Luis Velez de Guevara - El Diablo Cojuelo
Luis Velez de Guevara - El Diablo Cojuelo
Luis Velez de Guevara - El Diablo Cojuelo
textos.info
Biblioteca digital abierta
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Texto núm. 118
Edita textos.info
Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España
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DEDICATORIA DE VÉLEZ DE GUEVARA
AL EXCMO. SR. D. RODRIGO DE SANDOVAL, DE SILVA, DE
MENDOZA Y DE LA CERDA, PRÍNCIPE DE MÉLITO, DUQUE DE
PASTRANA, DE ESTREMERA Y FRANCAVILA, ETC.
Excelentísimo señor:
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PRÓLOGO A LOS MOSQUETEROS DE LA
COMEDIA DE MADRID.
Gracias a Dios, mosqueteros míos, o vuestros, jueces de los aplausos
cómicos por la costumbre y mal abuso, que una vez tomaré la pluma sin el
miedo de vuestros silbos, pues este discurso del Diablo Cojuelo nace a luz
concebido sin teatro original fuera de vuestra juridición; que aun del riesgo
de la censura del leello está privilegiado por vuestra naturaleza, pues casi
ninguno de vosotros sabe deletrear; que nacistes para número de los
demás, y para pescados de los estanques, de los corrales, esperando, las
bocas abiertas, el golpe del concepto por el oído y por la manotada del
cómico, y no por el ingenio. Allá os lo habed con vosotros mismos, que
sois corchetes de la Fortuna, dando las más veces premio a lo que aun no
merece oídos, y abatís lo que merece estar sobre las estrellas; pero no se
me da de vosotros dos caracoles: hágame Dios bien con mi prosa,
entretanto que otros fluctúan por las maretas de vuestros aplausos, de
quien nos libre Dios por su infinita misericordia, Amén, Jesús.
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CARTA DE RECOMENDACIÓN AL CÁNDIDO O
MORENO LECTOR.
Lector amigo: yo he escrito este discurso, que no me he atrevido a llamarle
libro, pasándome de la jineta de los consonantes a la brida de la prosa, en
las vacantes que me han dado las despensas de mi familia y los autores
de las comedias por su Majestad; y como es El Diablo Cojuelo, no lo
reparto en capítulos, sino en trancos. Suplícote que los des en su leyenda,
porque tendrás menos que censurarme, y yo que agradecerte. Y, por no
ser para más ceso, y no de rogar a Dios que me conserve en tu gracia.
De Madrid, a los que fueren entonces del mes y del año, y tal y tal y tal.
EL AUTOR Y EL TEXTO.
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SONATO DE DON JUAN VÉLEZ DE GUEVARA
A SU PADRE.
Luz en quien se encendió la vital mía,
De cuya llama soy originado,
Bien que la vida sólo te he imitado,
Que el alma fuera en mí vana porfía,
Si eres el sol de nuestra Pöesía,
Viva más que él tu aplauso eternizado,
Y pues un vivir solo es limitado,
No te estreches al término de un día.
Hoy junta en el deleite la enseñanza
Tu ingenio, a quien el tiempo no consuma,
Pues también viene a ser aplauso suyo.
Y sufra la modestia esta alabanza
A quien, por parecer más hijo tuyo
Quisiera ser un rasgo de tu pluma.
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TRANCO PRIMERO
Daban en Madrid, por los fines de julio, las once de la noche en punto,
hora menguada para las calles, y, por faltar la luna, juridición y término
redondo de todo requiebro lechuzo y patarata de la muerte. El Prado
boqueaba coches en la última jornada de su paseo, y en los baños de
Manzanares los Adanes y las Evas de la Corte, fregados más de la arena
que limpios del agua, decían el Ite, río es, cuando don Cleofás Leandro
Pérez Zambullo, hidalgo a cuatro vientos, caballero huracán y encrucijada
de apellidos, galán de noviciado y estudiante de profesión, con un broquel
y una espada, aprendía a gato por el caballete de un tejado, huyendo de la
justicia, que le venía a los alcances por un estrupo que no lo había comido
ni bebido, que en el pleito de acreedores de una doncella al uso estaba
graduado en el lugar veintidoseno, pretendiendo que el pobre licenciado
escotase solo lo que tantos habían merendado; y como solicitaba
escaparse del «para en uno son» (sentencia difinitiva del cura de la
parroquia y auto que no lo revoca si no es el vicario Responso, juez de la
otra vida), no dificultó arrojarse desde el ala del susodicho tejado, como si
las tuviera, a la buarda de otro que estaba confinante, nordesteado de una
luz que por ella escasamente se brujuleaba, estrella de la tormenta que
corría, en cuyo desván puso los pies y la boca a un mismo tiempo,
saludándolo como a puerto de tales naufragios, y dejando burlados los
ministros del agarro y los honrados pensamientos de mi señora doña
Tomasa de Bitigudiño, doncella chanflona que se pasaba de noche como
cuarto falso, que, para que surtiese efecto su bellaquería, había cometido
otro estelionato más con el capitán de los jinetes a gatas que corrían las
costas de aquellos tejados en su demanda, y volvían corridos de que se
les hubiese escapado aquel bajel de capa y espada que llevaba cautiva la
honra de aquella señora mohatrera de doncellazgos, que juraba entre sí
tomar satisfacción deste desaire en otro inocente, chapetón de embustes
doncelliles, fiada en una madre que ella llamaba tía, liga donde había
caído tanto pájaro forastero.
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arribado, por las estranjeras estravagancias de que estaba adornada la tal
espelunca, cuyo avariento farol era un candil de garabato, que descubría
sobre una mesa antigua de cadena papeles infinitos, mal compuestos y
ordenados, escritos de caracteres matemáticos, unas efemérides abiertas,
dos esferas y algunos compases y cuadrantes, ciertas señales de que
vivía en el cuarto de más abajo algún astrólogo, dueño de aquella confusa
oficina y embustera ciencia; y llegándose don Cleofás curiosamente, como
quien profesaba letras y era algo inclinado a aquella profesión, a revolver
los trastos astrológicos, oyó un suspiro entre ellos mismos, que,
pareciéndole imaginación o ilusión de la noche, pasó adelante con la
atención papeleando los memoriales de Euclides y embelecos de
Copérnico; escuchando segunda vez repetir el suspiro, entonces,
pareciéndole que no era engaño de la fantasía, sino verdad que se había
venido a los oídos, dijo con desgarro y ademán de estudiante valiente:
—Yo soy, señor Licenciado, que estoy en esta redoma, adonde me tiene
preso ese astrólogo que vive ahí abajo, porque también tiene su punta de
la mágica negra, y es mi alcaide dos años habrá.
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—Ése es demonio de dueñas y escuderos—le respondió la voz.
Y la voz a respondelle:
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que, camino del infierno, tanto anda el cojo como el viento; aunque nunca
he estado más sin reputación que ahora en poder deste vinagre, a quien
por trato me entregaron mis propios compañeros, porque los traía al
retortero a todos, como dice el refrán de Castilla, y cada momento a los
más agudos les daba gato por demonio. Sácame deste Argel de vidro; que
yo te pagaré el rescate en muchos gustos, a fe de demonio, porque me
precio de amigo de mi amigo, con mis tachas buenas y malas.
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siendo común el silencio a las fieras y a los hombres; medida que a todos
hace iguales; habiendo una priesa notable a quitarse zapatos y medias,
calzones y jubones, basquiñas, verdugados, guardainfantes, polleras,
enaguas y guardapiés, para acostarse hombres y mujeres, quedando las
humanidades menos mesuradas, y volviéndose a los primeros originales,
que comenzaron el mundo horros de todas estas baratijas; y
engestándose al camarada, el Cojuelo le dijo:
—Don Cleofás, desde esta picota de las nubes, que es el lugar más
eminente de Madrid, malaño para Menipo en los diálogos de Luciano, te
he de enseñar todo lo más notable que a estas horas pasa en esta
Babilonia española, que en la confusión fué esotra con ella segunda deste
nombre.
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TRANCO II
Quedó don Cleofás absorto en aquella pepitoria humana de tanta
diversidad de manos, pies y cabezas, y haciendo grandes admiraciones,
dijo:
—¿Es posible que para tantos hombres, mujeres y niños hay lienzo para
colchones, sábanas y camisas? Déjame que me asombre que entre las
grandezas de la Providencia divina no sea ésta la menor.
—Todas esas caras conozco; pero sus bolsas no, si no es para servillas.
—Hanse pasado a los estranjeros, porque las trataban muy mal estos
príncipes cristianos—dijo el Cojuelo—, y se han quedado, con las
caponas, sin ejercicio.
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indigno consorte, como si fuera suyo lo que paría, muy oficioso y
lastimado; y está el dueño de la obra a pierna suelta en esotro barrio,
roncando y descuidado del suceso. Mira aquel preciado de lindo, o aquel
lindo de los más preciados, cómo duerme con bigotera torcidas de papel
en las guedejas y el copete, sebillo en las manos, y guantes
descabezados, y tanta pasa en el rostro, que pueden hacer colación en él
toda la cuaresma que viene. Allí, más adelante, está una vieja, grandísima
hechicera, haciendo en un almirez una medicina de drogas restringentes
para remendar una doncella sobre su palabra, que se ha de desposar
mañana. Y allí, en aquel aposentillo estrecho, están dos enfermos en dos
camas, y se han purgado juntos, y sobre quién ha hecho más cursos,
como si se hubieran de graduar en la facultad, se han levantado a matar a
almohadazos. Vuelve allí, y mira con atención cómo se está untando una
hipócrita a lo moderno, para hallarse en una gran junta de brujas que hay
entre San Sebastián y Fuenterrabía, y a fe que nos habíamos de ver en
ella si no temiera el riesgo de ser conocido del demonio que hace el
cabrón, porque le di una bofetada a mano abierta en la antecámara de
Lucifer, sobre unas palabras mayores que tuvimos; que también entre los
diablos hay libro del duelo, porque el autor que le compuso es hijo de
vecino del infierno. Pero mucho más nos podemos entretener por acá, y
más si pones los ojos en aquellos dos ladrones que han entrado por un
balcón en casa de aquel estranjero rico, con una llave maestra, porque las
ganzúas son a lo antiguo, y han llegado donde está aquel talego de vara y
media estofado de patacones de a ocho, a la luz de una linterna que
llevan, que, por ser tan grande y no poder arrancalle de una vez, por el
riesgo del ruido, determinan abrille, y henchir las faltriqueras y los
calzones, y volver otra noche por lo demás, y comenzando a desatalle,
saca el tal estranjero (que estaba dentro dél guardando su dinero, por no
fialle de nadie) la cabeza, diciendo: «Señores ladrones, acá estamos
todos», cayendo espantados uno a un lado y otro a otro, como resurreción
de aldea, y se vuelven gateando a salir por donde entraron.
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jigotes de bóvedas?
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de coche, que todo lo que habían de gastar en vestir, calzar y componer
su casa lo han empleado en aquel que está sin caballos agora, y comen y
cenan y duermen dentro dél, sin que hayan salido de su reclusión, ni aun
para las necesidades corporales, en cuatro años que ha que le compraron;
que están encochados, como emparedados, y ha sido tanta la costumbre
de no salir dél, que les sirve el coche de conchas, como a la tortuga y al
galápago, que en tarascando cualquiera dellos la cabeza fuera dél, la
vuelven a meter luego, como quien la tiene fuera de su natural, y se
resfrían y acatarran en sacando pie, pierna o mano desta estrecha religión;
y pienso que quieren ahora labrar un desván en él para ensancharse y
alquilalle a otros dos vecinos tan inclinados a coche, que se contentarán
con vivir en el caballete dél.
—¿Qué voces—dijo don Cleofás—son las que dan en esotra casa más
adelante, que parece que pregonan algún demonio que se ha perdido?
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—No seré yo, que me he rescatado—dijo el Cojuelo—, si no es que me
llaman a pregones del infierno por el quebrantamiento de la redoma; pero
aquél es un garitero que ha dado esta noche ciento y cincuenta barajas, y
se ha endiablado de cólera porque no le han pagado ninguna y se van los
actores y los reos con las costas en el cuerpo, tras una pendencia de
barato sobre uno que juzgó mal una suerte, y los mete en paz aquella
música que dan a cuatro voces en esotra calle unos criados de un señor a
una mujer de un sastre que ha jurado que los ha de coser a puñaladas.
—Si yo fuera el marido—dijo don Cleofás—, más los tuviera por gatos que
por músicos.
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—¡Por vida del mundo—dijo don Cleofás—que la tenía por una santa!
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Y volviendo a poner la tapa al pastelón, se bajaron a las calles.
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TRANCO III
Ya comenzaban en el puchero humano de la Corte a hervir hombres y
mujeres, unos hacia arriba, y otros hacia abajo, y otros de través, haciendo
un cruzado al son de su misma confusión, y el piélago racional de Madrid a
sembrarse de ballenas con ruedas, que por otro nombre llaman coches,
trabándose la batalla del día, cada uno con disinio y negocio diferente, y
pretendiéndose engañar los unos a los otros, levantándose una polvareda
de embustes y mentiras, que no se descubría una brizna de verdad por un
ojo de la cara, y don Cleofás iba siguiendo a su camarada, que le había
metido por una calle algo angosta, llena de espejos por una parte y por
otra, donde estaban muchas damas y lindos mirándose y poniéndose de
diferentes posturas de bocas, guedejas, semblantes, ojos, bigotes, brazos
y manos, haciéndose cocos a ellos mismos. Preguntóle don Cleofás qué
calle era aquélla, que le parecía que no la había visto en Madrid, y
respondióle el Cojuelo:
—Ésta se llama la calle de los Gestos, que solamente saben a ella estas
figuras de la baraja de la Corte, que vienen aquí a tomar el gesto con que
han de andar aquel día, y salen con perlesía de lindeza, unos con la
boquita de riñón, otros con los ojitos dormidos, roncando hermosura, y
todos con los dos dedos de las manos, índice y meñique, levantados, y
esotros, de Gloria Patri. Pero salgámonos muy apriesa de aquí; que con
tener estómago de demonio y no haberme mareado las maretas del
infierno, me le han revuelto estas sabandijas, que nacieron para
desacreditar la naturaleza y el rentoy.
Con esto, salieron desta calle a una plazuela donde había gran concurso
de viejas que había sido damas cortesanas, y mozas que entraban a ser lo
que ellas habían sido, en grande contratación unas con otras. Preguntó el
Estudiante a su camarada qué sitio era aquél, que tampoco le había visto,
y él le respondió:
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el Enríquez, el Cerda, el Cueva, el Silva, el Castro, el Girón, el Toledo, el
Pacheco, el Córdova, el Manrique de Lara, el Osorio, el Aragón, el
Guevara y otros generosos apellidos los ceden a quien los ha menester
ahora para el oficio que comienza, y ellas quedan con sus patronímicos
primeros de Hernández, Martínez, López, Rodríguez, Pérez, González,
etcétera; porque al fin de los años mil, vuelven los nombres por donde
solían ir.
—Algo tiene de eso este fantástico aparato; pero ésta es, don Cleofás, en
efeto, la pila de los dones, y aquí se bautizan los que vienen a la Corte sin
él. Todos aquellos muchachos son pajes para señores, y aquellas
muchachas, doncellas para señoras de media talla, que han menester el
don para la autoridad de las casas que entran a servir, y agora les acaban
de bautizar con el don. Por allí entra agora una fregona con un vestido
alquilado, que la trae su ama a sacar de don, como de pila, para darla el
tusón de las damas, porque le pague en esta moneda lo que le ha costado
el crialla, y aun ella parece que se quiere volver al paño, según viene
bruñida de esmeril.
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sin él le han aconsejado sus parientes que no cae tan bien el regimiento.
Llámase Pascual, y vienen altercando si sobre Pascual le vendrá bien el
don, que parece don estravagante de la iglesia de los dones.
Con esto, salieron del soñado (al parecer) edificio, y enfrente dél
descubrieron otro, cuya portada estaba pintada de sonajas, guitarras,
gaitas zamoranas, cencerros, cascabeles, ginebras, caracoles,
castrapuercos, pandorga prodigiosa de la vida, y preguntó don Cleofás a
su amigo qué casa era aquella que mostraba en la portada tanta variedad
de instrumentos vulgares,—que tampoco la he visto en la Corte, y me
parece que hay dentro mucho regocijo y entretinimiento.
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abierto, y veamos esta novedad de locos.
—Bien haya quien le trujo a esta casa—dijo don Cleofás—; que son los
locos más perjudiciales de la república.
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sirve de cepo su misma riqueza. Aquel que canta en esotra jaula es un
músico sinsonte, que remeda los demás pájaros, y vuelve de cada pasaje
como de un parasismo. Está preso en esta cárcel de los delictos del juicio,
porque siempre cantaba, y cuando le rogaban que cantase, dejaba de
cantar.
—En el brocal de aquel pozo que está en medio del patio se está mirando
siempre una dama muy hermosa, como lo verás si ella alza la cabeza, hija
de pobres y humildes padres, que queriéndose casar con ella muchos
hombres ricos y caballeros, ninguno la contentó, y en todos halló una y
muchas faltas, y está atada allí en una cadena porque, como Narciso,
enamorada de su hermosura, no se anegue en el agua que le sirve de
espejo, no teniendo en lo que pisa al sol ni a todas las estrellas. En aquel
pobre aposentillo enfrente, pintado por defuera de llamas, está un demonio
casado, que se volvió loco con la condición de su mujer.
El Cojuelo dijo:
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tú te admiraste?
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bien nacido en verso y en prosa, y vamos en busca de un figón, a almorzar
y descansar, que bien lo habrás menester por lo trasnochado y
madrugado, y después proseguiremos nuestras aventuras.
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TRANCO IV
Dejemos a estos caballeros en su figón almorzando y descansando, que
sin dineros pedían las pajaritas que andaban volando por el aire y al fénix
empanado, y volvamos a nuestro astrólogo regoldano y nigromante
enjerto, que se había vestido con algún cuidado de haber sentido pasos en
el desván la noche antes, y, subiendo a él, halló las ruinas que había
dejado su familiar en los pedazos de la redoma, y mojados sus papeles, y
el tal Espíritu ausente; y viendo el estrago y la falta de su Demoñuelo,
comenzó a mesarse las barbas y los cabellos, y a romper sus vestiduras,
como rey a lo antiguo. Y estando haciendo semejantes estremos y
lamentaciones, entró un diablejo zurdo, mozo de retrete de Satanás,
diciendo que Satanás su señor le besaba las manos; que había sentido la
bellaquería que había usado el Cojuelo; que él trataría de que se
castigase, y que entre tanto se quedase él sirviéndole en su lugar.
Agradeció mucho el cuidado el Astrólogo y encerró el tal espíritu en una
sortija de un topacio grande, que traía en un dedo, que antes había sido de
un médico, con que a todos cuantos había tomado el pulso había muerto.
Y en el infierno se juntaron entre tanto, en sala plena, los más graves
jueces de aquel distrito, y haciendo notorio a todos el delito del tal Cojuelo,
mandaron despachar requisitoria para que le prendiesen en cualquier
parte que le hallasen, y se le dió esta comisión a Cienllamas, demonio
comisionario que había dado muy buena cuenta de otras que le habían
encargado, y llevándose consigo por corchetes a Chispa y a Redina,
demonios a la veinte, y subiéndose en la mula de Liñán, salió del infierno
con vara alta de justicia en busca del dicho delincuente.
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a la derecha mano; y volviéndose el Estudiante al camarada, le dijo:
—Ésta es muy buena posada para pasar esta noche y para descansar de
la pasada; éntrate dentro y pide un aposento y que te aderecen de cenar;
que a mí me importa llegarme esta noche a Constantinopla a alborotar el
serrallo del Gran Turco y hacer degollar doce o trece hermanos que tiene,
por miedo de que no conspiren a la Corona, y volverme de camino por los
Cantones de los esguízaros y por Ginebra a otras diligencias deste modo,
por sobornar con algunos servicios a mi amo, que debe de estar muy
indignado contra mí por la travesura pasada; que yo estaré contigo antes
que den las siete de la mañana.
Y, diciendo y haciendo, se metió por esos aires como por una viña
vendimiada, meando la pajuela a todo pajarote y ciudadano de la región
etérea, a fuer de los de la jerigonza crítica, y don Cleofás se entró a tomar
posada, que, aunque estaba llena de muchos pasajeros que habían venido
con los galeones y pasaban a la Corte, con todo, al güésped nuevo
hicieron cortesía, porque la persona de don Cleofás traía consigo cartas de
recomendación, como dicen los cortesanos antiguos.
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estaban de posta a su cuerpo de guardia, cuando a las dos de la noche
unas temerosas voces repetían: «¡Fuego, fuego!» despertaron a los
dormidos pasajeros, con el sobresalto y asombro que suele causar
cualquier alboroto a los que están durmiendo, y más oyendo apellidar
«¡fuego!», voz que con más terror atemoriza los ánimos más constantes,
rodando unos las escaleras por bajar más apriesa, otros, saltando por las
ventanas que caían al patio de la posada, otros que, por las pulgas u
temor de las chinches, dormían en cueros, como vinagre, hechos Adanes
del baratillo, poniendo las manos donde habían de estar las hojas de
higuera, siguiendo a los demás, y acompañándolos don Cleofás, con los
calzones revueltos al brazo y una alfajía que, por no encontrar la espada,
halló acaso en su aposento, como si en los incendios y fantasmas
importase andar a palos ni a cuchilladas, natural socorro del miedo en las
repentinas invasiones.
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este desmayo.
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El Poeta dijo entonces:
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todo este gasto. Pero escuchen, que ya comienza la obra, y atención, por
mi amor. Salen por el tablado, con mucho ruido de chirimías y atabalillos,
Príamo, rey de Troya, y el príncipe Paris, y Elena, muy bizarra en un
palafrén, en medio, y el Rey a la mano derecha (que siempre desta
manera guardo el decoro a las personas reales), y luego, tras ellos, en
palafrenes negros, de la misma suerte, once mil dueñas a caballo.
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camas, y el Poeta, calzado y vestido, con su comedia en la mano, se
quedó tan aturdido sobre la suya, que apostó a roncar con los Sietes
Durmientes, a peligro de no valer la moneda cuando despertase.
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TRANCO V
Dentro de muy pocas horas lo fué de volverse a levantar los güéspedes al
quitar, haciendo la cuenta con ellos de la noche pasada el güésped de por
vida, esperezándose y bostezando de lo trasnochado con el Poeta, y
trataron de caminar, ensillando los mozos de mulas y poniendo los frenos
al son de seguidillas y jácaras, y brindándose con vino y pullas los unos a
los otros, ribeteándolas con tabaco en polvo y en humo, cuando don
Cleofás también despertó, tratando de vestirse, con algunas saudades de
su dama: que las malas correspondencias de las mujeres a veces
despiertan más la voluntad; y antes que diesen las ocho, como había
dicho, entró por el aposento el camarada, en traje turquesco, con almalafa
y turbante, señales ciertas de venir de aquel país, diciendo:
El le respondió sonriéndose:
—Menos se tardó vuesa merced desde el cielo al infierno, con haber más
leguas, cuando rodó con todos esos príncipes que no han podido gatear
otra vez a la maroma de donde cayeron.
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tener de demonio villano.
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una requisitoria; y soy de parecer, para oviar estos dos riesgos, que
pongamos tierra en medio. Vámonos al Andulucía, que es la más ancha
del mundo; y pues yo te hago la costa, no tienes que temer nada; que, con
el romance que dice:
—Hágote puerta de mesón. Vamos, y sígueme por ella, don Cleofás; que
hemos de ir a comer a la venta de Darazután, que es en Sierra-morena,
veinte y dos o veinte y tres leguas de aquí.
El Ventero respondió que fuese en buen hora; pero que esperasen que
acabasen de comer unos estranjeros que estaban en eso, porque en la
venta no había otra mesa más que la que ellos ocupaban. Don Cleofás dijo:
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juntos, y ya que ellos van en la silla, nosotros iremos en las ancas.
Y sentándose los dos al paso que lo decían, fué todo uno, trayéndoles el
Ventero la porción susodicha, con todas sus adherencias y incidencias, y
comenzaron a comer en compañía de los estranjeros, que el uno era
francés, el otro inglés, el otro italiano y el otro tudesco, que había ya
pespuntado la comida más aprisa a brindis de vino blanco y clarete, y tenía
a orza la testa, con señales de vómito y tiempo borrascoso, tan zorra de
cuatro costados, que pudiera temelle el corral de gallinas del Ventero. El
Italiano preguntó a don Cleofás que de adonde venía, y él le respondió que
de Madrid. Repitió el Italiano:
—Déjame, don Cleofás, responder a mí, que soy español por la vida, y con
quien vengo, vengo; que les quiero con alabanzas del Rey de España dar
un tapaboca a estos borrachos, que si leen las historias della, hallarán que
por Rey de Castilla tiene virtud de sacar demonios, que es más generosa
cirujía que curar lamparones.
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—Señores míos, mi camarada iba a responder, y a mí, por tener más
edad, me toca el hacello; escúchenme atentamente, por caridad. El Rey de
España es un generosísimo lebrel, que pasa acaso solo por una calle, y no
hay gozque en ella que a ladralle no salga, sin hacer caso de ninguno,
hasta que se juntan tantos, que se atreve uno, al desembocar della a otra,
pensando que es sufrimiento y no desprecio, a besalle con la boca la cola;
entonces vuelve, y dando una manotada a unos y otra a otros, huyen
todos de manera, que no saben dónde meterse, y queda la calle tan
barrida de gozques y con tanto silencio, que aun a ladrar no se atreven,
sino a morder las piedras, de rabia. Esto mismo le sucede siempre con los
reyes contrarios, con las señorías y potentados, que son todos gozques
con su Majestad Católica; pero guárdese el que se atreviere a besarle la
cola; que ha de llevar manotada que escarmiente de suerte a los demás,
que no hallen dónde meterse, huyendo dél.
Y el Italiano:
Y el Inglés:
—¡Nitesgut español!
Don Cleofás, que los vió palotear y echar espadañas de vino y herejías
contra lo que había dicho su camarada, acostumbrado a sufrir poco y al
refrán de «quien da luego, da dos veces», levantando el banco en que
estaban sentados los dos, dió tras ellos, adelantándose el compañero con
las muletas en la mano, manejándolas tan bien, que dió con el Francés en
el tejado de otra venta que estaba tres leguas de allí, y en una necesaria
de Ciudad Real con el Italiano, porque muriese hacia donde pecan, y con
el Inglés, de cabeza en una caldera de agua hirviendo que tenían para
pelar un puerco en casa de un labrador de Adamuz; y al Tudesco, que se
había anticipado a caer de bruces a los pies de Cleofás, le volvió al puerto
de Santa María, de donde había salido quince días antes, a dormir la
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zorra. El Ventero se quiso poner en medio, y dió con él en Peralvillo, entre
aquellas cecinas de Gestas, como en su centro.
Volviéronse, con esto, a sentar a comer de los despojos que había dejado
el enemigo, muy de espacio, y estando en los postreros lances de la
comida, entraron algunos mozos de mulas en la venta, llamando al
Güésped y pidiendo vino, y tras ellos, en el mismo carruaje, una compañía
de representantes que pasaban de Córdoba a la Corte, con ganas de
tomar un refresco en la venta. Venían las damas en jamugas, con
bohemios, sombreros con plumas y mascarillas en los rostros, los
chapines, con plata, colgando de los respaldares de los sillones; y ellos,
unos con portamanteos sin cojines, y otros sin cojines ni portamanteos, las
capas dobladas debajo, las valonas en los sombreros, con alforjas detrás;
y los músicos, con la guitarras en cajas delante de los arzones, y algunos
dellos ciclanes de estribos, y otros, eunucos, con los mozos que le sirven a
las ancas, unos con espuelas sobre los zapatos y las medias, y otros con
botas de rodillera, sin ninguna; otros con varas para hacer andar sus
cabalgaduras y las de las mujeres. Los apellidos de los más eran
valencianos, y los nombres de las representantas se resolvían en
Marianas y Anas Marías, hablando todo recalcado, con el tono de la
representación. La conversación con que entraron en la venta era decir
que habían robado a Lisboa, asombrado a Córdoba y escandalizado a
Sevilla, y que habían de despoblar a Madrid, porque con sola la loa que
llevaban para la entrada, de un tundidor de Ecija, habían de derribar
cuantos autores entrasen en la Corte. Con esto, se fueron arrojando de las
cabalgaduras, y los maridos, muy severos, apeando en los brazos a sus
mujeres, llamando todos al Güésped,
«y él de nada se dolía».
Respondió el Diablillo:
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demonios en los autos del Corpus, y está perdigado para demonio de
veras, y para que haga en el infierno los autores si se representaren
comedias; que algunas hacen estas farándulas, que aun para el infierno
son malas.
El Autor vino en ello, porque se dejaba gobernar del tal Apuntador, como
de hombre que tenía grandísima curia en la comedia, y había sido
estudiante en Salamanca, y le llamaban el Filósofo por mal nombre; y
llegando con el papel de la segunda dama a Ana María, mujer del que
cantaba los bajetes y bailaba los días de Corpus, habiéndole dado la
primera dama a Mariana, la mujer del que cobraba y que hacía su parte
también en las comedias de tramoya, arrojándole, dijo que ella había
entrado para partir entre las dos los primeros papeles, y que siempre le
daban los segundos, y que ella podía enseñar a representar a cuantas
andaban en la comedia, porque había representado al lado de las mayores
representantas del mundo y en la legua la llamaban Amarilis, segunda
deste nombre. Esotra le dijo que no sabría mirar lo que ella con su zapato
representaba, respondiéndole esotra que de cuándo acá tenía tanta
soberbia, sabiendo que en Sevilla le prestó hasta las enaguas para hacer
el papel de Dido en la gran comedia de don Guillén de Castro, echando a
perder la comedia y haciendo que silbasen la compañía.
39
Llegando a las manos y diciéndose palabras mayores, y tan grandes, que
alcanzaron a los maridos; y sacando unos con otros las espadas, comenzó
una batalla de comedia, metiéndolos en paz los mozos de mulas con los
frenos que acababan de quitar; y dejándolos empelotados, se salieron don
Cleofás y el Cojuelo de la venta al camino de Andalucía, quedándose
abrasando a cuchilladas la compañía que fuera un Roncesvalles del
molino del papel si el Ventero no llegara con la Hermandad en busca de
los dos que se fueron, para prendello, con escopetas, chuzos y ballestas; y
hallando esta nueva matanza en su venta, y jarros, tinajas y platos hechos
tantos en la refriega, los apaciguaron, y prendieron a los dichos
representantes para llevarlos a Ciudad Real, habiendo de tener otra pelaza
más pesada con el alguacil que los traía a Madrid por orden de los
arrendadores, con comisión del Consejo.
40
TRANCO VI
En este tiempo, nuestros caminantes, tragando leguas de aire, como si
fueran camaleones de alquiler, habían pasado a Adamuz, del gran
Marqués del Carpio, Haro y nobilísimo decendiente de los señores
antiguos de Vizcaya, y padre ilustrísimo del mayor Mecenas que los
antiguos ingenios y modernos han tenido, y caballero que igualó con sus
generosas partes su modestia. Y habiéndose sorbido de los siete vados y
las ventas de Alcolea, se pusieron a vista de Córdoba por su fertilísima
campiña y por sus celebradas dehesas gamonosas, donde nacen y pacen
tantos brutos, hijos del Céfiro más que los que fingió la antigüedad en el
Tajo portugués; y entrando por el Campo de la Verdad (pocas veces
pisado de gente desta calaña) a la Colonia y populosa patria de dos
Sénecas y un Lucano, y del padre de la Poesía española, el celebrado
Góngora, a tiempo que se celebraban fiestas de toros aquel día, y juego
de cañas, acto positivo que más excelentemente ejecutan los caballeros
de aquella ciudad, y tomando posada en el mesón de las Rejas, que
estaba lleno de forasteros que habían concurrido a esta celebridad, se
apercibieron para ir a vellas, limpiándose el polvo de las nubes; y llegando
a la Corredera, que es la plaza donde siempre se hacen estas
festividades, se pusieron a ver un juego de esgrima que estaba en medio
del concurso de la gente, que en estas ocasiones suele siempre en aquella
provincia preceder a las fiestas, a cuya esfera no había llegado la línea
recta, ni el ángulo obtuso ni oblicuo; que todavía se platicaba el uñas
arriba y el uñas abajo de la destreza primitiva que nuestros primeros
padres usaron; y acordándose don Cleofás de lo que dice el ingeniosísimo
Quevedo en su Buscón, pensó perecer de risa, bien que se debe al insigne
don Luis Pacheco de Narváez haber sacado de la obscura tiniebla de la
vulgaridad a luz la verdad deste arte, y del caos de tantas opiniones las
demonstraciones matemáticas desta verdad.
41
de el forastero, que en el ademán les pareció castellano, y dando a su
camarada la capa y la espada, como es costumbre, puso bizarramente las
plantas en la palestra. En esto, el Maestro, con el montante, barriendo los
pies a los mirones, abrió la rueda, dando aplauso a la pendencia vellorí,
pues se hacía con espadas mulatas; y partiendo el andaluz y el estudiante
castellano uno para el otro airosamente, corrieron una ida y venida sin
tocarse al pelo de la ropa, y a la segunda, don Cleofás, que tenía algunas
revelaciones de Carranza, por el cuarto círculo le dió al andaluz con la
zapatilla un golpe de pechos, y él, metiendo el brazal, un tajo a don
Cleofás en la cabeza, sobre la guarnición de la espada; y convirtiendo don
Cleofás el reparo en revés, con un movimiento accidental, dió tan grande
tamborilada al contrario, que sonó como si la hubiera dado en la tumba de
los Castillas. Alborotáronse algunos amigos y conocidos, que había en el
corro, y sobre el montante del señor Maestro le entraron tirando algunas
estocadillas veniales al tal don Cleofás, que con la zapatilla, como con
agua bendita, se las quitó, y apelando a su espada y capa, y el Cojuelo a
sus muletas, hicieron tanta riza en el montón agavillado, que fué menester
echalles un toro para ponellos en paz: tan valiente montante de
Sierramorena, que a dos o tres mandobles puso la plaza más despejada
que pudieran la guarda tudesca y española, a costa de algunas bragas
que hicieron por detrás cíclopes a sus dueños, encaramándose a un
tablado don Cleofás y su camarada, muy falsos, a ver la fiesta, haciéndose
aire con los sombreros, como si tal no hubiera pasado por ellos; y
acechándolos unos alguaciles, porque en estas ocasiones siempre quiebra
la soga por lo más forastero, habiendo dejarretado el toro, llegaron desde
la plaza a caballo, diciéndoles:
—Señor Licenciado y señor Cojo, bajen acá, que los llama el señor
Corregidor.
42
Guadalcázar, del ilustre Marqués de este título, del claro apellido de los
Córdovas, que dieron sobre el rollo de Écija, diciéndole el Cojuelo a don
Cleofás:
—Mira qué gentil árbol berroqueño, que suele llevar hombres, como otros
fruta.
43
más por el divino ingenio del doctor Mira de Mescua, hijo suyo y arcediano.
—¿Qué te parece los testimonios que nos levantan estos ciegos y las
sátiras que nos hacen? Ninguna raza de gente se nos atreve a nosotros si
no son éstos, que tienen más ánimo que los mayores ingenios; pero esta
vez me lo han de pagar, castigándose ellos mismos por sus propias
manos, y daré, de camino, venganza a las dueñas, porque no hay en el
mundo quien no las quiera mal, y nosotros las tenemos grandes
obligaciones, porque nos ayudan a nuestros embustes; que son demonias
hembras.
Y sobre la entonación de las coplas metió el Cojuelo tanta cizaña entre los
ciegos, que, arrempujándose primero, y cayendo dellos en el pilón de la
fuente, y esotros en el suelo, volviéndose a juntar, se mataron a palos,
dando barato, de camino, a los oyentes, que les respondieron con algunos
puñetes y coces. Y como llegaron a Écija con las varas de los alguaciles
de Córdoba, pensando que traían alguna gran comisión de la Corte, llegó
la justicia de la ciudad a hacelles fiesta y a lisonjeallos con ofrecerles sus
posadas, y ellos, valiéndose de la ocasión, admitieron las ofertas, con que
fueron regalados como cuerpos de rey; y preguntándoles qué era el
44
negocio que traían para Écija, el Cojuelo les respondió que era contra los
médicos y boticarios, y visita general de beatas; y que a los médicos se les
venía a vedar que después de matar un enfermo, no les valiese la mula
por sagrado; y que, cuando no se saliese con esto, por lo menos, a los
boticarios que errasen las purgas, que no pudiesen ser castigados si se
retrujesen en los cimenterios de las mulas de los médicos, que son las
ancas; y que a las beatas se les venía a quitar el tomar tabaco, beber
chocolate y comer jigote.
45
—Camarada, descansemos un poco, que es mucho pajarear éste, y nos
metemos a lechuzas silvestres; que la serenidad de la noche y el verano
brindan a pasalla en el campo.
—¿No me dirás, pues has vivido en aquellos barrios, si esas estrellas son
tan grandes como esos astrólogos dicen cuando hablan de su magnitud, y
en qué cielo están, y cuantos cielos hay, para que no nos den papillas
cada día con tantas y tan diversas opiniones, haciéndonos bobos a los
demás con líneas y coluros imaginados, y si es verdad que los planetas
tienen epiciclos, y el movimiento de cada cielo, desde el primer móvil al
remiso y al trepidante, y dónde están los signos de estos luceros
escribanos, porque yo desengañe al mundo y no nos vendan
imaginaciones por verdades?
El Cojuelo le respondió:
—Don Cleofás, nuestra caída fué tan apriesa, que no nos dejó reparar en
nada; y a fee que si Lucifer no se hubiera traído tras de sí la tercera parte
de las estrellas, como repiten tantas veces en los autos del Corpus, aun
hubiera más en que haceros más garatusas la Astrología. Esto todo sea
con perdón del antojo del Galileo y el del gran don Juan de Espina, cuya
célebre casa y peregrina silla son ideas de su raro ingenio; que yo hablo
de antojos abajo, como de tejas, y salvo la óbtica destos señores
antojadizos que han descubierto al sol un lunar en el lado izquierdo, y en la
luna han linceado montes y valles, y han visto a Venus cornuta. Lo que yo
sé decir, que el poco tiempo que estuve por allá arriba nunca oí nombrar la
Bocina, el Carro, la Espica Vírginis, la Ursa major ni la Ursa minor, las
Pléyades ni las Helíades, nombres que los de la Astrología les han dado, y
esa que llamaron Vía Láctea, y ahora los vulgares Camino de Santiago,
46
por donde anda tanto el cojo como el sano; que si esto fuera así, yo
también, por lo cojo, había de andar por aquel camino, siendo hijo de
vecino de aquella provincia.
47
TRANCO VII
El Estudiante se incorporó entonces, supliendo con bostezos y esperezos
lo que le faltaba por dormir, y prosiguió el Diablillo, diciendo:
48
zurdos y balbucientes?
49
Soberbia, la Invención, la Hazañería, dueñas de la Fortuna. Los que
vienen galanteando a estas señoras todas y alumbrándolas con antorchas
de colores diferentes son ladrones, fulleros, astrólogos, espías, hipócritas,
monederos falsos, casamenteros, noveleros, corredores, glotones y
borrachos. Aquel que viene sobre el asno de oro de Lucio Apuleyo es
Creso, mayordomo mayor de la Fortuna, y a su mano izquierda, Astolfo, su
caballerizo mayor. Aquellos que van sobre cubas con ruedas y
velicómenes en las manos, dando carcajadas de risa, son sus gentiles
hombres de la copa, que han sido taberneros de Corte primero. Aquella
escuadra de selvajes que vienen en jumentos de albarda son contadores,
tesoreros, escribanos de raciones, administradores, historiadores, letrados,
correspondientes, agentes de la Fortuna, y llevan manos de almireces por
plumas, y por papel, pieles de abadas. Tras dellos viene una silla de
manos, bordada de trofeos, para las visitas de la Fortuna; los silleros son
Pitágoras, Diógenes, Aristóteles, Platón, y otros filósofos para remudar,
con camisolas y calzones de tela de nácar, herrados los rostros con eses y
clavos. Aquellos que vienen agora de tres en tres, sobre tumbas
enlutadas, a la jineta y a la brida, son médicos de la cámara y de la familia,
boticarios y barberos de la Fortuna. Agora cierra todo este escuadrón y
acompañamiento aquella prodigiosísima torre andante, que es la de
Babilonia, llena de gigantes, de enanos, de bailarines y representantes, de
instrumentos músicos y marciales, de voces, de algazaras, que se ven y
oyen por infinitas ventanas que tiene el edificio, coronadas de luminarias y
flechando girándulas y cohetes voladores; y en un balcón grande de la
fachada va la Esperanza: una jayana vestida de verde, muy larga de
estatura, y muchos pretendientes por abajo, a pie, soldados, capitanes,
abogados, artífices y profesores de diferentes ciencias, mal vestidos,
hambrientos y desesperados, dándola voces, y con la confusión no se
entienden los unos a los otros, ni los otros a los unos. Y por otro balcón del
lado derecho va la Prosperidad, coronada de espigas de oro y vestida de
brocado de tres altos, bordado de las cuatro estaciones del año,
sembrando talegos sobre muchos mentecatos ricos, que van en literas
roncando, que no los han menester y piensan que los sueñan. Ahora sigue
todo este aparato una infinita tropa de carros largos, llenos de comida y
vestidos de mujeres y de hombres, que es la guardarropa de la Fortuna; y
con ir tantos como la siguen desnudos y hambrientos, no les da un bocado
que coman ni un trapo con que se cubran, y aunque los repartiera con
ellos, no les vinieran bien, que están hechos solamente a medida de los
dichosos.
50
Seguía este carruaje un escuadrón volante de locos, a pie, y a caballo, y
en coches, con diferentes temas, que habían perdido el juicio de varios
sucesos de la Fortuna por mar y por tierra, unos riéndose, otros llorando,
otros cantando, otros callando, y todos renegando della; y no tomaba de
otros parecer, diligencia para no acertar nada, desapareciendo toda esta
máquina confusa una polvareda espantosa, en cuyo temeroso piélago se
anegó toda esta confusión, llegando el día, que fué mucho que no se
perdiera el sol con la grande polvareda, como don Beltrán de los planetas,
subiéndose los dos camaradas la cuesta arriba a la recién bautizada
ciudad de Carmona, atalaya del Andalucía, de cielo tan sereno, que nunca
le tuvo, y adonde no han conocido al catarro si no es para serville; y
tomando refresco de unos conejos y unos pollos en un mesón que se
llama de los Caballeros, pasaron a Sevilla, cuya giralda y torre tan
celebrada se descubre desde la venta de Peromingo el Alto, tan hija de
vecino de los aires, que parece que se descalabra en las estrellas.
51
queremos, todos cuantos hurones tiene Lucifer y Bercebú.
Con esta plática llegaron a la Cabeza del Rey don Pedro, cuya calle se
llama el Candilejo, y atravesando por cal de Abades, la Borciguinería y el
Atambor, llegaron a las calles del Agua, donde tomaron posada, que son
las más recatadas de Sevilla.
52
El Cojuelo le dijo:
—Ya por aquella torre que descubrimos desde tan lejos discurrirás que
esa bellísima fábrica que está arrimada a ella es la Iglesia Mayor y mayor
templo de cuantos fabricó la antigüedad ni el siglo de agora reconoce. No
quiero decirte por menudo sus grandezas; basta afirmarte que su cirio
pascual pesa ochenta y cuatro arrobas de cera, y el candelero de tinieblas,
de grandeza notable, es de bronce, y de tanta ostentación y artificio, que si
fuera de oro no hubiera costado tanto. Su custodia es otra torre de plata,
de la misma fábrica y modelo; su trascoro no perdonó piedra esquisita y
preciosa a los minerales; su monumento es un templo portátil de Salomón.
Pero salgámonos della; que aun con las relaciones ni los pensamientos no
podemos los demonios pasealla, y vuelve los ojos a aquel edificio que se
llama la Lonja, cortada del pernil de San Lorenzo el Real, diseño de don
Felipe II, y a mano derecha della está el Alcázar, posada real y antigua de
los reyes de Castilla, fértil albergue de la primavera, de quien es ilustrísimo
Alcaide el Conde Duque de Sanlúcar la Mayor, gran Adtlante del Hércules
de España, cuya prudentísima cabeza es el reloj del gobierno de su
monarquía; que a no estar labrado el Buen Retiro, fábrica de inimitable
ejemplar por el edificio, los jardines y estanques, tuviera este palacio
sevillano la primacía de todas las casas reales del mundo, poniendo en
primer lugar el real salón que la majestad del rey don Felipe IV el Grande
ha copiado de su divina idea, donde todas las admiraciones vienen cortas,
y las mayores grandezas enjaguadas. Más adelante está la Casa de la
Contratación, que tantas veces se ve enladrillada de barras de oro y de
plata. Luego está la casa del bizarro Conde de Cantillana, gran cortesano,
galán y palaciego, airoso caballero de la plaza, crédito de sus aplausos y
alegría de sus Reyes; que esto confiesan los toros de Tarifa y Jarama
cuando cumplen con sus rejones, como con la parroquia. Luego está, junto
a la puerta de Jerez, la gran Casa de la Moneda, donde siempre hay
montones de oro y de plata, como de trigo, y junto a ella, el Aduana,
tarasca de todas las mercaderías del mundo, con dos bocas, una a la
ciudad y otra al río, donde está la Torre del Oro y el muelle, chupadera de
cuanto traen amontonado los galeones en los tuétanos de sus camarotes.
A mano derecha está la puente de Triana, de madera, sobre trece barcos.
Y más abajo, en el margen del celebrado río, las Cuevas, monasterio
insigne de la Cartuja de San Bruno, que, con profesar el silencio mudo,
vive a la lengua del agua.
53
A estotra parte, sobre la orilla de Guadalquivir, está Gelves, donde todos
los romances antiguos de moros iban a jugar cañas, y hoy de sus ilustres
condes y del gran Duque de Veragua, hijo y retrato de tan gran padre;
Y prosiguió diciendo:
54
TRANCO VIII
Ya, para ejecutar su disignio, había tomado doña Tomasa (que siempre
tomaba, por cumplir con su nombre y su condición) una litera para Sevilla,
y una acémila en que llevar algunos baúles para su ropa blanca y algunas
galas, con las del dicho galán soldado, que, metiéndose los dos en la
dicha litera, partieron de Madrid, como unos hermanos, con la requisitoria
que hemos referido. Y a nuestro Astrólogo no le habían dado sepultura,
sobre las barajas de un testamento que había hecho unos días antes y
descubrieron en un escritorio unos deudos suyos, y estaba la justicia
poniendo en razón esta litispendencia. Y el Cojuelo y don Cleofás, que
habían dormido hasta las dos de la tarde, por haber andado rondando la
noche antes, la mayor parte della, por Sevilla, después de haber comido
algunos pescados regalados de aquella ciudad y del pan que llaman de
Gallegos, que es el mejor del mundo, y habiendo dormido la siesta (bien
que el compañero siempre velaba, haciendo diligencias para lisonjear a su
dueño en razón de su delito), se subieron al dicho terrado, como la tarde
antes, y enseñándole algunos particulares edificios a su compañero, de los
que habían quedado sin referir la tarde antes en aquel golfo de pueblos,
suspiró dos veces don Cleofás, y preguntóle el Cojuelo:
—¿De qué te has acordado, amigo? ¿Qué memorias te han dividido esas
dos exhalaciones de fuego desde el corazón a la boca?
55
A este mismo tiempo subía a su terrado Rufina María, que así se llamaba
la güéspeda, dama entre nogal y granadillo, por no llamarla mulata, gran
piloto de los rumbos más secretos de Sevilla, y alfaneque de volar una
bolsa de bretón desde su faldriquera a las garras de tanta doncelliponiente
como venían a valerse della. Iba en jubón de holanda blanca acuchillado,
con una enaguas blancas de cotonía, zapato de ponleví, con escarpín sin
media, como es usanza en esta tierra entre la gente tapetada, que a estas
horas se subía a su azotea a tocar de la tarántula con un peine y un espejo
que podía ser de armar; y el Cojuelo, viendo la ocasión, se le pidió con
mucha cortesía para el dicho efeto, diciendo:
—No dicen mal—dijo el Cojuelo—; pero, con todo eso, señora Rufina
María, de tan gran talento se pueden fiar los que yo quiero enseñar a mi
camarada. Esté atenta.
—Aquí quiero enseñalles a los dos lo que a estas horas pasa en la calle
Mayor de Madrid, que esto sólo un demonio lo puede hacer, y yo. Y
adviértase que en las alabanzas de los señores que pasaren, que es mesa
redonda, que cada uno de por sí hace cabecera, y que no es pleito de
acreedores, que tienen unos antelaciones a otros.
56
diversidad de hermosuras y de galas, que parecía que se habían soltado
abril y mayo y desatado las estrellas. Y don Cleofás, con tanto ojo, por ver
si pasaba doña Tomasa; que todavía la tenía en el corazón, sin haberse
templado con tantos desengaños. ¡Oh proclive humanidad nuestra, que
con los malos términos se abrasa, y con los agasajos se destempla! Pero
la tal doña Tomasa, a aquellas horas, ya había pasado de Illescas en su
litera de dos yemas.
La Rufina María estaba sin juicio mirando tantas figuras como en aquel
teatro del mundo iban representando papeles diferentes, y dijo al Cojuelo:
El Cojuelo le respondió:
57
Conde de Lemos y Andrade, marqués de Sarria, pertiguero mayor de
Santiago, Castro y Enríquez, del gran Duque de Arjona, viene en aquel
coche; tan entendido y generoso como gran señor. Y en esotro, el Conde
de Monterrey y Fuentes, presidente de Italia, que ha venido de ser Virrey
de Nápoles, dejando de su gobierno tanto aplauso a las dos Sicilias y
sucediéndole en esta dignidad el Duque de las Torres, marqués de Liche y
de Toral, señor del castillo de Aviados, sumiller de corps de su Majestad,
príncipe de Astillano, y duque de Sabioneta, que este título es el más
compatible con su grandeza; a quien acompaña, con no menos sangre y
divino ingenio, en Italia, el Marqués de Alcañizas, Almansa, Enríquez y
Borja. Allí viene el Condestable prudentísimo Velasco, gentilhombre de la
cámara de su Majestad, con su hermano el Marqués del Fresno. El Duque
de Hijar le sigue, Silva, y Mendoza, y Sarmiento, marqués de Alenquer y
Ribadeo, gran cortesano y hombre de a caballo grande en entrambas
sillas, que por el último título que hemos dicho tiene previlegio de comer
con los Reyes la Pascua deste nombre. Va con él el Marqués de los
Balbases, Espínola, cuyo apellido puso su gran padre sobre las estrellas.
Allí va el Conde de Altamira, Moscoso y Sandoval, gran señor y caballero
en todo, caballerizo mayor de su Majestad de la Reina. Allí pasa el
Marqués de Pobar, Aragón, con don Antonio de Aragón su hermano, del
Consejo de Ordenes y del supremo de la Inquisición. Los que atraviesan
en aquel coche agora son el Marqués de Jódar y el Conde de Peñaranda,
del Consejo Real de Castilla, ambos Simancas de la jurispericia como de
la nobleza.
58
perfecto caballero, el Marqués de San Román, caballero de veras,
heredero del gran Marqués de Velada, rayo de Orán, de Holanda y
Gelanda, y su hermano el Marqués de Salinas, que iguala el alma con el
cuerpo, copias vivas de tan gran padre, y don Iñigo Hurtado de Mendoza,
primo del Duque del Infantado, grandes caballeros todos y señores, que
ellos solos pueden alabarse a ellos mismos con decir quién son; que todas
lenguas de la Fama no bastan. Va con ellos don Francisco de Mendoza,
gentilhombre cortesano, favorecido de todos y diestro en entrambas sillas
de la espada blanca y negra.
59
Fernando, en quien lo entendido y lo bizarro corren parejas, y don
Fernando de Borja, comendador mayor de Montesa, de la cámara de su
Majestad, con veinte y dos cursos de virrey, que se puede graduar de
Catón Uticense y Censorino. Allí viene el Marqués de Santa Cruz, Neptuno
español y mayordomo mayor de la Reina nuestra señora. Aquél es el
Conde de Alba de Liste, con el Marqués de Tabara y el Conde de
Puñonrostro. Y tras ellos, el Duque de Nochera, Héctor napolitano y
gobernador hoy de Aragón. En ese coche que se sigue viene el Conde de
Coruña, Mendoza y Hurtado de las Nueve Musas, honra de los
consonantes castellanos, en compañía del Conde de la Puebla de
Montalbán, Pacheco y Girón. Allí, el Marqués de Malagón, Ulloa y
Saavedra, y el Marqués de Malpica, Barroso y Ribera, y el de Frómista,
padre del Marqués de Caracena, celebrado por Marte castellano en Italia,
y el Conde de Orgaz, Guzmán y Mendoza, de Santo Domingo y San
Ilefonso, todos Mayordomos del Rey. Aquel que va en aquel coche es el
Marqués de Floresdávila, Zúñiga y Cueva, tío del gran Duque de
Alburquerque, que hoy está sirviendo con una pica en Flandes, capitán
general de Orán, donde fué asombro del África levantando las banderas
de su Rey veinte y cinco leguas dentro de la Berbería. Allí va el Conde de
Castrollano, napolitano Adonis. Allí va el Conde de Garcíes, Quesada y
andaluz gallardo, el Marqués de Velmar, el Marqués de Tarazona, Conde
de Ayala, Toledo y Fonseca, el Conde de Santisteban y Cocentaina y el
Conde de Cifuentes, divinos ingenios; el Conde de la Calzada, y tras él, el
Duque de Peñaranda, Sandoval y Zúñiga. Y en esotro coche, don Antonio
de Luna y don Claudio Pimentel, del Consejo de Ordenes, Cástor y Pólux
de la amistad y de la generosidad.
El Cojuelo respondió:
—Es un muy gran caballero y el más bien quisto que hay en esta tierra ni
en la Corte; que no es pequeño encarecimiento. Y aquel con quien va es el
Marqués de Ayamonte, estirado título de Castilla y Zúñiga de varón; y no
menos que él es ese que viene en ese coche, el Conde de la Puebla del
Maestre, que tiene más maestres en su sangre que condes, mozo de
grandes esperanzas, y lo fuera de mayores posesiones si tuviera de su
parte la atención de la Fortuna. Allí pasa el Conde de Castrillo, Haro,
60
hermano del gran Marqués de Carpio, presidente de Indias, y tras él, el
Marqués de Ladrada y el Conde de Baños, padre y hijo, Cerdas, de la gran
casa de Medinaceli. Esotro es el Marqués de los Trujillos, bizarro
caballero. Y tras ellos, el Conde de Fuensalida, con don Jaime Manuel, de
la cámara de su Majestad y hermano del Duque de Maqueda y Nájara, que
hoy gobierna el tridente de ambos mares.
—Los más ordinarios son ésos—dijo el Cojuelo—, y los que ruedan más
en el mundo. Y ahora me parece—prosiguió diciendo—que estarán mis
amos menos indignados conmigo, pues la prenda que solicitaban por mí la
tienen allá, hasta que vaya estotra mitad, que es el cuerpo, a regalarse en
aquellos baños de piedra azufre.
61
plática, y volviéndose a ella el Cojuelo, le dijo:
—Ya vamos llegando, señora Güéspeda, donde cumpla lo que desea; que
ésa es la puerta del Sol y la plaza de armas de la mejor fruta que hay en
Madrid. Aquella bellísima fuente de lapislázuli y alabastro es la del Buen
Suceso, adonde, como en pleito de acreedores, están los aguadores
gallegos y coritos gozando de sus antelaciones para llenar de agua los
cántaros. Aquélla es la Victoria, de frailes mínimos de San Francisco de
Paula, retrato de aquel humilde y seráfico portento que en el palacio de
Dios ocupa el asiento de nuestro soberbio príncipe Lucifer; y mire allí
enfrente los retratos que yo la prometí enseñar;—sin estar la dicha mulata
en la plática que hacia don Cleofás había dirigido el tal Cojuelo, y diciendo:
—El Príncipe, nuestro señor—dijo don Cleofás—, que pienso que le crió
Dios en la turquesa de los ángeles.
62
—Aquél es el serenísimo infante don Fernando—respondió el
Cojuelo—questá por su hermano gobernando los estados de Flandes, y es
arzobispo de Toledo y cardenal de España, y ha dado al infierno las
mayores entradas de franceses y holandeses que ha tenido jamás
después que se representa en él la eternidad de Dios, aunque entren las
de Jerjes y Darío, y pienso que ha de hacer dar grada a mujeres de las
luteranas y calvinistas y protestantes que siguen la seta de sus maridos,
tanto, que los más de los días vuelve el dinero el purgatorio.
—El más caudal dél es—dijo don Cleofás—, pues lleva más hombres,
mujeres y coches que pescados los dos mares.
63
Bajándose con esto de la azutea, y la Rufina protestando al Cojuelo que le
había de cumplir la palabra al día siguiente. Todo lo cual y lo que más
sucediere se deja para esotro tranco.
64
TRANCO IX
Y saliéndose al ejercicio de la noche pasada, aunque las calles de Sevilla,
en la mayor parte, son hijas del Laberinto de Creta, como el Cojuelo era el
Teseo de todas, sin el ovillo de Ariadna, llegaron al barrio del Duque, que
es una plaza más ancha que las demás, ilustrada de las ostentosas casas
de los Duques de Sidonia, como lo muestra sobre sus armas y coronel un
niño con una daga en la mano, segundo Isaac en el hecho, como esotro
en la obediencia, el dicho que murió sacrificado a la lealtad de su padre
don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, alcaide de Tarifa; aposento
siempre de los asistentes de Sevilla, y hoy del que con tanta aprobación lo
es, el Conde de Salvatierra, gentilhombre de la cámara del señor infante
Fernando y segundo Licurgo del gobierno. Y al entrar por la calle de las
Armas, que se sigue luego a siniestra mano, en un gran cuarto bajo, cuyas
rejas rasgadas descubrían algunas luces, vieron mucha gente de buena
capa sentados con grande orden, y uno en una silla con un bufete delante,
una campanilla, recado de escribir y papeles, y dos acólitos a los lados, y
algunas mujeres con mantos, de medio ojo, sentadas en el suelo, que era
un espacio que hacían los asientos, y el Cojuelo le dijo a don Cleofás:
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El presidente era Antonio Ortiz Melgarejo, de la insignia de San Juan,
ingenio eminente de la Música y de la Poesía, cuya casa fué siempre el
museo de la Poesía y de la Música. Era secretario Alvaro de Cubillo,
ingenio granadino que había venido a Sevilla a algunos negocios de su
importancia, excelente cómico y grande versificador, con aquel fuego
andaluz que todos los que nacen en aquel clima tienen, y Blas de las
Casas era fiscal, espíritu divino en lo divino y humano. Eran, entre los
demás académicos, conocidos don Cristóbal de Rozas y don Diego de
Rosas, ingenios peregrinos que han honrado el poema dramático, y don
García de Coronel y Salcedo, fénix de las letras humanas y primer Píndaro
andaluz.
—Yo obedezco, con este soneto que escribí a la gran máscara del Rey
nuestro señor, que se celebró en el Prado alto, junto al Buen Retiro, tan
grande anfiteatro, que borró la memoria de los antiguos griegos y romanos.
Callaron todos, y dijo en alta voz, con acción bizarra y airoso ademán,
desta suerte:
SONETO
Aquel que, más allá de hombre, vestido
De sus propios augustos esplendores,
Al sol por virrey tiene, y en mayores
Climas su nombre estrecha esclarecido,
Aquel que, sobre un céfiro nacido,
Entre los ciudadanos moradores
Del Betis, a quien más que pació flores
Plumas para ser pájaro ha bebido,
Aquel que a luz y a tornos desafía,
En la mayor palestra que vió el suelo,
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Cuanta le ve estrellada monarquía,
Es, a pesar del bárbaro desvelo,
Filipo el Grande, que, árbitro del día,
Está partiendo imperios con el Cielo;
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de secretario no se mudaba, haciéndoles esta lisonja por forasteros, y
porque les pareció a todos que eran ingenios singulares. Y sacando una
guitarra una dama de las tapadas, templada sin sentillo, con otras dos
cantaron a tres voces un romance excelentísimo de don Antonio de
Mendoza, soberano ingenio montañés, y dueño eminentísimo del estilo
lírico, a cuya divina música vendrán estrechos todos los agasajos de su
fortuna. Con que se acabó la academia de aquella noche, diviéndose los
unos de los otros para sus posadas, aunque todavía era temprano, porque
no habían dado las nueve, y don Cleofás y el Cojuelo se bajaron hacia el
Almeda, con pretexto de tomar el fresco en la Alamenilla, baluarte
bellísimo que resiste a Guadalquivir, para que no anegue aquel gran
pueblo en las continuas y soberbias avenidas suyas. Y llegando a vista de
San Clemente el Real, que estaba en el camino, a mano izquierda,
convento ilustrísimo de monjas, que son señoras de todo aquel barrio, y de
vasallos fuera dél, patronazgo magnífico de los Reyes, fundado por el
santo rey don Fernando porque el día de su advocación ganó aquella
ciudad de los moros, le dijo el Cojuelo a don Cleofás.
—Éste se llama el garito de los pobres; que aquí se juntan ellos y ellas,
después de haber pedido todo el día, a entretenerse y a jugar, y a nombrar
los puestos donde han de mendigar esotro día, porque no se encuentren
unas limosnas con otras. Entremos dentro y nos entretendremos un rato;
que, sin ser vistos ni oídos, haciéndonos invisibles con mi buena maña,
hemos de registrar este conclave de San Lázaro.
Y con estas palabras, tomando a don Cleofás por la mano, se entraron por
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un balconcillo que a la mano derecha tenía la mendiga habitación, porque
en la puerta tenían puesto portero porque no entrasen más de los que
ellos quisiesen y los que fuesen señalados de la mano de Dios; y bajando
por un caracolillo a una sala baja, algo espaciosa, cuyas ventanas salían a
un jardinillo de ortigas y malvas, como de gente que había nacido en ellas,
la hallaron ocupada con mucha orden de los pobres que habían venido,
comenzando a jugar al rento y limetas de vino de Alanís y Cazalla, que en
aquel lugar nunca lo hay razonable, y algunos mirones, sentados también,
y en pie. La mesa sobre que se jugaba era de pino, con tres pies y otro
supuesto, que podía pedir limosna como ellos, un candelero de barro con
una antorcha de brea, y los naipes con dos dedos de moho hacia cecina,
de puro manejados de aquellos príncipes, y el barato que se sacaba se iba
poniendo sobre el candelero. Y a estotra parte estaba el estrado de las
señoras, sobre una estera de esparto, de retorno del ivierno pasado; tan
remendados todos y todas, que parece que les habían cortado de vestir de
jaspes de los muladares. Y entrando don Cleofás y su compañero y
diciendo una pobra, fué todo uno. «Ya viene el Diablo Cojuelo», alteróse
don Cleofás y dijo a su camarada:
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En esto, se había acomodado o sentádose en el suelo el Piedepalo, Diablo
Cojuelo segundo deste nombre, diciendo muchas galanterías a las damas,
y entró el Murciélago, llamado así porque pedía de noche a gritos por las
calles, con Sopaenvino, que le había encontrado agazapado en una
taberna y sacado por el rastro de los mosquitos que salían dél, como de la
cuba de Sahagún. Convidóles con su asiento el Chicharro y el Gallo, el
uno, que cantaba pidiendo por las siestas en verano y despertando los
lirones; el otro mendigaba por las madrugadas; y tomando el suelo por
mejor asiento, porque cualquiera cosa más alta los desvanecía, y estando
en esto, entró un pobre en un carretón, a quien llamaban el Duque, y todos
se levantaron, ellos y ellas, a hacelle cortesía; y él, quitándose un
sombrerillo que había sido de un carril de un pozo, dijo:
Y a ninguno de los dos les habían las damas menester para nada.
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Marqués interpusieron sus autoridades, y para quietallo de todo punto
inviaron por un particular, que trujo luego Piedepalo, para pagarlo de
bonete, que fueron unos ciegos y una gaita zamorana que muy cerca de
allí se recogían, que fué menester pagárselo adelantado porque se
levantasen, y se concertó en treinta cuartos, y dijo el Duque que no se
había pagado tan caro particular jamás, por vida de la Duquesa. Y al
mismo tiempo que entró Piedepalo con el particular, se entró tras ellos
Cienllamas, con la vara en la pretina, y Chispa y Redina con él,
preguntando:
—¿Quién es aquí el Diablo Cojuelo? Que he tenido soplo que está aquí en
este garito de los pobres, y no me ha de salir ninguno deste aposento
hasta reconocellos a todos, porque me importa hacer esta prisión.
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Y haciéndose los demás pobres y pobras de su parte, y apagando las
luces, comenzaron con los asientos y con las muletas y bordones a
zamarrealle a él y a sus corchetes a escuras, tocándoles los ciegos la
gaita zamorana y los demás instrumentos, a cuyo son no se oían los unos
a los otros, acabando la culebra con el día y con desaparecerse los
apaleados.
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TRANCO X
En este tiempo llegaban a Gradas su camarada y don Cleofás, tratando de
mudarse de aquella posada, porque ya tenía rastro dellos Cienllamas,
cuando vieron entrar por la posta, tras un postillón, dos caballeros
soldados vestidos a la moda, y díjole el Cojuelo a don Cleofás.
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antojos de la preñez pasada se fueron sentando en los lugares que les
tocaban; y haciendo señal con la campanilla para obligar al silencio, don
Cleofás, llamado el Engañado en la Academia, hizo una oración
excelentísima en verso de silva, cuyos números ataron los oídos al
aplauso y desataron los asombros a sus alabanzas. Y en pronunciando la
última palabra, que es el Dixi, volviendo a resonar el pájaro de plata, dijo:
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ordenamos y mandamos lo siguiente:
»Item, que nadie lea sus versos en idioma de jarabe, ni con gárgaras de
algarabía en el gútur, sino en nuestra castellana pronunciación, pena de
no ser oídos de nadie.
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Academia, para valerse dellos, con tal que, si no lo hicieren, caigan en
pena de menguados y de no ser entendidos, como si hablaran en
vascuence.
»Item, que los poetas más antiguos se repartan por sus turnos a dar
limosna de sonetos, canciones, madrigales, silvas, décimas, romances y
todos los demás géneros de versos a poetas vergonzantes que piden de
noche, y a recoger los que hallaren enfermos comentando, o perdidos en
las Soledades de don Luis de Góngora; que haya una portería en la
Academia, por donde se dé sopa de versos a los poetas mendigos.
»Item, que ningún poeta, por necesidad ni amor, pueda ser pastor de
cabras ni ovejas, ni de otra res semejante, salvo si fuere tan Hijo Pródigo,
que, disipando sus consonantes en cosas ilícitas, quedare sin ninguno
sobre qué caer poeta; mandamos que en tal caso, en pena de su pecado,
guarde cochinos.
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»Item, que ningún poeta sea osado a hablar mal de los otros si no es dos
veces en la semana.
»Item, que el poeta que sirviere a señor ninguno, muera de hambre por
ello.
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Palotearon los académicos, y don Cleofás se espeluzó tanto y cuanto, y el
Fiscal, que era el Cojuelo, le dijo:
—Señor mío, vuesa merced ablande su cólera con este diaquilón mayor,
que son ciento y cincuenta doblones de a dos.
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mismo a su posada, y el Alguacil a la suya, haciendo mil discursos con sus
trecientos escudos, y el Cojuelo madrugó sin dormir, dejando al
compañero en Triana, para espiar en Sevilla lo que pasaba acerca de las
causas de los dos, revolviendo de paso dos o tres pendencias en el Arenal.
El Cojuelo iba dando notables risadas entre sí, sabiendo lo que le había
sucedido al Alguacil con el soborno. Saliendo, en este tiempo, por cal de
Tintores a la plaza de San Francisco, y habiendo andado muy pocos
pasos, volvió la cabeza y vió que le venían siguiendo Cienllamas, Chispa y
Redina; y, dejando las muletas, comenzó a correr, y ellos tras él, a
grandes voces diciendo:
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que da fin esta novela, y su dueño gracias a Dios porque le sacó della con
bien, suplicando a quien la leyere que se entretenga y no se pudra en su
leyenda, y verá qué bien se halla.
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