Kafka Franz. - La Metamorfosis
Kafka Franz. - La Metamorfosis
Kafka Franz. - La Metamorfosis
(1912)
II
III
La grave herida de Gregorio, cuyos dolores soportó más de un mes –la manzana
permaneció empotrada en la carne como recuerdo visible, ya que nadie se atrevía a
retirarla–, pareció recordar, incluso al padre, que Gregorio, a pesar de su triste y
repugnante forma actual, era un miembro de la familia, a quien no podía tratarse como a
un enemigo, sino frente al cual el deber familiar era aguantarse la repugnancia y
resignarse, nada más que resignarse.
Y si Gregorio ahora, por culpa de su herida, probablemente había perdido agilidad para
siempre, y por lo pronto necesitaba para cruzar su habitación como un viejo inválido
largos minutos –no se podía ni pensar en arrastrarse por las alturas–, sin embargo, en
compensación por este empeoramiento de su estado, recibió, en su opinión, una
reparación más que suficiente: hacia el anochecer se abría la puerta del cuarto de estar,
la cual solía observar fijamente ya desde dos horas antes, de forma que, tumbado en la
oscuridad de su habitación, sin ser visto desde el comedor, podía ver a toda la familia en
la mesa iluminada y podía escuchar sus conversaciones, en cierto modo con el
consentimiento general, es decir, de una forma completamente distinta a como había
sido hasta ahora.
Naturalmente, ya no se trataba de las animadas conversaciones de antaño, en las que
Gregorio, desde la habitación de su hotel, siempre había pensado con cierta nostalgia
cuando, cansado, tenía que meterse en la cama húmeda. La mayoría de las veces
transcurría el tiempo en silencio. El padre no tardaba en dormirse en la silla después de
la cena, y la madre y la hermana se recomendaban mutuamente silencio; la madre,
inclinada muy por debajo de la luz, cosía ropa fina para un comercio de moda; la
hermana, que había aceptado un trabajo como dependienta, estudiaba por la noche
estenografía y francés, para conseguir, quizá más tarde, un puesto mejor. A veces el
padre se despertaba y, como si no supiera que había dormido, decía a la madre:
«¡Cuánto coses hoy también!», e inmediatamente volvía a dormirse mientras la madre y
la hermana se sonreían mutuamente.
Por una especie de obstinación, el padre se negaba a quitarse el uniforme mientras
estaba en casa; y mientras la bata colgaba inútilmente de la percha, dormitaba el padre
en su asiento, completamente vestido, como si siempre estuviese preparado para el
servicio e incluso en casa esperase también la voz de su superior. Como consecuencia, el
uniforme, que no era nuevo ya en un principio, empezó a ensuciarse a pesar del cuidado
de la madre y de la hermana. Gregorio se pasaba con frecuencia tardes enteras mirando
esta brillante ropa, completamente manchada, con sus botones dorados siempre limpios,
con la que el anciano dormía muy incómodo y, sin embargo, tranquilo.
En cuanto el reloj daba las diez, la madre intentaba despertar al padre en voz baja y
convencerle para que se fuese a la cama, porque éste no era un sueño auténtico y el
padre tenía necesidad de él, porque tenía que empezar a trabajar a las seis de la mañana.
Pero con la obstinación que se había apoderado de él desde que se había convertido en
ordenanza, insistía en quedarse más tiempo a la mesa, a pesar de que, normalmente, se
quedaba dormido y, además, sólo con grandes esfuerzos podía convencérsele de que
cambiase la silla por la cama. Ya podían la madre y la hermana insistir con pequeñas
amonestaciones, durante un cuarto de hora daba cabezadas lentamente, mantenía los
ojos cerrados y no se levantaba. La madre le tiraba del brazo, diciéndole al oído palabras
cariñosas, la hermana abandonaba su trabajo para ayudar a la madre, pero esto no tenía
efecto sobre el padre. Se hundía más profundamente en su silla. Sólo cuando las mujeres
lo cogían por debajo de los hombros, abría los ojos, miraba alternativamente a la madre
y a la hermana, y solía decir: «¡Qué vida ésta! ¡Ésta es la tranquilidad de mis últimos
días!», y apoyado sobre las dos mujeres se levantaba pesadamente, como si él mismo
fuese su más pesada carga, se dejaba llevar por ellas hasta la puerta, allí les hacía una
señal de que no las necesitaba, y continuaba solo, mientras que la madre y la hermana
dejaban apresuradamente su costura y su pluma para correr tras el padre y continuar
ayudándolo.
¿Quién en esta familia, agotada por el trabajo y rendida de cansancio, iba a tener más
tiempo del necesario para ocuparse de Gregorio? El presupuesto familiar se reducía cada
vez más, la criada acabó por ser despedida. Una asistenta gigantesca y huesuda, con el
pelo blanco y desgreñado, venía por la mañana y por la noche, y hacía el trabajo más
pesado; todo lo demás lo hacía la madre, además de su mucha costura. Ocurrió incluso
el caso de que varias joyas de la familia, que la madre y la hermana habían lucido
entusiasmadas en reuniones y fiestas, hubieron de ser vendidas, según se enteró
Gregorio por la noche por la conversación acerca del precio conseguido. Pero el mayor
motivo de queja era que no se podía dejar esta casa, que resultaba demasiado grande en
las circunstancias presentes, ya que no sabían cómo se podía trasladar a Gregorio. Pero
Gregorio comprendía que no era sólo la consideración hacia él lo que impedía un
traslado, porque se le hubiera podido transportar fácilmente en un cajón apropiado con
un par de agujeros para el aire; lo que, en primer lugar, impedía a la familia un cambio
de casa era, aún más, la desesperación total y la idea de que habían sido azotados por
una desgracia como no había igual en todo su círculo de parientes y amigos. Todo lo que
el mundo exige de la gente pobre lo cumplían ellos hasta la saciedad: el padre iba a
buscar el desayuno para el pequeño empleado de banco, la madre se sacrificaba por la
ropa de gente extraña, la hermana, a la orden de los clientes, corría de un lado para otro
detrás del mostrador, pero las fuerzas de la familia ya no daban para más. La herida de la
espalda comenzaba otra vez a dolerle a Gregorio como recién hecha cuando la madre y
la hermana, después de haber llevado al padre a la cama, regresaban, dejaban a un lado
el trabajo, se acercaban una a otra, sentándose muy juntas. Entonces la madre, señalando
hacia la habitación de Gregorio, decía: «Cierra la puerta, Greta», y cuando Gregorio se
encontraba de nuevo en la oscuridad, fuera las mujeres confundían sus lágrimas o
simplemente miraban fijamente a la mesa sin llorar.
Gregorio pasaba las noches y los días casi sin dormir. A veces pensaba que la próxima
vez que se abriese la puerta él se haría cargo de los asuntos de la familia como antes; en
su mente aparecieron de nuevo, después de mucho tiempo, el jefe y el encargado; los
dependientes y los aprendices; el mozo de los recados, tan corto de luces; dos, tres
amigos de otros almacenes; una camarera de un hotel de provincias; un recuerdo amado
y fugaz: una cajera de una tienda de sombreros a quien había hecho la corte seriamente,
pero con demasiada lentitud; todos ellos aparecían mezclados con gente extraña o ya
olvidada, pero en lugar de ayudarle a él y a su familia, todos ellos eran inaccesibles, y
Gregorio se sentía aliviado cuando desaparecían. Pero después ya no estaba de humor
para preocuparse por su familia, solamente sentía rabia por el mal cuidado de que era
objeto y, a pesar de que no podía imaginarse algo que le hiciese sentir apetito, hacía
planes sobre cómo podría llegar a la despensa para tomar de allí lo que quisiese, incluso
aunque no tuviese hambre alguna. Sin pensar más en qué es lo que podría gustar a
Gregorio, la hermana, por la mañana y al mediodía, antes de marcharse a la tienda,
empujaba apresuradamente con el pie cualquier comida en la habitación de Gregorio,
para después recogerla por la noche con el palo de la escoba, tanto si la comida había
sido probada como si –y éste era el caso más frecuente– ni siquiera hubiera sido tocada.
Recoger la habitación, cosa que ahora hacía siempre por la noche, no podía hacerse más
deprisa. Franjas de suciedad se extendían por las paredes, por todas partes había ovillos
de polvo y suciedad.
Al principio, cuando llegaba la hermana, Gregorio se colocaba en el rincón más
significativamente sucio para, en cierto modo, hacerle reproches mediante esta posición.
Pero seguramente hubiese podido permanecer allí semanas enteras sin que la hermana
hubiese mejorado su actitud por ello; ella veía la suciedad lo mismo que él, pero se había
decidido a dejarla allí. Al mismo tiempo, con una susceptibilidad completamente nueva
en ella y que, en general, se había apoderado de toda la familia, ponía especial atención
en el hecho de que se reservase solamente a ella el cuidado de la habitación de Gregorio.
En una ocasión la madre había sometido la habitación de Gregorio a una gran limpieza,
que había logrado solamente después de utilizar varios cubos de agua –la humedad, sin
embargo, también molestaba a Gregorio, que yacía extendido, amargado e inmóvil sobre
el canapé–, pero el castigo de la madre no se hizo esperar, porque apenas había notado la
hermana por la tarde el cambio en la habitación de Gregorio, cuando, herida en lo más
profundo de sus sentimientos, corrió al cuarto de estar y, a pesar de que la madre
suplicaba con las manos levantadas, rompió en un mar de lágrimas, que los padres –el
padre se despertó sobresaltado en su silla–, al principio, observaban asombrados y sin
poder hacer nada, hasta que, también ellos, comenzaron a sentirse conmovidos. El padre,
a su derecha, reprochaba a la madre que no hubiese dejado al cuidado de la hermana la
limpieza de la habitación de Gregorio; a su izquierda, decía a gritos a la hermana que
nunca más volvería a limpiar la habitación de Gregorio. Mientras que la madre intentaba
llevar al dormitorio al padre, que no podía más de irritación, la hermana, sacudida por
los sollozos, golpeaba la mesa con sus pequeños puños, y Gregorio silbaba de pura rabia
porque a nadie se le ocurría cerrar la puerta para ahorrarle este espectáculo y este ruido.
Pero incluso si la hermana, agotada por su trabajo, estaba ya harta de cuidar de Gregorio
como antes, tampoco la madre tenía que sustituirla y no era necesario que Gregorio
hubiese sido abandonado, porque para eso estaba la asistenta. Esa vieja viuda, que en su
larga vida debía haber superado lo peor con ayuda de su fuerte constitución, no sentía
repugnancia alguna por Gregorio. Sin sentir verdadera curiosidad, una vez había abierto
por casualidad la puerta de la habitación de Gregorio y, al verle, se quedó parada,
asombrada con los brazos cruzados, mientras éste, sorprendido y a pesar de que nadie le
perseguía, comenzó a correr de un lado a otro.
Desde entonces no perdía la oportunidad de abrir un poco la puerta por la mañana y por
la tarde para echar un vistazo a la habitación de Gregorio. Al principio le llamaba hacia
ella con palabras que, probablemente, consideraba amables, como: «¡Ven aquí, viejo
escarabajo pelotero!» o «¡Miren al viejo escarabajo pelotero!» Gregorio no contestaba
nada a tales llamadas, sino que permanecía inmóvil en su sitio, como si la puerta no
hubiese sido abierta. ¡Si se le hubiese ordenado a esa asistenta que limpiase diariamente
la habitación en lugar de dejar que le molestase inútilmente a su antojo! Una vez, por la
mañana temprano –una intensa lluvia golpeaba los cristales, quizá como signo de la
primavera que ya se acercaba– cuando la asistenta empezó otra vez con sus improperios,
Gregorio se enfureció tanto que se dio la vuelta hacia ella como para atacarla, pero de
forma lenta y débil. Sin embargo, la asistenta, en vez de asustarse, alzó simplemente una
silla, que se encontraba cerca de la puerta, y, tal como permanecía allí, con la boca
completamente abierta, estaba clara su intención de cerrar la boca sólo cuando la silla
que tenía en la mano acabase en la espalda de Gregorio.
–¿Conque no seguimos adelante? –preguntó, al ver que Gregorio se daba de nuevo la
vuelta, y volvió a colocar la silla tranquilamente en el rincón.
Gregorio ya no comía casi nada. Sólo si pasaba por casualidad al lado de la comida
tomaba un bocado para jugar con él en la boca, lo mantenía allí horas y horas y, la
mayoría de las veces acababa por escupirlo. Al principio pensó que lo que le impedía
comer era la tristeza por el estado de su habitación, pero precisamente con los cambios
de la habitación se reconcilió muy pronto. Se habían acostumbrado a meter en esta
habitación cosas que no podían colocar en otro sitio, y ahora había muchas cosas de
éstas, porque una de las habitaciones de la casa había sido alquilada a tres huéspedes.
Estos señores tan severos –los tres tenían barba, según pudo comprobar Gregorio por
una rendija de la puerta– ponían especial atención en el orden, no sólo ya de su
habitación, sino de toda la casa, puesto que se habían instalado aquí, y especialmente en
el orden de la cocina. No soportaban trastos inútiles ni mucho menos sucios. Además,
habían traído una gran parte de sus propios muebles. Por ese motivo sobraban muchas
cosas que no se podían vender ni tampoco se querían tirar. Todas estas cosas acababan
en la habitación de Gregorio. Lo mismo ocurrió con el cubo de la ceniza y el cubo de la
basura de la cocina. La asistenta, que siempre tenía mucha prisa, arrojaba simplemente
en la habitación de Gregorio todo lo que, de momento, no servía; por suerte, Gregorio
sólo veía, la mayoría de las veces, el objeto correspondiente y la mano que lo sujetaba.
La asistenta tenía, quizá, la intención de recoger de nuevo las cosas cuando hubiese
tiempo y oportunidad, o quizá tirarlas todas de una vez, pero lo cierto es que todas se
quedaban tiradas en el mismo lugar en que habían caído al arrojarlas, a no ser que
Gregorio se moviese por entre los trastos y los pusiese en movimiento, al principio
obligado a ello porque no había sitio libre para arrastrarse, pero más tarde con creciente
satisfacción, a pesar de que después de tales paseos acababa mortalmente agotado y
triste, y durante horas permanecía inmóvil.
Como los huéspedes a veces tomaban la cena en el cuarto de estar, la puerta permanecía
algunas noches cerrada, pero Gregorio renunciaba gustoso a abrirla, incluso algunas
noches en las que había estado abierta no se había aprovechado de ello, sino que, sin que
la familia lo notase, se había tumbado en el rincón más oscuro de la habitación. Pero en
una ocasión la asistenta había dejado un poco abierta la puerta que daba al cuarto de
estar y se quedó abierta incluso cuando los huéspedes llegaron y se dio la luz. Se
sentaban a la mesa en los mismos sitios en que antes habían comido el padre, la madre y
Gregorio, desdoblaban las servilletas y tomaban en la mano cuchillo y tenedor. Al
momento aparecía por la puerta la madre con una fuente de carne, y poco después lo
hacía la hermana con una fuente llena de patatas. La comida humeaba. Los huéspedes se
inclinaban sobre las fuentes que había ante ellos como si quisiesen examinarlas antes de
comer, y, efectivamente, el señor que estaba sentado en medio y que parecía ser el que
más autoridad tenía de los tres, cortaba un trozo de carne en la misma fuente con el fin
de comprobar si estaba lo suficientemente tierna, o quizá tenía que ser devuelta a la
cocina. La prueba le satisfacía, la madre y la hermana, que habían observado todo con
impaciencia, comenzaban a sonreír respirando profundamente.
La familia comía en la cocina. A pesar de ello, el padre, antes de entrar en ésta, entraba
en la habitación y con una sola reverencia y la gorra en la mano, daba una vuelta a la
mesa. Los huéspedes se levantaban y murmuraban algo para el cuello de su camisa.
Cuando ya estaban solos, comían casi en absoluto silencio. A Gregorio le parecía
extraño el hecho de que, de todos los variados ruidos de la comida, una y otra vez se
escuchasen los dientes al masticar, como si con ello quisieran mostrarle a Gregorio que
para comer se necesitan los dientes y que, aun con las más hermosas mandíbulas, sin
dientes no se podía conseguir nada.
–Pero si yo no tengo apetito –se decía Gregorio preocupado–, pero me apetecen estas
cosas. ¡Cómo comen los huéspedes y yo me muero!
Precisamente aquella noche –Gregorio no se acordaba de haberlo oído en todo el
tiempo– se escuchó el violín. Los huéspedes ya habían terminado de cenar, el de en
medio había sacado un periódico, les había dado una hoja a cada uno de los otros dos, y
los tres fumaban y leían echados hacia atrás. Cuando el violín comenzó a sonar
escucharon con atención, se levantaron y, de puntillas, fueron hacia la puerta del
vestíbulo, en la que permanecieron quietos de pie, apretados unos junto a otros. Desde la
cocina se les debió oír, porque el padre gritó:
–¿Les molesta a los señores la música? Inmediatamente puede dejar de tocarse.
–Al contrario –dijo el señor de en medio–. ¿No desearía la señorita entrar con nosotros
y tocar aquí en la habitación, donde es mucho más cómodo y agradable?
–Naturalmente –exclamó el padre, como si el violinista fuese él mismo.
Los señores regresaron a la habitación y esperaron. Pronto llegó el padre con el atril, la
madre con la partitura y la hermana con el violín. La hermana preparó con tranquilidad
todo lo necesario para tocar. Los padres, que nunca antes habían alquilado habitaciones,
y por ello exageraban la amabilidad con los huéspedes, no se atrevían a sentarse en sus
propias sillas; el padre se apoyó en la puerta, con la mano derecha colocada entre dos
botones de la librea abrochada; a la madre le fue ofrecida una silla por uno de los
señores y, como la dejó en el lugar en el que, por casualidad, la había colocado el señor,
permanecía sentada en un rincón apartado.
La hermana empezó a tocar; el padre y la madre, cada uno desde su lugar, seguían con
atención los movimientos de sus manos; Gregorio, atraído por la música, había avanzado
un poco hacia delante y ya tenía la cabeza en el cuarto de estar. Ya apenas se extrañaba
de que en los últimos tiempos no tenía consideración con los demás; antes estaba
orgulloso de tener esa consideración y, precisamente ahora, hubiese tenido mayor
motivo para esconderse, porque, como consecuencia del polvo que reinaba en su
habitación, y que volaba por todas partes al menor movimiento, él mismo estaba
también lleno de polvo. Sobre su espalda y sus costados arrastraba consigo por todas
partes hilos, pelos, restos de comida... Su indiferencia hacia todo era demasiado grande
como para tumbarse sobre su espalda y restregarse contra la alfombra, tal como hacía
antes varias veces al día. Y, a pesar de este estado, no sentía vergüenza alguna de
avanzar por el suelo impecable del comedor.
Por otra parte, nadie le prestaba atención. La familia estaba completamente absorta en la
música del violín; por el contrario, los huéspedes, que al principio, con las manos en los
bolsillos, se habían colocado demasiado cerca detrás del atril de la hermana, de forma
que podrían haber leído la partitura, lo cual sin duda tenía que estorbar a la hermana,
hablando a media voz, con las cabezas inclinadas, se retiraron pronto hacia la ventana,
donde permanecieron observados por el padre con preocupación. Realmente daba a
todas luces la impresión de que habían sido decepcionados en su suposición de escuchar
una pieza bella o divertida al violín, de que estaban hartos de la función y sólo permitían
que se les molestase por amabilidad. Especialmente la forma en que echaban a lo alto el
humo de los cigarrillos por la boca y por la nariz denotaba gran nerviosismo. Y, sin
embargo, la hermana tocaba tan bien... Su rostro estaba inclinado hacia un lado, atenta y
tristemente seguían sus ojos las notas del pentagrama. Gregorio avanzó un poco más y
mantenía la cabeza pegada al suelo para, quizá, poder encontrar sus miradas. ¿Es que era
ya una bestia a la que le emocionaba la música?
Le parecía como si se le mostrase el camino hacia el desconocido y anhelado alimento.
Estaba decidido a acercarse hasta la hermana, tirarle de la falda y darle así a entender
que ella podía entrar con su violín en su habitación porque nadie podía recompensar su
música como él quería hacerlo. No quería dejarla salir nunca de su habitación, al menos
mientras él viviese; su horrible forma le sería útil por primera vez; quería estar a la vez
en todas las puertas de su habitación y tirarse a los que le atacasen; pero la hermana no
debía quedarse con él por la fuerza, sino por su propia voluntad; debería sentarse junto a
él sobre el canapé, inclinar el oído hacía él, y él deseaba confiarle que había tenido la
firme intención de enviarla al conservatorio y que si la desgracia no se hubiese cruzado
en su camino la Navidad pasada –probablemente la Navidad ya había pasado– se lo
hubiese dicho a todos sin preocuparse de réplica alguna. Después de esta confesión, la
hermana estallaría en lágrimas de emoción y Gregorio se levantaría hasta su hombro y le
daría un beso en el cuello, que, desde que iba a la tienda, llevaba siempre al aire sin
cintas ni adornos.
–¡Señor Samsa! –gritó el señor de en medio al padre y señaló, sin decir una palabra más,
con el índice hacia Gregorio, que avanzaba lentamente. El violín enmudeció. En un
principio el huésped de en medio sonrió a sus amigos moviendo la cabeza y, a
continuación, miró hacia Gregorio. El padre, en lugar de echar a Gregorio, consideró
más necesario, ante todo, tranquilizar a los huéspedes, a pesar de que ellos no estaban
nerviosos en absoluto y Gregorio parecía distraerles más que el violín. Se precipitó hacia
ellos e intentó, con los brazos abiertos, empujarles a su habitación y, al mismo tiempo,
evitar con su cuerpo que pudiesen ver a Gregorio. Ciertamente se enfadaron un poco, no
se sabía ya si por el comportamiento del padre, o porque ahora se empezaban a dar
cuenta de que, sin saberlo, habían tenido un vecino como Gregorio. Exigían al padre
explicaciones, levantaban los brazos, se tiraban intranquilos de la barba y, muy
lentamente, retrocedían hacia su habitación.
Entre tanto, la hermana había superado el desconcierto en que había caído después de
interrumpir su música de una forma tan repentina, había reaccionado de pronto, después
de que durante unos momentos había sostenido en las manos caídas con indolencia el
violín y el arco, y había seguido mirando la partitura como si todavía tocase, había
colocado el instrumento en el regazo de la madre, que todavía seguía sentada en su silla
con dificultades para respirar y agitando violentamente los pulmones, y había corrido
hacia la habitación de al lado, a la que los huéspedes se acercaban cada vez más deprisa
ante la insistencia del padre. Se veía cómo, gracias a las diestras manos de la hermana,
las mantas y almohadas de las camas volaban hacia lo alto y se ordenaban. Antes de que
los señores hubiesen llegado a la habitación, había terminado de hacer las camas y se
había escabullido hacia fuera. El padre parecía estar hasta tal punto dominado por su
obstinación, que olvidó todo el respeto que, ciertamente, debía a sus huéspedes. Sólo les
empujaba y les empujaba hasta que, ante la puerta de la habitación, el señor de en medio
dio una patada atronadora contra el suelo y así detuvo al padre.
–Participo a ustedes –dijo, levantando la mano y buscando con sus miradas también a la
madre y a la hermana– que, teniendo en cuenta las repugnantes circunstancias que reinan
en esta casa y en esta familia –en este punto escupió decididamente sobre el suelo–, en
este preciso instante dejo la habitación. Por los días que he vívido aquí no pagaré,
naturalmente, lo más mínimo: por el contrario, me pensaré si no procedo contra ustedes
con algunas reclamaciones muy fáciles, créanme, de justificar.
Calló y miró hacia delante como si esperase algo. En efecto, sus dos amigos
intervinieron inmediatamente con las siguientes palabras:
–También nosotros dejamos en este momento la habitación.
A continuación agarró el picaporte y cerró la puerta de un portazo. El padre se
tambaleaba tanteando con las manos en dirección a su silla y se dejó caer en ella. Parecía
como si se preparase para su acostumbrada siestecita nocturna, pero la profunda
inclinación de su cabeza, abatida como si nada la sostuviese, mostraba que de ninguna
manera dormía. Gregorio yacía todo el tiempo en silencio en el mismo sitio en que le
habían descubierto los huéspedes. La decepción por el fracaso de sus planes, pero quizá
también la debilidad causada por el hambre que pasaba, le impedían moverse. Temía
con cierto fundamento que dentro de unos momentos se desencadenase sobre él una
tormenta general, y esperaba. Ni siquiera se sobresaltó con el ruido del violín que, por
entre los temblorosos dedos de la madre, se cayó de su regazo y produjo un sonido
retumbante.
–Queridos padres –dijo la hermana y, como introducción, dio un golpe sobre la mesa–,
esto no puede seguir así. Si ustedes no se dan cuenta, yo sí me doy. No quiero, ante esta
bestia, pronunciar el nombre de mi hermano, y por eso solamente digo: tenemos que
intentar quitárnoslo de encima. Hemos hecho todo lo humanamente posible por cuidarlo
y aceptarlo; creo que nadie puede hacernos el menor reproche.
–Tienes razón una y mil veces –dijo el padre para sus adentros. La madre, que aún no
tenía aire suficiente, comenzó a toser sordamente sobre la mano que tenía ante la boca,
con una expresión de enajenación en los ojos.
La hermana corrió hacia la madre y le sujetó la frente. El padre parecía estar enfrascado
en determinados pensamientos; gracias a las palabras de la hermana, se había sentado
más derecho, jugueteaba con su gorra por entre los platos, que desde la cena de los
huéspedes seguían en la mesa, y miraba de vez en cuando a Gregorio, que permanecía
en silencio.
–Tenemos que intentar quitárnoslo de encima –dijo entonces la hermana, dirigiéndose
sólo al padre, porque la madre, con su tos, no oía nada–. Los va a matar a los dos, ya lo
veo venir. Cuando hay que trabajar tan duramente como lo hacemos nosotros no se
puede, además, soportar en casa este tormento sin fin. Yo tampoco puedo más– y
rompió a llorar de una forma tan violenta, que sus lágrimas caían sobre el rostro de la
madre, la cual las secaba mecánicamente con las manos.
–Pero hija –dijo el padre compasivo y con sorprendente comprensión–. ¡Qué podemos
hacer!
Pero la hermana sólo se encogió de hombros como signo de la perplejidad que, mientras
lloraba, se había apoderado de ella, en contraste con su seguridad anterior.
–Sí él nos entendiese... –dijo el padre en tono medio interrogante.
La hermana, en su llanto, movió violentamente la mano como señal de que no se podía
ni pensar en ello.
–Sí él nos entendiese... –repitió el padre, y cerrando los ojos hizo suya la convicción de
la hermana acerca de la imposibilidad de ello–, entonces sería posible llegar a un
acuerdo con él, pero así...
–Tiene que irse –exclamó la hermana–, es la única posibilidad, padre. Sólo tienes que
desechar la idea de que se trata de Gregorio. El haberlo creído durante tanto tiempo ha
sido nuestra auténtica desgracia, pero ¿cómo es posible que sea Gregorio? Si fuese
Gregorio hubiese comprendido hace tiempo que una convivencia entre personas y
semejante animal no es posible, y se hubiese marchado por su propia voluntad: ya no
tendríamos un hermano, pero podríamos continuar viviendo y conservaríamos su
recuerdo con honor. Pero esta bestia nos persigue, echa a los huéspedes, quiere,
evidentemente, adueñarse de toda la casa y dejar que pasemos la noche en la calle.
¡Mira, padre –gritó de repente–, ya empieza otra vez!
Y con un miedo completamente incomprensible para Gregorio, la hermana abandonó
incluso a la madre, se arrojó literalmente de su silla, como si prefiriese sacrificar a la
madre antes de permanece cerca de Gregorio, y se precipitó detrás del padre que,
principalmente irritado por su comportamiento, se puso también en pie y levantó los
brazos a media altura por delante de la hermana para protegerla.
Pero Gregorio no pretendía, ni por lo más remoto, asustar a nadie, ni mucho menos a la
hermana. Solamente había empezado a darse la vuelta para volver a su habitación y esto
llamaba la atención, ya que, como consecuencia de su estado enfermizo, para dar tan
difíciles vueltas tenía que ayudarse con la cabeza, que levantaba una y otra vez y que
golpeaba contra el suelo. Se detuvo y miró a su alrededor; su buena intención pareció ser
entendida; sólo había sido un susto momentáneo, ahora todos lo miraban tristes y en
silencio. La madre yacía en su silla con las piernas extendidas y apretadas una contra
otra, los ojos casi se le cerraban de puro agotamiento. El padre y la hermana estaban
sentados uno junto a otro, y la hermana había colocado su brazo alrededor del cuello del
padre.
«Quizá pueda darme la vuelta ahora», pensó Gregorio, y empezó de nuevo su actividad.
No podía contener los resuellos por el esfuerzo y de vez en cuando tenía que descansar.
Por lo demás, nadie le apremiaba, se le dejaba hacer lo que quisiera. Cuando hubo dado
la vuelta del todo comenzó enseguida a retroceder todo recto... Se asombró de la gran
distancia que le separaba de su habitación y no comprendía cómo, con su debilidad,
hacía un momento había recorrido el mismo camino sin notarlo. Concentrándose
constantemente en avanzar con rapidez, apenas se dio cuenta de que ni una palabra, ni
una exclamación de su familia le molestaba. Cuando ya estaba en la puerta volvió la
cabeza, no por completo, porque notaba que el cuello se le ponía rígido, pero sí vio aún
que tras de él nada había cambiado, sólo la hermana se había levantado. Su última
mirada acarició a la madre que, por fin, se había quedado profundamente dormida.
Apenas entró en su habitación se cerró la puerta y echaron la llave.
Gregorio se asustó tanto del repentino ruido producido detrás de él, que las patitas se le
doblaron. Era la hermana quien se había apresurado tanto. Había permanecido en pie allí
y había esperado, con ligereza había saltado hacia delante, Gregorio ni siquiera la había
oído venir, y gritó un «¡Por fin!» a los padres mientras echaba la llave.
«¿Y ahora?», se preguntó Gregorio, y miró a su alrededor en la oscuridad.
Pronto descubrió que ya no se podía mover. No se extrañó por ello, más bien le parecía
antinatural que, hasta ahora, hubiera podido moverse con estas patitas. Por lo demás, se
sentía relativamente a gusto. Bien es verdad que le dolía todo el cuerpo, pero le parecía
como si los dolores se hiciesen más y más débiles y, al final, desapareciesen por
completo. Apenas sentía ya la manzana podrida de su espalda y la infección que
producía a su alrededor, cubiertas ambas por un suave polvo. Pensaba en su familia con
cariño y emoción, su opinión de que tenía que desaparecer era, si cabe, aún más decidida
que la de su hermana. En este estado de apacible y letárgica meditación permaneció
hasta que el reloj de la torre dio las tres de la madrugada. Vivió todavía el comienzo del
amanecer detrás de los cristales. A continuación, contra su voluntad, su cabeza se
desplomó sobre el suelo y sus orificios nasales exhalaron el último suspiro.
Cuando, por la mañana temprano, llegó la asistenta –de pura fuerza y prisa daba tales
portazos que, aunque repetidas veces se le había pedido que procurase evitarlo, desde el
momento de su llegada era ya imposible concebir el sueño en toda la casa– en su
acostumbrada y breve visita a Gregorio nada le llamó al principio la atención. Pensaba
que estaba allí tumbado tan inmóvil a propósito y se hacía el ofendido, le creía capaz de
tener todo el entendimiento posible. Como tenía por casualidad la larga escoba en la
mano, intentó con ella hacer cosquillas a Gregorio desde la puerta. Al no conseguir nada
con ello, se enfadó, y pinchó a Gregorio ligeramente, y sólo cuando, sin que él opusiese
resistencia, le había movido de su sitio, le prestó atención. Cuando se dio cuenta de las
verdaderas circunstancias abrió mucho los ojos, silbó para sus adentros, pero no se
entretuvo mucho tiempo, sino que abrió de par en par las puertas del dormitorio y
exclamó en voz alta hacia la oscuridad.
–¡Fíjense, ha reventado, ahí está, ha reventado del todo!
El matrimonio Samsa estaba sentado en la cama e intentaba sobreponerse del susto de la
asistenta antes de llegar a comprender su aviso. Pero después, el señor y la señora
Samsa, cada uno por su lado, se bajaron rápidamente de la cama. El señor Samsa se echó
la colcha por los hombros, la señora Samsa apareció en camisón, así entraron en la
habitación de Gregorio. Entre tanto, también se había abierto la puerta del cuarto de
estar, en donde dormía Greta desde la llegada de los huéspedes; estaba completamente
vestida, como si no hubiese dormido, su rostro pálido parecía probarlo.
–¿Muerto? –dijo la señora Samsa, y levantó los ojos con gesto interrogante hacia la
asistenta a pesar de que ella misma podía comprobarlo e incluso podía darse cuenta de
ello sin necesidad de comprobarlo
–digo, ¡ya lo creo! –dijo la asistenta y, como prueba, empujó el cadáver de Gregorio
con la escoba un buen trecho hacia un lado. La señora Samsa hizo un movimiento como
si quisiera detener la escoba, pero no lo hizo.
–Bueno –dijo el señor Samsa–, ahora podemos dar gracias a Dios –se santiguó y las tres
mujeres siguieron su ejemplo.
Greta, que no apartaba los ojos del cadáver, dijo:
–Miren qué flaco estaba, ya hacía mucho tiempo que no comía nada. Las comidas salían
tal como entraban.
Efectivamente, el cuerpo de Gregorio estaba completamente plano y seco, sólo se daban
realmente cuenta de ello ahora que ya no le levantaban sus patitas, y ninguna otra cosa
distraía la mirada.
–Greta, ven un momento a nuestra habitación –dijo la señora Samsa con una sonrisa
melancólica, y Greta fue al dormitorio detrás de los padres, no sin volver la mirada hacia
el cadáver. La asistenta cerró la puerta y abrió del todo la ventana. A pesar de lo
temprano de la mañana ya había una cierta tibieza mezclada con el aire fresco. Ya era
finales de marzo.
Los tres huéspedes salieron de su habitación y miraron asombrados a su alrededor en
busca de su desayuno; se habían olvidado de ellos:
–¿Dónde está el desayuno? –preguntó de mal humor el señor de en medio a la asistenta,
pero ésta se colocó el dedo en la boca e hizo a los señores, apresurada y silenciosamente,
señales con la mano para que fuesen a la habitación de Gregorio. Así pues, fueron y
permanecieron en pie, con las manos en los bolsillos de sus chaquetas algo gastadas,
alrededor del cadáver, en la habitación de Gregorio ya totalmente iluminada.
Entonces se abrió la puerta del dormitorio y el señor Samsa apareció vestido con su
librea, de un brazo su mujer y del otro su hija. Todos estaban un poco llorosos; a veces
Greta apoyaba su rostro en el brazo del padre.
–Salgan ustedes de mi casa inmediatamente –dijo el señor Samsa, y señaló la puerta sin
soltar a las mujeres.
–¿Qué quiere usted decir? –dijo el señor de en medio algo aturdido, y sonrió con cierta
hipocresía. Los otros dos tenían las manos en la espalda y se las frotaban constantemente
una contra otra, como si esperasen con alegría una gran pelea que tenía que resultarles
favorable.
–Quiero decir exactamente lo que digo –contestó el señor Samsa, dirigiéndose con sus
acompañantes hacia el huésped. Al principio éste se quedó allí en silencio y miró hacia
el suelo, como si las cosas se dispusiesen en un nuevo orden en su cabeza.
–Pues entonces nos vamos –dijo después, y levantó los ojos hacia el señor Samsa como
si, en un repentino ataque de humildad, le pidiese incluso permiso para tomar esta
decisión.
El señor Samsa solamente asintió brevemente varias veces con los ojos muy abiertos. A
continuación el huésped se dirigió, en efecto, a grandes pasos hacia el vestíbulo; sus dos
amigos llevaban ya un rato escuchando con las manos completamente tranquilas y ahora
daban verdaderos brincos tras de él, como si tuviesen miedo de que el señor Samsa
entrase antes que ellos en el vestíbulo e impidiese el contacto con su guía. Ya en el
vestíbulo, los tres cogieron sus sombreros del perchero, sacaron sus bastones de la
bastonera, hicieron una reverencia en silencio y salieron de la casa. Con una
desconfianza completamente infundada, como se demostraría después, el señor Samsa
salió con las dos mujeres al rellano; apoyados sobre la barandilla veían cómo los tres,
lenta pero constantemente, bajaban la larga escalera, en cada piso desaparecían tras un
determinado recodo y volvían a aparecer a los pocos instantes. Cuanto más abajo
estaban tanto más interés perdía la familia Samsa por ellos, y cuando un oficial
carnicero, con la carga en la cabeza en una posición orgullosa, se les acercó de frente y
luego, cruzándose con ellos, siguió subiendo, el señor Samsa abandonó la barandilla con
las dos mujeres y todos regresaron aliviados a su casa.
Decidieron utilizar aquel día para descansar e ir de paseo; no solamente se habían
ganado esta pausa en el trabajo, sino que, incluso, la necesitaban a toda costa. Así pues,
se sentaron a la mesa y escribieron tres justificantes: el señor Samsa a su dirección, la
señora Samsa al señor que le daba trabajo, y Greta al dueño de la tienda. Mientras
escribían entró la asistenta para decir que ya se marchaba porque había terminado su
trabajo de por la mañana. Los tres que escribían solamente asintieron al principio sin
levantar la vista; cuando la asistenta no daba señales de retirarse levantaron la vista
enfadados.
–¿Qué pasa? –preguntó el señor Samsa.
La asistenta permanecía de pie junto a la puerta, como si quisiera participar a la familia
un gran éxito, pero que sólo lo haría cuando la interrogaran con todo detalle. La pequeña
pluma de avestruz colocada casi derecha sobre su sombrero, que, desde que estaba a su
servicio, incomodaba al señor Samsa, se balanceaba suavemente en todas las
direcciones.
–¿Qué es lo que quiere usted? –preguntó la señora Samsa que era, de todos, la que más
respetaba la asistenta.
–Bueno– contestó la asistenta, y no podía seguir hablando de puro sonreír
amablemente–, no tienen que preocuparse de cómo deshacerse de la cosa esa de al lado.
Ya está todo arreglado.
La señora Samsa y Greta se inclinaron de nuevo sobre sus cartas, como si quisieran
continuar escribiendo; el señor Samsa, que se dio cuenta de que la asistenta quería
empezar a contarlo todo con todo detalle, lo rechazó decididamente con la mano
extendida. Como no podía contar nada, recordó la gran prisa que tenía, gritó
visiblemente ofendida: «¡Adiós a todos!», se dio la vuelta con rabia y abandonó la casa
con un portazo tremendo.
–Esta noche la despido– dijo el señor Samsa, pero no recibió una respuesta ni de su
mujer ni de su hija, porque la asistenta parecía haber turbado la tranquilidad apenas
recién conseguida. Se levantaron, fueron hacia la ventana y permanecieron allí
abrazadas. El señor Samsa se dio la vuelta en su silla hacia ellas y las observó en
silencio un momento, luego las llamó:
–Vamos, vengan. Olviden de una vez las cosas pasadas y tengan un poco de
consideración conmigo.
Las mujeres lo obedecieron enseguida, corrieron hacia él, lo acariciaron y terminaron
rápidamente sus cartas. Después, los tres abandonaron la casa juntos, cosa que no habían
hecho desde hacía meses, y se marcharon al campo, fuera de la ciudad, en el tranvía. El
vehículo en el que estaban sentados solos estaba totalmente iluminado por el cálido sol.
Recostados cómodamente en sus asientos, hablaron de las perspectivas para el futuro y
llegaron a la conclusión de que, vistas las cosas más de cerca, no eran malas en absoluto,
porque los tres trabajos, a este respecto todavía no se habían preguntado realmente unos
a otros, eran sumamente buenos y, especialmente, muy prometedores para el futuro.
Pero la gran mejoría inmediata de la situación tenía que producirse, naturalmente, con
más facilidad con un cambio de casa; ahora querían cambiarse a una más pequeña y
barata, pero mejor ubicada y, sobre todo, más práctica que la actual, que había sido
escogida por Gregorio.
Mientras hablaban así, al señor y a la señora Samsa se les ocurrió casi al mismo tiempo,
al ver a su hija cada vez más animada, que en los últimos tiempos, a pesar de las
calamidades que habían hecho palidecer sus mejillas, se había convertido en una joven
lozana y hermosa. Tornándose cada vez más silenciosos y entendiéndose casi
inconscientemente con las miradas, pensaban que ya llegaba el momento de buscarle un
buen marido, y para ellos fue como una confirmación de sus nuevos sueños y buenas
intenciones cuando, al final de su viaje, fue la hija quien se levantó primero y estiró su
cuerpo joven.