El Pensamiento Poltico de La Derecha Latinoamericana 1970
El Pensamiento Poltico de La Derecha Latinoamericana 1970
El Pensamiento Poltico de La Derecha Latinoamericana 1970
1970
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Fecha:1970
Referencias Bibliográficas: Romero, José Luis. El pensamiento político de la derecha
latinoamericana, Buenos Aires, Paidós, 1970.
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descripción de los fenómenos de cambio —entre los que parecían necesariamente más importantes
los más acelerados— predominaba sobre el análisis de las situaciones en las que el cambio se
realiza y, en consecuencia, dejaba en la penumbra los fenómenos que la resisten, generalmente
pasivos y poco visibles, pero cuya persistencia explica las violentas irrupciones de fuerzas que, en
cierto momento, interrumpen el sentido del cambio, operan pretendidas restauraciones y modifican
la dinámica de la vida histórico social.
Sin duda han sido los historiadores pertenecientes a la derecha ideológica los que han subrayado
más insistentemente la capacidad de perduración de ciertos planos de la vida histórica en relación
con los procesos de cambio, con las revoluciones. No es difícil observarlo a través de la
historiografía relacionada con las revoluciones inglesas del siglo XVII, con la Revolución Francesa de
1789, con las revoluciones latinoamericanas de principios del siglo XIX, con la Revolución mexicana
de 1910, con la Revolución rusa de 1917. Cierto es que con frecuencia sólo hallamos una inversión en
el sentido de la apologética; pero aun así es importante, puesto que ayuda a incluir en el análisis
objetivo y científico de la dinámica de la vida histórico social los elementos situacionales e
ideológicos que revelan la resistencia activa al cambio y, además y en particular, los que revelan la
perduración de situaciones que no fueron alcanzadas por el proceso de cambio acelerado,
estableciendo el alcance deliberado o espontáneo del cambio mismo: para este objetivo es, pues,
singularmente importante el examen de las actitudes y del pensamiento de la derecha, como
expresión y testimonio del significado social y cultural que cierto sector asigna a aquello que, en el
proceso de cambio, logra permanecer casi inalterable.
Advirtamos desde ahora que este examen no es fácil. La derecha, por su propia naturaleza, no suele
elaborar proyectos y es reacia a fundamentar doctrinariamente su conducta. Un historiador y
sociólogo brasileño que la representa bien, Oliveira Vianna define muy explícitamente esa
tendencia, refiriéndose a los estadistas conservadores del Brasil, pero en términos que tienen
validez general:
Al concebir y realizar su monumental sistema de gobierno y administración del país, los grandes
políticos imperiales obran como espíritus positivos, jugando con los datos de la realidad objetiva,
teniendo a la vista los hechos concretos de nuestra vida nacional. Pueden invocar, para justificar sus
actos o sus creaciones, el apoyo de teorías extranjeras, de sistemas e instituciones de otros pueblos,
pero eso es apenas por condescendencia hacia el espíritu de la época, para dar un color doc-
trinario y filosófico a las ideas sugeridas por el mundo objetivo que los rodea. Los constructores de
nuestra unidad política son ante todo hombres prácticos, políticos experimentales, que nunca
pierden de vista las condiciones reales del pueblo ni las particularidades de su mentalidad.
La observación puede, ciertamente, generalizarse, no sólo porque, de hecho, es más difícil
encontrar textos reveladores del pensamiento político de derecha que de cualquier otra corriente
de opinión, sino también porque es evidente que ciertas actitudes y opi-niones encuentran en las
situaciones reales un fundamento mucho más sólido que el que puede ofrecerle el pensamiento
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doctrinario. Por lo demás, el uso de ideas tradicionales para la defensa y justificación de las ideas
vigentes no origina, en general, sino una literatura de propaganda de escasa originalidad. No
obstante, la derecha ha producido testimonios de extraordinario valor, especialmente por su
coherencia interior; pero no siempre es fácil distinguir cuándo son simples reiteraciones de un
pensamiento de elaboración secular y cuándo son juicios nacidos del examen de las situaciones
reales. Acaso el interés general que, por las razones señaladas, tiene el análisis del pensamiento
político de la derecha, se acentúe actualmente en Latinoamérica por el hecho de que, en muchos
países, los grupos que lo sustentan han tomado la iniciativa en los últimos tiempos. Conviene
establecer claramente el sentido de esta afirmación, porque entraña una posición metodológica
que habrá de advertirse a lo largo de todo este ensayo. No me refiero aquí solamente a los netos
partidos políticos de la derecha, cuyo poder de iniciativa puede ser equivalente al de otros sectores.
Me refiero, específicamente, a las fuerzas económicas y sociales de la derecha, enérgicamente
resueltas a defender sus posiciones contra la ofensiva de vastas mayorías no poseedoras y que
operan especialmente como grupos de presión a través de diversos regímenes políticos, aun
cuando no sean estos específicamente de derecha. Esas fuerzas buscan sus propias soluciones,
pero a través de un sistema de ideas —que suelen llamar su "filosofía" — que entraña un diagnóstico
del sentido general que deben seguir las sociedades latinoamericanas en el curso de su desarrollo.
Hay en ese sistema de ideas un ajuste de viejos esquemas a las circunstancias nuevas; pero este
ajuste es muy variable y siempre significativo, porque aunque la derecha responde a la situación
menos cambiante, pone, empero, de manifiesto el nivel de cambio producido en las estructuras a
través de los procesos de larga duración: y aunque expresa la resistencia al cambio, pone de
manifiesto también el nivel de tolerancia que ha alcanzado, en virtud del cual erige en cada caso
una nueva línea de defensa, transaccionalmente establecida.
La perduración de estructuras socioeconómicas muy antiguas en Latinoamérica otorga particular
gravitación a los grupos de derecha y a su pensamiento político. Pero no es esa la única causa de la
influencia de esos grupos. Las estructuras arcaicas se combinan con otras más modernas, pero que
han engendrado ya en su seno sectores resueltamente adversos a nuevos cambios. De aquí la
proteica figura que ofrece la derecha latinoamericana, cuya composición, como grupo social, será
necesario señalar antes de exponer su pensamiento.
Como se habrá observado, y sin perjuicio del análisis que constituye el tema del primer capítulo de
este ensayo, la idea de derecha aparece necesariamente unida a la idea de resistencia al cambio,
con lo cual parecería clara la identificación entre derechas y grupos conservadores. Empero, no es
absolutamente así. A veces ha sido imprescindible usar otros criterios más matizados, de modo que
la caracterización de un movimiento o de una persona como perteneciente a la derecha puede
obedecer a uno de ellos, lo cual puede engendrar ciertas confusiones, y las conclusiones extrañar al
lector.
Conviene, pues, no perder de vista los criterios utilizados en cada caso, y las relaciones, a veces
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sujetaban a las poblaciones indígenas se establecieron según normas semejantes en toda el área
hispánica y en el área lusitana, y condujeron a la creación casi súbita de una singular estructura
socioeconómica que constituyó el fundamento casi inconmovible de la vida social latinoamericana.
El vigor con que esa estructura resistió, ya en 1542, a los esfuerzos de la corona española por
modificarla, explica cómo ha podido sobreponerse a otros embates posteriores, modificarse
ligeramente para adecuarse a nuevas circunstancias externas e internas, y subsistir, incluso hasta
hoy, en algunas regiones.
Pero no fue este impacto originario el único de los impactos europeos que contribuyó a prestarle
unidad al área latinoamericana. Un fenómeno semejante ocurrió por la misma época en el campo
de la organización política y en el campo de la cultura. Un sistema de formas institucionales, un haz
de principios morales y políticos y de tradiciones culturales —con los pequeños matices que
separaban en el siglo XVI a España y Portugal— crearon un conjunto de ínsulas análogas a través
del vasto continente, fuera de las cuales, sin embargo, empezó a elaborarse trabajosamente un
mundo marginal, en el que se fueron insinuando nítidas diferencias regionales que crista-lizarían
poco a poco y alcanzarían claros perfiles en el siglo XVIII.
Pero ya mientras se producía esa diversificación, nuevos impactos europeos crearon otros principios
de unidad. El mundo de la economía mercantil reclamó del mismo modo a las distintas regiones,
ofreció los mismos incentivos, ejerció las mismas coacciones, y contribuyó a operar en el seno de
las diversas sociedades las mismas transformaciones de las que surgieron nuevas burguesías
urbanas que, al par que introducían nuevas líneas de desarrollo en el seno de la comunidad,
arrastraban hacia sí a las viejas clases poseedoras de la tierra para inducirlas a modificar sus
actitudes y su mentalidad. Pero aquel desarrollo homogéneo en cuanto a las presiones que lo
habían desencadenado, adoptó muy pronto formas regionales diferenciadas, que se definieron
fuertemente al producirse la emancipación. A partir de entonces la diferenciación se acentuó; pero
no sólo, ni principalmente, dentro de los nuevos marcos nacionales creados por el principio del uti
possidetis, sino dentro de las áreas regionales que se habían esbozado espontáneamente, según
determinaciones geográficas más o menos estorbadas o favorecidas, por las peculiaridades del
desarrollo económico o la arbitrariedad del sistema administrativo. Los fenómenos de anarquía y de
guerra civil y los vagos clamores en favor de una organización federativa reflejaron ese conflicto
entre nación y región, entre orden institucional y sentimiento comunitario, que se había gestado en
el seno de otro conflicto más profundo entre el orden uniforme impuesto desde fuera y el
desarrollo espontáneo y diferenciado que la vida social había suscitado, al margen de las
coacciones externas.
Empero, nuevos impactos externos contribuyeron a robustecer ciertos rasgos comunes a toda
Latinoamérica. Con la Revolución industrial, Europa modificó rápidamente tanto los sistemas de
producción como las formas de vida, y tales cambios repercutieron sobre toda su periferia.
Latinoamérica sintió otra vez los estímulos y las coacciones que provenían del foco alrededor del
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cual giraba su vida económica, social y cultural, y respondió operando ciertos cambios para
adecuarse a la nueva situación. Pero no fueron en todas partes los mismos. Nuevas diversificaciones
se operaron con las va-riadas respuestas ofrecidas a los mismos estímulos, y una vez más las
contradicciones se acentuaron entre el desarrollo local espontáneo y las determinaciones exógenas
que colocaban toda el área latinoamericana en situación análoga con respecto a los núcleos de los
que dependía.
Fenómenos semejantes se produjeron en el orden de la cultura. El sistema de ideas medievales que
ordenó la vida de los primeros grupos colonizadores fraguó con los esquemas de la estructura
socioeconómica señorial en el siglo XVI. Casi no hubo fisuras en él; pero los impactos del
pensamiento moderno, de la Ilustración, del liberalismo, del romanticismo, del positivismo, del
socialismo, del fascismo, no sólo produjeron sucesivamente enfrentamientos vigorosos con aquel
sistema y sus secuelas, sino que provocaron curiosos y variados casos de reelaboración doctrinaria,
al compás del uso que se hacía de cada sistema ideológico para interpretar y modificar la realidad.
Es lícito, pues, considerar en el conjunto latinoamericano una corriente de pensamiento tan
arraigada en las situaciones reales como lo es el pensamiento político de la derecha, porque tales
situaciones fueron homogéneas y subsistieron en buena parte a pesar de todos los cambios
operados desde el siglo XVIII. Pero es necesario atender a esos cambios, porque ellos no fueron
homogéneos. Por eso sólo se advierte en sus fibras profundas cierta unidad en el pensamiento de la
derecha latinoamericana, en tanto que en otras se advierten peculiaridades evidentes que obligan a
una constante matización.
Empero, no es éste el más confuso de los problemas que se presentan. Es necesario, antes de
atribuir a la derecha un cierto tipo de pensamiento, indagar qué grupos sociales la componen y,
sobre todo, qué tradiciones arrastran. La derecha es hoy un conjunto proteico, y cada una de las
fisonomías que ofrece esconde un enigma histórico.
La cuestión de la caracterización de la derecha
No abundan los estudios dedicados específicamente al análisis de la peculiar composición de las
formaciones o movimientos considerados como de derecha en Latinoamérica. No se trata, en
efecto, de un partido, sino de una conjunción de grupos que coinciden en una actitud política. Hay
en su seno, quizá, partidos; y éstos han sido estudiados en muchos casos dentro de los procesos
políticos generales.
Pero esas conjunciones sobrepasan el alcance de los partidos. Para entender su composición es
menester, pues, no limitarse a ver en ellas grupos políticos de opinión; sin descuidar éstos, es
necesario, sobre todo, establecer cuáles son los grupos sociales que se movilizan políticamente
para constituirlas.
A primera vista se advierte que la expresión "derecha" corresponde a una actitud política muy
general en la que pueden coincidir grupos sociales y políticos diversos y que se definen
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fundamentalmente por sus opuestos. Sin duda esos grupos adquieren mayor homogeneidad
cuando las situaciones se hacen críticas y los enfrentamientos precipitan la polarización. La imagen
de que la derecha es un sector compacto de la sociedad se acentúa entonces; pero quizá lo que
más contribuya a acentuarla sea la visualización de sus adversarios —los grupos "democráticos",
"progresistas", "izquierdistas", "liberales", o como en cada ocasión se califiquen—, los cuales le
prestan una cohesión que no siempre tiene. De aquí una cierta tendencia a definir la derecha, en el
plano teórico, como un conjunto homogéneo.
Una fórmula usual es asimilar la derecha a la burguesía, entendida ésta como parte del sistema
burguesía-proletariado. Esta fórmula es metodológicamente inapropiada en el caso particular de
Latinoamérica, porque supone que el concepto "burguesía" es inequívoco y que conocemos
claramente su contenido. Es bien sabido, en cambio, que no hemos precisado bien los contenidos
del concepto "burguesía", y si aceptamos la asimilación, no hacemos, en rigor, sino trasladar el
problema, del concepto "derecha" al concepto "burguesía". El problema se complica aún más, pues
su antítesis en Latinoamérica no es lo que entraña en otras áreas el concepto "proletariado" ; y no
constituye una tarea menos compleja establecer qué es exactamente lo que se opone a la derecha.
Menos inapropiada, aunque en pequeño grado, es la asimilación de la derecha a lo que vagamente
se suelen llamar las clases dominantes. En Latinoamérica las clases dominantes se han constituido
a través de un proceso singular que le ha prestado una fisonomía equívoca, cuya expresión es un
comportamiento político confuso.
Derechas e izquierdas se han diferenciado, por lo demás, en el seno de las clases dominantes, a
través de la oposición de los distintos sectores que procuraban alcanzar el poder político para
perfeccionar y consolidar su poder económico social. Parecería, en consecuencia, ser lícito un uso
absoluto y otro relativo de la calificación. Conviene, pues, renunciar por ahora a una definición
simplista y atenerse a los resultados matizados, aunque quizá menos precisos, que ofrezcan un
examen empírico de los grupos sociales y políticos que han sido considerados como de derecha.
Pero aun este método presenta serias dificultades, porque la asignación de tal calificación no ha
obedecido siempre a un mismo criterio; por lo contrario, parece evidente que han funcionado
indistintamente dos: un criterio político y un criterio socioeconómico.
Si analizamos el criterio político, se observa que han sido considerados como de derecha los grupos
que han hecho un uso autoritario del poder, estableciendo dictaduras o perpetuando oligarquías,
que han negado —sea a la mayoría del pueblo, sea tan sólo a la mayoría de los sectores con
participación en la vida política— los derechos y las libertades que consagraban el derecho natural
y, en especial, los que consagraban las doctrinas racionalistas elaboradas desde el siglo XVII.
Ha sido la mentalidad liberal, tal como funcionó desde mediados del siglo XVIII, la que prefirió este
criterio. A partir de muchas experiencias concretas, quedó tácitamente admitido que la dictadura o
la oligarquía definen una actitud de derecha, y que la existencia de un vigoroso aparato represivo, la
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los principios de la libre competencia, los principios de la justicia social, con intervención estatal,
unas veces, o con control de las clases no poseedoras, otras. Estas dos instancias entrañan, como se
ha advertido, algunos matices intermedios sobre los que será menester detenerse en el análisis
particular, pero constituyen la trama gruesa del proceso de cambio.
Según el tipo de cambio propuesto, sus promotores definirán como derecha a grupos diversos: los
grupos liberalburgueses, solamente a las clases señoriales; pero los grupos partidarios de sistemas
fundados en el principio de la justicia social —sean nacionalistas, nazifascistas o izquierdistas de tipo
marxista en cualquiera de sus grados, demócratas cristianos o liberales evolucionados— definirán
como derecha no sólo a las clases señoriales sino también a los grupos liberalburgueses
sostenedores de las teorías del neoliberalismo o, simplemente, del libreempresismo. Este distingo
explica claramente el uso equívoco de la calificación de derecha —que es fluido y a veces
aparentemente contradictorio—, así como la notoria heterogeneidad que suelen tener, de hecho, los
grupos caracterizados unívocamente con esa calificación por sus adversarios.
El análisis de los dos criterios utilizados de manera habitual —con frecuencia poco rigurosa—
demuestra no sólo que ninguno de ellos es suficiente, sino también que los dos son imprescindibles
y deben combinarse para intentar un examen objetivo de la cuestión.
La cuestión propuesta supone, en primer lugar, una caracterización de los grupos sociales que
integran las fuerzas políticas que reciben en cada caso la calificación de "derecha" y, en segundo
lugar, una caracterización del pensamiento político que, en cada caso, esas fuerzas políticas
adoptan, expresan o, simplemente, ponen de manifiesto a través de su comportamiento. Pues bien,
para el primer aspecto de la cuestión, el criterio político permite identificar ciertos grupos sociales
que no corresponden exactamente ni a las burguesías ni, en forma más general, a las clases
dominantes, y que se suman a las fuerzas políticas de derecha.
En primer lugar, se advierte la presencia de grupos estrictamente ideológicos, cuyos miembros
participan de ciertas ideas que no están necesariamente vinculadas con su origen o su posición
social. Son unas veces temperamentos religiosos o metafísicos cuya forma mentís está
caracterizada por la creencia vehemente en la existencia de orden perenne y para quienes,
psicológicamente, el cambio supone siempre un mal: la decadencia, la perversión, el caos. Ese
orden posee a sus ojos fundamentos absolutos, y ha sido amenazado sucesivamente, según ellos,
por los disidentes religiosos, por los librepensadores volterianos, por los masones, por los liberales,
por los demócratas, por los comunistas. Contra todos ellos, en cada caso, han sentido la necesidad
de organizar una cruzada para lograr su exterminio, y con él, la preservación o restauración del
orden eterno. En segundo lugar, se nota la presencia de grupos, cuyos miembros son
psicológicamente autoritarios y partidarios de la acción violenta. Sin duda, comparten en el fondo la
certeza de la existencia de un orden, pero no siempre alientan vehementes convicciones religiosas
o metafísicas, sino simplemente una vocación autoritaria y jerárquica orientada hacia un activismo
irracionalista.
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Estos rasgos explican la adhesión a las fuerzas de derecha de quienes, por vocación o por
costumbre —y cualquiera que sea su origen o posición social—, han aceptado la conformación
impuesta por instituciones fuertemente autoritarias, jerarquizadas y activistas como son,
especialmente, la Iglesia y el ejército, así como otras en menor escala, como la administración
pública y las grandes empresas.
En tercer lugar, se observa la incorporación de grupos conformistas de clase media, para los cuales
el orden constituido significa una garantía de estabilidad —en la ocupación, en el ahorro, en las
costumbres, en el modo de vida— en tanto que el cambio entraña una perspectiva oscura cuyo
riesgo se resisten a afrontar. Tales hábitos caracterizan a la pequeña burguesía en sociedades
estabilizadas, y de sus filas se nutren con frecuencia los movimientos que reivindican la defensa del
orden.
En cuarto lugar, se comprueba la adhesión de grupos populares de mentalidad paternalista: unas
veces masas urbanas más o menos marginales y escépticas; otras, grupos acostumbrados a formar
parte de clientelas políticas; otras, grupos conformistas de actitudes primariamente religiosas,
mágicas o supersticiosas; y otras, en fin, grupos de militancia política ingenua que buscan
protección a través de regímenes paternalistas que les prometen satisfacciones inmediatas a
cambio de su apoyo político. Estos grupos pueden ser numerosos, y en ocasiones nutrir
movimientos activos y pujantes, a los que pueden proporcionar no sólo su apoyo numérico sino
también su presencia tumultuaria para justificar en sus líderes un cierto tipo de representatividad
ajena a los métodos de la democracia liberal.
El criterio político es, entonces, útil para revelar la presencia de grupos como los señalados en la
constitución de las fuerzas de derecha. Empero, es evidente que tales grupos no constituyen su
armazón ni las proveen de legitimidad y fuerza. Es necesario recurrir al criterio socioeconómico para
descubrir cuáles son los grupos fundamentales que las constituyen; y valiéndose de él se observa la
presencia de los distintos sectores que dominan y controlan la compleja estructura socioeconómica
latinoamericana, a veces en conflicto entre ellos para asegurar el predominio de un sector sobre
otro, pero generalmente predispuestos —salvo situaciones críticas— a ofrecer un frente capaz de
resistir las presiones de los grupos sociales no participantes en el control de la vida socioeconómica.
Esos grupos fundamentales de las fuerzas políticas de la derecha son, pues, grupos
socioeconómicos que, en situaciones caracterizadas por la existencia de un consenso general con
respecto al orden establecido, ejercen el poder silenciosamente a través de diversos partidos
políticos operando como grupos de presión, pero que en situaciones críticas se movilizan como
fuerzas políticas recabando para sí el monopolio del poder —antes compartido, delegado o
consentido— y asumiendo de manera activa la defensa del orden vigente, dentro del cual tienen
una posición privilegiada.
En Latinoamérica, como en otras áreas, las fuerzas políticas de la derecha se han constituido
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históricamente incorporando nuevos grupos, cada uno con sus correspondientes tradiciones y sus
correspondientes proyectos de acción, de modo que a través del tiempo su fisonomía se ha tornado
cada vez más compleja y proteica. Analizadas en la situación propia de las postrimerías del siglo
XVIII y en la época de los movimientos emancipadores, se advierte que su composición era más
homogénea. Si la izquierda, llamémosle así, estaba constituida por las burguesías urbanas
progresistas y liberales, la derecha estaba compuesta fundamentalmente por la clase señorial,
apoyada en las instituciones coloniales que representaban la concepción hispanolusitana
tradicional, y además en las clases populares especialmente rurales que desconfiaban de las
burguesías urbanas y preferían el mantenimiento de la vigencia del orden paternalista tradicional.
Esa derecha se oponía al cambio liberalburgués; pero, en cada etapa de ese cambio, consentía
estratégicamente en el que ya se había operado y trataba de impedir que se consumara
definitivamente, manifestándose entonces como una fuerza conservadora dentro del nuevo
sistema, especialmente después de la emancipación.
La fisonomía de las fuerzas políticas de la derecha cambió cuando, operados los cambios
propuestos por las burguesías urbanas progresistas y liberales, se desprendieron de éstas los
grupos dominantes que trataron de monopolizar tanto el poder económico como el poder político.
Constituidos en oligarquías, esos grupos se entrecruzaron con las clases señoriales, dominándolas
en parte, puesto que se constituyeron en las intermediarias de su actividad productiva tradicional,
sirviéndolas en cierto modo y, además, utilizándolas para legitimar socialmente, con el
entrecruzamiento, su nuevo status de grupo separado del resto del conjunto social. Como la clase
señorial, también las nuevas oligarquías liberalburguesas se opusieron a la prosecución indefinida
del cambio, preocupadas sobre todo por mantener el monopolio del poder; de modo que, aunque
subsistieran las tensiones que existían entre ellas y la clase señorial, coincidieron en una misma
actitud, aunque el nivel de los cambios tolerados fuera diferente en uno y otro grupo.
A partir de ese proceso—que, en general, se da en Latinoamérica en las últimas décadas del siglo
XIX— las fuerzas políticas de la derecha muestran, independientemente de los matices locales y de
los que les proveen los distintos sectores incorporados por razones simplemente políticas, una
dualidad interna que resulta de esta conjunción propia de las situaciones creadas especialmente
por la Revolución industrial. El entrecruzamiento de los grupos significó, naturalmente, un
entrecruzamiento de actitudes y de doctrinas. Las clases señoriales se aburguesaron y las
oligarquías liberalburguesas se señorializaron, pese a lo cual subsistieron definidos matices
diferenciadores, algunos de los cuales permitieron que las oligarquías liberalburguesas siguieran
llamando en alguna ocasión "derecha" a las formaciones políticas propias y exclusivas de las clases
señoriales. Pero las clases medias y las clases populares con vocación de cambio —generalmente
tan sólo político, pero algunas veces también so-cioeconómico— confundieron en un haz al
conjunto y lo identificaron como una sola derecha, socioeconómica y política.
Esta fisonomía dual de las fuerzas políticas de la derecha subsistió hasta que se hicieron notar en
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una y otra vez, han sido consideradas como de derecha, sus raíces penetran siempre en
Latinoamérica hasta las profundidades de la estructura colonial. Aun en aquellos países donde esa
estructura ha sufrido mayores modificaciones, la derecha —tanto en sentido socioeconómico como
en sentido político— conserva claros vestigios de sus orígenes. En rigor, la estructura
socioeconómica colonial no ha desaparecido del todo en ningún país latinoamericano, tan
importantes como hayan sido las transformaciones que haya sufrido. El signo inequívoco de su
permanencia es el régimen de la tierra y, muy especialmente, el sistema de las relaciones sociales
en las áreas rurales y mineras.
La colonización hispanolusitana adoptó, en rigor, dos políticas divergentes. Por una parte, promovió
la fundación de ciudades —especialmente la española— e hizo de ellas centros defensivos, no sólo
del grupo colonizador, sino en especial de sus costumbres, sus normas, su religión y su lengua. En
ellas, debía constituirse lentamente una burguesía urbana que no alcanzaría, empero, cierta fuerza
hasta el siglo XVIII. Pero, al mismo tiempo, constituyó desde el primer momento una sociedad
señorial, mediante el otorgamiento de inmensos privilegios a los conquistadores y colonizadores,
quienes recibieron no sólo enormes extensiones de tierras o importantes regalías mineras, sino
también la mano de obra gratuita que se necesitaba para hacer retributiva su explotación mediante
la asignación de crecidos contingentes de indios confiados en encomienda.
Así quedó organizada una sociedad dual en la que los señores pertenecían a la raza conquistadora y
la clase sometida a la raza indígena. Se agregó luego a ésta el contingente de esclavos negros que
empezó a incorporarse por razones económicas y políticas, cuando resultó evidente la ineficiencia
de la población indígena, o cuando el clamor contra su explotación pareció comprometer el
prestigio de los conquistadores y debilitar los principios en que se fundaba la legitimidad de la
conquista, sin que los argumentos en favor de los indios parecieran valer para los negros. Y, en favor
de tal sistema, la clase poseedora de la tierra y de las poblaciones sometidas adquirió los caracteres
de una aristocracia poderosa "renaciendo en las Indias —observa Ots Capdequí— usos y privilegios
señoriales, enteramente superados o en vías de superación en la España peninsular".
Una intrincada combinación de intereses, necesidades y prejuicios moldeó las formas de
comportamiento de esa clase. El designio de un rápido enriquecimiento —como el que hubiera
producido un saqueo feliz en Flandes o en Italia— incitó a sus miembros a ejercitar una despiadada
explotación de la población indígena. Mientras en la metrópoli se discutía sobre la condición
espiritual y jurídica de los indios, el encomendero se valía de ellos para resolver su urgente
problema de enriquecerse y volver cuanto antes a la civilización, a Lisboa o a Sevilla, para gozar del
fruto de su esfuerzo. Refiriéndose al Brasil escribía a principios del siglo XVII Fray Vicente del
Salvador:
De este modo hay pobladores que, por más arraigados que estén en la tierra, todo lo pretenden
llevar a Portugal; porque todo lo quieren para allá, y esto, no vale solamente para los que de allá
vinieron, sino también para los que de aquí nacieron, pues unos y otros aprovechan la tierra, no
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como señores, sino como usufructuarios, y sólo para disfrutarla la dejan destruida.
El mismo estado de ánimo prevalecía entre los españoles. Aquel apremio y el complejo haz de
opiniones sobre los infieles que poblaba la mentalidad del conquistador, acentuó su convicción de
que pertenecía a una especie diferente de la de los conquistados, a quienes juzgó lícito someter y
explotar. Esa convicción era ya vigorosa cuando, en 1510, pronunció Fray Antonio de Montesinos en
la Española el famoso sermón que conserva Las Casas, en el que denunció los excesos cometidos
por los conquistadores:
Para darlos a conocer me he subido aquí, yo que soy la voz de Cristo en el desierto de esta isla, y,
por tanto, conviene que con atención no cualquiera, sino con todo vuestro corazón y con todos
vuestros sentidos la oigáis, la cual voz os será la más suave que nunca oísteis, la más áspera y dura.
Esta voz es que estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con
estas inocentes gentes. Decid ¿Con qué derecho, con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible
servidumbre a aquellos indios, y con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas
gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas dellas, con muertes y
estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de
comer ni curallos de sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dáis incurren y se os
mueren, y por mejor decir los matáis, por sacar y adquirir oro cada día ... ? ¿Éstos no son hombres?
¿No tienen ánimas racionales? ¿No son obligados a curallos como a vosotros mismos? ¿Esto no
entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tan profundidad de sueño tan letárgico dormidos?
Tened por cierto que en el estado que estáis no os podéis más salvar que los moros o turcos, que
carecen u no quieren la fe de Jesucristo.
Los conquistadores y colonizadores llegaron persuadidos de que adquirían en el nuevo mundo
—cualquiera que fuese su originaria condición social— una posición de riqueza y privilegio
semejante a la de los hidalgos o caballeros de la península: era, sin duda, uno de los móviles que
invitaban a la expatriación y a la aventura. El cronista anónimo que compuso la Descripción del
Virreinato del Perú a principios del siglo XVII decía refiriéndose a los españoles de ese territorio: "Son
soberbios, jactanciosos, se precian de que descienden de grande nobleza y que son hidalgos de
solar conocido. Es tanta su locura, que el que en España fue pobre oficial, en pasando del polo
ártico al antártico luego le crecen los pensamientos y le parece que merece por su linaje juntarse
con los mejores de la tierra".
Y en el siglo siguiente escribía el viajero holandés Van Vliervelt sobre los portugueses del Brasil: "Lo
cierto es que en todos los tiempos se vieron en el Brasil portugueses que habían nacido en Europa
en la oscuridad y la pobreza, y que vivían con un lujo y una grandeza que los principales nobles de
Lisboa no hubieran osado ostentar en la Corte".
La costumbre consolidó aquella convicción y el sistema de instituciones de la Colonia le prestó
respaldo vigoroso. Ninguna de las medidas adoptadas por el gobierno de la metrópoli para proteger
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a los indígenas logró —ni, en rigor, se lo propuso— contener el proceso de señorialización, fundado
en el sistema de privilegios que rigió desde el otorgamiento de las primeras capitulaciones y
mercedes.
Los conquistadores y colonizadores alcanzaban poder económico, social y político al recibir tierras,
indios en encomienda y jurisdicción, y en tales poderes sentaron una posición tan alta y tan sólida
que el paso del tiempo no hizo sino vigorizarla. Las rebeliones indígenas fueron escasas,
ocasionales, y revelaron la total impotencia de los sometidos. Por su parte, los grupos mestizos se
constituyeron como tales, aunque muy lentamente, durante el período colonial, y sus miembros se
limitaron a buscar la posibilidad de lograr alguna vía de ascenso dentro del sistema. Lo mismo
hicieron los blancos —peninsulares y criollos— que carecían de tierras, o los que poseían pequeñas
parcelas de escaso número de indios encomendados, o los que habían perdido lo que tuvieron. De
este modo, el sistema se consolidó en el juego de las situaciones reales, y dentro de él los grupos
señoriales cristalizaron como un conjunto definido y netamente separado del resto.
Al finalizar el siglo XVIII la situación social del mundo colonial hispanolusitano ofrecía el cuadro de
una rígida sociedad dual. Refiriéndose a la sociedad mexicana, decía por entonces, en un notable
documento, el obispo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo —el mismo que lanzaría más tarde el
edicto de excomunión contra Miguel Hidalgo—:
... la Nueva España se componía, con corta diferencia, de cuatro millones de habitantes que se
pueden dividir en tres clases: españoles, indios y castas. Los españoles comprendían un décimo
total de la población, y ellos solos tienen casi toda la propiedad y riqueza del reino. Las otras dos
clases que componen los nueve décimos, se pueden dividir en dos tercios, los dos de castas, y uno
de indios puros. Los indios y castas se ocupan en los servicios domésticos, en los trabajos de
agricultura y en los ministerios ordinarios del comercio y de las artes y oficios. Es decir, que son
criados, sirvientes o jornaleros de la primera clase. Por consiguiente, resulta entre ellos y la primera
clase aquella oposición de intereses y de afectos que es regular entre los que nada tienen y los que
lo tienen todo, entre los dependientes y los señores. La envidia, el robo, el mal servicio de parte de
unos, el desprecio, la usura, la dureza de parte de los otros. Estas resultas son comunes, hasta cierto
punto, en todo el mundo. Pero en América suben a muy alto grado, porque no hay graduaciones:
son todos ricos o miserables, nobles o infames... En efecto, las dos clases de indios y castas se
hallan en el mayor abatimiento y degradación. El color, la ignorancia y la miseria de los indios los
coloca a una distancia infinita de un español. El favor de las leyes en esta parte es poco y en todas
las demás los daña mucho.
No tienen propiedad individual... separados por la ley de la cohabitación y enlace con las otras
castas... En este estado de cosas, ¿qué intereses pueden unir a estas dos clases con la primera y a
todas tres con las leyes y el gobierno?
La primera clase tiene el mayor interés en la observancia de las leyes que le aseguran y protegen su
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vida, su honor y su hacienda o sus riquezas contra los insul-tos de la envidia y los asaltos de la
miseria. Pero las otras dos clases, que no tienen bienes ni honor ni motivo alguno de envidia para
que otro ataque su vida y su persona ¿qué aprecio harán ellas de las leyes que sólo sirven para
medir las penas de sus delitos? ¿Qué afección, qué benevolencia pueden tener a los ministros de la
ley, que sólo ejercen su autoridad para destinarlos a la cárcel, a la picota, al presidio o a la horca?
¿Qué vínculos pueden estrechar a estas clases con el gobierno, cuya protección benéfica no son
capaces de comprender?
Poco después Alejandro de Humboldt visitaba la isla de Cuba, sobre cuya sociedad, fundada en el
trabajo esclavo, escribiría años más tarde unas páginas penetrantes en las que señalaba los rasgos
de los grupos señoriales: "...pero en todas las islas, los blancos se creen los más fuertes; porque les
parece imposible toda simultaneidad (en la acción) por parte de los negros, y consideran como una
cobardía toda mudanza y toda concesión hecha a la población sujeta a la servidumbre".
Así consolidados a lo largo de tres siglos, firmemente delineados los límites que los separaban del
conjunto social y rigurosamente codificados sus privilegios, los grupos señoriales adquirieron los
rasgos de una aristocracia incapaz de imaginar la posibilidad de que se produjera cambio alguno en
la estructura socioeconómica en la que ocupaba el más alto nivel. Pero durante esos tres siglos, y
mientras se consolidaba la estructura socioeconómica, también se diferenciaban y desarrollaban
grupos diversos por debajo de la clase señorial. Apenas hubo, antes de la crisis de la Independencia,
ocasión para que los grupos señoriales tuvieran que justificar o defender sus privilegios, puesto que
todo el sistema absolutista de fundamento religioso vigente en el mundo colonial comportaba una
justificación suficiente. Todo desafío al privilegio suponía un desafío a la totalidad del sistema. Pero
de hecho, los otros grupos sociales crecían y aprovechaban las posibilidades de movilidad social
que ofrecía una sociedad que, aunque fundada en la hegemonía de una clase señorial, participaba
del sistema mercantil que ajustaba y perfeccionaba sus mecanismos en el área de expansión
europea y pugnaba por quebrar la rigidez del sistema monopolístico colonial.
Frente a esos grupos, y especialmente frente a las nacientes burguesías urbanas —burguesías
letradas que a fines del siglo XVIII recibían la influencia del pensamiento político de los filósofos
franceses—, los grupos señoriales estrecharon sus filas alrededor de los principios fundamentales
del sistema. Horrorizados ante el regicidio y ante la posibilidad de una limitación del poder
monárquico que introdujera la representación popular, los grupos señoriales adhirieron ferviente y
activamente a las ideas que expresó mejor que nadie, a fines del siglo XVIII, el arzobispo de
Chuquisaca, San Alberto:
El rey no está sujeto, ni su autoridad depende del pueblo mismo sobre quien reina y manda, y decir
lo contrario sería decir que la cabeza está sujeta a los pies, el sol a las estrellas y la suprema
inteligencia motriz a los cielos inferiores... La cárcel, el destierro, el presidio, los azotes o la
confiscación, el fuego, el cadalso, el cuchillo y la muerte son penas justamente establecidas contra
el vasallo inobediente, díscolo, tumultuario, sedicioso, infiel y traidor a su Soberano, quien no en
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hombres.
Este principio general de la superioridad de los europeos civilizados y cristianos sobre los indios y
los negros bárbaros e infieles, fue traducido a términos específicos cuando peligraron los privilegios
concretos que la conquista había deparado a aquéllos. Los conquistadores y colonizadores
fundaban su condición social en la posesión de tierras y de indios encomendados, y muy pronto
consideraron que tales privilegios, formalmente concedidos, eran inalienables y constituían la
condición inexcusable de su status. Así lo manifestaron ya en 1542 cuando la corona española
pretendió despojar a los encomenderos de los indios que trabajaban en su beneficio, con
argumentos que el cronista Agustín de Zárate recogió de los españoles del Perú:
...estas ordenanzas se hizieron y publicaron en la villa de Madrid, en el año de quinientos y cuarenta
y dos, y luego se embiaron los treslados dellas a diversas partes de la Indias, de que se recibió muy
gran escándalo entre los conquistadores dellas, especialmente, en la provincia del Perú, donde más
general era el daño, pues ningún vecino quedaba, sin quitársele toda su hazienda, y tener necesidad
de buscar de nueuo que comer; y decían, que su Magestad no auía sido bien informado en aquella
prouision, pues si ellos auianseguido dos parcialidades, auia sido parecien- doles que las cabeças
dellas eran Gouernadores, y se lo mandaban en nombre de su Magestad, y que no podían dejar de
cumplir por fuerca o por grado sus mandamientos, y así no era aquella culpa, porque debiessen ser
despojados de sus hazien- das, y que demas desto al tiempo que a su costa descubrieron la
provincia del Perú, se auia capitulado con ellos, que se les auian de dar los Indios por sus vidas, y
des- pues de muertos, auian de quedar a su hijo mayor, o a sus mugeres no teniendo hijos, y que en
confirmación desto, pocos días antes su Magestad auia embiado a mandar a todos los
conquistadores que dentro de cierto tiempo se casassen, so pena de perdimiento de los Indios, y
que en cumplimiento dello, los más se auian casado, y que no era justo, que despues que estauan
viejos y cansados, y con mugeres pensando tener alguna quietud y reposo, se les quitase sus
haziendas, pues no tenian edad ni salud para ir a buscar nueuas tierras y descubrimientos.
Esta certidumbre de la legitimidad del privilegio, concedido originariamente por gracia real pero
conquistado luego y legitimado en la acción mediante el esfuerzo y el sacrificio, fraguó
definitivamente en la concepción social y política de los grupos señoriales, y los transformó en una
casta de poseedores radicalmente separada de los no poseedores. Cada uno de los poseedores lo
era de su hacienda y de sus indios y esclavos; pero la casta en conjunto era la poseedora de la
comarca, la depositarla de sus únicas tradiciones legítimas, la representante de las virtudes
supremas. Era inevitable que la casta se considerara también como el cuerpo político, con exclusión
de los demás grupos sociales. Así se conformaron una actitud, primero, y luego, cuando fue
necesario un pensamiento político, que obraron a través de los grupos señoriales transformándolos
en una fuerza política de derecha, cuando aparecieron enfrente de ellos los grupos so-ciales
insurgentes que negaban la inmutabilidad del orden y la legitimidad de una estructura
socioeconómica fundada en la desigualdad.
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gozaban de extraordinario prestigio, en cambio, para las nacientes burguesías urbanas y, en general,
para los criollos que soñaban con el gobierno propio como instrumento para una política que los
libertara de la sumisión. Eran los que creían que los europeos tenían "otros intereses", según la frase
recogida por el obispo de Michoacán. Esos europeos —o los que por solidarizarse con el orden
vigente se consideraban europeos— vieron en los movimientos emancipadores no sólo esa
intención, sino sobre todo la de instaurar nuevos regímenes de gobierno, fundados en principios que
amenazaban no sólo la vida política sino también el orden económico y social. Por eso se opuso al
movimiento emancipador el autor de los Recuerdos sobre la rebelión en Caracas, José Domingo Díaz,
nacido en esa ciudad, que la execraba por los grupos de insurgentes que habían aparecido en ella.
Díaz, escribiendo en 1829, reseñaba la prosperidad de la Venezuela colonial y agregaba luego:
Por desgracia estos mismos bienes trajeron consigo males de unas conse-cuencias incalculables.
Se olvidó por los gobernantes el severo cumplimiento de una de las leyes fundamentales de
aquellos dominios, prohibitiva de la introducción de extranjeros, y se encontró en la concurrencia
mercantil el medio de relajar el de la de los libros prohibidos. La ignorancia, la imprecaución, la
malicia o la novelería hacían ver entonces como llenas de sabiduría las producciones de aquella
gavilla de sediciosos llamados filósofos, que, abrigados en París como en su principal residencia,
había medio siglo que trabajaban sin cesaren llevar al cabo su funesta conjuración: la anarquía del
género humano. El mundo entero estaba anegado con estos pestilentes escritos, y ellos también
penetraron en Caracas, y en la casa de una de sus principales familias. Allí fue en donde se oyeron
por la primera vez los funestos derechos del hombre, y de donde cundieron sordamente por todos
los jóvenes de las numerosas ramas de aquella familia. Encantados con el hermoso lenguaje de los
conjurados creyeron que la sabiduría era una propiedad exclusiva para ellos. Allí fue y en aquella
época cuando se comenzó a preparar, sin prever los resultados, el campo en que algún día había de
desarrollar tan funestamente la semilla que sembraban; y entonces fue también cuando las
costumbres y la moral de aquella joven generación comenzó a diferir tan esencialmente de las
costumbres y la moral de sus padres. Yo era entonces muy niño, condiscípulo y amigo de muchos
de ellos: los vi, los oí, y fui testigo de estas verdades.
La Revolución Francesa, sucedida por entonces, fue el triunfo de la conjura-ción, y el resultado de
cien años de maquinaciones. Las escandalosas escenas de aquella época llevaron el asombro y el
espanto a todos los pueblos del mundo: ate-rraron a los hombres de bien con la imagen de un
porvenir inconcebible, y exaltaron las cabezas del necio, del presumido ignorante y del hombre
perdido, que creía llegado el momento, o de representar en la sociedad un papel que no le
pertenecía por sus vicios o su incapacidad, o de adquirir una fortuna a costa de los demás.
El sentimiento antiliberal, mucho más que el de lealtad a la metrópoli, fue el que movió a ciertos
grupos tradicionalistas a oponerse al movimiento emancipador; hasta tal punto que, cuando la
metrópoli cedió a la presión de los grupos liberales, los tradicionalistas promovieron la
independencia allí donde habían conseguido mantener la sujeción. Tal fue el caso de Nueva España
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y la capitanía de Guatemala, en donde la independencia fue promovida por la alta jerarquía militar y
eclesiástica y los grupos señoriales después de la Revolución de Riego en 1820, que restauró la
constitución aprobada por las cortes de Cádiz en 1812; a ella achacaba todos los males de México
Lucas Alamán:
La primera desgracia de nuestra Independencia, la causa principal de que no haya producido
mejores frutos, no es otra cosa que haber nacido después de publicada y comenzada a ejecutar la
constitución española (de 1812). España quedó harto vengada del agravio que recibió con nuestra
separación, dejándonos por herencia ese funesto presente.
Caso análogo, en cierta medida, fue el del Brasil, donde la agitación independentista se precipitó
con motivo de la Revolución que estalló en Portugal en 1820 —la Revolución de Oporto— y a la que
siguieron las Cortes de Lisboa y la nueva legislación liberal. En ambos casos resultaron de las
revoluciones americanas dos regímenes monárquicos: el de Iturbide en México y el de Pedro I en el
Brasil.
El tumultuoso proceso revolucionario y las crisis civiles que hubo luego en muchos países no
fueron, empero, suficientemente profundos como para provocar un cambio en la estructura social y
económica: los grupos radicales fueron neutralizados o se abstuvieron por sí mismos de llegar hasta
allí. Un ligero examen de la situación durante la segunda mitad del siglo XIX muestra que las
condiciones de vida de los esclavos —donde aún existían—, de los libertos, de los indios y de los
grupos derivados, así como de vastos sectores de población blanca desposeída y vinculada a la
actividad rural, conservaban los mismos rasgos de la época colonial, así como se conservaba el
régimen de la tierra. Importantes testimonios son ciertos novelistas de ese período: el mexicano
Ignacio Manuel Altamirano, el guatemalteco José Milla, el ecuatoriano José León Mera, el brasileño
José de Alençar, el uruguayo Alejandro Magariños Cervantes, pero acaso más que ninguno el
colombiano Jorge Isaacs, que ofrece en María un cuadro explícito de la persistencia de la so-ciedad
tradicional.
Algo había cambiado, sin embargo. Los grupos señoriales de raíz colonial aceptaron la
emancipación como un hecho consumado, y también los regímenes políticos que surgieron de ella;
pero trabajaron desde dentro del sistema para influir en él, tratando de recuperar la situación
perdida a través de un duelo constante con sus adversarios: esta tensión más que el pleno dominio
de antes, caracterizó ahora la situación. Pero, además los grupos señoriales habían comenzado a
cambiar de fisonomía. Las revoluciones y las guerras civiles proporcionaron la ocasión para que
ascendieran gentes antes desposeídas, mediante la apropiación de tierras, el ejercicio deshonesto
del poder o los matrimonios ventajosos. La carrera militar abrió las puertas a muchos mestizos y
mulatos que se incorporaron así a las clases ricas, y las actividades comerciales —y en particular el
aprovisionamiento de los ejércitos— sirvieron a otros para acumular fortunas que pronto fueron
reinvertidas en tierras. Así se modificaron sensiblemente los grupos señoriales. Por su nueva
composición se mantuvieron dentro del sistema moviéndose con soltura y eficacia, y por su antigua
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tradición se constituyeron en la derecha del sistema. Entretanto, aquellas mismas causas habían
emancipado en alguna medida a ciertos sectores populares del mundo rural, arrastrados por las
levas militares o enganchados en las rebeliones de las aristocracias rurales.
El conjunto social de ese mundo rural quedó alterado por la presencia de estos grupos. Los
caracterizó, en el Río de la Plata, Domingo F. Sarmiento en el Facundo con motivo de la secesión de
José Artigas; y en Venezuela, Fermín Toro en sus Reflexiones sobre la ley del 10 de abril de 1884. En
ese ámbito, las actitudes políticas se tornaron fluidas, indefinibles, porque el ámbito social fue hostil
a toda regulación. Pero en todo caso, los grupos señoriales, con su cambiante fisonomía, no sólo
mantuvieron su posición hegemónica dentro de una estructura económica conservada en lo
fundamental, sino que recuperaron su poder político una y otra vez, en juego alterno con otras
fuerzas, aprovechando cada oportunidad para robustecer su posición.
La continuidad del pensamiento político
A la continuidad de la situación socioeconómica correspondió una marcada continuidad del
pensamiento político de los grupos señoriales. La tradición hispánica y lusitana ofrecía una imagen
armoniosa de la vida política ordenada y estable, cuyos sólidos e indiscutibles fundamentos
aseguraban el tranquilo goce de sus bienes a quienes los poseían. Los grupos señoriales
mantuvieron como espejo de toda política este cuadro, siempre idealizado, y procuraron corregir el
agitado juego de la lucha por el poder imponiendo, cada vez que las circunstancias lo permitían, una
pausa asegurada por la vía del autoritarismo. Los viejos y tradicionales grupos señoriales trajeron a
este programa a los grupos nuevos surgidos al calor de las luchas revolucionarias y las guerras
civiles.
Pero recibieron, además, el apoyo y la solidaridad, no sólo de los grupos populares que se
mantuvieron políticamente inertes, sino también de algunos grupos urbanos medios que aspiraban
a consolidar las primeras etapas del cambio, a conservar su nuevo status sin más riesgos y a impedir
que sucesivas olas de radicalización perjudicasen su posición o alterasen la paz y el orden.
Así, integrados dentro del nuevo régimen y apoyados por grupos de intereses coincidentes en
distinta escala, los grupos señoriales constituyeron los partidos conservadores en un sistema que,
en principio, se manifestó como bipartidista. Sarmiento explicaba esta mecánica de los partidos en
1845:
Cuando un pueblo entra en Revolución, dos intereses opuestos luchan al principio; el revolucionario
y el conservador: entre nosotros se han denominado los partidos que los sostenían, patriotas y
realistas. Natural es que después del triunfo el partido vencedor se subdivida en fracciones de
moderados y exaltados; los unos que querrían llevar la Revolución en todas sus consecuencias, los
otros que querrían mantenerla en ciertos límites. También es del carácter de las revoluciones, que el
partido vencido primitivamente vuelva a reorganizarse y triunfar a merced de la división de los
vencedores.
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Las divisiones expresaron la oposición entre los que disputaban el poder; pero la oposición entre
liberales y conservadores siguió expresando, netamente, una diferenciación ideológica, o, más aún,
dos concepciones de la vida y de la historia, como lo expresaría a través de un largo examen pocos
años después Juan Montalvo en un agudo ensayo.
Un periódico quiteño definía, en 1868, el pensamiento de los partidos conservadores en estos
términos:
El Partido conservador, en las Repúblicas americanas, lo mismo que en las Monarquías europeas, es
el partido que sostiene el orden, que predica la paz, que defiende los sacrosantos principios de la
justicia y el derecho; en una palabra, que conserva la sociedad en vez de desquiciarla y anarquizarla
como sucede cuando se proclama la insuficiencia de las instituciones y se aboga por la dictadura
que es la muerte de la República.
La conservación de la sociedad significaba, en general, el mantenimiento de la sociedad vigente. En
las elecciones colombianas de 1848, el candidato conservador, "...el doctor Cuervo era reputado
como la personificación más completa del sistema que aspiraba a conservar sin cambio el actual
orden de cosas".
Y esta expresión —"orden de cosas" — aludía particularmente a algunas cuestiones fundamentales
que los adversarios del conservadurismo cuestionaban.
Ante todo, parecía imprescindible asegurar el mantenimiento de la gran propiedad con todos sus
privilegios, entre los cuales figuraba, fuera de los propiamente económicos, una vaga jurisdicción
política y administrativa del señor dentro de su propiedad y aun en su zona de influencia, resabio del
sistema colonial. Cualquier transformación política, electoral, administrativo o judicial que conspirara
contra esa imprecisa jurisdicción señorial repercutía sobre el uso que el señor podía hacer de su
propiedad, y suscitaba una enconada resistencia por parte de quienes se sentían amenazados.
Entre tales amenazas, ninguna tan grave como la abolición de la esclavitud. Desde los primeros
tiempos de la Independencia, el abolicionismo dividió las opiniones, porque los poseedores de la
tierra creyeron que sin esclavos los beneficios de sus explotaciones disminuirían notablemente. Los
argumentos en favor del mantenimiento de la esclavitud fueron esgrimidos por los grupos
señoriales con habilidad y cierto cinismo. En 1823 mientras se discutía el problema en el Senado
chileno, escribía Santiago Muñoz Bezanilla en el periódico santiaguino El Tizón Republicano:
El senado ha sancionado la libertad de los esclavos: deseamos saber las razones en que se funda
para disponer de las propiedades particulares, o el derecho que para él se hayan conferido los
pueblos que han depositado en él la protección de su seguridad.
Entre atacar el sagrado derecho de propiedad y consultar el alivio de nues-tros semejantes, sólo
había el arbitrio que el Congreso adoptó en 1811: éste fue el de la libertad de los vientres; pues el
hombre es el príncipe de la naturaleza; y aunque siempre miraremos aquella disposición como
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dictada por la filantropía y por la primera de las ideas liberales, no dejaremos de decir que padeció
de un vicio insondable, como llaman en el foro al hecho vicioso que consta de autos, que es decir
indudable, y fue el de no haber antes reglado exactamente el importante ramo de policía.
Muñoz Bezanilla reforzaba sus argumentos a favor de la propiedad privada de los señores
esclavistas enumerando los perjuicios que traería a los libertos la falta de protección. Esos y otros
argumentos semejantes se esgrimieron también en Colombia en 1849:
Los esclavos, se decía, son una propiedad de los amos, y el legislador no tiene derecho para
suprimirla, porque el derecho de propiedad es anterior y superior a la ley: la propiedad es un dogma
de las sociedades civilizadas. Si la raza negra no está sometida al trabajo forzado, se entregará a la
ociosidad y a los crímenes. No se podrán cultivar las haciendas por falta de trabajadores, La suerte
de esa raza será mucho más desgraciada en la libertad, porque no tendrá quien los vista y los
mantenga: será una crueldad emanciparlos.
Y tales razonamientos parecían valer aún en las postrimerías del siglo, cuando en el Brasil, Ruy
Barbosa los examinó minuciosamente y los condenó en su memorable discurso de 1896, en la
muerte de José Bonifacio.
No menos decidida fue la defensa contra la amenaza de cualquier legislación que procurara la
liberación del siervo rural. La guerra civil suscitada en México por la Reforma, que halló forma legal
en la constitución de 1857, probó la decisión de la clase señorial. Durante las discusiones del
Congreso Constituyente de 1856, Ignacio L. Va-llarta, que se opondría a que figuraran las reformas
sociales en el texto constitucional, señalaría las formas de la opresión. Decía:
El propietario abusa cuando disminuye la tasa del salario; cuando lo paga con signos
convencionales, y no creados por la ley que representan los valores, cuando obliga al trabajador a
un trabajo forzado, para indemnizar deudas anterio-res; cuando veja al jornalero con trabajos
humillantes; cuando... es muy largo el ca-tálogo de los abusos de la riqueza en la sociedad.
Y los propietarios, con el fuerte apoyo de la Iglesia propietaria, resistieron enérgicamente las
medidas reformistas, desencadenando la guerra civil.
Vallarta se opuso sólo por razones técnico-jurídicas a la inclusión de los derechos sociales en la
constitución, pero la opinión conservadora se oponía por otras razones; en primer lugar, porque
sentía en peligro sus intereses, pero más aún porque no comprendía que pudiera proponerse una
legislación que iniciaba o proseguía el camino hacia la disolución de la sociedad fundada en la
desigualdad, en cuya legitimidad creía. Esta creencia era muy profunda; arraigaba en la concepción
colonial, y se mantenía vigorosa pese a la difusión de las ideas liberales y a la gravitación de
principios jurídicos institucionalizados que establecían taxativamente una sociedad igualitaria. Los
grupos señoriales permanecían impermeables a ellos, precisamente porque se trataba de una
convicción arraigada en una situación social y económica inconmovible.
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Quizá ningún teórico político haya expresado esta actitud de manera tan contundente como lo hizo
el poeta peruano Felipe Pardo y Aliaga a mediados del siglo XIX, en una poesía que tituló A mi hijo
en sus días:
Dichoso, hijo mío,
tú, que veintiún años cumpliste:
dichoso que ya te hiciste
ciudadano del Perú.
Este día suspirado
celebra de buena gana,
y vuelve orondo mañana
a la hacienda y esponjado,
viendo que ya eres igual,
según lo mandan las leyes,
al negro que unce tus bueyes
y al que te riega el maizal.
Y vale la pena citar otra obra del mismo autor, porque perfecciona la imagen que el grupo social
que él representaba se hacía de la legitimidad y las ventajas de un sistema político igualitario en una
sociedad que juzgaba necesariamente desigual. Decía Pardo y Aliaga en el soneto titulado El Rey
Nuestro Señor:
Invención de estrambótico artificio,
existe un rey que por las calles vaga:
Rey de aguardiente, de tabaco y daga,
a la licencia y al motín propicio;
voluntarioso autócrata, que oficio
hace en la tierra, de ominosa plaga:
Príncipe de memoria tan aciaga,
que a nuestro redentor llevó al suplicio.
Sultán que el freno de la ley no sufre
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estoy sosteniendo los crecidos gastos, la provisión y apresto de artículos de guerra que demanda el
resguardo y seguridad general a más de costosas obras y faenas a fuerza de arbitrios, de maña, de
diligencia aún con otros países, y de un incesante trabajo y desvelo supliendo por oficios y
ministerios que otros debían desempeñar en lo civil, en lo militar y hasta en lo mecánico, recargado
por todo esto aún de ocupaciones que no me corresponden, ni me eran decentes, todo esto por
hallarme en un país de pura gente idiota, donde el gobierno no tiene a quien volver los ojos, siendo
preciso que yo lo haga, lo industrie y lo amaestre todo por sacar al Paraguay de la infelicidad, y
abatimiento en que ha estado sumido por tres siglos.
Tenía esta actitud política una finalidad: sustraer el país a la anarquía y asegurar el orden: pero, en
rigor, no era una finalidad en sí misma, sino que estaba destinada a servir a otros objetivos
fundamentales. El rasgo más característico de la política del doctor Francia fue su etnocentrismo
feroz —antecedente de los nacionalismos latinoamericanos—, su vigorosa convicción de que la
región —más que el país— poseía una personalidad definida e intransferible que había que
conservar en toda su pureza, sobre todo librándola del contacto con las regiones vecinas. Ese
etnocentrismo era el de los viejos conquistadores arraigados en la tierra durante tres siglos, con un
fuerte sentimiento igualitario, por cierto, pero de todos modos adheridos a una concepción
paternalista y a un profundo regionalismo. El doctor Francia aspiró a que el Paraguay se bastara a sí
mismo. Su autoritarismo sirvió no sólo para que reinara la paz en las campañas y no se resquebrajara
la estructura económica sino también para asegurar los monopolios del Estado para la explotación y
comercialización de las riquezas naturales: las "estancias de la Patria" para la producción agraria y
las maestranzas del Estado para la producción de artículos manufacturados. Y esta concepción de
la vida económica aseguraba la independencia de la región y el mantenimiento de la fisonomía
nacional, que tanto irritaba al dictador que no fuera reconocida desde el exterior.
Esta concepción etnocentrista era el fruto de un antiuniversalismo romántico, paradójico en un
lector de Voltaire y de Rousseau, y por eso interesó tanto a Carlyle. Pero no era, en rigor, suyo, sino
de un grupo social de raíz colonial, y era tan vivo que fue extremado hasta concluir en un
enclaustramiento total del país con el que el viejo regalista terminó imitando a los jesuitas.
Decía a uno de los Robertson: "Usted sabe cuál ha sido mi política con respecto al Paraguay; que lo
he mantenido en un sistema de incomunicación con las otras provincias de Sudamérica, e
incontaminado por aquel malvado e inquieto espíritu de anarquía y Revolución que más o menos ha
asolado a todas".
Pero evitar el espíritu de anarquía y Revolución suprimió hasta la raíz todos los derechos
individuales que pregonaba el liberalismo, las formas de vida política y económica, la educación, el
juego de las ideas. ¿Cuál era, el orden que quería asegurar? Un orden anterior a la Revolución, y que
no podía quebrarse sino al precio de caer even-tualmente en la anarquía, o sea el orden social y
económico de la Colonia. Por eso se le opusieron en un principio los grupos ilustrados,
especialmente de Asunción. Pero su impotencia fue total, y el doctor Francia extremó el sistema sin
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oposición, sobrepasando, sin duda, los límites deseados por los mismos grupos que lo impulsaron y
sos-tuvieron.
A la muerte del doctor Francia la dictadura subsistió, aunque Carlos Antonio López se manifestara
un poco más progresista y menos violento. Estaba, sin embargo, persuadido de la necesidad de
perpetuar el gobierno fuerte sin extender las libertades. Hacia 1861 el periódico oficial de Asunción,
El Semanario, inició una campaña en favor de la monarquía, expresando en uno de los artículos en
que se refería a los países sudamericanos: "Pueblos educados por la monarquía y para la monarquía,
no han podido acostumbrarse a las formas republicanas, porque cada una de las páginas de su
historia envuelve una elocuente protesta contra este género de gobierno".
Su hijo y sucesor, Francisco Solano López, recogió y maduró la idea. Sus modelos fueron la corte de
Río de Janeiro, donde pensaba encontrar esposa en la familia imperial, y la corte de Napoleón III,
cuyo lujo lo fascinaba.
Pero de ninguna manera se disponía a establecer una monarquía parlamentaria, sino absoluta y
apoyada en una vigorosa fuerza militar. Pese a algunos signos de progresismo, su gobierno mantuvo
en la política interna la misma orientación de los anteriores tanto en lo referente a las libertades
como al ordenamiento económico y social.
b. La Argentina en la época de Rosas
A diferencia del doctor Francia, Rosas no apareció en el escenario político argentino sino veinte años
después de la Revolución, cuando ya se había consumado la disgregación de lo que fuera el
antiguo virreinato del Río de la Plata y cada región había alcanzado de hecho una casi total
autonomía.
La provincia de Buenos Aires era, sin duda, la más rica y la mejor situada, puesto que poseía un
puerto y una aduana que recogía los beneficios de toda la riqueza del país. Allí surgió Rosas como
gobernador en 1829, ejerció el poder durante tres años, y después de un intervalo fue reelegido en
1835 con "la suma del poder público", que ejerció hasta su derrota en la batalla de Caseros en 1852.
Rosas era un típico estanciero. Lo que esto significaba lo explicó en 1845 Sarmiento en Facundo, en
un texto que ofrece todos los elementos necesarios para un análisis social:
Rosas desciende de una familia perseguida por goda durante la Revolución de la Independencia. Su
educación doméstica se resiente de la dureza y terquedad de las antiguas costumbres señoriales.
Ya he dicho que su madre, de un carácter duro, tétrico, se ha hecho servir de rodillas hasta estos
últimos años; el silencio lo ha rodeado durante su infancia y el espectáculo de la autoridad y de la
servidum-bre han debido dejarle impresiones duraderas. Algo de extravagante ha habido en el
carácter de la madre y eso se ha reproducido en D. Juan Manuel y dos de sus hermanas.
Apenas llegado a la pubertad, se hace insoportable a su familia, y su padre lo destierra a una
estancia. Rosas con cortos intervalos ha residido en la campaña de Buenos Aires cerca de treinta
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años; y ya en el año 24 era una autoridad que las sociedades industriales ganaderas consultaban, en
materia de arreglos de estancias.
Es el primer jinete de la República Argentina, y cuando digo de la República Argentina, sospecho
que de toda la tierra: porque ni un equitador, ni un árabe tienen que habérselas con el potro salvaje
de la Pampa. Es un prodigio de actividad; sufre accesos nerviosos en que la vida predomina tanto
que necesita saltar sobre un caballo, echarse a correr por la Pampa, lanzar gritos descompasados,
rodar, hasta que al fin extenuado el caballo, sudado a mares vuelve él a las habitaciones, fresco ya y
dispuesto para el trabajo... Rosas se distingue desde temprano en la campaña por las vastas
empresas de siembra de leguas de trigo que acomete y lleva a cabo con suceso, y sobre todo por la
administración severa, por la disciplina de hierro que introduce en sus estancias. Esta es su obra
maestra, su tipo de gobierno, que ensayará más tarde para la ciudad misma... La autoridad ante
todo: el respeto a lo mandado, aunque sea ridículo o absurdo; diez años estará en Buenos Aires y en
toda la República haciendo azotar y degollar hasta que la cinta colorada sea una parte de la
existencia del individuo, como el corazón mismo. Repetirá en presencia del mundo entero, sin
contemporizar jamás, en cada comunicación oficial: ¡Mueran los asquerosos, salvajes, inmundos
unitarios!, hasta que el mundo entero se eduque y se habitúe a oír este grito sanguinario, sin
escándalo, sin réplica, y ya hemos visto a un magistrado de Chile tributar su homenaje y
aquiescencia a este hecho, que al fin a nadie interesa.
¿Dónde pues ha estudiado este hombre el plan de innovaciones que introduce en su Gobierno, en
desprecio del sentido común, de la tradición, de la conciencia, y de la práctica inmemorial de los
pueblos civilizados? Dios me perdone si me equivoco: pero esta idea me domina hace tiempo: en la
Estancia de Ganados, en que ha pasado toda su vida, y en la Inquisición en cuya tradición ha sido
educado. Las fiestas de las parroquias son una imitación de la hierra del ganado, a que acuden
todos los vecinos: la cinta colorada que clava a cada hombre, mujer o niño, es la marca con que el
propietario reconoce su ganado; el degüello, a cuchillo, erigido en medio de ejecución pública,
viene de la costumbre de degollar las reses que tiene todo hombre en la campaña; la prisión
sucesiva de centenares de ciudadanos sin motivo conocido y por años enteros, es el rodeo con que
se dociliza el ganado, encerrándolo diariamente en el corral; los azotes por las calles, la mazorca, las
matanzas ordenadas son otros tantos medios de domar la ciudad, dejarla al fin como el ganado más
manso y ordenado que se conoce. Esta prolijidad y arreglo ha distinguido en su vida privada a D.
Juan Manuel de Rosas, cuyas estancias eran citadas como el modelo de la disciplina de los peones,
y la mansedumbre del ganado. Si esta explicación parece monstruosa y absurda, denme otra;
muéstrenme la razón por qué coinciden de un modo tan espantoso, su manejo de una estancia, sus
prácticas y administración, con el Gobierno, prácticas y administración de Rosas: hasta su respeto
de. entonces por la propiedad, es efecto de que el gaucho gobernador es propietario. Facundo
respe-taba menos la propiedad que la vida. Rosas ha perseguido a los ladrones de ganado con igual
obstinación que a los unitarios. Implacable se ha mostrado su gobierno contra los cuereadores de la
campaña y centenares han sido degollados. Esto es laudable sin duda; yo sólo explico el origen de
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la antipatía.
Aun restando de esta descripción el apasionamiento que pueda haber puesto el polemista, quedan
inequívocamente puntualizados en ella algunos de los caracteres fundamentales del régimen de
Rosas. Todo su sistema de ideas derivó no sólo de su tradición señorial sino también de su
inconmovible adhesión a los valores que esa tra-dición entrañaba y de su innata aversión a los
principios del liberalismo. Creyó, como el doctor Francia, que la comunidad no debía albergar sino a
los que compartían los sentimientos y las ideas tradicionales; y uno y otro creyeron que la
proscripción de los adversarios era justa y lógica. Hubiera podido decir como el doctor Francia; "Yo
no llamo ni reputo paisanos a unos infames que se expatrian ellos mismos, renunciando y
abandonando su patria.."., aun olvidando que la condición para permanecer era la sujeción y el
conformismo.
Pero el respeto a los principios del derecho natural —al que solía apelar— o la consideración a los
derechos individuales que el pensamiento liberal consagraba, parecíanle menos importantes que la
defensa del patrimonio y del orden tradicional. Fue visible su desprecio por los hombres ilustrados
de las ciudades y por sus ideas de origen europeo, como fue visible su adhesión a las formas de la
vida criolla, a las normas y a los valores que ella entrañaba. Esta adhesión significaba —como lo
destaca Sarmiento— una concepción autoritaria de la vida pública, y tal fue el rasgo predominante
de su pensamiento y de su comportamiento político.
Rosas resumió sus opiniones sobre la acción de los regímenes liberales en unas pocas líneas de una
famosa carta escrita a Juan Facundo Quiroga, en la que decía:
Obsérvese que al haber predominado en el país una fracción que se hacía sorda al grito de esta
necesidad, ha destruido y aniquilado los medios y recursos que teníamos para proveer a ella,
porque ha incitado los ánimos, descarriado las opiniones, puesto en choque; los intereses
particulares, propagando la inmoralidad y la intriga, y fraccionando en bandos de tal modo la
sociedad, que no ha dejado casi reliquias de ningún vínculo, extendiéndose su furor a romper hasta
el más sagrado de todos y el único que podría servir para restablecer los demás, cual es el de la
religión; y que en este lastimoso estado es preciso crearlo todo de nuevo, trabajando primero en
pequeño y por fracciones, para entablar después un sistema general que lo abarque todo.
Rosas advertía sagazmente que el individualismo liberal rompía los vínculos de la vieja sociedad
dual y paternalista; que la libertad de opinión creaba sectores politizados que progresivamente
afirmaban sus derechos frente a las viejas estructuras de poder; que la libertad de conciencia
debilitaba, no tanto el sentimiento religioso, sino la influencia paternalista de la Iglesia. Una de las
armas políticas más afiladas que usaron sus partidarios contra los grupos liberales fue la acusación
de ateísmo. Así los definía el cura párroco de la Iglesia porteña de San Nicolás, en unas décimas
recitadas en una fiesta popular:
Ellos son incendiarios,
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De corazón asesinos,
De religión libertinos,
Herejes que han blasfemado
De lo más santo y sagrado
De nuestro culto divino.
Pero acaso lo que definió más claramente el pensamiento político de Rosas fue su resistencia a
aplicar las concepciones iluministas a la organización del país. Hostil al racionalismo y a toda la
filosofía política del siglo XVIII, sostuvo que la organización constitucional no era una solución eficaz
—y menos la solución necesaria— para fijar el orden nacional. Sostuvo que la fijación del orden
nacional era prematura ya que no se había alcanzado un orden de las distintas regiones y provincias.
Decía Rosas, en unas instrucciones que comunicaba a Quiroga:
...el señor Quiroga debe aprovechar las oportunidades de hacer entender por todos los pueblos de
su tránsito que el progreso es de desear que cuanto más antes pueda celebrarse; pero que al
presente es en vano clamar por congreso y por constitución bajo el sistema federal, mientras cada
estado no se arregle interiormente y no dé, bajo un orden estable y permanente, pruebas prácticas
y positivas de su aptitud para formar federación con los demás. Porque en este sistema el gobierno
federal no se une sino que se sostiene por la unión, representando en este estado los pueblos que
componen la república para con las demás naciones; tampoco decide las diferencias de unos
pueblos con otros sino que se reducen sus funciones a hacer cumplir los pactos generales de la
federación, a cuidar de la defensa de toda la república, y dirigir sus negocios e intereses ge-nerales
en relación con los de otros estados, pues para los casos de discordia entre dos provincias la
constitución suele tener acordado un modo particular de decidirlas, cuando los contendientes no lo
arbitran con su mutuo consentimiento.
Era, en el fondo, una concepción nacida de las ideas del romanticismo social; pero era, por eso
mismo, una concepción propia de los grupos señoriales, aferrados a la realidad y reacios a su
transformación. Representante y miembro eminente del grupo de estancieros que obtenía pingües
ganancias con la preparación y exportación de carne salada, Rosas impidió la modernización de las
explotaciones agropecuarias y se opuso a la formación de una burguesía urbana. Más consecuente
que el doctor Francia, su polí-tica económica coincidió con su formación intelectual y con sus
tradiciones sociales.
c. El Ecuador en la época de García Moreno
Dueño del poder desde 1861 hasta su violenta muerte en 1875, García Moreno gobernó el Ecuador
dictatorialmente. Como Rosas y Francia, vivió obsesionado por el fantasma de la anarquía, y culpó
de ella a las libertades que ofrecía y proporcionaba el régimen liberal. Pero, a diferencia del
segundo, fue consecuente con sus principios ideológicos, recibidos de De Maistre, de Donoso
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Cortés y, sobre todo, de los sacerdotes jesuitas que fueron sus confidentes, sus instrumentos y sus
consejeros: y a diferencia de los dos se preocupó por estimular ciertas formas de desarrollo
económico moderno.
García Moreno poseía una vigorosa formación científica. Había estudiado química y geología y le
apasionaba la investigación de la naturaleza. De esos principios de su formación intelectual derivó su
preocupación por la difusión de la enseñanza, y especialmente la enseñanza científica. Creó la
Escuela Politécnica, fundó laboratorios, colecciones de ciencias naturales, un observatorio; y
sacudiendo la modorra tradicional, levantó edificios públicos y, sobre todo, construyó carreteras y
caminos. Pero, al mismo tiempo, su formación católica y política lo llevó a la posición más extrema
en la lucha contra el liberalismo, en una década —la del sesenta— en que se habían visto muchos
excesos y en la que aparecería el Syllabus. En el discurso que pronunció después de jurar como
presidente en 1869 se preguntaba: "¿Cómo gobernar donde gobernar es combatir? ¿Cómo asegurar
la civilización y el progreso a pesar de los que desean el desorden para medrar, porque saben que
cuando el agua se revuelve el cieno es el que sube?"
Civilización y progreso son palabras que no pertenecieron ni al léxico de Francia ni al de Rosas. Pero
García Moreno las usó, creía en sus contenidos y procuró que inspiraran su acción de gobierno.
Dentro de estrechos límites, sin embargo. No creía que el progreso supusiera la modificación de la
estructura agraria tradicional, y quienes lo empujaran hacia el poder, confiaban en el para que
evitara las transformaciones que en la vecina Colombia, por ejemplo, había traído la legislación
liberal. Tampoco creía que el progreso y la civilización requiriera o entrañara un régimen de
libertades públicas. Por lo contrario, creía que no hay progreso sino dentro de un orden estricto, y en
eso coincidía con el vigoroso sector señorial que exigía seguridad y estabilidad, con o sin progreso,
y también con amplias capas de población conservadora, educadas bajo la influencia de la
poderosa Iglesia Católica. Juan León Mera, el novelista autor de Cumandá y colaborador de García
Moreno, a quien dedicó un en-cendido panegírico, explicaba su posición política y su adhesión a las
doctrinas conservadoras:
Yo soy católico, no porque mis padres tuvieron la dicha de serlo, sino por el profundo
convencimiento que tengo de la bondad y verdad del catolicismo. En cuanto a mis principios
políticos; he aceptado los conservadores después del más duro examen, de haber visto que son los
que más armonizan con los católicos... Y no porque soy católico y conservador... dejo de ser
fervoroso republicano, amante y defensor de toda libertad pública bien entendida.
García Moreno expresó este sentimiento muy generalizado en una sociedad de la que se decía que,
tras la Independencia, se había constituido en un convento, en tanto que la sociedad colombiana se
había constituido en un colegio y la venezolana en un cuartel. Fue esa sociedad la que consagró
constitucionalmente, una y otra vez, un tipo de poder ejecutivo en extremo vigoroso, que Juan
Montalvo caracterizaba así:
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El presidente del Ecuador no es hombre como cualquiera; las leyes le dan cien ojos: es un Argos; las
leyes le dan cien brazos: es un Briareo. Gigante en todo caso, a quien invisten de su fuerza todos los
poderes, despojándose ellos mismos; a quienes amayoran los ciudadanos, menoscabando su
propia elevación, para vol-verle hijo de la Tierra. Como tiene cien ojos, todo lo ve, todo lo sabe el
presidente. Las paredes han de conservar sus mechinales por donde él meta un ojo averiguador y
siniestro: conciencia, honra, amor son contrabandistas: allí les tema infraganti, y da con ellos en la
casa del dolor, ésa que él ha levantado amasando los sesos de sus hermanos con lágrimas y sangre:
argamasa a prueba de pico, secreto horrible descubierto por un operario del demonio.
En nombre del rey, en nombre de la ley, el presidente puede echar puertas abajo, y las echa. Si hay
quien resista, ¡eh de mi guardia! llegan alabarderos y ma-ceras, y allí fue una familia. Tiene derecho
de allanamiento. Para él lo sagrado del hogar doméstico es profano: entra a cualquier hora,
sorprende a la doncella a medio vestir, pasa por sobre los niños, remueve, levanta las cenizas del
fogón dormido. Los dioses lares son jocós y babuinos: ¡fuego sobre ellos! Y el templo, el templo de
la pudicia femenina que en Roma era el más santo e inviolable, no alcanza más respeto que una
casa de mancebía. El candado es el sello de la conspiración: puerta cerrada, puerta criminal: ¿no
quiere romperse? ¡por las ventanas! ¡Arriba, valientes! El gobierno es un héroe; corona los balcones:
extiende el brazo, vuelan las vidrieras. ¿Dónde están los traidores? ¿dónde los bandidos? Ni el lecho,
ese mueble respetable donde se refugia la vergüenza, goza de fuero alguno contra la investigación
impía que descubre secretos y desgracias, estos genios del traspatio que suelen dejarse estar en un
rincón enfermos y abatidos. El presidente tiene derecho de allanamiento: debe saberlo, debe
constarle todo, para castigar, para escarmentar, para exterminar. El presidente tiene derecho de
exterminio. Los hombres, como no sean de los suyos, todos son proscritos: ¿les hallaron? a la plaza,
donde les den azotes, o les vuelen la tapa de los sesos.
García Moreno ejerció ese poder sin vacilaciones. Pero aun así creyó que era necesario reforzar las
disposiciones sobre el estado de sitio, argumentando vehementemente:
Existe en las repúblicas hispanoamericanas un fermento o una tendencia a los trastornos políticos;
tenemos, por desgracia, ciertos hombres a quienes debe lla-marse especuladores revolucionarios,
por el propósito de hacer fortuna en las revo-luciones, y es indispensable contenerlos por el temor
del castigo. Para evitar que se derrame sangre, es preciso armar al poder; la compasión por los
criminales es la mayor crueldad contra los ciudadanos honrados y pacíficos, se ha visto la insufi-
ciencia de las leyes comunes para contener los trastornos y se quiere todavía tener inerme al poder,
en favor de los que atacan y hacen derramar sangre.
Ninguna de las libertades individuales subsistió, y todo fue sacrificado a la vigencia del orden, que
era no sólo orden político sino también estabilidad social. Para consolidarlo, era necesario proveerlo
de un fundamento inamovible, y apelando a la tradición hispanocolonial, se le dio un fundamento
religioso en términos nunca alcanzados en otro país latinoamericano. La constitución de 1869
estableció en su artículo primero que "para ser ciudadano se requiere ser católico"; y en otro, que "la
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imperio mediante la constitución de 1805 y luego una monarquía en 1811, ambos efímeros. Sus
sostenedores enfrentaron otros grupos republi-canos de un liberalismo más avanzado y
consecuente, y propusieron la vigencia de la estructura militar para la administración del país.
En México, tras el fracaso de Hidalgo y de Morelos. sólo se volvió a la idea de la independencia tras
la Revolución de Riego en España. Esta vez fueron los grupos más conservadores quienes la
promovieron. El Plan de Iguala, formulado en febrero de 1821 por Iturbide. contenía "tres garantías"
fundamentales: la conservación de la religión Católica Apostólica Romana, sin tolerancia de otra
alguna, la Independencia bajo un régimen monárquico moderado, y la unión entre americanos y
europeos. En defensa de su punto de vista monárquico. Iturbide declaró: "Las desgracias y el tiempo
liarán conocer a mis paisanos lo que les falta para poder establecer una república como la de los
Estados Unidos".
Y sobre la base de estas ideas liberales se instauró su efímera monarquía.
Un representante típico de la derecha antiliberal, Lucas Alamán, que escribía algunos años después,
observaba que Iturbide creyó prudente atender a las costumbres formadas en trescientos años, las
opiniones establecidas, los intereses creados y el respeto que infundía el nombre y la autoridad del
monarca, conservando "la forma de gobierno a que la nación estaba acostumbrada": y agregaba:
Por haberse apartado de esta norma, por haber querido establecer con la Independencia las teorías
liberales más exageradas, se ha dado lugar a todas las desgracias que han caído de golpe sobre los
países hispanoamericanos, las cuales han frustrado las ventajas que la Independencia debía
haberles procurado, siendo muy de notar que los dos hombres superiores que la América española
ha producido en la serie de tantas revoluciones, Iturbide y Bolívar, hayan coincidido en la misma
idea, levantando el primero en su Plan de Iguala un trono en México para la familia reinante en
España, e intentando el segundo llamar a la de Orleáns a ocupar el que quería erigir en Colombia.
Fundada en la fuerza militar y en el apoyo de los sectores más conservadores, la monarquía
moderada de Iturbide no pudo resistir a los embates de grupos ligeramente más avanzados, cuya
posición aseguraba un equilibrio más estable entre los diversos sectores en pugna. Quizá, la
explicación más exacta del fracaso monárquico esté en las palabras que Bolívar escribió a
Santander en setiembre de 1822:
...creo que Iturbide con su coronación ha decidido el negocio de la independencia absoluta de
Méjico; pero a costa de la tranquilidad y aun de la dicha del país. Es muy probable que el clero esté
muy descontento, porque le piden dinero, y más descontento aún el pueblo con el nuevo
emperador, que más pensará en sostenerse contra los patriotas que en destruir a los realistas. En
Méjico se va a repetir la conducta de Lima, donde más se ha pensado en poner las tablas del trono,
que libertar los campos de la monarquía.
Parece lícito interpretar que los "realistas" eran grupos de tradición señorial y monopolista y
vehementemente antiliberales.
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Razones semejantes a las que en México movieran a tales grupos, impulsaron a los moderados del
Brasil a proclamar la Independencia y a organizar luego un régimen monárquico constitucional.
Consumada la proclamación y convocada la Asamblea General Constituyente en mayo de 1823, se
advirtió que la fórmula política hallada, satisfactoria para los grupos tradicionales, provocaba la
irritación de sectores liberales que señalaron los peligros que la fórmula entrañaba y las
aspiraciones que la fórmula no contemplaba: "antilusitanismo, restricción del poder personal del
Soberano, libertades civiles amenazadas, conciliación del principio monárquico con el democrático
y por eso hostilidad al grupo conservador y portugués que rodeaba a D. Pedro I", según señala
Pedro Calmón.
El cuadro se completó con la Revolución de Pernambuco de 1824. Pero el nuevo Imperio sorteó las
dificultades y se situó en un punto de equilibrio que resultó justo. El régimen se consolidó y su teoría
fue explicada por el propio emperador en un proyecto elaborado por él o por sus colaboradores
inmediatos en 1823 en el que se declaraba:
Todos los publicistas de más crédito en Europa reconocen como una verdad indestructible en
política que el sistema monárquico constitucional es el único que se debe adoptar en un gran
Estado como el Brasil cuya gran extensión quedaría expuesta a formidables convulsiones si no
estuviese en la institución monárquica un centro de garantía que afianzase su seguridad.
El Imperio debía funcionar, en cuanto a las formas, como una democracia parlamentaria; en la
práctica, sin embargo, expresaba la voluntad y los intereses de un sector relativamente reducido de
la población, que, en efecto, gozaba de la posibilidad de canalizar políticamente sus designios. Por
sobre el sistema de los poderes flotaba el poder del emperador, institucionalizado de una manera
singular, según lo estableció el artículo 98 de la constitución de 1824, que —como dice Oliveira
Torres— "parece una fórmula doctrinaria, pero es un mandamiento expreso del legislador
constitucional al monarca en el ejercicio de su noble oficio de reinar".
El artículo expresa: "El Poder Moderador es la clave de toda la organización política, y es delegado
privativamente al Emperador, como Jefe Supremo de la Nación y su primer representante, para que
incesantemente vele sobre el mantenimiento de la independencia, equilibrio y armonía de los
demás poderes políticos".
Colocada fuera del ancho campo de las actividades políticas, la monarquía parecía asegurar un
fundamento inconmovible a las nuevas naciones, montadas sobre viejas estructuras sociales y
económicas que, de esa manera, salvaban su existencia y se sustraían a las luchas.
En el Río de la Plata, la profunda crisis que siguió a la Independencia desalentó a los tímidos
partidarios de la organización republicana y liberal y robusteció las convicciones de quienes tenían,
por tradición y formación, opiniones favorables a la monarquía moderada. Desencadenadas las
luchas entre las regiones del antiguo virrei-nato, Manuel Belgrano, Bernardino Rivadavia y Juan
Martín de Pueyrredón, entre otros, liberales insospechables y originariamente republicanos, se
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absoluta y vitalicia. Pero lo indudable es que Flores gestionó en España, en 1846, la creación de una
mo-narquía en el Ecuador, y obtuvo la promesa de que aceptaría el trono un príncipe español.
Hasta entonces las tendencias monárquicas respondían a los modelos de monarquía constitucional
o parlamentaria que sedujeron a los liberales de principio de siglo. Pero en la segunda mitad del
siglo XIX esas tendencias se renovaron bajo la influencia del modelo de la monarquía burguesa que
erigieron en Francia Luis Felipe y Napoleón III.
Frente al avance de las reformas sociales y políticas que triunfaron hacia 1857 en México, fuertes
sectores tradicionales volvieron a acariciar la idea de instaurar un poder fuerte, apoyado no sólo en
las fuerzas militares que respondieran a esos sectores, sino también en las fuerzas de ocupación
que pudiera enviar alguna potencia extranjera, en defensa de la hegemonía de la Iglesia y de la
tradicional estructura social. El proyecto tuvo éxito y así se instauró el imperio con Maximiliano. Las
ideas políticas de los militares y de los grupos señoriales que lo apoyaron se relacionaban
básicamente con una denodada defensa de la situación tradicional, amenazada, sobre todo, por una
política de liberación de los indígenas y de restricciones a la hegemonía de la Iglesia. Pero el imperio
fracasó, no sólo frente a la obstinación de Juárez y sus partidarios, sino a causa de la limitación del
apoyo militar de las potencias europeas, cada vez menos predispuestas a las intervenciones
políticas cuando aparecía la posibilidad de operar sobre su periferia mediante los mecanismos
económicos.
Tres años antes de la coronación de Maximiliano: en México, en 1861, el presidente del Ecuador,
García Moreno, solicitó por su parte a Napoleón III el establecimiento de una monarquía en Sud-
américa, que no sólo incluiría el Ecuador sino también el Perú y acaso otros países, "bajo un príncipe
designado por Su Majestad el Emperador", con cuya garantía pensaba organizar el orden interno del
país.
El vasto esfuerzo para erigir regímenes monárquicos fracasó en todas partes, como concluyó
finalmente, después de casi sesenta años, el régimen instaurado en el Brasil. La definida fisonomía
institucional de la monarquía parecía ofrecer, por sí sola, una garantía de estabilidad; pero la
sociedad latinoamericana no respondió a ese es-tímulo. Fue, pues, el monarquismo liberal un
espejismo, alimentado por quienes consideraban que era posible; en América latina, detener el
vigoroso cambio que habían suscitado sucesivamente el mercantilismo y la Revolución industrial
por la sola fuerza de un mecanismo institucional.
El pensamiento republicano autoritario
El republicanismo autoritario fue la inversa del monarquismo liberal. Sus sostenedores
comprendieron que el problema del origen de la soberanía —cualesquiera que fueran los términos
en que se lo formularan los distintos grupos sociales— no podía plantearse en América, en los
albores de la Independencia, como una enajenación gratuita en beneficio de una dinastía europea o
de cualquier general afortunado. Los grupos populares y burgueses que promovieron y sostuvieron
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duda. ¿Fue Portal es pelucón? ¿Fue pipiolo? He aquí el dilema que chocará a los unos como
blasfemia y a otros como una cruel ironía.
Don Diego Portales, es verdad, tuvo por aliado el bando histórico llamado de los pelucones, pero
nunca fue su caudillo. Fuéronlo de aquél, a la vez, Egaña y Rodríguez Aldea, y como intermediario
entre ambos, el acomodaticio ministro Tocornal, su verdadero organizador político en la
administración, pues los primeros eran sólo las dos antiguas columnas de su vetusto pórtico. La
historia que hemos trazado en estas páginas está revelando, por cada una de sus faces, aquella
verdad inmutable, que coloca a su protagonista en una posición única y excepcional delante de
todas las facciones hostiles y de la propia que lo aclamaba como jefe. Casi no se menciona, en
verdad, el nombre de uno solo de esos graves personajes del peluconismo, a quien no impusiera
don Diego Portales alguna humillación, o de quien no tuviera a escondidas o en sus labios una
sincera queja.
Por más que se busque, no existía ciertamente punto alguno de contacto ni de afinidad de hábitos,
carácter o ideas, con los hombres que eran las lumbreras o los pilares de aquel poder que sólo
apareció compacto más tarde sobre la arena, armado para combatir, como en 1840, o armado para
la resistencia, como en 1851.
La historia del peluconismo propio comienza únicamente en la tumba del Barón. Don Diego
Portales, en verdad, no tuvo más señal del tipo genuino pelucón, que el tupé postizo con que cubría
su calvicie (calvicie de pipiolo...), y si a este solo título se le reconoce aquel nombre, es indudable
que la historia no tiene ya para qué hacer valer su severa lógica en la duda.
Y tras de señalar algunos rasgos característicos de la contradictoria personalidad del ministro,
concluía:
¿Y era éste, ni podría ser tal hombre, el caudillo de los pelucones, de aquel partido pretencioso de la
aristocracia de los blasones y de las talegas, cuando él ha-cía mofa de pergaminos y no tenía a
veces dinero suelto para comprar cigarros? ¿Del partido fastuoso y regalón de las tertulias de malilla
y rocambor en salones de oro, cuando vivía en cuartos de alquiler y sus favoritos cortesanos eran
Adalid Za-mora, don Isidro Ayestas y Diego Bórquez? ¿Del partido, en fin, timorato y com-pungido
de las sacristías y de las sotanas cuando era reconocido por un ‘hereje’ (lenguaje de Santiago), y el
clérigo Meneses temblaba al escuchar sus blasfemias, que es fama no excusó aun en presencia de
su primo, el pulcro y modesto Obispo Vicuña?
o innegable es que Portales fue hombre de acción, refractario a la seducción de las ideologías y
partidario de un sistema ordenado en el que las luchas políticas no esterilizaran el desarrollo
económico. Sus opiniones políticas quedaron claramente expresadas en una carta que escribió
desde Lima en marzo de 1822, en la que decía:
La democracia que tanto pregonan los ilusos, es un absurdo en los países como los americanos,
llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda vir-tud, como es necesario para establecer
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una verdadera república. La monarquía no es tampoco el ideal americano: salimos de una terrible
para volver a otra y, ¿qué ganamos? La república es el sistema que hay que adoptar; pero, ¿sabe
como yo la entiendo para estos países? Un gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean
verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del
orden y de las virtudes. Cuando se hayan moralizado, venga el gobierno completamente liberal,
libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciudadanos. Esto es lo que yo pienso y todo
hombre de mediano criterio pensa-rá igual.
Estas opiniones se asemejaban notablemente a las de Bolívar, y por ellas fue considerado
conservador por los liberales. Respetaba, por cierto, los principios de orden heredados de la
Colonia, pero no es igualmente exacto que procurara consolidar el sistema económico y social de la
Colonia, porque, comerciante él mismo, y admirador de los Estados Unidos, promovió el desarrollo
de nuevas formas económicas que abrían el camino de las burguesías. El liberal Vicuña Mackenna
resumía así su acción de gobierno:
Portales aparece entonces, desde cualquier horizonte que se le mire, como el coloso de la historia.
Está solo, y por lo mismo, se ve más grande. Va a hacer la mudanza de la sociedad, después de
haber hecho su trastorno; pero no consiente, ni auxiliares, ni consejos, ni inspiración alguna superior,
porque se encuentra capaz de hacerlo todo, con tal de hacerlo todo por sí solo. Así, su labor pública
es inmensa; sin límites su consagración al bien de la patria: su abnegación a todos los egoísmos que
aquejan al hombre, verdaderamente sublime y ejemplo. Sin hacer cuenta ni de los ‘pipiolos’, a
quienes su espíritu, lisiado casi siempre de incomprensibles extravagancias, llama peleajanos; ni de
los ‘pelucones’, a quienes denomina huemules; ni de los presidentes, a quienes da el nombre de
Ayestas; ni de él mismo, pues a sí se llama dictador plebeyo, o según su propia frase, ministro
Salteador, él va a un fin dado, con todas las fibras del corazón palpitantes de energía, con la sonrisa
de su genial humor sobre los labios, y no le importa que, al pasar, en su ardiente carrera sus propios
amigos le llamen loco i ni que los adversarios que le combaten con una obstinación suprema, le
apostrofen de tirano!
Portales en alas de su genio, entre tanto, viene atravesando el caos, y a medida que pasa, va
dejando los cimientos de una prodigiosa creación, de la que los bandos que luchan o se acechan no
se aperciben de pronto, pero que la historia desentraña cuando penetra con su linterna de luz en los
arcanos del pasado. Anula el ejército y crea la Academia Militar; somete a la plebe y crea la guardia
nacional; destruye el favoritismo financiero, herencia de la Colonia, y crea la renta pública; persigue
la venalidad, plaga de la magistratura española, y regulariza la adminis-tración de justicia; desbarata
el favoritismo de los empleos y crea la administración. Portales inicia así la más grande de las
revoluciones a que aspira la República hoy mismo, la Revolución contra la rutina. No quiere el polvo
de lo antiguo ni en los códigos, ni en las costumbres, ni en la educación pública, ni siquiera en las
oficinas del Estado.
Casi sin riesgo de ser vulgar podría el escritor político describir a Portales en aquella época, armado
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del ‘plumero’ (mueble que él aclimató en las regiones oficiales, donde parecía exótico), y pasando
por todas partes, sacudió la espesa capa de hollín que dejó la Colonia; sólo que a veces empleaba
el mango, cuando la mancha no estaba en los muebles sino en los hombres...
Si Portales no fue por esto un gran revolucionario, fue más todavía, porque fue un gran innovador.
Se ocupó poco de las leyes y de los principios, que su funesta ignorancia no le permitió comprender
en todo su alcance; pero todo lo demás lo cambió de lugar, lo hundió en la nada o lo sustituyó por
una de sus creaciones propias. Eran éstas, por lo común, toscas e imperfectas construcciones, parto
de su genio inculto, pero en su conjunto bastarían a formar el andamio de hierro en que dejó
sentadas las bases de la República que antes habían sido arena. Don Diego Portales fue el gran
revolucionario de los hechos, fue el ejecutor práctico y tenaz de todo aquello que en el gobierno de
sus antecesores había sido una bella teoría o un turbulento ensayo; en una palabra, hizo la
Revolución administrativa, en el tercer período de crecimiento del país, después que los liberales
habían hecho en su pubertad la Revolución política, v los primeros patriotas, en su cuna, ese cambio
de nodrizas que se ha llamado la Revolución de 1810 y que nos dio una madre en lugar de una
madrastra.
Y lo que maravilla en todo esto es que Portales realizase cosas tan nuevas y tan extraordinarias en
el país, sin previo aprendizaje, sin ideas preconcebidas, sin maestros, sin estudio, sólo por la fuerza
de un instinto poderoso y creador, al que no puede menos de reconocérsele la índole del genio.
Portales, se ha dicho como un reproche, fue un hombre improvisado; pero fue más que eso, un
extraordinario improvisador. Todo lo hizo a carrera y más o menos bien, pero lo hizo él solo con un
esfuerzo de laboriosidad y dedicación, al que no ha alcanzado en Chile ningún hombre público, y
atiéndase que todo lo que llevó a cabo fue sin sueldo, habiendo perdido su fortuna en la
Revolución, y rehusando, a la vez, todos los honores y todos los empleos que se le conferían sin
reparo.
La vasta polémica alrededor de Portales pone claramente de manifiesto el difícil problema de la
caracterización de la derecha en Latinoamérica. Ciertamente, la aparición de una alta burguesía
mercantil modifica los criterios y los complica, pues sus intereses no sólo la acercan poco a poco a
ciertos grupos señoriales sino que la separan de los grupos liberales eminentemente ideológicos.
Portales se situó a la derecha de esos grupos liberales eminentemente ideológicos porque creyó
necesario postergar la consumación del establecimiento de un sistema de plena libertad y de
democracia política. Pero no trabajó menos que Rocafuerte o que Castilla a favor de una burguesía
que prometía sacudir el viejo sistema señorial. Por esto último no podría decirse de él que fuera una
expresión típica de la derecha. Una última salvedad podría hacerse: su comportamiento podría
considerarse de derecha si se lo considerara un precursor de una política calculada para permitir la
formación y consolidación de una alta burguesía sin que se abrieran las compuertas para el ascenso
de nuevos sectores medios y populares. Tal fue precisamente la tendencia de las altas burguesías
de muchos países latinoamericanos hacia fines de siglo, que concluyen constituyendo cerradas
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oligarquías.
4. El pensamiento político de las oligarquías liberalburguesas desde fines del siglo XIX
Hasta la segunda mitad del siglo XIX la estructura socioeconómica de Latinoamérica mantuvo
ciertos caracteres constantes. En términos muy generales la caracterizaba una sociedad dual en las
áreas rurales y una burguesía urbana en la que el sector mercantil no alcanzaba a tener poder
económico suficiente como para interferir en el sistema inspirado y dirigido por las clases
poseedoras de la tierra; era, por lo contrario un sector dependiente de éstas, con una función
intermediaria en la economía, y generalmente también en la política.
Sólo a partir de mediados del siglo XIX la burguesía urbana empezó en algunos países a tener
mayor independencia, al producirse ciertos cambios de importancia en la vida económica. Si hasta
entonces su papel había sido pasivo y cumplía funciones dentro de un sistema que no controlaba,
de allí en adelante empezó a tener iniciativa propia y a diseñar otro sistema en el que las clases
poseedoras de la tierra, aún siendo piezas fundamentales del juego, debían reconocer una zona, a
veces extensa, de control. Era, naturalmente, la alta burguesía vinculada al comercio de exportación
e importación, a la banca, a la especulación y a la administración pública. Apresurémonos a decir
que muchos miembros de los grupos señoriales no vacilaron en incorporarse a esas actividades y
operaron simultáneamente en los dos sectores de la economía, el primario y el terciario: pero el
terciario incorporó a mucha gente que venía de otro origen: eran a veces extranjeros, radicados o no;
gentes de clase media a quienes el dinero, las profesiones liberales o la política habían permitido
alcanzar posiciones que el sistema hacía importantes o acaso decisivas; y el sistema mismo, más
dependiente del mercado comprador que de los sectores de la producción, al escapar al control de
los grupos po-seedores de la tierra, ofrecía importantes posibilidades de decisión, de lucro y de
influencia a quienes llegaban a los puestos desde los cuales se ejercía su control.
Al cabo de poco tiempo —hacia la última década del siglo— se había diferenciado en el seno de los
sectores medios una alta burguesía que tenía ya una inequívoca figura como clase económica y
social, y claros designios que, en algunos aspectos, no coincidían con los de los grupos señoriales.
Mantuvieron éstos sus convicciones básicas y sus ideas políticas, y cuando aceptaron su nuevo
papel dentro de la economía en cambio, pretendieron conservarlas aun cuando colaboraban en la
modificación de la estructura económica. Esta contradicción se advirtió en sus relaciones con la
nueva burguesía liberalburguesa que, cada día más, alcanzaba mayor preponderan-cia. Hubo
alianzas y oposiciones, pero los dos grupos, aún procurando coincidir ante la perspectiva de
adversarios comunes —las clases medias y populares en ascenso— delinearon posiciones distintas.
Cada vez más se perfiló la existencia de dos derechas.
La renovación de la situación social
Los cambios que se produjeron en la situación social de la mayoría de los países latinoamericanos
fueron la consecuencia de la Revolución industrial operada en Europa, y que modificó rápida y
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profundamente tanto su estructura económica como la de los Estados Unidos. No sólo se produjo
un acelerado incremento en la demanda de las materias primas que se relacionaban con las nuevas
industrias, sino que creció mucho la de productos alimenticios. Los propietarios europeos de tierras
elegían cuidadosamente el destino que le darían, y diversas circunstancias los alejaron en alguna
medida de su antiguo tipo de producción. Por lo demás, los campesinos se sintieron atraídos por las
ciudades, y produjeron un intenso éxodo rural de doble consecuencia: disminución de la producción
de alimentos y creciente demanda de éstos en las zonas urbanas, cada vez más intensamente
pobladas.
La consecuencia fue un cambio importante en la posición de Latinoamérica con respecto a Europa y
los Estados Unidos. Esos mercados consumidores exigieron determinados productos dentro de un
gigantesco plan de producción concebido en escala mundial, y esa exigencia, mucho más
remunerativa que antes, fijó ciertas condiciones a la producción. El mercado consumidor estableció
el o los productos exportables; prefiriendo en cada país un sistema de monoproducción estableció
altos precios, pero fijó también altos niveles de calidad que requerían nuevas técnicas no sólo en la
etapa de la producción sino también en la de la distribución; estableció relaciones de dependencia
financiera que importaban dependencias inevitables y regímenes de importación de productos
manufacturados; exigió privilegios y garantías que le fueron acordados a través de gobiernos a los
que transformó en sus personeros; pero, sin duda, promovió una activa modernización de los países
latinoamericanos, aunque al precio de una dependencia económica que muy pronto implicó, directa
o indirectamente, una cierta dependencia política.
Esa dependencia convirtió al Brasil en un exportador de café. La Argentina, abandonando la
elaboración de tasajo, se dedicó a la producción de cereales y de carnes, según las exigencias del
mercado inglés; Cuba y Puerto Rico a la de la caña de azúcar; los países centroamericanos, a la de
café y maderas; México, Perú, Bolivia, a la de minerales. La producción tenía comprador seguro,
pero como a veces era el comprador único, fijaba los precios, estipulaba las calidades e imponía
condiciones accesorias. La más importante fue la de equilibrar la balanza comercial mediante la
importación de productos manufacturados, contrariando las posibilidades de desarrollo
manufacturero local.
Las últimas décadas del siglo constituyeron una época de desarrollo en casi todos los países
latinoamericanos y de formidable enriquecimiento de sus clases altas: las clases poseedoras de la
tierra que suministraban el producto y las clases burguesas que intervenían en el complejo
mecanismo de la distribución y el crédito. En algunos países aparecieron poco a poco algunas
actividades manufactureras relacionadas con esa producción; pero, en casi todos, los sectores que
más se enriquecieron fueron, además de los productores, los exportadores e importadores, y los
que tuvieron éxito en la desorbitada especulación que acompañó el proceso de desarrollo.
Efectivamente, las nuevas posibilidades que se abrían exigían una renovación del dispositivo
técnico. Era menester hacer caminos y puentes, puertos, edificios y, sobre todo, ferrocarriles. Las
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ciudades exigían además obras públicas importantes: aguas co-rrientes, desagües, pavimentos.
Para todo eso, los países compradores ofrecieron a cada uno de los países con los que mantenían
relación, fuertes y renovados empréstitos que originaron, junto con otros factores, graves problemas
financieros. El crédito y la espe-culación contribuyeron también a renovar la fisonomía de la nueva
sociedad.
En la euforia del desarrollo, el crédito adquirió también caracteres de especulación. Aparecían y
desaparecían empresas y sociedades destinadas a la ejecución de ambiciosos proyectos, que
creaban fortunas y las hacían desaparecer; y en el otorgamiento de los créditos, de las concesiones
y privilegios, quienes estaban vinculados al poder tenían la posibilidad de obtener ventajas que
significaban quizás el enriquecimiento repentino. Cosa semejante ocurrió con la especulación en
tierras, hecha en previsión de la expansión de las ciudades, de la fundación de colonias y, sobre
todo, de la construcción de caminos, puertos y ferrocarriles.
Reflejo indirecto de la expansión europea y norteamericana, la nueva riqueza operó cambios
sociales de gran trascendencia en Latinoamérica. Quizás el más notable y visible fue el que resultó
de una importante inmigración europea: Uruguay, Argentina, Brasil, Chile. México; países de clima
templado y semejante al de algunos países europeos, fueron los preferidos. En pocas décadas se
incorporaron a las sociedades tradicionales contingentes numerosísimos de italianos, españoles,
alemanes, judíos y, en menor escala, de otras nacionalidades. El desarrollo económico implicaba el
problema de la mano de obra; y al tiempo que se desechaba definitivamente el trabajo de los
esclavos, se buscaba otra mano de obra más eficiente, abriendo algunos cauces nuevos para la
economía, como la producción del café en Brasil o de los cereales en la Argentina.
Pero, al mismo tiempo, la inmigración buscó las ciudades, acrecentó el complejo de las poblaciones
urbanas y formó vastos sectores de pequeña clase media, artesanal o comercial, que codificaron la
fisonomía de las ciudades. Esas clases medias, sustentadas por la vasta empresa de intermediación
que suponía la producción en gran escala de productos exportables y la importación de artículos
manu - facturados, suscitaron toda clase de problemas derivados; compuestas, naturalmente, no
sólo de inmigrantes, sino también de población criolla —mestizos muy especialmente en algunos
países—, revelaron la fuerte tendencia de sus miembros a mejorar su posición social y económica.
Fueron sectores de gran movilidad en muchos países, y no sólo hubo deslizamientos desde
situaciones de baja clase media hacia sectores profesionales y comerciales en una o dos
generaciones, sino que hubo una marcada tendencia de sus miembros a lograr cierta participación
política.
En el seno de las clases populares se advirtieron también algunos cambios. Los sectores rurales
criollos o indígenas fueron quizá los más estáticos. Pasaron a veces del sistema paternalista de las
viejas haciendas a un sistema industrial despersonalizado que agravó aún más su situación. En las
ciudades, en cambio, mejoraron algo los sectores asalariados. Donde hubo éxodo rural, los criollos,
indios y mestizos se incorporaron a actividades nuevas: fueron generalmente peones en las grandes
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Sin duda esa contradicción estaba latente desde los tiempos de la conquista. Esos grupos
señoriales, dotados de vastas extensiones de tierra en un mundo colonial que se insertaba en el
área del desarrollo mercantilista, adoptaron una actitud feudal hacia adentro —en sus haciendas y
con respecto a la sociedad colonial—, pero aceptaron y siguieron una actitud mercantilista hacia
afuera. Acaso esta dualidad explica la polémica acerca de si la conquista hispanoportuguesa fue
feudal o capitalista, sobre la que no es oportuno entrar aquí. Parece evidente que sí fueron las dos
cosas: una hacia adentro y otra hacia afuera. Y, cuando tres siglos después, el mundo mercantil
—esto es, el mercado mundial integrado— adoptó una nueva fisonomía, los grupos señoriales
pretendieron mantener la contradicción, aceptando los nuevos requerimientos de la economía
mundial sin modificar su concepción política y social en relación con la sociedad en que vivían. Esta
pretensión ya era un poco anacrónica en el siglo XVI; lo fue aún más a comienzos del siglo XIX al
producirse los movimientos emancipadores; pero resultó absolutamente insostenible después de
promediar el siglo XIX, cuando se sintieron los efectos no ya de la Revolución mercantil, sino los de
la Revolución industrial.
Con todo, los grupos señoriales latinoamericanos abandonaron su pretensión, y así como habían
sabido —y podido— resistir las influencias de la ideología liberal, intentaron resistir las situaciones de
hecho que creó el impacto de los nuevos requerimientos económicos.
Esta vez el proceso de secularización fue más vigoroso aún, porque su peculiar dinámica creó en
los diversos países latinoamericanos una burguesía urbana muy móvil, y con una especialización
funcional en el proceso de intermediación que aseguró las posibilidades de una nueva opción para
los sectores sociales dependientes de los grupos señoriales. El proceso de movilidad social fue
intenso, el éxodo rural se aceleró, y los grupos señoriales perdieron buena parte de los recursos que
poseían para asegurar la perduración de su hegemonía y el primado de sus concepciones políticas.
Empero, no cedieron. Ciertamente, perdieron fuerza sus convicciones, y perdieron también eficacia
sus principios, que comenzaron a adquirir un aire anacrónico. Pero igualmente no cedieron y
buscaron refugio donde pudieron hallarlo, aun cuando la defensa de los ideales tradicionales cobró
a veces un tono romántico y nostálgico, y otras veces un aire de confesada impotencia, y en
ocasiones una agresividad eficaz.
La debilidad del pensamiento político de los grupos señoriales residía en que pretendía defender la
legitimidad del orden social y político tradicional y las formas de vida y los ideales tradicionales,
pactando sin embargo con una nueva estructura económica mercantilista, organizada como
dependencia de una estructura industrial foránea. La contradicción era tan obvia que los grupos
señoriales no asumieron frecuentemente la defensa doctrinaria de sus posiciones, sino que se
limitaron a sostener estas últimas en los hechos, disfrazando generalmente sus fundamentos con
una nueva retórica más o menos eficaz. Quizás el más brillante episodio de la defensa de la
concepción tradicional de la vida, intentada tardíamente en el seno de una sociedad que había
girado resueltamente hacia su inclusión en la periferia de la sociedad industrial europea, sea la
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Revolución que desató en el Uruguay, en 1897, Aparicio Saravia, "...hijo de una opulenta familia del
departamento de Cerro Largo, fuerte hacendado y de reputación personal altamente favorable".
El cronista de la Revolución fue Luis Alberto de Herrera, más tarde jefe del Partido Nacional —o
Partido Blanco— y heredero político del caudillo rebelde, que caracterizó así el movimiento:
Sin embargo, el Partido Nacional no se encontraba preparado para entrar en liza.
Treinta y tantos años de derrota, llevan cierto desorden a las filas, empalidecen el brillo acerado de
los ideales y dejan muchos claros y vacíos difíciles de llenar.
Pero de cualquier manera, hubiera o no hubiera elementos, el sacudimiento vendría. La doctrina
evangélica no puede rezar con los pueblos altivos ni con los hombres de honor. ¿Quién no castiga
un bofetón en la mejilla?
En efecto, el 25 de noviembre se supo en Montevideo con indecible sorpresa, que acababa de
alzarse en armas casi en el centro de la República ya militarizada, don Aparicio Saravia en compañía
de su hermano Antonio Floricio, alias Chiquito, y seguido por algunos centenares de paisanos, en su
casi totalidad desprovistos de recursos de guerra.
Nadie dudó que se trataba de una sublime locura, cuya audacia infinita sabría castigar el afilado
sable de los escuadrones bordistas. Idéntica apreciación flotaba en todas las esferas. Ya estaba
cerrado el periódico de los levantamientos a lanza; ya había caducado la supremacía de los
caudillos; ya los gobiernos eran invencibles.
Por lo demás ¿de dónde salía aquel rebelde de sombrero blando y poncho campero, general
improvisado de un movimiento estrafalario?
Quizá no lo sabían las clases burguesas de la capital, aquellas personas que se agitan en esta
inmensa colmena sin conocer otro camino que el de sus tareas, ni horizonte más alto que el tapete
de su escritorio; pero para quienes reciben alguna vez los ecos de la rica campaña y siguieron las
fases trágicas de la Revolución riograndense, poseía talla propia el infatigable guerrillero que ya
atraía sobre sí, envidias y nacientes admiraciones.
La referencia final de Herrera puntualizaba la recepción del contraste entre dos formas de vida, rural
y urbana, la primera de las cuales entrañaba una concepción lúdica y heroica: la segunda, en
cambio, era propia de las "clases burguesas" de Montevideo y aparecía rutinaria y mezquina. Este
dualismo, que había descrito, entre otros, Sarmiento, solía darse en los teóricos europeizantes como
una oposición entre civilización y barbarie, de la que el término valioso era la civilización, esto es, la
vida urbana, la vida de las burguesías. Herrera recogió el dualismo pero invirtió el signo de valor. Y
tanta importancia le atribuyó, que explicaba con él —como los sociólogos burgueses— el curso de
la historia de su país:
Cada vez que leo la historia de mi país, pienso cuando llego a los promisorios acontecimientos de
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1851, que ese año de cualquier modo memorable, debió ser para nuestra nacionalidad altísimo
mojón denunciador de amplio y glorioso porvenir.
Sin indagar los motivos originarios, tienen explicación a nuestro juicio, los recios choques de bando
que sucedieron y hasta precedieron a la declaratoria de la Independencia.
El país era muy reducido, muy temerarias las aspiraciones dominantes y en las edades viejas no
eran pocos los soldados que ganaban cada ascenso al precio de una cicatriz.
Los prestigios militares cobraban vigor con facilidad, en tierra donde el valor había dejado de ser
virtud por lo vulgar, donde se mecía a los niños cantándoles odio hacia el opresor, donde morir al
enristrar la nativa lanza en defensa de los dioses lares, colmaba los anhelos de todos.
La espada pesaría de manera decisiva, cuando cristalizara un organismo político dentro de nuestros
disputados límites; y el espíritu selvático de nuestros abuelos, las proverbiales rebeldías de antaño,
perpetuadas y obedientes a la voz de los caudillos, importaban una seria amenaza de dislocamiento
social.
Esas robusteces guerreras, el cariño al terruño que durante las épicas campañas por la
emancipación amasó tantos heroísmos y tan beneficiosas resistencias, habían relajado los vínculos
de la común disciplina.
Llegado el momento de la organización sólida y definitiva, ¿habría brazo bastante fornido, capaz de
encauzar apetitos ilimitados y voluntades sin muelles, que sólo entendían de bolear potros, correr
cuchillas y vivir en desafío a muerte con propios y extraños?
La vez que eso se quiso, quedó hoscamente señalada la prevención campesina a los hijos de las
ciudades.
La ignorancia de las muchedumbres andariegas, exigía que para ser buen ciudadano se fuera antes
buen gaucho. ¿Acaso quien no sabía dominar un caballo estaba en aptitud de dirigir los negocios
comunes?
El dualismo se había planteado, y en esa antagónica disparidad de factores encontraremos la causa
verdadera de las acciones y reacciones, de los desórdenes y conflictos que conmovieron la vida
nacional durante medio siglo.
Pero el desprecio de los grupos señoriales por las clases burguesas no ocultaba poco de
resentimiento, porque se habían visto obligados, para subsistir o para enriquecerse, a aceptar cierta
tutela de los sectores mercantiles que dominaban la vasta red del comercio internacional, sin la cual
nada valía su riqueza. Ese resentimiento condujo a una exaltación no sólo de los valores criollos
tradicionales —rurales, lúdicos, heroicos— sino también a una exaltación de las familias y los
hombres de aquellos grupos, a quienes se les confirió una superioridad natural sustentada con
variados argumentos. Gilberto Freyre habla del "arianismo casi místico de Oliveira Vianna", porque el
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sociólogo brasileño fundó en razones de raza la superioridad de las viejas clases señoriales del
Brasil. Decía en 1930 en su obra Evolución del pueblo brasileño, refiriéndose a la época colonial :
En su estructura social, esos latifundios poseen tres clases perfectamente distintas: la señorial, la de
los hombres libres, arrendatarios de la propiedad, y la de los esclavos, que son los obreros rurales.
En la primera clase figuran los señores del ingenio, su familia, sus parientes —muy numerosos, por
demás, en esos tiempos de gran solidaridad familiar— y los individuos blancos agregados al señor
del ingenio. Son todos casi enteramente de raza aria.
Oliveira Vianna descubría en las familias de los señores de ingenio rasgos raciales inequívocos, pero
también rasgos eugenésicos que perpetuaban virtudes excepcionales a lo largo de generaciones:
Esos grandes señores territoriales son, como sabemos, extremadamente celosos de sus linajes
aristocráticos; procuran mantener lo más posible la pureza de la raza blanca de la cual descienden.
Ahora, como blancos puros, el temperamento aventurero y nómade que los impele hacia los
‘sertoes’ a la caza de oro de indios, no les puede venir sino de una ancestralidad germánica: sólo la
presencia en sus venas de glóbulos de sangre germánica puede explicar su combatividad, su
nomadismo, esa movilidad incoercible que los hace irradiar por todo el Brasil, al norte y al sur, en
menos de un siglo. Los braquicéfalos peninsulares de raza céltica, o los dolicocéfalos de raza
ibérica, de hábitos sedentarios de índole pacífica, no parecen haber podido darles ni esa movilidad,
ni esa belicosidad, ni ese espíritu de aventura y de conquista.
Otro hecho que parece reforzar también la presunción de la presencia de dolicocéfalos rubios, con
celtas e íberos, en la masa de nuestra primitiva población, es el soberbio eugenismo de muchas
familias de nuestra aristocracia rural. Los Cavalcanti en el norte, los Prados, los Lemes, los Buenos
en el sur, son ejemplos de casas excepcionales que han dado al Brasil, desde hace trescientos años,
un linaje copioso de auténticos grandes hombres, notables por el vigor de la inteligencia, por la
superioridad del carácter, por la audacia y la energía de la voluntad.
Así se constituyó una clase social que Oliveira Vianna veía predominar, legítimamente, durante el
Imperio, perpetuando sus calidades tradicionales:
La afición por la vida rural, por otra parte, se acentúa y se refina, deshaciéndose de los aspectos
groseros de la conquista: la posesión de una propiedad agrícola se convierte en aspiración común
de todos los espíritus amantes de tranquilidad y de paz. Los elementos de la flor y nata de la
sociedad, los políticos en evidencia, los estadistas, como todos los que quieren poseer un poco de
autoridad social, procuran el punto de apoyo de una finca rural, de modo que en la vida pública y
privada, obran con el decoro, la independencia y la hombría que sólo pueden tener aquellos para
quienes el problema de la subsistencia está resuelto de un modo estable y cabal. ‘El brasileño que
puede —dice un publicista del 2° Imperio— es agricultor; ejerce la única profesión verdaderamente
noble de la tierra. Los empleos serviles los pospone. Recordad los aires señoriales y ciertos modales
aristocráticos del gran propietario: es el tipo del brasileño rico’.
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Esa aristocracia rural es la que provee todos los elementos dirigentes de la política en el período
imperial. Los cargos de la administración local, en los municipios y las provincias, son llenados por
ella. De ella salen la nobleza del Imperio y los jefes políticos que reúnen y organizan en los
municipios y las provincias los elementos electorales y partidarios locales. De ella proceden
también las juventudes que afluyen a las academias superiores del norte y del sur, a Recife, a Bahía,
a San Pablo, a Río y siguen su carrera hacia las profesiones liberales y las altas esferas de la vida
parlamentaria y política del país.
Y resumiendo el papel que esa aristocracia había desempeñado, concluía: "En un país en que los
elementos dirigentes tienen tal relieve y estatura, o se gobierna con ellos o, sin ellos, no se
gobierna".
Una reminiscencia, más o menos sublimada, de las creencias tradicionales en la superioridad de las
viejas aristocracias en proceso de decadencia económica y social, apareció en las literaturas
vernáculas cultas; escritores de familias tradicionales recogieron sosegadamente, sin espíritu
polémico sino con un fuerte sentimiento nostálgico, los recuerdos de un pasado rural algo
desvanecido y evocaron las formas de vida y las virtudes que entonces caracterizaron a los
hombres de ese ambiente. Ricardo Güiraldes, Benito Lynch y Enrique Larreta en la Argentina y
Carlos Reyles y Javier de Viana en el Uruguay intentaron la resurrección poética de los valores
predominantes en una sociedad precapitalista.
Pero aun ellos, en su mayoría asiduos visitantes de París —un París burgués—, ponían de manifiesto
la íntima e irresoluble contradicción de los grupos señoriales. Menos sublimada y más explícita fue
la actitud de los que emprendieron lo que se ha llamado el "revisionismo histórico", intento de
aniquilar la obra de las burguesías ilustradas en el que, evitando el problema de las relaciones entre
la burguesía de hoy y las nuevas clases populares, se las fustigaba por su actitud contra los grupos
señoriales en virtud del apoyo que en el pasado recibieron éstos de las masas rurales.
La defensa de las viejas aristocracias y de sus descendientes y herederos llevó a algunos a
defender también las ventajas de la estructura latifundista. En México, Francisco Bulnes atacó a la
Revolución desde un punto de vista conservador, y no sólo fustigó a la "burguesía burocrática", a la
que atribuía la línea revolucionaria triunfante, sino también a quienes, como Zapata, pretendieron
hacer una "Revolución racial" en beneficio de la clase indígena. En cambio, afirmó que México
necesitaba una "dictadura organizada", un gobierno de las clases acomodadas, y defendió el
latifundio afirmando que cuando es trabajado por hombres libres —y no por siervos— crea riqueza y
ofrece prosperidad a las clases populares. Citando estos pasajes, agrega Víctor Alba que las ideas
sociales de Bulnes "sintetizan las de una parte considerable de la sociedad mexicana, que jamás las
formuló explícitamente". Una vez más se advierte este curioso rasgo de la actitud señorial.
También sostenía Bulnes que tanto el partido conservador como el liberal eran "facciones
corruptas". Afirmaciones semejantes formularon en diversos países los sectores señoriales, a partir
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del momento en que los fenómenos de ascenso de clases medias y populares tornaron imposible
su ascenso al poder por el camino del sufragio. El ejercicio de la democracia y los mecanismos por
medio de los cuales se ejercitaba parecían ofrecer un espectáculo degradante a los ojos de quienes
se sentían poseedores no sólo de los medios de producción sino también de un grado casi sublime
de dignidad. En rigor, los grupos señoriales no poseían en su tradición más que la política del poder.
Cuando tuvieron que descender a las formas competitivas de la política, no sólo perdieron el
aplomo que les era peculiar, sino que tuvieron que aceptar —como en el campo económico— la
intermediación de los grupos burgueses para evitar su desplazamiento en situaciones normales.
Apelaron con frecuencia al recurso de provocar situaciones anormales, y para justificar ese
proyecto, denunciaron el aspecto degradante de las luchas en las que hacían su aprendizaje político
las clases medias y populares en ascenso. Empero, cuando aceptaron la intermediación de los
sectores burgueses para participar en el poder, transigieron con las prácticas propias de las
democracias incipientes, y coadyuvaron al triunfo ofreciendo sus clientelas sociales en calidad de
clientelas políticas.
Algunos espíritus refinados y sin vocación por el poder —hijos sensibles de padres poderosos—
renunciaron abiertamente a la política y transfirieron sus sentimientos aristocráticos a las actividades
del espíritu. Al comenzar el siglo XX, exactamente en 1900, el escritor uruguayo José Enrique Rodó
publicó un profundo ensayo que tituló Ariel, en el que denunciaba los peligros de las democracias
igualitarias:
Toda igualdad de condiciones es en el orden de las sociedades, como toda homogeneidad en el de
la Naturaleza, un equilibrio inestable. Desde el momento en que haya realizado la democracia su
obra de negación con el allanamiento de las superioridades injustas, la igualdad conquistada no
puede significar para ella sino un punto de partida. Resta la afirmación. Y lo afirmativo de la
democracia y su gloria consistirán en suscitar, por eficaces estímulos, en su seno, la revelación y el
dominio de las verdaderas superioridades humanas.
Con relación a las condiciones de la vida de América, adquiere esta necesidad de precisar el
verdadero concepto de nuestro régimen social un doble imperio. El presuroso crecimiento de
nuestras democracias por la incesante agregación de una enorme multitud cosmopolita: por la
influencia inmigratoria, que se incorpora a un núcleo aún débil para verificar un activo trabajo de
asimilación y encauzar el torrente humano con los medios que ofrecen la solidez secular de la
estructura social, el orden político seguro y los elementos de una cultura que haya arraigado
íntimamente, nos expone en el porvenir a los peligros de la degeneración democrática, que ahoga
bajo la fuerza ciega del núcleo toda noción de calidad; que desvanece en la conciencia de las
sociedades todo justo sentimiento del orden; y que, librando su ordenación jerárquica a la torpeza
del acaso, conduce forzosamente a hacer triunfar las más injustificadas e innobles de las
supremacías.
De todos los riesgos que la democracia implicaba, ninguno le parecía más grave que el predominio
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Triunfó en el Ecuador García Moreno e impuso la ortodoxia con tal vigor que se ha dicho del
Ecuador que fue el único país donde el Syllabus tuvo fuerza de ley. En Colombia, el movimiento que
se llamó la "Regeneración", encabezado por el presidente Rafael Núñez, logró oponer en la
constitución de 1886 una concepción católica del Estado. En Uruguay y en la Argentina, en cambio,
aunque la polémica fue encarnizada, los liberales se sobrepusieron a los católicos.
Juan Zorrilla de San Martín, el poeta de Tabaré, defendió el punto de vista católico en el Uruguay;
Joaquín Larrain Gandarillas y Abdón Cifuentes en Chile. En la Argentina la polémica se planteó
alrededor del problema de la educación pública y del Registro Civil, que sustraía a la Iglesia Católica
el control de las personas: pero en su transcurso los diputados católicos enjuiciaron la totalidad del
orden liberal y la civilización moderna.
Pedro Goyena defendió en un debate parlamentario la doctrina pontificia del Syllabus:
¿Cuál es el progreso, cuál es el liberalismo, cuál la civilización que el Syllabus condena, al decir que
el Pontífice romano no puede ni debe transigir con ellos?
Señor: el liberalismo que se condena es lo que en nuestros días se entiende por tal. habiéndose
tomado como etiqueta una palabra engañosa por su analogía con la libertad, v que encubre
precisamente lo contrario de ella; el liberalismo que se condena es la idolatría del Estado.
El liberalismo envuelve un concepto del Estado, según el cual puede éste legislar con entera
prescindencia de la idea de Dios y de toda noción religiosa. El liberalismo es un modo de concebir la
vida social, la administración, el gobierno, completamente desvinculados de la religión.
Pero no sólo el Estado liberal era lo condenable. Era la civilización moderna en su conjunto, con sus
ideales y sus formas de vida, lo que merecía la condenación y exigía la vigilancia de la Iglesia:
¡He ahí la civilización: el desarrollo de la sociedad bajo el aspecto material, bajo el aspecto moral!
Pero ¿es ésta la civilización moderna? ¡Ah, señores, no, mil veces no! ¡Todos lo sabemos; liberales y
no liberales, creyentes y no creyentes, todos podemos dar testimonio del espectáculo de la vida a
que asistimos y en que nos mezclamos como actores!
Contemplad la civilización moderna. ¿Qué es ella sino el predominio absor-bente de los intereses
materiales? ¿Es cierto, acaso, que en medio de la pompa de las artes, que en medio de la riqueza y
la abundancia, se haya desenvuelto satisfactoriamente el hombre como ser intelectual y moral? La
respuesta no puede ser afirmativa. Si es cierto que el hombre ha progresado materialmente, no es
cierto que brille por el esplendor de sus virtudes.
La ciencia, a la que jamás la iglesia fue hostil, ha tomado una dirección ex-traviada, por la influencia
de un orgullo insensato. Los hombres que penetran en los arcanos del mundo: que se lanzan al
espacio aéreo y navegan allí, esforzándose por burlar las corrientes adversas; que recorren los
mares y la tierra con la velocidad del vapor; que mandan con mayor velocidad todavía, no ya el
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signo mudo del pensamiento, sino la palabra vibrante en los hilos del teléfono; que pintan con
pinceles de pura luz. desconocidos a los antiguos, como decía un orador argentino; que analizan los
aspectos lejanos; que descubren la vida en organismos ignorados por su pequeñez; los hombres
que realizan tales maravillas, no son por eso más leales, no son más abnegados que en otros
tiempos de la historia; su egoísmo, por el contrario, se refina y se hace más poderoso; y las
sociedades contemporáneas ofrecen un desnivel chocante entre su grandeza material y la
exigüidad, la pobreza, la debilidad de sus elementos morales! ¡Fenómeno sorprendente, donde
aparece la dualidad humana! Nunca es más grande el hombre, se diría, que en el siglo XIX,
gobernando la materia. dominando la naturaleza que parece ya obedecerle servilmente. Pero no es
así. El hombre es a su vez rebajado, por su orgullo, hasta esa misma materia cuya docilidad se
creería una horrible perfidia; y el alma suspira aprisionada en vínculos estrechos, el cielo no tiene
promesas para la esperanza; el astro brillante no simboliza la fe: la mirada no descubre sino lo que
es útil y aprovechable para una existencia efímera y fugaz. El horizonte se reduce; el hombre se
empequeñece y se degrada!
Las doctrinas; el progreso; la civilización que a tan lamentables resultados conducen, eso es lo que
el Syllabus, eso es lo que la Iglesia ha condenado; y bien clara se ve ahora la justicia de tal
condenación.
Este cuadro exigía una actitud resuelta de quienes no creían en la llamada civilización moderna, sino
en los ideales tradicionales, incompatibles con ella. Los católicos pusieron a los liberales en la
disyuntiva de optar, pero no entre una u otra forma de vida, sino entre la salvación y la condenación,
entre el paraíso y el infierno, dispusie-ron a la acción para alcanzar lo que, en la Argentina como en
Colombia, llamaban la "Regeneración". Tal fue también la requisitoria de José Manuel Estrada
durante la discusión parlamentaria de las leves liberales:
¡señores! Si los medios se subordinan a sus fines, el reino exterior de Cristo es la soberanía universal
de la Iglesia. Y no hay salida entre los términos de esta alternativa: o la deificación del Estado por el
liberalismo, que en doctrina es blasfemia, en política es tiranía, y en moral es perdición: o la
soberanía de la Iglesia. íntegramente confesada, sin capitular con las preocupaciones, cuyo contagio
todos, señores, hemos tenido la desgracia de aspirar en la atmósfera infecta de este siglo, y contra
las cuales, congregados aquí en torno de nuestro prelado, protestamos hoy día delante del cielo v
de los hombres, para ceñir, con la mente iluminada y el corazón gozoso, las armas de los adalides
cristianos, por la gloria de Dios y la regeneración de la república!
Los ideales heroicos, la posesión de la tierra, la desigualdad social, la aristocracia del espíritu y la
sumisión de las conciencias a la Iglesia Católica: tal era el haz de las ideas fundamentales que el
espíritu señorial se empeñaba en defender frente a los cambios que se habían operado en la
sociedad de los países latinoamericanos en la segunda mitad del siglo XIX. La lucha no fue a
muerte, y los grupos señoriales se acomodaron poco a poco, sin confesarlo, a las nuevas
situaciones, esperando filosóficamente que la crisis del orden nuevo devolviera periódicamente a
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sus manos el control de la economía, del poder y de las conciencias. Con frecuencia, un golpe
militar solía contribuir a la restauración renovando la retórica del heroísmo.
El predominio del pensamiento político de la oligarquía liberalburguesa
Si los grupos señoriales pretendieron conservar sus tradicionales tendencias políticas a pesar del
profundo cambio socioeconómico y social que se había operado, los grupos burgueses, en cambio,
elaboraron las suyas en el proceso mismo; y aquéllos que las llevaron hasta sus últimas
consecuencias lograron poder económico y poder político. Con ello, impusieron su pensamiento
sobre el conjunto social, arrastrando tras de sí densos grupos sociales de variado origen.
Quizás el más importante problema, entre los que suscita el análisis del pensamiento político de la
oligarquía liberalburguesa, sea el de cómo se constituyó ese sector. En términos generales, es
evidente que hubo núcleos burgueses, extranjeros unos y nacionales otros.
que se fundieron con grupos señoriales renovadores para intentar la gran empresa. En cada país esa
fórmula significó algo diferente. Los distintos grupos sociales operaron de distinta manera en
México y en Argentina, en Chile y en Brasil, en Uruguay y en Colombia. Según la rigidez de la
estructura social anterior fue más o menos fácil la formación de esas clases medias fluidas que
generaba el proceso económico, y más o menos fácil la conquista del nuevo status social que
ofrecía a los grupos en ascenso sus nuevas posibilidades económicas. Y del seno de esas clases
medias surgió el conglomerado que rodeó el núcleo originario, se fundió con él, y constituyó
finalmente la alta burguesía, cuyo poder la impulsó a forzar su distanciamiento del resto de las
clases medias y constituirse en oligarquía política y eco-nómica. Esta tendencia al distanciamiento
es lo que la transformó en una fuerza de derecha. Muchos de sus miembros provenían, sin duda, de
sectores liberales que admitían la necesaria continuidad de ese proceso de ascenso social que
podía asegurar la vigencia de un sistema democrático.
Pero la conquista del poder económico y político por un pequeño grupo puso una valla entre éste y
el resto del conjunto social.
Justo Sierra hizo una descripción acabada de la burguesía mexicana de fines del siglo, polarizada
políticamente, en su opinión, pero sin distinguir suficientemente los grupos de alta burguesía que
asumieron activamente el poder y los grupos medios y populares que, aunque solidarios con
aquéllos, sólo tenían una actitud pasiva. Decía en su Evolución política del pueblo mexicano.
En este país, ya lo dijimos, propiamente no hay clases cerradas, porque las que así se llaman sólo
están separadas entre sí por los móviles aledaños al dinero y la buena educación; aquí no hay más
clase en marcha que la burguesía; ella absorbe todos los elementos activos de los grupos inferiores.
En éstos comprendemos lo que podría llamarse una plebe intelectual. Esta plebe, desde el triunfo
definitivo de la Reforma, quedó formada: con un buen número de descendientes de las antiguas
familias criollas, que no se han desamortizado mentalmente, sino que viven en lo pasado y vienen
con pasmosa lentitud hacia el mundo actual; y segundo con los analfabetos.
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Ambos grupos están sometidos al imperio de las supersticiones, y, además, el segundo, al del
alcohol; pero en ambos la burguesía hace todos los días prosélitos, asimilándose a unos por medio
del presupuesto, y a otros por medio de la escuela. La división de razas que parece compilar esta
clasificación, en realidad va neutralizando su influencia sobre el retardo de la evolución social,
porque se ha formado entre la raza conquistada y la indígena una zona cada día más amplia de
proporciones mezcladas que, como hemos solido afirmar, son la verdadera familia nacional; en ella
tiene su centro y sus raíces la burguesía dominante. No es inútil consignar, sin embargo, que todas
estas consideraciones sobre la distribución de la masa social serían totalmente ficticias y
constituirían verdaderas mentiras sociológicas, si se tomaran en un sentido absoluto; no, hay una
filtración constante entre las separaciones sociales, una osmosis, diría un físico; así, por ejemplo, la
burguesía no ha logrado emanciparse ni del alcohol ni de la superstición. Son éstos, microbios
sociopatogénicos que pululan por colonias en donde el medio de cultivo les es propicio.
Esta burguesía que ha absorbido a las antiguas oligarquías, la reformista y la reaccionaria, cuyo
génesis hemos estudiado en otra parte, esta burguesía tomó con - ciencia de su ser, comprendió a
dónde debía ir y por qué camino, para llegar a ser dueña de sí misma, el día en que se sintió
gobernada por un carácter que lo nivelaría todo para llegar a un resultado: la paz. Ejército, clero,
reliquias reaccionarias, liberales, reformistas, sociólogos, jacobinos, y, bajo el aspecto social,
capitalistas y obreros, tanto en el orden intelectual como en el económico, formaron el núcleo de un
partido que, como era natural, como sucederá siempre, tomó por común denominador un nombre,
una personalidad: Porfirio Díaz. La burguesía mexicana, bajo su aspecto actual, es obra de este
repúblico, porque él determinó la condición esencial de su organización: un gobierno resuelto a no
dejarse discutir, y es, a su vez, la creadora del general Díaz; la inmensa autoridad de este
gobernante, esa autoridad de árbitro, no sólo político, sino social, que le ha permitido desarrollar y le
permitirá asegurar su obra no contra la crisis, pero sí acaso contra los siniestros, es obra de la
burguesía mexicana.
En la Argentina, Juan B. Justo identificaba por la misma época, con precisión, y en términos
económicos, los componentes de la alta burguesía:
Necesitamos, ante todo, que cada grupo social adquiera conciencia de sus intereses políticos.
Contra lo que se afirma comúnmente, en nuestro país las agrupaciones so-ciales son tan definidas y
tan netas, que cualquiera las distingue a simple vista con más facilidad que a un autonomista de un
cívico o un radical, aunque los conozca íntimamente y los siga en sus enredadas contradanzas
políticas.
Hay quienes producen para la exportación y quienes para el consumo: en general, los unos tienen el
más claro interés en fomentar el comercio exterior del país, los otros en restringirlo.
Hay propietarios que quieren mantener todos los privilegios inherentes a la propiedad legal del
suelo, y arrendatarios interesados en que la ley favorezca su ocupación y cultivo efectivos.
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Esta puntualización ilustra los conflictos internos que caracterizaron a la alta burguesía, integrada
por grupos productores, generalmente de tradición y mentalidad señoriales, y grupos mercantiles
intermediarios típicamente burgueses. Pero a pesar de esa contradicción la alta burguesía fue
adquiriendo coherencia a través de una suerte de complicidad con el monopolio del poder, en su
uso para sus propios fines, y en la coincidencia en un estilo de vida que suponía la progresiva
elaboración de un sistema de normas y valores comunes. Definida su actitud y consolidada su
posición, la alta burguesía adquirió los caracteres de una oligarquía liberalburguesa. Su presencia se
hizo notoria en muchos países latinoamericanos en las últimas décadas del siglo, siempre en
relación con las transformaciones económicas y, sobre todo, con la penetración del capital
extranjero: en Brasil, en relación con el establecimiento de la república y el auge del café: en
Argentina y Uruguay, con los cereales y las carnes; en Chile, con el salitre y con la Revolución contra
Balmaceda; en Colombia, con la crisis de 1870 y la "Regeneración" de Rafael Núñez; en México, con
los metales y el "porfiriato"; en Guatemala, con el banano y Estrada Cabrera; en Venezuela, con
Guzmán Blanco. Vagos principios del liberalismo quedaron en pie, más o menos disminuidos según
el grado de consentimiento que las oligarquías lograron y el grado de represión que debieron
ejercitar; y vagos principios de progreso fueron enarbolados, aunque delimitados siempre por los
márgenes que el capital extranjero quiso señalarles. Una gran eficacia los caracterizó casi siempre, y
muchos países latinoamericanos hicieron por entonces su primera experiencia de esplendor
económico, aun cuando la distribución de la riqueza fuera notoriamente injusta.
Uno de los más brillantes representantes de la oligarquía chilena, Enrique Mac-Iver, definió en un
debate parlamentario su carácter y defendió su papel con profunda convicción:
La oligarquía, ésa de que tan seriamente se nos habla, vive en un país repre-sentativo parlamentario,
que tiene sufragio universal o casi universal, donde todos los ciudadanos tienen igual derecho para
ser admitidos al desempeño de todos los empleos públicos y en que la instrucción, aun la superior y
profesional, es gratuita. Agréguese que no existen privilegios económicos ni desigualdades civiles
en el derecho de propiedad y convendrán, mis honorables colegas, conmigo, en que un país con
tales instituciones y con oligarquía, es muy extraordinario; tan extraordinario que es verdaderamente
inconcebible. Me temo mucho que los honorables diputados que nos dieron a conocer esa
oligarquía, hayan sufrido un ofuscamiento, que les ha impedido mirar bien, confundiendo así lo que
es distinción e influencias sociales y políticas de muchos, nacidas de los servicios públicos, de la
virtud, del saber, del talento del trabajo, de la riqueza y aun de los antecedentes de familia, con una
oligarquía. Oligarquías como ésas son comunes y existen en los países más libres y popularmente
gobernados. Los honorables representantes encontrarán oligarquía de esta clase en Inglaterra y aún
en los Estados Unidos de América. A esas oligarquías que son cimientos inconmovibles del edificio
social y político, sólo las condenan los anarquistas y los improvisados.
También definió y defendió a la oligarquía chilena, desde Buenos Aires, el sociólogo argentino
Carlos Octavio Bunge en Nuestra Amé-rica, asignándole a la coalición que derrocó al presidente
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media y popular que mantenían su adhesión a los principios del liberalismo y contemplaban
atónitos a qué extremos los habían conducido las oligarquías.
No faltó, desde uno y otro sector, quienes denunciaron la entrega de las economías nacionales al
capital extranjero. José Batlle y Ordóñez enjuiciaba en su periódico El Día, de Montevideo, al
presidente Herrera y Obes:
Si se examinan los rasgos culminantes de toda la conducta de los Poderes Públicos y de toda la
propaganda orista, se verá claramente que los verdaderos intereses nacionales nunca se han tenido
en cuenta; se verá que han sido sacrificados a los intereses de lo que aquí llaman ‘alto comercio’, o
sea, los intereses de un grupo de dependientes y factores de fábricas extranjeras cuyos productos
introducen.
Y el chileno Luis Aldunate decía, refiriéndose a la enajenación de las salitreras:
El remate de las propiedades salitreras fiscales tiene que producir dolorosas consecuencias, no sólo
porque no hay capitales en el país que puedan competir en concurrencia libre con la masa de
recursos de los cuales disponen los extranjeros, sino porque necesitábamos precisamente de las
oficinas, de las máquinas del Esta-do para entregarlas a nuestros connacionales en condiciones de
ventaja, que les estimularan a iniciarse en las luchas y los azares de esa industria, que requiere de
grandes medios de desenvolvimiento y que está sujeta a sacudidas violentas.
Para promover el desarrollo de la economía, impulsar la prosperidad y crear un ambiente de
seguridad para los inversores extranjeros, las nuevas oligarquías, acaso recogiendo los signos de
cierta generalizada fatiga de tantas querellas internas, proclamaron un lema que la república del
Brasil inscribió en su bandera: "Orden y progreso".
Era lo mismo que afirmó el presidente argentino Julio A. Roca al hacerse cargo de la presidencia:
"Paz y administración". Y el presidente de Colombia Rafael Núñez, declaraba que era propósito de la
"Regeneración" establecer "la paz verdadera y científica’. Era un anhelo de quienes entreveían un
porvenir de riqueza, y de reducir y canalizar la actividad política.
La política debía, en lo futuro, encuadrarse dentro de marcos estrictos y el Estado de la oligarquía
liberalburguesa se dispuso a apelar a la fuerza de un ejército moderno y organizado para reprimir
todo intento de apelación a la Revolución. Roca lo prometió de manera muy enérgica en
oportunidad de hacerse cargo del gobierno en 1880: "Emplearé todos los resortes y facultades que
la Constitución ha puesto en manos del Ejecutivo Nacional, para evitar, sofocar y reprimir cualquiera
tentativa contra la paz pública".
Y agregaba: "Espero, sin embargo, que no llegará este caso, porque ya nadie, ni hombres ni partidos,
tienen el brazo bastante fuerte para detener el carro del progreso de la república por el crimen de la
guerra civil".
Era, más o menos, que en Colombia decía Núñez en 1884: "El propósito del gobierno del que somos
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exponentes, será siempre el mismo: reprimirá estrictamente, conforme a la ley, todas las
perturbaciones del orden político, que por lo general son grave amenaza del orden social".
El pensamiento de Porfirio Díaz fue expresado en México con el lema de "poca política y mucha
administración". Al enjuiciarlo el filósofo Antonio Caso hacía notar:
El error de Porfirio Díaz consistió en preferir sistemáticamente el desarrollo de los sistemas
económicos, en creer que la riqueza es el solo aliento de los gobiernos fuertes, y, sobre todo, en
pensar que el bienestar nacional exigía la supresión de las prácticas democráticas, por eso su
gobierno, que aconsejaba el lema de ‘poca política y mucha administración’, cayó vencido.
La decisión de limitar la actividad política fue una decisión de restringir los márgenes sociales de la
participación política. Las oligarquías cerraron el camino por el cual tendían a incorporarse a la vida
pública las clases medias en ascenso y, en algunos países, las clases populares. Se utilizaron
mecanismos electorales para evitar la expresión de las disidencias, estableciendo limitaciones
legales —por ejemplo, para los analfabetos— o haciendo fraude en los comicios. Negaron
obstinadamente la posibilidad de llevar a los cargos públicos a quienes no pertenecieran al círculo
oligárquico, y crearon clientelas electorales y administrativas que respaldaban el sistema cerrado y
facilitaban su funcionamiento. Naturalmente, quien ejerciera la presidencia de la república no podía
salir sino de esos círculos.
El argentino Eduardo Wilde exigía este designio oligárquico en principio: "Será presidente el
candidato que designe el general Roca —decía en un editorial periodístico al tratarse la sucesión de
éste—. El general se ha hecho acreedor a esa conducta y debe aceptar el honor con serena
conciencia". Era el régimen que, poco después, se llamaría "el unicato". En México, Justo Sierra
—ministro de Porfirio Díaz como Eduardo Wilde lo fue de Julio A. Roca— escribía:
Las dictaduras de hombres progresistas, que sean al mismo tiempo administradores inteligentes y
honrados de los fondos públicos, suelen ser eminentemente benéficas en los países que se forman,
porque aseguran la paz y garantizan el trabajo, permitiendo almacenar fuerzas a los pueblos.
Pueden ser detestables en teoría, pero las teorías pertenecen a la historia del pensamiento político,
no a la historia política, que sólo puede generalizar científicamente sobre hechos.
Y refiriéndose a Porfirio Díaz, explicaba la singular naturaleza de su poder y autoridad:
Sin violar, pues, una sola fórmula legal, el presidente Díaz ha sido investi-do, por la voluntad de sus
conciudadanos y por el aplauso de los extraños, de una magistratura vitalicia de hecho; hasta hoy
por un conjunto de circunstancias que no nos es lícito analizar aquí, no ha sido posible a él mismo
poner en planta su pro-grama de transición entre un estado de cosas y otro que sea su continuación
en cierto orden de hechos. Esta investidura, la sumisión del pueblo en todos sus órga-nos oficiales,
de la sociedad en todos sus elementos vivos, a la voluntad del Presi-dente, puede bautizársele con
el nombre de dictadura social, de cesarismo espontáneo, de lo que se quiera; la verdad es que tiene
caracteres singulares que no permiten clasificarlo lógicamente en las formas clásicas del
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despotismo. Es un gobierno personal que amplía, defiende y robustece al gobierno legal; no se trata
de un poder que se ve alto por la creciente depresión del país, como parecen afir-mar los
fantaseadores de sociología hispanoamericana, sino de un poder que se ha elevado en un país, que
se ha elevado proporcionalmente también, y elevado, no sólo en el orden material, sino en el moral,
porque ese fenómeno es hijo de la vo-luntad nacional de salir definitivamente de la anarquía. Por
eso si el gobierno nuestro es eminentemente autoritario, no puede, a riesgo de perecer, dejar de ser
constitucional; y se ha atribuido a un hombre, no sólo para realizar la paz y dirigir la trasformación
económica, sino para ponerlo en condiciones de neutralizar los despotismos de los otros poderes,
extinguir los cacicazgos y desarmar las tiranías locales. Para justificar la omnímoda autoridad del jefe
actual de la República, ha-brá que aplicarle, como metro, la diferencia entre lo que se ha exigido de
ella y lo que se ha obtenido.
Las oligarquías declinaron, en cierto modo, su propia participación y apoyaron entusiastamente este
tipo de dictadura, porque preferían la ejecutividad autoritaria de quien estaban seguras de que las
interpretaba, a no abrir la peligrosa compuerta de la lucha política, tras de la cual esperaba una
masa cada vez más numerosa de gentes, que creía tener derecho a participar en la vida pública. La
oligarquía, en rigor, gobernaba desde los cargos públicos, pero gobernaba más aún utilizando los
resortes del Estado en beneficio de sus intereses privados: un reavivamiento de la actividad política
no podía, pues, menos que perjudicarla sin darle nada en cambio.
Venezuela conoció, en la figura de Antonio Guzmán Blanco, el tipo de dictador autoritario que se
ajustaba a sus designios. Empero, Venezuela, como algún otro país, probó que el sistema podía
extremarse. La dictadura de Juan Vicente Gómez fue ese extremo. Laureano Vallenilla Lanz escribió
en su tiempo un denso estudio—que tituló Cesarismo democrático— para probar que los países lati-
noamericanos han tenido siempre necesidad de un jefe omnímodo que asumiera la totalidad del
poder:
Si en todos los países y en todos los tiempos... se ha comprobado que por encima de cuantos
mecanismos institucionales se hallan hoy establecidos, existe siempre, como una necesidad fatal el
gendarme electivo o hereditario de ojo avizor, de mano dura, que por las vías de hecho inspira el
temor y que por el temor mantiene la paz es evidente que en casi todas estas naciones de
Hispanoamérica, condenadas por causas complejas a una vida turbulenta el caudillo ha constituido
la única fuerza de conservación social, realizándose aun el fenómeno que los hombres de ciencia
señalan en las primeras etapas de integración de las sociedades: los jefes no se eligen sino se
imponen.
Estas virtudes las hallaba íntegras precisamente en el presidente Juan Vicente Gómez, a quien
atribuía no sólo las calidades necesarias sino también la obligación de ejercer la autoridad absoluta:
Convencido de su misión política, no sólo por las satisfacciones de su propia conciencia, sino por las
constantes y elocuentes manifestaciones con que la inmensa mayoría de los venezolanos
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demuestran su gratitud y su fe por los nobles y honrados procederes del egregio caudillo, el
general Gómez está en el deber de reprimir con mano fuerte todo hecho que tienda a interrumpir el
desarrollo moral y pacífico de esta evolución que nos conduce a un bienestar fundado en hechos
po-sitivos.
Sin duda, Juan Vicente Gómez, como antes Cipriano Castro y antes aún Antonio Guzmán Blanco,
representaba a los grupos más poderosos y los benefició al beneficiarse él mismo. Pero su
dictadura, que sería difícil calificar dados los extremos que alcanzó, sobrepasó las expectativas de la
oligarquía venezolana: el presidente cedió sin condiciones a la presión del capital petrolero
norteamericano, y sus posibilidades de desarrollo quedaron limitadas dentro de los estrechísimos
márgenes que fueron establecidos desde el extranjero. Quizás el de Juan Vicente Gómez sea un
caso extremo. Pero esta posibilidad estaba implícita en la actitud de todas las oligarquías
liberalburguesas de Latinoamérica. Por eso se transformaron en una típica derecha frente a los
viejos partidos y grupos que conservaban y cultivaban la tradición ideológica del liberalismo y, más
aún, frente a los nuevos y crecientes grupos sociales de clase media y popular que aspiraban no
sólo al ascenso económico y social sino también a la participación política.
5. El pensamiento político del populismo desde la entreguerra
Si fueron importantes los cambios estructurales que se operaron en los diversos países
latinoamericanos en la segunda mitad del siglo XIX, más importantes fueron aún sus consecuencias
en las primeras décadas del XX. Y no tanto, quizá, porque se consumaran los cambios en la
organización económica —que por lo contrario resistió vigorosamente— sino porque se precipitaron
los procesos sociales derivados, a un ritmo y a una escala que sobrepasaban los de los cambios
económicos. Este desfazamiento suscitó graves problemas políticos e ideológicos.
Persistió, modernizado y agresivo, el pensamiento político de las burguesías liberalburguesas, cada
vez más afianzado como ideología de la clase dirigente, cada vez más ajustado a la situación real; y
persistió, envejecido y nostálgico, el pensamiento político de los grupos señoriales, cada vez más
entregados a las burguesías liberalburguesas e integrados en ellas, aunque celosos de sus
principios y normas, generalmente convertidos en prejuicios.
La novedad consistió en la aparición de una nueva derecha, influida por el fascismo, el falangismo y
el nazismo, constituida generalmente por miembros de la derecha tradicional —a veces de las
generaciones más jóvenes— que la enfrentaron y denunciaron por su entrega a las oligarquías
liberalburguesas y por su abandono de los principios señoriales. Y si esto constituyó una novedad,
explicable como un fenómeno de mimetismo, más lo fue la conversión que empezó a operar luego
esa nueva derecha en busca de apoyo popular o en busca de soluciones nacionales que suponían
la aceptación de los problemas de las clases populares. Éstos son los grupos que suelen llamarse
populistas, aun cuando la designación no sea totalmente ortodoxa. Es preferible, empero, para no
usar la de los movimientos europeos que constituyeron sus modelos, luego aban-donados, y para
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margen, más o menos extenso, que permitía el predominio de las oligarquías liberalburguesas. Pero
aun cuando no pudo participar efectivamente en el poder, la clase media pudo hacer sentir su
presión, e ingresar ocasionalmente a través de las fisuras del sistema.
Las clases populares sufrieron un proceso de desarrollo aún más notable. Casi totalmente pasivas
hasta poco antes, aparecieron de pronto en muchos países como una fuerza eruptiva, quizás
incapaz de orientarse por sí misma, propensa a volcar su formidable poder a favor de quien la
sedujera. Era —obsérvese bien— lo mismo que habían hecho antes las clases medias, cuyos
primeros pasos hacia su incorporación a la vida política habían sido a la zaga de algún sector
señorial u oligárquico que las había buscado para usarlas como ariete contra sus adversarios dentro
del sistema. Las clases populares irrumpieron. Habían aparecido en México detrás de Zapata o de
Villa; y aparecieron luego en Brasil, en Perú, en Bolivia, en la Argentina, en Chile, en Colombia, en
Cuba. Sería largo describir la fisonomía del proceso, y más largo aún, y acaso más incierto, explicarlo
rigurosamente porque todavía estamos inmersos en esa inusitada experiencia. Pero de todos modos
es innegable que desde la década del veinte el fenómeno reapareció una y otra vez, y que fueron
inútiles todos los esfuerzos para encubrirlo.
Podría intentarse, pero sería ajeno a nuestro tema, caracterizar cómo se constituían las masas que
siguieron a Haya de la Torre, a Vargas, a Paz Estensoro, a Perón, a Gaitán, a Castro. Pero no puede
dejarse de señalar el hecho, porque sin él es inexplicable no sólo la creciente inquietud
revolucionaria —que escapa a nuestro tema— sino también la aparición de lo que llamamos el
populismo. Tampoco puede dejar de señalarse la significación de fenómenos de irrupción popular
tan significativos como el "17 de octubre" en Buenos Aires, en 1945, o el "bogotazo" del 9 de abril de
1948. Los mineros de Chile o de Bolivia no se parecen a los siervos de la mita, por cierto. Y los
campesinos cubanos mostraron una capacidad para quemar etapas en el camino del desarrollo
político, que evidenció la potencialidad que se esconde en las clases populares.
Esta situación, obsérvese bien, era prácticamente imprevisible fuera de México, antes de la Primera
Guerra Mundial. La aparición de las clases populares como factor político es un fenómeno que en
muchos países tiene veinte años y en otros treinta o cuarenta. Nada más explicable que estos
fenómenos y los del crecimiento de las clases medias hayan obrado profundamente sobre la
actitud de ciertos estratos de las derechas tradicionales, y provocado el curioso fenómeno de la
aparición de la derecha paradójica, del populismo.
La continuidad del pensamiento político de la oligarquía liberalburguesa
Ante los síntomas de la crisis de posguerra, las oligarquías liberalburguesas —a las que estaban
cada vez más estrechamente incorporados los grupos económicamente importantes de tradición
señorial— se apresuraron a ajustar los mecanismos del poder para controlar lo mejor posible las
alternativas del proceso.
En algunos casos hubo un simple estrechamiento de filas para presentar un solo frente político
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tanto que se apoyaba la despiadada explotación de los trabajadores por las grandes em-presas
nacionales y extranjeras.
Entretanto, en el campo de la política económica se produjo un viraje fundamental. El Estado
abandonó los principios de prescindencia que la oligarquía había enunciado y defendido
tenazmente hasta entonces, e intervino directa y brutalmente a veces, en la conducción de la
economía. La producción y los precios fueron controlados por medio de organismos reguladores.
Aparecieron los bancos centrales que dirigieron celosamente la circulación monetaria, la
distribución del crédito y el uso de las divisas extranjeras. Los viejos principios del liberalismo
económico quedaron olvidados.
Lo que si quedó en pie fueron los principios que habían hecho de los antiguos grupos burgueses y
liberales una oligarquía cerrada. Conservó ésta la certidumbre de que sus intereses coincidían con
los del país, la firme convicción de que era peligroso mantener abierto el camino hacia la
participación política de los sectores medios y populares, y la decidida resolución de contener de
cualquier modo los movimientos obreros que luchaban por modificar las relaciones entre el capital
y el trabajo. Esta resolución fue cada vez más firme, a medida que se agudizaron los conflictos, que
creció —hasta límites dramáticos— la desocupación, que se acentuaron las migraciones internas y el
éxodo rural, que explotaron las rebeliones de las clases tradicionalmente sometidas. Estos
principios fueron, en realidad, los que nutrieron a las burguesías liberalburguesas, que seguían
declarando, sin embargo, su devoción por el Estado liberal de derecho, por la constitución vigente,
por el régimen jurídico, por el sistema parlamentario.
Esos principios no habían sido observados nunca de manera absoluta; pero la oligarquía
liberalburguesa había parecido admitir que, con el tiempo y con el desarrollo de la educación, sería
posible un día que se cumplieran plenamente. La oligarquía liberalburguesa asumía una especie de
tutela de las clases en ascenso, y, ciertamente, la experiencia de algunos países autorizaba a pensar
que ésa era su política para el futuro, como lo había sido en más de un caso antes de la crisis. El
armazón legal del Estado se mantuvo, pero la violación del orden legal quedó prácticamente
justificada por la costumbre.
El desarrollo normal del proceso económico y social acentuó los problemas a medida que la
inflexibilidad del sistema gubernamental se extremó. Lo que ocurrió en Colombia desde 1948 y en
Argentina desde 1945 se incubó sordamente durante este período. Las oligarquías fueron
absolutamente insensibles a los problemas del pasado. La crisis se hizo visible con motivo de la
Segunda Guerra Mundial. Nuevas posibilidades de negocios aparecieron para las oligarquías, pero
aparecieron para los sectores medios y populares otras posibilidades de rebelión, que se
canalizarían a través de otros movimientos, algunos de los cuales tuvieron éxito más o menos
duradero mientras otros se fueron disolviendo hasta perder agresividad.
Lo importante es que la oligarquía liberalburguesa estrechó sus filas nuevamente y volvió a cambiar
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Pero, además, los grupos señoriales siguieron constituyendo el signo —o el vestigio— de una
sociedad tradicional que, aunque periclitada, seguía siendo un cuadro de referencias para los más
celosos defensores del sistema constituido —las fuerzas armadas y la Iglesia, que medían la
tolerabilidad de los cambios según el margen de alejamiento de aquel esquema. En la retórica
tradicional latinoamericana, el heroísmo y la santidad parecían ser los rasgos predominantes de una
sociedad precapitalista que, de acuerdo con ella, habría prevalecido en Latinoamérica —heredera
de Portugal y España— durante los buenos tiempos pasados. Sería largo estudiar el mecanismo por
el cual se ha constituido esta retórica en Latinoamérica, y más complejo aún desentrañar el extraño
fenómeno psicosocial en virtud del cual sectores relativamente extensos de la sociedad creen que
tal retórica expresa una realidad profunda. Lo importante es que los sectores señoriales
representan, a sus propios ojos y ante los ojos de vastos grupos del clero y de las fuerzas armadas,
una tradición valiosa, referida a la tradición hidalga, consustanciada con el espíritu de una
aristocracia secular y apoyada en los vigorosos ideales del mundo feudal. Puede decirse, en
resumen, falsamente por cierto, que los grupos señoriales representan una mentalidad
precapitalista que conserva considerable predicamento en algunos sectores de la sociedad
latinoamericana.
Es considerable el número de grupos y personas que, en determinada ocasión, se muestran
identificados con esa concepción de la vida, sin perjuicio de que opere como generadora de normas
y actitudes en la vida cotidiana. Subsisten las clientelas rurales de las viejas clases poseedoras,
solidarias con ellas por la subsistencia de una sociedad paternalista; pero subsisten vastos sectores
medios para los cuales la imitación de las formas de vida y la imitación de las formas externas de
comportamiento de las viejas clases poseedoras supone alcanzar un signo de prestigio. El hecho es
significativo, porque revela hasta qué punto las formas de vida y de pensamiento de los grupos
señoriales constituyen marcos de referencia para sociedades que. sin embargo, han operado
importantes cambios de estructura incompatibles con aquéllas.
Hubo países —la Argentina, por ejemplo—. donde llegaron a constituirse en la década del 30 grupos
monárquicos, aparentemente con seriedad. Cierto es que sus integrantes se sentían camelots du roi,
pero el proyecto, que tuvo una revista como instrumento de difusión. se refería concretamente a la
realidad Argentina y no carecía de simpatizantes entre quienes parecían tener alguna influencia en-
tre los grupos de poder.
El pensamiento político de los grupos señoriales no tiene, pues, más valor que el de una
reminiscencia —nostálgica a veces, llena de dignidad literaria en algunos autores, grotesca en
ocasiones—esgrimida como un fantasma por quienes sólo excepcionalmente creen en él. Sin
embargo, es importante hacer dos observaciones a su respecto. que acaso se confundan en una
sola.
El pensamiento político de los grupos señoriales, allí donde subsiste. mantiene su oposición, no sólo
a las concepciones políticas de la democracia sino también a las formas de vida y a los principios
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propios del orden capitalista y liberal. Forma parte de su elenco de ideas, llamémosle así. el
prejuicio contra el capital judío, contra los masones, contra los políticos, pero también contra
Estados Unidos y. a veces, contra Inglaterra. El prejuicio capitalista funciona como un ariete
anticapitalista, quizá por inadvertencia, y el prejuicio hispánico como un ariete antinorteamericano.
Deben agregarse a este sistema de prejuicios los que provienen de una vigorosa actitud contra los
parvenus, los nuevos ricos, los cuales suponen todo un enjuiciamiento a la totalidad de la sociedad
contemporánea y a su mecanismo de desarrollo y diferenciación.
Por otra parte, el pensamiento político de los grupos señoriales conserva muy vivas las
reminiscencias de la organización paternalista: de la hacienda y del Estado. Ese sentimiento
paternalista fue hostigado duramente por la oligarquía liberalburguesa porque, efectivamente,
representaba un principio político intolerable en una sociedad moderna, y contradictorio en relación
con el afianzamiento de la democracia.
Pero, después de varias décadas de ejercicio de la democracia liberal, vastos sectores populares en
distintas regiones de diversos países latinoamericanos, al tener acceso a la vida política, han
actualizado la concepción paternalista, actuando de acuerdo con ella y recibiendo por excusados
caminos el apoyo de los grupos señoriales supérstites.
Esta actitud política es, en sí misma y en teoría, escasamente eficaz en el mundo de la sociedad
industrial; pero permite una transferencia hacia concepciones políticas no liberales, no
individualistas, en las que el paternalismo adopta una fisonomía diferente, como el comunitarismo.
el corporativismo y, en general, los proyectos de organización social promovidos por las encíclicas
de la Iglesia Católica.
El pensamiento político de los grupos señoriales es, pues, una reminiscencia anacrónica: pero
quedan señaladas las líneas a través de las cuales las nuevas generaciones de los grupos señoriales
pudieron llegar a formular los principios de la derecha paradójica, de la derecha volcada hacia el
cambio, del populismo.
El pensamiento político del populismo
Se conoce con el nombre de populismo a los movimientos de tendencia popular —o destinados a
polarizar a las masas hacia soluciones que les satisfagan— que rechazan tanto la tradición liberal
como la tradición marxista.
No siempre es fácil filiar clara y objetivamente su origen, pero es innegable que, en general, el
populismo proviene —por la extracción de sus dirigentes y por la peculiaridad de su pensamiento—
de los grupos de derecha: pero no de las oligarquías liberalburguesas sino de los grupos señoriales,
marginalizados como tales por aquellas. En nombre de una concepción señorial, católica,
precapitalista y antiliberal, grupos provenientes de los sectores más tradicionales comenzaron a
orientar sus simpatías hacia los regímenes de fuerza y hacia las doctrinas antiliberales. Maurras,
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Daudet, Sorel, Pareto ejercieron una profunda influencia ideológica. El triunfo de Mussolini y su
denuncia de los regímenes liberales, así como su decidida acción contra los movimientos obreros
—socialistas y comunistas—, polarizó la admiración de los grupos aristo-cratizantes que desdeñaban
la demagogia de la nueva democracia latinoamericana, fundada en una retórica liberal, apoyada por
las clases medias en vías de ascenso y explotada sabiamente por las oligarquías liberalburguesas.
Al cabo de poco tiempo casi todos los grupos adoptaron uniformes y organizaciones semimilitares,
imitando las camisas negras y pardas, las milicias fascistas o las fuerzas S.S.
Con tales caracteres, esos movimientos no pasaron de ser insignificantes esfuerzos de grupos
minoritarios, de tendencia aristocratizante, sin otra fuerza que la que podía prestarle el apoyo que
recibieron en muchos casos de grupos militares dispuestos a la acción. Pero a partir de cierto
momento, a partir del estallido de la Segunda Guerra Mundial y de las impresionantes victorias
militares del Eje, los grupos que se denominaban nacionalistas comenzaron a obtener apoyo
popular. La germanofilia los señaló como adversarios del mundo anglosajón y, por allí, del
capitalismo y el imperialismo inglés y norteamericano: de modo que no les fue difícil aparecer como
los campeones de una lucha por la liberación nacional, en la que aceptaron embarcarse grupos
intelectuales y grupos obreros —con y sin experiencia sindical— agobiados por la presión de los
monopolios internacionales. Estos movimientos crecieron. La enérgica campaña antibritánica y el
reclamo de los derechos de las clases sometidas a las presiones económicas v sociales de las
grandes empresas dio a los grupos nacionalistas un aire fuertemente popular; y a medida que creció
el apoyo ese aire se acentuó y la dinámica del movimiento se fue acelerando hasta transformar
totalmente los movimientos aristocratizantes y antidemocráticos en movimientos populares
antiliberales.
El antiliberalismo fue uno de los rasgos sobresalientes del pensamiento político del populismo.
Recogía, sin duda, la tradición señorial, pero fue presentado con una nueva fisonomía en la que,
junto a la crítica, podían advertirse ideas constructivas que sonaban bien en los oídos de las clases
populares.
Jorge González von Marées, líder del Movimiento Nacional Socialista Chileno, admitía la clara
filiación fascista de éste, en cuanto tenía de apertura hacia soluciones no liberales:
Consideramos que el fascismo, en sus ideas fundamentales, no es sólo un movimiento italiano sino
que es mundial. El encarna la reacción espontánea y natu-ral de los pueblos contra la
descomposición política producida por el Estado democrático liberal. Significa el triunfo de la gran
política, o sea. de la política dirigida por los pocos hombres superiores de cada generación, sobre la
mediocridad, que constituye la característica del liberalismo; significa también el predominio de la
sangre y de la raza sobre el materialismo económico v el internacionalismo. En este sentido somos
fascistas, sin que ello signifique, por ningún motivo, que pretendemos copiar el fascismo italiano o el
hitlerismo alemán. Nuestro movimiento se caracteriza por su tendencia esencialmente nacionalista.
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Pocos años después, el periódico La Nueva República vocero de los nacionalistas argentinos, definía
su posición como un intento de restaurar los principios políticos tradicionales, conculcados por la
democracia liberal:
La Nueva República se ha definido como un grupo nacionalista. Este voca-blo que despierta la
antipatía instintiva de quienes lo consideran aplicable a una exaltación irrazonada del sentimiento
patriótico que degenera en xenofobia, ha sido adoptado por nosotros como insustituible para
expresar un cierto orden de relaciones jurídicas. El nacionalismo —hemos dicho— persigue el bien
de la nación, de la colectividad humana organizada; considera que existe una subordinación
necesaria de los intereses individuales al interés de dicha colectividad y de los derechos
individuales al derecho del Estado. Esto basta para diferenciarlo de las doctrinas del panteísmo
político, las cuales se caracterizan por el olvido de ese fin esencial de todo gobierno —el bien
común— para sustituirlo por principios abstractos: soberanía del pueblo, libertad, igualdad,
redención del proletariado.
Los movimientos nacionalistas actuales se manifiestan en todos los países como una restauración
de los principios políticos tradicionales, de la idea clásica del gobierno, en oposición a los errores del
doctrinarismo democrático, cuyas consecuencias desastrosas denuncia. Frente a los mitos
disolventes de los demagogos erige las verdades fundamentales que son la vida y la grandeza de
las naciones: orden, autoridad y jerarquía.
Una definición coherente de los objetivos contra los cuales el nacionalismo quería luchar y de
aquéllos que quería conseguir, apareció en el documento titulado "Principios y acción del
Movimiento nacionalista revolucionario", que sirvió de base para la fundación del partido boliviano
de ese nombre en 1941. En el segundo punto, el antiliberalismo se manifestaba, al mismo tiempo,
como una ofensiva contra el sistema capitalista y liberal y como un ataque contra el socialismo,
vinculado —se decía— con el internacionalismo judío y la masonería:
Denunciamos como antinacional toda posible relación entre los partidos políticos internacionales y
las maniobras del judaísmo, entre el sistema democrático liberal y las organizaciones secretas y la
invocación del ‘socialismo’ como argumento tendiente a facilitar la intromisión de extranjeros en
nuestra política interna o internacional, o en cualquier actividad en la que perjudiquen a los
bolivianos. Exigimos la prohibición absoluta de la intervención de acciones o capital extranjero en los
periódicos, revistas y demás publicaciones. Exigimos una ley que obligue a las empresas
periodísticas o de cualquier género de publicidad a declarar ante las autoridades civiles o militares
cuando contraten servicios de redactores o colaboradores extranjeros especificando los salarios
que les paguen y los servicios que aquéllos presten. Exigimos la prohibición absoluta del ingreso de
extranjeros al Ejército para el comando de tropas, salvo como profesores de la oficialidad, previa
aprobación mediante ley. Exigimos la formación de un registro de todos los empleados
dependientes de las empresas extranjeras con especificación prolija de antecedentes, sueldos o
salarios, bajo la vigilancia del Estado Mayor del Ejército. Exigimos la prohibición absoluta de la
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Y menospreciando aquello que por la sangre es suyo, adopta así en lo material como en lo
espiritual, político, jurídico y cultural, en fin, lo que la Francia del siglo XIX le envía.
Otros factores veía también el nacionalismo en la formación de la nación, y todos fueron señalados
y analizados porque la situación era el núcleo de la concepción histórica, social y política.
Si el nacionalismo concebía idealmente un mundo incontaminado en el que prevalecían los
principios del catolicismo y la hispanidad, dentro de él no reconocía como unidades históricas reales
nada más que las naciones, cada una de las cuales poseía según la concepción romántica, una
individualidad intransferible, un alma. Esa alma se había formado a lo largo del tiempo, y cada
nación debía reivindicar sus remotos orígenes. Por eso el nacionalismo creyó que había que "revisar"
el valor de la época colonial, para buscar en ella la primera fisonomía del alma nacional. Pero no se
detuvo allí. También reivindicó la tradición indígena. Lo había hecho ya la Revolución mexicana y lo
harían otros movimientos más tarde.
El indigenismo fue una teoría, especialmente en Perú y Bolivia. Entre otros, la sostuvieron en Bolivia
de manera eminente Franz Ta- mayo, que veía en el indio boliviano el depositario del alma nacional,
Jaime Mendoza y el grupo que Roberto Prudencio aglutinó alrededor de la revista Kollasuyo. en
parte el mismo que actuó en el Movimiento Nacional revolucionario; y la promovieron y adoptaron
en Perú, bajo la remota inspiración de Clorinda Matto de Turner, el antropólogo Luis E. Valcárcel y
los novelistas Ciro Alegría y José María Arguedas. El nacionalismo recogió esa teoría y la incluyó
dentro de su sistema.
Pero el pasado histórico no era toda la raíz de la nacionalidad. El boliviano Jaime Mendoza escribía:
"Cuando se habla del indio, implícitamente se alude a la tierra". Este sentimiento aparece también en
Tamayo y se encuentra expresado de manera tajante en Prudencio: "La cultura no es sino la
expresión de lo telúrico". Este trasfon- do de pasado histórico y sentimiento telúrico apareció entre
los nacionalistas brasileños, en el antropólogo Euclides da Cunha, en el novelista Graça Aranha, en
el filósofo Alberto Torres. Y en México, un vasto movimiento destinado a definir "lo mexicano" se
expresó a través de una rica literatura y adquirió forma en el pensamiento de Vasconcelos, Ramos y
Zea.
Bajo la forma de movimiento político populista, el nacionalismo recogió esa doctrina de las esencias
nacionales —peruanidad, bolivianidad, mexicanidad, argentinidad— y la movilizó en busca de
soluciones para los grandes problemas de la nación, al margen de las tradicionales fórmulas
liberales y de las que ofrecían los partidos de la izquierda marxista.
Se intentó programar una economía nacional, cuya primera consigna debía ser escapar de los
tentáculos del capitalismo internacional. Decía el argentino Carlos Ibarguren en carta a un candidato
presidencial conservador:
Anhelo vivamente... que limpie Ud. el escenario público, cuyos actores ac-tuales nada representan y
constituyen una oligarquía de profesionales de la política que corren en pos del mantenimiento de
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sus posiciones y de sus intereses particula-res; que conquiste Ud. la completa independencia
económica de nuestra patria, li-berándola de monopolios y de la presión del capitalismo
internacional que la tienen ahogada en muchos de sus órganos vitales...
Radomiro Tomic, uno de los jefes de la democracia cristiana chilena, decía en 1948: "Los que
creemos en el Social-Cristianismo creemos en la posibilidad de hallar una síntesis entre las
profundas modificaciones de estructura que necesita la economía para ponerse al servicio del
Trabajo en vez de seguir al servicio del Capital, y la plena salvaguardia de los valores espirituales...".
De este modo, concretaba su programa en una serie de transformaciones fundamentales para la
economía chilena, evitando el principio de la socialización de los bienes de producción. Tal era
también el principio del Movimiento nacionalista revolucionario de Bolivia, en cuyo programa se
decía:
Afirmamos nuestra fe en el poder de la raza indomestiza; en la solidaridad de los bolivianos para
defender el interés colectivo y el bien común antes que el individual, en el renacimiento de las
tradiciones autóctonas para moldear la cultura boliviana y en el aprovechamiento de la técnica para
construir la Nación sobre un régimen de verdadera justicia social boliviana, sobre bases económica
y política-mente condicionadas con sujeción al poder del Estado.
Exigimos la voluntad tenaz de los bolivianos para mantener ante lodo la propiedad de la tierra y de
la producción, su esfuerzo político para que el Estado fortalecido asegure en beneficio del país la
riqueza proveniente de la industria ex-tractiva, y su acción individual para formar la pequeña
industria. Exigimos el con-curso de todos para extirpar los grandes monopolios privados y que las
actividades comerciales minoristas sean desempeñadas exclusivamente por bolivianos. Exigi-mos
el estudio sobre bases científicas del problema agrario indígena con vista a in-corporar a la vida
nacional a los millones de campesinos marginados de ella, y a lograr una organización adecuada de
la economía agrícola para obtener el máximo rendimiento. Exigimos la nacionalización de los
servicios públicos.
Esta actitud frente al ordenamiento económico fue también predominante en la política de Vargas y
en la de Perón. Decía Vargas a los dos años de la Revolución:
El individualismo excesivo que caracterizó el siglo pasado, necesitaba en-contrar límite y correctivo
en la preocupación predominante del interés social. No hay en esa actitud, ningún indicio de
hostilidad al capital, que, al contrario, necesita ser atraído, amparado y garantizado por el poder
público. Pero la mejor manera de garantizarlo está, justamente, en transformar el proletariado en
una fuerza orgánica de cooperación con el Estado y no dejarlo que, por el abandono de la ley, se
entregue a la acción disolvente de elementos perturbadores, privados de sentimientos de patria y
de familia.
Una posición semejante sostuvo Perón en 1946, antes de llegar a la presidencia, cuando se suponía
que necesitaba apelar a todos los recursos para atraer el voto popular:
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No soy tampoco de los que creen que los integrantes de la llamada Unión democrática han dejado
de llenar su programa político —vale decir, su democracia— con un contenido económico. Lo que
pasa es que ellos están defendiendo un sistema capitalista con perjuicio o con desprecio de los
intereses de los trabajadores, aun cuando les hagan las pequeñas concesiones a que luego habré
de referirme; mientras que nosotros defendemos la posición del trabajador y creemos que sólo
aumentando enormemente su bienestar e incrementando su participación en el Estado y la
intervención de éste en las relaciones del trabajo, será posible que subsista lo que el sistema
capitalista de libre iniciativa tiene de bueno y de aprovechable frente a los sistemas colectivistas.
Por el bien de mi patria quisiera que mis enemigos se convencieran de que mi actitud no sólo es
humana sino que es conservadora en la noble acepción del vocablo. Y bueno sería también que
desechasen de una vez el calificativo de demagógico que se atribuye a todos mis actos, no porque
carezcan de valor constructivo ni porque vayan encaminados a implantar una tiranía de la plebe
(que es el significado de la palabra demagogia) sino simplemente porque no van de acuerdo con los
egoístas intereses capitalistas, ni se preocupan con exceso de la actual ‘estructura social’ ni de lo
que ellos barriendo para adentro llaman ‘los supremos intereses del país’ confundiéndolos con los
suyos propios.
Pero los grupos más avanzados del peronismo consiguieron imponer al reformarse la Constitución
Argentina de 1949 un artículo que expresaba su concepción de la economía nacional:
La organización de la riqueza y su explotación tienen por fin el bienestar del pueblo, dentro de un
orden económico conforme a los principios de la justicia social. El Estado, mediante una ley, podrá
intervenir en la economía y monopolizar determinada actividad, en salvaguaradia de los intereses
generales y dentro de los límites fijados por los derechos fundamentales asegurados en esta
Constitución. Salvo la importación y exportación que estarán a cargo del Estado de acuerdo con las
limitaciones y el régimen que se determine por ley, toda actividad económica se organizará
conforme a la libre iniciativa privada, siempre que no tenga por fin ostensible o encubierto, dominar
los mercados nacionales, eliminar la competencia o aumentar usuariamente los beneficios.
Los minerales, las caídas de agua, los yacimientos de petróleo, de carbón y de gas, y las demás
fuentes naturales de energía, con excepción de los vegetales, son propiedades imprescriptibles e
inalienables de la Nación, con la correspondiente participación en su producto, que se convendrá
con las provincias.
Los servicios públicos pertenecen originariamente al Estado, y bajo ningún concepto podrán ser
enajenados o concedidos para su explotación. Los que se hallaren en poder de particulares serán
transferidos al Estado, mediante compra o expropiación con indemnización previa, cuando una ley
nacional lo determine. El precio por la expropiación de empresas concesionarias de servicios
públicos será el del costo de origen de los bienes afectados a la explotación, menos las sumas que
se hubieren amortiguado durante el lapso cumplido desde el otorgamiento de la concesión, y los
excedentes sobre una ganancia razonable, que serán considerados también como reintegración del
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capital invertido.
La organización de la economía debía traer consigo una reorganización social y política. El
nacionalismo declaró caduco el sistema individualista y el régimen parlamentario, y buscó
sustitutos. En principio los halló en la teoría del corporativismo. El intento más acabado de la nueva
concepción social fue el Estado Novo montado por Vargas en el Brasil después del golpe de Estado
de 1937. En la Argentina se intentó cautelosamente a través de una constitución provincial. Pero en
ambos casos los esfuerzos fueron efímeros, sobre todo por el desprestigio que acarreó al sistema la
derrota del Eje. En la imposibilidad de estatuir un sistema orgánico, se proclamaron vagos principios
políticos. Rojas Pinilla arriesgó en Colombia una definición de la democracia y de los principios
políticos de su gobierno:
democracia es la mejor interpretación de la voluntad soberana del pueblo; democracia es
oportunidad para que todos trabajen honrada y pacíficamente; de-mocracia es el otorgamiento de
garantías sin discriminación alguna; democracia es gobierno de las fuerzas armadas.
¿Quién puede dar oídos a las voces que hablan de gobierno despótico y de poderes omnímodos?
Vosotros diréis ahora si preferís la democracia de parlamentos vociferantes, prensa irresponsable,
huelgas ilegales, elecciones prematuras y sangrientas y burocracia partidista, o preferís la
democracia que los resentidos llaman dictadura, de tranquilidad y sosiego ciudadano, obras de
aliento nacional, garantías para el trabajo, técnica y pulcritud administrativa y ancho campo para la
verdadera libertad y las iniciativas del músculo y de la inteligencia.
Perón, por su parte, dejando subsistente el sistema parlamentario tradicional, intentó una
"organización del pueblo" cuyo programa establecía: "La comunidad nacional se organizará
socialmente mediante el desarrollo de las asociaciones profesionales en todas las actividades de
ese carácter y con funciones prevalecientemente sociales".
Y procuró llevarlo a cabo estimulando las diversas asociaciones y promoviendo su ostensible
participación en el gobierno.
En principio, el populismo asumió la defensa de los intereses populares, pero entendiendo que
requerían la tutela de una aristocracia, de una elite sobre cuyo origen y constitución sólo hubo
vagos indicios. Perón y Vargas hablaban de la formación de nuevos cuadros, y en efecto
promovieron su formación sin reparar en el origen social; pero en importantes sectores del
nacionalismo populista subsistían los resabios de una concepción aristocratizante que suponía la
conservación del poder y de la tutela en manos de las clases ilustradas o tradicionales.
Para coronar el edificio del nuevo orden nacional, el populismo afirmó la existencia de una cultura
nacional, nutrida de savia vernácula y orientada según su espontánea concepción de la vida.
También en este campo resonaron las apelaciones a los sentimientos telúricos, a la tradición
indígena, al pasado colonial, y las imprecaciones contra la tradición europea, francesa
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especialmente en cuanto tenía de liberal y racionalista. Una revalorización del arto autóctono y de
las tradiciones vernáculas acompañó esta afirmación de la vigencia de la cultura nacional.
Notas
1 Oliveira Vianna. Evolución del pueblo brasileño. Buenos Aires. 1937, p. 286.↩
2 Ots Capdequí, José M., Instituciones sociales de la América española en el período colonial. La Plata,
1934, p. 33.↩
3 Fray Vicente del Salvador, Historia do Brasil, cf. Oliveira Vianna, Op. cit., p. 65.↩
4 Las Casas, Bartolomé de, Historia de las Indias, Libro III, cap. IV.↩
5 Descripción del Virreinato del Perú. Crónica inédita de comienzos del siglo XVII, edición, prólogo y
notas de Boleslao Lewin, Rosario, 1958, p. 68.↩
6 Van Vliervelt, "Reflexiones sobre el Brasil", Revista del Instituto Histórico de San Pablo, vol. V, p.135:
cf. Oliveira Vianna, Op. cit., p. 64.↩
7 Abad y Queipo, Manuel. Representación al Rey sobre la inmunidad personal del clero de Michoacán,
del 11 de enero de 1799, cf. J. Romero Flores, Don Miguel Hidalgo y Costilla, padre de la
Independencia mexicana, México, 1945.↩
8 Humboldt, Alejandro de, Ensayo político sobre la Isla de Cuba, La Habana, 1960, p. 162.↩
9 Arzobispo San Alberto, Catecismo Regio.↩
10 Sepúlveda, Juan Ginés de, Democrates alter, pp. 81, 85 y 171: cf. Silvio↩
11 Op. cit., pp. 100-101↩
12 Zárate, Agustín de, Historia del descubrimiento y conquista del Perú, Buenos Aires, 1965, p. 15.↩
13 Relación de los hechos y fin heroico del General Liniers, en Anales de la Biblioteca, tomo III, Buenos
Aires, 1904, p. 336.↩
14 Giménez Rueda, Julio, Letras de México, México, 1944, p. 80.↩
15 Díaz, José Domingo, Recuerdos sobre la rebelión de Caracas, Caracas, 1961, p. 45 y sigs.↩
16 Alamán, Lucas, Semblanzas e Ideario, México, 1963, p. 171.↩
17 Sarmiento, Domingo Faustino, Facundo, La Plata, 1938, p. 74.↩
18 Toro, Fermín, Reflexiones sobre la ley del 10 de abril de 1854.↩
19 Sarmiento, Domingo Faustino, Facundo, Op. cit., p. 75.↩
20 Montalvo, Juan. "liberales y conservadores’’, en El Regenerador, número 3. 1867, t. 1, p. 104.↩
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