Frutos de Rubi

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Novela de supervivencia y lucha contra la intolerancia de raza, clase o sexo, y es

también una gran parte de la historia de su autora, una de las más prestigiosas líderes
del movimiento de liberación femenina. Con ternura, ingenio, erotismo y sensibilidad
esta novela, audaz y sin inhibiciones, descubre las más íntimas vivencias,
sensaciones, placeres y frustraciones de una mujer que proclama su amor hacia el
propio sexo. Molly sabe desde los siete años, que es hija bastarda. Vive con sus
padres adoptivos y muy pronto, en plena pubertad, empieza a mostrar preferencia por
su propio sexo. Dotada de gran inteligencia y fuerte personalidad, Molly se convence,
después de variadas experiencias, de que es lesbiana y decide ser fiel a lo que ella
desea ser.

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Rita Mae Brown

Frutos de rubí
*

ePub r1.0
Piolin 05.04.2021

Página 3
Rita Mae Brown, 1979
Traducción: Jorge Binagui

Editor digital: Piolin


ePub base r2.1

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Dedicado a Alexis Smith

Actriz, mujer inteligente y hermosa, cocinera,


alma generosa, observadora irreverente de los
fenómenos políticos, etcétera. Si tuviera que
enumerar aquí sus relevantes cualidades, tú, mi
querido lector, te cansarías antes de llegar a la
primera página. De modo que sólo te diré que la
mujer antes mencionada se encargó de la tarea de
darme un travieso empujón en dirección a la
máquina de escribir. Por supuesto, es probable
que, tras haber leído el libro, desees que me
hubiera empujado hacia algo de movimiento más
rápido que el de una máquina de escribir.

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Agradecimientos

Gracias a Charlotte Bunch por ayudarme a ganar


una beca de un año en el Instituto de Estudios
Políticos de Washington. Eso me permitió tener
tiempo para escribir este libro. Gracias a Frances
Chapman y Onka Dekkers, que leyeron un
revoltijo sin puntuación y lo desenredaron. Y
gracias a Tasha Burd por redactarlo conmigo
cuando me encontraba a solas.

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Primera parte

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1

NADIE RECUERDA SUS COMIENZOS. Madres y tías nos cuentan de nuestra infancia y
niñez temprana con la esperanza de que no olvidemos el pasado durante el cual
tuvieron absoluto control de nuestras vidas, rogando en secreto para que así las
incluyamos en nuestro futuro.
No supe nada de mis comienzos hasta los siete años, cuando vivía en Coffee
Hollow, un pueblo rural en las afueras de York, en Pennsylvania. Un camino sucio
unía casas cubiertas de tela asfáltica llenas de niños con las caras sucias de barro, y el
aire estaba siempre cargado con el aroma del café recién molido en el pequeño
comercio que daba su nombre al lugar. Uno de aquellos niños de cara sucia era
Brockhurst Detwiler, Broccoli para abreviar. Por él me enteré de que era hija natural.
Broccoli no lo sabía, pero él y yo hicimos un pacto que me costó la ignorancia.
Un fresco día de setiembre, después de salir de la escuela Violet Hill, Broccoli y
yo volvíamos juntos a casa.
—Eh, Molly, tengo que hacer pis. ¿Quieres verme?
—Claro, Broc.
Él desapareció detrás de las matas y se bajó la cremallera del pantalón haciendo
un floreo.
—Broccoli, ¿qué es toda esa piel que te cuelga alrededor del pito?
—Mamá dice que todavía no me la han cortado.
—¿«Cortado»?
—Mamá dice que algunas personas se hacen esa operación para sacarse la piel, y
que tiene algo que ver con Jesús.
—Me alegra que nadie pueda cortarme nada.
—Eso crees tú. A mi tía Luisa le cortaron una teta.
—Yo no tengo tetas.
—Las tendrás, y serán grandes y te colgarán como a mi madre. Le cuelgan hasta
más abajo de la cintura y se bambolean cuando camina.
—A mí no me pasará eso. No pienso tener nada parecido.
—Pues lo tendrás; todas las chicas se ven de ese modo.
—Cállate o te golpearé hasta romperte los morros, Broccoli Detwiler.
—Me callaré si tú no le dices a nadie que me has visto la picha.
—¿Y qué hay de especial en eso? Todo lo que tienes es un montón de arrugas
rosadas que le cuelgan alrededor. Es fea.
—No es fea.

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—Ja. Es horrible. Piensas que no es fea porque es la tuya. Ningún otro tiene un
pito como ése: ni mi primo Leroy, ni Ted, nadie. Apuesto a que es único en el mundo.
Tendríamos que ganar dinero con él.
—¿Dinero? ¿Cómo vamos a hacer dinero con mi pito?
—Después de clase podemos traer aquí a los chavales y exhibirlo, cobrando cinco
centavos.
—No, no se lo voy a mostrar a nadie si se tienen que burlar de mí.
—Mira, Broc, el dinero es el dinero. ¿Qué te importa que se rían? Cuando tengas
tu dinero serás tú quien se ría de ellos. Y nos repartiremos a medias las ganancias.
Al día siguiente, durante el recreo, hice correr la noticia. Broccoli no decía nada.
Yo temía que se hubiera acobardado, pero logró sobreponerse. Después de las clases,
nos fuimos (éramos unos once en total) de prisa a los bosques que estaban entre la
escuela y la cafetería; una vez allí, Broc se desnudó. Obtuvo un gran éxito. La
mayoría de las niñas no había visto nunca un pito de regulares proporciones, y el de
Broccoli era tan repugnante que las hizo gritar de placer. Broc parecía un tanto
inexperto en el manejo de su miembro pero, con gran presencia de ánimo, consiguió
mantener la cabeza afuera hasta que todos sintieron su curiosidad satisfecha.
Ganamos cincuenta y cinco centavos.
La novedad se difundió por los otros cursos, y durante una semana Broccoli y yo
vimos florecer nuestro negocio. Yo compré regaliz rojo y lo repartí entre todos mis
amigos. El dinero era poder. Cuanto más regaliz rojo se tenía, más amigos se
conseguían. Leroy, mi primo, trató de entremeterse en el negocio exhibiéndose
también él, pero fracasó por no tener piel. Para que no se sintiera mal le di quince
centavos de nuestras ganancias cotidianas.
Nancy Cahill iba todos los días después de clase a mirar a Broccoli, apodado «la
picha más rara del mundo». Una vez esperó a que todos los otros se hubieran
marchado. Nancy era toda pecas y manchas rosadas. Reía como una tonta cada vez
que veía a Broccoli, y ese día le preguntó si podía tocarlo. Él asintió estúpidamente.
Nancy lo cogió y dio un chillido.
—Basta, Nancy, ya está bien. Puedes gastarlo y tenemos otros clientes que
satisfacer.
Eso la desconcertó y se marchó a su casa.
—Escucha, Broccoli, ¿qué brillante idea es esa de dejar que Nancy te toque
gratis? Eso debería valer por lo menos diez centavos. Podríamos hacer que los
chavales lo tocaran por esa cifra y si quieres, luego que todos se marcharan, Nancy
podría hacerlo gratis.
—Trato hecho.
El nuevo giro de los acontecimientos atrajo a la mitad de la escuela al bosque.
Todo marchó bien hasta que Earl Stambach nos denunció a la señorita Martin, la
maestra. Ella se puso en comunicación con Carrie y con la madre de Broccoli y el
negocio terminó.

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Al llegar a casa aquella noche, escuché los aullidos de Carrie desde el mismo
umbral de la puerta:
—Molly, ven aquí sin perder un minuto. —El tono de su voz me indicó que la
correa me estaba esperando.
—Ya voy, mamá.
—¿Qué es lo que me han dicho que hacéis tú y Brockhurst Detwiler en el bosque?
No me mientas, porque Earl le ha dicho a la señorita Martin que vais allí todas las
noches.
—Yo no hice nunca nada con él, mamá.
Lo cual era cierto.
—No me mientas, mocosa insolente. Sé que estuviste allí manoseando a ese débil
mental. Y delante de todos los otros niños del pueblo.
—No, mamá, de veras, no lo hice. —No tenía sentido decirle qué había hecho en
realidad; no me hubiera creído. Carrie suponía que todos los niños mentían.
—Me has avergonzado ante todos los vecinos, y he decidido echarte de esta casa.
Tú y tus grandes aires, entrando y saliendo de la casa a tu antojo, leyendo esos libros
y dándote importancia. Eres la más indicada para engreírte, doña presumida, después
de jugar en el bosque con el badajo oxidado de ese mocoso. Bueno, tengo noticias
para ti, marranita, que te crees tan avispada. No eres tan extraordinaria como crees, y
tampoco eres mía. Y ahora que sé a qué te dedicas, no te quiero. ¿Quieres saber quién
eres, doña lista? Eres la hija natural de Ruby Drollinger, ni más ni menos. Ahora
veremos si sigues andando con la nariz levantada.
—¿Quién es Ruby Drollinger?
—Tu verdadera madre. Y era una puta, ¿me oyes, Molly? Una puta vulgar y sucia
que se hubiera acostado hasta con un perro con tal de que moviera bien el culo.
—No me importa. No tiene importancia de dónde he salido. Estoy aquí, ¿no?
—Sí que tiene importancia, ya lo creo que sí. Los hijos del matrimonio tienen la
bendición del Señor; los que han nacido fuera de él son execrados por bastardos. Ahí
tienes la diferencia.
—No me importa.
—¿Ah, no? Pues tendría que importarte, imbécil. Veremos adonde te llevan todos
tus libros y tus bellos modales cuando la gente sepa que eres una bastarda. Y además
actúas como tal. La sangre tiene más fuerza que nada, y la tuya lo demuestra. Terca
como Ruby y meneándosela en el bosque a ese idiota de Detwiler. ¡Bastarda!
El rostro de Carrie estaba congestionado y las venas del cuello parecían a punto
de estallar. Era lo mismo que ver una película de terror con una mujer como única
protagonista, que simultáneamente nos golpeaba a la mesa y a mí. Me tomó por los
hombros sacudiéndome como un perro a una muñeca de trapo.
—¡Malvada, bastarda, puta! Viviendo en mi casa, bajo mi mismo techo. Te
hubieras muerto en aquel orfanato si yo no te hubiera sacado de allí y te hubiera
criado. Tú vienes aquí, comes mi comida, me haces correr detrás de ti, para luego ir y

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deshonrarme. Será mejor que te corrijas, niña, o te arrojaré al lugar de donde saliste:
el arroyo.
—Sáqueme las manos de encima. Si usted no es mi madre, sáqueme sus malditas
manos de encima.
Salí corriendo y me precipité por los campos de trigo hasta llegar al bosque. El
sol ya se había ocultado y sólo quedaba en el cielo una pincelada rosa.
Soy una bastarda. Bueno, ¿y qué? No me importa. Carrie trata de asustarme.
Siempre intenta infundirme miedo. Al diablo con ella y con todos los demás, si me
van a señalar por eso. Maldito sea Broccoli Detwiler y su horrible pito. Me metió en
este enredo, y tenía que pasar esto precisamente cuando estábamos ganando dinero. A
Earl Stambach le daré tal paliza que se acordará siempre, aunque sea lo último que
haga en mi vida. Sí, mamá me hará picadillo por eso. Me pregunto quién más sabrá
que soy bastarda. Apuesto a que «Gramófono» lo sabe, y si Florence «Gramófono» lo
sabe, entonces lo sabe todo el mundo. Apuesto a que todos lo encubren como cluecas
sentadas sobre sus huevos. Bien; no pienso volver a esa casa para que se rían de mí y
me miren como a un monstruo. Me voy a quedar aquí en el bosque y voy a matar a
Earl. Mierda. ¿Lo sabrá el estúpido de Broc? Dirá que fui yo la que lo impulsó y se
escabullirá. Cobarde. Cualquiera con un pito como el suyo tiene que ser un asqueroso
cobarde. ¿Lo sabrá alguno de los niños? Puedo enfrentarme con «Gramófono» y con
mamá, pero no con la pandilla. Bueno, si esto tiene para ellos alguna importancia,
que se vayan también al cuerno. No puedo entender por qué es una cosa tan terrible.
¿A quién le importa cómo llegó uno al mundo? No me importa, de veras, no me
importa. He nacido, y eso es lo que cuenta. Estoy aquí. Diablos, mamá estaba
literalmente aullando. Furiosa, a punto de explotar. No voy a volver allí. No voy a
volver a ningún lugar donde eso marque una diferencia. Además, de ahora en
adelante me lo echará en cara. No hay más que ver cómo todavía hoy me echa en cara
aquella vez que di de puntapiés en las espinillas a la abuela Bolt cuando tenía cinco
años. Me voy a quedar en el bosque. Puedo alimentarme de nueces y bayas, aunque
las bayas no me gustan porque están llenas de garrapatas. Supongo que con las
nueces tendré bastante. Tal vez pueda matar conejos, aunque Ted me dijo que están
llenos de gusanos. Gusanos, qué asco, no pienso comer gusanos. Me quedaré aquí en
el bosque y me moriré de hambre, eso es lo que haré. Entonces mamá sentirá
haberme gritado de esa forma y haber armado todo ese escándalo por mi nacimiento.
Y eso de llamar puta a mi verdadera madre… ¿Cómo será ella? Tal vez me parezco a
alguien. No me parezco a ninguno de los de casa, ni a los Bolt ni a los Wiegenlied. A
ninguno de ellos. Tienen todos ojos grises y una piel más que blanca. Alemanes, eso
es lo que son; todos alemanes. Y Carrie no arma ningún follón por eso. Todos los
demás son malos, los judíos y el resto del mundo. Por eso me odia; apuesto a que mi
madre no era alemana. A mi madre no debo de haberle importado mucho, ya que me
dejó con Carrie. ¿Habré hecho algo malo? ¿Por qué me dejó de esa forma? Quizás
ahora sí podría abandonarme por haber exhibido el pito de Broccoli, pero cuando era

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pequeñita, ¿cómo pude haber hecho algo malo? Ojalá nunca me hubiera enterado de
esto. Ojalá Carrie Bolt se muriera ahora mismo. Eso es exactamente lo que deseo. No
voy a volver allí.
La noche cayó sobre el bosque y pequeños animales invisibles empezaron a
pasearse en la oscuridad. No había luna. Aquel color negro me impedía ver más allá
de mis narices y el aire estaba lleno de ruiditos y sonidos extraños. Del viejo estanque
que estaba más abajo, junto a los pinos, subió una ola de frío. Tampoco pude
encontrar nueces; estaba todo demasiado oscuro. Todo lo que encontré fue un nido de
arañas. Eso logró hacerme cambiar de opinión. Decidí volver a casa pero sólo hasta
ser lo suficientemente mayor para encontrar un empleo y largarme de aquel sumidero.
A tientas, tropezando, busqué el camino de mi casa y abrí la desvencijada puerta.
Nadie me esperaba; se habían acostado todos.

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2

LEROY ESTABA SENTADO en medio del sembrado de patatas sacándose una


garrapata del ombligo. Se parecía al Baby Huey de las historietas cómicas y era casi
tan estúpido como él, pero era mi primo y yo lo quería como una tonta. Nos habían
mandado allí a sacar bichos de las patatas, pero el sol estaba alto y ambos nos
habíamos cansado de aquella tarea. Las mujeres estaban en la casa y los hombres
trabajaban afuera. Era el verano de 1956, y nos iba tan mal que teníamos que vivir
con los Denman en Shiloh. Yo no sabía que nos iba mal; además, me gustaba estar
allí con Leroy, Ted y todos los animales.
Leroy tenía once años, mi misma edad. Teníamos también la misma altura, sólo
que él era gordo y yo delgada. Ted, el hermano de Leroy, tenía trece años y su voz
estaba cambiando. Trabajaba en la estación de Esso, de modo que Leroy y yo
teníamos que encargarnos de los bichos de las patatas.
—Molly, no tengo ganas de seguir buscando bichos. Tenemos dos jarras llenas;
vayamos a casa de la señora Hershener y pidámosle soda.
—Muy bien, pero tenemos que bajar por la hondonada donde Ted averió el
tractor, o mi madre nos verá y nos hará volver a trabajar.
Nos deslizamos por la hondonada, pasamos junto al tractor herrumbrado y
salimos, bordeando el caño de desagüe, al otro lado del camino de tierra. Después
corrimos sin parar hasta el pequeño colmado de la señora Hershener que tenía en la
puerta un desteñido anuncio de soda Nehi con un termómetro.
—Mira quiénes vienen: Leroy y Molly. ¿Habéis estado ayudando a vuestras
madres allá en la colina, niños?
—Sí, señora Hershener —replicó Leroy con voz monótona—. Hemos pasado
todo el día recogiendo bichos para que las patatas crezcan bien.
—Sois un encanto de criaturas. ¿Qué os parece una pastilla de chocolate para
cada uno?
—Gracias, señora Hershener —dijimos al unísono.
—¿Puedo comprar un helado de frambuesa por un centavo?
Cogí mi helado y salí al sol de junio. Leroy me siguió con su chocolate y nos
sentamos en los gastados tablones de madera del porche. Descubrí una caja de pasas
vacía casi en perfecto estado, salvo la tapa, que estaba rota, oculta entre las virutas
iridiscentes de papel brillante.
—¿Para qué la quieres?
—Tengo mis planes. Espérate y verás.
—Sé buena, Molly; dímelo y te ayudaré.

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—Ahora no puedo. Mira, ahí viene Bárbara Spangenthau, y ya sabes cómo es.
—Sí, está bien; será un secreto.
—Hola, Bárbara, ¿cómo te va?
Barbará murmuró algo sobre un kilo de pan y desapareció en el interior de la
tienda. Era judía y Carrie nos repetía a cada momento a Leroy y a mí que no nos
acercáramos a ella. No tenía por qué haberse tomado la molestia. Nadie quería
acercarse a Bárbara Spangenthau porque siempre se entretenía metiéndose las manos
bajo los pantalones y, lo que era peor, olía. Hasta los quince años pensé que ser judío
quería decir ir con la mano metida bajo los pantalones.
Bárbara salió del colmado. Era aún más gorda que Leroy; con los brazos cargados
de pan empezó a bajar por el sendero de madreselvas.
—Eh, Bárbara, ¿has visto hoy a Earl Stambach?
—Estaba en el estanque. ¿Por qué?
—Porque tengo algo para él. Si lo ves, le dices que lo estoy buscando, ¿me oyes?
Bárbara, sintiéndose importante por el encargo, echó a correr camino abajo.
Como vivía muy cerca de los Stambach, era muy probable que pudiera transmitir el
mensaje.
—¿Para qué quieres hacerle un regalo a Earl Stambach? Pensé que le odiabas
desde siempre.
—Le odio, y el regalo que le tengo preparado es algo muy especial. ¿Quieres
venir conmigo mientras lo busco?
Leroy no cabía en sí del entusiasmo y me siguió por el campo como un patito a su
madre, charlando todo el tiempo sobre la clase de regalo que sería. Llegamos al
bosque, donde casi hacía frío, y busqué en la tierra. Leroy también miraba, pero sin
saber qué tenía que buscar.
—¡Lo encontré! Ahora verá.
—No veo más que un montón de cagadas de conejo. ¿Qué vas a hacer? Vamos,
dímelo.
—Confórmate con mirar, Leroy, y cierra el pico.
Cogí un puñado de excrementos pequeños y redondos y los puse en la caja de
pasas.
—¿Te acuerdas de las pasas secas que Florence tenía en el corredor de atrás? Ve
allí, roba un puñado y regresa aquí de inmediato.
Leroy salió como un camión de los que llevan cemento, con toda su mole
brillando bajo el sol de la tarde. En diez minutos estaba de regreso con un precioso
puñado de pasas auténticas. Las puse en la caja y sacudí con fuerza el contenido.
Después, obligué a Leroy a jurar silencio eterno y me dirigí por el bosque hasta el
estanque de Carmine, en busca de Earl Stambach. Estaba allí sentado, sosteniendo un
palo que le servía como caña de pescar, en espera de que un pez inexistente picara un
anzuelo sin camada. Earl era un imbécil. El único modo en que había conseguido
aprobar cuarto grado había sido haciendo de correveidile para la maestra. Estábamos

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a punto de entrar en sexto y todavía no lograba pasar del cinco en las tablas de
multiplicar. Florence decía que, como los Stambach tenían tantos hijos y ninguno
comía lo suficiente, el cerebro de Earl estaba muerto de hambre. A mí no me
importaba mucho la razón por la que era estúpido; con odiarle ya tenía suficiente
ocupación. Se pasaba todo el tiempo delatándome en la escuela por quebrar una u
otra regla. La última vez me enviaron al despacho del señor Beaver por robar pastillas
del cuarto de las provisiones. Eso fue una semana antes de acabar el curso y casi no
apruebo mi quinto grado a causa de aquel asunto. Earl podía ser estúpido, pero había
aprendido a sobrevivir y lo había hecho a mis expensas, el muy hipócrita.
Earl nos oyó y levantó la vista. Una sombra de perplejidad cruzó por su cara. Sin
duda debió pensar que iba a darle una de mis palizas. De modo que sonreí y dije:
—Hola, Earl, ¿pescas algo?
—No, pero hace sólo cinco minutos sentí un tirón fuerte. Tiene que haber sido un
atún, porque era grande.
—No me digas. Debes de ser un pescador consumado.
Earl se rió como un tonto y guiñó involuntariamente el ojo izquierdo. No podía
imaginarse en absoluto lo que le esperaba.
—Earl, he estado pensando que tenemos que dejar de fastidiamos mutuamente.
Tú sabes que no puedo soportar que me jorobes, y yo sé que a ti no te gusta cuando
me haces rabiar y te espero al volver de la escuela. ¿Por qué no cesamos las
hostilidades y nos hacemos amigos? No te pegaré si tú no me delatas cuando
regresemos a la escuela.
—Claro, Molly, claro. Me gustaría que fuéramos amigos y juro sobre un montón
de Biblias que no te delataré nunca más.
—Bueno, entonces, toma; te he traído un pequeño presente para que la tregua sea
legal. Las acabo de comprar en casa de la señora Hershener porque sé que te vuelves
loco por las pasas.
—Gracias, muchas gracias.
Earl me arrebató la caja, rompió lo que quedaba de la tapa, abrió su boca, volcó la
caja sobre ella y de una sola vez tragó la mitad de lo que había dentro. Leroy empezó
a reír. Lo cogí por el brazo izquierdo y le di un pellizco que hubiera destrozado una
naranja.
—Cállate o te daré una patada en el trasero —le susurré.
—No te enfades, Molly, no voy a reírme.
—¿De qué estáis hablando, vosotros dos?
—Oh, comentábamos lo rápido que comes, Earl. Nunca liemos visto a nadie
comer tan rápido. Debes de ser el más rápido de todo el condado de York. Apuesto a
que puedes acabar con el resto de la caja en medio segundo. ¿No crees, Leroy?
—Sí, Earl Stambach es de veras rápido. Hasta come más rápido que mi padre.
Earl se envaneció con todas esas alabanzas y se envalentonó.
—Oh, puedo hacerlo en menos de medio segundo. Fijaos.

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Un tremendo bocado, y la caja de pasas, vacía, fue a parar al estanque. Earl estaba
radiante y se sentía genial.
—Earl, ¿qué gusto tenían las pasas?
—Sabían a pasas, aunque eran algo blandas y amargas.
—¿Blandas? ¡Qué cosa más rara!
Leroy tuvo una explosión de risa y se dejó caer sobre la hierba, junto al estanque.
—Earl, qué estúpido eres. ¿Sabes lo que te has comido, pedazo de idiota? Molly
te dio una caja llena de cagarrutas de conejo mezcladas con pasas.
La cara de Earl se contrajo.
—No habrás hecho eso, ¿eh, Molly?
—Puedes apostar a que sí, cara de pedo maloliente. Y la próxima vez que me
denuncies voy a hacer algo mucho peor que eso, de modo que déjame en paz y que
esto te sirva de lección.
Di un paso amenazador en su dirección para impresionarlo aún más, pero Earl
estaba tan verde que no se preocupaba por el exterior de su cuerpo.
—Nunca más te delataré. Lo prometo, de veras. Te lo juro por la cruz, y si no, que
me muera.
—Morir es la palabra exacta. Y será mejor que te cosas tus asquerosos labios,
porque si llegas a decir una sola palabra de que te hice comer cagarrutas de conejo,
morirás. Vámonos, Leroy; dejémoslo lleno de mierda.
Nos escurrimos por entre los pinos, y Leroy se reía tanto que apenas podía tenerse
en pie. Al llegar al borde de la colina me volví para mirar a Earl que había quedado
abajo, junto a la orilla del estanque, vomitando y llorando al mismo tiempo. «Le está
bien —pensé—. Le está muy bien y lo tiene merecido. ¿Y cómo es posible que no me
sienta contenta?».
—No te molestará más, Molly; esta vez lo has conseguido.
—Cállate, Leroy, cállate.
Leroy se detuvo un instante para mirarme con asombro. Después se encogió de
hombros y dijo:
—Mejor será que volvamos a casa antes de que Carrie y «Gramófono» vengan a
buscarnos.

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3

EL VERANO DE MI VENGANZA fue también el verano en que murieron las cosechas y


en que murió Jennifer. Jennifer era la madre verdadera de Leroy. Era alta y con una
cara como la de las señoras que había dibujadas en los libros de las escuelas
dominicales. Sus ojos eran tan grandes que una no veía otra cosa cuando la miraba a
la cara. Yo la llamaba tía Jenna, aunque en realidad no lo era, pero tampoco ninguno
de los otros era de mi familia. Aquel verano fue pletórico de malos acontecimientos,
y el primero de ellos ocurrió cuando a Ep lo hirieron con un cuchillo.
Pocos días después de que yo le hubiera dado a Earl su merecido, Ep, el marido
de Jennifer, llegó a la casa ensangrentado. La sangre le corría por la cara y sólo se
detenía al tropezar con el espeso pelo, rubio y rizado, de su enorme pecho. Jennifer
dio un grito al verlo, y Florence corrió a la cocina a buscar un tazón con agua fría.
Pese a todos sus defectos, Florence era siempre la primera en darse cuenta de qué
hacía falta en cualquier situación. Mi padre, Carl, toda; vía no había vuelto a casa, de
modo que sólo estábamos allí las mujeres y los niños… y Ep bañado en sangre y tan
enfurecido que creí que se le achicharrarían los sesos. A Leroy casi se le salieron los
ojos de las órbitas cuando vio a su padre en semejante estado. Ep ni siquiera notó que
los dos estábamos allí, observándole boquiabiertos. Ted hizo sentar a su padre en una
silla y Florence regresó a la habitación con una palangana, trapos y aire de mando.
—Reclina la cabeza, Ep, y deja que te limpie la sangre de la cara. Molly, ve a la
cocina y coge gasas y desinfectante. Leroy, ve a la bomba a sacar más agua para tu
padre. Tú siéntate, Jennifer, pareces un espectro. Ahora, Ep, quieto. Sé que te hace
daño, pero procura no moverte… No te va a doler tanto como cuando te hirieron la
primera vez.
Ep cedió y echó la cabeza hacia atrás, contrayéndose cada vez que el trapo tocaba
sus heridas. Sólo lo habían trinchado, no destrozado.
—Ep —dijo Jennifer en voz baja—, cariño, ¿qué ocurrió? Otra vez perdiste los
estribos, ¿no es eso?
La rabia de Ep empezó a evaporarse y respondió con voz calma:
—Sí, fui y perdí la cabeza, pero no pude evitarlo, y ni siquiera había tomado un
trago. Ni uno, lo juro.
Florence le dirigió una mirada de reproche pero prosiguió con su tarea.
—Molly, vete con tía Jenna y que te enseñe a hacer tampones con esparadrapo.
Haz muchos, porque tu tío tiene agujeros grandes como bocas.
Leroy entró despacio en la habitación y depositó un tazón con agua sobre el
mantel.

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—Eh, papá, ¿te cargaste al tipo que te puso así? ¿Te lo cargaste, papá?
—Leroy, me gustaría que no hicieras esas preguntas de un modo tan alegre —
suplicó Jennifer. Parecía vieja, muy vieja a veces, y ésta era una de esas ocasiones. El
color había desaparecido por completo de su cara; las líneas que partían de su labio
superior estaban tirantes y le daban un aspecto extraño. Estaba a dos semanas de tener
otro niño. Parecía una abuela que hubiera tragado un globo, y Carrie decía que
Jennifer sólo tenía treinta y tres años.
—¿Por qué te has peleado esta vez? —preguntó.
—Por los niños, con ese bastardo de Layton.
Esa palabra me acobardó. ¿Por qué cuando una persona era mala le decían
bastardo? Enrojecí y no me animé a levantar la vista de los vendajes por miedo a que
alguien notara mi rubor. Ep continuó:
—Layton entró en la tienda pavoneándose como un gallo de pelea porque su hijo
Phil ha conseguido una plaza en West Point. Después me echó una mirada de soslayo
y me preguntó por mis hijos. Bueno, le dije que tanto Ted como Leroy irán también a
la academia. Después de todo, soy un veterano, me han dado una medalla y no van a
rechazar a mis hijos cuando les llegue el momento de ir. No pueden negar la entrada a
los hijos de los heridos de guerra. Entonces Layton estalló en carcajadas y dijo que
ser el hijo de un idiota herido en la guerra no significa que puedan llegar a un lugar
tan alto como West Point. Y agregó que todos en la colina saben que mis hijos son tan
idiotas que no pueden distinguir entre culo y hombro. Bueno, Jenna, no pude
aguantar más. Le dije que su hijo Phil no merece pertenecer al ejército, que es un
marica que se sienta para mear… Entonces nos peleamos y le di una tremenda paliza.
Luego me atacó con un cuchillo, y no hay nada más que decir.
—Hay mucho más que decir —intervino Florence—. La poli va a venir y te
llevará si te enredas en peleas como un matón cualquiera. ¿Cómo dejaste a Layton?
No lo mataste, supongo.
—No, no lo maté aunque me hubiera gustado retorcerle el pescuezo hasta que la
lengua le llegara al suelo. Carl pasó por allí de regreso a casa y nos separó. Ahora
está tratando de hacer las paces con Layton. Ya sabes que Carl es tan bueno que
puede hacer que cualquiera vuelva a sentirse bien. Me envió a casa porque de nada
servía que me quedara.
Jennifer se levantó para dar un vistazo a las judías que se cocían en el hornillo. Ep
tenía la cabeza baja y contemplaba el polvo de sus zapatos.
—Cariño —gritó—. Nuestros hijos no son estúpidos. Serán buenos, ya verás. Con
eso me sentiré mejor que si hubiera molido a golpes a Layton.
Jennifer se volvió, dejó el agua hirviendo y regresó a la habitación para darle un
beso.
—Claro, serán muy buenos, pero no creo que tus peleas les sirvan de ejemplo.
Una tímida sonrisa se esbozó en la cara de Ep y, poniendo sus manos sobre el
vientre hinchado de Jennifer, le besó la mano.

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Carl abrió la puerta e hizo una gran demostración, a la que todos respondimos con
gritos y aplausos, arrojando su gorra gris de trabajo a la percha de los abrigos. Traía
bajo el brazoun gran trozo de carne envuelto en un grasiento papel. Al sonreír, su
diente de oro resplandeció.
—Esta noche tendremos estofado de cordero. Se quedó sin vender y lo he traído a
casa. De modo que a buscar zanahorias y apio para preparar el estofado.
Carrie se acercó a Carl y le susurró algo al oído. Él le palmeó el hombro y le dijo
que todo marchaba bien.
Yo corrí y salté para colgarme de su cuello.
—Vamos, papá, hazme dar vueltas hasta marearme.
—Muy bien. Piloto a copiloto: ahí vamos…
Carl trabajaba duro y su cuerpo robusto y musculoso mostraba la huella de los
años, en forma diferente a la de Jennifer, pero ya estaba algo encorvado.
Cuando acabó conmigo se dirigió a Ep y le preguntó cómo se sentía. Ep lo miró
como un hijo a su padre, aunque Carl sólo era diez años mayor que él.
—La cena está a punto, familia. Despejad esa mesa y sacad de en medio esos
trapos ensangrentados —anunció Carrie más tarde.
El estofado llegó humeando a la mesa, y Leroy y yo nos disputamos el lugar que
quedaba junto a Carl. Jennifer y Ep se miraron todo el tiempo por encima de la mesa,
y Florence habló más que nunca, aunque sin agresividad en la voz. Quería limar
asperezas. Leroy se olvidó de robar carne de mi plato y Carrie rió de todo lo que le
decía Carl. Él habló más de lo que yo recordaba haberle oído en mi vida. Contó
anécdotas de Sure Mike, el hombretón para el que trabajaba en la carnicería, e hizo
bromas sobre el presidente de los. Estados Unidos. Los mayores festejaron éstas más
que ninguna otra cosa, pero yo no entendí nada. En la escuela nos decían que el
presidente era el mejor hombre de todo el país, pero yo sabía que el mejor era mi
padre, sólo que el país no estaba enterado. Supuse que Carl tenía derecho a burlarse
del presidente. De todos modos, ¿cómo sabía yo que el presidente era una persona
real? Nunca lo había visto más que en fotografías de los periódicos, y podían ser
falsas. ¿Cómo se puede saber si una persona es real si no se la ha visto?

JENNIFER PERDÍA PESO en vez de aumentar como se supone que sucede cuando una
va a tener un niño, pero ella estaba tan próxima al alumbramiento que nadie se fijó
mucho, salvo Carrie. Cuando llegó el momento de que Jennifer fuera al hospital
George Street, las cosas parecían bastante normales. Tuvo el niño, al que dio el
nombre de Carl —como mi padre—, pero la criatura sólo vivió dos días. Ella no
volvió a casa. Los mayores nos prestaban menos atención que de costumbre. Al
volver de la letrina, me detuve en el porche y oí hablar a Florence, Carrie y Ep. Era
una noche húmeda y calurosa. Leroy estaba en el porche escupiendo semillas de
melón, de modo que nos sentamos juntos y escuchamos.

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La voz de Ep sonaba como una confusa audición de radio. Hasta sonaba peor que
cuando lo habían herido.
—Carrie, ella nunca me habló de dolores. Nunca me dijo nada. Si me hubiera
hecho saber cómo se sentía, la hubiera llevado a que la visitara un médico.
Florence le respondió con una voz muy calma que, sin embargo, conservaba su
aspereza.
—Mi hija Jennifer nunca fue persona que pensara en ella antes que en los demás.
Creía que los doctores eran demasiado caros y que todo lo que le aquejaba tenía que
ver con el niño, de modo que pasaría pronto. No te culpes, Ep. Hizo lo que consideró
correcto y Dios sabe que aquí, aun trabajando todos, apenas nos alcanza para
subsistir. Jennifer pensaba en eso.
—Soy su marido. Debió decírmelo. Mi obligación es estar al tanto de las cosas.
Carrie intervino.
—Las mujeres a menudo sufren enfermedades que ocultan a sus maridos. Jennifer
callaba más que la mayoría en ese aspecto. Me dijo que tenía dolores pero, ¿cómo
íbamos a imaginar nosotros que estaba atacada de cáncer? Ella no lo sabía. Uno no
sabe esas cosas.
—Va a morir. Sé que morirá. Cuando uno lo tiene extendido por todo el cuerpo
como ella, no puede vivir.
—No, no hay forma de que pueda vivir. Esas cosas están en las manos del Señor.
—La voz de Florence era decidida. El destino era el destino. Si Dios quería a
Jennifer, la tendría. Carrie amplió el argumento—: «El Señor me lo ha dado, el Señor
me lo ha quitado». El nacimiento y la muerte no son de nuestra incumbencia.
Tenemos que seguir viviendo.
Leroy me miró y me asió del brazo.
—Molly, Molly, ¿qué quiere decir que mamá tiene cáncer? ¿De qué hablan?
Dime de qué hablan.
—No lo sé, Leroy. Dicen que tía Jenna va a morir. —Me hacía daño la garganta,
como si tuviera en ella un bulto ardiente, y tomando la mano de Leroy le dije al oído
—: Que no sepan que lo sabemos. No podemos hacer nada, salvo no estorbarlos y ver
qué pasa. Tal vez se equivocan y pronto vuelva a casa. La gente comete errores a
veces.
Leroy empezó a llorar y yo lo llevé afuera, donde crecían las habas, para que
nadie nos oyera. Leroy sollozaba:
—No quiero que mi mamá muera.
Lloró hasta cansarse y después se durmió. Ni siquiera le molestaban los
mosquitos. Después de un rato, Carrie nos llamó para que entráramos, de modo que
alcé al gordo y pesado Leroy y lo llevé a rastras hasta la casa. Allí lo acosté en su
pequeña cama metálica. Leroy dormía en la misma habitación que Ted, y yo, con
Carrie y Carl, en mi cama. Hubiera preferido dormir con Leroy, pero los mayores

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decían que eso no estaba bien, aunque yo no entendía en absoluto por qué,
especialmente esa noche.
—Mamá, déjame que me quede aquí con Leroy. Sólo esta noche, mamá, por
favor.
—No, no puedes dormir aquí con los niños, y Ted ya está tan crecido que hasta
empieza a cambiar de voz. Ve donde te corresponde. Cuando crezcas, comprenderás.
Hizo que me retirara, y di una última mirada al pobre Leroy, medio atontado y
con los ojos rojos e hinchados. Él estaba demasiado cansado para protestar y volvió a
caer en sopor.
Debió de decírselo a Ted, porque al día siguiente mi primo mayor estaba más
retraído que de costumbre y sus ojos se veían también enrojecidos.
Una semana después, Jenna había muerto. Toda la población asistió al funeral, y
la gente estaba impresionada por la cantidad de flores. Ep se arruinó con el ataúd.
Quiso el mejor que hubiera y no hubo quien le hiciera cambiar de idea. Decía que si
su mujer tenía que morir, debía hacerlo en forma adecuada. Florence se encargó de
todo. A Leroy, Ted y a mí se nos prohibió hacer acto de presencia durante los
preparativos, cosa que estuvo bien. Todos nos pusimos lo mejor que teníamos en
honor de la muerta. Leroy y Ted llevaban corbata de lazo, y papá y Ep se habían
puesto corbatas largas y abrigos que no hacían juego con sus pantalones, pero que de
todos modos eran abrigos. Carrie me atavió con un vestido horrible lleno de
crinolinas rasposas y con zapatos de cuero. Por lo menos Jennifer no tenía que pasar
ya por el tormento de vestidos que hacían escocer la piel. Yo pensaba que estaba peor
que el cadáver. El servicio se prolongaba interminablemente; el pastor se exaltó al
hablar ante el féretro sobre las alegrías del paraíso. Cuando bajaron a tierra aquel
cajón resplandeciente, Florence se desvaneció, musitando «hija mía». Carl la sostuvo
e hizo que se mantuviera de pie. Ep tenía a Ted y Leroy de la mano, sin mover un
músculo. Miraba fijamente aquel hueco y no decía palabra. Leroy procuraba por
todos los medios no empezar a aullar de nuevo, y yo me concentraba en el remolino
que remataba su cabello alisado para no echarme a llorar y mostrarme como una
grandullona. El vestido no me ayudaba para nada, aunque de todos modos es más
fácil llorar con un vestido que con pantalones.
Después de que el ataúd quedó cubierto por la tierra regresamos todos a casa.
Vecinos y parientes que venían de lugares tan alejados como Harrisburg habían traído
comida. No sé por qué, ya que nadie tenía apetito. Ep recibía a la gente con dolorosa
dignidad y Florence casi disfrutaba de la atención que se le dispensaba como madre
de la fallecida, aunque se sentía apenada al mismo tiempo.
Cuando oscureció, la gente empezó a marcharse hasta que por último quedamos
solos. Carrie tendió la mesa para intentar que los niños comiéramos algo. Carl cogió
el pan de frutas y puso una buena rebanada en mi plato.
—Las cerezas confitadas están cortadas en trocitos rojos. Prueba un bocado, es
muy bueno.

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—No tengo ganas de comer, papá. No tengo apetito. —Di varias vueltas a la
comida en el plato para hacer ver que había comido un poco. Poco después
despejamos la mesa y nos acostamos.
Antes de ir a mi cuarto pasé por la habitación de Leroy y Ted. Entre las dos
camas, sobre la pared, colgaba una hermosa tela de satén bordado, que habían cogido
del ataúd. La leyenda decía «madre», y sobre ella había rosas rojas bordadas. Leroy
estaba bajo las mantas; lo único que se veía de él eran sus enormes ojos. Ted estaba
sentado en su cama.
—Hola, muchachos, he venido para deciros buenas noches. Esa inscripción queda
muy bonita ahí. Tal vez mañana podamos bajar al estanque o algo así. Tal vez
podamos hacer algo los tres juntos.
Ted me miró con la expresión de un hombre viejo.
—Claro. Me dijeron que no tenía que ir a la estación de Esso mañana. Iré contigo
al estanque.
Leroy no dijo nada y empezó a llorar otra vez.
—Quiero a mi mamá. Dijeron que Dios se la había llevado. Mentirosos de
mierda. Dios no hace cosas malas como ésa, y si las hace, no me gusta. Si es tan
bueno, que me devuelva a mi madre.
Siguió gimoteando, insistiendo en el mismo tema, y Carrie entró enérgicamente
en el cuarto. Se sentó en la cama y tomó a Leroy en sus brazos para calmarlo. Le
soltó una perorata sobre Dios y cómo nosotros no podemos conocer sus planes
porque sólo somos personas y las personas son tontas comparadas con Dios
Todopoderoso. Leroy dejó de sollozar. Carrie se puso de pie y me dijo que me fuera a
la cama y dejara solos a los muchachos. Leroy me miró, pero sólo pude alzar las
manos porque ella se mantenía inconmovible en ese aspecto: yo no debía quedarme
allí. Ted se recostó en su cama, cerró los ojos, y me pareció cien años mayor. Carrie
apagó la luz y ya no se oyó ningún otro ruido.
No me quedé en cama mucho tiempo. No podía dormir pensando en tía Jenna
metida bajo tierra. ¿Qué sucedería si abría los ojos y veía sólo oscuridad a su
alrededor y sentía el satén del ataúd? Se asustaría de tal manera que se volvería a
morir. ¿Cómo saben que los muertos no abren los ojos y ven? No saben nada sobre
los muertos. Tal vez tendrían que haberla soltado en una silla junto con otros muertos.
Pero yo había visto una vez una vaca muerta y eso hizo que mis pensamientos
tomaran un rumbo aún peor. ¿Acaso tía Jenna iba a hincharse como esa vaca, a
ponerse negra, a oler y a llenarse de gusanos? No podía pensar en eso, mi estómago
parecía querer salírseme por la boca. Eso les pasa a los animales, a las personas no
puede sucederles lo mismo. ¿También va a sucederme a mí, un día? No, a mí no. No
moriré. No me importa lo que digan, no moriré. No me voy a quedar de espaldas bajo
tierra en oscuridad perpetua. Yo no. No cerraré los ojos. Si los cierro, quizá no vuelva
a abrirlos. Carrie se había dormido, de modo que salté de la cama y me deslicé al
vestíbulo. El papel de las paredes era de un color verde con gardenias blancas

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pintadas, y ya empezaba a gastarse. Mi intención era cruzarlo a todo correr y salir al
porche a contemplar las estrellas, pero no llegué a hacerlo porque Ep y Carl se
encontraban en la sala de estar. Carl tenía abrazado a Ep con los dos brazos y de vez
en cuando le alisaba el cabello o apoyaba su mejilla en la cabeza del otro. Ep lloraba
exactamente igual que Leroy. No pude descubrir qué se decían. Un par de veces pude
oír que Carl le decía a Ep que debía ser fuerte, pues ser fuerte es lo único que se
puede hacer. Yo tenía miedo de que se levantaran y me vieran, de modo que volví a
toda prisa a mi cuarto. Nunca había visto que los hombres se abrazaran. Creía que lo
único que les estaba permitido era darse las manos o pelear. Pero si Carl abrazaba a
Ep, quizás eso no fuera contra las reglas. Como no estaba segura, pensé en
guardármelo para mí y no decirlo nunca. Me alegraba que pudieran tocarse. Tal vez
todos los hombres hacían eso cuando los demás se iban a la cama, de modo que nadie
supiera que su rudeza era sólo para impresionar. O tal vez sólo lo hacían cuando
moría alguien. No estaba segura, y el asunto me preocupaba.
A la mañana siguiente el cielo estaba negro, cubierto de densos nubarrones que
amenazaban tormenta, y tuvimos que quedarnos todo el día en casa. Por fin se desató
la lluvia y volvió a abrirse la gotera sobre la mesa de la cocina, de modo que Ted
salió con unas tablas para repararla. Después de la tormenta el cielo permaneció
oscuro, pero en el horizonte se dibujó un brillante arco iris. Todos lo contemplamos
largo tiempo en silencio, y después volvimos adentro. Ep se quedó en el porche,
mirando el arco iris. Leroy me apostó a que no podría encontrar una olla de oro, y yo
le contesté que era una apuesta estúpida porque con el arco iris ya había suficiente.

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CHERYL SPIEGELGLASS VIVÍA al otro lado del bosque. Su padre era vendedor de
coches usados y tenían más dinero que los del resto del pueblo. Cheryl llevaba
vestidos incluso cuando no necesitaba llevarlos. Yo la odiaba por eso, además de que
siempre estaba dándoles coba a los mayores. Carrie la adoraba y decía que era
idéntica a Shirley Temple y que yo debería tratar de parecerme a ella en vez de
vagabundear por los campos hecha una andrajosa, con los pantalones destrozados y
las camisas sucias. Cheryl y yo habíamos sido amigas desde primer grado, de modo
que a veces jugábamos juntas. Carrie se retorcía de gusto, como un perro con un
hueso, cada vez que yo iba a casa de los Spiegelglass, en parte porque pensaba que
me estaba acercando a la sociedad civilizada y en parte porque esperaba que Cheryl
influyera beneficiosamente en mí. Generalmente Leroy me acompañaba. Ni él ni yo
podíamos soportar a Cheryl cuando sacaba a pasear sus muñecas, de modo que los
días en que le daba por las muñecas nos manteníamos cuidadosamente apartados.
Una vez, Cheryl decidió jugar a las enfermeras y las dos nos pusimos servilletas
en la cabeza. Leroy era el paciente y lo pintamos con yodo para que pareciera herido.
Pero yo no iba a ser enfermera. Si iba a ser algo en la vida, sería médico y daría
órdenes. Me arranqué la servilleta y le dije a Cheryl que yo era el nuevo médico de la
ciudad. Su cara palideció.
—No puedes ser médico. Sólo los chicos pueden serlo. Leroy será el médico.
—Tienes serrín en la cabeza, Spiegelglass. Leroy es más idiota que yo. Voy a ser
el médico porque soy la más inteligente y no importa que sea una niña.
—Ya verás. Crees que puedes hacer lo que hacen los niños, pero serás enfermera,
no hay otra salida. No tiene nada que ver con la inteligencia; la inteligencia no
cuenta. Lo único que importa es si eres hombre o mujer.
Levanté la mano y le di una bofetada. Shirley Temple Spiegelglass no iba a
decirme impunemente que no podría ser médico. Ni ella ni ningún otro. Claro que no
quería ser médico. Iba a ser presidente, sólo que guardaba el secreto para mí. Pero si
quería ser médico, lo sería y nadie iba a contradecirme. Por supuesto, me metí en un
lío. Cheryl fue enfurecida a mostrarle a su madre el labio que yo acababa de partirle.
Ethel Spiegelglass, una gallina clueca, salió volando de la casa y cogiéndome por la
camisa me dijo lo que pensaba de mí, que no era algo demasiado amable. Agregó que
no vería a Cheryl durante una semana. No me importaba. No quería ver a una persona
que negaba mi capacidad de ser médico. Leroy y yo emprendimos el regreso a casa.
—¿Realmente quieres ser médico, Molly?

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—No. Voy a ser algo infinitamente mejor que médico. Si eres médico, tienes que
mirar costras y sangre. Además, la gente sólo conoce tu nombre en un lugar. Yo voy a
ser algo que haga que todos conozcan el mío. Voy a ser grande.
—¿Grande en qué?
—Es un secreto.
—Vamos, dímelo. Sabes que puedes decírmelo; soy tu mejor amigo.
—Te lo diré cuando tengas suficiente edad para votar.
—¿Cuándo será eso?
—Cuando tengas veintiún años.
—Faltan diez. Puedo morirme. Seré viejo. Dímelo ahora.
—No. Olvídalo. De todos modos, sea lo que sea, te aseguro que tendrás una parte
de la torta, así que déjame hacer a mi modo.
Mis palabras calmaron a Leroy, pero guardó su rencor.
Llegamos a casa; Carrie estaba con un humor de mil demonios. De algún modo,
entre el momento en que le había partido el labio a Cheryl y nuestro regreso, se había
enterado de las novedades.
—Mocosa insolente, no puedes comportarte como una persona educada, ¿no es
cierto? Es imposible esperar que actúes como una dama. Eres una atea, eso es lo que
eres. Mira que ir allí y golpear a esa criatura encantadora. ¿Cómo pudiste hacerlo?
¿Cómo voy a asomar la cara por allí después de esto? Y tan poco después de la
muerte de Jenna; no sé cómo pudiste hacerlo. No tienes idea de lo que es el respeto, y
Dios sabe que he tratado de criarte bien. No eres mi hija. Eres un animal salvaje. Tu
padre debe de haber sido un gorila o algo así.
Leroy se quedó desconcertado. Todavía no conocía la verdad de mi origen.
Hubiera podido matar a Carrie por ser tan bocazas en aquel preciso momento. ¿Por
qué tenía que humillarme delante del gordo Leroy? Era ella quien no sentía respeto
por nadie.
Carrie prosiguió echándome en cara mis faltas, incesantemente, añadiéndoles cien
infracciones menores. Iba a hacer de mí una dama aquel verano. Un programa
tremendo: me iba a quedar en casa para aprender a comportarme correctamente,
cocinar, limpiar y coser. El proyecto me aterró.
—Puedo aprender eso por la noche, no tienes por qué hacer que me quede en casa
durante el día.
—Vas a quedarte en casa conmigo, Molly. No saldrás más con esa pandilla de
bandidos. Ese es uno de tus graves errores, y yo puedo corregirlo, a pesar de los
impulsos de tu sangre.
Leroy estaba muy callado junto a la mesa y jugaba con un pliegue del mantel.
Aquello le gustaba tan poco como a mí.
—Si Molly se queda en casa, yo también.
Leroy, te adoro.

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—No te quedarás aquí, Leroy Denman. Eres un niño, de modo que saldrás y
jugarás como se supone que deben hacerlo los niños. No está bien que aprendas
ciertas cosas.
—No me importa. Iré donde vaya Molly. Es mi mejor amiga y mi prima, y vamos
a estar siempre juntos.
Carrie trató de hacer entrar en razones a Leroy, pero él se mantuvo firme hasta
que ella empezó a decirle lo que le sucedería si adoptaba modales femeninos. Leroy
se puso a temblar. Todo el mundo le señalaría con el dedo y se reiría de él. Nadie
jugaría con él si se quedaba conmigo y pronto lo llevarían al hospital y le cortarían el
pito.
Leroy me traicionó.
—Está bien, tía Carrie. No me quedaré en casa.
Me miró con expresión de culpa y absoluta derrota.
Leroy, no eres mi amigo.
Carrie bajó al sótano a buscar jarras y paños de cocina. Mi primera lección iba a
ser la forma de envasar. Antes de que llegara al último escalón di un salto, cerré la
puerta y corrí el pestillo. Ella no lo advirtió hasta que tuvo que salir. Entonces gritó:
—Molly, Leroy, la puerta está cerrada. Abrid.
Leroy estaba terriblemente asustado.
—Molly, déjala salir o nos darán una buena paliza a los dos. Ep se sacará el
cinturón. Déjala salir.
—Si das un solo paso en dirección a esa puerta, Leroy Denman, te degüello.
Cogí el cuchillo de trinchar para demostrar la veracidad de mis palabras. Leroy
estaba entre la espada y la pared.
—¡Molly, déjame salir de este sótano!
—No te abriré hasta que prometas dejarme en paz. No te dejaré salir hasta que
prometas que no tengo que quedarme en casa y aprender a coser.
—No prometeré tal cosa.
—Entonces te quedarás en ese sótano hasta el regreso de Jesucristo.
Al salir di un portazo para que se enterara y saqué a rastras a Leroy. No había
nadie en casa. Florence estaba en el mercado de West York; Ted, en la estación de
Esso; Carl y Ep, cada uno en su trabajo. Nadie podía oír sus golpes contra la puerta ni
sus alaridos, salvo Leroy y yo. Sus gritos sólo impresionaron a Leroy.
—Se está muriendo allí dentro. Déjala salir. Se va a volver ciega con esa
oscuridad. Déjala salir, Molly, por favor.
—Ni se va a morir, ni se va a volver ciega, ni la voy a dejar salir.
—¿Qué quiso decir con eso de que no eras su hija sino un animal?
—No sabe lo que dice. Desvaría; no le prestes atención.
—Bueno, no te pareces ni a ella ni a Carl. No te pareces a ninguno de nosotros.
Tal vez no seas su hija. Eres la única del pueblo que tiene cabellos negros y ojos
marrones. A lo mejor te encontró entre los juncos, como Moisés.

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—Cállate, Leroy.
Pero mi primo ya estaba sobre la pista. Tarde o temprano tenía que descubrirlo, ya
que Carrie había dejado escapar el secreto. Supuse que era mejor decírselo.
—Es cierto lo que dice. No soy suya. No pertenezco a nadie. No tengo padre ni
madre verdaderos, y en realidad no soy tu prima. Y ésta no es mi casa. Pero da lo
mismo. Bueno, a ella no le da lo mismo cuando se enfada conmigo. Entonces dice
que soy una bastarda. A mí me es igual. Tú y yo, a nuestro modo, aún somos primos.
Los lazos de sangre son sólo algo de lo que hablan los adultos para que uno se sienta
mal. A ti no te importa, ¿verdad? ¿Eh, Leroy?
Leroy estaba agobiado por el peso de las novedades.
—Si no somos primos de verdad, ¿qué somos, entonces? Algo tenemos que ser.
—Amigos, aunque podríamos muy bien ser primos porque estamos juntos todo el
tiempo.
—¿Qué quiere decir bastarda? ¿En qué nos diferenciamos, si tú no eres hija de
Carrie y Carl?
—Quiere decir que tu madre, Jenna, estaba casada con Ep cuando naciste tú, y
que la mía, quienquiera que haya sido, no era la esposa de mi padre. Eso es lo que
significa exactamente.
—Diablos, Molly, ¿y qué es estar casado?
—Es un trozo de papel, al menos eso es lo único que logro imaginarme. Algunas
personas ni siquiera tienen que ponerse frente a un sacerdote, de modo que no es un
asunto de religión. Puedes bajar al palacio de justicia y firmar como firmó el tío Ep
cuando se alistó en la infantería de marina. Después escucháis un discursito, firmáis
ambos ese trozo de papel, y estáis casados.
—¿Podemos casarnos nosotros dos?
—Claro, pero tenemos que esperar a ser mayores; cuando cumplamos quince o
dieciséis años, por lo menos.
—Nos faltan sólo cuatro años, Molly. Casémonos.
—No es necesario, Leroy. Estamos juntos todo el tiempo. Es idiota casarse.
Además, yo no voy a casarme nunca.
—Todo el mundo se casa. Es algo que hay que hacer, como morirse.
—No pienso hacerlo.
—Molly, me parece que te estás buscando una vida muy dura. Dices que vas a ser
médico o algo grande. Después dices que no te piensas casar. Mira, o haces algo de lo
que la gente hace, o la gente no te querrá.
—No me importa si me quieren o no. Creo que todo el mundo es estúpido. Lo
único que me preocupa en serio es gustarme a mi misma.
—Eso es lo más imbécil que he oído nunca. Todo el mundo se quiere a sí mismo.
Florence dice que hay que aprender a no quererse tanto uno mismo y querer a los
demás.

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—¿Desde cuándo escuchas a Florence? No puedo querer a nadie si no me quiero
a mí misma.
—Molly, estás loca de remate. Te digo que todo el mundo se quiere a sí mismo.
—¿Ah, sí? Y tú que tanto presumes, ¿te has gustado a ti mismo cuando le has
dicho a Carrie que te irías a jugar y me dejarías ahí dentro, condenada al cesto de
costura?
Leroy se ruborizó. Sentía vergüenza por su actitud y prefirió cambiar de tema.
—Si no te vas a casar, yo tampoco. Además, ¿para qué se casa la gente?
—Para follar.
—¿Qué?
La voz de Leroy subió bruscamente de tono.
—Follar.
—Oye, Molly, ésa es una palabra muy fea.
—Fea o no, es lo que hacen.
—¿Sabes lo que quiere decir?
—No exactamente, pero tiene algo que ver con sacarse todas las ropas y perder el
tiempo. ¿Te acuerdas cómo se turbó Florence cuando aquellos dos perros estaban uno
sobre el otro? Creo que es eso. No entiendo por qué la gente puede sentir deseos de
hacerlo, ya que aquellos perros no parecían muy felices, pero sé que se trata de eso, y
además he visto libros asquerosos que Ted oculta bajo su colchón. Deberías verlos.
Seguro que te ponías enfermo.
—¿Libros asquerosos?
—Sí, Ted los ha estado leyendo desde que se le puso ronca la voz. Creo que la
cabeza se le está cascando tanto como la voz.
—¿Cómo descubriste que los leía?
—Le espié. Después de que tú te duermes, vuelve a encender la luz. Por eso supe
que tramaba algo y fui a dar un vistazo. Estaba leyendo. Los únicos libros en esta
casa son la Biblia y nuestros libros de texto. Y sé que no era eso lo que Ted leía.
—Eres de veras inteligente —dijo Leroy con admiración.
—Sí, ya lo sé.
Los gritos y golpes de Carne se habían apagado.
—Volvamos y veamos si está dispuesta a llegar a un acuerdo.
Al otro lado de la puerta del sótano se oyó un suave gemido cuando golpeé.
—Mamá, ¿estás dispuesta a salir y hacer ese trato?
—Sí, pero déjame salir de este agujero oscuro. Está lleno de Insectos.
Corrí el pestillo y abrí la puerta. Carrie estaba sentada en los escalones como una
niñita, encorvada sobre sí misma y rodeándose el cuerpo con los brazos. Me dirigió
una mirada cargada de odio y salió del sótano como una liebre. Me cogió por los
cabellos antes de que pudiera esquivarla y empezó a golpearme en la cara, el
estómago y, cuando me doblé como un erizo, me pegó en la espalda con los dos
puños al mismo tiempo. Pude darme cuenta de que el ojo se me empezaba a cerrar.

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Estaba tan ocupada intentando escapar de ella que no oí lo que me decía. Leroy
escapó de la casa aterrorizado. Ni una vez trató de atacarla. Si le hubiera aplicado un
par de buenos puntapiés, tal vez podría haberme escapado. Pero Leroy carecía de
táctica y, además, era algo cobarde.
Aquella noche me enviaron a la cama sin cenar. No me importó, porque de todas
formas no hubiera podido comer. Tenía toda la boca hinchada, y al hablar me hacia
daño. La familia entera tuvo la versión que Carrie quiso darles de mis pecados, y yo
no pude abrir la boca para defenderme. Supongo que pensó que me había
avergonzado frente a todos ellos, pero yo mantuve la mirada clavada en ella con
verdadero orgullo mientras me retiraba a mi cuarto. No iba a doblegarme de ningún
modo. Aunque todos se enfurecieran conmigo, no iba a ceder ni un milímetro. Me
metí en la cama, pero estaba tan dolorida que no conseguí dormir. Aquella noche,
mucho más tarde, oí que había jaleo entre Carl y Carrie. Fue la única vez que oí alzar
la voz a Carl, y apuesto a que el resto de la casa también lo oyó.
—Carrie, la niña es valiente y muy lista, más vale que lo recuerdes. Es más rápida
que todos nosotros juntos. Empezó a leer sola a los tres años, sin que ninguno de
nosotros la ayudara. Tienes que tratarla con un poco de respeto por su inteligencia. Es
una buena chica, sólo que muy vital e inquieta, eso es todo.
—Me importa un bledo lo inteligente que sea. No es natural. No está bien que una
niña corretee por ahí con los varones a todas horas. Trepa a los árboles, desarma
coches, y lo peor es que ella les dice lo que hay que hacer y ellos la obedecen. No
quiere aprender nada de lo que tiene que saber para conseguir un marido. Por
inteligente que sea, una mujer no puede estar en este mundo sin marido. No podemos
enviar a la escuela a una niña en esta situación. Tenemos que preocupamos por los
muchachos. Son ellos los que se ganarán la vida. Das demasiada importancia a su
cabeza.
—Molly va a ir al colegio.
—Pura palabrería.
—Mi hija va a ir al colegio.
—Tu hija, tu hija. Me das risa. Es la primera vez que te oigo decir semejante cosa.
Es la hija de Ruby Drollinger, una bastarda. ¿De dónde sacaste esta basura de hija?
—Es mía tanto como si fuera su verdadero padre, y me siento responsable de ella.
—¿Verdadero padre? ¿Qué derecho tienes a hablar de esa forma? Si hubieras sido
un padre de veras, yo hubiera tenido mi propia hija que no sería como ese gato
salvaje al que defiendes. Hubiera sido una verdadera damita como Cheryl
Spiegelglass. Tu hija… Me das asco.
—Cariño, estás agitada. No te das cuenta de lo que dices. Molly es tuya, como si
fuera tu propia hija. Un niño debe tener padres, y tú eres su madre.
—¡No soy su madre! No lo soy —chilló Carrie—. No salió de mi cuerpo.
Florence tuvo hijos de su cuerpo y dice que no es lo mismo, que nunca sabré lo que

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significa ser una madre de veras. ¿Qué sabes tú? Los hombres no saben de estas
cosas. Los hombres no saben nada.
—Madre, padre… ¿Cuál es la diferencia? Lo que importa es lo que sientes por el
niño; no tiene nada que ver con el cuerpo. Molly es mi hija, y aunque sea lo último
que haga en mi vida, me voy a ocupar de que la niña tenga en este mundo la
oportunidad que no tuvo ninguno de nosotros. ¿Quieres que pase su vida como
nosotros, enterrada aquí sin tener nunca dinero para comprarse un vestido nuevo o
cenar en un restaurante? ¿Quieres que viva una vida como la tuya? Los platos, la
cocina y ni una salida, salvo una vez por mes al cine, si podemos permitírnoslo. La
chica es brillante, Caty. ¡Deja que lo sea! Irá a grandes ciudades y será alguien. Lo
veo en su cara. Tiene sueños y ambición y es muy despabilada. Nadie puede
imponérsele. Enorgullécete de ella. Tienes una hija de la que puedes estar orgullosa.
—Me revuelves las tripas. Será alguien. Eso es justo lo que me hace falta, que
Molly se traslade a una gran ciudad como Filadelfia y se crea mejor que todos
nosotros. Ya es bastante engreída, y tú la vuelves peor aún. Irá a un colegio y a una
gran ciudad y se olvidará de que alguna vez has existido. Ese será su agradecimiento.
No le importa nadie más que ella misma. Es un animal salvaje. ¡Me ha encerrado en
el sótano! Tú no estás aquí todo el día con ella ni la ves como yo. Te digo que es una
salvaje. ¿Y adónde llegará con toda su inteligencia, si piensas en su extracción? No
somos personas que podamos dejarla bien parada en lugares elegantes; se
avergonzará de nosotros. Y es una bastarda de la cabeza a los pies. Levantas castillos
en el aire para tu hija.
Pronunció la palabra «hija» con tal deje de maldad que me hizo estremecer.
—Caty, mi resolución está tomada. Molly va a tener su oportunidad, te guste o
no. Va a recibir una educación. Será mejor que te acostumbres a esa idea, y ni se te
ocurra encerrarla aquí contigo. Déjala correr por todo este maldito lugar y que
reviente a puñetazos a Cheryl Spiegelglass. De todos modos, nunca me gustó esa
chica.
—Tengo otra cosa que decir, Carl. Nunca tuvimos una pelea hasta que esa chica
vino a vivir bajo nuestro techo. Y nunca hubiéramos tenido una pelea como ésta si tú
hubieras podido darme un hijo. Pero tenías sífilis, eso tenías. No sirves para padre de
nadie. Si yo hubiese podido tener mi propio hijo, todo hubiera sido diferente. Todo
esto es culpa tuya; jamás lo olvidaré.
—Mi decisión está tomada.
La voz de Carl sonó muy suave; estaba profundamente herido en sus
sentimientos.
—Ya lo veremos —dijo Carrie, a la defensiva. Tenía que decir siempre la última
palabra, la escucharan o no.

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5

LEOTA B. BISLAND SE SENTABA junto a mí en sexto grado; Leroy se sentaba detrás


de nosotras. Leota era la chica más hermosa que yo había visto. Era alta y esbelta,
con una piel como la crema y ojos verdes y profundos. Era tímida y silenciosa, y pasé
la mayor parte de aquel año escolar esforzándome por hacerla reír. La señorita Potter
no se mostraba demasiado contenta con mis actuaciones en la primera fila, pero era
un alma buena que sólo me expulsó de clase una vez. Pero tampoco eso dio resultado,
porque yo volví a la puerta del aula para hacer monerías cuando la señorita Potter
estaba de espaldas, junto a la pizarra. También le hacía gestos a Leroy. Justo en medio
de mi imitación del disparo al pájaro, la señorita Potter se giró.
—Molly, ya que te gusta tanto actuar, este año serás la estrella de la obra de
Navidad.
Leroy preguntó si se trataba de La criatura del lago negro, y naturalmente se
produjo una tremenda algarabía. La señorita Potter dijo que no, que era una obra
sobre el nacimiento de Jesús y que yo iba a ser la Virgen María.
Cheryl Spiegelglass se enfureció tanto que se puso de pie de un salto.
—Pero señorita Potter, la Virgen María fue la madre del Niño Jesús y fue la mujer
más perfecta de la tierra. La Virgen María tiene que ser representada por una niña
buena, y Molly no lo es. Ayer pegó goma de mascar al cabello de Audrey.
Era evidente que Cheryl se moría de ganas de interpretar el papel. La señorita
Potter dijo que había de considerar el talento dramático de una persona, no si era
buena o mala. Además, si yo representaba a la Virgen María, tal vez recibiera algo de
su bondad.
Leota era una dama de Belén, de modo que también ella intervenía en la obra.
Cheryl era José. La señorita Potter dijo que sería un gran desafío para ella, que
también estaba a cargo de los trajes (probablemente porque su padre los regalaría).
Sea como fuere, el nombre de Cheryl apareció dos veces en el programa con grandes
caracteres.
Leroy era un Rey Mago, y tenía una larga barba llena de ricitos. Teníamos que
quedarnos todos cada día después de clase para memorizar nuestros papeles y
ensayar. La señorita Potter estaba en lo cierto: yo me encontraba tan ocupada
procurando que todo saliera perfecto que no tenía tiempo para meterme en líos ni
pensar en nada más, con excepción de Leota. Empecé a preguntarme si las chicas
podían casarse entre sí, porque estaba segura de querer casarme con ella y mirarme
para siempre en sus ojos verdes. Pero sólo me casaría con Leota si no tenía que
ocuparme de la casa. De eso estaba bien segura. No obstante, si Leota tampoco

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hubiera querido ocuparse de las faenas, suponía que yo me encargaría de ellas.
Hubiera hecho cualquier cosa por Leota.
Leroy comenzó a rabiar porque yo me interesaba tanto por una simple habitante
de la aldea, mientras que él era Rey Mago. Se olvidó de la ofensa en cuanto le di la
navaja con una mujer desnuda grabada en ella que le había quitado a Earl Stambach.
La fiesta de Navidad fue un espectáculo grandioso. Asistieron todas las madres, y
la cosa era tan importante que incluso dejaron sus tareas. El padre de Cheryl estaba
sentado en primera fila, en el sitio de honor. Carrie y Florence no salían de su estupor
al verme ataviada como la Virgen María, y encontrarse con un Leroy suntuosamente
vestido. Los dos estábamos tan excitados que apenas podíamos estarnos quietos:
usábamos maquillaje, colorete y lápiz de labios. Pintarse era muy divertido y Leroy
confesó que a él también le gustaba, aunque se supone que a los chicos no les agrada.
Le dije que no se preocupara por eso; como llevaba barba, podía muy bien usar lápiz
de labios si le apetecía, porque todo el mundo sabría que era hombre. Leroy pensó
que mi sugerencia era razonable e hicimos un pacto: nos escaparíamos tan pronto
como tuviéramos edad suficiente y seríamos actores famosos. Entonces podríamos
llevar siempre hermosos vestidos, no recogeríamos nunca más los bichos de las
patatas y nos pintaríamos los labios siempre que nos apeteciera. Prometimos ofrecer
un espectáculo tan maravilloso que nuestra fama se extendería hasta llegar a oídos de
las personas encargadas de dirigir teatros.
Cheryl escuchó nuestros planes y se burló de nosotros.
—Podéis hacer cuanto se os antoje, pero todos me mirarán a mí porque tengo el
manto azul más hermoso que aparece en la función.
—Nadie va a saber que eres tú porque haces de José y eso los confundirá. Ja, ja
—se regodeó Leroy.
—Por eso mismo todos se fijarán en mí, porque tendré que demostrar mucho
talento para ser un buen José. Además, ¿quién va a fijarse en la Virgen María? Todo
lo que hace es sentarse junto al pesebre y acunar al Niño Jesús. No dice mucho.
Cualquier estúpido puede hacer de Virgen María, si le ponen una corona alrededor de
la cabeza. Pero ser José requiere verdadero talento, sobre todo cuando lo interpreta
una niña.
La conversación se interrumpió porque la señorita Potter nos chistó desde detrás
del escenario.
—Silencio, niños, el telón está a punto de alzarse. Molly, Cheryl, a vuestro sitio.
Cuando se levantó el telón, corrió un murmullo admirativo entre el auditorio
materno. Por encima de todas las voces, se oyó la de «Gramófono»:
—¿No está adorable?
Y verdaderamente lo estaba. Contemplaba al niño Jesús con la mirada más tierna
que me era posible, mientras que mi rival, Cheryl, me clavaba continuamente las uñas
de una mano en el hombro y sostenía con la otra un cayado. El tocadiscos comenzó a
emitir villancicos.

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Los Reyes Magos hicieron una entrada solemne. Leroy llevaba un gran cofre de
oro y me lo ofreció.
—Gracias, oh Rey, por haber venido de tan lejos.
Entonces, aquella rata de Cheryl repitió en la voz más alta de que era capaz:
—Y has venido de tan lejos…
No tenía por qué decirlo, pero no se detuvo ahí: empezó a soltar todo cuanto le
pasaba en aquel momento por la cabeza y le sonaba a religioso. Leroy estaba
sofocado detrás de su barba. Yo mecía la cuna de un modo tan violento, que el
muñeco que hacía las veces de Niño Jesús se cayó al suelo. Decidí que también yo
podía intervenir en el juego y dije con mi voz más dulce:
—Oh, querido hijo, espero que no te hayas hecho daño. Ven, que te acostaré de
nuevo en tu cunita.
Leroy estaba completamente perplejo y se disponía a decir algo también él, pero
Cheryl le interrumpió.
—No te preocupes, María, los niños se caen continuamente de la cuna.
La muy codiciosa no tenía suficiente con eso y prosiguió diciendo que era
carpintero y se encontraba en una tierra extranjera y había tenido que viajar muchos
kilómetros para que yo pudiera dar a luz. Cheryl parloteó sin descanso, hilvanando
una historia tras otra. Extrajo todo el fruto a las clases de la Escuela Dominical. No
pude soportarlo y, en medio de su relato sobre los recaudadores de impuestos, estallé:
—José, cállate o despertarás al niño.
La señorita Potter, entre bastidores, estaba aterrada, y los pastores no sabían qué
hacer, ya que estaban allí esperando para hacer su entrada en escena. En cuanto le
dije a José que se callara, la señorita Potter hizo entrar a los pastores.
—Hemos visto una estrella desde lejos —gorjeó Robert Prather— y hemos
venido a honrar al Príncipe recién nacido.
En aquel preciso momento, otro pastor, Barry Aldridge, se orinó sobre el
mismísimo escenario, tan asustado estaba. José vio su oportunidad y dijo con voz
imperiosa:
—No puedes orinarte delante del Niño Jesús; vuélvete a las colinas.
Aquello me enfureció.
—Puede orinar donde se le ocurra. Esto es un escenario, ¿sí o no?
José hizo acopio de fuerzas y empezó a empujar a Barry con su cayado para que
saliera del escenario. Me levanté de la silla y de un salto le arranqué el bastón de la
mano, pero ella me lo arrebató inmediatamente.
—Ve a sentarte; se supone que tienes que cuidar al niño. ¿Qué clase de madre
eres?
—No me sentaré en ninguna parte hasta que cierres esa asquerosa boca y hagas
esto como corresponde.
Nos trabamos en una pelea, empujándonos mutuamente hasta que le hice perder
el equilibrio y tropezó con su largo manto. Aproveché el momento para darle un

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empellón que la hizo volar del escenario y caer entre el público. La señorita Potter
entró a toda prisa en el escenario, me cogió de la mano y dijo con voz muy calma:
—Ahora, señoras y señores, cantaremos canciones apropiadas a la fecha.
La señorita Martin atacó al piano Venid todos los fieles.
Cheryl estaba allá abajo, entre las sillas plegables, chillando a más no poder. La
señorita Potter me hizo salir del escenario, donde había empezado a cantar. Ya sabía
lo que me esperaba.
—Mira, Molly, Cheryl hizo mal en hablar cuando no le correspondía, pero tú no
tenías que haberla hecho caer del escenario.
Tras decirme estas palabras, la señorita Potter me dejó ir, sin darme siquiera una
palmada. Leroy estaba tan sorprendido como yo.
—Has tenido suerte de que no se haya puesto furiosa, pero espera a que te cojan
Florence y la tía Carrie.
Era cierto. Carrie casi sufrió un ataque de hígado a causa de su rabia. Tuve que
quedarme en casa una semana entera y ocuparme durante todo ese tiempo de las
tareas domésticas: fregar los platos, planchar, lavar, incluso cocinar. Eso hizo que
abandonara la idea de casarme con Leota B. Bisland si ella no quería hacer los
trabajos caseros, o por lo menos la mitad de ellos. Tenía que encontrar un medio de
averiguar a qué estaba dispuesta Leota.
Esa semana estuve pensando cómo pedirle a Leota que se casara conmigo.
Moriría delante de ella y se lo pediría con mi último aliento. Si decía que sí, me
recuperaría milagrosamente. Le enviaría una nota en papel de color con una paloma
blanca. Iría hasta su casa montada en el caballo de Barry Aldridge, le cantaría una
canción como en las películas, ella montaría entonces en la grupa de mi caballo y nos
marcharíamos al atardecer. Ninguno de estos métodos me pareció adecuado, de modo
que decidí pedírselo directamente.
El lunes siguiente, Leroy, Leota y yo íbamos camino a casa después de clase. Le
di a Leroy una moneda de diez centavos y le dije que fuera a la tienda de la señora
Hershener a comprar un helado. No opuso resistencia; comer era siempre lo primero
para él.
—Leota, ¿piensas casarte?
—Sí. Me casaré y tendré seis hijos y usaré un delantal como mi madre. Pero mi
marido será guapo.
—¿Con quién te vas a casar?
—No lo sé todavía.
—¿Por qué no te casas conmigo? No soy guapa, pero no estoy mal.
—Las chicas no pueden casarse entre sí.
—¿Quién lo dice?
—Es una regla.
—Es una regla imbécil. De todas formas, yo te gusto más que cualquiera de los
otros, ¿no es así? tú me gustas a mí más que los otros.

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—Me gustas muchísimo, pero aún sigo pensando que las chicas no pueden
casarse entre sí.
—Mira, si queremos casarnos, podemos hacerlo. No importa lo que digan los
demás. Por otra parte, Leroy y yo nos vamos a escapar para ser actores famosos.
Vamos a tener montones de dinero y ropas y haremos lo que se nos antoje. Si eres
famosa nadie se atreve a decirte lo que tienes que hacer. ¿No es mejor eso que
quedarse aquí sentada con un delantal puesto?
—Sí.
—Bien. Entonces besémonos como en las películas y estaremos comprometidas.
Nos abrazamos y nos besamos. Sentí algo extraño en el estómago.
—¿No sientes nada raro en el estómago?
—Sí, noto algo.
—Hagámoslo de nuevo.
Nos besamos otra vez y sentí que crecía aquella sensación extraña. Desde
entonces, Leota y yo salíamos juntas de la escuela cada día. De algún modo sabíamos
que no había que besarse frente a todo el mundo, de modo que íbamos al bosque y
nos besábamos hasta que llegaba la hora de ir a casa. Leroy estaba fuera de sí porque
ya no volvía a casa con él. Un día nos siguió al bosque y se precipitó sobre nosotras
como un sargento de policía que ha obtenido un triunfo.
—Os besáis. Venís las dos aquí para besaros. Se lo voy a contar a todo el mundo.
—Bueno, Leroy Denman, ¿para qué quieres decirlo? Tal vez debieras probarlo
antes de abrir esa boca. Podrías querer venir aquí después de clase tú también.
La tentación brilló en los ojos de Leroy. Nunca quería perderse nada. Pero se
protegió:
—No quiero besar a las chicas.
—Besa a las vacas entonces, Leroy; no te queda otra cosa para besar. Hace que
uno se sienta bien. Te estás perdiendo algo muy divertido.
Su resistencia empezó a debilitarse.
—¿Tengo que cerrar los ojos si te beso?
—Sí. No puedes besar y tener los ojos abiertos; se torcerían para siempre.
—No quiero cerrar los ojos.
—Muy bien, estúpido, quédate con los ojos abiertos. Qué me importa que te
quedes bizco. No es problema mío si no quieres hacerlo como corresponde.
—¿A quién beso primero?
—A quien quieras.
—Te besaré primero a ti, porque te conozco mejor.
Leroy se encogió y me dio un beso como los que Florence me daba por la noche,
antes de ir a la cama.
—Leroy, así no se hace. Tienes la boca torcida; no la aprietes de ese modo.
Leota se reía, y extendiendo hacia Leroy uno de sus largos brazos, lo atrajo hacia
sí y le dio un beso en plena boca. Leroy empezó a tener una idea de lo que era.

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—Míranos —le dijo Leota.
Nos dimos un beso, y después le di otro a Leroy. Estaba mejorando, pero aún
permanecía rígido.
—¿Qué sientes en el estómago?
—Apetito, ¿por qué?
—¿No sientes nada raro en el estómago? —preguntó Leota.
—No.
—Tal vez para los chicos sea diferente —dijo ella.
A partir de entonces, los tres íbamos juntos al salir de la escuela. Tener a Leroy
con nosotras era agradable, aunque nunca llegó a ser un experto en besos. En
ocasiones sentía que besar a Leota no era suficiente, pero no sabía bien cuál era el
paso siguiente. En espera de enterarme, decidí seguir con los besos. Conocía eso de
follar y estar juntos como perros, pero la idea no me gustaba. Era todo muy confuso.
Leota estaba llena de ideas. Una vez se acostó sobre mí para darme un beso y supe
que era un paso en la dirección correcta, hasta que Leroy se montó sobre las dos y
casi perfora mis pulmones. Pensé que deberíamos intentarlo de nuevo cuando Leroy
no estuviera presente.
Leroy me convenció de no contar a nadie lo de nuestros besos y los planes de
fugarnos para ser famosos. Suponía que se trataba de otra de esas dichosas reglas y
que los adultos nos impedirían huir para hacemos artistas. Y los adultos nos
impidieron que huyéramos los tres juntos, pero no porque nos besáramos en el
bosque.
Una fría noche de febrero en que el horno estaba encendido y los radiadores
funcionaban a todo gas, los mayores nos ordenaron que fuéramos a la cocina. Nos
dijeron que nos mudaríamos a Florida en cuanto terminaran las clases. Allí hacía
calor todo el año y se podía coger naranjas directamente de los árboles. No lo creí,
por supuesto. No podía hacer calor todo el año. Era otra treta, pero no dije nada.
Carrie nos aseguró que nos gustaría porque podríamos nadar en el océano y se
encontraban empleos con más facilidad, de modo que todos conseguirían algo.
Después nos enviaron a la cama. Ir a Florida no era tan malo. No tenían que decirme
mentiras para hacer que fuera. Simplemente no quería dejar a Leota, eso era todo.
Al día siguiente conté a mi amiga las novedades, y no parecieron gustarle más
que a mí, pero no podíamos hacer nada para cambiar las cosas. Nos prometimos
escribimos y seguir yendo al bosque hasta el último día.
La primavera llegó tarde aquel año y los caminos estaban enfangados. Carrie y
Florence ya habían desmantelado la casa tirando unas cosas y empaquetando otras
que no necesitábamos para uso cotidiano. En mayo todo estaba listo para la partida,
salvo unos pocos utensilios de cocina, las ropas que usábamos y algunos muebles. Yo
me sentía cada día un poco peor. Hasta Leroy empezó a sufrir, y a él no le importaban
ni Leota ni los besos como a mí. Sentía que antes de partir tenía que conocer algo
distinto y mejor que los besos. Leota había llegado casi a la misma conclusión. Una

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semana antes de que terminaran las clases me invitó a pasar la noche con ella. Tenía
un dormitorio para ella sola, de modo que no tendríamos que compartirlo con su
hermana menor, y su madre permitió que me quedara. Fue una de las veces en que las
cosas me salieron bien. No había la menor posibilidad de que Leroy fuera invitado a
pasar la noche. Si Carrie no me dejaba dormir en el cuarto de Leroy, podía apostar a
que nadie iba a permitirle pasar la noche en casa de Leota. De todos modos, a Leroy
no le importó mucho; para él, dormir era dormir.
Yo puse mi cepillo de dientes, mi pijama y un peine en una bolsa de papel y bajé
por el camino hasta la casa de los Bisland. Se la podía ver desde lejos porque tenía
una antena de televisión. Nos quedamos levantadas viendo el programa de Milton
Berle; recibía continuamente pasteles en la cara, y todo el mundo lo encontraba muy
divertido. A mí no me lo pareció tanto. Tendrían que haberse comido los pasteles en
vez de arrojárselos a la cara unos a otros. Si estaban locos, ¿por qué no se aporreaban
hasta reventar? Yo no le encontraba sentido a todo aquello pero me divertía
observarlo. Y no me importaba si Milton Berle no sabía lo que hacía.
Cuando terminó el programa nos acostamos y nos cubrimos con las sábanas. La
madre de Leota cerró la puerta y apagó las luces porque ellos todavía seguían viendo
la televisión. Eso nos vino muy bien. En cuanto cerró la puerta empezamos a
besamos. Debimos de hacerlo durante horas, pero no puedo decirlo a ciencia cierta
porque no pensé en nada más que en besamos. Oímos cómo sus padres apagaban el
televisor y se iban a la cama. Entonces Leota decidió que probaríamos a acostarnos la
una sobre la otra. Lo hicimos, pero sentí algo terrible en el estómago.
—Molly, saquémonos los pijamas para hacerlo.
—Muy bien, pero tenemos que acordamos de volver a ponérnoslos antes de
mañana.
Sin pijamas era mucho mejor. Podía sentir su piel fría sobre mi cuerpo. De veras
era mucho mejor. Leota empezó a besarme con la boca abierta. En cualquier
momento el estómago se me iba a salir por la boca. Hubiera sido sensacional que me
encontraran muerta así en casa de los Bisland.
—Leota, el estómago me hace mucho más daño, pero la sensación es muy buena.
—A mí me ocurre igual.
Seguimos haciéndolo. Si íbamos a morir por algún mal del estómago, estábamos
resueltas a morir juntas. Leota empezó a tocarme por todas partes y comprendí que
iba a morir de veras. Leota era audaz. No tenía miedo de tocar nada, y aunque el
origen de sus conocimientos era un misterio, sabía lo que quería. Y yo lo descubrí
muy pronto.
A la mañana siguiente fuimos a la escuela como dos chicas más de las que
frecuentan sexto grado. Yo me quedaba dormida por momentos. Leroy me dio un
codazo, riéndose como un tonto. Leota me miraba con sus ojos soñadores, y yo volvía
a sentir dolor en todo el cuerpo. No podíamos irnos a Florida, no era posible.

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Pero nos marchamos. Leota vino el día en que cargamos el viejo Dodge y el
Packard 1940. Estuvimos dando vueltas mientras Carrie ordenaba las últimas cosas.
Luego me llamaron para que subiera al coche. Abracé a mi amiga, la besé y luego
corrí hacia el coche. Después nos escribimos unas cuantas veces, hasta que las cartas
cesaron por completo. No volví a ver a Leota hasta 1968.

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Segunda parte

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6

NUESTRA ANDRAJOSA CARAVANA avanzó siempre paralela a la costa mientras nos


movíamos con lentitud por las llanuras del sur. Carl y Ep se desviaron para llevamos
a los más pequeños a Richmond. Allí vimos una foca embalsamada que había
descendido nadando hasta Richmond alrededor de 1800. También había un indio
embalsamado, pero me dio asco. Lo que más nos gustó a Ted, a Leroy y a mí fueron
los uniformes de la guerra civil. Los confederados eran los más bonitos porque tenían
flecos dorados en los puños de las camisas. Leroy confesó que si no llegaba a ser un
actor famoso se haría soldado para poder usar flecos dorados en las mangas de las
camisas. Yo le dije que estaba bien, pero que entonces no podría usar lápiz de labios y
tendría que obedecer órdenes.
El viaje se prolongaba y casi nos volvimos locos enjaulados en el coche. Para
aliviarlo, Carrie inventó un juego con las matrículas de los diferentes estados del país.
El primero que obtuviera cien puntos ganaba. Las placas del estado en el que
estábamos valían un punto. Cada estado al sur de aquél valía dos; los estados del
norte, cinco, y los del medio oeste, diez. Los del oeste valían veinte, y las matrículas
de California, treinta. Yo sabía que nunca veríamos placas de California porque allí
sólo vivían las estrellas de cine; ¿para qué iban a viajar por aquellas tierras desiertas?
Cuando llegamos a Athens, en Georgia, nos detuvimos para comer e ir al lavabo.
Leroy, Ted y yo salimos disparados del coche y nos precipitamos al minúsculo
restaurante que olía a grasa acumulada durante años. Yo me apresuré a entrar por la
puerta al lado de la que habían utilizado los chicos. Al salir, Carrie me tomó del
brazo.
—Eres incorregible, Molly. Como vuelvas a hacer eso, te vas a acordar, ¿me
oyes? Ese es el lavabo de la gente de color, y debes evitarlo.
No iba a discutir con ella delante de extraños, pero cuando volvimos al coche le
pregunté a Carl qué significaba todo aquello. Carrie se volvió hacia él.
—¿Ves? No quiere escucharme. Trata de que te escuche a ti.
—En el sur las cosas son algo distintas que allá, en York. Aquí, los blancos y las
personas de color no se tratan, y tú no debes juntarte con esa gente, aunque si tienes
que hablar a alguno de ellos debes hacerlo con educación. Tu madre trataba de evitar
que un día te metas en un lío.
—Papá, eso no es diferente de lo que pasa en York. Lo único distinto es que no
ponen «gente de color» sobre las puertas de los lavabos, nada más.
—Cierra el pico, pequeña sabihonda —me advirtió Carrie.
—No, no pienso hacerlo. La única diferencia son esas palabras. No me voy a
quedar aquí sentada, fingiendo que algo es diferente cuando no lo es.
Leroy me tiró de la manga, temiendo una pelea. Yo le di un golpe.

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—Papá, ¿por qué tengo que callarme?
—Te has apuntado un tanto, hija, pero en estos lugares la gente tiene mucha más
manía a los negros que en el norte. Aparte de eso, tienes razón en lo demás: yo
tampoco logro ver ninguna diferencia:
Carrie dijo que los dos nos habíamos puesto de acuerdo y se puso a mirar por la
ventanilla, muy molesta.
—Como no sé quién es mi familia, es posible que sean personas de color. Tal vez
tendré que ir también a esos lavabos.
—¡Por Dios! —explotó Carrie—. Por si no teníamos bastantes problemas
contigo, sólo nos faltaba que ahora quieras ser negra.
Carl rió y el sol, al dar sobre su diente de oro, se reflejó en la ventanilla.
—Habría que ver, Molly. Vete a saber qué eres. Algún cruce curioso,
seguramente.
—Es más oscura que cualquiera de nosotros, tío Carl —terció Leroy.
—Tiene los ojos marrones; ninguno de nosotros los tiene.
—Muchísimas personas tienen ojos marrones y la piel color de aceituna; los
latinos suelen ser así.
—Eh, Molly, tal vez seas latina —sugirió Leroy.
—Me tiene sin cuidado lo que sea. Y no pienso apartarme de la gente porque sean
diferentes.
Carrie se giró hecha una fiera.
—Si llego a verte alguna vez en compañía de quien no debes, te retorceré el
cuello. Inténtalo y verás.
—Caty, los niños no entienden esas cosas. No tienes por qué ponerte de ese
modo. Molly, tu madre está tratando de evitarte problemas; termina de una vez.

CUANDO LLEGAMOS A FLORIDA estábamos excitadísimos, pero esa sensación no


duró mucho. Seguimos recorriendo muchos kilómetros y todavía estábamos en
Florida. Florence dijo que íbamos por la costa este hacia el extremo sur porque allí se
encontraban los empleos y el dinero. Por fin nos detuvimos en Fort Lauderdale. Carl
dijo que Miami estaba llena de judíos, de modo que primero probaríamos suerte en
aquel lugar. Yo no podía creer que hubiera toda una ciudad en donde la gente
caminara con las manos metidas bajo los pantalones, pero decidí no preguntar. Fort
Lauderdale estaba lleno de canales y palmeras, y a todos nos gustó mucho. Al cabo
de una semana Carl había encontrado empleo en una carnicería al nordeste de la
ciudad. Una semana después, Ep consiguió que lo contrataran para poner celosías en
las casas, pero la empresa comercial quería que se trasladara a West Palm Beach. Él
dijo que lo haría, de modo que se llevó a Ted y a Leroy a Loxahachee, donde vivían
en una roulotte. Nosotros, en cambio, conseguimos una casa cerca del lugar por
donde pasaba el ferrocarril del este de Florida, detrás de una planta de energía

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eléctrica que hacía ruido sin cesar. El único momento en que no se oía era cuando
pasaba el tren.
Todos los domingos íbamos a Loxahachee, o bien Leroy, Tedy Ep bajaban a
vemos. Leroy tenía un rifle calibre 22 y se sentía muy importante con él. Ted
trabajaba después de clase en otra estación de gasolina y yo me pasaba la mayor parte
del tiempo dando vueltas por Holiday Park, porque no había otra cosa que hacer y
Carrie no me dejaba tener un rifle.
En setiembre fui a la Escuela Naval del Aire, un colegio de segunda enseñanza
improvisado en unos cuarteles de la Marina que habían quedado de la segunda guerra
mundial. También los profesores eran de esa época, y yo me aburría mortalmente.
Esperé a ver quién era quién en aquel lugar hasta que hiciera algún amigo. Había una
buena cantidad de alumnos ricos en la escuela. Los podía descubrir por sus ropas y su
modo de hablar. Yo sabía bastante inglés en esa época como para darme cuenta de
que tenían una buena gramática. Se mantenían apartados de los chicos humildes. Yo
no me junté con nadie. Sabía que no era rica, pero tampoco me paseaba con pequeñas
pinzas de plástico en los cuellos de los vestidos como las chicas pobres. Los chicos
eran mucho peores que las chicas. Llevaban el cabello largo y grasiento y vestían
chalecos de algodón con dibujos de ojos ensangrentados. Usaban siempre, en forma
desafiante, esos chalecos y botas negras de motociclista y, por si fuera poco, eran
además malhablados.
En Coffee Hollow éramos todos iguales. Tal vez Cheryl Spiegelglass tuviera más
dinero, pero la brecha no parecía tan grande. En la nueva escuela había una línea muy
clara entre dos campos, y yo estaba segura de que no quería estar del lado de los
grasientos que me guiñaban el ojo y decían porquerías. Pero no tenía dinero. Me llevó
todo el séptimo grado descubrir la forma de conducirme en la nueva situación, pero al
fin lo conseguí.
Para empezar, obtenía buenas notas y eso importaba mucho. Sin buenas notas no
se podía pasar a la enseñanza media superior, e incluso a principios de la secundaria
los niños ricos hablaban mucho del nivel siguiente. Si yo conseguía buenas
calificaciones, obtendría una beca e iría como ellos a la enseñanza media superior.
También tuve que dejar de hablar al modo como lo hacíamos en casa. Podía pensar
todo lo que se me antojaba en mala gramática, pero aprendí rápidamente a no
expresarme así en voz alta. Luego estaba el problema de la indumentaria. No podía
permitirme tantos vestidos. La próxima vez que Carrie me llevó a Lerner para
comprarme ropa, le dije que no quería blusas de dos dólares como las que vendían
ahí. Como yo esperaba, no se enfureció. En realidad, pareció satisfacerla de que
empezara a sentir interés por mi apariencia. Aquello le permitió abrigar esperanzas
sobre mi femineidad. Estuvo de acuerdo en que compráramos algo bueno en una
tienda mejor. Los chicos de la escuela podían darse cuenta de que usaba mucho las
mismas cosas, pero por lo menos se trataba de cosas buenas. También sabía que no
podía abrirme camino dando fiestas. ¿Qué haríamos, bailar al compás de la planta de

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energía eléctrica? De todos modos, no estaba dispuesta a llevar a casa a esos idiotas.
Decidí convertirme en la persona más graciosa de toda la escuela. La gente quiere por
fuerza a quien la hace reír. Hasta hice reír a mis profesores. El recurso funcionó.
Fue por esa época, a fines del octavo grado, cuando Leroy y yo empezamos a
darnos cuenta de que no íbamos a escapamos juntos para ser actores famosos. Un
domingo en que las flores estaban en pleno apogeo y todas las cosas tenían un
brillante tono rojizo, subimos a Loxahachee. Leroy y yo fuimos a pescar al canal que
quedaba junto al camino de Oíd Powerline. Leroy ya no era un buen niño. Se había
dejado crecer el cabello, que le caía, en rizos, sobre su chaleco de algodón con ojos
ensangrentados.
—Oye, ¿es cierto que vas a repetir el curso?
—Sí, el viejo dice que está dispuesto a darme de latigazos, pero me tiene sin
cuidado. La escuela es estúpida. No hay nada que puedan enseñarme. Quiero hacer
dinero y comprarme una moto Bonneville, como la de Craig.
—Yo también, y pintaría la mía de un color rojo manzana.
—Tú no puedes. Las chicas no pueden tener motocicletas.
—Vete a la mierda, Leroy. Me compraré un tanque del ejército, si se me antoja, y
aplastaré con él a todo el que me diga que no puedo tenerlo.
Leroy ladeó su aceitosa cabeza y me miró.
—¿Sabes? Pienso que eres una chica rara.
—¿Y qué si lo soy? Aunque no estoy muy segura de qué quieres decir con eso.
—Quiero decir que no eres natural. Es hora de que empieces a preocuparte de tu
cabello y hacer esas cosas que se supone hacen las chicas.
—¿Desde cuándo me dices lo que tengo que hacer, cerdo? Todavía puedo
tumbarte de un golpe.
Leroy retrocedió unos pasos porque sabía que mi amenaza era cierta y no estaba
dispuesto a luchar, sobre todo teniendo cerca un lecho de guijarros.
—¿Cómo es que te interesas tan de repente en que sea una dama?
—No me intereso. Me gusta como eres, pero me confundes. Si haces lo que se te
antoja, ir en motocicleta por ejemplo, ¿qué se supone que puedo hacer yo? ¿Cómo
tengo que actuar si tú haces las mismas cosas?
—¿Qué diablos te importa lo que yo haga? Tú sigue tu camino, que yo seguiré el
mío.
—Tal vez no sé lo que quiero —dijo Leroy con voz vacilante—. Además, yo soy
cobarde y tú no. Tú irías realmente en una moto rojo manzana y le harías un corte de
mangas a la gente que te mirara. Yo, en cambio, no quiero que la gente Se me eche
encima.
Empezó a llorar. Lo atraje hacia mí y nos sentamos en la orilla del canal que
apestaba bajo el sol de mediodía.
—Eh, ¿qué te ocurre? No es posible que llores sólo porque no me arreglo el
cabello y quiero ir en moto. Cuéntame, ya sabes que no se lo diré a nadie.

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—Estoy hecho un lío. Primero está ésa pandilla de la escuela. Son todos duros, y
si no actúo como ellos se meterán conmigo fuera de la escuela y se burlarán de mí.
Tengo que fumar, decir palabrotas y pinchar neumáticos. Cargarme coches me gusta,
pero no tengo ganas ni de fumar ni de estar siempre con un insulto en la boca. Pero
tengo que hacerlo. Si no lo haces, dicen que eres un tipo raro.
—¿Qué quiere decir eso de raro?… ¿Maricón?
—Sí, y mira a ese pobre bastardo…, perdona, a ese pobre idiota de Joel Centers.
Es alto y flaco, y le gusta la escuela. Estudia las lecciones todos los días y lo que más
le gusta es la clase de inglés. Inglés, imagínate. Tendrías que ver lo que le hacen.
Nadie me va a hacer eso a mí.
—¿A quién le importa lo que piensen esos cretinos? De todos modos, puedes
jugar con ellos, y en cuanto terminemos los estudios podremos irnos a una gran
ciudad, sin esperar más. Entonces haremos lo que nos venga en gana. Y sólo faltan
cuatro años.
—Igual podrían ser cien. Tengo que solucionar este problema ahora mismo, y al
paso que voy no terminaré la escuela en cuatro años. Estoy seguro que me van a
catear unas cuantas veces más.
—Entonces esperaremos a que yo termine y después nos marcharemos. No es tan
difícil.
—Sí que lo es. Somos diferentes. Tú sacas buenas notas y sabes cómo actuar con
distintos tipos de personas que no son como nosotros. Yo no puedo hacerlo.
—Puedes aprender. No eres ni mudo, ni sordo, ni ciego.
—Claro, para que después digan que soy un tipo raro.
—Leroy, realmente te pones pesado con este asunto de la rareza. Primero dices
que yo soy rara, y luego te preocupas muchísimo porque todos van a pensar que tú lo
eres. ¿Qué es lo que te sucede?
—¿Juras no decirlo nunca? ¿Me lo prometes?
—Sí.
—Bueno. Hace un par de semanas estaba en la estación de Jack, donde trabaja
Ted. También estaba allí ese tipo, Craig. Tiene veinticinco años más o menos y
levanta pesas; tendrías que ver sus músculos. Y tiene la moto más grande y
maravillosa de todo Palm Beach. Me lleva siempre con él a dar vueltas por ahí. No
me parece marica con esos músculos y esa voz profunda. Nos hemos hecho amigos.
Los muchachos de la escuela sienten unos celos horribles cuando me ven en esa
moto. Se mueren de envidia. Una noche fuimos a beber. No me emborraché, sólo me
sentía bien. Estábamos cerca de Belle Blade, entre la maleza y…, bueno, Craig me
puso la mano en la entrepierna. Me asusté muchísimo, pero me gustó. Después
empezó a chupármela y realmente me pareció sensacional. De modo que ahora tengo
miedo. Miedo de veras. Tal vez soy marica. Diablos, si mi padre o Ted se enteran, me
matan.
—¿Se lo has dicho a alguien, además de a mí?

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—No, ¿crees que estoy loco? Eres la única en el mundo a quien se lo puedo decir
porque pienso que tú a lo mejor eres también así. Recuerdo cuando besábamos a
Leota B. Bisland.
—¿Has visto otra vez a Craig?
—Después de aquello no aparecí por la estación durante un par de días. No podía
enfrentarme con él. Entonces apareció por casa, cuando yo había vuelto de la escuela,
y como estaba solo, hablamos y me dijo que no me preocupara, que no se lo iba a
decir a nadie porque lo encarcelarían por corrupción de menores. Luego me dijo que
me quería y trató de besarme. Puedo ser marica, pero no voy a besar a ningún
hombre. Eso sí, le dejé que me la chupara otra vez. Mierda, no sé qué hacer.
—Sigue haciéndolo, si te hace sentir bien. Pero manténlo oculto. De todos modos,
nadie tiene por qué entrometerse en lo que hagas, Leroy.
—Sí, sí, eso es lo que pienso. Sólo que tengo miedo de que alguien lo descubra y
arresten a Craig o me peguen hasta matarme. Los muchachos de la escuela te llaman
marica a gritos por cualquier cosa. No estoy dispuesto a permitir que me insulten de
ese modo.
—Leroy, ¿te has tirado a alguna chica?
—Sí, a esa puta rubia del bar El Perro Azul, una noche. Todos se la han tirado. No
me pareció que fuera tan bueno. Quiero decir que estaba bien, pero no era nada tan
sensacional. ¿Y tú?
—No, para las chicas es más difícil. Si llego a hacerlo, lo pierdo todo. Carrie y
Florence me meterían en un convento, aparte de que toda la maldita escuela se me
echaría encima. Pero lo haré a escondidas a la primera oportunidad que se me
presente. El verdadero problema es encontrar un chico que cierre el pico. Folian con
una chica y lo anuncian a todo el mundo. Tengo que encontrar un chico que no tenga
lengua, o algo así.
—¿No te preocupa quedar preñada?
—No, no soy tan estúpida.
—¿Piensas que soy marica?
—Pienso que eres Leroy Denman. Y no me importa en absoluto lo que hagas;
para mí sigues siendo Leroy. Parece bastante claro que a Craig le gustas y a ti te
encanta dar vueltas en su moto. Parece buen chico, y es mucho mejor que joder con
una puta cansada a quien le importa un comino si estás vivo o muerto. Quiero decir
que por lo menos a él le importas, Leroy. Eso ya es algo, ¿no?
—Sí, pero me hace sentir extraño. A veces, cuando escucho canciones en la radio,
pienso que eso es lo que siento por Craig. Eso me asusta mucho más que una
chupada. ¿Y si estoy enamorado de él? ¿Has querido a alguien alguna vez?
—Creo que quise a Leota, pero eso fue hace mucho tiempo.
—Ves, ya decía yo que eras rara.
—No me fastidies. ¿Por qué tienes que ponerle una etiqueta a todo? Termina con
esa historia antes de que te haga saltar un diente.

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—Pero así son las cosas. No vas a encontrar muchas personas que piensen como
tú, así que será mejor que te prepares para escuchar lo que te dirán cuando les hables
como lo has hecho conmigo.
—Mira, lo descubriré por mí misma, porque no pienso callarme.
Leroy no parecía encontrarse mucho mejor que al principio de nuestra
conversación. Jugaba con su caña de pescar.
—¿Tienes algo más que decirme?
—No.
—Entonces, ¿por qué estás tan nervioso?
Leroy cambió de posición y balbuceó:
—Dijiste que lo harías, si encontrabas a uno que no lo con tara a nadie. Me gustas
más que cualquiera de las otras chicas que he conocido y… bueno, tengo que saber…
Si te acuestas conmigo no se lo diré a nadie. Te lo prometo. Por favor…
La idea no me chocaba, pero nunca había pensado en hacerlo con él.
—Pero, Leroy, es que no me siento… romántica hacia ti.
—¿Y eso qué importa? Somos buenos amigos, lo cual es mucho mejor que todas
esas pamplinas.
—¿Cómo lo haremos para que no nos descubran?
—Bajaremos a la choza que está detrás de la finca. La única persona que a veces
va allí es Ted, y ahora está trabajando. Vamos.
—Muy bien. Supongo que no puede ser tan malo.
Dimos un rodeo, pasando por la parte más alejada de la roulotte, y bajamos a la
choza entre los matorrales de palmas. Un viejo y estrecho colchón de lana, medio
destripado, yacía en el suelo. Echamos un vistazo por si habían garrapatas o
serpientes. Entonces Leroy se sacó el miembro y me saltó encima.
—Leroy, animal, ¿no quieres desnudarte?
—La otra vez no me desnudé con aquella rubia.
—Bueno, pues yo no voy a follar a menos que te quites hasta la última prenda.
Quiero ver lo que tengo encima.
—Está bien, está bien; ya me desvisto.
Luchó con los calcetines, se entretuvo con los pantalones, y tardó mucho en
desnudarse. Yo me quité todas mis ropas en un santiamén.
—Molly, nunca he visto a una chica desnuda más que en fotos. Tienes muy buen
aspecto. Puedo ver todos esos pequeños músculos en tu estómago… Tu estómago es
mejor que el mío. Mira. Pero no tienes las tetas muy grandes.
—Ve a comprarte un par de postizos y diviértete con ellos.
—Me tiene sin cuidado —dijo mientras forcejeaba con la cremallera—. Creo que
las tetas enormes son feas, pero todos los chicos se enloquecen por ellas. ¿Puedes
bajarme la cremallera?
Por fin conseguí bajarle los tejanos. Estaba resuelto a no quitarse los calzoncillos,
de modo que se los bajé de un tirón. Leroy soltó un gritito.

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—Estáte quieto de una vez y ven aquí.
Él se arrimó a mí y se quedó quieto durante unos minutos. Después me dio un
beso húmedo, pero aunque no lo hizo con destreza, al menos lo intentó. Luego montó
sobre mí, dispuesto a representar su parte.
—Leroy, tenemos que esperar un poco. Con un beso no basta.
—Creo haber oído que nunca lo has hecho, de modo que ¿cómo te atreves a
decirme lo que hay que hacer? Por lo menos yo tengo alguna experiencia.
Me pareció que no valía la pena contarle lo de Leota, así que me limité a decirle:
—Muy bien, hazlo a tu manera.
Leroy resopló y jadeó. Todos los libros que yo había leído decían que la primera
vez hace daño, pero a mí no me dolió en absoluto. De hecho, me sentía bastante bien
con Leroy allí dentro, pero no era lo mismo que con Leota, aunque me parecía que
habían pasado mil años. Si cerraba los ojos, podía aún sentir sus labios sobre los
míos. Todavía entonces aquella sensación me provocaba escalofríos.
Al fin Leroy se apartó de mí, satisfecho.
—Ha sido mucho mejor que con esa puta vieja.
Me apoyé sobre un codo y miré a Leroy. El vello asomaba en sus mejillas, y en su
espalda empezaban a notarse los músculos, aún poco definidos. «Bueno, Leroy —
pensé—, puede haber sido mucho mejor que con esa puta, pero no le llegas a la suela
de los zapatos a Leota. Sí, tal vez soy homosexual. Pero, ¿por qué la gente se indigna
tanto con algo que la hace sentir tan bien a una? Que sea rara no puede hacer daño a
nadie; ¿por qué tiene que ser tan terrible? Es algo que no entiendo. Pero no voy a
basar mi juicio en una simple refriega sin importancia con mi viejo y querido Leroy.
Tenemos que hacerlo muchas más veces. Tal vez me decida después de probarlo con
veinte o treinta hombres y otras tantas mujeres. Me pregunto si podré conseguir
veinte personas para llevármelas a la cama. De todos modos, la cosa carece de
importancia».
—Me siento de veras contenta de saber que soy mejor que una prostituta gastada.
Me reí y derribé a Leroy sobre el colchón. Él pensó que le iba a castigar y empezó
a suplicarme que lo dejara.
—Cállate, estúpido, no te voy a hacer daño.
Lo besé y tomé su miembro entre mis manos. Leroy quedó paralizado.
—No puedes hacer eso.
—¿Qué quieres decir?
—Es de suponer que los hombres y las mujeres cierran los ojos y folian. No está
entre las reglas que me toques.
—Me asombras. Vas a terminar atrapado en las reglas que hacen los otros. Puedo
hacer lo que se me antoje. Quiero jugar contigo y voy a hacerlo. ¿Por qué no te
recuestas y te callas? De todos modos, es divertido.
Leroy empezó q protestar, pero yo le pasé el brazo por encima para ceñirlo y allí
se quedó, quieto como un cordero.

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El sol se ponía sobre las llanuras por donde pululaban las lagartijas y los
escarabajos cuando decidimos volver a la roulotte.
—No dirás nada, ¿eh, Molly? Me lo prometiste.
—No dejaré escapar ni un suspiro. De cualquier forma, tú has conseguido algo
con que obligarme a callar, de modo que no tienes por qué preocuparte. Si te delato,
llevo todas las de perder. Y tampoco te preocupes por Craig. ¿Me oyes, Leroy?
Simplemente, haz lo que te guste.
Leroy me miró con expresión agradecida y me abrazó. Llegamos a casa a tiempo
para la cena. Florence iba y venía con el delantal puesto, llevando los platos a la mesa
diminuta. Mientras pasaba un plato con guisantes nos preguntó:
—¿Habéis estado en el canal todo este tiempo? ¿Pescasteis algo?
—Sólo un par de peces raros —respondí.
Leroy se atragantó con su ala de pollo y Florence le preguntó si quería más leche.

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COMO ERA DE ESPERAR, LEROY no aprobó el curso y tuvo que ir a la escuela de


verano, pero al año siguiente ocurrió lo mismo y repitió. En esos tres años nos vimos
cada vez menos, pues yo estaba ocupada en tantas actividades extraescolares que ni
los domingos me quedaban libres. De todos modos era mejor así, porque se parecía
cada vez más a los brutos con quienes se juntaba. Llegó a pensar que me poseía sólo
porque de vez en cuando nos acostábamos. El colmo fue cuando compró una moto
Bonneville marrón cromada, y yo supe conducirla mejor que él. Entonces estalló y
me dijo que le daba asco y sería mejor que me apartara de su camino. Craig se había
ido de Palm Beach el año anterior y Leroy juraba que nunca más se habían visto, de
modo que se sentía muy íntegro en su heterosexualidad. Por si eso no bastara, tenía
una novia en la escuela con la que hacía el amor continuamente, por lo que estaba
insoportable. Le dije que era un marrano y un animal, y que lo mejor que podía hacer
con la moto era llevarla al taller. Casi se volvió loco de rabia; yo di media vuelta y me
marché.
Aparte de que Leroy se comportaba como un imbécil, mis cosas marchaban bien.
Me habían invitado a formar parte de tres clubs al mismo tiempo: Juniorettes, Anchor
y Sinawiks. Pensé que era una persona muy importante y original. Elegí el Anchor
porque mis dos mejores amigas, Carolyn Simpson y Connie Pen, ya estaban en él.
Además, se trataba del club gemelo del Wheel, con cuyo vicepresidente, Clark
Pfeiffer, yo salía. Por entonces creí haber llegado a la cumbre de mis aspiraciones.
Carolyn era la niñita buena de la escuela. Por lo general, me resultaba
insoportable, pero le gustaban las películas tanto como a mí, de modo que nos
propusimos ver todas las que se exhibían en la ciudad y luego desmenuzarlas escena
por escena. Empecé a pensar que sería una gran directora de cine, a pesar de que aún
no había abandonado la idea de llegar a presidente. Carolyn tenía ojos azules y
profundos, cabellos negros, y medía un metro setenta. Se reía de cuanto yo decía, al
igual que todos los demás. Como era consejera de otras niñas y muy religiosa, lo que
yo podía hacer con Carolyn era muy limitado. Además, era majorette en los
encuentros deportivos y pasaba muchas horas en el gimnasio practicando y tratando
de que su voz sonara muy grave. Los integrantes del equipo de la escuela de Fort
Lauderdale se enorgullecían de las voces de bajo de sus simpatizantes. Creo que
recurrían a hormonas para modificar el sonido de sus cuerdas vocales. Sus voces al
unísono podían ahogar los rugidos de miles de enemigos al otro lado de las gradas.
Connie Pen era muy distinta. Algo fornida, como los nadadores de estilo
mariposa, Connie llamaba la atención por su volumen, pero era muy perezosa para

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cualquier esfuerzo físico. La natación era lo último que se le hubiera ocurrido elegir.
Comía mucho, eso era todo. Sus ojos eran de un castaño claro y cálido y el cabello
hacía juego con ellos, pero lo mejor de Connie era su total irreverencia. Estábamos
hechas la una para la otra, si no hubiera sido porque a mí era Carolyn quien me atraía
físicamente y porque Connie era absolutamente heterosexual.
Las tres seguimos juntas los cursos de latín, y en el primer año nos aplicamos a la
tarea de traducir la Eneida. Eneas es un pesado, un personaje unidimensional. Jamás
conseguimos imaginarnos cómo Virgilio había podido publicar su libro, y el
aburrimiento que nos causaba el personaje principal nos llevó a tratar de animar
aquellos días agobiantes. La profesora, la señorita Roebuck, sólo consiguió estimular
nuestra energía. Era de Georgia, y su latín era del mismo sitio. Siempre sonaba «ol ia
chocta est» en vez de alea jacta est. Los que estaban en los cursos superiores y
habían sobrevivido a la Eneida nos dijeron que la Roebuck rompía a llorar cuando
llegaba a la parte en que Eneas deja a Dido. Connie, naturalmente, inventaba toda
clase de chistes sobre lo que hacía Dido —como llamaba a la Roebuck— con su
dedo. De modo que aquel día Connie y yo decidimos aprobar latín sin esfuerzo para
el resto de nuestros años de enseñanza básica. Escondimos cebollas en nuestros
pañuelos. La voz de la Roebuck empezó a temblar al leer el pasaje en que Dido mira
por la ventana la partida de los troyanos. Luego, cuando Virgilio hace que Dido
conciba su plan suicida, la Roebuck abrió todos los grifos. Los alumnos trataron por
todos los medios de no levantar la vista de los textos. Estaban perplejos, pero Connie
y yo empezamos a moquear mientras las lágrimas corrían por nuestras mejillas.
Carolyn nos miraba estupefacta y yo le hice ver la cebolla. Su moral presbiteriana se
sintió ofendida, pero le fue imposible evitar una carcajada. Pronto toda el aula estaba
en pleno ataque de histeria, lo que sólo hacía resaltar aún más nuestro dolor ante el
trance que afrontaba la reina de Cartago. La Roebuck nos miró con infinita ternura y
después dijo con su voz estentórea:
—Alumnos, la mayoría de vosotros sois vergonzosamente insensibles. La gran
literatura y la gran tragedia no están a vuestro alcance.
Dio por terminada la clase y nos llamó a Connie y a mí aparte:
—Vosotras sois las verdaderas estudiantes de los clásicos, niñas.
Con lágrimas en los ojos, nos dio sendas palmadas en la espalda, y nos mostró el
camino para salir del aula. Después de eso, Connie y yo nos hicimos inseparables.
Planeábamos una travesura tras otra y pronto todo el colegio, irnos dos mil alumnos,
empezó a estar pendiente de cada una de nuestras palabras, miradas y acciones.
Nuestro poder era aplastante.
Pero la mayor de nuestras hazañas consistió en volver a la escuela muy tarde, por
la noche (las dos formábamos parte del Consejo de Estudiantes y teníamos las llaves
de todas las dependencias), e introducir un pescado podrido en el enorme ventilador
del salón principal. Hubo que suspender las clases por un día entero, mientras los
porteros limpiaban las inmundicias. Las aulas próximas al salón principal

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conservaron durante semanas un débil aroma a pescado en descomposición. Todo el
mundo se sintió agradecido por haberles conseguido un día de libertad y nadie habló.
Sin embargo, dimos con una información que hizo trascender nuestro poder del
cuerpo estudiantil a la administración. Comprendí entonces cómo funciona en
realidad un gobierno.
Un sábado por la noche, Connie, Carolyn y yo hicimos un trato: no saldríamos
con nuestros novios, sino que iríamos al cine y nos emborracharíamos. A Carolyn le
hizo falta mucho valor para tomar la decisión, pero al fin lo hizo con su irrefutable
lógica de que era mejor emborracharse con chicas y descubrir cómo podía
comportarse, que hacerlo en una cita con el riesgo de perder la virginidad.
La película era en el cine Gateway, y decidimos ir a la sesión de las siete y media.
Nos sentamos en primera fila. Era un film estúpido y Connie lo arruinó sin remedio
insertando su propio diálogo en momentos apropiados, como cuando Paul Newman
se encuentra con la esposa de su patrón en la biblioteca:
—Hola, señora de Tal; me alegro de encontrarla. Hagamos el amor.
Había una escena en que la mujer de un impotente se introduce en el cuarto de
Paul Newman para intentar acostarse con él. A Connie el cuerpo de Newman le
producía espasmos, y a mí el de la mujer. Connie empezó a darme codazos.
—Qué cuerpo. ¡Qué cuerpo!
—Sí, tan largo, flexible y suave —respondí yo.
—¿De qué hablas?
—¿Eh?
—El cuerpo de Paul Newman no es largo ni flexible ni suave, idiota.
—Oh.
Paul Newman rechazó a la mujer, lo que me deprimió en forma indecible ya que
me moría por ver cómo le quitaba las bragas. Entonces me di cuenta de que la dama
de las bragas negras guardaba un ligero parecido con Carolyn Simpson: por lo menos,
ambas eran altas. Carolyn cobró una nueva dimensión a mis ojos y empecé a sentir el
signo de advertencia en el estómago. Había estado tan ocupada en la escuela que no
tuve tiempo de pensar en esas cosas. Maldición, bastó haber ido a ver aquel film
ridículo para que mi estómago se hiciera un nudo. Sentí que nunca podría volver a
mirar unas bragas negras. Estaba abstraída en esos pensamientos cuando la película
llegó al final y nos encaminamos a Jade Beach.
Jade Beach era un sector de playa sin vigilancia entre Pompano y el sector
marítimo de Lauderdale. Era un lugar bien conocido por su mala fama, y tuvimos que
abrimos paso entre los cuerpos tendidos para encontrar un lugar apropiado, detrás de
un médano. Connie sacó una botella de vodka que había robado a su padre. La
hicimos circular entre las tres como si comulgáramos. Carolyn tosió.
—Quema. ¿Por qué no me lo advertisteis?
—Te acostumbrarás —dijo Connie tratando de animarla—. Ea, bebe otro poco.
¿Sabes que mi padre acaba una botella de estas en dos días? Lo bebe porque no deja

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huella en el aliento. Debe de tener el estómago reventado.
—¿Cómo es que tu padre bebe tanto, Connie? —preguntó Carolyn, que era la
inocencia en persona.
—Evidentemente porque es desdichado, boba. ¿Por qué otra cosa bebe la gente?
Él y mi madre se pelean todo el tiempo y sospecho que se ponen los cuernos
mutuamente. Necesitan el alcohol para lubricar sus genitales. La edad, el
conformismo, la estrechez de miras y todas esas estupideces los han secado. Por eso
mi viejo bebe sin cesar.
—Connie, no hables así de tus padres —la riñó Carolyn.
—La verdad es la verdad —afirmó Connie.
—Santas palabras —dije yo emitiendo un eructo.
—¿Tus padres beben y se pelean, Molly? —me preguntó Carolyn.
—¿Los míos? No; están muertos y demasiado callados para poder hacerlo.
Connie estalló en carcajadas y Carolyn procuró no imitarla.
—Esto se está pareciendo a «Los jóvenes quieren saber». Tú empezaste, Carolyn,
así que lo mejor es que nos cuentes algo de tu familia —dije.
—Mamá se volvió a casar el año pasado, de modo que mi nuevo padre y ella aún
se quieren. Y ¿sabéis una cosa?
—¿Qué? —preguntamos al unísono.
—Puedo oírles cuando hacen el amor.
Los ojos de Carolyn brillaban con aquella jugosa noticia.
—¿Alguna vez lo hiciste, Carolyn? —pregunté con verdadera curiosidad.
—No, no me voy a acostar con nadie hasta que me case.
—Mierda. —Connie escupió el vodka en la arena—. No puedes ser tan burra.
Carolyn estaba ofendida e intrigada al mismo tiempo. Nunca hasta entonces se
había encontrado con alguien que la animara a hacer el amor.
—Bueno, he cometido algunas tonterías, pero es pecado seguir adelante antes de
haberse casado.
—Sí, claro, y yo soy una rata —dijo Connie.
—Carolyn, eres algo victoriana. Quiero decir que no hay para tanto.
Carolyn me miró y preguntó a quemarropa:
—Bueno, y vosotras, ¿lo habéis hecho?
Connie y yo nos miramos, suspiramos profundamente, vacilamos. Después
Connie empezó:
—Ha habido un momento en el curso de la historia humana en el que sí, mi
querida Carolyn, lo he hecho.
Terminó su frase con un elegante movimiento de mano al mismo tiempo que
cogía la botella de vodka cuyo contenido disminuía con rapidez.
—¡No, Connie! —exclamó Carolyn, tan escandalizada como encantada.
—Connie, sí —dijo irónicamente Connie.
—A ver, los hechos —exigí mientras sacaba un cigarrillo.

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—No lo creeréis nunca. Fue con Sam Breem; ¿os dais cuenta? Sam Breem. Y no
fue un campeón, la verdad sea dicha. Pasamos la mitad de la noche tratando de
encontrar un motel donde poder acostamos sin estar casados. Y yo con el diafragma,
que nunca había usado. Tuve que ver a tres médicos para conseguirlo, porque sólo
tengo dieciséis años. Así que por fin llegamos al motel en cuestión y entramos en un
cuarto con paredes color coral. Suficiente para estropearle a una la noche allí mismo.
Bueno, entramos y Sam procura ser delicado en todos los detalles. Me ofrece un trago
y conversamos un rato. Imaginaos: yo con los nervios destrozados porque era la
primera vez, y él se pone a conversar… y se cruza de piernas como en ese anuncio de
«Esquire». De modo que terminamos los cubalibres y él decide que ya es hora de
besarme. Nos besamos y, después de media hora de puro restregarnos y rodar sobre la
cama, trata de desvestirme. Escuchadme, encantos, nunca lo permitáis porque os
saltarán los botones, os estropearán las cremalleras y parecerá que salgáis de un bazar
de ropa usada. Finalizada la lucha, empezamos a follar y, cuando vamos por la mitad,
mi hombre recuerda que debe preguntarme si he tomado medidas para protegerme.
Protegerme… ¿Pero qué se ha creído que soy, una tienda con un sistema de alarma?
De modo que digo sí y él prosigue. Estuvo bien, pero no puedo creer que haya gente
capaz de escribir canciones sobre la primera vez o que llegue al suicidio por eso. De
veras.
Los ojos de Carolyn estaban por salírsele de las órbitas; su boca casi tocaba la
arena.
—Pero si se supone que es una experiencia hermosa, la experiencia más profunda
que una persona pueda tener. Y que una ha de participar de ese momento glorioso,
unida físicamente y…
—Cállate, Carolyn —le dije.
Connie bebió otro trago.
—Bebed, queridas; queda una gota para cada una. Y además, eso hace muchísimo
daño —concluyó.
—Es raro, a mí no me dolió nada —dije—. Pero es probable que me haya
desvirgado con algún asiento de bicicleta, o algo así.
—¿Tú también? —balbuceó Carolyn.
—Carolyn, me he estado divirtiendo con la misma tranca desde octavo grado.
Connie me dio un empujón y rodamos sobre la arena riéndonos como hienas.
Carolyn se quedó sentada, estupefacta.
—Me encanta saber que hay otra que es honesta sobre su falta de virginidad. La
que me revienta es Judy Trout. Se ha acostado con todos pero la muy zorra sigue con
la historia del vestido blanco. Me dan ganas de vomitar.
La voz de Connie había adquirido un deje de amargura. Odiaba la hipocresía, y la
escuela de Fort Lauderdale era, en 1961, la fiel imagen de la hipocresía en los
Estados Unidos.
—¿Hablas de la misma Judy Trout que está con nosotras en Anchor?

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—Carolyn, ¿por qué no tomas otro trago? Tal vez te aclare las ideas. Pareces vivir
permanentemente en las nubes. Puede que ser consejera haya producido un
cortocircuito en tu cerebro.
El golpe pareció herirla y yo experimenté un placer salvaje. En realidad,
empezaba a enfurecerme con Carolyn, sentada allí con tanta dignidad y aquel cuerpo
largo y estupendo.
—Hemos terminado la botella. Me imagino que será imposible conseguir algo
líquido en este desierto —dijo Connie mirando con tristeza la botella.
—En Jade Beach hay bastante bebida para hacer flotar a toda la malina, pero
tendríamos que robársela a alguna de esas dichosas parejas cuando esté distraída.
—No vale la pena, Molly; regresemos.
Al levantarse, Carolyn trastabilló. El vodka se le había subido a la cabeza. Se
acodó en mi hombro y, riendo como una tonta, dijo que necesitaba un apoyo. Estaba
totalmente ebria y en ese momento advertí que su mano caía sobre mi pecho.
Tampoco yo estaba muy sobria.
—¿Quién va a conducir? —preguntó Connie.
—Carolyn no. Yo puedo hacerlo. Estoy bien, algo borracha, pero bien.
—Excelente —suspiró Connie—, porque pienso mirar por la ventanilla y soñar
con Paul Newman. ¿No te atrae? Lástima que no haya sido él en vez de Sam Breem.
Yo no estaba dispuesta a proporcionar ninguna información sobre quién me atraía.
—Por algo hay que empezar. Además, nadie empieza por arriba, ¿no?
Me deslicé tras el volante y traté de imaginarme cómo funcionaba aquel maldito
coche. También traté de borrar de mi mente a Paul Newman, la mujer de las bragas
negras y la mano de Carolyn sobre mi pecho.
Carolyn cayó de bruces en el asiento trasero.
—Espero que no le dé por vomitar —dijo Connie.
—Yo también; me repugna más eso que cualquier otra cosa. La sangre es mucho
mejor que un vómito.
En el primer semáforo me detuve junto a un Chevy 1960 azul que me pareció
familiar.
—Eh, Connie, ese coche se parece al del señor Beers.
—No se parece, sino que lo es. Y mira quién está con él. ¡La señora Silver, y él la
está abrazando!
—¿Qué? —Me incorporé para ver mejor y vi a nuestro estimado rector y a
nuestra respetada decana de las mujeres. Antes de que Connie pudiera deslizarse bajo
el asiento delantero hice sonar el claxon y saludé.
—¿Pero qué demonios haces? ¿Quieres que nos expulsen?
—Aguarda y verás lo que hago. Me estarás agradecida.
—Estás borracha, eso es lo que pasa.
—Ni lo pienses.

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El señor Beers y la señora Silver nos reconocieron. Sus caras eran la viva imagen
de la adversidad. El disco del semáforo cambió y él aprovechó para arrancar y salir a
toda velocidad.
—Vaya día vamos a tener el próximo limes.
Connie me miró.
—Nos han visto, estoy segura. ¿Cómo vamos a mirarles a la cara? Eres un
incordio.
—Usa tu inteligencia. No somos nosotras quienes tienen que preocuparse por dar
la cara; son ellos. Es a ellos, los casados, a quienes acechan las habladurías, no a
nosotras. Nosotras sólo somos dos líderes estudiantiles que han salido a
emborracharse.
Connie reflexionó sobre el asunto, llevándose la mano a los labios.
—Tienes razón. Nos ha tocado la lotería. ¿Crees que debemos decírselo a
Carolyn?
—Cielos, no. Casi ha sufrido una hemorragia escuchando nuestras aventuras. Si
su príncipe, el señor Beers, resulta ser un sapo galanteador, se hundirá en la
desesperación.
—No lo digamos a nadie. Que sea nuestro secreto —rió Connie.
Una vez en casa de Carolyn, tuvimos que introducirla a escondidas, porque sus
padres eran religiosos y la habrían molido a palos si se hubieran enterado de que
había vuelto borracha. Pero despertamos a Babs, su antipática hermana. Tuvimos que
pagar al angelito para que no dijera nada. Era difícil creer que pertenecieran a la
misma familia.
Connie se puso al volante y me llevó hasta la zona iluminada por un rojo intenso
próxima a las vías del ferrocarril. Salí del coche, andando de puntillas, y me despedí
en voz baja de Connie.
Las dos nos encontramos en la cafetería de la escuela antes de clase, para
aseguramos de nuestra experiencia del sábado por la noche y reafirmar nuestras
promesas de guardar el secreto. En el tablón de anuncios se leía la siguiente
comunicación: «Molly Bolt y Connie Pen deberán presentarse en la oficina del rector
contigua a esta sala». Nos miramos con ligera aprensión, pero nos armamos de valor
y entramos en el edificio principal con las cabezas altas.
Yo tuve que ir a ver a la señora Silver mientras que a Connie le tocó el señor
Beers. La señora Silver debía de tener unos cuarenta y cinco años y tenía muy buena
presencia, salvo por un mechón azulado en el cabello. Me saludó con nerviosismo y
me invitó a sentarme.
—Molly, tú eres una de las estudiantes más sobresalientes de este centro. Has
tenido las más altas calificaciones desde el principio y has demostrado ser una líder
muy eficaz. Además, eres la mejor atleta que tenemos. El año próximo puedes
esperar muchos premios y hasta becas de estudio, pues ya sé que tu familia, desde el
punto de vista financiero… Bien, supongo que las necesitarás.

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—Sí, señora.
—Si me lo permites, me gustaría mucho recomendarte y tratar de ayudarte a
conseguir una beca completa para el resto de tu educación.
—Muchas gracias, señora Silver. Será un honor para mí.
—¿Sabes qué te gustaría estudiar?
—Estoy dudando entre derecho y cinematografía, pero las únicas escuelas de cine
están en Nueva York y California y eso queda muy lejos.
—Bueno, piénsalo y ya veremos qué se puede hacer. Tendrías que pensar en
escuelas como Vasar y Bryn Mawr; tienen cupos por región. Con tus antecedentes
estoy segura de que lo conseguirás, siempre que las notas del tribunal sean altas, y
estoy convencida de que lo serán.
—Le prometo que lo pensaré. —La cosa nunca me había atraído mucho, pero
tampoco había pensado seriamente al respecto.
Se produjo una pausa embarazosa, mientras la señora Silver pasaba un secante
inservible sobre el bloc de papel encima de su escritorio.
—Molly, ¿has pensado en presentarte para presidente del consejo estudiantil el
año próximo?
—Sí, lo he pensado, pero parece que Gary Vogel ya tiene el cargo en el bolsillo.
De todos modos, es difícil que las chicas seamos elegidas.
—Sí, en general, a las chicas todo les resulta difícil en este mundo.
De repente pareció abatida, vieja y cansada. «Señora Silver, no voy a delatarla.
Diablos, parece usted tan cansada…».
—Si uso mi imaginación tal vez pueda ocurrírseme algo que derrote a Gary
Vogel, pero ya sabe usted que el consejo Estudiantil no ha puesto límites a los fondos
para la campaña, y él es rico.
Ella parpadeó y una sonrisa cruzó por sus labios.
—O los gastos tendrán que ser limitados o tú tendrás fondos para tu campaña. Te
lo prometo.
—Así lo espero, señora Silver. Así estaríamos al mismo nivel.
—Otra pausa y luego, sin que viniera al caso, agregué:
—Señora Silver, no tiene usted que comprarme. No voy a contarle a nadie que la
vi el sábado por la noche, no importa lo que suceda. Lamento haberla alarmado.
El alivio y la sorpresa asomaron a su rostro.
—Gracias.
Salí del despacho y esperé junto a la estantería de trofeos a que Connie saliera.
Apareció cinco minutos después con una sonrisa radiante.
—Estás viendo al redactor jefe del periódico escolar del próximo año —dijo
exultante de alegría.
—Y tú estás viendo al próximo presidente del consejo estudiantil.
—Maravilloso. —Connie sacudió la cabeza y continuó diciendo, en voz baja—:
Ese pobre infeliz estuvo temblando durante todo el tiempo que permanecí en su

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despacho. ¿Y ella?
—Lo mismo. Le dije que se quedara tranquila y que no debía preocuparse. ¿Y tú
qué le dijiste a él?
—En líneas generales, lo mismo. Parece que nos hemos metido a esta escuela en
el bolsillo, ¿verdad?
—Exactamente —afirmé—. En el bolsillo.

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PASÉ LAS VACACIONES de verano trabajando en las canchas de tenis. Connie se fue
a México y Carolyn a Maine, como consejera de un campamento de varias sectas
protestantes. Leroy había logrado por fin pasar sus exámenes y estaba en el último
curso. Vino a verme un par de veces en su moto, pero no nos acostamos. Yo sentía
que aquello había acabado, sobre todo después de la pelea por culpa de la moto. A
veces, Leroy me daba lástima. Seguía al rebaño, como un animal cualquiera, pero
dándose cuenta de su infelicidad de un modo vago. Se sintió muy impresionado
cuando supo que me habían elegido presidente del consejo estudiantil por
abrumadora mayoría. Pero nuestras conversaciones languidecían cada vez más, y
teníamos que recurrir a temas como las motos, los coches y las películas. Una vez me
confesó con voz patética:
—¿Sabes, Molly? A ti puedo hablarte como a una persona normal. Con las otras
chicas no puedo hablar. Paso a recogerlas, las llevo al cine, me las tiro, y después las
vuelvo a llevar a su casa. ¿Qué sucede cuando te casas? ¿De qué habla la gente
cuando está casada?
—De sus hijos, imagino.
—Tal vez sea todo lo que se tiene en común.
Y cada vez era más claro que lo único que Leroy y yó teníamos en común era una
niñez llena de helados, cajas de pasas y un colchón lleno de agujeros. Pero nunca
había pensado tener mucho en común con nadie. No tenía madre, ni padre, ni raíces,
ni esas semejanzas biológicas llamadas hermanas o hermanos. Y no quería para mi
futuro una bonita casa, un coche lujoso, una estupenda nevera y un montón de niños
rubios separados por una adecuada e inalterable diferencia de edad. No quería posar
para revistas que me presentaran como la esposa modelo. Ni siquiera quería un
marido o un amante. Quería seguir mi camino. Creo que eso es lo único que siempre
he querido: seguir mi camino y encontrar, quizá, de vez en cuando, un amor. Amor sí,
pero no un amor eterno con cadenas alrededor de la vagina y un cortocircuito en el
cerebro. Para eso, mejor estar sola.
Carrie y Florence estaban escandalizadas de que me hubieran elegido presidente
del consejo estudiantil. Carrie había puesto sus esperanzas en que fuera reina del
baile de gala y sabía que no se podía ser al mismo tiempo presidente y reina. Era
como si yo hubiera traicionado a mi sexo. Florence no se lo había tomado tan a
pecho, pero pensaba que era una cosa rara. Su teoría era que debíamos dejarles los
sucios asuntos de gobierno a los hombres. Yo trataba de estar fuera de casa todo el
tiempo posible, y eso era justamente lo que había estado haciendo desde que pude

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sostenerme sobre mis piernas. Cada vez que me quedaba en casa teníamos una pelea.
Una noche, después de un tremendo combate verbal sobre si debía o no cortarme el
cabello, me precipité fuera de casa y cuando estaba a punto de subir al coche, Carrie
salió a la puerta aullando:
—No vayas a tocar ese auto; tu padre quiere usarlo.
Salí golpeando la puerta con todas mis fuerzas.
Entonces apareció Carl y me preguntó adónde quería ir.
—A ninguna parte. Sólo quería conducir un rato, nada más. Ir a cualquier parte
donde no estén esas arpías.
—Bueno, puedes ir conmigo.
Carl fue por Sunrise Boulevard y giró a la izquierda en dirección a la playa. A la
altura de Birch State Park encontramos un lugar tranquilo y bajamos del coche. Él se
sentó en un banco verde y miró en dirección al océano.
—El océano es realmente hermoso. No puedo creer que haya países al otro lado y
que alguien esté allá sentado y mirándolo exactamente como yo aquí y ahora.
—Sí. —Todavía me sentía disgustada.
—Creo que no podría vivir sin el océano. Todos esos años en Pennsylvania… No
podría volver a aquello.
—Sí, a mí también me gusta el océano, pero no sé si viviré siempre cerca de él.
De todos modos, Florida no me cae bien.
—Me imagino que es un lugar para gente mayor. A los hijos no les gusta quedarse
en el lugar donde se criaron. Es probable que te marches.
—Quiero ir adonde pueda tener una oportunidad. Aquí no la tengo. Además,
quiero alejarme de todas las personas que conocemos. Se interponen en mi camino.
—Tú y tu madre sois como el agua y el aceite. A ti te es imposible decirle sí y
seguir con lo tuyo. Tienes que encolerizarla. Eres muy orgullosa, hija. Si fingieras
ceder, no tendrías todas esas peleas.
—Ella no tiene razón. Si cedo, la confirmo en sus errores.
—Tiene su forma de ser, y nada la hará cambiar. Pero no me atrevería a decir que
no tiene razón en nada.
—Te digo que no la tiene. Cuando se mete conmigo, por lo menos, no la tiene.
Quiere siempre salirse con la suya. Nadie me va a decir lo que tengo que hacer.
Nadie. Y menos cuando no tienen razón.
—No sé. A mí no me gustan las peleas, con razón o sin ella. Sonrío y digo sí al
patrón en el trabajo, sí a Carrie y también decía sí a mis padres cuando vivían. Y
después hago lo que me parece.
—Yo no puedo, papá.
—Lo sé. Y te costará caro, tesoro: lágrimas y amargura, porque tendrás que pelear
sin tregua y sola. La mayoría de la gente es como yo, cobarde. Y si tratas de hacerlos
pelear, se volverán contra ti, tan malvados como los otros que te causan problemas.
Estarás sola.

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—Ya estoy sola ahora. En casa soy una inquilina y eso es lo que he sido siempre.
Nunca he tenido a nadie más que a mí misma.
Carl pareció asombrado y me dijo:
—Me tienes a mí. Soy tu padre. Mientras yo esté, no vas a sentirte sola.
—Pero si no estás nunca, papá.
Pareció tan dolido que hubiera querido cortarme la lengua.
—Lo que ocurre es que estos días vuelvo a casa muy cansado del trabajo. Cuando
eras pequeña y yo llegaba, ya dormías. Ahora me es imposible pretender que me
queda mucha energía. Algunas veces, en el trabajo, pienso en ir a casa, cenar y luego
llegarme a la escuela para ver cómo te van las cosas. Después me siento, leo el
periódico y me quedo dormido. No estoy mucho contigo, es cierto. Demasiado viejo,
supongo… Lo siento, cariño.
—Yo también lo siento, papá. —Clavé la vista en las olas oscuras tratando de no
mirarle a la cara.
—Molly, me siento orgulloso de veras de lo que has hecho en la escuela. Eres
diferente, lo sé. Vas a seguir así y algún día serás alguien. Y continúa luchando.
Diablos, si puedes enfrentarte a Carrie, todo lo demás será pan comido. —Casi le dio
un ataque de risa; luego prosiguió—: ¿Sabes a qué universidad quieres ir y qué
carrera seguirás?
—Todavía no… No sé a qué universidad iré. Tal vez vaya a una de esas
aristocráticas, donde van los tipos ricos, o tal vez a una de esas grandes universidades
públicas. Depende de dónde me ofrezcan las mejores condiciones. Pero sé lo que
quiero hacer: algo así como abogacía o dirección de películas. Es lo único que me
interesa.
—Serías un buen abogado. Nadie podría vencerte en el uso de la palabra; les
dejarías la cabeza hecha puré. Pero eso de la dirección… no sé qué decirte. Tendrás
que ir a Hollywood, ¿no? Dicen que es un mal lugar.
—No lo sé. Los estudios se están cerrando, por lo que sé. Parece como si
estuviera a punto de producirse una apertura en alguna parte: nuevas compañías y
todo eso. Pero primero tengo que aprender. No hay mujeres en la profesión, de modo
que tendré que pelear duro. En cuanto a la abogacía, sé que podría hacerlo muy bien,
pero preferiría rodar películas que hablar ante un jurado somnoliento.
—Entonces dedícate a las películas. Tienes sólo una vida, de modo que haz lo que
tengas deseos de hacer.
—Eso es lo que me propongo.
—¿Y has pensado en casarte?
—No lo haré nunca.
—Ya me lo suponía. No creo que te sintieras muy bien con un delantal puesto y,
entre nosotros, no soportaría verte sometida a alguien, sobre todo a un marido.
—Bueno, no te preocupes, porque eso no sucederá. Además, ¿por qué tendría que
comprar una vaca cuando puedo conseguir leche gratis? Puedo acostarme con uno

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siempre que me dé la gana.
Carl se echó a reír.
—La gente se vuelve tonta cuando se trata de sexo. Pero si quieres un consejo de
tu padre, haz todo lo que se te ocurra, pero no lo digas. —Había una extraña tristeza
en su voz. Hizo una pausa y luego se inclinó para trazar un círculo en la arena—.
Molly, no he hecho con mi vida mucho que valiera la pena, y ahora ya casi no me
queda tiempo. Tengo cincuenta y siete años. Cincuenta y siete. No me hago a la idea.
Cuando lo pienso, a veces me parece tener aún dieciséis. ¿No es cómico? Para ti soy
un viejo anticuado pero yo apenas consigo creer que soy viejo. Escúchame —su voz
se hizo más firme—: haz lo que te apetezca y que el resto del mundo se vaya al
infierno. Aprende de tu padre. Nunca hice maldita la cosa y ahora soy demasiado
viejo para intentar algo. Todo lo que tengo son sueños muertos1 y una hipoteca sobre
la casa amortizable en diez años. He trabajado toda mi vida y todo lo que tengo para
mostrar es esa casa cuadrada y pintada de rosa junto a las vías del tren, una más entre
tantas otras. Mierda. Ve a toda marcha, hija, sin que te importen los torpedos; no
escuches a nadie más que a ti misma.
—Papá, has estado mirando otra vez esos films de guerra.
Le di un fuerte abrazo y un beso en su mono gris y salado.

AQUEL AÑO HIZO MUCHO CALOR en julio. Yo había vuelto del Estado de las Niñas
triunfante con mi cargo de gobernador. Carrie y Florence rezongaron que sería
imposible vivir conmigo desde entonces. Carl fue al trabajo y le dijo a quien quisiera
oírlo que su hija iba a ser algún día gobernador de veras. Una noche, poco después de
mi regreso de Tallahassee, Carl y yo mirábamos «Peter Gunn» por la tele. Hicimos
apuestas sobre quién era el villano y él ganó porque habían pasado la película otras
veces. No me dijo que la había visto antes hasta que terminó el espectáculo. Todavía
se reía camino al dormitorio.
Me fui a acostar a eso de las once y me dormí arrullada por el susurro de las hojas
de las palmeras. Es un sonido apaciguador, como la lluvia. Bruscamente salí de mi
profundo sueño: alguien me arañaba la cara. Unas uñas me rasgaban la garganta. El
cuarto estaba en la más absoluta oscuridad, excepto por una misteriosa luz roja que
penetraba intermitentemente por los intersticios de las persianas cerradas. Distinguí
otra forma sobre la cama que trataba de contener a quien me arañaba. Poco a poco
mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y vi que era Carrie la que me atacaba,
haciendo ruidos extraños.
«Va a matarme. Ha enloquecido y trata de estrangularme». Entonces empezó a
gritar a todo pulmón:
—¡Despiértate!, ¡despiértate! Carl ha muerto. Despiértate, Molly; tu padre ha
muerto.
A Florence le costó lo suyo separar a Carrie de mí. Me confirmó la noticia.

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—Si quieres verlo antes de que se lo lleven, se encuentra en el cuarto de estar. Ve
ahora, porque la ambulancia y el doctor ya están aquí.
Me eché sobre los hombros el salto de cama y corrí a la sala con aquel gran
espejo que tenía flamencos pintados. Debajo de él, frente a la puerta, estaba el cuerpo
de Carl. Sus ojos me miraban con fijeza y tenía la cara completamente azul.
—¿Por qué está azul?
—Ataque al corazón —me respondió el médico—. Sucedió de repente. Tuvo
tiempo de avisar a Carrie y decirle que creía que era el corazón. Luego murió.
Los hombres de la ambulancia entraron y me miraron con curiosidad. Les tenía
sin cuidado que mi padre hubiera muerto; yo era una chica de dieciséis años con sólo
una bata sobre el cuerpo. El doctor me dijo que administrara tranquilizantes a Carrie,
ya que estaba fuera de sí. A pesar de que la llenamos de pastillas, permaneció toda la
noche despierta y llorando:
—¿Qué día és? ¿Dónde está mi Carl?
Después empezó a llamarlo como si estuviera llamando al gato:
—Carl, Carl, ven aquí…
Como era inútil volver a dormir, Florence y yo nos quedamos despiertas toda la
noche, discutiendo los preparativos para el funeral. Florence me miraba
inquisitivamente, esperando que tuviera un momento de debilidad o llorara. De
haberlo hecho, me hubiera dicho que tratara de ser valiente por Carrie. Como no
lloré, me acusó de no tener corazón y no querer de veras a Carl porque no era mi
padre. Me reprendió por ser adoptiva, y afirmó que los hijos adoptivos no sienten
verdadero afecto por sus padres. No repliqué una palabra. No tenía nada que decir a
aquella mujer. Que pensara lo que le diera la gana. Me importaba un bledo lo que
personas como ella pudieran pensar.
El funeral se dispuso para el domingo. Cuando bajamos a la funeraria Zimmer
con las ropas de Carl, descubrimos que no estaba allí. Llamamos a todas las empresas
de pompas fúnebres que había en la ciudad, tratando de dar con sus restos, y los
encontramos en la funeraria Bolt. Como su apellido era ése, los chóferes de la
ambulancia se confundieron y lo habían llevado a un velatorio equivocado. Sin
importarles el hecho de haber sido ellos los responsables del error, nos cobraron otra
vez el traslado.
Después del servicio religioso entramos en el enorme Continental blanco que nos
llevaría al cementerio y Carrie recobró lo suficiente su sentido del humor para decir:
—Bueno, es la primera vez que subo a semejante coche. Al parecer, tiene que
morir alguien para que una pueda subir a un Continental.
Rió como una tonta y Florence la miró como si el dolor le hubiera ofuscado la
mente. Yo, por mi parte, pensé que la cosa tenía gracia. Pese a todas nuestras peleas,
era imposible pasar por alto el hecho de que a Carrie no la engañaba todo lo que fuera
espectáculo. Consideraba a la mayor parte del mundo a su alrededor como un
espectáculo para los ricos a expensas de los pobres.

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La soledad se instaló en la casa rosada tras la muerte de Carl. Carrie lloró
prácticamente todos los días hasta que yo volví a la escuela. Intenté pasar más tiempo
en casa para que se sintiera mejor, pero lo único que hacíamos era pelearnos.
Peleamos por el funeral, peleamos porque yo no guardaba luto y peleamos porque
trabajaba en las canchas de tenis en vez de emplearme en el archivo. Abandoné la
idea de quedarme en casa y pasaba todo el tiempo afuera. Entonces peleábamos
porque yo la dejaba sola en casa con su carga de desgracia.
Dos semanas después de empezar las clases, llegué a casa a eso de las cinco y me
cambié de ropa para ir más tarde a una reunión. Florence había conseguido hacer que
Carrie saliera y la había llevado a ver escaparates en el nuevo centro comercial de
Britt. Me senté en la cocina, de un amarillo brillante, a leer el Orlando de Virginia
Woolf y me estaba riendo a más no poder, cuando miré el reloj y me di cuenta de que
eran las cinco y media. Me levanté de un salto y puse a calentar la cafetera. Los
fuertes colores del óxido se arremolinaban en el agua limpia cuando miré por la
celosía y comprendí que Carl ya no iba a volver nunca más. Me sentí estúpida y
desolada: poner la cafetera para que él tuviera café recién hecho cuando volviera de
trabajar…
Me senté e intenté volver a la lectura del Orlando, pero no logré concentrarme en
la página. Me levanté y fui al dormitorio de Carrie. Carl tenía un cajón en la enorme y
vieja cómoda marrón con la parte superior de linóleo gris. El pequeño cajón
conservaba un puñado de viejos cortaplumas de nácar, una pitillera roja y plateada de
los años treinta y un anillo gastado con la cabeza de Atenea esculpida en ónice. Toda
una vida humana se ha ido, una vida riente y maravillosa, y todo lo que queda es ese
puñado de cosas usadas que ni siquiera son de calidad.
El renqueante Plymouth 1952 entró en el cobertizo y oí salir a las dos mujeres,
rezongando, cada una por su lado, que no necesitaba ayuda. En un santiamén volví a
la cocina y abrí el libro. Florence advirtió de inmediato que tenía los ojos enrojecidos
y que algo me hacía sonar la nariz.
—¿Qué te ha pasado? —me preguntó.
—Leía este libro tan triste, eso es todo.
Carrie rugió que lo único que sabía hacer era leer libros tristes y que me iba a
arruinar la vista.
—Te pasas todo el tiempo con la nariz metida en un libro. Eres una rata de
biblioteca, eso es lo que eres, forzándote la vista desde niña. No quisiste escucharme;
no, nunca me escuchaste. Te lo digo por tu propio bien: deja de leer de esa manera.
Además, tampoco es bueno para tu cerebro leer todo el tiempo. Hace que las cosas se
te graben más de la cuenta. Es tan cierto que te arruinará la salud, como que estoy
aquí hablándote. ¡Molly, haz el favor de escucharme!
—Sí mamá.
Abrió un gran bolso blanco con la palabra «Gracias» escrita en cursiva y me
mostró una cantidad enorme de flores artificiales.

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—Son para la tumba de tu padre. Durarán más que las naturales. Se verá bonito
cuando la gente pase junto a ella.
—Son muy bonitas. Disculpadme, pero tengo que volver a la escuela.
Mientras me dirigía a la puerta oí que Florence le decía a Carrie:
—Esta hija tuya está loca. No llora por la muerte de su padre, pero se sienta aquí
a llorar por vete a saber qué libro.

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EL ÚLTIMO AÑO FUE UNA VICTORIA. Connie y yo no teníamos que ir a clase si no


queríamos. El señor Beers nos hacía entregar al instante las papeletas azules que
garantizaban nuestra libertad. La única clase a la que condescendíamos en asistir era
la de inglés superior, a cargo de la señora Godfred. Era una profesora tan sensacional
que no nos importaba tener que aprender inglés medieval para leer a Chaucer.
También Carolyn seguía el curso. Nos sentábamos las tres en primera fila y
competíamos por obtener la calificación más alta.
Carolyn era capitana de las majorettes y acostumbraba a presentarse en el
comedor con su uniforme de borlas de seda azul y botas blancas. Connie y yo nos
burlábamos de ese tipo de actividades, pero Carolyn era la directora de relaciones
sociales del colegio gracias a ello. Las tres salíamos con tres chicos que eran amigos
íntimos. Cada vez que nos veían con nuestros respectivos novios les demostrábamos
toda la tierna atención que exigían las rígidas normas sociales de la escuela superior,
pero en realidad a ninguna de las tres nos importaba nada. Eran una comodidad, algo
que una tenía que usar cuando iba a la escuela, como un sostén. Carolyn estaba más
tensa que la cuerda de un violín porque Larry la perseguía sin cesar para que se
acostara con él… Connie y yo le dijimos que se decidiera y lo hiciera de una vez,
porque estábamos hartas de oírla quejarse de que Larry le tocaba las tetas. Connie y
yo lo hacíamos con nuestros chicos sin efectos secundarios desagradables. Claro que
se suponía que nadie estaba al tanto, aunque todos lo sabían confidencialmente. Toda
esa heterosexualidad desembozada me divertía. Si hubieran sabido… Nuestros novios
pensaban que eran los favoritos de la fortuna porque dormíamos con ellos, pero les
perdonábamos su arrogancia por su trágica simpleza.
Carolyn decidió, siempre con su implacable lógica, que si ganábamos el partido
de fútbol contra Stranahan le daría el gusto a Larry. Los hicimos papilla. La cara de
Carolyn al salir del campo de honor no estaba roja como de costumbre por haberse
reventado los pulmones gritando, sino que oscilaba entre el ceniza y un blanco pálido.
Connie y yo fuimos a su encuentro para darle valor. Luego las tres esperamos a
nuestros chicos a la salida de los vestuarios. Clark apareció con una herida en la
mejilla y necesitaba consuelo. Le dije que era un héroe del fútbol, lo que era cierto
porque había marcado dos goles de remate. Douglas, el de Connie, salió caminando
pesadamente (los laterales derechos tienden a ser gordos) y ella le dijo que era un
héroe del fútbol. Larry tropezó al abrir la puerta, tal era su prisa por ver a Carolyn.
Ella no tuvo tiempo para decirle que era un héroe del fútbol porque le dio un beso
aplastante, como en las películas de Errol Flynn, y tomándola en sus brazos la llevó a
su coche. Carolyn nos hizo un nervioso gesto de despedida y todos le contestamos.
Después subimos los cuatro al coche de Douglas y nos fuimos a una granja para

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hablar de aquel pase extraordinario, mientras tomábamos plátanos y helados de fruta
con crema de chocolate caliente.
A la mañana siguiente el teléfono sonó a las nueve de la mañana. Era Carolyn.
—Tengo que hablar contigo ahora mismo. ¿Estás despierta?
—Si contesté, al teléfono, imagino que sí.
—Pasaré a buscarte y desayunaremos en el Fórum, ¿te parece bien?
—Muy bien.
Quince minutos después Carolyn, más pálida que de costumbre, estaba en la
puerta de casa. Al entrar en el coche, a su lado, le pregunté:
—¿Cómo está la flamante prostituta de la escuela de Fort Lauderdale?
Carolyn hizo una mueca.
—Estoy bien, pero tengo que hacerte algunas preguntas para saber si lo hice
como debía.
Empezó su interrogatorio frente a un plato de huevos que parecían rechazados por
las mismas gallinas.
—¿Siempre es tan asqueroso? Cuando me levanté, todo eso me corrió por la
pierna. Larry dijo que era semen. Fue tan repulsivo que casi me descompongo.
—Una se acostumbra.
—Sí, claro. Y algo más: ¿qué debo hacer mientras dura todo eso?, ¿quedarme ahí
acostada? ¿Qué es lo que hay que hacer? Ellos están encima de una, sudando y
gimiendo. No es en absoluto como lo había imaginado.
—Te lo repito, una se acostumbra. No es algo demasiado místico, si eso era lo
que esperabas. No soy una experta ni mucho menos, pero con gente distinta las cosas
también cambian. Tal vez Larry no sea el mejor de este mundo, de modo que no
bases tu juicio sólo en él. Además, se supone que mejoran técnicamente a medida que
crecen. A nosotras nos tocó tropezar con ellos en el momento de su torpeza.
—No es eso lo que dicen los libros de medicina. Según ellos, los varones
alcanzan su madurez a los dieciocho años y nosotras a los treinta y cinco. ¿Cómo se
entiende eso? Es todo tan ridículo. Tú y Connie debéis pensar que soy una retardada.
—No. Te lo tomas demasiado en serio, nada más.
—Es serio.
—No, no lo es. Es un juego absolutamente imbécil y no significa nada, a menos
que quedes embarazada, claro. Entonces significa que te han jodido.
—Probaré. ¿Qué te parece si salimos el viernes a tomar algo?
—Muy bien. ¿Y Connie?
—Tiene que ir a una conferencia de periodistas en Miami durante el fin de
semana.
—Bueno, entonces iremos nosotras dos.

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EL VIERNES POR LA NOCHE fuimos al campo de juego para niños en Holiday Park.
Nadie iba allí a aquellas horas y las patrullas de policía estaban demasiado ocupadas
en otros lugares para merodear por aquel paraje. Como realmente no me gustaba
beber, sólo tomé unos tragos para no quedar mal. Carolyn, en cambio, se emborrachó
por completo. Se deslizó por el tobogán, y jugó con los columpios, quitándose
gradualmente las ropas. Cuando llegó a las prendas íntimas, corrió en línea recta al
aeroplano azul que estaba en el suelo y se deslizó por la cola, que estaba abierta,
hasta el fuselaje. Se quedó allí, imitando los sonidos de un avión y sin dar muestras
de querer abandonar su actividad de piloto. Me deslicé tras ella. Era un lugar pequeño
y estrecho, de modo que tuve que recostarme junto a ella.
—Carolyn, tal vez debieras entrar en la Fuerza Aérea después de graduarte. Los
efectos de sonido son exactos.
—Uuh… —Después se reclinó sobre un codo y me preguntó con voz tímida—:
¿Cómo te besa Clark?
—En los labios, ¿dónde, si no? ¿Qué quieres decir con eso de cómo me besa?
¡Qué pregunta más idiota!
—¿Quieres que te muestre cómo besa Larry?
Sin esperar a que le diera una respuesta sobria, me cogió y me estampó en plena
cara el beso más impresionante que había recibido desde la época de Leota B.
Bisland.
—Dudo de que bese en esa forma.
Ella se rió y me volvió a besar.
—Carolyn, ¿sabes lo que estás haciendo?
—Sí, te estoy dando lecciones sobre el arte de besar.
—Muchas gracias, pero será mejor que nos detengamos aquí.
«Será mejor, porque un solo beso más y vas a recibir más de lo que buscas,
querida. ¿O es eso lo que buscas?».
—Ja, ja.
Me volvió a besar, pero esta vez apretando todo su cuerpo contra el mío. Ahí se
quebró mi resistencia. Recorrí su cuerpo con mis manos hasta llegar al pecho y le
devolví el beso con rabia. Ella me animó a seguir y agregó algunas otras novedades,
como la de morder mis sensibles orejas. Fue entonces cuando me empezó a preocupar
la idea de estar en la cola de un viejo avión azul en medio del campo de juego para
niños de Holiday Park. Carolyn no compartía mis temores y se sacó lo que aún
llevaba puesto. Después empezó a desvestirme a mí, arrojando las ropas en la cabina
del piloto. Estaba preocupada, pero conseguí sobreponerme. Lo único en que podía
pensar era en hacer el amor con Carolyn Simpson, jefa de las majorettes, consejera
religiosa del segundo año de la escuela de Fort Lauderdale y aspirante al título de
reina del baile de gala. Estuvimos en aquel avión más de la mitad de la noche,
internándonos en un azul lejano y salvaje. Sé que quebramos la barrera del sonido.

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Luego el cielo empezó a iluminarse y el aire se hizo frío. Pensé que era hora de
marchamos.
—Marchémonos de aquí.
—No quiero. Quiero quedarme aquí diez años y jugar con tus pechos.
—Vamos.
Me estiré para alcanzar su ropa interior y mis vestidos. Después salí por la parte
de atrás del aeroplano y recogí sus pantalones cubiertos por el rocío, su blusa y sus
alpargatas blancas y gastadas. Corrimos hacia el coche, temblando de frío.
—¿Tienes hambre? —le pregunté.
—De ti.
—Carolyn, te pones cachonda de un modo insoportable. Vayamos a El Huevo y
Tú y comamos algo bueno.
Pedí dos desayunos para reponer toda la energía que había quemado, y Carolyn
tomó huevos con tocino.
—Molly, no lo dirás, ¿verdad? Podría traemos serios problemas.
—No, no lo haré, aunque detesto mentir. Como es más bien imposible que
alguien vaya a preguntar semejante cosa, estamos a salvo.
—A mí también me disgusta mentir, pero la gente diría que somos lesbianas.
—¿Y qué somos?
—Sólo nos queremos, nada más. Las lesbianas son hombrunas y feas. Nosotras
no somos así.
—No somos hombrunas, pero cuando dos mujeres hacen el amor tal cosa suele
catalogarse como lesbianismo, de modo que harás bien en aprender a no aterrorizarte
cuando escuches esa palabra.
—¿Lo habías hecho antes?
—Una vez en sexto grado, o sea hace siete siglos. ¿Y tú?
—Este verano, en el campamento. Creí morirme de miedo, pero la otra consejera
era tan sensacional… Nunca hubiera pensado que fuera lesbiana. Estábamos juntas
todo el tiempo, y una noche me besó y lo hicimos. No he dejado de pensar un solo
instante en aquello: era demasiado bueno.
—¿Te escribes con ella?
—Claro. Intentaremos ir al mismo instituto. Molly, ¿crees que se puede querer a
más de una persona a la vez? Te quiero, pero también quiero a Susan.
—Puedo imaginármelo. No estoy celosa, si eso es lo que quieres saber.
—Más o menos. ¿Quieres saber algo más? Es mucho mejor que hacerlo con
Larry; no hay ni punto de comparación.
—Lo sé.
Nos reímos y pedimos dos helados de fruta con chocolate caliente a las seis de la
mañana.
Carolyn empezó a esperarme en el comedor y a dispensarme toda clase de
atenciones, olvidándose de Connie y de Larry. A él no le importó mientras pudo

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seguir acostándose con ella todos los fines de semana, pero Connie era más sensible.
Por eso traté de pasar más tiempo con Connie, cosa que enloqueció a Carolyn.
Cuando las tres estábamos juntas, la tensión era insoportable y empecé a sentirme
como un hueso entre dos perros. Durante un ensayo del Macbeth que iba a presentar
la clase de inglés (hacíamos de brujas) traté de explicarle a Carolyn lo que pensaba
que sucedía y le dije que debía calmarse. Ella explotó:
—¿Te acuestas con Connie?
Connie, que estaba sentada detrás de una roca de cartón piedra, asomó la cabeza.
—¿¡Qué!?
Se había armado. ¿Qué debía hacer?
—Eso es una estupidez, Carolyn. No me acuesto con Connie, pero la quiero. Es
mi mejor amiga y sería mejor que te acostumbraras a la idea.
Carolyn empezó a llorar. Connie me miró asombrada, y yo me encogí de
hombros.
—Molly, ¿por qué piensa ésta que dormimos juntas? ¿Qué sucede?
—Connie… —Hice una pausa. ¿Qué diablos iba a decirle?—. Connie, no tiene
sentido mentir. Carolyn y yo hemos dormido juntas. Supongo que está celosa, no sé.
—Me volví a Carolyn—: ¿Y por qué diablos sientes celos? Eres tú la que está
enamorada de Susan, no yo. La cosa no tiene sentido.
Carolyn empezó a darme una respuesta en medio de sus sollozos, pero Connie,
recobrándose de la sorpresa, se le adelantó.
—Quiero asegurarme de que he comprendido bien. ¿Haces el amor con Carolyn?
—Sí, hago el amor con Carolyn. Carolyn hace el amor conmigo. Hago el amor
con Clark, y Carolyn hace el amor con Larry. Todo lo que necesitamos es una cama
redonda para hacerlo todos juntos. ¡Por Dios!
—¿Los muchachos lo saben?
—Claro que no. No lo sabe nadie más que tú. Ya sabes lo que sucedería si llegara
a trascender.
—Sí: todo el mundo os llamaría «raras», que es lo que supongo que sois.
—¡Connie! —gritó Carolyn—. No somos eso. ¿Cómo puedes decir semejante
grosería? Soy muy femenina; no tienes derecho a llamarme de ese modo. A Molly tal
vez sí; después de todo, juega al tenis y puede patear una pelota igual que Clark. Yo
no.
Carolyn se estaba mostrando tal cual era. Muy bien. Intenté convencerme de que
no podía prever una escena semejante cuando ella se excitara, pero en el fondo lo
había sabido desde el principió. Un leve aroma de odio envolvió mis fosas nasales.
Hubiera querido romperle su tan femenina cabeza.
—¿Qué tiene que ver el hecho de que Molly juegue al tenis con todo esto? —
Connie se sentía cada vez más confusa.
—Las lesbianas son parecidas a los chicos, y atléticas, ya sabes. Quiero decir que
Molly es bonita y todo lo demás, pero es mejor deportista que la mayoría de los

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chicos de esta escuela. Y, además, no actúa como una chica. Yo no soy así en
absoluto. Sólo la quiero, y eso no hace de mí una «rara».
En la voz de Connie se advertía una rabia contenida cuando se encaró con
Carolyn.
—Bueno, yo peso ocho kilos de más; podrían decir que soy fornida. Además, no
recuerdo haber soltado risitas o arrullos de manera verdaderamente femenina. ¿Por
qué no dices que soy un macho si tienes la mente así de pervertida?
Carolyn estaba verdaderamente asombrada.
—Oh, jamás diría tal cosa de ti. Tú sólo eres sincera. Y estás gorda porque eres
perezosa. Lo último que se me ocurriría decir es que eres una deportista. Eres la típica
mujer que se dedica a una profesión.
—Me das asco, Carolyn.
Me saqué los harapos de bruja y me encaminé hacia la salida.
—¡Molly! —gritó Carolyn.
Connie se quitó su disfraz y salió detrás de mí.
—¿Adónde vas?
—No lo sé; lo único que quiero es irme bien lejos de Miss Dieciocho Años de
Norteamérica.
—He traído el coche; vayamos al parque.
Fuimos a Holiday Park y nos metimos en la cabina del avión azul. No me esforcé
por contarle a Connie cuándo había estado allí por última vez.
—¿Crees que eres «rara»?
—Oh, no, ¡tú también! Mira, de ahora en adelante usaré una banda con la palabra
«rara» que me ciña todo el pecho. O también podría hacer grabar una L escarlata en
mi frente. ¿Por qué tiene todo el mundo que ponerla a una en un cajón y clavar la
tapa? No sé lo que soy… Un perverso polimorfo. Mierda. Ni siquiera sé si soy
blanca. Yo soy yo. Es todo lo que soy y todo lo que quiero ser. ¿Tengo que ser algo en
especial? —Connie se miraba las manos y sus cejas estaban fruncidas—: Vamos,
Connie, ¿qué estás pensando?
—No, no tienes que ser nada. Lamento haberte hecho esa pregunta. Pero el golpe
es muy fuerte, compréndeme. Cosas que su madre nunca le ha dicho a una y toda esa
historia. Supongo que soy una bruta, o tal vez estoy asustada. No pienso que ni tú ni
nadie deba usar un rótulo y no entiendo por qué es tan importante con quién te
acuestas. Tampoco entiendo por qué tengo que ponerme tan nerviosa por esto. He
estado creyendo todo este tiempo que soy una pensadora progresista, una intelectual
que florece entre las piedras, y ahora vengo a descubrir que estoy tan llena de
prejuicios como el peor de los imbéciles. Y los he cubierto de improperios. —Hizo
una pausa para respirar y continuó—: Sentí que me faltaba la tierra bajo los pies
cuando dijiste que te acostabas con Carolyn… Yo, la sarcástica de la escuela de Fort
Lauderdale, la esencia de la fantasía y la sofisticación… —Quise decir algo, pero ella
prosiguió—: No he terminado, Molly. No sé si puedo seguir siendo tu amiga.

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Pensaría en todo esto cada vez que nos viéramos. Me sentiría nerviosa y me
preguntaría constantemente si tienes la intención de violarme o algo por el estilo.
Había llegado el momento de que la sorprendida fuera yo.
—Eso es una locura. ¿Qué crees que hago, correr por ahí suspirando por cada
mujer que veo? ¡No voy a saltarte encima como un mono que sufre de tiroides,
maldita sea!
—Ya lo sé. Lo sé, pero la cosa me da vueltas en la cabeza. Soy yo, no eres tú. Lo
siento, lo siento de veras.
Cambió su pierna de posición y salió de la cabina.
—Vamos, te llevaré a tu casa.
—No, no. Queda muy lejos. Prefiero caminar.
Connie no levantó la vista.
—Como quieras.

AQUELLA NOCHE CAROLYN me telefoneó y derramó en mis oídos un sinfín de


melosas disculpas. Le dije que se callara y que me importaba un rábano lo que
pensara. Agregué que podía meterse su corona de reina en el culo.
Por la escuela circulaban toda suerte de rumores sobre la ruptura de nuestro alegre
grupo, pero ninguna de las tres habló, de modo que los murmuradores tuvieron que
inventarse sus propias historias. Una teoría ampliamente aceptada fue la de Missy
Barton: Connie había querido acostarse con Clark y yo no lo había permitido. La
conducta de Carolyn se explicaba entonces como si no hubiera sabido por cuál de las
dos tomar partido. Cuando recobré mi sentido del humor, lo encontré muy divertido,
aunque también las pasé moradas. Es tan estúpida la gente. Probad a venderle mierda
envuelta en celofán rojo: la comprarán.
Cada vez me sentía más aislada en el esplendor de mi despacho. Era un juego
agotador, una vez que el brillo de ser presidente del consejo estudiantil se había
apagado. Añoraba los sembrados de patatas y los jaleos que armábamos con otras
niñas que no sabían la diferencia existente entre hombres y mujeres. Pero aquellas
niñas habían crecido y usaban toneladas de maquillaje, iridiscente laca rosada para las
uñas, y se sacaban los ojos por el chico del Chevy cromado 1955 color rojo manzana.
No había adónde regresar, ni adónde ir. Los próximos años de estudio iban a ser
similares, sólo que peores. Pero tenía que pasar por ellos. Si no me graduaba, sería
otra secretaria más. No, muchas gracias. Tenía que conseguirlo. Debía marcharme a
una gran ciudad. Tenía que perseverar. Eso era lo que Carl me había dicho una vez:
persevera. Me hubiera gustado hablar con él. Cielos, hubiera sido excelente hablar
con cualquiera que no fuese un cretino.
Una semana antes de la graduación, un acontecimiento pintoresco sacudió a la
escuela. Alguien se había introducido en las duchas de las chicas antes de la primera
pausa de gimnasia y había desenroscado las flores de cada ducha para colocar tinturas

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en polvo. Sesenta chicas entraron en la primera pausa, y las primeras veinte salieron
rojas, azules, verdes o amarillas. Los colores resistieron el lavado. El sábado por la
noche, en la entrega de diplomas, constaté con cierto placer que Carolyn parecía un
desgastado indio de película, mientras que a Connie se la veía definitivamente azul.
Cuando me entregaron mi diploma, recibí de mis partidarios una ovación de pie y
un abrazo del señor Beers. Cuando el ruido se aplacó, oí que decía por el resonante
altavoz:
—Aquí está nuestro futuro gobernador. Esperad veinte años y luego me diréis.
Todos volvieron a gritar como enloquecidos, mientras yo pensaba que el señor
Beers era tan tonto —o tal vez tan bueno— como Carl, que les decía lo mismo a
todos sus compañeros de trabajo.

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GAINESVILLE, EN FLORIDA, es el lugar más inmundo del sur. Ubicada en el centro


norte de Florida, tiene pinos achaparrados, musgo negro y coágulos de sangre que
asumen la forma de instituciones edificadas con ladrillos. Allí se alberga la
universidad de Florida. La única razón por la que acepté ir fue porque me ofrecían
una beca completa, además de alojamiento y comida. Duke, Vassar y Radcliffe me
habían ofrecido menos y, al no tener dinero, las consideraciones de orden material
determinaron mi elección. Carrie y Florence me dejaron en el autobús estacionado
detrás de la plaza del Howard Johnson que partía para volverse a detener detrás de
otras plazas del Howard Johnson, a lo largo de todo el estado. El viaje duró doce
horas, pero al fin llegué y eché un primer vistazo a aquella ciudad deprimente.
Sosteniendo con firmeza mi única maleta, que ostentaba una etiqueta del Estado de
las Niñas, me encaminé a los dormitorios.
La universidad me había asignado un dormitorio en Broward Hall, más conocido
en el claustro como la Bahía de los Cerdos. Como era gratis, lo soporté. En aquel
primer día descubrí a mi compañera de cuarto, Faye Raider, de Jacksonville, que
había ingresado como futura estudiante de medicina. Como yo había garabateado
«abogacía» en los formularios de admisión, la administración probablemente pensó
que sería una buena combinación. Y lo fue, pero no por razones de estudio. Faye y yo
descubrimos un vínculo común en el quebrantamiento de normas y sin perder tiempo
establecimos un sistema de sobornos a los guardianes del edificio, para poder salir y
entrar por las ventanas del sótano después de que las puertas de los dormitorios se
cerraban para proteger nuestra virginidad del aire nocturno. Faye ingresó en el club
Chi Omega porque su madre había hecho lo mismo en 1941, y yo lo hice en Triple
Delta porque, al igual que la universidad, había prometido correr con todos mis
gastos (una jugada sucia). Faye comentó que había ingresado en una sociedad
femenina para complacer a su madre, cuya única alegría en la vida era la asociación
de alumnas de Jacksonville, y yo ingresé porque la política del claustro lo exigía. De
ese modo, todos los gastos para mi elección serían costeados conjuntamente por la
sociedad y el partido al que ésta pertenecía, el Partido de la Universidad. Me presenté
como candidata de primer año y gané. Faye era la directora de la campaña, cosa que
la Triple Delta consideró un golpe político magistral porque ayudaba a unir a las de
Triple Delta con las de Chi Omega, que juntas dominaban a las otras once sociedades
del claustro estudiantil. Faye y yo nos reíamos de la solemnidad con que nuestras
«hermanas» celebraban todo esto y pasábamos nuestras horas libres juntas, cruzando

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la línea del distrito en busca de licor, llevándolo otra vez al dormitorio, aguándolo
ligeramente y vendiéndolo a precio más alto.
Las dos odiábamos la universidad, con sus aburridos cursos de especialización en
agricultura, las monótonas clases de economía, y todas aquellas chicas correteando de
aquí para allá con libros de historia del arte bajo la axila izquierda. Faye me confesó
que en realidad no le interesaba ser médico, pero que se hubiera muerto antes que
asistir a los cursos de humanidades con todas aquellas chicas burbujeantes que
usaban adornos redondos en sus cuellos aún más redondos. Su padre le había
comprado un Mercedes 190 para animarla a estudiar, y tenía la costumbre de enviarle
jugosos cheques por correo cada dos semanas. Faye era el espíritu de la generosidad,
tal vez porque no conocía el valor del dinero, pero cualesquiera fueran sus motivos,
yo la adoraba por esa forma de ser. Después de dar una sola mirada a mi escaso
guardarropa me llevó a la mejor tienda de la ciudad y convirtió trescientos dólares en
vestidos. Para no herir mi orgullo proclamó que no quería que la vieran con una
compañera de cuarto que usaba todos los días la misma camisa. Creo que yo
despertaba la curiosidad de Faye. Mi ambición le resultaba impenetrable, pero lo que
en realidad le resultaba impenetrable era la pobreza.
Por supuesto que en abierta contravención de las reglas, Faye tenía una diminuta
nevera oculta en su armario en la que guardaba aceitunas, crema de queso y otras
cosas. Escondía la bebida en cajas de zapatos. Hasta mediados de octubre no
comprendí que Faye estaba a punto de convertirse en una adolescente alcohólica. Le
pregunté por qué bebía tanto, pero me dijo que no le diera lecciones de moral, de
modo que no seguí adelante. Sus notas eran cada vez más bajas, y se saltaba las
clases cada vez con más frecuencia. Por suerte para mí, nunca necesité estudiar
mucho para obtener mis calificaciones, ya que por otra parte Faye no permitía que
nadie, ni ella misma, estudiara. Cada noche, a las nueve, si estábamos aún en el
dormitorio, Faye salía corriendo al vestíbulo con un enorme cencerro, lo golpeaba
con un palillo de tambor y gritaba: «Estudiad, estudiad, tragalibros». Después
regresaba a su cuarto y se servía otro trago.
Chi Omega empezó a preocuparse por su nuevo miembro cuando Faye hizo su
aparición en la cena que la sociedad ofrecía al rector, el señor Reich, y se dirigió a él
murmurando:
—Hola, dire, ¿qué hace por aquí?
En un esfuerzo por encaminarla hacia los senderos de la virtud, tenía que abrir su
corazón durante una hora a su «hermana mayor», Cathy, una vez por semana. Faye
montaba en cólera diciendo que eso era psiquiatría casera y que ofendía su recién
despierta ética profesional. Un jueves, después de una sesión, volvió a la habitación y
cerró la puerta con un terrible golpe.
—Bolt, se me escapó. Se me escapó, mierda. Le conté a mi maldita hermana
mayor del demonio que estoy embarazada y que necesito abortar. Su cara blanca

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como la leche se congeló de horror en mi presencia. Prometió no decírselo a nadie
pero apuesto miles de dólares a que abre ese pico de cotorra. ¡Así reviente mi madre!
—¿Estás seguro de tu estado?
—Sí, maldita sea, estoy bien segura. Lo bastante como para hacerte vomitar, ¿no
es así?
—¿Dónde podemos conseguir que te hagan un aborto?
—Conozco a un tipo de una escuela de medicina que lo hará, si le doy quinientos
dólares. ¿Te imaginas? Quinientos dólares por raspar un trocito gomoso que quedó
pegado en mis entrañas.
—¿Crees que no corres riesgos?
—¿Quién puede saberlo?
—Bueno, ¿cuándo lo haremos?
—Mañana por la noche. Tú vas a conducirme allí, dulzura.
—Muy bien. ¿Le dijiste a Cathy que ibas a ir mañana?
—No. Por lo menos me quedó un resto de sensatez como para no soltar también
eso. Ni siquiera sé por qué se lo dije a ella antes que a nadie. Lo tenía en la cabeza y
se disparó solo. ¡Qué estúpida he sido!
A la noche siguiente salimos del dormitorio a las nueve y nos dirigimos a la parte
oeste de la ciudad. Nos detuvimos junto a la roulotte del estudiante de medicina y
Faye se apeó del coche.
—Te acompaño.
—No. Quédate aquí y espera.
Me pareció que la cosa tardaba horas, y estaba tan nerviosa que vomité. Todo me
hacía poner la carne de gallina y el musgo negro semejaba en aquella hora de la
noche ásperos dedos de muerte que iban en mi busca. Lo único que podía pensar era
que Faye estaba allí dentro, sobre una mesa de cocina, mientras Dios sabía qué le
estarían haciendo. Pensé que tal vez debía entrar, pero ¿y si irrumpía en el momento
crítico y él la hería? Por fin, Faye salió tambaleándose. Me precipité fuera del coche
para ayudarla.
—Faye, ¿te sientes bien?
—Sí; algo débil.
Al acercamos a los dormitorios apagué las luces del coche y entré en el
aparcamiento. Caminamos despacio hacia la ventana del sótano que permanecía
siempre abierta a un precio de diez dólares por semana. Alcé a Faye porque la altura
era considerable. Al trasponer la ventana observé que corría sangre por su pierna.
—Faye, estás sangrando. Tal vez debiéramos ir a ver a un médico de veras.
—No. Me dijo que podía sangrar un poco. Estoy bien. Cállate o harás que me
ponga a pensar en eso.
Empezamos a subir las escaleras hasta nuestra habitación del cuarto piso, y Faye
iba penosamente despacio.
—Me siento tan condenadamente débil que vamos a tardar una hora.

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—Cógete de mi cuello y te llevaré arriba.
—Molly, no fastidies. Haz el favor de comparar nuestros pesos.
Ella se recostó sobre mí y la alcé.
—Mi héroe —rió.
Falté a clase los dos días siguientes para quedarme en el cuarto por si Faye me
necesitaba. Se recuperó rápidamente y el sábado ya estaba lista para ahogar otro fin
de semana en alcohol.
—Voy a Jacksonville a armar jaleo.
—No seas animal, Faye. Tómate con calma este fin de semana.
—Si te preocupa tanto, ven conmigo y juega a la niñera. Podemos quedamos en
casa y volver el domingo por la noche. ¿Qué dices?
—Bueno, pero prométeme que no vas a coger ningún clavo para quitarte los
puntos o lo que tengas allí.
—No fastidies.
Empezamos por un bar cerca de la universidad de Jacksonville: paredes negras,
pinturas brillantes sobre ellas y, a trechos irregulares, enormes caparazones de
tortuga. Un gigantesco jugador de baloncesto nos invitó a beber e insistió en sacarme
a bailar. Mi nariz quedaba a la altura de su ombligo y me dieron calambres de tanto
bailar sobre las puntas de los pies. Nos fuimos de allí, dirigiéndonos al interior de la
ciudad.
—Voy a llevarte a un bar de locos, Molly, así que prepárate.
El bar se llamaba Rosetta y debía el nombre a su propietaria la cual iba y venía
adornada con un peinado negro estilo lasagna, al que unos palillos chinos clavados
en varios ángulos elevaban más de treinta centímetros. Rosetta nos sonrió cuando
entramos y nos pidió nuestros documentos de identidad. Eran falsos, por supuesto,
pero pasamos el control y nos dirigimos a una mesa en un rincón. Mientras nos
sentábamos, miré en dirección a la pista y vi que los hombres bailaban entre sí y las
mujeres lo hacían con otras mujeres. Tuve un repentino deseo de aplaudir
frenéticamente, pero me contuve porque sabía que nadie entendería.
—Faye, ¿cómo encontraste este lugar?
—Dando vueltas, tonta.
—¿Eres homosexual?
—No, pero me gustan estos bares. Son más divertidos que los normales, además
de que no hay soldados que intenten manosearte. Pensé en traerte aquí para someterte
a una pequeña prueba.
—Pensaste que me iba a sorprender, ¿no?
—No lo sé. Sólo pensé que sería divertido.
—Divirtámonos entonces. ¿Te gustaría bailar conmigo?
—Bolt, no fastidies. ¿Y quién va a ser la que lleve a la otra?
—Tú, porque eres más alta que yo.
—Maravilloso, puedo, llegar a provocar una carnicería.

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Una vez en la pista tuvimos dificultades para mantener el equilibrio, porque Faye
se reía a gritos. Cada dos pasos se enredaba en mis sandalias. Luego, en un arranque
de concentración y utilizando todos sus conocimientos, me hizo dar un giro a la
manera de Fred Astaire. Mientras se desvanecían los últimos compases de la música,
nos encaminamos a nuestra mesa. Dos mujeres jóvenes, que estaban al otro lado de la
pista, nos interceptaron el paso.
—Perdonad. ¿No venís de Florida y vivís allí en Broward?
Faye respondió afirmativamente. Luego la más baja nos invitó a su mesa para
tomar un trago. Aceptamos y volvimos a nuestra mesa para recuperar nuestras
bebidas.
—Molly, si la bajita intenta ligarme, dile que estamos juntas. ¿De acuerdo?
—Matrimonio instantáneo, ¿eh? En tal caso, haré lo que sea por mi esposa.
—Gracias, querida, haré lo mismo por ti. Recuerda que somos la pareja más
enamorada desde Adán y Eva. No, mejor aún: desde Safo y quienquiera haya sido su
amante. Vamos.
Los nombres de las mujeres eran Eunice y Dix. Pertenecían a Kappa Alfa Theta e
iban allí todos los fines de semana bajo el pretexto de que sus novios vivían en
Jacksonville, pero en realidad iban allí para escapar de las miradas fisgonas de sus
amorosas «hermanas». Dix, la pequeñita, estaba muy ocupada insinuándose para
conquistar a Faye. Faye tenía atractivos suficientes para que se le insinuara. Tenía el
cabello negro y una piel blanca de porcelana que hacía resaltar sus claros ojos
castaños: una belleza sureña que asistía a la universidad. Yo desconocía las reglas del
bar; ignoraba si tenía que invitar a bailar a la gente, ofrecerle bebidas o preguntarle
por su vida, más que nada porque sólo daban a conocer el nombre de pila. Eunice nos
informó que se ocupaba de terapia física y Dix seguía cursos de inglés. Habían estado
juntas casi un año y medio.
—Encantador —dijo Faye arrastrando las sílabas. Por poco me ahogo.
A Faye no le impresionaba ninguna muestra de romanticismo, fuera homosexual
o de la variedad común. Dix y Eunice ni se dieron cuenta del sarcasmo y pensaron
que Faye les había dado su bendición. Gracias a eso conseguimos toda la historia de
sus amores: cómo se habían conocido en la clase de matemáticas, cuánto habían
tardado en acostarse, etcétera. Dix se animaba con cada trago y pronto se inclinó
sobre la mesa para hacernos una confidencia:
—Nunca os imaginaréis lo que nos sucedió cuando vivíamos en Jennings y
teníamos compañeras de cuarto heterosexuales.
—Estoy ansiosa por saberlo. Dilo —fue la respuesta de Faye.
—Bueno, por lo general hacíamos el amor en el cuarto de Eunice, porque su
compañera tenía clases por la noche. Así que una noche estaba yo allí y…, bueno…,
ya sabéis…, yo estaba…, este…, estaba debajo de ella y escuchamos la voz de su
compañera en el pasillo. Chicas, no supe si cagarme encima, volverme ciega o salir
pitando. Por suerte habíamos cerrado la puerta. Iba a emprender la fuga cuando mis

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ligas se enredaron en el vello de Eunice. Allí estaba su compañera llamando a la
puerta y bramando, y allí estaba yo inmovilizada en una posición equívoca. No había
tiempo para ser amable, de modo que di un tirón. Eunice lanzó un alarido
estremecedor mientras su compañera no conseguía introducir la llave en la cerradura
y gritaba que alguien intentaba asesinar a Eunice. Yo corrí al armario. Jane, la
compañera, logró abrir la puerta y la mitad del pasillo entró detrás de ella para ver el
cadáver. Eunice se cubrió con las mantas, sudada e histérica, intentando fingir dolor,
aunque lo sentía de veras. Jane quiso saber qué había ocurrido y Eunice inventó una
historia: por error había cerrado la puerta y se había acostado para dormir una siesta.
Evidentemente, la espalda se le había agarrotado y al tratar de levantarse para abrir la
puerta sintió un dolor tan espantoso que gritó. Entonces todas las muñequitas
quisieron llevarla a la enfermería. Deberíais haber visto a Eunice intentando
desembarazarse de aquello. Son cosas que suceden de vez en cuando, y en aquella
ocasión duró toda la noche. Sabe Dios cuánto tiempo le llevó despejar el cuarto, y yo
tuve que quedarme en el armario hasta que su compañera se acostó. Entonces salí de
puntillas y volví a mi dormitorio, después de varias horas, lo que me costó bien caro.
Reímos, porque era lo que se esperaba de nosotras; yo agradecía a Dix que fuera
tan habladora, pues si me hubiera preguntado algo no habría sabido qué responder.
Eunice se volvió a Faye.
—Y vosotras, ¿desde cuándo estáis juntas?
—Desde setiembre, cuando supimos que compartiríamos el cuarto.
—¿Y no os conocíais antes del colegio? —preguntó Dix.
—No —respondió Faye—. Fue amor a primera vista.
—¿Y anteriormente ya habíais tenido la experiencia? —indagó Eunice, fascinada
con nuestro novelesco romance.
Esta vez fue mi turno. Para sorpresa de Faye, respondí:
—Faye no, pero yo sí.
Ella me miró tratando de contener la risa. Seguramente pensaba que había
añadido un nuevo detalle a su cuento de hadas.
—¿Cuánto tiempo tardaste en seducirla? —me apremió Dix.
—Una semana.
—Sí, fui presa fácil.
Nos quedamos en el bar una hora más, intercambiando información sobre, los
profesores, las otras homosexuales del claustro estudiantil, etcétera. Faye logró
desembarazarse graciosamente de ellas diciendo que teníamos que levantarnos
temprano al día siguiente para ir de compras con su madre. Cuando regresábamos,
Faye no dejaba de reírse por haber averiguado de aquel modo quiénes eran lesbianas
en los otros clubs. Nos detuvimos en la entrada para coches de una casa de estilo
colonial que daba sobre el río Saint John. El interior tenía el aire de una tienda de
muebles. La madre de Faye tenía un cuarto en estilo colonial, otro en estilo
mediterráneo y otro en estilo provenzal. Todos los colores hacían juego y yo esperaba

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encontrar todavía los precios en cada pieza. La habitación de Faye estaba decorada en
estilo dieciochesco, aunque un tanto heterogéneamente. Las camas gemelas tenían
cortinajes color naranja y cubrecamas que hacían juego. Una gruesa alfombra negra
languidecía entre las dos camas y la vanidad gemía bajo el peso de todos los
perfumes y demás parafernalia propia de un tocador femenino. Faye se desvistió,
arrojando las ropas al suelo, y se dejó caer pesadamente en la cama.
—Estoy condenadamente sobria. ¡Sobria! ¿No eran cómicas esas dos? Espera a
que las veamos en el próximo estúpido té panhelénico. Va a ser algo grandioso.
—Sí, pero eran adorables, aunque de un modo algo anticuado.
—Supongo que sí pero no puedo soportar a las personas que se miran embobadas.
—Eso te sucede porque nunca has estado enamorada. No tienes corazón, Faye de
mi alma, sólo pericardio.
—Gracias.
—Sólo estaba burlándome de ti. Yo tampoco puedo soportar toda esa basura
romántica, sobre todo cuando juegan a tocarse el pie por debajo de la mesa. Es
repugnante. Pero todo el mundo lo hace, normales o no. A mí me hace enloquecer…
Tal vez no sea ni una cosa ni otra.
—Incluso si llegara a enamorarme, no pienso caer tan bajo. —Faye miró por la
ventana en dirección al río en sombras, después se volvió hacia mí—. ¿Has pensado
alguna vez en hacerlo con otra mujer?
—¿Pensado? Faye, no bromeaba cuando le dije a Eunice que era homosexual
antes de llegar aquí.
—¡Molly, eres una basura! Hemos sido compañeras de cuarto durante todo este
tiempo y no has sido capaz de decírmelo.
—Nunca me lo preguntaste.
—A la gente no se le ocurre preguntar semejante cosa. De veras eres una
asquerosa basura. Así que además de Frank, el de Phi Delta, has estado saliendo con
chicas. No puedo creerlo; es demasiado.
—No, lamento desilusionarte, pero no he estado saliendo más que con Frank, el
del equipo de fútbol.
—Bueno, pero me revienta que no me hayas dicho nada. Yo te cuento todo,
incluso este asunto del aborto, y tú no eres capaz de decirme lo tuyo. Pensándolo
bien, tampoco hablas mucho de nada que tenga que ver contigo. ¿Qué otros secretos
ocultas. Mata Hari?
—Faye, la cosa no me parece tan grave. No había razón para decírtelo. Además,
tengo la cabeza en muchas otras cosas, no sólo en el hecho de haber dormido con
chicas.
—Eres una asquerosa basura. Sé que te has acostado con hombres, pero con
mujeres… Estoy de veras impresionada.
—¿Por qué no te callas y dormimos?

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Faye se desplomó en su cama con un bufido. Yo golpeé la almohada para que una
parte quedara plana; no puedo soportar un mullido excesivo.
—Molly.
—¿Qué te pasa ahora, maldita sea?
—Hagamos el amor.
—No fastidies, Faye.
—Eso es lo que yo digo. En serio. Ven.
—No. Basta.
—¿Por qué no?
—Es una historia muy larga. Mis experiencias con mujeres normales que quieren
acostarse conmigo han sido tremendas.
—¿Cómo es posible ser normal y acostarse con otra mujer?
—Lo ignoro, pero la última que durmió conmigo lo había planeado todo en su
retorcido cerebro.
—Ahora, además de insultada por tu rechazo, estoy muerta de curiosidad, así que
será mejor que me cuentes sobre esas mujeres antes de que me trague la lengua y mi
cara se vuelva púrpura. Si no lo haces, gritaré y le diré a mamá que has intentado
violarme.
Fingió gritar. Entonces le conté mis cuitas.
—Fue muy injusto. Después de eso, yo me hubiera quedado soltera.
—Eso es lo que hice.
—Rompe el ayuno. Ven aquí y duerme conmigo. Prometo no ser una de ésas.
—Tu sentido del humor me abruma.
Faye saltó de la cama, me arrancó las mantas y declaró:
—Si no quieres venir a mí, lo haré yo. Y lo digo muy en serio. Menea el culo. —
Se dejó caer a mi lado—. ¿Y ahora qué debo hacer? Nunca lo hice antes.
—Faye, ya veo que éste va a ser el principio de una hermosa relación.
—Tú y Humphrey Bogart. Molly, quiero hacer el amor. —Me abrazó y me dio un
beso en la frente—. Está bien, en parte puede tratarse de curiosidad, pero en parte es
que me he divertido contigo más que con ninguna otra persona en este cochino
mundo. Es probable que te quiera más que a nadie. Así es cómo debería ser: un
amante que es amigo y no esas estupideces románticas.
Me dio un beso suave y prolongado. La cosa iba en serio. En momentos así, el
análisis intelectual no sirve para nada, de modo que abandoné mis pensamientos
sobre las consecuencias futuras y besé su cuello, sus hombros, y volví a su boca.

EL RESTO DEL SEMESTRE lo pasamos en la cama, saliendo sólo para ir a clase y


comer. Faye siguió sus cursos porque era el único modo de poder estar juntas, y dejó
de beber porque había descubierto algo más entretenido. Chi Omega empezó a pensar
que Faye se había muerto e ido al cielo. En mi caso, la Triple Delta recurrió a

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mensajes urgentes. Teníamos dieciocho años, estábamos enamoradas y no sabíamos
de la existencia del mundo, pero él sí había tomado nota de la nuestra.
Hasta febrero no me di cuenta de que la gente de nuestro pasillo ya no nos dirigía
la palabra. Las conversaciones cesaban cuando una de nosotras, o las dos, andaba por
aquellos corredores pintados de marrón. Faye dedujo que todas padecían de laringitis
crónica y decidió curarlas. Conectó un disco del Club del Ratón Mickey al horrible
timbre que indicaba el final de las clases. Luego anunció a nuestras compañeras que a
las tres y media sería revelada la verdadera naturaleza de la universidad por medio
del timbre. En cuanto el disco resonó por todo el ámbito universitario, Dot y Karen
salieron corriendo del cuarto vecino al nuestro para celebrar con risas estúpidas el
éxito de Faye. Pero en seguida dieron media vuelta dispuestas a marcharse. Entonces
Faye les preguntó sin preámbulos:
—¿Por qué no nos dirigís más la palabra?
El terror asomó en la cara de Dot; no se atrevió a responder con absoluta
franqueza, sino con una velada insinuación.
—Porque siempre estáis las dos encerradas en vuestro cuarto.
—Eso es una soberana idiotez —replicó Faye.
—Tiene que haber otra razón —añadí.
Karen, irritada por nuestra falta de discreción, nos espetó con toda la gracia de
que era capaz:
—Estáis siempre tan juntas que parecéis lesbianas.
Pensé que Faye iba a aplastar a Karen con su libro de química; tenía la cara
desencajada. Yo miré a Karen fijamente y dije con calma:
—Lo somos.
Karen se tambaleó como si la hubieran golpeado con una toalla enrollada.
—Estáis enfermas y no tenéis cabida en un lugar como éste, con todas las otras
chicas alrededor de vosotras.
Faye se había puesto de pie y se dirigía hacia Karen. Dot, la viva imagen del
valor, trataba de hacer girar el pasamanos de la puerta sin conseguirlo. Faye se paró
en seco y estalló:
—¿Qué te sucede, Karen? ¿Tienes miedo de que pueda acostarme contigo?
¿Temes que me deslice furtivamente a medianoche y te ataque? —La risa ahogaba a
Faye, mientras Karen la miraba petrificada—. Karen, si fueras la última mujer sobre
la Tierra, volvería a los hombres; eres una perfecta imbécil y una hipócrita. Y,
además, tienes la cara llena de granos. —Karen salió corriendo del cuarto y Faye
aulló—: ¿Has visto su cara? Jamás he visto un ser tan insípido.
—Faye, ahora la hemos armado. Karen va a correr con la noticia a la consejera y
nosotras tendremos un problema de los gordos. Probablemente nos expulsarán.
—Que lo hagan. ¿A quién le importa pudrirse en este instituto que no sabe lo que
es la educación?

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—A mí. Es mi única oportunidad de dejar de vivir de la caridad. Tengo que
conseguir mi título.
—Iremos a una escuela privada.
—Tú irás. Yo ni puedo pagarme la comida, maldita sea.
—Mira, mi padre pagará mis estudios y nosotras podemos trabajar a horas para
costear los tuyos. Mierda; ojalá papá te diera a ti el dinero. No me importa nada el
título, pero ahora es imposible pensar en eso. De todos modos, él quiere que yo siga
estudiando, así que me enviará dinero extra para darme ánimos y con eso y lo que
saquemos de algún trabajo podemos arreglamos.
—Creo que la cosa va a ser más difícil de lo que supones, Faye, pero ojalá tengas
razón.
Media hora después de que Faye insultara a Karen por su falta de atractivos, le
ordenaron que fuera al despacho de la consejera. A mí me mandaron que me
presentara a la señorita Mame, decana del estudiantado femenino. Era una mujer
pelirroja, de proporciones vacunas, que había sido comandante del Ejército durante la
segunda guerra mundial. Le agradaba citar su experiencia militar como prueba de que
las mujeres podían medirse con los hombres también en ese aspecto. Entré en su
despacho, primorosamente decorado con todas las condecoraciones que había
ganado. Probablemente había también alguna que atestiguara su femineidad. Me
recibió con una amplia sonrisa y un vigoroso apretón de manos.
—Siéntese usted, señorita Bolt, por favor. ¿Desea un cigarrillo?
—No, gracias; no fumo.
—Hace bien. Bien, vayamos a lo que nos interesa. La he llamado aquí a causa de
ese desdichado incidente ocurrido en su dormitorio. ¿Querría usted explicármelo?
—No.
—Señorita Bolt, éste es un asunto muy serio y quiero ayudarla. Si usted coopera,
será mucho más fácil. —Su mano se deslizó sobre el cristal que cubría su escritorio
de madera de arce. Luego sonrió para tranquilizarme—. Molly, ¿puedo llamarla así?
—Asentí. ¿Qué me importaba la forma en que me llamara?—. He estado mirando sus
antecedentes; es usted una de las estudiantes sobresalientes de esta escuela, becaria y
tenista de mérito, integrante de Triple Delta, representante de primer año, lo que
llamamos aquí una persona emprendedora. —Emitió una risita al terminar de
enumerar mis méritos—. Pienso que es usted el tipo de joven que deseará solucionar
el problema que tiene y yo quiero ayudarla a hacerlo. Una persona como usted puede
llegar lejos en este mundo. —Bajó la voz y dijo en tono confidencial—: Ya sé que ha
sido difícil para usted; su nacimiento y todo lo demás… No ha tenido ninguna de las
ventajas de las otras chicas. Por eso admiro la forma en que usted se ha sobrepuesto a
circunstancias adversas. Ahora haga el favor de decirme qué dificultad tiene en su
relación con las mujeres y en especial con su compañera de cuarto.
—Decana, no tengo ningún problema de relación con las mujeres y estoy
enamorada de mi compañera de cuarto. Me hace muy feliz.

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Alzó sus cejas rojas y ásperas en las que se advertía un toque de lápiz marrón.
—¿Esa relación con Faye Raider es de…, esto…, carácter íntimo?
—Hacemos el amor, si eso es lo que le interesa saber.
Creo que en ese momento sintió que la tierra se abría bajo sus pies.
—¿No le parece algo aberrante? —preguntó entre balbuceos—. ¿No la preocupa,
querida? Después de todo, no es normal.
—Ya sé que en este mundo no es normal, para la gente, ser feliz. Y yo lo soy.
—Humm… Tal vez haya algo oculto en su pasado, secretos en su inconsciente
que le impidan mantener una relación saludable con miembros del sexo opuesto. Creo
que con un esfuerzo muy grande de su parte y una adecuada asistencia profesional
podría superar esos obstáculos y encontrar el camino para una relación más profunda
y significativa con un hombre. —Hizo una pausa para respirar y me dirigió una
sonrisa administrativa—. ¿No ha pensado nunca en tener hijos, Molly?
—No.
Esta vez no pudo ocultar el impacto que le producían mis palabras.
—Ya veo. Bien, querida, he dispuesto que vea usted a uno de nuestros psiquiatras
tres veces por semana y, por supuesto, tendrá entrevistas semanales conmigo. Quiero
que sepa que voy a estar a su lado para animarla a superar esta fase negativa por la
que atraviesa. Deseo que me considere su amiga.
Si hubiera tenido un soldador se lo hubiera aplicado en aquella cara sonriente
hasta que se volviera roja como su cabello. En su lugar, hice lo que creí más parecido.
—Decana, ¿por qué se interesa tanto por convertirme en madre de familia y todas
esas idioteces cuando usted misma no está casada?
Se revolvió en el asiento y evitó mirarme. Yo había quebrado el código al ponerla
en evidencia.
—Estamos aquí para hablar de usted, no de mí. Tuve muchas oportunidades, pero
decidí que una carrera tenía para mí más interés que la vida de hogar. Muchas
mujeres con aspiraciones se vieron forzadas a hacer la misma elección en mi época.
—¿Sabe lo que pienso? Que usted es tan lesbiana como yo. Usted es una
aborrecible hada, pero de letrina, no de cuento. Sé que ha estado viviendo en los
últimos quince años con la señorita Stiles, del departamento de inglés. Está haciendo
toda esta comedia para que la miren con aprobación. Diablos, yo por lo menos soy
honesta cuando digo lo que soy.
Sí, su cara estaba roja, inflamada. Golpeó con tanta violencia sobre el escritorio
que el cristal se rompió y ella se cortó aquella mano gordezuela.
—Señorita, irá usted de inmediato al psiquiatra. Está claro que la suya es una
personalidad hostil y destructiva que necesita supervisión. Esas no son maneras de
hablarme cuando lo único que intento es ayudarla. Ha llegado usted mucho más lejos
de lo que imaginaba.
El ruido atrajo a las secretarias y la decana llamó a la enfermería de la
universidad. Dos guardas me acompañaron hasta el departamento de psiquiatría. La

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enfermera me tomó las impresiones digitales. Supongo que las ponen bajo el
microscopio para ver si hay en ellas bacterias de alguna enfermedad. Después me
llevaron a un cuarto desnudo que tenía sólo un catre y me desnudaron
completamente. Luego me pusieron un camisón tan elegante que hasta Marilyn
Monroe hubiera dado asco con él. Cerraron la puerta con llave. La luz de los
fluorescentes me hacía daño en los ojos y su monótono ruido me enloquecía tanto
como el tratamiento que me habían dado. Horas más tarde, el doctor Demiral, un
psiquiatra turco, entró para hablar conmigo. Me preguntó si me sentía perturbada. Le
dije que era natural que lo estuviera después de todo aquello y pedí salir de aquel
lugar. Él me pidió calma y dijo que dentro de pocos días estaría afuera. Hasta ese
momento, y por mi propio bien, me tendrían en observación. Se trataba de un
procedimiento que se empleaba con todos; no se dirigía en especial contra mí. En los
días que siguieron superé las mejores actuaciones de Bette Davis. Estuve tranquila y
alegre. Fingí estar encantada de ver la cara grasienta y barbuda del doctor Demiral.
Hablamos de mi niñez, de la decana y de los odios latentes que había reprimido. Era
muy sencillo. Dijeran lo que dijeran, tenía que parecer seria, atenta, y decir «sí» o «no
había pensado en eso». Inventé historias horribles para que mi furia tuviera raíces en
el pasado. También era importante fabricar sueños. Adoran los sueños. Era agotador.
Me pasé noches enteras despierta para inventar sueños. Después de una semana, se
me permitió volver a la relativa tranquilidad de Broward Hall.
Me detuve para ver si tenía correo. Había dos cartas. En una reconocí la escritura
de Faye; la otra tenía un reborde plateado, azul y oro que significaba que era de mis
amadas hermanas de Triple Delta. Abrí primero esta última. Era oficial y tenía el
sello en forma de cuarto creciente. Se me separaba de la sociedad en la seguridad de
que entendería. Todas deseaban que me recuperara. Subí las escaleras corriendo, abrí
la puerta y vi que todas las cosas de Faye habían desaparecido. Me senté en aquel
lecho abandonado y leí su carta.

Molly, amor mío:


La consejera me ha dicho que mi padre vendrá a recogerme y que tengo que
empaquetar mis cosas. Al parecer, papá está al borde del síncope con todo este
asunto. Cuando terminé mi desagradable discusión con la consejera, llamé a
casa y respondió mamá. Parecía como si hubiera tragado espinas. Me dijo que
sería mejor que buscara una explicación para todo esto, porque papá está
dispuesto a internarme para que me «enderecen». Cielos, Molly, están todos
locos. Mis propios padres quieren encerrarme. Mi madre lloraba y decía que
conseguiría los mejores médicos para su nena y en qué se había equivocado.
¡Qué asco! Creo que no nos veremos. Ellos me sacarán de aquí y tú estás
encerrada en el hospital. Me siento como hundida. Me escaparía, pero no
consigo moverme y los sonidos retumban en mi cabeza. Creo que no
conseguiré salir a flote hasta que vuelva a verte. Y parece que eso no ocurrirá

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muy pronto. Si me expulsan, tal vez no vuelva a verte nunca. Molly, huye de
aquí. Vete y no trates de encontrarme. Ahora no es momento para nosotras.
Todo nos es adverso. Hazme caso. Puedo estar hundida, pero logro ver algunas
cosas. Vete de aquí. Apresúrate. Tú eres la más fuerte de las dos. Vete a una
gran ciudad. Allí podría ser algo mejor. Sé libre. Te quiero.

FAYE

P. D.: Todo lo que queda en mi cuenta son veinte dólares. Están en el cajón
más alto de tu cómoda, junto a las bragas. En el mismo sitio te dejo una vieja
botella de whisky. Brinda por mí y luego escapa sin mirar atrás.

Los veinte dólares estaban entre un par de bragas blancas y otro de rojas. Debajo
de todas aquellas prendas encontré la botella. Brindé por Faye, luego bajé —todas las
puertas se cerraban a mi paso como por obra de un mecanismo de precisión— y vacié
el resto de la botella en el sumidero.
Al día siguiente encontré una carta del comité de becas informándome que la mía
no podía ser renovada por «razones morales», aunque mis antecedentes académicos
eran «extraordinarios».
En el fondo de mi armario, por el que corrían bichitos de los árboles, estaba mi
vieja maleta, la del Estado de las Niñas. La saqué, coloqué en ella mis cosas y me
senté encima para cerrarla. Dejé los libros en el cuarto, salvo el de inglés, dejé mis
exámenes escritos y mis programas de fútbol, y mi último resto de inocencia. Cerré la
puerta para siempre, dejando atrás el idealismo y la bondad intrínseca de la naturaleza
humana, y me encaminé a la estación de los autobuses Greyhound por el mismo
camino que había seguido al llegar.

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Tercera parte

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11

MI MADRE ESTABA SENTADA en su mecedora verde cuando aparecí en la puerta.


—Puedes dar media vuelta y marcharte. Sé todo lo que sucedió allá; la decana me
telefoneó. Así que mueve el trasero y sal de esta casa.
—Mamá, sólo sabes lo que ellos te han dicho.
—Sé que has perdido la cabeza y, junto con ella, la vergüenza, eso es lo que sé.
Una lesbiana, he criado a una lesbiana, eso es lo que sé. Eres más ruin que esos
inmundos tipos de las cuevas.
—Mamá, no entiendes nada. ¿Por qué no me dejas que te cuente mi versión del
asunto?
—No quiero escuchar nada de lo que tú puedas decir. Siempre fuiste mala. Nunca
obedeciste las normas de nadie, ni las mías ni las de la escuela, y ahora desafías las de
Dios. Sal de aquí. No te quiero. Ni siquiera sé por qué te molestaste en volver a esta
casa.
—Porque tú eres la única familia que tengo. ¿A qué otra parte voy a ir?
—Eso es asunto tuyo. Ya no tienes familia y te quedarás sin amigos. Veremos
adonde logras llegar, mocosa insolente. Creíste que irías a la universidad y serías
mejor que yo. Creíste que ibas a frecuentar a los ricos. Y todavía crees ser una gran
dama, ¿no? Ni siquiera te avergüenza el ser una asquerosa lesbiana. Puedo ver la
arrogancia escrita en tu cara. Bien; espero vivir lo suficiente para ver el día en que
tengas que esconder el rabo entre las patas.
—Entonces, será mejor que vivas hasta verme muerta.
Recogí la maleta que había dejado junto a la puerta y salí al aire frío de la noche.
Tenía catorce dólares y sesenta y un centavos, que era todo lo que quedaba del dinero
de Faye y el mío después de haber pagado el billete del autobús. No me alcanzaba ni
para la mitad del trayecto a Nueva York. Y allí era donde pensaba ir. Hay tantos
invertidos en Nueva York que uno más no haría zozobrar la embarcación.
Bajé por la calle Catorce, en dirección nordeste, hasta la autopista número uno.
Una vez allí, dejé la maleta en el suelo y alcé el pulgar. Nadie pareció verme.
Empezaba ya a pensar que tendría que ir a pie hasta Nueva York cuando una
camioneta con matrícula de Georgia se detuvo frente a mí.
Un hombre, una mujer y un niño me miraban desde el interior. La mujer me invitó
a subir.
—Mi marido pensó que serías una estudiante en apuros —empezó a decir la
mujer—. Hiciste una escapada hasta aquí y se te acabó el dinero, ¿no es así?

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—Sí, señora, eso es exactamente lo que sucedió, y no podría decirles a mis padres
que he venido hasta aquí. Les daría un ataque.
El hombre se esforzó por contener la risa.
—¡Qué chicos estos! ¿A qué escuela vas?
—A la Barnard, en Nueva York.
—Tienes un largo camino por delante —dijo la mujer.
—Sí, señora, y apuesto a que ustedes no van tan lejos.
—No —dijo ella riendo—, pero vamos al norte, hasta Statesboro, en Georgia.
—Eres muy valiente al hacer autostop —comentó con admiración su marido—.
Nunca había visto a una chica que lo hiciera.
—Tal vez nunca ha visto usted a una chica sin un céntimo.
Los dos se rieron a carcajadas y admitieron que la juventud aventurera volvía a
estar de moda. Eran simpáticos; personas de su casa, provincianos y aburridos, pero
simpáticos. Me advirtieron que no subiera a un coche con más de un hombre y que
tratara de encontrar uno que llevara a una mujer de pasajera. Cuando me dejaron en la
estación de la Gulf, en Statesboro, el hombre me dio un billete de diez dólares y me
deseó suerte. Me saludaron con la mano al perderse en el crepúsculo monótono de la
vida familiar.
Me quedé bajo un viejo árbol cubierto de musgo negro. Después de más de tres
horas se detuvo un coche. El conductor tenía más o menos mi edad, tenía unas
facciones correctas y viajaba solo. Pensé que si intentaba algo, tendría una
oportunidad de pelear.
—Hola, ¿adónde vas?
—A Nueva York.
—Sube; te ha tocado la lotería. Voy hasta Boston.
Me apresuré a entrar en el automóvil, rogando que el conductor no acabara de
salir de un hospital psiquiátrico. Tal vez fuera él quien debía preocuparse; yo sí que
acababa de pasar por el psiquiatra.
—Me llamo Ralph. ¿Y tú?
—Molly Bolt.
—Hola, Molly.
—Hola, Ralph.
—¿Por qué haces autostop? Es peligroso, ¿lo sabes?
—Claro que lo sé, pero no tenía opción.
Me apresuré a contarle que me había quedado sin dinero. Ralph era bajo,
musculoso, y tenía el pelo rubio y rizado. Estudiaba física nuclear. Se mostró
amistoso y muy interesado en mí, pero era demasiado cortés para intentar algo. Había
tenido suerte con mi compañero de viaje. Todo lo que tenía que hacer era hablar,
entretenerlo y ponerme al volante de vez en cuando. Él tenía prisa por volver, de
modo que pudimos evitar una de esas espantosas escenas de motel. La guantera
estaba atiborrada de golosinas, de modo que no corríamos el riesgo de morir de

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hambre. Hablamos sin parar hasta la costa este. Yo logré entender al fin la teoría
cuántica y Ralph el porqué de la carrera ascendente de Stalin. Por último, cuando
entramos en el Holland Tunnel, comprendí que nunca había existido una ciudad como
Nueva York. Llegaba a una tierra extraña, sin un amigo y con muy poco dinero.
—Molly, déjame que te lleve a tu casa. Lo haré con gusto.
—Gracias, pero antes preferiría dar una vuelta. Sé que suena ridículo, pero de
veras quiero hacerlo. ¿Por qué no me dejas en la plaza Washington?
Había leído en alguna parte que esa plaza era el centro dela ciudad, y ésta el
centro de la homosexualidad. Ralph me dejó justo frente al arco. Me dio su dirección,
un beso, me gritó adiós y partió en medio de una nube de gas. Tuve que reprimir el
deseo de hacerle volver y decirle que no conocía nada de aquella ciudad monstruosa
y que cambiara de universidad y fuera mi amigo.
La temperatura era muy baja y todo lo que yo llevaba puesto era una chaqueta
liviana, un suéter de cuello alto, y la ropa interior. Tenía veinticuatro dólares con
sesenta y un centavos en el bolsillo. La plaza no desbordaba de invertidos llamativos,
como yo esperaba. Empecé a caminar por la Quinta Avenida tratando de reprimir las
lágrimas. Me veía asaltada por miradas que provenían de todas direcciones, sin que
reconociera ninguna cara. La gente se empujaba, apresurada, y nadie sonreía; ni
siquiera esbozaban una ligera mueca. Aquello no era una ciudad, era un apéndice del
infierno, los Jardines Colgantes de Neón que hacían arder mi cráneo. Infierno o no,
no tenía otro lugar adonde ir, de modo que aquél debía de ser el mío.
Llegué hasta la calle Catorce. Los compradores enloquecidos que se dirigían a las
grandes tiendas casi me atropellaron. Emprendí el regreso a la plaza; por lo menos
allí había más tranquilidad. Se estaba haciendo tarde y empezaba a caer una llovizna
desagradable. Ya podía sentir la polución en el aire que respiraba y los ojos me ardían
a causa del humo. El hambre me empezó a acosar una vez que terminé los caramelos,
pero no me atrevía a gastar dinero en comida. También sabía que no podía permitirme
alquilar una habitación. Tal vez tendría que hacerme un ovillo en la fuente del parque
y morirme allí congelada. Mis manos habían empezado a agrietarse y sangrar por
sostener la maleta bajo aquel frío. Mis pies eran cubos de hielo. No llevaba
calcetines. ¿Quién los usa en Florida? La plaza estaba desierta, a excepción de
algunas parejas que la cruzaban sin rumbo fijo y un borracho junto a las mesas de
ajedrez. ¿Qué diablos iba a hacer?
Me dirigí a la universidad de Nueva York y observé los edificios, percibiendo
confusamente que se trataba de alguna institución. Tal vez podría introducirme allí y
dormir. Me dirigí a la entrada principal, pero estaba cerrada. Después, trotando, fui
hasta una entrada lateral en la plaza de la universidad. Esa puerta también estaba
cerrada. Bueno, podía correr toda la noche alrededor de la manzana para entrar en
calor.
Al girarme, vi un coche abandonado, de un rojo y negro descoloridos, con la parte
delantera hundida y sin neumáticos; aquel cadáver mecánico yacía delante de La

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Cueva de los Locos. A mí me pareció hermoso. Era mi hogar.
Me dispuse a introducirme en la parte trasera, pero la encontré ocupada. La
delantera estaba vacía y el volante había sido arrancado, de modo que no estorbaba.
Abrí la portezuela y me deslicé en el interior. El muchacho del asiento trasero se
quitó el sombrero con un ademán cortés.
—Buenas noches, señora. ¿Compartirá usted estas habitaciones conmigo?
—Sí, si usted está de acuerdo.
—De mil amores.
Ladeó el sombrero sobre los ojos, se arrebujó en el grueso abrigo que le cubría y
se durmió en seguida.
A la mañana siguiente, al despertar, le vi inclinado sobre el asiento delantero,
sacudiéndome.
—Eh, nena, ven. Tenemos que salir de aquí. Es hora de largarnos.
Me senté y lo miré a la luz del día. Tenía las pestañas más largas que había visto
en mi vida. Su piel era color café con leche y tenía unos ojos profundos, de color
marrón claro. Un denso bigote caía sobre sus labios gruesos y rojos. Era, en pocas
palabras, un tipo sensacional. Yo trataba de recordar dónde estaba y procuraba
averiguar si mis miembros se habían helado.
—Vamos. Coge tu maleta y ven conmigo a La Cueva. Allí conozco a alguien que
nos dará de comer gratis. ¡Arriba!
Grupos de estudiantes somnolientos se dirigían apresurados a la primera clase. La
puerta giratoria de La Cueva daba vueltas como un trompo, y yo estaba tan cansada
que hice el recorrido dos veces antes de poder entrar. Nos sentamos ante el mostrador
del fondo, y una camarera de uniforme azul nos sirvió café con leche y pasteles.
Extendió una nota falsa y guiñó un ojo a mi compañero de «cuarto».
—¿Una nueva novia, Calvin?
—Ya sabes que yo no busco novias —dijo el interpelado devolviéndole el guiño.
Le miré con agradecimiento.
—¿Eres un gay?
—Pues sí, lo soy. Y me encanta.
—A mí también.
Calvin suspiró con alivio y sonrió.
—Menos mal. Temía que fueras una de esas chicas corrientes que vienen aquí
para abortar, o algo así. Entonces tendría que haberme ocupado de ti.
—¿Por qué? ¿Acaso te interesan los resultados de la heterosexualidad
descontrolada?
—A veces.
—No te ocupas mucho de ti mismo, si duermes en ese coche.
—Me ahorro el alquiler. En realidad, has tenido suerte de encontrarme anoche en
casa. Por lo general, siempre duermo con algún tipo. También has conseguido tu
desayuno. Pero será mejor que no hagas muchos planes. Las lesbianas no ligan en la

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calle. Conozco uno o dos bares que podemos probar esta noche, y tal vez tengas
suerte. No creo que tengas dificultades: eres joven y bonita, no se puede pedir más.
—Si no te importa, creo que pasaré por alto la visita.
—Ah, ya me doy cuenta. Sólo lo haces por amor.
—Eh… Bueno…
—¿Quieres seguir durmiendo en ese coche y helarte el culo?
—No.
—Entonces será mejor que te espabiles un poco, querida —dijo al tiempo que me
daba un pellizco en el codo.
Durante todo aquel día Calvin me enseñó a orientarme en el metro, la forma en
que estaba construida la ciudad, y cómo robar comida en los supermercados,
confiterías e incluso a los vendedores callejeros de perros calientes. Caminamos por
toda la ciudad y me presentó a gente de la calle, apostadores profesionales bien
trajeados, y algunos rateros y carteristas. Me gustaron. Eran los únicos que me
sonreían.
—¿Tienes dinero, Molly?
—Veinticuatro dólares con sesenta y un centavos.
—No creo que puedas alquilar un piso con eso, nena. Necesitas alguna pasta.
Casualmente conozco la manera en que puedes conseguir cien dólares en media hora,
y no tienes que acostarte con nadie. Ni siquiera tienes que desnudarte. ¿Puedes
hacerlo?
—Primero dime de qué se trata.
—Hay un tipo, Ronnie Rapaport, un verdadero chiflado. Le gusta que lo sepulten
bajo una lluvia de uvas.
—No fastidies, Calvin.
—No es broma. Todo lo que tienes que hacer es ir a su apartamento, tirarle uvas y
te pagará cien dólares en efectivo. Una regla del juego es que cada vez tiene que
tratarse de una persona distinta. Lástima, porque me hubiera pasado las noches
arrojándole lo que se le antojara.
—¿Y cómo puede pagarlo?
—Dicen que su padre tiene un gran almacén en las afueras. Vete a saber. ¿Qué?,
¿estás dispuesta?
—Sí, estoy lista.
—¿También eran del ramo las majorettes de tu colegio?
—Creo que todas lo hacen alguna vez.
—¿Eras tú una de esas animadoras?
—No. Sólo salía con una.
—Mira por dónde. Yo salía con un jugador de fútbol.
—Bueno, es maravilloso. Somos homosexuales, pero buenos norteamericanos.
Calvin se rió y fue haciendo cabriolas hasta una roja cabina telefónica que
rebosaba de papeles y colillas, todo bien regado de orines. Llamó a Ronnie y se hizo

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el trato. Esa noche le iba bien.
—Ronnie casi se corrió cuando le dije que tenías dieciocho años, eras
encantadora y todas esas tonterías.
—Excelente; tal vez me dé una propina por mi edad.
—Lástima que sea hombre. Si fuera mujer, tal vez podrías conseguir algo extra.
¿No te parece?
—No creo que Greta Garbo me diera algo extra si tuviera que apedrearla con
naranjas.
Ronnie vivía en un enorme apartamento con vistas al río Hudson. El techo estaba
lleno de claraboyas y el mobiliario era de costoso y reluciente acero inoxidable. A
simple vista no parecía un obsesionado por las uvas. No llevaba ningún símbolo
frutal alrededor del cuello ni tenía semillas bordadas en su camisa. Me estrechó la
mano y me hizo pasar a otra habitación. Calvin se quedó en la gran sala, comiendo
peras. Entré en otro salón enorme que parecía el estudio de un fotógrafo, pero estaba
totalmente vacío, excepto por una enorme pila de racimos de uvas amontonados
como las granadas de un cañón antiguo. Ronnie se desnudó. Tenía una musculatura
notable y una buena cantidad de vello rizado en el pecho. Caminó hasta el otro
extremo de la habitación y se detuvo allí, temblando. Yo esperaba que en cualquier
momento irrumpiera en la estancia Carmen Miranda con un gran sombrero lleno de
plátanos. Al ver mi vacilación, Ronnie me dijo en un tono muy amable:
—Muy bien, cariño, ya estoy listo.
Cogí una uva y se la arrojé. Mierda, no di en el blanco y la fruta se aplastó contra
la pared. La cosa iba a ser más difícil de lo que había pensado. Cogí otra y apunté con
cuidado. ¡Hurra! Le di de lleno. Él chilló de placer y se le produjo una erección. No
era del todo malo. Me gustaba arrojar cosas, y en ese momento ponía toda mi
atención en acertarle a Ronnie. Apunté a su miembro. Lo logré, y él estuvo
encantado. Apunté después a su hombro izquierdo; sólo lo rocé. Empecé a disparar
uvas como piezas de artillería pesada: pam, pam, pam. Ronnie aullaba como un perro
herido y yo arrojaba las uvas cada vez con más fuerza, concentrándome en sus
muslos y su sexo cubierto de pulpa. Había llegado al último asalto y empezaba a
pensar que necesitaría más uvas para lograr que se corriera. Pero la munición fue
suficiente. Mientras cogía una de las últimas cuatro uvas, brotó de su cuerpo un
chorro viscoso. Se dejó caer en el suelo, la viva imagen del placer extinguido. Sentí
como si hubiera ganado yo sola una batalla importantísima. Le ayudé a levantarse.
—Molly, tienes un brazo maravilloso.
Aún cubierto de pulpa blanca y rosada me habló en un susurro de los deleites que
le había procurado mi precisión. Lástima que no me gusta la uva, porque hubiera
comido toda aquella fruta aplastada en su mismo cuerpo, tal era el hambre que sentía.
—¿Estás bien, Ronnie?
—Fabuloso, sencillamente fabuloso.
—Me alegra oírte decir eso. Si no me necesitas más, me marcho.

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—Por supuesto. Te daré el dinero. Ha sido muy bien empleado. La última persona
que conocí con un brazo como el tuyo juega en el Metropolitan.
Se levantó y fue al otro cuarto, donde Calvin había acabado con toda la fuente de
peras. Ronnie me dio cinco billetes nuevos de veinte dólares.
—Calvin, gracias por haberme traído a este tesoro. Fue perfecto, demasiado
perfecto. Vuelve por aquí alguna vez, Molly. No puedo hacerlo dos veces con la
misma persona, pero ven a hablar conmigo. Pareces una buena chica.
Cuando salimos a la calle, el frío me pareció dos veces más terrible,
probablemente porque estaba hambrienta.
—Te has comido toda la fruta tú solo, cerdo. ¿Adónde podemos ir a comer sin
que me saquen todo el dinero que he ganado con tanto esfuerzo?
—Conozco un lugar donde podremos comer gratis. Ven.
Fuimos a El Final. Calvin había tenido relaciones con el camarero, y éste nos
sirvió un bistec. Mi estómago se había encogido de tal modo que sólo pude comer la
mitad. Guardamos el resto en una bolsa y salimos de nuevo al frío.
—No estoy dispuesta a volver al coche y congelarme. Vayamos al bar del que me
has hablado.
Nos dirigimos a la Octava Avenida y llegamos a un local al parecer muy
tranquilo, con marquesina a rayas blancas y negras. En el interior, el salón estaba
lleno de mujeres. Sólo algún que otro hombre rompía la monotonía del conjunto. Nos
abrimos paso hacia la barra.
—Dos whiskies —pidió Calvin—. ¿No te importa si gastamos una parte de tu
botín?
—Claro que no. Tú me conseguiste el trabajo, así que una parte te pertenece.
—No, gracias. Todo lo que quiero es uno o dos tragos. Luego tengo que irme en
busca de un lugar para pasar la noche. En el coche hace demasiado frío. Pero primero
veamos si puedo conseguirte algún sitio. Tal vez alguna de estas señoras sea amable y
te hospede sin molestarte. Oh, mira ese toro que viene en línea recta hacia ti. Cielos,
si llegas a acostarte con ella, te aplastará.
Efectivamente, una lesbiana robusta como una locomotora avanzaba hasta
ponerse delante de mí.
—Hola, ¿qué tal? Me llamo Mo la Poderosa. Tú debes de ser nueva por aquí;
nunca he visto tu cara antes.
—Sí, señora; soy nueva.
Cielo santo, lo de Mo debía ser una abreviatura de monstruo.
—¿Señora? Cariño, debes ser del sur. ¡Ja, ja!
Si no hubiese sido una mujer tan fornida, la hubiera golpeado en aquel mismo
instante. Los yanquis, por alguna fuerza misteriosa, se ven impulsados a imitar los
acentos sureños, y son tan brutos que no conocen la diferencia entre el habla pausada
y cadenciosa de Tennessee y el ritmo tajante de Charleston.
—Sí, soy de Florida.

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—Debes de estar loca para dejar el sol y venir a esta fría teta de bruja —dijo Mo
sin dejar de reírse.
—Supongo que es porque me gustan las frías tetas de bruja.
Ella pensó que se trataba de una respuesta muy aguda y casi me derribó, al tiempo
que soltaba una carcajada espantosa.
—Muy buena. Y hablando de tetas, dulzura, ¿eres macho o hembra?
Miré a Calvin, pero no tuvo tiempo de darme ninguna clave.
—¿Cómo?
—No seas tímida con Mo la Poderosa, mi guapa sureña. Allá abajo también
tienen machos y hembras, ¿no? Eres una nena muy graciosa y me gustaría conocerte,
pero si eres macho, sería como estrechar la mano de tu hermano. ¿Está claro?
—Tienes mala suerte, Mo. Lo siento.
Pero no lo sentía en absoluto. Menos mal que ella había levantado la liebre.
—Te juro que me has engañado. Pensé que eras hembra. ¿Qué va a ser de este
mundo si ya no se puede distinguir a unas de otras? ¡Ja, ja!
Me palmeó fraternalmente en la espalda y desapareció.
—¿Qué diablos quiere decir eso?
—Algunas de estas mujeres son «macho» y otras, hembra. Las que vienen a este
bar están especializadas en hacer el papel activo. Es el único bar para mujeres que
conozco. Creía que sabías estas cosas; de otro modo no habría permitido que te
atosigara ese marimacho.
—Es lo más loco e imbécil que he escuchado en mi vida. ¿Para qué ser lesbiana si
una mujer tiene que actuar como un hombre de imitación? Diablos, si quisiera un
hombre me buscaría uno de veras y no estas copias baratas. No sé si me explico,
Calvin, pero todo el sentido de ser invertido, para mí, está en que amo a las mujeres.
¿Te gustan los hombres que parecen mujeres?
—Oh, yo no soy muy exigente, siempre que el otro esté bien dotado. El tamaño es
muy importante para mí.
—Para mí no. No sé lo que voy a hacer.
—Ya que estás aquí, será mejor que te busques una cama abrigada.
—Ni hablar de ello.
—Vamos; por una sola noche no es tan tremendo.
—Si digo que soy hembra, me caerán encima todas las Mos de este mundo, pero
si digo que soy macho tendré que pagar las bebidas. De cualquier forma me van a
jorobar.
—Así es la condición humana.
—¡Oh, no! Ahí viene otra. Ésta, por lo menos, parece una mujer… Un punto a su
favor. También parece haber pasado de los cuarenta, y está muy estropeada. Maldita
sea, Calvin, no puedo soportar toda esta porquería. Vámonos de aquí.
Salimos de aquel antro y echamos a andar. Mientras recorríamos las calles, sentí
que me estaba acostumbrando a la ciudad.

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—Mira, yo voy a refugiarme de nuevo en aquel cacharro. Tú sigue con lo que
tenías pensado y no te preocupes por mí. Hace demasiado frío para que los violadores
se aventuren por las calles. Y, si me atacan, por lo menos no me preguntarán si soy
macho o hembra.
—Yo tampoco tengo muchas ganas de andar por ahí. Creo que hay algo que no
marcha bien. Volvamos al coche.
—Mañana por la mañana buscaré un piso y viviremos los dos allí. Basta de
coches. ¿De acuerdo?
Aquella noche hizo tanto frío que saqué las pocas ropas de mi maleta para
cubrirnos los dos con ellas, pero no nos sirvieron de mucho. Por fin renunciamos al
sueño y nos acurrucamos en el asiento trasero, esperando que saliera el sol y La
Cueva abriera sus puertas para calentarnos las tripas con café humeante.
—¿Cómo es que estás en la calle, Calvin?
—¿Y tú?
—Dilo tú primero.
—No hay mucho que contar. Vivía en Philly y éramos una familia numerosa:
tenía dos hermanos más, un varón y una chica. Yo soy el mediano. Mi hermano
mayor era un gran jugador de hockey, pero yo no seguí sus pasos. Actuaba en todas
las representaciones escolares y pensaba que eso era lo que quería hacer. La cosa no
le sentó bien a mi familia. Luego, los chicos de la escuela empezaron a burlarse de
mí; me llamaban la Reina Africana. Mierda, todos los de aquella escuela se metían
mano más tarde o más temprano, pero a mí me sorprendieron haciéndolo. Se armó un
follón tremendo. Mi madre invocaba a Jesús y mi padre quería romperme la cabeza.
Yo lloraba y prometía cambiar y convertirme en una persona normal… Diablos, ¿no
dejé encinta a aquella chica? Era lo que querían, ¿no? Para mí, nada cambió. Seguía
necesitando a los hombres. Ella es una buena chica: podría haber vivido con ella y
tener hijos, si eso no hubiese impedido mis relaciones con hombres. Pero ya sabes
cómo son las cosas. La gente es imbécil. Basta con que te acuestes algunas veces con
un miembro del sexo opuesto para obtener tus credenciales de normalidad. Bueno, el
caso es que mamá y papá empezaron a perseguirme para que me casara con la chica.
No me voy a casar con nadie, de modo que escapé y aquí estoy. Hace un mes que he
llegado. Pienso mucho en Pat, pero no voy a volver para casarme. —Calló unos
instantes y después me preguntó—: ¿Piensas que soy una basura por haberla dejado?
—Es algo así como dejarla en un bote sin remos en medio de un río, Calvin. Tú te
marchas sin problemas, pero ella se queda con el niño.
—Sí, ya lo sé. Pero si regreso y me caso con ella, entonces tendré que buscarme
un empleo y me volveré idiota como todo el mundo. Mi padre es maestro y piensa
que ha llegado a ser alguien en la vida porque tiene más categoría que un portero.
Pero no es así; va a trabajar como todo el mundo y es tan esclavo como cualquier
otro. Está ciego de un ojo y no puede ver con el otro. No quiero llegar a eso.
—¿Hablaste con Pat sobre la posibilidad de abortar, cuando sucedió todo eso?

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—Claro que sí. Se puso a gritar y a insistir en que era un crimen y que se trataba
del fruto de nuestro amor. Casi vomito. Esa chica no tiene sentido común. Piensa que
la maternidad va a hacer de ella una verdadera mujer o algo así. Espera a que esa
pequeña bestia empiece a berrear a medianoche; entonces deseará haberme hecho
caso. Estaba decidida a conseguir que nos casáramos, formásemos un hogar y hasta
tuviéramos un álbum de familia. A lo mejor hasta ganaríamos un día el premio a la
familia más feliz.
—Supongo que aprenderá a golpes. Me alegro de que hayas intentado disuadirla,
pero tal vez la culpa de su forma de ser la tenga la educación que ha recibido. Ya
sabes cómo son algunas chicas. Piensan que no se han realizado si no logran casarse
y tener hijos. Al final se saldrá con la suya, aunque su hijo no tenga padre.
—¿Y tú por qué estás aquí? No me has contado tu historia.
Entonces le conté todas mis desventuras.
—Diablos, no están dispuestos a dejarnos en paz, ¿no crees? Parece que nadie
quiere a los homosexuales, ni los blancos ni los negros. Apuesto a que tampoco los
chinos quieren saber nada de ellos.
—No me importa lo que quieran, Calvin. Sólo me preocupa lo que yo quiero; por
mi, pueden irse todos a hacer puñetas.
—Sí, yo pienso igual que tú.
—Empieza a salir el sol. Espero que La Cueva abra temprano. No te olvides de
que voy a buscar un piso. ¿Quieres que lo compartamos?
—¿Sabes lo que pienso hacer hoy? Me plantaré en la autopista y haré autostop
hasta California. De veras. Si tú pudiste llegar aquí desde Florida, yo puedo ir hasta
San Francisco. ¿Te vienes conmigo?
—Me gustaría, pero, aunque te suene ridículo, algo me dice que tengo que
quedarme en esta horrible ciudad por un tiempo. No sé cuánto, pero tengo que
quedarme aquí. Tengo el presentimiento de que voy a hacer fortuna o algo parecido.
¿Recuerdas esos viejos cuentos para niños en los que el hijo menor sale de casa para
tratar de hacer fortuna, después de que sus perversos hermanos le han despojado de
su herencia?
—Sí, creo recordarlos. ¿Algo así como El gato con botas?
—Eso es.
—Bueno, yo voy a probar suerte en San Francisco.
Por fin La Cueva abrió sus puertas y nuestra camarera amiga nos trajo los
pasteles. Tardamos mucho tiempo en terminar el desayuno, porque ninguno de los
dos quería comenzar aquel día. Pero tuvimos que dejar libres los taburetes
acolchados. En la calle nos miramos y nos estrechamos las manos lentamente. Fue un
apretón de manos muy formal, casi un gesto ritual. Después nos deseamos suerte y
salimos en direcciones opuestas en busca de fortuna.

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EN LA CALLE DIECISIETE OESTE, cerca del río, encontré un apartamento casi en


ruinas. La bañera estaba en la cocina, la instalación eléctrica era aún de corriente
continua, y en las paredes se superponían las capas de pinturas multicolores y los
sucesivos empapelados que se habían ido acumulando durante décadas. El alquiler
mensual era de sesenta y dos dólares con cincuenta centavos. Mi primer mueble fue
un colchón usado individual que alguien había dejado abandonado en la calle. Me lo
cargué a la espalda, lo subí por la escalera hasta mi apartamento en el piso quinto y lo
sacudí hasta que juzgué que estaba lo suficientemente limpio para tocarlo.
Al día siguiente conseguí un empleo en La Película. Tenía que servir helados y
hamburguesas vestida con un disfraz que me daba un aire de conejito. Ganaba el
dinero suficiente para pagar el alquiler y, además, sisaba toda la comida que podía.
Descontando el transporte y otros gastos, me quedaban cinco dólares a la semana.
Guardaba esa suma hasta el fin de semana y entonces me iba a los bares donde las
Secretarias de Nueva Jersey se encontraban con las de Bronx y vivían felices el resto
de su tiempo. De pie junto a la balaustrada metálica del Sugar, con su decorado rojo
propio de los burdeles de Nueva Orleans, me juraba a mí misma no volver el próximo
fin de semana. No soportaba los juegos y me sentía como una perfecta idiota cada vez
que me dirigía a una mujer para invitarla a bailar. Y las que venían a invitarme a mí,
dejaban sus lujosos coches estacionados afuera. Un aburrimiento mortal se había
apoderado de mí, pero no sabía a qué otro lugar podía ir. Así que cada semana
quebraba la promesa que me había hecho la anterior y volvía a recostarme contra la
balaustrada para mirar a las damas.
Un viernes por la noche me ahorré el retomo al seno de terciopelo rojo del Sugar.
Una mujer joven apareció en La Película y pidió un helado de chocolate y un café
exprés. Me miró a los ojos y me dijo:
—Con un cuerpo como el tuyo deberías hacer algo distinto, en vez de servir
mesas.
—¿Quién?, ¿yo?
Casi dejé caer el helado en su regazo.
—Sí, tú. ¿A qué hora terminas tu trabajo?
—A las doce.
—A las doce pasaré a recogerte.
¡Por todos los santos! Una mujer espectacular, de un metro ochenta, acababa de
ligarme. Vaya, Nueva York podía ser algo bueno, después de todo.

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A las doce la mujer reapareció con una larga capa negra de cuello estilo
Napoleón. Vestida así parecía aún más alta y el cuello de la capa enmarcaba una nariz
perfecta bajo las cejas arqueadas. Se llamaba Holly. Tenía veinticinco años y había
nacido en Illinois. No tenía más ambiciones que la de llamar la atención. Me
preguntó si había vacantes en La Película. Las había y, al día siguiente, Holly era
contratada por el dueño, Larry el Vividor, a quien se le hizo la boca agua cuando la
vio enfundada en una malla.
Holly y yo trabajábamos en el mismo turno y en la misma zona. Debió de
gastarse en mí la mitad de su salario, pero el dinero no parecía tener importancia para
ella. Y si a ella no le importaba, yo estaba de acuerdo en que gastara su dinero en mí.
Íbamos a todos los espectáculos de la ciudad en nuestras noches libres, y cuando no
había nada que nos interesara, ella me acompañaba hasta la puerta de mi casa, me
daba un beso de despedida y huía envuelta en su capa negra. Me estaba resultando
difícil descifrar el enigma.
Tal vez debía mejorar un poco mi aspecto. Con esa idea en la cabeza salí una
mañana temprano, en medio de la niebla, con mi abrigo barato y menos de un dólar
en el bolsillo. Dos horas después estaba de vuelta con un frasco de Madam Rochas,
crema de afeitar, un paquete de espinacas congeladas que me manchó de verde la
camisa y me heló el hígado, hojas de afeitar, sombreador para los ojos y un lápiz para
cejas y pestañas. Cuando fui a trabajar aquella noche me había maquillado
llamativamente, pero Holly no lo advirtió, o tal vez pensara que estaba bien sin
pintarrajearme como un piel roja.
Salimos a las doce y me llevó a un bar nuevo en la calle Setenta y Dos, llamado
Penthouse. Para poder entrar, habla que exhibir una costosa tarjeta que nos acreditara
como miembros, y Holly tenía una.
—¿Cómo conseguiste el dinero para eso, Holly?
—No es mía. Me la dio una actriz.
—¿Por generosidad?
—En parte. Es mi amante.
—¡Ah!
—Vivo a expensas de otra mujer si es en eso en lo que estás pensando.
—No, no estaba pensando en eso, pero lo habría descubierto en algún momento.
—Y ahora que conoces mi terrible secreto —su voz se quebró con fingido terror
—, ¿vas a irte para siempre de mi vida?
—No, pero si tienes dinero y todo lo demás, ¿por qué diablos trabajas conmigo en
las minas?
—Así me mantengo en contacto con la realidad.
—¿Quién quiere semejante realidad? He estado en contacto con ella toda mi vida.
Preferiría otra cosa.
—Bueno, digamos que me agrada por algún tiempo. Es una evasión.
—Sí. ¿Y quién es la actriz?

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—¿Me creerías si te digo que es Marie Dressler?
—Está muerta, pesada, pero es mi actriz favorita. Anda, dímelo.
—Kim Wilson.
—No. ¿Estás bromeando?
—En serio.
—¿Cómo la conociste?
—Es una historia muy larga y no tengo ganas de contarla. De todos modos, está
muy bien, aunque ya ha pasado de los cuarenta. Si quieres conocerla, va a haber una
gran fiesta en la casa de Chryssa Hart, la arqueóloga. Yo iré con Kim, pero podemos
ir las tres juntas, siempre que vuelva a casa con ella. Espera a que los ojos azules de
Chrys se fijen en ti. Será digno de verse.
—Ahórrate los detalles. Tiene setenta años, se ha estirado la cara cinco veces y
deja caer diamantes a su paso.
—Deja caer diamantes a su paso, pero anda por los cuarenta y está muy bien…
preservada.
—Excelente. ¿Qué hace?, ¿duerme en una solución de alcohol? Me persiguen las
conservas humanas. Vaya amiga que tengo, tratando de introducirme en el pabellón
geriátrico.
—Intento ayudarte a salir de tu aplastante pobreza, amor mío. Y no me gusta
hablar de damas de edad madura. Bailemos.
Pasamos delante de un largo mostrador, atravesamos un salón con una chimenea
de piedra atestado de gente, otro salón y, finalmente, llegamos a la enorme pista con
un espejo en el techo que arrojaba destellos en todas direcciones. Pese a todo su
esplendor y su clientela de Broadway, era un lugar acogedor. Varias mujeres y
hombres nos dirigieron la palabra, nos ofrecieron bebidas y nos invitaron a fiestas.
Ninguna de las dos se dio cuenta de lo tarde que era hasta que vimos que el cielo
empezaba a iluminarse.
—Mira, a veces esta ciudad es hermosa. Deben de ser las cuatro de la mañana y
no me siento cansada en absoluto —dije.
—Yo tampoco. Vivo cerca de aquí. ¿Por qué no vienes a casa?
Ajá. Por fin me invitaba a ver su escondrijo.
Holly vivía en West End, en un gran apartamento con profusión de molduras
antiguas en los techos y el suelo de parquet. Una monstruosa gata de Angora, que se
llamaba Gertrude Stein, nos recibió en la puerta, muy ofendida por el abandono de
Holly. En nuestro camino encontramos las muestras de descontento del animal: una
zapatilla mordida, una esquina de la alfombra hecha jirones y, al llegar al cuarto de
baño, vimos que Gertrude Stein había sacado de su sitio todo el papel higiénico.
—¿Es siempre así de vengativa?
—Sí, pero siempre estoy en espera de estas pequeñas sorpresas. ¿Ya sabes que
nos dirigimos al dormitorio y que allí vamos a hacer el amor?
—Sí.

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—Entonces, ¿se puede saber por qué caminas tan despacio? Ven, aprisa.
Holly corrió en dirección al dormitorio. En él había una enorme cama de bronce
con un lujoso cubrecama marrón. Holly se quitó la blusa.
—Apresúrate —me dijo.
—Voy despacio para no infundir sospechas a Gertrude. A lo mejor tiene celos.
Gertrude seguía mis movimientos con la hostilidad pintada en sus ojos oblicuos.
—No temas. Gerty sólo tratará de deslizarse entre nosotras.
—Fantástico. Nunca lo había hecho con una gata.
Holly se había desnudado por completo y se estaba metiendo bajo las mantas. Sin
ropa era aún más hermosa. Yo tropecé mientras trataba de quitarme las bragas.
—Molly, tendrías que bailar. De veras. Eres toda músculos y nervios, y tienes un
cuerpo espléndido. Ven.
Me atrajo hacia ella y creí morir de la impresión que me produjo estar junto a
aquel cuerpo tan largo y terso. Ella me pasaba los dedos por el cabello, me
mordisqueaba en el cuello, y yo empecé a sentirme invadida por una cálida energía.
Holly llevaba un peinado africano, suave y espeso, y derramó su cabellera por todo
mi cuerpo sin dejar de morderme. Me lamió el lóbulo de la oreja y luego introdujo la
lengua en su interior, descendió al cuello, siguió por el hombro hasta llegar a los
pechos, y después volvió a subir a mi boca. Lo que siguió no lo recuerdo de un modo
ordenado, pero sé que recibí todo el peso de su cuerpo sobre el mío y creí que el
placer iba a hacerme gritar. Deslicé mis manos por su espalda y casi no pude llegar
adonde quería por la longitud de aquel cuerpo. Cada vez que se movía sentía cómo
cambiaban de forma sus músculos flexibles. Aquella mujer era un verdadero
demonio. Empezó despacio y siguió con un ritmo cada vez más salvaje hasta
estrecharme tanto que no me dejaba respirar. Y no me importaba. Podía sentirla
dentro, fuera, encima de mí… No sabía dónde empezaba su cuerpo y dónde
terminaba el mío. Una de las dos estaba aullando, pero no sé quién era ni lo que
decía. Horas más tarde nos separamos. El sol ya estaba alto sobre el Hudson, nevaba
y Gertrude había destrozado mi zapato derecho y era el único par que tenía.
—¿Alguna vez lo has hecho con hombres, Molly?
—¿Por qué lo preguntas?
—No lo sé. Supongo que después de saber cómo haces el amor, aborrezco la idea
de que lo desperdicies con un hombre.
—Bueno, lo hago a veces, pero no a menudo. Una vez que sabes cómo es con las
mujeres, los hombres resultan aburridos. No intento rebajarlos, es decir, a veces me
gustan como personas, pero sexualmente son monótonos. Imagino que si una mujer
no conoce nada mejor, puede pensar que es bueno.
—Sí, nunca olvidaré la vez en que descubrí la diferencia.
—¿Cuántos años tenías?
—Veintidós. Me había acostado con tipos desde los dieciocho, pero me llevó
cuatro años más llegar a las mujeres. Pensar que he perdido esos veintidós años sin

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conocerlas… Había reprimido todo tipo de sexualidad frente a ellas hasta que una
noche mi compañera de habitación consiguió romper mi resistencia. Interpretábamos
una obra de verano, Algo sucede, y mi compañera era uno de los ángeles. Me derribó
sobre la cama; yo empecé a darle patadas y le mordí salvajemente en un brazo, pero
mi furor no duró mucho. Ella no me dejó mover y yo, en el fondo, deseaba que
continuara. Después la evité durante las tres semanas siguientes, diciéndole que no
me había gustado para nada y sólo había cedido porque estaba cansada de luchar.
Imagínate… Y yo había estado encima todo el tiempo… Si supiera dónde se
encuentra, le escribiría para agradecerle que me tumbara en aquella cama. Ella estaba
en lo cierto, y yo no lo sabía.
—¿Y qué sucedió?
—La obra dejó de representarse y yo volví aquí. Ella partió para el oeste y, como
una imbécil, no dormí con ella en nuestra última noche. Todavía me preocupaba por
ser una profesional heterosexual. Cada vez que pienso en ello se me revuelve el
estómago.
—No conozco a esa mujer, pero yo también le estoy agradecida por su coraje.
Ahora yo recojo sus frutos.
—Oportunista —dijo rodeándome con sus brazos, dispuesta a comenzar de nuevo
el juego del amor.

EL SÁBADO FUI AL APARTAMENTO de Holly. Kim ya estaba allí, vestida con un


conjunto de un rojo intenso y una chalina blanca y negra. Parecía casi tan bonita
como en sus films, pero había algunas diferencias: sus pestañas postizas, el espeso
maquillaje con que intentaba cubrir las arrugas, y el grueso trazado del lápiz de labios
que parecía hecho con espátula para esconder la contracción de la línea de los labios.
Salvo esos intentos por parecer joven, tenía muy buen aspecto. Yo esperaba que se
quedara allí sentada, con un vaso en la mano, aburriéndome con anécdotas de sus
películas con Rock Hudson y preguntándome si no era divertido que Jack Lemmon se
hubiera caído del bote antes de que la cámara empezara a filmar… Un millón de risas
de un Hollywood decadente por el que mi generación no sentía el menor interés. En
cambio habló de Lévi-Strauss y el estructuralismo y demostró su conocimiento de la
obra de Susan Sontag, pero lo hizo sin afectación. Parecía importarle mucho Holly, la
seguía con la mirada a todas partes. Gertrude, la muy golosa, dormitaba en su regazo
y me miraba con uno de sus ojos verdes, para espiar lo que sucedía.
—¿Te gustan los gatos? —me preguntó.
—Sí, pero no estoy muy segura de mi afecto por Gerty Stein. Debajo de ese
pecho plateado late el corazón de una sádica incurable.
—Es vengativa. Me recuerda a una gata que tuve de pequeña.
«¿Es que alguna vez has sido pequeña? Supongo que sí, hace mucho tiempo».
—¿Dónde te criaste?

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—En los barrios bajos de Chicago.
—¡Coño! Perdón, ¿de veras? —Kim rió y respondió afirmativamente—. Bueno,
yo me crié en una sucia granja y sacaba los bichos a las patatas.
—Y aquí estamos.
Holly se volvió hacia nosotras.
—Oh, formidable, dos auténticos miembros del proletariado. Ahorradme el relato
de lo buena que fue la pobreza para formar vuestro carácter.
Enrojecí, pero Kim evitó que respondiera.
—Bueno, si somos auténticos miembros del proletariado, me aprovecharé de ello.
Se inclinó y me besó en la mejilla. Holly rió y la tensión se evaporó.
Kim me gustaba muchísimo. Hubiera querido que se quitase de la cara todos
aquellos mejunjes. ¿Por qué hacen eso las mujeres? Tenía un buen esqueleto, y eso es
lo que cuenta.
—Tenemos que estar en casa de Chryssa dentro de muy poco tiempo. ¿Estáis
listas vosotras dos?
Kim y yo recogimos nuestros abrigos. Yo me sentía incómoda con el mío. Kim no
se fijó en él o estaba por encima de ese tipo de cosas.
La casa estaba en el este, y cuando llegamos un mayordomo se ocupó de nuestros
abrigos. Pensé que si mi abrigo de color gris ratón desaparecía, la anfitriona no
tendría que verlo.
Holly entró majestuosamente en el salón. Kim y yo la seguíamos como si
fuésemos sus pajes. Una mujer delgada, de piel tostada por el sol y cabello pajizo
salió a nuestro encuentro y besó primero a Holly y luego a Kim.
—Kim, querida, me alegra mucho que hayas venido.
—No me perdería una de tus fiestas por nada en el mundo, Chrys. Me gustaría
presentarte a Molly Bolt, amiga de Holly y amiga mía desde hace muy poco tiempo.
Chrys me miró con ojos de ave de rapiña. Tomó mi mano entre las suyas y gorjeó:
—Encantada de tenerte en mi casa. Ven aquí y dime qué quieres beber y luego
podremos charlar como seres humanos civilizados. —Había unas cincuenta mujeres
en el salón y mientras Chrys me hacía desfilar por él, una ligera sonrisa aparecía en
sus caras—. ¿Qué quieres tomar?
—Un Harvey Wallbanger.
—Magnífico. Louis, sírvale a esta divina criatura un Harvey Wallbanger, bien
cargado. Ahora cuéntame qué haces y todas esas cosas con las que se inicia una
conversación. Después yo te diré en qué me ocupo y ya tendremos un punto de
partida.
—En este momento soy camarera.
—Qué pintoresco. Pero no es eso lo que de veras deseas ser.
—No, quiero ir a la escuela de cinematografía.
—Muy interesante. ¿Quieres ser actriz o algo parecido?
—No; quiero dirigir, pero tendré que cambiar de sexo para conseguir un puesto.

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—No hagas eso. —Me rodeó el hombro con su brazo y me susurró en el oído—:
Ya veremos lo que podemos hacer para romper la barrera del sexo en cinematografía.
Se produjo un silencio y, para romperlo, le pregunté:
—¿Y tú eres arqueóloga?
—Sí, pero apuesto a que no deseas oírme hablar de mis excavaciones y golpes de
pico en esas sucias zanjas.
—Al contrario. El otro día, precisamente, leí algo sobre las excavaciones de la
universidad de Nueva York en Afrodisios.
Enarcó las cejas y su voz adquirió un tono sarcástico.
—Sí, pero están haciendo una chapuza. En mi excavación, en cambio, estamos
descubriendo cosas fabulosas, sencillamente fabulosas. El verano pasado descubrí el
pecho de Artemisa realizado por uno de los discípulos de Fidias, estoy segura de ello.
—Lo leí en el periódico.
Al ver que estaba informada de su trabajo, Chrys se animó y siguió hablando del
tema.
—Trataron de despertar controversias sobre el asunto, claro. Esos parásitos harán
cualquier cosa por copiar lo que hace una.
Una mujer de porte muy masculino, vestida con un traje a cuadros, se acercó a
grandes zancadas.
—Chrys —rugió—, ¿ya estás fastidiando a esta niña con tus relatos de vasijas
rotas y uñas destrozadas? De veras, querida, jamás entenderé cómo puedes excitarte
con todas esas cosas rotas y sucias.
—Eres una sacrílega cultural, Fritza. Te presento a Molly Bolt, aspirante a
directora de cine, algo así como una Mai Zetterling norteamericana.
Fritza sonrió.
—Necesitamos una mujer en el cine. Estoy harta de John Ford.
Chrys le sonrió con cierta ironía.
—Fritza es una verdadera filistea. Se ocupa de operaciones de bolsa, lo que es el
colmo del aburrimiento, pero se ha hecho rica de un modo irritante.
—Exacto, y Chrys se lleva una buena parte de mi dinero para ayudarla a financiar
su excavación.
—Son tus deberes culturales, querida.
—Yo más bien me inclino a verlo como una pensión alimentaria.
—Fritza, eres una grosera. —Chrys me cogió del brazo—. Ahora voy a librar a
esta deliciosa mujer de tus bromas de mal gusto. —Nos mezclamos con la gente
dejando a Fritza con su bebida—. No prestes atención a Fritza. Fue mi primera
amante en Bryn Mawr y nos sentimos cómodas con nuestra hostilidad.
—Chryssa, ha llegado Iris —llamó una voz entre la multitud.
—Perdóname, Molly. Regresaré en cuanto pueda.
Holly y Kim vinieron a mi encuentro, y Holly se rió con malignidad:

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—¿Ves? Te había dicho que se lanzaría sobre ti. Le encantan las mujeres de
cabello negro y rasgos acusados. Apuesto a que se le cayeron los ovarios cuando
cruzaste la puerta.
—Es mi irresistible encanto, señoras. —Alcé el vaso para hacer un brindis—: Por
los ovarios.
—Por los ovarios —corearon ellas. Luego Holly se precipitó en dirección a un
brazo lleno de pulseras de oro que la saludaba.
—¿Qué te parece la fiesta? —me preguntó Kim.
—No sé. No he tenido tiempo para hablar con nadie más que con Chrys y su
amiga Fritza.
—Un dúo terrible. Dura desde mil novecientos cuarenta y ocho, cuando se
graduaron en Bryn Mawr.
—Mencionó Bryn Mawr, pero no el año.
—Naturalmente.
—¿Quieres que pos sentemos un momento en aquel banco?
—Sí, vamos.
—Prometo no hacerte preguntas sobre tu carrera.
—Bien. Voy a librarme de ella en cuanto pueda. De todos modos, no puedo
simular. ¿Te molesta si te hago una pregunta personal?
—No; además, no creo en ese tipo de distinciones.
—Procuraré recordar eso. ¿Te acuestas con Holly?
—Sí.
—Ya me lo parecía. ¿Sabes que se empleó en La Película para poder conocerte?
Me lo contó; es muy honesta.
—¿Te disgusta?
—No, no. De veras. Después de los treinta y cinco años dejé de torturarme por
esas cosas y salí definitivamente de la monogamia. Pero nadie más parece capaz de
hacerlo.
—Es mejor así. La vida es mucho más interesante si no eres monógama.
Kim rió y me miró. Sus ojos eran de un gris azulado muy claro. Había en ella un
fondo de bondad que se reflejaba en sus ojos.
—Ésa es otra cosa que trataré de recordar. Te voy a hacer otra pregunta. ¿Tienes
puesto el guante para parar la pelota?
—Compruébalo.
—¿Amas a Holly?
—No. Me gusta muchísimo. Con el tiempo tal vez podría amarla, pero no creo
que vaya a estar siempre enamorada de ella. Somos demasiado diferentes.
—¿En qué?
—A Holly la impresionan los nombres y el dinero. Me parece que no tiene mucha
ambición. Yo sí. No me interesan los éxitos de los demás. Quiero ir a la escuela y

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hacer mi trabajo. Ella no lo entiende, pero no tenemos problemas cuándo se trata de
divertimos.
—Mirad quiénes están en el rincón: la bella y la bestia. ¡Ajá! —Chiyssa asomó la
cabeza por encima de una adormidera—. Kim, eres terrible, tienes a todas las jóvenes
contigo. Si fueras macho, te llamarían el rey del corral.
De entre los reunidos, cuyo número aumentaba sin cesar, surgió una voz:
—¡Chryssa!
—Hasta en mi propia fiesta me es imposible conversar. Molly, ven a comer
conmigo el próximo jueves. Nos veremos a la una, en Las Cuatro Estaciones. A la
una, el próximo jueves —repetí—. Chrys me dio un apretón de manos y desapareció
entre los invitados.
—Será mejor que lleves tu cinturón de castidad.
—Nunca lo tuve.

EL ALMUERZO CON CHRYSSA fue un ejercicio de evasivas. Como había pedido


prestada toda la ropa que llevaba puesta, tenía miedo hasta de llevarme un tenedor a
la boca. ¿Y si me caía algo sobre el pecho y estropeaba la condenada blusa? Las
preguntas de Chryssa eran discretas y encantadoras, pero todas tenían el mismo fin.
Me esforcé por ser agradable y evitar el menor indicio de acento sureño. Pero casi
perdí mi compostura cuando me sugirió que pagaría mi carrera en la escuela de cine,
siempre que… Casi estuve a punto de echarme encima la nata batida, pero logré no
entregarme.
Al volver a casa en el metro me daba cuenta de que la gente me observaba.
Llevaba buena ropa, y las miradas que recibía eran de simple curiosidad o de
aprobación, en vez de la habitual búsqueda de defectos. ¿No decía siempre Florence
que el hábito hace al monje? Florence… ¿Qué estarían haciendo ella y Carrie en
aquel mismo momento? Si me hubieran visto, habrían pensado que era rica. Al diablo
con ellas. ¿Por qué tengo que pensar en ellas? ¿Por qué trató de comprarme aquella
mujer con su voz tan bien modulada? Lo sé muy bien. ¿Qué demonios voy a hacer
ahora? Soy incapaz de venderme, y sé que no hacerlo es una tontería. La verdad es
que me convendría aceptar su dinero e ir a la escuela. Su padre se hizo rico a
expensas de los pobres, así que de algún modo me corresponde parte del dinero como
compensación. Tendría que tomar esa maldita pasta. ¿Cómo sino voy a costearme la
escuela? Un semestre son mil dólares. Es una maldición ser pobre. Tengo que usar el
culo para salvar la cabeza. Pero no pienso aceptar el tentador dinero de Chryssa Hart
aunque, maldita sea, tenga que quedarme en esta ratonera, con mi orgullo a salvo
pero pobre. ¿Pureza? ¿Falso orgullo? Tiene que haber un modo de salir de esto.
Carrie no llega a ganar mil quinientos dólares en todo un año y no acepta
beneficencia, ni siquiera en la Iglesia. Tal vez sea un rasgo de familia. Pero, ¿qué
familia? Todo lo que tenía era una habitación y comida… De todos modos me debe

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de haber quedado algo de su carácter, aunque hay en mí algo más que orgullo de
pobre. Si esa mujer me amara, o yo la amara a ella, sería distinto. Aceptaría todo lo
que quisiera darme, pero yo no le importo en absoluto. Me compra del mismo modo
que compra un abrigo o un bolso de Gucci. Sólo soy un cuerpo para ella. Mierda.
Camino por la calle y los hombres me miran como si fuera un depósito ambulante de
esperma. Voy a una fiesta y ese mal bicho sólo piensa en hincarme el diente. No es
diferente del albañil que me piropea desde su andamio; lo único que tiene es más
educación y clase, nada más.
Bueno, no me voy a quedar sentada aquí, compadeciéndome de mí misma. ¿Así
que una vieja lesbiana quiere comprarme? Fijaos qué buen negocio. ¿Acaso tendré
que comer el papel de las paredes y mendrugos de pan? Ya lo veremos. Mañana voy a
ir a la universidad a decirles a esos robots académicos que me tienen que dar una
beca. Soy el genio más importante que se ha visto desde Eisenstein; tienen suerte de
poder ayudarme en mi época de formación. Hay más de un modo de desollar a un
gato. Carrie siempre lo decía. Mierda, me gustaría dejar de pensar en Carrie.

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DESPUÉS DE MESES DE TRÁMITES burocráticos y varias pruebas de admisión, gané


una beca de estudios. Tomaba clases durante el día y trabajaba en La Película por la
noche. Holly sólo me veía los fines de semana, y no aceptaba con alegría mi nuevo
plan de vida ni tomaba en serio la escuela de cine.
Una noche estábamos sobrecargadas de trabajo. El lugar desbordaba de gente de
los suburbios, hombres de edad media y estudiantes que no habían podido entrar en el
club Playboy y tenían que conformarse con conejitos de imitación. A cada una nos
tocaban cuatro mesas. Estaba por acabar nuestro turno y todas nos sentíamos
cansadas.
Una de las mesas de Holly se vació y en seguida la ocuparon un hombre pálido,
de unos cuarenta y cinco años, y su mujer, una gorda con un vestido de satén verde a
punto de reventar en las caderas. Todos los ocupantes de las mesas a mi cargo estaban
comiendo muy satisfechos, de modo que tenía un momento de respiro. Holly pasó
zumbando a mi lado, con la bandeja en alto, para buscar en la cocina lo que la pareja
había ordenado. Volvió con un granizado de naranja y un gigantesco helado de
plátano con montañas de nata batida, tres jarabes diferentes y una cereza tan gorda
que rayaba en lo obsceno.
El hombrecito observaba a Holly; en realidad, no había apartado la vista de
aquella obra maestra que eran sus pechos. Ella sirvió primero a la mujer, y mientras
la dama aprisionada dentro del satén verde espiaba el contenido de su envoltorio de
paja, el marido alzó su mano y acarició el seno izquierdo de Holly. Pensé que el tipo
debía de estar borracho como una cuba. Holly retrocedió para ver mejor, luego tomó
el helado con la mano derecha y se lo aplastó contra la cabeza. La gente que estaba a
su alrededor rompió en un coro de risas y gritos. El hombre aulló y saltó de su silla de
metal, la derribó y cayó de culo. Su mujer, viéndolo en el suelo con una enorme
cereza que le corría por la oreja velluda, lanzó un alarido estremecedor:
—¡Harold, tienes una cereza en la oreja!
Harold hubiera tenido un plátano en la oreja si Holly hubiera podido maniobrar
con entera libertad. Le dio un puntapié en los testículos, le cogió por el cuello y lo
arrastró hasta la escalera. Allí le aplicó con firmeza el pie en el trasero y lo lanzó
escaleras abajo. Por suerte para él, chocó con el administrador, que subía en aquel
momento resoplando a causa de sus ciento veinte kilos y parecía un anuncio de la
campaña de recolección de fondos para enfermos del corazón.
—¿Qué significa esto? —chilló con voz aguda Larry el Vividor, olvidando, en la
histeria del momento, simular una voz masculina.

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—Este cerdo infecto me tocó los pechos, eso es lo que significa.
La gente había dejado sus asientos, apiñándose alrededor de la escalera para ver
mejor. Yo estaba de pie, exactamente detrás de Holly. La cara de Larry tenía manchas
purpúreas. Se inclinó para ayudar al tipo a ponerse de pie. La alfombra estaba
cubierta de nata batida y restos de plátano con jarabe.
—Queda usted despedida. Váyase inmediatamente. Lo siento, señor, ha sido
deplorable. —Entonces Larry me miró y, recordando que Holly y yo éramos amigas,
añadió—: Usted puede quedarse, no tengo nada contra usted.
Holly giró en redondo y lanzó una patada directamente al enorme vientre de
Larry, el cual salió disparado como si el aire lo transportara y no profirió ni un
gemido hasta aterrizar en el último escalón. Ella me cogió por la muñeca,
apretándome con dedos de acero y anunció a voz en cuello:
—¡Si me despiden, mi esposa viene conmigo!
El griterío fue mayor que cuando el equipo nacional marca un gol en los
mundiales. Holly me arrastró por la escalera y me sacó a la calle. No aflojó la presión
hasta que llegamos a la estación del metro de la avenida Lexington. Yo
experimentaba sensaciones en las que se mezclaban las ganas de reír con el asombro.
—Los has puesto de vuelta y media, Holly, pero has dicho una mentira. No
estamos casadas. Ahora toda esa gente va a pensar que vivo a expensas de otra mujer,
y ésa será la ruina de mi vida.
Ella estaba aún demasiado excitada para encontrarlo divertido.
—Cállate y ven a casa conmigo.
—No puedo. Tengo que levantarme mañana temprano e ir a la biblioteca para
averiguar algunos datos sobre D. W. Griffith. ¿Por qué no vienes tú a mi casa?
—¿A ese sumidero?
—Bueno, yo vivo en él, así que cierra los ojos al resto.
—Muy bien, pero no me despiertes cuando te vayas a la biblioteca.
Durante el camino hasta mi casa, nos mantuvimos en silencio. Tuvimos que
caminar hasta el río desde la plaza Unión, por la calle Catorce, y luego seguimos
hasta mi apartamento. El paseo no había calmado a Holly, sólo había conseguido
irritarla aún más. Abrí la puerta y oí el ruido normal de la cerradura. Encendí la luz.
—¿Cómo puedes vivir en esta ratonera? —dijo Holly—. Es idiota impedir que
Chryssa se ocupe de ti.
—No toquemos ese tema; por hoy ya tengo bastante. Me he alegrado de ver que
tanto aquel tipo asqueroso como Larry recibían su merecido, pero ahora tengo que
buscarme otro trabajo.
—No seas tan cabezota. Si cedieras un poco no tendrías que matarte trabajando
de esa forma…, y tendrías vestidos, un piso decente, cosas agradables que ayudan a
vivir…
—Basta ya, Holly.

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—¿Por qué? ¿Te crees demasiado buena para tener necesidad de que te
mantengan? A mí me mantienen, ¿y qué? ¿Soy una puta o algo parecido? ¿O tal vez
se debe al rechazo ante las responsabilidades propias de mi raza? ¿Es eso lo que
piensas?
—No. Somos diferentes, y eso no tiene nada que ver con la prostitución, el color
o cualquiera de esas idioteces. No puedo hacerlo, eso es todo.
—No me vengas con ese cuento. No puedes hacerlo porque eres una maldita
santurrona y piensas que es inmoral. Bueno, creo que eres una solemne imbécil. Has
pasado toda tu vida en la pobreza y ahora tienes una oportunidad de tener algo.
Aprovéchala.
—No entiendes, Holly. No quiero vivir aquí. No quiero harapos para vestirme. No
quiero estar nerviosa durante los próximos diez años, pero tengo que obrar a mi
manera. A mi manera, ¿entiendes? No tiene nada que ver con la moralidad, tiene que
ver conmigo.
—Acaba con esa canción.
—No quiero discutir. ¿No podemos olvidarnos de eso por esta noche?
—No, no pienso olvidarme, porque sé que me estás juzgando.
—No te estoy juzgando. Y no trates de cogerme en falta.
—Crees que soy débil y perezosa, ¿verdad? Crees que soy una niña bien que
acepta dinero de su amante en vez de su padre. No me quieres; ¿por qué no te atreves
a decirlo?
—Nunca dije que te quisiera.
Holly parpadeó y sus ojos se estrecharon.
—¿Por qué? ¿No puedes enamorarte de una negra decadente de clase media?
—¿Quieres terminar, por favor? Todo eso es ridículo.
—¿Ridículo? Yo te diré lo que es ridículo. Vives en un antro como éste, te matas
trabajando, ¿y para qué? Para ser directora de cine. Escúchame, nena: tienes delirios
de grandeza, nada más que eso. Puedes graduarte como la primera de tu clase. Tal vez
lo logres, pero no vas a conseguir trabajo. Eres otra de esas burras capaz de sentarse
ante un escritorio de secretaria con todas sus notas y distinciones colgadas del cuello.
Todo lo que haces no te va a servir de nada. ¿Sabes? Te pareces mucho a mi padre.
No me había dado cuenta hasta ahora. Él también se rompió los cuernos y se hizo
rico, pero quería llegar al primer puesto, y no lo conseguirá por el motivo que todos
sabemos. Ambos formáis una buena pareja, testarudos a más no poder, sin poder ver
lo que tenéis delante. Peleáis contra todo el mundo y lo único que obtenéis es una
patada en el culo. Por lo menos, mi padre consiguió dinero en el trato. Tú ni siquiera
vas a lograr eso. Será mejor que te aferres a Chryssa Hart, porque es lo máximo que
vas a conseguir, dulzura.
—No me importa lo que me ocurra; aún tengo conocimientos en mi cabeza y
nadie podrá arrebatármelos. Y algún día, aunque tú no puedas verlo, voy a hacer uso
de ellos y dirigiré mis películas. Mis películas, ¿me oyes, Holly? No dramones

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lacrimógenos sobre heterosexuales desdichados, ni dramas familiares sobre la
resplandeciente América blanca, ni films del Oeste llenos de sangre desde el principio
al fin, ni absurdas películas de ciencia ficción. Las mías serán películas reales sobre
gente real, sobre el modo en que nos hacemos la puñeta los unos a los otros. Puede
que no tenga el dinero para filmarlas hasta que llegue a los cincuenta años, pero voy a
hacerlo, y que Dios me ayude.
—Eres increíble, ¿sabes? No sé si estás loca o eres verdaderamente original,
diferente al montón de los mediocres, pero no voy a esperar hasta averiguarlo… No
quiero ver como tienes que aguantar toda esta porquería que soportas ahora, y creo
que no podría resistir lo que te va a suceder después, cuando te cierren todas las
puertas y te digan cualquiera de las mentiras que les cuentan a los negros, los
portorriqueños y las mujeres. Tú eres lo bastante fuerte para aguantarlo, pero yo no lo
soy ni siquiera para presenciarlo. Después de haber visto a papá, no tengo agallas
para volver a pasar otra vez por lo mismo. —Se detuvo, tomó aliento, fijó la mirada
en el suelo y prosiguió—: Me siento como si fuera una basura. Tal vez se deba en
parte a que no tengo una verdadera profesión. Me conformo con ser bonita y
divertirme, sí, pero no tengo nada propio, algo realmente mío, y tú sí. Eso es lo que
me tortura.
—¿Y qué diablos crees que debo hacer yo? ¿Abandonarlo todo para hacerte feliz?
¿Convertirme en una fracasada para que estés en paz contigo misma?
—No, no, Molly, en el fondo quiero que salgas de aquí con la cabeza alta y que
tengas un éxito rotundo. Sé lo que significa para ti y hasta puede que sea bastante
perspicaz para saber lo que puede significar para muchas otras personas si lo
consigues. Es el desgaste cotidiano lo que no puedo tolerar. Empiezo a odiarte, te
amo y te odio a la vez, es una maldita confusión, pero empiezo a resentirme contigo
por todo lo que te hace fuerte y te permite resistir ese deterioro cotidiano. Empiezo a
odiarme a mí misma por no ser como tú. No sé, tal vez no tengo una dirección en la
vida porque mis padres me lo dieron todo y me malcriaron.
—Muchas personas de clase media tuvieron las cosas fáciles, y sin embargo se
trazaron una dirección y la siguieron.
—Y qué. No me importa lo que otros hayan hecho. Me preocupa lo que voy a
hacer yo. ¿Qué diablos voy a hacer con mi vida? Dímelo.
—No puedo. No tendría ningún sentido que te lo dijera. Tú misma tienes que
decidirlo.
—Es tan difícil…
—Por Dios, siempre es difícil, no importa quién eres, de dónde provienes, qué
color tiene tu piel o cuál es tu sexo. Probablemente es la decisión más difícil que todo
el mundo ha de tomar.
—Sí, ya lo sé. Ya sé que es difícil la situación en que ahora te encuentras y que no
te hago ningún bien con mi insistencia en la valoración de placer.
—También yo sé que tu situación es delicada, y lo lamento.

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—Yo también. Siento haberte gritado y que hayas perdido el empleo. Soy tan
bruta… He de irme para poner en orden mis ideas. Tal vez le pida a Kim dinero para
ir a París un par de meses, o quizá vaya a Etiopía; allí vive una amiga del colegio. Me
será más fácil tomar una decisión si salgo de esta ciudad de locos.
—Puedes tomar una decisión en cualquier parte, incluso en la cárcel. Un viaje a
París suena a evasión elegante.
—Vete al diablo. Siempre tienes que echarme en cara que tú no tienes esa opción.
Las personas como tú me enferman. Tú y tu pobreza, como si se tratara de un
distintivo.
—No tenía la intención de que sonara de esa forma. Tal vez te haya parecido
moralista, pero a mí también me gustaría ir a París o adonde sea. Lo único que trato
de decirte es que no hagas un ritual del ordenamiento de tus ideas, eso es todo.
—Sí, muy bien. Ya ni puedo saber si tratas de humillarme o de ser sincera. En
estos últimos días me has hecho sentir muy deprimida. Supongo que eso significa que
ya no marchamos al mismo ritmo. Tal vez una de las formas de salir de esta
confusión sea no vernos durante un tiempo.
—Bien, si lo sientes así, así será.
—No pareces muy preocupada.
—Por favor, Holly. Hago cuanto está a mi alcance para ayudarte a encontrar un
objetivo en la vida. No me siento destrozada. ¿Quieres que lo esté? ¿Quieres que me
postre a tus pies? Es cierto que voy a añorarte. Sí, te echaré de menos en la cama, en
el teatro, en el bar… Y tal vez seas la única mujer capaz de derribar a patadas a un
cerdo borracho. ¿Estás satisfecha?
—¡Oh, Molly! Te quiero de verdad. Te quiero…
Recogió su capa, y salió cerrando la puerta tras sí. Escuché sus pasos hasta que oí
el golpe de la puerta principal al cerrarse. Fue hasta la esquina y llamó a un taxi. La
seguí con la mirada hasta que subió en el coche y desapareció.

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Cuarta parte

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14

SALÍ A BUSCAR OTRO EMPLEO. Recorrí las líneas del metro, deambulé entre las
máquinas rojiblancas expendedoras de Coca-Cola y bajo los anuncios de polvo para
los pies del doctor X. El trabajo nocturno se repartía en dos categorías: telefonista o
alternadora. Como nadie se precipitó a mi encuentro para contratarme como
telefonista, me encontré danzando todas las noches en un cabaret de la zona oeste.
Eso duró dos semanas, hasta que le proporcioné a un dentista un nuevo cliente
necesitado de dientes nuevos en la encía superior. No tenía más remedio que cambiar
mis horarios, dejar de asistir a clase, y trabajar de día.
Encontré un puesto de secretaria en la Editorial Silver. Cada mañana, a las nueve,
entraba estrepitosamente en la oficina, vestida con esmero: falda, medias y la
oportuna ropa interior. No podía cruzar las piernas, porque los sementales que me
rodeaban trataban en seguida de explorarlas; no podía poner los pies sobre el
escritorio porque no era propio de una dama, y el día que no me maquillaba, todo el
mundo, hasta mi jefe, me mostraba su sorpresa.
Mi superior inmediato era Stella Starlight. Stella se había casado con el presidente
de la compañía, David Cohen, de modo que trabajaba sólo por entretenimiento. Era
igual a Ruby Keeler, y alguien debía de habérselo dicho en 1933, porque desde
entonces había tratado de ser una copia fiel del original. A la menor mención de
Ruby, comenzaba a imitar el número más conocido de Desfile de candilejas.
Entonces, su marido, atraído por el ruido que hacía con los pies, salía de su despacho
para recordarle que había unas galeradas pendientes de corregir y pedirle que dejara
la danza para después del trabajo.
Los demás empleados nos apiñábamos en otra habitación. Allí nos aburríamos
pasando a máquina toda clase de textos, desde facturas a manuscritos, incluso los pies
de las ilustraciones. En poco tiempo Stella se percató de que yo sabía leer y escribir,
dos puntos a mi favor que se unían a un importante tercero: podía mecanografiar a
toda velocidad cuando me lo pedían. Me rescató de aquel lugar y me llevó al
despacho de uno de los jefes más apreciados, James Adler.
Rhea Rhadin, otra que se había abierto camino desde abajo hasta llegar a ser jefa
de recepción, sentía una intensa y lamentable atracción hacia James. Era pegajosa y
tenía la costumbre de ofrecerse continuamente a James para traerle café o lo que él
quisiera.
James la aborrecía y respondía con secas negativas cada vez que ella insistía.
Rhea razonaba con el retorcimiento peculiar que se encuentra tan a menudo en las
mujeres normales: estaba convencida de que James la trataba con brusquedad porque

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entre los dos había un gran amor. Decidió hacerme la vida intolerable. Cualquier
trabajo que yo le entregaba lo estropeaba deliberadamente para culparme a mí
después. Una vez por semana entraba en el despacho del señor Cohen con otro
horrible error que había evitado a la imprenta y cuyas causas eran mi negligencia y
malos hábitos de trabajo. James, en un heroico esfuerzo por salvarme, dijo al señor
Cohen que simplemente no podía creer que nadie, ni siquiera Rhea, fuera tan bruto.
Y éste era sólo uno de los fallos de Rhea. Destacaba por su pereza y se las había
arreglado para que otros subordinados sin suerte hicieran su trabajo, dándole tiempo
para limarse las uñas y cambiar diariamente el color del esmalte. El señor Cohen
hacía la vista gorda a sus eternas sesiones de manicura, diciendo que debíamos tener
paciencia con ella, ya que, después de todo, su madre se había suicidado cuando Rhea
sólo contaba once años. La situación se hacía más insoportable cada día, y así, la
mezcla de soledad que sentía desde la partida de Holly y de irritación en el trabajo
dieron origen a un plan que estaba segura acabaría con aquella rata de Rhea. Un
domingo por la noche salí a la calle provista de una bolsa para la basura y recogí un
buena provisión de excrementos de perro. Llené la mitad de la bolsa, la cerré
cuidadosamente con un alambre rojo y la coloqué junto a mi carpeta con la tarea del
día siguiente.
A las siete de la mañana salí con la bolsa, tomé el metro y llegué al mugriento
edificio donde estaban las oficinas. A las ocho había llenado apresuradamente los
cajones del escritorio de Rhea con los regalos. Después me retiré por la escalera de
emergencia y no regresé hasta las nueve y diez.
Rhea estaba en su sitio, con un frasco de Revlon en su mano derecha y el teléfono
en la izquierda, charlando sin ton ni son como de costumbre. El señor Cohen llegó a
las nueve y veinte con Stella pisándole los talones. Rhea seguía con el teléfono.
James y yo estábamos trabajando en un libro sobre arte medieval cuando Rhea
apareció en la puerta:
—En realidad. James, no sé por qué tenéis que estar sentados tan cerca el uno del
otro, tú y la señorita Bolt, cuando trabajáis. Las fotografías de iglesias flamencas no
pueden ser tan interesantes.
—¿No tienes nada que hacer, Rhea? —dijo James entre dientes.
—Sí, iba a hacer una pequeña pausa. ¿Te apetece un café?
—No, gracias.
Rhea se retiró, completamente feliz de haber clavado las banderillas a su amor.
Desde mi sitio puede ver tras el tabique de vidrio cómo volvía a sentarse a su
escritorio para emprenderla otra vez con el teléfono. Todavía no había tocado
ninguno de los cajones. Pasó toda la mañana y seguía sin abrirlos.
James y yo almorzábamos en el despacho, porque teníamos una montaña de
copias que hacer antes de que la autora llegara a las tres. Como si se hubiera dado
cuenta de que teníamos prisa, Stella se presentó en el despacho y advirtió que James
estaba comiendo una almendra recubierta de chocolate.

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—Creí que estabas a dieta. ¿Qué pasa, te has cansado de los huevos y el atún?
¿Sabes que los huevos provocan una acidez y una mucosidad especial en nuestro
organismo?
—No, no lo sabía pero…
Stella le interrumpió.
—Dave tiene una píldora amarilla que disuelve todo eso; no tiene problemas con
la mucosidad. Le obligué a ir al médico que me compara con Ruby Keller, el doctor
Bronstein. Dice que el estado de Dave es perfecto, pero tiene que tomar la píldora
para lubricar su aparato digestivo. Tendrías que ver al doctor para que te recetara una
dieta. Tenía una amiga que fue a una clínica especial por un problema de peso. Lo
único que comía eran uvas y sandía. Después de tres días se sintió mucho más
liviana. Uvas y sandía.
James sonrió con soma; después de todo, uno no puede decirle a la esposa del
patrón que se vaya a la mierda.
—Detesto la sandía, aunque me gusta cortada en trocitos.
—A mí también. ¿Has comido alguna vez ésas que tienen mucha pulpa? Me
gustan muchísimo. Compré una antes de que Dave se fuera a Chicago. ¿Cuándo fue a
Chicago? ¿En setiembre? Bueno, entonces la compré en setiembre, pero no estaba
madura, así que la guardé en la nevera y en cuando maduró la comí. Comía un trozo
cada día. Era maravilloso no tener que cocinar para Dave y tomar sólo un bocado de
sandía. Él es tan minucioso que me quedo aliviada cuando se va por pocos días.
Nuestra nevera está llena de naranjas. No bebe más que jugo de naranjas recién
exprimidas. Hoy me porté mal y me lavé el exprimidor.
James levantó con cansancio la vista de una fotografía en color del manto real de
Enrique II y empezó a tratar de sugerirle otra vez que se marchara, pero Stella
continuó charlando impertérrita:
—El señor Cohen ha de tener jugo de naranja fresco, y así con todo no se sienta a
la mesa si pongo servilletas del almuerzo junto a su plato cuando es la hora del
desayuno. Tengo tres tamaños de servilletas en casa para contentarlo. Compramos
nuevas tazas para cereal y se quejó de que le daba demasiado, de modo que tuve que
poner el cereal en la taza vieja y luego pasarlo a la nueva antes de que quedara
satisfecho. Pero el café es lo peor. Es más meticuloso con su café que con esos
manuscritos.
—Eso es imposible —afirmó James.
—Si crees que es un jefe duro, tendrías que vivir con él. —Stella, advirtiendo lo
que había dicho, retrocedió y echó un vistazo para asegurarse de que nadie había oído
tal blasfemia—. James, tengo que moler yo misma los granos. Primero, tengo que
correr detrás de él con el jugo de naranja. Después, se sienta a la mesa e inspecciona
las servilletas y exige ver el cereal medido. Luego pide su café, y todas las mañanas
encuentra algo que objetar. Después de toda esta actividad, son las nueve y diez y me

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pide que me apresure o llegaremos tarde. Mientras tanto yo no he tomado ni una taza
de café ni jugo de naranja.
En el momento en que Stella respiraba profundamente para reponer energías, nos
salvó un grito atronador que atravesó el tabique de vidrio.
—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mi escritorio está lleno de mierda! ¡Todos los cajones
tienen excrementos!
Desde el otro extremo del corredor más largo de toda la monótona estructura
cuadriculada de la oficina se oía el ruido de pies que corrían. La gente salía en
enjambre de sus cuartuchos con fotos de Chiquita Banana en las paredes. El
apiñamiento ante el escritorio de Rhea hizo que la foto de Rhett Butler que tenía en la
pared desapareciera.
Stella vociferó enfurecida, al frente de la multitud:
—Rhea, qué lenguaje espantoso, ¿qué te…?
No pudo terminar la frase: se quedó sin habla ante la visión, por primera vez en
toda su larga vida, de todos aquellos excrementos de perro cuidadosamente
dispuestos. El escándalo hizo que el señor Cohen abandonara una conferencia y, para
lograr mayor efecto, golpeó la puerta al salir. La multitud fue hacia su patriarca, como
a Moisés en el mar Rojo.
—¿Qué diablos pasa aquí? Rhea, ¿qué te ocurre?
Rhea, con la cara roja de indignación, explotó:
—Mi escritorio está lleno de mierda de perro.
David Cohen respondió con su impecable lógica en voz calma y paternal:
—Eso es imposible. No hay perros en esta oficina.
Stella dio un codazo a su marido.
—¿Por qué no miras en su escritorio, Dave?
Él recorrió brevemente los cajones con la mirada, giró la cabeza, se inclinó para
ver mejor y luego dijo en forma casi inaudible a su mujer:
—Pero no es posible.
Stella se mantuvo firme.
—Posible o no, su escritorio está lleno de… deposiciones de perro.
—Esto es lo que alguien debe considerar una broma —dedujo David—.
Quienquiera haya sido, debe disculparse de inmediato con Rhea y limpiar toda esta
porquería.
Se produjo un momento de completo silencio.
—Tal vez haya sido uno de los portorriqueños que trabajan en la sección de
remesas. Es absurdo pensar que alguien de la oficina principal haya hecho semejante
cosa.
Armado con esta nueva deducción, fortificado con la convicción de que los
hombres que no usan americana ni corbata son capaces de cualquier crimen, giró
sobre sus talones y se encaminó a la sección de remesas. Desde allí se oyeron voces
que hablaban muy excitadas en español. David Cohen regresó confuso y enojado.

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—Muy bien. Regresad a vuestros puestos. Esto es una editorial, no un circo. El
hombre de la limpieza se encargará de esto.
Rhea había conseguido simular un buen llanto cuando volvió el patrón.
Conmovido por el aspecto de aquella desdichada hecha un mar de lágrimas, el señor
Cohen le dio el resto del día libre. James y yo habíamos vuelto a trabajar en el
manuscrito, cuando Rhea irrumpió en el despacho.
—Has sido tú, Molly. Sé que has sido tú. Sólo una lesbiana se rebajaría a una cosa
semejante. ¿No lo sabías, James? Tu amiga es una tortillera. Ella misma me lo dijo.
Pero eres algo más ruin aún que una lesbiana, Molly Bolt. ¡Eres una lesbiana que
robas los hombres de otra!
Mientras hablaba y gesticulaba, su bolso, a medias abierto, terminó de abrirse
justo cuando levantaba un brazo, y una lluvia de objetos cayó al suelo. Se apresuró a
cogerlos, olvidándose de su innata pereza, pero no fue lo suficiente rápida para evitar
que James recogiera sus anticonceptivos.
—Dame eso.
—Encantado, mi querida Rhea, pero por mí no te molestes en tomarlos.
El infierno no debe de ser nada comparado a una mujer a la que el hombre que
ama ha dicho que no necesita su píldora cotidiana. Rhea intentó golpear a James con
su bolso lleno de objetos y prudentemente cerrado. Él la esquivó, y ella salió
corriendo con otro grito atronador justo cuando aparecía en la puerta Polina
Bellantoni, la autora de El espíritu creador de la Edad Media, que llegaba
puntualmente a su cita. James y yo nos precipitamos a la puerta, y cogimos cada uno
de un brazo a la dama para ayudarla a levantarse.
Polina Bellantoni tenía las carnes firmes; por lo menos su brazo estaba en buena
forma. Tenía cuarenta años, estaba casada desde hacía veinte, tenía una hija de
dieciséis y se las había arreglado para criarla mientras terminaba su doctorado de
filosofía en la universidad de Columbia con una tesis sobre vestimentas babilónicas.
En la actualidad enseñaba en Columbia y había abandonado las costumbres antiguas
por los estudios medievales. El cabello de Polina era negro con reflejos azulados y
mechones perfectos de gris metálico, y sus ojos eran castaños. Unas arrugas se
insinuaban alrededor de aquellos ojos y le daban un aire de sabiduría y belleza al
mismo tiempo. Comprendí en un instante que los hombres eran unos perfectos
imbéciles al dejar de lado a las mujeres maduras por una carita de fresa lisa y
aburrida. No sé nada del amor a primera vista, pero decidí en el acto cubrir la brecha
entre generaciones. De algún modo, alguna vez, iba a amar a aquella señora casada,
con una hija de dieciséis años y caravanas de camellos cargados de prendas interiores
arcaicas.
Polina aparecía cada dos semanas por el despacho. Era nerviosa y revisaba dos
veces todo lo que James y yo hacíamos. Como James se sentía acosado, yo me ofrecí
a encargarme del asunto. Cada dos jueves Polina y yo discutíamos sobre cambios en
el manuscrito, ilustraciones y epígrafes. Le impresionaba mucho el interés que me

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tomaba por su trabajo y estaba asombrada de que estudiara mientras trabajaba. La
cuarta vez que nos vimos me invitó a cenar en su casa.
La noche de la cena me presenté vestida con las mejores ropas que conseguí
reunir sin que desentonaran. Polina vivía en un amplio apartamento que daba sobre
Momingside Heights. Después de salir a recibirme a la puerta, me dejó en el salón
con su marido, mientras ella volvía a la cocina. El señor Bellantoni me trató como a
una estudiante, prodigándome sonrisas paternales y haciendo pausas calculadas en su
conversación; se supone que una debe sonreír en esas pausas. Se había licenciado en
historia del arte. Su tesis había sido un catálogo de vacas en la pintura francesa del
siglo XIX, y luego había ampliado este primer interés hasta llegar a dominar
totalmente el tema de las vacas en todo el arte occidental. Justamente acababan de
invitarle para que pronunciara aquel mismo verano su conferencia definitiva sobre el
tema ante un grupo de sus estimados colegas de Cambridge, en Inglaterra. Me
confesó, inclinándose para que sus palabras captaran toda mi atención, que pronto
iniciaría su proyecto más ambicioso: las vacas en el arte hindú, una pasión latente
hacía mucho tiempo.
Tenía cuarenta y nueve años, un vientre abultado y mejillas rojas que empezaban
a ceder y delataban su edad. Me olvidé de su nombre, pero Alice, la hija del
especialista en vacas y de la experta en ropas, era inolvidable. Toda su complexión
irradiaba dulzura, y sus ojos almendrados eran de un verde puro e intenso. El cabello
le caía hasta más abajo de la cintura y cambiaba del marrón al color miel y luego, en
las puntas, a ceniza. Sus amplios pechos se mantenían firmes sin necesidad de
sostenes. Alice era una princesa del Renacimiento rediviva.
Polina estaba encantada de que su hija y yo tuviéramos un tema de conversación.
Charlamos sobre todo de Janis Joplin, los Moody Blues y Aretha Franklin, de quienes
Polina apenas había oído hablar. Polina abandonaba Babilonia pocas veces, por
ejemplo para tomarse unas vacaciones en el siglo X, pero en los escasos momentos en
que se asomaba al presente mi compañía parecía agradarle.
Durante toda la comida Polina dirigió preguntas a su marido para intentar
mantenerlo animado, pero ni la respiración artificial hubiera podido salvarlo. Después
de la cena volvió a su cueva, con la inevitable pipa colgando de su boca.
Nos sentamos las tres alrededor de una mesa de café de bronce. Polina me habló
de Roswitha, una monja del siglo X que escribió obras dramáticas en un latín tan puro
como el cristal. Prosiguió su relato mientras jugaba con el cabello de Alice. El latín
de la monja era tan bueno como el de Terencio, el dramaturgo romano. Tan puro era
que nadie podía creer que una mujer escribiera versos tan perfectos. Hubo una
violenta controversia entre los sabios del mundo medieval, equiparable a la desatada
entre los psicólogos de nuestra época sobre la inteligencia de la raza negra. Había
algo patético en aquella inteligencia desperdiciada en el oscuro pasado y definida por
las polvorientas prioridades de la vida académica. Pero era inteligente, y yó había
vivido lo suficiente para saber que eso es algo digno de admiración.

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Mi triunfo de la velada consistió en leer el Dulcitius de Roswitha directamente en
metros latinos.
—Delicioso. Tu latín es delicioso.
—Gracias. Lo estudié en la escuela secundaria y todavía sigo con él en la
universidad. En estos días estoy leyendo a Tácito y Tito Livio mezclados con un poco
de griego ático para romper la monotonía.
Polina aplaudió y me dio un fuerte abrazo.
—¡No me extraña que me hayas ayudado tanto! Eres una estudiante de lenguas
clásicas. Somos piezas de colección en estos tiempos. Desde que suprimieron el latín
como asignatura obligatoria en la enseñanza media, somos cada vez menos. Sólo los
alumnos más brillantes siguen con el latín en los niveles superiores. Imagino que eso
es bueno.
—Bueno, en realidad no estudio lenguas clásicas, sino cinematografía. He elegido
griego y latín porque hay que estudiar dos idiomas obligatorios pero me gustan
mucho.
—Así lo espero. El griego es demasiado difícil para tomarlo a broma. Pero si
estudias cinematografía, ¿por qué latín y griego?
—Oh… Tal vez le suene extravagante, pero el latín, sobre todo, me ha ayudado a
disciplinarme más que ninguna otra cosa que he estudiado. Me ha enseñado a pensar.
Y el griego me ayuda a elevarme y hace que mi mente trabaje más rápido. Yo…,
bueno, todo esto debe parecerle estúpido.
—No, no, al contrario. Creo que es exacto lo que dices sobre el latín. Te ha
enseñado el proceso lógico, es decir, a pensar. Lástima que ninguno de nuestros
políticos lo haya estudiado.
Alice asistía a nuestra conversación con los ojos muy abiertos.
—Molly, ¿es cierto eso que dices del latín, o sólo estás adulando a la señora? —
dijo en un tono levemente irónico. Polina le cogió una mano y la estrechó entre las
suyas.
—No. Ya sé que suena raro pero es lo mejor que he estudiado en mi vida. Bueno,
no fue lo mejor, pero sí lo más útil.
Alice se enderezó en su asiento.
—Mamá me ha insistido para que siguiera latín, así que este año decidí
complacerla. Lo detesto, pero tal vez se deba a que mi profesora es un viejo fósil.
—Los profesores de latín tienden a petrificarse.
—¡La mía está en una lata de conserva! ¿Has hecho ya alguna película?
—Un corto de dos minutos el semestre pasado. Tengo dificultades para conseguir
el equipo, porque soy la única mujer en la clase y a los hombres eso no les gusta
mucho. Como otros hombres controlan el préstamo del equipo, siempre me joden.
Las cejas de Polina se fruncieron. Quizás había dicho una palabra inconveniente.
—Eso es vergonzoso. ¿No puedes hacer nada por remediarlo?

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—Acumulo quejas ante el director del departamento con la puntualidad de un
reloj. Pero detesta a las mujeres. Me hace pasar a su despacho, lee las quejas, después
dice que tomará medidas y no sucede nada. Naturalmente, eso no me hace sentir bien,
pero aún son peores los disparates que dice en clase sobre las mujeres. Ya pueden
imaginarlo, los argumentos de siempre sobre la falta de grandes directoras de cine
porque las mujeres tenemos el cerebro del tamaño de un guisante. Y al decirlo me
mira directamente a mí. En esos momentos me gustaría hacerle tragar El triunfo de la
voluntad.
Polina suspiró e hizo un círculo en el borde de su taza de café.
—No creas que es más fácil cuando una ha terminado su carrera, Este año yo
hubiera tenido que ser profesora adjunta, pero todavía me mantienen como interina.
—Lo conseguirás, mamá. Eres la mejor. Esos Victorianos del siglo veinte tienen
que ceder alguna vez.
Polina le acarició el cabello y sonrió.
—Ya veremos.
Después de aquella cena, Polina y yo empezamos a vemos una vez a la semana.
Íbamos a galerías, museos, conferencias y, a veces, al cine. Detestaba las comedias
musicales, así que en cuanto a teatro, sólo asistíamos a representaciones dramáticas.
La mayoría de las obras eran terriblemente malas, salvo las de una de las compañías.
Polina me invitó a una representación de La escuela del escándalo. Fue algo tan
brillante, divertido y bien representado que dejamos el teatro ebrias de alegría.
—Maravilloso, sencillamente maravilloso. Me dan ganas de bailar —rió Polina.
—Sé de un lugar donde podemos hacerlo, si quieres.
—¿Y quedamos de pie esperando que algún bufón nos invite? Nunca.
—Puedes bailar conmigo, a menos, claro está, que yo entre en la categoría de
bufón.
—¿Qué? —El cabello le ocultó la cara cuando se giró para mirarme.
—Ah, debes pensar que soy una papanatas, ¿verdad?
—No, no. ¿Dónde podemos bailar juntas?
—En un bar de lesbianas, ¿dónde, si no?
—¿Cómo es que conoces un bar de lesbianas?
—Porque yo lo soy.
—¡Tú! Pero si eres absolutamente normal. No seas tonta, Molly; no puedes ser
lesbiana. Te estás burlando de mí. Si fueras algo semejante, me daría cuenta.
—Escucha, soy una lesbiana auténtica, de pura raza. En cuanto a mi aspecto, la
mayoría de las lesbianas que conozco son como cualquier otra mujer. Con todo, si lo
que deseas es un camionero, también conozco un lugar ideal. —No pude resistir la
tentación de herirla.
Caminamos en silencio durante un rato. La animación de Polina había
desaparecido.

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—Si no te molesta, Molly, creo que me marcharé a casa… Estoy más cansada de
lo que suponía.
—Claro que me molesta. ¿Por qué no dices la verdad? Estás disgustada porque te
he dicho que soy homosexual.
Ella evitó mirarme.
—Sí.
—¿Y cuál es la diferencia? Dímelo. Soy exactamente la misma persona que
conocías hasta ahora. ¡Cristo, nunca entenderé a los seres normales!
—Por favor, déjame ir a casa y pensar en todo esto.
Se precipitó a la estación de metro de la calle Cuarenta y Dos y yo fui a casa
caminando. Las caminatas me ayudan a serenarme, pero cuando puse la llave en la
cerradura, estaba tan perturbada como antes. ¿Por qué me ocurre esto? ¿Por qué no
puedo simplemente eliminar a esas personas del mismo modo que ellas lo hacen
conmigo? ¿Por qué tienen siempre que herirme y hacerme daño?

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POLINA SE MANTUVO A DISTANCIA durante tres semanas. Ni visitas los jueves al


despacho, ni llamadas telefónicas, ni nada. Silencio total. Yo estaba decidida a no
llamarla. Ella me había dicho que tenía un amante, Paul Digita, que enseñaba inglés
en la universidad de Nueva York. Por curiosidad, decidí ver cómo era. Sabía de
antemano que era cojo de la pierna izquierda y que tenía que usar bastón. Había
fracasado en mía prueba de salto de pértiga en Exeter, en 1949, y se había
descoyuntado la pierna para siempre. Aun así, yo no estaba preparada para lo que
vieron mis ojos. La pierna coja era el menor de sus defectos. Era miope, lo envolvía
una nube de caspa y parecía como si albergara toda una colonia de algas en sus
dientes. Paul era una ruina humana andante. ¿Cómo había podido atraer a Polina?
¿Qué podían tener en común? Después de su conferencia sobre el uso que Yeats hacía
del punto y coma me esforcé a acercarme al estrado para decirle cuánto me había
gustado la exposición. El elogio casi lo derriba; tuvo que aferrarse al escritorio para
no caer, o tal vez era su pierna la que fallaba. Como quiera que fuese, me invitó a
tomar el té, y yo acepté, aunque hacían falta nervios de acero para mirarlo a la cara.
Ante su taza de té, Paul me explicó que era un genio incomprendido. No me
ahorró ningún detalle de su vida; en cambio, no me preguntó nada sobre la mía. Dos
horas después, exhausto de su interminable narración personal, me preguntó si podía
volver a verme.
Respondí afirmativamente a aquel horrible globo de protoplasma. ¡Dios mío! Nos
citamos para la semana siguiente. Polina ignoraba hasta dónde quería llegar, y yo
también.
Me llamó antes de mi cita con Paul. Se disculpó. Por supuesto que mi lesbianismo
no establecía ninguna diferencia. Había tenido varias entrevistas con su psicoanalista,
quien después de todo había salvado su vida sentimental en 1963, y llegó a la
estremecedora conclusión de que yo podía muy bien ser lo que se me antojara,
siempre que actuara como ser humano maduro y sano. Me felicitó por ser una
persona madura y sana, y me preguntó si quería que fuéramos juntas el viernes al
cine.
Vimos Sola en la oscuridad, que nos dejó sin aliento del terror que nos causó. Mi
apartamento estaba muy cerca del cine, de modo que le pregunté a Polina si podía
invitarla a beber algo antes de que regresada a su casa. Tuvo un momento de
vacilación, pero su coraje prevaleció y dijo que le encantaría. Estaba asustada
mientras subía resoplando las desvencijadas escaleras sin luz de mi casa, pero era
demasiado educada para decirlo. Y cuando vio mi apartamento con un solo colchón

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como mueble, colocado sobre cajones de leche, y más cajones de leche pintados con
colores brillantes en el resto de la habitación, se quedó atónita.
—Eres muy imaginativa. Has hecho encantadoras estanterías y sillas de simples
cajones de leche.
—Gracias. Tengo una botella de vino fino que he estado reservando para una
ocasión especial. ¿La abrimos?
—Buena idea.
El vino desató de inmediato la lengua de Polina. Me contó lo extraña que se
sentía y que en su fuero íntimo pensaba que el lesbianismo atraía y atemorizaba a
todas las mujeres, porque cualquiera podía ser lesbiana, pero que era una sensación
oculta y desconocida. ¿Había sido la atracción de lo prohibido lo que me había
llevado a eso? Después continuó diciéndome que se llevaba maravillosamente con su
marido, que se habían puesto de acuerdo respecto de Paul. ¿No me parecía algo
magnífico la heterosexualidad?
—Me aburre, Polina.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que los hombres me aburren. Si uno de ellos se comporta como un adulto, es
motivo suficiente para celebrarlo, e incluso cuando se comportan como seres
humanos, no son tan buenos en la cama como las mujeres.
—Tal vez no has encontrado el hombre adecuado.
—Tal vez seas tú quien no ha encontrado la mujer adecuada. Apuesto a que me he
acostado con más hombres que tú, y todos hacen lo mismo. Algunos son mejores que
otros, pero es aburrido una vez que sabes cómo son las mujeres.
—Es imposible que digas eso de los hombres y te quedes tan tranquila.
—Muy bien, entonces no diré nada. Es mejor callarse que decir una mentira.
Se produjo una pausa embarazosa.
—¿Qué es distinto en acostarse con mujeres? ¿Cuál es la diferencia,
exactamente?
—Para empezar, es más intenso.
—¿Crees que las relaciones entre hombres y mujeres no lo son?
—Claro que sí, pero no es lo mismo, eso es todo.
—¿Cómo?
—No hay palabras para describirlo. No sé cómo decirlo… Es la diferencia entre
un par de patines y una Ferrari… No, no hay palabras.
—Creo que eres demasiado vehemente. No harías una propaganda tan estridente
del lesbianismo si estuvieras segura de ti y de tu identidad sexual.
—¿Propaganda? Empleé unos minutos para tratar de responder a tu pregunta. Si
quieres ver propaganda estridente, ponte a mirar los anuncios en el metro, las
revistas, la tele, en todas partes. Esos cerdos inmundos usan la heterosexualidad y los
cuerpos de las mujeres para venderlo todo en este país, incluso la violencia. Diablos,

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os habéis vuelto todos tan insensibles que sólo las computadoras pueden competir
con vosotros hoy día.
Polina empezó a enojarse, pero se detuvo a reflexionar en lo que acababa de
decirle.
—Nunca había pensado así sobre eso. Quiero decir, sobre la publicidad y todas
esas cosas.
—Bueno, yo sí. ¿No has visto los anuncios con mujeres que ofrecen sus besos
para hacerte comprar cigarrillos?
Ella se echó a reír.
—Es muy divertido, de veras. Todo el mundo debe de parecerte diferente.
—Así es. Me parece destructivo, enfermo y corrompido. La gente ya no es dueña
de sí misma, bueno, quizá nunca lo ha sido, así que su refugio es el sexo: sus órganos
genitales y la persona con la que hacen el amor. Hasta una gallina podría reírse de
eso.
—Yo… ¿Son todos los homosexuales tan perspicaces como tú?
—No lo sé. No he hablado con todos.
Polina debió de sentirse algo molesta tras esta última pregunta. Hizo una pausa
bastante prolongada para terminar su copa, y después volvió a la carga. Se estaba
excitando.
—Tal vez te convendría pasar a la soda. No quiero que te emborraches.
—No, estoy muy bien. Beberé esto…
Vació de un trago la mitad de la copa y empezó a mirarme con franqueza. Me
gustaba Polina, hasta era posible que la amara un poco, pero su actitud me resultaba
difícil de soportar. No esperaba que una mujer tan inteligente como ella fuera la
clásica heterosexual santurrona. Me sentía como un insecto debajo de una lente de
aumento.
Polina interrumpió el sombrío curso de mis pensamientos.
—¿Te has acostado con muchas mujeres, Molly?
—Con centenares. Soy irresistible.
—Un poco de seriedad.
—En serio… Soy irresistible.
Me acerqué a ella, poniéndole las manos sobre los hombros y le di un beso que
nos perturbó a ambas. Empezó a debatirse pero luego decidió resistir hasta el final.
Un acto noble y atrevido el suyo. Como era previsible, después del beso se sintió en
la obligación de protestar.
—No tendrías que haber hecho eso. No veo en qué te diferencias de un hombre,
acercándote y besándome sin pedirlo.
—Si te lo hubiera pedido, no me habrías devuelto el beso. Vamos, deja que te dé
otro, para que puedas advertir la diferencia. Me disgustaría profundamente que me
confundieras con el sexo opuesto.

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Sus ojos se abrieron y empezó a debatirse, pero yo no iba a ser condescendiente.
La sujeté y deslicé mi lengua en su boca. Le encantó y, al mismo tiempo, me odió por
hacer que le gustara. Se separó llena de furia.
—¿Cómo te atreves? Podría ser tu madre.
—Tengo edad suficiente para saber que eso no tiene importancia. ¿Por qué no
dejas de lado tus escrúpulos de beata? Te gusta, ¿no? A cualquiera le gustaría. Dos
mujeres que se besan son algo hermoso. Y dos que hacen el amor juntas son un
volcán. ¿Por qué no dejas de reprimirte y te entregas?
—Esto es inconcebible. Estás loca.
—Es una posibilidad, pero por lo menos sé de qué hablo por experiencia práctica.
Tú sólo conoces un aspecto del asunto…
Esta observación la hirió; había sido demasiado directa. Yo era unos diez
centímetros más baja que Polina, pero ese hecho no me impidió hacerla caer sobre mi
colchón. Antes de que pudiera extender sus suaves manos para detenerme, le di otro
beso. Y toqué sus pechos, oprimí sus muslos, y ella decidió que no conocía el otro
aspecto del asunto y que cuarenta años es mucho tiempo para seguir a oscuras. De
modo que ahí estaba y con todo a su favor, porque yo casi la había forzado a hacerlo.
Así podía evitar su sentimiento de culpabilidad por hacer el amor con otra mujer; el
vino también había contribuido a ello. En cualquier caso, me devolvió el beso. Se
extendió en el colchón y se apretó contra mi cuerpo. No había mucho más que decir.
En cuanto nos sacamos las ropas y nos metimos bajo las sábanas, me miró con ojos
vivaces y dijo:
—¿Dónde estamos?
—¿Qué?
—¿Dónde estamos?
—En mi apartamento, en la cama, ¿dónde quieres estar?
—No; estamos en un lavabo de hombres.
—¿De veras?
—Sí, estamos las dos en el urinario de Times Square, en la estación del metro.
—No nos dejarían usarlo, Polina.
—Tienes que seguir el hilo de mi historia. Tienes que llevar adelante esta fantasía,
o no podré terminar. Así que, por favor, ahora estamos en el urinario. Tú miras y al
ver mi pene dices: «Es un precioso pene, grande y jugoso». ¡Dilo!
—Es un precioso pene —me interrumpí para toser—, grande y jugoso.
Ella empezó a excitarse y a agitarse en la cama.
—Sigue; adelante.
—¿Y qué digo ahora?
—Dime algo. Invéntalo.
—A ver…, es el pene más jugoso que he visto en mi vida. ¡Y qué enorme!
—Pregúntame si puedes tocarlo —me pidió con brusquedad.
—¿Puedo tocarlo, por favor?

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Polina exhaló un débil quejido.
—Sí, tócalo y bésalo y chúpalo.
Y en cuanto repetí estas palabras tuvo un orgasmo.
Después de reflexionar durante unos minutos, se volvió hacia mí y me dijo:
—¿Quieres que te haga el amor? Nunca lo he hecho antes, pero estoy segura de
poder.
—Sí, me gustaría.
—¿Qué fantasía tienes?
—Ninguna, me parece.
—¿Pero cómo puedes hacer el amor sin tener una fantasía? Todo el mundo tiene
fantasías sexuales. Apuesto a que es algo que crees demasiado horrible para decirlo.
A mí puedes decírmelo; me excitará otra vez.
—Lo siento, pero simplemente me gusta hacer el amor. Lo que me enardece son
las caricias, los besos y todo el resto. No tendrías que decir una sola palabra.
—No puedo creer que en nuestros días alguien pueda vivir sin una fantasía.
—Bueno, hay una cosa, pero no estoy segura de que sea una fantasía.
—Dime, dime. —Me rodeó la cintura con su brazo.
—Cuando hago el amor con mujeres, pienso en sus genitales como…, como una
jungla de frutos de rubí.
—¿Qué?
—Sí, las mujeres son espesas, ricas, llenas de tesoros escondidos y, además,
agradables al paladar.
—Eso no es una fantasía. Tienes una vida sexual sumamente inmadura, Molly.
No me extraña que seas lesbiana.
—Si no te importa, creo que puedo pasar sin que me hagas el amor.
—Estás confundida porque no tienes fantasías. Yo inventaré una para ti. Quiero
hacerte el amor. Tienes un cuerpo muy atractivo, suave, liviano y firme. Eres un
perfecto ejemplar del andrógino de Platón. No, me equivoco; eres una mujer sin un
solo defecto, pero muy fuerte. No tienes una sola zona fláccida. Yo… quiero
penetrarte. Tiene que ser excitante penetrar a otra mujer allí donde está húmeda y
abierta.
—Muy bien, muy bien, tú inventas la historia y yo la escucharé mientras me
haces el amor.
Polina inventó una historia sobre estudiantes en un internado de varones. En este
caso lo hacíamos en el ropero. Eso la enardeció tanto que me hizo el amor con
tremendo frenesí. Pero pude darme cuenta de que Polina y yo no íbamos a tener una
relación muy duradera. No podía soportar las historias y no lograba entender por qué
eran siempre de hombres.
No se quedó a pasar la noche conmigo, aunque yo quería que lo hiciese. Es
agradable acurrucarse junto a un cuerpo cálido, y despertarse por la mañana abrazada
a él. Pero Polina dijo que tenía que dormir con su viejo suéter azul y necesitaba un

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almohadón debajo de sus rodillas. Le era imposible dormir en la misma cama con
otra persona. Así pues, se marchó a su casa, y yo no pude dormir en toda la noche,
tratando de descubrir si había soñado o era cierto lo que había sucedido. Era cierto. A
la mañana siguiente, cuando un débil rayo de luz luchó por abrirse paso hasta mi
colchón, encontré en él, largas hebras de pelo negro y algunas grises.

LLEGÓ EL DÍA DE MI CITA con Paul y acudí a ella con una curiosidad devoradora.
¿Qué era lo que podían hacer esos dos? ¿Era él quien le contaba esas historias
absurdas? Sólo había un modo de averiguarlo.
Paul me llevó a un restaurante italiano, y después no supo muy bien lo que tenía
que hacer. Era evidente que no estaba acostumbrado a la atención femenina y estaba
desorientado. Le sugerí que paseáramos un poco por Riverside Park. Le dije que le
acompañaría a su casa caminando, ya que vivía junto al parque. Tardamos media hora
en recorrer cuatro manzanas. Llegamos a la puerta de la casa y él ya entraba
renqueando, cuando se volvió como si se le hubiera ocurrido de repente una idea
deslumbrante.
—¿Te gustaría echar una ojeada a mi tesis? En Harvard tuvo una buena acogida.
—Me encantaría verla.
Paul pasó la hora y media siguiente explicándome la suprema importancia de la
puntuación en la poesía de principios de siglo. Poco a poco fue soltándome un
discurso sobre la horrible idea de que poesía consiste en saber distribuir los signos de
puntuación. Después bebió un gran trago de vodka y emprendió una diatriba contra
Edmund Wilson. Sin ningún tipo de advertencia, de repente, dejó de hablar, se
levantó del sofá y me besó. Pensé en aquellos dientes. ¡Jesús! Antes de que tuviera
tiempo de corresponderle, se precipitó en mi regazo como uno de esos temerarios
pilotos de las películas de guerra, dejando un reguero de baba sobre mi cuerpo. Paul
no creía en la necesidad de entrar en calor.
—¿Por qué no vamos a tu dormitorio, Paul?
—Bueno.
En su habitación me esperaban nuevos horrores. Cada centímetro de su cuerpo
estaba cubierto de vello. Se dejó caer en mi regazo. Yo tenía que estar enamorada de
Polina para soportar a aquel orangután. Paul farfullaba y hacía girar los ojos. Pensé
que le iba a dar un ataque o que iba a zambullirse otra vez en mí, pero de súbito se
incorporó de un salto, tomó en una mano su pene —de discreto tamaño— y puso la
otra en mi cuello, atrayéndome hacia sí.
—¿Dónde estamos?
Ya sabía de qué se trataba.
—En el lavabo de hombres en Times Square, en el metro.
—No, no —chilló—. En el de señoras de Las Cuatro Estaciones, y tú estás
admirando mis voluptuosos pechos.

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—Adiós, Paul.

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NO ROMPÍ INMEDIATAMENTE con Polina. Supongo que la necesitaba demasiado. Las


conversaciones, el teatro, sus relatos de la Europa en donde había crecido… Traté de
ignorar el sexo, pero Polina se entusiasmaba cada vez más con él. Llegué al límite de
lo admisible cuando quiso que le dijera que era la reina de la lluvia dorada. Polina
había puesto su orina en frascos de vidrio destinados a guardar nueces para que yo la
admirara mientras le contaba una historia sobre sus grandes poderes para mear en el
enésimo urinario que inventaba su fantasía. No pude soportarlo. Le pregunté si no
podíamos ser simplemente amigas y casi le dio un ataque.
—¿Amigas? ¿Qué quieres decir con eso? Estoy a punto de hacer grandes
descubrimientos sexuales, ¿y tú quieres que seamos nada más que amigas?
Intenté sugerirle que buscara otras mujeres, pero me quería a mí. Me quería, pero
se avergonzaba de mí. No me presentaba a sus amigos ni permitía que la fuera a
buscar al trabajo. Supongo que temía que llevara un «L» de neón entre las tetas. Me
quedé con ella más por soledad que por amor. Mis compañeros en la escuela de cine
eran todos varones que me tenían inquina por ser mejor alumna que ellos. Yo había
pensado que, entre todas las carreras, la de cine sería la más abierta, pero el ego de
aquellos tipos había, adquirido dimensiones monstruosas y patéticas detrás de una
pequeña cámara y se resentían ante una mujer que se animaba a competir en un
territorio que consideraban suyo y, lo que era peor, a ganar. Los bares no eran
semilleros de intelectuales, aun cuando había encontrado algunos agradables en las
afueras de la ciudad, donde la más ligera alusión al papel sexual que uno representaba
provocaba su exclusión. Para aquellas mujeres, los papeles eran una cuestión de
camioneros. Pero yo sólo podía entablar conversaciones en las que se dejaban caer
como bombas de napalm nombres importantes que inflamaran de admiración el
cerebro de la interlocutora. A mí me tienen sin cuidado las amistades de una persona;
lo que me interesa es lo que esa persona hace. Aquellas muñecas de la alta sociedad
no hacían gran cosa. Pero tampoco podía volver a lugares como Colony o Sugar,
donde la vulgaridad sigue estando a la orden del día. Así que, con todas sus fantasías,
Polina era, al parecer, una elección más conveniente que cualquiera de las otras.
Alice fue quien resolvió el problema. De vez en cuando salíamos las tres juntas.
Yo era demasiado peligrosa para sus amistades pero lo suficientemente buena para su
hija. La ambigüedad de sus pensamientos era asombrosa. Incluso fomentó mi vínculo
con Alice. Yo tenía menos diferencia de edad con ella que con Polina, lo que no
hubiera significado nada si la misma Polina no hubiese estado fastidiando todo el
tiempo con el asunto de su edad. Alice era sólo seis años menor que yo. Empecé a

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sentirme culpable de haber nacido en 1944. La «vieja», como se llamaba a sí misma,
arrugaba la nariz ante la música y los films que compartíamos y ante las revistas que
leíamos. No resistía a la tentación de mostrarse altiva con nosotras por nuestros años
y gustos, lo que hizo que Alice y yo nos uniéramos más, como sucede siempre en la
lucha generacional. Alice sabía que su madre y yo éramos amantes y le parecía
sensacional. También estaba al tanto de lo de Paul, al que consideraba como un
eslabón perdido. Una vez me confesó:
—¿Sabes que mamá quiere acostarse conmigo?
—¿Ah, sí?
—No quiere admitirlo, pero yo lo sé. Creo que me gustaría acostarme con ella.
Está muy bien. Lástima que la cosa la perturbaría. A mí no me parece que el incesto
sea una experiencia tan traumática.
—A mí tampoco, pero en realidad no puedo hablar mucho de eso porque no me
crié con mis padres verdaderos. Con todo, nunca he podido descubrir por qué padres
e hijos se colocan recíprocamente en esas categorías asexuadas. Es inhumano.
—Sí, los padres se escandalizan de todo. Mamá debe de ser muy reprimida,
porque no admitirá nunca el hecho de que me manosea.
—Es algo más que eso.
—¿Sí? ¿Qué se trae entre manos la vieja?
—Nada. Pero te recomiendo que no te acuestes con tu madre. No tengo nada
contra el incesto si ambas partes están de acuerdo y tienen más de quince años, pero
tu madre tiene sus rarezas.
—Cuéntame.
—No, no soy delatora.
—Oh, Molly, ¿por qué tendrás que ser tan moralista?
—Porque no tengo dinero.
—¿Y qué te dice tu moral cuando se trata de acostarte conmigo? Siempre estoy
dispuesta, ya sabes.
—Alice, tu idea de un romance es tan delicada que me conmueve hasta las
lágrimas.
—Por favor, acuéstate conmigo. Sé que puedo confiar en ti. No te vas a ver
envuelta en ningún problema serio, puedes estar segura.
—Ya lo sé, pero… ¿y tu madre?
—Lo que no se sabe no hace daño. —Alice se rió y me miró de reojo.
—Te regalaré una magnífica rosa amarilla. ¿Te acostarás conmigo?
—Por una magnífica rosa amarilla… Sí.
Alice fue a Broadway, entró en una pequeña floristería y volvió a salir con una
rosa en la mano. De allí fuimos directamente a la calle Diecisiete, para encontramos
con las cucarachas y la calefacción a vapor que nunca funcionaba. Pero Alice sí que
funcionaba, y se estremecía y suspiraba, sin ninguna desviación sexual en su mente.

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Le encantaba tocar y que la tocaran. Besar era una forma de arte para ella. Allí estaba,
sin trabas ni historias que contar. Era simplemente ella misma. Igual que yo.
Los instintos de supervivencia de Alice eran sanos. Sabía que debíamos andamos
con cautela para vernos más a menudo. La retorcida mentalidad victoriana de Polina
se hubiera quedado pasmada de conocer nuestros pensamientos. Cuando las tres
salíamos juntas, era un suplicio inimaginable. Una vez que presenciábamos una
representación teatral, Polina me tenía cogida la mano izquierda mientras Alice se
entretenía con mi muslo derecho. La obra no me impresionó en absoluto, pero aplaudí
desenfrenadamente al final para liberar toda la tensión reprimida.
Polina nos echó a una en brazos de la otra. Esperaba que sucediera aquello, pero,
al mismo tiempo, la aterraba. De algún modo, yo resultaba la intermediaria sexual
entre madre e hija. Era una especie de estación satélite para que intercambiaran
mensajes. Había veces en que me sentía más sola con ellas que cuando no estaban a
mi lado.
Un sábado por la tarde, cuando paseábamos por Harlem y escuchábamos desde el
parque el redoble de los tambores, madre e hija se engarzaron en una de sus peleas.
Polina acusó a Alice de comportarse como una niña por una tontería, y Alice replicó
que a Polina se le estaban endureciendo las arterias, en especial las de la cabeza. Este
tipo de burla zumbona prosiguió hasta que Alice, en un arranque de inmadura
jactancia, decidió golpear a aquella rival de más edad:
—Por Dios, madre, ya soy lo bastante mayor como para acostarme con tu amante,
así que deja ya de fastidiarme.
—¿Mi qué?
—Molly y yo somos amantes.
Polina reaccionó. Su cólera ardió en italiano con tal rapidez que lo único que pude
entender fue: «¡Basta! ¡Basta!», seguido de una bofetada. Cuando su acceso de
bilingüismo se calmó, me ordenó en inequívoco inglés que desapareciera de su vida y
la de Alice. Alice protestó, pero Polina la frenó con la amenaza de no enviarla a la
universidad si persistía en nuestra relación. Alice era astuta y no tenía la intención de
abrirse paso por sí misma en la educación superior, sobre todo después de haber
conocido mi vida, de modo que cedió a la presión de su madre, la cual tenía a su
favor el elemento financiero. Yo hice graciosamente mi salida en dirección a la calle
Diecisiete, donde los malditos chuchos me mordieron los tobillos y las cucarachas
organizaron un safari por la cocina.
Soñé con lagunas en las alcantarillas, debajo de los rascacielos, en las que poder
navegar sobre una balsa que me sacara de aquella ciudad de locos. Sólo necesitaba
una pértiga aguda para alejar a los cocodrilos ciegos arrojados a las tuberías de
desagüe por gente que los compró cuando eran pequeños en sus viajes a Miami
Beach, aquel lugar tan cerca de Carrie con sus plantas, sus bichos y su ciego orgullo.
Miami Beach, donde las viejas compran bolsos de lentejuelas para hacer juego con
sus zapatos. Incluso si consiguiera abrirme camino entre las tuberías de desagüe hasta

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la costa, no podría llegar allí. No hay lugar adonde ir. Aquí estoy, en los Jardines
Colgantes de Neón, rompiéndome el traste para conseguir un título y viviendo en
medio de la mierda. ¿Hay una sola persona en Manhattan que no sea un desastre
humano? ¿Soy o no soy un desastre? ¿Estoy todavía llena de estupideces y vanos
sueños? Tal vez pertenezco a las colinas de Pennsylvania y entonces, ¿cómo diablos
puedo hacer películas allí? Ni siquiera tienen luz eléctrica. En buena lógica a eso se
llama estar entre la espada y la pared. No importa cómo te muevas, vas a herirte de
todos modos. Pero si tuviera dinero, tal vez podría eludir el problema. Si tuviera
dinero, no estaría a merced del azar, las mentes imbéciles y las emociones reprimidas.
Con el dinero una puede protegerse. Pero cómo conseguirlo… Ésa es la cuestión.
Dentro de un año terminaré la carrera. ¿Estoy de suerte? Lo más probable es que
nadie quiera contratarme. Pero no cederé.
A veces me gustaría descansar, ver de nuevo las colinas, tenderme en el prado,
detrás de la casa de Ep, donde enterraron a Jenna. Tal vez el aroma del trébol podría
ayudarme a soportar un invierno más en este lugar infernal. Tal vez podría rehacerme
con un día en el campo. Todavía no le han puesto precio al sol.

FUI A LA CARRETERA e hice autostop. Llegué primero hasta Filadelfia. Allí me


recogió un camionero que intentó manosearme cuando me quedé dormida, pero le
rugí y retiró sus inmundas zarpas. Me dejó en la estación de autobuses de Lancaster.
Después de esperar una hora en la terminal sumida en un brumoso letargo, subí al
autobús de la línea Greyhound. Aquel trasto se puso en movimiento, rugiendo y
dejando a su paso una estela de humo negro que polucionaba las bajas colinas verdes
del sudeste de Pennsylvania. El humo no era lo único que ensuciaba las colinas.
También había enormes anuncios de la Ford y carteles que decían: «Beba leche. Es el
alimento natural por excelencia». De vez en cuando podía ver un trozo de campo
entre los bosques de publicidad.
Una vez en York, tuve que hacer transbordo dos veces y finalmente llegué a
Shiloh. El autobús verde se detuvo ante el comercio de la señora Hershener y yo bajé
de un salto. Vi la misma vieja cortina metálica, las mismas virutas de papel brillante
en las entradas de los coches. El porche estaba muy abandonado y el anuncio de soda
Nehi había sido reemplazado por el de Seven-Up, pero ése era el único signo de
quince años de progreso. El camino que bajaba hasta la casa de Ep era todavía de
tierra, con algunas piedras azules colocadas para fingir que era utilizable en días de
lluvia. El sol estaba alto en el cielo y unas mariposas blancas perseguían a otras
amarillas sobre los campos y la tierra arada. Me adentré por el camino. Corrí,
haciendo funcionar las piernas que ya avanzaban hacia la parálisis por culpa del
maldito pavimento de Nueva York. Agité los brazos y grité con todas mis fuerzas,
embriagada por aquel regreso a la naturaleza. No había nadie a la vista, sólo las
mariposas.

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Doblé el recodo, colina abajo, y vi la vieja casa de madera. Todo estaba limpio y
la casa había sido pintada recientemente de blanco. Llegué a la puerta sin aliento y
llamé, pero no había nadie en la casa. Me alegré porque no tenía ganas de preguntarle
a nadie si me permitía descansar junto a su estanque. En la pequeña superficie de
cemento delante del porche estaban aún los dos centavos que Carrie había puesto allí
cuando Leroy y yo íbamos a primer grado. «Mientras los tengamos —había dicho
ella— no estaremos en la miseria». Los conejitos habían desaparecido y en la pocilga
crecían pensamientos y petunias.
El estanque era el mismo viejo y querido estanque. El borde estaba festoneado de
limo verde entre el que se veían huevos de rana. Me tendí junto al agua, puse los
brazos detrás de la cabeza y contemplé las nubes. Al cabo de un rato los insectos y
los pájaros me tomaron por una roca. Un gusano se arrastraba con esfuerzo por mi
codo izquierdo.
Abrí los ojos, volví lentamente la cabeza, y me encontré ante los ojos de la rana
más grande que había visto en mi vida. Aquella rana no me tenía miedo: me
desafiaba. Me miró de hito en hito, parpadeó, hinchó su garganta rosada y empezó a
croar con tanta fuerza que hubiera derrumbado los muros de Jericó. Del otro lado del
estanque surgió un eructo como respuesta, y dos cabecitas verdes surgieron del agua
para observar al mamífero que se hallaba en la costa. Los anfibios deben de pensar
que somos seres inferiores, ya que no podemos entrar y salir del agua como ellos.
Además de ser biológicamente superior, esa vieja rana vale más que yo. No quiere
hacer películas, ni siquiera las ha visto, y además, le importa un bledo. Lo único que
hace es nadar, comer, hacer el amor, y cantar como se le antoja. ¿Quién oyó hablar
jamás de una rana neurótica? ¿De dónde sacan los humanos la idea de que son la
cumbre de la escala evolutiva?
Como para hacerme saber lo que opinaba de mis pensamientos, aquel batracio
gigante dejó escapar un potente grito y saltó en el aire, aterrorizando a una libélula
que volaba a baja altura. Tocó tierra con sus cuatro patas, volvió a lanzarse al aire y
se zambulló en el estanque dejando empapada la mitad de mi camisa. Me senté y
contemplé las ondas que se perseguían unas a otras hasta el borde, donde se perdían
en la espuma y el barro; después vi una enorme cabeza que asomaba entre los
líquenes. Aquella maldita rana me guiñaba los ojos.
Me levanté, sacudí mis ropas y bajé a buen paso por la barranca, atravesé el
desagüe para llegar al otro lado y tomé el camino que llevaba a la antigua casa de
Leota. Me alegré de ser lo bastante pequeña y delgada para deslizarme por el
desagüe.
La señora Bisland vivía aún en aquella casa. Los arbustos habían crecido y se veía
una nueva protección de aluminio, pero salvo esa novedad, era la misma casa.
También la señora Bisland estaba guapa como antaño; lo único distinto era su cabello
completamente blanco. Se sorprendió al verme, armó un jaleo terrible, me preguntó
cómo estaba Carrie y me dijo cuánto había sentido la muerte de Carl. ¿Sabía yo que

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Leota se había casado con Jack Panthom, que tenía un negocio propio en el oeste de
York, y que les iba muy bien? Me dio su dirección en Diamond Street y regresé al
colmado de la señora Hershener; entré y compré un helado de frambuesa. La mujer
que estaba detrás del mostrador me contó que la señora Hershener se había ahorcado
tres años atrás sin que nadie supiera por qué.
La señora Bisland debió de haber llamado a Leota, porque ella me estaba
esperando. La puerta se abrió antes de que pudiera llamar, y allí estaba Leota: los
mismos ojos gatunos, el mismo cuerpo lánguido, pero parecía una cuarentona y tenía
dos mocosos que colgaban de ella como monos. Yo aparentaba la edad que tenía:
veinticuatro años. Ella se vio en mi espejo, y un relámpago de tristeza cruzó por sus
ojos.
—Entra, Molly. Éste es Jack segundo y ésta es Margie, que lleva el nombre de mi
madre. Saludad a la señora.
Jack segundo, de cinco años, pudo saludarme con un razonable grado de
precisión, pero Margie titubeó. Creo que nunca había visto a una mujer en pantalones
hasta ese momento.
—Hola, Margie; hola, Jack.
—Ahora vete afuera con tu hermana, Jack. Id a jugar en el patio del fondo.
—No quiero ir afuera con ella. No quiero jugar. Quiero quedarme aquí contigo.
—Haz lo que te digo.
—No. —Al crío le dio tal berrinche que casi cayó de bruces.
Leota le palmeó en el trasero, lo llevó por el cuello hasta afuera, y los gritos no
cesaron en los veinte minutos siguientes.
—A veces me hacen volver loca, pero los adoro.
—Claro. —¿Qué otra cosa podía decirle? Todas las madres dicen lo mismo.
—¿Qué te ha traído por aquí?
—Pensé que me iría bien pasar un día fuera de la gran ciudad.
—¿La gran ciudad? ¿No vives en Florida? Ah, es cierto. Creo que mi madre me
dijo que habías ido a Nueva York. ¿No tienes miedo de que te maten en las calles
todos esos negros y portorriqueños?
—No. —Se produjo un silencio embarazoso.
—No es que los blancos no sean violentos. Pero allá arriba hay todo tipo de gente.
Ya sabes que no tengo prejuicios.
—Comprendo.
—¿No te has casado aún?
—¿No te acuerdas? Cuando éramos niñas te dije que no me iba a casar nunca.
Mantuve mi promesa.
—No has encontrado al hombre indicado, eso es todo —dijo ella riendo con
nerviosismo.
—Sí. Todo el mundo dice lo mismo. Es una mierda.

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Su cara acusó la grosería, pero un débil asomo de admiración se insinuó en su
boca.
—Me casé con Jack en cuanto terminé la escuela. Quería salir de casa y era el
único modo posible, pero también le amaba. Es un buen marido. Trabaja duro y ama
a los niños. No puedo pedir más. Tendrías que ver a Carol Morgan. Se casó con Eddie
Harper, ¿lo recuerdas? Nos llevaba dos años. Es un borracho perdido. Yo he tenido
suerte.
Miré la casa, pulcra y pequeña, con fundas de plástico en los muebles y lámparas
de cerámica. En la cocina, una mesa llena de motivos florales en pequeñas hileras
sobre el tablero de fórmica y, como centro, un ramo de crisantemos de plástico. El
salón era un oasis de moqueta verde que iba de pared a pared. Leota se hubiera
estremecido ante mis cajones de leche.
Jack segundo había decidido callarse, o tal vez se hubiera quedado mudo, porque
al fin pudimos bajar la voz.
—¿Quieres café, soda, o cualquier otra cosa?
—Coca-Cola.
Leota fue a la cocina y sacó una lata de una enorme nevera con incrustaciones
marrones. Mientras regresaba advertí que su cuerpo había perdido flexibilidad y que
arrastraba los pies al caminar; sus pechos habían cedido y tenía el cabello opaco.
—¿A qué te dedicas?
—Estoy terminando mis estudios de cinematografía en la universidad.
La noticia la impresionó mucho.
—¿Vas a ser estrella de cine? Te pareces un poco a Natalie Wood, ¿sabes?
—Gracias por el cumplido, pero no creo ser el material adecuado para eso. Quiero
hacer películas, no ser tino más de los instrumentos con que las hacen.
—Oh. —No pudo decir más, porque se trataba de un proceso misterioso, del que
lo único que ella veía, a fin de cuentas, eran las estrellas de cine.
—Leota, ¿has pensado alguna vez en aquella noche que pasamos juntas?
Su espalda se envaró y desvió la mirada.
—No, nunca.
—Yo lo hago, a veces. Éramos muy jóvenes y creo que fue algo muy tierno.
—No pienso en esas cosas. Soy madre.
—¿Y eso tiene el poder de bloquear la parte de tu cerebro que recuerda el pasado?
—Tengo demasiado quehacer para ocuparme de esas cosas. ¿Quién tiene tiempo
para pensar? De todos modos fue algo perverso, enfermizo.
—Lamento que digas eso.
—¿Por qué me lo has preguntado? ¿Para qué has vuelto, para preguntarme eso?
Podías haberte quedado donde estabas. ¿Por eso llevas tejanos y suéter? ¿Eres una de
esas invertidas? No lo entiendo. No lo entiendo en absoluto. Una muchacha tan
bonita como tú… Podrías tener cientos de hombres. Tienes más oportunidades que
las que yo tuve en este lugar.

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—Creía que habías dicho que te gustaba tu marido.
—Le quiero. Quiero a mis hijos. Para eso están hechas las mujeres. Pero tú,
viviendo en una gran ciudad y con una educación…, podrías casarte con un médico, o
un abogado, o hasta, con alguien de la tele.
—No me casaré nunca, Leota.
—Estás loca. Una mujer tiene que casarse. ¿Qué te va a suceder cuando tengas
cincuenta años? Tienes que envejecer con alguien. De lo contrario, te arrepentirás.
—Cuando ronde los cien, me arrestarán por celebrar orgías en mi casa, y no
pienso envejecer con nadie. Qué espantosa idea, cielo santo. Tienes veinticuatro años
y te preocupas por lo que te sucederá a los cincuenta. No tiene el menor sentido.
—Tiene todo el sentido del mundo. He de pensar en mi seguridad, ahorrar dinero
y planear por anticipado la educación de los niños y nuestro retiro. Yo no he tenido
educación y quiero asegurarme de que mis hijos la reciban.
—Puedes ir a la escuela, si lo deseas. Hay colegios públicos.
—Soy demasiado vieja; tengo tanto quehacer… No creo que pueda sentarme en
un aula y aprender. Me parece bien que tú lo hagas, y te admiro por ello. Así tienes la
oportunidad de conocer a un montón de gente y algún día encontrarás al hombre
adecuado y formarás un hogar. Aguarda y verás.
—Déjate de idioteces. Amo a las mujeres. Nunca me casaré con un hombre ni
tampoco con una mujer. Ese no es mi camino. Soy una lesbiana sin miedo a nada.
Leota dio un gran suspiro.
—Deberías visitar a un psiquiatra, querida. A las personas como tú se las separa
del resto. Necesitas ayuda.
—Sí, conozco a gente como tú que pone a un lado a quienes son como yo. Me
voy antes de que llames a los acólitos de la inquisición heterosexual.
—No sigas insultándome, Molly. Siempre fuiste una insolente.
—Sí… Y también fui tu primer amante.
Di un portazo y me marché calle abajo, pasando por el envejecido aparcamiento.
Leota dejaba de tener ninguna importancia para mí. Era como si hubiese muerto.

Y AHORA DEBÍA VOLVER SOBRE mis pasos, hacia la Babilonia del Hudson. De vuelta
al lugar donde el aire envenena los pulmones y donde las pisadas que suenan detrás
de ti pueden ser las de alguien que te va a degollar. De vuelta donde el luminoso
Broadway acoge todas las noches a la población suburbial en lo que llama teatro. De
vuelta donde hábiles comentaristas manipulan la carne humana y la sirven a los
caníbales suscriptores de todo el país. De vuelta donde millones de personas viven
apretujadas en hediondas colmenas sin darse siquiera los buenos días. Contaminado,
atestado, podrido, es el único lugar en donde tengo un refugio, una esperanza. Tengo
que regresar y mantenerme firme. En Nueva York puedo ser por lo menos algo más
que una productora de la próxima generación.

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NUEVA YORK NO ME RECIBIÓ con los brazos abiertos a mi regreso, pero eso no
importaba. Estaba decidida a hacer frente a todas las dificultades, incluso a la
indiferencia. El resto del verano transcurrió monótono. El otoño llegó como un alivio,
porque iba a comenzar mi último curso durante el que realizaríamos un cortometraje
que demostraría todo lo que habíamos aprendido en nuestro paso por la universidad.
El profesor Walgren, jefe del departamento y misógino recalcitrante, me llamó a
su despacho para preguntarme rutinariamente sobre mis proyectos de filmación.
—¿Qué tema piensa elegir para este último año de estudios, Molly?
—Me gustaría hacer un documental de veinte minutos sobre la vida de una mujer.
No pareció sorprendido. Aquel año estaba de moda la pornografía mezclada con
dosis de violencia, y todos los hombres estaban muy ocupados filmando extrañas
escenas eróticas en las que secuencias de cerdos que castigaban a personas en la
convención de Chicago se intercalaban entre las escenas de actividades sexuales. Mi
proyecto era distinto.
—Puede tener problemas para conseguir la cámara los fines de semana. A
propósito, ¿quiénes formarán su equipo?
—Nadie. Nadie consentirá en formar mi equipo.
El profesor Walgren carraspeó, se llevó una mano a sus modernas gafas metálicas
y me preguntó con un ligero deje de malicia en la voz:
—Ah, ya veo. Se niegan a aceptar órdenes de una mujer, ¿verdad?
—No sé. Ni siquiera sé si son capaces de darse órdenes unos a otros.
—Bien. Buena suerte con su película. Estoy ansioso por ver lo que hace.
«Ya sé que estás ansioso, hippy de pacotilla —dije para mis adentros—.
Fracasado».

LAS CÁMARAS ESTABAN OCUPADAS hasta la década siguiente, pero sucedía lo mismo
cada vez que yo solicitaba una. Aquella misma tarde me apropié disimuladamente de
la Arriflex, metiéndola en un cesto de mimbre con la palabra «Jamaica» bordada en
uno de sus lados con hilos multicolores. También me había apoderado de tanta
película como podía llevar en aquel cesto y en los bolsillos interiores especiales que
había cosido en mi abrigo. Volví a casa y le pedí a la vecina que regara mis plantas
durante la semana siguiente, le di la otra llave que tenía, y me dirigí a Port Authority,
hogar de los maricas que frecuentan los salones de té de todo el país, donde cogí el
autobús a Fort Lauderdale. Después de treinta y cuatro horas y varias conversaciones

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molestas me encontré detrás de la plaza del Howard Johnson, en la autopista número
uno. El sol era tan brillante, sobre todo viniendo de Nueva York, que todo me parecía
estridente y la luz me hacía daño a la vista. El equipo era muy pesado para arrastrarlo
los seis kilómetros que me separaban de mi casa, así que tomé un taxi y pedí al
conductor que se diera prisa.
Diez minutos más tarde llegábamos a Flagler Drive junto a la línea del ferrocarril
del este de Florida, cerca de casa. El rosa de sus paredes se había desvanecido, y
había pasado de una flamante fealdad a una suavidad grotesca. La palmera en medio
del césped que se extendía frente a la casa había crecido por lo menos un metro y
medio, y la maleza que crecía en los flancos de la casa rebosaba de flores. No había
estado en casa desde hacía seis años. Escribí a Carrie una o dos veces para decirle que
todavía estaba viva, pero eso fue todo. No le había dicho que iba a ir a verla.
Llamé a la puerta y oí un ruido de pies que se arrastraban detrás de las celosías a
medio abrir. Después se abrieron del todo y una voz áspera preguntó:
—¿Quién es?
—Soy yo, mamá; Molly.
—¡Molly!
La puerta se abrió de inmediato y vi a Carrie. Parecía una uva seca y su cabello
estaba del todo blanco. Sus manos temblaban cuando las extendió para atraerme hacia
sí y abrazarme. Empezó a llorar y hablaba con dificultad; parecía como si la lengua le
pesara en la boca. Se tambaleaba de un lado a otro al tratar de regresar al salón. La
tomé por un codo y la conduje hasta su vieja mecedora con cabezas de cisne en los
brazos. Se sentó y me miró.
—Supongo que te sorprenderá ver a tu anciana madre después de tantos años. La
enfermedad me aplastó. Me estoy quedando como los prados en tiempo de sequía.
—Lo siento, mamá. No sabía nada.
—Lo sé. No quise que lo supieras. Después de tu partida decidí guardarme mis
cosas para mí. De todos modos, no te hubiera importado. Le dije a Florence que no te
escribiera jamás para contarte el estado en que me hallaba. Apenas puedo escribir ya,
porque también me ha atacado los dedos. ¿Qué haces aquí? No vas a vivir bajo este
techo y acostarte en ese dormitorio con mujeres desnudas. Espero que lo recuerdes.
—Lo recuerdo. He vuelto para pedirte que me ayudes con mi tema de último año.
—Si cuesta dinero, no lo haré.
—No cuesta nada.
—¿Y qué haces todavía en la escuela? Tendrías que haberte graduado en mil
novecientos sesenta y siete. Estás dos años atrasada. ¿Qué pasa? ¿Esos yanquis son
demasiado inteligentes para ti?
—No. Durante los tres últimos años he tenido que trabajar casi siempre mañana y
tarde y eso me hizo aflojar el ritmo en la universidad.
—¡Ja, ja! Bueno. Me alegra oír que esos judíos insolentes de allí no son más
inteligentes que tú.

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—¿Y me ayudarás con mi tema?
—No. Todavía no sé de qué se trata. ¿Qué tengo que hacer?
—Todo lo que tienes que hacer es sentarte en esa mecedora y hablarme mientras
te filmo.
—¡Filmarme!
—Claro.
—¿Quieres decir que voy a salir en una película?
—Eso es.
—Pero no tengo ropas, ni maquillaje. Una tiene que estar toda pintarrajeada para
una cosa así. Soy demasiado vieja para salir en una película.
—Sólo tienes que sentarte en tu silla y ponerte el vestido que llevas en casa, ése
con los perritos de lanas negros. Eso es todo lo que tienes que hacer.
—¿Y qué voy a decir? ¿Has escrito alguna obra para mí para que yo haga el papel
de idiota? Solías hacer ese tipo de cosas cuando eras pequeña. No voy a representar
ninguna obra, métetelo en la cabeza.
—No se trata de ninguna obra, mamá. Todo lo que quiero es que me hables
mientras te filmo. Como ahora.
—Bueno, creo que puedo hacer eso.
—Bien, ¿lo harás, entonces?
—No. No hasta que sepa qué vas a hacer con eso.
—Es mi tema de último año. Lo necesito para graduarme. Se lo mostraré a mis
profesores.
—No y no. No voy a hablar para que los profesores se rían de mi inglés. Ni
pensarlo.
—Nadie se reirá, a menos que digas algo cómico. Por favor, mamá. No es tan
difícil sentarte ahí y hablar.
—Si prometes no hacerme quedar como una idiota, lo haré. Y te advierto que
tienes que comprarte la comida mientras te quedes aquí, porque no tengo dinero para
darte de comer.
—Muy bien. Tengo suficiente para una semana.
—Entonces está bien. Pon tu maleta en el cuarto de atrás, pero recuérdalo: nada
de mujeres en esta casa mientras tú estés en ella… Ni siquiera la vendedora de Avon.
¿Me has oído?
—Te he oído. Eh, ¿dónde está la vieja Florence?
—Florence murió el año pasado, en mayo. Presión alta. El doctor le dio un
nombre extraño, pero fue presión alta. Siempre tan nerviosa, ocupándose
continuamente de la vida de los otros, metiendo su nariz donde nadie la llamaba. Ese
tipo de vida tiene que llevarla a la tumba a una. Pero era una buena hermana, y la
noto a faltar.
Florence «Gramófono» había muerto. Parecía imposible. Incluso muerta debía de
estar cotorreando en su tumba. Carrie prosiguió:

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—La enterramos en la misma parte que a Carl. Cerca del cine al aire libre, ¿te
acuerdas? Fue una ceremonia encantadora. Lo único que la estropeó fue la
propaganda de la película, una de esas de sexo, algo así como Carne caliente. Menos
mal que Florence estaba muerta, porque si lo hubiera visto, el disgusto la habría
matado. Debía de estar revolviéndose en el ataúd. Tendrías que haberlo visto. Negro
brillante, de lo más caro. Ya sabes cómo detestaba las cosas atrevidas. Pero debieron
haber quitado aquella sucia propaganda cuando vieron bajar por el camino aquel
féretro resplandeciente. Esta vez fui en un Cadillac negro. No era tan bonito como el
que nos tocó en el funeral de Carl. ¿Qué marca era?
—Continental.
—Te diré que los Cadillac no tienen nada que hacer frente a los Continental. Si
alguna vez llego a ser rica, me compraré un Continental. ¿Quién los fabrica?
—La Ford.
—¿La Ford? Tu padre me dijo que nunca comprara un Ford. Decía que estaban
hechos de cartón, y sabía de lo que hablaba. Pero, con todo, pienso que un
Continental tiene una marcha muy suave.
—Papá probablemente nunca subió a uno, así que será mejor que uses tu propio
criterio cuando seas millonaria.
Carrie cacareó y me hizo un gesto con la mano.
—Ve a poner esos trastos en tu cuarto antes de que tropiece con ellos y me rompa
la crisma.
Recogí el equipo y lo llevé por las salas de piso veneciano hasta el cuarto del
fondo, el que había sido mío. Carrie había quitado todos mis premios y trofeos de las
paredes. En su lugar puso un cuadro que miraba a la cama. Era un Cristo arrodillado
en Getsemaní, con un rayo de luz celestial que emergía de la noche para caer sobre su
cara barbuda. Sobre el cabezal de la cama de hierro, pintada de marrón, había una
enorme cruz de plástico. En la tambaleante cómoda se veía una ardilla de cerámica
con el atuendo de un estudiante de primer año de la universidad de Florida. Deposité
mi equipaje en el armario y regresé a la estancia de enfrente.
Carrie se mecía en su silla ayudándose con un pie. Estaba muy animada.
—¿Quieres una taza de té, tesoro? ¿O Coca-Cola? Siempre tengo Coca-Cola en la
nevera. A los hijos de Leroy les gusta mucho. Tendrías que verlos. El pequeño Ep
tiene cinco años y medio. Leroy dejó embarazada a la chica, por eso el niño es tan
grande. Ya me entiendes. Leroy se casó con ella justo a tiempo, pero parecen felices.
Esas cosas suelen suceder, y si no, mira qué pasó contigo. ¡Ja! Tal vez vengan por
aquí esta semana y puedas verlos. Casi no salgo más que cuando ellos pasan a
buscarme. Me quedé sin coche. Tuve que venderlo cuando el ayuntamiento decidió
poner las cloacas. No tenía dinero, así que vendí el coche para pagar lo que costaba
cavar en el patio para poner el colector. Malditos estafadores. La ciudad, el estado, el
presidente; todos son unos estafadores. Es terrible no tener un coche, pero soy
demasiado vieja para conducir. Mi enfermedad, ya sabes. No puedo hacer que las

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manos y los pies coordinen los movimientos. Leroy dijo que era lo mejor que podía
haber hecho; vender el viejo Plymouth, quiero decir. Temía que me matara en la
carretera. Así que ahora sólo salgo al patio de atrás, pero extraño mis paseos junto al
mar. Leroy me lleva junto con sus hijos de vez en cuando. Los niños arman mucho
barullo. No recuerdo que tú metieras tanta bulla. Eras más bien tranquila. ¿Ya me has
dicho cuánto tiempo piensas quedarte?
—Una semana más o menos, si te parece bien.
—Muy bien, mientras te compres tu comida. Los precios de la carne son de
locura. Sólo la pruebo una o dos veces por semana. No es como cuando vivíamos en
Shiloh y teníamos carne fresca siempre que queríamos. No sé cómo se las arreglan
para vivir las familias numerosas.
—¿Y tú cómo vives? No pareces en condiciones de trabajar.
—Sí que puedo. Claro que sí. Plancho sentada para no cansarme mucho. No vivo
de limosnas. La seguridad social me pasa cuarenta y cinco dólares, y como soy mayor
de sesenta y cinco años, la atención médica es gratuita. Pero no es una limosna. Me lo
he ganado. He pagado los impuestos durante años, así que todo eso me corresponde.
Cuando esté demasiado vieja o demasiado enferma para trabajar, voy a ir al océano
para que me coman los peces. No tendrás que pensar en ocuparte de mí, hija.
—No me preocupo.
—¿Lo ves? No te importo. Ni siquiera me escribiste desde que te marchaste.
Podría morirme aquí y tú ni te enterarías. No soy nada para ti.
—Mamá, cuando me marché creí entender que no querías saber más de mí. Y,
además, te escribí de vez en cuando.
—Eran palabras motivadas por la rabia. Tendrías que saber que una madre que
está furiosa con su hija dice cosas que no piensa.
—Dijiste que no era tu hija y que te alegrabas por ello.
—No. No lo dije. Jamás dije tal cosa.
—Lo dijiste, mamá.
—No sigas diciéndome lo que hice. Me entendiste mal. Eres una atolondrada.
Saliste corriendo antes de que pudiera hablar contigo. Nunca dije semejante cosa y no
intentes decirme que lo hice. Tú eres mi hija. En mil novecientos cuarenta y cuatro,
cuando vacilaba entre adoptarte o no, el pastor Needle, ¿te acuerdas?, nuestro viejo
pastor en el norte, me dijo que habías nacido para ser mi hija y que todos los niños
vienen al mundo del mismo modo y que no tenía que preocuparme porque eras una
bastarda. Sí, todos los niños son iguales a los ojos del Señor. No sé de dónde sacaste
esas ideas. Sabes que nunca hubiera dicho una cosa así. Te quiero. Eres todo lo que
me ha quedado en el mundo.
—Sí, mamá. Está bien.
Fui a la cocina en busca de soda y de paso cogí unas galletas grandes y duras que
encontré en la panera. Carrie también quiso comer, pero tuvo que mojarlas en el café
con leche porque tenía los dientes malos. Nos sentamos en el salón con la televisión

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continuamente encendida y conversamos cuando daban anuncios durante el programa
de Lawrence Welk. Carrie dijo que, en su opinión, Welk era un hombre maravilloso y
su programa muy constructivo. Hubiera querido bailar al compás de aquella hermosa
música, pero se habría caído, porque tenía fuera de combate el sentido del equilibrio.
Filmé a Carrie durante toda la semana. Una vez vencido su temor inicial se
acomodó en su mecedora y habló sin parar. Cuando se excitaba por algo, impulsaba
la mecedora cada vez con más fuerza hasta que iba y venía como una flecha, mientras
su boca se movía con tanta rapidez como la silla. Después, cuando terminaba su
relato, dejaba reposar la mecedora y contestaba a mis preguntas con simples
monosílabos. Disfrutaba de la atención de que era objeto y la encantaba que yo
supiera manejar una cámara. No le llevó mucho tiempo advertir detalles. Una vez que
la filmaba mientras ponía en marcha su mecedora, me preguntó con brusquedad:
—¿Por qué me fotografías los pies? La gente quiere ver mi cara, no mis pies.
Cuando no filmaba, hacía tareas domésticas como cortar la hierba o ir a la
compra, ya que ella casi no podía caminar. Leroy vino un día con su mujer e hijos. Él
y mamá hablaban de pequeñeces, mientras los niños correteaban por la casa y la
mujer de Leroy, Joyce, me miraba incómoda. Su peinado tenía la forma de un
descuidado panal de abejas, y su maquillaje era una gruesa máscara. Temía que Leroy
pudiera encontrarme atractiva.
—Te pareces a una de esas modelos de «Mademoiselle», con ese corte de cabello,
tus tejanos y todos esos collares de fantasía. Debes ser una verdadera hippie —me
dijo con nerviosismo.
—No. Ya me vestía así antes de que estuviera de moda. La pobreza es una gran
precursora de los rumbos futuros en esta época.
—Sí, Molly, mi niña traviesa, está ahora verdaderamente espléndida. Sabía que
llegarías a tener un tipo magnífico —se jactó Carrie. Mi aspecto todavía le importaba
más que todo lo que yo pudiera llevar a cabo. Insistió muy agitada—: Parecerías una
verdadera dama, si te sacaras esos tejanos.
—Pero si hoy día hacen furor —acotó con torpeza Joyce.
—Sí —intervino Leroy—. Hoy día las mujeres quieren ponerse los pantalones,
así que le diré a mi mujer que salga a trabajar para mantenerme, y yo cuidaré a los
niños.
Carrie rió y la mujer de Leroy lo agarró por el codo.
—Cállate, Leroy.
Carrie arrastró a Joyce, con toda su carga de fijador para el cabello, hasta su
dormitorio para mostrarle un vestido de estar por casa que había cosido en su vieja
máquina a pedal. Leroy se volvió hacia mí:
—Parece que hemos crecido, ¿verdad?
—Sucede en las mejores familias.
—Y estás haciendo películas. Nunca pensé que te dedicarías a eso. Creí que ibas a
ser abogado con esa labia que tienes. Siempre fuiste más despierta que cuarenta

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hombres juntos. Yo soy tonto, imagino. Después de pasar por la infantería de marina
volví aquí y conseguí trabajo en una empresa que se encarga del cuidado del césped.
Me gusta estar afuera. Siempre me gustó.
—Lo recuerdo.
—Sí. Y tengo cuatro hombres que trabajan bajo mis órdenes. Todos negros. Son
iguales a nosotros. Quiero decir que no me trataría con ellos, pero los muchachos del
trabajo son exactamente como yo: tienen mujeres, hijos y letras del coche que pagar.
Nos llevamos bien. Lo aprendí a la fuerza en la mili. Ep me había llenado la cabeza
de todo tipo de idioteces y la mili me las sacó a patadas. Estuve en Vietnam. ¿Lo
sabías?
—No. Ni siquiera sabía que hubieras hecho la mili.
—Estuve en la infantería de marina, no en la mili propiamente dicha. Sí, eso es,
fui allí y pude echar un buen vistazo a toda la mugre que había. Empecé como
mecánico de motores. Siempre fui bueno con las máquinas, ¿recuerdas?
—Recuerdo la vez que desarmaste la Bonneville y perdiste el cable del embrague.
—Era una moto fabulosa. Me gustaría comprar otra, pero Joyce les tiene pánico.
Todavía me gusta andar con las máquinas. Me dediqué a los motores porque no
quería que me hirieran. Pero me hirieron igual. Cristo, cómo me alegré de volver de
allí.
—¿Mataste a alguien?
—No lo sé. Disparaba a todo lo que se movía, pero nunca oí quejidos, así que tal
vez no. A mí sólo me hirieron dos veces; no es como estar apostado en los arrozales.
No se puede ver nada tampoco, pero es imposible dejar de oler un cadáver cuando ha
estado allí un par de días.
—Bueno, me alegro de que hayas vuelto entero, Leroy.
—Yo también. Es una guerra asquerosa. Oye, ¿tienes novio?
—¿Por qué diablos me lo preguntas? No, no lo tengo.
—Pero has estado con hombres. Quiero decir, ¿has estado con otros hombres
después de mí? —Lo dijo en voz muy baja.
—Claro. ¿Por qué?
—No sé; sólo era una duda. Aún eres la única chica con quien puedo hablar.
—Sólo que ahora soy una mujer, Leroy, no una chiquilla.
Él me miró, confundido.
—Me doy cuenta. Tienes buen aspecto, Molly, realmente bueno.
—Gracias.
—¿Siempre sales con chicas?
—¿Pero qué es esto? ¿Un interrogatorio?
—Bueno… No te he visto en mucho tiempo. Sólo me preguntaba…
—Ya lo sé. Salgo con chicas cada vez que tengo la oportunidad. ¿Y a ti, querido?
¿Te gustan todavía los invertidos?
Me observó detenidamente y luego suspiró con resignación.

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—Está bien. No eres de las que sientan cabeza. Siempre lo dijiste, pero nunca te
presté atención. —Vaciló y luego se inclinó hacia mí y prosiguió con un hilo de voz
—: Me aburro, ¿sabes? A veces pienso que dejaré el trabajo, iré a un puerto y me
buscaré un puesto entre la tripulación de uno de esos enormes yates privados para
viajar por el mundo. Tal vez un día lo haga.
—Si lo haces, asegúrate de dejarle a tu familia lo suficiente para vivir.
En ese momento apareció el resto de la feliz familia.
—Tu tía se ha hecho nuevos vestidos, Leroy. Uno es de un hermoso color naranja
como el que yo quería para hacer juego con mis zapatos nuevos.
Leroy era la imagen misma de la desolación.
—Muy bonito, cariño.
—Tenemos que llevar a estos indios a la cama. Vamos, amor; dile adiós a tu
prima. Pasaremos a verte la semana próxima, tía Carrie. Iremos a ver los nuevos
apartamentos que están construyendo cerca del mar, en Galt Ocean Mile.
Leroy me estrechó la mano con una mirada de desesperación. Después colocó con
mucha precaución su mano izquierda en mi hombro derecho y me dio un ligero beso
en la mejilla. No me miró a los ojos. Se giró y preguntó a Carrie:
—No la volveremos a ver hasta dentro de cinco años, ¿verdad, «mamá»?
Carrie rugió.
—La verás antes si yo estiro la pata.
—No digas esas cosas, tía Carrie —dijo Joyce en un tono de circunstancias.
—Cuídate, Molly, y haznos saber algo de ti de vez en cuando.
—Claro, Leroy. Y cuídate tú también.
Cruzó la puerta delantera mirándome siempre, entró en una camioneta blanca y
usada, la puso en marcha, encendió las luces e hizo sonar el cláxon al llegar al
camino.
—¿No te parece adorable su familia? Y su mujer es tan dulce… Quiero de veras a
Joyce.
—Sí, son encantadores, realmente encantadores.

EL DÍA DE MI MARCHA, Carrie recuperó su antiguo espíritu. De un modo u otro


logró que su cuerpo desgastado se moviera por la cocina como un torbellino. Insistió
en hacerme huevos fritos y café. Carrie consideraba el café instantáneo como un
signo de degeneración moral, y se sentía obligada a prepararme café fresco aunque le
costara la vida.
Después de toda esa actividad, se sentó a la mesa de la cocina. Comenzó a
hablarme entrecortadamente:
—Siempre me preguntaste quién había sido tu padre verdadero. Nunca te lo dije.
Pero como eres una bastarda entrometida, lo descubrirás después de mi muerte, de
modo que muy bien puedo decírtelo yo misma para asegurarme de que tengas la

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versión real de los hechos. Ruby se enredó con un extranjero. Lo peor de todo era que
estaba casado. Por eso todo el asunto se mantuvo en secreto.
—¿Qué clase de extranjero era?
—Un francés, un francés de pura raza, y ya sabes que los franceses son los más
corruptos de todos. Son hasta más locos que los mismos italianos. Casi nos dio un
síncope cuando nos enteramos de que iba a escaparse con él, que apenas podía hablar
en inglés. Cómo se entendían es algo que escapa a mi alcance. Probablemente no
necesitaran hablar para lo que hacían. Ruby era una tía cachonda. De todos modos,
cuando él descubrió que estaba encinta, la plantó. Carl fue en su busca y le hizo
prometer que nunca te reclamaría y que desaparecería de tu vida y la de Ruby. El tipo
asqueroso se sintió muy feliz por tener que prometer eso.
—¿Le viste alguna vez?
—No, pero dicen que era un tipo muy apuesto. De él te vienen tus ojos oscuros y
tus rasgos tan acusados. No te pareces en nada a Ruby, salvo en que tienes su misma
voz. Cada vez que te oigo hablar y cierro los ojos puedo verla a ella. No tienes nada
en común con ella, nada, sino esa voz. Por lo demás, debes de haber salido a tu padre
de la cabeza a los pies. Y hablas con las manos, como los franceses. Era un gran
atleta, y muy conocido…, en las Olimpíadas o algo así. Dios sabrá dónde le conoció
ella. Ruby no se acercó en su vida a un campo de deportes. Apuesto a que toda tu
capacidad se la debes a él. Ella era una bruta.
—¿Cómo se llamaba?
—Tenía uno de esos endemoniados nombres franceses, con dos nombres unidos
en uno solo. No puedo pronunciarlo, pero era más o menos John-Peter Bullette.
—¿Jean Pierre?
—Eso mismo. ¿Por qué diablos esa gente tiene que ponerse dos nombres? Tal vez
se quieren tanto que, cuantos más nombres tienen, más tiempo los tienen en la boca al
pronunciarlos. Nadie en nuestra familia es así, soñadores como esos franceses. De él
sacaste tu carácter soñador y tus deseos de ser artista. Nosotros somos gente práctica.
Siempre lo fuimos y comemos cosas sensatas. Esos franchutes comen caracoles, y no
se conforman con comerlos, no, señor; encima te los hacen pagar como si fueran de
oro. Jamás escuché algo más idiota en mi vida.
—Me alegra que me lo hayas dicho, mamá. He pasado horas cavilando sobre el
tema.
—No he terminado de contarte todo. No me interrumpas. Me he estado
guardando esto desde antes de que nacieras y ahora que estoy cerca de la tumba lo
voy a sacar del pecho. —Miró su pecho arrugado y exclamó—: Ya no tengo pecho de
donde sacarlo. Cuando era joven tenía hermosas tetas, ¿sabes? Como las de una
modelo para un anuncio de sostenes. Esta enfermedad secreta lo seca todo. Es terrible
envejecer. Espérate y verás. Aquí estoy, mirando hacia abajo, y no veo más que una
torta de azúcar con una uva pasa, cuando antes veía dos naranjas maduras. —Se

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cogió los pechos con las manos y los levantó—. Ya ni siquiera esto me resulta
agradable.
—¿Quieres otra taza de café, mamá?
—Creo que sí. Hay más leche en la nevera, si me haces el favor de ir a buscarla.
La leche cuesta casi tanto como el whisky. Podría muy bien salir y gastar el dinero en
whisky para mi café. Me haría sentir mejor. No podíamos tener hijos. Escúchame
bien, porque es una historia bien lamentable y te la voy a contar para que no tengas
que oírla de quienes no debes cuando yo haya muerto. Carl cogió la sífilis la primera
vez que se acostó con una mujer, en mil novecientos diecinueve. A eso me
acostumbré cuando lo descubrí, pero lo que descubrí en mil novecientos treinta y
siete fue que me engañaba, sí, me engañaba. No lo dije nunca. Todo el mundo lo
sabía, menos yo. Cookie, Florence, Joe… Todos le habían visto en los cines con ella,
pero nunca me dijeron nada. Fue la única vez en su vida que Florence cerró el pico.
Le hubiera retorcido el cuello. La esposa es siempre la última en enterarse. Yo ni lo
había imaginado; no me parecía distinto. Me trataba como siempre, me compraba
regalitos. Ya sabes cómo era en ese aspecto. Se comportaba como si me amara.
Después fuimos a una fiesta en casa de los Detwiler y todo el mundo murmuraba. Yo
pensé que hablaban de mí, así que pregunté: «¿Qué pasa aquí? ¿Están hablando de
mí?». Florence dijo: «Alguien tendría que decírselo». Entonces sí que me preocupé.
«¿Qué diablos pasa?». Todo el mundo se quedó callado y Cookie mandó a Florence a
la cocina. Carl y yo volvimos a casa. Yo sabía que pasaba algo raro. Al día siguiente
mi padrastro vino desde Hanover para decírmelo. Habían decidido en reunión
familiar que era él quien debía hacerlo. Después de todo, era mi padrastro y el único
pariente que me quedaba aparte de Florence. Me dijo que mi Carl se veía con una
mujer llamada Gladys, muy alta y elegante. No podía creerlo, y menos después de lo
que había ocurrido con mi primer marido.
—¿Tu primer marido? Nunca supe que hubieras tenido otro marido que Carl.
—Sí, me había casado antes, inmediatamente después de salir de la escuela, en
mil novecientos dieciocho. Se llamaba Rup y me mataba a golpes, así que me
divorcié. Él también iba con otras. Fue un escándalo que me separara. La gente
pensaba que eso era peor aún que sus aventuras con mujeres. En aquella época no se
practicaba el divorcio. Fue entonces cuando empecé a fumar. Maldita sea, si pensaban
que era una perdida por divorciarme, fumaría por la calle para que tuvieran de veras
algo en que hincar sus dientes. Y fumaba cigarros, para que nadie dejara de
advertirlo. —Hizo una pausa y recogió el hilo primitivo de su pensamiento—.
Cuando Carl llegó a casa aquella noche, yo estaba decidida a vérmelas con él. Le
pregunté qué era eso que me habían dicho sobre él y Gladys. Me dijo la verdad. La
había estado viendo durante un año. Y se sentó en aquel viejo sofá que teníamos, el
de las cintas marrones, ¿recuerdas? Ocultó la cabeza entre las manos y lloró. Con las
lágrimas corriendo por su cara me dijo: «¿No puedes amar a más de una persona a la
vez, Caty?». Entonces perdí la cabeza. ¿Cómo podía querer a alguien más que a mí?

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Si no estaba satisfecho conmigo, haría las maletas y me marcharía. Yo quería a aquel
hombre. Le veneraba. Era tan bueno conmigo… ¿Cómo podía hacer una cosa así a
mis espaldas? Casi terminé en el manicomio de Harrisburg, precisamente cuando
habían dejado de aplicarme el cobalto. Todavía no me había recuperado de eso. Una
vez quise coger el autobús para ir a York, y terminé en Spring Grove, en la dirección
opuesta. No sabía distinguir entre este y oeste. Bueno, como seguí de ese modo y
lloré tanto, terminaron por llevarme a ver al doctor Harmeling porque creyeron que
iba a perder la vista. Entonces el doctor tuvo una conversación con Carl y conmigo.
Le dijo a Carl que era una locura compartir dos mujeres. Creía que con una era
suficiente. Si les cubrían la cabeza con una bolsa de papel, todas las mujeres eran
iguales. ¿Por qué no podía Carl ser feliz con la que había encontrado? Yo estaba
presente cuando el doctor le dijo eso. Él, por lo menos, estaba de mi parte. Yo era una
buena esposa. Así que Carl rompió con aquella mujer y yo le perdoné. Pero me
destrozó el corazón. Nunca pude olvidarlo. Hasta el día de hoy no consigo creer que
haya podido hacerme eso.
Su voz se convirtió en un gemido. Se limpió las lágrimas de los ojos con una
servilleta y miró fijamente su taza de café, esperando que yo le demostrara mi
simpatía.
Hacía treinta y un años de aquello y su vida se había detenido en ese momento.
Había esmaltado el áspero filo de su pena, transformándola en una perla de pasión.
Su vida giraba en torno a esa cima emocional desde el día en que lo había descubierto
y ahora esperaba que yo lo compartiera con ella.
—Lo siento, mamá, pero…, bueno, no le encuentro ningún sentido vivir con una
sola persona.
Levantó rápidamente la cabeza y me lanzó una mirada de indignación.
—Vaya modo de hablar. Estás atiborrada de sexo, eso es lo malo de ti.
Le devolví una mirada neutra. No pensaba secundarla en aquella ridícula
sensación de ser la mujer más maltratada del continente.
Carrie suspiró y, como no hallaba apoyo en mí, prosiguió su relato con menos
convicción y emoción.
—Luego, en el cuarenta y cuatro, naciste tú. Vi mi oportunidad. Él no podía
darme hijos, así que fui a buscarte. Siempre había querido un hijo al que cuidar.
Pensé que me harías feliz. Te hice vestiditos, y te saqué de aquel lugar en un coche
infantil. Eras un bebé hermoso una vez que tus huesitos se cubrieron con un poco de
carne. No te alimentaban en aquel orfanato católico. Monjas… Nunca me gustaron.
Parecen pingüinos. Carl temía no ser adecuado como padre, pero dijo que trataría de
hacerlo bien. Llegó a quererte con locura. Tanto como si hubieras sido hija suya.
Claro que tú no saliste como yo esperaba, pero eres igualmente mía. Todo lo que
tengo en este mundo.
Miré a Carrie y la imaginé sentada sobre un montón de alianzas con un baño de
plata, observando con fijeza su taza de café con leche, alimentándose de ilusiones de

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maternidad que eran como los dulces falsos exhibidos en el escaparate de la
panadería donde había trabajado: todo hecho de cartón. Jugueteaba con mi taza
mientras ella seguía hablando.
—Naciste para ser mi hija. Eso es lo que dijo el pastor Needle, y yo te crié para
que fueras una dama. Lo hice lo mejor que pude.
—Lo sé, mamá. Te agradezco que me hayas cuidado cuando era pequeña,
alimentándome y vistiéndome, aunque no tenías mucho dinero. De veras te lo
agradezco.
—No lo hagas. Las madres están para eso. Quise hacerlo.
Miré el reloj. Otros diez minutos y llegaría el taxi que había llamado. Ella siguió
la dirección de mi mirada y sus ojos se entristecieron.
—¿Cuándo piensas volver por aquí?
—No lo sé. Me cuesta mucho conseguir el dinero.
—Escúchame. No tiene sentido que te dediques a las mujeres. Ninguna se va a
ocupar de ti. Cásate con un hombre. Entonces tendrás dinero. De lo contrario, te
arrepentirás. No hay seguridad para una mujer sola.
—Diablos, tú te casaste con un hombre y no conseguiste dinero. Y en cuanto a
seguridad…, una está segura sólo cuando se muere.
—Vaya modo de hablar. No puedo comprenderte. ¿Cuándo viene el taxi?
—Dentro de diez minutos.
—Bueno, te he dicho todo lo que tenía que decirte. Te he preparado unos
bocadillos y hay un paquete con queso suizo. Cómprate un poco de leche y come
bien. Hay tres huevos duros, así que no tienes que comprarte comida. Es todo lo que
tu vieja madre puede darte. —Sus ojos volvieron a humedecerse—. Es todo cuanto he
podido hacer. Siento tanto no tener dinero, tesoro… Te hubiera comprado una casa de
películas para ti sola. No te he dicho nada hasta ahora, pero me aflige verte tan flaca.
Estás demasiado delgada, hija. No haces más que trabajar. Siempre trabajaste duro.
Tengo miedo de que te exijas demasiado a ti misma. Crecí sin nada y desearía que mi
hija tuviera algo. Pero también tú empiezas desde cero porque no tengo nada para
darte. Hice lo mejor que pude. No me odies, tesoro, no me odies.
La rodeé con mis brazos y ella escondió su cabeza blanca entre mis pechos.
—No te odio, mamá. Somos distintas, pero tenemos un carácter fuerte. No hemos
estado de acuerdo muchas veces. Por eso hemos discutido tanto. No te odio.
—Y nunca he dicho que no fueras mi hija. Tú eres mía.
—Me confundí, eso es todo. Olvídalo.
—Te quiero. Eres lo único que me mantiene en vida. ¿Qué más tengo? La
televisión…
—Yo también te quiero.
El taxi hizo sonar el claxon, y Carrie pareció haber visto al ángel de la muerte.
Trató de llevar mi maleta, pero le dije que no lo hiciera. Salí con mi equipo y volví en
busca de la maleta. Ella me tendió las manos.

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—Dale un beso a este higo seco.
La besé y abracé, y me dirigí al taxi. Ella carraspeó y aún dijo:
—Escríbeme, por favor. ¿Me has oído?
Me giré y asentí con la cabeza. No podía hablar. El taxi arrancó y Carrie se
reclinó contra aquella pared de la que ya iba desapareciendo el color rosado y me dijo
adiós con la mano. Le devolví el saludo.
Carrie, Carrie, cuyas opiniones políticas están a la derecha de Genghis Khan; que
cree que si el buen Dios hubiera querido que todos viviéramos juntos nos habría
hecho a todos de un solo color, y que una mujer sólo es buena en la medida en que lo
es el hombre que está a su lado… La quiero. Incluso cuando la odiaba, la quería. Tal
vez todos los hijos amen a sus madres, y ella es la única madre que he conocido. O tal
vez debajo de su caparazón de prejuicios y temores haya un ser humano que ama. No
lo sé, pero en cualquier caso la quiero.

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AL PROFESOR WALGREN se le debió de arrugar el escroto cuando volví con el


equipo. Tuve que escuchar sus bramidos sobre mi irresponsabilidad al llevarme los
aparatos cuando otros los necesitaban. Me amenazó con revocar mi beca, pero tuvo
que desistir de la idea, ya que era mi último semestre y estaba finalizando. Echó
espuma por la boca, me dijo de todo, resopló y por fin se calló.
La noche de la proyección fue un gran acontecimiento. Todos los demás
estudiantes habían llevado consigo a sus chicas, que rivalizaban entre sí por el primer
puesto entre las mejor vestidas con menos ropa. Ellos las presentaban como «mi
chica» o «mi mujer». Yo fui sola. Les sorprendió que no intentara amoscarlos
llevando a un barbudo en camisa sport y corbata de colores. La proyección comenzó.
El film que arrancó más aplausos fue el que narraba la violación realizada por una
pandilla en un paisaje imaginario de Marte con la mitad del elenco en traje de
marcianos y la otra mitad como seres humanos. Todos los hombres murmuraron que
se trataba de un profundo alegato antirracista. Las chicas suspiraron.
Mi film era el último de la lista, y cuando le llegó el tumo una parte de la
audiencia se había marchado. Allí estaba Carrie en su mecedora, mirando a la cámara
de frente, en el papel de ella misma. Ni tomas rápidas a la manera de Kenneth Anger,
ni bolas de hojalata cayendo del cielo para representar la lluvia nuclear; sólo Carrie
hablando de su vida, del mundo de hoy y del precio de la carne. Yo lo había hecho lo
mejor que había podido. En algunos momentos el cuadro se movía, pero eran veinte
minutos de su vida, tal como ella la veía y la revivía para la cámara. Lo último que
decía en el film era: «Voy a convertir esta casa en una gran torta de pan de jengibre
con una capa de azúcar en los bordes. Cuando esos malditos cobradores vengan por
aquí, les diré que cojan un trozo de la casa y me dejen en paz. Cuando se la hayan
comido toda —en este punto se oyeron risitas ahogadas en la sala—, yo ya estaré
sentada a la luz del sol que hizo el buen Dios. Estaré entre los lirios del campo que
son más preciosos que todos los tesoros del rey Salomón. No es mal modo de morir
cuando se es tan vieja como yo». Soltó una risa poderosa y segura; cuando la risa se
extinguió, acabó la película.
Nadie aplaudió. Nadie profirió un solo sonido. Empecé a rebobinar la película
mientras ellos desfilaban delante de la mesa de proyecciones. Yo miraba a todos mis
compañeros de los últimos años, pero ninguno pudo mirarme a la cara. Salieron de la
sala en silencio. El último en marcharse fue el profesor Walgren. Se detuvo en la
puerta, se volvió para decir algo, lo pensó mejor, y con la vista baja cerró suavemente
la puerta para que no hiciera ruido.

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Me gradué con las notas y distinciones más altas. No asistí a la ceremonia; me
enviaron el diploma por correo. No volví por el departamento para humillar a los
estudiantes. Después de la exhibición, me llevé mi film y la Arriflex como
compensación y traté de conseguir un empleo. La Metro me pidió que empezara
como secretaria. La Warner se interesó por mis dotes editoriales y me ofreció ciento
cincuenta dólares semanales para empezar, si acepaba ocuparme de la propaganda
para sus últimas producciones. Se sentían muy impresionados por mi capacidad
técnica; estaban seguros de que les sería de mucha ayuda que yo escribiera las
gacetillas de prensa para la última película de Warren Beatty.
Los que se dedicaban al cine no comercial fueron más directos. Uno de ellos, muy
famoso, me pidió que aceptara un papel de hermafrodita en su próximo film. Mi cara
le fascinaba y pensaba que me vería absolutamente divina como niño-niña, niña-niño,
en su próxima versión al desnudo de Shakespeare. Dijo que haría, de mí una estrella.
Young y Rubicam me dijeron que tenía que comenzar como secretaria, pero que en
pocos años llegaría a filmar comerciales. Wells, Rich y Green me dijeron lo mismo,
pero me ofrecieron más dinero y un despacho mejor. El tipo que había filmado la
violación en Marte entró de inmediato en la CBS como asistente de director en un
programa para niños. A mí me dijeron que no había plazas.
No me sorprendió, claro que no, pero aun así me sentí abatida y humillada. Había
esperado contra toda esperanza ser la brillante excepción, el talentudo símbolo de la
ruptura de las barreras de sexo y clase. ¡Bravo por ella! Después de todo, había sido
la mejor de mi curso. ¿Eso no significaba nada? Pasé aquellos días tan amargos,
después de malgastar mi hora del almuerzo en entrevistas para conseguir empleo,
sentada en el despacho, mientras Stella entraba sin cesar para contar las diversas
historias dé los problemas de próstata que aquejaban al señor Cohen. Amargos días
en que me dedicaba a la preparación del Compendio de artesanías y pensaba que me
quebraría igual que en los Quince modos fáciles para labrar vidrio. Mi amargura se
reflejaba en las noticias sobre gente de mi edad que desfilaba airada por las calles en
señal de protesta. Pero de algún modo sabía que mi rabia no era la de ellos y que me
habrían expulsado de su movimiento por ser lesbiana. También leí en alguna parte
que empezaban a formarse grupos femeninos, pero también ellos me apartarían del
mismo modo. Diablo, hubiera querido ser aquella rana del viejo estanque de Ep.
Hubiera querido levantarme por la mañana y mirar al día de la forma en que lo hacía
cuando niña; caminar por las calles sin tener que oír esos constantes y cansadores
piropos que exhalaban las bocas del sexo opuesto. Hubiera querido que el mundo me
dejara ser yo misma. Pero de todas maneras, yo sabía lo que hacía. Deseo rodar mis
propias películas. Puedo trabajar para conseguirlo. De un modo u otro haré esos
films, y no creo tener que luchar hasta los cincuenta. Pero si necesito todo ese
tiempo…, entonces tened cuidado, porque voy a ser la cincuentona más tremenda de
este lado del Mississippi.

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RITA MAE BROWN (Hanover, Pensilvania; 28 de noviembre de 1944) es una
prolífica escritora estadounidense, conocida por sus novelas de misterio y de otros
géneros. Adicionalmente, como guionista ha sido nominada al premio Emmy.
También se la conoce por haber sido una comprometida activista feminista y a favor
de los derechos LGBT.
En la década de 1960 Brown fue a la Universidad de Florida. Se mudó a Nueva
York y fue a la Universidad de Nueva York, donde obtuvo un grado en clásicos e
Inglés. Más tarde obtuvo otro en cinematografía de la Escuela de Artes Visuales de
Nueva York. También tiene un doctorado en ciencias políticas del Institute for Policy
Studies de Washington D. C.
A finales de la década de 1960, Brown se concentró en la política. Se convirtió en
activista del movimiento por los derechos civiles estadounidenses, del movimiento
contra la guerra, el movimiento de la liberación gay y el movimiento feminista.
Cofundó la Student Homophile League y participó en los disturbios de Stonewall en
Nueva York. Aceptó una posición administrativa con la recién creada Organización
Nacional de Mujeres, pero dimitió furiosa en febrero de 1970 por los comentarios
anti-gais de Betty Friedan y los intentos de la ONM de distanciarse de las
organizaciones lesbianas. Tuvo un papel protagonista en el grupo «Lavender
Menace» y su protesta en el Second Congress to Unite Women —Segundo Congreso
para unir a las mujeres, en contra de los comentarios de Friedan y la exclusión de las
lesbianas en el movimiento feminista— el 1 de mayo de 1970.
A comienzos de la década de 1970, se convirtió en uno de los miembros
fundadores del periódico feminista lésbico The Furies Collective, que sostenía que la
heterosexualidad era la raíz de toda la opresión.

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Fue la novia de la tenista Martina Navratilova, la actriz y escritora Fannie Flagg,
Judy Nelson y la política Elaine Noble.

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