Anc3b3nimo La Cueva de Los Tesoros - 2004

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ANÓNIMO (edición de Pilar GONZÁLEZ CASADO), La cueva de los tesoros,

Madrid, Ciudad Nueva (colección Apócrifos cristianos, n.º 5), 2004, 20,5 x
13,5 cm, 444 pp.

No carecemos en castellano de materiales para quien desee iniciarse


en el estudio de lo que se ha dado en llamar literatura apócrifa, el denso
bosque que rodea, desde fuera de la verja canónica, a ese copudo roble
bimembre que es la Biblia. Así, por ejemplo, la colección, impulsada por
A. Díez Macho, de Apócrifos del Antiguo Testamento (varios volúmenes
publicados por Cristiandad a partir de 1982), en la que se reúne un
número no despreciable de textos judíos escritos entre los años 200 a.C y
200 d.C.; y, por lo que toca al ámbito neotestamentario, Los evangelios
apócrifos de A. de Santos Otero (BAC 148, 1.ª ed. 1956, 10.ª ed. 1999) y el
reciente primer volumen de Hechos apócrifos de los apóstoles de A. Piñero y
G. del Cerro (BAC 646, 2004). Ahora bien, con ofrecer material para una
aproximación suficiente, los tres títulos mencionados están aún lejos de
ofrecer el corpus completo, en lengua española, de esta literatura.
Se esfuerza por cubrir esta laguna la colección de Apócrifos cristianos
que patrocina el Instituto Diocesano de Filología Clásica y Oriental San
Justino, de Madrid, en conexión con la editorial Ciudad Nueva. La nueva
colección (cinco volúmenes publicados desde 1995) supone una novedad
al menos en dos aspectos: en primer lugar, por el avance que supone la
publicación de nuevas obras, pero sobre todo por la orientación misma de
la colección. Se deja atrás en ella, en efecto, la división, en buena parte
arbitraria, entre apócrifos del Antiguo Testamento y apócrifos del Nuevo
Testamento: lo que encontramos aquí es sencillamente apócrifos cristianos, y
ello permite, por ejemplo, la publicación en el marco que le es propio de
la obra que nos ocupa: un escrito netamente cristiano pero cuya temática,
como veremos, discurre por los linderos tanto del Antiguo como del
Nuevo Testamento. Es una ruptura de barreras paralela —nos parece— a
una orientación corriente hoy en patrología, área esta en la que se tiende a
dejar atrás la inadecuada parcelación lingüística usual en otros tiempos
entre patrística griega, latina, siríaca… para incidir ahora más, en cambio,
en los modos de hacer de los distintos centros intelectuales; hablamos en

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consecuencia de tradición (o de escuela) alejandrina, africana, asiática…,
constituyendo así la lengua en que cada autor se expresó originalmente —
griego, latín, siríaco, copto, etc.—, o aquellas otras en que su obra se
difundió mediante traducciones o adaptaciones, una cuestión importante
sin duda, pero no un criterio básico.
Con ello tenemos definido el marco en que se inserta nuestra obra.
Su editora, Pilar González Casado (profesora de árabe y siríaco en el
Instituto San Justino), ha colaborado ya anteriormente en la colección
Apócrifos cristianos (se ocupó de la parte siríaca del n.º 3, El protoevangelio
de Santiago, 1997), y toma ahora sobre sí el empeño de ofrecernos,
enriquecida con amplias introducciones, la traducción al castellano de las
versiones siríaca y árabe de La cueva de los tesoros, «uno de los relatos
cristianos más antiguos sobre la historia de la salvación que comienza con
la creación del mundo y termina en Pentecostés» (p. 11). Se trata de una
obra que «se difundió en la mayoría de las lenguas del oriente cristiano, y
de la que conservamos testimonios en árabe, etiópico, georgiano, copto y
siríaco, perteneciendo su arquetipo original a esta última lengua» (pp. 11-
12).
Precedida por la necesaria lista de Siglas y abreviaturas (p. 9) y por
una sintética Presentación del contenido del volumen (pp. 11-12), la
primera parte del mismo (La cueva de los tesoros. Versión siríaca) comprende
una completa Introducción (pp. 15-88) a la que siguen las traducciones de
la Recensión oriental (pp. 89-199) y de la Recensión occidental (pp. 201-290)
del original siríaco (CueTesSir). Ambas están tomadas de la edición de Su-
Min Ri (CSCO 486, Scriptores Syri 207, Lovaina 1987), cuya división en
capítulos y versículos se adopta (p. 82). Tras el cotejo de ambas, nos
parece que hubiera resultado útil presentarlas no la una a continuación de
la otra (lo que dificulta la consulta y el estudio), sino en columnas
paralelas o páginas afrontadas, con lo que habrían quedado más claras las
lagunas o las diferencias en el texto, versículo a versículo. Complementan
la traducción «diversas notas aclaratorias relativas a la historia del texto
que ayuden a comprender correctamente su contenido y que lo sitúen
dentro del contexto literario donde se desarrolló, además de otras que
aclaran su pensamiento teológico (…). Hemos añadido también en nota

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las citas bíblicas a las que aluden algunos de sus pasajes. Las citas literales
de la Biblia en cursiva están hechas siguiendo la Pesitta a la que sigue
CueTesSir» (ibídem).
En la segunda parte del libro (La cueva de los tesoros. Versión árabe) se
nos ofrece, con su Introducción correspondiente (pp. 293-306), la
traducción del texto árabe (CueTesAr) de nuestra obra (pp. 307-400). Su
publicación «tiene como objetivo complementar la versión siríaca, debido
a que los manuscritos árabes, algunos fechados hacia la segunda mitad
del s. IX, son cronológicamente muy anteriores a los siríacos que sirvieron
como base a las dos recensiones publicadas por Su-Min Ri» (p. 293). El
texto árabe se toma de la edición de M.D. Gibson (Apocrypha Arabica,
Studia Sinaitica 8, Londres 1901) a la que se añade el final del texto
editado por C. Bezold (Leipzig 1888), habiéndose adoptado la división en
capítulos y versículos establecida por A. Battista y B. Bagatti en su edición
bilingüe comentada árabe-italiana (Studium Biblicum Franciscanum,
Collectio Minor 26, Jerusalén 1979) (pp. 293-294).
La metodología empleada en la traducción del texto árabe es la
misma que la utilizada en las versiones siríacas. También aquí las citas
bíblicas literales vienen en cursiva en el texto, y este ofrece numerosas
«notas de traducción y otras notas aclaratorias junto con las
correspondientes a las citas bíblicas» (p. 306). En la misma página (n. 22)
se explica con detalle la razón —que no nos parece del todo
convincente— de haber utilizado para el cotejo bíblico, «en la medida de
lo posible», el Kitáb al-Muqáddas editado por los jesuitas en Beirut entre
1876 y 1880, «la edición de la Biblia árabe más difundida en todo el
oriente árabe cristiano», aquí ofrecida «por razones meramente prácticas»
y «como paradigma de traducción». Queda en pie la cuestión de si el
autor de CueTesAr se sirvió de alguna de las traducciones árabes
cristianas antiguas de la Escritura (que nos son muy fragmentariamente
conocidas) «o simplemente tradujo de memoria de la Pesitta siríaca, lo
que es lo más probable».
Completan la edición una Bibliografía (pp. 401-405) y los Índices que
exige una publicación de este nivel: bíblico (pp. 409-417), de obras apócrifas
(p. 419), de obras y autores antiguos (pp. 421-422), de autores modernos (pp.

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423-424), de nombres (pp. 425-438) y de materias (pp. 439-442).
Las Introducciones respectivas no son en modo alguno algo menor en
esta obra; amplias, exactas y cuidadas, ambas constituyen verdaderos
tratados, y no únicamente antesalas de las traducciones. En ellas son
abordados no sólo los aspectos más estrictamente filológicos, como la
tradición manuscrita, el género literario o lo relativo a la autoría, fecha y lugar
de composición de cada versión, sino también las enseñanzas teológicas:
exégesis y simbología de las dos tradiciones textuales.
Así, desde el principio nos adentramos en el fondo cultural de donde
emergen los términos cueva y tesoros de nuestro texto (pp. 15-19). Sin
entrar en mayores detalles, hay que decir que «la cueva de los tesoros es el
lugar donde Adán y sus descendientes renacen, tras haber muerto por el
pecado, a la vida eterna al ser bautizados con el agua y la sangre del
costado de Cristo» (p. 15; cf. pp. 192-193 y 283-284); pero además «la
cueva guarda el tesoro de la auténtica genealogía de Cristo» (p. 18), con lo
que «la ‘cueva de los tesoros’ se transforma en la ‘cueva de la
genealogía’» (ibídem).
Por lo que toca a la fecha y al lugar de composición del texto siríaco,
que en su estado actual es una compilación probablemente realizada en
Mesopotamia, y más concretamente en Adiabene (pp. 25-26), «Su-Min Ri
(…) fija como fecha más tardía de redacción el período comprendido
entre el final del s. II y el principio del s. III. Asimismo considera que la
compilación del texto tuvo lugar entre el principio de este último siglo y
la mitad del IV» (pp. 22-23). CueTesSir, en todo caso, «nació en un
ambiente judeo-cristiano dentro del marco de la cultura asirio-babilonia»
(p. 27).
La versión árabe, por su parte, «está incorporada a una obra que no
lleva por título La cueva de los tesoros, sino El libro de los rollos. Esto obedece
a que la versión árabe de este relato siríaco pertenece al corpus de obras
pseudo-clementinas que se desarrolló dentro de la literatura árabe
cristiana durante el período anterior o muy poco posterior a la conquista
musulmana» (p. 293).
En cuanto al contenido y al tema del relato, lo encontramos
esquematizado en las pp. 19-20 (texto siríaco) y 299-300 (texto árabe). El

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tema es «la redención del género humano, contenido en Adán, y llevada a
cabo por Cristo en el que se cumplen los signos anunciados en el Antiguo
Testamento» (p. 19). Este objetivo literario se desarrolla narrativamente
en tres partes principales que abarcan toda la historia sagrada, desde la
creación del mundo hasta Pentecostés: «(1) la historia antediluviana, (2)
las generaciones postdiluvianas hasta el relato de Abraham, Isaac y Jacob
y (3) la genealogía y la vida de Cristo» (ibídem). Este esquema sirve de
cauce a una continua reinterpretación y amplificación exegética y
simbólica de los datos bíblicos que sirven de punto de partida; y así es
como lograban los cristianos orientales hacer hablar de modo nuevo a la
Escritura. Los personajes de la Biblia canónica y parabíblicos se erigen
aquí, como en el resto de la literatura apócrifa, en protagonistas de
historias secretas y fascinantes, que trataban de dar respuesta a las
inquietudes religiosas y culturales de una fe perpetuamente en búsqueda
de figuras y motivos más cercanos y tangibles, mejor adaptados en suma
a su peculiar, y poco conocida entre nosotros, idiosincrasia.
Los ejemplos, en esta línea, podrían multiplicarse. Aquí sugeriremos
sólo algunos como acicate para la lectura: la creación de Adán, obra de la
Trinidad, amplificada con contenidos fuertemente simbólicos (pp. 60ss.,
92-93, 203-205 y 312-315); el modo en que es explicada la imposibilidad de
los ángeles y de los demonios para tener trato carnal con las mujeres
humanas (pp. 46, 114-115, 224 y 341-342); la cruz convertida en
candelabro, y Cristo crucificado en «una lámpara luminosa para toda la
tierra» (pp. 76-77 y 191); el significado simbólico del vinagre, de la hiel y
de la esponja con que se da de beber a Jesús (pp. 78-79, 191-192 y 282-
283)…
Ambas Introducciones contienen, por último, las listas de los
principales manuscritos siríacos y árabes (algunos carsuníes) en los que se
nos ha transmitido el relato (pp. 82-88 y 294-296).
Consignemos, para terminar, algunas erratas y sugerencias posibles,
demasiado menudas para empañar la solidez de nuestra obra. No nos
parece justificada la denominación Mar Efrem para referirse a quien en
castellano recibe cabalmente el nombre de San Efrén (pp. 21-24, 57, etc.), el
cual aparece además reseñado en el Índice de obras y autores antiguos en la

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M de Mar en lugar de en la E de Efrem (p. 422); la pincelada de sabor
oriental es aquí innecesaria, de la misma manera que, por poner un
ejemplo, a Mor Morún, el santo fundador de los Mawárneh, siempre le
sentará mejor llamarse en nuestra lengua San Marón. En la p. 59, por lo
demás, aparece perfectamente castellanizado el nombre de Miguel el
Sirio, y en las pp. 22, 23, 44, etc. le ocurre lo mismo a Afraates.
También encontramos en la p. 24 (y consiguientemente en el Índice de
obras y autores antiguos, p. 422) el nombre de rabí Yehouda (sic)
injustificadamente transliterado a la francesa.
En la p. 43, al inicio del tercer párrafo, se menciona la «santidad de
los hijos de Caín»; evidentemente, se trata de «los hijos de Set».
Igualmente, la «hora sexta» de la p. 326, segundo párrafo, es en realidad la
«hora octava», y la «hora undécima» del sexto párrafo es la «hora
duodécima».
La Biblia siríaca común, para la que siempre se usa en nuestra obra
la transcripción simplificada Pesitta (pp. 20, 22, 59, etc.), aparece por error
denominada Pessita (sic) en la p. 306, n. 22. Otras erratas menores (no son
las únicas) son Scryptores (sic) Syri en las pp. 12, n. 2 y 82 y el nombre J.
Payn (sic) Smith en la p. 297, n. 10 (lo mismo en el Índice de autores
modernos, p. 423); el título de su diccionario presenta también dos erratas
en la citada p. 297, n. 10.
En el Índice de obras y autores antiguos (pp. 421-422) nos encontramos
con algunas alusiones enigmáticas: Epístola (p. 421), Libro XX (p. 422),
Tratado II (ibídem), Tratado XII (ibídem). La primera es la Epístola 14 de
Jerónimo, que hallamos citada en la p. 81, n. 114; el Libro XX corresponde
a Diodoro de Sicilia (p. 136, n. 143); los Tratados II y XII son de Gregorio
de Elvira (p. 116, n. 76 y p. 75, n. 104). La clave está en cómo se ha
confeccionado este Índice. Por lo que toca a los autores, no hay problema;
pero por lo que respecta a las obras, hubiera sido mejor, o bien identificar
entre paréntesis al autor de cada una, o bien —mejor— haber agrupado
todas las obras de un autor bajo el nombre de este, reservando el orden
alfabético sólo para los autores. De este modo se habrían evitado
repeticiones innecesarias (así, por ejemplo, Jerónimo aparece citado en el
Índice dos veces, y en una de ellas, como hemos visto, resulta

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irreconocible; pero se trata en ambos casos de la misma cita). Debidamente
reordenado, este Índice podrá ser reducido en una próxima edición a la
mitad; será también más útil, al resultar de consulta más rápida y sencilla.
Cuestiones de poca monta, como se ve, que no restan un ápice de su
valor a una obra madura, bien traducida y suficientemente anotada, cuya
publicación saludamos con interés y sumo agrado.

José María Sanz Acera

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