Yo, ¿Narrador o Personaje? (Fragmentos), Liliana Heker

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Yo, ¿narrador o personaje?

(Fragmentos), Liliana Heker

Narrar en primera persona implica la resolución de unas cuantas cuestiones. A saber: ¿Cómo es
la voz del que narra? ¿Se trata de un chico, de un ama de casa, de un policía, de un avatar del
autor? ¿Es loco, perverso, inocente, intelectual, ignorante? ¿Cuál es su visión de los hechos?
¿De qué modo lo afectó –o todavía lo está afectando- eso que cuenta? ¿Qué sabe, qué ignora,
qué niega de lo que sabe? ¿Qué entendió mal o entendió demasiado bien? ¿Qué tergiversa y por
qué? ¿Qué motivo tiene para contar lo que cuenta? ¿Tiene realmente un motivo o la historia se
le cuela a pesar de sí? ¿Cómo lo cuenta: lo escribe, lo confiesa, lo piensa? Y, por último, cómo
me las voy a arreglar yo, autor, para que, detrás de tantos ocultamientos y distorsiones del
narrador, el lector termine entendiendo lo que de verdad pasó. Cualquier falencia en esa voz –
que implica su vocabulario, su sintaxis, sus posibilidades de articular y expresar su
pensamiento- debilitaría su relato y volvería inverosímil el texto.
(…) Tres escollos ineludibles:
1. Quien narra en primera persona ignora todo lo que está fuera de su registro, cosa que, a
veces, le exige al autor la búsqueda de una solución formal para dar ciertas
informaciones, tarea no siempre justificable.
2. El autor debe maniobrar con un desenlace que el narrador (salvo que el relato suceda en
tiempo real) ya conoce desde el vamos; ¿cómo guarda, sin hacer trampa, ese desenlace
hasta la última línea? Si eso es lo que pretende, claro; puede no ser así: El túnel, de
Ernesto Sábato, comienza: “Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató
a María Iribarne”. A partir de esa frase, el lector lee todo el relato con el peso que le ha
dado esa información. Además, y sin que sea una cuestión central, Castel, el narrador,
alude al encierro en el que escribe, lo que le da verosimilitud a ese crimen. También en
La madre de Ernesto, de Abelardo Castillo, el narrador sabe desde el inicio cómo va a
culminar su historia, y solo lo va a revelar, de manera inolvidable, en las dos últimas
líneas, pero ya en la mitad del cuento va a anticipar: “Yo sabía que cuando ella nos
mirase, iba a pasar algo”, de modo que uno leerá lo que resta con la amenaza –con la
tensión- de “lo que va a pasar”. En todo caso, el autor se tiene que hacer cargo de ese
conocimiento: el final podrá sorprender al lector, si es lo que el autor pretende y tiene la
habilidad para conseguirlo, pero seguro no puede sorprender al narrador, quien tuvo ese
saber durante todo el transcurso del relato.
3. El narrador tiene que estar temporalmente ubicado respecto de lo que cuenta. (…) No es
necesario dejar siempre explícito cuánto hace que ocurrió lo narrado. Pero el autor tiene
que saberlo para que los sucesos tengan un único punto de referencia y el relato resulte
coherente.

(….)

Un modo de la primera persona, el monólogo interior: quien piensa no necesita contarse


la historia, ya la conoce: está afectado por ella. Es justamente el peso de lo ocurrido lo
que hace que, fragmentado, vaya abriéndose paso. A través de un pensamiento
desordenado –a veces negador, a veces digresivo, o censurado, o con asociaciones libres
que llevan el discurso a espacios imprevistos-, el lector irá armando lo sucedido como
se arma un rompecabezas. El monólogo interior es puro presente. Dura, se supone, lo
que dura la lectura. El final ya ha sucedido, o está sucediendo, o sucederá. Pero el
narrador no muere de un tiro en el final; tal vez está la inminencia del arma apuntando,
o la agonía del baleado, pero la muerte propiamente dicha nunca se consuma: de lo
contrario, ¿quién la pensaría?

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