Sujeto Frankenstein

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Frankenstein Educador - Meirieu

A MITAD DEL RECORRIDO: POR UNA VERDADERA REVOLUCION


COPERNICANA EN PEDAGOGÍA

La ley de orientación en educación, aprobada por el parlamento francés en 1989, afirma


explícitamente que «el alumno debe estar en el centro del sistema educativo».
Claparede hablaba de la necesidad de una «verdadera revolución, del cambio en la
pedagogía» y entender que «las lecciones están hechas para los alumnos, y no los alumnos
para las lecciones».
Seguía la pista de Rousseau consideraba que una pedagogía normativa y autoritaria que
trata de «domesticar» al niño con objeto de imponer saberes y actitudes. Pensaba, que la
pedagogía debe centrarse en el niño, el cual se convierte en el actor principal de su propia
educación y desarrollo.
Pero no es seguro que las cosas sean tan sencillas, dado que el niño no sabe todavía que es
necesario y beneficioso para su propio desarrollo, y la decisión recae en el adulto que, se
organiza para que su pupilo descubra por sí mismo aquello que ya se ha decidido que
descubra y desee en el momento apropiado aquello que su educador considera deseable.
Rousseau consiste en organizar la pedagogía en torno al «interés del niño», pero de tal
modo que este vea una convergencia entre «lo que le interesa» y «lo que va en su interés»
Ahora bien: ya sabemos que el niño llega al mundo infinitamente pobre, y que no puede
desarrollarse más que gracias a un entorno estimulante y a su inscripción en una cultura.
Atender sus peticiones, someterse a sus necesidades, proponer tan sólo aquello que tiene
ganas de hacer y que ya es capaz de hacer
La primera exigencia consiste en renunciar a convertir el parentesco en una relación de
posesión. No se trata de fabricar un ser que nos satisfaga por gusto o narcisismo, sino que
llega como una promesa de una superación de esa historia. Los educadores se sorprenden
a veces de las dificultades con que topan: los niños, negados, no son dóciles, y, cuando lo
son, la mayor parte de las veces es que intenta aplastarnos para acabar haciendo lo que
quieren.
Para empezar, no quieren nunca lo que deberían querer en el momento adecuado: cuando
quisiéramos que estudiasen pero les da por mirar una serie de televisión como recurso
para no estudiar.
Luego, cuando por fin consienten en hacer lo que uno cree útil para ellos, jamás lo hacen
como corresponde: lo enfocan mal, van demasiado aprisa o demasiado despacio, no
respetan los buenos métodos.
En resumen, hay que admitir que lo “normal”, en educación, es que «no funcione»: que el
otro se resista, se esconda o se rebele. Lo «normal» es que la persona que se construye
frente a nosotros no se deje llevar, o incluso se nos oponga, para recordarnos que no es un
objeto en construcción sino un sujeto que se construye.

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La segunda exigencia es reconocer al que llega como alguien que no puedo moldear a
mi gusto. Es inevitable y saludable que alguien se resista al que lo quiere “fabricar”. Más
allá del aire provocador de la fórmula, hay en ella una idea esencial: la actividad del
maestro tiene que relacionarse al trabajo y a los progresos del alumno. Si la enseñanza
tradicional es eficaz, no renunciar a ella, pero el progreso del alumno no depende solo de la
calidad del espectáculo, sino de cómo lo reciba. No es seguro mantener la enseñanza
tradicional para alumnos que la rechacen o la reciban pasivamente.
La tercera exigencia es aceptar que la transmisión de saberes y conocimientos no se
realiza nunca de modo mecánico y no puede concebirse en forma de idénticos como la que
va implícita en muchas formas de enseñanza. Supone una reconstrucción, por parte del
sujeto, de saberes y conocimientos que ha de inscribir en su proyecto y de los que ha de
percibir en qué contribuyen a su desarrollo. El sujeto decide aprender o el educador admite
el no-poder.
A veces renunciar a enseñar, pero nunca renunciar a hacer aprender. El peligro de
transmitir saberes mecánicamente es caer en el despecho y el abandono. Eso sería
mantener a alguien fuera del círculo humano y condenarlo a la violencia. Para nuestro
entender, el único modo de conseguirlo es admitir de una vez por todas que nadie puede
tomar por otro la decisión de aprender. Porque aprender es difícil. Es, incluso, una
operación que puede parecer imposible, porque aprender es “hacer algo que no se sabe
hacer para aprender a hacerlo”.
La cuarta exigencia consiste en constatar, sin quejas, que nadie puede ponerse en el
lugar de otro y que todo aprendizaje supone una decisión personal del que aprende. Esa
decisión es, precisamente, aquello por lo cual alguien supera lo que le viene pasando y
todas las previsiones en las que el entorno y él mismo tienen tan a menudo tendencia a
encerrarse. «Hacer sitio al que llega» no es tan simple.
Ahí, el mundo social y económico es despiadado, pobre de aquél que no consiga
imponerse. La educación al contrario, ha de mantenerse, fuera de duda, como un reducto
de resistencia; de resistencia contra los excesos de individualismo, contra la competición
encarnizada, etc. Queda inscrito de una vez por todas en trayectorias personales de las que
no se puede salir.
Ahora bien: decir que la seguridad no está garantizada, porque los espacios educativos, en
su mayor parte, sean o no escolares, son sitios en que correr riesgos es prácticamente
imposible. La mirada del adulto que juzga y evalúa, la mirada de los demás, que se burlan,
aprisionan, las expectativas de aquéllos de quienes hay que mostrarse digno, son otros
obstáculos para el aprendizaje.
Eso supone, claro está, que, desde muy temprano, se establezcan reglas y se construyan
prohibiciones; pero prohibiciones que sólo tengan sentido si, por otra parte, autorizan y si
el niño lo sabe. La prohibición de la burla, sólo tiene sentido porque es condición para que
cada cual intente nuevos aprendizajes sin preocuparse de su torpeza.
Siempre se subestima demasiado la inteligencia de los niños y su capacidad de motivarse
por cosas de envergadura. Su tarea es instalar un espacio donde aprender y, en él,
proponer objetos a los que el niño pueda aplicar su deseo de saber, justo lo contrario de lo
que hay en el mito de Frankenstein.

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La quinta exigencia consiste en no confundir el no-poder del educador en lo que hace a
la decisión de aprender y el poder que sí tiene sobre las condiciones que posibilitan esa
decisión. Es cosa suya, también, el inscribir proposiciones de aprendizaje en problemas
vivos que les den sentido.
La construcción del espacio de seguridad como «marco posible para los aprendizajes», y el
trabajo sobre los sentidos como un «poner a disposición de los que aprenden una energía
capaz de movilizarse hacia saberes», son las dos responsabilidades esenciales del
pedagogo. Hacia la conquista de «la autonomía» hay que desconfiar, sin duda alguna, de la
noción de autonomía. Nadie está en contra de la autonomía y ese mismo hecho debería
ponernos en guardia. Hablando en propiedad, nadie es nunca del todo autónomo: soy
autónomo financieramente, más o menos, pero en absoluto afectivamente, porque
depende en gran medida de mis relaciones con mi entorno y del afecto que se me tenga.
En realidad, un ser completamente autónomo sería, en sentido estricto, un ser
«suficiente», es decir, un ser absolutamente insoportable para sus semejantes; mientras
que un ser completamente heterónomo, es decir, incapaz de bastarse a sí mismo en nada,
estaría en peligro constante de muerte psicológica o física.
Concebida de ese modo, la autonomía pasa a ser algo muy distinto de un deseo piadoso o
de una incitación por parte del sistema.
Por eso, en pedagogía, habría que poder hablar, aunque la expresión suene un tanto a
jerga, de «proceso de autonomización». Es cosa de, por lo menos, combatir la ilusión de la
autonomía como estado definitivo y global en el que la persona se instala de una vez por
todas. La autonomización es en muchos aspectos, lo contrario de lo que guía al doctor
Frankenstein con su criatura.
La sexta exigencia consiste en inscribir en el seno de toda actividad educativa la
cuestión de la autonomía del sujeto. La autonomía se adquiere en el curso de toda la
educación, cada vez que una persona se apropia de un saber, lo hace suyo, lo reutiliza por
su cuenta y lo reinvierte en otra parte. Sobre el sujeto en educación, o por qué la pedagogía
es castigada siempre, en el seno de las ciencias humanas, por atreverse a afirmar el
carácter no científico de la obra educativa. Y es que, las «ciencias de la educación» y la
«pedagogía» vienen a ser, a menudo, más o menos lo mismo. En ese sentido, el estatus de
las ciencias de la educación no queda demasiado lejos del de la medicina o el de las ciencias
políticas: en todos esos casos, se recurre a disciplinas que ayudan para arrojar luz sobre
decisiones que no son directamente deducibles de una sola de ellas.
La finalidad de la investigación pedagógica es, en realidad, generar discursos que ayuden a
los prácticos a acceder a la comprensión de su práctica; e intenta hacer eso mediante una
retórica específica que intenta, al mismo tiempo, ayudarles a percibir qué está en juego en
lo que hacen, permitirles comprender lo que ocurre ante sus ojos y respaldar su inventiva
ante las situaciones con que se encaran.
La séptima exigencia consiste en asumir «la insostenible ligereza de la pedagogía».
Dado que en ella el hombre admite su no poder sobre el otro, dado que el pedagogo no
actúa más que sobre las condiciones que permiten a aquél al que educa actuar por sí
mismo, no puede construir un sistema que le permita circunscribir su actividad dentro de
un campo teórico de certidumbres científicas.

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LA PEDAGOGÍA CONTRA FRANKENSTEIN.

El asunto aquí es considerar al niño como un sujeto que aprende «libremente», es decir,
«según los principios de su propia naturaleza», empleando la voluntad pero en una
situación elaborada y controlada por el educador.
Se enfrenta a las representaciones implícitas o explícitas del niño como «cera blanda» en la
que el educador sólo ha de imprimir una huella refuta la idea de que el alumno no sea más
que una placa fotográfica y baste con «impresionarla» mediante una buena exposición,
elaborarla por medio de un trabajo personal bien llevado y, por último, contemplada, para
comprobar si es de calidad, el día del ejercicio o del examen.
Habrá quejas de manipulación, incluso de escándalo! Habrá rebeldía contra ese
maquiavelismo pedagógico que no era esperable de la pluma de quien a menudo es
presentado como el cantor por excelencia del «respeto al niño».
Comprendió muy bien que, mientras el niño no está educado, no puede elegir sus fines de
aprendizaje ni decidir qué es importante para él. «Nacemos débiles, necesitamos fuerzas;
nacemos desprovistos de todo, necesitamos ayuda; nacemos estúpidos, necesitamos juicio.
Todo lo que no tenemos al nacer pero necesitamos de mayores nos es dado por la
educación».
Ahí está la verdadera diferencia entre un niño y un adulto: un niño ha de ser educado. Un
adulto puede seguir aprendiendo, pero elige él mismo qué aprender: en el verdadero
sentido del término, no debe ser, no puede ser educado. Ejercer plenamente la autoridad
de educador, sin actuar directamente sobre la voluntad del niño.
Por eso es cuestión de poner a disposición del niño objetos que pueda comprender, hay que
colocarle en situación de experimentar sin riesgo el uso de esos objetos.
Ahora bien, en la realidad, pese a sus convicciones y su inventiva, el educador no siempre
consigue que el otro haga lo que él considera que le conviene. A veces el niño ya sabe que el
educador no le desea ningún daño. Puede suceder,
Incluso, que el niño perciba cuál es exactamente el interés de lo que le proponen pero, pese
a ello, lo rechace: quiere hacerlo él mismo, solo y cuando a él le parezca, lo que quiere.
No puede mandarse sobre la voluntad del otro sin arriesgarse a que se nos escape por el
mismo movimiento que hace existir esa voluntad. Es ahí donde se redescubre, una y otra
vez, la diferencia esencial entre la fabricación de un objeto y la formación de una persona
lo he preparado todo cuidadosamente.
Desde un inicio, ee entrada, prestaron atención al «ritmo» de aprendizaje y, por medio de
un sistema de trabajo con fichas o de la preparación de «máquinas de aprender», llegaron
a resultados especialmente significativos en los que se ve a alumnos que se ponen a
trabajar solos cuando llegan a clase, retornan su progreso a partir del punto enque se
habían quedado el día anterior, se documentan, evalúan su nivel mediante utensilios
autocorrectores, y todo eso sin estar bajo la mirada vigilante del maestro, aquel consejero

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metodológico, aquel que dicta las condiciones de trabajo y mantiene firme de la exigencia
intelectual necesaria para que esas situaciones no deriven en juegos o en bricolaje.
Desde hace una veintena de años, los investigadores han ido analizando mejor los efectos
de esas prácticas y han podido despejar tanto su interés como sus limitaciones.
De ese modo, han introducido la expresión «pedagogía diferenciada». En contra de las
apariencias, no es un simple apaño de vocabulario sino, al mismo tiempo, la expresión de
una nueva ambición y una ampliación notable de las prácticas pedagógicas. Porque con la
puesta en marcha de la «escuela única» y de lo que se llama la «masificación del sistema
educativo», los enseñantes se han encarado a nuevos retos. Ya no se trata sólo de
democratizar el acceso a la escuela: hay que democratizar también el éxito, gestionando lo
mejor posible la inevitable heterogeneidad en las clases.
Desde esa perspectiva, conviene, está muy claro, tener presentes, como lo hacía la
«pedagogía individualizada» de comienzos de siglo, los ritmos de aprendizaje; pero
cuidado: no hay que imponer a todos, y siempre, una estricta individualización del trabajo
que privilegia, evidentemente, un determinado «perfil de alumnos» y no se adapta a todos
los fines de aprendizaje.
Tomar al alumno tal como es, allí donde está» es oficiar los funerales del mito de
Pigmalión y del proyecto del doctor Frankenstein, de la ilusión de la tabla rasa y de la
nostalgia de la cera blanda donde imprimir el sello del saber y de la ciencia.
En contra de toda programación tecnocrática, la pedagogía diferenciada sitúa en el núcleo
de la empresa pedagógica la invención del yo en un universo en el que el maestro
multiplica las ocasiones, de ejercer la inteligencia y de adquirir saberes. Alicia en «el país
de las maravillas» representa aquí lo diametralmente inverso que Pinocho en «el país de
los juguetes»: la clase no es unsitio donde cebar al niño con objetos que se supone que
responden a su deseo, aboliéndose así en él, en realidad, todo deseo; es un ámbito de
aventuras donde en cada cruce de caminos se presentan nuevos descubrimientos y donde,
una y otra vez, se encuentra a un gato que nos obliga a interrogarnos sobre nosotros
mismos; hay que reactivar el deseo cuando éste tiende a dejarse absorber por el imaginario
de un adulto que nunca tiene realmente del todo ganas de que el niño crezca y se le escape.

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