Antologia
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Antologia
Paso
Asignatura: Lengua y Literatura
ANTOLOGÍA LITERARIA
Contenido
Indicios de la literatura nicaragüense
...........................................................................................2
Cuentos................................................................................................................................. 4
1. El caso de la señorita Amelia.................................................................................4
2. El Palacio del Sol..................................................................................................12
3. El sátiro sordo......................................................................................................18
4. El velo de la reina Mab.........................................................................................23
5. LA CANCIÓN DEL ORO..........................................................................................28
6. La ninfa................................................................................................................ 34
7. Palomas blancas y garzas morenas......................................................................40
8. El rubí...................................................................................................................47
9. La virgen de la paloma.........................................................................................55
10. El pájaro azul........................................................................................................58
Poemas................................................................................................................................64
1. Venus...................................................................................................................65
2. Que el amor no permite cuerdas reflexiones......................................................66
3. Yo persigo una forma...........................................................................................68
4. Lo fatal.................................................................................................................69
5. Melancolía........................................................................................................... 70
6. Mía.......................................................................................................................71
7. Divagaciones........................................................................................................72
8. Gaita galaica........................................................................................................ 73
9. Leconte de Lisle................................................................................................... 74
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10. Para una cubana..................................................................................................75
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Cuentos
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El caso de la señorita Amelia
Rubén Darío
En el comedor habíamos quedado cuatro convidados, a más de Minna, la hija del dueño de
casa; el periodista Riquet, el abate Pureau, recién enviado por Hirch, el doctor y yo. A lo
lejos oíamos en la alegría de los salones de palabrería usual de la hora primera del año
nuevo: ¡Happy new year! Happy new year! ¡Feliz año nuevo!
El doctor continuó:
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- ¿Quién es el sabio que se atreve a decir esto es así? Nada se sabe. Ignoramus et
ignorabimus. ¿Quién conoce a punto fijo la noción del tiempo? ¿Quién sabe con seguridad
lo que es el espacio? Va la ciencia a tanteo, caminando como una ciega, y juzga a veces que
ha vencido cuando logra advertir un vago reflejo de la luz verdadera. Nadie ha podido
desprender de su círculo uniforme la culebra simbólica. Desde el tres veces más grande, el
Hermes, hasta nuestros días, la mano humana ha podido apenas alzar una línea del manto
que cubre a la eterna Isis. Nada ha logrado saberse con absoluta seguridad en las tres
grandes expresiones de la Naturaleza: hechos, leyes, principios. Yo que he intentado
profundizar en el inmenso campo del misterio, he perdido casi todas mis ilusiones. Yo que
he sido llamado sabio en Academias ilustres y libros voluminosos; yo que he consagrado
toda mi vida al estudio de la humanidad, sus orígenes y sus fines; yo que he penetrado en la
cábala, en el ocultismo y en la teosofía, que he pasado del plano material del sabio al plano
astral del mágico y al plano espiritual del mago, que sé cómo obraba Apolonio el Thianense
y Paracelso, y que he ayudado en su laboratorio, en nuestros días, al inglés Crookes; yo que
ahondé en el Karma búdhico y en el misticismo cristiano, y sé al mismo tiempo la ciencia
desconocida de los fakires y la teología de los sacerdotes romanos, yo os digo que no
hemos visto los sabios ni un solo rayo de la luz suprema, y que la inmensidad y la eternidad
del misterio forman la única y pavorosa verdad.
Y dirigiéndose a mí:
- ¿Sabéis cuáles son los principios del hombre? Grupa, jiba, linga, shakira, kama, rupa,
manas, buddhi, atma, es decir: el cuerpo, la fuerza vital, el cuerpo astral, el alma animal, el
alma humana, la fuerza espiritual y la esencia espiritual…
Viendo a Minna poner una cara un tanto desolada, me atreví a interrumpir al doctor:
-Me parece ibais a demostrarnos que el tiempo…
-Y bien -dijo-, puesto que no os complacen las disertaciones por prólogo, vamos al cuento
que debo contaros, y es el siguiente:
Hace veintitrés años, conocí en Buenos Aires a la familia Revall, cuyo fundador, un
excelente caballero francés, ejerció un cargo consular en tiempo de Rosas. Nuestras casas
eran vecinas, era yo joven y entusiasta, y las tres señoritas Revall hubieran podido hacer
competencia a las tres Gracias. De más está decir que muy pocas chispas fueron necesarias
para encender una hoguera de amor…
Amooor, pronunciaba el sabio obeso, con el pulgar de la diestra metido en la bolsa del
chaleco, y tamborileando sobre su potente abdomen con los dedos ágiles y regordetes, y
continuó:
-Puedo confesar francamente que no tenía predilección por ninguna, y que Luz, Josefina y
Amelia ocupaban en mi corazón el mismo lugar. El mismo, tal vez no; pues los dulces al
par que ardientes ojos de Amelia, su alegre y roja risa, su picardía infantil… diré que era
ella mi preferida. Era la menor; tenía doce años apenas, y yo ya había pasado de los treinta.
Por tal motivo, y por ser la chicuela de carácter travieso y jovial, tratábala yo como niña
que era, y entre las otras dos repartía mis miradas incendiarias, mis suspiros, mis apretones
de manos y hasta mis serias promesas de matrimonio, en una, os lo confieso, atroz y
culpable bigamia de pasión. ¡Pero la chiquilla Amelia!… Sucedía que, cuando yo llegaba a
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la casa, era ella quien primero corría a recibirme, llena de sonrisas y zalamerías: «¿Y mis
bombones?». He aquí la pregunta sacramental. Yo me sentaba regocijado, después de mis
correctos saludos, y colmaba las manos de la niña de ricos caramelos de rosas y de
deliciosas grajeas de chocolate, las cuales, ella, a plena boca, saboreaba con una sonora
música palatinal, lingual y dental. El porqué de mi apego a aquella muchachita de vestido a
media pierna y de ojos lindos, no os lo podré explicar; pero es el caso que, cuando por
causa de mis estudios tuve que dejar Buenos Aires, fingí alguna emoción al despedirme de
Luz que me miraba con anchos ojos doloridos y sentimentales; di un falso apretón de
manos a Josefina, que tenía entre los dientes, por no llorar, un pañuelo de batista, y en la
frente de Amelia incrusté un beso, el más puro y el más encendido, el más casto y el más
puro y el más encendido, el más casto y el más ardiente ¡qué sé yo! de todos los que he
dado en mi vida. Y salí en barco para Calcuta, ni más ni menos que como vuestro querido y
admirado general Mansilla cuando fue a Oriente,
lleno de juventud y de sonoras y flamantes esterlinas
de oro. Iba yo, sediento ya de las ciencias ocultas, a
estudiar entre los mahatmas de la India lo que la
pobre ciencia occidental no puede enseñarnos
todavía. La amistad epistolar que mantenía con
madame Blavatsky, habíame abierto ancho campo en
el país de los fakires, y más de un gurú, que conocía
mi sed de saber, se encontraba dispuesto a
conducirme por buen camino a la fuente sagrada de
la verdad, y si es cierto que mis labios creyeron
saciarse en sus frescas aguas diamantinas, mi sed no
se pudo aplacar. Busqué, busqué con tesón lo que mis ojos ansiaban contemplar, el
Keherpas de Zoroastro, el Kalep persa, el Kovei-Khan de la filosofía india, el archoeno de
Paracelso, el limbuz de Swedenborg; oí la palabra de los monjes budhistas en medio de las
florestas del Thibet; estudié los diez sephiroth de la Kabala, desde el que simboliza el
espacio sin límites hasta el que, llamado Malkuth, encierra el principio de la vida. Estudié
el espíritu, el aire, el agua, el fuego, la altura, la profundidad, el Oriente, el Occidente, el
Norte y el Mediodía; y llegué casi a comprender y aun a conocer íntimamente a Satán,
Lucifer, Astharot, Beelzebutt, Asmodeo, Belphegor, Mabema, Lilith, Adrameleh y Baal. En
mis ansias de comprensión; en mi insaciable deseo de sabiduría; cuando juzgaba haber
llegado al logro de mis ambiciones, encontraba los signos de mi debilidad y las
manifestaciones de mi pobreza, y estas ideas, Dios, el espacio, el tiempo formaban la más
impenetrable bruma delante de mis pupilas… Viajé por Asia, África, Europa y América.
Ayudé al coronel Olcott a fundar la rama teosófica de Nueva York. Y a todo esto -recalcó
de súbito al doctor, mirando fijamente a la rubia Minna- ¿sabéis lo que es la ciencia y la
inmortalidad de todo? ¡Un par de ojos azules… o negros!
- ¿Y el fin del cuento? – gimió dulcemente la señorita.
-Juro, señores, que lo que estoy refiriendo es de una absoluta verdad. ¿El fin del cuento?
Hace apenas una semana he vuelto a la Argentina, después de veintitrés años de ausencia.
He vuelto gordo, bastante gordo, y calvo como una rodilla; pero en mi corazón he
mantenido ardiente el fuego del amor, la vestal de los solterones. Y, por tanto, lo primero
que hice fue indagar el paradero de la familia Revall. «¡Las Revall -dijeron-, las del caso de
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Amelia Revall», y estas palabras acompañadas con una especial sonrisa! Llegué a
sospechar que la pobre Amelia, la pobre chiquilla… Y buscando, buscando, di con la casa.
Al entrar, fui recibido por un criado negro y viejo, que llevó mi tarjeta, y me hizo pasar a
una sala donde todo tenía un vago tinte de tristeza. En las paredes, los espejos estaban
cubiertos con velos de luto, y dos grandes retratos, en los cuales reconocía a las dos
hermanas mayores, se miraban melancólicos y oscuros sobre el piano. A poco Luz y
Josefina:
- ¡Oh, amigo mío, oh, amigo mío!
Nada más. Luego, una conversación llena de reticencias y de timideces, de palabras
entrecortadas y de sonrisas de inteligencia tristes, muy tristes. Por todo lo que logré
entender, vine a quedar en que ambas no se habían casado. En cuanto a Amelia, no me
atreví a preguntar nada… Quizá mi pregunta llegaría a aquellos pobres seres, como una
amarga ironía, a recordar tal vez una irremediable desgracia y una deshonra… en esto vi
llegar saltando a una niña, cuyo cuerpo y rostro eran iguales en todo a los de mi pobre
Amelia. Se dirigió a mí, y con su misma voz exclamó:
- ¿Y mis bombones?
Yo no hallé qué decir.
Las dos hermanas se miraban pálidas, pálidas y movían la cabeza desoladamente…
Mascullando una despedida y haciendo una zurda genuflexión, salí a la calle, como
perseguido por algún soplo extraño. Luego lo he sabido todo. La niña que yo creía fruto de
un amor culpable es Amelia, la misma que yo dejé hace veintitrés años, la cual se ha
quedado en la infancia, ha contenido su carrera vital. Se ha detenido para ella el reloj del
Tiempo, en una hora señalada ¡quién sabe con qué designio del desconocido Dios!
El doctor Z era en este momento todo calvo…
FIN
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Preguntas:
Valoración personal:
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En mi opinión este cuento es interesante por el hecho de cómo alguien mayor siente
atracción por una niña, y aunque el haya esperado mucho tiempo por ella. Amelia
permanecía siendo una niña.
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El Palacio del Sol
Rubén Darío
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señoras mías, pero que ya veréis sus aplicaciones en una querida
realidad), no bien había tocado el cáliz de la flor, cuando de él surgió de
súbito un hada, en su carro áureo y diminuto, vestida de hilos
brillantísimos e impalpables, son su aderezo de rocío, su diadema de
perlas y su varita de plata.
¿Creéis que Berta se amedrentó? Nada de eso. Batió palmas alegres, se
reanimó como por encanto, y dijo al hada: —¿Tú eres la que me quieres
tanto en sueños? —Sube, respondió el hada. Y como si Berta se hubiese
empequeñecido, de tal modo cupo en la concha del carro de oro, que
hubiera estado holgada sobre el ala corva de un cisne a flor de agua. Y las
flores, el fauno orgulloso, la luz del día, vieron cómo en el carro del hada
iba por el viento, plácida y sonriendo al sol, Berta, la niña de los ojos color
de aceituna, fresca como una rama de durazno en flor, luminosa como un
alba, gentil como la princesa de un cuento azul.
Cuando Berta, ya alto el divino cochero, subió a los salones, por las
gradas del jardín que imitaban esmaragdita, todos, la mamá, la prima, los
criados, pusieron la boca en forma de O. Venía ella saltando como un
pájaro, con el rostro lleno de vida y de púrpura, el seno hermoso y
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Preguntas:
Valoración personal:
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El sátiro sordo
Rubén Darío
Habitaba cerca del Olimpo un sátiro, y era el viejo rey de su selva. Los dioses le habían
dicho: “Goza, el bosque es tuyo; sé un feliz bribón, persigue ninfas y suena tu flauta”. El
sátiro se divertía.
Un día que el padre Apolo estaba tañendo la divina lira, el sátiro salió de sus dominios y
fue osado a subir al sacro monte y sorprender al dios crinado. Éste le castigó tornándole
sordo como una roca. En balde en las espesuras de la selva llena de pájaros se derramaban
los trinos y emergían los arrullos. El sátiro no oía nada. Filomela llegaba a cantarle sobre su
cabeza enmarañada y coronada de pámpanos, canciones que hacían detenerse los arroyos y
enrojecerse las rosas pálidas. Él permanecía impasible, o lanzaba sus carcajadas salvajes y
saltaba lascivo y alegre cuando percibía por el ramaje lleno de brechas alguna cadera blanca
y rotunda que acariciaba el sol con su luz rubia. Todos los animales le rodeaban como a un
amo a quien se obedece.
A su vista, para distraerle, danzaban coros de bacantes encendidas en su fiebre loca, y
acompañaban la armonía, cerca de él, faunos adolescentes, como hermosos efebos, que le
acariciaban reverentemente con su sonrisa; y aunque no escuchaba ninguna voz, ni el ruido
de los crótalos, gozaba de distintas maneras. Así pasaba la vida este rey barbudo que tenía
patas de cabra.
Era sátiro caprichoso.
Tenía dos consejeros áulicos: una alondra y un asno. La primera perdió su prestigio cuando
el sátiro se volvió sordo. Antes, si cansado de su lascivia soplaba su flauta dulcemente, la
alondra le acompañaba.
Después, en su gran bosque, donde no oía ni la voz del olímpico trueno, el paciente animal
de las largas orejas le servía para cabalgar, en tanto que la alondra, en los apogeos del alba,
se le iba de las manos, cantando camino de los cielos.
La selva era enorme. De ella tocaba a la alondra la cumbre; al
asno, el pasto. La alondra era saludada por los primeros rayos
de la aurora; bebía rocío en los retoños; despertaba al roble
diciéndole: “Viejo roble, despiértate”. Se deleitaba con un
beso del sol: era amada por el lucero de la mañana. Y el
hondo azul, tan grande, sabía que ella, tan chica, existía bajo
su inmensidad. El asno (aunque entonces no había conversado
con Kant) era experto en filosofía según el decir común. El
sátiro, que le ve ramonear en la pastura, moviendo las orejas
con aire grave, tenía alta idea de tal pensador. En aquellos días
el asno no tenía como hoy tan larga fama. Moviendo sus mandíbulas no se había imaginado
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que escribiese en su loa Daniel Heinsius, en latín, Passerat, Buffot y el gran Hugo en
francés, Posada y Valderrama en español.
Él, pacienzudo, si le picaban las moscas, las espantaba con el rabo, daba coces de cuando
en cuando y lanzaba bajo la bóveda del bosque el acorde extraño de su garganta. Y era
mimado allí. Al dormir su siesta sobre la tierra negra y amable, le daban su olor las yerbas y
las flores. Y los grandes árboles inclinaban sus follajes para hacerle sombra.
Por aquellos días, Orfeo, poeta, espantado de la miseria de los hombres, pensó huir a los
bosques, donde los troncos y las piedras le comprenderían y escucharían con éxtasis, y
donde él pondría temblor de armonía y fuego de amor y de vida al sonar de su instrumento.
Cuando Orfeo tañía su lira había sonrisa en el rostro apolíneo. Deméter sentía gozo. Las
palmeras derramaban su polen, las semillas reventaban, los leones movían blandamente su
crin. Una vez voló un clavel de su tallo hecho mariposa roja, y una estrella descendió
fascinada y se tomó en flor de lis.
¿Qué selva mejor que la del sátiro a quien él encantaría, donde sería tenido como un
semidiós; selva toda alegría y danza, belleza y lujuria; donde ninfas y bacantes eran
siempre acanciadas y siempre vírgenes; donde había uvas y rosas y ruido de sistros, y
donde el rey caprípede bailaba delante de sus faunos, beodo y haciendo gestos como
Sileno?
Fue como su corona de laurel, su lira, su frente de poeta orgulloso, erguida y radiante.
Llegó hasta donde estaba el sátiro velludo y montaraz, y para pedirle hospitalidad, cantó.
Cantó del gran Jove, de Eros y de Afrodita, de los centauros gallardos y de las Ibacantes
ardientes. Cantó la copa de Dionisio, y el tirso que hiere el aire alegre, y a Pan, Emperador
de las Montañas, Soberano de los Bosques, dios-sátiro que también sabía cantar. Cantó de
las intimidades del aire y de la tierra, gran madre. Así explicó la melodía de un arpa eolia,
el susurro de una arboleda, el ruido ronco de un caracol y las notas armónicas que brotan de
una siringa. Cantó del verso, que baja del cielo y place a los dioses, del que acompaña el
bárbitos en la oda y el tímpano en el peán. Cantó los senos de nieve tibia y las copas de oro
labrado, y el buche del pájaro y la gloria del sol.
Y desde el principio del cántico brilló la luz con más fulgores. Los enormes troncos se
conmovieron, y hubo rosas que se deshojaron y lirios que se inclinaron lánguidamente
como en un dulce desmayo. Porque Orfeo hacia gemir los leones y llorar los guijarros con
la música de su lira rítmica. Las vacantes más furiosas habían callado y le oían como en un
sueño. Una náyade virgen a quien nunca ni una sola mirada del sátiro había profanado, se
acercó tímida al cantor y le dijo: “Yo te amo”. Filomela había volado a posarse en la lira
como la paloma anacreóntica. No había más eco que el de la voz de Orfeo. Naturaleza
sentía el himno. Venus, que pasaba por las cercanías, preguntó de lejos con su divina voz:
“¿Está aquí acaso Apolo?”
Y en toda aquella inmensidad de maravillosa armonía, el único que no oía nada era el sátiro
sordo.
Cuando el poeta concluyó, dijo a éste:
- ¿Os place mi canto? Si es así, me quedaré con vos en la selva.
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El sátiro dirigió una mirada a sus dos consejeros. Era preciso que ellos resolviesen lo que
no podía comprender él. Aquella mirada pedía una opinión.
-Señor -dijo la alondra, esforzándose en producir la voz más fuerte de su buche-, quédese
quien así ha cantado con nosotros. He aquí que su lira es bella y potente. Te ha ofrecido la
grandeza y la luz rara que hoy has visto en tu selva. Te ha dado su armonía. Señor, yo sé de
estas cosas. Cuando viene el alba desnuda y se despierta el mundo, yo me remonto a los
profundos cielos y vierto desde la altura las perlas invisibles de mis trinos, y entre las
claridades matutinas tú melodía inunda el aire, y es el regocijo del espacio. Pues yo te digo
que Orfeo ha cantado bien, y es un elegido de los dioses. Su música embriagó el bosque
entero. Las águilas se han acercado a revolar sobre nuestras cabezas, los arbustos floridos
han agitado suavemente sus incensarios misteriosos, las abejas han dejado sus celdillas para
venir a escuchar. En cuanto a mí, ¡oh, señor!, si yo estuviese en lugar tuyo le daría mi
guirnalda de pámpanos y mi tirso. Existen dos potencias: la real y la ideal. Lo que Hércules
haría con sus muñecas, Orfeo lo hace con su inspiración. El dios robusto despedazaría de
un puñetazo al mismo Atos. Orfeo les amansaría con la eficacia de su voz triunfante, a
Nernea su león y a Erimanto su jabalí. De los hombres, unos han nacido para forrar los
metales, otros para arrancar del suelo fértil las espigas del trigal, otros para combatir en las
sangrientas guerras, y otros para enseñar, glorificar y cantar. Si soy tu copero y te doy vino,
goza tu paladar; si te ofrezco un himno, goza tu alma.
Mientras cantaba la alondra, Orfeo le acompañaba con su instrumento, y un vasto y donante
soplo lírico se escapaba del bosque verde y fragante. El sátiro sordo comenzaba a
impacientarse. ¿Quién era aquel extraño visitante? ¿Por qué ante él había cesado la danza
loca y voluptuosa? ¿Qué decían sus dos consejeros?
¡Ah, la alondra había cantado, pero el sátiro no oía! Por fin, dirigió su vista al asno.
¿Faltaba su opinión? Pues bien, ante la selva enorme y sonora, bajo el azul sagrado, el asno
movió la cabeza de un lado a otro, grave, terco, silencioso, como el sabio que medita.
Entonces, con su pie hendido, hirió el sátiro el suelo, arrugó su frente con enojo, y sin darse
cuenta de nada, exclamó, señalando a Orfeo la salida de la selva:
- ¡No!
Al vecino Olimpo llegó el eco, y resonó allá, donde los dioses estaban de broma, un coro de
carcajadas formidables que después se llamaron homéricas.
Orfeo salió triste de la selva del sátiro sordo y casi dispuesto a ahorcarse del primer laurel
que hallase en su camino.
No se ahorcó, pero se casó con Eurídice.
FIN
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Preguntas:
- El sátiro sordo
Valoración personal:
El cuento representa una situación que muchas personas llegar a experimentar, el cómo a
veces no llegan a aceptar el hecho de que alguien con mucho talento, pero con poco poder
pueda llegar a ser bastante exitoso. En muchos casos existirá ese alguien que tenga mas
poder aun que no sepa hacer nada, y eso no está bien, ya que no aprecian o no ven el
potencial en la otra persona.
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Rubén Darío
La reina Mab, en su carro hecho de una sola perla, tirado por cuatro coleópteros de petos
dorados y alas de pedrería, caminando sobre un rayo de sol, se coló por la ventana de una
buhardilla donde estaban cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes, lamentándose
como unos desdichados.
Por aquel tiempo, las hadas habían repartido sus dones a los mortales. A unos habían dado
las varitas misteriosas que llenan de oro las pesadas cajas del comercio; a otros unas
espigas maravillosas que al desgranarlas colmaban las trojes de riqueza; a otros unos
cristales que hacían ver en el riñón de la madre tierra, oro y piedras preciosas; a quiénes
cabelleras espesas y músculos de Goliat, y mazas enormes para machacar el hierro
encendido; y a quiénes talones fuertes y piernas ágiles para montar en las rápidas
caballerías que se beben el viento y que tienen las crines en la carrera.
Los cuatro hombres se quejaban. Al uno le había tocado en suerte una cantera, al otro el
iris, al otro el ritmo, al otro el cielo azul.
***
La reina Mab oyó sus palabras. Decía el primero:
- ¡Y bien! ¡Heme aquí en la gran lucha de mis sueños de
mármol! Yo he arrancado el bloque y tengo el cincel.
Todos tenéis, unos el oro, otros la armonía, otros la luz; yo
pienso en la blanca y divina Venus que muestra su
desnudez bajo el plafond color de cielo. Yo quiero dar a la
masa la línea y la hermosura plástica; y que circule por las
venas de la estatua una sangre incolora como la de los
dioses. Yo tengo el espíritu de Grecia en el cerebro, y amo
los desnudos en que la ninfa huye y el fauno tiende los
brazos. ¡Oh, Fidias! Tú eres para mí soberbio y augusto
como un semi-Dios, en el recinto de la eterna belleza, rey
ante un ejército de hermosuras que a tus ojos arrojan el
magnífico chitón, mostrando la esplendidez de la forma, en sus cuerpos de rosa y de nieve.
Tú golpeas, hieres y domas el mármol, y suena el golpe armónico como un verso, y te adula
la cigarra, amante del sol, oculta entre los pámpanos de la viña virgen. Para ti son los
Apolos rubios y luminosos, las Minervas severas y soberanas. Tú, como un mago,
conviertes la roca en simulacro y el colmillo del elefante en copa del festín. Y al ver tu
grandeza siento el martirio de mi pequeñez. Porque pasaron los tiempos gloriosos. Porque
tiemblo ante las miradas de hoy. Porque contemplo el ideal inmenso y las fuerzas
exhaustas. Porque a medida que cincelo el bloque me ataraza el desaliento.
***
Y decía el otro:
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-Lo que es hoy romperé mis pinceles. ¿Para qué quiero el iris, y esta gran paleta del campo
florido, si a la postre mi cuadro no será admitido en el salón? ¿Qué abordaré? He recorrido
todas las escuelas, todas las inspiraciones artísticas. He pintado el torso de Diana y el rostro
de la Madona. He pedido a las campiñas sus colores, sus matices; he adulado a la luz como
a una amada, y la he abrazado como a una querida. He sido adorador del desnudo, con sus
magnificencias, con los tonos de sus carnaciones y con sus fugaces medias tintas. He
trazado en mis lienzos los nimbos de los santos y las alas de los querubines. ¡Ah, pero
siempre el terrible desencanto! ¡El porvenir! ¡Vender una Cleopatra en dos pesetas para
poder almorzar!
¡Y yo, que podría en el estremecimiento de mi inspiración, trazar el gran cuadro que tengo
aquí adentro…!
***
Y decía el otro:
-Perdida mi alma en la gran ilusión de mis sinfonías, temo todas las decepciones. Yo
escucho todas las armonías, desde la lira de Terpandro hasta las fantasías orquestales de
Wagner. Mis ideales, brillan en medio de mis audacias de inspirado. Yo tengo la
percepción del filósofo que oyó la música de los astros. Todos los ruidos pueden
aprisionarse, todos los ecos son susceptibles de combinaciones. Todo cabe en la línea de
mis escalas cromáticas.
La luz vibrante es himno, y la melodía de la selva halla un eco en mi corazón. Desde el
ruido de la tempestad hasta el canto del pájaro, todo se confunde y enlaza en la infinita
cadencia. Entre tanto, no diviso sino la muchedumbre que befa y la celda del manicomio.
***
Y el último:
-Todos bebemos del agua clara de la fuente de Jonia. Pero la ideal flota en el azul; y para
que los espíritus gocen de su luz suprema, es preciso que asciendan. Yo tengo el verso que
es de miel y el que es de oro, y el que es de hierro candente. Yo soy el ánfora del celeste
perfume: tengo el amor. Paloma, estrella, nido, lirio, vosotros conocéis mi morada. Para los
vuelos inconmensurables tengo alas de águila que parten a golpes mágicos el huracán. Y
para hallar consonantes, los busco en dos bocas que se juntan; y estalla el beso, y escribo la
estrofa, y entonces si veis mi alma, conoceréis a mi Musa. Amo las epopeyas, porque de
ellas brota el soplo heroico que agita las banderas que ondean sobre las lanzas y los
penachos que tiemblan sobre los cascos; los cantos líricos, porque hablan de las diosas y de
los amores; y las églogas, porque son olorosas a verbena y a tomillo, y al sano aliento del
buey coronado de rosas. Yo escribiría algo inmortal; más me abruma un porvenir de
miseria y de hambre…
***
Entonces la reina Mab, del fondo de su carro hecho de una sola perla, tomó un velo azul,
casi impalpable, como formado de suspiros, o de miradas de ángeles rubios y pensativos. Y
aquel velo era el velo de los sueños, de los dulces sueños que hacen ver la vida de color de
rosa. Y con él envolvió a los cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes. Los cuales
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cesaron de estar tristes, porque penetró en su pecho la esperanza, y en su cabeza el sol
alegre, con el diablillo de la vanidad, que consuela en sus profundas decepciones a los
pobres artistas.
Y desde entonces, en las buhardillas de los brillantes infelices, donde flota el sueño azul, se
piensa en el porvenir como en la aurora, y se oyen risas que quitan la tristeza, y se bailan
extrañas farándolas alrededor de un blanco Apolo, de un lindo paisaje, de un violín viejo,
de un amarillento manuscrito.
FIN
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Preguntas:
- En una buhardilla
- El tema central del cuento es como la sociedad trata a los artistas; no los respeta ni
los aprecia. También habla de lo miserable que se siente el artista y como el pierde
las esperanzas, pero de alguna manera u otra vuelve a encontrar inspiración.
Valoración personal:
Me encanta la bondad y la preocupación que tiene la reina Mab por las personas a las cual
les repartió dones, y como quiere ayudarlos para que ya no se sientan mal.
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LA CANCIÓN DEL ORO
Rubén Darío
Aquel día un harapiento, por las trazas un mendigo, tal vez un peregrino, quizás un poeta,
llegó, bajo la sombra de los altos álamos, a la gran calle de los palacios, donde hay desafíos
de soberbia entre el ónix y el pórfido, el ágata y el mármol; en donde las altas columnas, los
hermosos frisos, las cúpulas doradas, reciben la caricia pálida del sol moribundo.
Había tras los vidrios de las ventanas, en los vastos edificios de la riqueza, rostros de
mujeres gallardas y de niños encantadores. Tras las rejas se adivinaban extensos jardines,
grandes verdores salpicados de rosas y ramas que se balanceaban acompasada y
blandamente como bajo la ley de un ritmo. Y allá en los grandes salones, debía de estar el
tapiz purpurado y lleno de oro, la blanca estatua, el bronce chino, el tibor cubierto de
campos azules y de arrozales tupidos, la gran cortina recogida como una falda, ornada de
flores opulentas, donde el ocre oriental hace vibrar la luz en la seda que resplandece. Luego
las lunas venecianas, los palisandros y los cedros, los nácares y los ébanos, y el piano negro
y abierto, que ríe mostrando sus teclas como una linda dentadura; y las arañas cristalinas,
donde alzan las velas profusas la aristocracia de su blanca cera. ¡Oh, y más allá! Más allá el
cuadro valioso dorado por el tiempo, el retrato que firma Durand o Bonnat, y las preciosas
acuarelas en que el tono rosado parece que emerge de un cielo puro y envuelve en una onda
dulce desde el lejano horizonte hasta la yerba trémula y humilde. Y más allá...
***
(Muere la tarde)
Llega a las puertas del palacio un break flamante y charolado, negro y rojo. Baja una pareja
y entra con tal soberbia en la mansión, que el mendigo piensa: decididamente, el aguilucho
y su hembra van al nido. El tronco, ruidoso y azogado, a un golpe de fusta arrastra el
carruaje haciendo relampaguear las piedras. (Noche).
***
Entonces, en aquel cerebro de loco, que ocultaba un sombrero raído, brotó como el germen
de una idea que pasó al pecho y fue opresión y llegó a la boca hecho himno que le encendía
la lengua y hacía entrechocar los dientes. Fue la visión de todos los mendigos, de todos los
desamparados, de todos los miserables, de todos los suicidas, de todos los borrachos, del
harapo y de la llega, de todos los que viven, ¡Dios mío! En perpetua noche, tanteando la
sombra, cayendo al abismo, por no tener un mendrugo para llenar el estómago. Y después
la turba feliz, el lecho blando, la trufa y el áureo vino que hierve, el raso y el moiré que con
su roce ríen; el novio rubio y la novia morena cubierta de predería y blonda; y el gran reloj
que la suerte tiene para medir la vida de los felices opulentos, que, en vez de granos de
arena, deja caer escudos de oro.
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***
Aquella especie de poeta sonrió; pero su faz tenía aire dantesco. Sacó de su bolsillo un pan
moreno, comió, y dio viento su himno. Nada más cruel que aquel canto tras el mordisco.
***
¡Cantemos el oro!
Cantemos el oro, rey del mundo, que lleva dicha y luz por donde va, como los fragmentos
de un sol despedazado.
Cantemos el oro, que nace del vientre fecundo de la madre tierra; inmenso tesoro, leche
rubia de esa ubre gigantesca.
Cantemos el oro, río caudaloso, fuente de la vida, que hace jóvenes y bellos a los que se
bañan en sus corrientes maravillosas, y envejece a aquellos que no gozan de sus raudales.
Cantemos el oro, porque de él se hacen las tiaras de los pontífices, las coronas de los reyes
y los cetros imperiales: y porque se derrama por los mantos como un fuego sólido, e inunda
las capas de los arzobispos, y refulge en los altares y sostiene al Dios eterno en las
custodias radiantes.
Cantemos el oro, porque podemos ser unos perdidos, y él nos pone mamparas para cubrir
las locuras abyectas de la taberna, y las vergüenzas de las alcobas adúlteras.
Cantemos el oro, porque al saltar de cuño lleva en su disco el perfil soberbio de los césares;
y va a repletar las cajas de sus vastos templos, los bancos y mueve las máquinas y da la
vida y hace engordar los tocinos privilegiados.
Cantemos el oro, porque él da los palacios y los carruajes, los vestidos a la moda, y los
frescos senos de las mujeres garridas; y las genuflexiones de espinazos aduladores y las
muecas de los labios eternamente sonrientes.
Cantemos el oro, porque es en las orejas de las lindas damas sostenedor del rocío del
diamante, al extremo de tan sonrosado y bello caracol; porque en los pechos siente el latido
de los corazones, y en las manos a veces es símbolo de amor y de santa promesa.
Cantemos el oro, porque tapa las bocas que nos insultan; detiene las manos que nos
amenazan, y pone vendas a los pillos que nos sirven.
Cantemos el oro, porque su voz es música encantada; porque es heroico y luce en las
corazas de los héroes homéricos, y en las sandalias de las diosas y en los coturnos trágicos
y en las manzanas del jardín de las Hespérides.
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Cantemos el oro, porque de él son las cuerdas de las grandes liras, la cabellera de la más
tiernas amadas, los granos de la espiga y el peplo que al levantarse viste la olímpica aurora.
Cantemos el oro, que cruza por el carnaval del mundo, disfrazado de papel, de plata, de
cobre y hasta de plomo.
Cantemos el oro, calificado de vil por los hambrientos; hermano del carbón, oro negro que
incuba el diamante; rey de la mina, donde el hombre lucha y la roca se desgarra; poderoso
en el poniente, donde se tiñe en sangre; carne de ídolo; tela de que Fidias hace el traje de
Minerva.
Cantemos el oro, purificado por el fuego, como el hombre por el sufragio; mordido por la
lima, como el hombre por la envidia; golpeado por el martillo, como el hombre por la
necesidad; realzado por el estuche de seda, como el hombre por el palacio de mármol.
Cantemos el oro, esclavo, despreciado por Jerónimo, arrojado por Antonio, vilipendiado
por Macario, humillado por Hilarión, maldecido por Pablo el Ermitaño, quien tenía por
alcazár una cueva bronca y por amigos las estrellas de la noche, los pájaros del alba y las
fieras hirsutas y salvajes del yermo.
Cantemos el oro, hecho sol, enamorado de la noche, cuya camisa de crespón riega de
estrellas brillantes, después del último beso, como una gran muchedumbre de libras
esterlinas.
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¡Unámonos a los felices, a los poderosos, a los banqueros, a los semidioses de la tierra!
¡Cantemos el oro!
***
Y aquella especie de harapiento, por las trazas un mendigo, tal vez un peregrino, quizás un
poeta, le dio su último mendrugo de pan petrificado, y se marchó por la terrible sombra,
rezongando entre dientes.
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Preguntas:
Valoración personal:
En mi opinión este cuento nos hace ver el mundo de dos maneras distintas. Nos da una
perspectiva que tal vez nosotros no veíamos, la diferencia de clases sociales y como una
puede llegar a ser más egoísta. Nos enseña como aun que tengamos poco podemos ayudar a
los demás sin necesidad de hacer grandes cosas.
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La ninfa
Rubén Darío
En el castillo que últimamente acaba de adquirir Lesbia, esta actriz caprichosa y endiablada
que tanto ha dado que decir al mundo por sus extravagancias, nos hallábamos a la mesa
hasta seis amigos. Presidía nuestra Aspasia, quien a la sazón se entretenía en chupar como
niña golosa un terrón de azúcar húmedo, blanco entre las yemas sonrosadas. Era la hora del
chartreuse. Se veía en los cristales de la mesa como una disolución de piedras preciosas, y
la luz de los candelabros se descomponía en las copas medio vacías, donde quedaba algo de
la púrpura del borgoña, del oro hirviente del champaña, de las líquidas esmeraldas de la
menta.
Se hablaba con el entusiasmo de artista de buena pasta, tras una buena comida. Éramos
todos artistas, quién más, quién menos, y aun había un sabio obeso que ostentaba en la
albura de una pechera inmaculada el gran nudo de una corbata monstruosa.
Alguien dijo: - ¡Ah, sí, Fremiet! -Y de Fremiet se pasó a sus animales, a su cincel maestro,
a dos perros de bronce que, cerca de nosotros, uno buscaba la pista de la pieza, otro, como
mirando al cazador, alzaba el pescuezo y arbolaba la delgadez de su cola tiesa y erecta.
¿Quién habló de Mirón? El sabio, que recitó en griego el epigrama de Anacreonte: Pastor,
lleva a pastar más lejos tu boyada no sea que creyendo que respira la vaca de Mirón, la
quieras llevar contigo.
- ¡Bah! Para mí, los sátiros. Yo quisiera dar vida a mis bronces, y si esto fuese posible, mi
amante sería uno de esos velludos semidioses. Os advierto que más que a los sátiros adoro a
los centauros; y que me dejaría robar por uno de esos monstruos robustos, sólo por oír las
quejas del engañado, que tocaría su flauta lleno de tristeza.
El sabio interrumpió:
- ¡Bien! Los sátiros y los faunos, los hipocentauros y las sirenas han existido, como las
salamandras y el ave Fénix.
***
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-Si- continuó el sabio -: ¿con qué derecho negamos los modernos, hechos que afirman los
antiguos? El perro gigantesco que vio Alejandro, alto como un hombre, es tan real, como la
araña Kreken que vive en el fondo de los mares. San Antonio Abad, de edad de noventa
años, fue en busca del viejo ermitaño Pablo que vivía en una cueva. Lesbia, no te rías. Iba
el santo por el yermo, apoyado en su báculo, sin saber dónde encontrar a quien buscaba. A
mucho andar, ¿sabéis quién le dio las señas del camino que debía seguir? Un centauro,
medio hombre y medio caballo – dice un autor; - hablaba como enojado; huyó tan
velozmente que presto le perdió de vista el santo; así iba galopando el monstruo, cabellos al
aire y vientre a tierra.
En ese mismo viaje San Antonio vio un sátiro, «hombrecillo de extraña figura, estaba junto
a un arroyuelo, tenía las narices corvas, frente áspera y arrugada, y la última parte de su
contrahecho cuerpo remataba con pies de cabra».
-Ni más ni menos- dijo Lesbia. - ¡M. de Cocureau, futuro miembro del Instituto!
Siguió el sabio:
Lesbia había vuelto a llenar su copa de menta, y humedecía la lengua en el licor verde
como lo haría un animal felino.
-Dice Alberto Magno que en su tiempo cogieron a dos sátiros en los montes de Sajonia.
Enrico Zormano asegura que en tierras de Tartaria había hombres con sólo un pie y sólo un
brazo en el pecho. Vincencio vio en su época un monstruo que trajeron al rey de Francia,
tenía cabeza de perro (Lesbia reía). Los muslos, brazos y manos tan sin vello como los
nuestros (Lesbia se agitaba como una chicuela a quien hiciesen cosquillas); comía carne
cocida y bebía vino con todas ganas.
- ¡Colombine! - grito Lesbia. Y llegó Colombine, una falderilla que parecía un copo de
algodón. Tomóla su ama, y entre las explosiones de risa de todos:
Y le dio un beso en la boca, mientras el animal se estremecía e inflaba las naricitas como
lleno de voluptuosidad.
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Yo estaba feliz. No había desplegado mis labios - ¡Oh!, exclamé, ¡para mí las ninfas! Yo
desearía contemplar esas desnudeces de los bosques y de las fuentes, aunque, como Acteón,
fuese despedazado por los perros. Pero las ninfas no existen.
Concluyó aquel concierto alegre, con una gran fuga de risas y de personas.
- ¡Y qué! - me dijo Lesbia, quemándome con sus ojos de faunesa y con voz callada como
para que sólo yo la oyera. - ¡Las ninfas existen, tú las veras!
Eran un día primaveral. Yo vagaba por el parque del castillo, con el aire de un soñador
empedernido. Los gorriones chillaban sobre las lilas nuevas y atacaban a los escarabajos
que se defendían de los picotazos con sus corazas de esmeralda, con sus petos de oro y
acero. En las rosas el carmín, el bermellón, la onda penetrante de perfumes dulces: más allá
las violetas, en grandes grupos, con su color apacible y su olor a virgen. Después, los altos
árboles, los ramajes tupidos llenos de mil abejas, las estatuas en la penumbra, los
discóbolos de bronce, los gladiadores musculosos en sus soberbias posturas gímnicas, las
glorietas perfumadas, cubiertas de enredaderas, los pórticos, bellas imitaciones jónicas,
cariátides todas blancas y lascivas, y vigorosos telamones del orden atlántico, con anchas
espaldas y muslos gigantescos. Vagaba por el laberinto de tales encantos cuando oí un
ruido, allá en lo obscuro de la arboleda, en el estanque donde hay cisnes blancos como
cincelados en alabastro y otros que tienen la mitad del cuello del color del ébano, como una
pierna alba con media negra.
Llegué más cerca. ¿Soñaba? ¡Oh, nunca! Yo sentí lo que tú, cuando viste en su gruta por
primera vez a Egeria.
Estaba en el centro del estanque, entre la inquietud de los cisnes espantados, una ninfa, una
verdadera ninfa, que hundía su carne de rosa en el agua cristalina. La cadera a flor de
espuma parecía a veces como dorada por la luz opaca que alcanzaba a llegar por las brechas
de las hojas. ¡Ah!, yo vi lirios, rosas, nieve, oro; vi un ideal con vida y forma y oí entre el
burbujeo sonoro de la ninfa herida, como una risa burlesca y armoniosa, que me encendía la
sangre.
De pronto huyó la visión, surgió la ninfa del estanque, semejante a Citerea en su onda, y
recogiendo sus cabellos que goteaban brillantes, corrió por los rosales tras las lilas y
violetas, más allá de los tupidos arbolares, hasta perderse, ¡ay!, por un recodo; y quedé yo,
poeta lírico, fauno burlado, viendo a las grandes aves alabastrinas como mofándose de mí,
tendiéndome sus largos cuellos en cuyo extremo brillaba bruñida el ágata de sus picos.
***
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Después, almorzábamos juntos aquellos amigos de la noche
pasada, entre todos, triunfante, con su pechera y su gran corbata
obscura, el sabio obeso, futuro miembro del Instituto.
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Preguntas:
- La ninfa
Valoración personal:
Este cuento me gusta mucho ya que me da a entender que sin importar lo que digan los
demás puedo mantenerme fuerte a mis ideales, o a las creencias que tengo.
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Palomas blancas y garzas morenas
Rubén Darío
Mi prima Inés era rubia como una alemana. Fuimos criados juntos, desde muy niños, en
casa de la buena abuelita que nos amaba mucho y nos hacía vernos como hermanos,
vigilándonos cuidadosamente, viendo que no riñésemos. ¡Adorable, la viejecita, con sus
trajes agrandes flores, y sus cabellos crespos y recogidos como una vieja marquesa de
Boucher!
Inés era un poco mayor que yo. No obstante, yo aprendí a leer antes que ella; y comprendía
-lo recuerdo muy bien- lo que ella recitaba de memoria, maquinalmente, en una pastorela,
donde bailaba y cantaba delante del niño Jesús, la hermosa María y el señor San José; todo
con el gozo de las sencillas personas mayores de la familia, que reían con risa de miel,
alabando el talento de la actrizuela.
Inés crecía. Yo también, pero no tanto como ella. Yo debía entrar a un colegio, en internado
terrible y triste, a dedicarme a los áridos estudios del bachillerato, a comer los platos
clásicos de los estudiantes, a no ver el mundo - ¡mi mundo de mozo! - y mi casa, mi abuela,
mi prima, mi gato, -un excelente romano que se restregaba cariñosamente en mis piernas y
me llenaba los trajes negros de pelos blancos.
Partí.
Luego tuve revelaciones profundas. Supe muchas cosas. Entre ellas, que los besos eran un
placer exquisito.
Tiempo.
Leí Pablo y Virginia. Llegó un fin de año escolar, y salí, en vacaciones, rápido como una
saeta, camino de mi casa. ¡Libertad!
Mi prima, -pero ¡Dios santo, en tan poco tiempo! - se había hecho una mujer completa. Yo
delante de ella me hallaba como avergonzado, un tanto serio. Cuando me dirigía la palabra,
me ponía sonreírle con una sonrisa simple.
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Ya tenía quince años y medio Inés. La cabellera, dorada y luminosa al sol, era un tesoro.
Blanca y levemente amapolada, su cara era una creación murillesca, si veía de frente. A
veces, contemplando su perfil, pensaba en una soberbia medalla siracusana, en un rostro de
princesa. El traje, corto antes, había descendido. El seno, firme y esponjado, era un ensueño
oculto y supremo; la voz clara y vibrante, las pupilas azules, inefables; la boca llena de
fragancia de vida y de color de púrpura. ¡Sana y virginal primavera!
La abuelita me recibió con los brazos abiertos. Inés se negó a abrazarme, me tendió la
mano. Después, no me atreví a invitarla a los juegos de antes. Me sentía tímido. ¡Y qué!,
ella debía sentir algo de lo que yo. ¡Yo amaba a mi prima!
Oía, oreja atenta, el ruido de las ropas. Por la puerta entreabierta veía salir la pareja que
hablaba en voz alta. Cerca de mí pasaba el frufrú de las polleras antiguas de mi abuela, y
del traje de Inés, coqueto, ajustado, para mí siempre revelador.
¡Oh, Eros!
-Inés…
¿…?
¡Y estábamos solos, a la luz de una luna argentina, dulce, una bella luna de aquellas del país
de Nicaragua!
El dije todo lo que sentía, suplicante, balbuciente, echando las palabras, ya rápidas, ya
contenidas, febril, temeroso. ¡Sí! Se lo dije todo: las agitaciones sordas y extrañas que en
mi experimentaba cerca de ellas, el amor, el ansia; los tristes insomnios del deseo; mis
ideas fijas en ella, allá en mis meditaciones del colegio; y repetía como una oración sagrada
la gran palabra: ¡el amor! ¡Oh!, ella debía recibir gozosa mi adoración. Creceríamos más.
Seríamos marido y mujer…
Esperé.
La pálida claridad celeste nos iluminaba. El ambiente nos llevaba perfumes tibios que a mí
se me imaginaban propios para los fogosos amores. ¡Cabellos áureos, ojos paradisíacos,
labios encendidos y entreabiertos!
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- ¡Ve! La tontería…
Y corrió, como una gata alegre adonde se hallaba la buena abuela, rezando a la callada sus
rosarios y responsorios.
Con su reír interrumpía el rezo de la anciana que se quedó pensativa acariciando las cuentas
de su camándula. Y yo que todo lo veía, a la husma, de lejos, lloraba, sí, lloraba lágrimas
amargas, ¡las primeras de mis desengaños de hombre!
Un día, a pleno sol, Inés estaba en el jardín, regando trigo, entre los arbustos y las flores, a
las que llamaba sus amigas: unas palomas albas, arrulladoras, con sus buches níveos y
amorosamente musicales. Llevaba un traje -siempre que con ella he soñado la he visto con
el mismo, - gris azulado, de anchas mangas, que dejaban ver casi por entero los satinados
brazos alabastrinos, los cabellos los tenía recogidos y húmedos, y el vello alborotado de su
nuca blanca y rosa, era para mí como luz crespa. Las aves andaban a su alrededor
currucuqueando, e imprimían en el suelo oscuro la estrella acarminada de sus patas.
Hacía calor. Yo estaba oculto tras los ramajes de unos jazmineros. La devoraba con los
ojos. ¡Por fin se acercó por mi escondite, la prima gentil! Me vio trémulo, enrojecida la faz,
en mis ojos una llama viva y rara, y acariciante, y se puso a reír cruelmente, terriblemente.
¡Y bien! ¡Oh!, aquello no era posible. Me lancé con rapidez frente a ella. Audaz,
formidable debía de estar, cuando ella retrocedió como asustada, un paso.
- ¡Te amo!
Entonces tornó a reír. Una paloma voló a uno de sus brazos. Ella la mimó dándole granos
de trigo entre las perlas de su boca fresca y sensual. Me acerqué más. Mi rostro estaba junto
al suyo. Los cándidos animales nos rodeaban. Me turbaba el cerebro una onda invisible y
fuerte de aroma femenil. Se me antojaba Inés una paloma hermosa y humana, blanca y
sublime; y al propio tiempo llena de fuego, de ardor, un tesoro de dichas. No dije más. La
tomé la cabeza y la di un beso en una mejilla, un beso rápido, quemante de pasión furiosa.
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Ella un tanto enojada, salió en fuga. Las palomas se asustaron y alzaron el vuelo, formando
un opaco ruido de alas sobre los arbustos temblorosos. Yo abrumado, quedé inmóvil.
Al poco tiempo partía a otra ciudad. La paloma blanca y rubia no había, ¡ay! Mostrado a
mis ojos el soñado paraíso del misterioso deleite.
¡Musa ardiente y sacra para mi alma, el día había de llegar! Elena, la graciosa, la alegre,
ella fue el nuevo amor. ¡Bendita sea aquella boca, que murmuró por primera vez cerca de
mí las inefables palabras
Era allá, en una ciudad que está a la orilla de un lago de mi tierra, un lago encantador, lleno
de islas floridas, con pájaros de colores.
Los dos solos estábamos cogidos de las manos, sentados en el viejo muelle, debajo del cual
el agua glauca y oscura chapoteaba musicalmente. Había un crepúsculo acariciador, de
aquellos que son la delicia de los enamorados tropicales. En el cielo opalino se veía una
diafanidad apacible que disminuía hasta cambiarse en tonos de violeta oscuro, por la parte
del oriente, y aumentaba convirtiéndose en oro sonrosado en el horizonte profundo, donde
vibraban oblicuos, rojos y desfallecientes los últimos rayos solares. Arrastrada por el deseo,
me miraba la adorada mía y nuestros ojos se decían cosas ardorosas y extrañas. En el fondo
de nuestras almas cantaban un unísono embriagador como dos invisible y divinas filomelas.
Yo extasiado veía a la mujer tierna y ardiente; con su cabellera castaña que acariciaba con
mis manos, su rostro color de canela y rosa, su boca cleopatrina, su cuerpo gallardo y
virginal, y oía su voz queda, muy queda, que me decía frases cariñosas, tan bajo, como que
solo eran para mí, temerosa quizás de que se las llevase el viento vespertino. Fija en mí, me
inundaban de felicidad sus ojos de minerva, ojos verdes, ojos que deben siempre gustar a
los poetas. Luego, erraban nuestras miradas por el lago, todavía lleno de vaga claridad.
Cerca de la orilla, se detuvo un gran grupo de garzas morenas de esas que cuando el día
caliente, llegan a las riberas a espantar a los cocodrilos, que con las anchas mandíbulas
abiertas beben sol sobre las rocas negras. ¡Bellas garzas! Algunas ocultaban los largos
cuellos en la onda o bajo el ala, y semejaban grandes manchas de flores vivas y sonrosadas,
móviles y apacibles. A veces una, sobre una pata, se alisaba con el pico las plumas, o
permanecía inmóvil, escultural o hieráticamente, o varias daban un corto vuelo, formando
en el fondo de la ribera llena de verde, o en el cielo, caprichosos dibujos, como las
bandadas de grullas de un parasol chino.
Me imaginaba junto a mi amada, que, de aquel país de la altura, me traerían las garzas
muchos versos desconocidos y soñadores. Las garzas blancas las encontraba más puras y
más voluptuosas, con la pureza de la paloma y la voluptuosidad del cisne, garridas con sus
cuellos reales, parecidos a los de las damas inglesas que junto a los pajecillos rizados se ven
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en aquel cuadro en que Shakespeare recita en la corte de Londres. Sus alas, delicadas y
albas, hacen pensar en desfallecientes sueños nupciales, todas, -bien dice un poeta, - como
cinceladas en jaspe.
¡Ah, pero las otras, tenían algo de más encantador para mí! Mi Elena se me antojaba como
semejante a ellas, con su color de canela y de rosa, gallarda y gentil.
Ya el sol desaparecía arrastrando toda su púrpura opulenta del rey oriental. Yo había
halagado a la amada tiernamente con mis juramentos y frases melifluas y cálidas, y juntos
seguíamos en un lánguido dúo de pasión inmensa. Habíamos sido hasta ahí dos amantes
soñadores, consagrados místicamente uno a otro.
De pronto, y como atraídos por una fuerza secreta, en un momento inexplicable, nos
besamos en la boca, todos trémulos, con un beso para mí sacratísimo y supremo: el primer
beso recibido de labios de mujer. ¡Oh, Salomón, bíblico y real poeta! Tú lo dijiste como
nadie: Mel et lac sub lingua tua!
¡Ah, mi adorable, mi bella, mi querida garza morena! Tú tienes en los recuerdos profundos
que en mi alma forman lo más alto y sublime, una luz inmortal.
¡Porque tú me revelaste el secreto de las delicias divinas, en el inefable primer instante del
amor!
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Preguntas:
- Al inicio del cuento Rubén Darío vive en la casa de su abuelita y ya cuando crece se
muda a otra ciudad que está a la orilla de un lago.
- Es un narrador protagonista
Valoración personal:
La verdad es algo interesante al leer, ya que habla de un amor no correspondido pero lo que
lo hace increíble es que este amor que Rubén Darío sentía era hacia su propia prima. Cosa
que nosotros, o yo en lo personal, no algo normal ver algo así, y como el en su “inocencia”
piensa que no está mal. Pero luego ya llega a un punto que se llega a enamorar de alguien
más, y esta vez si se puede decir que es un enamoramiento normal, de elena, alguien que
conoció fuera de su ciudad, y como está vez si fue correspondido. Sinceramente es un
cuento que recomendaría leer.
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El rubí
Rubén Darío
- ¡Ah! ¡Conque es cierto! Conque ese sabio parisiense ha logrado sacar del fondo de
sus retortas, de sus matraces, ¡la púrpura cristalina de que están incrustados los
muros de mi palacio!
Y al decir esto el pequeño gnomo¹ iba y venía, de un lugar a otro, a cortos saltos,
por la honda cueva que le servía de morada; y hacía temblar su larga barba y el
cascabel de su gorro azul y puntiagudo.
En efecto, un amigo del centenario Chevreul -cuasi Althotas-, el químico Fremy, acababa
de descubrir la manera de hacer rubíes y zafiros.
Agitado, conmovido, el gnomo -que era sabidor y de genio harto vivaz- seguía
monologando.
-¡Ah, sabios de la edad media! ¡Ah Alberto el Grande, Averroes, Raimundo Lulio!
Vosotros no pudisteis ver brillar el gran sol de la piedra filosofal, y he aquí que sin estudiar
las fórmulas aristotélicas, sin saber cábala y nigromancia, llega un hombre del siglo décimo
nono a formar a la luz del día lo que nosotros fabricamos en nuestros subterráneos! ¡Pues el
conjuro! Fusión por veinte días, de una mezcla de sílice y de aluminato de plomo:
coloración con bicromato de potasa, o con óxido de cobalto. Palabras en verdad, que
parecen lengua diabólica.
Risa.
Luego se detuvo.
** cuerpo del delito estaba ahí, en el centro de la gruta, sobre una gran roca de oro; un
pequeño rubí, redondo, un tanto reluciente, como un grano de granada al sol.
El gnomo tocó un cuerno, el que llevaba a su cintura, y el eco resonó por las vastas
concavidades. Al rato, un bullicio, un tropel, una algazara. Todos los gnomos habían
llegado.
Era la cueva ancha, y había en ella una claridad extraña y blanca. Era la claridad de los
carbunclos² que en el techo de piedra centelleaban, incrustados, hundidos, apiñados, en
focos múltiples; una dulce luz lo iluminaba todo.
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diamantes, blancos y limpios como gotas de agua, emergían los iris de sus cristalizaciones;
cerca de calcedonias colgantes en estalactitas, las esmeraldas esparcían sus resplandores
verdes, y los zafiros, en amontonamientos raros, en ramilletes que pendían del cuarzo,
semejaban grandes flores azules y temblorosas.
Puck se había entrometido en el asunto, ¡el pícaro Puck! Él había llevado el cuerpo del
delito, el rubí falsificado, el que estaba ahí, sobre la roca de oro, como una profanación
entre el centelleo de todo aquel encanto.
Cuando los gnomos estuvieron juntos, unos con sus martillos y cortas hachas en las manos,
otros de gala, con caperuzas flamantes y encarnadas, llenas de pedrería, todos curiosos,
Puck dijo así:
-Me habéis pedido que os trajese una muestra de la nueva falsificación humana, y he
satisfecho esos deseos.
Los gnomos, sentados a la turca, se tiraban de los bigotes; daban las gracias a Puck, con una
pausada inclinación de cabeza; y los más cercanos a él examinaban con gesto de asombro,
las lindas alas, semejantes a las de un hipsipilo.
Continuó:
-¡Oh Tierra! ¡Oh Mujer! Desde el tiempo en que veía a Titania no he sido sino un esclavo
de la una, un adorador casi místico de la otra.
-¡Esos rubíes! En la gran ciudad de París, volando invisible, los vi por todas partes.
Brillaban en los collares de las cortesanas, en las condecoraciones exóticas de los
rastaquers, en los anillos de los príncipes italianos y en los brazaletes de las primadonas.
-Yo me colé hasta cierto gabinete rosado muy en boga… Había una hermosa mujer
dormida. Del cuello le arranqué un medallón y del medallón el rubí. Ahí lo tenéis.
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¡Y dieron su opinión después, acerca de aquella piedra falsa, obra de hombre o de sabio,
que es peor!
-¡Vidrio!
-¡Maleficio!
-¡Ponzoña y cábala!
-¡Química!
El gnomo más viejo, andando con sus piernas torcidas, su gran barba nevada, su aspecto de
patriarca, su cara llena de arrugas:
Todos escucharon.
-Yo, yo que soy el más viejo de vosotros, puesto que apenas sirvo ya para martillar las
facetas de los diamantes; yo, que he visto formarse estos hondos alcázares; que he
cincelado los huesos de la tierra, que he amasado el oro, que he dado un día un puñetazo a
un muro de piedra, y caí a un lago donde violé a una ninfa; yo, el viejo, os referiré de cómo
se hizo el rubí.
Oíd:
**ck sonreía curioso. Todos los gnomos rodearon al anciano cuyas canas palidecían a los
resplandores de la pedrería, y cuyas manos extendían su movible sombra en los muros,
cubiertos de piedras preciosas, como un lienzo lleno de miel donde se arrojasen granos de
arroz.
-Un día, nosotros, los escuadrones que tenemos a nuestro cargo las minas de diamantes,
tuvimos una huelga que conmovió toda la tierra, y salimos en fuga por los cráteres de los
volcanes.
El mundo estaba alegre, todo era vigor y juventud; y las rosas, y las hojas verdes y frescas,
y los pájaros en cuyos buches entra el grano y brota el gorjeo, y el campo todo, saludaban al
sol y a la primavera fragante.
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Estaba el monte armónico y florido, lleno de trinos y de abejas; era una grande y santa
nupcia la que celebraba la luz; y en el árbol la savia ardía profundamente, y en el animal
todo era estremecimiento o balido o cántico, y en el gnomo había risa y placer.
Yo había salido por un cráter apagado. Ante mis ojos había un campo extenso. De un salto
me puse sobre un gran árbol, una encina añeja. Luego, bajé al tronco, y me hallé cerca de
un arroyo, un río pequeño y claro donde las aguas charlaban diciéndose bromas cristalinas.
Yo tenía sed. Quise beber ahí… Ahora, oíd mejor.
-¿Ninfas?
-No, mujeres.
**o sabía cuál era mi gruta. Con dar una patada en el suelo, abría la arena negra y llegaba a
mi dominio. Vosotros, pobrecillos, gnomos jóvenes, tenéis mucho que aprender!
Bajo los retoños de unos helechos nuevos me escurrí, sobre unas piedras deslavadas por la
corriente espumosa y parlante; y a ella, a la hermosa, a la mujer la agarré de la cintura, con
este brazo antes tan musculoso; gritó, golpeé el suelo; descendimos. Arriba quedó el
asombro; abajo el gnomo soberbio y vencedor.
Un día yo martillaba un trozo de diamante inmenso que brillaba como un astro y que al
golpe de mi maza se hacía pedazos.
El pavimento de mi taller se asemejaba a los restos de un sol hecho trizas. La mujer amada
descansaba a un lado, rosa de carne entre maceteros de zafir, emperatriz del oro, en un
lecho de cristal de roca, toda desnuda y espléndida como una diosa.
Ella amaba a un hombre, y desde su prisión le enviaba sus suspiros. Éstos pasaban los poros
de la corteza terrestre y llegaban a él; y él, amándola también, besaba las rosas de cierto
jardín; y ella, la enamorada, tenía -yo lo notaba- convulsiones súbitas en que estiraba sus
labios rosados y frescos como pétalos de centifolia. ¿Cómo ambos así se sentían? Con ser
quien soy, no lo sé.
Había acabado yo mi trabajo; un gran montón de diamantes hechos en un día; la tierra abría
sus grietas de granito como labios con sed, esperando el brillante despedazamiento del rico
cristal. Al fin de la faena, cansado, di un martillazo que rompió una roca y me dormí.
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Desperté al rato al oír algo como un gemido.
De su lecho, de su mansión más luminosa y rica que las de todas las reinas de Oriente,
había volado fugitiva, desesperada, la amada mía, la mujer robada. ¡Ay! Y queriendo huir
por el agujero abierto por mi masa de granito, desnuda y bella, destrozó su cuerpo blanco y
suave como de azahar y mármol y rosa, en los filos de los diamantes rotos. Heridos sus
costados, chorreaba la sangre; los quejidos eran conmovedores hasta las lágrimas. ¡Oh,
dolor!
Yo desperté, la tomé en mis brazos, le di mis besos más ardientes; mas la sangre corría
inundando el recinto, y la gran masa diamantina se teñía de grana. Me pareció que sentía, al
darle un beso, un perfume salido de aquella boca encendida: el alma; el cuerpo quedó
inerte.
Cuando el gran patriarca nuestro, el centenario semidiós de las entrañas terrestres, pasó por
allí, encontró aquella muchedumbre de diamantes rojos…
**usa.
-¿Habéis comprendido?
Los gnomos muy graves se levantaron. Examinaron más de cerca la piedra falsa, hechura
del sabio.
-¡Brilla pálidamente!
-¡Impostura!
Y en ronda, uno por aquí, otro por allá, fueron a arrancar de los muros pedazos de arabesco,
rubíes grandes como una naranja, rojos y chispeantes como un diamante hecho sangre; y
decían:
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Se comprendieron todos. Tomaron el rubí falso, lo despedazaron y arrojaron los
fragmentos, -con desdén terrible- a un hoyo que abajo daba a una antiquísima selva
carbonizada.
Después, sobre sus rubíes, sobre sus ópalos, entre aquellas paredes resplandecientes,
empezaron a bailar asidos de las manos una farandola loca y sonora.
** Puck volaba afuera, en el abejeo del alba recién nacida, camino de una pradera en flor. Y
murmuraba -siempre con su sonrisa sonrosada!:
-Tierra… Mujer…
Porque tú, ¡oh madre Tierra!, eres grande, fecunda, de seno inextinguible y sacro; y de tu
vientre moreno brota la savia de los troncos robustos, y el oro y el agua diamantina, y la
casta flor de lis. ¡Lo puro, lo fuerte, lo infalsificable! ¡Y tú, mujer, eres espíritu y carne,
toda Amor!
FIN
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Preguntas:
- El rubí.
- Es un narrador homodiegético.
- Rubén Darío quería a dar a entender dos cosas con este cuento; la primera la
vanidad de los hombres frente al poder de la naturaleza y el elogio de la mujer.
Valoración personal:
Un cuento interesante, al ver como los gnomos buscan como mantener los rubies reales, sin
conformarse con poco- Y como nosotros los humanos llegamos a conformarnos con lo más
mínimo.
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La virgen de la paloma
Rubén Darío
Anduvo, anduvo.
Volvía ya a su morada. Dirigíase al ascensor cuando oyó una risa infantil, armónica, y él,
poeta incorregible, buscó los labios de donde brotaba aquella risa.
Bajo un cortinaje de madreselvas, entre plantas olorosas y maceteros floridos, estaba una
mujer pálida, augusta, madre, con un niño tierno y risueño. Sosteníale en uno de sus brazos,
el otro lo tenía en alto, y en la mano una paloma, una de esas palomas albísimas que
arrullan a sus pichones de alas tornasoladas, inflando el buche como un seno de virgen, y
abriendo el pico de donde brota la dulce música de su caricia.
La madre mostraba al niño la paloma, y el niño, en su afán de cogerla, abría los ojos,
estiraba los bracitos, reía gozoso; y su rostro al sol tenía como un nimbo; y la madre, con la
tierna beatitud de sus miradas, con su esbeltez solemne y gentil, con la aurora en las pupilas
y la bendición y el beso en los labios, era como una azucena sagrada, como una María llena
de gracia, irridiando la luz de un candor inefable. El niño Jesús, real como un dios infante,
precioso como un querubín paradiasíaco, queria asir aquella paloma blanca, bajo la cúpula
inmensa del cielo azul.
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Preguntas:
- La virgen de la paloma
- Es un narrador omnisciente.
- Hace una referencia al amor de una madre, comparándolo con algo divino, como la
Virgen María haciendo referencia a la madrea, y con el niño Jesús haciendo
referencia al niño en los brazos de su madre.
Valoración personal:
Un cuento representando el amor tan puro que tiene una madre por su hijo, un cuento lleno
de amor, alegría, y inocencia. Aun que sea corto se siente el amor que busca transmitir.
El pájaro azul
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Rubén Darío
París es teatro divertido y terrible. Entre los concurrentes al café Plombier, buenos y
decididos muchachos -pintores, escultores, escritores, poetas, sí, ¡todos buscando el viejo
laurel verde - ninguno más querido que aquel pobre Garcín, triste casi siempre, buen
bebedor de ajenjo, soñador que nunca se emborrachaba, y, como bohemio intachable, bravo
improvisador.
El pájaro azul era el pobre Garcín. ¿No sabéis por qué se llamaba así? Nosotros le
bautizamos con ese nombre.
Ello no fue un simple capricho. Aquel excelente muchacho tenía el vino triste. Cuando le
preguntábamos por qué cuando todos reíamos como insensatos o como chicuelos, él
arrugaba el ceño y miraba fijamente el cielo raso, y nos respondía sonriendo con cierta
amargura...
-Camaradas: habéis de saber que tengo un pájaro azul en el cerebro, por consiguiente...
Sucedía también que gustaba de ir a las campiñas nuevas, al entrar la primavera. El aire del
bosque hacía bien a sus pulmones, según nos decía el poeta.
Los versos eran para nosotros. Nosotros los leíamos y los aplaudíamos. Todos teníamos una
alabanza para Garcín. Era un ingenio que debía brillar. El tiempo vendría. ¡Oh, el pájaro
azul volaría muy alto! ¡Bravo! ¡Bien! ¡Eh, mozo, más ajenjo!
Principios de Garcín:
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Andaba por los bulevares; veía pasar indiferente los lujosos carruajes, los elegantes, las
hermosas mujeres. Frente al escaparate de un joyero sonreía; pero cuando pasaba cerca de
un almacén de libros, se llegaba a las vidrieras, husmeaba, y al ver las lujosas ediciones, se
declaraba decididamente envidioso, arrugaba la frente; para desahogarse volvía el rostro
hacia el cielo y suspiraba. Corría al café en busca de nosotros, conmovido, exaltado, casi
llorando, pedía un vaso de ajenjo y nos decía:
-Sí, dentro de la jaula de mi cerebro está preso un pájaro azul que quiere su libertad...
"Sé tus locuras en París. Mientras permanezcas de ese modo, no tendrás de mí un solo sou.
Ven a llevar los libros de mi almacén, y cuando hayas quemado, gandul, tus manuscritos de
tonterías, tendrás mi dinero."
-¿Y te irás?
-¿No te irás?
-¿Aceptas?
-¿Desdeñas?
¡Bravo Garcín! Rompió la carta y soltando el trapo a la vena, improvisó unas cuantas
estrofas, que acababan, si mal no recuerdo:
Desde entonces Garcín cambió de carácter. Se volvió charlador, se dio un baño de alegría,
compró levita nueva, y comenzó un poema en tercetos titulado, pues es claro: El pájaro
azul.
Cada noche se leía en nuestra tertulia algo nuevo de la obra. Aquello era excelente,
sublime, disparatado.
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Allí había un cielo muy hermoso, una campiña muy fresca, países brotados como por la
magia del pincel de Corot, rostros de niños asomados entre flores; los ojos de Nini húmedos
y grandes; y por añadidura, el buen Dios que envía volando, volando, sobre todo aquello,
un pájaro azul que sin saber cómo ni cuándo anida dentro del cerebro del poeta, en donde
queda aprisionado. Cuando el pájaro quiere volar y abre las alas y se da contra las paredes
del cráneo, se alzan los ojos al cielo, se arruga la frente y se bebe ajenjo con poca agua,
fumando además, por remate, un cigarrillo de papel.
He ahí el poema.
Una noche llegó Garcín riendo mucho y, sin embargo, muy triste.
-¡Una noticia! ¡Una noticia! Canto último de mi poema. Niní ha muerto. Viene la primavera
y Niní se va. Ahorro de violetas para la campiña. Ahora falta el epílogo del poema. Los
editores no se dignan siquiera leer mis versos. Vosotros muy pronto tendréis que
dispersaros. Ley del tiempo. El epílogo debe de titularse así: "De cómo el pájaro azul alza
el vuelo al cielo azul".
¡Plena primavera! Los árboles florecidos, las nubes rosadas en el alba y pálidas por la tarde;
el aire suave que mueve las hojas y hace aletear las cintas de los sombreros de paja con
especial ruido! Garcín no ha ido al campo.
Hele ahí, viene con traje nuevo, a nuestro amado Café Plombier, pálido, con una sonrisa
triste.
-¡Amigos míos, un abrazo! Abrazadme todos, así, fuerte; decidme adiós con todo el
corazón, con toda el alma... El pájaro azul vuela.
Y el pobre Garcín lloró, nos estrechó, nos apretó las manos con todas sus fuerzas y se fue.
Todos dijimos: Garcín, el hijo pródigo, busca a su padre, el viejo normando. Musas, adiós;
adiós, gracias. ¡Nuestro poeta se decide a medir trapos! ¡Eh! ¡Una copa por Garcín!
Pálidos, asustados, entristecidos, al día siguiente, todos los parroquianos del Café Plombier
que metíamos tanta bulla en aquel cuartucho destartalado, nos hallábamos en la habitación
de Garcín. Él estaba en su lecho, sobre las sábanas ensangrentadas, con el cráneo roto de un
balazo. Sobre la almohada había fragmentos de masa cerebral... ¡Horrible!
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Preguntas:
- El pájaro azul
- Es un narrador omnisciente.
- Habla como entre medio de la tristeza de Garcín al no saber qué hacer con su vida,
decide quitársela. La muerte la representa como un pájaro azul saliendo a la
libertad.
Valoración personal:
Uno de los cuentos que más me gustó al leer, creo que por el hecho que es impactante como
Garcín tomó el valor de quitarse su propia vida, con tal de volver a ser “feliz”. Tal vez no
era la única ni la mejor opción, pero el se pudo sentir mas tranquilo después de todo.
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Poemas
Venus
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En la tranquila noche, mis nostalgias amargas sufrían.
En busca de quietud bajé al fresco y callado jardín.
En el obscuro cielo Venus bella temblando lucía,
como incrustado en ébano un dorado y divino jazmín.
-Rubén Darío
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Señora, Amor es violento,
y cuando nos transfigura
nos enciende el pensamiento
la locura.
Mi gozo tu paladar
rico panal conceptúa,
como en el santo Cantar:
Mel et lac sub lingua tua.
La delicia de tu aliento
en tan fino vaso apura,
y me enciende el pensamiento
la locura.
-Rubén Darío
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Creo que me da a entender que no está al cien por ciento listo para una “relación”, o
que tal vez no siente que su amor será correspondido por lo que dice: “No pidas paz
en mis brazos que a los tuyos tienen presos”
-Rubén Darío
Lo fatal
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Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
-Rubén Darío
*En este poema se puede decir que no hay valores ya que habla de la muerte, y de la
angustia que se siente.
Melancolía
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que llevo sobre el alma. Las espinas sangrientas
dejan caer las gotas de mi melancolía.
-Rubén Darío
Mía
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Tu sexo fundiste
con mi sexo fuerte,
fundiendo dos bronces.
-Rubén Darío
Divagaciones
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cual la de mi Señor Jesucristo,
mi alma está triste hasta la muerte.
-Rubén Darío
La tristeza que uno siento al saber que a veces ni le encontramos sentido a lo que hacemos,
o por qué lo hacemos, en como a veces las personas nos hieren.
Gaita galaica
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Canta. Es el tiempo. Haremos danzar
al fino verso de rítmicos pies.
Ya nos lo dijo el Eclesiastés:
tiempo hay de todo: hay tiempo de amar,
-Rubén Darío
Leconte de Lisle
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Tú tienes en tu canto como ecos de Oceano;
se ve en tu poesía la selva y el león;
salvaje luz irradia la lira que en tu mano
derrama su sonora, robusta vibración.
-Rubén Darío
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Misteriosa y cabalística,
puede dar celos a Diana,
con su faz de porcelana
de una blancura eucarística.
Y al sonreírse vi en ella
el resplandor de una estrella
que fuese alma de una esfinge.
-Rubén Darío
representa una belleza diferente a lo que normalmente él ha visto. Casi parece una figura
idealizada de una mujer, pero no parece que es real.
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