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Los relatos recopilados en este libro presentan nuevas aventuras de los espadachines Fafhrd y el Ratonero Gris en el mundo de Nehwon, enfrentándose a criaturas mágicas, monstruos y peligros mortales. El primer relato narra cómo los espadachines se encuentran con una extraña figura encapuchada en una choza ambulante durante una tormenta. El documento proporciona también breves descripciones de cada uno de los 11 relatos incluidos en
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Los relatos recopilados en este libro presentan nuevas aventuras de los espadachines Fafhrd y el Ratonero Gris en el mundo de Nehwon, enfrentándose a criaturas mágicas, monstruos y peligros mortales. El primer relato narra cómo los espadachines se encuentran con una extraña figura encapuchada en una choza ambulante durante una tormenta. El documento proporciona también breves descripciones de cada uno de los 11 relatos incluidos en
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Los relatos recopilados en este libro presentan nuevas aventuras de los espadachines Fafhrd y el Ratonero Gris en el mundo de Nehwon, enfrentándose a criaturas mágicas, monstruos y peligros mortales. El primer relato narra cómo los espadachines se encuentran con una extraña figura encapuchada en una choza ambulante durante una tormenta. El documento proporciona también breves descripciones de cada uno de los 11 relatos incluidos en
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Espadas contra la muerte
Nueva introducció n del autor La maldició n del Círculo Las joyas en el bosque Casa de Ladrones La Costa Sombría La Torre de los Lamentos El reino hundido Los siete sacerdotes negros Garras de la noche El precio del alivio del dolor El bazar de lo extrañ o Nota acerca del Autor Tras los penosos acontecimientos relatados en «Espadas y demonios», (primer volumen de la serie, publicado en esta misma colección), en «Espadas contra la muerte» reencontramos a nuestros aventureros, quienes poco a poco se van convirtiendo en seres entrañables para nosotros, enfrentados a una vida vacía sin la compañía de sus amadas… El dolor es grande y Lankhmar encierra recuerdos amargos tras sus muros, pero Fafhrd y el Ratonero Gris no conseguirán resistir la atracción de la civilización decadente y, después de múltiples vagabundeos —en los que nunca, nunca, nunca podremos encontrarlos trabajando como mercenarios—, acabarán siempre e inevitablemente volviendo a frecuentar sus tabernas y retorcidos callejones. Fritz Leiber es uno de los autores norteamericanos de mayor fama y prestigio en la actualidad, debido ello a una producción literaria muy personal, en la que ha alternado la fantasía con el terror y la ciencia ficción, y con la que ha llegado a ser el autor que más premios ha recogido en toda la historia de la literatura fantástica: «Hugo», «Nebula», «Locus», «Lovecraft», «August Derleth», «Grand Master of Fantasy» y «Life Achievement Lovecraft» entre los más importantes. Fritz Leiber Espadas contra la muerte Fafhrd y el Ratonero Gris - 2 ePub r1.3 OZN 13.03.2017 Título original: Swords Against Death Fritz Leiber, 1970 Traducció n: Jordi Fibla Ilustraciones: Peter Elson Diseñ o de portada: Orkelyon Editor digital: OZN ePub base r1.2 Contenido Nueva introducción del autor (Author's New Introduction [Swords Against Death])) [Prólogo/Epílogo] 1973 La maldición del círculo (The Circle Curse) [Relato Corto] 1970 Las joyas en el bosque (Two Sought Adventure) [Relato] 1939 Casa de ladrones (Thieves’ House) [Relato] 1943 La costa sombría (The Bleak Shore) [Relato Corto] 1940 La torre de los lamentos (The Howling Tower) [Relato Corto] 1941 El reino hundido (The Sunken Land) [Relato Corto] 1942 Los siete sacerdotes negros (The Seven Black Priests) [Relato] 1953 Garras de la noche (Dark Vengeance) [Relato] 1951 El precio del alivio del dolor (The Price of Pain-Ease) [Relato Corto] 1970 El bazar de lo extraño (Bazaar of the Bizarre) [Relato] 1963 Nota acerca del autor [Saga de Fafhrd y el Ratonero Gris] Nueva introducción del autor É ste es el libro segundo de la saga de Fafhrd y el Ratonero Gris, expertos espadachines que andan siempre en busca de aventuras, diversió n, riquezas y peligros en los numerosos y extrañ os reinos de Nehwon, el Imperio de los Seléucidas, e incluso en lugares mucho má s improbables, muy alejados en el espacio y el tiempo. A veces sus vidas se cruzan con las de deliciosas muchachas dotadas de fuertes voluntades y magos poderosos, malignos y caprichosos como Ningauble de los Siete Ojos y Sheelba del Rostro sin Ojos, con los cuales han de vérselas por vez primera en este libro. A juzgar por estos personajes, los esqueletos, las joyas, las armas asesinas y los monstruos constituyen los encuentros má s frecuentes de los espadachines… Y misteriosas naves, demonios, estrellas, diamantes enormes, crá neos, paisajes espectrales y extrañ as ciudades, la má s extrañ a de las cuales es Lankhmar; y aventureros como ellos mismos pero que, lamentablemente, se empeñ an en causarles dañ o, y la Muerte con todos sus infinitos disfraces. Estos relatos se publicaron en épocas muy distintas: del segundo al quinto alrededor de 1940, en la revista Unknown. «Las joyas en el bosque» fue el primero que se publicó (con el título de «Dos en busca de aventuras»). «Casa de ladrones» cuenta má s cosas del infame Gremio de los Ladrones de Lankhmar, cuando lo gobernaba el torvo Krovas, el cual, a medida que se exasperaba, empezó a armar a los ladrones con espadas en vez del tradicional cuchillo. «La torre de los lamentos» podría presentar esta añ adidura a su descripció n: «Donde se rebela có mo y por qué un hombre puede ser vendado antes de que le hieran». En cambio, «La maldició n del círculo» y «El precio del alivio del dolor» los escribí hace apenas cuatro añ os. «Los siete sacerdotes negros» y «El bazar de lo extrañ o» deberían estar dedicados a los excelentes compiladores Bea Mahaffy y Cele Laly, que los inspiraron. Otros compiladores y editores me han prestado una gran ayuda: el fallecido John W. Campbell, hijo, los atentos y há biles Donald A. Wollheim y Edward L. Ferman, así como otras muchas personas a las que estoy agradecido. FRITZ LEIBER San Francisco, 26 de agosto, 1973 La maldición del Círculo Un espadachín alto y otro bajito salieron por la Puerta del Pantano de Lankhmar y se dirigieron hacia el este por la carretera del Origen. Eran jó venes por la textura de su piel y su agilidad, y hombres por sus expresiones de profundo pesar y férrea determinació n. Los adormilados centinelas, protegidos por sus oscuras corazas de hierro, no les interrogaron. Só lo locos o imbéciles habrían abandonado de buen grado la ciudad má s grande del mundo de Nehwon, sobre todo al alba y a pie. Ademá s, aquellos dos parecían en extremo peligrosos. Delante de ellos el cielo era de un rosa brillante, como el borde burbujeante de una gran copa de cristal llena de efervescente vino tinto para delicia de los dioses, mientras que el resplandor rosado má s pá lido que se alzaba de allí estaba tachonado al oeste con las ú ltimas estrellas. Pero antes de que el sol pudiera trazar una franja escarlata sobre el horizonte, una negra tormenta galopante llegó desde el norte al Mar Interior, una borrasca marina que se precipitaba contra la costa. Volvió a hacerse casi tan oscuro como si fuera de noche otra vez, excepto cuando el relá mpago rasgaba el cielo y el trueno agitaba su gran escudo de hierro. El viento de la tormenta acarreaba el olor salobre del mar mezclado con el atroz hedor de la marisma. Doblaba las verdes espadas de la hierba marina y agitaba con violencia las ramas de los á rboles y los arbustos espinosos. La negra agua de pantano subió una vara en el lado septentrional de la elevació n estrecha, serpenteante, llana en la parte superior, que era la carretera del Origen. Entonces cayó una lluvia persistente. Los dos espadachines no comentaron nada entre ellos ni alteraron sus movimientos, excepto para alzar sus hombros y rostros un poco e inclinar los ú ltimos hacia el norte, como si dieran la bienvenida a la tormenta limpiadora y estimulante, con la distracció n, por pequeñ a que fuera, que aportaba a aquellos jó venes, aquejados de angustia y desazó n. —¡Alto, Fafhrd! —carraspeó una voz profunda por encima del estruendo de los truenos, el rugido del viento y el batir de la lluvia. El espadachín alto giró bruscamente la cabeza hacia el sur. —¡Chitó n, Ratonero Gris! El espadachín bajito hizo lo mismo. Cerca de la carretera, en el lado sur, se alzaba sobre cinco postes una choza redonda, bastante grande. Los postes tenían que ser altos, pues por allí la carretera del arrecife era elevada; no obstante, el suelo de la puerta baja y redondeada de la cabañ a estaba a la altura de la cabeza del espadachín alto. Esto no era muy extrañ o, salvo que todos los hombres sabían que nadie habitaba en el venenoso Gran Pantano Salado, excepto gusanos gigantes, anguilas venenosas, cobras acuá ticas, pá lidas ratas de pantano, con las patas muy altas y delgadas y otras criaturas del mismo jaez. Brillaron relá mpagos azulados, revelando con gran claridad una figura encapuchada y agazapada dentro del bajo portal. Cada pliegue y vuelta de su atavío resaltó tan claramente como un grabado en hierro visto desde muy cerca. Pero la luz de los relá mpagos no mostraba nada dentro de la capucha, sino só lo una negrura de tinta. Restallaron los truenos. Entonces, desde la capucha, la voz carrasposa recitó los versos siguientes, martilleando las palabras á spera y secamente, de modo que los versos ligeros se convirtieron en un conjunto deprimente y lleno de predestinació n: ¡Alto, espigado Fafhrd! ¡Chitón, pequeño Ratonero! ¿Por qué os vais de la ciudad Con sus muchas maravillas? Sería una gran lástima Consumir vuestros corazones Y desgastar las suelas de vuestro calzado, Recorriendo la tierra entera, Renunciando a todo júbilo, Antes de que saludéis de nuevo a Lankhmar. ¡Volved ahora, volved ahora, ahora! Cuando faltaba poco para que terminara esta cantinela, los espadachines se dieron cuenta de que no habían dejado de caminar a buen paso durante todo el rato, mientras que la choza seguía estando por delante de ellos, de modo que debían de caminar con sus postes, o má s bien patas. Y ahora que se dieron cuenta de esto, pudieron ver aquellos cinco delgados miembros de madera que oscilaban y se arrodillaban. Cuando la voz carrasposa pronunció aquel ú ltimo y estentó reo «ahora», Fafhrd se detuvo. Lo mismo hicieron el Ratonero y la choza. Los dos espadachines se volvieron hacia el bajo portal, mirá ndolo fijamente. Al mismo tiempo, acompañ ado de un estruendo ensordecedor, cayó a sus espaldas, muy cerca de ellos. La sacudida estremeció dolorosamente sus cuerpos e iluminó a la choza y su morador con má s brillantez que la luz del día, pero aun así no pudieron ver nada dentro de la capucha del extrañ o personaje. Si la capucha hubiera estado vacía, se habría visto con claridad la tela al fondo. Pero no, só lo había aquel ó valo de negrura como el ébano, que ni siquiera el resplandor del rayo podía iluminar. Tan poco afectado por este prodigio como por la violenta tormenta, Fafhrd gritó en direcció n al portal, y su voz resonó débilmente en sus oídos conmocionados por el fragor de los truenos: —¡Escú chame, brujo, mago, nigromante o lo que seas! Jamá s en la vida volveré a entrar en la execrable ciudad que me ha privado de mi ú nico amor, la incomparable e insustituible Vlana, a quien lloraré siempre y de cuya muerte indecible me sentiré siempre culpable. El Gremio de los Ladrones la asesinó porque robaba por su cuenta…, y nosotros hemos matado a los asesinos, aunque eso no nos ha beneficiado en absoluto. —Del mismo modo, jamá s volveré a poner los pies en Lankhmar —intervino el Ratonero Gris, en un tono que era como el sonido de una trompeta airada—, la odiosa metró poli que me ha causado la horrible pérdida de mi amada Ivrian, pérdida como la que ha sufrido Fafhrd y por una razó n similar, y ha puesto sobre mis hombros una carga igual de aflicció n y vergü enza, que soportaré eternamente, incluso después de mi muerte. Una arañ a salina, del tamañ o de un plato grande, pasó cerca de su oreja, en alas del viento, agitando sus patas gruesas y blancas, de palidez cadavérica, y giró má s allá de la choza, pero el Ratonero no se sobresaltó lo má s mínimo y no hubo interrupció n alguna en sus palabras. —Sabe, ser de negrura —continuó —, espectro de la oscuridad, que matamos al repugnante mago que asesinó a nuestras amadas, así como a sus dos parientes roedores, y apaleamos y aterrorizamos a sus patronos en la Casa de los ladrones. Pero la venganza está vacía, no puede devolver a los muertos, no puede mitigar ni un á tomo del dolor y la culpa que sentiremos eternamente por nuestros amores. —No puede, en efecto —le secundó sonoramente Fafhrd—, pues está bamos borrachos cuando nuestras amadas murieron, y por eso no tenemos perdó n. Hurtamos un pequeñ o tesoro en piedras preciosas a los ladrones del Gremio, pero perdimos las dos joyas que no tenían precio ni posible comparació n. ¡Y nunca jamá s regresaremos a Lankhmar! Má s allá de la choza brilló un relá mpago y restalló el trueno. La tormenta avanzaba tierra adentro, al sur de la carretera. La capucha que contenía oscuridad se echó hacia atrá s un poco y lentamente se movió de un lado a otro, una, dos, tres veces. La á spera voz entonó , má s débilmente, porque Fafhrd y el Ratonero estaban aú n ensordecidos por aquel trueno tremendo: Nunca y eternamente no son para los hombres, Regresaréis una y otra vez. Entonces la choza se movió también tierra adentro, con sus cinco patas largas y delgadas. Se dio la vuelta, de modo que la fachada quedó oculta a los dos jó venes, y aumentó su velocidad. Las patas se movían á gilmente, como las de una cucaracha, y pronto se perdió entre la marañ a de espinos y á rboles. Así concluyó el primer encuentro del Ratonero y su camarada Fafhrd con Sheelba del Rostro Sin Ojos. Má s tarde, aquel mismo día, los dos espadachines detuvieron a un mercader que no iba bastante protegido y se dirigía a Lankhmar, despojá ndole de los dos mejores de sus cuatro caballos de tiro (pues robar era algo muy natural para ellos), y en estas pesadas monturas salieron del Gran Pantano Salado y cruzaron el Reino Hundido hasta llegar a la siniestra ciudad central de Ilthmar, con sus pequeñ as y traicioneras posadas y sus innumerables estatuas, bajorrelieves y otras representaciones de su dios en forma de rata. Allí cambiaron sus torpes caballos por camellos y pronto avanzaron bamboleá ndose por el desierto, siguiendo la costa oriental del Mar del Este color turquesa. Cruzaron el río Tilth en la estació n seca y continuaron a través de las arenas, en direcció n a los Reinos Orientales, adonde ninguno de ellos había viajado con anterioridad. Buscaban distracció n en lo exó tico y deseaban visitar primero Horborixen, ciudadela del Rey de Reyes y la segunda ciudad, só lo después de Lankhmar, en tamañ o, antigü edad y esplendor barroco. Durante los tres añ os siguientes, los añ os de Leviatá n, la Roca y el Dragó n, vagaron por los cuatro puntos cardinales del mundo de Nehwon, tratando de olvidar sus primeros amores y sus primeras grandes culpas, sin conseguir ni una cosa ni otra. Se aventuraron má s allá de la mística Tisilimilit, con sus chapiteles esbeltos y opalescentes, que siempre parecía como si acabaran de cristalizar en el cielo hú medo y perlino, hasta tierras que eran leyendas en Lankhmar e incluso en Horborixen. Una de estas leyendas, entre muchas otras, era la del esqueléticamente mermado Imperio de Eevarensee, un país tan decadente, tan avanzado en el futuro, que las ratas y los hombres son todos calvos y hasta los perros y gatos carecen de pelo. Cuando regresaban por una ruta septentrional a través de las Grandes Estepas, estuvieron a punto de ser capturados y esclavizados por los crueles mingoles. En el Yermo Frío buscaron el Clan de la Nieve de Fafhrd, pero descubrieron que el añ o anterior habían sido vencidos por una horda de Gnomos del Hielo, los cuales, segú n se rumoreaba, habían matado hasta la ú ltima persona, lo cual, de ser cierto, significaba que Fafhrd había perdido a su madre, Mor, la novia a la que abandonó , Mara, y su descendencia, si es que había tenido. Durante algú n tiempo estuvieron al servicio de Lithquil, el Duque Loco de Ool Hrusp, ideando para él emocionantes duelos fingidos, asesinatos simulados y otros entretenimientos. Luego avanzaron por la costa hacia el sur, a través del Mar Exterior, a bordo de un mercante de Sarheenmar, hasta el tropical Klesh, donde se aventuraron un poco en los bordes de la jungla. Se dirigieron de nuevo al norte y rodearon el secretísimo Quarmall, aquel reino sombrío, y llegaron a los lagos de Pleea que son la cabecera del río Hlal. Llegaron a la ciudad de los mendigos, Tovilyis, donde el Ratonero Gris creía haber nacido, pero no estaba seguro, y cuando abandonaron aquella humilde metró polis no estaba má s seguro de ello. Cruzaron el Mar del Este en una barcaza para transporte de grano, pasaron algú n tiempo dedicá ndose a la prospecció n de oro en las Montañ as de los Mayores, pues sus ú ltimas gemas robadas las habían perdido hacía tiempo en el juego o gastado en otras cosas. La bú squeda de oro se reveló infructuosa, y entonces se pusieron en camino de nuevo hacia el Mar Interior e Ilthmar. Vivían del robo, el atraco, sus servicios como guardaespaldas, breves encargos como correos y agentes —comisiones que siempre, o casi siempre, llevaban a cabo escrupulosamente— y haciendo actuaciones: el Ratonero hacía juegos malabares, prestidigitació n y bufonadas, mientras que Fafhrd, con su don de lenguas y su adiestramiento como Bardo Cantor, sobresalía en las artes juglarescas y traducía las leyendas de su gélida patria a muchos idiomas. Jamá s trabajaban como cocineros, empleados, carpinteros, podadores de á rboles o criados corrientes, y nunca, jamá s, se enrolaron como soldados mercenarios… Su servicio a Lithquil había sido de una naturaleza má s personal. Recibieron nuevas cicatrices y adquirieron otras habilidades, comprensiones y compasiones, cinismos y secretos, una risa sutilmente burlona y un frío aplomo, como un caparazó n que encerraba herméticamente todas sus aflicciones y ocultaba casi constantemente al bá rbaro que había en Fafhrd y el chico de los bajos fondos que era el Ratonero. Se volvieron externamente alegres, despreocupados y simpá ticos, pero no les abandonó su pesar y su sentimiento de culpa; los espectros de Ivrian y Vlana acosaban su sueñ o y sus ensueñ os diurnos, por lo que tenían escasa relació n con otras muchachas, y la poca que tenían les causaba má s incomodidad que alegría. Su camaradería se hizo má s firme que una roca, má s fuerte que el acero, pero todas sus demá s relaciones humanas eran huidizas. La melancolía era su estado de á nimo má s corriente, aunque solían ocultá rselo mutuamente. Llegó el mediodía del día del Rató n, en el mes del Leó n, el añ o del Dragó n. Estaban haciendo la siesta en la frescura de una cueva, cerca de Ilthmar. En el exterior hacía un tó rrido calor que horneaba el suelo y la escasa hierba marró n, pero allí dentro la temperatura era muy agradable. Sus caballos, una yegua gris y un macho castrado de color castañ o, estaban a la sombra a la entrada de la caverna. Fafhrd había inspeccionado someramente el lugar, por si había serpientes, pero no descubrió ninguna. Odiaba a los fríos ofidios escamosos del sur, tan diferentes de las serpientes de sangre caliente y provistas de pelaje del Yermo Frío. Se adentró un poco en el estrecho corredor rocoso que partía del fondo de la cueva, bajo la pequeñ a montañ a en la que se abría, pero regresó cuando la falta de luz le impidió ver má s allá y no había encontrado ni reptiles ni el final del corredor. Descansaron có modamente sobre sus esteras sin desenrollar. No podían conciliar el sueñ o, por lo que se pusieron a charlar de cosas intrascendentes. Lentamente, en sucesivas etapas, esta conversació n se volvió seria. Finalmente, el Ratonero Gris resumió sus ú ltimos tres añ os. —Hemos recorrido el ancho mundo de cabo a rabo sin encontrar el olvido. —No estoy de acuerdo —replicó Fafhrd—. No la ú ltima parte, puesto que aú n estoy tan acosado por los fantasmas como tú , pero no hemos cruzado el Mar Exterior ni buscado el gran continente que, segú n la leyenda, se encuentra en el oeste. —Creo que sí lo hemos hecho —adujo el Ratonero—. No la primera parte. Estoy de acuerdo, pero ¿qué objeto tiene registrar el mar? Cuando fuimos al extremo oriental y llegamos a la orilla de aquel gran océano, ensordecidos por su inmenso oleaje, creo que está bamos en la costa occidental del Mar Exterior, sin que hubiera entre Lankhmar y nosotros nada má s que agua embravecida. —¿Qué gran océano? —inquirió Fafhrd—. ¿Y qué inmenso oleaje? Era un lago, un simple charco con algunas ondas en su superficie. Se podía ver perfectamente la orilla opuesta. —Entonces veías espejismos, amigo mío, y languidecías en uno de esos estados de á nimo en que todo Nehwon só lo te parece una pequeñ a burbuja que podrías hacer estallar con el rasguñ o de una uñ a. —Tal vez —convino Fafhrd—. Oh, qué cansado estoy de esta vida. Se oyó una tosecita, apenas un carraspeo, en la oscuridad a sus espaldas, pero se les erizó el cabello, tan cercano e íntimo había sido aquel leve sonido y tan indicador de inteligencia má s que de mera animalidad, pues era indudable su mesurada solicitud de atenció n. Los dos jó venes volvieron sus cabezas al mismo tiempo y miraron la negra boca del corredor rocoso. Al cabo de un rato les pareció que podían ver unos débiles resplandores verdes que flotaban en la oscuridad y cambiaban perezosamente de posició n, como siete luciérnagas cernidas en el aire, pero con una luz má s firme y mucho má s difusa, como si cada luciérnaga llevara un manto constituido por varias capas de gasa. Entonces una voz melosa y untuosa, una voz de anciano, aunque aguda, como el sonido de una flauta trémula, habló desde el centro de aquellos mortecinos resplandores, y dijo: —Oh, hijos míos, dejando de lado la cuestió n de ese hipotético continente occidental, sobre el cual no tengo intenció n de ilustraros, hay todavía un lugar en Nehwon donde no habéis buscado el olvido de las muertes crueles de vuestras amadas. —¿Y cuá l podría ser ese lugar? —preguntó en voz baja el Ratonero, y tras un largo momento añ adió con un leve tartamudeo—: ¿Quién eres? —La ciudad de Lankhmar, hijos míos. Quien sea yo, aparte de vuestro padre espiritual, es un asunto privado. —Hemos hecho un solemne juramento de no regresar jamá s a Lankhmar gruñ ó Fafhrd al cabo de un rato; habló con ronca voz contenida, un poco a la defensiva y quizá s incluso intimidado. —Los juramentos han de mantenerse hasta que se ha cumplido su finalidad —respondió la voz aflautada—. Toda imposició n se levanta al final, toda norma impuesta por uno mismo se deroga. De otro modo, el sentido del orden en la vida se convierte en una limitació n al crecimiento. La disciplina encadena; la integridad esclaviza y hace mal. Habéis aprendido lo que podéis del mundo. Os habéis graduado en el conocimiento de esa enorme parte de Nehwon. Ahora es necesario que hagá is vuestros estudios de posgraduado en Lankhmar, la mejor universidad de la vida civilizada. —No regresaremos a Lankhmar —replicaron al unísono Fafhrd y el Ratonero. Los siete resplandores se desvanecieron. Tan débilmente que los dos hombres apenas podían oírlo —aunque cada uno de ellos lo oyó —. La voz aflautada inquirió : «¿Tenéis miedo?». Entonces oyeron un ruido como de raspaduras en la roca, un sonido muy débil, pero, de algú n modo, pesado. Así finalizó el primer encuentro de Fafhrd y su camarada con Ningauble de los Siete Ojos. Al cabo de una docena de latidos de corazó n, el Ratonero Gris desenvainó su delgada espada, de brazo y medio de largo, «Escalpelo», con la que estaba acostumbrado a verter sangre con precisió n quirú rgica, y blandiendo el arma de punta reluciente, entró en el corredor rocoso. Caminaba pausadamente, con una comedida determinació n. Fafhrd fue tras él, manteniendo la punta de su espada «Varita Gris», má s pesada pero que manejaba con la mayor agilidad en combate, cerca del pétreo suelo y moviéndola de un lado a otro. Los siete resplandores, con sus perezosos balanceos y movimientos breves le habían sugerido vivamente las cabezas de grandes cobras levantadas para atacar. Razonó que las cobras de cueva, si existía tal especie, muy bien podrían ser fosforescentes como anguilas abisales. Habían penetrado un poco má s en el flanco de la montañ a de lo que había ido Fafhrd en su primera inspecció n —la lentitud de su avance permitía a sus ojos acomodarse mejor a la oscuridad relativa—, cuando con una ligera y sonora vibració n, «Escalpelo» tocó roca vertical. Sin decir palabra, permanecieron donde estaban y su visió n de la cueva mejoró hasta el punto de que resultó evidente, sin necesidad de seguir probando con las espadas, que el corredor terminaba donde ellos estaban, y no había ningú n agujero lo bastante grande ni siquiera para permitir el deslizamiento de una serpiente habladora, para no hablar de un ser correctamente dotado de habla. El Ratonero empujó la pared y Fafhrd lanzó su peso contra la roca en varios puntos, pero resistió como la má s pura entrañ a del monte. Tampoco les había pasado por alto ningú n camino lateral, ni siquiera el má s estrecho, o cualquier hoyo o agujero en el techo, lo cual volvieron a comprobar al salir. Regresaron junto a sus esteras de dormir. Los caballos seguían comiendo hierba marró n a la entrada de la caverna. Entonces Fafhrd dijo de improviso: —Lo que hemos oído, ha sido un eco. —¿Có mo puede haber un eco sin una voz? —preguntó el Ratonero con malhumorada impaciencia—. Es como si tuviéramos una cola sin gato. Quiero decir una cola viva. —Una pequeñ a serpiente de nieve se parece mucho a la cola en movimiento de un gato doméstico blanco —replicó Fafhrd, imperturbable—. Sí, y emite un grito agudo y trémulo, parecido a esa voz. —¿Acaso está s sugiriendo…? —Naturalmente que no. Como imagino que te ocurre a ti, supongo que había una puerta en algú n lugar de la roca, tan bien encajada que no hemos podido discernir las junturas. La oímos cerrarse. Pero antes de eso, él… o ella, ellos, ello… pasó a través de la abertura. —¿A qué viene entonces esa chá chara de ecos y serpientes de nieve? —Es bueno considerar todas las posibilidades. —É l… ella, etcétera, nos llamó hijos —reflexionó el Ratonero. —Algunos dicen que la serpiente es la má s sabia, la má s vieja y hasta la madre de todos — observó Fafhrd juiciosamente. —¡Serpientes de nuevo! Bien, una cosa es cierta: todo el mundo diría que es una pura locura seguir el consejo de una serpiente, y no digamos siete. —Con todo, él…, considera como si hubiera dicho los demá s pronombres, tenía bastante razó n, Ratonero. A pesar del indeterminado continente occidental, hemos viajado por todo Nehwon, dando vueltas y má s vueltas en el sentido de una tela de arañ a. ¿Qué nos queda salvo Lankhmar? —¡Malditos sean tus pronombres! Juramos que no regresaríamos jamá s. ¿Te has olvidado de eso, Fafhrd? —No, pero me muero de aburrimiento. Muchas veces he jurado que no volvería a beber vino. —¡En Lankhmar me moriría de asfixia! Sus humores diurnos, sus nieblas nocturnas, su suciedad. —En este momento, Ratonero, poco me importa vivir o morir, y dó nde, cuá ndo o có mo. —¡Ahora adverbios y conjunciones! ¡Bah, lo que necesitas es un trago! —Buscamos un olvido má s profundo. Dicen que para darle el reposo a un alma en pena, hay que ir al lugar donde murió . —¡Sí, y así te obsesionará s má s! —No podría obsesionarme má s de lo que ya estoy. —¡Dejar que una serpiente nos avergü ence preguntá ndonos si tenemos miedo! —¿Lo tenemos, quizá ? Y así continuó la discusió n, con el previsible resultado final de que Fafhrd y el Ratonero galoparon má s allá de Ilthmar hasta un trecho de costa rocosa que era un precipicio bajo curiosamente excoriado, y allí aguardaron un día y una noche a que, con anó malas convulsiones acuosas, emergiera el Reino Hundido de las aguas donde convergían el Mar del Este y el Mar Interior. Rá pida y cautelosamente cruzaron la humeante extensió n de pedernal, pues hacía un día cá lido y soleado, y volvieron a cabalgar por la carretera del Origen, pero esta vez de regreso a Lankhmar. Distantes tormentas gemelas rugían a cada lado, al norte, sobre el Mar Interior, y al sur, por encima del Gran Pantano Salado, a medida que se aproximaban a aquella ciudad monstruosa con sus torres, chapiteles y santuarios, y la gran muralla almenada emergía de su enorme y habitual capa de humo, algo silueteada por la luz del sol poniente, al que la niebla y el humo convertían en un disco de plata apagada. Una vez el Ratonero y Fafhrd creyeron ver una masa redondeada, de suelo plano, sobre unas patas altas e invisibles que se movía entre los á rboles, y oyeron débilmente una voz á spera que decía: «Os lo dije, os lo dije, os lo dije», pero tanto la embrujada cabañ a de Sheelba, como su voz, si es que eran tales, permanecieron distantes como las tormentas. De este modo Fafhrd y el Ratonero Gris revocaron sus juramentos a la ciudad que despreciaban, pero que, al mismo tiempo, añ oraban. No encontraron allí el olvido, las almas en pena de Ivrian y Vlana no tuvieron reposo, y no obstante, quizá tan só lo por el paso del tiempo, los dos hombres se sintieron menos turbados por los fantasmas de sus amadas. Tampoco volvieron a encenderse sus odios, como el que sentían hacia el Gremio de los Ladrones, sino que má s bien se extinguieron. Y, en cualquier caso, Lankhmar no les pareció peor que cualquier otro lugar de Nehwon y sí má s interesante que la mayoría. Así pues, permanecieron allí un período de tiempo, haciendo nuevamente de la ciudad el cuartel general de sus aventuras. Las joyas en el bosque Era el añ o del Gigante, mes del Erizo, día del Sapo. Un sol cá lido de fines del verano descendía hacia el crepú sculo sobre la sombría y fértil tierra de Lankhmar. Los campesinos que trabajaban en los interminables campos de cereales se detenían un momento, alzaban sus rostros manchados de tierra y observaban que pronto llegaría el momento de comenzar tareas menores. Las reses que pastaban en las rastrojeras empezaron a moverse en la direcció n general de sus establos. Sudorosos mercaderes y tenderos decidieron esperar un poco má s antes de gozar de los placeres del bañ o. Ladrones y astró logos se agitaban inquietos en sus sueñ os, percibiendo que las horas de la noche y el trabajo se aproximaban. En el límite má s meridional de la tierra de Lankhmar, a un día de viaje a uñ a de caballo, má s allá del pueblo de Soreev, donde los campos de cereales ceden el paso a ondulantes bosques de arces y robles, dos caballeros trotaban pausadamente a lo largo de un estrecho y polvoriento camino. Ofrecían un agudo contraste. El má s alto vestía una tú nica de lino sin blanquear, sujeta ceñ idamente a la cintura por medio de un cinturó n muy ancho. Un pliegue del manto de lino, enrollado a su cabeza, la protegía del sol. Una larga espada con pomo dorado en forma de granada se mecía a su costado. Por detrá s de su hombro derecho sobresalía una aljaba de flechas. Enfundado a medias en un saco que pendía de la silla de montar había un arco de madera de tejo destensado. Los grandes y magros mú sculos del jinete, su piel blanca, su cabello cobrizo y sus ojos verdes, y, por encima de todo, su expresió n apacible pero indomable, todo ello apuntaba a su procedencia de una tierra má s fría, á spera y bá rbara que Lankhmar. Si todo en el hombre má s alto sugería el origen agreste, el aspecto general del hombre má s bajo —y su estatura era considerablemente inferior— era el de un habitante de la ciudad. Su rostro moreno era el de un bufó n. Los ojos negros y brillantes, la nariz chata y las líneas alrededor de la boca que le daban un rictus iró nico. Tenía manos de prestidigitador. Algo en su constitució n delgada pero fuerte revelaba una competencia excepcional en las peleas callejeras y las reyertas de taberna. Vestía de la cabeza a los pies con prendas de seda gris, suaves y curiosamente holgadas. Su delgada espada, protegida por una vaina de piel de rató n, se curvaba ligeramente hacia la punta. De su cinto colgaba una honda y una bolsa con proyectiles. A pesar de sus muchas diferencias, no había duda de que los dos hombres eran camaradas, que estaban unidos por un vínculo de sutil entendimiento mutuo, en cuyo entramado había melancolía, humor y muchas otra hebras. El má s pequeñ o cabalgaba en una yegua gris pinta; el má s alto, en un caballo castrado zaino. Se estaban aproximando a un lugar donde el estrecho camino llegaba al extremo de una elevació n, se curvaba ligeramente y descendía serpenteando al valle siguiente. Verdes muros de hojas se apretujaban a cada lado. El calor era considerable, pero no opresivo. Hacía pensar en sá tiros y centauros dormitando en vallecitos ocultos. Entonces la yegua gris, que iba algo adelantada, relinchó . El hombre má s pequeñ o sujetó con má s fuerza las riendas, y sus ojos negros dirigieron rá pidas y vigilantes miradas, primero a un lado del camino y luego al otro. Se oía un débil sonido, como de madera raspando sobre madera. Sin previo aviso, los dos hombres se agacharon, aferrá ndose al arnés lateral de sus monturas. Simultá neamente se oyó la musical vibració n de unos arcos, como el preludio de algú n concierto en el bosque, y varias flechas silbaron airadas y pasaron por los espacios que los jinetes ocupaban un momento antes. Las cabalgaduras tomaron la curva y galoparon como el viento, sus cascos levantando grandes polvaredas. Brotaron a sus espaldas gritos excitados y respuestas, al tiempo que sus perseguidores iban tras ellos. Al parecer, eran siete u ocho los hombres que habían tendido la emboscada, truhanes achaparrados y fornidos que llevaban cota de malla y cascos de acero. Antes de que la yegua y el zaino estuvieran a tiro de piedra camino abajo, fueron rebasados por sus perseguidores, un caballo negro delante y un jinete de barba negra en segundo lugar. Pero los perseguidos no perdieron el tiempo. El hombre má s alto se irguió en los estribos y extrajo el arco de tejo. Con la mano izquierda lo dobló contra el estribo, y con la derecha colocó la lazada superior de la cuerda en su lugar. Luego su mano izquierda se deslizó por el arco hasta la empuñ adura, mientras la derecha se movía á gilmente para extraer una flecha de la aljaba. Todavía guiando a su montura con las rodillas, se irguió aú n má s y giró en su silla para disparar un dardo provisto de plumas de á guila. Entre tanto, su camarada había colocado una pequeñ a bola de plomo en su honda, la cual hizo girar dos veces por encima de su cabeza, de modo que zumbó con estridencia, y soltó el proyectil. Flecha y proyectil volaron y golpearon a la vez. La primera atravesó el hombro del jinete que iba en cabeza, y el otro alcanzó al segundo en su casco de acero y lo derribó de la silla. Los perseguidores se detuvieron bruscamente, en una marañ a de caballos que cabeceaban y se encabritaban. Los hombres que habían causado esta confusió n se detuvieron en la siguiente curva del camino y se volvieron para mirar. —Por el Erizo —dijo el má s pequeñ o, sonriendo maliciosamente—. ¡Pero lo pensará n dos veces antes de volver a tender emboscadas! —Zafios imbéciles —dijo el má s alto—. ¿Ni siquiera han aprendido a disparar desde la silla de montar? Te lo digo, Ratonero Gris, só lo un bá rbaro puede manejar a su caballo adecuadamente. —Excepto yo y unos pocos má s —replicó el que tenía el felino sobrenombre de Ratonero Gris—. Pero mira, Fafhrd, los bandidos se retiran llevá ndose a sus heridos, y uno galopa muy por delante. Vaya, le he abollado la mollera al de la barba negra. Cuelga de su penco como un saco de harina. Si hubiera sabido quiénes somos, no se habría lanzado tan alegremente a la persecució n. Había cierta verdad en esta jactancia. Los nombres del Ratonero Gris y del nó rdico Fafhrd no eran desconocidos en las tierras alrededor de Lankhmar, ni tampoco en esta orgullosa ciudad. Su gusto por las extrañ as aventuras, sus misteriosas idas y venidas y su curioso sentido del humor eran cosas que dejaban perplejos a casi todos los hombres por igual. Bruscamente, Fafhrd destensó su arco y se volvió hacia delante en su silla. —É ste debe de ser el mismo valle que estamos buscando —dijo—. Mira, hay dos colinas, cada una con dos morones muy pró ximos, a los que hacen referencia los documentos. Echemos otro vistazo, para cerciorarnos. El Ratonero Gris metió la mano en su amplia bolsa de cuero y extrajo una gruesa hoja de vitela, antigua y de un curioso color verduzco. Tres de sus bordes estaban raídos y desgastados; el cuarto mostraba un corte limpio y reciente. Esta hoja contenía los intrincados jeroglíficos de la escritura lankhamariana, trazados con tinta negra de calamar. Pero el Ratonero no dirigió su atenció n a estos jeroglíficos, sino a unas líneas difuminadas de diminuta escritura roja en el margen, las cuales leyó : Que los reyes llenen hasta el techo sus cá maras de los tesoros, y que los mercaderes hagan reventar sus só tanos a causa de las monedas acaparadas en ellos, y que los necios les envidien. Yo tengo un tesoro que supera en valor a los suyos. Un diamante tan grande como el crá neo de un hombre. Doce rubíes, cada uno de ellos tan grande como el crá neo de un gato. Diecisiete esmeraldas, cada una tan grande como el crá neo de un topo. Y ciertas varitas de cristal y barras de oricalco. Que los grandes señ ores se pavoneen adornados con joyas y las reinas se carguen de gemas y los necios las adoren. Tengo un tesoro que durará má s que los suyos. Le he construido una cá mara para albergarlo en el lejano bosque meridional, donde las dos colinas tienen jorobas dobles, como camellos dormidos, a un día de viaje a caballo má s allá del pueblo de Soreev. Una gran casa del tesoro con una torre alta, apropiada para morada de un rey, aunque ningú n rey puede morar allí. Inmediatamente debajo de la piedra angular de la bó veda central se halla mi tesoro, eterno como las estrellas resplandecientes. Durará má s que yo y que mi nombre, yo, Urgaan de Angarngi. Es mi asidero en el futuro. Que los necios lo busquen. No lo encontrará n. Pues aunque mi casa del tesoro esté vacía como el aire, sin ninguna criatura mortífera en madriguera rocosa, ni centinela apostado en el exterior, ni pozo, veneno, trampa o cepo, todo el lugar desnudo de arriba abajo, sin un pelo de demonio o ser infernal, sin ninguna serpiente de letales colmillos, pero bella, sin crá neo con ojos mortales de mirada feroz…, no obstante he dejado un guardiá n allí. Que los prudentes lean este enigma y desistan. —Ese hombre tiene una notable inclinació n por los crá neos —musitó el Ratonero—. Debe de haber sido sepulturero o nigromante. —O quizá s arquitecto —observó Fafhrd, pensativo—, en los tiempos antiguos, cuando las imá genes grabadas de crá neos de hombres y animales servían para adornar los templos. —Tal vez —convino el Ratonero—. Desde luego, la escritura y la tinta son bastante viejos. Por lo menos se remontan al siglo de las Guerras con el Este… Cinco largas vidas humanas. El Ratonero era un diestro falsificador, tanto de caligrafía como de objetos artísticos. Sabía de qué estaba hablando. Satisfechos por hallarse cerca del objetivo de su bú squeda, los dos camaradas miraron a través de una brecha en el follaje, en direcció n al valle. É ste tenía la forma de una vaina: hueco, largo y estrecho. Lo estaban contemplando desde uno de los extremos estrechos. Las dos colinas con sus montecillos peculiares formaban los largos lados. El conjunto del valle verdeaba con el frondoso follaje de arces y robles, con excepció n de un pequeñ o claro hacia el centro. El Ratonero pensó que aquél debía de ser el terreno circundante de una casa de campo. Má s allá de la brecha pudo distinguir algo oscuro y má s o menos cuadrado que se alzaba un poco por encima de las copas de los á rboles. Llamó la atenció n de su compañ ero, pero no pudieron decidir si aquello era una torre como la mencionada en el documento, o só lo una sombra peculiar, o quizá s incluso el tronco muerto y sin ramas de un roble gigantesco. Estaba demasiado lejos. —Casi ha transcurrido suficiente tiempo —dijo Fafhrd tras una pausa— para que alguno de esos bandidos se haya deslizado sigilosamente por el bosque para atacarnos de nuevo. La noche está cerca. Dieron instrucciones a sus caballos y siguieron adelante con lentitud. Procuraban no desviar la vista de aquel objeto que parecía una torre, pero como estaban descendiendo, muy pronto desapareció de su campo visual, bajo las copas de los á rboles. Ya no tendrían ocasió n de verlo hasta que estuvieran muy cerca. El Ratonero experimentaba una excitació n contenida. Pronto descubrirían si estaban en la pista de un tesoro o no. Un diamante tan grande como un crá neo de hombre…, rubíes…, esmeraldas… Sentía un placer casi nostá lgico en prolongar y saborear plenamente esta ú ltima y tranquila etapa de su indagació n. La emboscada reciente había servido como un condimento necesario. Pensó en có mo había desgarrado aquella pá gina de vitela, que tan interesante parecía, del antiguo libro sobre arquitectura que reposaba en la biblioteca del rapaz y arrogante señ or de Rannarsh; en có mo, medio en broma, había buscado e interrogado a varios buhoneros del sur; en có mo había encontrado uno que recientemente había pasado por un pueblo llamado Soreev; en có mo aquel hombre le había hablado de una estructura de piedra en el bosque, al sur de Soreev, a la que los campesinos denominaban Casa de Angarngi y consideraban que estaba vacía desde mucho tiempo atrá s. El buhonero había visto una alta torre que se elevaba por encima de los á rboles. El Ratonero recordó el rostro enjuto y astuto del hombre y rió entre dientes. Y aquel recuerdo le evocó el rostro cetrino del avariento señ or de Rannarsh, y una nueva idea acudió a su mente. —Fafhrd —dijo a su compañ ero—, esos bandidos a los que hemos puesto pies en polvorosa… ¿Quiénes crees que eran? El nó rdico emitió un jocoso y despectivo gruñ ido. —Rufianes corrientes y molientes. Atracadores de gordos mercaderes. Bravucones de dehesa. ¡Bandidos palurdos! —Sin embargo, todos iban bien armados, y armados como… como si estuvieran al servicio de algú n hombre rico. Y aquel que pasó cabalgando por nuestro lado… ¿No tendría prisa quizá por informar del fracaso a su amo? —¿Cuá l es tu idea? El Ratonero tardó un momento en responder. —Estaba pensando que ese señ or de Rannarsh es un hombre rico y codicioso, que babea al pensar en joyas. Y me preguntaba si alguna vez habría leído esas líneas borrosas en tinta roja y sacaría copia de ellas, y si mi robo del original pudo haber aguzado su interés. El nó rdico meneó la cabeza. —Lo dudo. Eres demasiado sutil. Pero si así fuera, y si trata de rivalizar con nosotros en la bú squeda de este tesoro, será mejor que piense dos veces cada paso que va a dar… y elija servidores capaces de luchar a lomo de caballo. Avanzaban tan lentamente que los cascos de la yegua y el zaino apenas agitaban el polvo. Una emboscada bien preparada podría sorprenderles, pero no un hombre o caballo en movimiento. El estrecho camino serpenteaba de un modo que parecía carente de finalidad. Las hojas les rozaban el rostro, y en ocasiones tenían que apartar sus cuerpos para evitar las ramas que invadían la senda. El aroma maduro del bosque a fines del verano era má s intenso ahora que estaban por debajo del borde del valle. Se mezclaban con él los olores de las bayas silvestres y los arbustos aromá ticos. Las sombras se alargaban imperceptiblemente. —Hay nueve de diez posibilidades —murmuró el Ratonero distraídamente— de que esa cá mara del tesoro de Urgaan de Angarngi haya sido saqueada hace siglos, por hombres cuyos cuerpos son ya polvo. —Es posible —convino Fafhrd—. Al contrario que los hombres, los rubíes y las esmeraldas no reposan tranquilamente en sus tumbas. Esta posibilidad, que habían comentado varias veces hasta entonces, no les turbó ahora ni les hizo sentirse impacientes. Má s bien impartió a su bú squeda la placentera melancolía de una ú ltima esperanza. Aspiraron el aire puro y dejaron que los caballos pacieran a sus anchas con las abundantes hojas. Un grajo lanzó un agudo grito desde la copa de un á rbol, y en el interior del bosque un tordo emitía su canto semejante al maullido de un gato. Los agudos trinos de las aves se imponían al constante zumbido de los insectos. La noche estaba pró xima. Los rayos casi horizontales del sol doraban las copas de los á rboles. Entonces los oídos de Fafhrd captaron el hueco mugido de una vaca. Unas pocas curvas má s les llevaron al claro que habían atisbado. De acuerdo con su suposició n, resultó contener una casita de campo, una bonita casa de madera de aleros bajos, cuyas tablas mostraban los efectos del clima, situada en medio de un campo de cereal. A un lado había una parcela de habichuelas; al otro, un montó n de madera que casi empequeñ ecía la casa. Delante de ésta se hallaba un viejo delgado y membrudo, de piel tan marró n como la tú nica casera que vestía. Era evidente que acababa de oír a los caballos y se había vuelto para mirar. —Hola, buen hombre —dijo el Ratonero—. Hace un buen día para estar afuera y tenéis una buena casa. El campesino consideró estas afirmaciones y luego las refrendó moviendo la cabeza. —Somos dos viajeros fatigados —continuó el Ratonero. De nuevo el campesino asintió gravemente. —¿Nos daríais alojamiento por esta noche a cambio de dos monedas de plata? El campesino se frotó el mentó n y luego alzó tres dedos. —Muy bien, tendréis las tres monedas de plata —dijo el Ratonero, bajando de su caballo. Fafhrd le siguió al momento. Só lo después de haberle dado al viejo una moneda para cerrar el trato, el Ratonero le preguntó de manera despreocupada: —¿No hay un lugar antiguo y desierto cerca de vuestra casa llamado la Casa de Angarngi? El campesino asintió . —¿Có mo es? El hombre se encogió de hombros. —¿No lo sabéis? El campesino meneó la cabeza. —Pero ¿no habéis visto nunca ese lugar? En la voz del Ratonero había una nota de perplejidad que no se molestó en ocultar. La respuesta fue otro movimiento de cabeza. —Pero só lo está a pocos minutos de donde vivís, buen hombre, ¿no es cierto? El campesino asintió tranquilamente, como si nada de todo aquello fuera sorprendente en lo má s mínimo. Un joven musculoso, que había salido por detrá s de la casa para hacerse cargo de sus caballos, les ofreció una sugerencia: —Podéis ver la torre desde el otro lado de la casa. Yo os la indicaré. Entonces el viejo demostró que no era mudo, diciendo con una voz seca, inexpresiva: —Adelante, miradla cuanto querá is. Y acto seguido entró en la casa. Fafhrd y el Ratonero tuvieron un vislumbre de un niñ o que se asomaba a la puerta, una anciana que removía una perola y alguien encorvado en una gran silla, ante un parco fuego. La parte superior de la torre apenas era visible a través de una brecha entre los á rboles. Los ú ltimos rayos del sol la envolvían en una tonalidad roja oscura. Parecía estar a cuatro o cinco tiros de arco. Y entonces, mientras la contemplaban, el sol se ocultó tras ella y se convirtió en un cuadrado de piedra negra sin rasgos característicos. —Desde luego, es una construcció n vieja —explicó el joven vagamente—. He andado a su alrededor. Mi padre nunca se ha molestado en mirarla. —¿Has estado dentro? —inquirió el Ratonero. El joven se rascó la cabeza. —No. Só lo es un sitio antiguo. No sirve para nada. —Habrá un crepú sculo bastante largo —dijo Fafhrd, sus grandes ojos verdes atraídos por la torre como si fuera un imá n—. Lo bastante largo para que podamos verla má s de cerca. —Os mostraría el camino —dijo el joven—, pero tengo que ir a sacar agua del pozo. —No importa —replicó Fafhrd—. ¿Cuá ndo cená is? —Cuando aparecen las primeras estrellas. Dejaron sus caballos al campesino y se internaron caminando en el bosque. En seguida se hizo mucho má s oscuro, como si el crepú sculo, en vez de empezar, casi estuviera terminando. La vegetació n era má s espesa de lo que habían previsto. Había plantas trepadoras y espinos que era necesario esquivar. En lo alto aparecían y desaparecían irregulares fragmentos de cielo pá lido. El Ratonero dejó que Fafhrd fuese delante. Tenía la mente ocupada en una especie de misteriosa ensoñ ació n acerca de los campesinos. Estimulaba su fantasía pensar en có mo habrían pasado impasibles sus trabajosas vidas, generació n tras generació n, só lo a pocos pasos del que podría ser uno de los mayores tesoros del mundo. Parecía increíble. ¿Có mo podía alguien dormir tan cerca de las joyas y no soñ ar con ellas? Pero probablemente ellos nunca soñ aban. Así pues, el Ratonero Gris fue consciente de pocas cosas durante el recorrido por el bosque, salvo que Fafhrd parecía tardar un tiempo demasiado largo en llegar a su objetivo, lo cual era extrañ o, ya que el bá rbaro era un hombre que se encontraba a sus anchas en los bosques. Por fin una sombra má s profunda y só lida emergió por encima de los á rboles, y un momento después se encontraron en el margen de un pequeñ o claro, sembrado de piedras, la mayor parte del cual estaba ocupado por la voluminosa estructura que buscaban. De sú bito, antes incluso de que su mirada abarcara los detalles del lugar, un centenar de insignificantes perturbaciones asaltaron la mente del Ratonero. ¿No estaban cometiendo un error al dejar sus caballos en poder de aquellos extrañ os campesinos? ¿No podría ser que aquellos bandidos les hubieran seguido hasta la casa de campo? ¿No era aquel el día del Sapo, un día desafortunado para entrar en casas deshabitadas? ¿No deberían haberse llevado una lanza corta, por si se encontraban con un leopardo? ¿Y no era un chotacabras el ave a la que había oído gritar a mano izquierda, lo cual era un mal augurio? La casa del tesoro de Urgaan de Angarngi era una estructura peculiar. Su característica principal era una cú pula grande y baja, la cual descansaba sobre unas paredes que formaban un octó gono. Delante, y fundiéndose con ella, había dos cú pulas menores. Entre ellas se abría una gran puerta cuadrada. La torre se alzaba asimétricamente desde la parte posterior de la cú pula principal. La mirada del Ratonero se apresuró a buscar, a la luz cada vez má s crepuscular, la causa de la notable peculiaridad de la estructura, y decidió que radicaba en su simplicidad absoluta. No había columnas, cornisas sobresalientes, frisos ni adornos arquitectó nicos de ninguna clase, embellecidos con crá neos o no. Con excepció n del portal y algunas ventanas diminutas en lugares inesperados, la Casa de Angarngi era una masa compacta de piedras uniformes gris oscuro, muy bien ensambladas. Pero ahora Fafhrd subía por el corto tramo de escalones en forma de gradas que conducían a la puerta abierta, y el Ratonero le siguió , aunque le hubiera gustado echar un vistazo má s detenido a los alrededores. A cada paso que daba sentía crecer en su interior una extrañ a renuencia. Su estado de á nimo anterior, de placentera expectació n, se desvaneció de un modo tan repentino como si hubiera pisado arenas movedizas. Le pareció que la negra puerta bostezaba como si fuera una boca desdentada. Y entonces le recorrió un ligero escalofrío, pues vio que la boca tenía un diente…, algo de un blanco espectral que sobresalía del suelo. Fafhrd tendía la mano hacia el objeto. —Me pregunto de quién será este crá neo —dijo el nó rdico con calma. El Ratonero contempló el crá neo y los huesos y fragmentos ó seos desparramados a su lado. La sensació n de inquietud avanzaba rá pidamente hacia su apogeo, y tenía la desagradable convicció n de que, una vez llegara a un punto culminante, ocurriría algo. ¿Cuá l era la respuesta a la pregunta de Fafhrd? ¿Qué clase de muerte había tenido el intruso anterior? El interior de la casa del tesoro estaba muy oscuro. ¿No mencionaba el manuscrito algo acerca de un guardiá n? Era difícil pensar en un guardiá n de carne y hueso que estuviera en su sitio durante trescientos añ os, pero había cosas que eran inmortales o casi inmortales. Se daba cuenta de que a Fafhrd no le afectaba en absoluto ninguna inquietud premonitoria y era capaz de iniciar la bú squeda inmediata del tesoro. Era preciso evitarlo a toda costa. Recordó que el nó rdico odiaba a las serpientes. —Esta piedra hú meda y fría… —observó en tono despreocupado—. Es el lugar idó neo para que aniden serpientes escamosas de sangre fría. —Nada de eso —replicó Fafhrd, irritado—. Estoy seguro de que no hay una sola serpiente en el interior. La nota de Urgaan decía: «Ninguna criatura mortífera en madriguera rocosa», y para postres: «Ninguna serpiente de colmillos letales pero bella». —No estoy pensando en serpientes guardianas que Urgaan pueda haber dejado aquí — explicó el Ratonero—, sino en reptiles que quizá s hayan entrado por la noche. Del mismo modo que el crá neo que sostienes no es uno que haya dejado ahí Urgaan, «con ojos mortales de mirada feroz», sino simplemente el estuche cerebral de algú n desgraciado viajero que murió aquí por casualidad. —No sé —dijo Fafhrd, mirando sosegadamente el crá neo. —Sus ó rbitas podrían tener un brillo fosforescente en la oscuridad absoluta. Un instante después convino en que harían bien en posponer la bú squeda hasta que llegara la luz del día, puesto que ya habían localizado la casa del tesoro. Dejó cuidadosamente el crá neo donde lo había encontrado. Al internarse de nuevo en el bosque, el Ratonero oyó una vocecita interior que le susurraba: «justo a tiempo, justo a tiempo». Entonces la sensació n de inquietud desapareció con tanta rapidez como le había sobrevenido, y empezó a sentirse un poco ridículo. Esto le llevó a entonar una balada obscena de su invenció n, cuya letra ridiculizaba groseramente a los demonios y otros agentes sobrenaturales. Fafhrd le secundaba de buen humor en el estribillo. Cuando llegaron a la casa de campo, la oscuridad no era tan profunda como habían esperado. Fueron a ver sus caballos, constataron que los habían atendido bien y entonces se pusieron a comer el sabroso yantar de alubias, potaje y hierbas aromá ticas que les sirvió la esposa del campesino en cuencos de madera. En unas copas de roble minuciosamente talladas les sirvieron leche fresca para hacerlo bajar todo. La comida era satisfactoria y el interior de la casa pulcro y limpio, a pesar del suelo de tierra con sus huellas de pisadas y sus vigas tan bajas que Fafhrd había de inclinarse para no tocarlas con la cabeza. Seis miembros en total componían la familia. El padre, su esposa igualmente delgada y de piel curtida, el hijo mayor, un muchacho, una hija y un abuelo murmurador, cuya edad provecta le tenía confinado en una silla ante el fuego. Los dos ú ltimos eran los má s interesantes. La muchacha, en plena adolescencia, era má s bien desgarbada, pero había una gracia silvestre, de potranca, en su forma de mover las largas piernas y los delgados brazos de codos prominentes. Era muy tímida, y daba la impresió n de que en cualquier momento podría echar a correr e internarse en el bosque. A fin de divertirla y ganar su confianza, el Ratonero empezó a realizar pequeñ as proezas de prestidigitació n: sacaba monedas de cobre de las orejas del pasmado campesino y agujas de hueso de la nariz de su risueñ a esposa; convertía judías en bocones y éstos de nuevo en judías; se tragó un gran tenedor, hizo bailar a un diminuto muñ eco de madera en la palma de su mano y causó profundo asombro al gato al extraer de su boca lo que parecía un rató n. Los viejos observaban todo aquello entre boquiabiertos y sonrientes. El chiquillo se puso frenético de excitació n. Su hermana lo miraba todo con interés concentrado y hasta sonrió cá lidamente cuando el Ratonero le ofreció un pañ uelo de bello lino verde que había hecho aparecer en el aire, aunque su persistente timidez le impedía hablar. Entonces Fafhrd entonó canciones marineras que hicieron estremecerse el tejado y entonó canciones picantes que encantaron al abuelo, el cual gorjeaba de placer. Entretanto el Ratonero fue a buscar un pequeñ o pellejo de vino que guardaba en el zurró n de la silla de montar, lo ocultó bajo su manto y llenó las copas de madera de roble como por arte de magia. El vino afectó rá pidamente a los campesinos, que no estaban acostumbrados a una bebida tan fuerte, y cuando Fafhrd terminó de contarles sus espeluznantes anécdotas sobre el gélido norte, todos estaban dormitando, excepto la muchacha y el abuelo. Este ú ltimo miró a los divertidos aventureros, sus ojos acuosos llenos de una especie de jú bilo pícaro y senil, y musitó : —Ambos sois hombres inteligentes. Quizá podá is esquivar a la bestia. Pero antes de poder elucidar esta observació n, la expresió n de sus ojos volvió a ser vacua y al cabo de unos instantes estaba roncando. Pronto todos dormían. Fafhrd y el Ratonero lo hacían con las armas al alcance de la mano, pero só lo una variedad de ronquidos y los chasquidos ocasionales de los rescoldos que se iban extinguiendo turbaban el silencio de la casa. El día del Gato amaneció claro y frío. El Ratonero se estiró con fruició n y, como un felino, flexionó sus mú sculos y aspiró el dulce aire cargado de rocío. Se sentía excepcionalmente animado, deseoso de levantarse y partir. ¿No era aquél su día, el día del Ratonero Gris, un día en el que la suerte no podía faltarle? Sus ligeros movimientos despertaron a Fafhrd, y juntos salieron con sigilo de la casa, para no despertar a los campesinos, los cuales dormían má s de lo debido a causa del vino que habían tomado. Se refrescaron cara y manos con la hierba hú meda y fueron a ver sus caballos. Luego mordisquearon un poco de pan, tomaron unos tragos de agua fría de pozo aromatizada con vino y se dispusieron a partir. Esta vez hicieron minuciosos preparativos. El Ratonero llevaba un mazo y una fuerte palanca de hierro, por si tenían que derribar algú n tabique, y se aseguraron de que no faltaban en su bolsa velas, pedernal, cuñ as, escoplos y algunas otras herramientas. Fafhrd cogió un pico que estaba entre las herramientas del campesino y se colgó del cinto un rollo de cuerda delgada y fuerte. También cogió su arco y la aljaba con las flechas. El bosque era delicioso a aquella hora temprana. De lo alto les llegaban los trinos y la chá chara de los pá jaros, y una vez divisaron un animal negro, parecido a una ardilla, que se escabullía a lo largo de una rama. Un par de ardillas listadas se escondieron debajo de un arbusto lleno de bayas rojas. Lo que la tarde anterior había sido sombra, era ahora una espléndida variedad de verdor. Los dos aventureros avanzaron sin hacer ruido. Apenas habían recorrido la distancia de un tiro de flecha en el interior del bosque, cuando oyeron un ruido ligero a sus espaldas. El sonido se aproximó con rapidez y, de sú bito, apareció ante ellos la muchacha campesina. Estaba sin aliento y tranquila, con una mano apoyada en el tronco de un á rbol y la otra presionando unas hojas, preparada para huir al primer movimiento repentino. Fafhrd y el Ratonero se quedaron inmó viles, tan asombrados como si ella fuera una cierva o una ninfa del bosque. Finalmente la muchacha logró superar su timidez y habló . —¿Vais ahí? —inquirió , señ alando la direcció n de la casa del tesoro con un gesto de cabeza rá pido. La expresió n de sus ojos oscuros era seria. —Sí, vamos ahí —respondió Fafhrd, sonriendo. —No lo hagá is —dijo ella, al tiempo que movía negativamente la cabeza. —Pero ¿por qué no habríamos de hacerlo, muchacha? La voz de Fafhrd era gentil y sonora, como una parte integral del bosque. Parecía tocar algú n resorte en el interior de la muchacha que le hacía sentirse má s tranquila. Aspiró hondo y explicó : —Porque yo la observo desde el borde del bosque, pero nunca me acerco. Nunca, nunca, nunca. Me digo a mí misma que hay ahí un círculo má gico que no debo cruzar. Y me digo que dentro hay un gigante…, un gigante extrañ o y temible. —Ahora las palabras fluían rá pidamente, como un arroyo al que no contiene ningú n dique—. Es todo gris, como la piedra de esa casa. Todo gris…, el pelo, los ojos y las uñ as también. Y tiene un garrote de piedra tan grande como un á rbol. Y es grande, má s grande que tú , el doble de grande. —Al decir esto señ alaba a Fafhrd con la cabeza—. Y con su garrote mata, mata, mata. Pero só lo si uno se acerca. Casi todos los días hago un juego con él. Finjo que voy a cruzar el círculo má gico. Y él observa desde el interior, donde yo no puedo verlo, y él piensa que voy a cruzar. Y bailo por el bosque alrededor de la casa, y él me sigue, asomá ndose a las ventanitas. Y yo me acerco má s y má s al circulo cada vez má s cerca. Pero nunca lo cruzo. Y él se enfada mucho y hace rechinar los dientes, como piedras que raspan a otras piedras, de modo que la casa se agita. Y yo corro, corro, corro y me alejo. Pero vosotros no debéis entrar. Oh, no debéis. Hizo una pausa, como si estuviera asombrada de su propio atrevimiento. Tenía la mirada ansiosamente fija en Fafhrd. Parecía como si se sintiera atraída hacia él. En la respuesta del nó rdico no hubo ningú n matiz de burlona condescendencia. —Pero nunca has visto realmente al gigante gris, ¿no es cierto? —Oh, no. Es demasiado astuto. Pero me digo a mí misma que debe de estar ahí dentro. Sé que está dentro. Y eso es lo mismo, ¿no? El abuelo conoce su existencia. Solíamos hablar de él cuando yo era pequeñ a, y el abuelo le llama la bestia. Pero los demá s se ríen de mí, por lo que no se lo digo. Sonriendo para sus adentros, el Ratonero se dijo que aquella era otra asombrosa paradoja campesina. La imaginació n era algo tan raro entre ellos, que aquella muchacha tomaba sin vacilar lo imaginado por lo real. —No te preocupes por nosotros, muchacha. Estaremos ojo avizor, precavidos contra tu gigante gris —empezó a decir, pero tuvo menos éxito que Fafhrd en mantener el tono de su voz completamente natural, o tal vez la cadencia de sus palabras no resonó tan bien en el á mbito del bosque. La muchacha les hizo otra advertencia. —No entréis, oh, no, por favor. Y, dicho esto, dio media vuelta y se alejó corriendo. Los dos aventureros se miraron y sonrieron. De algú n modo el inesperado cuento de hadas con su ogro convencional y su narradora encantadoramente ingenua incrementaban la delicia de la fresca mañ ana. Sin hacer ningú n comentario, reanudaron su lento avance. E hicieron bien en mantener la cautela, pues, cuando estaban a tiro de piedra del claro, oyeron unas voces bajas que parecían discutir. Al instante ocultaron el pico, la palanca y el mazo bajo unos arbustos, y siguieron avanzando con todo sigilo, aprovechá ndose de la cobertura natural y vigilando dó nde ponían los pies. En el borde del claro había media docena de hombres robustos, ataviados con cota de malla, arcos a la espalda y espadas cortas a los costados. Los reconocieron de inmediato como los bandidos que les habían tendido la emboscada. Dos de ellos echaron a andar hacia la casa del tesoro, pero uno de sus camaradas les llamó , tras lo cual la discusió n pareció comenzar de nuevo. —Ese pelirrojo —susurró el Ratonero tras echar un despacioso vistazo—. Juraría que le he visto en los establos del señ or de Rannarsh. Estaba en lo cierto. Parece que tenemos un rival. —¿Por qué esperan y siguen señ alando a la casa? —susurró Fafhrd—. ¿Será porque algunos de sus camaradas ya está n trabajando dentro? El Ratonero meneó la cabeza. —Eso es imposible. ¿Ves esos picos, palas y palancas que han dejado en el suelo? No, esperan a alguien…, a un líder. Algunos de ellos quieren examinar la casa antes de que llegue el jefe. Otros se muestran contrarios. Y apostaría mi cabeza contra una bola de bolos a que el líder es Rannarsh en persona. Es demasiado codicioso y suspicaz para confiar la bú squeda de un tesoro a unos esbirros. —¿Qué podemos hacer? —murmuró Fafhrd—. No podemos entrar en la casa sin ser vistos, aun cuando eso fuera lo má s prudente, que no lo es. Una vez dentro, estaríamos atrapados. Casi estoy tentado de usar la honda ahora mismo y enseñ arles algo sobre el arte de la emboscada —replicó el Ratonero, con expresió n torva—. Pero entonces los supervivientes huirían, entrarían en la casa y nos impedirían entrar hasta que llegue Rannarsh, quizá , y má s hombres con él. —Podríamos dar un rodeo por el claro —dijo Fafhrd tras una pausa—, sin salir del bosque. Entonces podríamos salir al claro sin ser vistos y ocultarnos detrá s de una de las cú pulas pequeñ as. De ese modo la entrada sería nuestra y podríamos impedir que se hagan fuertes en el interior. Así pues, me dirigiré a ellos de sú bito y trataré de asustarles mientras que tú permanecerá s oculto y apoyará s mis amenazas haciendo suficiente ruido pata hacerles creer que han de habérselas con diez hombres. É ste les pareció el plan má s practicable, y realizaron la primera parte sin ningú n contratiempo. El Ratonero se agazapó detrá s de la cú pula pequeñ a con su espada, la honda, las dagas y un par de palos preparados tanto para hacer ruido como para luchar. Entonces Fafhrd avanzó vivamente, sosteniendo con negligencia el arco ante él, con una flecha encajada en la cuerda. Lo hizo con tanta desenvoltura que pasaron unos momentos antes de que los esbirros de Rannarsh le descubrieran. Entonces asieron rá pidamente sus propios arcos, pero desistieron al ver la ventaja que tenía sobre ellos el alto recién llegado. Fruncieron el ceñ o, irritados y perplejos. —¡Hola, truhanes! —dijo Fafhrd—. Os damos el tiempo estrictamente necesario para que os esfuméis, ni un instante má s. Que no se os ocurra resistir o regresar escondidos, porque mis hombres está n desparramados por el bosque. Bastará que les haga una señ al para que os emplumen con flechas. Entretanto el Ratonero había empezado a hacer un ruido suave, y con lentitud y maestría iba incrementando su volumen. Variando con rapidez la agudeza y entonació n de su voz, y haciendo que ésta resonara primero en alguna parte del edificio y luego en el muro vegetal del bosque, creó la ilusió n de un pelotó n de arqueros sedientos de sangre. Parecía haber un coro de voces que decían: «¿Les dejamos huir?». «Tú quédate con el pelirrojo». «Apunta al vientre; es má s seguro». Los gritos salían de un punto y luego de otro, hasta que Fafhrd tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse de las miradas de espanto y abatimiento que los seis bandidos dirigían a su alrededor. Pero esta diversió n se extinguió cuando, en el mismo momento en que los truhanes empezaban a escabullirse avergonzados, una flecha partió errá tica desde la espesura del bosque y pasó a la altura de una lanza sobre la cabeza de Fafhrd. —¡Maldita rama! —exclamó una voz profunda y gutural que el Ratonero reconoció como procedente de la garganta del señ or de Rannarsh, el cual, al instante, empezó gritar ó rdenes. —¡A ellos, idiotas! Todo es una trampa. No son má s que dos. ¡Prendedlos! Fafhrd se volvió sin previo aviso y disparó su arco a boca de jarro, pero no silenció a la voz. Entonces se ocultó tras la cú pula pequeñ a y echó a correr con el Ratonero hacia el interior del bosque. Los seis bellacos, tras haber decidido que una carga con las espadas desenvainadas sería en exceso heroica, les siguieron y prepararon los arcos mientras corrían. Uno de ellos se volvió antes de haber alcanzado suficiente cobertura y puso una flecha en la cuerda. Fue un error. Una bola de la honda del Ratonero le alcanzó en la frente, y el hombre cayó hacia delante y quedó inmó vil. El ruido de aquella caída fue lo ú ltimo que se oyó en el claro durante largo tiempo, salvo los inevitables trinos de las aves, algunos de los cuales eran auténticos y otros comunicaciones entre Fafhrd y el Ratonero. Las condiciones de la contienda a muerte eran evidentes. Una vez había comenzado definitivamente, nadie se atrevería a entrar en el claro, dado que sería un blanco muy fá cil, y el Ratonero estaba seguro de que ninguno de los cinco bribones restantes se había refugiado en la casa del tesoro. Tampoco ninguno de los dos bandos se atrevería a retirar a todos sus hombres de la vista del portal, puesto que eso permitiría a alguien tomar una posició n privilegiada en lo alto de la torre, siempre que ésta tuviera una escalera utilizable. En consecuencia, se trataba de deslizarse cerca del borde del claro, rodeá ndolo en uno y otro sentido, agazapá ndose en algú n buen lugar y esperando que alguien se pusiera a tiro. El Ratonero y Fafhrd empezaron adoptando la ú ltima estrategia. Primero se movieron unos veinte pasos, acercá ndose má s al punto por donde habían desaparecido los bribones. Desde luego, tenían má s paciencia que sus contrarios, pues al cabo de unos diez minutos de exasperante espera, durante la cual las vainas puntiagudas de algunas plantas tenían la curiosa peculiaridad de parecer puntas de flechas, Fafhrd alcanzó al sicario pelirrojo en la garganta, en el mismo momento en que tensaba el arco para disparar al Ratonero. Quedaban cuatro hombres aparte de Rannarsh. De inmediato los dos aventureros cambiaron de tá ctica y se separaron; el Ratonero rodeó rá pidamente la casa del tesoro y Fafhrd se retiró cuanto pudo del espacio abierto. Los hombres de Rannarsh debían de haber decidido el mismo plan, pues el Ratonero casi tropezó con un bribó n que ostentaba una cicatriz en el rostro y se movía con tanto sigilo como él. A tan corta distancia, el arco y la honda eran inú tiles… para su funció n normal. El de la cara cortada trató de hundir la flecha que sostenía en el ojo del Ratonero. É ste se hizo velozmente a un lado, agitando la honda como si fuera un lá tigo, y dejó al hombre sin sentido con un golpe del mango có rneo. Entonces retrocedió unos pasos, dando gracias al día del Gato de que no hubiera habido dos hombres en vez de uno, y se dirigió a los á rboles, que le ofrecían un método de avance má s seguro aunque má s lento. Manteniéndose en las alturas medias, se escabulló con la seguridad de un funá mbulo, saltando de una rama a otra só lo cuando era necesario, y asegurá ndose de que siempre tenía abierto má s de un camino para retirarse. Había completado tres cuartas partes de su recorrido, cuando oyó el estrépito de espadas cruzadas a pocos á rboles má s adelante. Aumentó su velocidad, y pronto pudo ver, debajo de él, un emocionante combate. Fafhrd, de espaldas a un gran roble, había desenvainado su ancha espada y tenía a raya a dos esbirros de Rannarsh, los cuales le atacaban con sus armas má s cortas. Era una situació n peliaguda y el nó rdico lo sabía. Conocía las antiguas sagas sobre héroes que podían superar a cuatro o má s hombres a punta de espada. También sabía que tales sagas eran mentiras, suponiendo que los contrincantes del héroe fuesen razonablemente competentes. Y los hombres de Rannarsh eran veteranos. Atacaban con cautela pero sin cesar, manteniendo sus espadas con destreza frente a ellos, sin asestar nunca golpes atolondrados. Les silbaba el aliento a través de las fosas nasales, pero tenían una sombría confianza, sabiendo que el nó rdico no se atrevería a lanzarse a fondo contra uno de ellos porque entonces quedaría inerme ante el ataque del otro. Su juego consistía en ponerse cada uno en un flanco y entonces atacar simultá neamente. La intenció n de Fafhrd era cambiar rá pidamente de posició n y atacar con violencia al má s pró ximo antes de que el otro se pusiera a su lado. Se las ingeniaba así para mantenerlos juntos, donde podía controlar sus aceros mediante rá pidas fintas y tajos transversales. El sudor perlaba su rostro y la sangre goteaba de un rasguñ o que se había hecho en el muslo izquierdo. Una temible sonrisa mostraba sus dientes blancos, que en ocasiones se separaban para dejar escapar un insulto soez y primitivo. El Ratonero comprendió la situació n de una ojeada, descendió con rapidez a una rama inferior y tomó posició n, apuntando una daga a la espalda de uno de los adversarios de Fafhrd. Sin embargo, estaba demasiado cerca del tronco grueso, y alrededor de ese tronco se deslizó una mano callosa provista de una espada corta. El tercer sicario también había creído má s prudente subirse a los á rboles. Por fortuna para el Ratonero, el hombre carecía de un apoyo firme, por lo que su estocada, aunque bien dirigida, pasó un poco baja. El hombrecillo vestido de gris só lo pudo esquivarla saltando. Entonces sorprendió a su contrario haciendo una modesta pirueta acrobá tica. No cayó al suelo, pues sabía que entonces estarían a merced del hombre encaramado al á rbol, sino que se aferró a la rama en la que había estado subido, se columpió airosamente, subió de nuevo y trató de asir al otro. Afirmá ndose ahora con una mano, luego con la otra, se buscaron las gargantas respectivas, golpeá ndose con rodillas y codos a la menor ocasió n. A la primera embestida cayeron daga y espada, y esta ú ltima se clavó en el suelo entre los dos sicarios que acosaban a Fafhrd, de modo que éste casi ensartó a uno. El Ratonero y su hombre avanzaron oscilantes por la rama, alejá ndose del tronco, infligiéndose escaso dañ o, puesto que era difícil mantener el equilibrio. Finalmente resbalaron al mismo tiempo, pero se agarraron de la rama. El jadeante esbirro dirigió a su contrario un violento puntapié. El Ratonero lo esquivó retirando el cuerpo hacia arriba y doblando las piernas, las cuales lanzó entonces con violencia, alcanzando al esbirro en pleno pecho, justo donde terminan las costillas. El desgraciado paniaguado de Rannarsh cayó al suelo, donde se quedó sin aliento por segunda vez. Al mismo tiempo uno de los contrincantes de Fafhrd probó una estratagema que podría haberle salido bien. Cuando su compañ ero acosaba al nó rdico má s de cerca, arrancó la espada corta clavada en el suelo, con la intenció n de arrojarla con disimulo como si fuera una jabalina. Pero Fafhrd, cuya resistencia superior le proporcionaba rá pidamente ventaja en celeridad, previó el movimiento y, simultá neamente, efectuó un brillante contraataque contra el otro hombre. Hubo dos estocadas, ambas rá pidas como el relá mpago, la primera un tajo en el vientre; la segunda atravesó la garganta hasta la espina dorsal. Entonces giró sobre sus talones y, con un rá pido golpe, derribó ambas armas de las manos del primer hombre, el cual alzó la vista asombrado y se dejó caer al suelo, sentado, jadeante, exhausto, aunque con el aliento suficiente para suplicar: «¡Piedad!». Para coronar la situació n, el Ratonero saltó del á rbol y apareció como caído del cielo. Con gesto automá tico, Fafhrd empezó a levantar la espada, para una acometida de revés. Entonces se quedó mirando al Ratonero, durante tanto tiempo como el hombre sentado en el suelo tardó en proferir tres gritos tremendos, y se echó a reír, primero con disimulo y luego a carcajadas resonantes. Era una risa en la que se mezclaban la locura engendrada por el combate, la ira completamente aplacada y el alivio por haber escapado de la muerte. —¡Uh, por Giaggerk y por Kosh! —rugió —. ¡Por el Gigante! ¡Por el Yermo Frío y las entrañ as del Dios Rojo! ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! —De su garganta brotaron de nuevo los gritos demenciales—. ¡Oh, por la Ballena Asesina y la Mujer Fría y su descendencia! La risa se extinguió poco a poco en su garganta. Se frotó la frente con la palma y su rostro adquirió una expresió n seria. Entonces se arrodilló junto al hombre que acababa de matar, le enderezó los miembros, le cerró los ojos y empezó a llorar del modo mesurado que habría parecido ridículo e hipó crita a cualquiera excepto a un bá rbaro. Entretanto las reacciones del Ratonero no eran ni mucho menos tan primitivas. Sentía preocupació n, ironía y cierta repugnancia. Comprendía las reacciones de Fafhrd, pero sabía que aú n tardaría algú n tiempo en sentir plenamente las suyas, y por entonces estarían amortiguadas y en cierto modo reprimidas. Miró inquieto a su alrededor, temeroso de un ataque que pondría fin a aquella emoció n y sorprendería desprevenido a su compañ ero. Hizo la cuenta de sus oponentes. Sí, le salían los seis sicarios. Pero Rannarsh, ¿dó nde estaba Rannarsh? Hurgó en su bolsa para cerciorarse de que no había perdido sus talismanes y amuletos de buena suerte. Sus labios se movieron rá pidamente mientras musitaba dos o tres plegarias y votos. Pero durante todo el tiempo tuvo la honda a punto, y sus ojos no cesaron de mirar de un lado a otro. Oyó una serie de doloridos quejidos procedentes de un espeso grupo de arbustos: el hombre que había caído del á rbol empezaba a recobrar el sentido. El sicario al que Fafhrd había desarmado, el rostro ceniciento má s de fatiga que de miedo, retrocedía lentamente hacia el bosque. El Ratonero le miró despreocupado, observando la manera có mica en que su casco de acero se había deslizado sobre la frente y descansaba en el puente de la nariz. Entretanto los gemidos del hombre entre los arbustos adoptaban una cualidad menos quejumbrosa. Casi al mismo tiempo, los dos se levantaron y fueron tambaleá ndose hacia el bosque. El Ratonero escuchó su torpe retirada. Estaba seguro de que no había nada má s que temer de ellos. No volverían. Y entonces una leve sonrisa se dibujó en su rostro, pues oyó los sonidos de una tercera persona que se les unía en su huida. Pensó que debía de ser Rannarsh, un hombre que en el fondo era un cobarde e incapaz de arreglá rselas por sí solo. No se le ocurrió pensar que la tercera persona podría ser el hombre al que había dejado fuera de combate con el mango de la honda. Má s que nada con la intenció n de hacer algo, les siguió lentamente a lo largo de un par de tiros de flecha por el interior del bosque. Era imposible perder sus huellas, señ aladas por los arbustos pisoteados y los jirones de tela prendidos de los espinos. Iban en línea recta fuera del claro. Satisfecho, regresó y se desvió de su camino para recoger el mazo, el pico y la palanca. Encontró a Fafhrd atá ndose un vendaje en el muslo rasguñ ado. Las emociones del nó rdico habían llegado a su cénit y volvía a ser dueñ o de sí mismo. El hombre muerto por cuyo sino tanta congoja había mostrado, ahora no significaba para él má s que carroñ a en la que se cebarían escarabajos y pá jaros, mientras que para el Ratonero seguía siendo un objeto algo temible y repugnante. —¿Vamos a proceder ahora con nuestro asunto interrumpido? —preguntó el Ratonero. Fafhrd asintió flemá ticamente y se puso en pie. Juntos entraron en el claro rocoso. Les sorprendió comprobar el poco tiempo que había durado la pelea. Cierto que el sol estaba un poco má s alto, pero la atmó sfera era todavía la de la mañ ana temprana. El rocío aú n no se había secado. La casa del tesoro de Urgaan de Angarngi se alzaba maciza, sin rasgos distintivos, grotescamente impresionante. —La muchacha campesina predijo la verdad sin saberlo —dijo el Ratonero con una sonrisa —. Hemos jugado al juego de «rodea el claro y no cruces el círculo má gico», ¿verdad? Aquel día no le atemorizaba la casa del tesoro. Recordó sus perturbaciones de la noche anterior, pero era incapaz de comprenderlas. La misma idea de un guardiá n parecía algo ridícula. Había otras cien maneras de explicar la presencia del esqueleto a la entrada. Así pues, esta vez fue el Ratonero quien entró en la casa del tesoro delante de Fafhrd. El interior era decepcionante, carecía de todo mobiliario y estaba tan vacío y sin adornos como los muros externos. No era má s que una sala grande y de techo bajo. A cada lado, unas aberturas cuadradas daban acceso a las cú pulas má s pequeñ as, mientras que al fondo se veía vagamente un largo corredor y el inicio de una escalera que conducía a la parte superior de la cú pula principal. Con una sola mirada despreocupada al crá neo y el esqueleto fragmentado, el Ratonero avanzó hacia la escalera. —Nuestro documento —le dijo a Fafhrd, que ahora estaba a su lado—, se refiere a la piedra angular de la cú pula principal, bajo la cual descansa el tesoro. En consecuencia, debemos buscar en la sala o en las habitaciones de arriba. —Cierto —respondió el nó rdico, mirando a su alrededor—. Pero me pregunto, Ratonero, qué finalidad tenía esta estructura. Un hombre que construye una casa con el ú nico propó sito de esconder un tesoro, le está gritando al mundo que tiene un tesoro. ¿Crees que podría haber sido un templo? El Ratonero retrocedió de sú bito, al tiempo que emitía una exclamació n sibilante. Tendido en medio de la escalera había otro esqueleto, cuyos huesos principales estaban encajados como lo estarían en vida. Toda la parte superior del crá neo estaba aplastada, convertida en astillas ó seas má s pá lidas que las de un recipiente de loza. —Nuestros anfitriones son demasiado viejos y está n indecentemente desnudos —dijo entre dientes el Ratonero, molesto consigo mismo por haberse sobresaltado. Entonces subió con rapidez los escalones para examinar el macabro hallazgo. Su aguda mirada se fijó en varios objetos entre los huesos. Una daga herrumbrosa, un anillo de oro bruñ ido que rodeaba un nudillo, un puñ ado de botones de cuerno y un cilindro delgado de cobre recubierto de verdín. Esto ú ltimo despertó su curiosidad. Lo recogió , dislocando los huesos de la mano al hacerlo, por lo que se desprendieron y produjeron un ruido seco. Abrió la tapa del cilindro con la punta de su daga y extrajo una hoja de pergamino antiguo muy enrollada, la cual desenrolló cautelosamente. Los dos hombres descifraron las líneas de caligrafía diminuta en tinta roja, a la luz de un ventanuco sobre el descansillo. El mío es un tesoro secreto. Tengo oricalco, cristal y á mbar rojo como la sangre. Rubíes y esmeraldas por cuya posesió n guerrearían los demonios, y un diamante tan grande como el crá neo de un hombre. Sin embargo, nadie lo ha visto excepto yo. Yo, Urgaan de Angarngi, desprecio la adulació n y la envidia de los necios. He construido una casa del tesoro solitaria, adecuada para mis joyas. Allí, ocultas bajo la piedra angular, pueden soñ ar sin que nadie las perturbe hasta que la tierra y el cielo se consuman. A un día de viaje a lomo de caballo, pasado el pueblo de Soreev, en el valle de las dos colinas con jorobas dobles, se alza la casa, con tres cú pulas y una sola torre. Está vacía. Cualquier necio puede entrar. Que lo haga. No me importa. —Los detalles varían algo —murmuró el Ratonero— pero las frases tienen el mismo tono que las de nuestro documento. —Ese hombre debía de estar loco —afirmó Fafhrd, con el ceñ o fruncido—. De lo contrario, ¿por qué habría ocultado cuidadosamente un tesoro y luego, con idéntico cuidado, dejaría instrucciones para encontrarlo? —Creíamos que nuestro documento era un comunicado o una nota dejada con descuido — dijo pensativo el Ratonero—. Esa idea difícilmente puede explicar la existencia de dos documentos. Absorto en la especulació n, se volvió hacia el tramo restante de la escalera… y descubrió otro crá neo que le sonreía desde un rincó n sombrío. Esta vez no se sobresaltó , pero tuvo la misma sensació n que debe de experimentar una mosca cuando, prendida en una telarañ a, ve los cadá veres colgantes y consumidos de una docena de congéneres. Empezó a hablar con rapidez. —Tampoco esa idea puede explicar tres, cuatro o quizá s una docena de tales documentos. Pues, ¿có mo llegaron hasta aquí estos otros buscadores, a menos que cada uno encontrara un mensaje escrito? Puede que Urgaan de Angarngi estuviera loco, pero quería expresamente atraer aquí a la gente. Una cosa es cierta: esta casa oculta, u ocultaba, alguna trampa mortal, algú n guardiá n. Tal vez una bestia gigantesca, o tal vez las mismas piedras destilen un veneno. Puede que unos muelles ocultos suelten hojas de espadas que salen a través de grietas en las paredes y luego retornan a su escondrijo. —Eso es imposible —replicó Fafhrd—. A estos hombres los mataron unos golpes tremendos dados con objetos pesados. Las costillas y la columna vertebral del primero estaban astilladas. El segundo tenía el crá neo abierto. Y ese tercero de ahí… ¡Mira! Los huesos de la parte inferior del cuerpo está n aplastados. El Ratonero empezó a responder, pero entonces apareció en su rostro una sonrisa inesperada. Podía ver la conclusió n a la que llevaban inconscientemente los argumentos de Fafhrd, y sabía que era una conclusió n ridícula. ¿Qué objeto mataría con aquellos golpes tremendos? ¿Qué cosa sino el gigante gris del que les había hablado la muchacha campesina? El gigante gris, que tenía el doble de altura que un hombre, con su gran porra de piedra, un gigante apto só lo para cuentos de hadas y fantasías. Y Fafhrd le devolvió la sonrisa al Ratonero. Le parecía que estaban haciendo demasiadas alharacas por nada. Desde luego, aquellos esqueletos eran bastante sugerentes, pero ¿no pertenecían a hombres que habían muerto muchos, muchos añ os atrá s, siglos incluso? ¿Qué guardiá n podía durar tres siglos? ¡Pardiez, aquel era un tiempo lo bastante largo para agotar la paciencia de un demonio! Y, de todos modos, los demonios no existían. Era inú til seguir dando vueltas a antiguos temores y horrores que estaban tan muertos como el polvo. Fafhrd se dijo que todo el asunto se reducía a algo muy sencillo. Habían entrado en una casa deshabitada para ver si contenía un tesoro. Ambos amigos se pusieron de acuerdo en este punto y subieron el restante tramo de escalera que conducía a las regiones má s oscuras de la Casa de Angarngi. A pesar de su confianza, avanzaron cautamente sin perder de vista las sombras que les aguardaban má s adelante. Fue una medida prudente. Cuando llegaban a lo alto, un brillo de acero surgió de la oscuridad y rozó un hombro del Ratonero al tiempo que éste se echaba a un lado. Se oyó el estrépito metá lico del arma al chocar con el suelo de piedra. Presa de un sú bito espasmo de ira y temor, el Ratonero se agachó y cruzó rá pidamente la puerta de donde había salido el arma, derecho hacia el peligro, fuera el que fuese. —Lanzando dagas en la oscuridad, ¿eh, gusano de vientre viscoso? Fafhrd oyó estas palabras de su compañ ero y también él se precipitó a través de la puerta. El señ or de Rannarsh retrocedía hacia la pared, su rico atavío de caza polvoriento y desordenado, el cabello negro y ondulado echado hacia atrá s, su rostro apuesto y cruel convertido en una má scara cetrina de odio y terror extremo. De momento, la ú ltima emoció n parecía predominar y, curiosamente, no parecía dirigida hacia los hombres a los que acababa de asaltar, sino hacia algo má s, algo invisible. —¡Oh, dioses! —gritó —. Dejadme salir de aquí. El tesoro es vuestro. Dejadme salir de este lugar, o estoy condenado. La cosa ha jugado al gato y el rató n conmigo. No puedo soportarlo. ¡No puedo soportarlo! —Así que ahora tocamos una gaita diferente, ¿eh? —gruñ ó el Ratonero—. ¡Primero lanzamiento de dagas y luego miedo y sú plicas! —Sucios y cobardes trucos —añ adió Fafhrd—. Escondido aquí, a salvo, mientras tus esbirros morían valientemente. —¿A salvo? ¿A salvo, decís? ¡Oh, dioses! Rannarsh pronunció estas palabras casi a gritos. Entonces apareció un cambio sutil en su rostro de mú sculos rígidos. No era que el terror disminuyera; en todo caso, se hizo aú n mayor. Pero algo se añ adió a él, recubriéndolo, una conciencia de vergü enza desesperada, la certeza de que se había rebajado sin remedio a los ojos de aquellos dos rufianes. Sus labios empezaron a contorsionarse, mostrando los dientes fuertemente apretados. Extendió la mano izquierda en un gesto de sú plica. —Oh, por favor, tened piedad —gritó lastimeramente, y su mano derecha extrajo una segunda daga del cinto y la arrojó con disimulo contra Fafhrd. El nó rdico desvió el arma de un rá pido manotazo y dijo pausadamente: —Tuyo es, Ratonero. Má tale. El juego estaba ahora entre el gato y el rató n acorralado. El señ or de Rannarsh desenfundó una espada reluciente de su vaina repujada en oro y arremetió dando tajos, estocadas y mandobles. El Ratonero cedió ligeramente terreno, su delgado acero oscilando en un contraataque defensivo que era vacilante y elusivo, pero aun así mortífero. Detuvo la acometida de Rannarsh. Su hoja se movió con tal rapidez que pareció tejer una red de acero alrededor del hombre. Entonces saltó tres veces hacia delante en rá pida sucesió n. A la primera acometida casi se dobló contra una prenda de cota de malla oculta. La segunda estocada horadó el vientre, la tercera atravesó la garganta. El señ or de Rannarsh cayó al suelo, ensartado y boqueando, con los dedos aferrados al cuello. Allí murió . —Un mal fin —dijo sombríamente Fafhrd—, aunque ha tenido un juego má s limpio del que se merecía, y manejaba bien la espada. No me gusta esta muerte, Ratonero, aunque seguramente ha sido má s justa que la de los otros. El Ratonero, que estaba limpiando su arma contra el muslo de su contrario, comprendió lo que Fafhrd quería decir. No sentía jú bilo por aquella victoria, sino un disgusto frío y nauseabundo. Un momento antes estaba encolerizado, pero su ira se había extinguido. Abrió su jubó n gris e inspeccionó la herida de daga en el hombro izquierdo. Todavía brotaba un poco de sangre, que le corría lentamente por el brazo. —El señ or de Rannarsh no era un cobarde —dijo lentamente—. É l mismo se ha matado, o ha causado su muerte, porque le hemos visto aterrado y le hemos oído gritar de pá nico. Y al pronunciar estas palabras, sin previo aviso, un profundo terror invadió como un eclipse gélido los corazones del Ratonero Gris y de Fafhrd. Fue como si el señ or de Rannarsh les hubiera dejado un legado de temor, que pasó a ellos inmediatamente después de su muerte. Había algo innatural en ello, y era que no habían tenido ninguna aprensió n premonitoria, ningú n indicio de su proximidad. No había arraigado y crecido gradualmente. Llegó de sú bito, paralizante, abrumador. Peor todavía, no había una causa discernible. Un momento antes contemplaban con cierta indiferencia el cadá ver contraído del señ or de Rannarsh. Un instante después sentían las piernas débiles, frío en las entrañ as, escalofríos en la espina dorsal, les castañ eteaban los dientes, el corazó n les martilleaba en el pecho y tenían el cabello erizado. Fafhrd sintió como si hubiera entrado sin sospecharlo en las fauces de una serpiente gigantesca. Su mente bá rbara estaba agitada en lo má s profundo. Pensó en el torvo dios Kosh meditando solitario en el silencio glacial del Yermo Frío. Pensó en los poderes enmascarados, Destino y Azar, y en su juego para hacerse con la sangre y los sesos de los hombres. Y él no quería tener tales pensamientos. Má s bien el paralizante temor parecía cristalizarlos, de modo que caían en su conciencia como copos de nieve. Lentamente recobró el control de sus miembros temblorosos y sus mú sculos crispados. Como si sufriera una pesadilla, miró lentamente a su alrededor, absorbiendo los detalles del entorno. La sala en donde estaban era semicircular y formaba la mitad de la gran cú pula. Dos ventanucos, en lo alto del techo curvo, dejaban pasar la luz. Una voz interior repetía sin cesar: «No hagas un movimiento brusco. Lenta, muy lentamente. Sobre todo, no eches a correr. Los otros lo hicieron. Por eso murieron con tanta rapidez. Lenta, muy lentamente». Vio el rostro del Ratonero, que reflejaba su propio terror. Se preguntó si aquello podría durar mucho má s, hasta cuá ndo podría seguir resistiendo sin volverse loco, hasta cuá ndo podría soportar pasivamente aquella sensació n de una gran garra invisible que se extendía sobre él, palmo a palmo, implacable. Un leve sonido de pasos llegó desde la sala inferior, unas pisadas regulares, sin prisas. Ahora cruzaban hacia el corredor trasero, estaban en la escalera, llegaban al descansillo y avanzaban por el segundo tramo de escalera. El hombre que entró en la estancia era alto, frá gil, viejo y muy demacrado. Sobre la ancha frente tenía esparcidos unos mechones de pelo muy negro. Las mejillas hundidas mostraban claramente el perfil de sus largas mandíbulas, y la piel cerú lea estaba muy tensada sobre la pequeñ a nariz. En las profundas ó rbitas ó seas brillaban unos ojos de faná tico. Llevaba la tú nica sencilla, sin mangas, de un hombre sagrado. Una bolsa colgaba del cordó n alrededor de su cintura. Clavó la vista en Fafhrd y el Ratonero Gris. —Os saludo, hombres sanguíneos —dijo con voz hueca. Entonces su mirada se fijó con repugnancia en el cadá ver de Rannarsh. —Se ha vertido má s sangre. Eso no está bien. Y con el huesudo dedo índice de su mano izquierda trazó en el aire un curioso cuadrado triple, el signo sagrado del Gran Dios. —No habléis —continuó con voz calma, sin tono—, pues conozco vuestro propó sito. Habéis venido a llevaros el tesoro de esta casa. Otros han buscado lo mismo y fracasaron. También vosotros fracasaréis. En cuanto a mí, no codicio tesoro alguno. Durante cuarenta añ os he vivido de mendrugos y agua, dedicando mi espíritu al Gran Dios. —Trazó de nuevo el curioso signo—. Las gemas y adornos de este mundo y las joyas y oropeles del mundo de los demonios no pueden tentarme ni corromperme. Mi intenció n al venir aquí es destruir una cosa maligna. »Yo —y aquí se llevó la mano al pecho—, yo soy Arvlan de Angarngi. Esto es algo que siempre he sabido y lamentado, pues Urgaan de Angarngi fue un hombre de mal. Pero só lo hace quince días, el día de la Arañ a, descubrí en unos documentos antiguos que Urgaan había construido esta casa, y que lo había hecho a fin de que fuera una trampa eterna para los imprudentes y los aventurados. Dejó aquí un guardiá n, y ese guardiá n ha resistido. »Astuto fue mi maldito antepasado, Urgaan, astuto y maligno. El arquitecto má s há bil de Lankhmar fue Urgaan, un hombre sabio en el manejo de la piedra y docto en ciencia geométrica. Pero despreció al Gran Dios. Ansiaba poseer poderes impropios. Tuvo comercio con los demonios y obtuvo de ellos un tesoro sobrenatural, pero no pudo usarlo, pues al buscar riqueza, conocimiento y poder, perdió su capacidad de gozar cualquier sensació n agradable o placer, incluso la simple lujuria. Así, ocultó su tesoro, pero lo hizo de tal manera que causara un mal interminable en el mundo, del mismo modo que, a su parecer, los hombres y una mujer orgullosa, despreciativa y cruel, con tan poco corazó n como este santuario, le habían infligido mal. Mi propó sito y mi derecho es destruir el mal de Urgaan. »No querá is disuadirme, pues de lo contrario la maldició n caerá sobre vosotros. En cuanto a mí, ningú n dañ o puede acaecerme. La mano del Gran Dios me ampara, dispuesta a rechazar cualquier peligro que pueda amenazar a su fiel servidor. Su voluntad es la mía. ¡No habléis, hombres sanguinarios! Voy a destruir el tesoro de Urgaan de Angarngi. Y con estas palabras, el enjuto santurró n caminó calmosamente, con paso mesurado, como un aparecido, y se alejó tras la estrecha entrada que conducía a la parte delantera de la gran cú pula. Fafhrd se quedó mirá ndole, con sus ojos verdes muy abiertos, sin deseo de seguirle ni interferir en sus acciones. El terror no le había abandonado, pero había sufrido una transmutació n. Todavía era consciente de una temible amenaza, pero ya no parecía dirigida personalmente contra él. Entretanto, una idea muy curiosa se había alojado en la mente del Ratonero. Le pareció que acababa de ver no a un santo venerable, sino un pá lido reflejo de Urgaan de Angarngi, muerto siglos atrá s. Sin duda Urgaan había tenido la misma frente alta, el mismo orgullo secreto, el mismo aire imponente. Y aquellos mechones de cabello juvenilmente negro que tanto contrastaban con el rostro de anciano también parecían formar parte de una imagen procedente del pasado, una imagen empañ ada y distorsionada por el tiempo, pero que retenía algo del poder y la individualidad del original antiguo. Oyeron que los pasos del santurró n avanzaban un poco en la otra estancia. Entonces, por espacio de doce latidos de corazó n, hubo un silencio absoluto. Luego el suelo empezó a temblar ligeramente bajo sus pies, como si se moviera la tierra o un gigante caminara cerca de allí. Entonces se oyó un solo grito estremecido procedente de la otra sala, interrumpido en seco por un solo golpe tremendo que causó un escalofrío a los dos amigos. Luego, una vez má s, silencio absoluto. Fafhrd y el Ratonero intercambiaron miradas de perplejidad, no tanto por lo que acababan de oír, sino porque, casi en el momento del golpe, el manto de terror se había separado por completo de ellos. Desenvainaron las espadas y se apresuraron a la otra sala. É sta era un duplicado de la que habían dejado, salvo que en vez de dos pequeñ as ventanas tenía tres, una de ellas cerca del suelo. Ademá s, había una sola puerta, aquélla por la que acababan de entrar. Todo lo demá s era piedra muy bien ensamblada, suelo, paredes y techo semiabovedado. Cerca de la gruesa pared central, que biseccionaba la cú pula, yacía el cuerpo del viejo santurró n. Só lo «yacía» no es la palabra adecuada. El hombro izquierdo y el pecho estaban aplastados contra el suelo. El cuerpo estaba sin vida, en un charco de sangre. Fafhrd y el Ratonero buscaron frenéticamente con sus miradas otro ser aparte de ellos mismos y el hombre muerto, pero no encontraron nada, no, ni un mosquito que se cerniera entre las motas de polvo reveladas por los estrechos rayos de luz que se filtraban a través de las ventanas. Sus imaginaciones buscaron con idéntico frenesí, e igualmente en vano, un ser que pudiera asestar un golpe tan mortífero y desvanecerse a través de uno de los tres pequeñ os orificios de las ventanas. Una serpiente gigantesca, golpeadora, con cabeza de granito… Empotrada en la pared cerca del hombre muerto había una piedra de unos dos pies cuadrados, que sobresalía un poco de las restantes. Sobre su superficie había una inscripció n enérgicamente grabada en antiguos jeroglíficos lankhmarianos: «Aquí descansa el tesoro de Urgaan de Angarngi». La visió n de aquella piedra fue como un golpe en el rostro de los dos aventureros. Agitó hasta la ú ltima onza de obstinació n y temeraria determinació n en ellos. ¿Qué importaba que un viejo estuviera tendido, aplastado, a su lado? ¡Tenían sus espadas! ¿Qué importaba que ahora tuvieran la prueba de que algú n sombrío guardiá n residía en la casa del tesoro? ¡Podían cuidar de sí mismos! ¿Huir y dejar aquella piedra intacta, con su inscripció n provocativamente insultante? ¡No, por Kosh y el Gigante! ¡Ya se habían encontrado antes en el infierno de Nehwon! Fafhrd corrió en busca del pico y las demá s herramientas grandes, que habían caído en la escalera cuando el señ or de Zannarsh arrojó su primera daga. El Ratonero miró má s de cerca la piedra sobresaliente. Las grietas a su alrededor eran anchas y llenas de una mezcla oscura embreada. Produjo un sonido algo hueco cuando la golpeó con la empuñ adura de la espada. Calculó que el muro tendría unos seis pies de grosor en aquel punto, suficiente para contener una cavidad considerable. Golpeó experimentalmente a lo largo de la pared en todas direcciones, pero el sonido hueco cesó en seguida. Era evidente que la cavidad era bastante pequeñ a. Observó que las grietas entre todas las demá s piedras eran muy finas y no mostraban evidencia de ninguna sustancia cimentadora. De hecho, no podía estar seguro de que no fuesen grietas falsas, cortes superficiales en la superficie de la roca só lida. Pero eso apenas parecía posible. Oyó regresar a Fafhrd, pero continuó su examen. El estado mental del Ratonero era peculiar. Una obstinada determinació n de hacerse con el tesoro eclipsaba otras emociones. El desvanecimiento inexplicablemente repentino de su temor anterior había dejado entumecidas ciertas partes de su mente. Era como si hubiera decidido mantener sus pensamientos a buen recaudo hasta que hubiera visto el contenido de la cavidad del tesoro. Se contentó con mantener su mente ocupada en detalles materiales, aunque sin extraer deducciones de ellos. Su calma le dio la sensació n de una seguridad por lo menos temporal. Sus experiencias le habían convencido vagamente de que el guardiá n, quienquiera que fuese, que había aplastado al santurró n y jugado al gato y el rató n con Rannarsh y ellos mismos, no atacaba sin inspirar primero un terror premonitorio en sus víctimas. Fafhrd sentía en gran parte lo mismo, con la excepció n de que estaba aú n má s decidido a resolver el enigma de la piedra inscrita. Atacaron las anchas grietas con escoplo y mazo. La oscura mezcla embreada cedió con bastante facilidad, primero en duros terrones y luego en tiras ligeramente elá sticas. Cuando hubieron practicado un canal que tenía un dedo de profundidad, Fafhrd insertó el pico y consiguió mover ligeramente la piedra. De este modo el Ratonero pudo excavar un poco má s hondo en aquel lado. Entonces Fafhrd sometió el otro lado de la piedra a un apalancamiento con el pico. Así prosiguió el trabajo, con apalancamientos y extracciones alternos. Se concentraron en cada detalle del trabajo con intensidad innecesaria, sobre todo para evitar que asaltara su imaginació n la imagen de un hombre muerto má s de dos siglos antes. Un hombre con la frente alta, mejillas hundidas y la nariz de una calavera…, es decir, si el muerto tendido en el suelo era un verdadero miembro de la raza de Angarngi. Un hombre que de algú n modo había conseguido un gran tesoro y luego lo había ocultado a todas las miradas, sin tratar de obtener ni gloria ni beneficio material de él, que decía menospreciar la envidia de los necios y que, sin embargo, escribió muchas notas provocativas en diminuta caligrafía roja a fin de informar a los necios de su tesoro y hacer que tuvieran envidia; que parecía tender las manos a través de los siglos polvorientos, como una arañ a que teje una tela para capturar una mosca en el otro extremo del mundo. Y, no obstante, era un arquitecto há bil, segú n había dicho el santurró n. ¿Podría semejante arquitecto construir un autó mata de piedra cuya altura doblara a la de un hombre alto? ¿Un autó mata de piedra gris con una gran porra? ¿Podría disponer un lugar oculto del que emergería para matar y al que después retornaría? No, no, tales ideas eran infantiles, no había que perder tiempo considerá ndolas. Tenían que ceñ irse al trabajo inmediato, descubrir primero lo que había tras la piedra con la inscripció n y dejar las ideas para después. La piedra empezaba a ceder má s fá cilmente a la presió n del pico. Pronto podrían tener un buen punto de apoyo y apalancar hasta extraerla. Entretanto una sensació n nueva del todo crecía en el Ratonero, no de terror, en absoluto, sino de revulsió n física. El aire que respiraba le parecía denso y repugnante. Descubrió que le disgustaba la textura y consistencia de la mezcla embreada extraída de las grietas, que de algú n modo só lo podía comparar con sustancias puramente imaginarias, como el excremento de dragones o el vó mito solidificado del gigante. Evitaba tocarla con los dedos, y aparcó de un puntapié los pedazos y tiras que se habían acumulado alrededor de sus pies. La sensació n de repugnancia se hacía difícil de soportar. Intentó vencerla, pero no tuvo má s éxito del que habría tenido luchando contra el mareo, al que en ciertos aspectos se parecía. Sentía un vértigo desagradable. La boca se le llenaba constantemente de saliva. El frío sudor de la ná usea perlaba su frente. Se daba cuenta de que Fafhrd no estaba afectado, y no estuvo seguro de si debería mencionarle el asunto, pues parecía ridículamente fuera de lugar, sobre todo porque no le acompañ aba ningú n temor o alarma. Finalmente la misma piedra empezó a ejercer en él el mismo efecto que la mezcla alquitranosa, llená ndole de una revulsió n al parecer sin causa pero no por ello menos mó rbida. Entonces ya no pudo aguantar má s. Haciendo a Fafhrd un vago gesto de disculpa, dejó caer el escoplo y fue a la ventana baja para respirar aire fresco. Esto no pareció arreglar mucho las cosas. Asomó la cabeza a la ventana y aspiró hondo. Sus procesos mentales estaban eclipsados por la obnubilante sensació n de la ná usea extrema, y todo le parecía muy lejano. En consecuencia, cuando vio que la muchacha campesina estaba en medio del claro, transcurrió algú n tiempo antes de que empezara a considerar la importancia de aquel hecho. Cuando lo hizo, parte de su angustia desapareció , o, por lo menos, se vio capacitado para superarla lo suficiente y mirar a la muchacha con creciente interés. Estaba pá lida, tenía los puñ os cerrados y los brazos rígidos a los costados. Incluso desde lejos, el Ratonero podía percibir la mezcla de terror y decisió n de su mirada fija en la gran entrada. Se obligaba a avanzar hacia aquella puerta, un trémulo paso tras otro, como si tuviera que hacer má s y má s acopio de valor. De repente, el Ratonero empezó a sentirse atemorizado, no por él, sino por la muchacha, cuyo terror era con toda evidencia muy intenso y, sin embargo, debía de estar haciendo lo que hacía —desafiar a su «extrañ o y temible gigante gris»— por su bien y el de Fafhrd. Pensó que debía impedir a toda cosa que se aproximara má s. Era inicuo que estuviera sometida un solo instante má s a un terror tan horriblemente intenso. La abominable ná usea confundía su mente, pero sabía lo que debía hacer. Se precipitó hacia la escalera con zancadas tambaleantes, haciendo a Fafhrd otro gesto vago. En el mismo momento en que salía de la sala, alzó casualmente los ojos y observó algo peculiar en el techo. Durante unos momentos no se dio plena cuenta de qué era. Fafhrd apenas observó los movimientos del Ratonero y mucho menos sus gestos. El bloque de piedra cedía rá pidamente a sus esfuerzos. Antes había experimentado ligeramente un atisbo de la ná usea que aquejaba al Ratonero, pero tal vez debido a su mayor concentració n mental, no le había molestado seriamente. Y ahora su atenció n se volcaba por entero en la piedra. El apalancamiento persistente la había hecho salir un palmo de la pared. Cogiéndola firmemente con sus manos poderosas, tiró de uno y otro lado, adelante y atrá s. La sustancia oscura y viscosa se aferraba a ella tenazmente, pero a cada tiró n lateral la piedra salía un poco má s. El Ratonero bajó velozmente la escalera, luchando contra el vértigo. De un puntapié envió los huesos que yacían en los escalones contra las paredes. ¿Qué era lo que había visto en el techo? De algú n modo parecía significar algo. Pero tenía que hacer salir a la muchacha del claro. No debía acercarse ni un paso má s a la casa. No debía entrar. Fafhrd empezó a sentir el peso de la piedra, y supo que casi estaba fuera. Era pesadísima…, tenía casi un pie de grosor. Dos cuidadosos tirones concluyeron la tarea. La piedra osciló . Fafhrd se echó atrá s en seguida y la piedra cayó pesadamente al suelo. Un brillo de arco iris emergió de la cavidad que había quedado al descubierto. Fafhrd introdujo ansioso la cabeza. El Ratonero se tambaleaba hacia la entrada. Lo que había visto en el techo era una mancha sangrienta. Y precisamente sobre el cadá ver del santurró n. Pero ¿qué podría ser? Le habían aplastado contra el suelo, ¿no? ¿Era sangre que había salpicado durante su aporreamiento letal? Pero entonces, ¿por qué se había extendido como una mancha? No importaba. La muchacha, debía llegar hasta la muchacha. Era preciso. Allí estaba ella, casi en el umbral. Podía verla. Sintió que el suelo de piedra vibraba ligeramente bajo sus pies. Pero se debía al vértigo, ¿o no? Fafhrd también percibió la vibració n, pero cualquier idea que pudiera haber tenido al respecto se perdió en su asombro ante lo que vio. La cavidad estaba llena hasta un nivel ligeramente por debajo de la superficie del boquete, con un líquido metá lico pesado que parecía mercurio, pero que era negro como la noche. Descansando en este liquido había el grupo de gemas má s increíble que Fafhrd pudo soñ ar jamá s. En el centro había un diamante titá nico, tallado con unas miríadas de facetas que formaban extrañ os á ngulos. A su alrededor había dos círculos irregulares, el interior formado por doce rubíes, cada uno un decaedro, y el exterior constituido por diecisiete esmeraldas, cada una de las cuales era un octaedro irregular. Tendidas entre estas gemas, tocando a algunas de ellas, a veces conectando unas con otras, había unas delgadas barras de aspecto frá gil; eran de cristal, á mbar, turmalina verdosa y oricalco de color miel clara. Todos estos objetos no parecían flotar en el liquido metá lico, sino descansar sobre él, sus pesos presionando la superficie en someras depresiones, algunas en forma de taza y otras como abrevaderos. Las varillas brillaban débilmente, mientras que cada una de las gemas relucían con una luz que la mente de Fafhrd concibió extrañ amente como luz de estrellas refractada. Su mirada pasó al mercurial fluido pesado, en los lugares donde sobresalía entre las gemas, y vio los reflejos distorsionados de estrellas y constelaciones a las que reconoció , estrellas y constelaciones que ahora serían visibles en el cielo si no fuera porque la brillantez del sol las ocultaba. Le invadió una sensació n de asombro reverencial. Su mirada se posó de nuevo en las gemas. Había algo en su compleja disposició n que era tremendamente significativo, algo que parecía hablar de verdades abrumadoras en un simbolismo de otro mundo. Má s aun, había una precisa impresió n de movimiento interno, de pensamiento lento, de conciencia inorgá nica. Era como lo que ven los ojos cuando se cierran por la noche, no una negrura profunda, sino un entramado variable, fluido de muchos puntos de luz multicolores. Sintiendo que estaba penetrando profanamente en el nú cleo de una mente pensante, Fafhrd tendió la mano derecha hacia el diamante grande como el crá neo de un hombre. El Ratonero cruzó el portal con pasos vacilantes. Ahora no podía haber error. Las piedras bien ensambladas estaban temblando. Aquella mancha sangrienta…, como si el techo se hubiera abatido sobre el santurró n, aplastá ndole contra el suelo, o como si éste hubiera ascendido de pronto. Pero allí estaba la niñ a, cuya mirada llena de terror estaba fija en él, la boca abierta para emitir un grito que no exhaló . Tenía que llevá rsela de allí, hacerla salir del claro. Pero ¿por qué sentía ahora que una temible amenaza se dirigía también contra él? ¿Por qué sentía que algo se cernía sobre él, amenazante? Mientras bajaba los anchos escalones, miró por encima del hombro. La torre. ¡La torre! Estaba cayendo. Caía hacia él. Se doblaba hacia él por encima de la cú pula. Pero no había fracturas en su longitud. No se estaba rompiendo. No caía. Se estaba doblando. Fafhrd retiró la mano, aferrando la gran joya de extrañ as facetas, tan pesada que le resultó difícil sostenerla. De inmediato se perturbó la superficie del fluido metá lico que reflejaba la luz de las estrellas. Se movía y agitaba. Sin duda la casa también se estaba agitando. Las demá s joyas empezaron a ir de un lado a otro, errá ticamente, como insectos acuá ticos sobre la superficie de un charco. Las diversas barras cristalinas y metá licas empezaron a girar, sus puntas atraían ahora una joya y luego otra, como si las gemas fuesen imanes y las barras agujas de hierro. Toda la superficie del fluido estaba arremolinada, en una convulsa confusió n sugeridora de una mente que se ha vuelto loca por la pérdida de su parte principal. Durante un instante angustioso, el Ratonero contempló , paralizado por el pasmo, la parte superior de la torre, como una maza pesada que se arrojaba contra él. Entonces se agachó y saltó hacia la muchacha, la cogió y, rá pidamente, rodó una y otra vez con ella. La cima de la torre golpeó a la distancia de una hoja de espada de donde estaban, con una fuerza que les levantó un instante del suelo. Luego se alzó de la depresió n en forma de pozo que había formado. Fafhrd aparcó la mirada de la belleza increíble, ultramundana, de aquella confusa cavidad de las joyas. Le ardía la mano derecha. El diamante estaba caliente. No, estaba frío, má s allá de lo imaginable. ¡Por Kosh, la sala estaba cambiando de forma! El techo descendía en un punto determinado. Echó a correr hacia la puerta, pero se detuvo en seco. La puerta se estaba cerrando como una boca pétrea. Se volvió y caminó algunos pasos sobre el suelo tembloroso hacia la ventana pequeñ a y baja. É sta se cerró bruscamente, como un esfínter. Trató de librarse del diamante, pero se le aferraba dolorosamente a la palma. Agitó con violencia la muñ eca y se desprendió de la gema, la cual golpeó contra el suelo y empezó a rebotar, brillando como una estrella. El Ratonero y la muchacha campesina rodaron hacia el borde del claro. La torre hizo otras dos tentativas de propinarles sus golpes tremendos, pero ambas fallaron por varias varas de distancia, como los golpes de un loco ciego. Ahora estaban fuera de su alcance. El Ratonero estaba tendido de costado, contemplando una casa de piedra que se encorvaba y levantaba como una bestia, y una torre que se doblaba para abrir en el suelo pozos profundos como tumbas. Golpeó contra unas rocas y la cima se quebró , pero el extremo mellado continuó golpeando las piedras con ira desenfrenada, convirtiéndolas en fragmentos. El Ratonero sintió el deseo impulsivo de desenvainar su daga y atravesarse el corazó n. Un hombre tenía que morir cuando veía una cosa como aquella. Fafhrd se aferraba a la cordura porque a cada momento estaba amenazado desde una nueva direcció n y porque podía decirse a sí mismo: «Lo sé, lo sé. La casa es una bestia y las joyas son su mente. Ahora esa mente se ha vuelto loca. Lo sé, lo sé». Paredes, techo y suelo se estremecían y combaban, pero sus movimientos no parecían dirigirse en especial contra él. De vez en cuando, un estruendo casi le ensordecía. Se tambaleaba sobre las hinchazones rocosas, esquivando los avances de la piedra que eran medio bultos y medio golpes, pero que carecían de la velocidad y precisió n del primer golpe de la torre contra el Ratonero. El cadá ver del santurró n se agitaba ahora con una grotesca reanimació n mecá nica. Só lo el gran diamante parecía consciente de Fafhrd. Exhibiendo una inteligencia inquieta, siguió rebotando en direcció n a Fafhrd, malignamente, a veces saltando hasta la altura de su cabeza. Sin pensarlo, el joven se dirigió a la puerta, que era su ú nica esperanza y se abría y cerraba con una regularidad convulsa. Aguardó atento la ocasió n y se lanzó hacia ella en el momento justo en que se abría. El diamante le siguió , golpeá ndole las piernas. Un movimiento arrojó el cadá ver de Rannarsh en su camino. É l saltó por encima y avanzó tambaleá ndose, bajando la escalera que parecía agitada por un terremoto, sobre la que danzaban los huesos de los esqueletos. Sin duda la bestia debía morir, la casa se derrumbaría y le aplastaría. El diamante saltó hacia su crá neo, falló , silbó a través del aire y golpeó una pared. Entonces estalló en una gran nube de polvo iridiscente. De inmediato aumentó el ritmo al que se movía la casa. Fafhrd echó a correr a través del suelo en movimiento, escapó por los pelos al fatal abrazo de la gran puerta, se lanzó por el claro —pasando a una docena de pies del lugar donde la torre convertía las rocas en grava —, y saltó por encima de dos hoyos abiertos en el terreno. Tenía el rostro rígido y pá lido, la mirada vacía. Tropezó como un toro enceguecido contra dos o tres á rboles, y só lo se detuvo porque chocó frontalmente con uno de ellos. La casa había cesado la mayor parte de sus azarosos movimientos, y su conjunto se agitaba como una enorme masa de jalea oscura. De repente, su fachada delantera se alzó como un gigante agó nico. Las dos cú pulas má s pequeñ as se levantaron pesadamente a una docena de pies del terreno, como si fueran las patas. La torre se convulsionó y quedó rígida. La cú pula principal se contrajo fuertemente, como su inmenso pulmó n. Por un momento permaneció así, en equilibrio. Luego se desmoronó en un montó n de gigantescos fragmentos de piedra. La tierra se estremeció y el estruendo resonó en el bosque. El aire embravecido azotó ramas y hojas. Luego todo quedó en silencio. Só lo de las fracturas en la piedra rezumaba lentamente un líquido negro, como brea, y aquí y allá unas nubecillas iridiscentes sugerían polvo de gemas. Por un camino estrecho y polvoriento dos jinetes trotaban lentamente hacia el pueblo de Soreev, en el límite má s meridional de la tierra de Lankhmar. Tenían un aspecto algo maltrecho. Los miembros del má s alto, que montaba un macho castrado zaino, mostraban varias magulladuras, y tenía una venda alrededor de un muslo y otra en la palma de la mano derecha. El hombre má s menudo, el que montaba una yegua gris, parecía haber sufrido un nú mero igual de lesiones. —¿Sabes adó nde nos dirigimos? —preguntó el ú ltimo, rompiendo un largo silencio—. Vamos hacia una ciudad. Y en esa ciudad hay innumerables casas de piedra, incontables torres de piedra, calles pavimentadas con piedras, cú pulas, arcos, escaleras. Diantre, si me siento entonces como me siento ahora, jamá s me acercaré a má s de un tiro de flecha de las murallas de Lankhmar. Su alto compañ ero sonrió . —¿Qué ocurre ahora, hombrecillo? No me digas que les tienes miedo a… los terremotos. Casa de Ladrones —¿De qué sirve conocer el nombre de un crá neo? Uno nunca tendrá ocasió n de hablarle — dijo el ladró n gordo alzando la voz—. Lo que me interesa es que tiene rubíes por ojos. —Sin embargo, aquí está escrito que se llama Ohmphal —replicó el ladró n de barba negra con el tono má s sosegado de quien ostenta autoridad. —Déjame ver —dijo la osada moza pelirroja, incliná ndose sobre su hombro. Tenía que ser osada, pues desde tiempo inmemorial las mujeres tenían prohibida la entrada en la Casa de Ladrones. Los tres leyeron a la vez los diminutos jeroglíficos. OBJETO: el crá neo Ohmphal, del Maestro Ladró n Ohmphal, con grandes rubíes en los ojos y un par de manos enjoyadas. HISTORIA DEL OBJETO: el crá neo de Ohmphal fue robado del Gremio de los Ladrones por los sacerdotes de Votishal y colocado por ellos en la cripta de su maldito templo. INSTRUCCIONES: es preciso recuperar el crá neo Ohmphal a la primera oportunidad, de modo que se le pueda venerar como es debido en el Sepulcro de los Ladrones. DIFICULTADES: la cerradura de la puerta que da acceso a la cripta, tiene la reputació n de resistir a las mañ as de cualquier ladró n, por astuto que sea, que intente forzarla. ADVERTENCIAS: se rumorea que dentro de la cripta hay una bestia guardiana de terrible ferocidad. —Estas enrevesadas letras son endiabladamente difíciles de leer —dijo la moza pelirroja, frunciendo el ceñ o. —Y no es de extrañ ar, puesto que fueron escritas siglos ha —dijo el ladró n barbinegro. Entonces intervino el ladró n gordo. —Nunca he oído hablar de un Sepulcro de los Ladrones, salvo el depó sito de chatarra, el incinerador y el Mar Interior. —Los tiempos y las costumbres cambian —filosofó el de la barba negra—. Períodos de reverencia alternan con períodos de realismo. —¿Por qué le llaman el crá neo Ohmphal? —inquirió el ladró n gordo—. ¿Por qué no el crá neo «de» Ohmphal? El ladró n barbado se encogió de hombros. —¿Dó nde has encontrado este pergamino? —le preguntó la moza pelirroja. —Bajo el fondo falso de un mohoso baú l en nuestros almacenes —replicó . —Por los dioses que no lo son —rió el ladró n gordo, absorto todavía en el examen del pergamino—, el Gremio de los Ladrones debía de ser supersticioso en aquellos tiempos antiguos. Pensar en derrochar joyas para una simple calavera. Si alguna vez nos hacemos con el Maestro Ohmphal, le veneraremos…, cambiando sus ojos de rubíes por buenos dineros. —¡Eso es! —exclamó el ladró n de la barba—. Precisamente quería hablarte de este asunto, Fissif, de hacernos con Ohmphal. —Bueno, pero hay… dificultades, como tú , Krovas, nuestro amo, seguramente debes de saber —dijo el ladró n gordo, cambiando rá pidamente de tono—. Incluso hoy, tras el correr de los siglos, los hombres se estremecen todavía cuando hablan de la cripta de Votishal, con su cerradura y su bestia. No hay nadie en el Gremio de los Ladrones que pueda… —¡Nadie en el Gremio de los Ladrones, eso es cierto! —le interrumpió con aspereza el ladró n barbinegro—. Pero —y aquí su voz bajó de tono— hay quienes pueden fuera del Gremio. ¿No has oído que hace poco ha regresado aquí, a Lankhmar, cierto bribó n y ratero conocido como el Ratonero Gris? ¿Y con él un bá rbaro enorme que responde al nombre de Fafhrd, pero a quien llaman a veces el Matador de la Bestia? Como bien sabéis, aú n tenemos una cuenta pendiente de saldar con ellos. Mataron a nuestro brujo, Hristomilo. Esa pareja suele cazar a solas…, pero si los abordarais con esta sugerencia tentadora… —Pero señ or —protestó el ladró n gordo—, en ese caso exigirían por lo menos dos tercios de los beneficios. —¡Exactamente! —dijo el ladró n de la barba, con un sú bito acceso de frío humor. La pelirroja comprendió lo que quería decir y se echó a reír—. ¡Exactamente! Y esa es la razó n por la que te he elegido, Fissif, el má s taimado de los traidores, para llevar a cabo esta misió n. Habían transcurrido los diez días restantes del mes de la Serpiente y los primeros quince días del mes del Bú ho desde la conversació n de aquellos tres individuos. Y había llegado la noche del decimoquinto día. Una fría niebla, como un sudario oscuro, envolvía a la antigua y pétrea ciudad de Lankhmar, població n principal del reino de Lankhmar. Aquella noche la niebla se había entablado antes de lo habitual y fluía por las calles serpenteantes y los callejones laberínticos. Y cada vez se hacía má s espesa. En una calle bastante estrecha y má s silenciosa que el resto, llamada calle de la Pacotilla, había una casa de piedra vasta y de forma irregular, con un ancho portal iluminado por una antorcha cuadrada que vertía una luz amarillenta. Una sola puerta abierta en una calle cuyas demá s puertas estaban todas cerradas contra la oscuridad y la humedad producía una sensació n de mal augurio. La gente evitaba pasar de noche por aquella calle. La casa tenía mala reputació n. La gente decía que era la guarida de los ladrones de Lankhmar, donde se reunían para urdir sus delitos y conferenciar y dirimir sus pendencias privadas, el cuartel general desde donde Krovas, el Ladró n Maestro, daba sus ó rdenes, en una palabra, el hogar del formidable jefe del Gremio de los Ladrones de Lankhmar. Pero ahora llegaba un hombre apresuradamente por esta calle, mirando de vez en cuando con aprensió n por encima del hombro. Era un hombre grueso y cojeaba un poco, como si acabara de realizar un largo y penoso viaje a caballo. Llevaba una caja de cobre bruñ ido, de aspecto antiguo y tamañ o suficiente para contener una cabeza humana. Se detuvo en el umbral y pronunció cierto santo y señ a… dirigido, segú n parecía, al aire, pues el largo corredor delante de él estaba vacío. Pero una voz desde un punto en el interior y por encima del umbral le respondió : —Pasa, Fissif. Krovas te espera en su habitació n. Y el gordo dijo: —Me siguen de cerca; ya sabes a quién me refiero. —Estamos preparados para recibirles —replicó la voz. Y el gordo se escabulló por el corredor. Entonces, durante largo tiempo, no hubo má s que silencio y el espesamiento de la niebla. Por fin, un débil silbido de advertencia salió de algú n lugar calle abajo. Lo repitieron má s cerca y alguien respondió desde el interior del umbral. Poco después, desde la misma direcció n que el primer silbido, llegó un sonido de pisadas, que fue haciéndose má s intenso. Parecían corresponder a una sola persona, pero la luz de la puerta reveló que había también un hombrecillo que caminaba sin hacer ruido, vestido con unas prendas grises muy ceñ idas, blusa, jubó n, gorra de piel de rató n y manto. Su compañ ero era esbelto, el cabello color de cobre, sin duda un bá rbaro nó rdico procedente de las lejanas tierras del Yermo Frío. Su blusa era de un suntuoso color marró n y su manto verde. Lucía una cantidad considerable de cuero: muñ equeras, una cinta en la cabeza, botas y un cinturó n ancho y apretado. La niebla había humedecido el cuerpo y empañ ado sus incrustaciones de lató n. Cuando entraron en el cuadrado de luz ante la puerta, se abrió un surco en su ancha frente. Sus ojos verdes miraron rá pidamente a uno y otro lado. Puso su mano sobre el hombro del individuo má s bajo y susurró : —No me gusta el aspecto que tiene esto, Ratonero Gris. —¡Bah! Este sitio siempre tiene el mismo aspecto, como bien sabes —replicó con presteza el Ratonero Gris; sus labios tenían un rictus despectivo y le centelleaban los ojos—. Lo hacen tan só lo para asustar al pró jimo. ¡Vamos, Fafhrd! No vamos a dejar que ese malnacido y traidor Fissif escape tras habernos engañ ado como lo ha hecho. —Sé todo eso, mi pequeñ a comadreja —replicó el bá rbaro, tirando de la espalda del Ratonero—. Y la idea de que Fissif escape me desagrada. Pero poner el cuello en una trampa me desagrada má s. Recuerda que han silbado. —¡Bah! Siempre silban. Les gusta ser misteriosos. Conozco a esos ladrones, Fafhrd, los conozco bien. Y tú mismo has entrado dos veces en la Casa de Ladrones y escapaste. ¡Vamos! —Pero no lo sé todo de la Casa de Ladrones —protestó Fafhrd—. Hay una pizca de peligro. —¡Una pizca! Son ellos los que no conocen en su totalidad la Casa de Ladrones, su propia casa. Es un laberinto de lo desconocido, un amasijo confuso de historia olvidada. ¡Vamos! —No sé. Me trae recuerdos de mi perdida Vlana. —¡Y de mi perdida Ivrian! Pero ¿debemos dejarles ganar por eso? El hombre má s alto se encogió de hombros y dio un paso adelante. —Pensá ndolo bien —susurró el Ratonero—, puede que haya algo de verdad en lo que dices. Y extrajo una daga que llevaba al cinto. Fafhrd sonrió mostrando sus dientes blancos y desenvainó lentamente una larga espada con un pomo muy grande de su vaina bien aceitada. —Un arma poco adecuada para luchar dentro de una casa —murmuró el Ratonero en un tono amigablemente sardó nico. Ahora se aproximaron con cautela a la puerta, uno a cada lado y manteniéndose muy cerca de la pared. Manteniendo la espada baja, con la punta hacia arriba, preparada para atacar en cualquier direcció n, Fafhrd entró . El Ratonero le llevaba cierta delantera. Por el rabillo del ojo, Fafhrd vio algo parecido a una serpiente que bajaba hacia la cabeza del Ratonero, y se apresuró a golpearlo con la espada. Aquella cosa osciló hacia él y la cogió con la mano libre. Era un lazo de estrangulador. Le dio un repentino tiró n lateral y el hombre que sostenía el otro extremo cayó desde un saliente de la pared. Por un instante pareció colgar en el aire, un bribó n de piel oscura con largo cabello negro y una blusa grasienta de cuero rojo repujado con hilo de oro. En el momento en que Fafhrd alzaba despaciosamente su espada, vio que el Ratonero se precipitaba hacia él a través del corredor, daga en mano. Por un momento pensó que el Ratonero se había vuelto loco. Pero la daga de su amigo pasó casi rozá ndole y otra hoja se movió con rapidez a su espalda. El Ratonero había visto una trampilla abierta en el suelo, al lado de Fafhrd, y un ladró n calvo se había asomado, espada en mano. Tras desviar el golpe dirigido a su compañ ero, el Ratonero cerró la puerta de la trampilla y tuvo la satisfacció n de atrapar con ella la hoja de la espada y dos dedos de la mano izquierda del ladró n agazapado. Tanto la hoja como los dedos estaban rotos, y el ahogado rugido de abajo era impresionante. El hombre de Fafhrd, ensartado en la larga espada, estaba muerto. Oyeron varios silbidos desde la calle y el sonido de hombres que entraban. —¡Nos han cerrado el paso! —exclamó el Ratonero—. Nuestra mejor posibilidad está hacia delante. Iremos a la habitació n de Krovas. Fissif puede estar allí. ¡Sígueme! Echó a correr por el pasillo y subió una escalera de caracol, con Fafhrd pisá ndole los talones. En el segundo nivel dejaron la escalera y corrieron hacia una puerta en la que brillaba una luz amarilla. Al Ratonero le sorprendió que no se hubieran encontrado con ningú n obstá culo. Su agudo oído ya no percibía los sonidos de la persecució n. Se detuvo de repente en el umbral, de modo que Fafhrd tropezó con él. Era una sala grande con varias alcobas. Como el resto del edificio, el suelo y las paredes eran de piedra oscura y pulida, sin adornos. Estaba iluminada por cuatro lá mparas de barro colocadas al azar sobre una pesada mesa. Detrá s de ésta se sentaba un hombre de barba negra ricamente ataviado, que al parecer miraba con profundo asombro una caja de cobre y una serie de objetos má s pequeñ os, aferrado al borde de la mesa. Pero los recién llegados no tuvieron tiempo de considerar su extrañ a inmovilidad y su aspecto todavía má s extrañ o, pues de inmediato atrajo su atenció n la mujer pelirroja que estaba en pie junto a él. Mientras ella retrocedía de un salto como una gata sorprendida, Fafhrd señ aló lo que sujetaba bajo un brazo y exclamó : —¡Mira, Ratonero, el crá neo! ¡El crá neo y las manos! En efecto, su delgado brazo sujetaba un crá neo parduzco, de aspecto antiguo, curiosamente decorado con unas bandas de oro, en cuyas ó rbitas lucían unos grandes rubíes y cuyos dientes eran diamantes y perlas ennegrecidas. Y en su mano blanca la mujer sostenía dos haces de huesos pardos, cuyas puntas tenían un brillo de oro y un centelleo rojizo. Mientras Fafhrd hablaba, ella se volvió y corrió hacia la alcoba mayor, sus piernas á giles contorneadas contra sus ropas de seda. Fafhrd y el Ratonero corrieron tras ella. Vieron que se dirigía a una puerta pequeñ a y baja. Al entrar en la alcoba, la mano libre de la mujer cogió un cordó n que colgaba del techo. Sin detenerse, contoneando las caderas, le dio un tiró n. Unos pliegues de grueso y pesado terciopelo cayeron tras ella. El Ratonero y Fafhrd se enredaron con ellos y dieron tumbos. El Ratonero fue el primero en librarse del obstá culo, contorsioná ndose por debajo de los pliegues. Vio una débil luz apaisada que se estrechaba delante de él, se lanzó tras ella, tocó el bloque de piedra que se hundía en la abertura baja y retiró bruscamente la mano al tiempo que soltaba una maldició n. Entonces se llevó los dedos magullados a la boca. El panel de piedra se cerró con un ligero ruido chirriante. Fafhrd alzó los densos pliegues de terciopelo sobre sus anchos hombros, como si fueran un gran manto. La luz procedente de las habitaciones inundaba la alcoba y revelaba una pared de piedras perfectamente ensambladas, de aspecto uniforme. El Ratonero empezó a introducir la hoja de su daga en una grieta, pero desistió . —¡Bah! ¡Conozco estas puertas! O bien se accionan desde el otro lado o por medio de palancas distantes. Esa mujer se ha esfumado llevá ndose el crá neo con ella. Siguió lamiéndose los dedos que tan cerca habían estado del aplastamiento, preguntá ndose supersticiosamente si la rotura de los dedos del ladró n oculto en la trampa había sido una especie de augurio. —Nos olvidamos de Krovas —dijo Fafhrd de repente; levantó los cortinajes con la mano y miró por encima del hombro. Pero el hombre de la barba negra no se había percatado de la conmoció n. Cuando se aproximaban lentamente a él, vieron que su rostro era de un color pú rpura azulado bajo la piel atezada y que los ojos le sobresalían no de asombro, sino a consecuencia del estrangulamiento. Fafhrd levantó la barba aceitosa y bien peinada, y vio las muescas crueles en la garganta, má s parecidas a marcas de garras que a dedos. El Ratonero examinó los objetos que estaban sobre la mesa. Había una serie de instrumentos de joyero, con sus mangos de marfil muy amarillentos por el largo uso. Recogió algunos objetos pequeñ os. —Krovas ya había extraído tres joyas de los dedos y varias de los dientes —observó , mostrando a Fafhrd tres rubíes y unas cuantas perlas y diamantes que relucían en su palma. Fafhrd asintió de nuevo y volvió a alzar la barba de Krovas, examinando con el ceñ o fruncido las marcas, cuyo color se estaba intensificando. —Me pregunto quién es esa mujer —dijo el Ratonero—. A ningú n ladró n se le permite traer una mujer aquí bajo pena de muerte. Pero el ladró n Maestro tiene poderes especiales y quizá pueda correr riesgos. —Pues ha corrido uno fatal —musitó Fafhrd. Entonces el Ratonero tuvo plena conciencia de su situació n. Había formulado a medias un plan para escapar de la Casa de Ladrones capturando y amenazando a Krovas. Pero a un hombre muerto no se le puede intimidar con eficacia. Cuando empezaba a hablarle a Fafhrd, percibieron el murmullo de varias voces y el sonido de pasos que se aproximaban. Sin pensarlo un instante, se retiraron a la alcoba; el Ratonero cortó una pequeñ a abertura en los cortinajes a nivel de los ojos y Fafhrd le imitó . Oyeron que alguien decía: —Sí, los dos se han esfumado, ¡maldita sea su suerte! Hemos encontrado abierta la puerta del callejó n. El primer ladró n que entró era barrigó n, estaba pá lido y evidentemente asustado. El Ratonero Gris y Fafhrd le reconocieron de inmediato como Fissif. Le empujaba bruscamente un tipo alto e inexpresivo, de pesados brazos y manos grandes. El Ratonero le conocía también… Slevyas, el Taciturno, recientemente promovido a lugarteniente principal de Krovas. Cerca de una docena de otros hombres entraron en la sala y ocuparon posiciones cerca de las paredes. Todos eran ladrones veteranos, dotados de abundantes cicatrices, hoyos de viruelas y otras mutilaciones, incluidas dos cuencas de ojo vacías y tapadas con un parche negro. Todos se mostraban algo circunspectos e inquietos, tenían dagas y espadas a punto y miraban fijamente al hombre estrangulado. —Así que Krovas ha muerto de veras —dijo Slevyas, empujando a Fissif hacia delante—. Al menos esa parte de tu historia es cierta. —Muerto como un pescado —añ adió un ladró n que se había acercado má s a la mesa—. Ahora tenemos un jefe mejor. Se acabó la barba negra y su zorra pelirroja. —¡Esconde los dientes, rata, antes de que te los parta! —dijo Slevyas en un tono glacial. —Pero tú eres ahora nuestro jefe —replicó el ladró n, sorprendido. —Sí, soy el jefe de todos vosotros, el jefe indiscutido, y el primer consejo que os doy es éste: criticar a un jefe muerto puede que no sea irreverente…, pero desde luego es una pérdida de tiempo. Ahora, Fissif, ¿dó nde está el crá neo enjoyado? Todos sabemos que vale má s que un añ o de latrocinio, y que el Gremio de Ladrones necesita oro. ¡Así que nada de tonterías! El Ratonero, que observaba cauteloso la escena a través de la rendija, sonrió al ver la expresió n de temor en el rostro carrilludo de Fissif. —¿El crá neo, señ or? —dijo el truhá n en un tono tembloroso, sepulcral—. Ya ves, ha vuelto a la tumba de donde lo sacamos. Si esas manos ó seas han podido estrangular a Krovas, como he visto con mis propios ojos, seguramente el crá neo es capaz de volar. Slevyas abofeteó a Fissif. —¡Mientes, tembloroso saco de gachas! Yo te diré lo que ha ocurrido. Te has confabulado con esos dos bribones, el Ratonero Gris y Fafhrd. Creíste que nadie sospecharía de ti porque los traicionaste de acuerdo con las instrucciones. Pero planeaste una traició n doble. Les ayudaste a escapar de la trampa que habíamos tendido, les dejaste que mataran a Krovas y luego aseguraste su huida difundiendo el pá nico con tu cuento de los dedos esqueléticos que mataron a Krovas. Creíste que podrías salirte con la tuya. —Pero señ or —suplicó Fissif—. Con mis propios ojos vi có mo los dedos esqueléticos saltaban a su garganta. Estaban coléricos porque les habían arrancado algunas de las joyas que tenían por uñ as y… Otra bofetada hizo que sucediera a estas palabras un gemido lastimero. —Una historia de bobos —dijo en tono despectivo un ladró n enjuto—. ¿Có mo podrían mantenerse juntos los huesos? —Estaban unidos con hilos de lató n —replicó Fissif con voz débil. —¡Claro! Y supongo que las manos, después de estrangular a Krovas, recogieron el crá neo y se lo llevaron, ¿no es así? —sugirió otro ladró n. Varios de los presentes se echaron a reír. Slevyas los silenció con una mirada y luego señ aló a Fissif con el pulgar. —Sujetadle —ordenó . Dos ladrones se pusieron uno a cada lado de Fissif, el cual no ofreció resistencia, y le torcieron los brazos a la espalda. —Vamos a hacer esto de un modo decente —dijo Slevyas, sentá ndose a la mesa—. El juicio de los ladrones. Se abre la sesió n. El Jurado de los Ladrones tiene que considerar este asunto. Fissif, cortabolsas de primera clase, recibió el encargo de saquear la tumba sagrada en el templo de Votishal, de donde habría de coger un crá neo y dos manos. Debido a que el asunto presentaba ciertas dificultades especiales, se ordenó a Fissif que se aliara con dos forasteros de talento especial, a saber, el bá rbaro nó rdico Fafhrd y el notorio Ratonero Gris. El Ratonero hizo una reverencia formal y cortés detrá s de las cortinas y volvió a pegar el ojo a la rendija. —Una vez obtenido el botín, Fissif tenía que robá rselo a los otros dos, en cuanto fuera posible, y evitar que se lo robaran a él. El Ratonero creyó oír que Fafhrd ahogaba una maldició n y apretaba los dientes. —Si se presentaba la ocasió n, Fissif tenía que matarlos —concluyó Slevyas—. En cualquier caso, debía llevar el botín directamente a Krovas. É stas eran las instrucciones de Fissif, segú n me las detalló Krovas. Ahora cuenta tu historia, Fissif, pero piensa que no queremos oír cuentos de viejas. —Hermanos ladrones —empezó a decir Fissif en tono lú gubre. Los demá s prorrumpieron en gritos burlones. Slevyas dio unos golpes reclamando orden—, seguí las instrucciones tal como se me dieron —continuó Fissif—. Busqué a Fafhrd y el Ratonero Gris y los interesé en el plan. Convine en compartir el botín con ellos, un tercio para cada uno. Fafhrd, que atisbaba a Fissif a través del cortinaje, movió la cabeza en solemne gesto afirmativo. Entonces Fissif hizo varias observaciones poco halagü eñ as acerca de Fafhrd y el Ratonero, sin duda confiando en convencer a sus oyentes de que no se había confabulado con ellos. Los demá s ladrones se limitaron a sonreír torvamente. —Y cuando llegó el momento de robar el tesoro del templo —siguió diciendo Fissif, ganando confianza gracias al sonido de su propia voz—, resultó que tenía poca necesidad de su ayuda. Fafhrd ahogó de nuevo una maldició n. Apenas podía seguir soportando en silencio las ultrajantes mentiras. Pero el Ratonero se estaba divirtiendo en cierto modo. —No es el momento má s adecuado para fanfarronear —le interrumpió Slevyas—. Sabes muy bien que era necesaria la astucia del Ratonero para hacer saltar la gran cerradura triple y que só lo el nó rdico podría haber dado muerte con facilidad a la bestia guardiana. Esto aplacó un poco a Fafhrd. Fissif se volvió humilde de nuevo y asintió con la cabeza gacha. Gradualmente los ladrones empezaron a rodearle. —Y así —concluyó en una especie de pá nico—, cogí el botín mientras ellos dormían y piqué espuelas hacia Lankhmar. No me atreví a matarlos, por temor a que mientras terminaba con uno se despertara el otro. Llevé el botín directamente a Krovas, el cual me felicitó y empezó a extraer las gemas. Ahí está la caja de cobre que contiene el crá neo y las manos. — Señ aló la mesa—. Y en cuanto a lo que sucedió después… —Hizo una pausa, se humedeció los labios, miró temeroso a su alrededor y luego, con un hilo de voz desesperada, añ adió —: Sucedió tal como os he dicho. Los ladrones cerraron el círculo en torno suyo, gruñ endo, incrédulos, pero Slevyas les obligó a detenerse con un golpe perentorio. Parecía estar considerando algo. Otro ladró n entró precipitadamente en la sala y saludó a Slevyas. —Señ or —dijo jadeando—, Moolsh, apostado en el tejado, frente a la puerta del callejó n, acaba de informar que, si bien ha estado abierta toda la noche, nadie ha entrado o salido. ¡Los dos intrusos aú n pueden estar aquí! El sobresalto de Slevyas al recibir la noticia fue casi imperceptible. Se quedó mirando a su informante. Luego, lentamente, como impulsado por el instinto, su rostro impasible se volvió hasta que los ojillos claros se fijaron en las pesadas cortinas de la alcoba. Y estaba a punto de dar una orden, cuando las cortinas se hincharon como bajo el efecto de una gran rá faga de viento. Se movieron adelante y hacia arriba, casi hasta llegar al techo, y Slevyas vislumbró dos figuras que corrían hacia él. El alto bá rbaro de cabello cobrizo se disponía a atacarle. Con una flexibilidad que parecía impropia de un hombre tan alto, Slevyas se echó al suelo y la larga espada se clavó en la mesa donde había estado apoyado. Desde el suelo vio que sus hombres retrocedían confusos, y uno de ellos se tambaleaba a causa de un golpe. Fissif, má s rá pido en reaccionar que los demá s porque sabía que su vida estaba en juego por má s de un motivo, sacó una daga del cinto y la lanzó . No fue un buen lanzamiento, pues el arma viajó con el pomo hacia delante, pero de todos modos dio en el blanco. Slevyas vio que golpeó al alto bá rbaro a un lado de la cabeza, en el momento en que se disponía a cruzar la puerta, y pareció tambalearse. Entonces Slevyas se levantó , desenvainó su espada y organizó la persecució n. Al cabo de unos instantes la sala quedó vacía: no había má s que el muerto Krovas, mirando una caja de cobre vacía con una cruel mueca de asombro. El Ratonero Gris conocía la disposició n de la Casa de Ladrones, no tan bien como la palma de su mano, pero bastante bien, y condujo a Fafhrd alrededor de á ngulos pétreos, subiendo y bajando pequeñ os tramos de escalera, con dos o tres escalones en cada uno, lo cual hacía difícil determinar en qué nivel se encontraban. El Ratonero había desenvainado su delgada espada, «Escalpelo», por primera vez, y la utilizaba para derribar las velas al pasar, y golpear las antorchas de las paredes, confiando así en confundir a sus perseguidores, cuyos silbidos sonaban agudamente a sus espaldas. Por dos veces Fafhrd tropezó y volvió a levantarse. Dos aprendices de ladrones a medio vestir asomaron sus cabezas por una puerta. El Ratonero la cerró de un manotazo en sus rostros excitados e inquisitivos, y entonces descendió por una escalera de caracol. Se dirigía a una tercera salida, la cual suponía que no estaría bien defendida. —Si tenemos que separarnos, que nuestro lugar de reunió n sea la «Anguila de Plata» —le dijo en un rá pido aparte a Fafhrd. Era aquella una taberna que frecuentaban. El nó rdico asintió . Empezaba a sentirse menos aturdido, aunque la cabeza seguía doliéndole mucho. Sin embargo, no calculó bien la altura del arco bajo por el que se precipitó el Ratonero tras descender el equivalente de dos niveles, y recibió en la cabeza un golpe tan fuerte como el que le había proporcionado el mango de la daga. Todo se hizo oscuro y empezó a girar bajo sus ojos. Oyó decir al Ratonero: «¡Ahora por aquí!». Seguimos la pared a mano izquierda, y tratando de mantener despierta la conciencia, penetró en el estrecho corredor, en medio del cual el Ratonero le estaba indicando. Pensó que el Ratonero le seguía. Pero el Ratonero había esperado demasiado. Cierto, el grueso de sus perseguidores todavía estaban fuera de su vista, pero un vigilante encargado de patrullar aquel pasadizo, al oír los silbidos, había abandonado apresuradamente un amigable juego de dados. El Ratonero se agachó cuando el lazo arrojado con precisió n le rodeó el cuello, pero no lo hizo lo bastante pronto. El lazo se tensó cruelmente contra su oreja, mejilla y mandíbula, y le derribó . Un instante después «Escalpelo» cortó la cuerda, pero el vigilante había tenido tiempo para desenfundar su espada. Durante unos momentos de peligro el Ratonero luchó tendido en el suelo, rechazando la punta reluciente que se acercaba lo bastante a su rostro para hacerle bizquear. A la primera oportunidad que tuvo, se puso en pie, hizo retroceder al hombre una docena de pasos con un ataque arremolinado en el que «Escalpelo» pareció convertirse en tres o cuatro espadas, y puso fin a los gritos de ayuda del hombre con una estocada que le atravesó el cuello. La demora fue suficiente. Mientras el Ratonero se quitaba el lazo de la mejilla y la boca, donde le había amordazado durante la pelea, vio que los primeros hombres de Slevyas corrían bajo el arco. Bruscamente el Ratonero enfiló el corredor principal, alejá ndose de la ruta que había seguido Fafhrd en su huida. Media docena de planes cruzaron por su mente. Oyó los gritos triunfantes de los hombres de Slevyas al avistarle, y luego una serie de silbidos desde delante. Decidió que su mejor oportunidad era subir al tejado, y entró en un corredor transversal. Confiaba en que Fafhrd hubiera escapado, aunque le molestaba la conducta del nó rdico. Tenía una confianza absoluta en que él, el Ratonero Gris, podría eludir diez veces tantos ladrones como ahora se precipitaban a través de los laberínticos corredores de la Casa de Ladrones. Avanzó alargando sus zancadas, y sus pies calzados con un material suave casi volaban sobre la piedra desgastada. Fafhrd, sumido en una profunda oscuridad durante no sabía cuá nto tiempo, se apoyó contra lo que le pareció una mesa y trató de recordar có mo se había alejado tanto. Pero el crá neo le latía y seguía doliéndole, y los incidentes que recordaba estaban mezclados, con lagunas entre unos y otros. Recordaba haber caído por un escalera y empujado una pared de piedra rallada que cedió silenciosamente y a través de cuya abertura se despeñ ó . Recordó que se había sentido fuertemente mareado que luego debió de permanecer inconsciente algú n tiempo, pues se había visto boca abajo, y se arrastró a gatas entre una marañ a de toneles y balas de tela podrida Estaba seguro de que se había golpeado la cabeza al menos una vez má s; si deslizaba los dedos entre sus mechones enmarañ ados y sudorosos podía detectar hasta tres chichones en el cuero cabelludo. Su emoció n principal era una có lera apagada y persistente dirigida a las imponentes masas de piedra que le rodeaban. Su imaginació n primitiva casi las dotó del intento consciente de hacerle frente y bloquearle el paso en cualquier direcció n que se moviera. Sabía que de algú n modo había confundido las sencillas instrucciones del Ratonero. ¿Cuá l era la pared que el hombrecillo gris le había dicho que siguiera? ¿Y dó nde estaba el Ratonero? Probablemente metido en algú n lío temible. Si la atmó sfera no fuera tan cá lida y seca, quizá s habría podido reflexionar mejor. Nada parecía concordar. Ni siquiera la cualidad del aire concordaba con su impresió n de que había descendido la mayor parte del camino, como si se dirigiera a un só tano profundo. En ese caso debería ser frío y hú medo, pero no era así. El ambiente era seco y cá lido. Deslizó la mano a lo largo de la superficie de madera sobre la que descansaba, y un polvo fino se amontonó entre sus dedos. Eso, junto con la oscuridad impenetrable y un silencio total, indicaría que estaba en una zona de la Casa de Ladrones deshabitada desde hacía mucho tiempo. Reflexionó un momento sobre sus recuerdos de la cripta de piedra de la que él, el Ratonero y Fissif habían robado el crá neo enjoyado. El fino polvo penetró en sus fosas nasales y le hizo estornudar, y eso le hizo ponerse de nuevo en movimiento. Su mano tanteó y encontró una pared. Trató de recordar la direcció n por la que se había aproximado a la mesa, pero no lo consiguió y tuvo que ponerse en movimiento al azar. Avanzó lentamente, a tientas, palpando con manos y pies. Esta precaució n le salvó . Una de las piedras pareció ceder ligeramente bajo la exploració n de su pie, y se echó atrá s. Se oyó un brusco sonido crepitante, seguido de un ruido metá lico y otros dos ruidos apagados. Se agitó el aire ante su rostro. Aguardó un momento y luego tanteó con cautela en la negrura. Su mano tropezó con una tira de metal oxidado a la altura del hombro. Palpá ndola con sumo cuidado, descubrió que sobresalía de una grieta en la pared izquierda y terminaba en punta a escasas pulgadas de una pared que descubrió ahora a su derecha. Palpó un poco má s y encontró una hoja similar por debajo de la primera. Entonces se dio cuenta de que los ruidos apagados se debían a unos contrapesos que, liberados por la presió n sobre la piedra, habían impulsado automá ticamente las hojas a través de la hendidura. Otro paso adelante y habría sido ensartado. Buscó su larga espada, descubrió que no estaba en la vaina y utilizó ésta para romper las dos hojas cerca de la pared. Entonces se volvió y desanduvo sus pasos hasta la mesa cubierta de polvo. Pero un lento recorrido junto a la pared má s allá de la mesa volvió a conducirle al corredor de las mortíferas hojas. Meneó su dolorida cabeza y soltó una colérica maldició n, porque carecía de luz y no tenía manera de encender fuego. ¿Có mo era posible? ¿Acaso había entrado inicialmente en aquel callejó n sin salida desde el corredor, eludiendo la piedra mortífera por pura suerte? Esa parecía ser la ú nica respuesta posible, por lo que soltó un gruñ ido y avanzó de nuevo por el corredor de las hojas de espada, con los brazos extendidos y las manos rozando ambas paredes, a fin de saber cuá ndo llegaba a un cruce, y caminando con el má ximo cuidado. Al cabo de un rato se le ocurrió que podría haber caído en la cá mara situada detrá s de alguna entrada en la pared, a cierta altura, pero la testarudez le impidió regresar por segunda vez. Lo siguiente que encontró su pie fue un vacío, que resultó ser el inicio de unos escalones de piedra que descendían. En ese momento abandonó el intento de recordar có mo había llegado adonde estaba. A unos veinte escalones má s abajo su olfato captó un olor de moho, á rido, que procedía de abajo. Otros veinte escalones y empezó a compararlo con el olor que hay en ciertas tumbas antiguas y desiertas de las Tierras Orientales. Tenía un dejo acre casi imperceptible. Fafhrd notó su piel calurosa y seca. Sacó un cuchillo del cinto y se movió silenciosa y lentamente. La escalera finalizaba en el escaló n cincuenta y tres, y las paredes laterales se retiraban. Por la atmó sfera que había allí, pensó que debía de encontrarse en una cá mara grande. Avanzó un poco, arrastrando los pies sobre una alfombra espesa de polvo. Se oyó un aleteo seco y un ligero sonido crepitante en el aire, por encima de su cabeza. Por dos veces algo pequeñ o y duro le rozó la mejilla. Recordó las cuevas infestadas de murciélagos en las que se había aventurado previamente. Pero aquellos ruidos diminutos, aunque similares en muchos aspectos, no eran exactamente como los que produce el murciélago. Los pelos cortos le punzaban en la nuca. Forzó la vista, pero só lo vio la pauta carente de sentido de los puntos de luz que acompañ an a la oscuridad profunda. De nuevo una de aquellas cosas le rozó el rostro, y esta vez él estaba preparado. Sus grandes manos aferraron rá pidamente aquel objeto…, y casi lo dejaron caer, pues era seco y sin peso, una mera armazó n de pequeñ os huesos quebradizos que crujieron bajo sus dedos. Con el índice y el pulgar sujetó un diminuto crá neo de animal. Su mente rechazó la idea de murciélagos que eran esqueletos y, sin embargo, aleteaban de un lado a otro en una gran cá mara similar a una tumba. Sin duda aquella criatura debía de haber muerto colgada del techo, encima de su cabeza, y al entrar allí hizo que se desprendiera. Pero ya no trató de averiguar qué eran los ligeros ruidos crujientes en el aire. Entonces empezó a percibir otra clase de sonidos, pequeñ os gritos agudos, casi demasiado altos para que el oído los captara. Fueran lo que fuesen, reales o imaginarios, había algo en ellos que engendraba pá nico, y Fafhrd se oyó gritar: «¡Habladme! ¿Qué son esos gimoteos y risas disimuladas? ¡Revelaos!». Tras esto oyó los débiles ecos de su voz, y supo con certeza que estaba en una cá mara grande. Entonces se hizo el silencio, y hasta los sonidos en el aire se diluyeron. Y después de que el silencio hubiera durado veinte o má s latidos del corazó n desbocado de Fafhrd, fue roto de una forma que no le gustó nada al nó rdico. Una voz débil, aguda, apá tica surgió de algú n lugar delante de él, y dijo: —Este hombre es un nó rdico, hermanos, un bá rbaro tosco, de larga cabellera, procedente del Yermo Frío. Desde un punto algo apartado a uno de los lados, una voz similar respondió : —En nuestros tiempos encontramos a muchos de su raza en los muelles. Los emborrachá bamos y les robá bamos el polvo de oro de sus bolsas. É ramos poderosos en nuestros tiempos, sin igual en destreza y astucia. Y una tercera voz: —Ved, ha perdido su espada, y mirad, hermanos: ha aplastado un murciélago y lo tiene en la mano. El grito de Fafhrd, denunciando todo aquello como tonterías y mascaradas ridículas, se extinguió antes de llegar a sus labios, pues de repente se le ocurrió preguntarse có mo aquellas criaturas podían saber qué aspecto tenía e incluso ver lo que tenía en la mano, cuando la oscuridad era negra como la pez. Sabía que hasta el gato y el bú ho está n ciegos en una oscuridad completa. Sintió que un hormigueo de terror se apoderaba de él. —Pero el crá neo de un murciélago no es el crá neo de un hombre —dijo la que parecía ser la primera voz—. Es uno de los tres que recuperaron el crá neo de nuestro hermano en el templo de Votishal. Sin embargo, no ha traído el crá neo consigo. —Durante siglos, la cabeza enjoyada de nuestro hermano ha languidecido solitaria bajo el maldito santuario de Votishal —dijo una cuarta voz—, y ahora que ésos de arriba lo han rescatado no tienen intenció n de devolvérnoslo. Arrancará n sus ojos resplandecientes y los venderá n por grasientas monedas. Son ladrones insignificantes, sin dioses y codiciosos. Nos han olvidado, a nosotros, sus hermanos antiguos, y son pura maldad. Aquellas voces producían una sensació n de algo muerto horriblemente y muy lejano, como si se formaran en un vacío. Algo sin emoció n pero, a la vez, extrañ amente triste y amenazante, a medio camino entre un débil suspiro desesperanzado y una liviana risa glacial. Fafhrd apretó los puñ os y el diminuto esqueleto se convirtió en astillas, que él arrojó a un lado con un gesto espasmó dico. Trató de hacer acopio de valor y seguir adelante, pero no pudo. —No es justo que un destino tan innoble haya recaído en nuestro hermano —dijo la primera voz, que parecía tener cierta autoridad sobre las otras—. Escucha ahora nuestras palabras, nó rdico, y escucha bien. —Ved, hermanos —intervino la segunda voz—, el nó rdico está temeroso, se enjuga la boca con su gran mano y se roe el nudillo, lleno de incertidumbre y miedo. Fafhrd empezó a temblar al oír tan minuciosa descripció n de sus acciones. Terrores largamente ocultos surgieron en su mente. Recordó sus primeras ideas sobre la muerte, có mo de muchacho había sido testigo de los terribles ritos fú nebres del Yermo Frío y se unía a las silenciosas plegarias a Kosh y el innombrable dios de la muerte. Entonces, por primera vez, le pareció que podía distinguir algo en la oscuridad. Puede que só lo fuera una formació n peculiar de los puntos de luz carentes de significado que brillaban tenuemente, pero distinguió una serie de diminutos centelleos al nivel de su propia cabeza, todos ellos en parejas y a un dedo de separació n unos de otros. Algunos eran de un color rojo intenso, otros verdes y algunos azul pá lido como zafiros. Fafhrd recordaba vívidamente los ojos de rubíes del crá neo robado en Votishal, el crá neo que, segú n Fissif, había estrangulado a Krovas con unas manos esqueléticas. Los puntos de luz se reunían y avanzaban hacia él, muy lentamente. —Nó rdico —continuó la primera voz—, debes saber que somos los antiguos ladrones de Lankhmar y que necesariamente debemos poseer el cerebro perdido, que es el crá neo de nuestro hermano Ohmphal. Tienes que traérnoslo antes de que las estrellas de la pró xima medianoche brillen en el cielo. De lo contrario te buscaremos y te arrancaremos la vida. Las parejas de luces coloreadas seguían acercá ndose, y ahora Fafhrd creyó que podía oír el sonido de unas pisadas secas, crujientes, en el polvo. Recordó las profundas marcas pú rpura en la garganta de Krovas. —Debes traer el crá neo sin falta —resonó la segunda voz. —Antes de la pró xima medianoche —dijo otra. —Las joyas han de estar en el crá neo; no se nos debe privar de ninguna. —Ohmphal, nuestro hermano, regresará . —Si nos fallas —susurró la primera voz—, iremos a por el crá neo… y a por ti. Y entonces todos parecieron estar en torno a él, gritando «Ohmphal, Ohmphal» con aquellas voces detestables que no eran ni un á pice má s fuertes ni menos lejanas. Fafhrd tendió las manos convulsamente, tocó algo duro y suave y seco. Y entonces se estremeció como un caballo asustado, dio media vuelta y echó a correr tan rá pido como podía, hasta que se detuvo, dolorido y tambaleante, en los escalones de piedra; los subió de tres en tres, tropezando y lastimá ndose los codos contra las paredes. Fissif, el ladró n gordo, deambulaba desconsolado en el interior de una gran cá mara de techo bajo, apenas iluminada, con el suelo cubierto de toda clase de objetos diversos y llena de toneles vacíos y balas de telas podridas. Mascaba una nuez que tenía una propiedad soporífera, cuyo jugo le manchaba los labios de azul y goteaba por sus mejillas fofas. A intervalos regulares emitía un suspiro de autocompasió n. Comprendía que su porvenir en el Gremio de los Ladrones era bastante dudoso, aunque Slevyas le había concedido una especie de supresió n temporal del castigo. Recordó la fría mirada de Slevyas y se estremeció . No le gustaba la soledad de la cá mara en el só tano, pero cualquier cosa era preferible a las miradas despectivas y amenazantes de sus hermanos ladrones. El sonido de unos pies que se arrastraban le hizo tragarse uno de sus monó tonos suspiros, junto con la nuez que mascaba, y esconderse detrá s de una mesa. De las sombras surgió una aparició n asombrosa. Fissif reconoció al nó rdico Fafhrd, pero era un Fafhrd de aspecto muy lamentable, el rostro pá lido y sombrío, las ropas y el cabello desordenados y cubiertos de un polvo grisá ceo. Tenía la expresió n de un hombre perplejo o sumido en sus pensamientos. Fissif se dio cuenta de que aquella era una oportunidad de oro, cogió una voluminosa pesa de tapiz y se deslizó sigilosamente hacia el joven ensimismado. Fafhrd acababa de convencerse de que las voces extrañ as de las que acababa de huir só lo habían sido figuraciones de su cerebro alimentadas por la fiebre y el dolor de cabeza. Razonó que, al fin y al cabo, un golpe en la cabeza puede hacerle a uno ver luces de colores y oír sonidos zumbantes. Debía de haber sido casi un estú pido para perderse tan fá cilmente en la oscuridad… Lo probaba la prontitud con que había descubierto el camino correcto. Ahora tenía que concentrarse en la huida de aquella madriguera mohosa. No debía fantasear. Toda una Casa de ladrones iba tras él, y era previsible que se encontrase con alguno a la vuelta de cualquier esquina. En el momento en que meneaba la cabeza para despejarla y alzaba la vista, ya con los sentidos alerta, descendió sobre su crá neo el sexto golpe que recibía aquella noche. Pero esta vez fue má s fuerte. La reacció n de Slevyas a la noticia de la captura de Fafhrd no fue exactamente la que Fissif había esperado. No sonrió ni alzó la vista del plato de fiambres que tenía ante él. Se limitó a tomar un pequeñ o sorbo de vino amarillo claro y siguió comiendo. —¿El crá neo enjoyado? —preguntó secamente entre bocado y bocado. Fissif explicó que existía la posibilidad de que el nó rdico lo hubiera escondido en algú n lugar, en los confines má s remotos del só tano. Una bú squeda minuciosa daría respuesta a la pregunta. —Tal vez lo llevaba el Ratonero Gris… —¿Has matado al nó rdico? —inquirió Slevyas tras una pausa. —No del todo —respondió Fissif orgullosamente—, pero le he sacudido bien los sesos. Fissif esperaba un cumplido, o por lo menos un gesto amistoso, pero recibió una fría mirada apreciativa, cuyo significado era difícil determinar. Slevyas masticó durante largo rato un trozo de carne, lo tragó y bebió despaciosamente el vino, todo ello sin desviar la mirada de Fissif. Finalmente dijo: —Si le hubieras matado, en este momento te estarían torturando. Entiende, panzudo, que no confío en ti. Hay demasiadas cosas que señ alan tu complicidad. Si te hubieras confabulado con él, le habrías matado para impedir que revelara tu traició n. Tal vez quisiste matarle. Por suerte para ti, su crá neo es duro. El tono flemá tico ahogó la protesta de Fissif. Slevyas apuró su copa, se echó atrá s e hizo una señ a a los aprendices para que se llevaran los platos. —¿Ha recuperado el nó rdico el sentido? —preguntó bruscamente. Fissif asintió . —Parecía tener fiebre —añ adió —. Trató de librarse de sus ataduras y musitó unas palabras. Algo sobre «la pró xima medianoche». Repitió eso tres veces. El resto lo dijo en una lengua extranjera. Entró un ladró n larguirucho, con orejas de rata. —Señ or —dijo, incliná ndose servilmente—. Hemos encontrado al Ratonero Gris. Está sentado en la taberna de la «Anguila de Plata». Varios de los nuestros vigilan el lugar. ¿Hemos de capturarle o matarlo? —¿Tiene el crá neo con él? ¿O una caja que pudiera contenerlo? —No, señ or —respondió el ladró n en tono lú gubre, incliná ndose aú n má s que antes. Slevyas permaneció un momento sentado, pensativo, y luego indicó a un aprendiz que trajera pergamino y la tinta negra de un calamar. Escribió algunas líneas y luego preguntó a Fissif: —¿Cuá les fueron las palabras que musitó el nó rdico? —«La pró xima medianoche», señ or —respondió Fissif, obsequioso a su vez. —Irá n a pedir de boca —dijo Slevyas, sonriendo ligeramente, como ante una ironía que só lo él podía percibir. Su pluma siguió moviéndose sobre el pergamino rígido. El Ratonero Gris estaba sentado de espaldas a la pared, ante una mesa mellada por los golpes con las grandes jarras y manchada de vino, en la «Anguila de Plata», y hacía rodar con nerviosismo entre el índice y el pulgar uno de los rubíes que había cogido bajo las mismas barbas del asesinado Krovas. Su pequeñ a copa de vino aromatizado con hierbas amargas estaba todavía medio llena. Su mirada recorría inquieta las salas casi vacías y observaba una y otra vez las cuatro ventanas pequeñ as, en lo alto del muro, que filtraban la fría niebla. Miró con los ojos entrecerrados al gordo posadero que llevaba un delantal de cuero y roncaba lú gubremente en un taburete, al lado del corto tramo de escalones que conducía a la puerta. Escuchó a medias el murmullo inconexo y soñ oliento de los dos soldados al otro lado de la estancia, los cuales aferraban unas jarras enormes y, con las cabezas juntas, en un gesto de confidencialidad beoda, intentaban contarse antiguas estratagemas y magníficos desfiles. ¿Por qué no venía Fafhrd? No era aquella la ocasió n má s oportuna para que el hombró n se retrasara y, sin embargo, desde la llegada del Ratonero a la «Anguila de Plata» las velas se habían reducido media pulgada. El Ratonero ya no hallaba placer en recordar las peligrosas etapas de su huida de la Casa de Ladrones: la rá pida subida de la escalera, el salto de un tejado a otro, la breve lucha entre las chimeneas. ¡Por los Dioses de la Desventura! ¿Tendría que volver a aquella madriguera, llena ahora de cuchillos y ojos abiertos, para buscar a su compañ ero? Hizo chasquear los dedos, de modo que la joya entre ellos salió disparada hacia el techo ennegrecido y trazó una débil línea de un rojo reluciente antes de que su otra mano la atrapara en su descenso, como un lagarto se apodera de una mosca. Miró de nuevo con suspicacia al posadero sentado y con la boca abierta. Por el rabillo del ojo vio al pequeñ o mensajero de acero que partía velozmente hacia él desde el rectá ngulo de una ventana oscurecido por la niebla. Se hizo a un lado instintivamente, pero no tenía necesidad. La daga se clavó en la mesa a un brazo de distancia de donde él estaba. Durante lo que pareció largo tiempo el Ratonero permaneció en pie, dispuesto a saltar de nuevo. El ligero sonido del impacto no había despertado al posadero ni llamado la atenció n de los soldados, uno de los cuales también roncaba. Entonces la mano izquierda del Ratonero se estiró y movió la daga de un lado a otro hasta arrancarla. Deslizó el pequeñ o rollo de pergamino del fuerte de la hoja, sin apartar la mirada de las ventanas, y leyó a retazos los caracteres de Lankhmar escritos con una caligrafía ruda. Decía así: «Si no traes el crá neo enjoyado a la que fue cá mara de Krovas y ahora es de Slevyas, de aquí a la pró xima medianoche, empezaremos a matar al nó rdico». A la noche siguiente la niebla volvió a entablarse en Lankhmar. Se oían ruidos apagados y las antorchas estaban rodeadas por halos de humo. Pero todavía no era tarde, aunque se aproximaba la medianoche y las calles estaban llenas de tenderos y artesanos que se apresuraban, bebedores que reían felices, animados por sus primeras copas, y marineros que dirigían miradas incitantes a las vendedoras. En la calle contigua a aquella donde estaba la Casa de Ladrones —la calle de los Mercaderes de la Seda, se llamaba—, la multitud se iba dispersando. Los comerciares cerraban sus tiendas. En ocasiones cambiaban ruidosos saludos con sus rivales comerciales y hacían astutas preguntas relativas al oficio. Varios de ellos miraban con curiosidad un estrecho edificio de piedra, eclipsado por la masa oscura de la Casa de Ladrones, y desde cuyas ventanas superiores en forma de rendija surgía una luz cá lida. Allí, con criados y guardaespaldas alquilados, habitaba Ivlis, una hermosa moza de cabellos rojizos, que a veces bailaba para el jefe supremo y que era tratada con respeto, no tanto por ese motivo como porque, segú n se decía, era la querida del señ or del Gremio de Ladrones, a quien rendían tributo los mercaderes de la seda. Pero aquel mismo día se había propagado el rumor de que el señ or de los ladrones había muerto y otro nuevo había ocupado su lugar. Los mercaderes de la seda especulaban sobre si Ivlis había caído ahora en desgracia y, llena de temor, se había encerrado en su casa. Llegó cojeando una viejecita, tanteando con su curvo bastó n las grietas entre los resbaladizos adoquines. Como se cubría con un manto negro y llevaba una caperuza también negra, lo cual hacía que se confundiera con la oscura niebla, uno de los mercaderes estuvo a punto de tropezar con ella en las sombras. La ayudó a rodear un charco viscoso y sonrió compadecido cuando ella se quejó con voz temblorosa sobre el estado de la calle y los mú ltiples peligros a los que estaba expuesta una anciana. Siguió murmurando para sí misma de un modo bastante senil: «Sigamos ahora, está un poco má s lejos, só lo un poco. Pero ten cuidado. Los huesos viejos son muy frá giles». Un rudo aprendiz de tintorero apareció en su camino y tropezó violentamente con ella. Ni siquiera miró atrá s para ver dó nde había caído, pero apenas había dado un par de pasos cuando recibió un puntapié que le hizo vibrar la espina dorsal. Se volvió de inmediato, pero só lo vio a la vieja encorvada que se alejaba tambaleá ndose, golpeando inciertamente el suelo con su bastó n. El muchacho retrocedió varios pasos, la boca y los ojos muy abiertos, rascá ndose la cabeza, con asombro unido a un temor supersticioso. Aquella noche daría a su vieja madre la mitad de su jornal. La vieja se detuvo ante la casa de Ivlis, miró las ventanas iluminadas varias veces, como si dudara y tuviera la vista mal, y luego subió trabajosamente hasta la puerta, a la que llamó con golpes débiles de su bastó n. Al cabo de un rato llamó de nuevo y gritó con una voz impaciente y aguda: —Dejadme entrar. Traigo noticias de los dioses para la moradora de esta casa. ¡Eh, los de adentro, dejadme pasar! Finalmente se abrió un ventanuco y una voz bronca y profunda dijo: —Sigue tu camino, vieja bruja. Nadie entra aquí esta noche. Pero la vieja no hizo caso de estas palabras y repitió con testarudez: —Dejadme entrar, os digo. Leo el futuro. En la calle hace frío y la niebla hiela mi vieja garganta. Dejadme entrar. Este mediodía llegó volando un murciélago y me contó portentosos acontecimientos destinados a la moradora de esta casa. Mis viejos ojos pueden ver las sombras de cosas que todavía no existen. Dejadme entrar, os digo. La esbelta figura de una mujer se silueteó en la ventana, sobre la puerta. Al cabo de un instante se alejó . El intercambio de palabras entre la anciana y el guardiá n continuó durante algú n tiempo. Entonces una voz baja y ronca dijo desde lo alto de la escalera: —Dejad entrar a esa mujer sabia. Está sola, ¿no es cierto? Entonces hablaré con ella. La puerta se abrió , aunque no mucho, y la anciana vestida de negro entró en la casa. La puerta fue cerrada y atrancada de inmediato. El Ratonero Gris miró a los tres guardaespaldas que estaban en el pasillo oscuro, tipos fornidos armados cada uno con dos espadas cortas. Desde luego, no pertenecían al Gremio de los Ladrones. Parecían sentirse incó modos. No se olvidó de respirar como un asmá tico, sujetá ndose el costado inclinado, y dio las gracias con una sonrisa boba, senil, al que le había abierto la puerta. El guardiá n retrocedió sin ocultar una expresió n de disgusto. El aspecto del Ratonero no era agradable. Tenía el rostro cubierto con una mezcla muy bien hecha de grasa y ceniza iris, a la que estaban adheridas unas horrendas verrugas de masilla, y oculto a medias por los delgados cabellos grises dispersos en el cuero cabelludo seco de una bruja auténtica — así se lo había asegurado Laavyan, el vendedor de pelucas— y que llevaba encasquetado sobre su cabellera. Lentamente el Ratonero empezó a subir la escalera, apoyá ndose en el bastó n y deteniéndose con frecuencia como para recobrar el aliento. No le resultaba fá cil caminar con lentitud de caracol cuando la medianoche estaba tan pró xima, pero ya había fracasado tres veces en sus intentos de penetrar en aquella casa bien guardada, y sabía que la acció n antinatural má s leve podría traicionarle. Antes de que estuviera a mitad del camino, la voz ronca dio una orden y una criada de cabello oscuro, con una tú nica de seda negra, bajó corriendo; sus pies descalzos apenas hacían ruido alguno en el suelo de piedra. —Eres muy amable para con una vieja —dijo resollando el Ratonero, al tiempo que daba unas palmaditas a la mano suave que le cogía del codo. Empezaron a subir un poco má s rá pido. El pensamiento del Ratonero estaba concentrado en el crá neo enjoyado. Casi podía ver la figura ovoide de color pardo claro oscilando en la oscuridad de la escalera. Aquel crá neo era la llave de la Casa de Ladrones y la seguridad de Fafhrd. Claro que no era probable que Slevyas liberase a Fafhrd, incluso si le llevaba el crá neo. Pero el Ratonero sabía que, cuando lo tuviera, estaría en condiciones de hacer un trato. Sin él, tendría que asaltar la madriguera de Slevyas, cuando todos los ladrones estaban advertidos y dispuestos a darle caza. La noche anterior, la suerte y las circunstancias se habían puesto de su lado. No sucedería de nuevo. Mientras estos pensamientos cruzaban por la mente del Ratonero, gruñ ía y se quejaba vagamente de la altura que tenía la escalera y la rigidez de sus viejas articulaciones. La sirvienta le hizo entrar en una habitació n cuyo suelo estaba cubierto de gruesas alfombras y en la que colgaban tapices de seda. Del techo, y sujeta con cadenas de lató n, pendía una gran lá mpara de cobre en forma de cuenco, con complicados grabados y sin encender. Sobre unas mesitas ardían unas velas de color verde claro que proporcionaban una iluminació n suave, y junto a ellas había tarros de perfume que emitían un aroma agradable, pequeñ os y panzudos recipientes de ungü entos y otros objetos similares. En el centro de la estancia se hallaba la pelirroja que el Ratonero había visto con el crá neo en la cá mara de Krovas. Vestía una tú nica de seda blanca. Su cabello brillante, má s rojo que el castañ o rojizo, estaba recogido en un alto tocado, sujeto con alfileres que tenían cabezas de oro. Ahora el Ratonero tuvo tiempo para observar su rostro, y se fijó en la dureza de sus ojos verde amarillentos y la mandíbula tensa, que contrastaba con los labios suaves y gordezuelos y la piel blanca y cremosa. Reconoció la inquietud que sentía en las rígidas líneas de su cuerpo. —¿Lees el futuro, bruja? La pregunta era má s bien una orden. —Lo leo en la mano y el pelo —replicó el Ratonero, con una nota de misterio en su temblequeante falsete—. En la palma, el corazó n y el ojo. —Avanzó tambaleá ndose hacia ella—. Sí, y las criaturas pequeñ as me hablan y me cuentan sus secretos. Dicho esto, sú bitamente extrajo del interior de su manto un gatito negro y casi lo lanzó al rostro de la mujer. Ella retrocedió sorprendida y gritó , pero el Ratonero vio que esta acció n había servido para que la pelirroja le considerase una bruja verdadera. Ivlis despidió a la criada y el Ratonero se apresuró a aprovechar su ventaja antes de que se disipara el temor reverencial de Ivlis. Le habló de los hados y el destino, de presagios y portentos, de dinero, amor y viajes por los mares. Jugó con las supersticiones que, segú n sabía, eran corrientes entre las bailarinas de Lankhmar. La impresionó hablá ndole de un hombre moreno con una barba negra, que había muerto recientemente o que estaba a las puertas de la muerte, sin mencionar el nombre de Krovas por temor a que un exceso de precisió n despertara las sospechas de la mujer. Entretejió hechos, suposiciones e impresionantes generalidades en una red intrincada. La mó rbida fascinació n de contemplar el futuro vedado se apoderó de ella y se inclinó hacia delante, respirando con rapidez, retorciéndose los esbeltos dedos y mordiéndose el labio inferior. Sus preguntas apresuradas se referían principalmente a un «hombretó n cruel y de expresió n fría», en el que el Ratonero reconoció a Slevyas, y a si debía o no abandonar Lankhmar. El Ratonero habló sin descanso, deteniéndose só lo de vez en cuando para toser, gemir o cloquear, a fin de añ adir realismo a sus palabras. A veces el Ratonero casi creía que era realmente una bruja y que las cosas que estaba diciendo eran verdades oscuras y atroces. Pero Fafhrd y el crá neo ocupaban el primer plano de su pensamiento, y sabía que la medianoche estaba muy cercana. Se enteró de muchas cosas gracias a Ivlis: por ejemplo, que odiaba a Slevyas casi má s de lo que le temía. Pero no conseguía la informació n que má s le interesaba. Entonces el Ratonero vio algo que le animó a redoblar sus esfuerzos. A espaldas de Ivlis, una abertura se abría en las colgaduras de seda y mostraba la pared, y reparó en que una de las grandes piedras parecía estar fuera de lugar. De sú bito comprendió que la piedra era del mismo tamañ o, forma y calidad que aquella que viera en la sala de Krovas. Pensó con optimismo que aquel debía de ser el otro extremo del pasadizo por el que Ivlis había huido. Decidió que aquel sería el medio para entrar en la Casa de Ladrones, tanto si llevaba el crá neo como si no. Temiendo perder má s tiempo, el Ratonero puso en acció n su estratagema. Se detuvo bruscamente, pellizcó la cola del gatito para hacerle maullar y, sorbiendo el aire por la nariz varias veces, hizo una mueca atroz y dijo: —¡Huesos! ¡Olisqueo los huesos de un muerto! Ivlis contuvo el aliento y miró rá pidamente la gran lá mpara que colgaba del techo, la lá mpara que no estaba iluminada. El Ratonero supuso lo que significaba aquella mirada. Pero o bien su propia satisfacció n le traicionó o bien Ivlis adivinó que era objeto de una treta para que se traicionara, pues dirigió una dura mirada al Ratonero. La inquietud supersticiosa desapareció de su rostro y la fiereza retornó a su rostro. —¡Eres un hombre! —le espetó de repente, y añ adió enfurecida—: ¡Te ha enviado Slevyas! Y diciendo esto, extrajo una de las agujas largas como dagas con las que se sujetaba el cabello y se lanzó contra él, con la intenció n de clavá rsela en un ojo. El Ratonero la esquivó , le cogió la muñ eca con la mano izquierda y con la derecha le tapó la boca. La lucha fue breve y casi sin ruido, gracias al grosor de la alfombra sobre la que rodaron. Cuando la mujer estuvo bien atada y amordazada con jirones arrancados de las altas colgaduras, el Ratonero cerró la puerta que daba a la escalera y luego tiró del panel de piedra, el cual se abrió y reveló el estrecho pasadizo que el joven había esperado encontrar. Ivlis le dirigió miradas incendiarias llenas de odio, mientras se debatía en vano. Pero el Ratonero sabía que carecía de tiempo para explicaciones. Se subió las sayas de bruja y saltó á gilmente hacia la lá mpara, afianzá ndose en el borde superior. Las cadenas resistieron, y el joven se alzó hasta que pudo ver por encima del borde. En el hueco de la lá mpara estaba el crá neo de color pardo apagado con sus gemas deslumbrantes y los huesos terminados en joyas. La ampolla superior de la clepsidra estaba casi vacía. Fafhrd observaba impasible có mo se formaban las gotas brillantes y caían en la ampolla inferior. Estaba tendido en el suelo, de espaldas a la pared, tenía las piernas atadas desde las rodillas hasta los tobillos y los brazos también estaban atados a la espalda con una cantidad innecesaria de cuerdas, de modo que se sentía totalmente paralizado. A cada lado permanecía en cuclillas un ladró n armado. Cuando se vaciara la ampolla superior sería medianoche. De vez en cuando su mirada se posaba en los rostros oscuros, desfigurados que se alineaban ante la mesa sobre la que descansaba el reloj y ciertos extrañ os instrumentos de tortura. Los rostros pertenecían a los aristó cratas del Gremio de Ladrones, hombres de mirada taimada y mejillas hundidas, los cuales competían entre sí en riqueza y untuosidad de sus atavíos. La luz oscilante de las antorchas hacía centellear los rojos y pú rpuras sucios, el pañ o de plata y oro descolorido. Pero detrá s de sus expresiones semejantes a má scaras, Fafhrd percibía incertidumbre. Só lo Slevyas, sentado en el lugar del difunto Krovas, parecía realmente sosegado y en posesió n de sí mismo. Su tono era casi despreocupado cuando interrogó a un ladró n de rango inferior, el cual estaba abyectamente arrodillado ante él. —¿Eres de veras un cobarde tan grande como quieres hacernos creer? ¿Quieres en serio que nos creamos eso de que te asustaba un só tano desierto? —No soy un cobarde, señ or —dijo el ladró n en tono de sú plica—. Seguí las huellas del nó rdico en el polvo a lo largo del estrecho corredor y casi hasta el pie de la antigua escalera, olvidada hasta hoy. Pero ningú n hombre vivo podría escuchar sin sentir terror esas voces extrañ as y agudas, esos ruidos crujientes de huesos. El aire seco me sofocaba, una rá faga de viento apagó mi antorcha. Había ciertas cosas que se reían con disimulo de mí. Señ or, yo intentaría extraer una joya del interior de una cobra despierta si me lo ordenarais. Pero ahí abajo, en ese lugar oscuro, pierdo el dominio de mí mismo. Fafhrd vio que Slevyas apretaba los labios y esperó a que pronunciara su sentencia contra el desgraciado ladró n, pero le interrumpieron las observaciones de los notables sentados alrededor de la mesa. —Debe de haber algo de verdad en sus palabras —dijo uno—. Al fin y al cabo, ¿quién sabe lo que puede haber en esos só tanos descubiertos casualmente por el nó rdico? —Hasta anoche desconocíamos su existencia —dijo otro—. En el polvo amontonado por los siglos pueden acechar cosas extrañ as. —Anoche —añ adió un tercero—, nos burlamos del relato de Fissif. No obstante, en la garganta de Krovas encontramos las marcas de garras o de huesos descarnados. Era como si los miasmas del miedo se hubieran alzado desde los só tanos profundos. Las voces eran solemnes. Los ladrones de rango inferior que estaban cerca de las paredes, portando antorchas y armas eran presa, con toda evidencia, de un temor supersticioso. Slevyas vaciló de nuevo, aunque, al contrario que los demá s, parecía má s perplejo que atemorizado. En el silencio resonaba el chapoteo monó tono de las gotas de agua en la clepsidra. Fafhrd decidió pescar en aguas revueltas. —Os diré lo que descubrí en los só tanos —dijo en voz grave—, pero primero decidme dó nde enterrá is los ladrones a vuestros muertos. Los ladrones le dirigieron miradas inquisitivas. No respondieron a su pregunta, pero le permitieron hablar. Hasta Slevyas, aunque tenía el ceñ o fruncido y jugueteaba con unas empulgueras, no puso objeciones. Y las palabras de Fafhrd eran intrigantes. Tenían una calidad cavernosa, sugeridora de las tierras del norte y el Yermo Frío, un timbre dramá tico como el que tiene la voz de un bardo. Contó en detalle su descenso a las oscuras regiones inferiores. Incluso añ adió nuevos detalles para darle má s efecto e hizo que toda la experiencia pareciera una gesta épica aterradora. Los ladrones de menor rango, desacostumbrados a esta clase de conversació n, le miraban boquiabiertos. Los que estaban alrededor de la mesa permanecían muy quietos. Alargó su relato tanto como se atrevió a hacerlo, a fin de hacer tiempo. Durante las pausas en su conversació n dejó de oírse el goteo de la clepsidra. Entonces Fafhrd oyó un débil sonido chirriante, como de piedra sobre piedra. Sus oyentes no parecieron darse cuenta, pero Fafhrd lo reconoció como la apertura del panel de piedra en la alcoba, ante el cual todavía colgaban los cortinajes negros. Había llegado al punto culminante de sus revelaciones. —Allí, en esos só tanos olvidados —dijo en un tono má s profundo—, está n los huesos vivos de los antiguos Ladrones de Lankhmar. Durante mucho tiempo han yacido allí, odiá ndoos por haberlos olvidado. El crá neo enjoyado era el de su hermano, Ohmphal. ¿No os dijo Krovas que los planes para robar el crá neo le fueron dictados desde el remoto pasado? Se pretendía que Ohmphal fuese restituido a sus hermanos. Pero Krovas profanó el crá neo, arrancá ndole las joyas. Debido a ese ultraje, las manos esqueléticas hallaron una fuerza sobrenatural con la que matarle. Ignoro dó nde está ahora el crá neo, pero si no se lo han devuelto ya, esos de ahí abajo vendrá n a por él ahora, esta misma noche. Y no tendrá n piedad. Y entonces las palabras de Fafhrd se extinguieron en su garganta. Su argumento final, que tenía que ver con su propia liberació n, quedó sin formular, pues, suspendido en el aire, delante de las negras cortinas de la alcoba estaba el crá neo de Ohmphal y sus ojos enjoyados brillaban con una luz que no era un mero reflejo. Los ojos de los ladrones siguieron a los de Fafhrd y los murmullos de temor se multiplicaron, un temor tan intenso que por un momento impidió que echaran a correr presa del pá nico. Un temor como el que les había inspirado su amo y señ or cuando vivía, pero aumentado muchas veces. En aquel momento una voz aguda y quejumbrosa salió del crá neo. —¡No os mová is, cobardes ladrones de hoy! Temblad y guardad silencio. Quien os habla es vuestro antiguo señ or. ¡Mirad, soy Ohmphal! El efecto de aquella voz fue peculiar, y la mayoría de los ladrones retrocedieron, apretando los dientes y los puñ os para contener su temblor. Pero el alivio exudó de Fafhrd junto con el sudor que se deslizaba por su rostro, pues reconoció al Ratonero. Y en el orondo rostro de Fissif la perplejidad se mezcló con el temor. —En primer lugar —siguió diciendo la voz del crá neo—, estrangularé al nó rdico para daros un ejemplo. Cortad sus ataduras y traédmelo aquí. Daos prisa, si no queréis que yo y mis hermanos os demos muerte a todos. Con manos temblorosas, los ladrones que estaban a derecha e izquierda de Fafhrd le libraron de sus ligaduras. El nó rdico tensó sus grandes mú sculos, tratando de desentumecerlos. Entonces se puso en pie y avanzó tambaleá ndose hacia el crá neo. De repente, una conmoció n sacudió los cortinajes negros. Se oyó un grito agudo, casi animal, de furor, y el crá neo de Ohmphal se deslizó por el terciopelo negro y rodó fuera de la estancia, mientras los ladrones se echaban a un lado y gritaban, como si temiesen que les mordieran los tobillos unos dientes venenosos. Del agujero de la base del crá neo se desprendió una vela cuya llamase extinguió . Los cortinajes corrieron a un lado y dos figuras enzarzadas en una lucha entraron tambaleá ndose en la sala. Por un momento incluso Fafhrd creyó que iba a volverse loco ante la visió n inesperada de una vieja bruja vestida de negro, con las faldas subidas por encima de sus robustas rodillas, y una mujer pelirroja que sujetaba una daga. Entonces la capucha y la peluca de la bruja se desprendieron y el nó rdico reconoció , bajo la capa de grasa y ceniza, el rostro del Ratonero. Fissif se abalanzó má s allá de Fafhrd, daga en mano. El nó rdico, repuesto de su sorpresa, le cogió por el hombro, arrojá ndole contra la pared, arrebató una espada de entre los dedos de un ladró n asustado y avanzó con paso vacilante, pues aú n tenía los mú sculos ateridos. Entretanto Ivlis, al reparar en la presencia de los ladrones reunidos, cesó de repente en sus intentos de ensartar al Ratonero. Fafhrd y su compañ ero se volvieron hacia la alcoba, donde estaba la ú nica escapatoria posible, y casi les derribaron los tres guardaespaldas de Ivlis que aparecieron sú bitamente para rescatar a su señ ora. Los guardaespaldas atacaron de inmediato a Fafhrd y el Ratonero, dado que estaban má s cerca, persiguiéndolos por la habitació n y atacando también a los ladrones con sus espadas cortas y pesadas. Este incidente asombró aú n má s a los ladrones, pero les dio tiempo para recobrarse de su temor sobrenatural. Slevyas percibió lo esencial de la situació n y rá pidamente despachó a un grupo de sicarios para que bloquearan la alcoba, galvanizá ndolos para que se pusieran en acció n mediante golpes con la hoja plana de su espada. Hubo entonces un caos y un pandemó nium. Entrechocaron las espadas, relucieron las dagas. Carreras atolondradas, suscitadas por el pá nico, derribaban a los hombres. Las cabezas chocaban y fluía la sangre. Algunos agitaban las antorchas y las lanzaban como si fueran porras, y al caer al suelo chamuscaban a los caídos, arrancá ndoles aullidos. En medio de la confusió n, unos ladrones lucharon contra otros, y los notables que habían estado sentados ante la mesa formaron una unidad para protegerse. Slevyas reunió a un pequeñ o grupo de seguidores y se lanzó contra Fafhrd. El Ratonero le hizo la zancadilla, pero Slevyas giró en redondo sobre sus rodillas y con su larga espada desgarró el manto negro del hombrecillo y estuvo a punto de ensartarle. Fafhrd se tendió a su lado con una silla, que lanzaba contra sus atacantes; entonces derribó la mesa, que quedó de lado, y la clepsidra se rompió en mil pedazos. Gradualmente Slevyas consiguió dominar a los ladrones. Sabía que la confusió n les daba desventaja, por lo que su primer movimiento consistió en llamarles y organizarles en dos grupos, uno en la alcoba, de la que se habían arrancado los cortinajes, y el otro alrededor de la puerta. Fafhrd y el Ratonero estaban agazapados detrá s de la mesa volcada, en el á ngulo contrario de la habitació n, y su gruesa superficie les servía como barricada. El Ratonero se sorprendió un poco al ver a Ivlis agachada a su lado. —He visto que has tratado de matar a Slevyas —le dijo sombríamente—. En cualquier caso, estamos obligados a unir nuestras fuerzas. Con Ivlis estaba uno de los guardaespaldas. Los otros dos yacían, muertos o inconscientes, junto con la docena de ladrones que estaban desparramados por el suelo, entre las antorchas caídas que iluminaban la escena con una débil luz fantasmal. Los ladrones heridos gemían y se arrastraban, o los arrastraban sus camaradas, fuera del comedor. Slevyas pedía a gritos redes para atrapar hombres y má s antorchas. —Tendremos que apresurarnos —susurró Fafhrd entre los dientes apretados, con los que anudaba una venda alrededor de un corte en el brazo. De sú bito, alzó la cabeza y husmeó . De algú n modo, en medio de aquella confusió n y el leve olor dulzó n de la sangre, había aparecido un olor que le puso la carne de gallina, un olor a la vez extrañ o y familiar; un olor má s débil, cá lido, seco y polvoriento. Por un momento los ladrones quedaron en silencio, y Fafhrd creyó oír el sonido de unos pies esqueléticos que avanzaban, crujiendo, a lo lejos. Entonces un ladró n gritó : —¡Señ or, señ or, el crá neo, el crá neo! ¡Se mueve! ¡Aprieta los dientes! Hubo un ruido confuso de hombres que retrocedían, seguido por la maldició n de Slevyas. El Ratonero se asomó por el borde de la mesa y vio que Slevyas daba un puntapié al crá neo enjoyado, enviá ndolo hacia el centro de la sala. —¡Estú pidos! —gritó a sus seguidores que reculaban—. ¿Todavía creéis esas mentiras, esos chismes de viejas comadres? ¿Creéis que los huesos muertos pueden andar? ¡Yo soy vuestro señ or y nadie má s! ¡Y que todos esos ladrones muertos se condenen eternamente! Tras decir estas palabras descargó la hoja silbante de su espada contra el crá neo de Ohmphal, el cual se partió como un huevo. Los ladrones prorrumpieron en gritos de terror. La habitació n se hizo má s oscura, como si estuviera llena de polvo. —¡Ahora seguidme! —gritó Slevyas—. ¡Muerte a los intrusos! Pero ahora los ladrones retrocedieron, sombras má s oscuras en la penumbra. Fafhrd percibió su oportunidad y, dominando su pavor, se abalanzó contra Slevyas. El Ratonero le siguió . El nó rdico trató de matar al jefe de los ladrones con su tercer golpe. Primero asestó un fuerte golpe a la espada má s larga de Slevyas para desviarla, luego un golpe má s rá pido en el costado para ponerle fuera de guardia y, finalmente, un tajo de revés dirigido a la cabeza. Pero Slevyas era un espadachín demasiado bueno para dejarse vencer con tanta facilidad. Paró el tercer golpe, de tal modo que la hoja silbó inocua por encima de su cabeza y lanzó una estocada a la garganta del nó rdico. Aquel golpe hizo que los flexibles mú sculos de Fafhrd se despertaran del todo; cierto que la hoja le rozó el cuello, pero su parada, golpeando la espada de Slevyas cerca de la empuñ adura, dejó entumecida la mano del ladró n jefe. Fafhrd supo entonces que era suyo, y le hizo retroceder con un ataque implacable. No se dio cuenta de que el ambiente se oscurecía ni se preguntó por qué los desesperados gritos de Slevyas en demanda de auxilio no tenían respuesta; por qué los ladrones se apiñ aban alrededor de la alcoba y por qué los heridos se arrastraban hacia la habitació n desde el corredor. Condujo a Slevyas hacia el umbral del pasillo, de modo que el ladró n se silueteó contra la luz mortecina. Finalmente, cuando Slevyas estuvo en la puerta, le desarmó de un golpe que hizo salir girando la espada del ladró n, y aplicó la punta de la suya contra la garganta de Slevyas. —¡Ríndete! —le conminó . Só lo entonces percibió el repugnante olor a polvo, se dio cuenta de que se había hecho un profundo silencio en la estancia, que llegaba del corredor un viento cá lido, y oyó el sonido de huesos crujientes que andaban por el pavimento de piedra. Vio que Slevyas miraba por encima del hombro, y un temor mortal reflejado en su rostro. Entonces se hizo una profunda oscuridad, como una vaharada de humo negro, pero antes pudo ver que unos brazos esqueléticos aferraban la garganta de Slevyas y, mientras el Ratonero le hacía retroceder, vio que el umbral del corredor estaba ocupado por negras formas esqueléticas cuyos ojos tenían un brillo verde y rojo y de color zafiro. Siguió la intensa oscuridad, poblada por los horribles gritos de los ladrones que trataban de penetrar en el estrecho tú nel de la alcoba. Y por encima de los gritos se oían voces finas y agudas, como chillidos de murciélago, frías como la eternidad. Fafhrd oyó claramente uno de aquellos gritos: —Asesino de Ohmphal, ésta es la venganza de sus hermanos. Entonces Fafhrd notó que el Ratonero le empujaba de nuevo hacia delante, en direcció n a la entrada del corredor. Cuando pudo ver bien, descubrió que huían a través de una Casa de Ladrones vacía… él, el Ratonero, Ivlis y el ú nico guardaespaldas que estaba en pie. La sirvienta de Ivlis, que había cerrado el otro extremo del corredor, asustada al oír los ruidos que se aproximaban, estaba agazapada, temblando, al otro lado, escuchando horrorizada, incapaz de huir, los gritos ahogados, las sú plicas y los débiles lamentos en los que, no obstante, vibraba una nota de triunfo terrible. El gatito negro arqueó el lomo, con el pelo erizado, al tiempo que babeaba y gruñ ía. Entonces cesaron todos los sonidos. Má s tarde se observó en Lankhmar que el nú mero de ladrones había disminuido, y se rumoreó que el Gremio de Ladrones llevaba a cabo extrañ os ritos a la luz de la luna, que descendían a unos só tanos profundos y adoraban a ciertos dioses antiguos. Incluso se decía que entregaban a esos dioses, quienesquiera que fuesen, un tercio de todo lo que robaban. Pero Fafhrd, que estaba bebiendo en compañ ía del Ratonero, Ivlis y una moza de Tovilyis en un reservado de la «Anguila de Plata», se quejaba de que los hados eran injustos. —¡Tantas peripecias y ninguna compensació n! Los dioses nos guardan un rencor duradero. El Ratonero sonrió , abrió su bolsa y depositó tres rubíes sobre la mesa. —Las puntas de los dedos de Ohmphal —se limitó a decir. —¿Có mo puedes atreverte a quedá rtelas? —inquirió Ivlis—. ¿No temes a esos huesos pardos a medianoche? Se estremeció y miró al Ratonero con cierta ansiedad. É l le devolvió la mirada y replicó , a pesar de que el espectro de Ivrian le censuraba: —Me gustan má s los dedos rosados, apropiadamente revestidos de carne. La Costa Sombría —Así pues, ¿crees que un hombre puede engañ ar a la muerte y burlar al destino? — preguntó el hombrecillo pá lido, cuya frente prominente estaba ensombrecida por una capucha negra. El Ratonero Gris, que sostenía un cubilete de dados y estaba a punto de arrojarlos, hizo una pausa y miró de soslayo al hombre que le interrogaba. —Digo que un hombre astuto puede engañ ar a la muerte durante largo tiempo. Había un alegre bullicio en la «Anguila de Plata». Entre el pú blico predominaban los hombres de armas y el ruido de espadas y atavíos mezclado con los sonidos sordos de las grandes jarras al chocar contra las mesas ponían un fondo musical a las risas agudas de las mujeres. Jactanciosos guardianes apartaban a codazos a los insolentes matones de los señ ores jó venes. Sonrientes esclavos que llevaban jarras de vino les esquivaban á gilmente. En un rincó n danzaba una muchacha esclava, y el tintineo de sus ajorcas de plata era inaudible entre aquel estrépito. Al otro lado de las pequeñ as ventanas, herméticamente cerradas, un viento seco y silbante del sur llenaba el aire de polvo que se arremolinaba entre los guijarros y empañ aba las estrellas. Pero allí dentro todo era una confusió n jovial. El Ratonero Gris era uno de los doce jugadores sentados ante una mesa de juego. Vestía totalmente de gris: jubó n, camisa de seda y gorro de piel de rató n, pero sus ojos oscuros y brillantes le hacían parecer má s vivo que cualquiera de los demá s, con excepció n del enorme bá rbaro de cabello cobrizo que se sentaba a su lado, el cual reía sin contenció n y bebía jarras del vino á spero de Lankhmar como si fueran de cerveza. —Dicen que eres un há bil espadachín y que has estado cerca de la muerte muchas veces — siguió diciendo el hombre pequeñ o y pá lido enfundado en su tú nica negra; sus labios muy delgados apenas se despegaban al hablar. El Ratonero había lanzado los dados, y aquellos curiosos dados de Lankhmar se habían detenido con los símbolos aparejados de la anguila y la serpiente en alto, por lo que estaba recogiendo las monedas de oro triangulares. El bá rbaro respondió por él: —Sí, el gris maneja la espada con finura, casi tan bien como yo. También es un gran tramposo con los dados. —¿Y tú , Fafhrd? —inquirió el otro—. ¿También tú crees que un hombre puede engañ ar a la muerte, aunque sea muy astuto para hacer trampas con los dados? El bá rbaro sonrió , mostrando sus dientes blancos, y miró algo perplejo al hombrecillo pá lido cuyo aspecto y maneras sombríos contrastaban de un modo tan extrañ o con los juerguistas que llenaban la taberna de bajo techo con sus vapores de vino. —Vuelves a estar en lo cierto —dijo en tono de chanza—. Soy Fafhrd, un nó rdico, dispuesto a oponer mi ingenio contra cualquier hado. —Dio un codazo a su compañ ero—. Oye, Ratonero, ¿qué opinas de este ratoncillo vestido de negro que ha salido de una grieta en el suelo y quiere hablar con nosotros de la muerte? El hombre de negro no pareció encontrar la chanza insultante. De nuevo sus labios exangü es apenas se movieron, pero el ruido que les rodeaba no afectó a sus palabras, las cuales llegaron a oídos de Fafhrd y el Ratonero Gris con una claridad peculiar. —Dicen que vosotros dos estuvisteis cerca de la muerte en la Ciudad Prohibida de los Ídolos Negros, y en la trampa de piedra de Angarngi, y en la isla nebulosa del mar de los Monstruos. Se dice también que habéis caminado con la muerte por el Yermo Frío y a través de los Laberintos de Klesh. Pero ¿quién puede estar seguro de tales cosas, y de si la muerte y el sino fatal estuvieron realmente cerca? ¿Quién sabe si no sois má s que unos fanfarrones que se jactan a menudo? Pero he oído decir que a veces la muerte llama a un hombre con una voz que só lo él puede oír. Entonces ha de levantarse, abandonar a sus amigos e ir dondequiera que le ordene la muerte, para encontrar allí su sino. ¿Os ha llamado alguna vez la muerte de ese modo? Fafhrd podría haberse echado a reír, pero no lo hizo. El Ratonero tenía una réplica ingeniosa en la punta de la lengua, pero se oyó a sí mismo decir: —¿Con qué palabras podría llamarle a uno la muerte? —Eso depende —dijo el hombrecillo—. Podría mirar a dos como vosotros y decir «La Costa Sombría». Nada má s que eso. La Costa Sombría. Y cuando lo dijera tres veces, tendríais que ir. Esta vez Fafhrd intentó reír, pero la risa no salió de su garganta. Los dos jó venes só lo podían devolver la mirada del hombrecillo de frente pá lida y prominente, contemplar estú pidamente sus ojos fríos y cavernosos. A su alrededor, los gritos de jú bilo y las chanzas llenaban el ambiente de la taberna. Un guardiá n borracho entonaba una canció n a voz en grito. Los jugadores llamaron impacientes al Ratonero para que hiciera su siguiente apuesta. Una risueñ a mujer vestida de rojo y oro pasó tambaleá ndose junto al hombrecillo pá lido, casi derribá ndole la capucha negra que cubría su cabellera, pero él no se movió . Y Fafhrd y el Ratonero Gris continuaron mirando, fascinados, sin poder evitarlo, los ojos negros y fríos de aquel personaje, que ahora les parecían dos tú neles gemelos que conducían a un lugar lejano y maligno. Algo má s profundo que el miedo les atenazó y permanecieron rígidos, como si sus miembros se hubieran vuelto de hierro. La taberna se difuminó , los ruidos se apagaron, y les pareció que veían su entorno como a través de muchos grosores de cristal. Só lo veían los ojos y lo que estaba má s allá de ellos, algo desolado, terrible y mortífero. —La Costa Sombría —repitió . Entonces, los que estaban en la taberna vieron que Fafhrd y el Ratonero Gris se levantaban y, sin ningú n gesto ni palabra de despedida, se dirigían juntos a la puerta baja de roble. Un guardiá n soltó un juramento cuando el enorme nó rdico le apartó ciegamente de su camino. Hubo algunas preguntas a gritos y comentarios burlones, pues el Ratonero había estado ganando a los dados, pero esto cesó pronto, pues todos percibieron algo extrañ o y misterioso en la actitud de los dos jó venes. Nadie reparó en el hombrecillo pá lido embozado en una tú nica negra. Vieron la puerta abierta, oyeron el seco lamento del viento y un aleteo hueco, probablemente de los toldos. Luego vieron un remolino de polvo que giraba en el umbral. Entonces se cerró la puerta y Fafhrd y el Ratonero desaparecieron. Nadie les vio camino de los grandes muelles de piedra que se extienden en el lado este del río Hlal, desde un extremo de Lankhmar al otro. Nadie vio la chalupa de Fafhrd, con aparejos nó rdicos y vela roja, que zarpaba por la corriente que se desliza hasta el tempestuoso Mar Interior. La noche era oscura y el polvo mantenía a los hombres bajo techo. Pero al día siguiente los dos amigos se habían ido, y la barca con ellos, y su tripulació n mingola, formada por cuatro hombres, prisioneros esclavos que habían jurado servir durante toda su vida, a los que Fafhrd y el Ratonero habían traído tras otra incursió n sin éxito contra la Ciudad Prohibida de los Ídolos Negros. Unos quince días después llegaron noticias a Lankhmar desde Cabo de la Tierra, la pequeñ a ciudad portuaria que es la má s lejana de cuantas está n al oeste, en el mismo margen del Mar Exterior, por el que no navega barco alguno. Decían que una chalupa con aparejo nó rdico había recalado para cargar una cantidad exagerada de alimentos y agua…, exagerada porque su tripulació n era de só lo seis personas: un hosco bá rbaro nó rdico de piel blanca, un hombrecillo de expresió n seria, vestido de gris y cuatro robustos e impasibles mingoles de negra cabellera. Después la embarcació n había zarpado en línea recta hacia donde se pone el sol. Las gentes de Cabo de la Tierra contemplaron la vela roja que se alejaba hasta que anocheció , meneando sus cabezas ante aquella audacia. Cuando este relato se repitió en Lankhmar, hubo otros que menearon también sus cabezas, y algunos hablaron de un modo significativo acerca del comportamiento peculiar de los dos compañ eros la noche de su partida. Y a medida que las semanas se convertían en meses y éstos se sucedían lentamente, muchos se refirieron a Fafhrd y el Ratonero Gris como a dos hombres muertos. Entonces apareció Ourph, el mingol, y contó su curioso relato a los obreros portuarios de Lankhmar. Hubo cierta diferencia de opinió n acerca de la veracidad de la historia, pues aunque Ourph hablaba el suave lenguaje de Lankhmar con moderada correcció n, era un forastero, y, cuando se hubo ido, nadie pudo demostrar que él era uno de los cuatro mingoles que zarparon en la chalupa con aparejo nó rdico. Ademá s, su relato no daba respuesta a varias preguntas desconcertantes, lo cual es una de las razones por las que pensaron que podía ser falso. —Esos dos hombres, el grande y el pequeñ o, debían de estar locos —dijo Ourph—, o bien bajo los efectos de una maldició n. Lo sospeché cuando nos perdonaron la vida bajo las mismas murallas de la Ciudad Prohibida. Lo supe con certeza cuando zarparon hacia el oeste y siguieron en esa direcció n, sin recoger nunca las velas, sin cambiar jamá s de rumbo, siempre con la estrella de los campos helados a nuestra derecha. Hablaban poco, dormían poco y no se reían en absoluto. ¡No hay duda de que estaban malditos! En cuanto a nosotros cuatro, Teevs, Larlt, Ouwenyis y yo, nos hacían caso omiso, pero no nos maltrataban. Teníamos nuestros amuletos para mantener la magia a raya. Juramos ser esclavos hasta la muerte. É ramos hombres de la Ciudad Prohibida. No nos amotinamos. »Navegamos durante muchos días. El mar estaba desierto, sin tormentas, y pequeñ o, muy pequeñ o; parecía como si se doblara hasta perderse de vista al norte, el sur y el terrible oeste, como si el mar terminara a una hora de navegació n de donde está bamos. Y luego también empezó a parecer así hacia el este. Pero la manaza del nó rdico descansaba en el timó n como si estuviera maldita, y la mano del hombrecillo gris era igual de firme. Nosotros cuatro está bamos casi siempre sentados en la proa, pues el manejo de las velas nos daba poco trabajo; mañ ana y noche nos jugá bamos nuestros destinos a los dados, nos jugá bamos amuletos y ropas… De no haber sido esclavos, nos habríamos jugado nuestros huesos y pellejos. »A fin de llevar la cuenta de los días, me até un cordel al pulgar derecho y cada día lo pasaba a otro dedo, hasta que pasó del meñ ique derecho al izquierdo y llegó al pulgar izquierdo. Entonces lo coloqué en el pulgar derecho de Teevs. Cuando el cordel llegó a su pulgar izquierdo se lo di a Larlt. Así contamos los días y supimos cuá ntos habían transcurrido. Y cada día el cielo estaba má s vacío y el mar se hacía má s pequeñ o, hasta que pareció que el fin del mar estaba a tiro de flecha de nuestra roda y los costados y la popa. Teevs dijo que seguíamos un camino de agua encantado, trazado a través del aire hacia la estrella roja que es el Infierno. Sin duda Teevs debía de estar en lo cierto. No es posible que haya tal cantidad de agua hacia el oeste. He cruzado el Mar Interior y el Mar de los Monstruos… y puedo afirmarlo. »Cuando el cordel estaba alrededor del dedo anular de Larlt, se desencadenó una gran tormenta desde el sudoeste. Durante tres días sopló con intensidad creciente, levantando las aguas en grandes oleadas hirvientes de espuma que llegaban hasta lo alto del má stil. Ningú n otro hombre ha visto tales olas y nadie volverá a verlas; no son para nosotros ni para nuestros océanos. Entonces tuve una prueba má s de que nuestros amos se hallaban bajo una maldició n. Ni se dieron cuenta de la tormenta y dejaron que ésta arriara las velas por ellos. No se percataron de que Teevs era arrastrado por encima de la borda, ni de que está bamos a punto de zozobrar y llenos de agua hasta las bordas, ni que nuestros cubos para achicar estaban llenos de espuma como jarras de cerveza. Permanecían en la popa, ambos aferrados al timó n, empapados por las continuas olas, mirando hacia delante, como si sostuvieran una conversació n con criaturas a las que só lo los embrujados pueden oír. ¡Ay, estaban malditos! Algú n demonio maligno preservaba sus vidas por alguna oscura razó n. ¿Có mo si no salimos a salvo de la tormenta? »Cuando el cordel estaba en el pulgar izquierdo de Larlt, las enormes olas y la espuma salobre cedieron el paso a un gran mar negro e hinchado, cuyas aguas rizaba el viento aullante, pero sin blanquearlas. Cuando llegó el alba y lo vimos por primera vez, Ouwenyis gritó que algú n hechizo nos hacía navegar por un mar de arena negra, y Larlt aseguró que durante la tormenta habíamos caído en el océano de aceite azufrado que, segú n algunos, se encuentra debajo de la tierra, pues Larlt ha visto los lagos negros y burbujeantes del Lejano Este. Y yo recordé lo que Teevs había dicho y me pregunté si nuestra extensió n de agua no habría sido llevada a través del aire y arrojada en un mar totalmente diferente de un mundo por entero distinto. Pero el hombrecillo de gris oyó nuestra conversació n, llenó un cubo de agua por encima de la borda y nos lo arrojó , por lo que supimos que el casco de nuestra embarcació n estaba aú n en el agua y que ésta era salada, al margen del lugar donde estuviera aquel agua. »Entonces nos ordenó que remendá ramos las velas y pusiéramos en orden la chalupa. A mediodía volá bamos hacia el oeste a una velocidad todavía mayor que aquella con la que avanzá bamos durante la tormenta, pero tan largas eran las olas y tan rá pidamente se movían con nosotros que só lo pudimos remontar cinco o seis en toda una jornada. ¡Por los Ídolos Negros, qué largas eran! »Y así el cordel fue pasando de uno a otro de los dedos de Ouwenyis. Pero las nubes eran oscuras como el plomo en lo alto y el extrañ o mar muy denso alrededor del casco, y no sabíamos si la luz que se filtraba entre las nubes era la del sol o la de alguna luna má gica, y cuando avistamos las estrellas parecían extrañ as. Aun así la mano blanca del nó rdico aferraba el remo que servía de timó n, y tanto él como el hombrecillo de gris seguían mirando hacia delante. Pero el tercer día desde que iniciá ramos la travesía de aquella negra extensió n, el nó rdico rompió el silencio. Una sonrisa fría, terrible, contorsionó sus labios, y le oímos musitar: “La Costa Sombría”. Nada má s que eso. El hombrecillo de gris asintió , como si aquellas palabras encerrasen alguna magia portentosa. Cuatro veces oí las palabras en labios del nó rdico, por lo que me quedaron impresas en la memoria. »Los días se hicieron má s oscuros y fríos, y las nubes estaban cada vez má s bajas y amenazantes, como el tejado de una gran caverna. Y cuando el cordel estaba en el dedo índice de Ouwenyis, vimos una extensió n plomiza e inmó vil ante nosotros, que tenía el aspecto de las oleadas pero se alzaba por encima de ellas, y supimos que habíamos llegado a la Costa Sombría. »Aquella costa ascendió má s y má s, hasta que pudimos distinguir los altos peñ ascos de basalto, redondeados como las olas marinas y cuya superficie presentaba aquí y allá cantos rodados grises, blanqueados en algunos lugares como por excrementos de aves gigantescas…, aunque no vimos ningú n pá jaro, ni grande ni pequeñ o. Por encima de los acantilados se extendían las nubes oscuras, y por debajo había una franja de arena pá lida, y nada má s. Entonces el nó rdico hizo girar el timó n y nos dirigimos en línea recta hacia la costa, como si se propusiera nuestra destrucció n; pero en el ú ltimo momento pasamos a la distancia de un má stil ante un arrecife redondeado que apenas se alzaba por encima de las crestas del oleaje, y encontró un lugar donde atracar. Echamos el ancla y flotamos a salvo. »Entonces el nó rdico y el de gris, moviéndose como en un sueñ o, se aviaron con una cota de malla ligera y un casco, y tanto unas como otros estaban blancos de sal depositada en ellos por la espuma y el rocío de las olas durante la tormenta. Y cada uno se pendió la espada al costado y se cubrió con un gran manto negro; tomaron un poco de alimento y agua y nos hicieron desembarcar el botecillo auxiliar. Yo les llevé remando hasta la orilla y ellos saltaron a la playa y caminaron hacia los acantilados. Entonces, aunque estaba muy asustado, les grité: »—¿Adó nde vais? ¿Hemos de seguiros? ¿Qué hemos de hacer? »Durante algú n tiempo no obtuvimos respuesta. Luego, sin volver la cabeza, el hombrecillo de gris replicó en un susurro bajo y á spero, pero que podía oírse desde lejos: »—No nos sigá is. Somos hombres muertos. Volved si podéis. »Me estremecí e incliné la cabeza al oír estas palabras, y regresé remando a la embarcació n. Ouwenyis, Larlt y yo observamos có mo trepaban por los altos y redondeados riscos. Las dos figuras fueron haciéndose má s y má s pequeñ as, hasta que el nó rdico no fue má s que un escarabajo diminuto y delgado y su compañ ero de gris casi invisible, salvo cuando cruzaban un espacio blanqueado. Bajó entonces un viento de los riscos que se llevó las oleadas de la orilla y supimos que podíamos zarpar. Pero nos quedamos, pues, ¿no habíamos jurado ser esclavos para siempre? ¿Y no soy acaso un mingol? »A medida que oscurecía el viento iba haciéndose má s fuerte, y nuestro deseo de partir, aunque só lo fuera para ahogarnos en el mar desconocido, se hizo mayor, pues no nos gustaban los riscos basá lticos extrañ amente redondeados de la Costa Sombría; no nos gustaba la ausencia de gaviotas, halcones o aves de cualquier clase en el aire plomizo, ni algas en la orilla. Y los tres empezamos a atisbar algo que brillaba en lo alto de los acantilados. Sin embargo, aguardamos hasta la tercera hora de la noche para alzar el ancla y dejar atrá s la Costa Sombría. »Se entabló otra gran tormenta cuando llevá bamos varios días de navegació n, y quizá nos arrojó de nuevo a los mares que conocemos. Ouwenyis cayó al agua, arrastrado por una ola, Larlt se volvió loco de sed, y hacia el final yo mismo no sabía lo que estaba ocurriendo. Só lo sé que las olas me depositaron en la costa meridional, cerca de Quarmall, y que, tras muchas dificultades, he llegado a Lankhmar. Pero en sueñ os me acosan aquellos negros acantilados y tengo visiones de los huesos calcinados de mis amos, y sus crá neos sonrientes miran con sus cuencas sin ojos algo extrañ o y mortífero». Inconsciente de la fatiga que ponía sus mú sculos rígidos, el Ratonero Gris se arrastró má s allá de la ú ltima roca, encontró pequeñ os asideros y estribos en la juntura del granito y el basalto negro y, finalmente, se irguió en lo alto de los riscos redondeados que amurallaban la Costa Sombría. Sabía que Fafhrd estaba a su lado, una figura vaga y voluminosa enfundada en cota de malla y cubierta con un casco. Pero veía vagamente a su compañ ero, como a través de muchos espesores de cristal. Las ú nicas cosas que veía claramente, y le parecía que había estado contemplá ndolas durante una eternidad, eran dos ojos negros cavernosos, como tú neles, y má s allá de ellos algo desolado y fatídico que estuvo otrora en la orilla opuesta del Mar Exterior y que ahora estaba muy cerca. Así había sido desde que se levantó de la mesa de juego en la taberna de techo bajo en Lankhmar. Recordó vagamente a la gente del Cabo de la Tierra que les miraban perplejos, la espuma, el furor de la tormenta, la curva de la marejada en el mar negro y la expresió n de terror en el rostro de Ourph el mingol. También estos recuerdos le llegaban como a través de muchos espesores de cristal. Se daba cuenta nebulosamente de que él y su compañ ero estaban bajo una maldició n, y que ahora habían llegado al origen de la misma. El paisaje llano que se extendía ante ellos no presentaba signo alguno de vida. Delante, el basalto se hundía para formar una gran hondonada de arena negra, diminutas partículas de mineral de hierro. Medio empotrados en la arena se veían unos cuarenta objetos que al Ratonero Gris le parecieron cantos rodados negros como la tinta, de forma ovalada y de varios tamañ os. Pero su redondez era demasiado perfecta, su forma demasiado regular, y lentamente el Ratonero tuvo conciencia de que no eran piedras, sino monstruosos huevos negros, algunos de ellos pequeñ os y otros tan grandes que un hombre no podría haberlos rodeado con sus brazos; uno era tan grande como una tienda de campañ a. El Ratonero reconoció el crá neo provisto de un colmillo perteneciente a un jabalí, y otros dos crá neos má s pequeñ os, de lobos. Había un esqueleto de algú n gran felino depredador. Junto a él yacían los huesos de un caballo, y má s allá la caja torá cica de un hombre o un mono. Los huesos estaban desperdigados alrededor de los enormes huevos negros, formando un círculo blancuzco brillante. Desde algú n lugar una voz sin tono, pero clara y con acento de mando, rompió el silencio: —Para los guerreros, un sino de guerrero. El Ratonero conocía la voz, pues había resonado en sus oídos durante semanas, desde la primera vez que salió de labios de un hombrecillo pá lido con la frente prominente, que llevaba una tú nica negra y estaba sentado junto a él en una taberna de Lankhmar. Y una voz má s susurrante surgió en su interior y le dijo: «Siempre quiere repetir la experiencia pasada, la cual siempre ha estado a su favor». Entonces vio que lo que se extendía ante él no carecía totalmente de vida. Una especie de movimiento tenía lugar en la Costa Sombría. Se había abierto una grieta en uno de los grandes huevos negros y luego en otro, y las grietas se ramificaban, ampliá ndose a medida que los fragmentos de cá scara caían al suelo negro, arenoso. El Ratonero supo que esto sucedía como respuesta a la primera voz, la susurrante. Supo que aquel era el fin para el que la débil voz les había llamado desde el otro extremo del Mar Exterior. Incapaz de avanzar má s, observó paralizado el lento progreso de aquel nacimiento monstruoso. Bajo el cielo plomizo cada vez má s oscuro contempló có mo se abrían los huevos, en los que acechaban muertes gemelas para él y su compañ ero. El primer atisbo de su naturaleza llegó en forma de una larga garra en forma de espada que salió por una grieta, ensanchá ndola má s. Los fragmentos de cá scara cayeron con má s rapidez. Las dos criaturas que emergieron en la oscuridad eran increíblemente monstruosas, incluso para la mente embotada del Ratonero. Se trataba de unos seres de paso lerdo, erectos como hombres pero má s altos, con cabezas reptilianas, ó seas y provistas de unas crestas a modo de yelmos, los pies con garras como los de un lagarto, los hombros terminados en astas ó seas y los miembros delanteros rematados por una sola garra de una vara de largo. En la semipenumbra parecían atroces caricaturas de luchadores, provistos de armadura y espada. La oscuridad no ocultaba el color amarillo de sus ojos parpadeantes. Entonces la voz dijo de nuevo: «Para los guerreros, un sino de guerrero». Al oír estas palabras, la invisible tenaza que mantenía paralizado al Ratonero, desapareció . Por un instante creyó que estaba despertando de un sueñ o. Pero entonces vio que las criaturas recién nacidas corrían hacia ellos, y oyó que sus largos hocicos emitían un grito agudo y ansioso. Oyó a su lado el rá pido sonido crujiente que hizo Fafhrd al desenvainar su espada. Entonces el Ratonero desenfundó su acero, que un instante después golpeó una garra fuerte como el metal dirigida a su garganta. Al mismo tiempo, Fafhrd paraba un golpe similar del otro monstruo. Lo que siguió fue una pesadilla. Aquellas garras que eran como espadas repartían tajos y estocadas; no lo hacían tan rá pido que fuera imposible pararlas, aunque eran cuatro contra dos. Sus estocadas resbalaban contra la impenetrable armadura ó sea. De sú bito, ambas criaturas giraron y atacaron al Ratonero. Fafhrd le empujó , librá ndole de la acometida. Lentamente, los monstruos llevaron a los dos compañ eros al borde del acantilado. Parecían incansables criaturas de hueso y metal en lugar de carne. El Ratonero preveía el fin. É l y Fafhrd podrían tenerlos a raya un poco má s, pero al fin se apoderaría de ellos la fatiga, sus paradas serían má s lentas y débiles, y aquellas bestias les vencerían. Como anticipando este final, el Ratonero sintió que una garra le rozaba la muñ eca. Fue entonces cuando recordó los ojos oscuros, cavernosos, que les habían hecho cruzar el Mar Exterior, la voz que había derramado la condenació n sobre ellos. Se apoderó de él un furor extrañ o, salvaje…, no contra las bestias sino contra su amo. Le parecía ver los ojos negros y muertos mirá ndole desde la arena negra. Entonces perdió el dominio de sí mismo. Cuando los dos monstruos intentaron de nuevo atacar a Fafhrd, no se volvió para ayudarle, sino que los esquivó y corrió a la hondonada, hacia los huevos semienterrados. Solo ante los dos monstruos, Fafhrd luchó como un loco, y su gran espada silbaba mientras sus ú ltimos recursos de energía estremecían sus mú sculos. Apenas percibió que una de las bestias se volvía para perseguir a su camarada. El Ratonero estaba entre los huevos, ante uno de tono má s brillante y má s pequeñ o que la mayoría. Presa de un deseo de venganza, descargó contra él su espada. El golpe le dejó la mano entumecida, pero la cá scara se partió . Entonces el Ratonero conoció la fuente del mal que habitaba la Costa Sombría, que yacía allí y enviaba su espíritu a tierras lejanas, permanecía allí agazapado y llamaba a los hombres a su perdició n. Oyó tras él los pasos crujientes y el chirrido ansioso del monstruo elegido para su destrucció n, pero no se volvió , sino que alzó su espada y la descargó sobre la criatura semiembrió nica que se refocilaba en secreto con las criaturas a las que había convocado para morir, allá en la frente abultada del hombrecillo pá lido de finos labios. Entonces aguardó el golpe final de la garra, pero no llegó . Al volverse, vio que el monstruo estaba tendido sobre la arena negra. A su alrededor se desmoronaban los huevos mortíferos, convirtiéndose en polvo. Silueteado contra la débil luz del cielo, vio a Fafhrd que caminaba tambaleá ndose hacia él, sollozante y diciendo vagas palabras de alivio y asombro en una voz profunda y gangosa. La muerte había desaparecido de la Costa Sombría, la maldició n había sido cortada de raíz. Se oyó en la noche el grito exultante de una gaviota, y Fafhrd y el Ratonero pensaron en el largo camino sin hitos ni señ ales orientadoras, de regreso a Lankhmar. La Torre de los Lamentos El ruido no era fuerte, pero parecía llenar toda la vasta llanura, sobre la que se extendían las sombras del crepú sculo y el cielo có ncavo, con una pá lida luminosidad: era un lamento y un aullido tan débiles y monó tonos que podrían haber sido inaudibles si no fuera por su subida y descenso cadenciosos; un sonido antiguo, terrible, que de algú n modo armonizaba con el paisaje agreste, apenas poblado de á rboles, y el atuendo bá rbaro de los tres hombres que estaban abrigados en una pequeñ a depresió n del terreno, tendidos junto a un fuego moribundo. —Tal vez sean lobos —dijo Fafhrd—. Les he oído aullar así en el Yermo Frío, cuando me acosaban. Pero todo un océano nos separa del Yermo Frío y hay una diferencia entre los sonidos, Ratonero Gris. El Ratonero se arrebujó en su manto de lana gris. Entonces él y Fafhrd miraron al tercer hombre, que no había hablado. É ste vestía pobremente, su manto era harapiento y la vaina de su espada corta estaba raída. Tenía el rostro curtido, y los otros dos observaron con sorpresa su expresió n acongojada. Estaba temblando. —Has estado muchas veces en estas llanuras —le dijo Fafhrd, hablando el lenguaje gutural del guía—. Por eso te pedimos que nos mostraras el camino. Debes de conocer muy bien esta regió n. Las ú ltimas palabras tenían un matiz inquisitivo. El guía tragó saliva y asintió convulsamente. —He oído antes esos aullidos, pero no tan fuerte —dijo en un tono rá pido y vago—. No en esta época del añ o. Se sabe que algunos hombres han desaparecido, corren rumores. Dicen que los hombres los oyen en sueñ os y son atraídos… No es un buen sonido. —Ningú n lobo es bueno —comentó Fafhrd en tono de chanza. Aú n había suficiente luz para que el Ratonero viera la obstinada expresió n de desconfianza en el rostro del guía. —Jamá s he visto un lobo por estos parajes, ni hablado con alguien que hubiera matado a uno. —Hizo una pausa y luego siguió hablando con voz entrecortada—. Cuentan de una antigua torre en algú n lugar de estas llanuras. Dicen que allí el sonido es má s fuerte. No he visto tal torre, pero dicen… Se interrumpió con brusquedad. Ahora no temblaba y parecía ensimismado. El Ratonero trató de hacerle continuar formulá ndole algunas preguntas tentadoras, pero las respuestas fueron poco má s que ruidos, que ni afirmaban ni negaban nada. El fuego que brillaba entre las cenizas blancas se extinguió . Un ligero vientecillo agitó las escasas hierbas. El sonido había cesado, o acaso había penetrado hasta tal punto en sus mentes que ya no era audible. El Ratonero se asomó soñ oliento al encorvado horizonte del cuerpo de Fafhrd enfundado en su manto, y sus pensamientos se concentraron en tierras lejanas, en la ciudad de Lankhmar con sus numerosas tabernas, a leguas y má s leguas de distancia a través de tierras extrañ as y todo un océano sin registrar en las cartas de navegació n. La oscuridad sin límites iba cerniéndose sobre ellos. A la mañ ana siguiente el guía se había ido. Fafhrd se rió y no dio importancia a este hecho, mientras se desperezaba y aspiraba el aire fresco y claro. —¡Bah! Seguro que estas llanuras no eran de su agrado, por má s que afirmara haberlas cruzado siete veces. ¡Un hatajo de temores supersticiosos! Ya viste có mo se echó a temblar cuando los lobeznos empezaron a aullar. Juraría que ha huido con sus amigos, a los que dejamos en la costa. El Ratonero, que exploraba en vano el horizonte vacío, asintió sin convicció n. Se palpó la bolsa. Menos mal que no nos ha robado…, excepto las dos monedas de oro que le dimos para cerrar el trato. Fafhrd soltó una carcajada y golpeó a su amigo entre los omoplatos. El Ratonero le cogió de la muñ eca, se la torció hasta hacerle dar una voltereta y los dos lucharon en el suelo. Pronto el Ratonero quedó inmovilizado bajo el peso de su amigo. —Vamos —sonrió Fafhrd, levantá ndose—. No será la primera vez que viajamos solos por una regió n desconocida. Aquel día recorrieron un largo trecho. La elasticidad del cuerpo delgado pero fuerte del Ratonero le permitía mantenerse a la altura de las largas zancadas de Fafhrd. Hacia el anochecer, Fafhrd logró alcanzar con un disparo de su arco una especie de antílope pequeñ o, de cuernos delicadamente ondulados. Un poco antes habían encontrado un charco de agua limpia, y llenaron sus odres de piel. Cuando llegó la puesta del verano tardío, acamparon y comieron un asado de lomo en crujientes pedazos de grasa tostada. El Ratonero se limpió labios y dedos, y luego subió a un montecillo cercano para supervisar el camino que emprenderían al día siguiente. La neblina que había impedido la visió n durante el día había desaparecido, y su mirada podía abarcar hasta muy lejos en los prados ondulados, a través del aire fresco y vivificante. En aquel momento el camino hacia Lankhmar no parecía tan largo o tan fatigoso. Entonces su aguda mirada descubrió una irregularidad en el horizonte, hacia donde ellos se dirigían, y no había visto á rboles ni rocas en aquella regió n. Aquel obstá culo se alzaba anguloso y diminuto contra el cielo pá lido. Era una construcció n humana, una especie de torre. En aquel momento volvió a oírse el sonido. Parecía proceder de todas partes a la vez; como si el mismo cielo se quejara débilmente, como si el suelo ancho y só lido se lamentara con una voz lastimera. Esta vez era má s fuerte, y había en él una extrañ a confusió n de tristeza, amenaza y dolor. Fafhrd se puso en pie de un salto y empezó a agitar los brazos vivamente. El Ratonero le oyó gritar con una voz potente y jovial: —¡Venid aquí, lobeznos, venid a compartir nuestro fuego, chamuscaros los hocicos fríos! Enviaré a mis pá jaros con pico de bronce a saludaros, y mi amigo os enseñ ará có mo una piedra de honda puede zumbar como si fuera una abeja. Os enseñ aremos los misterios de la espada y el hacha. ¡Venid, lobeznos, y sed los invitados de Fafhrd y el Ratonero Gris! ¡Venid, lobeznos…, o los má s grandes de todos! La risotada con la que terminó este desafío ahogó el extrañ o sonido, el cual pareció tardar en reaparecer, como si la risa fuese má s fuerte que él. El Ratonero se sintió reconfortado y le contó despreocupadamente a su compañ ero lo que había visto, recordá ndole lo que había dicho el guía acerca del sonido y la torre. Fafhrd se echó a reír de nuevo y comentó : —Tal vez esos bichos tristes y peludos tienen ahí su madriguera. Mañ ana lo averiguaremos, puesto que vamos en esa direcció n. Me gustaría matar a un lobo. El hombretó n estaba de buen humor y no quería hablar con el Ratonero de cosas melancó licas. Se puso a entonar canciones y repetir viejos chistes de taberna, riendo entre dientes y afirmando que le hacían sentirse tan borracho como si bebiera vino. Se mantuvo en esta vena estruendosa de tal modo que el Ratonero no sabía si los extrañ os lamentos habían cesado, aunque le pareció oírlos una o dos veces. Desde luego, habían cesado cuando se arroparon para dormir bajo la luz de las estrellas. A la mañ ana siguiente, Fafhrd había desaparecido. Antes incluso de que el Ratonero le llamara y explorase el terreno circundante, sabía que sus temores absurdos, ridiculizados por él mismo, se habían convertido en certidumbres. Aú n podía ver la torre, aunque a la luz uniforme y amarillenta de la mañ ana parecía haber reculado, como si tratara de evadirle. Hasta le pareció ver una figura diminuta que se movía má s cerca de la torre que de él. Sabía que aquello era algo só lo imaginario, pues la distancia era demasiado grande. Sin embargo, dedicó el tiempo indispensable a comer un poco de carne fría, que aú n estaba sabrosa, envolver un poco má s y guardarla en su bolsa, y tomar un trago de agua. Luego se puso en marcha caminando a grandes zancadas, a un ritmo que, como bien sabía, no podría mantener durante horas. Al fondo de la siguiente hondonada en la llanura encontró un suelo algo má s blando, buscó de un lado a otro en busca de las huellas de Fafhrd y las encontró . Estaban muy espaciadas y correspondían a un hombre a la carrera. Mediaba el día cuando halló un charco de agua, y se tendió en el suelo para beber y descansar un poco. Un poco atrá s había visto de nuevo las huellas de Fafhrd, y ahora reparó en otras huellas impresas en la tierra blanda; no eran de Fafhrd, pero avanzaban aproximadamente paralelas a las suyas. Por lo menos estaban allí desde el día anterior, y también espaciadas, pero un tanto vacilantes. Por su tamañ o y forma podrían haber sido impresas por las sandalias del guía, pues el centro de la huella mostraba débilmente la marca de correas como las que llevaba alrededor del empeine. El Ratonero prosiguió tenazmente su camino. La bolsa, el manto enrollado, el odre de agua y las armas empezaban a pesarle. La torre estaba relativamente cerca, aunque la neblina del sol enmascaraba todos sus detalles. Calculó que había recorrido casi la mitad de la distancia. Las ligeras elevaciones sucesivas en el prado le parecían tan interminables como las de un sueñ o. Reparaba en ellas no tanto por la vista como por la pequeñ a molestia y la facilidad que daban a su andadura. Los pequeñ os grupos de arbustos bajos por medio de los cuales medía su avance eran todos iguales. Las hondonadas, poco frecuentes, no eran tan anchas que no pudiera salvarlas de un salto. En una ocasió n, una serpiente que estaba enroscada, tomando el sol sobre una roca, alzó su cabeza aplanada y le observó al pasar. De vez en cuando los saltamontes se apartaban zumbando de su camino. Corría con los pies cerca del suelo para conservar energía, pero su zancada era amplia y fuerte, pues estaba acostumbrado a igualar la del hombre má s alto. Las aletas de su nariz se ensanchaban, al aspirar y expeler el aire. Su boca tenía un rictus de determinació n y la mirada de sus ojos negros era fija y sombría. Sabía que, por mucho que se esforzara, tendría serias dificultades para igualar la velocidad del alto y musculoso Fafhrd. Las nubes avanzaban desde el norte, derramando grandes sombras sobre el paisaje, hasta que ocultaron por completo al sol. Ahora el Ratonero podía ver mejor la torre, cuyo color era oscuro, con manchas negras que podrían ser ventanas pequeñ as. Cuando se detuvo en lo alto de una elevació n del terreno para recobrar el aliento, oyó de nuevo el sonido. No lo esperaba y un estremecimiento recorrió su cuerpo. Tal vez las nubes bajas le daban mayor fuerza y una cualidad misteriosa, resonante. Puede que el hecho de hallarse solo le diera la impresió n de que el sonido era menos lastimero y má s amenazador. Pero sin duda alguna era má s fuerte, y sus ondulaciones rítmicas eran como grandes rá fagas de viento. El Ratonero había confiado en que llegaría a la torre cuando se pusiera el sol, pero la aparició n temprana de aquel sonido trastornó sus cá lculos y le hizo temer por la suerte de Fafhrd. Su juicio le decía que no podría recorrer el resto de la distancia a toda velocidad, y al instante tomó una decisió n. Ocultó su gran bolsa, el odre de agua, el manto enrollado, la espada y los demá s avíos entre unos arbustos, y se quedó só lo con su jubó n liviano, una daga larga y la honda. Así aligerado, siguió adelante, casi volando sobre el terreno. Las nubes bajas se oscurecieron y cayeron algunas gotas de lluvia. Mantenía la vista en el suelo, atento a las desigualdades y los lugares resbaladizos. El sonido pareció intensificarse y adquirir un nuevo timbre espectral a cada briosa zancada que daba el Ratonero. Lejos de la torre la llanura había estado desierta, vacía en su inmensidad, pero ahora era desolada. Construcciones de madera combadas o derruidas, cereales y hierbas domésticas que se habían vuelto agrestes y se extinguían, hileras de á rboles derribados, indicios de vallas, veredas y carriladas…, todo esto se combinaba para dar la impresió n de que en otro tiempo había habido allí vida humana, pero que había desaparecido muchos añ os antes. Só lo la gran torre de piedra, con su solidez obstinada y el sonido que salía, o daba la impresió n de salir de ella, parecía viva. El Ratonero, ya bastante cansado pero no exhausto, cambió ahora de direcció n y corrió en sentido oblicuo para aprovechar el refugio que le proporcionaba una estrecha hilera de á rboles y arbustos batidos por el viento. Tal precaució n era para él como una segunda naturaleza. Todos sus instintos clamaban contra la posibilidad de encontrarse con una jauría de lobos o perros en terreno abierto. Así oculto, rebasó la torre y la rodeó en parte, hasta llegar a la conclusió n de que era imposible llegar a la base sin revelar su presencia a quien pudiera estar vigilando tras las ventanas, pues la torre se alzaba solitaria, a cierta distancia de las ruinas que la rodeaban. El Ratonero se detuvo en el refugio proporcionado por una construcció n destartalada y blanqueada por la intemperie. Buscó de un modo automá tico a su alrededor hasta que encontró un par de piedras pequeñ as cuyo peso era apropiado para su honda. Su robusto pecho todavía funcionaba como un fuelle, aspirando aire. Entonces miró por un á ngulo de la torre y permaneció allí agazapado, con el ceñ o fruncido. No era tan alta como había pensado: tenía cinco pisos, seis a lo sumo. Las ventanas estrechas estaban situadas de modo irregular, y no daban ninguna idea clara de configuració n interna. Las piedras eran grandes y toscamente cortadas, y parecían encajadas con firmeza, salvo las de las almenas, que se habían desplazado un poco. Casi delante de él estaba el oscuro rectá ngulo de una entrada cuyo aspecto no tenía el menor detalle que permitiera hacerse una idea del interior. El Ratonero se dijo que no había necesidad de asaltar semejante lugar; no tenía sentido atacar un lugar en el que no había señ al alguna de defensores. No había forma de llegar a la torre sin ser visto. Un vigía en las almenas habría observado sus movimientos mucho antes. No le quedaba má s remedio que acercarse a pecho descubierto, atento a un ataque inesperado, y eso es lo que hizo. Antes de que hubiera cubierto la mitad de la distancia notó que se le tensaban los tendones. Estaba totalmente seguro de que le observaban de un modo algo má s que hostil. La carrera durante toda la jornada le había exaltado un poco y tenía los sentidos anormalmente despejados. Contra el interminable e hipnó tico fondo de los lamentos, oyó el ruido de las gotas de lluvia que caían separadas, sin formar aú n el chubasco. Percibió el tamañ o y la forma de cada piedra oscura alrededor de la entrada má s oscura todavía, y notó los olores característicos de la piedra, la madera y la tierra, pero ningú n olor animal. Por milésima vez trató de imaginar una posible fuente de aquel sonido. ¿Una docena de sabuesos en una caverna subterrá nea? Eso era plausible, pero no lo suficiente. Algo le eludía, y ahora las paredes oscuras estaban muy cerca y él forzó la vista para escudriñ ar la oscuridad. El remoto sonido chirriante podría no haber sido suficiente como advertencia, pues estaba casi en trance. Tal vez fue el aumento repentino y muy ligero de la oscuridad sobre su cabeza lo que sacudió las fibras tensas de sus mú sculos y le hizo lanzarse con la rapidez de un felino hacia la torre, instintivamente, sin mirar. Desde luego, no tenía un instante que perder, pues sintió que algo duro rozaba su cuerpo en huida y le tocaba levemente los talones. Una rá faga de viento se abatió sobre él desde atrá s, y la sacudida de un impacto poderoso le hizo tambalearse. Giró en redondo y vio que la entrada estaba semioscurecida por una gran piedra cuadrada que un momento antes formaba parte de las almenas. El Ratonero miró aquella especie de diente enorme en el suelo, sonrió por primera vez aquel día y soltó una carcajada de alivio. El silencio era profundo, sorprendente, y el Ratonero pensó que los misteriosos lamentos habían cesado por completo. Echó un vistazo al interior vacío, circular, y empezó a subir la escalera espiral de piedra adosada a la pared. Ahora su sonrisa era decidida, temeraria. En el primer nivel de la torre encontró a Fafhrd y, al cabo de un rato, al guía. Pero también descubrió un rompecabezas. Al igual que la estancia inferior, aquella ocupaba toda la circunferencia de la torre. La luz de las ventanas dispersas, estrechas como rendijas, revelaba vagamente los baú les alineados contra las paredes, hierbas secas, aves y pequeñ os mamíferos disecados, así como reptiles que colgaban del techo, todo lo cual sugería la tienda de un boticario. Había desperdicios por doquier, pero eran unos desperdicios limpios y parecían tener una tortuosa disposició n ló gica. Sobre una mesa había una mezcolanza de botellas y frascos taponados, almireces y manos de mortero, extrañ os instrumentos de cuero, cristal y hueso, y un brasero en el que ardían unos carbones. Había también un plato con huesos roídos y, a su lado un có dice de pergamino con encuadernació n de lató n, abierto y con una daga colocada entre las pá ginas. Fafhrd yacía boca arriba sobre un lecho de pieles atadas a un bajo armazó n de madera. Estaba pá lido y respiraba pesadamente; parecía como si estuviera drogado. No respondió cuando el Ratonero le agitó suavemente y susurró su nombre, ni tampoco cuando le sacudió con rudeza y le llamó a gritos. Pero lo que dejó perplejo al Ratonero fue la multitud de vendas de lino alrededor de los miembros, el pecho y la garganta de Fafhrd, pues no estaban manchadas y, cuando se las quitó , no vio ninguna herida debajo. Evidentemente, no eran ataduras. Y al lado de Fafhrd, tan cerca que su manaza tocaba la empuñ adura, estaba la gran espada de Fafhrd, sin desenvainar. Fue entonces cuando el Ratonero vio al guía, acurrucado en un rincó n oscuro detrá s del divá n. Estaba vendado de un modo similar, pero las vendas estaban rígidas, llenas de manchas herrumbrosas, y no era difícil ver que estaba muerto. El Ratonero trató nuevamente de despertar a Fafhrd, pero el rostro del hombretó n continuó inmó vil como una má scara de má rmol. Tenía la sensació n de que Fafhrd no estaba realmente allí, y experimentó miedo y có lera. Mientras permanecía allí, nervioso y perplejo, tuvo conciencia de unos pasos lentos que descendían por la escalera de piedra y que rodeaban poco a poco la torre. Oyó el sonido de una respiració n dificultosa, de boqueadas a intervalos regulares. El Ratonero se agazapó detrá s de las mesas, sus ojos fijos en el agujero negro del techo por el que se desvanecía la escalera. El hombre que apareció era viejo; de baja estatura y encorvado, ataviado con unas prendas tan andrajosas, rú sticas y de aspecto mohoso como el contenido de la habitació n. Era parcialmente calvo, con una marañ a de pelo gris y deslustrado alrededor de sus grandes orejas. Cuando el Ratonero se incorporó de un salto y le amenazó blandiendo una daga, el recién llegado no intentó huir, sino que entró en una especie de trance de temor, tembloroso, balbuceando sonidos gangosos y moviendo los brazos con ademá n amenazante. El Ratonero aplicó una gruesa vela al brasero y la dirigió hacia el rostro del viejo. Jamá s había visto unos ojos tan abiertos y llenos de terror —sobresalían como pequeñ as bolas blancas— ni unos labios tan delgados y crueles. Las primeras palabras inteligibles que pronunciaron aquellos labios fueron á speras y ahogadas, y la voz, la de un hombre que no ha hablado durante mucho tiempo. —¡Está s muerto! ¡Está s muerto! —cloqueó , señ alando al Ratonero con un dedo tembloroso —. No deberías estar aquí. Te he matado. ¿Por qué si no he mantenido la gran piedra astutamente equilibrada, de modo que un ligero toque la hiciera caer? Sabía que no habías venido atraído por el sonido, sino para hacerme dañ o y ayudar a tu amigo. Por eso te maté. Vi la piedra caer, te vi bajo la piedra. No es posible que hayas escapado. Está s muerto. Y avanzó tambaleá ndose hacia el Ratonero, palpá ndole con las puntas de los dedos, como si pudiera hacer que se desvaneciera como el humo. Pero sus manos tocaron carne só lida y, dando un alarido, retrocedió . El Ratonero le siguió , moviendo su daga de un modo sugerente. —Está s en lo cierto con respecto al motivo de mi llegada —le dijo—. Devuélveme a mi amigo. Haz que se levante. Para su sorpresa, el viejo no siguió retrocediendo, sino que se detuvo bruscamente. La mirada de terror en aquellos ojos que no parpadeaban sufrió un cambio sutil. El terror seguía allí, pero le acompañ aba algo má s. El asombro se desvaneció y otra cosa ocupó su lugar. Pasó por el lado del Ratonero y se sentó en un taburete, ante la mesa. —No te temo demasiado —murmuró , mirá ndole de soslayo—. Pero hay algunos a quienes temo mucho, y si te temo es só lo porque tratará s de impedirme que me proteja de ellos o tome las medidas que sin duda debo tomar. —Su tono se hizo quejumbroso—. No debes ponerme obstá culos, no debes hacerlo. El Ratonero frunció el ceñ o. La repulsiva mirada de terror —y de algo má s— que distorsionaba el rostro del viejo parecía algo permanente, y tuvo la sensació n de que las extrañ as palabras que decían eran ciertas. —Sea como fuere, debes despertar a mi amigo. El anciano no respondió a este requerimiento y, tras echar un rá pido vistazo al Ratonero, se quedó mirando la pared, moviendo la cabeza, y empezó a hablar. —No te temo, pero conozco las profundidades del temor, y tú no. ¿Has vivido solo con ese sonido durante añ os y añ os, sabiendo lo que significa? Yo sí. »Nací con el miedo, que estaba en los huesos y la sangre de mi madre, de mi padre y mis hermanos. Había demasiada magia y soledad aquí, en nuestro hogar, y en mi gente. Cuando era niñ o, todos me temían y me odiaban, hasta los esclavos y los grandes sabuesos que ante mí babeaban, gruñ ían y mordían. Pero mis temores eran má s fuertes que los suyos, pues, ¿no se extinguían uno tras otro de tal manera que ninguna sospecha recaía sobre mí hasta el final? Sabía que estaba solo contra muchos, y no corría riesgos. Cuando aquello empezaba, ellos siempre pensaban que yo sería el siguiente en ir. —Soltó una risa entrecortada al decir esto—. Creían que era pequeñ o, débil y estú pido. Pero ¿no murieron mis hermanos como si se hubieran estrangulado con sus propias manos? ¿No enfermó y languideció mi madre? ¿No dio mi padre un gran grito y saltó desde lo alto de la torre? »Los perros fueron los ú ltimos en irse. Eran los que má s me odiaban, incluso má s de lo que me odiaba mi padre, y el má s pequeñ o de ellos me habría desgarrado la garganta. Estaban hambrientos porque no había quedado nadie para alimentarlos. Pero yo los atraje al só tano profundo, fingiendo que huía de ellos; y cuando todos estuvieron dentro, me deslicé sigilosamente afuera y atranqué la puerta. Durante muchas noches aullaron y se lamentaron, pero yo sabía que estaba a salvo. Gradualmente los aullidos fueron decreciendo, a medida que se mataban entre ellos, pero los supervivientes pudieron sustentarse con los cuerpos de los muertos. Duraron largo tiempo. Al final quedó una sola voz que aullaba en un tono vengativo. Cada noche me iba a dormir diciéndome: “Mañ ana habrá silencio”, pero cada mañ ana me despertaba el lastimero aullido. Entonces, haciendo un esfuerzo, cogí una antorcha, bajé al só tano y atisbé a través de la mirilla de la puerta. Pero aunque miré durante largo tiempo, no vi ningú n movimiento, salvo el de las sombras oscilantes, y no vi nada má s que huesos blancos y jirones de piel. Y me dije que el sonido desaparecería pronto. Los delgados labios del viejo se contorsionaron en un rictus de congoja que hizo estremecerse al Ratonero. —Pero el sonido continuó , y al cabo de mucho tiempo empezó a intensificarse de nuevo. Supe entonces que mi astucia había sido inú til, pues había matado sus cuerpos, pero no sus fantasmas, y pronto recobrarían fuerza suficiente para volver y matarme, como siempre habían deseado. Por ello estudié con má s cuidado los libros de magia de mi padre y traté de destruir sus fantasmas o maldecirlos para que fueran a lugares tan alejados que jamá s podrían alcanzarme. Al principio pareció que tenía éxito, pero la balanza se inclinó y los aullidos empezaron a acosarme, cada vez má s pró ximos. A veces me parecía distinguir las voces de mi padre y mis hermanos, casi perdidas entre los aullidos. »Una noche en que debían de estar muy cerca, un viajero exhausto llegó corriendo a la torre. Había algo extrañ o en su mirada, y di las gracias al dios benefactor que lo había enviado a mi puerta, pues supe lo que tenía que hacer. Le di alimento y bebida, y en esta ú ltima eché un liquido que le sumió en el sueñ o e hizo que su espíritu abandonara el cuerpo. Ellos debieron de apoderarse de él y destruirlo, pues de improviso el hombre sufrió una hemorragia y murió . Pero eso les satisfizo algo, pues sus aullidos se alejaron mucho y transcurrió largo tiempo antes de que retornaran con todo su vigor. Desde entonces los dioses fueron generosos y siempre me enviaban un huésped antes de que el sonido se aproximara demasiado. Aprendí a vendar a quienes drogaba, a fin de que durasen má s y sus muertes satisfacieran má s plenamente a los espíritus aulladores. El anciano hizo una pausa, meneó la cabeza de un modo extrañ o y emitió un vago chasquido con la lengua, lleno de reproche. —Pero lo que me turba ahora —siguió diciendo—, es que se han vuelto má s codiciosos, o quizá s han comprendido mi artimañ a, pues cada vez es má s difícil satisfacerlos, me acucian de cerca y nunca se alejan demasiado. A veces me despierto en medio de la noche, les oigo husmear a mi alrededor y siento sus hocicos en mi garganta. Necesito má s hombres que luchen con ellos por mí, es preciso. Ese… —señ aló el cuerpo rígido del guía— no fue nada para ellos, le hicieron tan poco caso como si fuera un hueso mondo. Aquel —su dedo oscilante indicó a Fafhrd— es grande y fuerte. Podrá tenerlos a raya durante largo tiempo. La oscuridad en el exterior era ahora total, y la ú nica luz provenía de la vela chisporroteante. El Ratonero dirigió una mirada furibunda al anciano encaramado en el taburete, como un feo pá jaro desplumado. Miró entonces al yaciente Fafhrd, observó có mo subía y bajaba su amplio pecho, y vio la mandíbula fuerte y pá lida que sobresalía de los vendajes. Y ante aquella visió n, una ira terrible y una irritació n tremenda, ilimitada, se apoderaron de él y se lanzó contra el anciano. Pero en el mismo instante en que iba a descargar su daga volvió a oírse el sonido. Parecía rezumar de algú n pozo de oscuridad e inundar la torre y la llanura, de modo que las paredes vibraban y el polvo se desprendía de los animales disecados que colgaban del techo. El Ratonero detuvo la hoja de su daga a unos dedos de distancia de la garganta del viejo, el cual había echado la cabeza atrá s y la movía de un lado a otro, aterrado. El retorno del sonido planteaba necesariamente un interrogante: ¿podría alguien salvar ahora a Fafhrd excepto el anciano? El Ratonero se debatió entre las alternativas, apartó al viejo a un lado, se arrodilló al lado de Fafhrd, le agitó y le habló , pero no obtuvo respuesta. Entonces oyó la voz del anciano, temblorosa y semiahogada por el sonido, pero con una nota de confianza casi jactanciosa. —El cuerpo de tu amigo está en el borde entre la vida y la muerte. Si lo mueves bruscamente puede perder el equilibrio. Si le quitas los vendajes morirá con má s rapidez. No puedes ayudarle. —Entonces, como si pudiera leer la mente del Ratonero, añ adió —: No, no hay ningú n antídoto. —Y como si temiera disipar todas las esperanzas, comentó —: Pero no estará indefenso contra ellos. Es fuerte y su espíritu puede que lo sea también. Tal vez sea capaz de extenuarlos. Si vive hasta la medianoche puede regresar. El Ratonero se volvió y le miró . De nuevo el viejo pareció leer algo en los ojos implacables del Ratonero, pues le dijo: —Si me matas no satisfará s a esos que aú llan, no salvará s a tu amigo, sino que le condenará s. Si les estafas mi espíritu, destrozará n el suyo. El cuerpo enjuto del viejo se estremeció en un éxtasis de excitació n y terror. Le temblaban las manos, movía la cabeza adelante y atrá s como si sufriera un ataque. Era difícil interpretar nada en aquel rostro contorsionado, de ojos abiertos y redondos como platos. El Ratonero se incorporó lentamente. —Tal vez no —le dijo al anciano—. Es posible que, como dices, tu muerte le condene. — Habló lentamente y en un tono fuerte, mesurado—. Sin embargo, correré el riesgo de matarte ahora mismo a menos que me sugieras algo mejor. —Espera —dijo el viejo, apartando la daga del Ratonero con su mano de dedos afilados—. Espera. Hay una manera en la que podrías ayudarle. En algú n lugar de ahí afuera —su mano trazó un arco hacia arriba—, el espíritu de tu amigo está luchando con ellos. Me queda un poco de esa poció n y te la daré. Entonces podréis luchar juntos contra ellos. Pero has de ser rá pido. ¡Mira! ¡Ahora mismo está n atacá ndole! El anciano señ aló a Fafhrd. La venda que cubría el brazo izquierdo del bá rbaro ya no estaba impoluta, sino que había una mancha roja que iba extendiéndose en la muñ eca…, el lugar donde podría hacer presa un lebrel. Al ver aquello, el Ratonero sintió que se le revolvían las entrañ as. El viejo le estaba poniendo algo en la mano, y le decía: «Bebe esto, bébelo». El Ratonero bajó la vista. Se trataba de una pequeñ a redoma de cristal. El color pú rpura intenso del liquido era igual que el de un reguero seco que había visto en la comisura de la boca de Fafhrd. Como un hombre embrujado, quitó el tapó n, se llevó lentamente el recipiente a los labios y se detuvo. —¡Rá pido! ¡Rá pido! —le urgió el viejo, casi danzando de impaciencia—. La mitad es suficiente para llevarte junto a tu amigo. El tiempo apremia. ¡Bebe! ¡Bebe! Pero el Ratonero no bebía la poció n. Una nueva idea había cruzado de pronto por su mente, y miró al viejo por encima de su mano alzada. El anciano debió comprender al instante el significado de aquella mirada, pues cogió la daga colocada entre las paginas del libro y arremetió contra el Ratonero con una rapidez inesperada. Estuvo a punto de alcanzarle, pero el hombrecillo de gris reaccionó a tiempo y, con su mano libre, golpeó de costado la mano del viejo, de modo que la daga cayó al suelo. Entonces, con un movimiento rá pido y preciso, el Ratonero dejó la redoma sobre la mesa. El viejo corrió tras él y se apoderó del recipiente, con la intenció n de destruirlo, pero la presa de hierro del Ratonero se cerró alrededor de sus muñ ecas, obligá ndole a arrodillarse, con los brazos inmovilizados y la cabeza hacia atrá s. —Sí —dijo el Ratonero—. Beberé. Eso no me da miedo. Pero tú beberá s también. El viejo emitió un grito ahogado y se debatió convulsamente. —¡No, no! —exclamó —. ¡Má tame! ¡Má tame con tu cuchillo! ¡Pero la poció n no! ¡No me hagas beber! El Ratonero le inmovilizó los brazos, arrodillá ndose sobre ellos, y le levantó la mandíbula. De repente el viejo se quedó quieto y le miró , con una lucidez peculiar en sus ojos claros, de pupilas diminutas. —Es inú til —le dijo—. He intentado engañ arte, pues di a tu amigo todo lo que quedaba de la pó cima. Ese liquido de la redoma es veneno. Tendremos los dos una muerte horrible, y tu amigo estará irremediablemente condenado. Pero al ver que estas palabras no afectaban al Ratonero, empezó a luchar de nuevo como un maniaco. El otro hombre fue inexorable: aunque recibió una mordedura profunda en la base del pulgar, abrió a la fuerza las mandíbulas del viejo, le apretó la nariz y le hizo tragar el espeso liquido pú rpura. El rostro del anciano enrojeció y se le hincharon las venas. El ruido que hizo al tragar fue como un estertor de muerte. Entonces el Ratonero apuró el resto —era salado como la sangre y tenía un olor dulzó n repugnante—, y aguardó . Lo que había hecho le llenaba de revulsió n. Jamá s había infligido semejante terror a un ser humano, y pensó que habría preferido darle muerte. La mirada del viejo era grotescamente similar a la de un niñ o sometido a tortura, pero el Ratonero se dijo que aquel pobre desgraciado conocía el pleno significado de los aullidos que ahora sonaban amenazadores en sus oídos. Casi estuvo a punto de dejarle alcanzar la daga hacia la que tendía su mano temblorosa, pero pensó en Fafhrd y la sujetó con firmeza. Gradualmente la habitació n se llenó de niebla y empezó a oscilar y girar lentamente. El Ratonero empezó a sentirse aturdido. Era como si el sonido disolviera las paredes. Algo tiraba violentamente de su cuerpo y abría a la fuerza su mente. Hubo entonces una oscuridad profunda, estremecida por un pandemó nium de aullidos. Pero no se oía sonido alguno en la vasta llanura misteriosa que sucedió de sú bito a la oscuridad. Só lo veía y tenía la sensació n de un frío intenso. Una luz lunar que no tenía una fuente precisa ni estaba empañ ada por nube alguna revelaba interminables extensiones de roca negra y delimitaba el horizonte sin ningú n rasgo característico. Se daba cuenta de que había alguien a su lado y que trataba de esconderse tras él. Entonces observó a corta distancia una forma pá lida y supo instintivamente que era Fafhrd, alrededor del cual bullía una jauría de formas animales, oscuras como sombras, que saltaban y reculaban, acosando a la forma pá lida, sus ojos con un brillo como la luz lunar, pero má s intenso, y cuyos largos hocicos gruñ ían sin hacer ruido. El ser que estaba a su lado pareció encogerse má s cerca de él. Y entonces el Ratonero corrió hacia su amigo. La sombría jauría se volvió hacia él y se dispuso a resistir la acometida. Pero el animal que iba en cabeza pasó rozá ndole el hombro, y los restantes se dividieron y pasaron flotando junto a él como una negra y turbulenta corriente. Luego el Ratonero se dio cuenta de que la persona que había tratado de esconderse a sus espaldas ya no estaba allí. Se volvió y vio que las negras formas perseguían a otra forma pequeñ a y pá lida, la cual huía con rapidez, pero la celeridad de los animales era mayor. Le pareció ver unas figuras má s altas, con forma humana, entre la jauría. Lentamente fue disminuyendo su tamañ o y se hicieron diminutas y vagas, pero aun así el Ratonero siguió percibiendo el horrible odio y el temor que emanaba de ellas. Luego se desvaneció la luz lunar y só lo permaneció el frío, y al fin también éste se disipó y no quedó nada. Cuando el Ratonero despertó , el rostro de Fafhrd le miraba. —No te muevas, pequeñ o, no te muevas —le dijo—. No, no estoy malherido. Só lo tengo un desgarró n en una mano, nada importante; no es peor que lo tuyo. Pero el Ratonero meneó la cabeza con impaciencia y separó del divá n el hombro dolorido. La luz del sol penetraba a través de las estrechas ventanas, revelando el polvo que flotaba en la atmó sfera. Entonces vio el cuerpo del anciano. —Sí —dijo Fafhrd, mientras el Ratonero, debilitado, se recostaba—. Ahora sus temores han terminado. Han acabado con él. Debería odiarle, pero ¿quién puede odiar a un cuerpo tan desgarrado? Cuando llegué a la torre me dio el bebedizo. Algo funcionaba mal en mi cabeza y creí sus palabras. Me dijo que me convertiría en un dios. Tomé la pó cima y me sentí transportado a un yermo frío en el infierno. Pero ahora todo ha terminado y seguimos estando en Nehwon. El Ratonero contempló los animales inequívocamente muertos que colgaban del techo y se sintió contento. El reino hundido —¡Nací con la suerte por gemela! —rugió jovialmente Fafhrd, el nó rdico, incorporá ndose con tanta rapidez que la frá gil chalupa se balanceó un poco a pesar de los balancines—. Pesco un pez en medio del océano, le abro la panza, ¡y mira, pequeñ o, lo que encuentro! El Ratonero Gris se apartó de la mano ensangrentada que se abría casi en su cara, frunció la nariz con una mueca despectiva, alzó la ceja izquierda y escudriñ ó . El objeto no parecía demasiado pequeñ o, ni siquiera en la ancha palma de Fafhrd, y aunque un poco cubierto de babaza, se veía sin lugar a dudas que era de oro. Era a la vez un anillo y una llave, la cual estaba dispuesta en á ngulo recto, de modo que al usar el anillo quedase a lo largo del dedo. Tenía una especie de grabado. Instintivamente, al Ratonero Gris no le gustó el objeto. En cierto modo, en él se resumía la vaga intranquilidad que experimentaba desde hacía varios días. Para empezar, no le gustaba el inmenso océano salado, y só lo el temerario entusiasmo de Fafhrd y su propia añ oranza por la tierra de Lankhmar le habían impulsado a embarcarse en aquel largo viaje, ciertamente arriesgado, a través de profundidades inexploradas. No le gustaba el hecho de que un cardumen de peces hiciera hervir el agua a semejante distancia de la costa. Hasta el tiempo uniforme y calmo y los vientos favorables le molestaban, pues parecían indicar que ocultaban desgracias igualmente enormes, como las nubes cargadas de electricidad que se hinchan en el aire sereno. Un exceso de buena suerte era siempre peligroso. Y ahora el anillo, adquirido sin esfuerzo por un azar afortunado y sorprendente. Lo examinaron con má s detenimiento; Fafhrd le daba vueltas lentamente. El grabado del anillo, por lo que se podía descifrar, representaba un monstruo marino que hundía un barco. Sin embargo, era sumamente estilizado y tenía pocos detalles. Uno podría equivocarse. Lo que má s asombraba al Ratonero, puesto que había viajado a lugares lejanos y conocía gran parte del mundo, era que no reconocía el estilo. Pero el anillo resucitó en Fafhrd extrañ os recuerdos. Reminiscencias de ciertas leyendas contadas durante las largas noches nó rdicas a la lumbre vacilante del fuego hecho con madera arrojada a la playa por el mar, cuentos de grandes marinos y de incursiones lejanas realizadas en las épocas antiguas; atisbos a la luz del fuego de ciertas piezas del botín logrado por algú n ancestro sumamente lejano y considerado demasiado significativo por la tradició n como para venderlo o trocarlo o incluso regalarlo; advertencias vagamente amenazadoras utilizadas para asustar a los niñ os que se sentían inclinados a nadar o navegar mar adentro. Por un momento, se le nublaron los ojos verdes y la expresió n de su rostro torcido por el viento se volvió seria, pero só lo por un momento. —Has de admitir que es algo hermoso —dijo riendo—. ¿Qué puerta crees tú que abrirá ? Yo diría que la de la concubina de algú n rey. Es lo bastante grande como para caber en el dedo de un rey. Lo lanzó al aire, lo cogió y lo frotó contra la tela rú stica de su tú nica. —Yo no me lo pondría —dijo el Ratonero—. Probablemente el pez se lo tragó al comerse la mano de un ahogado y habrá absorbido el veneno del cieno marino. Arró jalo de nuevo al mar. —¿E intento sacar uno má s grande? —inquirió Fafhrd con una sonrisa sarcá stica—. No, me conformo con éste. —Se lo colocó en el dedo medio de la mano izquierda, cerró el puñ o y lo observó con ojo crítico—. También me servirá para atizar golpes —comentó . Entonces, al ver que un pez enorme saltaba del agua y casi se metía en la parte baja de popa, levantó el arco, colocó en la cuerda una flecha sin plumas, cuya cabeza llevaba pú as y contrapesos, y miró fijamente por encima de la borda, con un pie apoyado en el tolete. La flecha llevaba un sedal ligero y encerado. El Ratonero le observaba, no sin envidia. Fafhrd, aquel hombre grande y esbelto, parecía adquirir una delgadez y una seguridad de movimientos del todo nuevas cuando se hallaban a bordo de una embarcació n. Se volvía tan diestro como lo era el Ratonero en tierra. El Ratonero no era ningú n marinero de agua dulce y podía nadar tan bien como Fafhrd, pero siempre se sentía un tanto intranquilo cuando só lo había agua a la vista, un día sí y otro no, del mismo modo que Fafhrd estaba inquieto en las ciudades, aunque le gustasen las tabernas y las peleas callejeras. A bordo, el Ratonero se volvía cauto y aprensivo; se imponía como deber el vigilar que no hubiera fisuras, ni fuegos incontrolados, ni comida envenenada ni jarcias podridas. No aprobaba que Fafhrd ensayara constantemente nuevos aparejos y esperara hasta el ú ltimo momento para recoger las velas. Le molestaba un poco no poder calificarlo de audaz. Fafhrd siguió escudriñ ando las aguas agitadas y veloces. Llevaba el largo cabello cobrizo recogido detrá s de las orejas y atado firmemente. Vestía una tú nica rú stica de color marró n y calzones, y calzaba unas zapatillas ligeras de cuero, que podía quitarse fá cilmente. Por supuesto, no llevaba cinto, ni la espada larga ni las demá s armas, que estaban envueltas en una tela aceitada para evitar que se herrumbrasen. Tampoco llevaba joyas ni adornos, a excepció n del anillo. El Ratonero fijó la mirada en un punto lejano, donde las nubes se amontonaban un poco en el horizonte, má s allá de la proa, hacia estribor. Se preguntó , casi con alivio, si no sería el mal tiempo que les tocaba ya. Se cerró un poco má s la fina tú nica gris a la altura del cuello, y movió un poco la cañ a del timó n. El sol, que estaba a punto de ponerse, proyectaba su sombra agazapada contra la vela parduzca. El arco de Fafhrd produjo un sonido vibrante y la flecha cayó en picado. El sedal siseó dentro del carrete que sostenía en la mano con que había sostenido la flecha. Lo controló con el pulgar. El sedal se aflojó un poco y luego tironeó hacia popa. El pie de Fafhrd se deslizó por el tolete hasta que frenó contra el balancín, a unos tres brazos de la borda. Dejó que el otro pie se deslizara también y permaneció allí acostado, aferrado sin esfuerzo; el mar le bañ aba las piernas, mientras él manejaba cuidadosamente al pez, riendo y gruñ endo satisfecho. —¿Y có mo ha ido tu suerte esta vez? —inquirió má s tarde el Ratonero, mientras Fafhrd servía la carne blanca y tierna, ligeramente humeante, asada en la caja de fuego, dentro de la abrigada cabina de proa—. ¿Has conseguido un brazalete y un collar que hicieran juego con el anillo? Fafhrd sonrió burlonamente, con la boca llena, y no contestó , como si en el mundo no hubiera otra cosa que hacer má s que comer. Pero má s tarde, cuando se tendieron bajo la oscuridad estrellada cubierta de nubes, azotada por un viento fuerte que soplaba a estribor y que hacía avanzar la embarcació n a velocidad creciente, comenzó a hablar. —Creo que le llamaban el reino de Simorgya. Se hundió bajo el mar hace siglos. Pero incluso entonces, mi gente había realizado incursiones contra aquel reino, a pesar de que fuese un viaje largo y que el regreso a casa fuera demoledor. Mis recuerdos no son muy firmes. Só lo oí retazos de conversaciones sobre el tema cuando era niñ o. Pero vi unos cuantos dijes grabados de un modo parecido a este anillo; só lo unos pocos. Las leyendas decían, segú n creo, que los hombres de la lejana Simorgya eran magos poderosos, capaces de dominar el viento, las olas y las criaturas submarinas. Pero por eso mismo el mar se los tragó . Y ahora está n ahí. —Giró la mano hasta que el pulgar apuntó al fondo de la barca—. Segú n cuentan las leyendas, en verano, mi gente efectuó una incursió n contra ellos, y ninguna de las barcas regresó , salvo una, que volvió después de que hubiéramos perdido toda esperanza; sus tripulantes estaban medio muertos de sed. Nos dijeron que navegaron y navegaron, y que jamá s llegaron a Simorgya, ni avistaron nunca su costa rocosa y chata, ni sus torres con muchas ventanas. Só lo el mar desierto. El verano siguiente y el otro partieron má s barcas en busca de Simorgya, pero no lograron encontrarla. —En ese caso —inquirió el Ratonero agudamente—, ¿no estaremos quizá navegando encima de ese reino hundido? ¿No es posible que el pez que pescaste no haya entrado y salido a nado de esas torres? —¡Quién sabe! —repuso Fafhrd con aire soñ ador—. El océano es grande. Si estamos donde creemos que estamos, es decir, a mitad de camino rumbo a casa, es posible que así sea o quizá no. No sé si alguna vez existió de veras Simorgya. Los forjadores de leyendas son unos grandes mentirosos. De cualquier modo, es difícil que ese pescado fuera tan antiguo como para haberse comido la carne de un hombre de Simorgya. —No obstante, yo tiraría el anillo —sentenció el Ratonero con voz apagada, apenas audible. Fafhrd rió entre dientes. Su imaginació n había despertado, veía el legendario reino de Simorgya, pero no a oscuras y cubierto por grandes oleadas de cieno marino, sino como podía haber sido hace tiempo, activo gracias al comercio y la industria, fuerte gracias a la extrañ a hechicería. Entonces, la visió n cambió y vio una galera larga y estrecha, de veinte remos, como las que construía su pueblo, avanzando en un mar tormentoso. Un destello de oro y acero cubría al capitá n que estaba en la popa, y los mú sculos del timonel se tensaban mientras luchaba con el remo del timó n. Los rostros de los guerreros-remeros mostraban una jubilosa avidez, dominados por el deseo de saquear lo desconocido. La embarcació n toda era como la punta sedienta de una lanza. Se maravilló ante la intensidad de la visió n, y sintió que antiguos anhelos vibraban ligeramente en su carne. Palpó el anillo, acarició con el dedo el grabado del barco y el monstruo, y volvió a reír entre dientes. El Ratonero buscó en la cabina una vela ancha, de grueso pabilo, y la colocó en un pequeñ o fanal de hueso a prueba de vientos. Colgado de la popa, hacía retroceder un poco la oscuridad. Hasta medianoche le tocaba montar guardia al Ratonero. Al cabo de un rato, Fafhrd se quedó dormido. Despertó con la sensació n de que el tiempo había cambiado y era preciso trabajar con rapidez. El Ratonero le estaba llamando. La chalupa estaba escorada de tal modo que el balancín de estribor cabalgaba las crestas de las olas. El aire estaba cargado de un rocío helado y el fanal se balanceaba locamente. Só lo se veían estrellas a popa. El Ratonero colocó la chalupa proa al viento, y Fafhrd recogió la vela, mientras las olas martilleaban la proa; de vez en cuando alguna cresta ligera rompía sobre la chalupa. Cuando recuperaron el rumbo, Fafhrd no se unió inmediatamente al Ratonero, sino que se quedó cavilando, lo que hacía casi por primera vez. Se preguntaba si la chalupa soportaría un mar enfurecido. No era el tipo de embarcació n que habría construido en su tierra natal del norte, pero era la mejor que podía conseguirse en aquellas circunstancias. La había calafateado y embreado meticulosamente, había cambiado la madera de aspecto demasiado débil, había reemplazado la vela cuadrada por otra triangular, y aumentado un poco el peso de la proa. Para compensar la tendencia a volcar, había añ adido unos toletes detrá s del má stil hacia popa, y con la madera má s fuerte y resistente había construido los largos travesañ os, ablandá ndolos con vapor para darles la forma correcta. Sabía que era un trabajo bien realizado, pero eso no cambiaba el hecho de que la embarcació n tenía una estructura desmañ ada y muchas debilidades ocultas. Olisqueó el aire hú medo y salado y escudriñ ó a barlovento con los ojos entrecerrados, tratando de aquilatar el tiempo que haría. Advirtió que el Ratonero le decía algo y volvió la cabeza para escuchar. —¡Tira el anillo antes de que nos topemos con un huracá n! Sonrió e hizo un amplio ademá n que significaba que no haría tal cosa. Luego volvió a escudriñ ar el caos enloquecido y rielante de la oscuridad y las olas a barlovento. Los pensamientos sobre la chalupa y el tiempo desaparecieron, y se limitó a absorber la escena imponente y antigua, balanceá ndose para mantener el equilibrio, sintiendo cada movimiento de la embarcació n y, al mismo tiempo, intuyendo, casi como si estuviera emparentada con él, la fuerza sin dios de los elementos. Fue entonces cuando ocurrió algo que le arrebató la capacidad de reaccionar y lo mantuvo como paralizado por un hechizo. Del muro inmenso de la oscuridad surgió la proa con cabeza de dragó n de una galera. Divisó la madera negra de las bandas, la madera ligera de los remos, el resplandor del metal mojado. Se parecía tanto a la nave de sus sueñ os que se quedó mudo de asombro sin saber si se trataba de otra visió n, si había tenido un fugaz vislumbre clarividente, o si la había invocado a través de las profundidades de sus pensamientos. La nave se asomaba cada vez má s alto. El Ratonero gritó y tiró de la cañ a del timó n, haciendo un esfuerzo extremo que le arqueó el cuerpo. La chalupa se apartó del camino de la proa con cabeza de dragó n demasiado tarde. Fafhrd seguía mirá ndola fijamente, como si fuera una aparició n. No escuchó el grito de advertencia del Ratonero cuando la vela de la chalupa se hinchó por el otro lado y, después de atravesar la barca, volcó el agua acumulada. El golpe le alcanzó en la parte posterior de las rodillas y lo lanzó fuera, pero no al mar, porque sus pies toparon con el estrecho balancín y allí encontraron un precario equilibrio. En aquel momento, un remo de la galera cayó sobre él y Fafhrd se tambaleó de lado, aferrá ndose instintivamente a la pala mientras caía. El mar le azotó con violencia, pero siguió aferrado con todas sus fuerzas y comenzó a subir por el remo, pasando una mano sobre la otra. Tenía las piernas adormecidas y temió no poder nadar. Seguía hechizado por lo que veía. En aquel momento se olvidó del Ratonero y de la chalupa. Se libró de las olas voraces, llegó hasta la banda de la galera y se aferró a la chumacera. Luego miró atrá s y vio, con pasmo y sorpresa, que la popa de la chalupa desaparecía y que la cara gris del Ratonero, iluminada cuando el fanal osciló cerca de él, le miraba fijamente con desconcierto e impotencia. Lo que ocurrió después puso fin al hechizo que le tenía inmovilizado, fuera de la clase que fuere. Una mano cargada de acero le golpeó . Giró hacia un lado y aferró la muñ eca, luego se sujetó a la banda de la galera, metió el pie en la chumacera, encima del remo, y tiró . El hombre dejó caer el cuchillo demasiado tarde; agarrado a la banda, no logró sujetarse bien y fue arrastrado por la borda, escupiendo y cerrando las mandíbulas con un pá nico fú til. Fafhrd tomó instintivamente la ofensiva; de un salto se plantó sobre la bancada, la ú ltima de diez y media bajo la cubierta de popa. Sus ojos inquisitivos descubrieron una hilera de espadas; extrajo una, amenazando a las dos figuras sombrías que avanzaban de prisa hacia él: una desde las bancadas de proa, la otra desde la popa. Le atacaron con rapidez, pero en silencio, lo cual le resultó extrañ o. Las armas hú medas de rocío resplandecieron al entrechocar. Fafhrd luchó con cautela, manteniéndose en guardia por si recibía un golpe desde arriba, haciendo coincidir sus embates con el balanceo de la galera. Esquivó un golpe violento y paró un revés procedente de la misma arma. Una vaharada rancia de vino agriado le inundó la cara. Otro hombre sacó un remo de la chumacera y lo blandió como si fuera una lanza enorme; se interpuso entre Fafhrd y los dos espadachines, golpeando pesadamente la hilera de espadas. Fafhrd atisbó una cara como de rata, dentuda y de ojos pequeñ itos, que le espiaba desde la oscuridad má s profunda que había debajo de la popa. Uno de los espadachines arremetió contra él, enfurecido: resbaló y cayó . El otro cedió y luego recobró fuerzas para una nueva arremetida, pero se detuvo con la espada en el aire, mirando por encima de la cabeza de Fafhrd, como si se tratara de un nuevo adversario. La cresta de una ola enorme le golpeó en el pecho, dejá ndole sin sentido. Fafhrd sintió el peso del agua sobre sus hombros y se aferró de la popa. La cubierta se encontraba en una inclinació n peligrosa. El agua entraba a borbotones por las chumaceras de la otra banda. En medio de la confusió n, se dio cuenta de que la galera navegaba entre el seno de dos olas y empezaba a dar el costado al mar. No estaba construida para soportar semejante tensió n. Fafhrd saltó , apoyá ndose en una mano, pasó a la popa al tiempo que esquivaba otra ola que rompía, y sumó sus fuerzas a las del timonel que luchaba en solitario. Juntos empujaron con todas sus fuerzas el enorme remo que parecía estar sepultado en piedra en vez de agua. Pulgada a pulgada se esforzaron en abrirse paso por la estrecha cubierta. De todos modos, la galera estaba sentenciada. Algo —un momentá neo amainar del viento y de las olas, o quizá s un golpe de suerte del remero de proa— decidió la suerte. Lenta y laboriosamente, como una carraca anegada, la galera se irguió y comenzó a retroceder hasta recuperar el rumbo correcto. Fafhrd y el timonel hicieron un esfuerzo para mantener cada vara ganada. Só lo cuando la galera cabalgaba segura delante del viento se atrevieron a levantar la vista. Fafhrd vio dos espadas que le apuntaban, resueltas, al pecho. Calculó sus posibilidades y no se movió . No era fá cil creer que el fuego se hubiera mantenido a pesar de tanta agua; no obstante, uno de ellos llevaba una antorcha embreada y chisporroteante. A la luz de la antorcha, Fafhrd vio que eran nó rdicos, como él. Hombres grandes y enjutos, tan rubios que parecían carecer de cejas. Llevaban atavíos de guerra con incrustaciones de metal y unos yelmos de bronce bien ajustados. Sus expresiones quedaron congeladas a mitad de camino entre una sonrisa burlona y una mirada iracunda. Fafhrd volvió a oler un vaho de vino rancio y dejó vagar la mirada. Tres remeros achicaban el agua con un cubo y un sifó n manual. Alguien avanzaba a grandes zancadas hacia la popa; el jefe, si así podía deducirse por el oro y las joyas que lucía y su aire de seguridad. Subió veloz por la corta escalera; sus piernas eran á giles como las de un gato. Parecía má s joven que los demá s y sus facciones eran casi delicadas. El cabello rubio, fino y sedoso se aplastaba hú medamente contra sus mejillas. En sus labios apretados y sonrientes había una rapacidad felina, y sus ojos azules como joyas reflejaban una cierta locura. Fafhrd endureció el rostro cuando le inspeccionaron. Había algo que no dejaba de importunarle: ¿por qué, incluso en el fragor de la confusió n, no había oído gritos ni chillidos ni ó rdenes vociferantes? Desde que había subido a bordo, no se había pronunciado una sola palabra. El joven jefe pareció llegar a una conclusió n con respecto a Fafhrd, pues su fina sonrisa se amplió un poco, y el hombre se dirigió hacia la cubierta de remos. Entonces, Fafhrd rompió el silencio y dijo con una voz que sonaba forzada y ronca: —¿Qué intenciones tienes? No olvides tener en cuenta que he salvado tu barco. Se puso tenso y notó con cierta satisfacció n que el timonel permanecía junto a él, como si la tarea compartida hubiera forjado un vínculo entre los dos. La sonrisa desapareció del rostro del jefe. Se llevó un dedo a los labios y, con impaciencia, repitió su primer gesto. Esta vez, Fafhrd lo entendió . Tendría que reemplazar al remero que había arrojado por la borda. No pudo por menos que admitir que había cierta justicia iró nica en la idea. Se dio cuenta de que le aguardaría una muerte rá pida si se inclinaba por la lucha con tanta desventaja; y una muerte lenta, si saltaba por la borda con la loca esperanza de encontrar la chalupa en la oscuridad extrema. Los brazos que sostenían las espadas se tensaron. Asintió fríamente con la cabeza para mostrar su sumisió n. Por lo menos, aquellos hombres eran de los suyos. Al sentir el primer impacto pesado del agua rebelde contra la pala de su remo, una nueva sensació n se apoderó de Fafhrd…, una sensació n que no le resultaba desconocida. Tuvo la impresió n de convertirse en parte del barco, de compartir sus propó sitos, cualesquiera que éstos fuesen. Era el antiguo espíritu de la bancada. Cuando sus mú sculos se calentaron y sus nervios se acostumbraron al ritmo, empezó a lanzar miradas furtivas a los hombres que le rodeaban, como si los conociera de antes, tratando de penetrar y compartir la expresió n á vida e inmó vil de sus caras. Algo se acurrucaba entre un montó n de pliegues de tela raída que emergían de la pequeñ a cabina, en el fondo, debajo de la popa, y acercaba un recipiente de cuero a los labios del remero sentado en el lado opuesto. La criatura parecía absurdamente baja entre unos hombres tan altos. Cuando se volvió , Fafhrd reconoció los ojos pequeñ itos que había visto antes, y mientras se acercaba, debajo de la pesada capucha distinguió el rostro arrugado, ocre y taimado de un anciano mingol. —Con que eres tú —gruñ ó burlonamente el mingol—. Me gustó tu esgrima. Bebe mucho ahora, porque Lavas Laerk quizá decida sacrificarte a los dioses del mar antes del amanecer. Pero ten cuidado de no derramar nada. Fafhrd chupó á vidamente, tosió y escupió cuando un sorbo de vino fuerte le quemó la garganta. Al cabo de un momento, el mingol le arrebató el recipiente. —Ahora ya sabes que Lavas Laerk alimenta a sus remeros. Son pocas las tripulaciones de este mundo, o del otro, que reman gracias al vino. —Lanzó una risita humorística, no exenta de jú bilo y agregó —: Te está s preguntando por qué hablo en voz alta. Pues verá s, el joven Lavas Laerk podrá imponer el silencio a todos sus hombres, pero no puede hacer lo mismo conmigo, que soy só lo un esclavo. Porque me encargo del fuego, ya sabes tú con cuanto cuidado, y sirvo el vino y cocino la carne y recito conjuros por el bien del barco. Hay ciertas cosas que ni Lavas Laerk ni ningú n otro hombre, ni ningú n otro demonio, pueden exigirme. —Pero ¿qué tiene Lavas Laerk…? La mano coriá cea del mingol se cerró sobre la boca de Fafhrd y apagó la pregunta susurrada. —¡Calla! ¿En tan poco valoras tu vida? Recuerda que eres un secuaz de Lavas Laerk. Pero te diré lo que deberías saber. —Se sentó en el banco hú medo, junto a Fafhrd; parecía un manojo de trapos negros arrojado allí por alguien—. Lavas Laerk juró efectuar una incursió n en la lejana Simorgya, y se ha impuesto a sí mismo y a sus hombres un voto de silencio hasta que vean la costa. ¡Silencio! Ya sé que dicen que Simorgya está bajo las olas, o que nunca existió un lugar así. Pero Lavas Laerk hizo un juramente ante su madre, a la que odia má s que a sus amigos, e incluso mató a un hombre que se atrevió a cuestionar su decisió n. De modo que buscamos a Simorgya, aunque má s no sea para robar las perlas de las ostras y arrebatarle los peces. Inclínate y rema con má s facilidad durante unos momentos, y te diré un secreto que no es secreto y haré una profecía que no es profecía. — Se acercó má s y susurró —: Lavas Laerk odia a todos los hombres sobrios, porque cree, y con razó n, que só lo los borrachos pueden parecérsele un poco. Esta noche la tripulació n remará bien, aunque ya hace un día que no comen carne. Esta noche, el vino les hará atisbar al menos el fulgor de las visiones que ve Lavas Laerk. Pero mañ ana, só lo habrá espaldas doloridas, estó magos enfermos y crá neos trepanados por el dolor. Entonces, habrá un motín, y a Lavas Laerk no lo salvará ni siquiera su locura. Fafhrd se preguntó por qué temblaba el mingol, por qué tosía débilmente y producía un sonido gorgoteante. Tendió el brazo y un líquido caliente le empapó la mano desnuda. Lavas Laerk extrajo su puñ al del cuello del mingol y éste se deslizó por el banco y cayó de bruces. No se dijo una palabra, pero la certeza de que se había cometido un hecho abominable pasó de remero en remero a través de la tormentosa oscuridad, hasta que llegó al banco de proa. Gradualmente, comenzó entonces una especie de agitació n contenida, que aumentó de un modo notable a medida que se iba filtrando poco a poco una conciencia de la naturaleza especialmente infame del hecho: el asesinato del esclavo que cuidaba del fuego y cuyos poderes má gicos, aunque a menudo ridiculizados, se hallaban ligados al destino de la nave misma. Sin embargo, no se pronunciaron palabras inteligibles, sino gruñ idos y murmullos apagados; los remos raspaban las chumaceras al entrarlos y apoyarlos los marineros; se produjo un murmullo creciente en el que se entremezclaban la consternació n, el temor y la rabia, y que recorría la nave de proa a popa como una ola dentro de una bañ era. Atrapado a medias por ese murmullo, Fafhrd se preparó para saltar, aunque no sabía a ciencia cierta si saltaría sobre la figura inmó vil de Lavas Laerk o hacia la relativa seguridad de la cabina de popa. Sin duda, Lavas Laerk estaba sentenciado; o má s bien habría estado sentenciado si el timonel no hubiera gritado desde la popa con su vozarró n vacilante: —¡Tierra a la vista! ¡Simorgya! ¡Simorgya! Como una desgarrante mano esquelética, aquel grito salvaje se unió a la agitació n de la tripulació n y la condujo a unas cimas insoportables. Un tembloroso aliento contenido barrió la nave. Se oyeron entonces gritos de sorpresa, aullidos de miedo, maldiciones que eran medio plegarias. Dos remeros comenzaron a pelear sin má s motivo aparente que el hecho de que el repentino y doloroso estallido de sus emociones requería una acció n de algú n tipo, de cualquier tipo. Otro tiraba con furia de su remo, conminando al resto a que siguieran su ejemplo, para invertir el rumbo de la galera y huir. Fafhrd saltó por encima de su banco y miró al frente. La tierra surgía enorme como una montañ a y peligrosamente cerca. Una enorme mancha negra, vagamente delineada por la oscuridad menos intensa de la noche, oculta en parte por la bruma y las nubes vaporosas impulsadas rá pidamente por el viento, pero que, no obstante, mostraba en varios sitios y a diversas distancias cuadrados de tenue luz que, por su disposició n regular, no podían ser otra cosa que ventanas. Con cada latido frenético del corazó n, el rugido del oleaje y el tronar de la rompiente se hicieron má s fuertes. De repente se abalanzó sobre ellos. Fafhrd vio deslizarse junto a la nave un enorme peñ asco escarpado y saliente; pasó tan cerca que partió en dos el ú ltimo remo de la banda opuesta. Cuando la galera se elevó sobre una ola, espió aterrorizado a través de tres ventanas que había en el escarpado peñ asco —si es que se trataba de un peñ asco y no de una torre semisumergida— pero no vio nada, salvo una luminiscencia amarilla y fantasmal. Oyó entonces a Lavas Laerk que aullaba ó rdenes con voz ronca y estridente. Unos cuantos hombres remaban con desesperació n, pero ya era demasiado tarde para ello, aunque la galera parecía haberse metido detrá s de un muro protector de rocas donde las aguas eran ligeramente má s calmas. La quilla rascó el fondo produciendo un ruido terrible. Las cuadernas crujieron y se partieron. Una ú ltima ola los elevó y un estrépito enorme y rechinante hizo girar y tambalearse a varios hombres. Entonces la galera dejó de moverse y el ú nico sonido que se oía era el rugir de la rompiente, hasta que Lavas Laerk gritó , lleno de jú bilo: —¡Repartid el vino y las armas! ¡Preparaos para la incursió n! Las palabras parecieron increíbles en aquella situació n má s que peligrosa, con la galera destrozada sin remedio, destripada sobre las rocas. No obstante, los hombres se reagruparon, incluso parecieron contagiarse un poco de la avidez salvaje de su jefe, el cual les había probado que el mundo no era má s cuerdo que él. Fafhrd observó có mo sacaban de la cabina de popa una antorcha tras otra, hasta que toda la popa zozobrada fulguró llena de humo. Observó có mo se arrebataban los odres de vino y bebían de ellos; có mo sopesaban las espadas y los puñ ales repartidos, compará ndolos y hendiendo el aire para percibir su efecto. Entonces, algunos hombres le sujetaron y le empujaron hacia la hilera de espadas, diciéndole: —Vamos, pelirrojo, tú también has de llevar un arma. Fafhrd obedeció sin protestar, pero tenía la sensació n de que algo evitaría que armasen a alguien que hasta hacía poco había sido un enemigo. Y estaba en lo cierto, porque Lavas Laerk detuvo al lugarteniente que se disponía a darle a Fafhrd una espada, y miró con atenció n creciente la mano izquierda de Fafhrd. Sorprendido, Fafhrd la levantó , y Lavas Laerk gritó : —¡Apresadlo! —y en el mismo instante, arrancó algo del dedo anular de Fafhrd, el cual recordó entonces: era el anillo. —No puede haber duda sobre el artificio —dijo Lavas Laerk, escudriñ ando arteramente a Fafhrd; sus brillantes ojos azules daban la impresió n de estar desenfocados o ligeramente bizcos—. Este hombre es un espía de Simorgya, o tal vez un demonio simorgyano que adoptó la forma de nó rdico para acallar nuestras sospechas. Surgió del mar en medio de una terrible tormenta, ¿no es así? ¿Quién de vosotros ha visto una embarcació n? —Yo vi una —osó decir el timonel rá pidamente—. Una extrañ a chalupa con una vela triangular… Pero Lavas Laerk le obligó a callar con una mirada de soslayo. Fafhrd sintió en la espalda la punta de un puñ al y contuvo sus mú sculos tensos. —¿Le matamos? La pregunta provino de un lugar muy cercano, detrá s de la oreja de Fafhrd. Lavas Laerk sonrió con malicia hacia la oscuridad y se detuvo, como si estuviera escuchando el consejo de algú n espectro invisible de la tormenta. Entonces, sacudió la cabeza y dijo: —Que viva por ahora. Podrá mostrarnos dó nde está oculto el botín. Vigiladlo con las espadas desenvainadas. Tras esto todos abandonaron la galera, bajando por unas sogas que colgaban de la proa y caían sobre unas rocas que las olas cubrían y descubrían alternativamente. Algunos se echaron a reír y saltaron. Una antorcha se apagó con un siseo al caer al mar. Se oía infinidad de gritos. Alguien comenzó a cantar con una voz beoda que tenía un filo parecido al de un cuchillo herrumbrado. Lavas Laerk logró entonces ordenarlos de algú n modo e iniciaron la marcha; la mitad de ellos llevaban antorchas, unos cuantos continuaban acariciando los odres, resbalaban y caían, maldecían a las rocas y a los bá lanos afilados que les cortaban cuando caían, lanzaban amenazas exageradas a la oscuridad que les circundaba y en la que brillaban unas extrañ as ventanas. Atrá s había quedado la galera que yacía como un escarabajo muerto, con los remos que emergían oblicuamente por las portañ olas. Habían recorrido una corta distancia, y el sonido de la rompiente era menos atronador, cuando las luces de las antorchas revelaron un portal en un enorme muro de roca negra que podía haber sido o no un castillo, má s que un risco cavernoso. El portal era cuadrado y tenía la altura de un remo. Tres escalones de piedra gastada, cubiertos de arena hú meda, conducían hasta él. Con dificultad pudieron ver que en los pilares y en el pesado dintel de la parte superior, había unos grabados parcialmente destruidos por el cieno y unas incrustaciones de algú n tipo que, sin lugar a dudas, eran simorgyanas por su oscuro simbolismo. La tripulació n, que ahora observaba en silencio, se apiñ ó . La procesió n dispersa se convirtió en un nudo apretado. Lavas Laerk gritó entonces con tono burló n: —Simorgya, ¿dó nde está n tus guardias? ¿Dó nde está n tus hombres luchadores? Y a continuació n subió directamente los escalones de piedra. Después de un momento de incertidumbre, el nudo se deshizo y los hombres lo siguieron. Fafhrd se detuvo involuntariamente ante el umbral enorme, pasmado al comprobar la fuente de la tenue luz amarillenta que había divisado antes en las altas ventanas. Porque la luz estaba en todas partes: en el techo, en los muros, en el suelo legamoso; todo fulguraba con una fosforescencia fluctuante. Hasta los grabados brillaban. Una mezcla de espanto y repugnancia se apoderó de él. Pero los hombres que le rodeaban, le empujaban y le obligaban a avanzar. El vino y su jefe habían adormecido su discernimiento, y mientras bajaban a grandes zancadas por el largo corredor, no parecían haber reparado demasiado en la escena abismal. Al principio, algunos tenían preparadas sus armas, listos para hacer frente a una posible emboscada o correría, pero no tardaron en bajarlas negligentemente, e incluso siguieron bebiendo de los odres y haciendo bromas. Un corpulento remero, cuya barba rubia estaba manchada por el rocío amarillo dejado por el oleaje, entonó una saloma y los demá s se unieron a él, hasta que las hú medas paredes rugieron. Se internaron cada vez má s en la cueva o castillo, por el ancho y sinuoso corredor recubierto de fango. Fafhrd era impulsado como por una corriente. Cuando se movía con demasiada lentitud, los demá s le empujaban y aceleraba el paso, pero todo era involuntario. Só lo sus ojos obedecían a su voluntad; giraban de un costado a otro, absorbían los detalles con una curiosidad enorme: la interminable serie de grabados imprecisos, con sus monstruos marinos, figuras de malsana forma humana y rayas o mantas gigantes, ligeramente antropomó rficas, parecían adquirir vida y moverse a medida que la fosforescencia fluctuaba; un grupo de ventanas má s altas o de aberturas de algú n tipo, de las cuales pendían unas algas mucilaginosas; los charcos de agua aquí y allá ; el pez aú n vivo y boqueante que los demá s pisaban o apartaban de una patada; los racimos de conchas barbudas que colgaban de los rincones; la impresió n de que má s adelante había cosas que se escabullían apartá ndose del camino. Un pensamiento le martilleó el crá neo con una fuerza cada vez mayor: indudablemente, los demá s debían darse cuenta de dó nde estaban, debían saber que éste era el refugio de las criaturas má s secretas de las profundidades. Sí, sin duda debían saber que Simorgya se había hundido bajo el mar y que só lo había vuelto a surgir ayer, o hacía una hora. Pero seguían avanzando tras Lavas Laerk, y aú n cantaban y gritaban y bebían vino a grandes tragos, echando atrá s las cabezas y enarbolando los odres mientras caminaban. Fafhrd no podía hablar. Tenía los mú sculos de la espalda contraídos como si cargara ya sobre ellos el peso del mar. La ominosa presencia de la hundida Simorgya se tragaba y oprimía su mente. Recuerdos de las leyendas, pensamientos de los oscuros siglos durante los cuales la vida marina había penetrado lentamente, retorciéndose y nadando a través del laberinto de aposentos y corredores hasta que encontró un cubil en cada recoveco, en cada grieta, y Simorgya fue una sola junto con los misterios del océano. En una gruta profunda que se abría al corredor, logró divisar una gruesa mesa de piedra, detrá s de la cual había una enorme silla de piedra; y aunque no podía estar seguro, creyó que veía una forma de pulpo acurrucada en ella, como imitando a un ocupante humano; los tentá culos se enroscaban a la silla, los ojos no parpadeaban y miraban, brillantes. Poco a poco, la lumbre de las antorchas humeantes empalideció , a medida que la fosforescencia se acentuó má s. Y cuando los hombres dejaron de cantar, ya no se oía el sonido de las olas. Entonces, desde una curva pronunciada del corredor, Lavas Laerk profirió un grito triunfante. Los demá s se apresuraron y le siguieron, atropellá ndose, tambaleá ndose, gritando á vidamente. —¡Oh, Simorgya! —aulló Lavas Laerk—, ¡hemos encontrado tu sala del tesoro! La sala en la que desembocaba el corredor era cuadrada, y su techo era considerablemente má s bajo que el del corredor. Esparcidos aquí y allá , había unos cuantos cofres negros, saturados de humedad y fuertemente atados. El suelo que pisaban ahora estaba mucho má s sucio, los charcos de agua abundaban má s. La fosforescencia era má s intensa. El remero de barba rubia se adelantó de un salto al ver que los demá s titubeaban, y tiró de la tapa del cofre que tenía má s a mano. Se quedó con un trozo en la mano; la madera era blanda como el queso, y lo que parecía metal no era má s que un cieno negro y pegajoso. Volvió a aferrarlo y arrancó gran parte de la tapa, dejando al descubierto una capa de oro de un brillo apagado y unas gemas cubiertas de cieno. De la superficie enjoyada, se escurrió una criatura, parecida a un cangrejo, que huyó a través de un agujero que había en la parte trasera. Con un fuerte grito de codicia los demá s se abalanzaron sobre los cofres, tizoneando, arrancando e incluso golpeando con sus espadas la madera esponjosa. Dos hombres que entablaron una lucha para decidir cuá l de ellos debía abrir el cofre, cayeron sobre él haciéndolo pedazos, y continuaron luchando en medio de las joyas y la suciedad. Mientras ocurría todo esto, Lavas Laerk permaneció en el mismo lugar en el que había proferido su primer grito incitante. A Fafhrd, al que había olvidado y que estaba de pie, junto a Lavas Laerk, le pareció que éste se sentía perturbado por el hecho de que su bú squeda tocara a su fin, y tuvo la impresió n de que buscaba desesperadamente algo má s, algo má s que joyas y oro para saciar su loca obstinació n. Entonces notó que Lavas Laerk miraba fijamente alguna cosa, una puerta cuadrada, cubierta de lodo, pero en apariencia de oro, que se encontraba al otro lado de la sala, en la boca del corredor; la puerta llevaba grabado un monstruo marino extrañ o, ondulante, con forma de manto. Fafhrd oyó a Lavas Laerk reír guturalmente y le vio avanzar a grandes y seguros pasos hacia la puerta. Vio que Lavas Laerk llevaba algo en la mano, y se sorprendió al reconocer que se trataba del anillo que le había arrebatado; vio que Lavas Laerk empujaba la puerta sin que ésta se moviera, le vio manipular el anillo y meter la parte de la llave en la puerta dorada para hacerla girar después. Observó que la puerta cedía un poco cuando Lavas Laerk volvió a empujarla. Entonces comprendió —y tal comprensió n le llegó como el impacto de un muro rugiente de agua— que nada había ocurrido por casualidad, que todo, desde el momento en que su flecha atravesó al pez, había sido planeado por alguien o algo…, algo que quería que se abriera esa puerta, y girando sobre sus talones huyó corredor abajo como si una marejada le pisara los talones. Sin la lumbre de las antorchas, el corredor tenía un aspecto pá lido y furtivo, como una pesadilla. La fosforescencia parecía arrastrarse como llena de vida, revelando en cada concavidad unas criaturas que antes no había descubierto. Fafhrd tropezó , cayó cuan largo era, se levantó y siguió corriendo. Por má s que corriera a toda velocidad, parecía avanzar con lentitud, como en un mal sueñ o. Intentó fijar la vista al frente, pero por el rabillo del ojo seguía viendo con todo detalle lo que había descubierto antes: las algas que pendían, los grabados monstruosos, las conchas barbudas, los ojos del pulpo que miraban sombríamente. Notó sin sorprenderse que sus pies y su cuerpo brillaban en todos aquellos sitios en que el cieno lo había manchado o salpicado. En la omnipresente fosforescencia atisbó un pequeñ o cuadrado de oscuridad y fue hacia él a toda carrera. El cuadrado fue aumentando de tamañ o: era el portal de la caverna. Atravesó el umbral precipitadamente y vio la noche. Oyó que una voz gritaba su nombre. Era la voz del Ratonero Gris. Venía en direcció n contraria de la galera zozobrada. Corrió hacia ella atravesando salientes traicioneros. La luz de las estrellas, que ahora habían vuelto, le mostró que ante sus pies se abría un negro abismo. Saltó y aterrizó con un impacto tembloroso sobre otra superficie rocosa y salió corriendo sin caerse. Vio la punta de un má stil que surgía de la oscuridad y casi arrolló a la pequeñ a figura que se disponía a avanzar en la direcció n desde la cual él había huido. El Ratonero le aferró por el hombro, le arrastró hasta el borde y le empujó . Hendieron las aguas juntos y nadaron hasta la chalupa, anclada a sotavento, protegida por las rocas. El Ratonero comenzó a levantar el ancla pero Fafhrd cortó la cuerda con un cuchillo que le arrancó del cinturó n a su compañ ero y desplegó la vela con movimientos rá pidos y silbantes. Lentamente, la chalupa comenzó a moverse. Poco a poco, los rizos se transformaron en pequeñ as olas; las pequeñ as olas en olas vigorosas. Pasaron delante de un negro saliente rocoso, bordeado de espuma, y estuvieron en mar abierto. Fafhrd seguía sin hablar pero desplegó aú n má s las velas e hizo todo lo posible para conseguir que la chalupa castigada por la tormenta alcanzara má s velocidad. Rindiéndose al desconcierto, el Ratonero le ayudó . No hacía mucho que navegaban cuando cayó el golpe. El Ratonero, que miraba hacia popa, lanzó un ronco grito de incredulidad. La ola que les alcanzaba rá pidamente era má s alta que el má stil. Y algo succionaba la chalupa haciéndola retroceder. El Ratonero levantó los brazos para escudarse. Entonces, la chalupa comenzó a elevarse; subió y subió hasta que alcanzó la cima, perdió el equilibrio y cayó en picado sobre la banda opuesta. A la primera ola le siguió una segunda y una tercera, y una cuarta, todas casi igual de altas. Una embarcació n má s grande habría zozobrado sin duda. Finalmente, las olas dejaron paso a un caos agitado, espumoso e impredecible, en el que hicieron falta una pizca de fuerza y miles de decisiones rá pidas para mantener la chalupa a flote. Cuando llegó la pá lida aurora, habían recuperado el rumbo de regreso a casa; una pequeñ a vela improvisada suplantaba a la que se había roto durante la tormenta; ya habían achicado agua suficiente como para que la chalupa pudiera navegar satisfactoriamente. Como ofuscado, Fafhrd vigilaba a la espera de que llegase el amanecer; se sentía débil como una mujer. Oyó a medias al Ratonero cuando le refería fragmentariamente có mo había perdido el rastro de la galera en la tormenta, pero había seguido lo que adivinó que sería su rumbo general hasta que la tormenta amainó , y entonces divisó la extrañ a isla en la que tocó tierra, creyendo erró neamente que se trataba del puerto de origen de la galera. El Ratonero sacó entonces un vino amargo y no muy fuerte y un poco de pescado salado, pero Fafhrd los rechazó y dijo: —Hay una cosa que debo saber. En ningú n momento he mirado atrá s. Tú mirabas ansiosamente hacia algo que había detrá s de mí. ¿Qué era? El Ratonero se encogió de hombros. —No lo sé. La distancia era muy grande y la luz extrañ a. Lo que creo que vi era una tontería. Hubiera dado lo que fuese por encontrarme má s cerca. —Frunció el ceñ o, y volvió a encogerse de hombros—. Pues bien, lo que creo que vi fue una multitud de hombres vestidos con enormes capas negras; parecían nó rdicos que salían a toda carrera de una especie de abertura. Había algo extrañ o en ellos: la luz gracias a la cual podía verlos no parecía provenir de fuente alguna. Entonces, hicieron ondear las enormes capas negras a su alrededor como si estuvieran luchando con ellas o bailando una especie de danza…, ya te dije que era una tontería… Luego, se pusieron a gatas, se cubrieron con las capas y regresaron gateando al lugar del que habían salido. Y ahora dime que soy un mentiroso. Fafhrd sacudió la cabeza. —Só lo que no eran capas —dijo. El Ratonero comenzó a percibir que en todo aquello había mucho má s de lo que había logrado intuir. —¿Pues qué eran entonces? —inquirió . —No lo sé —repuso Fafhrd. —Entonces, ¿qué era ese lugar, quiero decir la isla que casi nos tragó cuando se hundió en el mar? —Symorgya —contestó Fafhrd, que levantó la cabeza y comenzó a sonreír con un brillo enloquecido en los ojos, de un modo tan cruel y frío que desconcertó al Ratonero—. Simorgya —repitió Fafhrd, y se acercó a la banda de la chalupa, lanzando una mirada iracunda al agua que corría rá pidamente—. Simorgya. Y ahora ha vuelto a hundirse. ¡Y que se quede allí para siempre hasta que se pudra en su propia corrupció n y se convierta en basura! Tembló espasmó dicamente ante la vehemencia del juramento, y luego se dejó caer en el interior de la chalupa. Hacia el este, en la superficie del agua, comenzó a verse una mancha rojiza. Los siete sacerdotes negros En el saliente cubierto de nieve que se estrechaba y desaparecía en una fría oscuridad apenas tocada por el alba, unos ojos rojos como lava en un rostro negro cual lava extinguida atisbaban el fondo del precipicio en la ladera de la montañ a. El corazó n del sacerdote negro le latía con violencia. Jamá s en su vida, ni en la de su padre sacerdote que le había precedido, habían llegado intrusos por el estrecho camino que conducía desde el Mar Exterior a través de las montañ as conocidas como los Huesos de los Antiguos. Jamá s en tres largos retornos del Añ o de los Monstruos, nunca en cuatro travesías del barco que iba a la Klesh tropical para conseguirles esposas, nadie excepto él y sus compañ eros sacerdotes habían recorrido el camino de abajo. Sin embargo, él lo había vigilado siempre fiel y cautelosamente, como si fuera la ruta de asalto nocturno de lanceros y arqueros blasfemos. Entonces llegó de nuevo a sus oídos —¡e inequívocamente!— el sonido de un cá ntico. A juzgar por el tono, el hombre que cantaba debía de tener el pecho de un oso. Como si se hubiera adiestrado todas las noches para aquello (y lo había hecho), el sacerdote negro puso a un lado su sombrero có nico, se quitó los zapatos forrados de piel y la tú nica, también forrada de piel, revelando su cuerpo de miembros flacos y vientre abultado. Retrocedió en la concavidad pétrea, seleccionó un leñ o delgado que ardía en una fogata bien protegida y lo colocó sobre un hoyo en la roca. La llama sin chispas reveló que el hoyo estaba lleno hasta cinco dedos del borde de una sustancia polvorienta que brillaba como joyas machacadas. Juzgó que transcurrirían unas treinta inspiraciones y espiraciones lentas de aire antes de que el leñ o hubiera ardido hasta la mitad. Regresó en silencio al borde de la concavidad, que tenía la altura de tres hombres altos — siete veces su propia altura por encima del saliente cubierto de nieve, y ahora, a lo lejos, en aquel mismo saliente, pudo distinguir vagamente una figura…, no, dos. Sacó un largo cuchillo que llevaba sujeto por el taparrabo, se agazapó , y colocó en posició n las manos y las puntas de los pies. Dirigió una plegaria a su dios extrañ o e improbable. En algú n lugar, por encima de él, el hielo o las rocas crujieron y emitieron leves chasquidos, como si la montañ a también flexionara sus mú sculos, prepará ndose para asestar un golpe asesino. —Cá ntanos la siguiente estrofa, Fafhrd —gritó alegremente el má s adelantado de los dos hombres que avanzaban por la nieve—. Has podido componerla en treinta pasos y nuestra aventura no nos llevó má s tiempo. ¿O acaso ese poético ulular de bú ho se ha paralizado al fin en tu garganta? El Ratonero sonrió mientras seguía su camino con aparente despreocupació n, la espada «Escalpelo» oscilando al costado. Arrebujado en el manto de cuello alto y la capucha grises, tenía ensombrecidos los rasgos de su rostro atezado, pero no podía ocultar una expresió n descarada. Las prendas de Fafhrd, rescatadas de su chalupa embarrancada en la costa helada, eran de lana y pieles. Un gran broche de oro sobre su pecho emitía débiles destellos, y una cinta de oro, que llevaba torcida, sujetaba su enmarañ ado cabello rojizo. Su rostro, de piel blanca, con grandes ojos verdes, tenía una expresió n serena, aunque el ceñ o fruncido revelaba que estaba sumido en sus pensamientos. Del hombro derecho sobresalía un arco, mientras que por encima del izquierdo brillaban los ojos de zafiro de una broncínea cabeza de dragó n, el pomo de una larga espada que llevaba colgada a la espalda. Dejó de fruncir el ceñ o y, como si alguna montañ a má s acogedora que la gélida por la que ahora viajaban le hubiera dado la voz, cantó : Laerk, llamado Lavas tenía rostro de daga y veintitrés partidarios; y a su veloz barco negro lo sepultaron las olas aunque era tan marinero; vana fue su agilidad cuando la magia y nosotros lo hicimos zozobrar. Ahora alimentan a los peces, con bocados excelentes, pero… La canció n se interrumpió , y el Ratonero Gris oyó el ruido apagado del cuero sobre la nieve. Giró sobre sus talones y, al ver a Fafhrd asomado al borde del precipicio, se preguntó por un momento si el enorme nó rdico, enloquecido por su propia canció n, había decidido ilustrar de un modo dramá tico el descenso de Lavas Laerk a las profundidades insondables. Un instante después, Fafhrd se aferró con los codos y las manos al margen del saledizo. Al mismo tiempo, una forma negra y brillante alcanzó el lugar que acababa él de abandonar con tal urgencia, cayó con los brazos doblados y los hombros encorvados, giró dando una voltereta y se abalanzó contra el Ratonero, con un cuchillo que brillaba como una esquirla de la luna, cuya hoja se hubiera hundido en el vientre del hombrecillo de gris si Fafhrd, apoyando todo su peso en un brazo, no hubiera cogido al atacante por un tobillo, haciéndole retroceder. El pequeñ o personaje de negro produjo un ruido bajo y horrible, como un silbido de serpiente, se volvió de nuevo y atacó a Fafhrd. Pero ahora el Ratonero salió al fin del asombro paralizante que, estaba seguro, no le habría atenazado en una regió n menos fría que aquella. Se lanzó contra el atacante negro, desviando su acometida —saltaron chispas cuando el arma golpeó la piedra a un dedo de distancia del brazo de Fafhrd—, y le hizo resbalar por el borde del saledizo, má s allá de Fafhrd. El individuo negro cayó y se perdió de vista tan silencioso como un murciélago. Fafhrd se inclinó sobre el abismo y concluyó el verso de su canció n: … pero el mejor bocado es él. —Silencio, Fafhrd —siseó el Ratonero, que escuchaba atentamente, agachado—. Creo que le he oído chocar contra el suelo. Fafhrd se sentó distraídamente. —No puedes haberlo oído si ese abismo es la mitad de profundo de lo que era la ú ltima vez que le vimos el fondo —aseguró a su compañ ero. —Pero ¿qué era? —inquirió el Ratonero con el ceñ o fruncido—. Parecía un hombre de Klesh. —Sí, con la jungla de Klesh tan lejos de aquí como la luna —le recordó Fafhrd riendo entre dientes—. Algú n ermitañ o ennegrecido por la helada, sin duda. Dicen que en estas colinas hay extrañ os seres emboscados. El Ratonero escudriñ ó el risco, de altura vertiginosa, y descubrió la concavidad cercana en la pared. —Me pregunto si habrá má s como él —dijo con inquietud. —Los locos suelen ir solos —aseguró Fafhrd, incorporá ndose—. Vamos, pequeñ o quejoso, será mejor que nos pongamos en camino si queremos tomar un desayuno caliente. Si son ciertos los relatos antiguos, deberíamos llegar al Yermo Frío hacia la salida del sol…, y allí por fin encontraremos un poco de leñ a. En aquel instante un gran resplandor surgió de la concavidad desde donde había saltado el pequeñ o atacante. Vibró y su color fue variando de violeta a verde, amarillo y rojo. —¿Qué es eso? —dijo Fafhrd, cuyo interés se había despertado por fin—. Los relatos antiguos no dicen nada de troneras en estas montañ as. Mira, Ratonero, he aquí algo que podría levantarte la moral. ¿Por qué no subes a esa loma y echas un vistazo, a ver de qué se trata…? —Oh, no —le interrumpió el Ratonero, tirando de él y recriminá ndose en silencio por haber empezado a hacer preguntas—. Quiero cocinar mi desayuno en unas llamas má s saludables, y ademá s, podría estar bastante lejos de aquí antes de que otros vean el resplandor. —Nadie lo verá , mi pequeñ o amigo al que atraen poco los misterios —dijo Fafhrd, riendo entre dientes, al tiempo que cedía a la urgencia de su amigo por alejarse de allí—. Mira, se está extinguiendo. Pero al menos otro ojo había visto el resplandor vibrá til, un ojo tan grande como el de un calamar y tan brillante como la Canícula. —¡Eh, Fafhrd! —gritó el Ratonero alegremente unas horas después, cuando ya había amanecido—. ¡Hay un presagio para calentar nuestros corazones helados! ¡Una colina verde nos hace guiñ os, a nosotros, hombres congelados, nos guiñ a alegremente un ojo, como una cortesana morena de Klesh, embadurnada de malaquita! —Y también es tan caliente como una cortesana de Klesh —añ adió el nó rdico, rodeando el borde del prominente risco pardo—, pues se ha fundido toda la nieve que debía cubrirla. Era cierto. Aunque en el lejano horizonte las nieves y el hielo del Yermo Frío tenían un brillo blanco y verde, la depresió n en forma de plato en primer término contenía un pequeñ o lago que no se había congelado, y mientras el aire a su alrededor era gélido, de modo que su aliento formaba nubecillas blancas al respirar, el saledizo pardo por el que caminaban carecía de nieve. En la orilla má s cercana de aquel lago se alzaba la colina a la que se había referido el Ratonero, el risco en el que un punto estrellado todavía reflejaba los rayos del sol que acababa de levantarse, cegá ndoles. —Bueno, es una colina —añ adió Fafhrd en voz baja—, y en todo caso, ya sea una cortesana de Klesh o una colina, tiene varias caras. Era una observació n acertada, pues los flancos verdes de la colina estaban formados por peñ ascos escarpados y lomos que la imaginació n podía convertir en caras monstruosas, con todos los ojos cerrados salvo el ú nico que centelleaba ante ellos. Los rostros se fundían hacia abajo como cera, formando grandes riachuelos pétreos…, ¿o podrían ser trompas de elefante?, que se sumergían en las aguas quietas, de apariencia á cida. Aquí y allá , entre el verde, había parches de roca rojo oscuro que podrían ser sangre, o bocas. El color de la cima no armonizaba en absoluto con el resto, y parecía estar formada por un má rmol rosá ceo como la carne. También la cumbre recordaba una cara, la de un ogro dormido. Estaba cruzada por una franja de roca de color rojo vivo, que bien podrían ser los labios del ogro. De una hendidura en la roca roja se alzaba un débil vapor. El aspecto de la colina no era só lo volcá nico, sino que parecía una excrecencia de algo má s salvaje, primigenio e impetuoso que nada de lo que conocían Fafhrd y el Ratonero, una excrecencia paralizada en el acto de invadir un mundo má s joven y débil, congelada pero eternamente vigilante, a la espera, ansiosa. Entonces desapareció la ilusió n…, o desaparecieron cuatro de las cinco caras y la quinta siguió fluctuando. La colina volvió a ser nada má s que una colina, un curioso monstruo volcá nico del Yermo Frío, una colina verde con un resplandor. Fafhrd exhaló un fuerte suspiro y observó la orilla má s apartada del lago. Tenía muchos altillos y estaba cubierta por una vegetació n oscura que se parecía desagradablemente a un pelaje. En un punto se alzaba de ella una gruesa columna rocosa, casi como un altar. Má s allá de los tupidos arbustos, moteados aquí y allá por otros de hojas rojas, se extendían el hielo y la nieve, só lo de trecho en trecho interrumpidos por grandes rocas y extrañ os grupos de á rboles enanos. Pero otra cosa ocupaba el primer plano en los pensamientos del Ratonero. —El ojo, Fafhrd. ¡El ojo alegre, destellante! —susurró , bajando la voz como si estuvieran en una calle llena de gente y algú n informador o ladró n rival pudiera oírles—. Só lo en otra ocasió n he visto semejante resplandor, y fue a la luz de la luna, en la cá mara del tesoro de un rey. En aquella ocasió n no pude hacerme con un diamante enorme, pues me lo impidió una serpiente guardiana. Maté al bicho, pero su silbido hizo que acudieran otros guardianes. »Pero esta vez só lo hay que trepar a una pequeñ a colina. Y si a esta distancia la gema brilla de ese modo, Fafhrd… —bajó la mano y apretó la pierna de su compañ ero en el punto sensible, encima de la rodilla, para recalcar sus palabras—, ¡imagina lo grande que es! El nó rdico frunció el ceñ o, tanto a causa del violento apretó n de su amigo como por sus dudas y recelos, pero de todos modos la codicia se reflejó en su mirada y aspiró hondo el aire helado. —Y nosotros, pobres merodeadores naufragados —continuó el Ratonero en tono arrobado —, podremos decir a los boquiabiertos y envidiosos ladrones de Lankhmar que no só lo hemos cruzado los Huesos de los Antiguos, sino que los hemos saqueado de paso. Y se puso a saltar alegremente por el corto saledizo que se fundía en la estrecha y rocosa depresió n al borde del lago que unía la montañ a mayor con la verde. Fafhrd le siguió má s lentamente, sin apartar la vista de la colina verde, esperando que sus superficies se convirtieran de nuevo en rostros o que se volvieran otra cosa. No sucedió nada, y se le ocurrió pensar que aquella elevació n podría deberse en parte a manos humanas, lo cual hacía menos improbable la idea de un ídolo con un ojo de diamante. En el extremo de la depresió n, justamente en la base de la colina verde, llegó al lado del Ratonero, el cual estudiaba una roca aplanada y oscura, llena de tajos de cuyo cará cter artificial se cercioró Fafhrd tras un breve vistazo. —¡Las ruinas de la tropical Klesh! —musitó el nó rdico—. ¿Qué pueden significar estos jeroglíficos tan lejos de su jungla? —Sin duda han sido cincelados por algú n eremita al que la helada ha vuelto negro y cuya locura le enseñ ó la lengua kléshica —observó sardó nicamente el Ratonero—. ¿O has olvidado ya al asaltante de anoche? Fafhrd meneó la cabeza, con gesto lacó nico, y juntos se pusieron a examinar las letras profundamente grabadas, utilizando el conocimiento que les había proporcionado el estudio de antiguos mapas de tesoros y el desciframiento de los mensajes en có digo que llevaban los espías a los que habían interceptado. —Los siete sacerdotes… —leyó trabajosamente Fafhrd. —… negros —concluyó el Ratonero—. Tienen que ver con esto, sean quienes sean. Y un dios, una bestia o un demonio… ese jeroglífico serpenteante puede significar cualquiera de las tres cosas, segú n el contexto, que no entiendo. Es una escritura muy antigua. Los siete sacerdotes negros son los servidores del jeroglífico serpenteante, o quienes le imponen su voluntad…, también en este caso el signo puede significar cualquiera de las dos cosas, o ambas. —Y durante tanto tiempo como dure el sacerdocio —siguió diciendo Fafhrd—, el dios- bestia-demonio reposará en paz…, o dormirá …, o permanecerá muerto…, o no se levantará … El Ratonero dio un brusco brinco y agitó los pies. —Esta roca está caliente —se quejó . Fafhrd comprendió , pues incluso a través de las gruesas suelas de morsa de sus botas empezaba a notar el calor poco natural. —Má s caliente que el suelo del infierno —observó el Ratonero, saltando sobre un pie y luego sobre el otro—. Bien, ¿qué hacemos ahora, Fafhrd? ¿Trepamos o no? Fafhrd le respondió con una risotada. —¡Eso lo has decidido tú hace mucho rato, pequeñ o! ¿Acaso fui yo quien empezó a hablar de diamantes enormes? Subieron, pues, eligiendo para la escalada el punto donde una trompa gigantesca, tentá culo o mentó n fundido sobresalía del granito. No fue una ascensió n fá cil, ni siquiera al principio, pues la piedra gris era lisa en todas partes y no mostraba marcas de cincel o hacha, lo cual restaba verosimilitud a la má s bien vaga teoría de Fafhrd de que aquella colina había sido formada en parte con intervenció n humana. Los dos amigos fueron ascendiendo con dificultad, exhalando nubes de vapor aunque la roca era incó modamente cá lida bajo sus manos. Tras una subida pulgada a pulgada por la superficie resbaladiza, con la ayuda de manos, pies, codos, rodillas e incluso el mentó n que se tostaba al contacto con la roca, se irguieron por fin en el labio inferior de una de las bocas de la colina verde. Parecía que allí debía terminar su ascenso, pues la gran mejilla de arriba era lisa e inclinada hacia afuera la longitud de una lanza por encima de ellos. Pero Fafhrd cogió de la espalda del Ratonero una cuerda que había servido para sujetar el má stil de su chalupa naufragada, hizo un lazo corredizo y la lanzó hacia arriba, donde sobresalía un robusto cuerno o antena. El lazo rodeó aquella proyecció n y quedó sujeto. Fafhrd probó la resistencia que tenía cargando en la cuerda todo su peso, y luego dirigió una mirada inquisitiva a su compañ ero. —¿Qué piensas hacer? —inquirió el Ratonero, aferrá ndose con querencia a la superficie de la roca—. Esta escalada empieza a parecerme una idiotez. —¿Pero qué me dices de la joya? —replicó Fafhrd en tono de chanza—. ¡Es muy grande, Ratonero, muy grande! —Probablemente es só lo un trozo de cuarzo —dijo el Ratonero con acritud—. He perdido el deseo que tenía de poseerla. —Pues a mí se me ha despertado un buen apetito. Y el nó rdico empezó a trepar por la cuerda, hacia la mejilla verde, silueteado contra la brillante luz del sol. Le parecía como si el lago inmó vil y la colina verde se balancearan, y no fuese él quien oscilaba. Descansó bajo el pá rpado monstruosamente hinchado, siguió trepando, encontró un buen estribo en el reborde que formaba el abultamiento del pá rpado y arrojó el extremo de la cuerda al Ratonero, que ya había quedado fuera de su campo de visió n. Al tercer intento, la cuerda no regresó , y Fafhrd se puso en cuclillas en el saledizo, afianzá ndose para asegurar la cuerda, la cual pronto quedó tensa en sus manos. En seguida el Ratonero trepó y estuvo en el reborde, a su lado. La alegría había vuelto a la faz del ladronzuelo, pero era una alegría frá gil, como si quisiera terminar en seguida con aquello. Avanzaron a lo largo del gran abultamiento del ojo, hasta llegar directamente debajo de la pupila imaginaria. Estaba bastante por encima de la cabeza de Fafhrd, pero el Ratonero se subió á gilmente a los hombros de su compañ ero y escudriñ ó . Sosteniéndose contra la pared verde, Fafhrd aguardaba con impaciencia. Le parecía como si el Ratonero no fuera a hablar nunca. —¿Y bien? —preguntó al fin, cuando el peso del Ratonero empezaba a lastimarle los hombros. —Sí, desde luego es un diamante. —Extrañ amente, el tono del Ratonero reflejaba poco interés—. Sí, es grande, apenas puedo abarcarlo con la mano, y está cortado como una esfera suave…, es una especie de ojo diamantino. Pero no sé có mo podría extraerlo, pues está empotrado muy profundamente. »¿Debería intentarlo? ¡No te muevas así, Fafhrd, o nos iremos abajo los dos! Creo que deberíamos llevá rnoslo, ya que hemos llegado tan lejos, pero no será fá cil. Con el cuchillo no puedo… ¡Sí que puedo! Creí que había roca alrededor de la gema, pero es una sustancia alquitranosa, viscosa. ¡Ya está ! Ahora bajo. Fafhrd tuvo un atisbo de algo suave, globular y deslumbrante con un círculo de una sustancia repulsiva, á spera y alquitranosa adherida a su alrededor. Entonces le pareció que algo le rozaba ligeramente el codo y bajó la vista. Por un momento tuvo la extrañ a sensació n de hallarse en la vaporosa y verde jungla de Klesh, pues, sobresaliendo de la piel marró n de su manto, había un pequeñ o dardo malignamente armado de pú as y untado con una sustancia tan negra y alquitranosa como la que desfiguraba el ojo de diamante. Al instante se tendió boca abajo en el saledizo, gritando al Ratonero que hiciera lo mismo. Entonces, con sumo cuidado, extrajo el dardo y descubrió aliviado que, si bien había rasgado el grueso cuero de su manto, debajo de la piel, no había tocado la carne. —Creo que le veo —dijo el Ratonero, que se había asomado cautamente por encima del saledizo resguardado—. Es un tipo pequeñ o, con una cerbatana muy larga, vestido con pieles y un sombrero có nico. Está agazapado ahí, en esos arbustos oscuros al otro lado del lago. Creo que es negro, como nuestro asaltante de anoche. Diría que es un kleshiano, a menos que se trate de uno de tus eremitas ennegrecidos por la helada. Ahora se lleva la cerbatana a los labios. ¡Cuidado! Un segundo dardo se estrelló contra la roca por encima de ellos y cayó cerca de la mano de Fafhrd, el cual la apartó bruscamente. Se oyó un sonido zumbante que terminó en un chasquido apagado. El Ratonero había decidido efectuar un disparo. No resulta fá cil lanzar un tiro de honda cuando uno está tendido boca abajo sobre un saledizo, pero el proyectil del Ratonero cayó entre los espesos arbustos cerca del atacante negro, el cual inmediatamente se agachó y desapareció de la vista. Era bastante fá cil decidir un plan de acció n, pues eran muy pocos los disponibles. Mientras el Ratonero barría los arbustos al otro lado del lago con disparos de honda, Fafhrd bajó por la cuerda. A pesar de la protecció n del Ratonero, rogó fervientemente que su manto fuese lo bastante grueso para protegerle. Sabía por experiencia que los dardos de Klesh tenían efectos desagradables. Oía a intervalos regulares el zumbido de la honda del Ratonero, animá ndole a seguir. Al llegar al pie de la colina verde, tensó su arco y gritó al Ratonero que estaba, a su vez, preparado para cubrirle la retirada. Escudriñ ó los montículos cubiertos de espesa vegetació n al otro lado del lago, y en dos ocasiones que vio movimiento disparó una flecha de su preciosa reserva de veinte. Pronto el Ratonero estuvo a su lado y los dos echaron a correr a lo largo del ardiente borde de la montañ a, hacia el lugar donde el hielo crípticamente antiguo brillaba con un color verde. A menudo miraban atrá s, a los matorrales del otro lado del lago salpicados aquí y allá con algunos rojos como la sangre, y una o dos veces creyeron ver movimiento en ellos, un movimiento que iba en su direcció n. Cada vez que sucedía esto, disparaban una flecha o una piedra, aunque no podían saber qué efecto conseguían. —Los siete sacerdotes negros… —musitó Fafhrd. —Los seis —le corrigió el Ratonero—. Anoche matamos a uno de ellos. —Bueno, los seis —concedió Fafhrd—. Parecen enfadados con nosotros. —¿Y por qué no habrían de estarlo? —preguntó el Ratonero—. Les hemos robado el ú nico ojo de su ídolo. Es un acto que molesta tremendamente a los sacerdotes. —Parecía tener má s de un solo ojo —dijo Fafhrd pensativo—. Si los hubiera abierto… —¡Gracias a Aarth que no lo hizo! —susurró el Ratonero—. ¡Cuidado con ese dardo! Fafhrd se arrojó al polvo —o má s bien a la roca— al instante, y el dardo negro pasó zumbando sobre el hielo que se extendía má s adelante. —Creo que está n irracionalmente enfadados —afirmó Fafhrd, poniéndose en pie. —Los sacerdotes siempre lo está n —dijo con filosofía el Ratonero, y se estremeció al ver la punta embadurnada de negro del dardo. —En cualquier caso, nos hemos librado de ellos —dijo Fafhrd con alivio, mientras corría con su amigo hacia el hielo. El Ratonero le dirigió una mirada sardó nica, pero él no se dio cuenta. Durante toda la jornada avanzaron rá pidamente por el hielo verde, buscando el camino del sur por medio del sol, que parecía estar apenas a unos dedos de distancia por encima del horizonte. Hacia el anochecer el Ratonero derribó dos aves á rticas de vuelo bajo con tres disparos de honda, mientras Fafhrd, capaz de ver a gran distancia, descubrió la boca de una cueva en un afloramiento rocoso, bajo una gran pendiente nevada. Afortunadamente, cerca de la entrada había un grupo de á rboles enanos, desarraigados y muertos por corrimientos de hielo, y pronto los dos aventureros masticaban la carne dura y compacta y contemplaban la pequeñ a fogata que ardía en la entrada de la cueva. —¡Adió s a todos los sacerdotes negros! —dijo Fafhrd, estirando sus largos brazos—. He ahí otro fastidio con el que hemos terminado. —Extendió una mano grande, de largos dedos—. Ratonero, déjame ver ese ojo de cristal que extrajiste de la colina verde. Sin hacer ningú n comentario, el Ratonero abrió su bolsa y ofreció a Fafhrd el brillante globo rodeado de alquitrá n. Fafhrd lo sostuvo entre sus manazas, mirá ndolo pensativo. La luz del fuego brillaba a su través y se extendía desde su superficie, iluminando la cueva con siniestros rayos rojizos. Fafhrd contempló la gema sin parpadear, hasta que el Ratonero tuvo conciencia del profundo silencio que se había hecho a su alrededor, roto tan só lo por el ligero pero frecuente crepitar del fuego y los fuertes pero infrecuentes crujidos del hielo en el exterior. Estaba muerto de cansancio, pero de algú n modo no tenía deseos de dormir. Al final Fafhrd habló con una voz poco natural. —La tierra sobre la que andamos estuvo en otro tiempo viva… Era una gran bestia caliente, que tenía aliento de fuego, vomitaba roca fundida. Su anhelo constante era escupir materia al rojo vivo a las estrellas. Esto sucedió antes de que existieran los hombres. —¿Qué dices? —inquirió el Ratonero, saliendo de su estado cercano al trance. —Ahora han venido los hombres y la tierra se ha echado a dormir —siguió diciendo Fafhrd con la misma voz hueca, sin mirar al Ratonero—. Pero en su sueñ o piensa en la vida y se agita, e intenta adoptar la forma de los hombres. —¿Qué está s diciendo, Fafhrd? —repitió inquieto el Ratonero. Pero su compañ ero le respondió con repentinos ronquidos. El Ratonero extrajo con cuidado la gema de entre los de dos de su amigo. El borde alquitranoso era blando y viscoso hasta un extremo repugnante, casi como si fuera una especie de tejido negro. El Ratonero volvió a guardarlo en su bolso. Transcurrió largo tiempo. Entonces el Ratonero tocó el hombro de su compañ ero, enfundado en el manto de piel. Fafhrd se despertó con un sobresalto. —¿Qué sucede, pequeñ o? —preguntó . —Es de día —respondió el Ratonero, indicando las cenizas del fuego y el cielo que iba iluminá ndose. Al salir de la cueva oyeron un ruido ligero, como un rugido apagado. Miraron por encima del borde nevado, hacia la cuesta, y vieron que descendía hacia ellos una enorme bola blanca que crecía de tamañ o incluso en el mismo instante breve en que la contemplaban. Fafhrd y el Ratonero apenas consiguieron regresar al interior de la caverna antes de que la tierra se estremeciera, el sonido se hiciera estruendoso y todo quedara momentá neamente a oscuras mientras la enorme bola de nieve pasaba atronando por encima de la cueva. Ambos olieron las frías y amargas cenizas del fuego extinguido, que arrojó a sus rostros el paso de la bola, y el Ratonero tosió . Fafhrd salió al instante de la cueva, tensó rá pidamente su arco y puso en él una flecha larga como su brazo. Escudriñ o cuesta arriba, y en la cima, diminutas como insectos má s allá de la mortífera punta de la flecha, había media docena de figuras con sombreros có nicos, claramente silueteadas contra la luz amarillo pú rpura del alba. También parecían atareadas como insectos, manejando rabiosamente una bola blanca tan alta como ellos. Fafhrd espiró a medias, se detuvo y sobó la flecha. Las diminutas figuras siguieron atareadas unos instantes con la gruesa bola, hasta que la má s cercana se levantó convulsamente y cayó sobre la bola, la cual empezó a rodar cuesta abajo, llevando consigo al sacerdote negro atravesado por la flecha y acumulando nieve en su descenso. Pronto el sacerdote quedó sepultado bajo la corteza de nieve cada vez má s gruesa, pero no sin que antes sus miembros bamboleantes hubieran cambiado el rumbo de la bola, de modo que se estrelló a una lanza de distancia con respecto a la entrada de la cueva. Cuando se extinguió el estrépito, el Ratonero se asomó cautamente. —He desviado la segunda avalancha —observó Fafhrd tranquilamente—. Pongá monos en marcha. El Ratonero se dispuso a rodear la colina, por un largo camino serpenteante que parecía traicionero a causa de la nieve y la roca resbaladiza, pero Fafhrd tuvo otra idea. —No, iremos directamente a la cima, donde sus bolas de nieve nos han abierto un camino. Son demasiado astutos para esperar que sigamos ese camino. Sin embargo, mantuvo una flecha colocada en el arco mientras subían por la cuesta rocosa y avanzaron con mucha cautela al aproximarse a la cima desierta. Un paisaje blanco, en el que estaban diseminados los puntos verdes del hielo, se extendía ante ellos, pero no vieron ninguna mancha oscura que se moviera por él, y tampoco había cerca de allí ningú n lugar apto para ocultarse. Fafhrd destensó su arco y se echó a reír. —Parece que han ahuecado el ala. Sin duda regresan a su montañ ita verde para calentarse. En cualquier caso, nos hemos librado de ellos. —Sí, igual que nos libramos ayer —comentó secamente el Ratonero—. La caída del asaltante no parece preocuparles lo má s mínimo, pero sin duda está n muertos de miedo porque has atravesado con una flecha a otro de ellos. —De todos modos, suponiendo que fueran efectivamente siete sacerdotes negros, ya no quedan má s que cinco. Y precedió a su amigo por el otro lado de la colina, dando grandes y temerarias zancadas. El Ratonero le siguió lentamente, haciendo oscilar una piedra en la cazoleta de su honda, mirando incansable en todas direcciones. Cuando llegaron a la nieve la escudriñ ó en busca de huellas, pero no había ninguna en toda la extensió n que abarcaba la mirada ni a un lado ni al otro. Una vez en el pie de la colina, Fafhrd le llevaba una delantera de un tiro de piedra, y para acortar la distancia el Ratonero apretó el paso, pero sin descuidar su vigilancia. Atrajo su atenció n un montículo de nieve que se alzaba delante de Fafhrd. Las sombras podrían haberle revelado si había alguien agazapado detrá s, pero la neblina pú rpura amarillenta ocultaba el sol, por lo que siguió vigilando el montículo al tiempo que apresuraba el paso. Llegó a la elevació n y vio que no había nadie detrá s casi en el mismo momento que llegaba a la altura de Fafhrd. El montículo estalló en una dispersió n de trozos de nieve apelmazada y apareció un hombrecillo negro de vientre voluminoso y colgante, el cual se lanzó contra Fafhrd con el brazo de ébano extendido y armado de un cuchillo dirigido al cuello del nó rdico. Casi al mismo tiempo, el Ratonero se lanzó hacia delante haciendo girar su honda. La piedra, todavía en la cazoleta de la honda, alcanzó al atacante en pleno rostro. El cuchillo erró el golpe por unas pulgadas, y el atacante cayó al suelo. Fafhrd miró a su alrededor con tibio interés. La herida en la frente del atacante era tan profunda que no había duda de que había traspasado el umbral de la muerte, pero el Ratonero se quedó mirá ndole durante largo tiempo. —Sí, es un hombre de Klesh —dijo en tono meditativo—, pero má s gordo, armado contra el frío. Es extrañ o que hayan venido hasta un lugar tan lejano para servir a su dios. Alzó la vista y, sin alzar el brazo, hizo girar velozmente su honda…, como haría un bravucó n en un lugar solitario a guisa de advertencia a los merodeadores. —Quedan cuatro —dijo, y Fafhrd asintió silenciosa y serenamente. Durante toda aquella jornada cruzaron el Yermo Frío, con la atenció n en vilo, pero sin que hubiera má s incidentes. Se entabló un viento helado y el Ratonero se cubrió boca y nariz con la capucha. Incluso Fafhrd, natural de tierras frías, se arrebujó cuanto pudo en su manto. Cuando el cielo adquiría una coloració n ocre oscuro e índigo, Fafhrd se detuvo de improviso, tensó el arco y disparó una flecha. Por un momento el Ratonero, que estaba un poco molesto por la actitud meditabunda de su camarada, pensó que el nó rdico disparaba a la nieve, pero ésta saltó , revelando cuatro pezuñ as grises, y el Ratonero se dio cuenta de que Fafhrd había derribado a un cuadrú pedo de pelaje blanco. Se lamió á vido los labios ateridos, mientras Fafhrd desangraba y destripaba con destreza el animal y se lo echaba al hombro. Un poco má s adelante había un afloramiento de roca negra. Fafhrd lo contempló un momento y luego extrajo una pequeñ a hacha que llevaba sujeta al cinto y golpeó cuidadosamente la roca con la parte superior del mango. El Ratonero recogió en su manto los fragmentos grandes y pequeñ os que se desprendieron. Podía palpar su untuosidad y ya se sentía caldeado por la mera idea de la magnífica llama que producirían. Má s allá de las rocas había un risco bajo en cuya base se abría la boca de una cueva ligeramente resguardada por una roca alta situada a unas dos longitudes de lanza. El Ratonero experimentó una deliciosa sensació n reconfortante mientras seguía a Fafhrd hacia el invitador orificio negro. Aterido por el frío, dolorido a causa de la fatiga y muerto de hambre, había temido que hubieran de pasar la noche a la intemperie y contentarse con los huesos de las aves que cenaron la noche anterior. Ahora, en un espacio de tiempo asombrosamente corto, habían encontrado alimento, combustible y abrigo. Todo tan maravillosamente conveniente… Y entonces, mientras Fafhrd rodeaba la roca protectora y caminaba hacia la boca de la cueva, una idea cruzó por la mente del Ratonero: todo aquello era demasiado conveniente. Sin pensarlo má s, dejó caer el carbó n y se abalanzó hacia su compañ ero, el cual cayó al suelo de bruces. Un dardo pasó zumbando por encima de su cabeza y produjo un débil chasquido al chocar con la roca. Sin pausa, el Ratonero corrió a la boca de la cueva, al tiempo que desenvainaba su espada «Escalpelo». Al entrar en la cueva, se ladeó un poco a la izquierda, luego de sú bito a la derecha y se pegó a la pared rocosa, azotando la oscuridad con su espada mientras trataba de adaptar la vista a la negrura. Frente a él, al otro lado de la entrada, la cueva se doblaba formando un codo, y el Ratonero vio con sorpresa que su extremo no estaba a oscuras, sino débilmente iluminado por una luz pulsá til que no parecía la del fuego ni la del crepú sculo exterior. En todo caso, se parecía al brillo antinatural que habían visto allá en los Huesos de los Antiguos. Pero antinatural o no, tenía la ventaja de siluetear al antagonista del Ratonero. El individuo, que estaba en cuclillas, parecía sujetar algo que era má s bien un cuchillo curvo que una cerbatana. Cuando el Ratonero saltó hacia él, se escabulló a lo largo del codo y dobló la esquina de donde salía el brillo pulsá til. El asombro del Ratonero fue en aumento, pues ahora no só lo percibía un calor creciente a medida que avanzaba, sino también humedad en el aire. Dobló la esquina. El sacerdote negro, que se había detenido algo má s allá , le atacó , pero el Ratonero estaba preparado para esto y «Escalpelo» alcanzó a su adversario limpiamente en el pecho, en su mismo centro, traspasá ndole mientras el cuchillo curvo golpeaba inú tilmente el aire vaporoso. Por un instante el sacerdote faná tico intentó avanzar a lo largo de la delgada hoja, hasta acercarse lo suficiente al Ratonero para golpearle, pero en seguida el atroz resplandor se extinguió en sus ojos y se desplomó , mientras el Ratonero extraía la hoja con repugnancia. El herido retrocedió tambaleá ndose hacia el brillo vaporoso, y el Ratonero pudo ver que éste procedía de un pequeñ o hoyo a escasa distancia. Gimiendo y vomitando sangre, el negro se deslizó por el hoyo y desapareció . Se oyó el ruido de un cuerpo al chocar con rocas, una pausa, un débil chapoteo y luego nada en absoluto, excepto el suave y distante burbujeo, el hervor que, como pudo ver el Ratonero, salía constantemente de aquel agujero…, hasta que llegó Fafhrd, tardíamente y pisando fuerte. —Só lo quedan tres —le informó tranquilamente el Ratonero—. El cuarto se está cociendo en el fondo de ese pozo. Pero esta noche deseo una cena a base de asado, no de cocido, y ademá s, no tengo un tenedor lo bastante largo, así que ve a buscar las piedras que he dejado caer. Fafhrd puso objeciones al principio, mirando casi con superstició n el hoyo por donde salía el vapor, e instó a su compañ ero para ir en busca de otro alojamiento. Pero el Ratonero arguyó que pasar la noche en la cueva ahora vacía y fá cilmente explotable era mucho mejor que arriesgarse a una emboscada en la oscuridad exterior. Para alivio del Ratonero, Fafhrd accedió tras haberse asomado al pozo en busca de posibles asideros que pudieran ayudar a un atacante vivo o cocido. El hombrecillo no deseaba abandonar aquel lugar agradablemente humeante. Hicieron una fogata contra la pared externa de la cueva y cerca de la entrada, de modo que nadie pudiera entrar sin que las llamas revelaran su presencia. Tras haber dado cuenta del hígado asado y unos cuantos pedazos de carne dura y chamuscada, y arrojado los huesos al fuego, donde chisporrotearon alegremente, Fafhrd se apoyó en la pared rocosa y le pidió al Ratonero que le dejara ver el ojo de diamante. El Ratonero accedió a regañ adientes, experimentando de nuevo repugnancia por el círculo alquitranoso que rodeaba a la piedra de brillo gélido. Tenía la sensació n de que Fafhrd iba a hacer algo desacertado con la piedra, aunque no sabía qué. Pero el nó rdico se limitó a mirarla un momento, casi perplejo, y luego se la guardó en su bolsa. El Ratonero empezó a objetar, pero Fafhrd le replicó secamente que era su propiedad comú n. Al hombrecillo de gris no le quedó má s remedio que estar de acuerdo. Habían decidido montar guardia por turnos, Fafhrd el primero. El Ratonero se cubrió con su manto y apoyó la cabeza en una almohada formada por la bolsa y la capucha dobladas. El fuego de carbó n llameaba y el extrañ o brillo del pozo latía débilmente. El Ratonero encontraba decididamente agradable hallarse entre el calor seco del primero y la hú meda tibieza del ú ltimo, ambos especiados por el gélido aire exterior. Observaba el juego de las sombras con los ojos entrecerrados. Fafhrd estaba sentado entre el Ratonero y las llamas, tenía los ojos bien abiertos, alerta, y su voluminosa figura era tranquilizadora. El ú ltimo pensamiento del Ratonero antes de dormirse fue que estaba bastante contento de que Fafhrd tuviera el diamante, pues así su almohada era mucho menos irregular. Se despertó al oír una extrañ a voz suave. Vio que el fuego había menguado y, por un momento aterrador, pensó que un extrañ o había penetrado de algú n modo en la cueva, quizá musitando unas palabras hipnó ticas para hacer dormir a su compañ ero. Entonces se dio cuenta de que la voz era la misma que había utilizado Fafhrd la noche anterior, y que el nó rdico contemplaba el ojo de diamante como si en la brillante superficie se sucedieran visiones ilimitadas, y lo mecía lentamente de un lado a otro. Aquel movimiento hacía que los rayos resplandecientes de la gema sincronizaran con el resplandor pulsá til de un modo que al Ratonero no le gustó . —La sangre de Nehwon —murmuraba Fafhrd, en un tono que era casi un cá ntico— todavía late fuertemente bajo su arrugada piel de roca, y de las heridas en las montañ as todavía brota cá lida y pura. Pero necesita sangre de héroes antes de que pueda adoptar la forma de los hombres. El Ratonero se levantó , cogió a Fafhrd por el hombro y le agitó suavemente. —Aquellos que adoran realmente a Nehwon —siguió diciendo Fafhrd en trance, como si nada ocurriera—, vigilan las heridas de sus montañ as, aguardan y rezan por el gran día del cumplimiento, cuando Nehwon despierte de nuevo, esta vez en forma humana, y se libre del veneno llamado hombres. El Ratonero le agitó con violencia y Fafhrd se despertó sobresaltado…, pero afirmó que había estado despierto todo el tiempo y que el Ratonero había sufrido una pesadilla. Se rió de las protestas de su amigo y negó rotundamente que hubiese hablado. Tampoco quiso entregarle el diamante, que guardó en el fondo de su bolsa, bostezó por dos veces y se quedó dormido mientras el Ratonero seguía reconviniéndole. La guardia del Ratonero no fue agradable. En lugar de su confianza anterior en aquel escondrijo rocoso, ahora percibía el peligro en todas las direcciones y escudriñ aba con tanta frecuencia el pozo vaporoso como la entrada negra má s allá de los carbones ardientes, entreteniéndose con vívidas imá genes de un sacerdote cocido que de alguna manera lograba llegar contorsioná ndose hasta él. Entretanto, la parte má s ló gica de su mente se ocupaba en la teoría inquietante y plausible de que la capa cá lida má s interna de Nehwon estaba realmente celosa del hombre, y que la colina verde era uno de aquellos lugares donde el interior de Nehwon trataba de librarse de su jubó n rocoso y convertirse en invencibles gigantes de piedra viva con forma humana. Los sacerdotes negros kleshitas serían adoradores de Nehwon deseosos de la destrucció n de todos los demá s hombres. Y el ojo de diamante, lejos de ser un botín valioso e inocuo, de algú n modo estaba vivo y trataba de encantar a Fafhrd con su mirada resplandeciente y conducirle a una oscura condenació n. Por tres veces el Ratonero trató de quitarle la gema a su camarada, la tercera de ellas rasgando el fondo de la bolsa del nó rdico. Pero aunque el Ratonero sabía que era el ratero má s há bil de Lankhmar, aunque quizá le faltaba un poco de prá ctica, en cada ocasió n Fafhrd apretó con fuerza la bolsa contra su costado, murmuró tercamente en sueñ os y apartó de un certero manotazo la mano indagadora del Ratonero. É ste pensó en apoderarse del ojo de diamante a la fuerza, pero le detuvo la convicció n de que esto provocaría una resistencia peligrosa en el nó rdico. Lo cierto era que tenía fuertes recelos acerca del estado en que despertaría su camarada. Pero cuando al fin se iluminó la boca de la cueva, Fafhrd despertó estirá ndose, bostezando y gruñ endo de un modo tan estentó reo y afable como jamá s le había visto hacer su amigo, y actuó de un modo tan brioso y alegre que los temores del Ratonero desaparecieron por completo, o al menos fueron a parar al fondo de su mente. Los dos aventureros desayunaron carne fría y se abrigaron con cuidado las piernas y los hombros que se habían calentado durante toda la noche. Mientras Fafhrd le cubría con un flecha presta en la cuerda tensa de su arco, el Ratonero salió velozmente de la cueva y corrió a refugiarse bajo la gran piedra que protegía la entrada. Moviéndose de un lado a otro para echar rá pidas ojeadas por encima de la parte superior, exploró el risco que se alzaba sobre la cueva, en busca de posibles emboscados. Con la honda preparada, cubrió a Fafhrd mientras éste corría para reunirse con él. Al cabo de un rato se dieron por satisfechos, seguros de que nadie les acechaba por lo menos en las cercanías, bajo el alba pá lida, y Fafhrd precedió a su amigo, marchando con briosa zancada. El Ratonero le siguió tan rá pido como le permitían sus cortas piernas, pero al cabo de un rato una duda se apoderó de él. Le pareció que Fafhrd no avanzaba en línea recta por la direcció n que deberían seguir, sino que se desviaba de un modo bastante brusco a la izquierda. Era difícil estar seguro, pues el sol aú n no había salido y el cielo estaba cubierto por nubes pú rpuras y amarillentas, como velos, y el Ratonero no sabía con seguridad la direcció n que habían tomado el día anterior, ya que las cosas son muy diferentes cuando uno mira hacia atrá s o hacia delante. No obstante, expresó en voz alta sus dudas, pero Fafhrd le replicó con afable seguridad: —El Yermo Frío fue el terreno de juego de mi infancia, y me resulta tan familiar como los laberínticos callejones de Lankhmar o los senderos del Gran Pantano Salado lo son para ti. Con esto el Ratonero casi se dio por satisfecho. Ademá s, aquel día no se había levantado viento, lo cual complacía en extremo al Ratonero, que era un gran amante del calor. Tras avanzar durante media jornada, subieron a una elevació n cubierta de nieve y el Ratonero enarcó las cejas, incrédulo ante el paisaje que tenía delante: una llanura inclinada de hielo verde pulida como el cristal, cuyo borde superior, que quedaba algo a su derecha, estaba quebrado por piná culos mellados, como la cresta de una gran ola lisa. La pendiente inferior se extendía a lo largo de una gran distancia a su izquierda, y finalmente se perdía en lo que parecía una niebla blanca, mientras que hacia delante no parecía tener fin. La llanura era tan verde que parecía un océano frívolamente encantado, inclinado por orden de algú n mago poderoso. El Ratonero estaba seguro de que en una noche clara reflejaría las estrellas. Se sintió má s bien horrorizado, aunque apenas sorprendido, cuando su camarada le propuso cruzar aquella inmensa extensió n helada. La penetrante mirada del nó rdico había descubierto un sector delante de ellos donde la pendiente se nivelaba brevemente antes de hundirse de nuevo. A lo largo de aquella franja, aseguró Fafhrd, podrían caminar con facilidad, y dicho esto el nó rdico emprendió la marcha sin esperar ninguna réplica. Encogiéndose de hombros con gesto fatalista, el Ratonero le siguió . Al principio caminó como si lo hiciera sobre huevos y echando muchas miradas inquietas a la gran pendiente. Deseaba tener unas botas con calces de bronce, o de suela desgastada, como las de Fafhrd, o unas espuelas para fijarlas a sus zapatos resbaladizos, a fin de tener una mejor oportunidad de detenerse si empezaba a resbalar. Al cabo de un rato aumentó su confianza y caminó con pasos má s largos y rá pidos, aunque muy cautelosos, acortando pronto la distancia que le separaba de Fafhrd. Habían recorrido la distancia de unos tres tiros de flecha a través de la llanura, cuando un ligero movimiento que percibió por el rabillo del ojo, hizo volverse al Ratonero. Deslizá ndose rá pida y silenciosamente desde algú n escondrijo en la cresta mellada, avanzaban los restantes sacerdotes negros, los tres en una línea. Se mantenían sobre el hielo como expertos patinadores, y realmente parecían calzar alguna clase de patines. Dos de ellos llevaban lanzas improvisadas mediante la introducció n de los mangos de sus dagas en las bocas de las largas cerbatanas, mientras que el del medio tenía por lanza un largo y estrecho cará mbano o fragmento de hielo, agudo como la aguja, que mediría por lo menos ocho pies de largo. Ahora no había tiempo para utilizar el arco y la honda, y, ¿de qué serviría atravesar con la espada a uno que ya te ha ensartado con su lanza? Ademá s, una pendiente de hielo no es un lugar adecuado para realizar refinadas maniobras. Sin decir ni una palabra a Fafhrd, tan seguro estaba de que el nó rdico haría lo mismo, el Ratonero se deslizó por la temible pendiente hacia la izquierda. Fue como si se hubiera arrojado en brazos del demonio de la velocidad. El hielo crepitaba suavemente bajo sus botas; en la atmó sfera calma se entabló un viento frío que azotaba sus prendas y le helaba las mejillas. Pero la velocidad no era suficiente, pues los sacerdotes negros patinadores les llevaban ventaja. El Ratonero confiaba en que la franja plana les haría perder pie, pero ellos la salvaron con un salto majestuoso y descendieron sin perder el equilibrio, apenas a dos longitudes de lanza a sus espaldas. Las dagas y la lanza de hielo resplandecían malignamente. El Ratonero desenvainó a «Escalpelo» y, tras intentar en vano utilizarla como un palo para adquirir mayor velocidad, se agachó para ofrecer la menor resistencia al aire, pero aun así los sacerdotes negros le estaban dando alcance. Detrá s de él, Fafhrd clavó en el suelo su larga espada cuyo pomo era una cabeza de dragó n, arrancando una nube de polvo de hielo, y dio un gran giro lateral. El sacerdote que enarbolaba la lanza de hielo giró tras él. Entretanto los otros dos sacerdotes llegaron a la altura del Ratonero, el cual arqueó el cuerpo para esquivar la lanza del primero y paró la del segundo con «Escalpelo», y durante unos momentos hubo el má s extrañ o de los duelos, casi como si no se movieran en absoluto, ya que todos se movían a la misma velocidad. En un momento determinado el Ratonero se echó hacia atrá s y paró las repulsivas lanzas-cerbatanas con su arma má s corta. Pero dos contra uno siempre es una ayuda, y esta vez podría haber resultado fatal si en aquel momento Fafhrd no hubiera rebotado de su gran giro lateral a toda velocidad, desde alguna pendiente que só lo él había visto, remolineando su espada. Pasó justamente por detrá s de los dos sacerdotes, cuyas cabezas, desprendidas de los cuerpos, rodaron por separado, aunque a la misma velocidad. Sin embargo, aquel podría haber sido el fin de Fafhrd, pues el ú ltimo sacerdote negro, tal vez ayudado por el peso de su lanza de hielo, llegó lanzado en pos de Fafhrd aun a mayor velocidad, y le habría ensartado si el Ratonero no hubiera desviado hacia arriba el delgado cará mbano, sujetando con las dos manos a «Escalpelo», de modo que la punta de hielo só lo rozó la rojiza cabellera flameante del nó rdico. Un instante después todos se internaron en la glacial niebla blanca. El ú ltimo atisbo que el Ratonero tuvo de Fafhrd fue su veloz cabeza solitaria, abriendo una brecha en la niebla que le llegaba hasta el cuello. Luego los ojos del Ratonero quedaron bajo la superficie algodonosa. Era una extrañ a experiencia avanzar velozmente a través de una materia lechosa, los cristales de hielo punzá ndole las mejillas, sin saber a cada momento si una barrera desconocida podría alzarse fatalmente en su camino. Oyó un gruñ ido que parecía de Fafhrd y luego un crujido tintineante, que podría haber sido producido por la lanza de hielo al romperse, seguido de un lamento agó nico. Tuvo entonces la sensació n de que tocaba fondo y ascendía, y pronto salió de la niebla a la luz del día pú rpura amarilla, patinó hasta caer en un blando banco de nieve y se echó a reír como un loco, aliviado. Transcurrieron unos instantes antes de darse cuenta de que Fafhrd, que también se desternillaba de risa, estaba igual que él semienterrado en la nieve, a su lado. Cuando Fafhrd miró al Ratonero, éste hizo un gesto inquisitivo, señ alando la niebla tras ellos. El nó rdico asintió . —El ú ltimo sacerdote ha muerto. ¡No queda ninguno! —exclamó feliz el Ratonero, estirá ndose en la nieve como si fuera un lecho de plumas. Su idea principal era encontrar la cueva má s pró xima (estaba seguro de que habría una), y disfrutar de un largo descanso. Pero Fafhrd tenía otras ideas y una energía desbordante. Lo que iban a hacer era proseguir velozmente su camino hasta que oscureciera, y ofreció al Ratonero unas imá genes tan atractivas del Yermo Frío, al que llegarían por la mañ ana, o quizá s aquella misma noche, que el hombrecillo pronto trotó al lado del grandulló n, aunque de vez en cuando no podía evitar preguntarse có mo Fafhrd podía tener una seguridad tan absoluta de su direcció n en aquel caos de hielo, nieve y nubes agitadas y de coloració n desagradable. Se dijo que no todo el Yermo Frío habría sido el terreno de juego de Fafhrd, y se estremeció al pensar en la noció n que habría tenido el Fafhrd niñ o de los lugares apropiados para jugar. El crepú sculo les sorprendió antes de que hubieran llegado a los bosques que Fafhrd había prometido, y ante la insistencia del Ratonero empezaron a buscar un sitio donde pernoctar. Esta vez no iban a encontrar fá cilmente una cueva. Era completamente de noche antes de que Fafhrd avistara una concavidad rocosa ante la que un grupo de á rboles enanos prometían por lo menos combustible y un refugio aceptable. Sin embargo, pareció que la madera apenas sería necesaria, pues muy cerca de los á rboles había un afloramiento de roca negra parecido al que les había proporcionado el carbó n la noche anterior. Pero en el preciso momento en que Fafhrd alzaba alegremente su hacha, la roca cobró vida y se lanzó contra su vientre con una daga. Só lo la energía exuberante y sin merma de Fafhrd le salvó la vida. Arqueó el vientre a un lado con una rá pida flexibilidad que asombró incluso al Ratonero y hundió el hacha en la cabeza del atacante. El negro cuerpo achaparrado agitó sus miembros convulsamente y en seguida quedó rígido. La risa profunda de Fafhrd retumbó como un trueno. —¿Le llamaremos el sacerdote negro inexistente, Ratonero? —inquirió . Pero el Ratonero no veía motivo alguno de diversió n, y retornó toda su inquietud, pues si habían contado mal a uno de los sacerdotes negros, por ejemplo el que había bajado rodando con la bola de nieve, o el supuestamente asesinado en la niebla, ¿no era posible que se les hubiera escapado algú n otro? Ademá s, ¿có mo podían haber estado tan convencidos, simplemente por el dato de una inscripció n antigua, de que só lo había habido siete sacerdotes negros? Y una vez admitido que podrían ser ocho, ¿por qué no podían haber sido nueve, diez o veinte? No obstante, Fafhrd se limitó a reírse de estas preocupaciones y se dedicó a cortar leñ a y hacer una fogata crepitante en la concavidad rocosa. Aunque el Ratonero sabía que el fuego advertiría de su presencia en varias lenguas a la redonda, agradecía tanto su calor que era incapaz de criticar severamente a Fafhrd, y cuando se hubieron calentado y comieron la carne asada de la mañ ana, el Ratonero experimentó una fatiga tan deliciosa que se arrebujó en su manto y se dispuso a dormir de inmediato. Pero Fafhrd eligió aquel instante para sacar e inspeccionar a la luz del fuego el ojo de diamante, lo cual hizo que el Ratonero abriera un poco uno de los suyos. Esta vez Fafhrd no parecía inclinado a entrar en trance. Sonrió con una expresió n vivaz y codiciosa mientras giraba la joya a un lado y a otro, como para admirar los rayos de luz que despedía mientras valoraba mentalmente su precio en cuadradas piezas de oro de Lankhmar. Aunque tranquilizado, el Ratonero estaba molesto. —Guá rdalo, Fafhrd —le dijo somnoliento. Fafhrd dejó de dar vueltas a la gema y uno de sus rayos incidió directamente en el Ratonero, el cual se estremeció , pues por un momento tuvo la firme convicció n de que la gema le miraba con una inteligencia maligna. Pero Fafhrd obedeció y, entre risas y bostezos, guardó la gema y se abrigó para dormir. Gradualmente las misteriosas sensaciones y temores realistas del Ratonero quedaron amortiguados mientras contemplaba las llamas que danzaban y se adormecía. Las siguientes sensaciones conscientes del Ratonero fueron las de que le cogían y arrojaban rudamente sobre una espesa hierba que daba la desagradable impresió n de un pelaje animal. Tenía un dolor de cabeza atroz y había un resplandor pulsá til amarillo y pú rpura producido por unos rayos cegadores. Transcurrieron unos instantes antes de darse cuenta de que aquellas luces estaban fuera de su crá neo má s que dentro. Alzó la cabeza para mirar a su alrededor y sintió una insoportable punzada de dolor. Persistió , sin embargo, y poco después descubrió dó nde estaba. Estaba tendido en la orilla llena de altillos con una oscura vegetació n, al otro lado del lago cuyas aguas parecían á cido y en cuya orilla contraria se alzaba la colina verde. En el cielo nocturno brillaban las estrellas del norte, mientras que de la hendidura en forma de boca, ahora muy abierta, de la cumbre rosada de la colina verde, surgía un humo rojo; parecía un hombre que jadeaba y exhalaba con esfuerzo. Todas las caras en los flancos de la colina verde parecían monstruosamente vivas en aquella mezcla de luces, sus bocas contorsionadas y sus ojos resplandecientes, como si cada una de ellas tuviera un ojo de diamante. Fafhrd, a pocos pies de distancia del Ratonero, permanecía en pie rígidamente detrá s de la gruesa columna rocosa, que era en efecto una especie de altar tallado, coronado por un gran cuenco. El nó rdico cantaba algo en un lenguaje ronco que el Ratonero desconocía y que nunca le había oído usar a Fafhrd. El Ratonero hizo un esfuerzo para sentarse. Se palpó cuidadosamente el crá neo y descubrió un gran chichó n sobre la oreja derecha. Al mismo tiempo Fafhrd hizo saltar chispas — aparentemente con piedra y acero— sobre el cuenco, del que surgió una columna de llamas pú rpuras, y el Ratonero vio que los ojos de Fafhrd estaban cerrados con fuerza y que sostenía en la mano el ojo de diamante. Entonces el Ratonero se dio cuenta de que el ojo en cuestió n había sido mucho má s sagaz que los sacerdotes negros que habían servido a su montañ a-ídolo. Al igual que tantos sacerdotes, habían sido demasiado faná ticos y no tan inteligentes, ni mucho menos, como el dios al que servían. Mientras habían tratado de rescatar el ojo extraído y destruir a los ladrones blasfemos que lo habían robado, el ojo había cuidado muy bien de sí mismo. Había encantado a Fafhrd y le había engañ ado para que siguiera un camino circular que le llevaría, a él y al Ratonero, de regreso a la vengativa colina verde. Incluso había acelerado la ú ltima etapa del viaje, obligando a Fafhrd a avanzar por la noche, llevando al Ratonero con él tras haberle propinado mientras dormía un golpe peligrosamente fuerte. Ademá s, el ojo de diamante debía de haber sido má s previsor y determinado que sus sacerdotes. Debía de tener alguna finalidad importante por encima de conseguir el retorno a su montañ a-ídolo. De lo contrario, ¿por qué habría dado instrucciones a Fafhrd para que preservara al Ratonero cuidadosamente y lo llevara con él? Ambos debían tener alguna utilidad para el ojo de diamante. En la cabeza dolorida del Ratonero resonó la frase que Fafhrd había musitado dos noches antes: «Pero necesita la sangre de héroes antes de que pueda adoptar la forma de los hombres». Mientras todos estos pensamientos bullían dolorosamente en la mente del Ratonero, vio que Fafhrd avanzaba hacia él con el ojo de diamante en una mano y su larga espada desenvainada en la otra, pero con una sonrisa afable y los ojos cerrados. —Ven, Ratonero —le dijo suavemente—, es hora de que crucemos el lago, trepemos a la colina y recibamos el beso y la suave succió n de los labios superiores, y de que mezclemos nuestra sangre con la sangre caliente de Nehwon. De ese modo viviremos en los gigantes de roca a punto de nacer y conoceremos la alegría de aplastar ciudades, pisotear ejércitos y destrozar todos los campos cultivados. Estas frases absurdas pusieron al Ratonero en acció n, sin que le intimidaran las luces pulsantes del cielo y la colina. Desenvainó a «Escalpelo» y se lanzó contra Fafhrd, con un golpe certero que debería hacer saltar la espada de la mano del nó rdico, sobre todo porque éste seguía con los ojos fuertemente cerrados. Pero la pesada hoja de Fafhrd esquivó el rá pido acero de su camarada con tanta facilidad como uno evita una manotada de un bebé y, con una sonrisa pesarosa, dirigió una estocada a la garganta del Ratonero, el cual só lo pudo evitarla con el má s fantá stico y frenético de los saltos hacia atrá s. El salto le llevó en la direcció n del lago. Fafhrd fue tras él, atacá ndole con calma desdeñ osa. Su largo rostro era una má scara rubia de desprecio. Su espada mucho má s pesada se movía con tanta destreza como «Escalpelo», tejiendo un brillante arabesco de ataque que obligaba al Ratonero a retroceder má s y má s. Y durante el combate los ojos de Fafhrd continuaban cerrados. Só lo cuando se encontró en el borde del lago el Ratonero se dio cuenta del motivo. El ojo de diamante en la mano izquierda de Fafhrd veía por el nó rdico y seguía cada movimiento de «Escalpelo» con una atenció n de ofidio. El Ratonero oscilaba en el negro borde resbaladizo, por encima del lago que reflejaba su figura inestable, con el pulsante cielo amarillo y pú rpura por encima de él y la jadeante colina verde detrá s; y, de sú bito, ignoró la amenazadora hoja de Fafhrd, se agacho y propinó inesperadamente un fuerte tajo al ojo de diamante. El acero de Fafhrd silbó a un dedo de distancia por encima de la cabeza del Ratonero. El ojo de diamante, golpeado por «Escalpelo», estalló en una nube blanca. El suelo cubierto por densa vegetació n parecida a un pelaje se estremeció como si sufriera un tormento desesperante. La colina verde entró en erupció n, lanzando vengativas llamaradas rojas que hicieron tambalearse al Ratonero y enviando un chorro de roca fundida que doblaba en altura a la colina hacia el amoratado cielo nocturno. El Ratonero cogió del brazo a su compañ ero, que contemplaba asombrado todo aquello, y le hizo alejarse de la colina verde y el lago. Una docena de latidos de corazó n después de que abandonaran el lugar, la roca fundida inundó el altar y se extendió en todas direcciones. Algunos grumos rojos llegaron hasta donde estaban los dos amigos, lanzando dardos encendidos sobre sus hombros al esparcirse. Uno o dos grumos les alcanzaron y el Ratonero tuvo que apagar el pequeñ o incendio que iniciaron en el manto de Fafhrd. Sin detenerse en su carrera, el Ratonero miró atrá s y vio por ú ltima vez la colina verde. Aunque seguía vomitando fuego y por sus laderas corrían arroyos rojos, por lo demá s parecía muy só lida y quieta, como si todas sus potencialidades de vida se hubieran desvanecido por un tiempo o para siempre. Cuando al fin dejaron de correr, Fafhrd se miró estupefacto la mano izquierda. —Me he cortado el pulgar, Ratonero. Está sangrando. —Eso le ocurre también a la colina verde —comentó el Ratonero, mirando atrá s—. Y me alegra decir que se está desangrado a muerte. Garras de la noche El miedo se cernía en la luz lunar sobre Lankhmar. El miedo fluía como la niebla a través de las calles serpenteantes y los laberínticos callejones, y goteaba incluso en aquella calleja de intrincado trazado curvilíneo donde un farol sucio de hollín y con llama vacilante señ alaba la entrada a la taberna de la «Anguila de Plata». Era un temor sutil, no como el que inspira un ejército que sitia una ciudad, o los nobles en guerra, o los esclavos en revuelta, o un loco señ or de la guerra inclinado a desenfrenadas matanzas, o una flota enemiga que zarpa del Mar Interior hacia el estuario del Hlal. Sin embargo, no era un miedo menos potente, y atenazaba las suaves gargantas de las mujeres parlanchinas que ahora cruzaban el portal bajo de la «Anguila de Plata», haciendo que sus risas fuesen má s precipitadas y agudas, y también afectaba a los acompañ antes de aquellas mujeres, haciéndoles hablar en un tono má s alto de lo necesario, mientras sus manos estaban prontas a empuñ ar las espadas. Aquél era un grupo de jó venes aristó cratas que buscaban diversió n en un lugar conocido por su mala fama y por ser algo peligroso. Sus atavíos eran ricos y fantá sticos, a la moda de la nobleza decadente de Lankhmar, pero había algo que parecía casi demasiado absurdo incluso en la exó tica Lankhmar: cada mujer tenía la cabeza encerrada en una pequeñ a jaula de plata delicadamente forjada. La puerta se abrió de nuevo, esta vez para dejar salir a dos hombres que se alejaron rá pidamente. Uno de ellos era alto y voluminoso, y parecía ocultar algú n objeto bajo su manto. El otro era de pequeñ a estatura y á gil, vestido de la cabeza a los pies con prendas de un color gris claro que se mezclaba con la difusa luz lunar. Llevaba una cañ a de pescar al hombro. —Me pregunto qué traman ahora Fafhrd y el Ratonero Gris —murmuró un gorrero, mirando con curiosidad por encima del hombro. El patró n se encogió de hombros—. Nada bueno, estoy seguro —siguió diciendo el gorrero—. He visto que esa cosa que lleva Fafhrd bajo el manto se mueve, como si estuviera viva. Hoy, en Lankhmar, eso es muy sospechoso. ¿Comprendéis a qué me refiero? Y luego la cañ a de pescar. —Paz —dijo el patró n—. Son dos bribones honestos, aunque tienen mucha necesidad de dinero, a juzgar por el vino que me deben. No digas nada contra ellos. Pero el hombre parecía algo perplejo y turbado mientras entraba de nuevo en el local, empujando con impaciencia al gorrero. Hacía tres meses que el miedo se había extendido por Lankhmar, y al principio había sido algo muy diferente, algo que apenas podía considerarse miedo. Se había perpetrado una serie excesiva de robos de baratijas y gemas costosas, cuyas víctimas eran principalmente mujeres. Los objetos brillantes y resplandecientes, fuera cual fuese su naturaleza, eran los preferidos en aquella oleada de robos. Se rumoreó que una banda de rateros de destreza y atrevimiento excepcionales se había especializado en saquear los tocadores de las grandes señ oras, aunque los azotes a doncellas y esclavos no sirvieron para descubrir a ningú n miembro de la supuesta banda. Entonces alguien ofreció la teoría de que los robos eran obra de niñ os astutos demasiado pequeñ os para poder juzgar bien el valor de los objetos. Pero el cará cter de los robos empezó a cambiar gradualmente. Cada vez desaparecían menos baratijas sin valor y con frecuencia creciente se elegían gemas valiosas entre una mezcolanza de vidrio y oropel, dando la curiosa impresió n de que los ladrones estaban desarrollando un sentido de la discriminació n solamente por medio de la prá ctica. Má s o menos por entonces la gente empezó a sospechar que el antiguo y casi honorable Gremio de los Ladrones de Lankhmar había inventado una nueva estratagema, y se habló de someter a tortura a algunos dirigentes sospechosos o aguardar a que se entablara un viento del oeste y prender fuego a la calle de los Mercaderes de la Seda. Pero dado que el Gremio de los Ladrones era una organizació n conservadora y faná tica, apegada a los métodos tradicionales de robo, las sospechas cambiaron de objetivo cuando se hizo cada vez má s evidente que aquellos robos se debían a una mentalidad de increíble atrevimiento e ingenio. Los objetos valiosos desaparecían a plena luz del día, incluso de habitaciones cerradas y bien vigiladas, o de jardines en azoteas rodeados por altos muros. Una dama en su hogar dejaba casualmente un brazalete sobre un saliente de ventana inaccesible, y la joya desaparecía mientras su dueñ a hablaba con una amiga. La hija de un noble, paseando por un jardín privado, notaba que alguien alargaba una mano entre el espeso follaje de un á rbol y le arrancaba una aguja para el cabello con cabeza de diamante. Sus á giles servidores trepaban al á rbol de inmediato, pero no encontraban nada. Luego una doncella histérica corrió a su ama con la informació n de que acababa de ver un gran pá jaro de color negro, saliendo por una ventana con un anillo de esmeralda bien sujeto entre sus garras… Al principio este relato fue recibido con enojo e incredulidad, y se llegó a la conclusió n de que la misma muchacha debía de haber robado el anillo. Fue azotada casi hasta la muerte con la aprobació n general. Al día siguiente un gran pá jaro negro se lanzó en picado contra la sobrina del Señ or Supremo y le arrebató un pendiente de la oreja. De inmediato se acumularon las pruebas. La gente hablaba de extrañ as aves que aparecían en momentos y lugares desacostumbrados. Se recordó que en cada uno de los robos habían dejado abierta una ruta aérea. Las víctimas empezaron a recordar cosas que les habían parecido sin importancia cuando sucedieron: el batir de alas, un susurro de plumas, huellas y excrementos de ave, sombras cernidas y cosas similares. Y en la asombrada Lankhmar hirvieron las especulaciones. Sin embargo, se creía que los robos cesarían, ahora que se conocía a sus autores y se habían tomado las precauciones adecuadas. No se dio una importancia especial a la oreja lastimada de la sobrina del Señ or Supremo. Ambos juicios resultaron equivocados. Dos días después, la conocida cortesana Lessnya fue acosada por un gran pá jaro negro cuando cruzaba una amplia plaza. Lessnya, que estaba prevenida, golpeó al ave con una varita dorada que llevaba, al tiempo que le gritaba para que se asustara y desistiera de su intento. Ante los horrorizados espectadores, el ave esquivó los golpes, clavó sus garras en el hombro blanco de la mujer y le picoteó malignamente el ojo derecho. Después soltó un graznido estremecedor, agitó las alas y emprendió el vuelo entre un remolino de plumas negras, sujetando un broche de jade en sus garras. En los tres días siguientes, otras cinco mujeres fueron robadas de la misma manera, y tres de ellas resultaron mutiladas. Toda Lankhmar estaba asustada. Una conducta tan decidida y maligna por parte de las aves despertaba toda clase de supersticiosos temores. Arqueros armados con flechas de tres puntas para cazar aves se apostaron en los tejados. Las mujeres atemorizadas permanecían en sus casas o llevaban mantos para ocultar sus joyas. Las contraventanas se mantenían cerradas por la noche a pesar del calor del verano. Se abatieron a flechazos o se envenenó a considerables cantidades de palomas y gaviotas inocentes. Nobles jó venes y arrogantes reunieron a sus halconeros y fueron en busca de los merodeadores. Pero les resultó difícil localizar a alguno, y, en las pocas ocasiones en que lo hicieron, sus halcones se vieron atacados por adversarios que volaron velozmente y los vencieron. Má s de un halconero lloró la muerte de un ave de caza favorita. Todos los intentos de descubrir dó nde se ocultaban los ladrones alados fracasaron. Estas actividades tuvieron un resultado tangible: en lo sucesivo, la mayor parte de los ataques y robos ocurrieron durante las horas de la noche. Entonces una mujer murió dolorosamente tres horas después de que unas garras se clavaran en su cuello, y los médicos de negras tú nicas afirmaron que las garras asesinas debían de tener un veneno virulento. Aumentó el pá nico y se propusieron alocadas teorías. Los sacerdotes del Gran Dios sostenían que era una reprimenda divina a la vanidad de las mujeres, e hicieron atroces profecías sobre una inminente revuelta de todos los animales contra el hombre pecador. Los astró logos hicieron oscuras y turbadoras insinuaciones. Una multitud frenética incendió un corral de aves pertenecientes a un rico granjero y luego se desparramaron por las calles, apedreando a todos los pá jaros, y mataron tres cisnes sagrados antes de dispersarse. Pero los ataques continuaron, y Lankhmar, con su elasticidad habitual, empezó a adaptarse en cierto modo a aquel extrañ o e inexplicable asedio desde el cielo. Las mujeres ricas convirtieron su temor en una moda, utilizando redes de plata para proteger sus facciones. Algunos bromeaban sobre el hecho de que, en un mundo patas arriba, los pá jaros estaban sueltos y las mujeres llevaban las jaulas. La cortesana Lessnya encargó a su joyero un brillante ojo hueco de oro, y los hombres decían que realzaba su belleza. Entonces Fafhrd y el Ratonero Gris aparecieron en Lankhmar. Pocos suponían dó nde habían estado el enorme bá rbaro nó rdico y su pequeñ o y diestro compañ ero, o por qué habían regresado a la ciudad en aquellos momentos. Ni Fafhrd ni el Ratonero ofrecieron ninguna explicació n. Se afanaron en hacer indagaciones, en la «Anguila de Plata» y otros lugares, tragando grandes cantidades de vino, pero evitando las peleas. A través de ciertos canales tortuosos de informació n, el Ratonero supo que el prestamista Muulsh, que poseía una riqueza fabulosa pero era socialmente inaceptable, había adquirido un famoso rubí al rey del Este, el cual tenía por entonces una perentoria necesidad de dinero, e iba a regalá rselo a su esposa. Enterados de esto, el Ratonero y Fafhrd hicieron má s indagaciones y ciertos preparativos secretos, y una noche de luna salieron juntos de la «Anguila de Plata», llevando unos objetos de naturaleza misteriosa que despertaron dudas y sospechas en la mente del patró n y algunos parroquianos, pues no había duda de que el objeto que Fafhrd llevaba bajo su manto se movía como si estuviera vivo y tenía el tamañ o de un pá jaro grande. La luz de la luna no suavizaba las á speras líneas angulosas de la gran casa de piedra de Muulsh, el prestamista. Cuadrada, de tejado plano, con pequeñ as ventanas y con tres pisos de altura, se alzaba a corta distancia de las casas similares pertenecientes a los ricos comerciantes de granos, como un gorrero rechazado. Cerca de la casa fluían las aguas del Hlal, impetuoso en aquella parte de la ciudad, que penetraba como un todo en la poderosa corriente. En el lado má s cercano al río se levantaba una estructura oscura, en forma de torre, uno de los varios edificios malditos y abandonados de Lankhmar, cerrado en tiempos antiguos por razones que ahora só lo conocían ciertos sacerdotes y nigromantes. En el otro lado se amontonaban las formas oscuras y só lidas de los almacenes. La casa de Muulsh daba una impresió n de poder taciturno, de gran riqueza y tremendos secretos celosamente guardados. Pero el Ratonero Gris, que atisbaba por una de las claraboyas del tejado, típicas de Lankhmar, y veía el cuarto de vestir de la esposa de Muulsh, podía ver un aspecto muy distinto del cará cter del prestamista. Aquel hombre sin corazó n, amedrentado por el azote verbal de su mujer, parecía un servil perro faldero, o quizá s una ansiosa y solícita gallina clueca. —¡Gusano, babosa, bestia fofa y grosera! —le decía su esbelta esposa, casi cantando las palabras—. ¡Has arruinado mi vida con tu sucio manejo del dinero! Ninguna mujer noble quiere siquiera hablar conmigo. Ni un solo señ or o mercader de granos se atreve a coquetear conmigo. En todas partes sufro el ostracismo. ¡Y todo porque tienes los dedos grasientos y mancillados de tanto tocar monedas! —Pero Atya —murmuró él, tímidamente—. Siempre he creído que ibas a visitar a tus amigos. Casi todos los días está s fuera durante horas enteras…, aunque sin decirme nunca adó nde vas. —¡Zoquete insensible! —exclamó ella—. ¿Qué tiene de extrañ o que salga y vaya a algú n lugar solitario para llorar y buscar amargo consuelo en privado? Jamá s entenderá s la delicadeza de mis emociones. ¿Por qué te casaste conmigo? Yo no lo habría hecho, puedes estar seguro…, pero tú obligaste a mi pobre padre cuando estaba en dificultades. ¡Me compraste! Es la ú nica manera que sabes de conseguir algo. Y entonces, cuando murió mi padre, tuviste la desfachatez de comprar esta casa, la suya, la casa donde nací. Lo hiciste para completar mi humillació n, para hacerme volver allá donde todo el mundo me conocía y que pudieran decir: «Ahí va la esposa de este prestamista insoportable». ¡Si es que usan una palabra tan cortés como esposa! Lo ú nico que quieres es torturarme y degradarme, llevarme a rastras hasta tu nivel infame. ¡Eres un cerdo obsceno! Y mientras así hablaba, trazó un tatuaje con sus tacones dorados sobre la brillante madera del suelo. Era menuda, ligera, muy linda, vestida con una tú nica de seda amarilla y calzones. Su rostro de ojos vivos y mentó n pequeñ o tenía un atractivo exó tico bajo el dosel del cabello liso, de un negro reluciente. Sus rá pidos movimientos parecían un aleteo incansable. En aquel momento sus gestos traslucían enojo y una profunda irritació n, pero había también una especie de naturalidad estudiada en sus maneras, lo cual sugirió al Ratonero, el cual disfrutaba a conciencia de todo aquello, que la escena había sido repetida innumerables veces. La habitació n armonizaba bien con su moradora: tenía colgaduras de seda y muebles delicados, y había esparcidas por todas partes mesitas cargadas de tarros de cosméticos, cuencos de dulces y toda clase de objetos frívolos. La brisa cá lida que penetraba por las ventanas abiertas hacía oscilar las llamas de unas velas largas y delgadas. Una docena de jaulas estaban suspendidas del techo por medio de cadenas delicadas. Contenían canarios, ruiseñ ores, cotorras y otros diminutos pá jaros cantores, algunos de los cuales dormían mientras otros piaban somnolientos. Aquí y allá había mullidas esteras, y, en conjunto, era un nido aterciopelado en medio del cará cter pétreo de Lankhmar. Muulsh era un poco como ella le había descrito: gordo, feo y tal vez veinte añ os mayor que ella. Su tú nica llamativa le sentaba como si fuera un saco. La mirada que dirigía a su esposa, mezcla de aprensió n y deseo, era irresistiblemente có mica. —Oh, Atya, mi palomita, no estés enfadada conmigo. Hago cuanto puedo por complacerte, y te amo muchísimo. Trató de tocarle el brazo y ella le eludió ; corrió con torpeza tras ella y tropezó de inmediato con una de las jaulas, que colgaba a una altura inconveniente. La mujer se volvió hacia él, convertida en una furia en miniatura. —¡No molestes a mis animalitos, bruto! Vamos, vamos, queridos míos, no os asustéis. No es má s que el viejo elefante. —¡Malditos sean tus animales! —exclamó el prestamista impulsivamente, llevá ndose una mano a la frente, pero se dominó en seguida y retrocedió , como si temiera que su esposa le azotara con una zapatilla. —¡Vaya! ¿De modo que, ademá s de todos tus demá s ultrajes, hemos de soportar tus maldiciones? —inquirió ella en un sú bito tono glacial. —No, no, mi amada Atya. No he podido dominarme. Te quiero mucho, y también a tus pajaritos, a los que no deseo ningú n dañ o. —¡Claro que no les deseas ningú n dañ o! Só lo deseas atormentarnos a muerte. Quieres degradarnos y… —Pero Atya —la interrumpió él en tono apaciguador—. No creo que te haya degradado realmente. Recuerda que incluso antes de que me casara contigo tu familia no se mezclaba nunca con la sociedad de Lankhmar. Esta observació n fue un error, como el Ratonero, que hizo un esfuerzo para ahogar la risa, pudo ver claramente. Muulsh también debió de darse cuenta, pues mientras Atya palidecía y se disponía a coger una pesada botella de cristal, él retrocedió y le dijo: —Te he traído un regalo. —Puedo imaginar qué es —replicó ella desdeñ osamente, relajá ndose un poco pero empuñ ando la botella—. Alguna baratija que una señ ora regalaría a su doncella, o unos trapos chillones só lo apropiados para una ramera. —Oh, no, querida mía, es un regalo digno de una emperatriz. —No te creo. Si en Lankhmar no me aceptan se debe a tu gusto atroz y tus asquerosos modales. —Sus finos rasgos, decadentemente blandos, se contrajeron en un mohín, y su seno encantador aú n estaba agitado por la có lera—. «Es la concubina de Muulsh, el prestamista», dice todo el mundo, y se ríen con disimulo de mí. ¡Se ríen! —No tienen derecho a hacerlo. ¡Puedo comprarlos a todos! Espera hasta que te vean llevando mi regalo. ¡Es una joya por la que la esposa del Señ or Supremo bebería los vientos! A la menció n de la palabra «joya», el Ratonero percibió que un sutil estremecimiento de expectació n recorría la estancia. Aun má s, vio que una de las colgaduras de seda se movía de una forma que difícilmente podía deberse a una ligera brisa. Avanzó con cautela, estiró el cuello y escudriñ ó el espacio entre las colgaduras y la pared. Lentamente, una sonrisa malévola apareció en su rostro compacto, de nariz chata. Agazapados en la ligera luminiscencia ambarina que se filtraba a través de los cortinajes había dos hombres enjutos, desnudos con excepció n de sendos taparrabos oscuros. Cada uno tenía una bolsa lo bastante grande para encajar ampliamente en ella una cabeza humana, y de las cuales salía un débil aroma soporífero que el Ratonero había percibido antes sin poder localizar su origen. La sonrisa del Ratonero se intensificó . Sin hacer ruido llevó hacia delante la cañ a de pescar que tenía a su lado e inspeccionó el sedal y las garras untadas de una sustancia viscosa que hacían de anzuelo. —¡Muéstrame la joya! —dijo Atya. —Lo haré en seguida, querida —replicó Muulsh—, pero ¿no crees que primero deberíamos cerrar la claraboya y las demá s ventanas? —¡No haremos nada de eso! —le espetó Atya—. ¿He de sofocarme porque unas cuantas viejas han sido presa de un temor absurdo? —Pero no es un temor absurdo, paloma mía. Todo Lankhmar tiene miedo, y con razó n. Pareció que el prestamista iba a llamar a un esclavo, pero Atya pateó el suelo con irritació n. —¡Basta ya, cobarde gordinfló n! Me niego a ceder a esos temores infantiles. No creo ni una palabra de esas historias fantá sticas, por muchas que sean las grandes señ oras dispuestas a jurar que son ciertas. No te atrevas a hacerme cerrar las ventanas y enséñ ame la joya en seguida o…, o nunca volveré a ser amable contigo. Parecía pró xima a la histeria, Muulsh emitió un suspiro de resignació n. —Muy bien, cariñ o. Se dirigió a una mesa taraceada, agachá ndose con dificultad para evitar varias jaulas, y buscó algo en un pequeñ o cofre. Cuatro pares de ojos le seguían atentamente. Cuando regresó tenía algo resplandeciente en la mano. Lo depositó en el centro de la mesa. —Aquí está —dijo al tiempo que daba un paso atrá s—. Te he dicho que es adecuado para una emperatriz, y lo es. Se hizo un silencio absoluto en la habitació n. Los dos ladrones escondidos detrá s de las cortinas se adelantaron codiciosamente, soltando en silencio los cordones de las bolsas, sus pies acariciando la madera pulimentada del suelo como patas de gato. El Ratonero deslizó la delgada cañ a de pescar a través de la claraboya, evitando las cadenas de plata de las jaulas, hasta que la garra colgante quedó situada sobre el centro de la mesa, como una arañ a preparada para abatirse contra un confiado escarabajo, grande y rojo. Atya contemplaba la joya, que relucía como una gota de sangre gruesa, brillante y temblorosa. Una nueva expresió n de dignidad y amor propio apareció en el rostro de Muulsh. Los dos ladrones se agacharon para saltar. El Ratonero sacudió ligeramente la cañ a, calculando la distancia antes de dejar caer la garra. Atya se acercó a la mesa con la mano extendida. Pero todas estas acciones preparatorias fueron interrumpidas simultá neamente. Se oyó el batir de unas alas poderosas, y un pá jaro negro como la tinta, algo mayor que un cuervo, entró aleteando por una ventana lateral y voló dentro de la habitació n, como un fragmento de negrura desprendido de la noche. Sus garras hicieron rasguñ os de un brazo de largo al posarse en la mesa. Entonces arqueó el cuello, emitió un graznido estridente y estremecedor y se lanzó contra Atya. En la sala se produjo un torbellino de movimientos caó ticos. La garra engomada se detuvo a medio camino; los dos ladrones trataron desmañ adamente de mantener el equilibrio y evitar que les vieran. Muulsh agitaba los brazos y gritaba: «¡Fuera! ¡Fuera!». Atya se desplomó . El pá jaro negro pasó cerca de Atya, rozando y golpeando las jaulas de plata con sus alas, y desapareció en la noche. Volvió a hacerse un silencio momentá neo en la habitació n. La incursió n de su hermano raptor había acallado los cantos de las aves. La cañ a se desvaneció a través de la claraboya. Los dos ladrones se escabulleron detrá s de las cortinas y avanzaron sin hacer ruido hacia una puerta. A sus miradas de asombro y temor sucedía una expresió n de profesionales fracasados. Atya se puso de rodillas, cubriéndose el rostro con las manos. Un escalofrío recorrió el orondo cuerpo de Muulsh. —¿Te ha…, te ha herido? Se lanzó contra tu cara. Atya apartó las manos, revelando el rostro ileso, y se quedó mirando fijamente a su marido. De sú bito la fría mirada se tiñ ó de indignació n, como un recipiente que llega repentinamente al punto de ebullició n. —¡Gallina inú til! —le gritó —. ¡Por lo que te has preocupado bien podría haberme arrancado los dos ojos! ¡No has hecho má s que gritar «fuera, fuera» cuando me atacó ! ¿Por qué no hiciste algo? ¡Y la joya ha desaparecido! ¡Oh, desgraciado pollo castrado! Se incorporó y cogió una de sus zapatillas con un ademá n de furia incontenible. Muulsh retrocedió protestando y tropezó con un grupo de jaulas. Só lo el manto arrojado a un lado de Fafhrd señ alaba el lugar donde el Ratonero Gris le había dejado. Corrió al borde del tejado y distinguió la voluminosa forma de Fafhrd a cierta distancia, al otro lado de los almacenes anexos. El bá rbaro miraba el cielo iluminado por la luna. El Ratonero recogió el manto, saltó el estrecho vacío entre los edificios y le siguió . Cuando el Ratonero le dio alcance, Fafhrd sonreía con gran satisfacció n, mostrando sus dientes blancos. El tamañ o de su cuerpo flexible y musculoso y la cantidad de cuero con incrustaciones metá licas que llevaba en forma de brazaletes y ancho cinto desentonaban mucho en la civilizada Lankhmar, al igual que su cabello largo y cobrizo, sus rasgos de tosca belleza y su pá lida piel de nó rdico, espectral bajo la luz lunar. Tenía una mano enfundada en un guante de cetrería, a cuya muñ eca se aferraba un á guila de cabeza blanca, que ahuecó las plumas e hizo un desagradable ruido gorgoteante cuando se aproximó el Ratonero. —¡Ahora dime que no puedo cazar a la luz de la luna llena! —exclamó alegremente—. No sé lo que ha sucedido en la habitació n o la suerte que has tenido, pero en cuanto al pá jaro negro que entró y salió … ¡Míralo! ¡Aquí lo tienes! Empujó con el pie un montó n inerte de plumas negras. El Ratonero susurró los nombres de varios dioses en rá pida sucesió n y luego preguntó : —Pero ¿y la joya? —No sé nada de eso —dijo Fafhrd con despreocupació n—. ¡Ah, pero deberías haberlo visto, pequeñ o! ¡Una lucha maravillosa! —Su voz rebosaba entusiasmo—. El otro voló rá pida y astutamente, pero Kooskra se alzó como el viento del norte en un puerto de montañ a. Eran tan rá pidos que por un momento los perdí de vista. Luego Kooskra lo derribó . El Ratonero se había arrodillado y examinaba cuidadosamente la presa de Kooskra. Se sacó un pequeñ o cuchillo del cinto. —¡Y pensar que, segú n me han dicho, creen que estos pá jaros son demonios o feroces fantasmas de la oscuridad! —siguió diciendo Fafhrd, mientras colocaba una capucha de cuero en la cabeza del á guila—. ¡Qué tontería! No son má s que feos cuervos que vuelan de noche. —Hablas demasiado alto —observó el Ratonero, y alzó la vista—, pero es evidente que esta noche el á guila ha vencido a la cañ a de pescar. Mira lo que he encontrado en el buche de este pá jaro. Lo guardó hasta el final. Fafhrd arrebató el rubí al Ratonero con su mano libre y lo izó para mirarlo a la luz de la luna. —¡El rescate de un rey! —exclamó —. ¡Somos ricos, Ratonero! Lo veo claramente. Seguiremos a esos pá jaros en sus robos y paremos que Kooskra les despoje de su botín. Y se echó a reír. Esta vez no hubo la advertencia de un batir de alas… Fue só lo una sombra deslizante que rozó la mano alzada de Fafhrd y se alejó en silencio. Por un momento pareció que iba a posarse en el tejado, pero aleteó vigorosamente hacia arriba. —¡Por la sangre de Kosh! —exclamó Fafhrd, saliendo de su asombro—. ¡Lo ha cogido, Ratonero! ¡A por él, Kooskra! ¡A por él! Y rá pidamente le quitó la capucha al á guila. Pero esta vez resultó claro desde el principio que algo iba mal. El á guila batía despacio las alas y parecía tener dificultad para ganar altura. Sin embargo, se aproximó a la presa. El pá jaro negro viró de repente, se lanzó en picado y subió de nuevo. El á guila lo seguía de cerca, aunque su vuelo era todavía inestable. En silencio, Fafhrd y el Ratonero observaron có mo los pá jaros se aproximaban a la torre alta y maciza del templo abandonado, hasta que sus cuerpos se siluetearon contra la superficie antigua, que resplandecía pá lidamente. Kooskra pareció recuperar entonces toda su potencia. Logró situarse en una posició n superior y se cernió mientras su presa trazaba giros frenéticos y caía verticalmente. —¡Alcá nzale, por Kosh! —susurró Fafhrd, golpeá ndose una rodilla con el puñ o. Pero Kooskra no dio alcance al ave negra, la cual, en el ú ltimo momento, se deslizó a un lado y encontró refugio en una de las altas ventanas de la torre. Ahora no cabía duda alguna de que algo extrañ o le ocurría a Kooskra. Trató de aletear alrededor del alféizar que cobijaba a su presa, pero perdió altura. Se volvió de repente, alejá ndose de la pared, moviendo las alas de una manera irregular y convulsa. Lleno de aprensió n, Fafhrd cerró fuertemente sus dedos sobre el hombro del Ratonero. Cuando Kooskra llegó a un punto por encima de ellos, emitió un terrible graznido que agitó la tranquila noche de Lankhmar. Luego cayó como una hoja muerta, trazando círculos. Só lo una vez má s pareció hacer un esfuerzo para dominar sus alas, pero fue en vano. Aterrizó pesadamente a corta distancia de donde estaban los dos amigos. Cuando Fafhrd llegó al lugar, la encontró muerta. El bá rbaro se arrodilló y acarició las plumas del ave mientras miraba la torre. La perplejidad, la ira y cierto pesar se reflejaban en su rostro. —Vuela hacia el norte, viejo pá jaro —murmuró en voz baja y profunda—. Vuela a la nada, Kooskra. —Entonces se dirigió al Ratonero—: No le encuentro ninguna herida. Juraría que nada le ha tocado mientras volaba. —Ocurrió cuando abatió al otro pá jaro —dijo serenamente el Ratonero—. No miraste las garras de ese feo pá jaro, si no habrías visto que estaban untadas de una sustancia verduzca, la cual penetró en su cuerpo por algú n pequeñ o rasguñ o. Cuando estaba posada en tu mano incubaba ya la muerte, y el veneno actuó con mayor rapidez cuando el á guila atacó al pá jaro negro. Fafhrd asintió , mirando todavía la torre. —Esta noche hemos perdido una fortuna y un cazador fiel. Pero la noche no ha terminado todavía. Siento curiosidad por esas mortíferas sombras. —¿En qué está s pensando? —inquirió el Ratonero. —En que a un hombre le sería fá cil lanzar una cuerda con un ancla pequeñ a sobre un á ngulo de esa torre, y que tengo esa cuerda arrollada a mi cintura. La hemos usado para trepar al tejado de Muulsh y podemos usarla de nuevo. No malgastes palabras, pequeñ o. ¿Qué hemos de temer de Muulsh? Vio que un pá jaro se llevaba la joya. ¿Por qué habría de enviar guardias para que registren los tejados? Sí, ya sé que el pá jaro echará a volar cuando vaya a cogerle, pero puede soltar la joya, o tú puedes alcanzarle de un tiro certero con tu honda. Ademá s, soy especialmente ducho en estos asuntos. ¿Garras envenenadas? Llevaré los guantes y el manto, y una daga desenfundada. Vamos, pequeñ o, no discutamos. Ese rincó n alejado de la casa de Muulsh y el río es el má s idó neo, ése donde se alza el pequeñ o capitel roto. ¡Ya vamos, oh torre! Y agitó el puñ o mientras decía esto. El Ratonero tarareó un fragmento de canció n en voz baja y siguió mirando aprensivamente a su alrededor, mientras sujetaba la cuerda por la que Fafhrd trepaba la pared de la torre del templo. Se sentía francamente mal, participando con Fafhrd en aquella empresa descabellada, con la suerte que habían tenido aquella noche probablemente agotada y el antiguo templo silencioso y desolado. Estaba prohibido bajo pena de muerte entrar en semejantes lugares, y nadie sabía las cosas malignas que podían acechar allí, acreciéndose en la oscuridad. Ademá s, la luz lunar era demasiado reveladora, y el Ratonero se estremeció al pensar en los blancos excelentes que él y Fafhrd constituirían contra la pared. Sonaba en sus oídos el clamor bajo pero potente de las aguas del Hlal, que fluía arremolinado má s allá de la base de la pared opuesta. Una vez le pareció que el mismo templo vibraba como si el Hlal le royera sus partes esenciales. Delante de sus pies se abría el oscuro abismo de unas dos varas que separaba el almacén del templo. Permitía una visió n lateral del jardín del templo vallado, en el que crecían las malas hierbas y estaba sumido en una decadencia absoluta. Y ahora, al mirar en aquella direcció n, vio algo que le hizo enarcar las cejas y le erizó el cabello: al otro lado del espacio iluminado por la luz de la luna pasó velozmente una figura de aspecto humano pero de un volumen inverosímil. El Ratonero tuvo la impresió n de que el extrañ o cuerpo carecía de las curvas y las formas de los miembros características del ser humano, que su rostro no tenía rasgos y que su desagradable aspecto general era el de una rana. Su color parecía ser un marró n apagado uniforme. La figura se desvaneció en direcció n al templo. Por el momento el Ratonero no podía conjeturar de qué se trataba. Alzó la vista, con el propó sito de advertir a Fafhrd, pero el bá rbaro estaba ya balanceá ndose en el alféizar de la ventana, a una altura vertiginosa. Como no quería gritar, hizo una pausa, tratando de decidirse, só lo a medias decidido a trepar por la cuerda para reunirse con su compañ ero. Durante todo el tiempo tarareaba un fragmento de canció n, una tonada que usaban los ladrones porque suponían que reforzaban el sueñ o en los habitantes de una casa que robaban. Deseó fervientemente que la luna se ocultara bajo una nube. Entonces, como si su temor hubiera engendrado una realidad, algo á spero pasó rozá ndole una oreja y chocó con sonido amortiguado contra la pared del templo. Sabía qué era aquello: una bola de arcilla hú meda proyectada con una honda. En el mismo momento en que se arrojaba al suelo, otros dos proyectiles siguieron al primero. Por los impactos, pudo discernir que habían sido disparados desde cerca y con la intenció n de matar má s que de ponerle fuera de combate. Observó el tejado iluminado por la luna, pero no pudo ver nada. Antes de que sus rodillas tocaran el tejado, había decidido lo que debía hacer para ayudar a Fafhrd. Había una forma rá pida de retirada, y la adoptó . Cogió el largo cabo de cuerda y se lanzó al abismo entre los edificios, al tiempo que otras tres bolas de arcilla se aplanaban contra la pared. Mientras Fafhrd se balanceaba cautamente sobre el alféizar de la ventana y encontraba un apoyo só lido, comprendió qué era lo que le había intrigado respecto al cará cter de las tallas desgastadas por la intemperie en el muro antiguo: de un modo u otro todas parecían relacionarse con aves —aves de rapiñ a en particular— y con seres humanos que tenían rasgos grotescos de ave: cabezas con pico, alas de murciélago y garras en las extremidades. Todo el alféizar tenía una cenefa con tales criaturas, y el adorno de piedra sobresaliente en el que se había enganchado el ancla representaba la cabeza de un halcó n. Esta desagradable coincidencia hizo que se abrieran en el interior de Fafhrd las puertas macizas que retenían el miedo y una ligera sensació n de pasmo y horror empezó a apoderarse de su mente, extinguiendo una parte de su có lera por la deplorable muerte de Kooskra. Pero al mismo tiempo sirvió para confirmar ciertas nociones vagas que se le habían ocurrido antes. Miró a su alrededor. El pá jaro negro parecía haberse retirado al interior de la torre, donde la tenue luz lunar revelaba el suelo de piedra lleno de desperdicios y una puerta semiabierta que daba a un rectá ngulo oscuro. El nó rdico desenfundó un largo cuchillo y avanzó sin hacer ruido, apoyando el peso de su cuerpo primero en un pie y luego en el otro para percibir las posibles debilidades en las piedras centenarias. Aumentó la oscuridad, pero cedió un poco a medida que sus ojos se acostumbraban a la negrura. El suelo pétreo bajo sus plantas se hizo resbaladizo, y en oleadas cada vez má s fuertes llegó a su nariz el olor acre, a moho, de un corral de aves. Había también un ruido suave e intermitente. Fafhrd se dijo que era natural que alguna clase de aves, quizá palomas, anidaran en aquella estructura desierta, pero un razonamiento má s profundo insistía en que sus especulaciones anteriores eran ciertas. Rebasó un panel de piedra sobresaliente y llegó a la cá mara superior principal de la torre. La luz lunar que penetraba a través de dos aberturas en el techo, a considerable altura, revelaba vagamente unas paredes ahuecadas, que se ensanchaban a partir de donde él estaba hacia la izquierda. Allí el sonido del Hlal era apagado y profundo, como si se alzara má s a través de las piedras que del aire. Ahora Fafhrd estaba muy cerca de la puerta entreabierta. Observó una diminuta abertura enrejada en la puerta, como el ventanuco de una celda. Situado contra la pared, en el extremo ancho de la habitació n había una especie de altar, decorado con unas esculturas indiscernibles. Y a cada lado, en gradas regulares como las del mismo altar, había varias hileras de pequeñ as manchas negras. Entonces oyó una voz estridente de falsete: —¡Hombre! ¡Hombre! ¡Matar! ¡Matar! Una porció n de las manchas negras se abalanzaron desde las gradas, aumentando de tamañ o al extender sus alas, y convergieron sobre él. Y debido sobre todo a que, en su temor, había esperado aquello, alzó el manto para protegerse la cabeza, al tiempo que asestaba cuchilladas en un veloz movimiento circular. Ahora que estaban tan cerca podía verlos mejor: eran pá jaros de plumas negras como la tinta, provistos de garras crueles, cada uno igual que los dos contra los que Kooskra había luchado. Graznaban sin cesar y le atacaban como gallos de pelea capacitados para volar. Al principio pensó que podría vencerlos sin dificultad, pero era como luchar contra un torbellino de sombras. Tal vez golpeó a dos o tres, no podía saberlo, pero no importaba. Sintió que las garras aferraban y picoteaban su muñ eca izquierda. Entonces, como le pareció que era lo ú nico que podía hacer, saltó a través de la puerta entreabierta, la cerró tras él, acuchilló al ave aferrada a su muñ eca, encontró las punzadas por el tacto, las abrió con el cuchillo y succionó el veneno que podrían tener las garras. Empujó la puerta con el hombro y escuchó los aleteos y los furiosos graznidos de los pá jaros burlados. Sería difícil huir de allí, pues aquella habitació n interior en realidad no era má s que una celda, sin luz excepto el pá lido resplandor de la luna que se filtraba a través de la abertura enrejada en la puerta. No se le ocurría ninguna manera plausible de regresar al alféizar y descender, pues los pá jaros le tendrían por completo a su merced mientras estuviera colgado de la cuerda. Quería gritar una advertencia al Ratonero, pero temía que sus gritos, probablemente ininteligibles desde aquella altura, só lo sirvieran para atraer al Ratonero a la misma trampa. Lleno de furor e incertidumbre, pisoteó vengativamente el cuerpo del ave que había matado. Gradualmente sus temores se calmaron, pues los pá jaros parecían haberse retirado. Ya no se lanzaban en vano contra la puerta ni se aferraban graznando a las rejas de la abertura. A través de ésta, Fafhrd podía tener una buena visió n del sombrío altar y las gradas, cuyos negros ocupantes estaban inquietos, se movían de un lado a otro, se empujaban y revoloteaban de una grada a otra. Su olor llenaba la atmó sfera. Entonces Fafhrd oyó de nuevo la estridente voz de falsete, pero esta vez había má s de una voz. —Joyas, joyas. Brillo, brillo. —Deslumbrantes, centelleantes. —Arrancar oreja, picotear ojo. —Arañ ar mejilla, clavar garras en el cuello. Esta vez no había duda alguna de que eran las mismas aves las que hablaban. Fafhrd escuchó aquellas palabras fascinado. No era la primera vez que oía hablar a unos pá jaros, a loros maldicientes y cuervos de lengua hendida. El tono de aquellos pá jaros era igualmente monó tono y daba una impresió n de estupidez, sus repeticiones vituperantes eran las mismas. Incluso había oído a algunos loros imitar la voz humana con mucha má s precisió n. Pero el contenido de las frases era tan diabó licamente pertinente que por un momento Fafhrd temió que dejaran de ser frases aisladas y se convirtieran en un discurso inteligente, con preguntas y respuestas racionales. Y no podía olvidar aquella orden cuyo objetivo era innegable: «¡Hombre, hombre! ¡Matar, matar!». Mientras escuchaba como hechizado aquel coro cruel, una figura pasó sigilosamente ante la abertura enrejada, hacia el altar. No tenía de humana má s que su forma general, sin rasgos, con una superficie uniforme marró n correosa, como un oso de grueso pelaje, sin pelo. Fafhrd vio que los pá jaros también se lanzaban contra aquella extrañ a figura y revoloteaban a su alrededor, graznando y atacá ndole. Pero el recién llegado no les prestó ninguna atenció n, como si fuese inmune a los picos y las garras envenenadas. Avanzó sin prisas, con la cabeza alzada, hacia el altar. Ahora la luz de la luna se filtraba por una brecha en lo alto y llegaba casi verticalmente, formando un charco de luz pá lida en el suelo, ante el mismo altar, y Fafhrd pudo ver que la criatura abría un cofre grande y empezaba a extraer pequeñ as cosas que resplandecían, haciendo caso omiso a los pá jaros que formaban un enjambre cada vez má s nutrido a su alrededor. Entonces la criatura se movió de modo que la luz de la luna la iluminó de pleno, y Fafhrd vio que se trataba de un hombre enfundado en un horrendo traje de cuero grueso, con dos delgadas ranuras en el lugar de los ojos. Estaba transfiriendo torpe pero metó dicamente el contenido del cofre a una bolsa de cuero que llevaba, y Fafhrd se dio cuenta de que el cofre contenía las numerosas joyas y baratijas que los pá jaros habían robado. El individuo vestido de cuero completó su tarea y salió por donde había entrado, rodeado aú n por la pequeñ a nube negra de pá jaros que no cesaban de graznar. Pero cuando la criatura pasó por el lado opuesto a Fafhrd, las aves se apartaron de sú bito y volaron hacia el altar, como obedeciendo una orden que habían oído a pesar del ruido que hacían. La figura cubierta de cuero se detuvo en seco y miró inquisitivamente a su alrededor. Las largas aberturas de los ojos le daban un aspecto de amenaza críptica. Entonces volvió a ponerse en marcha, pero, en el mismo momento, cayó un lazo corredizo que se cerró alrededor de la bolsa de cuero que formaba su cabeza. La figura empezó a debatirse y tambalearse errá ticamente, llevá ndose al cuello una mano enfundada en cuero. Luego agitó ambos brazos con desesperado frenesí, de modo que la bolsa que aú n sujetaba se abrió y derramó las piedras y los objetos metá licos con piedras engastadas que contenía. Finalmente, un diestro tiró n del lazo le derribó al suelo. Fafhrd eligió aquel momento para intentar la huida, confiando en la confusió n y la sorpresa, pero no estuvo acertado: tal vez una pizca de veneno en sus venas le había afectado el cerebro. Casi había llegado al pasillo que conducía a la ventana antes de que un segundo lazo se tensara cruelmente alrededor de su garganta. Sus pies abandonaron el suelo, cayó y se golpeó el crá neo contra la piedra. El lazo se tensó aun má s, hasta que sintió que se ahogaba en un mar de plumas negras en el que brillaban cegadoramente todas las joyas del mundo. Cuando recobró la conciencia, sintió el intenso dolor del crá neo magullado y una voz que gritaba asustada y entrecortadamente: —En el nombre del Gran Dios, ¿quién eres? ¿Qué eres? Una segunda voz, aguda, dulce, rá pida, parecida a un trino de ave, imperiosa y glacial, respondió : —Soy la sacerdotisa alada, señ ora de los halcones. Soy la reina con garras, la princesa con plumas, encarnació n de Ella, la que ha gobernado siempre aquí, a pesar de la prohibició n de los sacerdotes y la orden del Señ or Supremo. Soy la que ocasiona merecidas lesiones a las mujeres altivas y voluptuosas de Lankhmar. Soy la que envía mensajeros para que tomen el tributo que otrora depositaban generosamente, aunque temblando, en mi altar. Entonces habló la primera voz, llena de aprensió n, aunque sin debilidad: —Pero no puedes condenarme de un modo tan horrible. Mantendré bien tus secretos. Só lo soy un ladró n. —Eres, en efecto, un ladró n —dijo la segunda voz—, pues querías saquear el tesoro del altar de Tyaa Alada, y por ese crimen las aves de Tyaa infligen el castigo que consideran oportuno. Si creen que mereces misericordia, no te matará n; só lo te arrancará n un ojo…, o quizá los dos. La voz tenía un fondo de trinos y gorjeos, y el cerebro torturado de Fafhrd seguía imaginando un monstruoso canto de ave. Intentó incorporarse, pero descubrió que estaba fuertemente atado a una silla. Tenía los brazos y las piernas ateridos, y, ademá s, el brazo izquierdo le dolía y ardía. La suave luz lunar cesó entonces de importunarle y vio que seguía en la misma cá mara, cerca de la puerta con la mirilla enrejada, de cara al altar. A su lado había otra silla, en la que estaba sentado el hombre revestido de cuero, atado como él. Pero no tenía puesta la capucha de cuero, por lo que Fafhrd vio el crá neo afeitado y picado de viruelas y las rudas facciones de un hombre al que reconoció : era Stravas, un ratero bien conocido. —Tyaa, Tyaa —graznaron los pá jaros—. Arrancar ojos. Desgarrar nariz. Los ojos de Stravas eran pliegues oscuros de terror entre sus cejas afeitadas y los gruesos carrillos. Habló de nuevo en direcció n al altar. —Soy un ladró n, es cierto, pero también lo eres tú . Los dioses de este templo está n proscritos y prohibidos. El Gran Dios en persona los maldijo, y hace siglos abandonaron este lugar. No sé quién será s, pero no cabe duda de que eres una intrusa. De alguna manera, quizá por medio de artes má gicas, has enseñ ado a las aves a robar, sabiendo que a muchas de ellas les gusta por naturaleza coger objetos brillantes. Y tú te quedas con lo que roban. No eres mejor que yo…, yo, que descubrí tu secreto e ideé una manera de robarte a mi vez. No eres una sacerdotisa que pueda condenar a muerte por sacrilegio. ¿Dó nde está n tus adoradores? ¿Dó nde está tu clero? ¿Cuá les son tus gracias? ¡Eres una ladrona! Hizo un esfuerzo para inclinarse hacia delante, tensando sus ligaduras, como si quisiera lanzarse hacia la muerte que podría ser la respuesta a sus imprudentes palabras. Entonces, Fafhrd vio, de pie a espaldas de Stravas, una figura que le hizo dudar de si había recobrado realmente el conocimiento, pues era otro hombre enmascarado con cuero. Pero, tras parpadear y mirar de nuevo, vio que la má scara no era má s que una pequeñ a visera, y que por lo demá s el hombre estaba vestido como un halconero, con un jubó n pesado y enormes guanteletes. Del ancho cinto de cuero colgaba una espada corta y un lazo enrollado. Fafhrd miró al otro lado y atisbó el contorno de una figura similar al lado de su silla. Entonces la voz del altar, de un modo algo má s estridente y agudo, pero musical y horriblemente parecido al trinar de los pá jaros, respondió . Y mientras lo hacía, los pá jaros coreaban: «¡Tyaa! ¡Tyaa!» —Ahora morirá s, convertido en jirones. Y ése que está a tu lado, cuya á guila impía mató a Kivier y fue, a su vez, muerta por él, morirá también. Pero moriréis sabiendo que Tyaa es Tyaa, y que su espíritu sacerdotal y encarnado no es un intruso. Fafhrd miró directamente al altar, una acció n que había evitado inconscientemente hasta entonces, debido a un temor supersticioso irresistible y a una extrañ a revulsió n. El haz de luz lunar se había movido un poco má s hacia el altar, revelando dos figuras de piedra que sobresalían a cada lado, como gá rgolas. Sus rostros tallados eran de mujer, pero los brazos amenazadoramente doblados terminaban en garras, y tenían unas alas plegadas a la espalda. El antiguo artesano que había tallado aquellas estatuas lo había hecho con habilidad diabó lica, pues daban la impresió n de estar a punto de extender las alas pétreas y lanzarse al aire. Sobre el altar, entre las mujeres aladas, pero má s atrá s y fuera del haz de luz lunar, estaba encaramada una gran forma negra con medias lunas colgantes de negrura que podrían corresponder a unas alas. Fafhrd la contempló lamiéndose los labios, y su mente amodorrada por el veneno era incapaz de enfrentarse a las posibilidades que evocaba aquella figura. Pero al mismo tiempo, aunque apenas era consciente de lo que estaba haciendo, sus manos flexibles y de largos dedos empezaron a mover las fuertes ligaduras de sus muñ ecas. —Sabe, estú pido —dijo la voz de la forma negra—, que los dioses no dejan de existir cuando unos falsos sacerdotes los prohíben, ni huyen cuando los maldice un dios falso y presuntuoso. Aunque el sacerdote y el fiel se marchen, él permanece. Yo era pequeñ a y no tenía alas cuando subí aquí por primera vez, pero sentí su presencia en las mismas piedras. Y supe que mi corazó n era hermano del suyo. En aquel momento Fafhrd oyó que el Ratonero le llamaba, de un modo débil, apagado, pero inequívoco. Su voz parecía provenir de las regiones interiores del templo y se mezclaba con el rumor liviano y gangoso del Hlal. La forma del altar trinó una llamada e hizo un gesto, de modo que una de las medias lunas colgantes se movió . Un solo pá jaro negro descendió para posarse en la muñ eca del halconero que estaba detrá s de Stravas. Luego el halconero se alejó y sus pisadas resonaron como si estuviera bajando una escalera. El otro halconero corrió al alféizar de la ventana por la que Fafhrd había entrado y se oyó el ruido de un cuchillo cortando la cuerda. Poco después regresó . —Parece que esta noche no le faltan a Tyaa adoradores —gorjeó la forma sobre el altar—. Y algú n día todas las mujeres lujosas de Lankhmar subirá n aterradas pero sin poder resistirlo a este lugar, para sacrificar a Tyaa porciones de su belleza. A la aguda mirada de Fafhrd no se le escapó que la negrura de la forma era demasiado suave para estar formada por plumas, pero no podía estar seguro. Siguió moviendo sus ligaduras, notando que las de la muñ eca derecha se aflojaban. —Destrozar belleza, destrozar belleza —gritaron á speramente los pá jaros—. Besar con pico. Acariciar con garra. —Cuando era pequeñ a —continuó la voz—, só lo soñ aba en tales cosas, en salir secretamente siempre que podía de la casa paterna para venir a este lugar sagrado. Pero incluso entonces el espíritu de Tyaa estaba en mí, haciendo que los demá s me temieran y evitaran. »Un día encontré un pajarillo herido escondido aquí, y lo cuidé hasta que sanó . Era un descendiente de uno de los antiguos pá jaros de Tyaa, el cual, cuando el templo fue profanado y cerrado, huyó a las Montañ as de la Oscuridad, para aguardar el día en que Tyaa volvería a llamarles. Aquel pá jaro había regresado al percibir por medios ocultos que Tyaa había renacido en mí, y me conocía. Lentamente, porque éramos pequeñ os y está bamos solos, recordamos algunos de los rituales antiguos y recuperamos el poder de conversar entre nosotros. »Transcurridos los añ os, los demá s pá jaros fueron regresando de las Montañ as de la Oscuridad, uno tras otro, y se reprodujeron. Nuestras ceremonias se hicieron cada vez má s perfectas. Se me hizo difícil seguir siendo sacerdotisa de Tyaa sin que el mundo exterior descubriera mi secreto. Era preciso conseguir alimento, sangre y carne. Y teníamos que instruirnos durante largas horas. »Pero perseveré. Y entretanto todos los de mi clase en el mundo exterior me odiaban má s y má s, pues percibían mi poder, y me injuriaban y trataban de humillarme. »Mil veces al día el honor de Tyaa era pisoteado en el polvo. Me privaron de los privilegios de mi nacimiento y posició n y me obligaron a casarme con un hombre rudo y vulgar. Sin embargo, me sometí y actué como si fuera una de ellos, burlá ndome de su falta de ingenio, su frivolidad y vanidad. Esperé a que llegara el momento, sintiendo en mi interior el espíritu de Tyaa que me fortalecía siempre. —¡Tyaa! ¡Tyaa! —corearon las aves. —Y entonces busqué y encontré a quienes me ayudaran en mi bú squeda: dos descendientes de los antiguos Halcones de Tyaa, cuyas familias se habían mantenido fieles al culto y a las tradiciones antiguas. Me conocían y me rindieron homenaje. Ellos constituyen mi clero. Fafhrd notó que el halconero que estaba a su lado hacía una reverencia. Tenía la sensació n de estar presenciando un maligno espectá culo de sombras tras un lienzo iluminado. El temor por la suerte del Ratonero era como un peso de plomo sobre sus pensamientos confusos. Se fijó en un broche con perlas incrustadas y un brazalete de zafiro que estaban en el suelo, a escasa distancia de su silla. Las joyas seguían donde habían quedado al caer de la bolsa de Stravas. —Hace cuatro meses —siguió diciendo la voz—, cuando menguaba la Luna del Bú ho, sentí que Tyaa se había encarnado plenamente en mí, y que había llegado el momento de que Tyaa ajustara las cuentas con Lankhmar. Así pues, envié a los pá jaros a que cogieran el antiguo tributo, ordená ndoles que castigaran a quienes negaran el tributo o a las mujeres notorias por su vanidad y orgullo. Pronto las aves recuperaron su antigua astucia y el altar de Tyaa quedó adornado como le corresponde. Lankhmar aprendió a temer, aunque sin saber que temía a Tyaa. ¡No será así durante mucho tiempo! Al pronunciar estas ú ltimas palabras la voz se hizo muy estridente. —Pronto proclamaré abiertamente a Tyaa. Las puertas del templo se abrirá n a los fieles y los portadores de tributos. Los ídolos del Gran Dios será n derribados y se destruirá n sus templos. Se convocará aquí a las mujeres ricas e insolentes que despreciaron a Tyaa en mí, y este altar tendrá de nuevo la satisfacció n del sacrificio. —La voz se alzó hasta convertirse en un aullido—: ¡Ya está empezando! ¡Ahora mismo dos intrusos sentirá n en sus carnes la venganza de Tyaa! De la garganta de Stravas surgió el sonido de una estremecida inhalació n, y se agitó inú tilmente de un lado a otro, tratando de quitarse las ligaduras. Fafhrd forzaba con frenesí la ligadura suelta de su mano derecha. A una orden, varios pá jaros negros se alzaron de los lugares donde estaban posados, pero volvieron a posarse, inseguros, pues la orden gorjeada no se completó . El otro halconero había regresado y avanzaba hacia el altar, la mano derecha levantada en ademá n de saludo solemne. Ahora no llevaba ningú n pá jaro en la muñ eca y su mano izquierda sujetaba una espada corta ensangrentada. La forma del altar se adelantó ansiosa y la luz lunar la iluminó , de modo que ahora Fafhrd la vio claramente por primera vez. No era un ave gigantesca ni un híbrido monstruoso, sino una mujer envuelta en vestiduras negras y con unas mangas largas y colgantes. La capucha negra caída hacia atrá s reveló , blanco a la luz de la luna pero enmarcado por brillante cabello negro, un rostro triangular, cuyos ojos de brillo vítreo y aspecto predatorio recordaban un ave, pero también una niñ a, malévola y de una belleza extrañ a. Se movía encorvada, dando pasitos cortos, como si aleteara. —Tres en una noche —exclamó —. Has matado al tercero. Está bien, halconero. —Te conozco, te conozco —dijo Stravas con voz entrecortada. El halconero siguió avanzando, hasta que la mujer dijo quedamente: —¿Qué sucede? ¿Qué quieres? Entonces el halconero saltó hacia ella con la agilidad de un felino y acercó la espada ensangrentada, que brilló con destellos rojizos contra el tejido negro que cubría el seno de la mujer. Y Fafhrd oyó decir al Ratonero: —No te muevas, Atya, ni ordenes a tus pá jaros que hagan ninguna acció n maligna, o morirá s en un abrir y cerrar de ojos, como han muerto tu halconero y su ave negra. Durante cinco sofocantes latidos de corazó n se hizo un silencio mortal. Luego la mujer del altar empezó a respirar de una manera seca, ahogada, y lanzó unos gritos breves y entrecortados que eran casi graznidos. Algunos pá jaros negros echaron a volar y trazaron círculos inseguros, entrando y saliendo de los haces de luz lunar, aunque manteniéndose a distancia del altar. La mujer empezó a balancearse de un lado a otro, y la espada siguió inalterable sus movimientos, como un péndulo. Fafhrd notó que el segundo halconero se movía a su lado, alzando su espada para atacar. Aplicando toda su fuerza en un poderoso apalancamiento de muñ eca y antebrazo, Fafhrd rompió la ú ltima ligadura, y se lanzó con silla y todo hacia arriba y adelante, cogió la muñ eca del halconero cuando empezaba a blandir la espada corta, y cayó con él al suelo. El halconero chilló de dolor y se oyó el crujido de un hueso al romperse. Fafhrd estaba tendido encima de él, mirando al Ratonero con sus atavíos de cuero y a la mujer. —Dos halconeros en una noche —dijo el Ratonero, imitando a la mujer—. Has hecho bien, Fafhrd. —Entonces añ adió inflexible—: La mascarada ha terminado, Atya. Tu venganza contra las mujeres de alcurnia de Lankhmar ha llegado a su fin. ¡Ah, pronto el gordo Muulsh se llevará una sorpresa cuando sepa lo que ha hecho su palomita! ¡Robar hasta sus propias joyas! ¡Es casi demasiado astuto, Atya! Un grito de angustia amarga y derrota total surgió de la boca de Atya, evidenciando su humillació n y debilidad. Pero dejó de balancearse y un aire de profunda desesperació n tensó su rostro decadente. —¡A las Montañ as de la Oscuridad! —gritó con frenesí—. ¡A las Montañ as de la Oscuridad! ¡Llevad el tributo de Tyaa a la ú ltima fortaleza de la diosa! Y tras estas palabras produjo una serie de silbidos, gorjeos y gritos extrañ os. Todos los pá jaros se alzaron al unísono, aunque manteniéndose todavía alejados del altar. Volaron frenéticamente de un lado a otro, emitiendo diversos graznidos, a los que la mujer parecía responder. —¡Basta de tretas, Atya! —le dijo el Ratonero—. La muerte está pró xima. Entonces una de las aves negras se lanzó hacia el suelo, cogió un brazalete con esmeraldas engastadas, se alzó de nuevo y salió por una profunda abertura en la pared del templo que daba al río Hlal. Uno tras otro, los demá s pá jaros siguieron su ejemplo. Como en una grotesca procesió n ritual, salieron a la noche, llevando una fortuna en sus garras: collares, broches, anillos y agujas de oro, plata y á mbar con cabezas de piedras preciosas que lucían pá lidas a la luz de la luna. Cuando se desvanecieron los tres ú ltimos pá jaros, para los que ya no quedaban joyas, Atya alzó sus brazos cubiertos de telas negras hacia las dos esculturas sobresalientes de mujeres aladas, como si implorase un milagro, emitió un lamento desgarrador, saltó temerariamente del altar y se lanzó en pos de los pá jaros. El Ratonero no la golpeó , sino que la siguió , con su espada peligrosamente cerca. Juntos penetraron en la abertura. Se oyó otro grito, y poco después el Ratonero regresó solo y se acercó a Fafhrd, cortó sus ligaduras y apartó la silla, ayudá ndole a levantarse. El halconero herido no se movió , pero permaneció tendido, gimiendo quedamente. —¿Se ha arrojado al Hlal? —inquirió Fafhrd, con la garganta seca. El Ratonero asintió . Fafhrd se frotó la frente, aturdido, pero su mente se estaba aclarando, a medida que se disipaban los efectos del veneno. —Hasta los nombres eran iguales —musitó en voz baja—. ¡Atya y Tyaa! El Ratonero se dirigió al altar y empezó a revisar las ligaduras del ladró n. —Algunos de tus hombres han intentado acribillarme esta noche, Stravas —dijo en tono ligero—. No me ha sido fá cil eludirles y abrirme paso por la escalera atascada. —Lo siento… ahora —dijo Stravas. —Supongo que también eran tus hombres los que fueron esta noche a robar joyas a casa de Muulsh. Stravas asintió , frotá ndose los miembros liberados. —Pero confío en que ahora seamos aliados, aunque no hay botín a repartir, excepto unos cristales sin valor y otras chucherías. —Rió tristemente—. ¿No había manera de librarse de esos demonios negros sin perderlo todo? —Para ser un hombre recién arrancado del pico de la muerte, eres muy codicioso, Stravas —observó el Ratonero—, pero supongo que se debe a tu adiestramiento profesional. No, la verdad es que me alegra que los pá jaros se hayan ido. Lo que má s temía es que se descontrolaran…, como sin duda habría sucedido si hubiese matado a Atya. Só lo ella podía dominarlos. Es evidente que todos habríamos muerto. Fíjate en lo hinchado que está el brazo de Fafhrd. —Quizá los pá jaros traerá n de nuevo el tesoro —dijo Stravas en tono esperanzado. —No lo creo —replicó el Ratonero. Dos noches después, Muulsh, el prestamista, que sabía algo de lo sucedido porque se lo había dicho un halconero con un brazo roto que había estado empleado para cuidar de las aves cantoras de su esposa, estaba có modamente recostado en la cama lujosa de la habitació n de su esposa. Una de sus manos rechonchas sostenía una copa de vino, y la otra la de una hermosa doncella que había sido la peluquera de su mujer. —La verdad es que nunca la quise —dijo el prestamista, atrayendo hacia sí a la joven, que sonreía con retaco—. Pero ella solía aguijonearme y asustarme. La muchacha separó suavemente su mano. —Só lo quiero poner las coberturas a esas jaulas —explicó —. Los ojos de los pá jaros me recuerdan los de ella. Y se estremeció delicadamente bajo su delgada tú nica. Cuando la ú ltima ave canora quedó tapada y en silencio, ella regresó y se sentó en sus rodillas. El miedo desapareció gradualmente de Lankhmar, pero muchas mujeres ricas siguieron llevando jaulas de plata en la cabeza, considerá ndolo como una moda encantadora. Poco a poco las jaulas se fueron alterando hasta quedar reducidas a suaves má scaras de redecilla de plata. Y algú n tiempo después, el Ratonero le dijo a Fafhrd: —Hay algo que no te he dicho. Cuando Atya se arrojó al Hlal, había luna llena. Sin embargo, de algú n modo la perdí de vista mientras caía, y no vi ningú n chapoteo en el agua, aunque escudriñ é a fondo. Entonces, al alzar la cabeza, vi el final de aquella desigual procesió n de pá jaros cuando cruzaban ante el disco lunar, y me parece que detrá s de ellos volaba un pá jaro mucho mayor, que aleteaba fuertemente. —Y crees que… —dijo Fafhrd. —Hombre, creo que Atya se ahogó en el Hlal —replicó el Ratonero. El precio del alivio del dolor Fafhrd, el corpulento bá rbaro, expulsado del Yermo Frío del Mundo de Nehwon y forastero para siempre en la tierra y la ciudad de Lankhmar, la zona má s notable de Nehwon, y el pequeñ o pero mortífero espadachín Ratonero Gris, un apá trida incluso en el despreocupado y nada burocrá tico Nehwon, un hombre sin país (que él supiera), eran grandes amigos y camaradas desde que se conocieron en la ciudad de Lankhmar cerca de la intersecció n de las calles del Oro y del Dinero, pero nunca habían compartido un hogar. Un motivo evidente era que por naturaleza, y a excepció n de su compañ ía mutua, eran solitarios, y tales personas casi siempre carecen de hogar. Por otra parte, vivían constantes aventuras y estaban siempre caminando, explorando o huyendo de las funestas consecuencias de fechorías y errores pasados. En tercer lugar, sus primeros y ú nicos amores verdaderos —la Vlana de Fafhrd y la Ivrian del Ratonero— murieron cruentamente asesinadas (y fueron cruenta aunque dificultosamente vengadas) la primera noche en que los jó venes se conocieron, y cualquier hogar sin una mujer amada es un lugar frío. En cuarto lugar, generalmente robaban todas sus posesiones, incluso sus espadas y dagas, a las que siempre llamaban «Varita Gris», «Buscacorazones», «Escalpelo» y «Garra de Gato», por muchas veces que las perdieran y las reemplazaran por otras armas robadas…, y los hogares suelen ser muy difíciles de robar. Como es natural, no cuentan las tiendas y alojamientos en posadas, cuevas, palacios en los que dan empleo a uno o donde quizá s es huésped de una princesa o una reina, o incluso chamizos que uno alquila por algú n tiempo, como el que alquilaron el Ratonero y Fafhrd por corto tiempo en un callejó n cerca de la Plaza de las Delicias Ocultas. No obstante, durante sus primeras caminatas y galopadas por Nehwon, en busca de sus aventuras en y alrededor de Lankhmar, en las que solían estar ausentes las mujeres, pues los recuerdos de Ivrian y Vlana les acosaron durante añ os, y tras su embrujado viaje por el Mar Exterior y su regreso, y después de sus encuentros con los siete Sacerdotes Negros y con Atya y Tyaa, y tras su segundo regreso a Lankhmar, compartieron durante breves lunas una casa y un hogar, aunque era bastante pequeñ a y, naturalmente, robada, y las dos mujeres que la habitaban só lo fantasmas y su ubicació n —debido al talante mó rbido que también ellos compartían— de lo má s dudosa y de mal agü ero. Una noche que iban medio borrachos por la callejuela de la Peste y el callejó n de los Huesos, tras salir de la taberna situada en la esquina de las calles del Dinero y las Rameras, llamada la «Lamprea Dorada», y se dirigían a una posada de alegre pero maligno recuerdo, la «Anguila de Plata», cuando estaban en el Camino Mortecino, a media distancia entre las calles de la Quincalla y el Carretero, atisbaron detrá s de las ruinas de la casa —con sus cenizas y piedras ennegrecidas todavía sin limpiar— donde sus primeros amores Ivrian y Vlana se habían quemado hasta reducirse a cenizas blancas, tras muchos tormentos, y algunas partículas de las cuales aú n podían ver bajo la ló brega luz de la luna. Aquella misma noche, mucho má s tarde y mucho má s borrachos, deambulaban hacia el norte má s allá de la Calle de los Dioses hacia el barrio de los aristó cratas, junto a la Muralla del Mar y al este del Palacio Arcoiris del Señ or Supremo de Lankhmar, Karstak Ovartamortes. En la finca del duque Danius, el Ratonero espió a través de la valla de estacas, ahora bajo una luz lunar má s brillante —allí el suave viento marino del norte hacía que el aire estuviera libre de niebla nocturna— una casa de jardín escondida, de madera natural bien pulimentada, con parhilera curvilínea y vigas gruesas, de la cual se encaprichó en extremo e incluso persuadió a Fafhrd para que la admirase. La tal casa descansaba sobre seis postes cortos de cedro, que a su vez descansaban sobre roca plana. No podían hacer má s que correr a la Calle de la Muralla y el Portal del Pantano, alquilar a una docena de los inevitables vagos que pasaban la noche allí, dá ndoles una moneda de plata y bebida en abundancia a cada uno, prometiéndoles una moneda de oro y mucha má s bebida para después del trabajo, conducirlos al mencionado solar de Danius, descerrajar la puerta, hacerles entrar cautelosamente, ordenarles que levantaran la casa del jardín y se la llevaran…, con la suerte providencial de que no hicieron demasiado ruido y no aparecieron guardianes ni vigilantes. De hecho, El Ratonero y Fafhrd pudieron trasegar otro jarro de vino durante la supervisió n del trabajo. A continuació n, las cuatro decenas de improvisados porteadores, con los ojos fuertemente vendados, orientados y espoleados por los dos amigos, trasladaron jadeantes y sudorosos la casa (ésta fue la ú nica parte difícil de la operació n, y requirió las acertadas y confiadas lisonjas del Ratonero y la cordialidad desenvuelta aunque algo amenazante y exigente de Fafhrd). Bajaron hacia el sur, por la desierta calle del Carretero, y al oeste, por el callejó n de los Huesos (por fortuna la casa de jardín era bastante estrecha, pues constaba de tres pequeñ as habitaciones en hilera), hasta llegar a un solar vacío detrá s de la «Anguila de Plata», donde Fafhrd arrojó a un lado tres bloques de piedra e hizo espacio para aposentar la casa. Luego só lo tuvieron que orientar de nuevo a los porteadores con los ojos vendados de regreso al Portal del Pantano, darles su oro y comprarles el vino —una jarra grande pareció lo má s sensato para embotar la memoria— y correr en el alba rosada para comprarle a Braggi, el patró n de la taberna, el solar sin valor detrá s de la «Anguila de Plata». Cortaron a regañ adientes con el hacha de guerra de Fafhrd la parhilera y las vigas en forma de cuernos, embadurnaron con agua y cenizas el tejado y las paredes (sin pensar en que, recordando a Vlana e Ivrian, esto era de mal agü ero), a fin de desfigurar la casa lo mejor posible, y finalmente entraron y se tendieron en el suelo antes de mirar a su alrededor. A la mañ ana siguiente, cuando despertaron, vieron que el interior de la casa era muy agradable. Las dos habitaciones de los extremos eran dormitorios con mullidas alfombras y unos murales muy eró ticos que decoraban las paredes. El Ratonero se preguntó si el duque Danius compartía sus concubinas con un amigo o si él mismo iba y venía entre los dos dormitorios. La habitació n central era una sala de estar muy acogedora, con varios estantes que contenían libros estimulantes con lujosas encuadernaciones y una buena despensa de alimentos exó ticos contenidos en tarros y vinos. Uno de los dormitorios tenía incluso una bañ era de cobre, de la que el Ratonero se apropió en seguida, y ambas habitaciones disponían de retretes que limpiaba fá cilmente desde abajo un muchacho que trabajaba para ellos a tiempo parcial y al que contrataron aquella noche en la «Anguila de Plata». El robo tuvo un gran éxito, y los guardias lankhmarianos provistos de corazas marrones y en general perezosos no molestaron a los dos amigos, como tampoco lo hizo el duque Danius; si éste había contratado sabuesos para que buscaran el paradero de la casa, fracasaron en su trabajo no demasiado fá cil. Y durante varios días el Ratonero Gris y Fafhrd fueron felices en su nuevo domicilio, comiendo y bebiendo las exquisitas provisiones de Danius y haciendo rá pidas incursiones a la «Anguila de Plata» en busca de má s vino. El Ratonero tomaba dos o tres bañ os al día, perfumados, jabonosos, aceitosos y lentos, Fafhrd iba cada dos días al bañ o pú blico de vapor má s cercano y dedicaba mucho tiempo a la lectura, puliendo su ya considerable conocimiento del alto lankhmarés, el ilthmarés y el quarmalliano. Poco a poco, el dormitorio de Fafhrd se fue haciendo có modamente desordenado y el del Ratonero muy pulcro y ordenado… Aquello respondía simplemente a que sus verdaderas naturalezas se expresaban sin trabas. Al cabo de unos días Fafhrd descubrió una segunda biblioteca, muy bien escondida, cuyos volú menes só lo se ocupaban de la muerte, completamente distintos de los otros libros de temá tica muy eró tica. Fafhrd los encontró igualmente educativos, mientras que el Ratonero Gris se entretuvo imaginando al duque Danius mientras leía unos pá rrafos sobre el estrangulamiento o los venenos de la jungla kleshita mientras iba y venía entre los dos dormitorios y sus dos o má s muchachas. Sin embargo, los dos compañ eros no invitaban a ninguna mujer a su nuevo y encantador hogar, y quizá por una buena razó n, porque alrededor de media luna después, el espectro de la esbelta Ivrian empezó a aparecerse al Ratonero y el de la alta Vlana a Fafhrd; tal vez ambos espíritus se habían alzado de su polvo mineral restante que flotaba en torno e incluso estaba adherido a las paredes exteriores. Los fantasmas de las muchachas nunca hablaban, ni siquiera emitían el má s leve susurro, nunca tocaban, ni siquiera con el liviano contacto de un solo cabello. Fafhrd nunca hablaba de Vlana al Ratonero, ni éste a Fafhrd de Ivrian. Las dos muchachas eran invariablemente invisibles, inaudibles, intangibles, pero, no obstante, estaban allí. Ocultá ndose al otro, cada uno consultó a brujas, hechiceros, astró logos, magos, nigromantes, adivinadores, médicos famosos, incluso sacerdotes, buscando una cura a sus males (cada uno deseaba ver má s de su amada muerta o nada en absoluto), pero sin encontrar ninguna. Al cabo de tres lunas el Ratonero y Fafhrd —muy amables entre sí, muy tolerantes en todos los aspectos, prestos siempre a la broma y sonriendo mucho má s de lo que deseaban— se estaban volviendo rá pidamente locos. El Ratonero lo comprendió una mañ ana gris, cuando, al abrir los ojos, una pá lida Ivrian bidimensional apareció al fin y le miró tristemente un momento desde el techo, tras lo cual se desvaneció por completo. Grandes gotas de sudor perlaron el rostro y la cabeza del hombrecillo, desde la línea donde nacía el cabello. Notaba un sabor á cido en la garganta y tenía ganas de vomitar. Entonces apartó con violencia las ropas de cama y salió corriendo desnudo de su dormitorio, cruzó la sala de estar y entró en el de Fafhrd. El nó rdico no estaba allí. Durante largo tiempo se quedó mirando el lecho revuelto y vacío. Luego bebió de un trago media botella de vino fortalecido y se preparó un cazo de gahveh vitalizante, que tomó casi hirviendo. Una vez engullido se echó a temblar intensamente. Se puso una tú nica de lana, que se ató con firmeza a la cintura, se calzó sus botas de lana y siguió estremeciéndose mientras terminaba su gahveh todavía humeante. Durante todo el día anduvo de un lado a otro por la sala de estar o se arrellanó en una de las grandes sillas, alternando el vino fortalecido con el gahveh caliente, esperando el regreso de Fafhrd, todavía estremeciéndose de vez en cuando y arrebujá ndose má s en la tú nica. Pero el nó rdico no aparecía. Cuando las ventanas de cuerno delgado y ceniza en polvo amarillearon y se oscurecieron al anochecer, el Ratonero empezó a pensar de una manera má s prá ctica en su penosa situació n. Se le ocurrió que el ú nico brujo al que no había consultado acerca de su obsesionante y horrible Ivrian (plausible precisamente porque era el ú nico brujo que no le parecía un impostor y un farsante) era Sheelba del Rostro Sin Ojos, que vivía en la choza de cinco patas en el Gran Pantano Salado, al este de Lankhmar. Se quitó las prendas de lana y se puso rá pidamente su tú nica gris de seda á speramente tejida, sus botas de piel de rata y se colocó al cinto la delgada espada «Escalpelo» y la daga «Garra de Gato» (ya había observado antes que las ropas ordinarias de Fafhrd, así como su espada «Varita Gris» y su daga «Buscacorazones» habían desaparecido), se puso el manto con capucha del mismo material que su tú nica y salió de la casita a toda prisa, temeroso de que el triste fantasma de Ivrian se le apareciera de nuevo y, sin hablar ni tocarle, volviera a desvanecerse. El sol se ponía. El muchacho de la «Anguila de Plata» estaba limpiando los retretes. —¿Has visto hoy a Fafhrd? —le preguntó el Ratonero con vehemencia. El muchacho empezó a retroceder. —Sí —respondió —. Salió esta mañ ana en un gran caballo blanco. —Fafhrd no tiene ningú n caballo —dijo el Ratonero en un tono á spero y amenazante. El muchacho retrocedió de nuevo. —Era el caballo má s grande que he visto jamá s. Tenía silla y arreos marrones, con incrustaciones de oro. El Ratonero soltó un gruñ ido y desenfundó a medias a «Escalpelo» de su vaina de piel de rató n. Entonces, má s allá del muchacho, vio, centelleante en la penumbra, un caballo enorme, negro como el azabache, con silla de montar y arreos negros que tenían incrustaciones de plata. Se apartó corriendo del muchacho, el cual se arrojó de costado al suelo, saltó a la silla, cogió las riendas, puso los pies en los estribos, que colgaban exactamente a la altura adecuada para él, y azuzó al caballo, el cual partió al instante por el Sendero Mortecino y galopó al norte por la calle del Carretero y al oeste por la calle de los Dioses —los transeú ntes se apartaban espantados al ver la velocidad de aquel corcel— y cruzó el Portal del Pantano abierto antes de que los guardianes pudieran coger sus picas de filo mellado para lanzarlas o hacerlas servir de barrera. El sol se ponía a la espalda, la noche estaba delante, el Ratonero sentía el viento hú medo en las mejillas, y todo esto le parecía bueno. El caballo negro galopó por la Carretera del Origen a lo largo de unos sesenta tiros de flecha, o dieciocho veintenas de lanzamientos de pica, y luego se internó en la carretera que llevaba tierra adentro y al sur. El giro fue tan repentino, que el Ratonero casi salió despedido de su silla. Pero logró mantenerse montado, esquivando lo mejor que pudo las ramas de zarzales y á rboles espinosos. Tras unos cien alientos jadeantes, el caballo se detuvo, y allí, ante ellos, estaba la choza de Sheelba, y un poco por encima de la cabeza del Ratonero, la entrada baja y oscura y una figura enfundada en una tú nica negra y cubierta con una capucha también negra estaba agazapada en ella. —¿Qué es lo que te propones, mago tramposo? —inquirió el Ratonero en tono estentó reo —. Sé que has enviado este caballo para que me traiga aquí. Sheelba no dijo una sola palabra ni se movió , aun cuando su postura en cuclillas parecía muy incó moda, al menos para un ser con piernas en lugar de, por ejemplo, tentá culos. Al cabo de un rato el Ratonero preguntó , con voz todavía má s fuerte: —¿Hiciste venir a Fafhrd esta mañ ana? ¿Enviaste a buscarle un gran caballo blanco con arreos marrones que tenían incrustaciones de oro? Esta vez Sheelba se movió un poco, aunque volvió a quedar inmó vil en seguida y siguió sin decir palabra, mientras el espacio donde debería estar su rostro continuaba má s negro que sus vestiduras. La oscuridad se hizo má s profunda. Al cabo de un rato mucho má s largo, el Ratonero dijo en voz baja y entrecortada: —Oh, Sheelba, gran mago, concédeme un don o de lo contrario me volveré loco. Devuélveme a mi amada Ivrian, dá mela completa, o bien líbrame de ella por entero, como si nunca hubiera existido. Haz una de estas dos cosas y pagaré el precio que estipules. Con una voz rasposa, como el tintineo de pequeñ os guijarros movidos por una ola lenta, Sheelba dijo desde su umbral: —¿Me servirá s fielmente mientras vivas? ¿Cumplirá s todas mis justas ó rdenes? Por mi parte, prometo no llamarte má s que una vez al añ o, o dos como má ximo, ni exigirte má s que tres de cada trece lunas de tu tiempo. Debes jurarme por los huesos de Fafhrd y los tuyos propios que: primero, usará s cualquier estratagema, no importa lo vergonzosa y degradante que sea, para conseguirme la Má scara de la Muerte del Reino de las Sombras, y que, segundo, matará s a todo ser que intente impedírtelo, aunque fuera tu madre desconocida o el mismo Gran Dios. Tras una pausa todavía má s larga, el Ratonero dijo con un hilo de voz: —Lo prometo. —Muy bien —dijo Sheelba—. Quédate con el caballo y cabalga hacia el este, má s allá de Ilthmar, la ciudad de los Espectros, el Mar de los Monstruos y las Montañ as Calcinadas, hasta que llegues al Reino de las Sombras. Busca allí la Llama Azul y en el sitial del trono ante ella coge y trá eme la Má scara de la Muerte, o arrá ncasela del rostro a la Muerte, si está en casa. A propó sito, en el Reino de las Sombras encontrará s a tu Ivrian. En particular, cuídate de un cierto duque Danius, cuya casa de jardín robaste recientemente, no por pura casualidad, y cuya biblioteca de la muerte imagino que has descubierto y examinado. Ese tal Danius teme a la muerte má s de lo que cualquier otra criatura la ha temido jamá s en la historia registrada o recordada por hombre, demonio o dios, y planea hacer una incursió n en el Reino de las Sombras para matar a la misma Muerte (tanto si es una mujer como un hombre u otro ser, pues mi conocimiento no llega a tanto) y destruir todas las posesiones de la Muerte, incluida la Má scara que has prometido procurarme. Ahora, cumple mi encargo. Eso es todo. El paralizado y asombrado, pero aun así desdichado y suspicaz Ratonero, se quedó mirando el umbral oscuro durante el tiempo que tardó la luna en alzarse y siluetearse tras las angulosas ramas de un á rbol espinoso muerto, pero Sheelba no dijo otra palabra ni hizo el menor movimiento, mientras que al Ratonero no se le ocurría ni una sola pregunta juiciosa que formularle. Así pues, finalmente tocó con los tacones los flancos del caballo negro, el cual giró al instante, avanzó a paso fino hasta la Carretera del Origen y emprendió el galope hacia el este. Entretanto, casi exactamente al mismo tiempo, dado que hay una buena jornada de viaje a caballo desde Lankhmar, a través del Gran Pantano Salado y el Reino Hundido hasta las montañ as detrá s de Ilthmar, ciudad de mala reputació n, Fafhrd tenía una conversació n idéntica y hacía el mismo trato con Ningauble de los Siete Ojos en su cueva vasta y laberíntica, con la excepció n de que Ningauble, chismoso por costumbre, habló un millar de palabras por cada una de las que dijo Sheelba, aunque al final no dijo nada má s de lo que había dicho éste. Así los dos héroes con má s mala fama y menos principios partieron hacia el Reino de las Sombras. El Ratonero siguió prudentemente la carretera de la costa por el norte, hasta Sarheenmar, desde donde se dirigió tierra adentro, y Fafhrd cabalgó con imprudencia directamente al noroeste, a través del Desierto Envenenado. Pero ambos tuvieron buena suerte y cruzaron las Montañ as Calcinadas el mismo día; el Ratonero tomó el paso del norte y Fafhrd el meridional. El cielo empezó a nublarse en las vertientes de las Montañ as Calcinadas, y las nubes se espesaron, aunque no caía una gota de lluvia ni se entablaba niebla. El aire era frío y hú medo, el suelo estaba cubierto de espesa hierba verde y había un bosque de cedros negros; toda aquella vegetació n quizá se nutría de agua subterrá nea cuyo origen era muy lejano. Manadas de antílopes negros y renos comían las largas yerbas hasta reducirlas al tamañ o de césped, pero no se veían pastores ni otros seres humanos. El cielo se oscureció aun má s, dando la impresió n de una noche perpetua, aparecieron unas extrañ as colinas bajas coronadas por cú mulos de rocas negras, había fuegos distantes de muchos colores, aunque ninguno azul, y cada uno se desvanecía cuando el viajero se aproximaba y no hallaba cenizas ni ninguna otra señ al de su presencia. El Ratonero y Fafhrd supieron que habían entrado en el Reino de las Sombras, mortalmente temido por los implacables mingoles al norte, por los Espectros marfileñ os al oeste, de carne invisible y orgullosos de sus huesos, al este por las gentes calvas y las bestias sin pelo del reducido pero diplomá ticamente sutil y duradero Imperio de Eevarensee, y al sur por el mismo Rey de Reyes, quien había decretado la pena de muerte instantá nea a toda persona, aunque fuera su propio visir, o su hijo má s querido, o su reina favorita a quien susurrara el nombre del Reino de las Sombras, y no digamos hablara de la ló brega regió n. Finalmente el Ratonero avistó un pabelló n negro y cabalgó hacia él, desmontó de su caballo negro, separó las cortinas de seda y allí, tras una mesa de ébano, sorbiendo apá ticamente vino de una copa de cristal, vestida con su tú nica de seda violeta, favorita tanto de ella como del Ratonero, estaba sentada su amada lvrian, con un chal de armiñ o alrededor de los hombros. Pero sus manos pequeñ as y esbeltas tenían la coloració n azulada de la muerte, el color de la pizarra, lo mismo que el rostro, y la mirada de sus ojos se perdía en el vacío. Só lo su cabello era tan negro, vivo y brillante como siempre, aunque má s largo de lo que recordaba el Ratonero, como mucho má s largas eran sus uñ as. En sus ojos de mirada fija el Ratonero vio ahora una ligera película de un blanco veteado. La muchacha separó los labios y dijo con voz monó tona: —Me complace verte má s allá de mis poderes de expresió n, Ratonero, siempre amado, que ahora has arriesgado por mí incluso los horrores del Reino de las Sombras, pero está s vivo y yo muerta. No vuelvas jamá s a turbarme, amor mío querido. Goza, goza. Y cuando el Ratonero se abalanzó hacia ella, apartando a un lado la frá gil mesa negra, la figura de la muchacha se difuminó y se hundió rá pidamente en el suelo como si éste estuviera formado por unas arenas movedizas diá fanas, suaves y no temidas, aunque era de só lida tierra cuando el Ratonero le clavó las uñ as. Entretanto, a unas leguas de Lankhmar, al sur, Fafhrd sufría exactamente la misma experiencia con su amada Vlana, de rostro y manos color de pizarra, con sus dedos largos y fuertes, vestida de actriz con una tú nica negra y medias rojas, brillante el cabello castañ o oscuro. Pero antes de que ella también se hundiera en el suelo, como era una mujer bastante má s ruda que Ivrian, acabó entonando con una voz que era muy extrañ a a causa de su monotonía y falta de vida, má s que por las implicaciones de sus palabras: —Y ahora vete rá pido, mi amado tonto, el hombre má s dulce en el mundo vivo del Reino de las Sombras. Haz el idiota trabajo que te ha encargado Ningauble, el cual con certeza te costará la vida, estú pido muchacho, pues se lo has prometido imprudentemente. Luego galopa como un loco al sudoeste. Si mueres por el camino y te reú nes conmigo en el Reino de las Sombras, te escupiré en el rostro, no cambiaré contigo una sola palabra y nunca compartiré tu negro y musgoso lecho. Así es la muerte. Mientras Fafhrd y el Ratonero, aunque estaban a leguas de distancia el uno del otro, partían simultá neamente como ratones aterrados de los dos pabellones negros, cada uno avistó al este una llama de color azul acero que se alzaba como el má s largo y brillante de los estiletes, mucho má s alta que cualquier otra llama que hubieran visto en el Reino de las Sombras, una llama muy estrecha, azul brillante, que horadaba las nubes negras. El Ratonero la vio un poco al sur y Fafhrd un poco al norte. Cada uno hundió frenéticamente los tacones en los flancos de su caballo y siguió galopando: sus caminos convergían lentamente. En aquel momento, cuando las entrevistas con sus amadas ocupaban sus mentes, el encuentro con la Muerte parecía lo mejor del mundo para ellos, lo má s deseable, tanto si tenían que matar a la criatura má s horrible de la vida como si eran muertos por ésta. Pero mientras galopaba, Fafhrd no podía dejar de pensar en que Vlana tenía diez añ os má s que él y en que esa diferencia de edad se notaba mucho má s en el Reino de las Sombras, mientras que la mente del Ratonero no podía abandonar el tema de la estupidez y el esnobismo bá sico de Ivrian. No obstante, ambos galoparon decidida, veloz y alegremente hacia la llama azul, que cada vez era má s espesa y brillante, hasta que vieron su origen: la enorme chimenea central de un enorme castillo negro con las puertas abiertas, que se alzaba en una colina baja. Entraron a la vez en el palacio. Las puertas eran anchas y ninguno de los dos hombres reconoció la presencia del otro. La pared de granito negro ante ellos tenía un hueco enorme, el ancho hogar donde la llama azul brillaba casi tan cegadoramente como el sol y ascendía fieramente por el cañ ó n para formar la larga llama que habían observado desde lejos. Ante el hogar había una silla de ébano, con cojines de terciopelo negro, y sobre aquel hermoso asiento descansaba una brillante má scara negra, un rostro con los agujeros de los ojos totalmente abiertos. Los ocho cascos de hierro del caballo blanco y el negro resonaron sobre las losas negras. Fafhrd y el Ratonero desmontaron y avanzaron, respectivamente, hacia el lado norte y el sur de la silla de ébano, tapizada con terciopelo negro, sobre la que reposaba la rutilante Má scara de la Muerte. Tal vez afortunadamente en aquel momento la misma Muerte estaba fuera, atareada o de vacaciones. En aquel instante, tanto Fafhrd como el Ratonero se dieron cuenta de que habían prometido a Ningauble o Sheelba matar a su camarada. El Ratonero desenvainó a «Escalpelo» y, con la misma rapidez, Fafhrd extrajo de su funda a «Varita Gris». Permanecieron cara a cara, dispuestos a matarse. En aquel instante una cimitarra larga y brillante descendió entre ellos, rá pida como la luz, y la má scara negra y brillante de la muerte quedó partida exactamente en dos, desde la frente al mentó n. Entonces la rá pida espada del duque Danius avanzó como una lengua mortífera hacia Fafhrd. El nó rdico apenas pudo parar el golpe del aristó crata enloquecido. La reluciente hoja se deslizó contra el Ratonero, el cual también pudo desviar el golpe a duras penas. Probablemente ambos héroes habrían muerto allí, pues ¿quién a la larga tiene poder para dominar al loco?, de no haber sido porque en aquel instante la misma Muerte regresó a su morada en el castillo negro del Reino de las Sombras y con sus manos negras cogió al duque Danius por el cuello y le estranguló antes de que transcurrieran diecisiete latidos del corazó n de Fafhrd, veintiuno del corazó n del Ratonero…, y unos centenares por parte de Danius. Ninguno de los dos héroes se atrevió a mirar a la Muerte. Antes de que aquel ser notable y horrendo hubiera acabado con Danius, su loco enemigo, cada uno cogió una mitad de la reluciente má scara negra, saltaron sobre sus caballos y galoparon uno al lado del otro como dos luná ticos gemelos, de la especie má s frenética. Sobre ellos cabalgaba, aun con mayor frenesí que aquel con el que ellos cabalgaban sus poderosos caballos blanco y negro, ese jinete campeó n có smico, el Miedo, y salieron del Reino de las Sombras hacia el oeste por el camino má s recto posible. Lankhmar y sus alrededores, adonde regresaron a toda prisa, no guardaba para ellos má s que hostilidad. Tanto Ningauble como Sheelba estaban muy enfadados por conseguir só lo media má scara, aun cuando fuera la má scara del ser má s poderoso en todos los universos conocidos y desconocidos. Los dos archimagos, bastante egocéntricos y má s bien irracionales, empeñ ados y apasionados en su guerra privada —aunque eran sin duda los brujos má s astutos y sabios que jamá s existieron en el mundo de Nehwon—, se mostraron totalmente inflexibles contra los cuatro buenos argumentos que Fafhrd y el Ratonero Gris adujeron en defensa propia: primero, que se habían atenido a las reglas impuestas por el mago, preocupá ndose ante todo de sacar la Má scara de la Muerte (o la mayor porció n de ella que pudieran conseguir) del Reino de las Sombras, fuera cual fuese el coste personal y la mengua de su amor propio, pues, si hubieran luchado entre sí, como requería la segunda regla, lo má s probable era que se hubieran matado mutuamente, en cuyo caso ni una sola astilla de la má scara habría llegado a poder de Sheelba o Ningauble, mientras que ¿quién en su sano juicio se enfrentaría en combate a la Muerte? En este punto, la suerte de Danius reforzaba considerablemente el argumento. En segundo lugar, la mitad de una má scara má gica es mejor que nada. En tercer lugar, como cada mago tenía media má scara, ambos se verían obligados a poner fin a su estú pida guerra, cooperar en el futuro y así duplicar sus poderes ya considerables. Y en cuarto lugar, que ninguno de los dos brujos habían devuelto a Vlana e Ivrian con su encantadora carne viva a Fafhrd y el Ratonero, ni las habían hecho desvanecerse totalmente en el tiempo, de modo que no quedara memoria de ellas en ninguna parte, como habían prometido, sino que torturaron a los dos héroes —y era probable que también a las dos muchachas— con un horrendo encuentro final. Con sus artes má gicas, Ningauble convirtió en animalillos domésticos todos los objetos que contenía el hogar que Fafhrd y el Ratonero habían robado, mientras Sheelba reducía la casa a cenizas indistinguibles de aquellas de la vivienda anterior en la que Vlana e Ivrian habían perecido. Probablemente esto fue lo mejor, puesto que la idea de vivir en una casa detrá s de la «Anguila de Plata», en medio del cementerio de sus grandes amores, sin duda había sido para los dos héroes demasiado mó rbida desde el principio. En lo sucesivo, Sheelba y Ningauble, sin mostrar la menor gratitud ni remordimiento alguno por sus venganzas infantiles, insistieron en obtener del Ratonero y de Fafhrd el má ximo servicio establecido en el trato que habían cerrado con los dos héroes. Pero a Fafhrd y el Ratonero Gris no volvieron a acosarles las admirables y magníficas Ivrian y Vlana, ni siquiera volvieron a pensar en ellas salvo con el corazó n ligero y una gratitud indolora. De hecho, al cabo de unos días el Ratonero inició una apasionante aventura amorosa con la sobrina de Karstak Ovartamortes, casi adolescente todavía y muy atractiva, mientras que Fafhrd se entendía con las hijas gemelas del duque Danius, muy bellas y ricas pero, aun así, a punto de dedicarse a la prostitució n por la excitació n que el oficio prometía. Lo que Vlana e Ivrian pensaron de todo esto en su morada eterna en el Reino de las Sombras es totalmente asunto suyo y de la Muerte, cuyo rostro horrendo ahora podían mirar sin ninguna clase de temor. El bazar de lo extraño Las extrañ as estrellas del Mundo de Nehwon resplandecían sobre la ciudad de tejados negros de Lankhmar, donde las espadas tintinean casi con tanta frecuencia como las monedas. Por una vez no había niebla. En la Plaza de las Delicias Ocultas, que se encuentra siete manzanas al sur de la Puerta del Pantano y se extiende desde la Fuente de la Oscura Abundancia hasta el Santuario de la Virgen Negra, las luces de las tiendas tenían un brillo mortecino, como el de las estrellas, pues allí los vendedores de drogas, los buhoneros y los mercachifles de curiosidades iluminaban sus puestos y los lugares donde se acurrucaban con hongos luminosos, luciérnagas y braserillos con una ú nica ventana diminuta, ocupá ndose de sus asuntos casi con tanto silencio como las estrellas se ocupan de los suyos. En el Lankhmar nocturno había muchos lugares ruidosos iluminados por antorchas, pero por una tradició n inmemorial los susurros suaves y una penumbra agradable son la regla de la Plaza de las Delicias Ocultas. Los filó sofos acuden allí a menudo con el ú nico propó sito de meditar, los estudiantes para soñ ar y los teó logos de mirada faná tica para tejer como arañ as abstrusas y nuevas teorías acerca del Diablo y otras fuerzas oscuras rectoras del universo. Y si alguno de ellos encuentra un poco de diversió n ilícita por el camino, sus teorías, sueñ os, teologías y demonologías salen, indudablemente, beneficiadas. Aquella noche, sin embargo, había una deslumbrante excepció n a la ley de la penumbra. De un portal bajo con un arco trebolado recién abierto en una pared antigua, la luz se vertía en la plaza. Alzá ndose sobre el horizonte del pavimento como una monstruosa luna brillante con los rayos de un sol asesino, el nuevo portal amortiguaba casi hasta la extinció n las estrellas de los demá s comerciantes de misterios. Sobresalían del portal una serie de objetos extrañ os y fantá sticos, mientras que al lado de la puerta una figura de rostro á vido se agazapaba luciendo una indumentaria que nunca se había visto en tierra o en el mar…, en el Mundo de Nehwon. Llevaba un gorro que era como un pequeñ o cubo rojo, unos pantalones holgados y unas botas exó ticas, rojas y con las puntas hacia arriba. Sus ojos tenían una expresió n tan depredadora como los de un halcó n, pero su sonrisa era cínica y lascivamente halagadora, como la de un sá tiro antiguo. De vez en cuando se levantaba, hacía algunas cabriolas y barría una y otra vez las losas con una larga y ruda escoba, como si quisiera limpiar el camino para que entrase algú n emperador fantá stico, y a menudo se detenía en su danza para hacer grandes reverencias, pero siempre con la vista levantada, a la multitud agrupada en la oscuridad ante el portal, y movía la cabeza hacia el interior de la nueva tienda en un gesto de invitació n a la vez servil y siniestro. Nadie había hecho todavía acopio de valor para adelantarse en el círculo de luz y entrar en la tienda, o siquiera para inspeccionar las rarezas expuestas con tanto descuido pero tentadoramente junto al portal. Pero el nú mero de mirones fascinados iba en rá pido aumento. Se oían murmullos de censura por aquel nuevo método deslumbrante de comercio —la infracció n a la costumbre de penumbra en la plaza—, pero en conjunto las quejas eran eclipsadas por los jadeos y los murmullos de asombro, admiració n y curiosidad cada vez má s vehementes. El Ratonero entró en la plaza por el extremo de la fuente tan silenciosamente como si hubiera acudido a cortar una garganta o espiar a los espías del Señ or Supremo. Sus mocasines de piel de rató n no producían ningú n ruido. Su espada «Escalpelo», en una vaina de piel de rató n, no emitía el menor sonido al rozar con la tú nica o el manto, ambos de seda gris tejida de un modo curiosamente tosco. Las miradas que lanzaba a su alrededor por debajo de la capucha de seda gris medio echada hacia atrá s estaban cargadas de amenaza y un paralizante sentimiento de superioridad. Por dentro el Ratonero se sentía casi como un escolar…, un escolar temeroso de una reprimenda y una agobiante imposició n de tareas para hacer en casa, pues en su bolsa de piel de rata, el Ratonero llevaba una nota garabateada en tinta de sepia marró n oscuro sobre una piel plateada de pez por Sheelba, el del Rostro Sin Ojos, invitando al Ratonero a presentarse en aquel lugar y a aquella hora. Sheelba era el tutor sobrenatural del Ratonero y también, cuando Sheelba tenía ese antojo, era su guardiá n, y nunca servía de nada hacer caso omiso de sus invitaciones, pues Sheelba tenía ojos para localizar a quienes se atrevieran a burlarle, aunque no los tuviera en la cara. Pero las tareas que Sheelba imponía al Ratonero en ocasiones como aquélla eran especialmente pesadas e incluso ruidosas, como conseguir nueve gatos blancos sin un solo pelo negro entre todos ellos, o robar cinco ejemplares del mismo libro de caracteres rú nicos má gicos de cinco bibliotecas de brujería muy separadas unas de otras, u obtener especímenes de los excrementos de cuatro reyes vivos o muertos, y por ello el Ratonero había acudido pronto a la cita, para recibir la mala noticia lo antes posible, y había acudido solo, pues no quería que su camarada Fafhrd permaneciera a su lado riendo disimuladamente mientras Sheelba dirigía sus homilías brujeriles a un obediente Ratonero…, y tal vez pensara en tareas adicionales. La nota de Sheelba, grabada de un modo invisible en algú n lugar de la cabeza del Ratonero, decía simplemente: «Cuando la estrella Akul adorne el capitel de Rhan, preséntate en la Fuente de la Oscura Abundancia», y firmaba la nota el pequeñ o ó valo sin rasgo alguno que era el sello de Sheelba. El Ratonero se deslizó ahora a través de la oscuridad hasta la fuente, que era una gruesa columna negra de cuyo á spero extremo redondeado una sola gota negra se hinchaba y caía cada veinte latidos de corazó n de elefante. El Ratonero permaneció al lado de la fuente y, extendiendo una mano doblada, midió la altitud de la estrella verde Akul. Aú n tenía que bajar del cielo siete dedos má s antes de que tocara la punta de aguja del esbelto y distante minarete de Rhan, silueteado por las estrellas. El Ratonero se agachó al lado de la columna negra y baja y luego dio un á gil salto y subió a la parte superior, para ver si eso suponía una gran diferencia en la posició n de Akul. Vio que no había ninguna. Exploró la oscuridad cercana en busca de figuras inmó viles…, sobre todo una ataviada con tú nica y capucha como un monje, tan encapuchado que uno no podría dejar de preguntarse có mo veía para caminar. Pero no había ninguna figura. El estado de á nimo del Ratonero sufrió un cambio. Si Sheelba no tenía la cortesía de presentarse con antelació n, ¡también él podía ser grosero! Fue a investigar la nueva tienda brillantemente iluminada y con la entrada en forma de arco, de cuyo brillo, que quebrantaba las leyes de la penumbra, había sido inquisitivamente consciente por lo menos una manzana antes de entrar en la Plaza de las Ocultas Delicias. Fafhrd, el nó rdico, abrió un pá rpado pesado a causa del vino ingerido y, sin mover la cabeza, exploró la pequeñ a habitació n iluminada por el fuego en la que había dormido desnudo. Cerró aquel ojo, abrió el otro y examinó la otra mitad de la estancia. No había señ al del Ratonero en ninguna parte. ¡Todo iba a pedir de boca! Si conservaba aquella suerte, podría dedicarse al embarazoso asunto de aquella noche sin las chanzas del pequeñ o bribó n gris. De debajo de su mejilla cerdosa sacó un cuadrado de piel de serpiente violeta atravesado por poros diminutos, de modo que al sostenerlo entre sus ojos y las llamas del fuego formaba estrellitas. Lo contempló durante algú n tiempo, hasta que aquellas diminutas estrellas revelaron oscuramente el mensaje: «Cuando la daga de Rhan acuchille la tiniebla en el corazó n de Akul, busca la Fuente de las Gotas Negras». Dibujada toscamente de un lado a otro de las punzadas, en un color marró n anaranjado, como de sangre seca, había una esvá stica de siete brazos, que es uno de los sellos de Ningauble de los Siete Ojos. Fafhrd interpretó con dificultad la Fuente de las Gotas Negras como la Fuente de la Oscura Abundancia. En su infancia, como alumno de los bardos cantores había tenido que familiarizarse con semejante lenguaje poético críptico. Ningauble representaba para Fafhrd casi lo mismo que Sheelba representaba para el Ratonero, con la excepció n de que el de los Siete Ojos era un archimago algo má s pretencioso, cuyo gusto por las tareas taumatú rgicas que le imponía a Fafhrd era má s complicado, como la matanza de dragones, el hundimiento de barcos má gicos de cuatro má stiles y el rapto de reinas encantadas defendidas por ogros. Ademá s, Ningauble tendía a una jactancia serena y realista, sobre todo acerca de la amplitud de su vasto hogar-caverna, cuyos pétreos y serpenteantes corredores llevaban, como él afirmaba con frecuencia, a todos los lugares del espacio y el tiempo…, siempre que Ningauble le instruyera a uno anticipadamente con exactitud sobre có mo recorrer aquellos retorcidos pasadizos de techo bajo. Fafhrd no tenía un deseo excesivo de conocer las fó rmulas y encantamientos de Ningauble, como el Ratonero se sentía impulsado a aprender los de Sheelba, pero el Septinocular tenía bien cogido al nó rdico, debido a sus debilidades y sus infracciones pasadas, de modo que Fafhrd siempre tenía que escuchar con paciencia las brujeriles amonestaciones y la chá chara jactanciosa de Ningauble, pero no, si era humana o inhumanamente posible, mientras el Ratonero Gris estaba presente para reírse con disimulo y sonreír. Entretanto, Fafhrd, de pie ante el fuego, había estado colocá ndose diversas prendas, armas y ornamentos en su cuerpo enorme y musculoso, coronado por espeso cabello corto de color dorado rojizo. Cuando, provisto ya de las botas y el yelmo, abrió la puerta exterior, atisbó el oscuro callejó n antes de ponerse en marcha y só lo vio al vendedor de castañ as jorobado en cuclillas junto a su brasero en el otro extremo; uno habría jurado que cuando se dirigiese a la Plaza de las Ocultas Delicias lo haría con los ruidos metá licos y el paso atronador de una torre de asedio aproximá ndose a una ciudad de gruesas murallas. Pero el vendedor de castañ as con orejas de lince, que era también un espía del Señ or Supremo, estaba con el alma en un hilo cuando Fafhrd pasó por su lado, alto como un pino, rá pido como el viento y silencioso como un fantasma. El Ratonero apartó a dos palurdos con certeros golpecitos en las costillas flotantes y avanzó por las losas oscuras hacia la tienda llamativamente iluminada con un portal como un corazó n con la punta hacia arriba. Se le ocurrió que los albañ iles debían de haberse matado trabajando para abrir y revocar aquella entrada con tanta rapidez, pues aquella tarde había pasado por allí y no vio má s que una pared lisa. El exó tico portero con el sombrero cilíndrico rojo y las babuchas de punta curva se acercó dando brincos al Ratonero, provisto de su escoba, e hizo una reverencia antes de barrer el camino para su primer cliente, sonriendo servilmente. Pero el rostro del Ratonero tenía una expresió n de desdén, sombría y escéptica. Se detuvo ante el montó n de objetos al lado de la puerta y los examinó con desaprobació n. Desenvainó a «Escalpelo» de su funda gris y con la punta de la larga hoja abrió la cubierta del libro má s alto en un montó n de volú menes mohosos. Sin acercarse má s, examinó brevemente la primera pá gina, meneó la cabeza, pasó con rapidez media docena de pá ginas má s con la punta de «Escalpelo», utilizando la espada como si fuera el puntero de un maestro para señ alar palabras aquí y allá —porque estaban mal escogidas, a juzgar por su expresió n—, y luego cerró el libro bruscamente con otro movimiento de la espada. A continuació n utilizó la punta de «Escalpelo» para levantar una tela roja que colgaba de una mesa detrá s de los libros, y escudriñ ó bajo ella con suspicacia, dio un golpecito despectivo a un recipiente de cristal en el que flotaba una cabeza humana, tocó con la misma actitud despreciativa otros objetos e hizo oscilar reprobadoramente la espada ante un bú ho encadenado por una pata que le ululaba con solemnidad desde su alta percha. Envainó a «Escalpelo» y se volvió hacia el portero con una ceja arqueada. Su expresió n decía, o mejor, gritaba claramente: «¿Es esto todo lo que tienes para ofrecer? ¿Es esta basura tu excusa para mancillar la plaza penumbrosa con este resplandor?». En realidad el Ratonero estaba muy interesado por todo lo que había visto. Por cierto que el libro tenía una escritura que no só lo no entendía, sino que ni siquiera reconocía. Tres cosas le resultaban muy claras al Ratonero: primero, que los artículos en venta no procedían de ninguna parte del Mundo de Nehwon, no, ni siquiera de la llanura desértica má s lejana de Nehwon; en segundo lugar, todas aquellas cosas eran, de algú n modo que él aú n no podía definir, en extremo peligrosas; y, en tercer lugar, que ejercían una fascinació n monstruosa y que él, el Ratonero, no pensaba moverse de allí hasta que hubiera explorado, estudiado y, si era necesario, probado, cada uno de los intrigantes objetos. Al ver la mueca á spera del Ratonero, el portero empezó a hacer cabriolas convulsas, y parecía dividido entre el deseo de besar los pies de su posible cliente y de señ alar con llamativos gestos acariciantes cada objeto de su tienda. Al final hizo una reverencia tan exagerada que el mentó n le rozó el suelo, al tiempo que señ alaba con un brazo largo como el de un simio el interior de la tienda y farfullaba en un lankhmarés atroz: —Todos los objetos para complacer la carne, los sentidos y la imaginació n del hombre. Maravillas nunca soñ adas. ¡Muy barato, muy barato! ¡Vuestro por un ochavo! El bazar de lo extrañ o. ¡Por favor, inspeccionad, oh rey! El Ratonero bostezó largamente, llevá ndose el dorso de la mano a la boca, y luego volvió a mirar a su alrededor con la sonrisa paciente y mundana de un duque sabedor de que puede soportar un gran hastío para alentar el comercio en sus posesiones. Al fin, encogiéndose ligeramente de hombros, entró en la tienda. Detrá s de él, el portero pareció entrar en un delirio de jú bilo, y empezó a barrer de nuevo las losas como un hombre enloquecido de placer. En el interior, lo primero que vio el Ratonero fue un montó n de libros delgados, encuadernados en cuero con filetes dorados y finas vetas rojas y violetas. Vio luego un estante con lentes brillantes y delgados tubos de lató n que invitaban a mirar por ellos. En tercer lugar vio una muchacha esbelta y morena que le sonreía misteriosamente desde una jaula con barrotes de oro colgada del techo. Má s allá de la jaula dorada había otras con barrotes de plata y extrañ os metales verdes, rojo rubí, anaranjado, ultramarino y pú rpura. Fafhrd vio que el Ratonero se desvanecía en el interior de la tienda en el mismo momento que su mano izquierda tocaba la testa á spera y fría de la Fuente de la Oscura Abundancia y cuando Akul señ alaba con precisió n la punta de Rhan, como si fuera la lente verde en la linterna del piná culo. Podría haber seguido al Ratonero o no, aunque desde luego habría reflexionado en aquel breve atisbo, pero en aquel mismo momento oyó a sus espaldas un siseo largo y bajo. Fafhrd se volvió como un bailarín gigantesco y su larga espada «Varita Gris» salió de su vaina con tanta rapidez y bastante má s silencio, como una serpiente emerge de su madriguera. A diez brazos detrá s de él, en la entrada de un callejó n má s oscuro de lo que habría estado la plaza penumbrosa sin su nueva luna comercial, Fafhrd distinguió vagamente dos figuras enfundadas en tú nicas y encapuchadas, una al lado de la otra. Una de las capuchas rodeaba una oscuridad absoluta. Incluso del rostro de un negro kleshita podría esperarse que lanzara espectrales destellos broncíneos. Pero aquella oscuridad era absoluta. En la otra capucha anidaban siete resplandores verduzcos muy pá lidos que se movían sin cesar, a veces rodeá ndose unos a otros, moviéndose como en un laberinto. En ocasiones uno de los siete destellos horizontalmente ovales brillaban un poco má s, al parecer como si se moviera hacia la boca de la capucha, o perdían intensidad, como si se retirasen. Fafhrd envainó a «Varita Gris» y avanzó hacia las figuras, las cuales, mirá ndole todavía, se retiraron lenta y silenciosamente por el callejó n. El nó rdico las siguió , sintiendo que despertaba su interés…, y otras sensaciones. Encontrarse a solas con su mentor sobrenatural sería un fastidio y una fuente de ligera tensió n nerviosa, pero a cualquiera le resultaría difícil reprimir un estremecimiento de temor reverencial si se encontraba al mismo tiempo con Ningauble de los Siete Ojos y Sheelba del Rostro Sin Ojos. Ademá s, que aquellos dos hechiceros rivales hubieran unido sus fuerzas, que operasen al parecer juntos, en amigable colaboració n… ¡Algo importante debía suceder! No había duda. Entretanto el Ratonero experimentaba los placeres má s refinados, asombrosos y exó ticos que pueda imaginarse. Los delgados libros encuadernados en cuero y con estampaciones en oro contenían unos textos en escritura má s extrañ a que la del libro que había ojeado en el exterior. Los signos parecían esqueletos de bestias, remolinos de nubes, arbustos y á rboles de ramas retorcidas, pero, por alguna razó n maravillosa, podía leerlos sin la menor dificultad. Los libros con el má ximo detalle de temas tales como la vida privada de los diablos, las historias secretas de cultos asesinos y —éstos estaban ilustrados— las técnicas de esgrima adecuadas para luchar contra demonios armados de espadas, y las tretas eró ticas de lamias, sú cubos, bacantes y hamadríades. Las lentes y los tubos de cobre, algunos de los cuales estaban curvados de un modo tan fantá stico como si fueran periscopios para ver por encima de las paredes y a través de las ventanas con barrotes de otros universos, al principio só lo mostraban deliciosos dibujos geométricos formados con joyas, pero al cabo de un rato el Ratonero pudo ver a su través toda clase de lugares interesantes: las salas del tesoro de reyes muertos, los dormitorios de reinas vivas, las criptas donde se reunían en consejo los á ngeles rebeldes y los armarios donde los dioses ocultaban planos de mundos de naturaleza tan fantá stica que el riesgo de crearlos era atemorizador. En cuanto a las muchachas esbeltas extravagantemente vestidas en sus jaulas de barrotes muy separados…, bien, era agradable descansar en ellas la mirada fatigada por el examen de los libros y la exploració n de los tubos. De vez en cuando una de las muchachas dirigía un suave silbido al Ratonero y le señ alaba con gesto halagador o implorante o con lá nguidas insinuaciones una manivela enjoyada adosada a la pared y mediante la cual su jaula, suspendida de una cadena brillante que pasaba por unas poleas no menos relucientes, podía bajarse hasta el suelo. El Ratonero sonreía a estas invitaciones meneando la cabeza con expresió n tierna y movía suavemente una mano, como si susurrara: «Luego, luego. Tened paciencia». Al fin y al cabo, las muchachas podían hacer olvidar todos los placeres menores pero no por ello despreciables. Las muchachas eran para el postre. Ningauble y Sheelba retrocedieron por el oscuro callejó n, seguidos por Fafhrd, hasta que éste perdió la paciencia y, venciendo un poco su involuntario temor, dijo con nerviosismo: —Bueno, ¿vais a seguir haciéndome retroceder hasta que todos nos hundamos en el Gran Pantano Salado? ¿Qué queréis de mí? ¿A qué viene todo esto? Pero las dos figuras encapuchadas ya se habían detenido, como Fafhrd pudo percibir por la luz de las estrellas y el brillo de algunas ventanas, y ahora le parecía que lo habían hecho un instante antes de que él les hablara. ¡Un típico truco de brujo para crearle a uno una sensació n embarazosa! Se mordió el labio en la oscuridad. ¡Siempre era así! —Oh, mi hijo gentil… empezó a decir Ningauble en su tono sacerdotal má s almibarado. Las motas de sus siete ojos colgaban ahora en la capucha, tan quietas y con un brillo tan suave como las Pléyades en una noche de verano vistas a través de la niebla verduzca que se alza de un lago cargado con el vitriolo azul y el gas corrosivo de la sal. —¡He preguntado a qué viene todo esto! —le interrumpió á speramente Fafhrd. Convicto ya de impaciencia, bien podía ir hasta el final. —Déjame presentarlo como un caso hipotético —replicó Ningauble imperturbable—. Supongamos, mi hijo gentil, que hay un hombre en el universo y que una fuerza maligna llega a este universo desde otro, o tal vez desde un cú mulo de universos, y que este hombre es valiente y quiere defender su universo, no da importancia a su vida y, ademá s, recibe el consejo de un tío muy sabio, prudente y cívico, el cual conoce todo esto que presento como hipó tesis… —¡Los Devoradores amenazan Lankhmar! —dijo Sheelba con una voz tan á spera como un á rbol que se parte y de un modo tan repentino que Fafhrd casi se sobresaltó …, y, por lo que sabemos, Ningauble también. Fafhrd aguardó un momento para no dar falsas impresiones, luego posó su mirada en Sheelba. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y ahora veía mucho má s de lo que había visto en la entrada del callejó n, pero aun así no veía absolutamente nada má s que negrura dentro de la capucha de Sheelba. —¿Quiénes son los Devoradores? —preguntó . Sin embargo, fue Ningauble quien replicó : —Los Devoradores son los mercaderes má s consumados en todos los numerosos universos, tan consumados, por cierto, que só lo venden basura. En esto hay una profunda necesidad, pues los Devoradores deben dedicar toda su astucia a perfeccionar sus métodos de venta, por lo que no tienen un instante que perder considerando el valor de lo que venden. La verdad es que no se preocupan de tales asuntos ni un momento, por error a perder su refinada habilidad, y, no obstante, tal es su pericia que sus mercancías son totalmente irresistibles, las mejores en todos los universos… ¿Me sigues? Fafhrd miró esperanzado a Sheelba, pero como éste no interrumpió esta vez con un resumen conciso, hizo un gesto de asentimiento a Ningauble. Los siete ojos del mago empezaron a oscilar un poco, a juzgar por los movimientos de los siete brillos verdes. —Como puedes deducir fá cilmente —siguió diciendo—, los Devoradores poseen las magias má s potentes recogidas en los numerosos universos, mientras que sus grupos de asalto está n dirigidos por los magos má s agresivos que imaginarse pueda, los cuales dominan con maestría suprema todos los métodos de combate, ya sea con el ingenio, con los sentimientos o con el cuerpo armado. »El método de los Devoradores consiste en montar una tienda en un nuevo mundo, a la que atraen primero a sus habitantes má s valientes, aventureros y de mente má s flexible, los cuales tienen tanta imaginació n que basta una ligera sugerencia para que ellos mismos lleven a cabo la mayor parte de la tarea de ventas. »Una vez han seducido a éstos, los Devoradores se ocupan de la població n restante, ¡lo cual significa simplemente que venden, venden y venden! Venden basura y obtienen buenos dineros y hasta cosas má s finas a cambio. Ningauble suspiró honda y un tanto hipó critamente. —Todo esto es muy malo, gentil hijo mío —siguió diciendo, los ojos danzando hipnó ticamente dentro de la capucha—, pero es bastante natural en universos administrados por dioses como los que tenemos… Bastante natural y tal vez soportable. Sin embargo —hizo una pausa— ¡luego viene algo peor! Los Devoradores no só lo quieren tener por clientes a todos los seres de todos los universos, sino que, sin duda porque temen que alguien haga algú n día una pregunta desagradable, quieren reducir a todos sus clientes al estado de esclavitud y sumisió n inducida con sus artes sugestivas, de modo que só lo sirvan para quedarse boquiabiertos ante sus mercancías y comprar la basura que ofrecen los Devoradores. Esto significa, naturalmente, que al final sus clientes no tendrá n con qué pagarles sus chucherías, pero esta eventualidad no parece preocupar a los Devoradores. Tal vez crean que siempre hay un nuevo universo por explorar. ¡Y puede que lo haya! —¡Monstruoso! —comentó Fafhrd—. Pero ¿qué ganan los Devoradores con todas esas furiosas incursiones comerciales, todo ese trá fico loco? ¿Qué quieren en realidad? —Los Devoradores só lo quieren amasar dinero —replicó Ningauble—, criar a otros como ellos para que amasen má s dinero y competir entre ellos en ese acaparamiento. Por cierto, Fafhrd, ¿no es ése el nombre de una ciudad? ¿Amesadinero? Y los Devoradores quieren meditar acerca del gran servicio que hacen a los muchos universos, pues afirman que los clientes serviles son los sú bditos má s obedientes de los dioses, y quejarse sobre có mo el trabajo de amasar dinero les tortura la mente y trastorna sus digestiones. Aparte de esto, cada uno de los Devoradores colecciona en secreto y oculta para siempre, a fin de que só lo sus ojos gocen de ellos, los objetos y pensamientos mejores creados por verdaderos hombres y mujeres (así como magos y demonios verdaderos) y que han comprado a precios de saldo y pagado con basura o, y ésta es su ú ltima preferencia, no han pagado en absoluto. —¡Es realmente monstruoso! —repitió Fafhrd—. Los mercaderes siempre han sido un misterio maligno, y éstos parecen la peor especie. Pero ¿qué tiene todo esto que ver conmigo? —Oh, gentil hijo mío —respondió Ningauble, la piedad de su tono teñ ida ahora con una cierta decepció n benevolente—, una vez má s me obligas a recurrir a las hipó tesis. Volvamos a la suposició n de que ese hombre valiente cuyo universo está espantosamente amenazado, que no da importancia a su vida y a la mencionada suposició n de que el sabio tío de ese hombre, cuyo consejo el valiente sigue invariablemente… —¡Los Devoradores han puesto tienda en la Plaza de las Ocultas Delicias! —le interrumpió Sheelba de un modo tan abrupto, con tal aspereza que esta vez Fafhrd se sobresaltó —. ¡Esta noche tienes que destruir ese lugar! Fafhrd reflexionó un poco en estas palabras y luego dijo con voz insegura: —Los dos me acompañ aréis, supongo, para ayudarme con vuestras brujerías en lo que me parece que puede ser una operació n de lo má s peligroso, para servirme como una especie de artillería brujeril y cuerpo de arqueros mientras yo hago el papel de batalló n de asalto… —Oh, gentil hijo mío… —interrumpió Ningauble en un tono de profunda decepció n, meneando la cabeza de modo que sus resplandores oculares saltaron dentro de la capucha. —¡Tienes que hacerlo solo! —graznó Sheelba. —¿Sin ninguna ayuda? —inquirió Fafhrd—. ¡No! Buscad a otro, a ese estú pido valiente que siempre sigue el consejo de su intrigante tío tan servilmente como dices que los clientes de los Devoradores responden a las mercancías que venden. ¡Buscadle a él! Pero en cuanto a mí… ¡Digo que no! —¡Entonces déjanos, cobarde! —dijo duramente Sheelba. Pero Ningauble se limitó a suspirar y dijo en tono de disculpa: —Queríamos que tuvieras un camarada en esta misió n, un compañ ero de armas contra el fétido mal, a saber, el Ratonero Gris. Pero por desgracia se presentó demasiado pronto a la cita que tenía aquí con mi colega, fue atraído a la tienda de los Devoradores y sin duda ahora está cogido en sus trampas, si no ha muerto ya. Puedes ver, pues, que pensamos en tu bienestar y no deseá bamos sobrecargarte con una misió n en solitario. Sin embargo, gentil hijo mío, si todavía tienes la firme resolució n… Fafhrd emitió un suspiro má s profundo que el de Ningauble. —Muy bien —gruñ ó , admitiendo la derrota—. Lo haré por vosotros. Alguien tendrá que sacar a ese bobalicó n grisá ceo del lío en que se ha metido, ya sea un bonito fuego o aguas centelleantes lo que le ha tentado. Pero ¿có mo voy a hacerlo? —Agitó un largo dedo en direcció n a Ningauble—: ¡Y no vuelvas a llamarme gentil hijo mío! Ningauble hizo una pausa; luego se limitó a decir: —Usa tu propio juicio. —¡Ten cuidado con la pared negra! —le advirtió Sheelba. —Espera, tengo un regalo para ti —le dijo Ningauble, y le tendió una cinta raída, de una vara de largo, cogida entre los pliegues de la larga manga del mango, de modo que era imposible ver la clase de mano que la sostenía. Fafhrd cogió el andrajo soltando un bufido, hizo con él una pelotita y se la guardó en el bolsillo. —Cuídalo mucho —le advirtió Ningauble—. Es el Manto de la Invisibilidad, algo gastado por muchos usos má gicos. No te lo pongas hasta que estés cerca del bazar de los Devoradores. Tiene dos pequeñ as debilidades: no te hará del todo invisible a un brujo maestro si percibe tu presencia y da ciertos pasos. Ademá s, procura no sangrar durante esta misió n, pues el manto no oculta la sangre. —¡También yo tengo un regalo! —dijo Sheelba, sacando del negro agujero de su capucha, con una mano enmascarada por la manga, como Ningauble había hecho, algo que brillaba débilmente en la oscuridad como…, como una telarañ a. Sheelba la agitó , como para desalojar una arañ a o quizá dos. —Es la Venda de la Verdadera Visió n —dijo mientras se la ofrecía a Fafhrd—. ¡Muestra todas las cosas tal como realmente son! No te la pongas ante los ojos hasta que entres en el bazar. Pero si valoras tu vida o tu cordura, ¡no se te ocurra ponértela ahora! Fafhrd la tomó cautelosamente, sintiendo un hormigueo en los dedos. Estaba inclinado a obedecer las instrucciones del mago taciturno. En aquel momento no le importaba realmente ver el verdadero rostro de Sheelba o del Rostro Sin Ojos. El Ratonero Gris estaba leyendo el libro má s interesante de todos, un gran compendio de conocimiento secreto escrito con signos astroló gicos y geomá nticos, cuyos significados saltaban fá cilmente de la pá gina a su mente. Para reposar la mirada, o má s bien para no devorar con demasiada rapidez el libro, miró a través de un tubo de lató n de nueve codos una escena que só lo podría ser el azulado piná culo del universo donde los á ngeles resplandecen en su vuelo como libélulas y donde unos pocos héroes selectos descansan tras su gran escalada a la montañ a y observan con ojo crítico las labores de hormiga de los dioses a muchos niveles por debajo. Tras esta visió n su mirada necesitaba otro descanso, por lo que alzó la vista y miró entre los barrotes escarlatas (¿de un metal sanguíneo?) de la jaula situada al fondo de la tienda, donde estaba la muchacha má s atractiva de todas, esbelta, rubia, de ojos negro azabache, la cual se arrodilló , sentá ndose sobre los talones, con la parte superior del cuerpo un poco inclinada atrá s. Llevaba una tú nica de terciopelo rojo y su cabello dorado era tan espeso y dó cil que podía dejarlo caer como un teló n ante el rostro, casi hasta los labios fruncidos. Con los delgados dedos de una mano apartó ligeramente aquella sedosa cortina dorada para mirar juguetonamente al Ratonero, mientras que con la otra mano hacía sonar unas castañ uelas con un lá nguido ritmo lento, aunque con ocasionales staccatos rá pidos. El Ratonero estaba considerando la posibilidad de dar una o dos vueltas a la manivela de oro con rubíes incrustados que estaba al lado de su codo, cuando vio por primera vez la pared brillante al fondo de la tienda. Se preguntó de qué material estaría hecha. ¿Innumerables diamantes diminutos como arena pegada en un cristal ahumado? ¿Ó palo negro? ¿Perla negra? ¿Brillo de luna negra? Fuera lo que fuese, la fascinació n que producía era absoluta, pues el Ratonero dejó en seguida el libro, usando el tubo de nueve codos para señ alar las pá ginas, un par de pá ginas absorbentes sobre el duelo en las que se revelaba la Parada Universal y sus cinco variantes falsas, así como las tres formas verdaderas de la Estocada Secreta, hizo un gesto con un dedo a la hechizadora rubia vestida de rojo y se dirigió rá pidamente al fondo de la tienda. Mientras se acercaba a la pared negra pensó por un instante que había atisbado un espectro plateado, o quizá s un esqueleto, que salía de la pared y caminaba hacia él, pero entonces vio que se trataba tan só lo de su propio reflejo, agradablemente realzado por el resplandeciente material. Lo que por un momento le pareció costillas de plata era el reflejo de los cordones plateados de su tú nica. Sondó a su imagen y alargó un dedo para tocar el brillante dedo reflejado cuando, ¡oh, maravilla!, su mano penetró en la pared sin ninguna sensació n salvo un ligero frescor cosquilleante que prometía comodidad como las sá banas de una cama recién hecha. Miró su mano dentro de la pared y, ¡oh, nueva maravilla!, tenía un hermoso color plateado, recubierta por un tenue diseñ o de escamas diminutas. Y aunque era sin duda alguna su mano, como podía ver si la cerraba, ahora carecía de cicatrices y era algo má s esbelta y de dedos má s largos, en conjunto, má s bella de lo que era un momento antes. Agitó los dedos y fue como si contemplara pequeñ os peces plateados que nadaban en una superficie acuá tica. Pensó en el raro capricho que era tener un estanque oscuro o má s bien una piscina instalada en una pared, de modo que uno podía entrar suave y tranquilamente en el fluido erecto sin necesidad del ruidoso ejercicio atlético de zambullirse. ¡Y qué encantador resultaba que el estanque estuviera lleno no de agua fría y mojadora, sino de una especie de esencia lunar oscura! Y una esencia que tenía también propiedades cosméticas, como una especie de bañ o de barro sin el barro. El Ratonero decidió que debería sumergirse en aquella maravillosa piscina en seguida, pero en aquel momento su mirada descubrió un largo canapé negro hacia el otro extremo de la liquida pared oscura, y má s allá del canapé una mesita que sustentaba viandas, una jarra de cristal y una copa. Caminó a lo largo de la pared para inspeccionar aquello, acompañ ado a cada paso por su apuesto reflejo. Pasó un momento la mano por la pared y, cuando la retiró , las escamas desaparecieron al instante y regresaron las viejas cicatrices familiares. El canapé resultó ser un ataú d estrecho y de costados altos, forrado de satén acolchado negro y con pequeñ os cojines de satén negro en un extremo. Producía una invitadora sensació n de comodidad y descanso, no tan invitadora como la pared negra, pero igualmente atractiva. Incluso había un anaquel con pequeñ os libros negros anidados en el satén negro para diversió n del ocupante y también una vela negra, apagada. La comida que estaba sobre la mesita de ébano má s allá del ataú d consistía en alimentos totalmente negros. Primero por la vista y luego mordisqueá ndolos y tomando unos sorbos, el Ratonero descubrió su naturaleza: delgadas rebanadas de un pan de centeno muy oscuro, con semillas de adormidera incrustadas y embadurnadas de mantequilla negra; tiras de carne asadas hasta adquirir el color del carbó n y diminutos fragmentos de hígado de ternera asados de igual manera, espolvoreados con especias negras y guarnecidos liberalmente de alcaparras; las má s oscuras jaleas de uva, trufas cortadas en tiras delgadas como el papel y setas que se habían vuelto negras al freírlas, castañ as en salmuera y, naturalmente, olivas maduras y negros huevos de pescado o caviar. La bebida negra, que producía espuma al verterla, resultó ser cerveza de malta mezclada con el vino espumoso de Ilthmar. Decidió refrescar al Ratonero interior, el Ratonero que vivía una especie de vida superficial ciega, blanda, á vida y ondulante entre sus labios y su estó mago, antes de sumergirse en la pared negra. Fafhrd volvió a entrar en la Plaza de las Ocultas Delicias caminando con cautela y con el largo andrajo que era el Manto de la Invisibilidad sujeto entre los dedos índice y pulgar de la mano izquierda, y la brillante tela de arañ a que era la Venda de la Verdadera Visió n sujeta aú n con mayor delicadeza entre los mismos dedos de la mano derecha. Aú n no estaba seguro del todo de que el sedoso hexá gono estuviera totalmente libre de arañ as. Al otro lado de la plaza descubrió la entrada brillante de la tienda que, segú n le habían dicho, era el puesto de avanzada de los mortíferos Devoradores, a través de la multitud de gente que pululaba sin cesar, haciendo comentarios y especulaciones, llenos de excitació n. El ú nico rasgo de la tienda que Fafhrd podía distinguir claramente desde la distancia a que se hallaba era el portero con su gorro rojo y las babuchas y holgados calzones del mismo color, el cual ahora no hacía cabriolas sino que se apoyaba en su larga escoba al lado del portal en forma de arco trebolado. Fafhrd se rodeó el cuello con el Manto de la Invisibilidad. La cinta raída quedó colgando a cada lado de su jubó n de piel de lobo a medio camino del cinto del que pendía la larga espada y un hacha corta. No veía que su cuerpo desapareciera y dudó de que la cinta tuviera algú n efecto. Como tantos otros taumaturgos, Ningauble nunca dudaba en darle a uno encantamientos inú tiles, no con un propó sito traicionero, sino simplemente para reforzar la moral. Se encaminó resueltamente hacia la tienda. El nó rdico era un hombre alto, de anchos hombros y aspecto formidable, doblemente formidable por su atavío y su armamento bá rbaros en la supercivilizada Lankhmar, y por ello daba por sentado que los ciudadanos ordinarios se apartarían de su camino; nunca se le había ocurrido pensar que pudieran dejar de hacerlo. Por ello sufrió una conmoció n. Todos los menestrales, los matones andrajosos, mozos de las posadas, estudiantes, esclavos, mercaderes de segunda clase y las cortesanas de calidad inferior, los cuales automá ticamente se habrían apartado de él (aunque las ú ltimas con un pícaro movimiento de caderas) ahora avanzaban hacia él en línea recta, de modo que tenía necesidad de esquivarlos, desviarse, detenerse y a veces incluso retroceder para evitar que le dieran pisotones y tropezaran con él. Un individuo de vientre orondo casi se llevó por delante su tela de arañ a, que ahora, a la luz de la tienda, Fafhrd pudo ver que estaba libre de ocupantes, o si aú n contenía alguna arañ a debía de ser muy pequeñ a. Tuvo que concentrarse tanto en esquivar a los lankhmarianos que no le veían, que no pudo dirigir otro vistazo a la tienda hasta que casi estuvo a sus puertas. Y entonces, antes de que la mirase por primera vez de cerca, descubrió que estaba ladeando la cabeza de modo que la oreja izquierda le tocaba el hombro y que se aplicaba la telarañ a de Sheelba sobre los ojos. El contacto de la tela fue como el de cualquier telarañ a cuando uno tropieza de cara con una al caminar entre arbustos muy juntos al amanecer. Todo rielaba un poco, como visto a través de un cristal esmerilado. Aquel trémulo brillo se desvaneció y con él la delicada sensació n adherente, y la visió n de Fafhrd volvió a la normalidad, o así se lo pareció . El portal de la tienda de los Devoradores estaba lleno de basura, y de una clase especialmente ofensiva: huesos viejos, pescados muertos, desperdicios de carnicería, mortajas mohosas plegadas en cuadrados desiguales como libros de pá ginas sin cortar mal encuadernados, vidrios rotos y fragmentos de loza, cajas astilladas, grandes y hediondas hojas muertas, con las manchas anaranjadas de la plaga, trapos sanguinolentos, taparrabos hechos jirones y abandonados, grandes gusanos que curioseaban entre los desperdicios, centípedos que se escabullían, escarabajos bamboleantes, larvas que reptaban…, y cosas menos desagradables. Encima de todo aquello estaba posado un buitre que había perdido la mayor parte de sus alas y parecía haber muerto a causa de algú n eczema aviar. Al menos Fafhrd lo tomó por muerto, pero el ave abrió un ojo cubierto por una película blanca. El ú nico objeto que parecía vendible fuera de la tienda —pero se trataba de una excepció n muy notable— era la alta estatua de hierro negro, de tamañ o algo mayor que el natural, que representaba a un espadachín de rostro terrible pero melancó lico. De pie en su pedestal cuadrado, junto a la puerta, la estatua se inclinaba hacia delante, apoyá ndose ligeramente con ambas manos en su larga espada, y contemplaba la plaza tristemente. Aquella estatua casi despertó un recuerdo en la mente de Fafhrd —y le pareció que era un recuerdo reciente—, pero entonces su mente quedó en blanco y al instante dejó de lado el rompecabezas. En misiones como aquella, lo má s importante era una acció n inexorablemente rá pida. Aflojó la atadura del hacha, desenvainó sin hacer ruido a «Varita Gris» y, apartá ndose un poco de la basura amontonada y poblada de bichos, entró en el bazar de lo extrañ o. El Ratonero, agradablemente repleto de una sabrosa comida negra, acompañ ada de la negra bebida embriagante, se acercó a la pared negra e introdujo en ella el brazo derecho hasta el hombro. Lo agitó , gozando del suave frescor fluido y balsá mico, admirando sus finas escamas plateadas y la apostura má s que humana de la imagen. Hizo lo mismo con la pierna derecha, moviéndola como un bailarín que se ejercita en la barra. Entonces aspiró hondo y penetró má s. Al entrar en el bazar, Fafhrd vio los mismos montones de libros magníficamente encuadernados y los estantes con tubos de lató n y lentes de cristal que había visto el Ratonero, circunstancia que parecía desbaratar la teoría de Ningauble de que los Devoradores só lo vendían basura. También vio las ocho hermosas jaulas de brillantes metales preciosos y las relucientes cadenas de las que colaban desde el techo, y se dirigió a las manivelas enjoyadas de la pared. En cada jaula había una arañ a brillante, de hermosa tonalidad, con pelos negros o claros, del tamañ o de una persona de corta estatura, y que en ocasiones agitaban una larga pata articulada, o abrían y cerraban suavemente las mandíbulas provistas de colmillos, mientras miraban fijamente a Fafhrd con ocho ojos vigilantes dispuestos como joyas en dos hileras de cuatro. «Utiliza una arañ a para cazar a otra», pensó Fafhrd, recordando su telarañ a, y entonces se preguntó qué significaba aquel pensamiento. Rá pidamente pasó a cosas má s prá cticas, pero apenas se había preguntado si antes de seguir adelante debería matar a aquellas arañ as de aspecto tan lujoso, dignas de ser las bestias de caza de alguna emperatriz de la jungla —¡otro factor contrario a la teoría de la basura de Ningauble!— cuando oyó un débil chapoteo al fondo de la tienda, el cual le recordó al Ratonero tomando un bañ o (a su amigo le encantaban los bañ os, lentos y lujosos bañ os de agua caliente jabonosa y perfumada con aceites aromá ticos, ¡el pequeñ o sibarita gris!), por lo que Fafhrd corrió en aquella direcció n, lanzando numerosas y rá pidas miradas hacia arriba por encima del hombro. Estaba a punto de rebasar la ú ltima jaula, una de metal escarlata que contenía a la arañ a má s hermosa, cuando observó un libro cerrado y con uno de aquellos tubos de observació n entre sus pá ginas…, exactamente como el Ratonero conservaría el punto de un libro cerrá ndolo con una daga. Fafhrd se detuvo para abrir el libro, cuyas pá ginas brillantes estaban en blanco. Aplicó el ojo impalpablemente cubierto por la telarañ a al tubo y vio una escena que só lo podía ser el humeante y rojo nadir infernal del universo, donde oscuros diablos se escabullían como centípedos y gentes encadenadas miraban anhelantes hacia arriba, donde los condenados se retorcían apresados por serpientes negras cuyos ojos brillaban, cuyos colmillos goteaban y de cuyas fosas nasales salía fuego. Cuando dejó el tubo y el libro, oyó el débil sonido apagado de burbujas expelidas de un fluido en su superficie. Al instante miró hacia el fondo penumbroso de la tienda, y vio por fin la pared negra con su brillo perlífero y un esqueleto que tenía grandes diamantes por ojos y retrocedía en ella. Sin embargo, aquel costoso hombre esquelético —¡una vez má s impugnada la teoría de la basura de Ningauble!— tenía un brazo que sobresalía en parte de la pared, y este brazo no era de hueso plateado, ni blanco, pardo o rosa, sino de carne al parecer viva cubierta por la piel correspondiente. Cuando el brazo se hundía en la pared, Fafhrd saltó con tanta rapidez como jamá s lo había hecho en su vida y aferró la mano antes de que se desvaneciera. Sabía que sujetaba a su amigo, pues reconocería en cualquier parte la forma de asirse del Ratonero, por muy debilitado que estuviera. Tiró de él, pero era como si su amigo se hubiera hundido en arenas movedizas. Dejó a «Varita Gris» a un lado, cogió también la muñ eca del Ratonero y afianzó los pies contra las á speras losas negras, para dar seguidamente un tiró n tremendo. El esqueleto plateado salió de la pared con un negro chapoteo, metamorfoseá ndose en un Ratonero Gris de mirada perdida, el cual, sin dirigirse para nada a su amigo y rescatador fue tambaleá ndose hasta el ataú d negro y se dejó caer en su interior. Pero antes de que Fafhrd pudiera sacar a su camarada de aquella nueva situació n apurada, se oyó un ruido metá lico de rá pidas pisadas y apareció , sorprendiendo un tanto a Fafhrd, la alta estatua de hierro negro. Se había olvidado de su pedestal, o simplemente había saltado de él, pero no se había dejado atrá s la espada que blandía fieramente con ambas manos, mientras lanzaba miradas como dardos de hierro a cada sombra, rincó n y concavidad. La negra mirada pasó ante Fafhrd sin detenerse, pero se detuvo en «Varita Gris», tendida en el suelo. A la vista de aquella larga espada la estatua se sobresaltó visiblemente, sus labios de hierro emitieron un gruñ ido y entrecerró sus ojos negros. Lanzó metá licas miradas má s perforadoras que antes, y empezó a moverse por la tienda con sú bitas acometidas zigzagueantes, moviendo su espada de sombrío resplandor como si fuera una guadañ a. En aquel momento el Ratonero se asomó por el borde del ataú d, con los ojos desmesuradamente abiertos, alzó una mano laxa y, agitá ndola hacia la estatua, gritó en voz baja y socarrona: «¡Yuju!». La estatua dejó de escudriñ ar y mover la espada para mirar al Ratonero con una mezcla de desdén y asombro. El Ratonero se irguió en el ataú d negro, tambaleá ndose como un borracho, y abrió su bolsa. —¡Hola, esclavo! —gritó a la estatua con embriagada vivacidad—. Tus artículos son pasables. Me quedaré a la chica de terciopelo rojo. —Extrajo una moneda de la bolsa, la miró de cerca y se la arrojó a la estatua—. Ahí va un ochavo. Y el tubo visor de nueve codos: otro ochavo. —Le arrojó la moneda—. Y el Gran Compendio de Gron de la Ciencia Exótica… ¡Otro ochavo para ti! Sí, y ahí va otro por la cena, que era muy sabrosa. Oh, y casi me olvidaba. ¡Ahí tienes, por el alojamiento de esta noche! Arrojó una quinta moneda de cobre a la demoníaca estatua negra y, con una sonrisa de felicidad, volvió a desaparecer de la vista. Pudo oírse suspirar al negro satén acolchado cuando se hundió en él. Cuando el Ratonero llevaba ya arrojadas unas cuantas monedas, Fafhrd decidió que era inú til tratar de descifrar la absurda conducta de su camarada y que sería mucho má s adecuado que hiciera uso de aquella diversió n para recuperar a «Varita Gris». Así lo hizo, pero por entonces la estatua negra volvía a estar plenamente alerta, si no había dejado de estarlo. Su mirada se fijó en «Varita Gris» en el mismo instante en que Fafhrd tocaba la larga espada, y golpeó el suelo con el pie, que produjo un sonido metá lico contra la piedra, al tiempo que gritaba á speramente: «¡Ja!». Al parecer, la espada se volvió invisible cuando Fafhrd la cogió , pues la estatua negra no la siguió con sus ojos de hierro cuando él cambió de sitio en la habitació n. Rá pidamente la estatua dejó en el suelo su propia espada y cogió una larga y estrecha trompeta de plata, que se llevó a los labios. Fafhrd consideró prudente atacar antes de que la estatua pidiera refuerzos. Se lanzó en línea recta contra ella, echando atrá s la espada para darle un gran golpe en el cuello…, y prepará ndose para un impacto que seguramente le dejaría el brazo insensibilizado. La estatua sopló y en vez del trompetazo de alarma que Fafhrd había esperado, emitió en silencio directamente hacia él una nube de polvo blanco que por un momento lo ocultó todo, como si fuera la niebla má s espesa del río Hlal. Fafhrd se retiró , ahogá ndose, tosiendo. La niebla lanzada por el demonio despejó en seguida, pues el polvo blanco cayó al suelo con una rapidez poco natural, y pudo ver de nuevo para atacar, pero ahora la estatua parecía poder verle también, pues le miró directamente y gritó su metá lico «¡Ja!» mientras hacía girar su espada por encima de la cabeza, prepará ndose para la carga…, casi como si se diera cuerda a sí mismo. Fafhrd vio que sus manos y brazos tenían una gruesa película de polvo blanco, el cual al parecer se aferraba a todas partes excepto a los ojos, sin duda protegidos por la telarañ a de Sheelba. La estatua de hierro se aproximó dando mandobles. Fafhrd paró la gran espada con la suya, lanzó una estocada y su contrincante la paró a su vez. Ahora el combate adoptó los ruidosos y mortíferos aspectos de un duelo convencional a espadas largas, con excepció n de que «Varita Gris» sufría una mella cada vez que recibía la fuerza de un golpe, mientras que la espada algo má s larga de la estatua permanecía indemne. Ademá s, cada vez que Fafhrd acometía al otro con una estocada —era casi imposible alcanzarle con un tajo— la estatua deslizaba su magro cuerpo o la cabeza a un lado con increíble velocidad e infalible anticipació n. A Fafhrd le pareció , por lo menos en aquel momento, el combate má s siniestro, frustrante y, desde luego, el má s fatigoso en que jamá s había estado empeñ ado, por lo que se sintió dolido e irritado cuando el Ratonero volvió a erguirse en su ataú d, apoyó un codo en el costado forrado de satén negro acolchado y el mentó n en el puñ o y observó sonriendo a los combatientes, mientras de vez en cuando soltaba una carcajada y gritaba tonterías tan irritantes como: «¡Usa la estocada secreta dos y media, Fafhrd… Está en el libro!», o «¡Salta al horno; hay ahí un golpe maestro de estrategia!», o —esta vez a la estatua—: «¡Recuerda barrer bajo sus pies, bribó n!». Al retroceder ante uno de los sú bitos ataques de Fafhrd, la estatua tropezó con la mesa sobre la que estaban los restos de la cena del Ratonero —era evidente que su capacidad de anticipació n no se extendía a su espalda— y trozos de alimentos negros, fragmentos de loza blanca y esquirlas de cristal se desparramaron por el suelo. El Ratonero se inclinó por el borde del ataú d y meneó un dedo con ademá n chocarrero. —¡Tendrá s que barrer todo esto! —exclamó y estalló en carcajadas. La estatua retrocedió de nuevo y tropezó con el ataú d negro. El Ratonero se limitó a dar unos amigables golpecitos en el hombro a la figura demoníaca y gritó : —¡Ataca de nuevo, payaso! ¡Cepíllale! ¡Quítale el polvo! Pero lo peor fue, quizá , cuando, durante una breve pausa mientras los combatientes jadeaban y se miraban uno a otro aturdidos, el Ratonero saludó con afectació n a la arañ a gigante má s pró xima, diciendo: «¡Yuju!» de nuevo, a lo que siguió : «Después del circo nos veremos, querida». Mientras Fafhrd paraba con fatigada desesperació n el decimoquinto golpe contra su cabeza, pensó amargamente: «Esto ocurre por tratar de rescatar a hombrecillos sin corazó n que se reirían de sus madres abrazadas por osos. La telarañ a de Sheelba me ha mostrado al Ratonero Gris en su verdadera naturaleza idiota». Al principio, cuando el chocar de las espadas le despertó de sus sueñ os en el satén negro, el Ratonero se enfureció , pero en cuanto vio lo que ocurría le encantó la escena absurdamente có mica, pues, como carecía de la telarañ a de Sheelba, lo que el Ratonero veía era só lo al estrafalario portero haciendo cabriolas con sus zapatos rojos de punta curva y lanzando grandes golpes de escoba a Fafhrd, el cual parecía exactamente como si acabara de salir de un barril de harina. La ú nica parte del nó rdico que no estaba cubierta de polvo blanco era la franja a modo de má scara sobre los ojos. Lo que hacía la escena fantá sticamente risible era que Fafhrd, blanco como un molinero realizaba todos los movimientos, ¡y expresaba las emociones!, de un verdadero combate con extrema precisió n, parando la escoba como si fuera una estremecedora cimitarra o incluso una espada de hoja ancha manejada con ambas manos. La escoba oscilaba hacia arriba y Fafhrd la miraba boquiabierto y con los ojos saliéndole casi de las ó rbitas, a pesar de la extrañ a sombra que los cubría, haciendo magnifica interpretació n. Entonces la escoba bajaba y Fafhrd se afianzaba y parecía pararla con su espada só lo con el esfuerzo má s prodigioso… ¡Y pretendía que el golpe de la escoba le hacía retroceder! El Ratonero nunca había sospechado en Fafhrd un talento teatral tan perfecto, aunque actuara de un modo bastante mecá nico y los amplios movimientos de su espada carecieran de verdadero genio dramá tico, y se desternillaba de risa. Entonces la escoba rozó el hombro de Fafhrd y brotó la sangre. Herido al fin y sabiendo que era improbable que pudiera resistir má s que la estatua negra, aunque el pecho de ésta se movía ahora como un fuelle, Fafhrd decidió tomar unas medidas má s rá pidas. Volvió a aflojar la ligadura de su hacha y en la siguiente pausa del combate, cuando los dos combatientes habían adivinado sus respectivas intenciones retrocediendo simultá neamente, la empuñ ó y la lanzó contra el rostro de su adversario. En vez de intentar esquivar o rechazar el proyectil, la estatua negra bajó su espada y se limitó a trazar un pequeñ o círculo con la cabeza. El hacha rodeó la delgada cabeza negra, como un cometa con cola de madera orbitando alrededor de un sol negro, y se dirigió en línea recta a Fafhrd como un boomerang…, y con bastante má s rapidez de la que le había imprimido el nó rdico al lanzarla. Pero el tiempo se hizo má s lento para Fafhrd, el cual se agachó y cogió el arma con la mano izquierda cuando pasó zumbando junto a su mejilla. También sus pensamientos fueron por un momento tan rá pidos como sus acciones. Pensó en có mo su adversario, capaz de esquivar todo ataque frontal, no había evitado la pesa o el ataú d a sus espaldas. Pensó en que el Ratonero llevaba algú n tiempo sin reírse, le miró y vio que, si bien parecía aú n aturdido, su rostro estaba extrañ amente pá lido y serio, como si mirase horrorizado la sangre que corría por el brazo de Fafhrd. Así pues, gritando tan fuerte y alegremente como pudo: «¡Diviértete! ¡Ú nete a la diversió n, payaso! Aquí tienes tu palmeta», Fafhrd arrojó el hacha al Ratonero. Sin esperar a ver el resultado de esta acció n —quizá sin atreverse a verlo— hizo acopio de sus ú ltimas reservas de velocidad y se abalanzó contra la estatua negra en un avance circular que le llevó hacia el ataú d. Sin variar su estú pida mirada horrorizada, el Ratonero sacó una mano en el ú ltimo momento y cogió el hacha por el mango, cuando pasó , girando perezosamente. En el momento en que la estatua retrocedía acercá ndose al ataú d, y preparado para lo que prometía ser un estupendo contraataque, el Ratonero se inclinó hacia delante y, sonriendo estú pidamente de nuevo, golpeó con el hacha la negra mollera. La cabeza de hierro se partió como un coco, pero sus mitades no se separaron. El hacha de Fafhrd, clavada profundamente, pareció volverse de sú bito del mismo metal que la estatua, y su negro mango se deslizó de la mano del Ratonero mientras la estatua quedaba rígida, vertical y alta. El Ratonero miró la cabeza partida con asombro, como un guiñ o ignorante de que los cuchillos cortan. La estatua se llevó la gran espada al pecho, como un palo en el que pudiera apoyarse, pero no lo hizo y cayó rígidamente adelante, golpeando el suelo con un estrépito metá lico. Al producirse aquel estruendo, un fuego blanco brotó en la pared negra, iluminando toda la tienda como un relá mpago, y un trueno enorme resonó en sus profundidades. Fafhrd envainó a «Varita Gris», sacó a rastras al Ratonero del ataú d negro —la lucha no le había dejado fuerzas ni siquiera para levantar en vilo a su pequeñ o amigo—, y le gritó al oído: «¡Vamos! ¡Corre!». El Ratonero corrió hacia la pared negra. Fafhrd le cogió por la muñ eca y corrió hacia la puerta en forma de arco, arrastrando al Ratonero tras él. El trueno se desvaneció y se oyó entonces un silbido bajo, dulce y halagador. Un fuego salvaje volvió a recorrer la pared negra, a sus espaldas, esta vez mucho má s brillante, como si una tormenta de rayos avanzara hacia ellos. El resplandor blanco que avanzó por delante de él imprimió una visió n indeleble en el cerebro de Fafhrd: la arañ a gigante en la jaula má s interior se apretó contra los barrotes de color rojo como la sangre para mirarles. Tenía las patas pá lidas, el cuerpo de terciopelo rojo y una má scara de espeso y brillante pelo dorado de la que emergían ocho ojos de color negro azabache, mientras sus mandíbulas provistas de colmillos, colgando a la manera de las anchas hojas de unas tijeras doradas sonaban con un furioso ritmo de staccato como castañ uelas. En aquel momento se repitió el seductor silbido, el cual también parecía proceder de la arañ a roja y dorada. Pero lo que a Fafhrd le resultó má s extrañ o fue escuchar al Ratonero, involuntariamente arrastrado tras él, que gritaba respondiendo al silbido: —Sí, querida, ya voy. ¡Déjame ir, Fafhrd! ¡Déjame trepar hasta ella! ¡Só lo un beso! ¡Cariñ o! —Basta, Ratonero —gruñ ó Fafhrd, ansioso de seguir adelante—. ¡Es una arañ a gigante! —Límpiate las telarañ as de los ojos, Fafhrd —replicó el Ratonero en tono suplicante y muy a propó sito, sin saberlo—. ¡He pagado por ella! ¡Cariñ o! Entonces el trueno retumbante ahogó su voz y los silbidos, si es que hubo má s. El fuego surgió de nuevo, má s brillante que la luz del día, restalló otro trueno en sus talones, el suelo se estremeció y toda la tienda empezó a agitarse, y Fafhrd arrastró al Ratonero a través del arco trilobado de la entrada, al tiempo que surgía otra vez el fuego seguido del estruendo. El resplandor mostró un semicírculo de lankhmarianos que miraban por encima del hombro, pá lidos de terror, mientras se retiraban por la Plaza de las Ocultas Delicias, alejá ndose de la notable tormenta interior que amenazaba con salir en pos de ellos. Fafhrd giró sobre sus talones. El arco de entrada se había convertido en una pared lisa. El bazar de lo extrañ o había desaparecido del mundo de Nehwon. El Ratonero se sentó sobre las losas hú medas a las que Fafhrd le había arrastrado y balbuceó tristemente: —¡Los secretos del tiempo y del espacio! ¡El conocimiento de los dioses! ¡Los misterios del infierno! ¡El nirvana negro! ¡El cielo rojo y dorado! ¡Cinco ochavos desaparecidos para siempre! Fafhrd apretó los dientes. Una potente resolució n, nacida de sus muchos enojos y asombros recientes, cristalizó en él. Hasta entonces había utilizado la telarañ a de Sheelba, y también el andrajo de Ningauble, só lo para servir a otros. ¡Ahora los utilizaría para él mismo! Miraría al Ratonero má s atentamente, y a toda persona que conociera. ¡Estudiaría incluso su propio reflejo! Pero, sobre todo, ¡atisbaría las profundidades brujeriles de Sheelba y Ningauble! Oyó por encima de su cabeza un leve siseo. Al alzar la vista notó que le arrancaban algo del cuello y, con una ligerísima sensació n cosquilleante, de los ojos. Por un momento hubo un trémulo resplandor ascendente, a través del cual le pareció atisbar de un modo distorsionado, como a través de un cristal grueso, un rostro negro con piel de telarañ a que cubría por entero la boca, la nariz y los ojos. Luego aquel dudoso resplandor desapareció y no hubo má s que dos cabezas encapuchadas que le miraban desde lo alto del muro. Y se oyó una ligera risa. Las dos cabezas encapuchadas se retiraron, perdiéndose de vista, y no hubo má s que el borde del tejado, el cielo, las estrellas y la pared lisa. NOTA ACERCA DEL AUTOR La carrera literaria de Fritz Leiber (1910) tiene su origen en los añ os cuarenta, en el seno de revistas populares como Unknown y la mítica Weird Tales. Ha cultivado indiscriminadamente la fantasía, la ciencia ficció n y el terror, llegando a destacar como maestro en los tres géneros. Virtuoso de la escritura y de la recreació n de ambientes, ha sabido dotar a toda su obra de una finísima ironía. Su ciclo dedicado a Fafhrd y el Ratonero Gris, sus creaciones má s populares, está uná nimemente considerado como la obra maestra de la fantasía heroica, término cuya acuñ ació n se debe al propio Leiber. Entre el resto de su producció n destacaremos en esta ocasió n la novela Nuestra Señora de las Tinieblas, de pró xima aparició n en la colecció n Gran Fantasy, ganadora del Premio Mundial de Fantasía y una de las novelas de mayor talla e influencia en el desarrollo del terror urbano. Una bibliografía sucinta del autor comprende los libros siguientes: CICLO DE FAFHRD Y EL RATONERO GRIS: 1970 —Swords and Deviltry (Espadas y demonios, Ed. Martínez Roca, col. Fantasy nú m. 2, Barcelona, 1985). 1970 —Swords Against Death (Espadas contra la muerte, Ed. Martínez Roca, col. Fantasy nú m. 8, Barcelona, 1986). 1968 —Swords in the Mist (Espadas entre la niebla, Ed. Martínez Roca, col. Fantasy nú m. 16, Barcelona, 1987). 1968 —Swords Against Wizardry (Espadas contra la magia, Ed. Martínez Roca, col. Fantasy nú m. 21, Barcelona, 1989). 1968 —The Swords of Lankhmar (Las espadas de Lankhmar, Ed. Martínez Roca, col. Fantasy nú m. 25, Barcelona, 1990). 1977 —Swords and Ice-Magic (Espadas y magia helada, Ed. Martínez Roca, col. Fantasy nú m. 28, Barcelona, 1990). 1988 —The Knight and Knave of Swords (La hermandad de las espadas, Ed. Martínez Roca, col. Fantasy nú m. 33, Barcelona, 1992). NOVELAS: 1943 —Conjure Wife (Esposa hechicera, Ed. Martínez Roca, col. Super Terror nú m. 30, Barcelona, 1989). 1943 —Gather Darkness! (¡Há gase la oscuridad!, Ed. B, col. Libro Amigo CF nú m. 10, Barcelona, 1987). 1957 —Destiny Times Three. 1953 —The Sinful Ones. 1953 —The Green Millenium. 1961 —The Big Time (El Gran Tiempo, Ed. Adiax, Barcelona, 1983). 1961 —The Silver Eggheads (Los cerebros plateados, Ed. Martínez Roca, col. Super Ficció n nú m. 8, Barcelona, 1976). 1964 —The Wanderer (El planeta errante, Ed. Edhasa, col. Clá sicos de Nebulae, Barcelona, 1988). 1966 —Tarzan and the Valley of Gold. 1969 —A Spectre Is Haunting Texas (Un fantasma recorre Texas, Ed. Martínez Roca, col. Super Ficció n nú m. 25, Barcelona, 1977). 1975 —Our Lady of Darkness (Nuestra Señ ora de las Tinieblas, Ed. Martínez Roca, col. Gran Fantasy, Barcelona, de pró xima aparició n). RECOPILACIONES DE RELATOS: 1947 —Night's Black Agents (Espectros de la noche, Ed. Martínez Roca, col. Super Terror nú m. 18, Barcelona, 1986). 1961 —The Mind Spider and Other Stories (La mente arañ a, Ed. Martínez Roca, col. Super Ficció n nú m. 37, Barcelona, 1978). 1962 —Shadow with Eyes. 1964 —A Pail of Air (Un cubo de aire, Ed. Géminis, Barcelona, 1968). 1964 —Ship to the Stars (Naves a las estrellas, Ed. Vértice, col. Galaxia nú m. 43, Barcelona, 1965). 1966 —The Night of the Wolf. 1968 —The Secret Songs (Las canciones secretas, Ed. Veró n, Barcelona, 1974). 1969 —Night Monsters. 1969 —Demons of the Upper Air (poemas). 1974 —The Best of Fritz Leiber. (Antología de 22 cuentos Sphere paperback edition). 1974 —The Book of Fritz Leiber (Colecció n de 10 cuentos y 9 relatos). 1975 —The Second Book of Fritz Leiber. 1976 —Changewar (Cró nicas del Gran Tiempo, Ed. Martínez Roca, col. Super Ficció n nú m. 91, Barcelona, 1984). 1984 —The Ghost Light. 1990 —The Leiber Chronicles. Fifty Years of Fritz Leiber. PREMIOS: 1958 —Hugo por El Gran Tiempo. 1964 —Hugo por El planeta errante. 1968 —Hugo y Nébula por «Voy a probar suerte» (incluido en Los Premios Hugo 1968- 1969, Ed. Martínez Roca, col. Gran Super Ficció n, Barcelona, 1984). 1970 —Hugo por «Nave de sombras» (incluido en Los Premios Hugo 1970-1972, Ed. Martínez Roca, col. Gran Super Ficció n, Barcelona, 1988). — Hugo y Nébula por «Aciago encuentro en Lankhmar» (incluido en Espadas y demonios). 1975 —Lovecraft Award y August Derleth Award por «El expreso de Belsen» (incluido en El Gran Libro del Terror Ed. Martínez Roca, Barcelona, 1989). — Grand Master of Fantasy (Gandalf) Award. 1976 —World Fantasy Award por Nuestra Señora de las Tinieblas. — Hugo y Nébula por «¡Coge ese Zepelín!» (incluido en Los Premios Hugo 1976-1977, Ed. Martínez Roca, col. Gran Super Ficció n, Barcelona, 1989). — Live Achievement Lovecraft Award. 1985 —Locus por The Ghost Light. 1986 —Gigamesh de fantasía (Españ a) por Espadas y demonios. — Gigamesh de fantasía por «Aciago encuentro en Lankhmar» (incluido en Espadas y demonios). 1987 —Gigamesh de fantasía por «Casa de ladrones» y «El bazar de lo extrañ o» (incluidos en Espadas contra la muerte). 1988 —Gigamesh de fantasía por «Espadas entre la niebla». — Gigamesh de fantasía por «Tiempos difíciles en Lankhmar» (incluido en Espadas entre la niebla). 1990 —Gigamesh de fantasía por «Espadas contra la magia». — Gigamesh de fantasía por «Los señ ores de Quarmall» (incluido en «Espadas contra la magia»). — Gigamesh de terror por «Esposa hechicera».