Adelanto Ima Genes Primigenias

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TÍTULOS RECIENTES EN LA COLECCIÓN Imágenes primigenias de la religión griega es una obra imprescindible de KARL KERÉNYI (Timișoara, 1897 - Zúrich,

NYI (Timișoara, 1897 - Zúrich, 1973) estudió Filología


uno de los grandes maestros de la religión griega, un recorrido tan didác- Clásica en la Universidad de Budapest y fue profesor de Filología e
tico como apasionante por algunos de los temas más debatidos de la Historia Antigua en las universidades de Pécs, Budapest y Szeged,
Filosofía felina.
mitología y los cultos arcaicos de la Antigua Grecia. Con una intuición en el territorio actual de Hungría, donde permaneció hasta exiliar­­-
Los gatos y el sentido de la vida (5.ª ed.)
y capacidad de indagación admirables, Karl Kerényi analiza la figura de se en Suiza en 1943. Fue discípulo de Walter F. Otto, a quien cono-
John Gray
Asclepio, hijo de Apolo y deidad de la medicina, trazando a su vez una ció en Grecia en 1929, y amigo de Carl G. Jung, con quien escribió
Per monstra ad sphaeram suerte de prehistoria de la profesión médica; estudia al escurridizo Her- Introducción a la esencia de la mitología. Entre sus obras traduci-
Aby Warburg mes en su faceta de psicopompo y en su relación con el inframundo; se das al español se encuentran Los dioses de los griegos, Los héroes
aproxima a un enigmático culto mistérico y primitivo profesado a unas griegos, Dionisios. Raíz de la vida indestructible y La religión antigua.
El ritual de la serpiente oscuras deidades ctónicas en Samotracia; e interpreta el mito de Pro-
Aby Warburg meteo, el titán caído que robó el fuego divino para entregárselo a los
hombres y fue castigado por Zeus.
El don. El espíritu creativo frente al mercantilismo
Sexto Piso rescata, reuniéndolas en un solo volumen, las cuatro mag-
Lewis Hyde
níficas obras que conforman la serie Imágenes primigenias de la religión
Acontecimiento griega: «El médico divino», «Hermes, el conductor de almas», «Misterios
Slavoj Žižek de los Cabiros» y «Prometeo», que retratan, de entre todos los dioses grie-
gos, a aquellos que más cercanos se muestran al mundo de los hombres,
Walt Whitman ya no vive aquí. a su desamparo y a su tragedia existencial.
Ensayos sobre literatura norteamericana (2.ª ed.)
Eduardo Lago

La responsabilidad de los intelectuales


Noam Chomsky «Kerényi ostenta un dominio admirable de la temática trágica: la rebe-
lión titánica, el castigo divino, la inmortalidad y el sufrimiento, la justicia
Papeles falsos (Décimo Aniversario) divina y la ambigua condición humana».
Valeria Luiselli Carlos García Gual, Babelia

Los niños perdidos.


Un ensayo en cuarenta preguntas (4.ª ed.)
Valeria Luiselli

Estados nerviosos.
Cómo las emociones se han adueñado
de la sociedad (2.ª ed.)
William Davies

Apolíneo y dionisíaco
Giorgio Colli
Imágenes primigenias
de la religión griega
K arl K erényi
Traducción de Brigitte Kiemann
Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, transmitida
o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.

Título original
Urbilder der griechischen Religion

Copyright © 1998 Klett-Cotta - J.G. Cotta'sche


Buchhandlung Nachfolger GmbH, Stuttgart

Primera edición: 2022

Traducción
Brigitte Kiemann

Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., 2022


América, 109,
Colonia Parque San Andrés, Coyoacán
04040, Ciudad de México, México

Sexto Piso España, S. L.


C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda
28014, Madrid, España

www.sextopiso.com

Diseño
Estudio Joaquín Gallego

Formación
Grafime

Impresión
Cofás

ISBN: 978-84-19261-16-8
Depósito legal: M-17852-2022

Impreso en España
ÍNDICE

I. EL MÉDICO DIVINO 9

Prólogo 11
Tabla cronológica 27
Asclepio en Roma 29
Las curaciones en Epidauro 41
Los hijos de Asclepio en Cos 77
Médicos héroes y el médico de los dioses en Homero 89
Los orígenes en Tesalia 113
Notas 129
Ilustraciones: Tema y fuente 149

II. HERMES, EL CONDUCTOR DE ALMAS 159

i. El Hermes de la transmisión clásica 161


1. Lo cuestionable en la idea «Hermes» 163
2. El Hermes de la Ilíada 167
3. El Hermes de la Odisea 171
4. El Hermes del Himno 177
5. Hermes y la noche 201

ii. El Hermes de la vida y de la muerte 209


1. Hermes y Eros 211
2. Hermes y las diosas 217
3. El misterio de la herma 223
4. Hermes y el carnero 239
5. Sileno y Hermes 245

Notas 249
III. MISTERIOS DE LOS CABIROS 263

1.El sentido de la denominación Mysteria 265


2.El mito fundacional del santuario cabiro de Tebas 279
Notas 301

IV. PROMETEO 309

Comentario preliminar 311


1. ¿Quién es el Prometo de Goethe? 315
2. La eternidad de la especie humana y de lo titánico 329
3. El mitologema de Prometeo en la «Teogonía» 343
4. La arcaica mitología de Prometeo 359
5. Intermezzo en el discurrir histórico de la ciencia 371
6. El mundo en posesión del fuego 377
7. El ladrón del fuego 385
8. Prometeo encadenado 391
9. Prometeo, el que sabe 401
10. La profecía de Prometeo 415
11. Prometeo liberado 421
12. Canto de desenlace, según Goethe 437
Notas 439
Epílogo 447
I. EL MÉDICO DIVINO
Estudios sobre Asclepio
y sus lugares de culto
PRÓLOGO

Este libro invita a pasear por los lugares mitológicos del culto
al dios sanador, del dios de los médicos griegos, de Asclepio.
Es una forma de promover la discusión sobre un modo de-
terminado de considerar la investigación mitológica y abarcar
con ella los estudios sobre Asclepio, sin ánimo de querer im-
ponerla como la única posible, pero sí como aquella que hoy
en día puede importarle al médico interesado en la psicología,
así como a los estudiosos de la Antigüedad. Otras obras, con-
cebidas al mismo tiempo y en el mismo ámbito de los estudios
que aquí se presentan, no sustentan este modo de proceder. No
obstante, para evitar que el lector experimente cierto descon-
cierto en el caso de enfrentarse a resultados contradictorios en
algún punto esencial, también nos ocuparemos de ellas.
Las obras a las que apunto son recopilaciones sobre la ma-
teria dignas de ser tenidas en cuenta: una hace referencia a las
fuentes literarias y a las inscripciones, y la otra a un conjunto
de importantes monumentos de culto. Son dos tomos de Em-
ma I. Edelstein y Ludwig Edelstein, Asclepius: Collection and
Interpretation of Testimonies, Baltimore, 1945, y el libro de Ul-
rich Hausmann, Kunst und Heiligtum, Potsdam, 1948. Ambas
parten de una convicción muy extendida en el área de estos
estudios que se asienta en la suposición de que la leyenda y
la tradición histórica del culto de Asclepio ya habían sido ex-
plicadas, en lo esencial y de un modo más o menos definitivo,
hacia finales del siglo xix. Con ello también quedan aclarados
sus inicios, pues, el que más tarde sería conocido como el dios
de los médicos, en la Ilíada solo es mencionado –como tantos
otros– como un rey combatiente, padre de dos héroes del arte
de curar, Macaón y Podalirio, y únicamente se le cita como «un
excelente médico». Del silencio del epodo homérico sobre
la dignificación divina de Asclepio y su mito, se desprendió la
conclusión de que ya había sido mencionado en su patria como
un «héroe sanador», en la ciudad tesalia de Tricca, también
citada en la Ilíada. Solo más tarde fue elevado de nuevo a la ca-
tegoría de divinidad –en el caso de que ya hubiese sido un dios
en un inmemorial tiempo anterior–. De todas formas, durante
siglos solo fue venerado como un héroe, un héroe mortal. Esta
veneración, justamente, el culto ante el sepulcro del héroe, un
lugar en el que quizá ya se había soñado con curaciones de en-
sueño, y en el que se habían producido algunas, fue el inicio:
un principio puramente hipotético del que parte esta clase de
estudios sobre Asclepio.

Cabe destacar que hay obras, como las dos mencionadas, que
también podrían mantenerse sin la hipótesis del principio
y del origen. La debilidad de la hipótesis, que había sido un
dogma en el origen, puede ser fácilmente demostrada. Por la
Ilíada no se puede ni siquiera deducir –contemplado con ri-
gor– que Asclepio fuera un héroe sanador en Tricca. El epodo
homérico silencia todo culto hacia aquel al que solo se refiere
como a un médico valeroso, y es por ello que en ningún caso
puede hablarse de la clase de culto que silencia: ¿solo un cul-
to al héroe o acaso el culto a una divinidad? El culto al héroe
se incrementa con su muerte, pero también el culto a un dios
llamado «ctónico» puede entenderse como el incremento del
culto al héroe. ¿Quién se atrevería ahora, calladamente, a tra-
zar con seguridad una línea de separación con la intención de
afirmar que el hecho de que Homero silencie un culto al hé-
roe, si la Ilíada lo silencia, quiere decir que el culto de la «ctó-
nica» divinidad de Asclepio aún no había existido por aquel
entonces?
El silencio homérico solo se comprende cuando en él se
reconoce el sentido conscientemente buscado de la concepción
homérica de la religión griega. Las obras antes mencionadas

12
no lo hacen así, y deben hacer un gran esfuerzo para explicar la
gloria de Asclepio, que la literatura de forma tan tardía promul-
ga como la de un gran dios. Ya se ha abandonado, por supuesto,
la teoría de que fueron los sacerdotes en Epidauro los que in-
ventaron esta cualidad, como todavía defendió Wilamowitz (y
contra lo que se rebela Hausmann, pág. 18). Pero tampoco re-
sulta una mejor ocurrencia querer solucionar el problema con
la mención del culto de los médicos a Asclepio, y situar así, en
cierto modo, a estos en el lugar de los sacerdotes como inven-
tores de la dignidad divina de su héroe (Edelstein, pág. 93). La
derivación del culto a Asclepio –tan rico en elementos arcaicos–
desde un punto de partida tan poco claro como es el culto a un
«héroe sanador» en Tricca, es totalmente imaginaria, mientras
que la interpretación de las fuentes y monumentos poshomé-
ricos, aun si se incurriera en equivocaciones, parte de la trans-
misión concreta que compete precisamente a aquella parte de
la tradición que se considera apropiada, la que le corresponde
sobre todo como derecho histórico: la transmisión mitológica.

Lo que un dios representaba para los griegos queda expresado


en su mito, se desarrolla en su mitología a través de las pa-
labras y las imágenes. El que quiera saber quién era Ascle-
pio debe acercarse a sus lugares de culto, y al mismo tiempo
adentrarse en su mitología. El motivo por el cual dichos es-
tudios sobre Asclepio –cuyas hipótesis del origen acabamos
de comentar– no escogieron esta vía, se debe principalmente
a dos razones. La primera de ellas da origen a consideracio-
nes cronológicas que, tras una sucinta reflexión, enseguida se
revelan como infundadas, si bien se basan en aquello que no
está explícitamente pronunciado, en la llamada investigación
histórico-religiosa que, aun si es seguida como una evidencia,
postula que lo no demostrado no puede existir; solo se puede
considerar como existente después de ser mencionado, y ca-
si siempre es fruto de la casualidad. Casi se siente vergüenza
por tener que debatir sobre esta errónea conclusión. Debería

13
bastar, por consiguiente, que se citara como referencia a un
maestro de la historia de la religión, Hermann Usener, que ya
antes había advertido –en su ensayo «Mitología» (Archiv für
Religionswisenschaf 7, 1904, 42)– contra la posibilidad de ba-
sarse en el supuesto erróneo de que disponemos de archivos
poco más o menos completos de todas las épocas. La hipótesis
de que nunca habrá podido existir aquello que desconocemos
la tilda de ciertamente infantil.
La historia del nacimiento de Asclepio –y la historia del
nacimiento es siempre el mitologema que proclama la esen-
cia de un dios, en cuya primera iluminación con más fuerza se
expresa– es transmitida, en efecto, solo en época poshoméri-
ca. Pero cabe preguntarse si fue Homero el poeta que aludiría
a aquel acontecimiento milagroso. Todo en él es no homérico,
pero no por ello es ciertamente poshomérico. El descifre de
la escritura micénica acrecienta en varios siglos el tiempo de
duración de la historia de la religión griega prehomérica, una
historia con presencia de nombres e indicaciones; si respeta-
mos las fechas que tenemos hasta la de los poemas homéricos
(siglos ix-vii a. C.), su pasado retrocede en más de medio mi-
lenio. Ahora ya se ha convertido en realmente posible –así se
ha podido poner de manifiesto en el primer informe– hablar
de mitos griegos, como era habitual hacerlo entre los siglos xv-
xiii a. C. (Ventris y Chadwick: Evidence for Greek Dialect in the
Mycenaean Archives, Journ. Hell. Stud. 73, 1953, 95). La aparen-
te imposibilidad de hacerlo condujo al planteamiento de más
de una línea de desarrollo imaginario, como en el caso de As-
clepio. Sin embargo, lo mismo ocurrió también con Peán, que
según Homero era el médico de los dioses, del cual se hablará
en el penúltimo capítulo. Con el siguiente ejemplo, y antes de
echar una mirada al mito de Asclepio desde el punto de vista
actual, quisiera exponer la nueva situación de la investigación.

En el caso de Peán, y a partir de la línea de desarrollo ima-


ginario del renombre de «Peán», se extrae un canto mágico

14
también imaginario (ya que no se nos ha transmitido ningún
canto mágico con este estribillo), hasta el dios Peán homérico:
«Peán no tiene culto alguno, solo es la personificación del can-
to sanador encarnado en el mismo médico» (expone Nilsson,
según el proceso de otros, Geschichte der Griechischen Religion I2,
159). Paiavon aparece actualmente entre los primeros nombres
griegos de divinidades que fueron leídos en escritura micéni-
ca: conforme a las reglas del dialecto micénico correspondería
a Peán. Pertenece a los mitos de los siglos xv-xiii a. C., y en
Cnosos, donde es mencionado en el siglo xv a. C., también te-
nía ya su culto. Pasados mil años –si nos valemos de un núme-
ro redondo– todavía se canta la canción que, después de él, se
llamó de culto y aún lleva su nombre en el estribillo: «¡Peán no
debe abandonarnos, nunca debe abandonar!». Aquí tenemos
que admirar la inquebrantable voluntad de veneración a un dios
antiguo. Aquel a quien le era dedicado está tan integrado en el
canto como raras veces lo ha estado un dios griego. Esto, sin
embargo, no significa que él sea el canto o lo haya sido alguna
vez. El dios y el canto están estrechamente unidos en el culto.
Es una característica, en cambio, de la teología homérica el que
contemple al dios flotando muy por encima del mundo de los
hombres que sanan a los dioses del Olimpo. La interpretación
que hago de él en el penúltimo capítulo (pág. 107), queda acre-
ditada con la nueva sugerencia en la visión de conjunto.
Homero guardaba incluso cierta distancia con el canto
del peán excesivamente caluroso, excesivamente unido con el
dios del sol, con Apolo, aunque también él dejaba resonar en
la Ilíada el peán como un canto de agradecimiento y triunfo.
El homérico himno apolíneo distingue a los cretenses (518)
como a muy buenos cantores del peán: ellos habrían introdu-
cido este canto en el acompañamiento a Apolo en Delfos –isla
en la que el nombre de Peán está documentado–. Homero aún
guardaba una mayor distancia de Dioniso y de su culto. ¡Y no
por tratarse de un dios joven para Homero, que había inmi-
grado a Grecia relativamente tarde! (Esta es, hoy en día, otra
hipótesis fallida). Su nombre ya quedó confirmado en la escri-

15
tura micénica del siglo xiii, en el sur del Peloponeso, en Pilos,
y su culto con toda seguridad no resultaba limitado ni en el
tiempo ni en el espacio a la veneración mostrada y atestiguada
en el «palacio de Néstor». También él formaba parte de los
mitos de los siglos xv-xiii, aunque precisamente este mito no
fuese uno de los que Homero mencionara. El desarrollo del
mito –el mitologema del nacimiento del dios y la historia de
Dioniso y Ariadna– solo nos lo encontraremos más tarde,
aunque en los poemas homéricos se puedan apreciar alusio-
nes, por lo menos en la historia de Ariadna. En todas estas
historias hay variaciones sobre el mismo tema. Seguro que en
su núcleo son prehómericos, y al mismo tiempo constituyen el
paralelismo más inmediato con la historia del nacimiento de
Asclepio. Solo los nombres suenan allí de un modo distinto:
se relata el mismo mitologema prehomérico, así como segu-
ramente pregriego.

La equivalencia entre la historia de Ariadna y la del mitologe-


ma del nacimiento de Asclepio fue formulada hasta cierto pun-
to por Walter F. Otto en su libro Dioniso: mito y culto (pág. 55),
con el propósito de explicar la versión homérica de la muer-
te de la hija del rey cretense. El paralelismo proyectado ínte-
gramen­te establece los contornos exactos de uno de los más
importantes mitologemas de la historia de la religión griega, la
ejecución del mito, que también fue proclamado en los miste-
rios eleusinos. En el poema homérico, aunque el mitologema le
era conocido, se renunciaba a la proclamación. En la Odisea se
dice (11, 320) que Teseo no podía haberse llevado secuestrada
a Ariadna demasiado lejos, ya que Artemisa la mató en la isla
Día por indicación de Dioniso. Otto reconoció en estos he-
chos la analogía con la historia de Corónide, madre de Ascle-
pio. Asesinada por Artemisa, por orden de Apolo, por haberle
sido infiel a él, al padre de su hijo. Estos razonamientos tam-
bién marchan paralelos a este increíble acontecimiento, del
que el mitologema informa en lo esencial con una equivalencia

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absoluta. Asclepio nació en la hoguera de Corónide: Apolo
arrebató al niño de los brazos de la madre muerta. El mitologe-
ma relata el culto de Ariadna en Chipre, que murió allí durante
el puerperio. Sin embargo, en uno de los actos sacramentales
de este culto, un joven imitaba las contracciones del parto. En
cierto modo se las arrebató a ella, para así poder interpretar el
papel de Zeus. Ya que Zeus hizo algo parecido en el nacimiento
de Dioniso: después de que a ella se le adelantara el parto de
su hijo Dioniso, no a causa de una hoguera, sino en el fulgor
del fuego de los rayos, se hizo cargo del embarazo de Sémele,
y lo llevó hasta el final.
El nacimiento en la muerte: esto es lo que se pregona en
este mitologema. ¡Un mito ciertamente nada homérico! Solo
el nombre del dios, cuyo nacimiento es un nacimiento seme-
jante, suena cada vez distinto, y lo imposible lo integra con
coherencias, en las que aparece como posible, como tal vez la
curación de una enfermedad mortífera sea muy posible en el
ámbito de Asclepio. En el culto de Ariadna en Chipre se repi-
tió el nacimiento de Dioniso, aunque el niño no nos sea nom-
brado. Dioniso no nació solamente en la muerte en su historia
del nacimiento tebano, sino que también lo hizo en la varian-
te órfica de transmisión más tardía: como hijo de Perséfone.
Si esta versión no descansara sobre una transmisión antigua,
entonces debería ser la traducción del nombre de Sémele al
griego: en lengua frigia significaba «la Ctonia, la del infra-
mundo», es decir, Perséfone.1 Relacionada con el fuego que
consumió a Sémele y a Corónide en la hoguera –de la que na-
ció Asclepio–, aparece como otra forma de expresar el estado
en el que tiene lugar el milagroso nacimiento: el ámbito de la
reina del inframundo, el reino de los muertos. Y este suceso,
justamente, el nacimiento de un niño divino en el reino de
los muertos, un hijo de la gran diosa del inframundo, un na-
cimiento en la muerte, fue anunciado por los hierofantes en los
misterios eleusinos.
Esta proclamación podrá leerse en el último capítulo (pág.
113). Los estudios que aquí se presentan sobre Asclepio, aun

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sin pretender que fuera el objetivo, ya convergían en la direc-
ción de este mitologema: el cumplimiento del mito de un mi-
lagroso nacimiento en la muerte, que en el mito de la curación,
en el mito de Asclepio, tomó un giro hacia lo helénico para
convertirse en religio medici, en la religión del médico grie-
go. La libre y flotante convergencia corresponde a la forma no
dogmática de estos estudios, y aquí los dejamos tal cual están;
basta que hayan sido confirmados a través de los contornos del
mitologema base y que puedan ser demostrados con exactitud.
Que el nombre de Ariadna aparezca unido a este mitologema
es un hecho que también corresponde a un significado crono-
lógico propio. De este modo Corónide se muestra como una
repetición, no solo de Sémele, sino igualmente de Ariadna,
porque a ambas se las conoce con el doble nombre que expresa
tanto su naturaleza divina como la mortal: Corónide también
se llamaba Egle, y Ariadna también se llamaba Aridela. Esto
les convenía a las diosas, y posiblemente a una determinada
diosa de la que, por aproximación, se hablará asimismo en los
diferentes estudios. Pero Ariadna recibía ofrendas de miel en
Cnosos, como labyrinthoio potnia, como «señora del laberin-
to», y su culto, que fue atestiguado en el siglo xv en Creta, pro-
bablemente se convirtió en el culto de la diosa del inframundo
de los cretenses.2 La historia en la que Corónide, en la muer-
te, parió un hijo de Apolo igual al padre, Asclepio, puede ser
una historia más tardía que la de Ariadna, en la que Dioniso
la convirtió en madre pariendo a un hijo en la muerte: de to-
das formas se trata de la misma historia sagrada prehelénica.

Una explicación a por qué en los estudios sobre Asclepio, en


lugar de consultar la tradición mitológica, se da preferencia a
la invención de los orígenes imaginarios, son las considera-
ciones cronológicas, que se apoyan sobre el hecho de tomar
la cronología de nuestras fuentes mitológicas y la historia de los
contenidos mitológicos, de los mitos y sus realizaciones bási-
cas, los mitologemas. Lograr una correcta cronología, basándose

18
en la razón de los contenidos, es del todo posible.3 Queda cla-
ro, en lo que se refiere al contenido, que en la historia del na-
cimiento de Asclepio se repite un mitologema no homérico,
y probablemente también prehomérico. Lo que hubiera re-
sultado complicado en una época en la que el mitologema era
doblemente válido: para Eleusis, por un lado, y para la religión
de Dioniso, por el otro, como un mitologema propio y en parte
también como un mitologema básico, mantenido en secreto
y, en cierto modo, recluido hasta áreas especiales de los dos
cultos (ya que el culto a Dioniso era asimismo un culto medio
secreto). Podremos observar, paso a paso, la convergencia en-
tre ambos cultos.
La otra razón quizá incumbía al temor general. En una pe-
queña retrospectiva de la historia de la investigación mitológi-
ca, Otto constataba –en su libro Teofanía, dedicado al espíritu
de la religión homérica, pero en absoluto al fenómeno de la
entera religión griega antigua– que la investigación mitoló-
gica auténtica había recibido un golpe mortal con la dispu-
ta desen­cadenada por la simbología de Creuzer, que no debía
volver a despertar hasta nuestros días. Con esta constatación
se pronunció, aunque de un modo simplificado, sobre el esta-
do de las cosas. Atribuir los mitos a las enseñanzas sacerdota-
les secretas fue un experimento fallido por parte de Creuzer,
y la refutación de sus errores solo admitía negaciones que no
conducían a ningún comienzo fructífero. Bajo el falso nom-
bre de «simbólico» había surgido el antiguo «alegórico», un
sucesor tardío de los sofistas griegos, que habían iniciado la
reducción de la mitología a algo diferente: a las enseñanzas
concernientes al hombre y al mundo. El auténtico simbólico,
Goethe, alrededor de 1810, rechazó tanto a Creuzer como al an-
tisimbólico Voss. Fue el único que en aquella época reflexionó
con suficiente rigor acerca de los símbolos y les atribuyó el
sentido que verdaderamente tuvieron en las religiones anti-
guas.4 La escena del Egeo en el Fausto II es un ejemplo de su
mitología y también merece ser considerada por los estudio-
sos.5 Pero ni su estilo, ni sus eventuales observaciones sobre el

19
símbolo y la alegoría (una es mencionada en la nota 51), ejer-
cieron un efecto sobre la investigación mitológica.
No son solo los procedimientos de Creuzer los que pro-
vocan motivos para sentir temor, sino también los de aque-
llos que le siguieron en su modo de investigación mitológica,
cuando la determinación o la capacidad de un nuevo comien-
zo elude la decisiva inmediatez de la materia. Al menos Creu-
zer, aun si su estimación solo representa un malentendido, no
subestimaba el significado religioso de la mitología. Pero fue
el que inició «la reducción hacia algo distinto» en una épo-
ca reciente, y aquellos que lo siguieron, en el fondo, hicie-
ron lo mismo. Se continuó con la reducción a los fenómenos
naturales, a las reflexiones erráticas o a las formas de pensar
especiales y a los inventos poéticos, a las normas sociales y a
los procesos psíquicos inconscientes –siempre enfocada hacia
algo distinto, en la búsqueda de algo simple escondido tras la
riqueza y versatilidad de la mitología o tras la nada–. Ya que
también concurría el objetivo de demostrar que en la mitolo-
gía no había nada, ningún sentido que invitara a la reflexión,
o quizá, en el mejor de los casos, solo una utilidad práctica,
una intención de clasificar, de catalogar, de explicar. El ale-
górico y sus concurrentes, el antialegórico y el antisimbólico
en su representación positivista, fueron los que una y otra vez
registraron el objeto basándose en un principio cronológico
erróneo, y los que lo catalogaron como historia imaginaria de
la evolución y renunciaron de antemano a hablar de tradición
mitológica –una tradición antigua entre otras– sirviéndose de
una interpretación adecuada. El concepto positivista de los
mitos se explayaba más en negaciones y advertencias sobre lo
que no debía buscarse en la mitología. Eran conclusiones fal-
sas derivadas de reducciones malogradas, cuyo error principal
consistía en querer mostrar, como si fuera el único verdadero,
un aspecto aislado de la mitología.
Todo esto también motivaba un nuevo inicio, a causa del
enfrentamiento de la literatura con la mitología, con las equi-
vocaciones, con las afirmaciones parcialmente ciertas que allí

20
se expresaban, destacando incluso aquellas verdades ya expre-
sadas por la misma mitología, para apartarse del empleo de la
tradición en favor de la teoría, que, ciertamente, también es
imprescindible, pero no concierne al presente libro.6 Aquí so-
lo se quiere recordar aquella analogía –de la Introducción a la
esencia de la mitología– en la que creí poder basarme para un
nuevo inicio, sin tener que soportar el lastre motivado por la
herencia angustiante de la investigación mitológica. Se trataba
de la analogía de la mitología y la música. Una analogía en la
que, gracias a las observaciones expuestas por Otto en su libro
Las musas y el origen divino del canto y del habla (1954) se puede
profundizar esencialmente. Reproduzco aquí sus palabras so-
bre la música del reino animal –«la música original», por así
decirlo–, para ilustrar mejor las ideas sobre la mitología que
se defienden en los siguientes estudios referidos a Asclepio.

Dondequiera que aparezca la más simple cadencia musical, la


criatura viviente se siente en un estado totalmente diferente
de cuando oye un mero grito repentino. Y cuando nos pre-
guntamos por el significado de la musicalidad original, este
es el estado que importa. También está presente en muchos
casos en el canto de los animales, se basta a sí mismo, y no está
al servicio de ningún fin ni espera ningún efecto. A estos can-
tos se los conoce, y con razón, como representaciones de sí
mismos. Emergen para expresar su esencia, como una nece-
sidad primogénita de la criatura. Pero esta representación de
sí mismo requiere un presente hacia el que dirigirse. Este pre-
sente es el entorno natural. Ninguna criatura existe por sí sola,
todas están en el mundo, y esto significa que cada una está en
su propio mundo. La criatura que canta se representa, pues, en
su mundo y para su mundo. En tanto que se representa, se per-
cibe, y alegremente hace su llamada y la acoge con júbilo. Así
se alza la alondra hacia vertiginosas alturas por el pilar de aire
que es su mundo y, sin otra finalidad, canta la canción de sí
misma y de su entorno. El lenguaje de su propio ser es, al mis-
mo tiempo, el lenguaje de la realidad del mundo. En sus cantos

21
resuena un conocimiento viviente. El hombre que hace música
posee, sin duda, un entorno natural más amplio y rico. Aun si,
en el fondo, el fenómeno es idéntico. Él también tiene que ex-
presarse a sí mismo con sonidos, sin otra finalidad, y tanto da
si es escuchado por los demás o no lo es. Sin embargo, la re-
presentación de sí mismo y la revelación del mundo, son aquí
igualmente una sola y misma cosa. Mientras se representa a
sí mismo, la realidad abarca todo su ser, y se expresa a través
de sus sonidos».

La relación descrita entre la propia representación y la reve-


lación del mundo debe entenderse como una parábola, y es-
ta relación es la única que puede servirnos de parábola, pero
no el hecho de ponerla en práctica. El canto de los hombres
y de su mundo es la parábola para «la mitología originaria».
La mitología es la representación del hombre –en la religión
dionisíaca incluso se la conoce como representación del ser
vivo– y asimismo es la revelación del mundo. El propio existir
del hombre, y la realidad que abraza todo su ser, se expresan
en ella al mismo tiempo, en la propia forma de ser de la mi-
tología, que no es la de la música u otro arte, ni la de la cien-
cia, ni la de la filosofía. Nada humano y nada del mundo que
nos rodea es excluido de la mitología, aun si es representa-
do de otro modo, como objeto de observaciones astronómicas
o de la investigación psicológica. Pero todavía hay más. Que
no consideremos válidos los límites con un único aspecto y
que prefiramos la tradición a una indemostrable hipótesis del
origen no son teóricas suposiciones en este libro.

El texto de los estudios sobre Asclepio, tal y como surgió


del estudio de la tradición en los años 1943-1947, se repite
en lo que ahora sigue. Principalmente, se trató de una tarea
filológica, un intento de exégesis de las fuentes y de los monu-
mentos, en el sentido de aquella atribución que yo había seña-
lado –en mi Apollon (3. ed., Dusseldorf, 1953, pág. 87)– como

22
tarea de la ciencia de la Antigüedad clásica: la conducción a un
retroceso a las tierras antiguas, observadas directamente en las
realidades del propio modo de ser de la Antigüedad. No es el
intento de servirse de los métodos de la psicología jungiana.
De cómo se trata un tema del mismo ámbito en la escuela de
Jung, nos lo muestra el libro de C. A. Meier: Antike Inkubation
und moderne Psychoterapie, estudio del Instituto C. G. Jung, Zú-
rich, 1949. Aunque la base filológica firme sea una exigencia
obvia para las tres formas de estudios sobre Asclepio –tanto
para la forma de Edelstein y Hausmann, como para la de C. A.
Meier y para la mía propia– no dejan de ser tres caminos dis-
tintos, de los cuales solo cabría esperar que converjan.
En este prólogo, a pesar de todo, debo ocuparme otra vez
del texto que fue la base de mis estudios y una verdadera pre-
ocupación filológica. Se trata del canto de Isilo de Epidauro,
cincelado en piedra y expuesto en el santuario de Asclepio.
Jamás hubiera aceptado el poeta y donante, con una errata que
tergiversara el sentido, la inscripción del escultor al que había
hecho el encargo; y aún menos la hubiera expuesto. El texto,
como base de mi interpretación, es bastante seguro (pág. 66).
Sin embargo, una falta de ortografía no impediría a los griegos
la lectura correcta, ni siquiera una imperfección de la piedra
hubiera sido un motivo para la devolución. Siendo así, ahora
creo que las dos líneas, en las que Wilamowitz –con E. Ka-
linka en Diehl: Anthología Lyrica II2, 1942, 6, 116; y Hiller von
Gärtringen, Athenische Mitteilungen 67, 1942, 230 y ss.– había
notado el «balbuceo» de Isilo, deberían leerse de la siguien-
te forma:

ἐϰ δὲ Φλεγύα γένετο, Αἴγλα δʼ ὀνομάσϑη.


τόδ’ ἐπώνυμον∙ τόϰʼ ἄλλως δὲ Κοϱωνὶς ἑπεϰλήϑη.

Y fue engendrado por Flegias –y su nombre era Egle– su se-


gundo nombre era este, pero en aquel tiempo se la llamaba
generalmente Corónide.7

23
Para poder avanzar en nuestros conocimientos, deberemos de-
sear sobre todo que las excavaciones del profesor J. Papadimi-
triu, que ya dejaron al descubierto el templo de Apolo Maleatas
sobre el santuario de Epidauro, con sus imponentes cimientos
de restos micénicos, prosigan en el mismo Hierón. Solo en-
tonces se tendrá una visión verdaderamente justificada de la
historia de la religión de Asclepio en Epidauro. La idea que hoy
tenemos no deja de ser muy incierta. Del pequeño hallazgo, del
que doy cumplida información en la pág. 75, hablaré más am-
pliamente en el suplemento de mi libro En el laberinto (2. ed.,
Zúrich, 1950, pág. 61). Y en lo que se refiere al objeto, en mis
dos nuevas visitas a Hierón no he podido encontrarlo. Pero aún
puede aparecer. La confirmación última de Apolo, de la idio-
sincrasia del dios del sol, que de ninguna manera excluye sus
otros aspectos, la aportó W. F. Otto en su tratado Apollon, en la
revista Neues Abendland 4, 1944, 80. Una extensa monografía
de la pequeña divinidad vestida con un cucullus (pág. 44-57)
está expuesta en W. Deonna: De Telesphore au «moine bourru»,
Collection Latomus 21 (Berchem-Bruselas, 1955). La arqueo-
logía nos ayudará en el camino hacia el pasado. Hacemos bien
en contenernos frente a cualquier hipótesis –esto es espe-
cialmente válido en el caso de Grégoire, Goossens y Mathieu,
en su libro Asklepios, Apollon Smintheus et Rudra (Bruselas,
1950)–, antes de que la azada nos facilite los paseos por los
estratos más profundos.
Doy las gracias a la Ciba Aktiengesellschaft, de Basilea,
porque el libro reaparezca con sus imágenes originales, así co-
mo por la propia reaparición, a la Wissenschaftlichen Buch-
gesellschaft, de Darmstadt.

Ascona, Suiza; Casa del Sol, 9 de septiembre de 1956

Las observaciones histórico-religiosas, que aquí se publican


con el título El médico divino, están estrechamente relacionadas
con la historia de la medicina. Las transmisiones referidas a

24
Asclepio –en las que los médicos griegos veneraban a su padre
original–, y aquellas sobre Apolo, su propio padre, sobre Qui-
rón, su profesor, y sobre su hijo Macaón, todo cuanto sabemos
de ellos, de sus familiares médicos-dioses y de los héroes de
la mitología, todo lo que sabemos a través de los monumen-
tos de culto, pertenece a un área que linda con la investiga-
ción mitológica, la arqueología, la psicología de la religión y
la psicología de la medicina, que, en cierto modo, nos facilita
el intento de avanzar hacia los «estratos prehistóricos» de la
profesión médica.
Este es el motivo por el cual el autor eligió un proce­
dimiento arqueológico, al mismo tiempo que psicológico. En
lo que respecta al lugar y época, inicia su conducción en el ni-
vel que está más cercano, deja que los lectores miren a su al-
rededor para familiarizarse con lo desconocido, y con cada una
de las cinco observaciones, en cierta forma, elimina una capa,
para así poder llegar a otra más profunda.
El marco de estas promenades mythologiques –si me per-
miten llamarlas de este modo, parafraseando el modelo tan
famoso y muy querido de las promenades archéologiques– fue
determinado por la iniciativa de tratar acerca de Asclepio y sus
principales lugares de culto. De modo que no se presenta todo
el material de los estudios arqueológicos y filológicos, sino una
muestra del empleo de la investigación mitológica desde un
punto de vista propio. Sin embargo, al autor le ocurrió algo
similar a lo que habitualmente ocurre en los paseos arqueo-
lógicos guiados: mientras intentaba despertar el interés hacia
algunos de los objetos que mostraba, estos se revelaron más
interesantes para él que para sus acompañantes. Al pensar
en sus lectores, sobre todo en las figuras de los médicos in-
teresados en la psicología, y en la de los amantes de la Anti-
güedad, el autor siempre se ha sentido muy estimulado. Es
consciente de que solo está en el principio de una presen-
tación que abarque real y exhaustivamente el círculo de los
dioses, el de Apolo, Asclepio e Higia, y que pueda satisfacer
todas las exigencias.

25
El autor quiere mostrar su agradecimiento a la Ci-
ba Aktiengesellschaft, de Basilea, como patrocinador de sus
investigaciones, así como agradecer su contribución a esta
publicación.

Tegna, Locarno, Suiza, agosto de 1947

26
TABLA CRONOLÓGICA

Desde el 1500 a. C. - Existencia demostrable de la mitología


griega, a cuyo florecimiento en Tesalia pertenece el centau-
ro Quirón, propagador de la medicina y maestro de Asclepio.
Véase «Los orígenes en Tesalia», página 113.
Anterior al 600 a. C. - Florecimiento de la poesía homé-
rica y hesiódica, las más antiguas fuentes del médico Asclepio
y de su familia. Véase: «Médicos héroes y el médico de los
dioses en Homero», página 89.
600-400 a. C. - Florecimiento de la familia médica de los
asclepíadas en Cos; aproximadamente entre los años 460-377,
duración de la vida de Hipócrates, poco después de la funda-
ción del santuario de Asclepio en el bosquecillo de Apolo Ci-
pariso. Véase: «Los hijos de Asclepio en Cos», página 77.
500-300 a. C. - Primer florecimiento del santuario de As-
clepio en Epidauro. En el año 420, fundación del culto filial en
Atenas; alrededor del 300, inscripciones de las «Curaciones
de Apolo y Asclepio» y del peán de Isilo de Epidauro. Véase:
«Las curaciones en Epidauro», página 41.
291 a. C. - Fundación del culto filial en la isla Tiberina de
Roma, paso decisivo para la divulgación posterior del culto de
Asclepio en el Imperio Romano. Véase: «Asclepio en Roma»,
página 29.
ASCLEPIO EN ROMA

El visitante de Roma suele hacer un hermoso paseo bordeando


las orillas del Tíber hasta llegar al Ponte Garibaldi, y después,
algunos pasos más allá, en la dirección del Aventino, llegar de
un modo imprevisto al santuario desde el cual el efecto sana-
dor del dios médico griego irradiaba todo el Imperio Romano.
Allí, en el Lungo Tevere dei Cenci, uno se encuentra súbi-
tamente frente a la isla hospital, la Isola Tiberina, en la que,
al lado de los hospitales, está situada la iglesia de San Bartolo-
meo [il. 1]. Iglesia y hospital representan, una al lado del otro,
la herencia de un antiguo Asclepeion: el entero recinto era un
lugar de culto único en su forma.1 En la punta sur de la isla, si
se mira atentamente, se descubren los restos del antiguo re-
borde en piedra traventina [il. 2]. El que confirió a la isla su
aspecto de barco [il. 3], en memoria del viaje del dios sana-
dor, desde su patria griega de Epidauro hasta Roma. En el mu-
ro traventino aún es visible una parte del relieve de Asclepio
–conocido como Esculapio por los romanos– y una serpiente
enroscada alrededor de un bastón. En el interior de la iglesia
insular se encuentran columnas de antiguos templos. Y aún se
puede descubrir algo más que no corresponde exactamente a
la casa de un dios cristiano: la boca de un manantial en medio
de los peldaños que conducen al presbiterio. Su interior está
ornamentado con pinturas del siglo xii, pues la actual iglesia
de San Bartolomeo no fue construida hasta, aproximadamente,
el año 1000. Sin embargo, tan particular ordenación coincide
con un «secreto del templo», del que se había hablado al via-
jero griego Pausanias. En Epidauro, cuando preguntó por qué
no traían al templo agua o aceite para el cuidado de los frag-
mentos de marfil de la estatua de Asclepio, los sacerdotes le
respondieron que la imagen de culto reposaba sobre la boca
de un manantial.2 Y, aunque en el momento de excavar en el
santuario no volvieron a dar con él, al parecer este tipo de ma-
nantiales casi siempre formaban parte de los requisitos de los
templos de Asclepio.
Desde la iglesia y los hospitales de la isla Tiberina, en
cierto modo un monumento único, viviente, del culto a Ascle-
pio, nuestro paseo debe conducirnos hasta el dios en el que los
médicos antiguos reconocieron la fuente y la imagen original
de su profesión, su precursor espiritual y corporal. Antes de
tomar este camino consideremos, no obstante, lo que significa
la creencia de los médicos antiguos en su padre Asclepio, así
como su relación de descendencia que es observada con tan-
ta seriedad. Los representantes de la medicina clásica grie-
ga, la que floreció en el Este helénico, sobre todo en las islas
de Cnidos y Cos, y entre ellos también Hipócrates –conocido
como Hipócrates el Grande para diferenciarlo de sus nietos y
parientes del mismo nombre–, eran miembros de una única
familia, de una estirpe de médicos. El juramento de los médi-
cos, que nos ha sido transmitido a través de una colección de
manuscritos de Hipócrates, obligaba a todo aquel que quería
ejercer esta profesión a considerar como padre al profesor de
medicina, y como a hermanos a los hijos del profesor, a los
que, como si fuesen hijos corporales, debía informar gratui-
tamente de las enseñanzas.3 El arte de sanar se transmitía por
línea genealógica, de padres a hijos, y fuera de esta línea, los
estudiantes de pago, ocupaban solo el segundo lugar y debían
pronunciar el mismo juramento que aquellos, convirtiéndose
así, en cierto modo, en hijos adoptivos y miembros de la mis-
ma gran familia. Asclepio fue considerado el padre de la es-
tirpe de médicos. Todos los médicos griegos, según su propia
creencia, provenían de él, y esta es la razón por la cual también
se les conoce como asclepíadas, «hijos de Asclepio».
En esta genealogía viva, puesta en práctica por cada médico,
debe prestarse atención a dos hechos relacionados: de una par-
te, un dios-médico, el Asclepio de los sueños, de las visiones,

30
las imaginaciones mitológicas y de culto; y, por la otra, una
techne (τέχνη), un saber y un poder transmitidos como tradi-
ción familiar y a la vez dados en herencia por el padre al hijo
en forma de don. La conservación de una técnica aprendida
por la transmisión y el firme y consciente mantenimiento de
la idea de la descendencia, como condición previa de aque-
lla τέχνη del «arte», van de la mano. La forma de expresión
antigua para esta conducta era la de una genealogía mítica y
el correspondiente culto familiar. Así pues, el dios creador, el
padre de la estirpe, más que la fuente del saber transmitido,
es la base individual para un don heredado, contemplado co-
mo figura divina. La figura del dios-médico Asclepio, en este
caso, debería reflejar algo de los orígenes más profundos de la
medicina griega. Si esto solo es el avance de una alusión gene-
ralizada, de todos modos debería ser capaz de dar un sentido
especial al quehacer histórico de una divinidad antigua.
La llegada de Asclepio a Roma fue un acontecimiento his-
tórico, instructivo en todos sus pormenores y sobre todo en
su legendaria ornamentación. Es una muestra del dios en su
propia atmósfera, cuyos elementos pueden ser buscados en
Grecia hasta sus orígenes más tempranos. Las fuentes relatan
el desarrollo del acontecimiento, el traslado de una serpiente
sagrada desde Epidauro hasta Roma, y son coincidentes en lo
esencial.4 En los años 295-293 a. C., Roma fue castigada por
la peste. El antiguo modo de conceptuarla, así como su forma
de expresarlo, equiparaba esta enfermedad a los efectos de un
incendio: la peste «abrasaba», dice Livio, refiriéndose a su
devastación.5 Y el griego presiente en el trasfondo a los cuerpos
carbonizados por el fuego interior, y también al encolerizado
Apolo en el trasfondo de las piras en las que son quemados los
cadáveres. Las siguientes líneas6 están escritas al principio de
la Ilíada:

… el arco de plata dejó oír su terrible chasquido.


Al principio solo disparaba contra los mulos y los ágiles
perros;

31
pero pronto sus mortíferas saetas alcanzaron a los hombres,
y por todas partes
empezaron a arder piras colmadas de cadáveres…

En estos casos se recurría a Apolo, conforme al antiquísimo


principio de la homeopatía, que en la Antigüedad se conocía
como una famosa sentencia de un oráculo del mismo Apolo:
«Quien hiere también cura».7 En el santuario de Apolo de
Claros hay inscripciones que guardan las respuestas del dios
cuando le imploraron su ayuda contra una plaga.8 El oráculo,
antes que nada, exigía la colocación de una estatua de Apolo,
es decir, exigía la presencia del dios en la figura en la que los
mencionados versos de la Ilíada lo describen. Una imagen
griega del siglo iv, cuya copia es conocida como El Apolo de
Belvedere,9 nos muestra al dios que mata, purifica y cura [il. 4].
Cuando los romanos, en el año 293, preguntaron a su pro-
pio oráculo apolíneo, los Libros sibilinos les dijeron que debían
invitar a Roma a Asclepio de Epidauro. Tal consejo hubiera
resultado impensable si Asclepio no hubiera sido conocido,
ya en aquel tiempo, en Italia, y hasta en la misma Roma, como
un dios sanador que en esta función representaba a Apolo. El
traslado de una nueva y poderosa divinidad desde el extranje-
ro a Roma, requería un ceremonial complicado –es decir, reli-
gio–,10 que debía llevarse a cabo con esmero y atención. Por el
momento solo se le dedicó un día de oración a Asclepio, ya que
la ciudad aún continuaba en estado de guerra. No fue hasta el
año 291 cuando, finalmente, bajo el mando de Q. Ogulnio, se
enviaron diez hombres a Epidauro para que trajeran al dios a
Roma. Las características esenciales de este proceso ceremo-
nial destacan de un modo significativo en el relato poético de
Ovidio, en el libro XV de las Metamorfosis. En primer lugar, la
idea de que la curación, aunque no de una forma inmediata,
parte de Apolo. Ovidio enfatiza este pensamiento sustituyen-
do los Libros sibilinos por la mayor autoridad apolínea, a través
del propio Delfos:11

32
Cuando, cansados de funerales, advierten
que nada pueden los recursos humanos, nada las artes
de los galenos, buscan el auxilio del cielo y acuden
a Delfos, ombligo del mundo y oráculo de Febo, e imploran
al dios que con salutífero oráculo se digne a socorrerlos
en su desgracia, y ponga fin a los males de tan gran ciudad.
Tanto el lugar como el laurel y la aljaba que porta el dios
temblaron a la vez, y desde el fondo del santuario el trípode
dejó oír estas palabras que impresionaron sus aterrados
corazones: «Lo que aquí buscas, romano, debiste buscarlo
en lugar más cercano; búscalo ahora en lugar más cercano.
No es Apolo quien os hace falta para mitigar vuestras penas,
sino el hijo de Apolo».

Seguidamente el senado romano se informa de dónde se halla


la sede del hijo de Apolo, pues este es presentado como un jo-
ven y aún desconocido dios, que ahora mismo se ha hecho car-
go de la herencia del padre. El dios sanador ya no es el mismo
Apolo, que también tiene el sobrenombre de Sanador y de Mé-
dico –para los romanos: Apollo Medicus–,12 sino Asclepio, que
es altamente venerado en Epidauro. La legación fue enviada
allí con el encargo de los romanos de traer a este mismo dios
a Roma. Pero el criterio de los epidaurios era manifiestamente
otro. Para ellos, Asclepio siempre permaneció en Epidauro,
aunque sin dejar de curar en todos aquellos lugares en los que
se fundó un culto filial del dios, lugares a los que se envia-
ba una serpiente sagrada para oficiar este menester. Ovidio lo
describe basándose en la concepción romana del proceso. Los
epidaurios, según él, tenían una opinión dividida: mientras los
unos no quieren negar el auxilio a los romanos, los otros quie-
ren guardar el dios para ellos solos. Finalmente, el que toma
la decisión es el mismo Asclepio, en su propio estilo, que es
el específico de Epidauro y, como suele hacer con el enfermo
que duerme en su templo, se le aparece en sueños a Q. Ogul-
nio. El dios se presenta ante el campamento de los romanos:

33
Con el aspecto que suele tener en su templo,
y empuñaba con la izquierda un rústico bastón
y con la derecha se mesaba el pelo de su larga barba,
y con el corazón sosegado pronunciaba estas palabras:
«¡No temas! Iré y dejaré mis imágenes. Tú solo fíjate bien
en esta serpiente que con sus anillos se enrosca en mi
bastón,
y no la pierdas de vista hasta que seas capaz de reconocerla.
En ella me transformaré, pero seré mayor y pareceré tan
grande
como deben parecer los celestiales cuando se transforman».

Asclepio se muestra a Ogulnio en sueños, tal y como está re-


presentado en su templo: la forma de aparición que plasman
los escultores antiguos. Trasímedes lo había esculpido para los
epidaurios como una figura entronizada en oro y marfil, y así es
mostrado también por las monedas de Epidauro, esta imagen
de culto con la serpiente delante de él [il. 5]. Asimismo cono-
cemos otro vínculo del dios entronizado con la serpiente [il.
6]. Mientras en la época más floreciente de su culto, de la que
da fe la larga lista de curaciones de Epidauro,13 y de la que ya
habla Aristófanes en Atenas,14 la mayoría de las veces Asclepio
era visto en los sueños de los enfermos que dormían en el tem-
plo, tal y como Ovidio lo describe. Así lo representan las más
destacadas estatuas [il. 7]: la serpiente enroscada al bastón, y
sobre él se apoya el dios. Ovidio permanece fiel a esta imagen
humana de la divinidad, aunque al mismo tiempo describe su
apariencia animal.
Los mismos epidaurios le piden por la mañana a Asclepio
una señal:

… Apenas habían acabado de hablar, cuando el dios,


en forma de serpiente dorada con alta cresta, se anunció
emitiendo silbidos, y a su llegada hizo estremecer la estatua,
el altar, las puertas, el suelo de mármol y el techo de oro,
y se detuvo en medio del templo, erguido hasta el pecho,

34
y paseó en derredor su mirada centelleante de fuego.
El gentío es presa del pánico; el sacerdote, con sus castos
cabellos
ceñidos de blancas cintas, reconoció a la divinidad y dijo:
«¡Ahí tenéis al dios; es el dios!; evitad todos los presentes
las malas palabras y pensamientos. Sea tu epifanía, hermoso
dios,
benéfica, y ampara a los pueblos que practican tu culto».

Una epifanía muy poco griega para un dios que, por lo demás,
es un hermoso dios griego. Pero precisamente por eso, es al
mismo tiempo una ocasión única de observar el rasgo carac-
terístico de la religión asclepiana, que la separa del mundo
olímpico de los dioses homéricos. «Ctónico» sería la expre-
sión antigua y, desde otro punto de vista, «numinoso» sería la
denominación moderna. Denominaciones que abarcarían dis-
tintos aspectos de un mismo fenómeno, aunque siempre con
una única percepción, mientras que aquí podrían coincidir va-
rias al mismo tiempo. Un escritor inglés, D. H. Lawrence, pre-
cisa lo esencial, cuando refiriéndose al símbolo de la serpiente
dice15 que alcanza tal hondura «que un leve rozamiento en la
hierba puede incluso llevar al hombre más rígido y moderno
hasta los estratos más profundos, aquellos que están más apar-
tados de sus dominios». En el culto de Asclepio lo más profun-
do y recóndito del hombre se eleva hacia las superficies áureas,
marfileñas y marmóreas de los templos griegos. Y es preci­
samente este, el culto que alcanza tamañas profundidades, el
que ahora llega a Roma. El dios de la serpiente elige el camino
del puerto de Epidauro y embarca por sí mismo en el navío de
los romanos –así es como se nos explica–.
El viaje se realizó con el viento a favor hasta llegar a Antium.
No es solo Ovidio el que narra cómo la serpiente abandonó allí
el barco para descansar en un templo, también lo hace Vale-
rius Maximus. Según Ovidio el santuario pertenecía a Apolo,
mientras Valerius Maximus ya se lo adjudicaba a Asclepio. Sin
embargo, el segundo relata que la serpiente permaneció tres

35
largos días colgada de una palmera en el atrio del templo. A
través de este árbol, aún forastero en Italia, nos sentimos tras-
ladados a una atmósfera apolínea. Nos recuerda a la palmera
de Delos, en cuya cercanía nació Apolo.16 En un bosquecillo sa-
grado del norte de Grecia se criaban serpientes para honrar a
Apolo, como «juguete» de los dioses.17 La especie de serpiente
sagrada de Asclepio, conocida como coluber longissimas, era una
serpiente de árbol que en el Sur alcanza una longitud de hasta
dos metros. Sobre ella, en las descripciones de un amante de
las serpientes,18 se puede leer: «Admiro los elegantes movi-
mientos de su esbelto cuerpo, la reluciente cabeza del color
amarillo bronceado que, como si fuera un trabajo cincelado en
oro por un orfebre, inquietante se eleva y hunde moviendo la
lengua». Un animal así, sobre un árbol solar –esto era la pal-
mera para los griegos, por su nombre phoinix unido al sol por
su color rojizo–, ya tiene muy poco de ctónico, muy poco del
atributo que indica lo oscuro y subterráneo.
Que el santuario de Antium perteneciera a Asclepio o a
Apolo, pronto se aclarará que no representaba una diferencia
esencial. El mejor informado era sin duda Ovidio, cuando an-
tes de la llegada de Asclepio a Roma ya mencionaba un templo
de Apolo en la ciudad portuaria de Antium. El viaje en barco,
tras de la sagrada visita a este templo, continúa hacia la desem-
bocadura del Tíber. Allí comienza la entrada solemne del dios:

Allá corre a recibirlo un gentío, el pueblo entero venido


de todas partes, matronas, senadores, y hasta las que vigilan
tu fuego, troyana vesta, y con gritos de alegría saludan al
dios.
Y por donde pasa la rápida nave contra corriente,
chisporrotea el incienso en altares erigidos en hilera
sobre ambas orillas y aromatiza el aire con sus humos,
y las víctimas inmoladas entibian los cuchillos que les
clavan.
Ya había entrado en la capital del mundo, en la ciudad de
Roma;

36
se yergue la serpiente, mueve el cuello apoyado en la punta
del mástil y busca en derredor un lugar adecuado para
residir.
El río se divide en dos ramas circundando un paraje,
isla es su nombre, y por cada una de las dos orillas
extiende dos brazos iguales, quedando en medio la tierra;
allí se dirigió, desembarcando del bajel latino, el reptil
hijo de Febo, y recobrando su figura divina puso fin
a la mortandad, y su llegada trajo de nuevo la salud a Roma.

El dios con la figura de serpiente, que Ovidio denomina la


«phoebica»,19 es decir, la «apolínea», según toda la tradi-
ción legendaria, elige por sí mismo la isla Tiberina como se-
de. El devoto emperador Antoninus Pius (138-161 d. C.) hizo
acuñar un medallón con esta efeméride [il. 8]. La elección del
lugar, que de este modo fue considerada una providencia di-
vina, debía tener una razón de ser más profunda de lo que co­
múnmente se supone. La elección de un determinado lugar de
culto acostumbraba a apoyarse, en la Antigüedad, sobre un he-
cho religioso, que por regla general también encontraba su ra-
zón de ser a través de la mitología. ¿Qué fue lo que empujó a los
romanos a elegir esta isla, que sin duda nunca fue considerada
un lugar muy saludable, como un lugar de culto y como balnea-
rio consagrado a Asclepio? La orilla del Tíber, precisamente
allí, se hundía de manera profunda, y cada vez debían ponerse
en práctica medidas extraordinarias para evitar que el contor-
no de la isla se convirtiera en un terreno pantanoso. Todavía no
hace un siglo20 que Bachofen vivió este fenómeno, descrito por
fuentes antiguas. Aun si las inscripciones que hablan de cura-
ciones en la isla21 fueran ciertas, la ubicación geográfica deja
claramente entrever que no fueron los motivos higiénicos sino
los religiosos los que decidieron la elección. La isla del Tíber
fue considerada un trozo de tierra religiosamente significativo:
originariamente fue una isla flotante, según la tradición roma-
na, que se había formado junto a los campos de Marte con un
material especial, con el grano de cereal que se había tirado

37
al río,22 proveniente de la planta sagrada de la diosa Ceres. El
vínculo con Marte y con la diosa Ceres indica la esfera de la
muerte y el inframundo. No en vano el Campus Martius era
un campo santo. Después de haberse formado, la isla se con-
sagró a Fauno, una «divinidad lobuna» itálica antigua. Ya que
«Fauno» significa «estrangulador»,23 como el nombre de sus
sacerdotes, «Luperci» solo es una forma derivada de lupus,
lobo.24 En la esencia del Fauno los romanos reconocieron al
Pan griego, pero con un rasgo adicional aún más salvaje y de-
predador, que expresa lo lobuno, la oscuridad que todo lo en-
gulle. En una de las inscripciones no se nombra a Fauno, sino
a Vediovis junto a Asclepio en la isla: (AESCV) lapio vediovi in
insvla.25 Vediovis o Veiovis, el Júpiter inframundano, que en
los tiempos romanos más antiguos representaba a aquel Apolo
griego que enviaba la peste y la curación. En las cercanías de
Roma, en el monte Soracte, este dios del inframundo, que allí
también se equiparaba con Apolo, y al que conocían como So-
ranus, era venerado por los sacerdotes, que en la lengua de
los Sabinos se llamaban hirpi, «lobos».26 Y, además, no falta-
ba la relación con el fuego, es decir, con el fuego purificador:
los Hirpi Sorani saltan sobre el fuego. Un Apolo italiano, una
divinidad muy ambigua en sus efectos mortíferos y curativos,
pertenece a la isla Tiberina.27 Corresponde, sin embargo, a la
forma griega del dios que tensa el arco en la Ilíada, cuando es
invocado por las vestales como Apollo Medicus, Peán Apolo, y
cuando, «para el mantenimiento de la salud del pueblo», se
le erige un templo específico.28
Cuando se entra en la Isola Tiberina por el puente ador-
nado con antiguos Hermes, al modo de los antiguos romanos,
aquellos que habían traído la serpiente de Epidauro, uno debe
sentirse como si fuera un poco un visitante del inframundo.
La serpiente de Asclepio, junto a Fauno, debía iluminar aquí
un mundo nocturno lobuno, y encarnar, no obstante, de alguna
forma, la cálida luz de la vida con su cuerpo frío: una parado-
ja que se nos impone repetidamente en el curso de estas ob-
servaciones. En el culto a Asclepio, tal como Roma lo conocía

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en la isla Tiberina, se confunden, casi de una manera inquie-
tante, las fronteras de lo ctónico-mortífero y los destellos del
resplandor solar misterioso para aquel que desearía aferrarse
a las divinidades griegas de Schiller, aunque tal vez algo me-
nos al médico; misterioso para aquel que está acostumbrado
a cierta media luz de vida y muerte, y también a espacios más
higiénicos, en lugar de las construcciones de culto de la isla
en la Antigüedad.

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