Entrar en Tu Corazon - Sarah Jane Rose
Entrar en Tu Corazon - Sarah Jane Rose
Entrar en Tu Corazon - Sarah Jane Rose
Son las seis y media de la mañana cuando me despierto sin saber muy bien
cómo acudiré hoy a trabajar. El día que me mudé a la cabaña me pareció
que, en parte trasera de la misma, había una bicicleta vieja y roída que
quizás pudiera servirme durante los próximos días, al menos hasta que
consiga volver a poner en marcha mi coche. La verdad es que aún no he
salido a comprobar que no tenga las ruedas pinchadas y que los pedales
funcionen correctamente.
“Mi coche”. Pensar en él me provoca un instintivo sentimiento de angustia.
Tengo que llamar a una grúa, mandarlos a un taller —y, la verdad, ni
siquiera sé si en Frontriver hay talleres— y solucionar el desastre antes de
que vaya a peor. Además, en un sitio como este el vehículo es total y
completamente necesario. La mayoría de los pueblerinos se mueven en
motocicleta o con tractores, pero yo no pienso cambiar mi pequeño práctico
coche por un trasto arcaico que hace ruido y no pasa de los veinte
kilómetros por hora.
Dos golpes secos contra la puerta de mi casa me hacen pegar un respingo
por los aires, sorprendida. Miro mi reloj con el corazón acelerado mientras
me pregunto quién diablos será a estas horas. Son las siete menos cuarto de
la mañana, demasiado temprano para cualquiera. Incluso para mí.
Abro la puerta y, tras ella, me encuentro al cowboy y a su hijo. Tom está…
guapísimo, ¿para qué voy a negarlo? Desprende algo que es capaz de
volverme loca. Algo que me encanta. Puede que sea su rudeza, no lo sé.
Nunca jamás me había tropezado con alguien tan misterioso y poco
carismático como él.
—¿Te puedes quedar con Andrew un rato? ¿Diez minutos? —pregunta con
voz pasiva, como si en realidad le diera igual mi respuesta.
No parece que me esté pidiendo un favor.
—Voy a intentar mover el tronco de la carretera y traer tu coche hasta aquí
—me dice, dejándome claro que, en realidad, el favor me lo va a hacer él a
mí—. Después, si quieres, te llevo al colegio.
Su arrogancia me desespera.
Tengo ganas de decirle que no, que no es necesario y que me las podré
apañar yo sola. Pero en el fondo sé que me vendría genial que me llevase a
trabajar y no tener que caminar más de la cuenta o arriesgarme a ir en
bicicleta y que, a la vuelta, me pille otro potente chaparrón como los de
estos días.
—Sí, claro, me quedo con Andrew —le digo, haciéndome un lado para el
chiquillo pase al interior de la cabaña—. ¿Has desayunado, cielo?
El pequeño sacude la cabeza de lado a lado y yo le dedico una sonrisa
amable.
—Pues vamos a ver si solucionamos eso…
Cuando me quiero dar cuenta, Tom ya se ha marchado.
Cierro la puerta y me quedo en casa con el pequeño, preguntándome si
realmente será capaz de mover el tronco caído y mi coche en diez minutos y
en estar de vuelta. Reviso el reloj de mi muñeca; puede permitirse
demorarse un poco más, pero tampoco demasiado si no pretende llegar
tarde al colegio.
Le pongo a Andrew un vaso de leche y unas galletas. Puede no sea el
desayuno más saludable, pero no tengo mucho más que ofrecerle. Me digo
a mí misma que esta tarde debería dedicarme a hacer una compra en
condiciones y llenar los armarios de provisiones, pero después vuelvo a
recodarme que estoy sin coche y que volver cargada de bolsas hasta el fin
del mundo no es una opción práctica ni factible.
Mientras el pequeño desayuna, yo aprovecho para ponerme unos vaqueros y
una camiseta básica. Tengo el pelo encrespado por la humedad de ayer, así
que me lo recojo en una cola de caballo alta y me lavo la cara con la
intención de desperezarme. Me quedo mirando la imagen que me devuelve
el espejo y me doy cuenta de que las ojeras me han empeorado
notablemente y de que no tengo demasiado buen aspecto. Desde que llegué
a Frontriver no he conseguido conciliar el sueño con normalidad. Es más,
creo que no he dormido más de dos horas seguidas.
Me digo a mí misma que este fin de semana —si Britney no viene, claro—,
lo aprovecharé para dormir y recargar pilas. Lo necesito, por supuesto.
—Señorita… —me dice Andrew, que ha aparecido en el umbral del baño
—. ¿Hoy no tenemos que ir al cole?
—Sí, Andrew. Sí que tenemos que ir al colegio —le respondo, justo antes
de revolverle el cabello rubio—. ¿Te gusta ir a clase?
Él se queda mirándome, pensativo.
—Papá dice que es necesario para aprender.
—Es muy necesario —respondo con seguridad—. Papá tiene mucha razón.
Me sorprende la respuesta de Andrew. La mayoría de los niños suelen
responder con un “no” o un “sí” rotundo. No hay términos medios ni
resignaciones. Son demasiado pequeños para comprender que es algo
necesario, así que su respuesta suele ser más básica y primaria. O es un “me
gusta porque me lo paso bien y me divierto” o es un “lo odio y no quiero ir
al cole nunca más”. Me sorprende lo práctico que es Andrew. Desde luego,
debo admitir que es un chico muy inteligente. Eso es indiscutible.
—¿Qué quieres ser de mayor, Andrew?
Él se encoge de hombros y yo me agacho hasta quedar a su altura. Me
siento en el suelo y apoyo la espalda contra la pared. Soy de esas personas
que piensan que a los niños hay que tratarles desde su propia perspectiva,
para que siempre se sientan iguales y nunca inferiores a los adultos.
—¿No sabes lo que quieres ser de mayor?
—Quiero cuidar de los animales —responde con convicción, y al
escucharle decir eso sonrío.
—¿Veterinario, por ejemplo?
Él asiente con la cabeza y yo sonrío.
—Pues para ser veterinario hay que ir al colegio, divertirse y estudiar
mucho. ¿Vale?
Andrew repite el gesto, conforme con lo que le estoy diciendo. Es un chico
muy sencillo y está bien educado, me gusta.
Me siento con él en la mesa, dispuesta a tirarle de la lengua un poco más.
Me he dado cuenta de que en el colegio es un niño muy introvertido, pero
que si está a solas no tiene demasiadas dificultades para expresarse y
relacionarse. Supongo que le será más fácil hacerlo con adultos que con
niños, porque es a lo que está acostumbrado.
—¿Vives solo con tu papá?
Ya conozco la respuesta, pero me parecía un buen hilo del que tirar para
poder obtener más información.
—Sí, vivimos solo con Dante y el resto de nuestros animales. ¿Quieres
venir un día a conocer a Dante? —me dice, ilusionado.
Me sorprende ver a Andrew de esta forma, tan abierto y dispuesto a
compartir. En el colegio, cuando el resto de los niños están delante, suele
ser mucho más tímido. Muchísimo más.
—Claro que sí. ¿Quién es Dante?
—Mi caballo. Papá me lo compró para mí y ahora es mi compañero y mi
amigo.
—Me parece estupendo —respondo, pensando que esta parte que estoy
conociendo de Andrew es muy positiva y me deja un poco más tranquila—.
Me encantará conocer a Dante.
Escucho el sonido de un motor aproximándose a la cabaña y me apresuro a
asomarme a la ventana para ver qué es lo que está sucediendo ahí afuera.
Tom ha remolcado mi coche y lo ha arrastrado hasta aquí gracias a su
todoterreno.
Le digo a Andrew que nos tenemos que marchar y le insto a ponerse el
abrigo. El niño, una vez más, obedece sin rechistar.
Son un dúo curioso, aunque algo me dice que incluso con sus rarezas ambos
parecen bastante fáciles de querer. De coger cariño. Cuando me subo al
todoterreno del cowboy soy consciente de que mi mente, desde que llegó a
Frontriver, solamente vaga pensando en él. En ellos. Me estoy
obsesionando y eso no es bueno, para nada bueno. Tengo que empezar a
desconectar y a centrar mis pensamientos en cosas más productivas o en
otro tipo de proyectos.
—Señorita, ¿puedo decirle al resto de los niños que he estado en tu casa
hoy?
—Claro que sí… —respondo con una sonrisa de oreja a oreja—. Puedes
contarles, si quieres, que hemos desayunado juntos.
Por lo general no me haría ninguna gracia porque no me gusta que se crean
que hay favoritismo entre unos y otros alumnos, pero en este caso me
parece bien. Si esto sirve para que Andrew se abra y comparta algo con el
resto de los niños, ya es un buen avance.
Tom detiene el todoterreno en la puerta del colegio en el preciso instante en
el que la sirena comienza a sonar. El pequeño y yo nos bajamos de forma
apresurada y nos dirigimos hacia dentro con rapidez, sin demorarnos.
Unos segundos más tarde, un nuevo día vuelve a comenzar.
9
Les he pedido a los niños que escriban sobre sus mascotas y que, si no las
tienen, escriban sobre la mascota que les gustaría tener.
Es increíble porque todos, absolutamente todos los pequeños de mi clase,
tienen algún animalito a su cargo. Es genial. Supongo que es una de las
ventajas que tiene vivir en una zona rural y no bajo el eterno estrés de la
ciudad.
Me sorprendo al leer algunas de las redacciones, incluida la de Andrew.
Una vez más, no conseguido sacarme a esos dos de la cabeza hasta que
llega la hora del comedor y Pett comienza a relatarme lo que los Lakers
hicieron ayer en el partido. Le cuento que no tengo televisión en la cabaña.
Había una, pero cuando la encendí me di cuenta de que la pantalla estaba
rota y de que ponerla en marcha era una misión imposible.
De todas formas, no importa. Soy una de esas chicas raritas que prefieren
leer un buen libro a ver un reality show. Pett me dice que, cuando salgamos
de trabajar, se pasa por la cabaña para instalarme un viejo televisor que
tiene en el trastero desde hace años pero que —según cree—, todavía
funciona. Acepto la propuesta de muy buena gana y regreso a clase.
El sol brilla en lo alto del cielo y el día transcurre con normalidad. A última
hora los niños tienen educación física, así que yo aprovecho ese rato para
llamar a mi familia y contarles que todo marcha genial, sin novedades, y
que ya estoy instalada por completo. Decido no explicarles lo del accidente
de coche, porque sé que eso los dejaría preocupados. Además, Britney me
confirma que el fin de semana lo pasará aquí, y eso hace que de pronto mi
estado de humor se vuelva increíblemente bueno. Tengo ganas de verla y de
darle un achuchón.
Este fin de semana, además, empieza la feria local. Dura unos diez días
aproximados y viene gente de todo el condado para participar en los puestos
y en los rodeos. Por lo que he leído en los panfletos turísticos, debe de ser
un evento bastante divertido.
Suena el timbre de salida y todos los alumnos se colocan en fila, dispuestos
a abandonar el aula lo antes posible. Yo necesito unos segundos para decidir
qué voy a hacer. Podría aprovechar y preguntarle a Tom si me lleva de
vuelta a la cabaña, pero algo me dice que eso sería abusar más de lo
permitido. Aunque, si no me aprovecho del cowboy… ¿cómo narices
pretendo volver hasta casa?
Hace buen día y podría caminar, sí. Pero son más kilómetros de los que
estoy acostumbrada a realizar andando.
Al final, me resigno y cojo mi chaqueta con rapidez para salir a la calle en
busca del todoterreno de mi vecino, pero para cuando llego ellos ya se han
marchado. Me armo de paciencia y decido que un paseo por la naturaleza
no me vendrá nada mal para despejar la mente.
Es increíble.
Solamente llevo unos días aquí, pero es como si llevase una eternidad. De
alguna forma, Frontriver me ha absorbido por completo y tengo la
sensación de que ya formo parte de todo esto. De su gente, sus calles, su
pueblo… No podría decir que la adaptación ha sido mala, en absoluto.
Congeniar con los habitantes de este lugar es fácil, porque todos son
amables y todos ponen por su parte.
Casi una hora más tarde, consigo llegar a mi hogar. Estoy agotada y me
duelen los pies, pero no puedo descansar porque Pett no tarda en aparecer
para instalarme el televisor. Tampoco puedo protestar, por supuesto. Faltaría
más.
Me cuenta que faltan muy pocos minutos para que empiece un partido de
los Dallas y se apresura a instalar el aparato con rapidez para poder ver el
comienzo del mismo. Antes de que quiera darme cuenta, el comentarista
empieza a gritar y la pantalla se llena de futbolistas vestidos de blanco y
azul. Pett también da cuatro gritos cuando el quarterback falla, y yo me
muero de risa mientras me dejo caer en el sofá, a su lado.
No soy de fútbol. Nunca lo he sido. En realidad, es algo que no me llama la
atención y que no me motiva demasiado, pero es cierto que ahora mismo
cualquier compañía me parece aceptable y que cualquier plan que no
implique estar sola en mitad de la nada me parece un buen plan.
—¿Tienes una cerveza? —me pregunta Pett.
—No, no tengo ni un refresco —me río—. Esperaba ir a hacer la compra
hoy, pero me he quedado sin coche y no tengo cómo desplazarme.
Ya he aprendido la lección: ir al pueblo caminando y regresar del mismo
modo y cargada de bolsas no es una opción.
Dos golpes secos contra la puerta de mi casa me pillan desprevenida. No
espero visita. Bueno, en realidad, nunca espero visita. Aquí pocos me
conocen y diría que nadie tiene un excesivo interés en la profesora nueva
que vive perdida en una cabaña. Imagino que será Susa e, internamente,
rezo porque me traiga más tápers con sobras de la cafetería de Sophie. No
me vendría nada mal tener algo que cenar esta noche, y lo de pedir comida
a domicilio es un privilegio que no está disponible en este tipo de zonas.
Abro y, ¡sorpresa! No es Susan. Qué va.
—¿Tom? —murmuro en voz baja, sorprendida.
—¡Oye, Amanda! —grita Pett desde el sofá mientras el comentarista
protesta por un placaje demasiado agresivo—, si quieres, cuando termine el
partido podría llevarte a hacer la compra…
Tom se queda mirándome muy fijamente, sin decir nada. Desde luego, no
esperaba encontrarme con visita.
—Es el profesor de educación fi… —comienzo, sin siquiera comprender
por qué le estoy dando ninguna explicación. No debería.
—He venido a traerte esto —me interrumpe, entregándome un walkie-talkie
—. Está conectado con el mío y con la radio de mi coche. Si tienes alguna
emergencia, ya sabes…
Vaya.
Esto sí que no me lo esperaba. ¿Por qué se preocupa por mí? ¿A qué viene
este gesto? Se da la vuelta, sin responderme, y se aleja de vuelta hacia el
sendero que asciende a su rancho. Yo me he quedado muda y ni siquiera le
he dado las gracias, así que bajo las escaleras del porche corriendo y me
acerco hasta él.
—Tom… gracias —murmuro en voz baja para que Pett no pueda
escucharnos—. Por esto —añado, levantando en alto el aparato—, y por lo
de esta mañana. No hubiera llegado a tiempo si no hubiese sido por tu
ayuda.
Él se encoge de hombros. Es evidente que no está acostumbrado a que le
den las gracias. Suspira profundamente y asiente con la cabeza, en silencio.
Mientras tanto, yo no puedo evitar repasarle de arriba abajo. Está
guapísimo. Lleva una de esas camisas de cuadros, su sombrero de cowboy y
unos pantalones que aprietan sus muslos y que se ensanchan al llegar a sus
botas. Cierro los ojos un instante, solamente unas milésimas de segundo, y
me doy cuenta de lo mucho que me gusta.
—En un rato iré a comprar el pienso para caballos con Andrew, a las
afueras de Frontriver. Junto a los pabellones hay un supermercado… Lo
digo porque…
—Sería genial si me pudieras acercar —admito, mordiéndome el labio
inferior.
Sí, ya sé que Pett se ha ofrecido en primer lugar. Pero, en el fondo, me
apetece estar con Tom —y ni siquiera entiendo por qué—. Tiene algo que
me atrae de forma inconsciente y, por mucho que procuro mantener a raya
esa sensación de atracción, no lo consigo. No hay forma. Desprende algo
que despierta en mí un instinto de protección que ni siquiera yo conocía
hasta ahora.
—¿Te paso a buscar?
Yo muevo la cabeza en señal afirmativa, en silencio.
—Gracias —respondo de nuevo, justo antes de volver corriendo a la
cabaña.
Pett sigue inmerso en el partido y ni siquiera se ha molestado en
preguntarme quién era. Me río al comprobar su nivel de concentración y,
con una sonrisa tonta, vuelvo a sentarme a su lado.
Dios. Me encantaría sacarme de la cabeza a ese arrogante cowboy, pero…
No puedo. No lo consigo. Es demasiado sexy.
El partido termina media hora después y, tras explicarle amablemente que
no será necesario que me acerque al supermercado, me despido de él.
—Si al final no consigues hacer tú misma la compra escríbeme un mensaje
y me acerco a tu casa con algo de cena —me dice con amabilidad—. Ya
sabes que a mí no me espera nadie en casa, así que no molestas.
Esta semana su exmujer tiene a las niñas, así que él está solo en casa.
—Sí, claro, gracias… —musito.
La verdad es que Pett es un tipo genial.
Me da un abrazo de despedida que me pilla por sorpresa y nos despedimos.
10
Aunque estoy lejos de la gente, puedo sentir cómo todas las miradas
presentes se clavan en mí de forma descarada. Tom siempre ha sido la
comidilla del pueblo y ahora que, de alguna forma, yo había entrado en su
vida ese cotilleo sobre él había vuelto a estar en boca de todos y su nombre
sonaba constantemente entre los ciudadanos de Frontriver.
Echo a caminar sin rumbo mientras me esfuerzo por no girar mi rostro hacia
la gente para que nadie me pueda ver llorar. Intento despejar la mente y me
pregunto a mí misma si estoy bien encaminada en dirección a la cabaña o si,
al contrario, voy caminando en dirección contraria.
Una y otra vez, recreo en mi cabeza la conversación que acabo de mantener
con Tom y me pregunto a mí misma si he hecho bien enfrentándome a él o
si, por el contrario, me he metido donde nadie me llamaba. No pretendía
hacerle daño a pesar de que él haya malinterpretado mi comentario.
Al final, después de varios minutos, consigo serenarme.
¿Por qué narices se ha tenido que marchar Britney tan rápido? ¿Por qué no
se ha quedado un rato más conmigo? La necesito. La necesito muchísimo.
Algo me dice que, por mucho que intente convencerme a mí misma, esto de
vivir a solas en una cabaña alejada de todo no está hecho para mí. Yo no soy
Tom. No soy una ermitaña que quiere vivir rodeada de ganado y que no le
gusta —ni sabe— sociabilizarse con la gente. Yo soy, más bien, lo
contrario. Cualquiera que me conozca dirá que me encanta estar rodeada de
gente, que disfruto del ambiente, de ir al cine, de salir a tomar algo…
No, no sirvo para estar en la montaña. No sirvo para vivir en un pueblo
tejano donde el autocine y tomar unas cervezas es lo mejor que te puede
pasar llegado el fin de semana.
Y Tom… Sé que, si me quedo cerca de él, terminaré sufriendo. Me lo he
repetido en un sinfín de ocasiones desde que le vi por primera vez y estoy
convencida de que cualquiera de este pueblo me diría lo mismo si le
preguntase: Tom está roto. Está hecho pedazos y no va a curarse ni por mí,
ni por nadie. Eso solamente sucederá cuando él decida que ha llegado el
momento, e intuyo que aún falta mucho para que ocurra.
Cuando llego a la cabaña es tardísimo, casi las once de la noche.
Estoy tan acostumbrada a vivir sin teléfono móvil que ni siquiera me lo he
llevado conmigo cuando he salido esta mañana. Aún no he encontrado un
rincón de Frontriver con cobertura, así que no tiene sentido cargar con él
todo el tiempo cuando recibir llamadas forma parte de una vida pasada. Eso
sí, los negocios y comercios del pueblo tienen red wifi, que eso ya es un
avance, aunque me haya acostumbrado a vivir ajena a todo.
Entro dentro para resguardarme de la helada nocturna y me dejo caer en el
sofá hecha un ovillo mientras me deshago en un mar de lágrimas. “No
llores”, me digo a mí misma, repitiéndomelo una y otra vez mientras me
siento débil por venirme abajo. Sé que, en lugar de derrumbarme, debería
de estar buscando una solución a mi vida. A mi futuro. A lo que quiero
hacer y a lo que quiero ser.
“Me marcho”, pienso de forma definitiva con el corazón en un puño.
Esta experiencia no ha sido la que me hubiera gustado, pero tengo claro que
no puedo seguir así. No se me ha perdido nada en este lugar y necesito
encontrar mi sitio. Mi sitio real, uno en el que me sienta en casa y pueda ser
feliz. Me imagino que el lunes acudiré al colegio después de caminar varios
kilómetros y que veré a Andrew sentado en su pupitre, y ese pensamiento
hace que me venga abajo y que no consiga casi ni respirar.
¿Por qué? ¿Por qué he tenido que fijarme en ellos? ¿Por qué no soy capaz
de centrar mi atención en un chico como Walker que no va a darme
problemas jamás?
Está claro que algo tampoco funciona bien en mí y que ese instinto de
protección que tengo hacia algunos alumnos, como Andrew, no es sano.
Debería saber mantenerme al margen, poner distancia y recordar que yo
tengo mi lugar, pero que ese sitio no es cercano.
Cuando por fin consigo dejar de llorar lo tengo todo mucho más claro: se
acabó. Me marchó.
Frontriver me ha enseñado una cosa, y es que a veces recular y volver a
atrás puede ser la mejor de las opciones cuando uno quiere ser feliz.
Al día siguiente me despierto en el sofá. La cama está hecha y los restos del
desayuno del día anterior aún descansan sobre la mesa del comedor. Si
cierro los ojos, puedo escuchar a Andrew riendo mientras Brit saca el
chocolate caliente y la leche. Ese recuerdo tan cercano parece tan lejano a
su vez, que duele. Me desgarra.
He conseguido cambiar mi forma de pensar y, por fin, sé que Tom es cosa
del pasado. No quiero volver a verle, ni a tocarle, ni a sentirle…
Y es curioso, porque mientras me digo todo eso con el corazón en un puño,
sé que puedo percibir su olor. ¿Cómo narices se puede desear tanto a
alguien que acaba de entrar en tu vida? ¿Cómo se puede sentir con tanta
intensidad esas ganas de necesidad que otra persona proporciona?
Hacer las maletas no es difícil. No tengo ningún interés en alargar mi
estancia en este lugar y en seguir dañándome a mí misma.
Empaqueto todo en cajas aún sabiendo que hoy me marcharé con una
pequeña maleta y nada más. Necesito salir de este lugar, y después ya
engañaré a Britney para que me acompañe de vuelta a recoger el resto de
mis cosas.
Me digo a mí misma que tengo que avisar a Susan de mi repentina huida.
Sé que dejarles tirados en el último y sin avisar no es lo más
recomendable… Pero ayer pude ver con claridad lo que sucedería si
alargaba mi estancia en Frontriver una semana más.
Es imposible no sentir, no implicarme. Y aunque intente mantenerme a
raya, ya me he involucrado demasiado como para que mi comportamiento
haya dejado de ser profesional. Tengo que poner kilómetros.
Arrastro la maleta por el sendero mientras mi cabeza continúa dando
vueltas y más vueltas a todo. A Tom, a la escuela, al trabajo… ¿Qué dirá
Susan cuando se entere de que me he marchado? ¿Qué pensará Britney
cuando me vea aparecer en casa? ¿Qué dirán mis padres cuando se enteren
de que me he rendido tan fácil? ¿Preguntará Andrew por mí cuando se dé
cuenta de que ya no seré más su señorita? Andrew. Es curioso, porque no
pienso en qué dirán el resto de los alumnos… El único que me preocupa es
él.
Tiro de la maleta con fuerza. Estoy agotada y las malditas ruedas no se
deslizan a través del rocoso sendero. Noto cómo las fuerzas van menguando
muy lentamente hasta que, finalmente, una piedrita se queda trabada en el
eje impidiendo que continúen girando.
Maldigo para mis adentros mientras me acuclillo para intentar solucionar el
problema cuando, de fondo, escucho el motor de un vehículo de fondo.
Es Tom, por supuesto. Siento cómo el corazón se me acelera mientras me
aparto a un lado del sendero para dejarle marchar. Él, que como ya
imaginaba derrocha orgullo por todos los poros, me pasa de largo sin
siquiera mirar en mi dirección. Yo siento cómo el nudo que tengo en la boca
de mi estómago aprieta con más fuerza y tengo tantas ganas de llorar que
las lágrimas estallan en mis ojos sin que pueda hacer nada por evitarlo.
Continúo caminando con rabia e ira, impotencia y odio. Es increíble la de
sentimientos horribles que el maldito cowboy de la colina es capaz de
generar en mí. Intento controlarme mientras doy zancadas malhumoradas
hacia delante, preguntándome dónde podré conseguir un taxi que me lleve
de vuelta a casa. O, al menos, hasta la estación de autobuses más cercana a
este maldito lugar alejado de todo y perdido de la mano de Dios.
Escucho de nuevo el motor de un coche y veo de fondo cómo el todoterreno
de Tom regresa hacia mí. Me vuelvo a hacer a un lado, convencida de que
pasará de largo, pero en lugar de hacerlo se detiene junto a mí.
—¿Se puede saber a dónde vas? —pregunta, bajando la ventanilla para que
pueda escucharle.
—¿A dónde crees que voy? ¡Me marcho a casa! —escupe de malhumor—.
¡Lejos de ti! ¡Lejos de Frontriver! ¡Lejos de este maldito pueblo y de todo
lo que me rodea!
Me doy cuenta de que Andrew está observando todo de forma consternada
desde el asiento trasero del coche y no puedo evitar sentirme mal al pensar
que esto debe de estar haciéndole mucho daño de forma indirecta.
—¿Puedes dejar de comportarte como una cría insolente y ser un poco
adulta? —me recrimina, quitándose el cinturón mientras echa el freno de
mano.
Escucho cómo le pide a Andrew que se quede dentro del coche y que no
baje, que los mayores tienen que hablar. El problema es que, a estas alturas,
yo no quiero hablar nada con él.
—Déjame en paz, Tom… —le pido, recordando lo que él me dijo ayer.
El cowboy, que hoy está más guapo que nunca, me sujeta del brazo y se
queda mirándome fijamente, retándome.
—¿Te das cuenta de lo inmadura que eres, Amanda? Eres una niña
malcriada.
—Y lo dice el que paga su frustración con todos cuando las cosas no le
salen como pretende… —respondo, apretando la mandíbula para no soltar
nada de lo que después me vaya a arrepentir.
—Amanda… Yo no…
Deja la frase en el aire. Los dos miramos muy fijamente, en silencio.
Ambos sabemos que cualquier cosa que digamos terminará siendo dolorosa
para los dos.
—Ha sido un placer coincidir contigo, Tom —le suelto, decidida a ser la
más razonable de los dos y a culminar con este absurdo tira y afloja que se
ha formado entre nosotros—. Espero que te vaya todo bien en esta vida…
Por supuesto, tengo ganas de llorar mientras se lo digo. Pero aún así
mantengo la compostura lo mejor que puedo y decido que ha llegado la
hora de ser fuerte y de no venirme abajo. Él no me suelta el brazo y yo sigo
sin poder moverme.
—Tom… —le digo, señalando hacia debajo para que me libere—.
Suéltame.
—No te vayas… —murmura y, al hacerlo, puedo intuir cierto tono de
súplica en el timbre de su voz—. No te vayas, por favor.
Su mandíbula está tan tensa como la mía y su gesto, descompuesto, me hace
saber que esto tampoco está siendo nada sencillo para él. Yo hace rato que
he soltado a mis pies la maleta y, en estos instantes, rezo porque el maldito
cowboy de la colina sea capaz de convencerme para que me quede. Que
consiga hacerme entrar en razón y ver las cosas de una forma diferente…
Porque, en el fondo, quiero hacerlo. Quiero quedarme con él. Quiero
quedarme en Frontriver y que este sea el lugar en el que consiga echar
raíces y ser feliz.
—Porque me gustas, Amanda —me dice, pillándome desprevenida con esa
confesión tan sincera—. Porque me gustas mucho y porque no consigo
sacarte de mi cabeza de ninguna manera. No dejo de pensar en ti.
—Pues ayer…
—Ayer fui un imbécil —resopla finalmente—, y siento mucho cada palabra
que te dije… Pero no quiero que te marches.
Me quedo mirándole, intentando descifrar de alguna forma imposible si está
siendo sincero o no. Me encantaría creerle, pero…
—¿Sabes que, Tom? No sé por qué, pero creo que quedarme cerca de ti será
sufrir… Sufrir mucho, y en estos momentos de mi vida lo último que quiero
es que alguien me rompa el corazón.
Me zafo de su mano y continúo caminando al frente. No puedo evitar que
los ojos se me empañen mientras doy un paso, detrás de otro, al frente.
Entonces vuelvo a sentir su presencia. Tom vuelve a retenerme de un tirón
y, sin previo aviso, me besa. Me besa con pasión, con sinceridad. Es un
beso salado, bañado en lágrimas que recorren el rostro de los dos. Es el
beso más intenso que nadie me ha dado jamás.
—Si te quedas, prometo que no te romperé el corazón —asegura—. Desde
que llegaste a Frontriver he vuelto a vivir. Así que, por favor, no te
marches…
Me lo pienso unos instantes.
Estoy a punto de responderle cuando, de pronto, un trueno ensordecedor
resuena en el firmamento anunciando la lluvia que llega dos segundos
después. Empieza a diluviar como si, desde el cielo, nos estuvieran tirando
jarros de agua helada para que ambos reaccionemos.
—¿Papá? ¿Amanda? —pregunta Andrew, que se ha bajado del coche y está
asustado por la tormenta.
Los dos nos quedamos mirándonos hasta que, al final, sonreímos.
—Puedes entrar en mi vida y destrozarme el corazón si quieres —me dice
Tom—. Yo prometo cuidar del tuyo.
Y esta vez sí, le creo.
Sin entender por qué ni comprender cómo, de forma tan repentina, uno se
puede llegar a enamorar de la noche a la mañana.
Algo me dice que el amor, el de verdad, es así. Llega cuando tiene que
llegar y, en ocasiones, solo en algunas pocas… se queda.
—Me quedo —respondo, estrechándole entre mis brazos mientras Andrew
viene para unirse al abrazo.
FIN