se
abrieron de nuevo ante Irène. Se llevó al niño a su habitación y cerró la puerta con
llave.
—Así nadie vendrá a buscarte. En esta casa hay mujeres malas que roban niños…
¡Oh, cómo vas peinado!
Delicadamente, con ligeros toques de cepillo, puso un poco de orden en los
rebeldes cabellos. De tanto en tanto, se interrumpía para mordisquearle primero una
oreja y luego otra. El niño tendió una mano ávida hacia los frascos, las cajas y los
tubos colocados sobre el tocador.
—No, está prohibido —dijo Irène—. Nada de perfume para Giulito, porque su
madre no estaría contenta. Su madre no para de olfatear.
Con la nariz, Irène imitó el gruñido de un cerdito y el ruido encantó al niño, que
lanzó unos cuantos gritos agudos.
—Vamos, habla —dijo Irène.
Lo puso a horcajadas sobre sus rodillas, de cara a ella, y se inclinó hacia su rostro.
—Dime alguna cosa… Di mamá… Estoy segura de que, cuando ella te arropa por
las noches en la cama, la llamas mamá… ¿Y a mí no? ¿No te merezco? Mírame…
ma… ma… ma…
El pequeño la miraba atentamente y una burbuja de saliva se hinchó entre sus
labios.
—Eres un perezoso —prosiguió Irène—. No eres bueno. Todos los niños que se
llaman Giulito dicen «mamá».
Lo aprisionó entre sus brazos durante largo rato. No podía evitar retenerlo.
Mientras tanto, el reloj situado sobre la mesilla de noche le recordaba en voz baja que
debía darse prisa en amar. Sintiéndose incapaz de sufrir durante un momento más,
cogió al niño en brazos y salió.
—Vamos a ver a los caballos. Hay uno que es casi de tu edad… ¿Y sabes cómo se
llama?: Burbuja de aire, porque salta como un cabritillo.
La cabeza del niño se apoyaba sobre la de Irène. Murmuraba una especie de
tierno monólogo, interrumpido por gritos y palmadas, y ella sonreía como una de esas

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«Vírgenes con Niño» que hay en los pórticos de las catedrales. Se encontró con
Jandreau, que vigilaba el embarque de un caballo en el furgón. Se acercó.
—No se la ve a menudo por aquí, señora —dijo—. ¿Conozco a este jovencito?
Irène no se decidía a responder que era el hijo de Amalia. Prefirió bromear.
—Tal vez sea un niño encontrado. ¿Quién sabe? Venimos a visitar al potrillo.
—¡Ah! —exclamó Jandreau—. Menudo es ése… Venga… Está en su box, porque
espero la visita de un posible comprador. Si no, lo habría dejado en el prado.
Cuando el caballo los oyó, pasó la cabeza por encima del batiente. Jandreau le dio
unos cuantos golpecitos amistosos en el testuz e Irène lo acarició con la mano libre.
—Me marcho —dijo Jandreau—. Tengo muchas cuentas que hacer.
El niño contemplaba al animal con aire aplicado.
—Toca —dijo Irène—. No tengas miedo. Aquí… Mira lo suave que es.
El potro sacudió bruscamente el hocico y pisoteó con los cascos la paja.
—Te hace reír —exclamó Irène—. Serás un auténtico jinete.
Se calló de repente. «¡Pierdo la cabeza!», pensó.
A su alrededor, el sol inundaba el gran patio donde el furgón acababa de
maniobrar. El intenso olor de las cuadras aturdía. Todo tenía una insoportable carga
de realidad e Irène se sentía como una sonámbula a la que hubieran despertado
bruscamente. ¿Qué era más cierto? ¿El cielo? ¿Los árboles? ¿Esa naturaleza absurda?
¿O bien el niño que llevaba al cuello, al que prometía un caballo que todavía no había
nacido?
—Vámonos —dijo—. Estaremos mejor en nuestra casa.
Pero era como si se hubiera roto un hechizo. Devolvió el niño a Amalia sin sentir
el menor estremecimiento en el corazón. «Para ellos, no seré nunca otra cosa que la
tita». La frase latía en su cabeza como si tuviera jaqueca. ¿Qué más podía hacer? Le
venían a la memoria fragmentos de lecturas… Podría tener por entonces ocho o diez
años… En una página, había dos hombres que se habían cortado en el antebrazo y
frotaban sus heridas una contra otra para ser hermanos… Había también un niñito
semidesnudo que decía a un oso, o tal vez a una pantera: «Tú y yo somos de la misma
sangre». ¿Y qué herida debía abrirse ella para tener derecho a asegurarle que, en
cierta manera, lo había traído al mundo…? Transcurrieron más días. Horas de amarga
tristeza a cambio de minutos de felicidad. Ahora el niño manifestaba su alegría en
cuanto la veía. Le tendía los brazos. Expresaba lo mejor que podía un impulso que la
conmovía. Huía con él a su habitación: hubiera querido encerrarse allí. Cedía ante
una lujuria de ternura que, en cuanto volvía Amalia, la dejaba aniquilada. Por la
noche, cenaba una tostada con mantequilla y una taza de té. Luego tomaba una fuerte
dosis de somnífero para forzar el sueño y obligarlo a durar hasta media mañana. Pero
luego se sucedía un largo tiempo muerto hasta la comida e Irène vagaba como un
alma en pena del jardín, adonde iba a coger algunas flores, al salón adonde iba a
cuidar a los peces. A veces oía gritar al niño a lo lejos, dentro de la casa, y sentía en

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pleno vientre una punzada tan aguda que se quedaba inmóvil, incapaz de dar un paseo
más.
—La señora no tiene buen aspecto —observó Françoise.
—Es cierto —admitió Irène—. El calor me cansa, pero ahora todo irá mejor.
Y llegó el último día. Simone Bélières ya no necesitaba a Amalia. La criada iba a
apoderarse de nuevo de Julio. En el cenador, Irène no sería más que una especie de
visitante… o mejor, la tita cuya presencia se tolera. Por última vez, Irène se llevó al
niño a su habitación, pero no tuvo valor para sacar la ropita de fiesta y la cadena. Se
sentó en la moqueta y dejó al niño gatear a su alrededor. Intentaba ponerse en pie, se
agarraba a ella, le fallaban las piernas y volvía a caer. Ella le acariciaba la cabeza,
pensando que daría sus primeros pasos hacia otros brazos. Lo retuvo para evitar una
caída más fuerte.
—Tranquilo, Giulito. Ven aquí. Ves, estoy triste.
Y, de repente, buscó en su espalda el cierre del sostén, se liberó, se quitó la blusa
y desnudó sus senos. No sabía muy bien cómo coger al niño e hizo varias pruebas
para colocarlo contra su pecho. Cuando sintió que la boca del pequeño se cerraba
sobre el pezón, echó la cabeza hacia atrás y no pudo retener una especie de sollozo
salvaje.
—¡Yo también! —exclamó—. ¡Yo también!
Pero no se oyó. Estaba totalmente inmersa en un trance que la contraía de espanto
y de voluptuosidad.
—Mi Giulito —balbuceó—. Mi niño.
Volvió en sí porque la boca ávida exploraba su carne, intentando mamar en vano.
El niño gruñía, golpeaba con su puño minúsculo el pecho estéril. Rojo de rabia, la
mordió, e Irène gimió de dolor.
—Suéltame, por favor. Me haces daño.
Se separó de él con dificultad e intentó recobrar la calma.
—Horrible hombrecito —exclamó—. Llora un poco, eso te enseñará.
Se dirigió hacia el cuarto de baño y se examinó el pecho; el pezón, tumefacto, iba
adquiriendo el aspecto de una frambuesa. Le dolía pero, al mismo tiempo, se sentía
transportada por una exaltación desconocida. Se lavó y el ardor se atenuó un poco.
Levantando la cabeza, se miró y se sorprendió por lo mucho que habían cambiado sus
rasgos. Estaba delgada y triunfante, un poco extraviada, febril y como iluminada en
su interior por una pasión inextinguible. Se arregló y se palpó el seno magullado.
Deseó sufrir largo tiempo; hubiera deseado conservar en su carne la marca de las
encías de Giulito, duras como el hueso.
—¡Mi pequeño Giulito!
Regresó a su lado. Echado sobre la espalda, el niño se contaba pensativamente los
dedos. Lo acostó sobre la cama y lo besó con una contención llena de gravedad.
—Eres un niño bueno —murmuró—. Tienes buen carácter. Prométeme que no te
enfadarás nunca conmigo… porque… voy a decirte una cosa… es una sorpresa… se

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me acaba de ocurrir…
Reía, con una risa nerviosa y entusiasmada.
—Pero no —añadió—. Yo nunca podría esperar.
Recogió al niño por el vientre como si fuera un cachorro y, sin que dejara de
patalear, se lo llevó al despacho y lo colocó sobre sus rodillas. Luego descolgó el
teléfono.
—¿Suzanne…? Soy Irène… Sí, estoy bien… ¿Podría hablar con su marido?
—Espere, pasó la llamada al despacho.
El pequeño se interesaba enormemente por esa cosa grande, negra y brillante,
provista de una rueda, y se estiraba para ponerle la mano encima.
—No tocar —cuchicheó Irène—. ¡Eh!, es malo.
El notario se puso al teléfono.
—¿Albert…? ¿Está muy ocupado?
—Sí, bastante. ¿Qué pasa?
—Quisiera hacerle una pregunta.
—¿No puede esperar?
—Bueno… Se trata de una idea que me da vueltas en la cabeza y no puedo
sacudírmela. ¿Puedo adoptar un niño?
—¿Va en serio? ¿O sólo se trata de simple curiosidad?
—Va muy en serio.
Marouzeau reflexionó. Irène echó hacia atrás al niño que trepaba hacia el hilo del
aparato.
—Sé bueno —cuchicheó—. Escucha a este señor. A ti también te interesa.
—Oiga, Irène —dijo el notario—. Me pilla un poco por sorpresa. Y, de todos
modos, no es una cuestión que se pueda tratar así, por teléfono.
—Claro —admitió Irène—. Pero, en principio, ¿tengo derecho?
—Creo que sí. Es usted viuda, por lo tanto, es la única dueña de sus actos. Tiene
más de treinta años, medios de vida más que suficientes, buena salud, ¿no es
cierto…? Es una cuestión que tiene mucha importancia. A primera vista, reúne todas
las condiciones.
—Pero usted no parece mostrarse muy de acuerdo.
—Es que… Confieso que estoy muy sorprendido.
—No me ve como madre adoptiva.
—No se trata de eso. Pero… si le digo lo que pienso… no me parecía que le
importaran tanto los niños… Escuche, querida Irène, estoy un poco ajetreado en este
momento. ¿Le parece bien que quedemos en vernos…? ¿La semana que viene…?
—Me gustaría que fuera antes.
—¡Diablo! ¿Tanta prisa tiene…? Entonces, debo advertirle que el proceso de
adopción es extremadamente largo… Es cosa de años.
—No importa. Me gustaría verle lo antes posible… ¿Podría ser esta noche, por
ejemplo?

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—¡Esta noche! ¡Ah, es usted igual que Suzanne! Cuando se le mete algo en la
cabeza… Bueno. De acuerdo. Pasaré por su casa después de cenar.
—Gracias, Albert… Es usted un verdadero amigo.
—Claro que sí. Pero cuidado, querida Irène. No se entusiasme. Me asusta un
poco.
Colgó e Irène dejó el teléfono en su sitio.
—Ves, Giulito. No ha entendido nada. Cree que quiero adoptar a un niño
cualquiera. Pero yo te quiero a ti. Sólo a ti.
Paseó al niño hasta el regreso de Amalia y se mostró especialmente amable con
ella.
—Su pequeño Julio no ha llorado en absoluto. Es un encanto. ¡Tiene usted mucha
suerte…! Gracias una vez más. Nos ha hecho un gran favor. Ahora, descanse bien.
Las palabras no le costaban nada. No sentía ninguna tristeza. Se frotó ligeramente
el pecho mientras miraba como Amalia se alejaba con Giulito.
«Es cosa de años», había dicho el notario. ¿Por qué no? La vivacidad que sentía,
la olvidada necesidad de caminar, de detenerse para oler una flor, de retener en el
fondo de su garganta una canción que pugnaba por escapar, de alzar los ojos al cielo
de la noche… Todo eso era esperanza. Finalmente, aceptó cenar como Françoise
deseaba, sopa, pescado, flan y un vaso de ese muscadet que el pobre señor tanto
apreciaba.
El notario llegó a las nueve y Léon llevó al salón una botella de Grand-Marnier y
dos copas. Excepcionalmente, esa noche la señora tomaría un dedito de licor.
—Veamos —empezó Marouzeau—. Me ha hablado de un proyecto de
adopción… y he charlado largo rato con Suzanne.
—¿Y ella qué opina? —preguntó Irène vivamente.
—Le parece bien. Usted no puede tener más hijos y, si piensa en adoptar uno, es
porque, evidentemente, no tiene intención de volverse a casar. Por otra parte, usted es
joven y es muy natural que tenga deseos de fundar algo así como un nuevo hogar.
—De eso se trata exactamente.
—Así pues, suponiendo que hiciera una petición de adopción, en teoría tendría
muchas posibilidades de tener éxito. Insisto en que eso es en teoría, porque en la
práctica las cosas no son tan sencillas. Se lleva a cabo una encuesta minuciosa y
bastante desagradable que investiga los motivos de la petición.
—Pero —interrumpió Irène—, tengo intención de…
—Sí, ya lo sé. Pero en tanto que hombre de leyes, debo indicarle todos los
aspectos del problema. La administración le enviará una asistente social que la
interrogará como si fuera un policía. Querrá saber si, llevada por el egoísmo, no
intenta sustituir al niño que perdió con otro niño.
—¡Albert! ¡Usted me conoce!
—Yo, sí. Pero la Beneficencia Pública no. Rechazan sin piedad, y se comprende,
a las mujeres que no obedecen a motivos puramente altruistas… Y yo, como amigo,

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se lo pregunto: ¿sus intenciones son totalmente puras? ¿No han sustituido, tal vez
inconscientemente, a un cierto remordimiento porque Patrice no era exactamente el
niño que usted deseaba? Yo estoy seguro de que se ha liberado de este sentimiento de
culpabilidad, pero le advierto que investigarán, querrán saber a qué atenerse.
Pensarán que una mujer que ha sufrido un secuestro con asesinato, forzosamente
queda traumatizada.
Irène se encogió de hombros.
—Bueno —dijo—. Ya discutiremos sobre eso. No me importa. Pero quisiera que
me explicara cuál es exactamente el procedimiento.
—Hay unos folletos sobre el tema; le enviaré un ejemplar. Pero en líneas
generales, más o menos es así… —Aspiró el licor y se humedeció los labios—.
Disculpe por el tono profesoral. Hay dos tipos de adopción, la adopción simple y la
adopción plena. Si uno se limita a la adopción simple, el niño guarda ciertos lazos
con su familia de origen.
—Pero… supongo que su relación conmigo sería la más importante.
—Evidentemente. Pero sólo con usted, no con sus parientes.
—Bueno, eso me va bien.
—Espere. La adopción simple sólo se permite cuando el niño es mayor o tiene
demasiada edad para beneficiarse de una adopción plena… Supongo que no es eso lo
que usted desea. Usted desea tener un niño que sea totalmente suyo.
—Exactamente.
—Entonces, hablemos de la adopción plena, que sólo es posible para los menores
de quince años… Como ve, el margen es amplio… Puede adoptar, sin problemas, un
bebé o un niño pequeño. Y entonces pasa a ser su madre por completo. El niño
adoptado es su hijo legítimo, lo que significa que todos los lazos que lo unían a su
familia de origen se han roto definitivamente. Nadie puede quitárselo. Una vez
efectuada la adopción plena, se acabó: no hay modo de volverse atrás.
Irène reflexionó, intentando ver con claridad adonde quería ir a parar, pues el
proyecto que había elaborado en un momento de entusiasmo era todavía muy vago.
—Veamos —dijo—, hay algo que no entiendo. ¿De dónde sacan los niños para
adoptar? ¿De la Beneficencia Pública?
—Por lo general, se trata de niños procedentes de hospicios. Dependen del
servicio de Ayuda social a la infancia. Hay también niños declarados «abandonados»
por un tribunal.
—Pero… ¿no es posible ponerse de acuerdo con una familia?
—La ley ha previsto el caso. Si los familiares consanguíneos del niño o, en su
defecto, un consejo de familia, consienten en la adopción, no hay ninguna dificultad.
Pero me parece que eso no debe de suceder con frecuencia. La adopción es objeto de
una escritura notarial, claro está. Sea ante el juez del tribunal de instancia, sea…
Irène se tapó los oídos.
—¡Pare! —exclamó—. No lo complique más; ya es bastante difícil así.

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—Pues eso no es más que el principio. En primer lugar, deberá acudir al servicio
de Ayuda social a la infancia y formular su petición de adopción por escrito. Pero no
tema, yo estaré allí para ayudarla. Y después tendrá lugar la encuesta de la que le he
hablado, la visita médica obligatoria, la entrevista con el psiquiatra, los diversos
cuestionarios, el informe… Un verdadero via crucis; el acoso no termina nunca.
—Pero ¿por qué?
—Porque si bien los niños son numerosos, las peticiones de adopción lo son
todavía mucho más. La Administración no quiere equivocarse.
—Me parece que yo ofrezco toda garantía.
El notario sonrió y le dio una palmada en la mano.
—Nadie lo duda. Y si persevera, intentaré mediar con los servicios competentes;
afortunadamente, conozco a mucha gente. Me temo que está decepcionada.
—No, no —se apresuró a contestar Irène—. Lo que me inquieta es que, si he
comprendido bien, será la Beneficencia Pública quien escoja el niño que me
corresponda.
El notario vació la copa y la hizo girar lentamente, como si interrogara una bola
de cristal.
—Usted sabe que no existe un mercado de niños —dijo por último—. Si los
adoptantes tuvieran derecho a informarse, a escoger a uno en lugar de otro, pronto la
situación se haría muy desagradable. A pesar de todo, en el momento de la encuesta
nada le impide marcar su preferencia por un niño o una niña, a condición de que
explique con claridad sus motivos.
—Pero —insistió Irène—, tome el caso de una persona que conociera ya al
niño… No hablo de mí, sólo intento estudiar todas las posibilidades.
—No entiendo adónde quiere ir a parar —dijo el notario—. O tal vez sí… Más o
menos… Claro está, hay casos excepcionales. Imaginemos…, pongamos por caso
que su criada Amalia falleciera. Usted conoce bien a su hijo, puesto que ha sido
criado con el suyo. Sin duda, podría adoptarlo. Pero reconozca que se trata de un caso
excepcional. Y, por otra parte, tal vez las cosas no fueran tan fáciles como parece. Si
quiere que le dé mi opinión, la adopción es una lotería. Así pues, piense
cuidadosamente en los pros y los contras. Yo estoy aquí para allanarle las dificultades
en la medida de lo posible.
—Gracias, Albert… Se lo agradezco de veras. Voy a reflexionar. Todavía tengo
otra pregunta. Si empiezo las gestiones, ¿eso no me compromete a nada?
—¿Qué quiere decir?
—Quisiera saber si puedo renunciar en cualquier momento. Ya que el trámite es
tan largo, aunque presente una petición de adopción, pongamos la semana próxima,
tengo semanas y semanas para pensarlo y llegar a alguna conclusión.
—Claro que sí. Le enviaré mañana un folleto. Así tendrá tiempo para meditar. Y
ahora, si me lo permite, me marcho. He tenido un día muy cansado y, además, me

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gustaría volver a ver en la televisión Sólo ante el peligro. Ya sabe que me encantan
los westerns. Todos tenemos nuestras debilidades.
Irène, tras su partida, dio una vuelta por el jardín, cogió algunas flores y regresó
con pasos lentos, oliendo una rosa. Marouzeau había expuesto las cosas con claridad.
O bien Amalia consentía en separarse de Julio, a lo que, sin duda, se negaría, o bien
debía desaparecer. De todo lo demás, de todo ese fárrago jurídico, ya se encargaría
Albert.
«A saber —pensaba Irène—, si soy capaz de… En primer lugar, se trata de la
felicidad de Giulito. Si lo dejo en manos de su madre, ¿en qué se convertirá? ¿En un
palafrenero? Él, que es tan inteligente. Yo puedo darle una posición brillante. No la
necesita a ella, sino a mí».
Se fue a acostar, pero aunque se drogó, no consiguió conciliar el sueño. No dejaba
de dar vueltas a la decisión que ya había tomado. De tanto en tanto, se levantaba para
caminar hasta la puerta del cuarto del niño y lo escuchaba dormir. Más lejos, oía
respirar a Amalia. Volvía y se dejaba caer en el sillón. ¿Cómo hacer para no dejar
ninguna huella, para que todo sucediera de modo decoroso? Daba rienda suelta a su
imaginación, soñaba despierta, divagaba, se serenaba bruscamente. «Nunca le
pondría la mano encima. No es propio de mí». Sin embargo, al momento siguiente se
decía que tal vez no fuera tan difícil. Había leído hacía tiempo…
Descalza, bajó al salón y hojeó los libros de la biblioteca.
Cogió Thérèse Desqueyroux, se tendió en el sofá y empezó a leerlo. Las horas
pasaban. Tenía un poco de frío, pero apenas se daba cuenta. Cuando cerró la novela,
tenía lágrimas en los ojos. Las dejó correr. No lloraba por Thérèse Desqueyroux, sino
por sí misma.

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TENÍA ARSÉNICO al alcance de la mano. Siempre había una pequeña cantidad en la
guarnicionería. Como el forraje atraía a los ratones y las ratas, Jandreau, de tanto en
tanto, esparcía unos polvos blanquecinos sobre las huellas de los roedores. Cuando
los animalitos se sentaban para limpiarse las patas, inevitablemente lamían el veneno
y morían. ¿Aquello era arsénico? Irène no recordaba lo que le había explicado
Jandreau, pero le había dicho que la droga no tenía ningún gusto.
Jandreau no trabajaba los sábados por la tarde. Irène paseó en dirección a las
cuadras, al pasar ante los boxes acarició algunos hocicos amigos que se volvían hacia
ella y entró en el lugar donde guardaban las guarniciones. Efectivamente, el arsénico
estaba allí. Había dos cajas rojas en un estante. Una de ellas estaba empezada. Irène
había traído una cuchara de café y un frasco que había contenido cápsulas. Lo llenó
de polvos. Jandreau no se daría cuenta de que faltaba un poco. Por lo general, tenía
demasiada prisa.
Volvió, temblando de nerviosismo, muerta de miedo y, sin embargo, orgullosa por
haber descubierto que era tan decidida, tan dueña de sí misma. Escondió el frasco tras
la ropa interior, cerró el armario con llave y bebió un gran vaso de agua. Ahora haría
lo que quisiera. Podía tomarse todo el tiempo del mundo. Durante el día, recibió el
folleto prometido por el notario y renunció a reunirse con Amalia en el cenador. Ya
que ahora Giulito era suyo —o casi suyo—, podía conceder un pequeño descanso a
sus sentimientos. Lo importante era conocer a fondo todos los detalles de las
gestiones que debía realizar. Para empezar, debía escoger entre visitar el Servicio de
ayuda social a la infancia o enviar una petición por escrito. La entrevista personal le
inspiraba desconfianza, pues todavía no estaba lo bastante segura de sus palabras, de
su rostro y de sus modales, en tanto que una carta es siempre un diálogo que uno
dirige a su antojo.
Tras la cena, se instaló en el despacho con el librito abierto ante ella. Apellido,
nombre, edad, profesión, nacionalidad, dirección… Todo eso era evidente. Su letra
grande y un poco inclinada corría sobre un papel vitela con una corona en el extremo
de la izquierda. Situación familiar: era fácil, no tenía más que evocar el drama doble
sin frases vanas. El folleto recomendaba que se fuera lo más claro posible. Quedaba

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el último punto. Exponer las razones profundas del proyecto de adopción. ¿Las
razones profundas? ¿Cómo delimitarlas? No podía confesar que únicamente Giulito
conseguía emocionarla; los otros niños la dejaban indiferente. Pero ¿por qué Giulito?
La persona encargada de leer su carta no esperaría encontrar otra cosa que razones
banales… el deseo de hacer feliz a un niño y también de unir dos soledades. Ése era
el tema que debía desarrollar, evitando todo acento pasional. Debía contentarse con
expresar una especie de altruismo de buena ley, una especie de generosidad pudorosa,
de abnegación ardiente pero retenida. No era ningún problema. Tenía suficiente
dominio de la pluma como para encontrar el tono justo y mentir no le costaba nada.
Escribió, tachó, volvió a empezar y, durante una hora, se entretuvo siendo una
mujer que solicitaba un niño, mientras sobre su cabeza dormía el pequeño que ya le
pertenecía. Escribió cuidadosamente la dirección: Dirección general de acción
sanitaria y social. Subdirección de ayuda social a la infancia, etc.
Todo eso era demasiado rimbombante y solemne. Conocía bien a quienes se
encontraban tras el escudo de la Administración prefectoral, a quienes decidían y
resolvían… Los había visto en cócteles, comidas, bailes, cacerías… No tenía gran
cosa que temer por su parte. Simularían tratar su petición con una imparcialidad total,
pero entre bastidores sus amigos se desvivirían. Albert ya se estaba moviendo. Por
fuerza se saldría con la suya y, además, más rápidamente que otro. En cuanto a
Amalia…
Irène empezó a construir planes. Por las tardes, se reunía con Amalia en el jardín.
Giulito se dirigía hacia ella gateando por la hierba. Lo tomaba entre sus rodillas y, en
cuanto sentía el cuerpecito contra el suyo, su decisión se hacía más firme. Miraba
coser a Amalia y se preguntaba cómo debía hacerlo. Era imposible mezclar el veneno
con su comida. Comía en el office, con los Maufranc.
—¿Qué le está dando el doctor Teissère en este momento, Amalia?
—Oh, lo mismo de siempre. Una especie de yeso y, además, unos comprimidos
que debo tomar con las comidas.
—¿Y eso le calma el dolor?
—No, nada.
—¿Pero sigue sus consejos?
—Depende. En mi familia nunca nos cuidábamos demasiado, pero estábamos
bien.
—Me parece que eso no es muy sensato. Una úlcera es algo serio.
—No me gusta estar todo el rato pendiente de mí misma.
—Pero ¿y si tienen que operarla?
Amalia dobló su labor y movió la cabeza.
—¿La señora quiere decir que tendrían que abrime? No, diría que no. Ya acabará
curándose sola.
—¿Y si yo la ayudara? ¿Y si le trajera yo misma las medicinas? Porque ése es el
problema. Yo soy como usted, me da pereza cuidarme. Afortunadamente, el pobre

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señor me forzaba a hacerlo. Yo podría decirle: «Amalia, es la hora». Veamos…
volvamos atrás… ¿Cuándo debe tomar ese yeso?
—Por la mañana, al levantarme… Después, al mediodía, y una vez más al
acostarme.
—Tampoco es muy difícil.
—Pero hay que agitarlo mucho rato y me fastidia.
—¡Vaya! Pues ya lo agitaré yo. No puede seguir así. Ha adelgazado y tiene la cara
cansada.
—La verdad es que no me encuentro muy bien.
—Cuando esté cansada, Amalia, dígaselo a Françoise y descanse.
Irène no deseaba que sufriera, sino simplemente que se desvaneciera sin hacer
ruido. Por ello vaciló varios días antes de dar un paso. Tal vez no tendría fuerzas para
continuar si Amalia iba a sufrir mucho. Probó un poco el veneno con la punta de la
lengua, por curiosidad. Provocaba una ligera picazón, un poco como si fuera zumo de
limón muy diluido. No era desagradable. Quedaba por decidir la dosis adecuada. Si
fuera demasiado fuerte, provocaría reacciones violentas; si fuera demasiado débil, a
la larga produciría una especie de inmunización. Y, por otra parte, ¿tendría efecto
sobre un ser humano un producto destinado a los ratones?
Irène se decidió. Depositó media cucharita de polvos en una cajita de píldoras
adornada con un corazón y, a las siete de la mañana, despertó a Amalia. En la mesilla
de noche había una botella de Evian, un vaso y unos sobrecitos. Mientras Amalia
despertaba, Irène mezclaba los polvos y agitaba la mezcla.
—Vamos… Beba… De golpe… Esto no se paladea, se traga. ¡Glup!
Le temblaban las piernas, pero su voz era firme.
—Y ahora, quédese tendida un buen rato para dejar que actúe.
A mediodía, acudió al office y obligó a Amalia a beber el brebaje en su presencia.
Por la noche, a las nueve y media, fue a comprobar que estuviera acostada y la
contempló vaciar su vaso sin rechistar. Media cucharada de veneno en veinticuatro
horas era muy poco. Si no pasaba nada, tendría que probar con una cucharada,
preferiblemente administrada al acostarse, pues le parecía que, durante la noche, la
misteriosa química de los órganos era más activa. Mientras atravesaba el cuarto del
niño, deslizó bajo las sábanas los brazos frescos de Giulito. «Es por ti, mi vida»,
murmuró.
Antes de dormirse, releyó determinados párrafos del folleto: Cuando los padres
han fallecido… (Este era el caso. Por ese lado, todo estaba claro.) … el consejo de
familia debe consultar la opinión de la persona que se ocupa de hecho del niño en el
momento del trámite de adopción. Esa persona, no cabe duda, soy yo. Pero no puede
haber consejo de familia puesto que Amalia ignora si sus hermanos siguen vivos.
¿Qué pasa entonces? Debe ser posible prescindir del consejo de familia puesto que la
ley añade: No es necesario que el consejo de familia designe expresamente un
adoptante. La elección puede ser dejada a una fundación de adopción autorizada.

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Irène se hacía preguntas en vano. ¿Vendrían a meter la nariz en sus asuntos?
¿Tendría que luchar contra una administración sin rostro? Naturalmente, confiaba por
completo en su notario. Pero lo que deseaba, algo muy sencillo y natural, era tener
enseguida a Giulito, sin papeleo y sin dificultades. Ella no era «un adoptante», ¡claro
que no! Era, por el contrario, la madre ideal: rica, independiente, joven, culta y estaba
loca por ese pequeño ser que le daba todo lo que no había tenido y había deseado
ignorar. Por desgracia, era imposible decirle a Albert: «Arrégleselas para que me den
a Julio». ¡Y si le designaran a otro niño…! Acababa por caer dormida y lloraba
durante el sueño.
La media cucharada de café pronto demostró ser insuficiente. Amalia no parecía
molesta. Le dolía la úlcera, pero dentro de lo normal. Irène aumentó la dosis.
Empezaba a perder la paciencia. El tiempo se había estropeado y las primeras lluvias
de otoño azotaban el parque como un látigo e impedían salir, de modo que casi no
veía al pequeño, que permanecía junto a su madre, en su habitación. La petición de
adopción había partido hacía tiempo. Los días se parecían entre sí. Un mundo gris la
amortajaba lentamente. Por mucho que la telefonearan sus amigas, rechazaba todas
las invitaciones. Las dos madres, como dos lobas, se olfateaban alrededor de la cuna.
—La señora es demasiado buena —decía Amalia, mientras bebía.
E Irène pensaba: «¡Que acuse el golpe! ¡Que haga una mueca! ¡Quiero saber a
qué atenerme!». Examinaba a la criada todas las mañanas con la atención de un
médico. Unas ojeras de color malva rodeaban los ojos de Amalia. Asimismo, una
sombra surcaba sus mejillas. Tal vez fuera un buen método el de desgaste lento, el ir
minándola. ¿Cuánto tiempo podía permitirse? Tal vez el mal necesitaría meses para
triunfar. ¿Y si la petición de adopción era aceptada? Irène se llevó las manos al
pecho. ¿Y si, un buen día, le concedían un niño? Repentinamente, sudores de
angustia le humedecían las sienes. Se sentaba en el asiento más cercano, abrumada.
Tan pronto deseaba detener el tiempo como quería acelerarlo. Era imposible decirle a
Albert: «No se esfuerce por mí. En el fondo, no hay prisa». Pero también era
imposible provocar una crisis mortal doblando o triplicando de golpe la dosis.
Aunque Charles Teissère no fuera muy listo, sospecharía cualquier cosa y negaría el
permiso de inhumación. «Al final, seré yo quien caiga enferma», pensaba Irène. La
ansiedad no la abandonaba, vivía en ella como si fuera un virus. Cogió una cuchara
un poco más grande y volvió al acecho. Finalmente, se produjo lo que estaba
esperando.
Una mañana, Amalia sufrió vómitos y Françoise corrió a telefonear al médico.
Éste contestó que estaría allí dentro de media hora. Amalia estaba lívida. Gemía
suavemente, se quejaba de que le dolía el estómago, decía que tenía frío e Irène la
contemplaba con una mezcla de piedad y horror. Era incapaz de ayudarla y fue
Françoise quien decidió prepararle una bolsa de agua caliente y servirle una
manzanilla «para lavarla por dentro». Pero el primer sorbo de tisana produjo nuevos
vómitos. Agotada y sin aliento, Amalia Susurró:

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—Llévense a Julio, que no me oiga.
Con la ayuda de Françoise, Irène transportó la cuna a su habitación. Por el
camino, Françoise iba excusándose:
—¿Qué cenamos ayer noche? Una sopa de verduras, una tortilla de finas hierbas,
queso… No es posible que eso sea lo que le ha hecho daño. No quisiera que la señora
creyera…
—Vaya a abrir —la interrumpió Irène—. Oigo el coche.
Fue al encuentro del médico en el descansillo.
—Hacía tiempo que no tenía ninguna crisis —observó Charles—. Pero tampoco
me sorprende una pequeña recaída.
Se sentó en el borde de la cama y palpó la mano de Amalia.
—¿Ha vomitado sangre? —preguntó.
—No.
—Veamos la tensión.
Mientras colocaba el aparato en el brazo de la enferma, preguntó:
—¿Fiebre?
—No se nos ha ocurrido mirarlo —dijo Irène—. Me parece que nos hemos puesto
muy nerviosas.
Guardaron silencio mientras el torniquete se aflojaba con un silbido.
—Diez… seis —constató el médico—. No es gran cosa, desde luego… Denle el
termómetro.
Se retiraron hacia la ventana.
—¿Se cuida como es debido? —prosiguió el médico.
—Soy yo quien le da esa especie de yeso —dijo Irène—. Así, estoy segura de que
lo toma. De las otras medicinas se encarga Françoise.
—Sí —dijo Françoise—, le obligo a tragárselas. Si no nos ocupáramos, se le
olvidaría.
El médico volvió a la cama, tomó el termómetro y lo orientó hacia la luz.
—36,3°… Esto no me gusta mucho.
Retiró las sábanas hasta el pie de la cama y empezó a palpar el vientre de la
paciente.
—Dígame cuándo le hago daño… ¿Aquí…? ¿Y aquí…?
Amalia lanzó un pequeño grito.
—Justo aquí, eso es… ¿O quizás un poco más arriba?
—Pare —gimió Amalia.
El doctor se incorporó.
—No hay motivo para alarmarse. Es la úlcera que sigue haciendo de las suyas.
Vamos, Amalia. No se alarme. Arreglaremos esto. Hasta mañana, hará dieta. Y
después, poco a poco, un régimen ligero pero alimenticio.
Le dio unas palmaditas amistosas en el hombro e Irène lo acompañó hasta el
despacho. Empezó a escribir la receta.

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—Estos casos de úlceras no se acaban nunca —murmuró mientras escribía—. Y,
además, hay que reconocer que nos enfrentamos a una enferma difícil. Es de las que
se dejan llevar, es fatalista. Estas muchachas fuertes con frecuencia caen como un
suspiro. ¡Qué diablos, basta con tener un poco de energía para superar una úlcera
como la suya!
Tendió la hoja a Irène.
—Y usted, querida amiga, ¿cómo está…? Usted, por lo menos, tiene agallas.
¡Después de todo lo que ha soportado, tener que hacer ahora de enfermera! Cuidado,
no se exceda. En caso contrario, un buen día se vendrá usted abajo. Volveré dentro de
dos o tres días. No me inquieta exactamente, pero hay algo en su caso que me intriga.
La precedió en dirección al vestíbulo.
—Venga a vernos de tanto en tanto —dijo—. Como puede imaginar, su petición
de adopción interesa a las señoras. Todos le deseamos un niño bien guapo: se lo
merece.
Irène se quedó largo rato en la escalinata. Una ligera niebla permanecía
suspendida sobre el césped. El otoño, del color de la tristeza, había llegado ya.
¿Cuántos días faltaban para la catástrofe? A la larga, Charles acabaría por intuir la
verdad. Tal vez ya le rondaba la idea.
Irène entró en la casa. Era demasiado tarde para echarse atrás. Y además, aunque
Charles llegara a decirse: «todo esto se parece extrañamente a un envenenamiento»,
rechazaría la idea, pues en el castillo nadie tenía interés en suprimir a Amalia. La idea
parecía descabellada. Los Maufranc estaban por encima de toda sospecha. Ella
misma, la amiga de toda la vida… una desgraciada que había sido golpeada en sus
seres más queridos… No… era inatacable. Charles se resignaría a no entenderlo. Ni
siquiera debía temer que solicitara la opinión de un colega. En primer lugar, porque
temería parecer chapado a la antigua y listo para la jubilación y, además, porque
pensaría: «No soy yo quien debe sugerir una consulta, sino Irène». Cuando Irène
subió a su lado, Amalia se había dormido.
—La receta está en el despacho —dijo a Françoise—. Envíe a Jusseaume a
Château-Gontier.
Sin hacer ruido, pasó a la habitación contigua y bañó al niño. La recompensa, el
instante de felicidad. El momento del tierno conciliábulo interrumpido por besos
ahogados.
—¡Sst! Giulito, no la despiertes.
Se sostenía derecho entre sus rodillas, golpeaba el suelo con los pies, intentaba
dar un paso solo y se caía de espaldas.
—¡Torpón! A tu edad yo corría por todas partes. No me conociste cuando era
pequeña. Era bonita, ¿sabes? No era un gordinflón como tú. Y no empieces a gruñir;
ya comerás tu papilla.
Ya no pensaba en Amalia. Bajó al office con el niño al cuello.
—Deje, Françoise. Me ocuparé yo de él.

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Todo era alegría y, secretamente, todo era dolor; el babero atado a la nuca, la
papilla que había de probar… «¡Sí, tragón, es para ti! —La boca que se abría por
completo, como el pico de un pajarillo, las manos que intentaban coger el tazón—. Si
sigues, tu tita se va a enfadar». Delante de Françoise no se atrevía a decir «mamá» y
mascullaba la palabra.
Y Françoise, cuando estaba sola con su marido, decía: «Pobre señora. Me da pena
oírla».
Al llegar la noche, Irène dosificó cuidadosamente el veneno. Media cucharada y
una pizca más. Según parecía, lo justo para evitar los vómitos, pero lo bastante para
que prosiguiera la labor del ácido. Se imaginaba la mucosa como una sustancia de
goma que estuviera siendo corroída lentamente. Hasta que un día, fatalmente, se
produciría un agujero y eso significaría la muerte.
… Llegó el invierno. Amalia declinaba, pero de un modo tan insensible que sólo
Irène podía cuantificar los progresos del mal. Las manos habían adelgazado, el cuello
había perdido su redondez y dejaba ver bajo la piel los músculos y los tendones
tensos. Sobre todo, los ojos ya no eran los mismos. Habían perdido el brillo de seda;
la mirada se había hundido. Por más que el médico enumerara los síntomas —ligera
diarrea intermitente, dolores de cabeza, calambres, náuseas—, siempre titubeaba,
porque esos signos no eran lo bastante claros y, más que una auténtica enfermedad,
parecían indicar una alteración psicosomática.
—Si la palabra estuviera todavía de moda —mascullaba—, diría que se trata de
histeria. Evidentemente, la úlcera está ahí. Es fácil situarla. Pero hay también otra
cosa. Me gustaría ponerla en observación para hacerle un examen completo.
Amalia se negó tajantemente a ir a una clínica. Lloró, juró que se encontraba
mejor. No quería separarse de su pequeño Julio.
—En estos momentos soy tan poco madre… —dijo.
Irène creyó discernir el reproche en la voz de la criada y estuvo a punto de
exclamar: «Hago por su hijo lo que puedo». Poco más tarde, se lamentó ante Charles:
—Ya ve cómo es —dijo con rencor—: Parece echarnos en cara todo lo que
hacemos por Julio.
Al llegar la noche, se dio cuenta de que el frasco estaba casi vacío. Se le había
olvidado ir a la guarnicionería para buscar provisiones. Así pues, al día siguiente se
dirigió a la cuadra, pero Jandreau la vio llegar.
—Ah, señora. Precisamente, iba a llamarla…
Debía resolver un problema relacionado con el forraje.
A Irène le traía sin cuidado, pero tuvo que escuchar a Jandreau hasta el final y
regresó sin haber podido acercarse a la guarnicionería.
Amalia durmió apaciblemente y, por primera vez en mucho tiempo, ofreció a
Irène un rostro reposado. En cuanto a la presión del veneno se hacía menor, la
enferma recuperaba parte de sus fuerzas. Era absolutamente necesario reanudar el
tratamiento. Palabras como éstas cruzaban la mente de Irène sin que fuera consciente

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de su crueldad. Aprovechó la hora de comer para volver a la cuadra. Jandreau no
estaba y los empleados no le prestaron ninguna atención. Llenó el frasco de polvos.
Tenía para tres meses. Pero Amalia no duraría tanto. A menos que…
Irène reflexionó. Pasados tres meses estarían en mayo y, con el buen tiempo,
Amalia era capaz de mejorar. Debería aumentar la dosis de tanto en tanto, a intervalos
irregulares, para provocar algunas crisis, cuya irregularidad desconcertaría al médico.
Esa misma noche, hizo una mezcla que le pareció calculada con exactitud.
Durante la noche, sobrevino la crisis. Dos o tres pequeños vómitos seguidos de un
estado de extrema debilidad. Teissère, a quien llamaron de madrugada, hizo
rápidamente lo necesario para subir la tensión y auscultó a Amalia durante varios
minutos. Se llevó a Irène aparte.
—No había sospechado del corazón —murmuró—. Pero es el corazón lo que nos
despista. Debemos actuar sobre él. No pierdo de vista la úlcera, claro está, pero cada
cosa a su tiempo. En primer lugar, ocupémonos del corazón. Enviaré por la tarde una
ambulancia y le haremos un electrocardiograma en Laval.
—¿Tan urgente es? —preguntó Irène.
—Nunca se sabe. Todo lo que puedo decir es que empieza a inquietarme
seriamente.
«Si pudiera ser cierto —pensó Irène—. Si esta desgraciada pudiera marcharse de
golpe, con un síncope. Qué alivio. ¡Estoy tan harta de verla sufrir!».
Esperó con impaciencia los resultados del examen. El médico se los comunicó
por teléfono. Sí, Amalia tenía algo en el corazón y, sin duda, desde hacía tiempo.
Aunque no lo sospechara, corría riesgo de infarto. Iban a arreglar todo eso.
Para empezar, la enferma debía guardar completo reposo. Tenderse en la cama.
No hacer ningún esfuerzo.
«Mañana se lo explicaré», concluyó Teissère.
Irène tuvo el niño para ella. La vieja Françoise le enseñó a hacer punto y, para
empezar, se dedicó a tejer peúcos. Era un juego apasionante, un verdadero juego de
mamá y, mientras tanto, el niño vivía su ruidosa vida sobre la moqueta, alrededor de
la silla. «Enséñame los piececitos. Me he vuelto a equivocar». Amalia dormitaba no
lejos de allí. Desde hacía poco tiempo, se diría que estaba alejada de todo. Estaba tan
pálida que, en ciertos momentos, parecía tener la piel azulada. Irène ya no se atrevía a
hablar con ella. Apenas cruzaban algunas palabras. «¿Necesita algo?», o bien: «Es la
hora de sus gotas». Se callaba cuando, por la noche, le tendía el vaso lleno del líquido
envenenado.
Los días se hicieron más largos. Ahora Giulito caminaba agarrándose a los
muebles. Irène le había comprado un pantalón adornado con bonitos tirantes de
colores y no podía evitar reírse cuando veía caminar hacia ella a ese minúsculo
hombrecito que se bamboleaba y gritaba de alegría, a punto de caerse. Le estaba
probando un jersey nuevo cuando Jusseaume le trajo una carta de la prefectura. El
corazón le dio un vuelco: era la respuesta.

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Muy señora mía,
He recibido su petición de acoger en su bogar a un joven pupilo de mis servicios con objeto de
adoptarlo. A fin de examinar su petición, le ruego me remita debidamente cumplimentado el cuestionario
adjunto. Una vez efectuada la encuesta social en su domicilio, se le pedirá que elabore un informe que
será presentado al Consejo de familia de los pupilos del Estado, único organismo autorizado para
acomodar a los niños objeto de adopción. Debido al gran número de peticiones recibidas que no han
podido ser satisfechas por la falta de niños adoptables, le notifico que, en caso de que el Consejo de
familia decidiera satisfacer su petición, debería esperar varios meses antes de que le fuera confiado un
niño.
Atentamente…

—Mi Giulito, ¿lo oyes…? La cosa marcha.


Besó vorazmente al pequeño y releyó la carta. Naturalmente, todavía estaba todo
por hacer. Pero ése era el primer paso.
El cuestionario no planteaba ningún problema. La eterna cantinela: apellido,
nombre, dirección y teléfono, fecha y lugar de nacimiento, etc. ¡Ah, sí, algo nuevo!:
«Valor de los capitales muebles e inmuebles… ¿Es usted propietario o inquilino…?
¿Cuántas personas viven en la casa…? ¿Su padre y su madre están vivos…? ¿Tiene
hermanos y hermanas?». Y, más adelante, las preguntas más interesantes: «Sexo y
edad del niño deseado… Indique el motivo de su preferencia… ¿Desde cuando
piensa en una adopción y por qué?».
—¿Desde cuándo, Giulito?, ¿tú lo sabes? No puedo decirles que es posible el
flechazo entre una mujer y un niño. Y que es el único, el auténtico, el más fuerte. Les
contestaremos juntos.
Casi sin querer, Irène dobló la dosis. Amalia murió de madrugada, sola,
discretamente. Charles acudió presuroso, examinó el cadáver y se encogió de
hombros con un signo de impotencia.
—El corazón no ha resistido —dijo—. ¿Estaba usted aquí cuando se desencadenó
la crisis?
—No, todavía dormía.
—¿No ha llamado a nadie?
—No.
—Es curioso… Voy a decirle algo absurdo, pero da la impresión de que se haya
dejado morir, de que no se haya defendido… En fin, algo parecido… Bueno, poco
importa ya. Ha luchado usted por dos, mi pobre amiga. Pero ahora… ¡Se acabó!
¡Descanso! ¡Descanso! ¡Y más descanso! Sólo faltaría que ahora cayera usted
enferma. El sacrificio es algo muy hermoso, pero tiene sus límites.

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Y EL MIEDO COMENZÓ.
Irène acostaba al niño todas las noches en su cama y se encerraba con él bajo
llave. Escuchaba en la oscuridad la ligera respiración. En ocasiones, buscaba el
pequeño puño cerrado. A su alrededor se extendía la casa desierta. ¡Los Maufranc
vivían tan lejos! ¿Qué podía impedir que, como sucedió una vez, una sombra
merodeara en la noche por los pasillos, en busca del niño dormido? Acababa por
adormecerse y soñaba que Amalia seguía viva y que venía a buscar a su hijo. Se
sobresaltaba violentamente y gritaba: «¡No!» con una voz tan extraña que al abrir los
ojos no sabía si había hablado en sueños o había alguien escondido en la habitación.
Su corazón tardaba en calmarse. Se secaba el rostro cubierto de sudor con una
esquina de la sábana. No era más que una pesadilla. Amalia ya no podía hacer nada.
Descansaba junto a su marido en el cementerio de Château-Gontier. Todos los
domingos, Irène iba a poner flores en el panteón de los Cléry de Bellefond y en la
tumba de la criada. Irène rezaba:
«No deben quitármelo. Es lo único que tengo en este mundo», decía con la
vocecilla de las supersticiones infantiles. Y, sin embargo, si no hubiera pronunciado
esas palabras, habría vivido llena de angustia durante días. Depositaba en la losa un
ramo de lilas. A Amalia le gustaban las lilas, ¿por qué no darle ese gusto? Giulito,
confiado a la custodia de Françoise, la esperaba en el coche. Más tarde, cuando
pudiera llevarlo de la mano, lo conduciría ante la tumba. Le diría: «Tita está aquí. Te
quería mucho».
Por encima de todo, quería ser justa. Tras esas visitas al cementerio, pasaba un
domingo tranquilo, escuchaba discos, vigilaba a Giulito que intentaba alcanzar el
acuario con las manos. «No tocar. Mamá dice que no». Tomaba al niño en brazos y se
acercaba a los peces. «Mira aquél tan grande, qué bonito es». El niño paseaba sobre
el cristal el índice, torcido como un gancho para atrapar esa cosa inaprensible; ella se
reía, se daba la vuelta sobre sí misma, iniciaba un paso de baile mientras murmuraba:
«Qué gracioso eres, hijo mío». Pero la noche traía de nuevo consigo los fantasmas.
Después de acostar a Giulito, bajaba al salón para fumar un cigarrillo. Desde la
muerte de Amalia, fumaba e intentaba reflexionar arropada por el ensueño. Por el

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lado de la familia Pereira, nadie había dado signos de vida. El notario había hecho
gestiones que resultaron inútiles.
—¿Sabe qué sería lo más sensato? —dijo por teléfono—. Usted desea un niño.
Por otro lado, Julio es huérfano. ¿Por qué no adoptarlo?
Recordaba que había contestado, simulando sorpresa.
—¿Usted cree?
—Claro. Con el tiempo que hace que se ocupa de él, está casi adoptado…
Cumple las condiciones legales… A menos que haya algo en él que le haga dudar.
—No. En absoluto. Incluso le tengo mucho afecto.
—Pues está todo claro.
—Pero la Administración tal vez no opine lo mismo.
—De todos modos, la situación de ese niño debe resolverse. Si usted me lo
permite, iré a ver a Massoulier. Ha sido secretario de Estado. Supongo que eso servirá
para algo. El tipo tiene influencias y me debe algún favor… ¡Oh!, sé muy bien que es
difícil poner en marcha a los burócratas. Pero se trata de un caso excepcional.
Le dio las gracias vibrando de alegría. Y desde entonces, esperaba. Pensaba en
cosas vagas. Ese pequeño, más adelante… Se lo imaginaba muy bien como ingeniero
politécnico. Pero ¿y si se iba a vivir al extranjero? Los ingenieros… Se decía que
iban a construir fábricas a Africa, a América del Sur… Sentía en ella el frío de la
soledad. Pero también calculaba que podía contar con veinte años, veinticinco…
Veinticinco años de Giulito… Todo un capital de días que podría pasar junto a él. ¿Y
más adelante? No habría ningún más adelante… Encendía un cigarrillo y se prometía
saber morir a tiempo.
A veces, se dormía en una esquina del sofá y las cenizas ardientes le caían en las
manos; se levantaba entumecida y se iba a acostar junto al niño. ¿Para qué darle más
vueltas? Estaba ahí, calentito y totalmente entregado. Nadie se lo quitaría. Al
contrario, no tardaría en recibir una carta oficial que la reconocería como su única
madre verdadera. Tendría derecho a bautizarlo… Giulito Cléry… Giulito Patrice
Cléry de Bellefond… O Patrice Giulito… ¡Dios mío, date prisa!
No recibió una carta, sino una visita. Una mujer joven se presentó:
—Soy Madeleine Larmat, asistente social. Ha cursado una petición de adopción y
vengo a hablar con usted…
Inmediatamente, se le ocurrió una idea descabellada: «¡La envía Amalia!». Irène,
a la defensiva, se comportó con amabilidad y condujo a la visitante al salón.
—Si le confían un niño —observó Madeleine Larmat—, por lo que veo no será
desgraciado.
Irène creyó discernir en la voz un rastro de acritud. Estuvo a punto de responder:
«No es culpa mía ser rica». En lugar de ello, dijo con tono grave:
—Todo lo que hay aquí pertenecerá a mi hijo adoptivo.
La asistente asintió con un movimiento de la cabeza y prosiguió:

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—Como imagina, no voy a someterla a un interrogatorio. Simplemente, cuénteme
su vida sin omitir nada.
Irène estaba dispuesta. Había previsto ese encuentro y tenía las respuestas
preparadas:
—Fui una niña feliz…
No servía para nada decir que había temido terriblemente a su padre, que nunca
había tenido verdaderas amigas y que los caballos habían sido sus únicos confidentes.
—Pero ¿a qué se debe ese amor por los caballos? —preguntó la asistente.
Había algo que no acababa de entender y que debía encontrar un poco
monstruoso.
—¿Es para compensar una frustración?
«Es idiota —pensó Irène—. Tiene un lío de psicología en la cabeza e ignora lo
inteligente y suave que es un caballo».
—Lo tenía todo —dijo—. ¿Por qué iba a estar frustrada? ¿Continúo?
—Se lo ruego.
Debía abordar el tema del matrimonio. Irène resumió todo lo que pudo. En
resumidas cuentas, una unión perfecta… se entendían maravillosamente… La mujer
acechaba. Estaba allí para captar las notas falsas y, mientras hablaba, Irène pensaba:
«No me pillarás. No me harás confesar que todo me ha salido mal… En primer lugar,
porque no es cierto».
Explicó su embarazo y el difícil nacimiento de Patrice.
—¿Es usted estéril a causa de ese niño?
Esa palabra crispó la boca de Irène. Tuvo deseos de protestar, pero la visitante
prosiguió:
—¿No será que desea adoptar un niño para demostrarse que es usted normal?
—¿Y por qué sería eso condenable? —preguntó Irène secamente—. Pero puedo
afirmarle que no quiero demostrarme nada.
—Usted perdone —respondió la asistente—. Debemos sopesar todos los motivos.
El egoísmo sabe camuflarse muy bien.
—Le deseo que sea madre algún día —murmuró Irène.
—Su futuro hijo no deberá ser víctima de su pasado —insistió la visitante—.
Deberá ser feliz.
—Lo es —exclamó Irène—. Quiero decir lo será.
—En este momento, usted se ocupa de un niño… Cuya madre ha muerto.
«Ya estamos», pensó Irène.
—¿Puedo verlo?
—Claro que sí —dijo Irène, con un entusiasmo que sonó un poco falso—. No está
secuestrado. En este momento se encuentra en el jardín. Sigue al jardinero a todas
partes. Venga.
Salió con la asistente social. Giulito daba vueltas alrededor de la carretilla en la
que Jusseaume amontonaba pequeñas ramas. La visitante lo miró largo rato.

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—¿Le gustaría quedarse con él? —preguntó—. En el fondo sería lo más sencillo.
—Se volvió hacia Irène—: ¿Por qué no él? Intentamos siempre arreglar las cosas del
mejor modo posible. Bueno. Volveré porque hay todavía muchos detalles que debo
incluir en el informe. No me reproche que sea indiscreta: es mi trabajo.
Volvió varias veces, se hizo enseñar todas las habitaciones del castillo, las
cuadras, el parque, anotó las direcciones de los amigos de Irène, se presentó en casa
del doctor Teissère para saber de su propia boca cómo había soportado Irène el golpe
del secuestro.
—Todo va bien —repetía el notario por teléfono—. Todas las preguntas son
rutinarias. No se inquiete. Y cuando vaya a ver a Kerminsky, el neurólogo designado
por la Administración… Cuénteselo todo sin reticencias, que saque una buena
opinión.
Irène tuvo varios días de tranquilidad. De tanto en tanto, se preguntaba: «¿Qué
quieren hacerme decir? ¿Qué significa esto de que el egoísmo sabe camuflarse muy
bien? Como si yo fuera una amenaza para el niño». Pero Giulito se acurrucaba en sus
brazos e Irène lo olvidaba todo. Empezaba a hablar. Repetía dócilmente: «Ma…
Ma…», intentaba también formar otras palabras más personales y se enfadaba con
frecuencia cuando no lo entendían. Irène lo mecía: «Ea, ea… No seas tan
cascarrabias… Escucha: tic… tac… Mira lo que hace el animalito que llevo en la
muñeca… Para Giulito, si es bueno».
El niño le dedicaba, de improviso, una gran sonrisa húmeda y ella lo besaba
dulcemente en los párpados; bebía sus ojos negros. Se sentía más fuerte que sus
enemigos, porque, sin duda alguna, estaba rodeada de enemigos… Esa chica,
Madeleine Noséqué, ese Kerminsky… y tras todos ellos, vigilaba Amalia.
—¿Pero qué teme? —preguntaba el notario—. Conozco bien a Kerminsky. Le he
hablado de usted. No se la comerá. Y después de la visita, el informe sobre usted
estará completo.
—No me gusta que metan las narices en mi vida.
—Pero ¿qué quiere? Se trata de un examen rápido, puramente formal. Si quiere,
le pido hora.
El doctor Kerminsky era un hombre de unos sesenta años, mirada aguda tras unas
gafas de montura fina, manos de prelado y modales untuosos. Le indicó un sillón.
—El notario Marouzeau me ha puesto al corriente. Pero ya me enteré por la
prensa el año pasado de la tragedia de la cual había sido usted víctima. Si ésta le dejó
secuelas, deberé indicarlo, naturalmente.
Irène lo vigilaba con desconfianza.
—Porque hay una cosa que me intriga —prosiguió—. Su petición de adopción se
produjo muy poco después de que quedara viuda, como si usted hubiera querido
desprenderse del pasado o, al menos de cierto pasado.
—No es así, se lo aseguro —afirmó Irène.

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—Compréndame bien, querida señora. El niño que usted desea no debe ser un
pretexto. Su prisa merece una explicación. La adopción podría ser para usted una
especie de remedio destinado a desterrar al olvido todo lo que sintió al perder a su
marido y a su hijo.
—No —repitió Irène con firmeza.
—Pero —insistió el médico—, ese pasado, tan cercano y doloroso, ¿no la
atormenta, bajo la forma de sueños o de pequeñas crisis depresivas?
—Jamás.
—¿Se llevaba usted bien con su marido? Debo hacerle esta pregunta, porque es
frecuente que una petición de adopción sea indicio de una insatisfacción de carácter
moral, física, o bien de ambas.
—Mi matrimonio era totalmente normal —aseguró Irène precipitadamente—. De
tanto en tanto, teníamos alguna discusión, pero nada más.
—¿Y con su hijo no había problemas?
—No.
—Mi amigo Marouzeau me dijo que usted no puede tener más hijos. ¿Se rebeló
usted contra ese hecho?
—No.
—¿El niño que perdió era exactamente como usted había esperado? Esto es
importante. Si le es confiado un niño, no deberá hacer comparaciones
constantemente.
—En definitiva, está pensando en defenderlo de mí.
—Ése es mi papel. Pero hablemos del niño que ha sido indicado por la asistente
social. Usted estaría dispuesta a adoptarlo, ¿por qué?
Irène hizo acopios de fuerzas y apretó las manos sobre el bolso para impedir que
le temblaran.
—Porque era hermano de leche del niño que perdí —murmuró.
—¿Su madre está de acuerdo?
—Ha muerto, pero sé que está de acuerdo.
El médico movió la cabeza y reflexionó un instante.
—Nos detendremos aquí, señora. Está usted emocionada, cansada y veo que mis
preguntas la alteran. Créame, su caso es interesante, muy interesante. Pero ¿qué
quiere saber la Administración…? Si es usted capaz de hacer feliz a un huérfano, y
yo estoy totalmente convencido de ello, así que no iremos más lejos. Es preferible.
Puede tranquilizar a Marouzeau.
Irène tuvo que entrar en un café y tomar un oporto para recobrar la calma. Había
salvado el último obstáculo. ¿Qué había adivinado el médico? ¿Pero había algo que
adivinar? «Soy tan normal como cualquiera —pensó—. No es porque…».
Fumó medio paquete de Gauloises mientras esperaba a que Jusseaume la llevara a
La Rochette. Durante varias horas, fue incapaz de contener un temblor que la hacía
tiritar. Más tarde, los tranquilizantes dominaron el pánico nervioso, Irène retomó sus

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costumbres y desvió cuidadosamente su atención de la inquietud que languidecía en
su interior como el humo de un fuego mal apagado.
La primavera se acababa y los días transcurrían lentamente. Giulito perdía poco a
poco su rostro redondo de bebé. Se inventaba un lenguaje extraño en el que flotaban
palabras familiares que le permitían comunicarse a la buena de Dios con los
Maufranc y los Jusseaume. «Qué espabilado es —decía Françoise—. ¡Si su madre lo
viera!». Irène se preguntaba si no habría llegado el momento de separarse de sus
criados. Soñaba con instalarse en otro lugar, contratar empleados nuevos que supieran
guardar las distancias. Pero mientras el problema de la adopción no estuviera
resuelto, estaba atada a La Rochette. Y, además, las yeguas empezaban a parir y
aunque Jandreau conociera perfectamente su oficio, no podía estar al mismo tiempo
en la cuadra y en el despacho. Irène hizo lo que pudo mientras el niño trotaba tras
ella. «Veo que tiene ayuda», bromeaba el veterinario y, en alguna ocasión, los nuevos
clientes que acudían a comprar potrillos acariciaban la mejilla del niño: «Tiene usted
un niño muy guapo, señora». Irène saboreaba esas palabras como si dejara fundir un
dulce en la boca. Pero, por la noche, no podía retenerse y llamaba a Albert
Marouzeau.
—Lo siento, querida amiga —respondía el notario—. Massoulier se encarga del
caso, confiemos en él. Ya le advertí que esto duraría bastante tiempo. Paciencia.
Usted ha dado ya todos los datos. Está usted en regla. Yo creo que, virtualmente, ha
conseguido ya lo que quería. Créame, cuando el informe de la asistente social y el
atestado del psiquiatra es positivo, se ha ganado ya.
—Pero yo quiero a Julio, no a otro.
—Vamos, Irène. Un poco de calma. El Servicio de ayuda social se lo ha dejado
hasta el momento presente, ¿no es cierto? No sera para quitárselo ahora, seamos
lógicos.
Poco convencida, Irène se reunía con Giulito en la habitación, donde debía
caminar levantando los pies para no pisar ningún juguete. El 2 CV, extenuado, se
negó a ponerse en marcha. Compró un R 5 y dio largos paseos con el niño para
enseñarle un poco cómo era el mundo. Lo llevaba también de visita a casa de sus
amigos de Laval, quienes, con toda naturalidad, decían «su hijo» refiriéndose a
Giulito.
—Yo, en su lugar —le confesó Suzanne Marouzeau—, lo llamaría de otro modo.
Cuando sea mayor, querrá saber de dónde procede su nombre. ¿Por qué no lo llama
Patrice?
—Lo he pensado —dijo Irène—. Pero todavía no me atrevo.
—¿Qué la retiene? El pasado es el pasado.
Irène meditó largamente sobre esa frase. Para los Maufranc y los Jusseaume, el
niño era hijo de Amalia. Se escandalizarían si le borraba su nombre. Ella misma
dudaba, como si temiera atraer sobre ella la desgracia si pronunciaba «Patrice».

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La noche de San Juan, estaba en el jardín con Giulito, que intentaba atrapar
abejorros.
—Señora, el teléfono —gritó Françoise.
—Voy, vigile al niño.
Tal vez era Albert que sabía alguna novedad. Cogió el aparato un poco sofocada.
—¿Oiga? —dijo una voz que, al principio, no reconoció—. Aquí el comisario
Marjolin. ¿Cómo está usted, señora? ¿Puede recibirme inmediatamente? Es muy
urgente. No la retendré durante mucho rato, pero no puedo hablar de esto por
teléfono.
—¿Se trata de mi hijo?
—Sí. Estaré en su casa dentro de media hora.
Marjolin colgó e Irène caminó hasta el sofá como si fuera ciega. ¿Le habían
concedido la adopción? No, no la avisaría el comisario. Y menos a las ocho de la
tarde. Repentinamente, comprendió. Marjolin sabía cómo había muerto Amalia.
Venía a detenerla. ¡Imposible! Esa hipótesis tampoco se sostenía. Le daba vueltas la
cabeza. ¿Por qué el comisario había hecho alusión a Julio? ¿Tal vez la Beneficencia
social quería llevárselo? Saltaba de una hipótesis a otra, dándose cuenta de que se
estaba apartando del camino, pero que se preparaba un acontecimiento importante.
«Si me lo quitan, me mato», pensaba. Eso que uno se dice para dominar el pánico y
no echarse a llorar.
Marjolin la encontró encogida, con las piernas bajo el cuerpo, como una mendiga
sin hogar.
—¿Viene por Julio? —murmuró.
—Claro que no —dijo el comisario sorprendido—. Ya le he dicho que se trataba
de su hijo… Patrice.
—Pero está muerto.
—Sí, claro. Pero usted nos escondió muchas cosas sobre su secuestro. Estoy aquí
para intentar aclarar un poco las cosas. En primer lugar, sepa que Maria Da Costa ha
sido detenida esta tarde a la salida de Toulouse en un control de identidad. Llegaba de
Portugal, donde se refugió el año pasado tras el secuestro frustrado. Naturalmente, no
tenía permiso de trabajo, ha proferido insultos, se ha rebelado… Bueno, dejemos eso.
Ha acabado confesándolo todo… Ha reconocido que fue la amante de su marido, que
usted la despidió y que quiso vengarse con la ayuda de dos españoles que, por otra
parte siguen en libertad. Pero, por ahora, no es éste el problema. Maria ha contado a
mis colegas de Toulouse una historia tan sorprendente que se han puesto
inmediatamente en contacto con nosotros para que la confirmáramos… Maria
pretende que su cómplice, cuando se introdujo aquí, se equivocó de niño y se llevó el
hijo de Amalia, ¿es eso cierto?
Irène revivía lentamente. Se relajó y encendió un cigarrillo.
—Es cierto —contestó—. Cuando el individuo vio que Amalia dormía abrazada a
un niño, creyó que se trataba de Julio. Pero era Patrice, que Amalia había acostado a

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su lado porque no se encontraba bien… Enseguida entendimos el motivo del error.
—Entonces, debieron avisarnos. No sé si se da cuenta de lo que significa todo
esto, señora. No me refiero siquiera al desacato al magistrado; el juez de instrucción
resolverá esa cuestión en su momento… Sino que pienso en las consecuencias.
—¿Qué consecuencias?
—¿Cómo que qué consecuencias? Veamos, señora, párese a pensar un poco.
Maria conocía perfectamente al pequeño Julio. No tenía ningún motivo para quedarse
con él, pero como también necesitaba dinero, pensó —le estoy contando lo que me
han explicado mis colegas de Toulouse—, pensó que, pidiendo una recompensa,
obtendría algo: que los Cléry pagaran en el lugar de su criada. Pero cuando
comprendió que, para salvar a su hijo, su marido y usted estaban dispuestos a callar la
verdad y abandonar a Julio —no, no hay otra palabra—, se indignó. ¿Qué habría
hecho usted en su lugar?
—Por favor, comisario. Nunca habríamos abandonado a Julio. Pero no estaba
prohibido discutir el precio.
—Es precisamente eso lo que le pareció odioso. Así pues, el día en que su marido
fue a depositar la maleta en la estación de Le Mans, ese día en que La Rochette
estuvo prácticamente sin ninguna vigilancia, se armó de valor y fue en busca de
Amalia llevando consigo a Julio. La exaltó contra ustedes, cosa que, sin duda, no era
difícil, pues al fin y al cabo ustedes habían obligado a esa desgraciada mujer a hacer
un papel contra natural. Maria le propuso a Amalia que hicieran un cambio: su hijo
por Patrice. ¿Qué madre no habría aceptado…? Amalia incluso consintió en recibir
un violento puñetazo en la cara, que no fue moco de pavo. Era necesario engañarles.
—¿Qué…? Amalia se hizo cómplice…
—En cierto sentido, sí.
—¿Entonces, sería responsable de la muerte de mi marido y de mi hijo?
—Tal vez sea excesivo considerarla responsable. Lo cierto es que dejó hacer y,
tras el drama, se calló. De todos modos, no tenía opción. Y como ve, señora, si desde
el principio hubieran confesado la verdad, habríamos alertado inmediatamente a los
medios de comunicación… Maria y sus cómplices habrían abandonado a Julio,
puesto que les había salido mal la jugada, y usted no sería viuda.
Irène miraba al suelo para esconder su alegría. ¡Amalia era culpable! ¡Qué alegría
inesperada! Ya no tendría remordimientos ni miedos nocturnos. Amalia los había
traicionado y había pagado por ello. Todo lo demás carecía de importancia. Aquello
no tenía nada que ver con la adopción de Giulito.
—¿Me he expresado bien? —prosiguió el comisario—. Mañana, la prensa contará
con detalle la detención de Maria Da Costa y reproducirá sus declaraciones. Usted
será interrogada. Tal vez no le perdonen que cuando se produjo el secuestro prefiriera
la vida de su hijo a la de Julio.
—Es excesivo afirmar eso —protestó Irène—. Al contrario, actuamos para
proteger a Julio. Recuerde que estábamos dispuestos a pagar.

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—Me ha parecido oportuno advertírselo, señora. Este asunto tendrá mucha
resonancia.
—Escuche, comisario. Seamos serios. He perdido a mi marido y a mi hijo. Por lo
que dice, mi criada era cómplice de los secuestradores, ¿de qué pueden acusarme? Y
olvido decir que me he hecho cargo del hijo de Amalia.
El policía se levantó.
—Dentro de algunos días recibirá una citación —dijo—. Deberá precisar sus
motivos. La gente no debe sacar la impresión de que los ricos lo tienen todo
permitido. Créame, señora, se lo digo por su bien.
La saludó con un breve movimiento de barbilla e Irène no tuvo valor para
acompañarlo a la puerta. Se sentía destrozada y feliz. Hacía las paces con Amalia.
Habían luchado la una contra la otra y las cosas estaban bien así. Naturalmente, los
diarios caldearían los ánimos. Se produciría algún momento difícil. Después
hablarían de otra cosa y, al cabo de unos meses, cuando todo se hubiera olvidado,
recibiría esa carta cuyo contenido había leído ya en el folleto que le prestó Albert y
que se sabía de memoria:

Muy señora, mía,


Me complace comunicarle que el Consejo de familia ha autorizado la asignación a su hogar, con
vistas a una adopción, del joven pupilo…, etc.

«Debo poner a Albert al corriente —pensó—. Él me aconsejará».


Françoise se detuvo en el umbral. Llevaba al niño de la mano.
—No quiere quedarse conmigo —dijo.
—Bien, déjemelo… Vas a estar tranquilo, Giulito. Juega sobre la alfombra
mientras hablo con el señor.
Pronto tuvo al notario al teléfono.
—¡Ah!, amigo mío, no se han acabado los problemas. ¿Tiene un minuto…? El
comisario Marjolin acaba de salir de aquí. Parece que han detenido a Maria. Ha
contado cosas que… nadie tenía necesidad de saber… incluso se las habíamos
ocultado a usted.
—Me está asustando —exclamó el notario—. ¿Qué ha pasado?
—Ha pasado… que hubo dos raptos sucesivos… La primera vez raptaron a Julio,
porque el cómplice de Maria se equivocó de niño… y la segunda vez, con la
complicidad de Amalia, se llevaron a Patrice tras devolver a Julio a su madre.
—¡Espere, espere! No vaya tan deprisa… ¿Qué es eso que me está contando?
Vamos, Irène, explíquemelo con calma, con todos los detalles.
Irène, utilizando el pie a modo de gancho, atrajo hacia sí un sillón y se sentó. El
niño, inmediatamente trepó a sus rodillas e imitando con la mano un planeador, lo
hizo volar alrededor de su cara, produciendo un ruido de motor.
—Sé bueno, querido —dijo Irène—. ¿Oiga…? ¿Albert? En el fondo, es muy
sencillo.

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Le resumió todos los hechos, repitiendo de tanto en tanto: «¿Qué otra cosa
habríamos podido hacer? Póngase en nuestro lugar». Cuando terminó, se produjo un
largo silencio.
—Bueno, no pueden hacerme nada —añadió Irène, súbitamente inquieta.
—Estoy consternado —murmuró el notario—. Ahora entiendo por qué Jacques
discutía tanto. Encontraba excesivo el rescate porque no se trataba de su hijo. Y todo
empezó ahí. Exasperó a los raptores… Pero, santo cielo, ¿por qué no dijeron la
verdad?
—Ignorábamos que Julio había sido raptado por un amigo de Maria. Pensábamos
que estaba en peligro.
—Sí, sí. Lo entiendo. Pero ahora, a esa tal Maria le será fácil pretender que Julio
no corría ningún peligro y que ustedes estaban dispuestos a todo para que su propio
hijo permaneciera seguro… En estos casos, es la policía quien debe recurrir a los
trucos, no la familia. En definitiva, engañaron a todo el mundo y no se lo perdonarán.
—Pero bueno, Albert…
—¡Oh!, no la perseguirá la policía, no es eso lo que me inquieta.
—Entonces, ¿qué es?
—¿Puedo hablarle francamente? Temo que su petición de adopción sea
rechazada.
—¡Dios mío!
—Abramos los ojos, querida amiga. ¿Cree usted de veras que, dado lo que ahora
sabemos, la Administración no va a vacilar? Lo que ellos quieren es confiar a sus
niños a familias sin historia… Y no es ése el caso. Yo ya sabía por Massoulier,
aunque había juzgado preferible no hablarle de ello, que el drama que usted ha vivido
daba qué pensar a la comisión. Pero no lo iban a tener en cuenta. Mientras que
ahora… Esta historia puede convertirse en un escándalo si determinada prensa lanza
una campaña.
Irène había estrechado a Giulito entre sus brazos.
—No he sido otra cosa que una víctima —dijo.
—Precisamente. A las personas desgraciadas como usted se les niega el derecho a
adoptar. Siento parecer cruel, pero los hechos son los hechos. Es un hecho que
Amalia se convirtió en cómplice de Maria y que es responsable del secuestro de
Patrice. En este momento, estoy razonando como la comisión. Es un hecho que, al no
denunciar a Maria, fue la causa indirecta de la muerte de su marido y, al mismo
tiempo, de la de Patrice. Usted tendría todo el derecho a detestarla. Y usted se
propone adoptar precisamente a su hijo Julio… En definitiva, al hijo de su enemiga.
—Yo lo quiero —balbuceó Irène.
—Por ahora, sí —prosiguió el notario—. Pero ¿y más tarde? Dentro de cinco,
diez años… Cuando usted descubra que es el vivo retrato de su madre. Ah, me doy
cuenta de que le hago daño y lo siento… Pero sea valiente, Irène. Hemos perdido.
Renuncie a Julio. Llegará el día en que consideren que pueden concederle un niño sin

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peligro, estoy seguro. Pero Julio no. No, después de lo que acabamos de enterarnos…
¿Sí? ¿Irène…? Irène, escúcheme.
Había colgado sin ruido. Lloraba y Giulito, con la punta del dedo, seguía las
lágrimas que serpenteaban en sus mejillas. Canturreaba: «Mamá pupa… mamá
pupa…». Después se llevó el dedo a la boca y se lo chupó pensativamente.

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—JEFE —dijo el aduanero—, ¿quiere venir un momento? Hay aquí una mujer…
Espera ahí al lado, con un niño… Sólo tiene el documento de identidad. Parece
inquieta por el niño. Dice que es su hijo. Puede ser cierto, pero me sorprendería.
También dice que no sabe cuánto tiempo pasará en Ginebra. ¿Se acuerda del caso del
divorcio de los Madelin, jefe…? Ese niño que la abuela secuestró porque no quería
dárselo a su padre… No podía estarse quieta… Fumaba sin parar… Usted mismo
dijo: «Parece chalada…». Pues bien, mire a la mujer de ahí abajo. ¿No? Es lo
mismo… Ya verá, jefe, como también se tratará de un caso de secuestro.

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TÍTULOS PUBLICADOS

1. FULGOR DE MUERTE, Elmore Leonard


2. CALIFORNIA ROLL, Roger L. Simon
3. NO APTO PARA MUJERES, P. D. James.
4. HERENCIA MALDITA, Eric Ambler
5. ASESINATO EN EL SAVOY, Maj Sjöwall y Per Wahlöö
6. EL ANOCHECER, David Goodis
7. INOCENCIA SINGULAR, Barbara Vine (Ruth Rendell)
8. CONTRA EL MAÑANA, William P. McGivern
9. MUERTE EN EL DIQUE, Janwillem Van de Wetering
10. BLUES PARA CHARLIE DARWIN, Nat Hentoff
11. ASESINATO EN LA SINAGOGA, Harry Kemelman
12. LOS TERRORISTAS, Maj Sjöwall y Per Wahlöö
13. JUGAR DURO, Elmore Leonard
14. RATEROS, David Goodis
15. VÍCTIMA SIN ROSTRO, Janwillem Van de Wetering
16. LOS AMOS DE LA NOCHE, Nicholas Freeling
17. AGENTE ESPECIAL, Nat Hentoff
18. LA HUIDA, Charles Williams
19. CHANTAJE MORTAL, Elmore Leonard
20. SIDRA SANGRIENTA, Peter Lovesey
21. EL ZAPATO HOLANDÉS, Ellery Queen
22. CAÍDA DE UN CÓMICO, Roger L. Simon
23. CRÍMENES INFANTILES, B. M. Gill
24. ABRACADÁVER, Peter Lovesey
25. ¿POR QUÉ SUENAN LAS CORNETAS?, Nicholas Freeling
26. EL CLUB DEL CRIMEN, B. M. Gill
27. DESCENSO A LOS INFIERNOS, David Goodis
28. BAILE DE MÁSCARAS, Anthony Berkeley
29. EL VIENTO DEL NORTE, Nicholas Freeling
30. EL FALSO INSPECTOR DEW, Peter Lovesey
31. DETECTIVE EN JERUSALÉN, Harry Kemelman
32. LA CHICA DE CASSIDY, David Goodis
33. CAÍDA MORTAL, B. M. Gill
34. SECRETOS PELIGROSOS, William P. McGivern
35. CAMINO DEL MATADERO, Ruth Rendell

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36. CUIDADO CON ESA MUJER, David Goodis
37. UN CASO DIFÍCIL PARA EL INSPECTOR QUEEN, Ellery Queen
38. ME MUERO POR CONOCERTE, B. M. Gill
39. SU ALTEZA Y EL JOCKEY, Peter Lovesey
40. EL CASO DE LOS BOMBONES ENVENENADOS, Anthony Berkeley
41. ETERNA DESPEDIDA, Ruth Rendell
42. LA VIUDA, Nicholas Freeling
43. AMOR DE MADRE, Pierre Boileau y Thomas Narcejac
44. MISTERIO PARA TRES DETECTIVES, Leo Bruce
45. EL JURADO NÚMERO DOCE, B. M. Gill
46. TRAPOS SUCIOS, Roger L. Simon
47. LOS CONDENADOS, Malcolm Bosse
48. CAUSAS NO NATURALES, Thomas Noguchi
49. ESTACIÓN TÉRMINO, Pierre Boileau y Thomas Narcejac
50. ARRASTRADO POR EL VIENTO, Janwillem Van de Wetering

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Thomas Narcejac (izq.) y Pierre Boileau (dcha.)

Boileau-Narcejac es el seudónimo conjunto de dos famosos escritores franceses de


obras de suspense e intriga, algunas de las cuales forman parte de los clásicos de la
literatura policíaca y que han sido adaptadas a la pantalla grande o pequeña por
maestros del séptimo arte, como Henri-Georges Clouzot o Alfred Hitchcock.
Tras su encuentro en 1948, deciden iniciar su colaboración, en la que Boileau se
responsabilizará del argumento y Narcejac de la creación de la atmósfera de la novela
y de la personalidad de los protagonistas.
Juntos publicaron un total de 43 novelas y 4 obras de teatro. Una de sus obras más
célebres, Celle qui n’etait plus, fue llevada al cine bajo el título de Las diabólicas por
el director Henri-Georges Clouzot en 1954. También son conocidos por su obra
D’entre les morts, que Alfred Hitchcock llevaría magistralmente a la gran pantalla
con el título de Vértigo.

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PIERRE BOILEAU (París, Francia, 1906 - Beaulieu-sur-Mer, Francia, 1989).
Ganador del Prix du Roman d’Aventures en 1938 con su novela Le Repos de
Bacchus.
THOMAS NARCEJAC (Rochefort-sur-Mer, Francia, 1908 - Niza, Francia, 1998).
Pierre Ayraud, conocido como Thomas Narcejac, ganó el Prix du Roman d’Aventures
en 1948 con su novela La Mort est du Voyage.

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Notas

Página 122
[1]Según un dicho popular francés, cuando llueve el día de Saint-Médard (8 de
junio), llueve hasta cuarenta días más tarde (N. de la T.). <<

Página 123
[2]A partir de 1960 en Francia, se creó el nuevo franco francés con un valor 1/100 (1
franco nuevo = 100 francos viejos). Las monedas antiguas de francos, siguieron
circulando como céntimos y la abreviatura NF (noveau franc) se empleó durante un
tiempo. Muchos franceses de cierta edad, siguieron calculando en anciens francs
(francos antiguos), e incluso grandes sumas como los premios de lotería siguieron
denominándose en céntimos. (N. del E. D.). <<

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