01 La Guerrilla Del Che en Salta
01 La Guerrilla Del Che en Salta
01 La Guerrilla Del Che en Salta
DESPUES
LECTURA RECOMENDADA
Polémica Intemperie | Critica al libro de Ricardo Rojo, Mi
amigo el Che, Punto Final, 1968 | La guerrila del Che en
Salta, testimonio de Héctor Jouve
Diego Peller - Las vueltas de los 70 | Hombrecitos
asustados, la violencia en la revolución, Fabián Harari
| Muertos de amor, Jorge Lanata
Sergio M. Nicanoff y Axel Castellano - La historia del
"Vasco" Bengochea y las Fuerzas Armadas de la
Revolución Nacional
Héctor Jouvé
P: ¿Cuántos eran?
Al otro día, o a los dos días, salimos con los muchachos que
eran del sur, eran unos tipazos, salimos para Santa Cruz de
la Sierra, un pueblito que está sobre la montaña y al que se
llega por caminitos que se han ido haciendo canales por el
paso de la gente desde tiempos ancestrales, canales que
ahora tienen una profundidad de unos dos metros. Y nos
encontramos con un hombre que fue a buscarnos, le dije
que le mandaba muchos saludos el Comandante, que
quería saber cómo estaba, y nos trajo para comer una pata
charqueada, entera, hasta la pezuña, y traían cosas para
comer que se las llevamos de vuelta a los compañeros.
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Lo saludo.
Señor Director:
No es tan fácil matar. La inmensa mayoría de las personas
que viven en el mundo jamás lo ha hecho y probablemente
nunca lo hará. Por otra parte, esos millones de personas no
suelen pasar sus días discurriendo sobre la "fatalidad
histórica" de arrancarle la vida a otros seres humanos.
Milagrosamente, y desde un principio, la necesidad
imperiosa de conservación de la propia vida no condujo a la
extinción de la especie sino a la comprensión y aceptación
de la simétrica necesidad de autoconservación ajena, y es
por eso que la historia humana no puede ser relatada
únicamente como la crónica de un matadero. Para poder
matar, primero es preciso estar enrolado en profesiones
legitimadas o especializadas en el arte de matar: se debe
ser verdugo, policía, militar, mercenario, linchador, sicario,
terrorista, torturador, o bien revolucionario –según se
desprende de ciertos argumentos enviados a La Intemperie
a modo de contestación a Oscar del Barco. Y cada una de
esas profesiones viene pertrechada con su correspondiente
preámbulo justificativo. Pero, sobre todo, a fin de erradicar a
un ser humano de este mundo es preciso disponer de
permiso para matar, es decir de una venia para hacerlo. Así,
hay quienes matan en representación de un partido o de
una nación; y otros en nombre de una religión o de una
ideología; y aún otros en nombre del Estado o de una etnia;
y no faltan quienes matan en nombre de la raza o del
"contexto histórico de la lucha de clases". Unos matan para
mantener el viejo orden y otros con el objetivo de conquistar
y luego salvaguardar un orden nuevo. En cambio, las
personas que deben darse permiso a sí mismas para matar,
raramente se lo conceden. Casi nunca.
Sin embargo, en varias de las respuestas a la carta de
Oscar del Barco publicada a fines del año pasado en La
Intemperie no sólo se evoca a las muertes causadas en el
pasado en nombre de ideas de izquierda como
"históricamente necesarias" sino que, además, se legitiman
en forma antedatada a las ejecuciones que pudieran ocurrir
en el camino a un porvenir redimido, y eso porque las
"leyes" de la historia así lo reclamarían. Esta pretensión no
transmite solamente una filosofía de la historia; mucho más
alarmante es esta sombría prédica de la muerte ajena para
el futuro, acto que solo a las víctimas, o a sus
representantes, les sería lícito cometer. Como ese
acontecimiento es de concreción improbable en la
Argentina, la discusión concierne, más bien, a la historia y la
ética de la izquierda. Se diría que los millones y millones de
asesinados en los campos de concentración soviéticos, bajo
Lenin y bajo Stalin, habrían bastado para exigir de quienes
difundieron esas ideas, o que aún las difunden, un acto de
contrición del pensamiento; o bien el millón y medio de
sacrificados por el comunismo camboyano hace apenas tres
décadas; o bien los cientos y cientos de fusilados y
torturados en las cárceles de Albania o de Cuba en nombre
de la inmunización de sus respectivos regímenes; o al
menos habría bastado el asesinato de esos dos muchachos
del Ejército Guerrillero del Pueblo en el norte argentino.
Pero no. Aparentemente "la historia" requiere más. ¿Qué
más? ¿Acaso la toma de partido por las víctimas es el
principio ético innegociable que habilita el derramamiento de
sangre? El apotegma "Yo, por haber optado por los
oprimidos, soy bueno, y por lo tanto mi contrario es malo",
es una presunción infantil.
Por cierto, existe gente que disfruta de matar, así como hay
otros que sólo gustan de mostrarse violentos, y en los
momentos febriles de la historia ambos tipos de personajes
suelen acoplarse a los procesos acelerados de cambio
social, sin excluir las revoluciones. Son personas que, en el
fondo, no necesitan manifestar que han ejecutado
"trágicamente" a alguien en nombre de una idea o de la
"historia". En cambio, en una respuesta a Oscar del Barco
se dice que, para un revolucionario, la ejercitación de
violencia fatal sobre otro supone la asunción de una
"conciencia trágica". Presuponemos que se refiere a la
tragedia del ejecutador, no a la del ejecutado. Pero,
justamente, quien asume la condición trágica del acto de
matar a otro no puede escudarse en los dioses, la historia,
la familia o lo que sea: esa persona está absolutamente sola
junto al acto cometido y no puede hacer conciencia de lo
ocurrido más que desde sí mismo, bien para justificarse,
bien para incomprender lo hecho, bien para realizar un acto
de contrición. En cambio la muerte ajena provocada por
motivos de fundamentalismo historicista sólo admite esta
pequeña queja: "¡qué lástima que sea históricamente
necesario hacer algo tan feo!". Es curiosa la ausencia total
de la palabra asesinato en las refutaciones enviadas –
abundante en cambio en la carta de Oscar del Barco– como
si el exterminio de otro pudiera ser amortizado a título de
equivocación funesta o de efecto no-querido de la lógica
social. Pero las ejecuciones no son errores. Suelen estar
precedidas de una larga premeditación.
En vista de la gravedad de estos temas, no es comprensible
que algunos se lamenten por el lenguaje a que recurrió
Oscar del Barco. En ese tono de furia santa está contenida
la voz tronante de los viejos profetas revolucionarios, que
solían llamar a las cosas por su nombre. A lo largo de la
historia humana ya demasiada gente ha sido pasada a
degüello, y no hay disculpa legítima para una redención de
los sufrientes si se pretende, por anticipado, justificar unas
cuantas muertes más. Porque nunca le llega el turno al
último. Siempre hay uno más.
Lo saluda a usted,
Christian Ferrer
15 de abril de 2005
Carlos Keshishián
Luis E. Rodeiro
Sr. Director:
Diego Tatián
Daniel Ávalos
*Daniel Ávalos vive en Salta, es historiador y director de la
revista Cultura y Política.
Ricardo Panzetta
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La década atragantada
Jeringoza
Historia y tragedia
En el debatir nuestros ’70 durante estos últimos dos años y
medio se puso de manifiesto, desde la primera evocación
fuerte hecha por el presidente Kirchner antes de asumir, que
en aquel pasado nacional de hace tres décadas quedó, mal
acumulada, la mayor carga de sentido histórico que planteó
la biografía de la Argentina moderna.
La lejana cercanía
La Ficha
Textual
Vuelven, se van pero vuelven, caen al
mar pero se elevan por los
cielos, son nuestra sombra, y se
expanden de noche pero, al
mediodía, se agazapan bajo nuestros
pies y, cuanto más los
pisoteamos, más se aferran a nuestro
desprecio y por la noche
vuelven:
a qué, me pregunto, si el cielo,
desencajado, se detiene en esos ojos
que, abiertos para siempre, lo
contemplan desde abajo:
ni él ni nadie entiende qué son esos
cuencos vacíos, abandonados
por la marea en la playa con todo un
gesto de puntual
desmesura,
extrañas caracolas orladas de
espumas y arenas y algas y rumores
en las que anida el rocío y crece la
niebla y se cuela la lluvia
pero donde, vaya a saber por qué,
nunca se detienen a beber
los cormoranes:
espanta que no cese el murmullo de
chillidos salobres y grazni-
dos caídos de un vuelo salvaje y
gritos ahogados y llantos de
madre, que nunca, allá lejos, "¿lejos
-La impresión de
que hay una de dónde?", terminan de
especie de vuelta saciar la sed.
hacia un pacifismo
extremo, del cual * Fragmento de Notas al pie de nada
es bastante ni de nadie (Bajo la luna).
representativo
también José Pablo Fuente: Página/12, 10/07
Feinmann, más allá
de mis respetos hacia él como periodista, como escritor y
como filósofo.
Pero creo que es un pacifismo extremo que se da de
patadas con la realidad. Lo cierto es que si nosotros
queremos un cambio social, una inversión de las relaciones
de poder, si queremos que tengan prioridad los intereses de
los desposeídos y no los intereses de los poseedores, eso
implica siempre la violencia, y no necesariamente por parte
de los desposeídos.
En nuestro caso concreto, el peronismo desde 1945 avanzó
pacíficamente, hasta 1955, sobre los intereses de los
poseedores.
Si querés en un marco autoritario, que era muy propio de la
época, si uno se fija en otras partes del mundo, había una
especie de cultura autoritaria, aun dentro de las
democracias más representativas, el macarthismo dentro de
la democracia de USA.
Entonces más allá de los pecados autoritarios del peronismo
y más allá de sus errores políticos, lo cierto que aquí se
inaugura la violencia con las bombas que estallan en Plaza
de Mayo en 1953, con el bombardeo a la misma plaza de
julio de 1955, con 300 muertos reconocidos, aunque se
calcula que fueron 600, y después el golpe de Estado de
septiembre de ese mismo año, que generó miles y miles de
muertos.
Y no sólo por los fusilamientos y desapariciones sino por el
empeoramiento de las condiciones de vida, y eso es
también una forma de violencia, tal vez la peor porque es la
más masiva.
En este caso cuando los poderosos avanzan siempre
violentamente sobre los derechos populares y no ahorran
sangre en ningún caso, por eso se justifica la rebelión
armada.
De hecho es un derecho constitucional, creo que es el
artículo 36, que marca el derecho a la rebelión en caso de
una dictadura.
Ahora bien, cuando hay una rebelión, la violencia es
inevitable también, es inevitable que existan heridos y que
existan muertos, son, de alguna manera, batallas que se
dan.
Y por lo tanto llevar el pacifismo a sus últimas
consecuencias… yo no soy partidario que uno tenga que
lograr los cambios a través de la violencia. Pero esto
muchas veces se hace inevitable.
Cuando los cambios, en un marco pacífico, se van haciendo
cada vez más serios, pues, la violencia con la cual
reacciona el establishment es mucho más jodida y no queda
alternativa, cuando se te agotan todos los caminos
democráticos, que el ejercicio de la violencia. Y esto fue lo
que nos sucedió a nosotros de desde 1955.
Sobre la carta de Oscar del Barco… lo que yo pienso es que
son compañeros que, después de muchas experiencias han
llegado a la convicción de interpretar gandhianamente el
tema del cambio y lo cierto es que ni Gandhi tuvo éxito.
Creo que están bien inspirados, creo que son teóricos
excelentes, tanto él como Feinmann, pero considero que
están equivocados en ese sentido. Creo que recurrir a la
violencia es el último extremo, pero que muchas veces es
inevitable.
Por ejemplo en este momento no. Si en este momento
alguien recurre a la violencia yo le digo "sos un tarado",
primero porque hay una democracia bastante plena y
segundo porque de alguna manera se están intentando
cambios.
"Oportunismo
y amarillismo político-
literario". definió a este libro
el investigador Gabriel Rot
(revista Eñe, 13/05/07).
http://revistaelsur.com.ar/nota/130/El-ultimo-guevarista
José Amorín: “Una guerrilla no puede subsistir sin el
apoyo irrestricto del pueblo”
@DIN
Funte: http://www.vivalavida.org.ar/jose-amorin-una-
guerrilla-no-puede-subsistir-sin-el-apoyo-irrestricto-del-
pueblo
Hombrecitos asustados – Fabián Harari
10/07/2016
Hombrecitos asustados. El problema de la violencia en la
Revolución.
Por Fabián Harari
Grupo de Investigación de la Revolución de Mayo – CEICS
“Se podrían hacer una infinidad de cosas… sin matar. En
cuanto a las revoluciones, mire en qué terminaron: en
masacres, en campos de exterminios, en nuevos y feroces
capitalismos… Tanta sangre, tanto sufrimiento y espanto,
¡Para terminar en lo mismo!”
Oscar del Barco, en Ñ, nº 107, 15/10/05.
“El campo de batalla está cubierto de 2.000 cadáveres. Su
artillería toda, sus parques, sus hospitales con facultativos,
su casa militar con todos sus dependientes, en una palabra:
todo, todo cuanto componía el ejército real es muerto,
prisionero o está en nuestro poder. Nuestra pérdida la
regulo en mil hombres, entre muertos y heridos.”
José de San Martín, al director de las Provincias Unidas,
dándole cuenta detallada de la batalla de Maipú. Santiago,
19 de abril de 1818.
Del Barco es un revolucionario arrepentido que salió a
denunciar a sus ex compañeros en nombre del derecho
universal a la vida. Su primer razonamiento parece sencillo:
¿Quién está a favor de matar a otro ser humano? Nadie, es
la respuesta más obvia. El segundo, es un juicio sobre la
historia: a pesar de tantas convulsiones, nada ha cambiado
demasiado. Entonces, ¿por qué mejor no dejar todo como
está y evitar pesares mayores? Elemental, tal vez
demasiado, viniendo de un intelectual con una larga
trayectoria y extensos estudios sobre el tema. El primer
argumento resume la bandera con la cual la burguesía
intenta encapsular los reclamos populares: los derechos
humanos. Estos derechos, sin embargo, no son universales
ni naturales. Tienen apenas algo más de 200 años. Durante
siglos, comprar otro ser humano y hacerlo trabajar gratis fue
la operación más cotidiana y a nadie se le ocurrió pensar
que se trataba de una aberración. ¿Y cómo fue que las
reivindicaciones igualitarias lograron imponerse? ¿Acaso
brotaron del mutuo acuerdo de caballeros, de golpe
avergonzados por sus crueles prácticas? La Declaración de
los Derechos del Hombre, vale recordarlo, es una creación
del terror jacobino. En nuestro país, la abolición de la
esclavitud, la educación laica, la supresión de la
servidumbre, los ferrocarriles y todos los avances
tecnológicos que hoy debería (y podría) gozar la población
entera, costaron ríos de sangre. En cuanto al juicio de la
Historia, Del Barco hubiera aprovechado la oportunidad de
evitar el ridículo echando mano a un manual escolar de
historia argentina. Hace poco (200 años no es mucho en
términos históricos) este territorio, la Argentina, era una
aldea cuya gran capital contaba con apenas 20.000
habitantes. Su comercio consistía en plata extraída con
trabajo servil, cueros y esclavos. La educación y la vida
social estaban en manos de la Iglesia. Las mujeres no
tenían ningún derecho. Una mala cosecha podía devastar
poblaciones enteras.
La partera de la historia
“Eso que los reyes son/ imagen del Ser Divino/ es (con
perdón de la gente)/ el más grande desatino…Cielito, cielo
que sí/ el Evangelio yo escribo,/ y quien tenga desconfianza/
venga le daré recibo… Ya se acabaron los tiempos/ en que
seres racionales,/ adentro de aquellas minas/
morían como animales… Y luego nos enseñaban/ a rezar
con grande esmero/ por la interesante vida/ de cualquiera
tigre overo”.
Notas
1
“Instrucciones de la Junta Provisional Gubernativa al
Comandante de la expedición al Alto Perú”, citado en
Serrano, Mario Arturo, Cómo fue la revolución de los
orilleros porteños, Plus Ultra, Buenos Aires, 1972, p. 31.
2“Carta de Mariano Moreno a Feliciano Chiclana, Buenos
Aires, 17 de agosto de 1810”, en Ruiz Guiñazú, Enrique:
Epifanía de la libertad, Nova, Buenos Aires, 1952, pp. 377-
378 (la bastardilla es nuestra).
3Instrucciones
de la Junta Gubernativa al Comandante de la
expedición de Alto Perú, 18 de agosto de 1810, en
Biblioteca de Mayo, t. XIV.
4
“Código de honor del Regimiento de Granaderos a
Caballo, Artículo 1º”, citado en Luna, Félix (dir.), José de
San Martín, Planeta, 2004, p. 59.
5Carta
a Vicente Fidel López, Buenos Aires, 1843, en López,
Vicente Fidel, Historia de la República Argentina, Buenos
Aires, 1970, p. 141.