Mazzuca (2011) El Lugar de La Palabra

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EL LUGAR DE LA PALABRA EN LA C/SESIÓN ANALÍTICA1

(La instancia de la voz y la letra en el inconsciente freudiano del Hombre de las Ratas)

MARCELO MAZZUCA

“… hay un principio, un comienzo, un fin.

<<Lugar>> es porque se debe comenzar por el comienzo.

Al principio no está el origen, está el lugar.”2

J. Lacan

“…hay que definir este Otro como el lugar de la palabra.

No es desde dónde la palabra se emite,

sino dónde cobra su valor de palabra,

es decir,

donde ésta inaugura la dimensión de la verdad.”3

J. Lacan

Freud, en su texto “Análisis terminable e interminable” 4, formula explícitamente


y sin rodeos la pregunta por el estatuto del ser del sujeto luego de haber sido modificado
por la experiencia analítica. Lo hace después de haber afirmado —con un poco de apuro
y al pasar— que “...el análisis no consigue en el neurótico más de lo que el sano lleva a
1
Texto publicado en la Revista AÜN (Publicación del Foro Analítico del Río de la Plata, Escuela de
Psicoanálisis del Campo Lacaniano), N.º 5, Buenos Aires, 2011.
2
Lacan, J (1967): “Lugar, origen y fin de mi enseñanza”. En Mi enseñanza, Editorial Paidós, 2007,
Buenos Aires.
3
Ibidem.
4
Freud, S (1937): “Análisis terminable e interminable”, capítulo IV, Amorrortu, Buenos Aires, 1993.
cabo sin ese auxilio”5. Como podrá notarse, aquella primera respuesta (anticipada, en
rigor de verdad, a la pregunta propiamente dicha) queda demasiado sujetada a criterios
terapéuticos, y entonces no sirve para adoptar referencias teóricas que permitan
situarnos en las coordenadas de la lógica y la dirección de la cura analítica.

La pregunta crucial es entonces esta otra: “¿Acaso nuestra teoría —dice Freud—
no reclama para sí el título de producir un estado que nunca preexistió de manera
espontánea en el interior del yo, y cuya neo-creación constituye la diferencia esencial
entre el hombre analizado y el no analizado?” 6. Ahorrémonos los rodeos, la respuesta de
Freud es afirmativa: la experiencia del análisis produce un estado nuevo en el hombre,
algo inédito, su resultado es del orden de la creación, y por lo tanto involucra
necesariamente la dimensión7 de un acto que sanciona un antes y un después. Freud lo
expresa en estos términos: “La rectificación con posterioridad del proceso represivo
originario, la cual pone término al hiperpoder del factor cuantitativo, sería entonces la
operación genuina de la terapia analítica”8.

Lacan, por su parte, hace referencia a otro orden de “rectificación”, la que podemos
situar en el comienzo mismo del análisis, en la puerta de entrada más que la de salida.
¿O se trata de la misma puerta, de un mismo lugar por el que hay que pasar al menos en
dos oportunidades? Ésta podría ser nuestra pregunta añadida a la de Freud, la que nos
permite pensar en una correlación entre el acto final y el acto inaugural de un análisis.

Al mismo tiempo, debemos precisar qué entendemos por aquella operación genuina que
Freud califica como una “rectificación” y que Lacan aplica también a las coordenadas
de la entrada en el análisis. No se trata de una rectificación del yo, operación que no
ubicaría al análisis más que en el conjunto de las terapéuticas psi. Tampoco se trata de
la rectificación del sujeto ni de ninguna otra categoría que creamos poder situar en su
lugar (su ser de deseo, su ser pulsional, etc.), sencillamente porque no podríamos
acceder a ese nivel de manera directa y sin rodeos. La meta genuina de la operación
analítica, su objeto, es sin dudas la relación entre la verdad del deseo y el factor
pulsional, pero aquello a rectificar es —estrictamente hablando— otra cosa. Freud lo

5
Ibidem, p. 228.
6
Ibidem, pp. 229-230.
7
La “dicho-mansión”, diría Lacan. Es decir, el sitio o la mansión del dicho, de los dichos o de lo dicho.
8
Ibidem.
denomina “represión”, es decir, defensa. Nosotros, para abreviar, digamos que se trata
de un mecanismo significante, de una cadena significante incluso. La rectificación recae
entonces sobre la palabra de quien nos demanda, sobre los términos concretos de su
discurso o sobre los índices de su enunciación, y es desde allí que alcanza y afecta a la
condición del ser del sujeto.

Por eso, cuando se trata del pase de salida del análisis, a la rectificación del
discurso le sigue —lisa y llanamente, según Lacan— la “destitución” del sujeto, lo cual
produce como resultado al analizado y en el mejor de los casos al analista. El deseo del
analista, entonces, un deseo de saber que ha venido a ocupar el lugar del horror
neurótico frente al saber, es el genuino e inédito producto de la operación analítica.

Ahora bien, cuando se trata del pase de entrada al análisis, ¿cuál es el nombre
del novedoso estado del sujeto que consideramos como efecto de aquella primera
rectificación de la palabra? Respuesta: el estado analizante del ser del sujeto. Dicho de
otro modo —y llevando el planteo al extremo—, uno deja de ser neurótico cuando pasa
a ser analizante. Y digamos aún más: si es que verdaderamente pasa, esa genuina
institución del analizante (esa instancia del ser renovado del sujeto) hace latir el corazón
de lo que habrá sido el acto analítico una vez llevada la condición analizante hasta la
salida final. Dicho de otro modo: En el comienzo está el acto del analista, pero dicho
lugar causal sólo se verifica indirectamente por el hecho de constatar la existencia de la
palabra analizante.

Respecto de lo que Freud denominaba “el factor cuantitativo” debiéramos indicar lo que
en el sujeto deseante hay de relación con su ser pulsional. En ese sentido, si aplicamos
estos momentos diferenciales de la dirección de la cura a la noción de síntoma (referente
clínico más apropiado para situar tanto el sentido de la verdad del deseo como la
paradójica satisfacción pulsional de la neurosis), obtendríamos la tripartición siguiente:

1º- Antes de la rectificación subjetiva que abre el análisis: La implicación del sujeto
respecto del síntoma y de lo que en él hay de satisfacción gozosa. Esto da un estado del
sujeto que también puede calificarse como el estado de un yo-fuerte (aunque al mismo
tiempo es un yo-débil), en muchos casos inhibido e incluso deprimido.
2º- Luego de la primera rectificación subjetiva, una vez abierta la puerta del análisis: La
des-implicación del sujeto respecto de su síntoma, una vez que el acto analítico reveló
hasta qué punto el neurótico permanecía demasiado implicado en ello.

3º- Luego de la rectificación final, aquella que da lugar a la destitución subjetiva: La


identificación con aquello que del síntoma resta a la operación analítica, con lo que el
síntoma tiene de incurable, identificación correlativa de ese novedoso estado que es el
de un ser de deseo fuerte y singular.

Ahora bien, si nos restringimos a los movimientos de apertura, tal vez podamos
encontrar una nueva tripartición (y es lo que intentaremos situar a partir de la casuística
freudiana), una que incluya esa suerte de “paciente impaciencia” del padecimiento
neurótico de quien consulta al clínico antes de convertirse en un analizante. Digamos,
para simplificar, la posición del pa(de)ciente, entre el neurótico y el analizante.

Finalmente, la pregunta podría ser la siguiente: ¿Cuál es la situación, el sitio —


incluso—, en el cual se encuentran ambos participantes de la c/sesión analítica? ¿Cómo
delimitar la instancia que hace lugar a la puerta de entrada al discurso analítico? Para
responder, vamos a tomar las tres primeras c/sesiones del tratamiento del analizado que
conocemos como “El Hombre de las Ratas”, utilizando como huella de aquel trayecto
dos significantes fundamentales: criminal y rat.

C/Sesión nº 0 (El neurótico)

Para comenzar, tomemos como primera c/sesión aquella que se sitúa alrededor
del encuentro del futuro Hombre de las Ratas con el texto de Freud, más precisamente
con La psicopatología de la vida cotidiana. La denominamos “c/sesión nº 0”, por el
hecho de producirse en el tiempo anterior al encuentro propiamente dicho entre el
paciente y el analista, tiempo que el análisis establece sólo retroactivamente a partir de
la c/sesión nº 1. Es el tiempo de la neurosis, con sintomatología típicamente obsesiva,
que había llegado hasta la conformación de un delirio cuyo sujeto de la enunciación
podríamos localizar a partir de la siguiente formula: “no devolveré la no deuda”. Aun
así, el sujeto permanecía en la posición de intentar realizar el imposible acto de
devolverle a quien nunca le prestó.
El punto a destacar, es que así podemos entender la respuesta del sujeto frente a
la invocación del Otro: “tú debes devolver las 3,80 coronas”. Ambas voces, la del sujeto
y la del Otro (en rigor de verdad, una sola y la misma), se realizan en ese juramento no
tan claramente “auto-impuesto” como “imperativamente impuesto”. Y tejida en la
lógica del delirio aparece la idea de pedir un certificado de enfermedad a un médico
para hacer posible lo imposible, es decir: “devolveré la (no) deuda”. De allí lo necesario
del síntoma, fuertemente situado en el terreno de las exigencias superyoicas del “deber”,
y de la búsqueda de una solución: hacerse reconocer por el Otro, no sólo como un
deudor sino además como un enfermo, es decir, como un neurótico.

Pero lo más interesante —y es lo que queremos destacar— es lo que parece haber


torcido el rumbo de satisfacción inicial de aquella demanda de reconocimiento (“tú eres
un enfermo”, o incluso “tú eres mi neurótico”). Dice Freud: “...el azar de haberle caído
por entonces en las manos un libro mío guió hacia mí su elección. Pero conmigo no se
podía ni hablar de aquel certificado”9. Proponemos localizar allí un primer silencio
operativo que hace suponer un comienzo (también un lugar) para el acto del analista.
Pero aun antes, ubicamos una elección guiada por el azar de un encuentro, que como
hemos sugerido reúne la instancia de la voz (imperativa, hasta entonces) con la instancia
de la letra (la del texto freudiano). El sujeto, hasta allí neurótico, se reconoce en
aquellos “raros enlaces de palabras”10 que encuentra en la letra de Freud. Consideremos
entonces esa situación como una primera c/sesión, la nº 0, si es que por eso entendemos
una primera “cesión” de goce cuyo efecto es causar el deseo, ceder parte del goce del
padecimiento en virtud de un deseo de saber (en este caso, de conocimiento o de
reconocimiento).

Digámoslo de esta otra manera: puede suponerse allí una primera “cesión sin
sesión”, pero con un elemento común a ambas, la voz. En este caso la voz del texto, y es
en ese lugar donde situamos potencialmente al analista. Sería aquel que, con su silencio,
“se convierte en la encarnación de la voz como objeto” 11. El “analista conversor”
incluso12, quien haciéndose agente de aquella voz produce con su intervención una
conversión del objeto de su condición de goce hacia la función de causa del deseo. Sólo
9
Freud, S (1909): “A propósito de un caso de neurosis obsesiva (El Hombre de las Ratas)”, Amorrortu,
1993, Buenos Aires, p. 138.
10
Ibidem, p. 128.
11
Dólar, M (2006): Una voz y nada mas, Editorial Bordes Manantial, Buenos Aires, 2007, p. 148.
12
Tal como propuso denominarlo Carolina Zaffore en nuestras Jornadas de este año 2011 de los Foros del
Campo Lacaniano de América Latina Sur.
que en este caso se trataría de una voz en off —si es que vale la expresión— y de un
texto muerto, de un sujeto en espera que habrá que conseguir hacer vivir en el análisis.
Será necesario poner esa voz en acto, en presencia de los dos participantes de la sesión
analítica, para poder hacer de ella el pivote de la operación del análisis.

Por otro lado, hay una segunda cuestión a destacar de este tiempo anterior a la primera
consulta y tiene que ver con los dos significantes anteriormente mencionados.
Podríamos denominarla “la constelación familiar del neurótico”, un determinismo
inconsciente que preside a la situación analítica pero que al mismo tiempo involucra lo
que habrá de ser la relación transferencial.

Se trata de los significantes criminal y hofrat, cuya influencia es anterior al


comienzo del tratamiento propiamente dicho. Provienen ambos de la infancia del sujeto,
y en cierta manera los encontramos en la más importante de las construcciones que
Freud realiza durante el análisis. La escena de la paliza recuperada en el recuerdo
permite al ya por entonces sujeto analizante formular uno de los textos fundamentales
de aquella invocación del Otro que hace al determinismo del ser del sujeto. “Tú serás un
gran hombre o un gran criminal”13 sentencia el padre en el momento en que la paliza se
interrumpe. En este sentido, el valor de la construcción freudiana reside, no tanto en la
supuesta interdicción del goce masturbatorio, sino en los significantes de su renuncia,
elementos que funcionan como vehículo para la realización del sujeto en la medida en
que intentan nombrar su ser moral e intelectual. El primero, criminal, comanda las
exigencias narcisistas que podemos atribuirle al Súper Yo, y se lo encuentra fácilmente
en el discurso del sujeto formando parte del texto de su síntoma principal. El segundo,
hofrat, comanda las exigencias narcisistas que podemos atribuirle al Ideal del Yo (la
instancia psíquica “deprimente”, según Freud), en la medida en que resulta apto para
traducir aquella expresión más general “el gran hombre” al campo de la orientación
vocacional del sujeto. Hofrat, según leemos en el historial, era un título que se les
otorgaba —entre otros— a prominentes médicos, abogados y profesores universitarios.

Tenemos entonces los significantes de la alternativa propuesta y hasta cierto


punto impuesta por el llamado al ser que proviene del Otro paterno. Pero la nota de
color la aporta Freud en un comentario a pie de página. “La alternativa era incompleta

13
Freud, S (1909): “A propósito de un caso de neurosis obsesiva (El Hombre de las Ratas)”, Amorrortu,
1993, Buenos Aires, p. 161.
—dice Freud—. El padre no pensó en el desenlace más frecuente de un apasionamiento
tan prematuro: la neurosis”14. En rigor de verdad, ese es el resultado (por lo menos hasta
el momento en que el neurótico se convierte en analizante), y lo confirma la primera
demanda silenciosa del paciente que quiere hacerse reconocer como un enfermo
neurótico a través del pedido del certificado. Sólo que esta tercera alternativa no
requiere de un tercer elemento significante para producirse. Es más bien el resultado de
la permanencia en la vacilación entre uno y otro término, el conflicto mismo como
signo de la división y de la no realización subjetiva.

En definitiva, la que queda velada es la enunciación más pura de aquella voz que
late más allá de los términos del enunciado. Algo así como: “a partir de ahora serás” o
“en el futuro habrás sido”, o simplemente “serás…”. El padre desaparece de la escena
de la paliza y es una voz la que golpea a partir de allí. La oportunidad del análisis
depende entonces de la maniobra que realice el analista para poder retomar ese lugar, el
de la palabra, a instancias de la voz y de la letra. “El analista simboliza el superyó que
es el símbolo de los símbolos” —dice Lacan—, “El superyó es simplemente una palabra
que no dice nada”15.

Agreguemos un último detalle a las puntualizaciones sobre esta c/sesión nº 0.


Freud, el Otro de la transferencia que presta inicialmente su nombre y su texto, también
queda atrapado en los significantes de la “constelación familiar”. En primer lugar,
porque el sujeto le supone formar parte de la familia de un criminal, más precisamente
de un asesino serial. Es un dato que encontramos en los “Apuntes originales” del caso, y
que el analizante confiesa a su analista durante el transcurso del tratamiento. Creyó que
Leopold Freud, el asesino del ferrocarril (de igual nombre que el hermano de Sigmund
Freud) pertenecía a la familia de quien se convertiría más tarde en su analista. En
segundo lugar, porque podemos suponer que Freud también queda representado por
aquel título que se le confería a prominentes médicos y profesores universitarios como
él. Freud, el padre del psicoanálisis: un verdadero Hofrat.

Por lo tanto, son esos dos significantes y sus variaciones los que marcan el
camino y la dirección de la cura del paciente, en la medida en que representan al sujeto
del análisis. Ubiquemos sus vicisitudes en las dos c/sesiones siguientes.
14
Ibidem.
15
Lacan, J (1953): “Lo simbólico, lo imaginario y lo real”. En De los nombres del padre, Editorial
Paidós, Buenos Aires, 2007, p. 50.
C/Sesión nº 1 (El paciente)

Tomemos ahora la que podemos considerar la única entrevista preliminar que Freud
dedica a examinar la demanda de aquel “joven de formación universitaria” 16 que lo
consulta. Se trata ya del primer encuentro real, cuerpo a cuerpo, entre el neurótico
devenido en paciente y el analista, razón por la cual la denominamos c/sesión nº 1.

El primer punto a destacar es la relación que el consultante mantiene con su propia


palabra, la posición que adopta respecto de sus propios dichos en el diálogo con el
analista. Así lo expresa Lacan: “Primero cree que es necesario que él mismo haga de
médico, que él informe al analista” 17. Es lo que ocurre en el comienzo de esta primera
entrevista. El neurótico, devenido en paciente, usa la palabra como vehículo de
transmisión de una información acerca de su padecimiento. En su discurso, oficia él
mismo de médico para su interlocutor analista. Así nos enteramos —en este caso— del
contenido de sus “representaciones obsesivas” (temores, impulsos y prohibiciones), del
tiempo que llevan habitando sus pensamientos y de los años que ha perdido en el
combate contra esas ideas. De paso subrayemos que esta información le permite (a
Freud tanto como al paciente-médico) tipificar su padecimiento y establecer un
diagnóstico preliminar de neurosis obsesiva. La localización del padecimiento en el
cuerpo de los pensamientos, el contenido y las características de las representaciones
impuestas, la actitud de lucha contra las mismas más el resultado evidente de “perder el
tiempo”, es información suficiente para suponer una neurosis de estructura obsesiva.

Sin embargo, lo que resultará decisivo en términos estrictamente analíticos no es


tanto la palabra informativa, que habrá que rectificar. No son los enunciados de su
discurso lo que cuenta, sino lo que tras ellos queda evocado y resonando en la medida
precisa en que dicho discurso se configura “hacia” pero fundamentalmente “desde” el
lugar de su interlocutor18.

16
Freud, S (1909): “A propósito de un caso de neurosis obsesiva (El Hombre de las Ratas)”, Amorrortu,
1993, Buenos Aires, p. 127.
17
Lacan, J (1953): “Lo simbólico, lo imaginario y lo real”. En De los nombres del padre, Editorial
Paidós, Buenos Aires, 2007, p. 33.
18
Ibidem.
Pero para llegar a ese punto, es necesario ubicar el devenir de la palabra informativa del
paciente en esa entrevista inicial. Se trata de la información acerca del tratamiento que
el propio neurótico le dio a su padecimiento antes de convertirse en paciente, o como
hemos dicho, en “médico-paciente”. Vemos así aparecer en su palabra un primer
discurso sobre la sexualidad, tema a partir del cual se produce el primer “rulo” del
discurso, un primer punto de inflexión de la palabra discursiva. El único tratamiento que
resultó más o menos eficaz, fue el hecho de mantener una relación sexual regular
durante un tiempo con una mujer que le era lo suficientemente indiferente como para no
tener que involucrar su nombre propio, es decir, su deseo. Esto queda más claro si
sumamos un dato que Freud sólo consigna en los “Apuntes Originales”, y que
complementa la información referida al tratamiento que el paciente encontraba en la
relación sexual. Se trata de la relación con la mujer que admira y desea. Freud lo dice
así: “Siempre le hizo un efecto benéfico estar alejado de ella”19. Digámoslo de la
siguiente manera: lo que lleva al discurso a su punto de encrucijada, el del encuentro del
deseo del sujeto con el deseo del Otro, son las coordenadas de una relación sexual sin
acto sexual, una suerte de tratamiento “catártico” del goce sexual que invadía sus
pensamientos, es decir, del goce fálico. En cierto sentido, una “sesión sin cesión”, la
inversión de la fórmula anterior.

Ahora bien, el punto crucial lo encontramos en este momento del diálogo. Cuando la
palabra informativa ya no puede realizarse en el lugar del Otro, la curva del discurso
orienta las cosas hacia la relación transferencial, actualizando posiciones amorosas y
gozosas en la relación con el partenaire analista. Dicho de otro modo: allí donde el acto
sexual encuentra su agujero en el discurso, se presenta primeramente como respuesta el
“exceso” (de información, en este caso), y a continuación el acto del analista. Veamos
como sucede en este caso.

El paciente pasa a informar sobre la historia de su vida sexual (primer coito, prácticas
masturbatorias, relación con prostitutas, etc.) con un grado de detalle que sorprende a
Freud, quien interroga el discurso en vez de quedar hipnotizado por el objeto que su
paciente-neurótico estaba obsequiándole. Su acto difiere del sentido común y permite
ahuecar el sitio al que irá a parar el analista. Sencillamente pregunta —pero al hacerlo
también objeta— por las razones que llevaron al paciente a poner tanto énfasis en la
19
Freud, S (1909): “A propósito de un caso de neurosis obsesiva (El Hombre de las Ratas)”, Amorrortu,
1993, Buenos Aires, p.199.
información sobre su sexualidad. Dice Lacan: “…lo que es redundancia para la
información, es precisamente lo que, en la palabra, hace oficio de resonancia. Pues la
función del lenguaje no es informar, sino evocar” 20. Esta intervención de Freud permite
“rectificar” el discurso del paciente y dirigirlo hacia la puerta de entrada en el análisis.
Es decir, lo invita con su acto a dejar de ser paciente para convertirse en analizante. Es
esa intervención (no calculada ni premeditada pero no por eso carente de una causa) la
que revela la verdad del sujeto de la enunciación en su maniobra neurótica para ubicarse
en el lugar del Otro. Este paciente, que impresionaba como “una mente clara y
perspicaz” —dice Freud—, había leído el texto freudiano de La psicopatología de la
vida cotidiana, y conociendo el núcleo (la explicación causal, incluso) de sus doctrinas,
intenta hacerse reconocer por el padre del psicoanálisis como el paciente ideal. Es decir,
intenta hacerse amar por el Otro mediante la maniobra de darle lo que supuestamente
quiere, satisfaciendo lo que él establece como su demanda.

Podemos agregar que la percepción de Freud acerca de la relación dialéctica es tan justa
como la que demuestra en la interpretación princeps del tratamiento (calificada por
Lacan como “inexacta pero verdadera”), aquella que revela la confrontación que en el
inconsciente el sujeto mantiene entre su deseo y la voluntad del padre. Según Lacan,
esta percepción tan lúcida se debe al hecho de que el propio Freud ha pasado en la
historia de su deseo por situaciones semejantes. Sólo que Freud ya tenía lo
suficientemente analizada su neurosis obsesiva como para hacerse soporte del acto
analítico. Se observa entonces, que tanto en la rectificación inicial como en la
interpretación principal, algo queda evocado (exceso de información en el primer caso,
carencia de reacción afectiva en el segundo), aquella distancia entre los enunciados y la
enunciación da lugar al acto analítico. La intervención inicial de Freud ahueca ese lugar
por el cual el silencio de una voz se irá haciendo escuchar en la letra del síntoma.

Digamos, por último, que la rectificación subjetiva que pone a punto la demanda
analítica de la cual surgirá el trabajo analizante (“¿por qué abunda el sexo en el discurso
sobre su padecimiento? ¿por quién me toma usted?”), desarticula la demanda neurótica
de amor en el momento mismo en que la revela (“usted es el padre del psicoanálisis y
yo seré su paciente preferido”). En otros términos: una demanda cuyo movimiento parte
del padecimiento criminal del síntoma, atraviesa el agujero del sexo y termina en
20
Lacan, J (1953): “Función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis”. En Escritos 1, Siglo
XXI Editores, Buenos Aires, 1988, p. 288.
reconocimiento del hofrat. Como hemos dicho, el exceso de información sobre la
relación sexual evoca la demanda yoica de reconocimiento, al mismo tiempo en que
convoca las resonancias del texto (el de Freud) en el cual el sujeto se reconoce en su
deseo. Allí, exactamente en ese punto, comenzará el trabajo de análisis propiamente
dicho. Sólo que Freud no elige interrogar el detalle del texto en esa entrevista
preliminar. O, mejor dicho, elige no hacerlo aún. Podría haberlo hecho, por qué no,
examinar el texto de la psicopatología cotidiana para recortar el detalle de la letra de la
cual el paciente quedó colgado, dando así ocasión a las primeras resonancias de “la voz
del sufriente”21. Pero resulta que el análisis no había comenzado, y Freud parece darle
importancia a esos momentos decisivos de corte y discontinuidad. Es recién llegado ese
punto que Freud, en la entrevista siguiente y luego de acordar cuestiones relativas al
tiempo y pago de las sesiones, enuncia la regla fundamental que sostendrá el trabajo de
quien se habrá convertido en analizante. Veamos cómo ese trabajo se produce en la
primera sesión analítica propiamente dicha (c/sesión nº 2 en nuestro conteo),
reproduciendo el camino que va desde el significante criminal al significante rat.

C/Sesión nº 2 (El analizante)

Como apuntábamos, Freud enuncia la regla de la asociación libre para dar comienzo a la
sesión, agregando una consideración sobre la “condición” bajo la cual se ejercerá la
regla en este caso particular22. Esa condición (a la cual se suman las del tiempo y el
dinero) es dejar a cargo del paciente elegir y decidir cómo y con qué material iniciará su
discurso cada vez que haya un comienzo. Lo cual no es poca cosa para alguien que, se
demostrará, había enfermado por no poder elegir y para no decidir, prueba de que el
estado analizante del sujeto es ya una cura respecto de su anterior estado neurótico.

Ahora bien, la libertad de elegir la palabra de inicio —como no podía ser de otro modo
— está igualmente sujeta a los determinismos significantes por los cuales esa palabra se
engancha en el discurso del Otro. Es así que a segundos de comenzar se hace presente el
significante criminal. Esto ocurre por haber decidido el paciente hablar sobre el valor y

21
Lacan, J (1973): “Televisión”. En Psicoanálisis: radiofonía y televisión, Editorial Anagrama, Buenos
Aires, 1977, p. 88.
22
Distinguimos así la regla general (como factor causal y garantía del trabajo) de la o las condiciones
particulares bajo las cuales se ejerce en cada caso.
la función que ocupa aquel amigo a quien “respeta extraordinariamente”, y a quien
acude cada vez que la palabra del síntoma lo tacha de criminal. Vemos aparecer
entonces una primera polaridad que nombra y divide el ser moral de obsesivo. El
síntoma (el imperativo del Súper Yo) lo tacha de criminal, mientras que la imagen que
obtiene del semejante en el que se refleja (espejo del Ideal del Yo) lo reconoce como un
hombre moralmente intachable.

Pero lo más interesante de esta sesión inaugural, es la lógica (la topología, incluso) que
moviliza el discurso asociativo. Esa afectación del ser del narcisismo del sujeto será
evocada tres veces. Dicho de otro modo, el hilo del discurso se dobla, se inclina y se
tuerce sobre sí mismo en dos oportunidades encontrando siempre el mismo punto de
falla, produciendo tres versiones polares de un habitual recurso obsesivo al narcisismo
afectado por la castración.

La primera versión —como hemos dicho— atañe al ser moral y se enuncia: “hombre
intachable versus criminal”. El punto a destacar es que el primer rulo del discurso se
produce como efecto de una sugerencia del amigo apreciado. Casi podríamos decir, de
una interpretación, en la medida en que su palabra alude y sugiere pero no explica:
“...probablemente esas consideraciones sobre sí mismo provengan de su adolescente
juventud”. Es así que el discurso pasa del tiempo presente al de su adolescencia, al
referirse al estudiante (unos cuatro o cinco años mayor que él) que luego ofició de
preceptor hogareño. El breve relato acerca de aquella relación revela la función que
dicho estudiante cumplía en la conformación narcisista de joven adolescente. En este
caso atañe a su ser intelectual más que al ser moral, en la medida en que la imagen
devuelta era la del genio, es decir, la de un semejante unos cuantos años menor que
sorprendía por sus capacidades intelectuales. El viraje se produce en el paso del
estudiante al preceptor hogareño. Fue a partir de allí que el paciente comenzó a sentir
que se lo trataba como un idiota, hasta descubrir que el estudiante-preceptor era además
un hombre. Es decir, al reparar en el interés que el estudiante-preceptor-hombre tenía
por su hermana y advertir que él era sólo un medio para arribar a la meta de su deseo
sexual. Dicho de otra manera: a los ojos del otro deja de ser ese pichón de hofrat para
convertirse en un gran idiota, y todo eso por no haber podido considerar lo que de
“hombre” había en aquella mirada.
Dice el paciente: “Ésta fue la primera gran conmoción de mi vida” 23,
agreguemos nosotros: es nuevamente la evocación de la relación sexual (el
descubrimiento del deseo sexual de un hombre por una mujer, en este caso) el que
rompió la imagen de su narcisismo adolescente y ahora produce un punto de inflexión
en su discurso analizante. A partir de allí su palabra se dirige al tiempo de la infancia y
al lugar ocupado por el vivenciar del sexo. Y la prueba de que se trata de un verdadero
punto de inflexión de la palabra analizante, de un nuevo rulo del discurso, es la
interrupción que se produce al quedar evocada aquella primera “gran conmoción”, tanto
como el modo repentino (destacado por Freud de diversas maneras en el texto) en que el
discurso se reestablece con la asociación que va del deseo sexual del otro hacia su
propio deseo sexual infantil.

Llegada esta instancia el relato se extiende y se profundiza en detalle. Pero lo


que nos interesa destacar es el modo en que hace su presencia una tercera polaridad del
sujeto que esta vez atañe de manera directa a su ser sexuado.

Conocemos de sobre aquellas dos vivencias de carácter traumático que Freud


reconocía como típicas de la neurosis obsesiva. En primer lugar, una vivencia activa y
placentera; en segundo lugar, una vivencia pasiva y displacentera. Ahora bien, lo
importante de cada una de esas vivencias relatadas es lo siguiente. Para la primera, el
exceso, nombre del goce pulsional que empuja el deseo sexual naciente hasta el
padecimiento. Para el caso de este paciente, la “curiosidad ardiente y atormentadora”
que se instaló a partir de la vivencia que inauguró la práctica de espiar el cuerpo
desnudo de una mujer. Se trataba en ese caso de la Sra. Peter, a la cual —punto
importante— el niño le pidió permiso antes de pasar, y la cual lo concedió bajo la
condición impuesta del silencio, de que “no dijera nada”. En síntesis, una primera
polaridad que hace consistir al ser sexuado como ser pulsional: al mismo tiempo en que
queda dividido por la atracción del cuerpo y la sanción de la palabra de una mujer que
atrae su mirada, se convierte él mismo en esa mirada atormentada por el exceso de goce
que la habita.

Apuntemos que es esa mismo objeto mirada el que caerá en un segundo tiempo,
fruto de la vivencia que Freud califica como pasiva y cuyo efecto-afecto es el displacer.

23
Freud, S (1909): “A propósito de un caso de neurosis obsesiva (El Hombre de las Ratas)”, Amorrortu,
1993, Buenos Aires, p. 128.
De la misma manera en que en el primer caso es la complicidad silente del Otro la que
da efectividad fantasmática al acontecimiento traumático, es en este segundo caso la
sanción del Otro la que produce el efecto-afecto del llanto. Se trata de una conversación
que mantienen las dos gobernantas de la casa acerca de las potencialidades sexuales de
los dos niños a los que deben cuidar y hasta cierto punto criar. Dicho de otra manera: lo
prematuro de esa vivencia lo encontramos en el propio discurso del Otro al tomar al
niño como hombre. La sanción se produce cuando una de estas gobernantas-mujeres
compara la performance de los hermanitos: “Con el pequeño es claro que uno lo podría
hacer, pero Paul es demasiado torpe, seguro que no acertaría” 24. Lo que conviene
destacar en este caso no es tanto el pacto de silencio sino la pérdida del sentido de la
palabra del Otro que de todos modos es claramente sexual, incluso fálico. El niño no
comprendió el significado de esa palabra, pero si su significación sexual (aquel que
afectaba al falo cuyas erecciones ya lo torturaban y de las que se quejaba a la madre) y
su sentido de menosprecio. Por decirlo de algún modo: “menos precio” que el hermano
menor en la moneda del intercambio sexual, la moneda del falo. La polaridad del ser
sexuado se enuncia entonces en términos fálicos: ya no es un ser criminal ni un ser
idiota sino un ser esencialmente torpe e inútil a la hora de saber hacer con su órgano y
con el deseo femenino que lo estimula.

Y como nota de color, agreguemos que esta segunda gobernanta, que a


diferencia de la otra no interponía ningún tipo de reparo a la hora de recibir al pequeño
hombre en su cama, poco inteligente y habitada por una gran necesidad sexual, se hacía
llamar “señora Hofrat” en razón de un casamiento al parecer consumado más por apuro
y necesidad que por deseo. Dice Freud al respecto: “Las palabras introductorias del
paciente (…) dejan resonar (…) el conflicto y la oposición de intereses entre hombre y
mujer (…) En los círculos de clase media de Viena, lo común es llamar a una
gobernanta por su nombre de pila y que sea este el que se recuerde” 25. Dicho de otra
manera: el agujero de la relación sexual queda también expresado con nombres y letras
que habrán de participar del síntoma que como parte del ser del sujeto responde a la
imposibilidad de formular o escribir la relación entre hombre y mujer. Es allí donde
encontramos el último tramo de esta primera sesión de análisis.

24
Ibidem, p. 129.
25
Ibidem, p. 128, nota número 3.
Todo confluye y finalmente concluye en la representación en la cual se anudan —ya en
la temprana infancia— el goce propiamente fálico (más hétero que auto, según Lacan) y
el deseo ardiente. De allí la idea enfermiza de que los padres podría adivinar (erraten)
sus pensamientos, lo cual el niño obsesivo intentaba explicar suponiendo que él los
habría declarado o proferido de algún modo sin haber llegado esos pensamientos a sus
oídos. Dicho en términos del lenguaje que estamos manejando: un temor a que el Otro
erratee (adivine) sus pensamientos, una idea delirante que consiste en suponer que su
voz se deja escuchar por el Otro aun cuando no haya sido siquiera sonorizada, lo cual
abre la inquietud y la cuestión acerca de la propiedad y del propietario de esa voz
inconsciente, ¿pertenece al sujeto o al Otro? Freud lo plantea con los términos de su
doctrina: “<<Declaro mis pensamientos sin oírlos>> suena como una proyección hacia
afuera de nuestro propio supuesto, a saber, que él tiene unos pensamientos sin saber
nada de ellos: como una percepción endopsíquica de lo reprimido” 26. Y a esta idea
enfermiza se anudaba un gran temor, cuyo texto dará la punta del síntoma que el análisis
deberá tratar: si el “urgentísimo” deseo de ver mujeres desnudas ocupaba su
pensamiento, algo malo habría de suceder.

Nos encontramos, una vez más, con el recorrido de una sesión que va del criminal hasta
el rat (erraten). Nótese que hasta aquí Freud no ha tenido necesidad de intervenir o,
mejor dicho, su intervención consistió simplemente en enunciar y sostener con su acto
la regla fundamental, el despliegue de la asociación libre. El manejo de la transferencia,
la interpretación y la construcción vendrán después. Aquí sólo interviene efectivamente
sobre el final, preguntando por el contenido y el texto de los temores. La declaración
que obtiene de su analizante (<<Si yo tengo el deseo de ver desnuda a una mujer, mi
padre tiene que morir>>) cierra la sesión en bucle al evocar nuevamente en el horizonte
el significante criminal.

El acto analítico ha dado lugar al trabajo analizante, y de allí surge nada más y
nada menos que un texto: <<Si yo tengo el deseo de ver desnuda a una mujer, mi padre
tiene que morir>>. Los nexos lógicos se han roto y la voz se ha partido. El sujeto sólo
asume como propia la voz que enuncia el movimiento esbozado pero detenido del deseo
sexual, enviando la voz de la muerte al Otro. La consecuencia es la del gozoso

26
Ibidem, p. 131.
padecimiento del síntoma que habrá que ceder. La c/sesión analítica, ofreciendo el lugar
de la palabra, le brindará la oportunidad de reunir aquellas voces a instancias de la letra.

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