Una Escritora en La Cocina - Laurie Colwin

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Un homenaje a los pequeños placeres y al gozo de compartir mesa.

«De noche, algunos cuentan ovejas y otros leen novelas de misterio. Yo me


tumbo en la cama y me pongo a pensar en comida». Entretejiendo reflexiones
y recuerdos de varias décadas entre fogones y libros junto a sus más infalibles
recetas, la novelista Laurie Colwin nos invita a redescubrir el placer de
cocinar con alegría y sin complejos. En capítulos como «A solas con una
berenjena», «Cenas vomitivas. Mi testimonio» y «Aleta de ternera rellena.
Una mala idea», la autora comparte divertidas anécdotas —cómo preparar
pasta en un minúsculo apartamento en el Nueva York de finales de los
sesenta, dar de comer a una multitud de estudiantes en huelga u organizar una
cena y lidiar con invitados tiquismiquis— y ofrece útiles consejos tanto para
neófitos como para entendidos.
Publicado en 1988, este célebre libro, a medio camino entre las memorias y el
recetario, es un homenaje a los pequeños placeres de la cocina y al gozo de
compartir mesa, un auténtico festín literario que ha conquistado a varias
generaciones de lectores. Cercana y honesta, Colwin nos habla como lo haría
una buena amiga y nos invita a vivir nuestra relación con la cocina con
curiosidad, generosidad y optimismo.

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Laurie Colwin

Una escritora en la cocina


ePub r1.1
Titivillus 08-10-2023

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Título original: Home Cooking: A Writer in the Kitchen
Laurie Colwin, 1988
Traducción: Regina López Muñoz
Prólogo: Milena Busquets, 2023
Ilustración de cubierta: Juliet Pomés

Editor digital: Titivillus


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Prólogo
Laurie Colwin, la escritora que cocinaba

Nunca he cocinado de verdad, y si no fuese por la intuición y el olfato


literario de Luis Solano, editor del libro que tienen ustedes entre las manos, a
nadie se le hubiese ocurrido encargarme un prólogo sobre cocina.
He cocinado y cocino de forma muy esporádica. Mi abuela no sabía hacer
ni un huevo frito. Mi madre solo sabía hacer huevos fritos y arroz hervido
(magistralmente, eso sí). Yo he mejorado un poco la estirpe familiar, pero no
mucho.
A los veinte años, hice algunos cursos de cocina con mi tía Victoria, que
era una cocinera extraordinaria y que llegó a tener, en los años ochenta, un
restaurante con una estrella Michelin en Barcelona, el mítico Azulete.
Victoria daba las clases en la cocina de su casa, un espacio amplio, acogedor
e hiperorganizado —es muy fácil ver la diferencia entre una cocina que se
utiliza de forma regular para preparar alimentos (cocerlos, hornearlos,
freírlos, macerarlos) y otra que solo sirve para guardar la leche en la nevera y
los cereales en la repisa—. Mi tía era una profesora amable y perceptiva, pero
también exigente y perfeccionista, y todas —la mayoría éramos mujeres— le
teníamos un poco de miedo. A veces parecía un general, con su impoluta
chaquetilla de chef, su mirada directa y penetrante y su nula paciencia para las
tonterías. Así logró enseñarnos a preparar platos sofisticados, suculentos y
bastante sencillos.
Yo había pactado con mi madre que ella me pagaría los cursos de Victoria
a cambio de que yo cocinase algunas noches para sus amigos. A mí madre le
gustaba recibir y era muy buena anfitriona. Yo me burlaba amablemente de su
afán por las mantelerías finas, las vajillas inglesas y las cuberterías de plata.
La recuerdo en la cocina, de madrugada, después de las cenas con invitados,
lavando y secando minuciosamente los platos y las copas para no arriesgarse
a que, a la mañana siguiente, la chica que ayudaba en casa y que era un poco
torpe y precipitada, rompiese algo.
Así que me convertí en una cocinera ocasional. Tuve algún éxito
importante, como la noche que cociné huevos poché con caviar para Carmen
Balcells y le encantaron (pero ¿a quién no le gustan los huevos poché con
caviar? La textura suave, sensual y deliciosa de la yema hecha en su punto

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combinada con el sabor más violento y extraño, pero igualmente sexy, del
caviar).
Sin embargo, en cuanto hube saldado la deuda con mi madre
(seguramente un poco antes, con los padres uno nunca acaba de saldar las
deudas), las recetas de Victoria fueron relegadas al fondo de un cajón.
No volví a tomar clases de cocina hasta hace un mes cuando, harta y
asqueada de la comida a domicilio, contacté a través de las redes sociales con
Marga Freudenthal, una cocinera estupenda, para que viniese a casa a
enseñarme a preparar cuatro cosas básicas. Marga redujo drásticamente su
tarifa, un poco alta para alguien que como yo intenta vivir únicamente de la
escritura, para poder darme clases. A cambio, cada vez que viene a casa, yo le
regalo un pequeño texto. Gracias a ella he aprendido a hacer una tortilla de
patata con tartufata excelente y gracias a ella volví a abrir la caja donde
guardaba las recetas de tía Victoria.
No cocino cada día, ni mucho menos, tal vez uno o dos días a la semana,
pero incluso eso, hacer dos platos sencillísimos una vez a la semana, ha
mejorado de forma notable mi calidad de vida y la de mis hijos.
Y entonces Luis, sin saber nada de mis andanzas culinarias, me mandó un
ejemplar de Una escritora en la cocina de Laurie Colwin. Lo he leído en dos
días. O ¿debería decir «lo he devorado en dos días»? Porque Colwin no es
solo una cocinera excelente, Colwin es ante todo una escritora, una escritora
de verdad. Su libro, que se lee como una novela, está compuesto por una
mezcla de recetas caseras y de anécdotas personales. Las recetas son las que
la propia autora prepara en sus distintas casas, primero en un hornillo
eléctrico en un diminuto cuarto de estudiante y más adelante en una cocina de
verdad, en un piso acomodado. Las anécdotas son las propias de una mujer
joven y culta, casada y con una hija, en el Nueva York de los años ochenta.
Pero ni las recetas ni las anécdotas serían nada del otro mundo sin la voz
irresistible de la autora. Laurie Colwin demuestra una de las teorías favoritas
de mi madre sobre los escritores de verdad: cuando tienes una voz personal,
un punto de vista particular y una mirada propia sobre el mundo, puedes
hablar de lo que sea (incluso, literalmente en este caso, de cómo hacer unos
huevos revueltos) y lograr que resulte apasionante, divertido, profundo, ligero
y ocurrente. Un gran escritor no necesita grandes temas para escribir un gran
libro, a menudo solo necesita temas minúsculos, del mismo modo que un
buen cocinero no necesita ingredientes lujosos para preparar una gran comida.
El estilo de Colwin es lo que se lleva el gato al agua, lo que hace que no
podamos parar de leerla y que una vez acabado el libro deseemos seguir en su

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compañía. Y ahora me voy a preparar sus peras al horno. A ver qué tal me
quedan.

MILENA BUSQUETS
Febrero de 2023

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Para mi hermana, Leslie Friedman
(de buen cocinar),
y para Juris y Rosa
(de buen comer)

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Introducción. Cocinar en casa

A diferencia de algunas personas a las que les encanta salir, a mí lo que me


gusta es quedarme en mi casa. Llámalo pereza, ansiedad o fobia a los demás;
sea como sea, en la época en que mis amigas se recorrían Bolivia y Nepal tan
felices a mí me daba apuro reconocer que lo que más me gustaba era disfrutar
de mi casa.
Seguramente, como compañera de viaje tampoco debo de ser la monda.
Mi idea de diversión en el extranjero consiste en alojarme en casa de alguien
y husmear las alacenas, si me lo permiten. El verano que estuve en una masía
menorquina se hizo realidad mi ideal de felicidad: unas vacaciones en casa
(aunque la casa no fuera mía). Por las mañanas me despertaba, hacía el café y
salía a coger albaricoques para el desayuno. Me paseaba por el mercado
planeando la cena de ese día. Cada vez que salgo al extranjero me siento
irresistiblemente atraída por las tiendas de comestibles, las de suministros de
cocina y los supermercados. La explicación que doy a mis amigos es que, tal
y como aprendí en la asignatura de Introducción a la Antropología, la cultura
no la conforman exclusivamente las Grandes Obras de la humanidad, sino
también los elementos cotidianos, como el alimento y la manera en que se
prepara.
Me gusta muchísimo comer fuera, pero me gusta todavía más comer en
casa. La mejor cena a la que he asistido jamás fue un sarao de alto copete con
motivo d e la publicación de un libro; se encargaba del catering la hermana
del autor. Cuando tomamos asiento, todas de largo y todos de esmoquin, se
me cayó el alma a los pies. ¿Qué pijadita creativa se dispondrían a servirnos?
Recordé la triste anécdota de una compañera que asistió a una cena de postín
cuyo plato fuerte consistió en medio filete de lenguado.
Cuando llegó la comida, me costó reprimir mi alegría. ¡Era comida
casera! Y de la mejorcita: un sabrosísimo estofado de ternera con aceitunas y
guarnición de tallarines, una sencilla ensalada verde con un aliño fabuloso, y
de postre, un poco de queso chorreante y mousse de chocolate. ¡Divino!

Cuando la gente se mete en la cocina, suele hacerlo acarreando el bagaje de su


niñez. Yo me crie leyendo álbumes infantiles ingleses en los que la merienda
y la vida campestre desempeñaban un papel muy destacado, algo que en
cierto modo configuró mi noción más temprana de confort: una mesa de té en

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una acogedora casa de campo. De adulta he reforzado estos conceptos
precoces leyendo libros de cocina británicos como si de novelas se tratara y
releyendo clásicos como Consuming Passions, de Philippa Pullar,
An Englishman’s Food, de Drummond y Wilbraham, o Food in England y
Lost Country Life, de Dorothy Hartley.
Lo bueno de las personas hogareñas es que uno sabe dónde encontrarlas:
en casa. Es mi caso, desde luego; me encanta dar de comer a otros. Dado que
soy escritora de profesión, era inevitable que tarde o temprano me diera por
escribir sobre comida. Ahora que estos textos se han recopilado en un solo
volumen, considero oportuno explicar ciertas inclinaciones mías.
En este libro abundan las recetas de pollo. Hoy por hoy, casi toda la gente
que conozco se ha quitado de las carnes rojas o bien ha restringido
drásticamente su consumo. Por lo demás, empecé a hacer mis pinitos en la
cocina en una época en que los precios de la ternera estaban por las nubes, y
quien tuviera un sueldo modesto directamente excluyó esa carne de su dieta.
El pollo en cambio era —y sigue siendo— barato.
Personalmente, prefiero el pollo ecológico. No es fácil de encontrar, pero
la búsqueda merece la pena. Los huevos ecológicos de gallinas criadas en
libertad saben francamente mejor que cualquiera de los que se venden en las
grandes superficies. Se encuentran en comercios naturistas y en mercados de
productores. Hoy en día, mucha gente ha reducido el consumo de huevos,
pero lo ideal es que los pocos que comamos sepan a huevo de verdad. En
cuanto a la carne, si tienes la posibilidad de comprar ternera o vaca ecológica,
ni te lo pienses. No solo sabe mejor (y suele ser más magra), sino que además
podrás quitarte la preocupación de estar atiborrando de esteroides
anabolizantes a tus familiares y allegados.
Es desolador que en la actualidad debamos prestar tanta atención a lo que
comemos. No pasa un día sin que aumente la lista de alimentos que resultan
ser nocivos para la salud: cuando no es la mantequilla es el café, el chocolate,
el agua del grifo o el trigo. Coincidiendo con el periodo en que mi hija,
todavía un bebé, empezó a beber zumo de manzana en cantidades industriales,
tanto yo como las demás madres del país descubrimos que los manzanales del
mundo entero se fumigaban año tras año con una sustancia cancerígena y
mutagénica. Desde entonces empecé a comprar el zumo de manzana por cajas
a Walnut Acres, una granja ecológica de Penns Creek (Pensilvania), donde
también encargo compota de manzana, levadura sin conservantes y una
estupenda harina de fuerza ecológica. He invertido también en un filtro de alta
tecnología que elimina prácticamente toda la porquería del agua (incluido el

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flúor, aunque esto no tiene mayor relevancia puesto que casi todos los críos
comen pasta de dientes como si fuera una chuchería) y hace que sepa como si
brotara de un manantial de alta montaña.
Vivimos en la era de los platos precocinados y los electrodomésticos para
todo. No tenemos que degollar cerdos, ni desplumar pollos, ni hacer jabón y
velas. No lavamos la ropa a mano. Hay máquinas que nos friegan los
cacharros. Y sin embargo, todo el mundo se queja de que no tiene tiempo para
nada. Nos dicen que la familia norteamericana se desmorona. Ya no nos
sentamos a cenar, sino que subsistimos a base de picoteo.
Ignoro si la familia norteamericana se desmorona. Lo que sí sé es que
todavía hay mucha gente que disfruta guisando para los suyos, solo que
cuando llegamos a casa después de estar todo el santo día en la oficina quizá
no nos quede mucho tiempo ni energía para invertir en la cocina.
Yo no soy la mujer maravilla, pero me gusta cocinar y tengo la suerte de
trabajar desde casa. Por otro lado, aunque valoro una buena comida, no estoy
dispuesta a sufrir un ataque de nervios por preparar una. Me gustan los platos
fáciles, sabrosos, los que por lo general se cocinan solos (o rapidito). Saco la
vena ambiciosa los fines de semana, que es cuando dispongo de más tiempo
para cocinar sin apenas interrupciones.
No estoy de acuerdo en que para comer bien hay que dejarse una pasta;
pocas recetas superan a la clásica patata asada. Pero hay cosas en las que
merece la pena gastar algo de dinero. Por ejemplo, los accesorios de cocina, el
equivalente culinario del bolso espectacular o de los zapatos soberbios que
hacen que cualquier prenda luzca mil veces mejor. La mantequilla sin sal y el
aceite de oliva de calidad valen lo que cuestan, lo mismo que el vinagre bueno
(mi favorito es el de Jerez, español), la sal marina, la pimienta fresca y las
hierbas aromáticas. En el día a día consumo azúcar sin refinar, que sabe a
azúcar y no a producto químico dulzón. En vacaciones me gusta tirar la casa
por la ventana: un poco de salmón ahumado, unas pastas finas o pastillas de
chocolate.
Estos textos se escribieron en un tiempo en que cada vez veíamos más
claro que muchos de nuestros compatriotas pasan hambre en las calles de
nuestras ciudades más ricas. Es imposible escribir sobre comida obviando esa
realidad.
Espero que quienes tengan la suerte de estar bien alimentados encuentren
este libro de utilidad a la hora de dar de comer a sus familiares y amigos.

LAURIE COLWIN
Nueva York, 1987

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Primeros pasos en la cocina

Cocinar es como todo: hay quien tiene un talento innato, hay quien adquiere
maestría a base de práctica, y hay quien aprende leyendo libros.
La mejor manera de sentirse a gusto en la cocina es mamarla desde la
infancia. Hace años, las criaturas (por lo común, las niñas) aprendían de sus
progenitores (por lo común, sus madres) encaramándose a una silla junto a los
fogones y observando con atención, o merodeando por la cocina y rogando
que les dejaran echar una mano. Una vez disfruté de un almuerzo sensacional
preparado por una joven cuya madre no sabía ni poner agua a hervir pero, en
cambio, podía permitirse contratar carísimas empleadas domésticas de
nacionalidad china. Todo el mundo debería tener la suerte de ser chino o rico
para así poder aprender a preparar empanadillas wonton y pato relleno de
cerezas y lichis.
Quienes llegan tarde a la cocina —y con esto me refiero a pasados los
dieciocho— se encuentran no pocos escollos. Por ejemplo, si le pides a una
cocinera veterana que nombre un plato infalible, la respuesta suele ser
«huevos revueltos». Sin embargo, el camino que lleva a los huevos revueltos
perfectos está sembrado de obstáculos. Prepararlos bien no es lo que se dice
pan comido, aunque casi todo el mundo es capaz de hacer unos huevos
decentes y, poniéndole cierto empeño, es posible que salga un plato
francamente repugnante.
Durante un tiempo tuve un idilio con un muchacho que estaba, ahora me
doy cuenta, loco de remate; pero por aquel entonces me parecía… un
romántico. Empecé a albergar sospechas, precisamente, a raíz de unos huevos
revueltos, pues el chico afirmaba que los que él preparaba recordaban a esas
placas de amianto que se colocan encima de la hornilla para distribuir el calor.
Le pregunté cómo los preparaba. «Pues los mezclo, no hace falta que te
explique cómo, y les pongo las especias que haya por ahí». Quise saber qué
solía tener por ahí. Cáscara de nuez moscada y tomillo molido, me dijo, y
procedió a mostrarme dos latas con una pinta antediluviana. No entendía
quién en su sano juicio querría ponerles a unos huevos cáscara de nuez
moscada o tomillo molido, que sabe a serrín amargo y no vale para nada salvo
que necesites un extraño polvillo verdoso de atrezo. Vale, ¿y después qué?
«Echo un poco de aceite vegetal en una sartén y voy a ducharme. Cuando
termino, vierto los huevos batidos, voy a afeitarme, y cuando vuelvo ya

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están».
Este relato debería haberme hecho salir por pies, pero el amor, además de
ciego, suele estar sordo como una tapia.
Los huevos revueltos más deliciosos que recuerdo me los preparó un
joven no chiflado, un inglés que insistía en que los huevos revueltos deben
hacerse al baño maría. El resultado es un cruce entre huevo revuelto y natilla
salada, y si algún día dispones de cuarenta minutos para hacer el experimento,
te aseguro que merece la pena.
La preparación es como sigue: batir los huevos y añadir una cucharada
sopera de nata espesa. Poner un trocito de mantequilla en el recipiente del
baño maría y, cuando se funda, añadir los huevos. Remover sin parar, y sin
olvidar que tienes que mirarte el colesterol lo antes posible. Remover como
para unas natillas hasta que tengas la sensación de que se te cae el brazo o de
que vas a ponerte a gritar como una condenada. Lo ideal es contar con la
presencia de un ser querido con quien hablar mientras tanto, o escuchar algo
extremadamente absorbente por la radio. Si dominas a la perfección el arte de
sostener el teléfono entre el hombro y la cara sin que se te caiga, una
llamadita siempre hace que el tiempo pase volando.
Los huevos quedan satinados y cremosos y no necesitan absolutamente
nada más, aunque admiten un poco de queso si eres de paladar inquieto.
Recomendaría este plato, que bauticé como «huevos revueltos a la inglesa»
(si bien ninguna otra persona que yo haya conocido en Inglaterra ha oído
hablar de ellos), solo a principiantes bajo supervisión.
Pensemos si no en el estofado de ternera, ese gran clásico en los proyectos
culinarios de exploradoras y guías. La gente —sobre todo los señores—
comete verdaderos atentados contra ese plato. A una conocida mía, excelente
cocinera, un individuo le sirvió un auténtico bodrio. Era estofado, sí, pero la
carne presentaba una textura casi acecinada. Ella, por pura curiosidad y
porque estuvo a punto de dejarse un diente, preguntó cómo había conseguido
aquella extraña sustancia que recordaba a una piel curtida.
—En la receta ponía «saltear hasta que esté dorado», y eso he hecho —le
explicó el sujeto.
—¿Y eso cuánto tiempo ha sido?
—Pues una hora más o menos —repuso él.
Mi marido me confesó en una ocasión que le había desconcertado la orden
de «cubrir con agua». Lo que obtuvo fue una especie de calducho grisáceo
parecido a las aguas del grasiento río Limpopo, verdosas y grises, que
Rudyard Kipling describe en El hijo del elefante.

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Sirva este par de ejemplos para refutar eso de que si sabes leer, sabes
guisar.
Pongamos que no has cocinado absolutamente nada en tu vida pero has
cometido la insensatez —la temeridad— de invitar a alguien a cenar. Hace
años trabajé con una chica cuyo prometido no sabía que era un desastre en la
cocina. Llevaban un noviazgo de lo más correcto; cada cual en su piso, se
veían para ir al teatro, etcétera. Una vez a la semana, el día que él iba a casa
de ella a cenar, yo la oía confabular al teléfono con un negocio denominado
«cazuelas cocineras», «cazuelas caseras» o algo por el estilo, de esos que te
envían platos ya preparados y tú luego les devuelves los recipientes vacíos.
Años más tarde leí el anuncio de su enlace matrimonial en el Times y me
pregunté si «cazuelas hogareñas» seguiría en el ajo o si ella habría aprendido
a guisar. Y lo más interesante de todo: ¿le habría contado la verdad a su
marido?
Por supuesto, ahora que hay una vistosa tienda de comida para llevar en
cada esquina, no saber cocinar ha dejado de ser un problema. La mujer de mi
primo, una persona trabajadora y elegante, afirmó durante años que ella no
aplicaba calor a sus alimentos pero sabía muy bien qué comprar y, sobre todo,
dónde. Los almuerzos en casa de mi primo son la única comida que conozco
donde se sirve salmón ahumado a discreción.
La mujer de mi primo encarna un caso interesante. Como buena
italianófila, en algún momento decidió que, puesto que no le quedaba más
remedio que aprender a cocinar, lo haría a la italiana. Al principio se limitó a
una combinación de cocinar y comprar. O sea, que «aplicaba calor» a un plato
y lo demás lo compraba ya hecho. Poco a poco ha ido ampliando el repertorio
y en la actualidad es posible disfrutar de una exquisita cena de cuatro pases en
su casa.
Uno de sus primeros experimentos fue la lasaña, plato de elaboración
notoriamente complicada. La suya fue todo un éxito, aunque ella quedó
derrengada, lo que apuntala mi teoría de que los novatos sienten predilección
por los platos complejos.
La chef novata se mete en la cocina armada con un chino y un ejemplar de
Edwardian Glamour Cooking Without Tears [Cocina elegante eduardiana sin
lágrimas], decidida a preparar una bisque de langosta con la cáscara molida, o
invita a un ser querido a una cena que arranca con un ceviche y culmina con
un suflé de fruta.
La realidad es que hasta las cosas más sencillas y ricas —un entrecot o
unas chuletillas a la parrilla, unas patatas cocidas, unas judías verdes al vapor

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— tienen su intríngulis. El entrecot puede quedar crudo o convertido en la
suela de un zapato. Las patatas presentan una textura pastosa, o bien crujen
por el centro (lo que nunca es buena señal en una patata hervida). Las judías
verdes quedan poco hechas o bien se hacen de más y adquieren un tristísimo
tono verde oscuro.
Así pues, ¿qué debe hacer esa principiante, trémula de ansiedad, que
espera al cabo de unas horas la llegada de un ser querido y hambriento? Esa
principiante debería decantarse por un plato fácil que requiera un cocinado
largo. Esa principiante debería consultar varias recetas y estudiárselas hasta
memorizar cada paso de la preparación. Y esa principiante debería llamar a la
mejor cocinera que conozca y escuchar sus consejos. ¡Y seguirlos!
Tenía una amiga cuya experiencia en la cocina se limitaba a abrir botes de
patatas a la irlandesa y echar una hamburguesa en una sartén mientras se
cocían las judías verdes ultracongeladas. Se prometió con un tipo muy
sociable al que le gustaba recibir y necesitaba ideas para una cena. Le pasé mi
receta de chili genuino y de éxito más que garantizado (que a mí me dio la
mejor cocinera que conozco), explicándole con detenimiento hasta el último
detalle. He aquí la razón por la que una amiga gana por goleada a cualquier
recetario: a un libro no puedes someterlo a un interrogatorio.
Al día siguiente de la cena, mi amiga me llamó para contarme que el chili
había quedado rarillo.
—¿Rarillo?, —dije yo—. ¿Cómo puede ser?
—Pues… Es que mientras lo preparaba me llamó por teléfono un antiguo
novio mío que ahora vive en Nebraska. Me dijo que él al chili siempre le pone
canela y cúrcuma, y le hice caso.

Mi profesora de cocina fue mi madre, una cocinera fabulosa que, entre otras
cosas, prepara un estofado de ternera sencillo, sabrosísimo, infalible. Cuando
vayas cogiendo confianza —es decir, después de prepararlo unas diez o doce
veces— podrás empezar a experimentar y depurar la técnica. En menos que
canta un gallo estarás preparando la auténtica daube con una manita de
ternera guisada entre dos láminas de corteza de cerdo, pero eso será más
adelante. Esto, en cambio, es para ya.

Estofado de ternera tradicional y facilísimo

1. Para dos comensales, sugiero utilizar algo más de un kilo de ternera


para estofar; así habrá para repetir. Pide en la carnicería que te la

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corten en dados. Cuando cojas un poco de práctica podrás trocear la
carne tú misma, del tamaño que más te guste.
2. En una bolsa de papel, pon 150 g de harina de trigo junto con dos
cucharadas soperas de pimentón y tres o cuatro vueltas de molinillo de
pimienta. Agita. Este estofado no requiere sal.
3. Introduce la mitad de la carne en la bolsa, agita y sácala con las manos
o con ayuda de una espumadera. Añade la otra mitad y agita de nuevo.
4. Calienta una sartén con unos 60 ml de aceite de oliva, baja el fuego y
sofríe la carne hasta que la harina empiece a coger color. No hace falta
que se dore de manera uniforme. El objetivo de este paso es dar color y
hondura a la salsa.
5. Pasa la mitad de la carne a una cazuela alta y espolvoréala con dos
dientes de ajo picados. Añade una zanahoria pelada y cortada en
redondeles gruesos, una cebolla en cuartos (uno de los cascos,
pinchado con dos clavos de olor) y una patata mediana de Idaho —
pelada o sin pelar, como más te guste— también troceada. Agrega el
resto de la carne dorada, otra zanahoria, otra cebolla, otra patata y otro
diente de ajo picado.
6. En la misma sartén de antes, vierte un vaso de vino tinto, incorpora
100 g de salsa de tomate en conserva y dos cucharadas soperas de
concentrado de tomate. Reduce durante unos cinco minutos
removiendo constantemente, aparta la sartén del fuego y añade el
contenido a la carne.
7. Tapa la cazuela y cocina a 150 ºC durante tres horas como mínimo. La
cazuela va al horno y tú mientras puedes dedicarte a tus cosas. Los
últimos quince minutos, retira la tapadera.

Este plato se sirve con tallarines cocidos según las instrucciones del
fabricante. La pasta puede aderezarse con mantequilla, con aceite de oliva, o
con queso rallado y cebolleta picada.
En cuanto al resto del menú, para una principiante puede resultar agotador
estar a todo. Una buena ensalada solo requiere un manojo de berros, un hilito
de aceite de oliva y vinagre, sal y pimienta. Si te empeñas en hacer un dulce,
invita a tus amistades solo a tomar el postre y olvídate del resto de la cena. El
lema a seguir es «paso a paso».
Y, como bien saben todas las cocineras —todas fueron novatas alguna vez
—, siempre se puede experimentar con una misma y con los más allegados.
No hay que olvidar que es mejor pedir perdón que dar explicaciones, y
que, si sobreviene una catástrofe, hay un remedio infalible.
Érase una vez unos amigos de toda la vida de mi marido que vinieron a
casa a cenar. Yo no los conocía, como tampoco había preparado nunca esos

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tortellini de pasta seca rellenos que venden envasados en tiendas de
alimentación italianas. La experiencia me ha enseñado que se utilizan —o
deberían utilizarse— para sopas; en aquella ocasión, sin embargo, yo los
preparé como pasta normal y nos sentamos todos a la mesa.
Es una sensación extraña la de morder pasta que cruje y a continuación se
te pega a los dientes, por muy rica que esté la salsa. Intercambié una mirada
con mi marido. Saltaba a la vista que sus amigos habían fumado una cantidad
considerable de marihuana antes de llegar, pero hasta ellos se dieron cuenta
de que algo iba mal.
—Oye —dijo uno de ellos—, ¿no molaría que tiráramos la cosa esta a la
basura y cenáramos por ahí?
Y eso fue lo que hicimos. Cuando todo lo demás falle, vete a un
restaurante, y mientras sonríes con lágrimas en los ojos recuerda que una
principiante no suele tropezar dos veces con la misma piedra.

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La batería de cocina de andar por casa

Qué deprimente es abrir un libro de cocina y que el primer capítulo esté


dedicado al equipamiento. Levantas la vista y echas un vistazo a tu alrededor.
¡No tienes chino! ¡Ni flanera! ¡Ni salamandra! ¿Cómo vas a cocinar en esas
condiciones? ¿Qué clase de persona es capaz de vivir sin pasapurés?
Mi falta de equipamiento ha sido fuente de aflicción durante años. Un
verano, en una casa de campo alquilada, coqueteé con el procesador de
alimentos de mi casera y juré formalizar la relación con uno igual en cuanto
acabaran las vacaciones. ¡Batía las sopas! ¡Rallaba zanahoria en dos
segundos! ¿Cómo podía haber prescindido de una herramienta así? Pero el
invierno llegó y me pilló en mi cocina majando la verdura cocida a través de
un colador viejo y rallando las zanahorias con uno de esos cacharros
cilíndricos de metal con una parte para rallar fino, otra para rallar grueso y
otra para laminar. Siempre debería haber una caja de tiritas junto a ese
adminículo del demonio, porque es imposible usarlo sin desgraciarse los
nudillos.
En vez de procesador de alimentos, tengo un par de cuchillos buenos, el
rallador y una batidora de cuatro velocidades (que son todas la misma, no nos
engañemos). Hasta que no encontré un pasapurés por tres dólares en un
mercadillo, el colador y la maja de madera eran mis únicos aliados para hacer
puré la sopa o la verdura.
Hasta que —en otro mercadillo— me compré un batidor eléctrico de
mano por cincuenta centavos (de esto hace trece años; era de segunda mano y
todavía va como un tiro), cada vez que batía claras a punto de nieve o hacía
nata utilizaba unas varillas y un recipiente de cobre incomodísimo que pesaba
como un muerto. Dicho recipiente es ahora un objeto decorativo, pero las
varillas sigo usándolas. No pueden faltar en una casa. Para preparar polenta,
papilla de sémola o gachas sin grumos no hay un utensilio mejor.
No tengo tostadora ni exprimidor. Tostadoras ya se me han muerto tres,
así que ahora tuesto el pan en la parrilla. Tampoco tengo martillo de carne,
rodillo ni manga pastelera. Ojalá tuviera una mandolina, pero no la tengo. En
vez de todo eso tengo mis cuchillos y el rallador que atenta contra mis
nudillos, y que lamina bastante bien las patatas para gratén. No tengo cesta
freidora, ni molde para charlotte, ni una marmita, ni besuguera, ni tarrina.
Jamás tendré horno microondas porque los considero un peligro, amén de

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totalmente prescindibles salvo que regentes un restaurante de comida rápida
o, como a un primo mío, te divierta ver huevos reventar.
Sí tengo, en cambio, una cantidad considerable de boles para mezclar, y
como a guisa de equipamiento poseo tan poco, dispongo también de
muchísimo espacio para todos ellos. La experiencia me ha enseñado que con
unas pocas cucharas de madera y espátulas de silicona (tengo tres) se pueden
hacer infinidad de cosas.
Casi todos los utensilios son trastos; pocos son de veras necesarios. Es
perfectamente posible cocinar bien con muy poco. La mayor parte del planeta
cocina con fuego sin bártulos que valgan.
He aquí, pues, para quien esté dando sus primeros pasos en la cocina, una
relación de lo que yo considero esencial. Conviene tener presente que las
cacerolas y las sartenes son como los jerséis: por muchas que te compres, al
final siempre acabas usando solo dos o tres.

Dos cuchillos: uno pequeño, uno grande. El pequeño para picar


verdura, cortar y mondar. El grande puede valer lo mismo para rebanar
pan que para trinchar un pavo o filetear, como uno de carnicero. Lo
ideal es que los dos sean de acero al carbono. El inoxidable no vale
para nada; jamás está bien afilado. El cuchillo de sierra nos lo
podemos ahorrar; para mi gusto, no corta bien el pan. Es más,
podemos ahorrarnos cualquier utensilio que cumpla una única función.
Dos cucharas de madera; una de mango largo, otra de mango corto.
Dos espátulas de silicona. Una ancha, una estrecha. Duran solo un par
de años, hasta que la lengua se desprende.
Unas tijeras de cocina decentes, que sirven también para costura,
cortar flores y abrir paquetes.
Dos sartenes; una pequeña, una grande. La pequeña vale para preparar
un par de huevos, un almuerzo infantil, un sándwich de queso a la
plancha. La grande la usaremos para labores de más envergadura:
tortitas, pechugas de pollo, etcétera. Tener una sartén solo para tortillas
es un lujazo, pero la grande puede hacer el apaño perfectamente.
Dos tablas de cortar; una grande, una pequeña. La grande no hace falta
explicarla. La pequeña la reservaremos para filetear un diente de ajo,
picar unos tallitos de perejil o cortar en rodajas un huevo duro. Dos
fuentes de horno. Una grande para el pavo y una medianita,
preferiblemente de barro, que guarda y distribuye mejor el calor, para
la parmigiana de berenjenas o para asar un pollo. Esta segunda fuente
nos valdrá también para el gratén.
Dos ollas para sopa, una de cuatro litros, otra de diez. Las mías son de
acero con revestimiento de esmalte blanco y las compré en una

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ferretería. Tienen montones de usos: sopas, por supuesto, pero también
preparar verdura al vapor o cocer pasta.
Una cazuela con su tapadera de hierro colado esmaltado o de barro,
para guisos, estofados y chilis.
Unas pinzas baratas; la cocina no está completa sin ellas. Para coger
espárragos y demás verduras, para sacar los espaguetis que se quedan
pegados al fondo de la olla, para atrapar las galletas que resbalan de la
bandeja de horno. Además, si las abres forman un brazo periscópico
muy útil para sacar eso que se ha colado debajo de la hornilla, y luego
las doblas de nuevo y vuelven a ser pinzas.
Un rallador multiusos.
Un rallador en miniatura, del tamaño de un matamoscas, para rallar un
poquito de queso para la pasta, un diente de ajo, jengibre o huevos
duros.
Boles y recipientes para mezclar. Por mí, cuantos más mejor, pero un
juego de tres —pequeño, mediano, grande— hace el avío.
Un tenedor de dientes afilados. Tiene infinidad de usos y si es lo
bastante vistoso puede emplearse para servir el pollo frito.

Naturalmente, hay intereses específicos que conviene atender. Yo por ejemplo


poseo una cosa llamada freidora de pollo, que no es más que una sartén ancha
de bordes rectos con tapa alta. La utilizo dos veces al año para freír pollo, y
aunque ocupa espacio es la herramienta óptima para tal fin. También me
planteo invertir en un rallador específico para cítricos, puesto que en mi
familia gustan mucho las magdalenas y el rallador multiusos no apura bien la
cáscara del limón. Mi hermana no puede vivir sin su wok, una herramienta
maravillosamente versátil a la que yo nunca he terminado de verle la gracia.
Si hablamos de repostería, actividad que requiere una cantidad obscena de
equipamiento específico, mi lema es comprar exclusivamente en rastros. Los
mercadillos vecinales son el coto de caza más fecundo para el cocinero poco
sofisticado. Siempre hay alguien desprendiéndose de moldes para roscos,
desmontables y para pan. Si bien es cierto que un molde para pan puede valer
también para un rollo de carne picada, el molde para roscos solo se emplea
para hacer roscos. Mi molde para brioche me costó dos dólares y jamás he
pagado más de cincuenta centavos por uno para bizcochos. Cualquier hijo de
vecino puede tirar con una bandeja para galletas, otra para magdalenas y un
molde de bizcocho, pero cuando te pones a hacer repostería es fácil que la
cosa se vaya de las manos y el día menos pensado descubres que has
adquirido una base para tarta de manzana, un par de budineras y una bandeja

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para magdalenas francesas, y que te mueres de ganas de comprar una piedra
para pizzas.
Por suerte, el mundo está lleno de personas ingeniosas. La mayoría de la
gente jamás ha oído hablar de moldes savarin o gugelhupf. En una ocasión
preparé unos espaguetis en un cubo para champán; y aunque siempre resulta
agradable contar con un artilugio que desempeñe una tarea útil, lo cierto es
que un robot no hace nada que tú misma no sepas hacer y, sobre todo, tú
sigues funcionando si hay un apagón.
Hay bártulos absolutamente inútiles (reconozco que esto es una cuestión
de puro gusto): el cuchillo eléctrico, el prensador de ajos, la máquina eléctrica
de hacer pasta, las amasadoras.
Para quienes no tienen nada aparte de un cuchillo y una cacerola, he aquí
el guiso definitivo manchando solo un recipiente. A mí me lo enseñó una
madre trabajadora.

Salteado de verduras y huevo escalfado en una cacerola

1. Escoge la verdura que te apetezca o tengas en casa —un calabacín


verde, otro amarillo, unos tirabeques, una cebolla pequeña picadita (o
lo que se te antoje)— y saltéalo todo con mantequilla y ajo picado al
gusto. La idea no es freír la verdura, sino rehogarla. Taparla, pero no
del todo, para que suelte algo de jugo.
2. Quita la tapadera, echa un poco de pimienta negra recién molida,
aparta la verdura a los lados de la cacerola (o sartén; cualquier
recipiente sirve) y funde un poco más de mantequilla. Casca un huevo
o dos, según el hambre que tengas, y tapa de nuevo, hasta que los
huevos estén hechos. Se escalfarán en la mantequilla y los jugos de la
verdura.
3. Si eres un ser civilizado, puedes disponer la verdura en un plato y
coronarla con el huevo. En caso contrario, cómetelo todo directamente
de la cacerola. Si te pide un poco de queso rallado, corta unos copos
con el cuchillo.

Mientras saboreas esta satisfactoria refacción (ayudándote quizá de tu


pequeño y afilado tenedor de cocina), te invito a reflexionar acerca del hecho
de que el cuchillo más normalito muele frutos secos y pica carne con la
misma eficacia que una picadora y sin tanto estropicio, amén de cortar en
juliana la col para la ensalada coleslaw.
Ten siempre muy presente lo siguiente:

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Si por un casual te regalan una de esas paletas que sirven para cortar
quesos duros, siempre puedes usarla como espátula.
Un baño maría puede ser útil, pero lo más seguro es que utilices las
dos partes por separado más que juntas. Y no hay nada más sencillo
que armarte tu propio baño maría improvisado con dos recipientes
descabalados.
El molinillo de café muele frutos secos y especias y se limpia
estupendamente con un paño húmedo.
En caso de necesidad, una botella de vino cumple la función de rodillo.

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A solas con una berenjena

Viví ocho años en un estudio poco más grande que la Enciclopedia Columbia.
Por suerte, jamás me crucé con el baloncestista Wilt Chamberlain, porque si
lo hubiera invitado a tomar café el hombre no habría sido capaz de extender
los brazos en mi piso, que medía apenas dos por seis metros.
Disponía del espacio justo para una cama individual, una mesita de noche
minúscula y un escritorio. Este último, que sigo usando hoy en día, fue
concebido para una persona de diez u once años. A los pies de la cama había
una mesa baja que en cualquier piso normal y corriente habría sido una mesita
de café. En la mía, en cambio, hacía las veces de soporte para lámpara, y
debajo guardaba un cesto que contenía mi ajuar de sábanas y toallas. Junto a
una chimenea pequeña que tiraba de maravilla había un sillón de mimbre y un
escabel desgalichado, también de mimbre, que de vez en cuando servía de
mesa.
En lugar de cocina, este pisito diminuto contaba con una encimera de
metal debajo de la cual se encontraba la nevera, del tamaño de una casa de
muñecas. Encima estaba lo que yo denominaba los fogones y que en realidad
eran dos hornillos eléctricos; una placa caliente, hablando mal y pronto.
A mucha gente le parecía un rinconcito encantador, al menos los primeros
cinco minutos. Muchos pensaban que debía de ser una locura vivir en un
espacio tan reducido, pero a mí me encantaba mi casa, me parecía el lugar
más acogedor del mundo. Estaba en una calle pequeña del Greenwich Village
y daba a un conjunto de casitas destartaladas en cuyo patio central se alzaba
una catalpa. El techo era bastante alto, lo cual estaba muy bien, porque un
techo bajo me habría generado la sensación de vivir en una caja de galletas.
La alacena tenía tan poco fondo que los platos solo entraban de pie.
Naturalmente, al no haber cocina propiamente dicha, tampoco había
fregadero. Lavaba los cacharros en un barreño de plástico en la bañera y
colocaba el escurreplatos encima del retrete.
Como es obvio, no había espacio para nada parecido a una mesa de
comedor, algo totalmente innecesario en una vivienda sin comedor. Cuando
estaba sola comía en el escritorio, o bien en la cama, con una bandeja. Cuando
tenía compañía, abría una mesita de juego plegable con una quemadura de
cigarro en el tapete, objeto que guardaba en la rendija que había entre la

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encimera y mi ridículo armario. Por primitiva que fuera mi cocina, invitaba a
gente a cenar con bastante frecuencia.
Me trasladé allí un fresco día de verano, con veintitrés años. Esa noche
preparé una cena para dos amigas de la universidad conocidas como «las
Alice» porque así se llamaban ambas. Recuerdo perfectamente aquella velada.
Un chico me había regalado una fondue por la mudanza. Esos cacharros, cuya
función real era quedar arrumbados en un altillo acumulando pelusa, eran un
regalo de bodas y de mudanza muy habitual en los años sesenta, y por
consiguiente se ven mucho en los mercadillos de ahora. Eran de acero
inoxidable y se apoyaban en una base con tres patas y un anillo para sostener
una lata de alcohol Sterno. El recipiente incluía también cuatro tenedores de
mango largo, dos de los cuales conservo todavía. (Son utilísimos para
arponear judías verdes y para rescatar lo que cae al fondo del horno). El
muchacho que me la regaló era muy forofo de un local llamado Le Chalet
Suisse, donde una vez disfruté mucho de una fondue de carne. Y pensé que
sería buena idea reproducir aquella especialidad para mis amigas.
Preví tres salsas, dos de las cuales preparé yo misma: una de tomate y una
especie de vinagreta. La tercera, una bearnesa, la compré envasada en la
charcutería delicatessen del barrio. En la carnicería compré solomillo de
ternera y en casa lo corté en dados. Cuando llegaron mis amigas, encendí la
lata de Sterno y nos pusimos a esperar a que se calentara el aceite.
Mientras esperábamos, nos comimos todo el pan y la mantequilla. Una de
las Alice la emprendió con la bearnesa a cucharada limpia. La otra Alice
propuso que cenáramos en la calle. De vez en cuando zambullíamos un trozo
de carne en el aceite para ver qué pasaba. Al principio sacábamos solomillo
crudo y embadurnado en aceite. Al cabo de un rato, empezó a salir
ligeramente grisáceo. Al final, encendí uno de los hornillos y puse encima la
cacerolita para acelerar el proceso, tras lo cual observamos con interés los
dados de carne chisporrotear hasta convertirse en bolitas de carbón chicloso.
Por último, salteé en una sartén el solomillo que quedaba. Vertimos las salsas
por encima y nos lo zampamos todo sin dejar ni gota. Luego, nos bajamos al
bar del barrio y nos pedimos unas hamburguesas con patatas.
Tardé un tiempo en pillarles el truco a los hornillos. Entretanto, mi madre
me había regalado un minihorno, pensando que así se aseguraba de que
desayunara en condiciones. Mis desayunos, sin embargo, consistían en un
bollito con mantequilla, huevo y panceta de una cafetería de la estación de
metro de la línea E, en la avenida Lexington, a la altura de Madison. El
minihorno lo destinaba a usos mucho más interesantes.

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Empecé haciéndome sándwiches de queso fundido, esa piedra angular de
los hambrientos residentes en buhardillas. El sándwich de queso fundido es
una de mis comidas preferidas, y subía a casa toda clase de quesos para mis
experimentos. Luego, después de seis meses cenando lo mismo, me interesé
por las chuletillas de cordero, que provocaron unos pocos incendios por la
grasa que salpicaba, aunque no lo bastante serios para que intervinieran los
bomberos. Entonces, pasado un tiempo, me percaté de que el horno despedía
un extraño olor a goma quemada cada vez que lo enchufaba. Como no me
pareció buena señal, lo dejé abandonado en la calle. Con el minihorno
jubilado, no me quedó más remedio que volver a los dos hornillos.
Cocinar con dos hornillos eléctricos resulta un tanto restrictivo, aunque yo
no paraba de leer ni de recibir sermones sobre maravillosos banquetes
preparados con tan parcos recursos: gente que armaba artilugios inspirados en
asadores de patatas en los que hacían pan, o un cacharro que suspendía
carbones al rojo sobre cacerolas y servía para gratinar; a mí me faltaba
valentía para poner en práctica semejantes innovaciones.
Lo que sí hice fue aprender a hacer sopas y potajes. Aquellos años comí
incontables ollas de lentejas, alubias blancas y negras. Les añadía cuellos,
codillos, tuétanos, cortezas de tocino. Hice miles de tortillas y sartenadas de
huevos con tomate, una especialidad de mi madre. Hice pollo guisado y
verduras estofadas. Hice grandes ensaladeras de col encurtida (col de Milán,
aceite de sésamo negro, sal, jengibre y zumo de limón). Si venía alguien a
merendar, hacía sándwiches de pepino con mantequilla de anchoas.
Los sábados era raro que no tuviera a uno o más amigos en casa para
cenar. Tres personas cabíamos sin problema, pero cuatro ya no, aunque en
una mítica ocasión di una fiesta en miniatura, para incomodidad de mi vecino
de abajo, un anciano belga con muy malas pulgas que se pasaba las tardes en
su patio socializando con sus amigas. Por las noches daba escobazos en el
techo para pedirme que bajara la música. El vecino de arriba, en cambio, era
un socialista cojo oriundo de Muncie (Indiana). En términos generales vivía
enamorada de él, y él de mí, pero el resto del tiempo me correspondía dando
paseos por el piso con la pierna mala —resultado de un accidente de moto—
y tocando el saxofón en la ventana.
Los sábados por la mañana bajaba a comprar el café a Flavor Cup o a
Porto Rico Importing. Me lo vendían recién tostado, con los granos aún
calientes. El café era mi néctar y mi ambrosía; para mí era un asunto muy
serio. Trasvasaba los granos a un recipiente de cristal, lo guardaba en la
nevera y lo molía por tandas con el molinillo.

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Deambulaba por Bleecker Street, donde todavía quedaban un par de
carretillas, para comprar verdura de todo tipo. Me acercaba a la carnicería, a
continuación compraba la prensa y un par de revistas, y volvía a casa, me
hacía un café, me echaba en la cama (que cumplía la función de sofá cuando
la hacía y le ponía unos cojines), y dedicaba el resto de la mañana a
holgazanear abiertamente antes de pasar toda la tarde cocinando.
Un sábado decidí impresionar a un chico cuya madre, francesa, le había
enseñado a cocinar. Se me apareció una receta de carne guisada con eneldo y
yo —alma de cántaro— no caí en la cuenta de que el eneldo no es la hierba
más apropiada para una carne asada. Una cocinera con más años y más
prudencia también habría sabido que la cadera de ternera requiere una cocción
larga en horno y no soporta nada bien el fuego. El resultado fue un lingote
tieso y gris con la textura de una esponja densa. Para devolverme la invitación
y darse aires, esta persona me invitó a su sórdido piso, donde comimos
gelatina de ternera y un extraño anillo pálido y tembloroso que emitía un leve
fulgor violáceo. Según me dijo, era manjar blanco.
La comida más rica jamás salida de esos dos hornillos eléctricos llegó
después de una noche de vomitera monumental. Había estado en una fiesta
donde mi prestigio había quedado por los suelos. A la mañana siguiente,
desperté sintiéndome peor que en toda mi vida. Sin embargo, después de dos
vasos grandes de agua con gas y zumo de lima, dos aspirinas y una larga
siesta mañanera empecé a sentirme mejor. Pasé toda la tarde dormitando y
leyendo el Italian Food de Elizabeth David. Cuando anocheció, me moría de
hambre pero estaba demasiado lacia para remediarlo. De pronto sonó el
timbre y al otro lado de la puerta apareció una amiga del trabajo con cuatro
escalopes de ternera, una botellita de aceite de oliva francés, un manojo de
rúcula, dos peras y un queso Boursault, amén de una hogaza de pan de la
panadería Zito, de Bleecker Street. Si no hubiera estado tan desmayada, me
habría echado a llorar de gratitud.
Sacamos la mesa plegable, la pusimos, lavamos la rúcula en la bañera.
Luego salteamos la carne con un poquito de limón, aliñamos la ensalada y nos
sentamos a disfrutar de una de las comidas más deliciosas de mi vida.
Más tarde, una vez recuperadas mis facultades, consideré que debía
invitar a la pareja en cuya casa yo me había portado tan mal. Eran ingleses. El
marido había sido jefe mío. Como se disponían a regresar a Inglaterra, era el
momento de despedirme de ellos.
Por aquel entonces yo tenía tres platos estrella: pollo con sésamo y
brócoli; pollo en salsa cremosa a la naranja; y pollo con pimentón y coles de

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Bruselas. El problema era que ella, que no podía verme ni en pintura, no
soportaba el pollo y dejó caer a través de su marido que quería comer pasta.
Espaguetis a la carbonara, concretamente, así que me puse manos a la obra.
Cocer espaguetis no tiene ninguna ciencia, siempre y cuando dispongas de
una cocina. Como ya sabemos, no era mi caso. Es muy sencillo escurrir la
pasta en el fregadero con ayuda del colador, echarla en una fuente caliente y
agregar la salsa correspondiente. Como yo no tenía fregadero, tuve que poner
el colador en la bañera; el lavabo era muy pequeño, no cabía. Por aquel
entonces, mi cuarto de baño era un habitáculo lleno de corrientes; una parte
del techo se había desmoronado en la bañera unas semanas antes y ahora,
cada vez que me duchaba, veía las vigas al descubierto. De ahí que, cuando
vertí la salsa sobre los espaguetis, estos ya se hubieran convertido en un
amasijo viscoso. La combinación de mazacote de pasta y salsa cremosa no fue
lo que se dice un éxito. La cara de la mujer proclamaba a los cuatro vientos:
«O sea, ¿¿¿para esto me has obligado a venir hasta el centro y a meterme en
un piso del tamaño de un mantel???».

Cuando no tenía compañía, me alimentaba exclusivamente de berenjenas, la


mejor aliada de las cocinas de hornillos. La comía frita, guisada, la comía
crujiente y revenida, caliente y fría. Era un alimento barato y saciante y, sobre
todo, delicioso en cualquier preparación, por estrafalaria que esta fuera. Las
sobras —cuando había— me las comía sin recalentar al día siguiente, con
pan.
Cenar a solas es uno de los grandes placeres de la vida. Sin duda alguna,
cocinar para uno revela la cara más peculiar del ser humano. La gente miente
cuando le preguntas qué come cuando está sola. Una ensaladita, dicen
muchos. Pero basta con apretar un poco las tuercas para que confiesen la
realidad: desde sándwiches fritos de panceta con mantequilla de cacahuete y
bañados en salsa picante hasta espaguetis con mantequilla y mermelada de
uva.
Yo anhelaba esas noches sin compañía. De camino, paraba a comprar mi
berenjena y unos pimientos rojos. Nada más entrar en casa me quitaba el
abrigo, encendía el hornillo donde estaba la tetera, cortaba la berenjena en
rodajas y me hacía un café. Podía ejecutar todas estas acciones sin moverme
ni un centímetro. Cuando la berenjena empezaba a ponerse crujiente, bajaba
el fuego y añadía ajo, salsa tamari, zumo de limón y unas tiras de pimiento
rojo. Mientras se guisaba todo, me tomaba el café viendo las noticias locales.
Luego, quitaba la tapa, dejaba reducir un poco y saboreaba mi cena, servida

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en un plato viejo de porcelana de Meissen, sentada en el escritorio, con los
pies en el escabel de mimbre y viendo las noticias nacionales.
Comía berenjena a todas horas; con ajo y miel; espaguetis con berenjenas;
berenjenas con cebolla frita y salsa china de ciruelas.
Como a muchos de mis amigos no les apetecía compartir conmigo estos
platos tan raritos, inventé una receta para cuando tuviera invitados. Rodajas
de berenjena frita a modo de sándwich con requesón, cebolleta picada, alubias
negras fermentadas y queso munster. Con esto, una ensalada y una hogaza de
pan ya tenía la comida resuelta. El postre siempre lo traía el invitado. Luego,
recogía las cacerolas, los platos y los cubiertos y lo sumergía todo en agua
jabonosa en la bañera. Y esas eran mis cenas con amigos.
Ahora tengo una cocina en condiciones, con una hornilla de cuatro fuegos
y un frigorífico de verdad. Tengo despensa, fregadero y mesa de comedor.
Pero cuando mi marido está en una reunión de trabajo y mi niña duerme, a
menudo me refugio allí con una berenjena, un diente de ajo y la cacerola vieja
sin asa y me preparo un extraño guiso que luego me como en el plato hondo
de porcelana de Meissen, en mi escritorio.

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Freír pollo

Como todo el mundo sabe, solo hay una manera de freír correctamente el
pollo. Por desgracia, la mayoría de la gente opina que su método es el mejor;
se equivocan. El bueno es el mío, y respecto a eso puedo llegar a rozar el
fanatismo.
No es que me obsesione el método; con lo que soy quisquillosa es con el
resultado. El pollo frito debe presentar una costra crujiente y gruesa (aunque
no demasiado). Debe estar hecho, pero jugoso y tierno. Estos requisitos
pueden parecer básicos, pero cumplirlos requiere su técnica. Llevo unos diez
años friendo pollo según el método correcto y sé que es una competencia que
no deja de mejorar con el tiempo. La última tanda que freí estaba muchísimo
mejor que la primera de todas. La señora que nos transmitió la receta a mi
hermana y a mí, una mujer negra que nos cocinaba en Filadelfia, había
alcanzado la perfección: nadie jamás será digno siquiera de tocar la tapadera
de su freidora de pollo.
Me han servido pollo frito malo en todas sus variantes, normalmente con
muchos aspavientos: zapatitos de bebé crujientes o discos de hockey por obra
y gracia de aparatos eléctricos con nombres ridículos como Little Fry Guy.
Suculentas piezas doradas completamente crudas por dentro. Pollo frito de
antemano y conservado en frío, lo que le confiere a la costra una textura como
de papel de cocina húmedo.
También me han dado la receta del pollo frito vienés, que se prepara con
huevo y pan rallado y se introduce en el horno después de frito, regándolo con
mantequilla. Suena rico, pero eso no es pollo frito.
Para freír pollo y que tus comensales sientan el irrefrenable deseo de
ponerse en pie y entonar el himno nacional, conviene tomarse muy en serio lo
siguiente:

El pollo frito se sirve templado. Jamás debe comerse recién sacado de


la freidora; necesita algo de tiempo para perder calor y asentarse. Del
mismo modo, el pollo frito jamás debe entrar en una nevera, porque el
frío convierte la costra en una sustancia algodonosa y atroz.
Contrariamente a la creencia más extendida, el aceite no debe cubrir
por completo las piezas.
Quien diga que solo hay que agitar el pollo dentro de una bolsa con
harina no sabe lo que dice. (Ahondaremos en esto más adelante.)

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El pollo se fríe en un recipiente muy concreto llamado freidora de
pollo, una sartén honda de bordes rectos con tapa alta.
Jamás se empana ni recubre con nada que no sea harina (que puede
aderezarse con sal, pimienta y pimentón). Nada de huevo, nada de pan
rallado, nada de crispis de arroz molidos.

Ahora que ya hemos establecido las bases, el siguiente paso es la preparación.


Las piezas deben ser todas del mismo tamaño; o sea, que la pechuga se trocea
en cuatro partes. La pechuga es la tajada más complicada porque tiende a
resecarse. La gente que no trocea la pechuga suele acabar con más de la mitad
sin hacer o, en el otro extremo del espectro, fríe y fríe hasta conseguir una
especie de cecina.
Hay que disponer el pollo en una fuente y cubrirlo con un poco de agua o
leche. Este paso ayudará a fijar la harina. Dejarlo a temperatura ambiente. No
es buena idea echar pollo frío en aceite caliente.
Entretanto, poner la harina en una ensaladera ancha y profunda, con sal,
pimienta y pimentón al gusto. A mí me chifla el pimentón; le da al pollo un
sabor ahumadito y un color precioso.
Para rebozar el pollo, pasar por la ensaladera unas cuantas piezas cada vez
y amontonar la harina como una niña haciendo castillos de arena. Toda la
harina sobrante quedará entre las capas. Es importante comprobar que hasta el
último milímetro de pollo está bien rebozado con una capa generosa de
harina. Calentar el aceite y dejar reposar las piezas.
Y ahora, la fritura. Hay quien asegura, quizá con razón, que el pollo debe
freírse en manteca y grasa vegetal Crisco, pero yo no estoy de acuerdo.
Bastante perjudicial para la salud es ya la fritanga como para empeorarlo. Mi
maestra solo apostaba por el aceite vegetal Wesson, y yo sigo su estela,
aunque poniendo una cuarta parte de aceite de sésamo ligero; da muy buen
sabor y vale la pena el gasto extra. También ayuda saber que tanto un aceite
como el otro son grasas poliinsaturadas, caso de que te resulte imposible freír
sin sentirte culpable.
El aceite debe llegar hasta la mitad de la sartén. Calentar despacio hasta
que un trocito de pan pinchado en una brocheta se fría en cuanto lo sumerges.
Cuando eso ocurra, es momento de empezar.
Con mucho cuidado, introducir en el aceite todas las piezas que admita la
sartén. La regla dicta que conviene que estén algo apretadas. Bajar el fuego y
tapar. La idea de tapar el pollo mientras se fríe provoca que más de uno
tuerza el morro, pero es el único método válido. Así las piezas se hacen bien
por dentro. Recuerda que el pollo tiene que estar en su punto: jugoso y

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crujiente. Más o menos seis minutos por cada lado (solo hay que darles la
vuelta una vez) es lo ideal, aunque el muslo puede requerir un poco más.
Clavar un tenedor afilado es una buena manera de evaluarlo.
Cuando el pollo se deslice del tenedor sin oponer resistencia es que está
hecho por dentro. Quitar la tapadera, subir el fuego y seguir friendo hasta que
adquiera un bonito color madera de pino barnizada (o miel oscura). Reservar
en una bandeja y meter al horno. Si es de gas, con el calor de la llama piloto
es suficiente. Si es eléctrico, precalentar y luego apagar. ¡Ya has hecho el
pollo frito perfecto!
Y habrás sufrido. Freír pollo es una actividad que da malos ratos. Por
mucho cuidado que pongas, al final habrá harina por todas partes y el aceite
salpicará fuera de la sartén. Es imposible freír pollo sin quemarse al menos
una vez. La casa olerá a pollo frito durante unas veinticuatro horas, algo que
solo resulta agradable mientras dura la cena; luego, empacha. Despertarse y
oler a grasa no es ninguna maravilla.
Por lo demás, freír pollo es lo más aburrido del mundo. No puedes leer
mientras tanto. El chisporroteo constante sofoca la música. Por último,
durante el proceso te reconcome la certeza de que los fritos son lo peor para la
salud, aunque solo te los permitas cuatro veces al año.
Pero la recompensa es inmensa, y cuando apareces en el comedor con la
bandeja, tu familia y tus amistades te reciben con ovaciones de felicidad. Al
cabo de un momento, tu mesa se llena de comensales extasiados, incluido,
con un poco de suerte, algún europeo presa del delirio (el pollo frito
impresiona particularmente a los británicos). A mí me gusta devorar los
contramuslos, la parte más exquisita y despreciada, y lo hago sin asomo de
remordimiento. Al fin y al cabo, ¡los he preparado yo!
Ahora no solo dominas un plato tradicionalísimo del folclore americano,
sino que sabes que la siguiente vez te saldrá aún mejor.

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Ensalada de patata

No hay ensalada de patata mala. Mientras el tubérculo esté bien cocido,


cualquier variante me parece rica. Algunas son un manjar sublime, otras son
un milagro y otras, del montón; pero todavía no he probado ninguna que me
haya hecho exclamar: ¡qué horror!
Uno de mis primeros recuerdos de infancia es el de cuando iba a comer
con mis padres y mi hermana los sábados de verano al drugstore Conklin, en
la calle mayor de la localidad de Lake Ronkonkoma. En aquel entonces, los
drugstores tenían reservados, refrescos de grifo y asador. Servían sándwiches
de panceta, lechuga y tomate, huevos fritos, ensalada de huevo duro y helados
cremosos con sirope caliente. Lo que mejor recuerdo es la ensalada de patata.
Era la clásica ensalada americana: patata y cebolla ligadas con una
mayonesa cremosa aderezada con un toque de vinagre y pimienta negra. Ni
huevo duro picado, ni apio. Es la receta que yo misma sigo, con cebolleta en
vez de cebolla y añadiéndole eneldo.
Cuando yo era pequeña, la ensalada de patata se consideraba un plato de
verano. Mi madre preparaba la versión de su madre, que incluía apio troceado
y kétchup en el aliño. La llamábamos «ensalada de patata rosa» y se
preparaba para pícnics y barbacoas, como guarnición del pollo frito o a la
brasa. A nadie se le habría pasado por la cabeza servirla en un contexto más
formal.
Una vez que hube volado del nido y empezado a cocinar lo que me
apetecía, llegué a la conclusión de que no podía ser yo la única a la que le
gustara tanto la ensalada de patata, y empecé a servirla en cenas con amigos.
—¡Anda, ensalada de patata!, —exclamaban—. ¡Hace siglos que no
pruebo una casera!
La servía con filetes de falda de ternera muy finos aderezados con
pimienta, con pollo asado frío en verano y con pollo asado calentito en
invierno. Siempre era un exitazo.
Durante una temporada, aburrida de la versión más clásica, me dio por
diversificar. Las posibilidades eran infinitas, pues cada cocinera tiene al
menos tres recetas de ensalada de patata. Rapiñaba sin ningún reparo las de
mis amistades. Preparé ensalada de patata con boletus, y con mayonesa al
curri, y con huevo picado y nueces. Pero siempre acababa volviendo a la
versión de toda la vida: patata, cebolleta y eneldo. Debo confesar que jamás

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preparo mayonesa casera en estos casos. Uso la marca Hellmann’s rebajada
con zumo de limón.
Hay un debate abierto entre cocineros acerca de cuál es la mejor patata
para esta receta. Ante la duda, la patata roja nueva es la que más se acerca al
«todo uso», si bien no absorbe el aliño como la de Idaho o la russet. La patata
roja nueva se deja envolver delicadamente en el aliño. Las variedades más
harinosas se empapan como una esponja y por lo tanto piden más aliño. El
resultado es más cremoso, pero en cualquier caso ambas opciones son
excelentes. Totalmente inútil en mi opinión es esa subvariante denominada
«patata para ensalada», una criatura jabonosa y cetrina que al cocerse queda
cerosa y aguada a la vez, una combinación de lo más desafortunada.
Si las encuentras, esas patatas pequeñitas que se dan a principios del otoño
son una delicia. Tienen el tamaño de un huevo de codorniz y quedan
riquísimas hechas al vapor y consumidas tibias con un hilito de aceite de oliva
francés, sal, pimienta y unas gotas de zumo de limón.
Un amigo mío, un septuagenario que huyó de Viena en vísperas de la
segunda guerra mundial y acabó en Bogotá, pasa por Nueva York una vez
cada dos años. Cuando nos conocimos, lo invité a cenar en mi casa.
—¿Qué le gustaría que preparara?, —le pregunté.
—Yo soy de carne y de patata —repuso—. Quiero hamburguesas y esa
ensalada de patata americana tan maravillosa.
Alegué que estaba en contra de preparar hamburguesas en casa —para mí
son una comida exclusivamente de restaurante— pero que prepararía un rollo
de carne picada. Añadí que la ensalada de patata me salía especialmente bien.
El invitado apareció una tarde de julio ataviado con un blazer de lana. Le
rogamos que se lo quitara y, al hacerlo, dejó al descubierto unos tirantes muy
coquetos. Una vez liberado, se sentó a la mesa. Yo lo escudriñaba con
ansiedad, sin saber qué opinaría aquel Feinschmecker[1] de mi ensalada de
patata.
—¿Qué le parece?, —quise saber; a mí me había parecido casi perfecta:
cremosa, con la presencia justa de cebolleta y el toque exacto de vinagre.
—¡No es en absoluto lo que esperaba!, —exclamó, contundente.
—¿Y eso? Pero ¡si es una ensalada de patata de diez!
—No digo que no estuviera deliciosa, ojo. Lo que ocurre es que no es la
que yo tenía en mente.
—¿Y cuál es la que tenía usted en mente?
—La que ponen en el deli de la esquina de mi hotel —explicó.
Yo conocía ese local. Era una cafetería griega.

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—Pero, doctor Hetch, esa se prepara en tambores de dos toneladas y se
reparte por toda la ciudad —protesté.
—¡Exacto! Sabe igual la coma donde la coma. Ahí reside su encanto.
En cualquier caso, se zampó tres platos de la mía, lo que me ablandó lo
suficiente para reconocer que a mí también me gustaba la ensalada de patata
de las cafeterías.
A continuación, un par de recetas fusiladas a amigos:

Ensalada templada de patata y judías verdes


de Karen Edwards

1. Cocer seis patatas de Idaho. Cocer al vapor 250 g de judías verdes.


2. Reservar las patatas al calor. Cortar las judías en trozos más bien
largos. Trocear la patata; parte de la piel se desprenderá, pero otra se
quedará adherida.
3. Preparar la vinagreta, que no falte: 180 ml de aceite de oliva, una
cucharadita de mostaza de Dijon, el zumo de uno o dos limones, bien
de ajo, sal y pimienta al gusto. El secreto de esta ensalada es ponerle
mucho aliño.
4. Aderezar las patatas y las judías aún templadas y picar un poco de
cebolleta por encima en el momento de servir.

Ensalada de patata con nata fresca espesa


de Rob Wynne

1. Cocer patatas nuevas (tantas como se necesiten). Cortar en rodajas y


dejar enfriar.
2. Pelar los pepinos (misma cantidad que de patata), aunque sean de la
variedad kirby. Cortar en juliana y poner a escurrir.
3. Aderezar con una mezcla mitad mayonesa, mitad nata fresca espesa,
pimienta negra y una pizca de ajo.

La mía se prepara en un abrir y cerrar de ojos, con patata nueva roja o de


Idaho. Hervir las patatas. Preparar un aliño de mayonesa Hellmann’s rebajada
con zumo de limón y añadir pimienta negra. No requiere sal (la mayonesa de
bote ya lleva suficiente). Mezclar las patatas troceadas con cebolleta picada y
eneldo muy fino. Verter la salsa por encima y dejar reposar al menos una hora
antes de servir.
Siempre es conveniente preparar de más. Aunque seáis dos, tú prepara
como para cinco. La ensalada de patata mejora con el tiempo… si es que por

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ventura no te la acabas toda de una sentada.

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Vérselas con tiquismiquis

Jamás probaré los ojos de pescado, y no me interesa degustar la carne de


ningún animal que pueda considerarse doméstico; aparte de esto, darme de
comer está chupado. Solo tengo una leve alergia y es al caviar, lo que
significa que no salgo muy cara a quien me invite a cenar. Además, jamás me
someto a dietas que no me pueda saltar.
Tampoco soy una persona escrupulosa. Hace unos años me retaron a pedir
un plato que la carta enunciaba como «media cabeza de cordero al horno» y
en el que se distinguía claramente la dentadura del animalillo; los sesos
asados, dentro del cráneo, se comían con cuchara; me pareció una delicia, a
pesar de tener que contemplar la triste carita del bicho.
No sigo las prescripciones kosher y por lo tanto soy una especie de
receptora universal, y la cero positivo de las invitadas: se me puede dar de
comer juntándome con cualquiera.
La mayoría de la gente, sin embargo, no puede decir lo mismo. Casi todo
el mundo hace de la comida parte de su idiosincrasia. Las restricciones, los
caprichos, las dietas, los prejuicios y las fobias del personal con respecto a la
comida son infinitos, por no hablar de las convicciones religiosas serias.
Cualquier anfitrión o anfitriona ha sufrido la misma pesadilla. Se planea
una cena para seis invitados, dos de los cuales comen kosher, y se concibe un
menú a partir de este hecho: pescado frío en salsa verde, lasaña vegetariana,
una ensalada y una tarta de peras. En el último momento, se desvela que, de
los otros cuatro comensales, uno sigue una estricta dieta sin gluten, otro no
toma lácteos y otro es alérgico al pescado.
La solución más sencilla al problema es cambiar de amistades de
inmediato y rodearse de una cuadrilla de tragaldabas de pro con pocos
melindres y una consideración nula hacia la salud. Otro enfoque consiste en
adoptar la máxima de que más vale prevenir: enviar un cuestionario previo, o
bien someter a tu invitado potencial a un interrogatorio despiadado. «Vamos a
dar una cena», le dices para romper el hielo. «Vendrán los Fulano y los
Mengano, y nos encantaría que tú también vinieras. ¿Alguna fobia alimentaria
que comentar? ¿Has descubierto últimamente que sufres alguna alergia o
intolerancia? ¿Te ha impuesto tu naturópata una dieta de la que debamos estar
al corriente durante la planificación del menú? ¿Has abrazado una nueva
religión o has vuelto al redil de la de siempre y ello ha acarreado un cambio

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en tu alimentación?». Si empiezas a dudar de la conveniencia de haber
comprado un ordenador para casa, ahora puedes darle buen uso creando una
base de datos sobre tus amigos.
A muchas personas les han inculcado que es de mala educación poner
pegas, y cuando preguntas te dicen: «Uy, yo como de todo», pero luego,
cuando te ven loncheando el rosbif, confiesan tímidamente que llevan diez
años sin probar la carne roja.
Conviene también averiguar si tu comensal sufre una alergia fatal. Una
conocida gravemente alérgica a los frutos secos pasó su noche de bodas en el
hospital porque el pastelero no se dio cuenta y le puso un poco de almendra
molida al glaseado de la tarta. Por supuesto, nadie quiere ser responsable de la
muerte de sus invitados, aunque a veces parezca que son ellos los que se han
propuesto acabar contigo.
Los vegetarianos, por ejemplo, sacan un poco de quicio. Son como los
protestantes, hay infinidad de subvariedades. Los ovolactovegetarianos
consumen lácteos, huevos y a menudo también pescado, si bien algunos no.
Los veganos no toman ni lácteos, ni huevos ni pescado. Y hay gente que
asegura ser vegetariana cuando en realidad lo que no come es carne roja, de lo
que se deduce que para algunos el pollo es una hortaliza.
A propósito de las leyes kosher, admiten grados de severidad. Aunque en
muchos aspectos coinciden —carne sacrificada según el ritual, nada de
combinar carne y leche, nada de pescado sin escamas, nada de cerdo—,
algunos judíos son más laxos que otros. Tengo amigos que comen en mi casa
sin problema si ellos ponen la comida y yo pongo la vajilla de cartón y los
tenedores de plástico. Otros no tienen problema en comer un menú
vegetariano. Unos pocos comen carne siempre y cuando sea kosher, se haya
preparado conforme a las normas y guisado en un recipiente no poroso.
Por último, hay personas que no comen ciertas cosas por una cuestión de
salud: gente que tiene contraindicada la sal, enfermos de corazón que solo
admiten grasas poliinsaturadas y no pueden consumir las saturadas, y
afectados por úlceras y demás trastornos gastrointestinales.
Para alguien con problemas para conciliar el sueño, pergeñar menús para
un abanico tan amplio de comensales problemáticos proporciona una
distracción magnífica a altas horas de la madrugada. Y si no tienes insomnio,
los elementos quisquillosos de tu órbita social te lo acabarán provocando.
Tras pasar muchas noches en vela peleándome con este asunto, he sacado
en claro un par de soluciones sin fisuras, todoterreno.

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Por ejemplo, la macedonia. Apta para todo quisque. Solo tienes que
averiguar quiénes son alérgicos a los frutos rojos y excluirlos (a ellos o a los
frutos rojos). La macedonia no entiende de estacionalidad. En verano hay tal
abundancia de fruta que el problema radica en saber echar el freno. En
invierno hay menos donde elegir, pero la macedonia de naranja, manzana,
pera y plátano ya es estupenda, y siempre puedes darle vidilla añadiendo kiwi
o lichis en almíbar. Es un postre que no requiere ni azúcar ni alcohol (aunque
admite ambas cosas).
No conozco a nadie que tenga alergia a la lechuga (aunque algún alérgico
habrá en alguna parte, no me cabe duda); lo que sí hay es mucha gente que
simplemente no come ensalada. Da igual, la lechuga mantequilla nunca ha
hecho ningún mal a nadie, y hasta un enfermo del corazón puede permitirse
un poco de aceite de oliva. Los aliños sin sal no son tan tristes si al aceite y al
vinagre (o zumo de limón) le añades una pizca de sal de apio, ajo picado y
mostaza en polvo. Sin embargo, algunas personas no toleran el ajo; para ellas,
o bien haces un aliño aparte o les sirves la lechuga al natural con el aceite y el
vinagre a un lado.
Pasemos al plato fuerte. Aquí dejo dos ideas, una para omnívoros, otra
para vegetarianos. Esta receta de pollo pueden comerla inválidos,
convalecientes de una cirugía abdominal, cardíacos y niños melindrosos.

Pollo con glaseado de pollo

1. Compra tres pechugas de pollo enteras. Separa cada una en dos y


limpia pieles grasa, dejando el hueso.
2. Cubre la carne con agua mineral sin llegar a sumergirla del todo. No
añadas nada; ni cebolla, ni ajo, ni pimienta.
3. Escalfa muy despacio hasta que la carne esté tiernísima, sin dejar que
llegue a hervir en ningún momento.
4. Saca el pollo, reserva y, cuando se enfríe, córtalo en tiras.
5. Pon el caldo en una sartén a fuego medio para que reduzca.
6. Mientras, corta en juliana varios pepinos —kirby o largos de
invernadero, preferiblemente—. Si solo encuentras esa monstruosidad
encerada que venden en supermercados, pélalo y despepítalo. Dispón
el pepino en una bandeja y pon el pollo por encima.
7. Reduce el caldo hasta que adquiera una textura melosa, y ya tienes el
glaseado. Viértelo por encima del pollo y deja reposar hasta que esté
templado. En la nevera, el glaseado se convierte en gelatina.
8. Un poco de cebolleta picada para coronar le irá de maravilla, salvo que
alguien no pueda comerla.

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Pasemos ahora a vegetarianos de toda calaña, gente kosher y víctimas de
dietas macrobióticas. La pasta se queda fuera; para algunos, engorda
demasiado. Otros no pueden comer trigo. Las tortitas de verdura son una
delicia salvo para quienes no consumen huevos ni fritos. Menos es más:
verdura al vapor con salsa verde.
No hay límite en cuanto a la cantidad y combinación de verdura que se
puede servir. Dependerá del número de comensales, de los imponderables
estacionales y de lo que haya ese día en el mercado. Cualquier verdura u
hortaliza vale. A mí me tiran mucho los espárragos, los tirabeques, las judías
verdes, los calabacines verdes y amarillos y el brócoli. Hacer al vapor hasta
que se ponga tierna, sin más.
La salsa no puede ser más fácil: parece mayonesa y tiene textura de
mayonesa, pero no lo es. La receta me la dio una amiga delicada del estómago
que ha probado todas las dietas habidas y por haber.

Salsa verde de Jeannette Kossuth

1. Corta los tallos de un manojo de berros (las hojas puedes servirlas con
la verdura al vapor) y pásalos por la batidora junto con la parte verde
de cuatro cebolletas.
2. Añade una cucharada sopera de mostaza de Dijon y por lo menos
120 ml de aceite de oliva (o mitad oliva, mitad aceite poliinsaturado).
Agrega pimienta negra recién molida y el zumo de medio limón.
3. Del ajo, que da un toque extra a la salsa, se puede prescindir si algún
comensal no lo come. Si lo usas, añade un diente en el paso uno.

Recibir, como sabemos, suele ser una hazaña heroica que requiere audacia,
ingenuidad, deseo de asumir riesgos e interés por el otro, cualidades que
también se exigen a los santos y a los premios Nobel.
Y ten siempre presente esto: tiquismiquis se nace, pero a veces también se
hace.

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Hacer pan sin morir en el intento

Tardé mucho tiempo en decidirme a hacer una hogaza de pan, y cuando por
fin me lancé me costó un día entero sin salir de casa. Me parecía un proceso
misteriosísimo e imponente. ¿Qué era «heñir» la masa, y cómo se hacía?
¿Qué pasaba si el pan no fermentaba? ¿Y si fermentaba de más? ¿Y si por un
casual pillaba una corriente? Las recetas que leía partían de una familiaridad
que yo no manejaba, pero me dije que tampoco podía ser tan complicado,
puesto que el hombre hace pan desde la noche de los tiempos. Aun así, para
sentirme más a gusto llamé a una amiga con más experiencia y le pedí que me
echara una mano.
Nos pusimos manos a la obra un plomizo día de invierno. Mi amiga
insistió en que primero hiciéramos algo llamado «preparar la esponja», o sea,
mezclar un poco de azúcar y de harina con agua y levadura para activar esta
última. Luego nos tomamos un café hasta que la esponja empezó a espumear.
Cuando añadimos el resto de la harina, mi amiga me enseñó a amasar
(¡heñir!) colocando la masa sobre una superficie enharinada, alejándola,
doblándola sobre sí misma y alejándola de nuevo, dándole un cuarto de vuelta
cada vez. Al poco, la masa presentaba la textura suave y mullida del culito de
un bebé. Yo estaba impactadísima.
Revestimos la bola de masa con un poco de mantequilla en pomada y la
dejamos reposar en un cuenco templado cubierto con un paño también
templado, en un lugar cálido. Mientras esperábamos, nos tomamos un
tentempié.
Una hora más tarde, levantamos un poco el paño para echar un vistazo y
en ese momento comprendí el significado de la expresión «doblar su
volumen». La masa se había multiplicado por dos. Lo siguiente que había que
hacer era «golpearla» (o «noquearla», como dicen los ingleses). Me resultó de
lo más satisfactorio soltarle un buen puñetazo a aquella sustancia acolchada
con aspecto de globo, que se aplanó al instante. Luego, siguiendo
instrucciones, volví a trabajarla. Esta vez estaba más elástica y parecía volver
hacia mí cuando la alejaba. De nuevo estiramos la masa con un poco de
mantequilla y la dejamos reposando en un rincón cálido, bien protegida con
su abrigo de invierno.
—¿Salimos?, —propuse.

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—No, para qué —dijo mi amiga—. No vale la pena. Tendríamos que
volver enseguida.
A esas alturas yo empezaba a impacientarme.
—¿Cuánto tiempo falta todavía?
—Unos cuarenta minutos de leudado, y luego una hora o así en el horno
—me explicó—. Anda, vamos a comer.
Almorzamos y durante la sobremesa jugamos una desganada partida de
Scrabble interrumpida por un nuevo puñetazo a la masa antes de dividirla en
hogazas y deslizarla en un molde rectangular engrasado. Esperamos otro rato
mientras leudaba de nuevo y la introdujimos en el horno.
El resultado fue una hogaza de pan suculento y perfecto, aunque después
de consagrar toda una jornada a su servicio, me esperaba algo un poco más
épico.
Después de semejante maratón, pasé una buena temporada sin hacer pan,
pero tampoco me lo sacaba de la cabeza. Era de la opinión de que todo el
mundo debía saber hacer al menos un tipo de pan como paso hacia la
autosuficiencia; además, el que se vendía en tiendas era tan malo que tiraba
para atrás.
Entonces, otra amiga me pasó la receta de una hogaza de medio kilo que
requería una hora de preparación en total, de principio a fin. Digamos que
eché los dientes con aquella hogaza; y, con lo densa que era, es un milagro
que no me dejara alguno. Era un pan pesado y sabía una barbaridad a
levadura. Si por un casual lo dejaba fuera, se transformaba en algo parecido a
un tope para puertas.
Desarrollé hacia aquel pan un apego muy fuerte que por desgracia no era
compartido, de modo que, una vez que me zampaba unas cuantas rebanadas,
el resto de la hogaza se quedaba muerta de risa y acababa produciendo una
exuberante capa de moho azulón.
Pero yo seguía haciéndolo, erre que erre, y hasta lo regalaba. Ignoro qué
hacía la gente con él, pero una vez llevé uno a una casa a modo de ofrenda y
por la cara que puso mi anfitriona entendí por fin lo inasequible que era mi
pan.
Leí entonces un libro que me cambió la vida: English Bread and Yeast
Cookery, de Elizabeth David, en la edición estadounidense anotada por Karen
Hess. Lo leía como si fuese una novela, me lo llevaba a la cama y me quedaba
hasta las tantas para acabar un capítulo. Lo leí como una persona confinada
lee un libro de viajes, pues por aquel entonces yo era madre de una niña de

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dieciocho meses y no veía de qué manera podría conciliar las exigencias de
una hogaza de pan y la atención que requería un bebé.
Sin embargo, aquella lectura me descubrió el interesante hecho de que la
masa de pan ejecuta una fermentación lenta y perfectamente válida a
temperatura ambiente, lo cual, teniendo en cuenta las temperaturas de la
mayoría de los hogares estadounidenses, significaba una habitación templada.
Cuando sometes el pan a un leudado largo, solo se requiere una cantidad
pequeña de levadura. El proceso se parece bastante al marinado y desarrolla el
sabor de la harina (y no el de la levadura).
Y entonces leí esta frase tan liberadora: «La clave reside en organizarse
para que la masa se adapte a tus horarios, y no al revés».
¡Que me aspen con un rodillo de amasar! Es decir, que podía preparar la
masa por la mañana, dejarla fermentar ¡y salir! Podía volver a casa cuando me
diera la gana, golpear la masa y dejarla leudando toda la tarde, si era
menester. O podía llevar a mi hija al parque, volver a casa, golpear la masa,
someterla a una segunda fermentación más breve y hornear durante el rato de
la siesta. La idea de que hacer pan pudiera ser una actividad que se adaptara a
mis necesidades resultaba totalmente electrizante.
A la mañana siguiente me embarqué en la preparación de una hogaza tipo
bloomer, una barra de harina integral.
A diferencia de muchas recetas, esta no exigía esponja ni mezcla previa de
la levadura con azúcar. Los ingredientes eran harina, agua, levadura, sal y un
poco de leche.
La mayoría de las recetas aconsejan recubrir la masa con mantequilla o
aceite (para que no se adhiera al recipiente). Esta en cambio indicaba que
había que espolvorearla con harina, lo que en mi opinión mejora mucho la
corteza. Y se mete en el horno sobre una superficie recubierta de harina, no
engrasada.
Naturalmente, la mayoría de las recetas afirman que la masa de pan es
caprichosa y conviene tratarla con sumo cuidado, dejarla reposar en un rincón
cálido y bien tapada. Esta receta requería una ensaladera caliente, un paño y
un lugar fresco.
Seguí todas las instrucciones, dejé el recipiente encima de la mesa del
comedor, y mi hija y yo volvimos a nuestras ocupaciones.
Volvimos tres horas después. Golpeé la masa, la sometí a un segundo
amasado, le di de comer a mi criatura y la acosté para que echara la siesta.
Una hora antes de que se despertara, le di forma al pan, practiqué cuatro

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cortes en diagonal por la parte de arriba, lo pincelé con agua y lo introduje en
el horno.
El resultado fue antológico. No me podía creer que yo hubiera hecho una
hogaza tan perfecta, con aquella corteza marrón oscura y aquel olorcito. Lo
dejé reposar y cuando lo rebané comprobé que presentaba los mismos
alveolos que los panes franceses de panadería. Encima, estaba exquisito: sabía
a harina y era ligero, pero no estaba demasiado aireado. Triunfó en casa, y yo
di por hecho que había sido la suerte del principiante.
Pero no, porque ya he perdido la cuenta de las veces que he preparado este
pan, variando las proporciones de harina blanca e integral. Le he añadido
germen de trigo o de maíz, lo he elaborado solo con agua, sin leche, lo he
dejado fermentar todo un día, medio día, acortando la primera fermentación o
bien la segunda. Una tarde, saliendo de casa, caí en la cuenta de que el
segundo leudado ya habría terminado y se me había olvidado meter la masa
en el horno, así que la golpeé de nuevo y le di una tercera fermentación; salió
una hogaza que los invitados a la cena de esa noche se comían a pellizcos. Lo
segundo mejor de este pan (lo primero, su sabor) es que, al revés que tantas
cosas en esta vida, se adapta a ti.
Antes de meterse en harina, conviene tener en cuenta un par de cosas.
Aunque puede hacerse un pan estupendo con la harina integral de
supermercado, huelga decir que cuanta más calidad tenga este ingrediente,
mejor será el pan. Las tiendas naturistas suelen tener unas harinas fabulosas a
granel, y también puedes encargar por correo harinas de primera, incluso
ecológicas. Walnut Acres, por ejemplo, vende una especial para pan que
adquiere un color tostado cuando le añades el agua y hace unas hogazas
extraordinarias. En los mercados de productores suelen encontrarse harinas
magníficas, y hay quien tiene la suerte de vivir cerca de un molino.
La sal marina es más pura —y más salada— que el resto de las sales
industriales, y lo de usar agua filtrada o mineral no es ninguna tontería.
En cuanto a la levadura, yo utilizo una sin conservantes de Walnut Acres
que compro en grandes cantidades y conservo en la nevera. Las hogazas más
ricas que he preparado, sin embargo, llevaban levadura fresca, que a veces se
encuentra en supermercados y a veces se pide de rodillas en una panadería de
confianza.
El pan casero, sea del tipo que sea, siempre es mejor que cualquiera de los
que se venden en tiendas. Decir esto es como no decir nada, ya que la mayoría
de los panes industriales tiene el sabor y la textura de una esponja de celulosa.

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Un pan de fermentación larga, en cambio, es mejor que cualquiera de los que
puedas encontrar incluso en panaderías finas.
He modificado la receta original hasta dar con el resultado que más se
adapta a mis gustos, un pan denso y ligero al mismo tiempo.

Para una hogaza

1. En un recipiente grande para pan, pon 180 g de harina de trigo sin


blanquear, 195 g de harina integral molida a la piedra y 100 g de
harina integral de molido grueso (si te cuesta encontrarla, usa harina
integral normal). Añade una cucharadita colmada de sal y una
cucharada sopera de germen de trigo o de maíz.
2. Mezcla media cucharadita rasa de levadura con 360 ml de líquido —
mitad leche, mitad agua, o más agua que leche—; lo que tengas más a
mano. (Si piensas fermentar la masa toda la noche, reduce la levadura
a un cuarto de cucharadita.)
3. Vierte el líquido sobre la harina y mezcla. La masa no debe quedar ni
seca ni pegajosa, aunque debería tender más hacia lo segundo. Si está
pegajosa en exceso, agrega un poco más de harina.
4. Amasa bien, espolvorea la bola con harina e introdúcela en un
recipiente caliente (aunque yo alguna vez la he puesto en una
ensaladera recién sacada de la alacena). Deja reposar en un rincón
fresco sin corrientes y sigue con tus cosas.
5. Cuando llegues a casa, golpea la masa, trabájala bien, espolvoréala con
harina y olvídate de ella el tiempo que necesites.
6. Más tarde (con una primera fermentación larga, una segunda breve
está bien, aunque si es larga, también), golpea la masa, amásala por
última vez, dale forma de barra, practica cuatro cortes diagonales,
pincela con agua y deja reposar unos minutos (si tienes prisa, puede ir
directa al horno).
7. Puedes precalentar el horno o meter la masa en el horno en frío, da
exactamente igual. Hornea media hora a 230 ºC. Baja a 220 ºC y deja
otros veinte minutos.

Este pan dejará atónitos a tus amigos. También es un regalo perfecto cuando
te invitan a casa ajena. Entra por los ojos aunque la corteza se quiebre durante
el horneado. La mano de obra propiamente dicha requiere menos de media
hora. La levadura hace el resto del trabajo.
Y el mérito, por supuesto, te lo llevarás tú.

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Cena de viernes

Vivimos en un tiempo de culto a la velocidad: comida rápida, «mánager al


minuto», «recetas gourmet en una hora», «una milla en tres minutos». Nos
atamos los cordones de las zapatillas de correr y enfilamos la vía rápida.
Estamos rodeados de sobreabundancia y sin embargo admiramos el
minimalismo: las recetas ligeras, el diseño high-tech, la delgadez. Estamos
demasiado liados para demorarnos en una comida larga y languideciente. En
lugar de eso, engullimos medio litro de yogur y nos preparamos para una
carrera de ocho kilómetros o una fusión corporativa.
La comida se ha convertido en algo sofisticado. Algunas revistas satinadas
presentan diminutas tajadas de magret de pato casi crudo servidas en platos
extragrandes con la misma veneración que antes prodigaban a las modelos de
Balenciaga. Bienvenidos a la era de la comida de alta costura. Se supone que
media perdiz braseada, un dedal de polenta y una hojita de cilantro
proporcionan una sensación no de saciedad sino de superioridad. Un almuerzo
rápido en un restaurante elegante e inmaculado con raciones tamaño pajarito y
un barullo ensordecedor deja tiempo de sobra para una sesión de cuarenta y
cinco minutos de bicicleta estática mientras lees el Wall Street Journal.
Pero, al fin y al cabo, el ser humano no puede alimentarse exclusivamente
de rape a la brasa y verduritas baby a la parrilla. De vez en cuando, hasta los
corredores más veloces necesitan un respiro.
Antiguamente se vivía más despacio. La gente untaba mantequilla en el
pan sin complejos y se sentaba a cenar «en familia». Al término de una ardua
semana de trabajo, se recibía el shabat con los brazos abiertos y con una
comilona larga de ingerir y aún más de digerir.
Para quienes la han dejado de lado, la cena del viernes noche es una
tradición que vale la pena recuperar, una velada en la que hasta el judío más
asimilado reclama de corazón algo más sustancioso que una pechuga de pollo
sin piel. El menú tradicional de la cena del viernes noche —asado y tortitas de
patata— no encarna la base de una dieta para el día a día, ni es lo que te
atreverías a servirle a tu cardiólogo; pero resulta de lo más reconfortante.
Naturalmente, hay muchas personas que guardan un recuerdo más bien
desagradable de unas cenas de viernes en las que les ponían por delante tejas
viejas acompañadas de suelas de zapato fritas. Yo misma viví una velada así
en casa de una amiga de la universidad, allá por 1962, y de vez en cuando me

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pregunto cómo pudo lograr su madre un asado recocido y correoso al mismo
tiempo; funesta combinación. Todavía no he terminado de digerir aquella
comida.
El truco está en preparar un asado sensacional y unas tortitas de patata
sensacionales. El asado tiene que estar lo bastante tierno para que se deshaga
con el tenedor, aunque sin tener la textura de una soga despeluchada. La salsa
ha de ser espesa y sabrosa, sin una pizca de harina. En cuanto a la textura de
las tortitas de patata, debe ser como la de las galletas florentinas: un encaje
crujiente. Como decía un noviete que tuve, tienen que pasar directamente del
plato al flujo sanguíneo. Dicta la tradición que se sirva puré de manzana como
guarnición, que es facilísimo de hacer (de hecho, se hace solo).
Y ahora, pasemos a la cocina.
El problema fundamental del asado es qué tajada utilizar. Mi madre
siempre lo prepara con aleta, pero ella viene de un tiempo en que se podía
comprar carne de primera y cortes buenos sin dejarse un capital. Cuando yo
empecé a tomarme en serio la cocina, una compra sustancial de carne
resultaba ya tan abrumadora como la de una estola de armiño. Por tanto, me
conformé con un corte grueso de la más asequible aguja, y hasta hoy. La
aguja es más grasa que la aleta y por tanto más suculenta. Dos kilos y medio
dan para cuatro comensales y sobrará algo. Si das de comer a fieras voraces o
pretendes preparar luego unos sándwiches de pan de centeno con asado frío,
encarga más carne.
La siguiente receta de asado es una variante del tradicional, pero queda
igual de delicioso.

1. Coge una aguja de dos kilos y medio aproximadamente, brídala y


embadúrnala en pimentón.
2. Calienta un poco de aceite de oliva oscuro y afrutado en una sartén y
sella la carne por ambos lados. Pásala a una cazuela con tapa apta para
el horno donde la pieza quepa con un pelín de holgura.
3. Corta en tiras tres pimientos rojos maduros y saltéalos en la misma
sartén. Añádelos a la cazuela con la carne junto con dos cebollas
amarillas medianas cortadas en cuartos, una zanahoria grande en
trozos gruesos y, si eres de picante, una guindilla fresca. Como el ajo
nunca es suficiente, yo pongo seis dientes grandes, pero que cada cual
ajuste a su gusto.
4. De nuevo en la sartén, vierte un vaso de vino tinto y una lata pequeña
de salsa de tomate y deja reducir un poco. Agrégalo a la carne, junto
con un poco de pimienta negra recién molida, y tapa. Asa a baja

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temperatura (150 ºC) hasta que la carne quede tierna. Tardará entre tres
y cinco horas, así que relájate.
5. Cuando la carne esté hecha, aparta la verdura con una espumadera y
pásala por un colador o un pasapurés. Nunca uses la batidora. La idea
es obtener un puré sin las fibras ni las pieles del pimiento y la cebolla
ni los nervios de la guindilla.
6. Pon el puré en un cazo, añade los jugos de la carne y reduce a fuego
medio hasta que quede una salsa espesita.
7. Filetea la carne justo antes de servir y vierte la salsa por encima,
reservando una parte en la salsera.

Los comensales suelen degustar este plato en un silencio sepulcral, lo que


significa que probablemente no sobrará nada.
Ocupémonos ahora de las tortitas de patata, con un paréntesis sobre
verdura en general.
Las auténticas tortitas de patata deben freírse con grasa de pollo, pero si te
llevas las manos a la cabeza solo de pensar en tanta saturación, la
combinación de grasa de pollo y aceite vegetal da muy buen resultado.
También puedes autoengañarte convenciéndote de que, aunque la grasa de
pollo te obstruye las arterias, los ácidos grasos poliinsaturados del aceite
vegetal te las dejan limpitas. En la sección de refrigerados de algunos
supermercados tienen grasa de pollo, pero suele estar atiborrada de
conservantes. Es más barato hacerla en casa, tal que así:

1. Quítale la grasa a un pollo grande, córtala en dados y échala a una


sartén en frío.
2. Calienta la sartén poco a poco, a fuego bajo. Entretanto, corta en
daditos una cebolla amarilla pequeña. 3. En cuanto la grasa empiece a
fundirse, sube un pelín el fuego y añade la cebolla.
3. Sube la llama un poco más (queremos que se haga a fuego medio) y
rehoga hasta que la cebolla coja un color dorado (sin llegar a
quemarse) y la grasa se haya derretido del todo y los chicharrones
estén crujientes. Lo que obtendrás, además de una grasa de pollo con
sabor a cebolla, se llama Grieben, o sea, «chicharrones» en alemán.
Debe de ser una cosa malísima para la salud, porque sabe a gloria.
Apártalos con una espumadera, y si eres capaz de no comértelos todos
mientras trasteas en la cocina, úsalos para dar sabor a las coles de
Bruselas:

1. Retira las hojas exteriores de las coles (dos bolsas de medio kilo darán
de sobra para cuatro personas) y cuécelas diez minutos. Hay quien

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coloca una rejilla de vapor en el fondo de la olla, pero a mí eso me
parece un capricho, como lo de pelar los tomates. La idea es escaldar
las coles, no cocinarlas.
2. Dispón las coles de Bruselas en una bandeja de barro, cubre con los
Grieben y revuelve hasta que todas las coles hayan tenido contacto
íntimo con los chicharrones. Añade sal y pimienta al gusto e
introdúcelas en el horno durante dos horas, removiendo de vez en
cuando. (Pueden ir en la rejilla, debajo del asado). El objetivo es
conseguir unas coles doradas por fuera y pastositas por dentro. Hasta
los enemigos más acérrimos de las coles de Bruselas se chuparán los
dedos.

Es una soberana memez fingir que las tortitas de patata son un alimento
dietético o bueno para la salud. Si te decides a comerlas, plantéatelas como
una exquisitez esporádica, manda la prudencia a freír espárragos y disfruta.
Lo que sigue es la receta de mi madre, o sea, un clásico.

Tortitas de patata de Estelle Colwin Snellenberg

1. Vierte 60 ml de grasa de pollo y 120 ml de aceite vegetal en una sartén


a fuego bajo.
2. Pela cinco patatas de Idaho medianas (ninguna otra variedad sirve) y
sumérgelas en agua fría.
3. Pela una cebolla amarilla mediana.
4. Corta en cuartos la cebolla y las patatas. Pasa las patatas por la
batidora en tandas, añadiendo la cebolla, un huevo, una cucharada
sopera de harina (o pan matzá rallado) y un cuarto de cucharadita de
levadura disuelta en una cucharadita de agua fría. Mezcla hasta que se
haga una pasta.
5. Cuando la grasa esté lo bastante caliente para freír un trozo de pan,
empieza a hacer las tortitas. Algunos las prefieren grandes, otros
pequeñas. A mí me gusta echar más o menos una cucharada sopera de
masa. Conviene actuar deprisa, porque la masa de patata tiene una
desesperante tendencia a cambiar de color, de rosa a verde, y de verde
a negro.
6. Fríe las tortitas hasta que estén doradas por las dos caras, deja escurrir
sobre papel de cocina y resérvalas en una bandeja dentro del horno aún
caliente. Es mejor prepararlas justo antes de servirlas, que pasen el
menor tiempo posible en el horno. Naturalmente, lo mejor de todo es

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comérselas recién salidas de la sartén, sin la menor intención de
compartirlas.

El puré de manzana es un acompañamiento tradicional, y aunque hay un


montón de opciones industriales en el supermercado, el casero es tan fácil de
hacer que prácticamente no necesita receta. Aun así, para quienes nunca han
probado a prepararlo, he aquí el paso a paso:

1. Pela y descorazona varias manzanas. Tantas como quieras. De la


combinación de varios tipos —McIntosh, Granny Smith, Empire,
etcétera— sale un puré riquísimo. Si usas manzanas ecológicas, no las
peles y el resultado presentará un bonito tono rosado.
2. Ponlas a fuego bajo en una cacerola de fondo grueso y añade 120 ml
de sidra. Tapa y cocina despacio, removiendo de vez en cuando. El
tiempo que requiere la operación completa no llega a una hora.
3. Si te gusta con grumos, machaca el puré con un tenedor. Si lo prefieres
más fino, pásalo por el pasapurés o por un colador. Está riquísimo de
las dos maneras.

Después de semejante festín se impone una ensalada verde. A mí me gusta


añadirle unas hojitas amargas, achicoria o endivia, para equilibrar, y aliño
simplemente con aceite y vinagre.
De postre solo cabe una opción:

Ambrosía de naranja

La ambrosía de naranja también es conocida como «el postre de la novia» por


lo fácil que es de preparar: meras rodajas de naranja dispuestas haciendo
bonito y con algún ornamento. Es un plato de origen sureño y hoy en día se
considera una antigualla, pero a mí me chifla. Después de tanta carne roja y
grasa de ave, unas naranjas sientan de miedo.

1. Pela seis naranjas tipo navel. Quítales todo el albedo que puedas y
córtalas en rodajas muy finas. Disponlas con gracia en una bandeja de
cristal (es el soporte que manda la tradición).
2. Rocía con bourbon, Cointreau o licor de mandarina y déjalas reposar
en la nevera. La idea es servirlas muy frías.
3. Media hora antes de servir, espolvorea un poco de coco rallado. El
adorno clásico es una guinda al marrasquino, pero (para quienes
sienten horror del colorante alimentario rojo) queda igual de bien una
rodaja de kiwi, una cereza o una florecita. He visto ambrosía de

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naranja decorada con violetas; crean un efecto de lo más vistoso, si es
que tienes esa flor a mano.

Esta comida, cuya preparación requiere un tiempo considerable, merece ser


degustada sin prisas. Luego, lo ideal es tirarse en el sofá manteniendo en
equilibrio una taza de café sobre la panza.
A lo largo de todo el mes siguiente puede que el cuerpo solo te pida arroz
integral y pescadito a la plancha, pero una fría noche de viernes, con las velas
encendidas y un mantel inmaculado vistiendo la mesa, sienta bien celebrar la
buena fortuna de vivir con todas las comodidades y no olvidar a quienes no
tienen tanta suerte.
En definitiva, es un momento para valorar lo que tenemos, para paladear
la vida sin agobios y dar por terminada la semana laboral con alegría,
modorra y satisfacción.

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Verdura sí, con disimulo

Es impresionante la cantidad de adultos que detestan la verdura. Las madres


de niños pequeños se quejan constantemente de que sus pequeñajos no comen
nada verde o amarillo ni por casualidad. Se confía en que, cuando esas
criaturas cumplan veinte años, se habrán reconciliado con el mundo vegetal;
pero lo cierto es que no siempre es el caso. Hay quien ignora la existencia de
la verdura, otros que la aborrecen activamente, y algunos creen que un par de
judías verdes baby son el precio que hay que pagar por comer cangrejos de
caparazón blando.
Tengo la suerte de que mi hija come con gusto casi de todo. Tanto su
padre como su madre adoran la verdura también, pero cuántos hijos de
hogares amantes de lo verde no hay que se alimentan exclusivamente de
sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada y rehúyen hasta el
maíz, ese gran favorito de la infancia. Gracias a mi niña redescubrí lo buena
que está la verdura preparada sencillamente al vapor, y jamás olvidaré su cara
de sorpresa y deleite la primera vez que comió calabacín.
Pero mucha gente no se deja sorprender ni deleitar, ni por el calabacín ni
por ninguna otra hortaliza, y si estás decidida a servirla, hay que tirar de
astucia.
El truco más obvio es preparar una salsa deliciosa para mojar —
holandesa, mayonesa, bearnesa—. Una persona que hunde la punta de un
espárrago en un charquito de mayonesa casera se comerá el espárrago a
menos que se trate de uno de esos casos recalcitrantes que chupan la salsa y
vuelven a sumergir el espárrago.
Un método más efectivo es transformar el objeto de la ofensa en buñuelo.
Casi todo el mundo opina que los alimentos fritos son divertidos, que no es
comida seria. Un buñuelito crujiente entra solo (a menudo como mero
vehículo para un pegote de kétchup o salsa de tomate), y qué más da que esté
frito: es por una buena causa.
Los calabacines constituyen una excelente base para buñuelos, sobre todo
esos especímenes jóvenes poco más grandes que un lapicero. Si es necesario,
también puedes usar esos calabacines gigantescos y superdesarrollados que
los hortelanos encasquetan a sus amigos en otoño.
Ralla los calabacines —usa cuatro de los pequeños— y déjalos escurrir en
una estameña. Separa las claras y las yemas de dos huevos y bate las claras

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hasta que estén firmes. Añade 240 ml de leche a las yemas, bate y añade entre
60 g y 90 g de harina; la masa debe quedar un pelín más espesa que la de
tortitas. Agrega el calabacín, sal, pimienta y un poco de cebolleta picada.
Incorpora poco a poco las claras montadas y fríe los buñuelos en mantequilla
clarificada (o sin clarificar) o aceite de oliva hasta que se doren por ambos
lados. A algunos les gustan grandecitos. A mí me gustan del tamaño del
platillo de una taza de moca. Por supuesto, esto no son buñuelos en el sentido
más estricto de la palabra; son más bien tortitas. En cuanto al tema de la
fritura, mi consigna para la verdura es: «¡Berenjenas fritas para hoy, pisto
para mañana!».
Veamos el caso del brócoli. ¡Cuánto odio inspira! Sin embargo, constituye
una elegante y suntuosa salsa para pasta. Primero se cuece al vapor. Luego se
sofríe en un buen aceite de oliva junto con dos dientes de ajo hasta que este
último se ponga tierno. Se bate todo en la batidora con un poco de sal, un
poco de pimienta, el zumo de medio limón y más aceite de oliva, y se mezcla
con penne, ziti o fusilli y queso rallado a discreción; nadie sospechará lo que
le estás sirviendo.
A los más despistados se les puede colar sin problema un pudin de
zanahoria, una sencilla elaboración a base de puré de zanahorias, mantequilla,
un huevo batido y una pizca de nuez moscada, hecho al horno en un molde de
pudin. La verdura en una encarnación tan poco natural —purés y timbales—
suele pasar desapercibida e ir directa al buche de la víctima, que se ahorra así
la confrontación con su temido enemigo.
Sin embargo, desaconsejo jugar con aversiones más concretas. La gente
que no come verdura —o asegura no comerla— es un blanco fácil, pero con
alguien que odia con todo su corazón la remolacha (por poner un ejemplo) es
mejor no arriesgarse. Una vida sin remolacha o habas no tiene nada de malo,
puede ser una vida plena. Pero abstenerse de comer puerros, berza, brócoli,
judías verdes, escarola y esa extensa variedad de vegetales verdes, amarillos y
morados deriva de un prejuicio que conviene cuestionar.
Poco se ha escrito acerca de nuestra desnaturalizada materia prima,
aunque la obra de John y Karen Hess Taste of America aborda la cuestión
desde una perspectiva bastante desoladora. Léelo y llora, y luego acércate a tu
mercado de productores más cercano y busca una calabaza delicata para
animarte. Yo solo la he visto en el mercado de mi barrio. Se trata de una
calabaza alargada de color naranja apagado con franjas verdes. Como pasa
con casi toda la verdura (menos con las zanahorias), cuanto más pequeña, más
rica. Esta calabaza dulce y suculenta hace que hasta la calabaza violín más

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sabrosa parezca insípida y sin gracia. Con verduras así de ricas no hace falta
engañar a nadie. Basta con invitar a probar y observar la reacción. En un abrir
y cerrar de ojos, el contenido del plato desaparece y te encuentras ante una
demanda que supera la escasa oferta. La calabaza delicata queda fabulosa al
horno con un poco de mantequilla y pimienta, o al vapor con un hilito de
aceite de oliva. Si toda nuestra verdura fuera tan sabrosa, no habría que
recurrir a medidas tan drásticas para que el personal la consumiera.
Sin embargo, existe una medida drástica tan apetitosa que hace la boca
agua. Yo misma soy adicta a esta receta, para la que se necesita ñame rallado,
huevo, harina, cayena desmenuzada, cebolleta picada y alubias negras
fermentadas. Una combinación improbable y sin embargo sublime:

Pastelillos de ñame con cayena y alubias negras fermentadas

Las alubias negras fermentadas, que se encuentran en tiendas de alimentación


chinas, son un producto intenso y salado que suele comercializarse mezclado
con jengibre salado. Combinan de maravilla con unas berenjenas salteadas
como salsa para una pasta, y espolvoreada sobre una pizza hecha en casa le da
un toque espectacular. Como son muy pero que muy saladas, cunden una
barbaridad.

1. Rallar un ñame grandecito.


2. Batir dos huevos, añadir al tubérculo y mezclar bien. 3. Añadir cuatro
cucharadas soperas de harina para ligar la masa (o más, si la prefieres
más densa).
3. Agregar una cebolleta picada, cayena desmenuzada al gusto y dos
cucharaditas de alubias negras fermentadas.
4. Formar pastelillos con una cuchara (se desmigan fácilmente; yo uso
una cuchara de consomé, apretando bien la masa) y freír en aceite de
oliva.

Como ocurre con los buñuelos de berenjena o de calabacín, estos pastelillos


no suelen llegar a la mesa.
Mientras preparas estas recetas, recuerda que la verdura es un regalo para
la salud y que cualquier paso que des, por retorcido que sea, debe tener el
cometido de animar a los demás a comerla con alegría. Jamás confieses a tus
malhadadas víctimas que las has engañado. Así solo conseguirás que se
pongan a la defensiva, y no es la idea en absoluto.

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Guárdate los discursitos sobre alimentación saludable y no hostigues a los
más cerriles. Una vez engullidos los buñuelos de calabacín, tampoco es
necesario que hagas excelsas declaraciones sobre tu buena acción. Como
todos sabemos, la verdad, como el aceite, siempre sale a flote.

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Pescado

No vengo de una familia de intrépidos consumidores de pescado. Cuando era


pequeña, comíamos filetes de lenguado a la parrilla, o mi padre traía a casa
palometa ahumada de Barney Greengrass, en Nueva York; o, en verano,
íbamos a coger cangrejos a Blue Point, en Long Island.
Coger cangrejos es un deporte perfecto para los críos. Hay que estarse
quieto muy poco tiempo, con un cordel del que cuelga un pedacito de
arenque. En la otra mano, una red. Los cangrejos aparecen enseguida para
rondar al arenque, y el niño no tiene más que atraparlos con la red. Volvíamos
de aquellas excursiones quemados por el sol y felices, con canastos atestados
de algas y cangrejos azules. Entre los recuerdos imborrables de mi niñez está
la maravillosa vez en que cogimos tantos que nos quedamos sin canastos y
tuvimos que meter las últimas capturas en una caja. A medio camino,
empezaron a asomar pinzas por el cartón. Llevamos corriendo las cajas y los
canastos a la cocina mientras mi madre ponía al fuego una olla inmensa con
agua y especias para cangrejos. Justo cuando rompió a hervir, los crustáceos
de la caja de cartón abrieron una brecha y desaparecieron debajo de la
hornilla.
Como todo el mundo sabe, la mejor manera de comer cangrejos es sobre
un lecho de periódicos en una mesa grande, con mucha gente. Los adultos
beben cerveza; los niños, té frío. Los cangrejos, una vez cocidos y escurridos,
se echan al centro de la mesa (protegida previamente con un mantel de hule y
muchas capas de papel de periódico). Hay un cascanueces para cada dos
personas y tenedores de marisco para todos.
Cada vez que alguien cumplía años íbamos al Riverside Inn de Smithtown
a comer langosta y tarta Alaska. En noches de frío, mi madre preparaba ese
clásico sanísimo de finales de los cuarenta que es el pastel de salmón al
horno. En temporada comíamos lo que denominábamos pollo marino y otros
llamaban puercoespín de mar, pero que en realidad era pez globo.
El pez globo es un bicho pequeño de hígado y ovarios venenosos. La parte
comestible es el lomo, un bocado firme y mullido con un hueso central que
parece una versión en miniatura de esos peines antiguos con púas por los dos
lados. Cuando yo era pequeña, comíamos pez globo empanado y frito. El año
pasado, el pez globo reapareció en mi vida, yacente sobre una capa de hielo

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en mi mercado de productores; hacía décadas que no veía aquel manjar de mi
niñez. Lo compré pensando que a mi hija le parecería una delicia.
Como el experimento resultó ser un exitazo, decidí saltear lo que quedaba
con mantequilla y ajo para que los adultos también lo probáramos. La carne
era dulce, delicada, con un regusto a fruto seco, y durante toda la primavera,
el verano y principios del otoño seguí preparando pez globo; no hubo vez en
que no me pidieran más. Nos pusimos muy tristes cuando acabó la temporada,
y contentísimos cuando empezó de nuevo.
Aparte de lo ya mencionado, el único pescado que recuerdo comer de niña
es la lubina que me preparaba una amiga de mis padres. He estado casi treinta
años sin volver a probarla —consecuencia de no sentirme atraída por las
pescaderías—, pero sabe exactamente como la recordaba. Ahora que la lubina
rayada se ha convertido en tabú, la lubina a secas abunda, para nuestra dicha.
Me reconcilié con el pescado en la edad adulta porque el marido de mi
mejor amiga era aficionado a levantarse a las cuatro de la mañana e irse a
Montauk a pescar. Un día le pareció una fabulosa idea que nos apretáramos
todos en el coche, reserváramos varias habitaciones en un motel y fuéramos
todos a pescar lubinas.
Por el camino, paramos a cenar en un restaurante de carretera donde me
sirvieron un lenguado pequeño entero. Hasta ese momento solo lo había
comido en filetes, y aquel espécimen me pareció otro mundo.
Al día siguiente nos embarcamos en medio de una resaca tremenda, cada
uno pertrechado de una caña muy larga con las que nos volvimos majaras
para pescar algo, lanzándolas con un movimiento lateral y con la esperanza de
que alguna lubina picara. Al cabo de unas pocas horas respirando
emanaciones de combustible y dando vueltas como trompos, varios miembros
de la tripulación adquirieron un color de tez verde aceituna y decidieron ir a
tumbarse. Yo me tomé una taza de café espantoso y reanudé la actividad. En
esas estaba, pensando en mis cosas, cuando de pronto sentí que algo pretendía
descoyuntarme el brazo. Solté un sonoro grito pidiendo ayuda, y el marido de
mi amiga acudió corriendo a mi lado.
—¡Aguanta!, —exclamó—. Has pescado una.
—Aguanta tú, que eres tres veces más grande que yo.
Por la mirada que me lanzó, comprendí que lo había defraudado como
hombre de pelo en pecho.
Aguanté un buen rato, y él también, erre que erre.
—Pero ¿por qué quiere arrancarme el brazo?, —dije.
—Porque son peces muy combativos —me explicó—. Ahí está la gracia.

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A mí, aquello, gracia, no me hacía ninguna, y menos aún cuando por fin
izamos al pobre animal, que se puso a dar coletazos como loco sobre la
cubierta del barco.
El balance de la jornada consistió en tres lubinas rayadas de casi cuatro
kilos cada una, entre ellas, la mía. Como a mi amiga y su marido les había
tocado una habitación con cocina, quedamos en reunirnos allí para preparar la
cena después de darnos una buena ducha.
Según salía de mi habitación, aseada y vestida con ropa limpia, vi al
marido de mi amiga —un chicarrón grandote y bien parecido— sentado en un
banco de hierba y destripando el pescado con un cuchillo japonés. Estaba
absorto y feliz como un niño, sonriente cuando les lanzaba las entrañas a las
gaviotas que no paraban de rondarlo. Parecía un hombre totalmente en paz,
mientras que yo me cuestionaba los motivos por los que abandoné el
vegetarianismo con diecisiete años.
Y allí estaba, en la encimera de la cocina, aquella lubina rayada
espléndida, limpia, descamada y lista para el cocinado. La rellenamos con la
parte verde de unas cebolletas, ajo y unas tiras de panceta con poca grasa, la
regamos con un chorrito de vino blanco, le pusimos unos pegotitos de
mantequilla, la envolvimos en papel de aluminio y la metimos en el horno.
Mientras se asaba, nos zampamos varios cubos de almejas. En un cazo
pequeño, preparamos una reducción de panceta troceada, mantequilla, vino
blanco y ajo que luego colamos y vertimos sobre el pescado ya asado.
Siete personas se ventilaron una cantidad asombrosa de aquella pieza de
cuatro kilos. A la mañana siguiente, desayuné las sobras y descubrí lo
deliciosa que está la lubina rayada fría. Sin embargo, atrás quedaron aquellos
días felices que no volverán mientras nuestras aguas no estén limpias y la
población de lubina rayada deje de estar amenazada.
Hoy por hoy me considero una amante del pescado, aunque sigo sin ser
una cocinera intrépida. En mi opinión, el pescado debe consumirse a la brasa,
a la parrilla, salteado en mantequilla o reencarnado en pastelillos de pescado.
Cuando tengo muchos comensales, me gusta servir filetes de salmón al horno,
y para ocasiones menos formales me pirra el bacalao al horno con una salsa
verde de almendras, que se prepara en un santiamén echando al vaso de la
batidora lo verde de un par de cebolletas, un puñado de almendras sin piel,
ajo, zumo de limón, tallos de berros y una guindilla fresca de las verdes, con
aceite suficiente para que la mezcla cobre textura de salsa. Le va de cine a
pescados sosillos como el bacalao o el eglefino.

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He cocinado blanquillo, pargo rojo, fletán, mendo y pez limón, pero nunca
le he cogido el gusto a la trucha, y la anchoa me parece poco menos que
incomible. Confieso que me da respeto el pescado mediano que se prepara de
una sola pieza, como el pargo, porque me dan miedo las espinas y porque la
piel nunca me queda crujiente. Pero las sardinas frescas valen la pena, y hasta
las espinas. Fritas en mantequilla son insuperables. Por lo general, me ciño al
producto que puede filetearse o cortarse en lomos.
Los hábitos alimentarios cambian —por lo general, a mejor— cuando
tenemos descendencia. Nos convertimos en una familia consumidora de
pescado cuando nuestra hija empezó a comer sólidos y desarrolló una pasión
por productos de lujo tales como el salmón y el lenguado. Es asombrosa la
cantidad de salmón que es capaz de engullir una niña de tres años.
Como complemento a las mañanas en el parque, las madres del barrio
llevábamos a nuestros bebés a la pescadería y los entreteníamos cogiendo los
peces de menor tamaño y enseñándoselos. Luego, comprábamos unos filetes
de lo que fuera y cada una volvía a casa para preparar el almuerzo. Los
pescaderos solían recibirnos con amabilidad e indulgencia.
Una mañana, una de mis amigas llevó a su hija de dos años y medio a la
pescadería. El pescadero, un señor sin afeitar y con cara de pocos amigos, se
volvió hacia la niña.
—Qué quieres tú —le espetó.
—Sumalón —replicó la criatura, sin pestañear.
—¿Eso de qué color es?
—Rosa y verde —dijo ella.
—Sí, ¿eh? Pues no lo trabajamos.
—Entonces ponme cualquier otra cosa —repuso la niña.
Últimamente comemos en casa bastante «sumalón» —que resultó ser
salmón—, y siempre me acuerdo de la primera vez que mi hija lo probó.
Esbozó una sonrisa de deleite rayano en la embriaguez que me hizo ver hasta
qué punto las cosas dejan de maravillarnos conforme vamos acumulando
experiencias.
Hace algo así como un millón de años salí a cenar con un profesor de
estudios chinos que me llevó a un restaurante chino de los de verdad (ni rastro
de dragones de plástico o tallarines salteados) en pleno Chinatown. Dejé que
pidiera él, y me encontré degustando una de las cenas más alucinantes de mi
vida. Aquella comida era completamente nueva, un poco como el primer
bocado de salmón de mi hija.

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De primero tomamos una sopa agripicante. Mi partenaire me explicó que
en China se rocía sangre de buey por encima de la sopa formando líneas para
hacer un dibujo. Luego, pedimos media ración de empanadillas fritas y un
pastelillo de cebolleta. Yo ni sabía que esas cosas existieran. El siguiente
plato fue cordero salteado con cebolleta, pero la cumbre de la velada fue una
lubina rayada hecha al vapor con hongos negros, tiras de jengibre, cebolleta y
jamón ahumado. Con el primer bocado me dio la risa. Mi compañero de mesa
me miró con preocupación. A fin de cuentas, yo era una muchacha de
veintipocos años y tal vez pensó que estaba más zumbada de lo que parecía.
Pero lo que me hizo reír fue la comida. Era tan maravillosa e inesperada,
tan absolutamente nueva, que mi cuerpo no supo de qué otro modo
reaccionar.
Parte de la experiencia de la maternidad consiste en revivir la propia
infancia; por eso, cada vez que veo a mi hija probar por primera vez esto o
aquello —lo que, en Nueva York, es sinónimo de seta shiitake, falafel,
humus, oreja de madera, brotes de bambú o mousse de chocolate— rememoro
aquel tiempo en que mi paladar era puro e ingenuo, todo representaba una
aventura y el mundo era un lugar tan fresco como un pescadito.

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Dar de comer a multitudes

No sé cómo lo hago, pero siempre termino haciendo de comer para ciento y la


madre. Las fiestas me las paso gravitando en torno a una bandeja o una pila
de platos, o bien rondando la cocina por si puedo ayudar en algo. Para la
gente apocada en contextos sociales, la cocina es el lugar ideal. Al menos para
empezar.
La idea de dar de comer a una multitud está muy lejos de resultarme
ajena. Cada Nochebuena, mi asimilada familia daba una cena bufé con pavo,
jamón, tres platos calientes, ensalada, pastelitos, tarta de fruta, ponche de
champán con melocotones, ponche de huevo, naranjas confitadas con
chocolate, y caviar de aperitivo.
En la universidad, en una cocina extremadamente cutre (un espacio del
tamaño de un escurridor en una residencia masculina fuera del campus donde
dos alumnos muy emprendedores habían creado un negocio de bocadillos), mi
amiga Michelle Reis y yo cobrábamos una miseria por preparar decenas de
sándwiches de queso y de atún con mayonesa que alimentaban a jovencitas
pasado el toque de queda. Esto ocurrió hace varios siglos, cuando las chicas
aún tenían que respetar un toque de queda en la universidad, si bien el de
nuestra progresista institución se consideraba extremadamente generoso.
Pasadas las doce y media, los muchachos se presentaban en las residencias
femeninas y vendían nuestros sándwiches con un margen de lo más cuantioso.
Reis y yo —nos llamaban exclusivamente por nuestro apellido—
mezclábamos latas gigantescas de atún con cucharones de mayonesa de un
tarro tamaño industrial. Disponíamos las rebanadas de pan como si de una
baraja de naipes se tratara y le poníamos unas hojas de lechuga iceberg. Nos
explicaron que, para sacarle el corazón a una iceberg, bastaba con darle un
golpe seco contra la encimera. El corazón salía solo, y en mi opinión esto es
lo único que hay que saber sobre la lechuga iceberg; eso, y que cuando se te
cae al suelo rebota.
Abandoné pronto los estudios. Cuando me reenganché, lo hice
matriculándome en la Facultad de Estudios Generales de Columbia, donde, en
1968, la asociación Estudiantes por una Sociedad Democrática convocó una
huelga y ocupó varios edificios. A mí, que estudiaba y a la vez trabajaba de
administrativa, la huelga me pilló ataviada con mi vestido Miss Bergdorf y mi
gabardina en la cocina de uno de los edificios ocupados, tratando de

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componérmelas para dar de comer a una horda de postadolescentes famélicos.
Al día siguiente salí a hurtadillas, fui a mi casa a cambiarme de ropa y volví.
Alguien me pegó en la manga de la sudadera un esparadrapo que decía:
cocina-colwin. Aquello me marcó para toda la vida.
Mientras preparaba lo que me parecían centenares de sándwiches de
mantequilla de cacahuete con mermelada, mis hambrientos compañeros —
alumnos de Columbia más jóvenes que yo— entraban en tromba en la cocina:
—¡Hola! ¿Me das algo de comer?
—No. La comida se sirve a sus horas.
—Por favooor, que me muero de hambre…
—Vale. ¿De atún con mayonesa, o de mantequilla de cacahuete con
mermelada?
—¿Atún con mayonesa? ¿Mantequilla de cacahuete con mermelada? El
de cacahuete es lo que he desayunado, y al atún soy alérgico.
Aprendí a replicar: «¡A mí déjame de historias! Tendrías que estar
comiendo adoquines, como los camaradas de París», y se iban a dar la lata a
otra parte. Cada mañana aparecían pilas de ejemplares del New York Times y
gracias a ellas nos enterábamos de las noticias tanto de la huelga universitaria
en París como de la nuestra. Cuando el personal estaba ya desesperado, o bien
mandaba emisarios a alguna cafetería Chock Full o’Nuts o bien imploraba a
cualquier transeúnte que fuera a comprarnos provisiones. Una tarde, dejamos
caer por la ventana un cubo agarrado a una cuerda y después de unos cuantos
viajes nos encontramos con siete docenas de huevos. Cuando fui a cocerlos,
descubrí que alguien había tenido el detalle de hacerlo, y al día siguiente
todos desayunamos huevos duros.
Ha llovido mucho desde entonces y ahora lo que está de moda es
menospreciar la década de los sesenta, pero yo estoy orgullosa de haber
estado en aquella cocina. Protestábamos por problemas serios de libertad
académica y justicia social que despertaban los sentimientos más hondos y
apasionados de muchos universitarios de la época.
Catorce años más tarde, me vi en la cocina del Centro Olivieri para
Mujeres Sin Hogar, en pleno distrito de los peleteros del West Side de
Manhattan. En realidad, el Olivieri es un centro de día, pero las usuarias
tienen permiso para dormir allí, en el suelo. Queda a dos manzanas de la
estación Pensilvania, siete manzanas al sur de la terminal de autobuses Port
Authority, y a media hora a pie de la estación Grand Central. En todos esos
lugares viven mujeres en la indigencia: en los baños, en escondrijos bajo las
vías, en las salas de espera. Muchas de ellas recalan en el Centro Olivieri para

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darse una ducha, ponerse ropa limpia y comer tres veces al día. Pasado un
tiempo, pueden hablar con una asistente social que vela por regularizar su
situación —muchas mujeres perciben una renta complementaria de seguridad,
una forma de seguridad social para personas con discapacidad— o las ayuda a
solicitar una ayuda pública. También pueden ver a un médico y ser derivadas
a una clínica de forma gratuita.
El día que entré como voluntaria, una calurosa mañana de junio, la
cocinera, una mujer guapísima e imperturbable llamada Jean Delmoor, tenía
que dar de almorzar a ciento veinte mujeres.
Hasta que no accedes a un programa concreto de voluntariado, no sabes
qué sector de la población te corresponderá. Hay quien lee a invidentes o
lleva a niños sordomudos a partidos de béisbol. Hay quien visita residencias
de ancianos y quien trabaja con niños o reclusos. Yo no sabía antes de
empezar que trabajaría con mujeres con trastornos mentales y sin hogar.
Los dos primeros meses desempeñé las labores de segunda de cocina
detrás del mostrador, siempre con Jean. Mezclaba, cortaba, iba a buscar
productos, pelaba patatas y rallaba zanahorias. Poco a poco fui
familiarizándome con el entorno, fui conociendo a las mujeres, y ellas fueron
conociéndome a mí.
Ninguna estaba lo que se dice bien. Además de sufrir esquizofrenia,
paranoia, psicosis y alucinaciones, muchas tenían diabetes, insuficiencias
cardíacas y úlceras varicosas en las piernas, el flagelo de quienes no duermen
en posición horizontal. Tenían la dentadura echada a perder, problemas
respiratorios, piojos, sarna y tuberculosis. Había embarazadas que se negaban
a recibir o no habían recibido ningún tipo de atención prenatal. Una mujer, de
hecho, parió acuclillada en el suelo sin decir ni pío. Cuando la trabajadora
social del turno de noche fue a hacerle compañía mientras llegaba la
ambulancia, las únicas palabras que la mujer pronunció fueron: «¿Tienes un
cigarro?».
Algunas llevaban años viviendo en la calle. Muchas eran antiguas
pacientes psiquiátricas, aunque había también mujeres maltratadas por sus
parejas o expulsadas de sus habitaciones de alquiler por unos caseros ansiosos
por gentrificar la propiedad, madres sin casa por culpa de un incendio o
porque las habían echado a patadas novios, esposos y demás familiares.
Cada una encarnaba un caso único. Formaban —forman aún— el grupo
humano más sorprendente con el que me haya topado jamás, y de ellas no
puede afirmarse nada categóricamente salvo que todas vivían en unas
condiciones deplorables. Había ancianas, mujeres jóvenes, de mediana edad.

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Algunas tenían estudios superiores. Algunas no tenían ni el graduado escolar.
Eran blancas, negras, hispanas, de todos los credos y religiones. Venían de los
cuatro puntos cardinales, y una de ellas estaba a la espera de una operación de
reasignación de género y por lo tanto no la admitían ni en el albergue para
hombres ni en el de mujeres. Durante un tiempo, aquella transexual que usaba
chinelas con pompones vivió en el Centro Olivieri.
Pero todas tenían que comer, y yo estaba encantada de ser la persona que
les servía la comida en el plato o el café en los vasos de poliestireno.
Una mañana, ya en otoño, llegué y me encontré la cocina vacía.
—¿Dónde está Jean?, —le pregunté a Juan, que era mitad guardia de
seguridad, mitad encargado de mantenimiento.
—Es su día libre —me dijo.
—¿Y quién va a cocinar?, —pregunté con mucho interés.
—Pues tú, supongo —repuso Juan.
Me subió un escalofrío por la espalda.
—¿Cuántas mujeres tenemos hoy?
Juan consultó un papel.
—Noventa y ocho o así.
Me dejé caer encima de una caja de leche. De pronto, dependía de mí que
noventa y ocho mujeres comieran; yo, que me ponía de los nervios si tenía
más de seis invitados a cenar.
Abajo, en la despensa, encontré unas latas inmensas de tomate troceado y
otras de concentrado de tomate, también enormes. Con la ayuda de Juan, subí
también cebollas, espaguetis y queso cheddar de los excedentes de la
Administración. Al cabo de dos horas había preparado dos marmitas
gigantescas de salsa de tomate y cocido trece kilos de pasta.
Preparé los tradicionales espaguetis al horno de mi madre. La idea es que
haya mucha más salsa que pasta, que los espaguetis queden sepultados en
tomate. Luego, los pones a gratinar con una capa bien gruesa de queso. Llené
cuatro bandejas de acero inoxidable —de las que se usan en las mesas de
vapor— y fue un alivio descomunal comprobar que la pasta triunfó.
A partir de entonces, Jean se tomaba su día libre cuando yo estaba de
servicio, y me dejaba toda la cocina para mí, más o menos. Me resultaba de lo
más placentero guisar en la cocina profesional Garland de seis fuegos del
Centro Olivieri, y pasé muchas horas en vela pensando qué platos se
prestaban a prepararse en grandes cantidades.
Hice chili con carne, alubias en tomate, macarrones con queso, pasta
gratinada, borscht, ensalada de col, ensalada de pasta, menestra, sándwiches

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de queso a la plancha. Uno de los almuerzos favoritos de las señoras consistía
en una patata asada, queso, ensalada y una pieza de fruta; perfecto para un día
invernal.
Un buen día tuve la brillante idea de preparar un plato irlandés llamado
colcannon, una especie de puré de patatas con cebolleta y repollo. El
resultado fue recibido con bastante frialdad, y una de mis señoras preferidas,
una que siempre llevaba perlas y jerséis de pelito y tenía la voz como Lauren
Bacall, se me acercó y me soltó: «¿La comida de hoy, niña? ¡¡¡Un
despropósito!!!».
Había mujeres vegetarianas y mujeres que se ponían hechas un basilisco
los días que no había carne en el menú. Algunas me daban palique y otras
jamás me miraban a los ojos. Había señoras que ayudaban a pelar patatas, y
una que fregaba los cacharros a diario. Cuando le pregunté por qué hacía
aquel trabajo tan ingrato, me respondió: «Porque Dios se ha portado muy bien
conmigo y me gusta devolver los favores».
Lo dejé a los siete meses de embarazo, cuando ya no podía pasar tantas
horas de pie ni cargar peso.
Varios años más tarde, mi marido y yo fuimos a visitar las instalaciones
del colegio City and Country, en el Greenwich Village. Cuando descubrí que
la cocina tenía una Garland de seis fuegos igualita a la del Centro Olivieri, me
dije para mis adentros: «Si nuestra hija estudia en este maravilloso centro,
acabaré cocinando en esta maravillosa cocina».
Un año después, la víspera de la feria escolar que se celebraba
anualmente, allí estaba, preparando pastel de carne para ciento cincuenta
personas mientras otras dos madres hacían macarrones gratinados (la opción
vegetariana) para otras ciento cincuenta. Esa noche, la salsa de la pasta se
pegó y hubo que tirarla. Al día siguiente, un empleado de la Con Edison se
presentó en el colegio y nos informó de que había una fuga de gas y tenían
que cortarnos el suministro. Al mismo tiempo, empezó a llover a cántaros.
A las cinco de la tarde se restableció el servicio de gas y nos salvamos de
tener que dividir la producción de pastel de carne y macarrones gratinados
entre diez hogares. Conseguimos una salsa de tomate deliciosa a un precio
buenísimo gracias a una madre caradura que se presentó en su tienda de
alimentación italiana de confianza en medio del chaparrón, con sus dos críos
cogidos de la mano y lágrimas en los ojos. El cielo se abrió y se puso de un
azul cristalino maravilloso. La feria fue un éxito y no sobró ni una miguita de
comida.

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«¿No es un poco desquiciante cocinar para tanta gente?», me preguntó
una amiga.
Pero mientras doraba quince kilos de carne picada me di cuenta de que
aquello me relajaba una barbaridad.

Pastel de carne

1. Prepara cuatro bandejas de acero inoxidable de las que se usan en las


mesas de vapor. Cada una da para cuarenta raciones más o menos.
2. Pica diez cebollas grandes y cuatro cabezas de ajos; cuanto más
grandes, mejor.
3. Calienta entre medio litro y tres cuartos de litro de aceite de oliva en
una sartén gigante o una cacerola baja y empieza a dorar la carne por
tandas (quince kilos de picada de ternera en total), añadiendo
paulatinamente la cebolla y el ajo. Reserva la carne conforme vaya
estando.
4. Sazona con pimienta negra y el contenido de un frasco grande de salsa
Perrins.
5. Reparte la carne en las cuatro bandejas y añade —distribuye, mejor
dicho— unos cinco kilos de zanahorias y guisantes ultracongelados (y
descongelados, claro). Mezcla bien con la carne.
6. Prepara unos cuatro litros de puré de patatas instantáneo, removiendo
bien con unas varillas. A mucha gente le repugna el puré de patatas de
sobre; a mí, en absoluto. Jamás lo serviría como guarnición, pero como
cobertura del pastel de carne hace muy buen papel.
7. Dispón una capa gordita de puré sobre la carne, espolvorea con queso
recién rallado (nada de esa porquería en tarro) y al horno a 150 ºC
durante dos horas.

Comerán ciento cincuenta personas, entre adultos y niños.

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Chocolate

Mi hermana, que es una persona totalmente normal en casi todos los aspectos,
está tan enganchada al chocolate que compromete a diario su carísimo
tratamiento dental rindiéndose a un invento llamado «encaje de chocolate de
Rose Shaeffer» o algo así, una chuchería consistente en un entramado con
aires de cuadro de Pollock hecho a base de chocolate y de un caramelo
pegajoso que se adhiere fatalmente a los puentes. Mi hermana es de las que
opinan que el chocolate con leche es para niños y cobardes; ella consume
kilos y kilos de chocolate amargo, y no engorda, por cierto.
Está la gente para la que el chocolate es una necesidad y luego está la
gente que si lo come, bien, y si no, también. Para los casos más agudos hay
revistas consagradas al particular, libros sobre chocolate, guías firmadas por
confiteros, moldes antiguos, cursillos de coberchocolateadas. Hay chocolate
de importación de altísimo copete —a menudo en forma de trufas y a menudo
a unos precios casi al nivel del de las trufas de verdad—, y chocolate de
fantasía con forma de brazos, piernas y hasta teléfonos. Hay chocolate
inquietante, como los saltamontes bañados en chocolate, y hay chocolatinas
corrientes y molientes de las que se encuentran prácticamente en cualquier
sitio, perfectas para los que necesitan un chute con urgencia.
A mí el chocolate me gusta, pero no me vuelve loca. Apetece de vez en
cuando. Sin embargo, sería capaz de comerme todo el fudge del mundo, que
es, en mi opinión, la forma más sublime de chocolate. Por otro lado, no me
gustan las tartas de chocolate ni el helado de chocolate, y la combinación de
chocolate y licor me resulta repugnante, excepción hecha de las guindas
bañadas, que es el sabor de mi niñez.
De un modo u otro, el chocolate forma parte de la infancia de cualquier
estadounidense. Recuerdo el trayecto de vuelta a casa desde el colegio con
una chocolatina en la mano, en los tiempos en que la barrita de 3 Musketeers
estaba dividida en tres partes. Recuerdo la primera vez que tomé helado
Rocky Road, que a mi hermana le encantó y yo odié. Hoy por hoy, el postre
perfecto para mí consiste en una galleta con pedacitos de chocolate
ligeramente poco hecha y preparada según las instrucciones del envase de las
pepitas. Recuerdo ese pudin de chocolate que creaba una capa dura en la
superficie, y la versión instantánea, que no la hacía.

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En los cumpleaños no comíamos tarta de chocolate, aunque el cacao
desempeñaba un papel importante en las que encargábamos. El pastel siempre
era el mismo: tres capas de bizcocho con moca y mermelada de albaricoque
entre ellas. El estrato central era de mazapán, y el conjunto iba bañado en
chocolate amargo y decorado con rosas «de azúcar», no de crema de
mantequilla, porque mi madre está convencida de que la crema de
mantequilla se pone mala con el calor, y nuestros cumpleaños caen todos en
verano. Siempre encontrábamos pasteleros que nos hicieran esta tarta en
concreto, que sin esa cobertura oscura y no demasiado dulce habría sido
bastante sosa.
El mundo está lleno de chocolateros y la experiencia me ha enseñado a
encomendarme a tres recetas para agasajar a los que invito a cenar: tarta de
chocolate sin harina, pudin de chocolate al vapor y pudin de pan con
chocolate, que cuando burbujea llena toda la casa de lo que Mary McCarthy
describe en The Groves of Academe como «un suntuoso olor a quemado». El
olor a ese chocolate que bulle y se quema un poquito es uno de los mejores
del mundo. Es delicado, reconfortante, y sí, suntuoso. Una gotita de nada
perfuma una habitación entera.
En el libro de Elizabeth David French Provincial Cooking hay una receta
perfecta de tarta de chocolate sin harina. Para prepararla hace falta almendra
molida, azúcar glas, chocolate amargo, café muy fuerte, yemas y claras. Se
hornea en un molde desmontable y las claras de huevo ayudan a que suba un
poquito. Se asienta al enfriarse. La textura está a caballo entre el fudge más
fino y la mousse más densa. Es una tarta pura y suntuosa con un potente sabor
a chocolate cocido. Solo pide un poco de mermelada de frambuesas a modo
de glaseado, y nata montada. El helado se la carga.
El pudin de chocolate al vapor es una reminiscencia de tiempos más
hogareños y vale muchísimo la pena. La edición de 1964 de The Joy of
Cooking incluye una receta muy elaborada que requiere seis huevos y nueces,
lo que va en contra de mi idea de diversión. Sin embargo, la edición de 1943
(la que tiene una receta de galletas de gominolas que arranca así: «Perfectas
para mandar a los soldados porque no se revienen ni se desmigan») atesora la
receta buena de verdad: un pudin al baño maría sencillo, fácil y auténtico que
se prepara como sigue:

Pudin de chocolate al vapor a la manera tradicional

1. Derretir 60 g de chocolate sin azúcar. Dejar enfriar.


2. Tamizar 100 g de azúcar.

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3. Batir un huevo hasta que quede espumoso. Añadir el azúcar poco a
poco y seguir batiendo hasta conseguir una textura cremosa.
4. Añadir el chocolate derretido y a continuación una cucharada sopera
de mantequilla derretida y a temperatura ambiente.
5. Tamizar 150 g de harina. Volver a tamizar, añadiendo media
cucharadita de levadura. Agregar a la mezcla de huevo en tres partes,
alternando la tercera con 120 ml de leche, también en tres partes. Batir
hasta que quede todo bien integrado después de cada añadido.
6. Verter la mezcla en un molde para pudin engrasado. Tapar con papel
sulfurizado atado con una gomilla y cocer al vapor durante una hora.

Este pudin se desmolda que da gusto y recuerda a un sombrero cocinado. Está


riquísimo con compota de frambuesas o con nata montada. A algunos les
gusta en rebanadas con un poco de mermelada por encima. El pudin hecho al
vapor presenta una maravillosa consistencia satinada, entre el pudin y el
bizcocho, con lo mejor de los dos mundos.
En cuanto al pudin de pan con chocolate, pocas cosas hay más
reconfortantes en una pavorosa noche glacial. Cualquier recetario contiene
una receta de pudin de pan, y solo hay que añadir chocolate a la mezcla de
leche y huevo. El primero que comí estaba hecho con pan ligeramente
tostado, untado con mantequilla sin sal y puesto a reposar en una fuente. A
esto se añadía el huevo, la leche y el chocolate, y se dejaba embeber durante
una hora antes de meterlo al horno a 150 ºC durante cuarenta y cinco minutos.
Para mí, en lo que a chocolate se refiere, cuanto más simple y básico,
mejor. De ahí que alguna vez haya hecho merengues de chocolate —que solo
deben elaborarse cuando hace bueno— y barquillos de chocolate. De estos
últimos aprendí una valiosa lección.
Mi receta está sacada de The Settlement Cook Book, obra de «la señora de
Simon Kander», un ejemplar que heredé de mi madre; es de 1926, está que se
cae a pedazos, y en las guardas alguien anotó, en 1947, el número de teléfono
del servicio de reparto a domicilio de verduras de un tal Charlie.

Barquillos de chocolate

1. Derretir 60 g de chocolate.
2. Añadir 200 g de azúcar y 120 ml de mantequilla derretida.
3. Añadir las yemas de dos huevos a las claras ya montadas e incorporar
esta mezcla a la del chocolate.
4. Agregar 75 g de harina y media cucharadita de vainilla.

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5. Extender en una bandeja bien engrasada e introducir al horno a 175 ºC,
bajando progresivamente hasta 150 ºC.
6. La receta no especifica el tiempo de horneado, pero conviene calcular
entre diez y doce minutos. Cortar en cuadraditos antes de que se enfríe.

Los preparé para acompañar una macedonia una noche de primavera y me


sorprendió lo insípidos que eran. A nadie le parecieron para tirar cohetes, pero
como no soportaba la idea de tirarlos, los guardé en una lata y me olvidé
durante un par de días. Una tarde, a esa hora en que baja el azúcar y apetece
un té, me acordé de ellos. «Menos da una piedra», pensé, y le hinqué el diente
a uno. Para mi asombro, fue un bocado exquisito. Tenía un sabor a chocolate
potente y maravilloso y una consistencia dura y crujientita. Habían tardado un
par de días en dar lo mejor de sí, pero la espera mereció la pena. De modo que
añado un séptimo paso a la admirable receta de la señora de Simon Kander:

7. Una vez fríos, guardarlos en una lata y no consumir hasta que hayan
pasado como mínimo dos días.

Y, por supuesto, si me lees y estás a punto de invitar a cenar a un forofo


del chocolate, ya sabes para qué están las confiterías: para que, al término de
la cena, puedas ponerte cómoda y saborear el postre de chocolate que no has
preparado tú.

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El plato de siempre

Muchos de mis amigos más íntimos están hartos de mi pollo al horno, e


incluso cuando alego que conozco un millón de variantes de la receta me
replican —con razón— que las han probado todas, y más de una vez.
Pero cuando las cosas se tuercen, el ánimo está por los suelos y el cuerpo
pide combustible, «el plato de siempre» encarna un gran consuelo. Cuando la
persona que se encarga de poner la comida en la mesa está demasiado agotada
para pensar en qué guisar, vienen siempre al rescate los viejos recursos, esas
recetas que una es capaz de preparar en un estado de semiinconsciencia.
Por ejemplo, una frittata. Raro sería que, incluso un domingo por la
noche, no hubiera en una casa un poco de mantequilla o aceite de oliva y unos
huevos. La frittata es una tortilla italiana que se toma caliente o fría y admite
infinidad de ingredientes. La frittata de champiñones y calabacín es una
delicia, también la de pimiento rojo y cebolla; pero si no tienes pimientos o
champiñones la respuesta es frittata de patata, rica y práctica, porque ¿qué
cocina no cuenta con reservas de patata?
Para dos personas hacen falta una patata grande cortada en cuadraditos,
cuatro huevos y ajo picado. Las patatas se saltean en aceite o mantequilla con
el ajo, y cuando estén tiernas se añaden los huevos batidos y se deja hacer a
fuego suave. La frittata debe prepararse en una sartén toda de metal, sobre
todo si pretendes darle un golpe de grill (¿quizá con un toque de queso
rallado?) para que se dore por arriba. Gusta incluso a los niños, y con una
ensalada verde y un postre majo ya tienes una comida completa.
Durante más años de lo que estoy dispuesta a reconocer, el pollo al horno
en sus muchas variantes era mi plato socorrido para cualquier ocasión, y
siempre lo servía con el mismo acompañamiento: espinacas a la crema con
jalapeños. No me cansaba de comerlas; son una exquisitez. A mis amigos
también les gustaban, y yo, feliz de difundir la palabra. Mis amistades las
preparaban a sus amistades, y así sucesivamente. Estoy convencida de que a
estas alturas medio hemisferio occidental habrá probado ya este plato tan
sabroso.
Estaba yo en un festival literario en Dallas, corría el mes de noviembre, y
a todos los participantes nos invitaron a una deliciosa cena en una casa
preciosa. La guarnición fueron unas espinacas a la crema con jalapeño tan
ricas que me entraron ganas de pedir más babeando como un perrillo. Con

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toda mi desvergüenza me levanté, me acerqué a la anfitriona y le pedí la
receta. Poco después, la encantadora señora me entregó un tarjetón verde
donde se leía de la cocina de Betty Josey y a continuación, la receta paso a
paso, que yo he modificado solo un poquito (porque cuesta encontrar queso
con jalapeño en el norte del país):

Espinacas a la crema con jalapeños


(para ocho personas)

1. Cocer dos paquetes de espinacas congeladas. Escurrir bien, reservando


250 ml del agua de cocción, y picarlas fino.
2. Derretir cuatro cucharadas soperas de mantequilla en una cacerola y
agregar dos cucharadas de harina. Ligar y dejar que se haga un poco,
sin que llegue a dorarse.
3. Añadir dos cucharadas de cebolla y un diente de ajo, todo picado.
4. Incorporar despacio el agua de las espinacas y a continuación agregar
120 ml de leche evaporada, pimienta negra recién molida, una
cucharadita rasa de sal de apio y 175 g de queso de vaca (Monterey
Jack, preferiblemente) cortado en daditos. Añadir un jalapeño picado,
o más (la cantidad va al gusto de cada cual, lo mismo que el tipo de
jalapeño; yo uso los encurtidos), y luego las espinacas. Rehogar hasta
que esté todo bien ligado.
5. Pasar a una fuente engrasada, espolvorear con pan rallado mezclado
con mantequilla y hornear unos cuarenta y cinco minutos a 150 ºC.

Al cabo de aproximadamente quinientas fuentes de espinacas a la crema con


jalapeños me dije que tal vez hubiera llegado la hora de explorar nuevos
horizontes para mis guarniciones. Durante un tiempo me cegó la polenta con
queso, pero al final sucumbí al orzo.
El orzo es una pasta con forma de grano de arroz que se encuentra a veces
en el pasillo de la pasta del supermercado y siempre en las tiendas de
productos griegos o italianos. Yo no soy muy de hacer arroz, y mira que lo he
intentado. He probado a dorarlo primero, he puesto un paño entre la cacerola
y la tapa, lo he hecho al vapor en el horno… nunca me sale bien. El orzo, en
cambio, nunca falla.
El orzo con mantequilla y queso rallado está buenísimo. Con un poco de
ricotta, perejil y cebolleta picada, mantequilla y queso, aún mejor. El orzo con
brócoli y grelos es una cosa gloriosa, y además se hace en un abrir y cerrar de
ojos. Mientras cuece la pasta, hacer el brócoli y los grelos al vapor —las

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cantidades dependerán del número de comensales— hasta que estén tiernos.
Trocear y reservar.
Escurrir el orzo y añadirle un trozo de mantequilla. Remover, añadir el
brócoli y los grelos, pimienta negra, queso rallado, y listo. Un
acompañamiento a la altura del dirigente de un país cuya política admiras.
Obviamente, funcionó de maravilla en varios centenares de cenas, pero las
personas, a diferencia de otros mamíferos, tienden a aburrirse. Cuando
empecé a registrar tímidas protestas (sobre todo porque servía el orzo con
pollo al horno), comprendí que había llegado la hora de ampliar el repertorio.
Durante un tiempo me dio por el rollo de carne picada, que es una cosa
que me encanta; hasta los que llevan horas arrumbados en una mesa de vapor
me resultan sabrosos. Me gustan especialmente los bocadillos de esta carne,
aunque, lógica aplastante, para hacerte un bocadillo de rollo de carne picada
primero hay que preparar el rollo de carne picada…
Este plato admite desde las variantes más sublimes (el de Marcella Hazan,
por ejemplo, que lleva boletus y vino blanco) hasta la más pedestre: carne,
huevo, especias y pan rallado. El rollo de carne picada no suele ser un plato
festivo, pero un día decidí que prepararía uno con un dibujo para que se
pareciera a la espléndida torta rustica que había visto en un caro restaurante
italiano.
Dispuse la mitad de la carne ya aderezada en el molde. Luego, añadí una
capa de espinaca y cebolleta picada muy fina. Por encima puse tres huevos
duros, descascarados y envueltos en pimiento morrón. Por último, incorporé
el resto de la carne y al horno. Cuando estuvo listo, lo dejé enfriar y lo tuve
una hora en la nevera para que se asentara.
Las tajadas resultantes recordaban a un atardecer sobre el Mediterráneo y
fueron acogidas con admiración; aunque en el fondo no dejaba de ser el rollo
de carne picada de siempre, y todo el mundo lo sabía.
Una de mis recetas de recurso más populares consiste en algo que yo
llamo buñuelos de verdura. No son buñuelos propiamente dichos, pero
verdura sí que llevan. En realidad son unas croquetillas de patata con verdura
troceada.
La base para estos buñuelos de verdura es un puré de patata al que se le
añade un huevo batido. Me gusta ponerle también pimienta y ajo picado. A
esto se le suman las coles de Bruselas que sobraron de otra comida, muy
troceadas, una zanahoria cortada en daditos pequeños, unos brotes de soja,
que aportan un toque crujiente, cebolleta, cebolla… lo que haya por ahí. Se
les da forma, se pasan por pan rallado fino y se fríen en mantequilla, aceite de

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oliva o de sésamo ligero. Se sirven acompañados de salsa de tomate casera,
pico de gallo o kétchup mondo y lirondo. Triunfan entre los más pequeños,
que los usan como vehículo para el kétchup, pero también entre los mayores.
Y, sobre todo, sacian y son fáciles, sabrosos y saludables.
Hace dos inviernos, cuando se nos estropeó la caldera durante una ola de
frío polar en pleno enero, hice un hallazgo que se incorporó de inmediato a la
categoría de recetas socorridas. Para tener el horno encendido y que
mantuviera la cocina caldeada toda la noche, decidí hacer alubias en tomate.
Para preparar esta receta me gusta usar alubias blancas pequeñas,
conocidas a veces como arrocinas y a veces como alubias blancas pequeñas.
Se cuecen con una cebolla y dos dientes de ajo, una hoja de laurel y un poco
de pimienta negra hasta que estén blandas y el hollejo se desprenda al soplar.
Como la cazuela que uso para las alubias no tiene tapa, me di cuenta de
que tendría que improvisar una; pero primero aderecé las legumbres.
A mucha gente le gusta añadir un trozo de panceta ahumada, pero a
mucha otra gente, no. Me abstuve de ponerle carne y preparé una salsa con
tomate concentrado, salsa de tomate, miel de caña, salsa Perrins y mostaza de
Dijon. Las cantidades deben ajustarse según los gustos de cada cual. Hay
quien prefiere que las alubias tengan un regusto dulce, o todo lo contrario,
más bien salado. Las proporciones dependen totalmente de la cocinera, y la
cantidad, de cuántas alubias haya.
Luego apañé una masa con harina y agua, la trabajé y la estiré hasta que
dio para cubrir por completo la cacerola. Sellé los bordes y metí la cacerola al
horno a 120 ºC; a continuación rellené las bolsas de agua caliente, puse más
troncos en la chimenea y comprobé los calefactores.
A la mañana siguiente saqué la cazuela y la preciosa tapadera de color
marrón oscuro salió de una pieza, para deleite de mi hija de dos años. El
horno había mantenido la cocina caldeada pero no olía nada a guiso porque la
tapa era totalmente hermética. Las alubias estaban sabrosísimas y tenían una
textura extraordinaria, firmes pero tiernas. Se habían cocido al vapor muy
poco a poco, sin hacerse papilla.
Cuando repararon la avería, me decidí a preparar un auténtico pan moreno
de Boston. Desde entonces lo he hecho tantas veces que sería capaz de
prepararlo bajo anestesia general. Si te lanzas, comprenderás por qué tantas
generaciones de bostonianos convirtieron esta combinación perfecta en una de
las bases de su alimentación. Yo lo preparo en un molde de pudin decorativo,
pero se puede usar también una budinera o un cuenco de pírex.

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El auténtico pan moreno de Boston

1. Mezclar 120 g de harina de maíz molida a la piedra —blanca o


amarilla— con 120 g de harina de centeno y 120 g de harina de trigo
integral con una cucharadita rasa de bicarbonato y una de sal.
2. En otro recipiente, combinar 480 ml de crema de leche (o leche
mezclada con yogur), 180 ml de miel de caña y unos 200 g de pasas.
3. Añadir los ingredientes líquidos a los secos y pasar la mezcla
resultante a un molde de 1,5 l generosamente engrasado con
mantequilla. Llenarlo más o menos hasta tres cuartas partes de su
capacidad (porque crecerá).
4. Tapar con papel sulfurizado plegado (para que se abra cuando suba el
pan) y fijado con una goma.
5. Introducir el molde en una cacerola con agua caliente que cubra tres
cuartas partes del molde. Llevar a ebullición y bajar el fuego para que
el hervor sea muy suave. Tapar y dejar que se haga al vapor durante
tres horas y media, comprobando de vez en cuando que no baje mucho
el nivel del agua.

Una vez desmoldado, es una preciosidad que se puede servir a cualquiera y


puede comerse con mantequilla y mermelada, o con queso crema, o a pelo. Es
un buen combustible para el invierno, y cuando el personal se harte ya será
primavera. A finales del otoño, te lo volverán a pedir.
Y justo cuando estés a punto de lanzarte a hacer, no sé, carbonade à la
flamande (ternera guisada en cerveza, plato válido para setenta cenas como
mínimo), alguien te dirá: «Oye, ¿por qué dejaste de hacer ese pollo al horno
tan rico?».
Voilà. «El plato de siempre» jamás pasa de moda.

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Pimientos rojos

Un pimiento rojo crudo ya está rico a rabiar —tan crujiente, con ese toque
dulce…—, pero asado o frito en aceite de oliva gana en profundidad. Se
suaviza y a la vez se intensifica, y adquiere un delicado regusto ahumado. Mi
adicción al pimentón —que no es más que pimiento rojo molido— es de toda
la vida; no me imagino la cocina sin él.
Soy de la opinión de que, si hacemos caso a nuestros antojos (no, no hablo
de tu ansia constante por los brownies), estos nos revelarán qué necesitamos.
Si el cuerpo te pide plátanos, puede que estés falta de potasio. Yo misma
experimenté en una ocasión un antojo de pimientos colorados tan intenso que
me compré una bolsa tamaño familiar y me los fui zampando a bocados de
camino a casa. Los pimientos contienen grandes cantidades de vitamina A y
algo menos de vitamina C, así como fósforo y hierro, pero ¿qué más da eso en
el fondo? Como me dijo una vez una amiga médica: hacer algo por motivos
de salud es una soberana memez. Puede que mi cuerpo pidiera vitaminas a
voces, pero lo que mi alma quería eran pimientos rojos.
La temporada del pimiento rojo coincide con el otoño, que es cuando los
tenderetes de los mercados de productores rebosan de buen producto. Los
mejores son los tirando a alargados y de pulpa más fina (en oposición a los
más chatos y regordetes). Mi lema es cuanto más colorado, mejor, pero una
vez que maduran hay que prestarles mucha atención y usarlos pronto, de lo
contrario algunas partes se ponen blandas y feúchas hasta que acaban
echándose a perder.
Es precioso ver un montón de pimientos rojos juntos. Y más precioso aún
verlos cortados en tiras y listos para hacerse a fuego lentísimo en una cacerola
grande de aceite de oliva afrutado. Y, naturalmente, lo más extraordinario de
todo es un tarro de cristal grande lleno de pimientos fritos, aderezados con ajo
laminado, sal, pimienta, el zumo de medio limón y rociados con el mismo
aceite de oliva donde se han cocinado. Hay quien llama a esto «pimientos
rojos en conserva», pero para mí siempre será «pasta de pimiento colorado».
Este condimento exquisito puede usarse en una salsa para pasta, o servirse
con mozzarella, o añadirse a una ensalada de huevo duro con mayonesa o un
bocata, o untarse en pan italiano, a modo de aperitivo. Confieso que tengo
fama de pillar el tarro por banda, tenedor en ristre, y zamparme los pimientos
a pelo.

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En otoño abundan también los pimientos negros y amarillos, que, junto
con los verdes y los rojos, lucen divinos en un tarro para regalar a una amiga,
si es que eres capaz de tolerar la idea de desprenderte de ellos.
Cualquiera que haya comido alguna vez en un restaurante italiano sabe
que los pimientos rojos y las anchoas forman la pareja ideal, de ahí que esta
combinación aparezca en miles de cartas. A veces los rojos sustituyen a los
verdes en la receta de pimientos rellenos, o asoman en ensaladas. La mayoría
de la gente considera que con esa presencia basta, pero los adictos al pimiento
rojo nunca tienen suficiente.
Muy pocas cosas me chiflan más que unos pimientos rojos fritos en aceite
de oliva, pero suelo sentirme muy sola en mi fascinación. Con frecuencia, la
gente le pide algo más a un pimiento. Para ellos, he aquí la…

Ensalada de patata templada con pimientos rojos fritos

1. Cocer las patatas (la cantidad dependerá del número de comensales).


Las más indicadas para este plato son las rojas de tamaño medio.
Prever un pimiento por cada tres patatas.
2. Cortar los pimientos en tiras y freír a fuego suave en aceite de oliva,
junto con unos dientes de ajo cortados en diagonal. Añadir unas
vueltas de molinillo de pimienta negra.
3. Cortar las patatas en trozos bastos, en caliente; sumarles los pimientos,
el ajo y el aceite. Poner unas gotitas de zumo de limón, sal al gusto, y
servir templado.

Un plato de verdura al horno es un invento celestial, y siempre debe incluir


pimientos. Pimientos de todos los colores que tengas a tu alcance, unas
cebollas y unas patatas grandes y cerosas cortadas en redondeles; se asa todo
en una fuente de horno grande con un buen chorro de aceite de oliva y
pimienta. Pura delicia. Además, puede degustarse caliente, templado o frío, y
resulta perfecto en cualquier estación: con pollo asado frío en verano, con una
frittata en primavera, con un asado en invierno y con unas codornices en
otoño.
Pero siempre tiene que haber alguien a quien no le gusta el aceite de oliva;
para ellos, la respuesta son los pimientos asados. Son fáciles de preparar e
interesantes para los niños. Asa los pimientos directamente sobre la llama de
la hornilla, ayudándote de unas pinzas para darles la vuelta de vez en cuando.
La piel se ennegrecerá al calcinarse, lo cual es un espectáculo siempre
fascinante de observar. Cuando esté quemado por todas las caras, quítale la

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piel debajo de un chorro de agua fría. Este procedimiento asa el pimiento y le
confiere una textura sedosa, a la vez que desarrolla un sabor ahumado. Los
pimientos asados pueden consumirse tal cual, con sal y pimienta, o troceados
en un bocadillo, o convertidos en un untable sabrosísimo para el que solo se
necesita pimiento muy picado, la misma cantidad de queso cheddar viejo
rallado muy fino, una pizca de pimienta y mayonesa para ligar el conjunto.
Hace mucho tiempo me enamoré de un plato llamado «pimiento
calabacín», de la carta de un restaurante del Upper East Side de Manhattan, el
Divino. Como yo no soy vecina del Upper East Side y por lo tanto no podía ir
al Divino a diario, me vi obligada a tratar de reproducir la receta en mi
modesta cocina.

Pimiento calabacín

1. Asa los pimientos como acabo de explicar. Trocea y reserva.


2. Corta cuatro calabacines pequeños en rebanadas longitudinales —ni
muy gordas ni muy finas— y espolvorea con harina. Fríelas a fuego
suave en aceite de oliva. Tienen que hacerse por las dos caras; cuando
empiecen a ponerse un pelín crujientes es que ya están. Disponlas en
una fuente.
3. Pon el pimiento por encima de los calabacines. Cuela el aceite de freír
y rocía un poco por encima. Añade varios dientes de ajo fileteados,
pero retíralos antes de servir, y sal, pimienta y zumo de limón.

Es una de las mejores cosas que comerás en tu vida. Y, para colmo, un plato
sanísimo.

Hace unos años, en una cena, me sirvieron lomo de cerdo a la brasa con
hortalizas. Por muy rica que estuviera la carne, la verdura le ganó por
goleada.

Hinojo, apio, cebolla y pimiento rojo a la brasa

1. Usar la parte inferior del apio (el corazón); para esta receta no vale la
raíz, llamada también apionabo. Cortar en cuatro, longitudinalmente.
2. Quitarle al bulbo de hinojo las partes más feas y cortar también en
cuatro, a lo largo.
3. Cortar la cebolla en cuatro, a lo largo.
4. Cortar los pimientos en tiras anchas.

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5. Formar un nido con toda la verdura en un recipiente apto para horno
con tapadera. Añadir unos trocitos de mantequilla, el zumo de medio
limón y un poco de caldo de pollo (del que se puede prescindir para la
versión vegetariana).
6. Añadir sal y pimienta recién molida.
7. Hornear a temperatura media durante unos cuarenta minutos.

Está claro que he evolucionado mucho desde los tiempos en que engullía una
bolsa de pimientos por la calle, pero, teniendo en cuenta que todavía soy
capaz de comer una cantidad indecente de ellos directamente de la sartén,
quizá tampoco hayan cambiado tanto las cosas.

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Cenas con amigos

Es un hecho incontrovertible que la gente da cenas para sus amistades, como


también lo es que cuando recibes una invitación debes corresponder. A
menudo, los amigos contraatacan invitándote de nuevo, en cuyo caso no te
queda más remedio que extender otra invitación. Y así sucesivamente, cual
pelotas de pimpón, acabamos teniendo eso que se denomina vida social.
Naturalmente, la gran cena de unos es la reunión informal de otros en la
que cada cual aporta un plato. Esas fotos de revista satinada en la que
aparecen mujeres ataviadas con vestidos de ocho mil dólares encendiendo una
cantidad absurda de velas clavadas en una cantidad absurda de candelabros
georgianos de plata sobre una mesa para cuarenta comensales pueden resultar
bastante deprimentes cuando tú solo tienes un jersey cochambroso y un
lavavajillas viejo. En esas mismas fotos, un mayordomo de librea merodea en
segundo plano, insinuando un batallón de cocineras y doncellas. Para el
ciudadano de a pie, el lavavajillas cumple la función de los sirvientes. Por
supuesto, hay quien sí tiene un sirviente que retira los platos después de cada
pase y coloca a continuación otros limpios. En muchos hogares, sin embargo,
esta persona se llama marido.
En los viejos tiempos, las mujeres pergeñaban las cenas reuniéndose con
la cocinera para decidir el menú. La propia cocinera o su ayudante hacía las
compras. La doncella ponía la mesa. Lo único que tenía que hacer la
anfitriona era acicalarse y esbozar su mejor sonrisa; el esposo escanciaba el
vino. Luego, mientras ellos fumaban puros en una sala y ellas chismorreaban
en otra, la mesa se quitaba y los cacharros se lavaban y guardaban como por
arte de magia.
Hoy en día casi todo el mundo tiene un trabajo y la anfitriona suele
dedicar varios días a debatir con la cocinera —una réplica de la propia
anfitriona—, sobre todo hacia las dos de la mañana, en pleno desvelo
nocturno. La ayudante de la cocinera, otra gemela de la anfitriona, se encarga
de hacer las compras de camino al trabajo o a casa, y el mayordomo, un doble
del marido, se ocupa del vino y las flores. La cocinera y el mayordomo
vuelven corriendo a casa, ponen la mesa, empiezan a cocinar, y justo cuando
se desploman agotados en una silla con una copa de vino en la mano… llegan
los invitados.

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Hay gente a la que le gusta agasajar a muchos amigos juntos, con lo que
se devuelven varias invitaciones de una sola vez. A otros les gusta ejercer la
alcahuetería. Conozco una pareja que lleva una especie de cuaderno de
bitácora de sus cenas: quién asistió, qué parejas se formaron y qué platos se
sirvieron. Yo opino que tener a ocho personas en casa para cenar sin ayuda
genera demasiado estrés a los anfitriones. Seis generan menos platos y menos
jaleo.
Pero ¿qué ofrecerles de comer? La noción de cena se parece bastante a la
de novela. La gente que nunca ha escrito una dice: «¡Uf, pero es que son muy
largas, y tienen muchos capítulos!». Lo mismo piensan muchos de las cenas:
«¡Son larguísimas y tienen muchos platos!». Del mismo modo que las novelas
se escriben capítulo a capítulo, las cenas en casa se arman plato a plato. Y así
como las novelas no siempre se escriben de manera lineal (aunque el
resultado sí lo sea), es más fácil ir concibiendo una cena casera plato por
plato, pero no consecutivamente.
Lo más sencillo de resolver es la ensalada. La ensalada, como plato per
se, no exige prácticamente nada. Con un manojo de berros y un poco de
cebolleta ya la tenemos, aderezada con aceite de oliva, sal, pimienta y vinagre
o zumo de limón. El aliño se puede preparar de antemano —requiere cinco
segundos—, o que cada cual arregle su ensalada directamente en la mesa —
otros cinco segundos—. Con la ensalada suelen servirse el pan y el queso, dos
elementos que se compran ya hechos. Lo único que este pase requiere por
parte de la cocinera es algo de dinero y una excursión a una quesería
simpática.
También puede adquirirse el postre si estás agotada y/o la elaboración de
dulces no es lo tuyo. Para algunos, por el contrario, el postre es la parte más
divertida, tanto de hacer como de comer. Hay millones de opciones que
permiten un preparado con antelación.
Con esto ya tendríamos ventilados dos pases, y quedarían por resolver el
plato principal, el primero y los entrantes.
Yo, que tengo hambre a todas horas, prefiero saltarme los entrantes. Si me
los dan, me los zampo sin moderación, y cuando toca sentarse a cenar ya
estoy llena. Algo que por supuesto no me impide rebañar los platos, y luego
me cabreo conmigo misma por comer de más.
Los entrantes se inventaron para acompañar la copa del aperitivo, que
debe tomarse un buen rato antes de la cena. Lo cierto es que no es raro que
una cena se articule en torno a este concepto. Pero a esa gente que se dedica a
charlar y beber antes de ponerse a cenar hay que darle algo de picar… Con

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unos frutos secos, unas aceitunas o unos palitos de queso ya cubrimos el
expediente. Si no tienes nada de esto, unas rebanadas de pan francés cortadas
en redondeles, pinceladas con aceite, espolvoreadas con parmesano y pasadas
por el horno constituyen una solución rápida y rica.
Ciertos fanáticos consideran que dar una cena sin un primero es de
bárbaros. Otros, más moderados, prefieren pasar a la acción y no perder el
tiempo con extravagancias servidas en platitos diminutos. Otros,
generalmente las anfitrionas, opinan que están demasiado cansadas para
pensar en un entrante y un principal y se arrepienten de no haber anulado la
cena.
El primer plato también puede comprarse ya preparado; salmón ahumado,
por ejemplo, o pepino en rodajas con un aliño picante son dos opciones
sencillísimas y también baratas. Hay quien sirve verdura como entrante:
espárragos escaldados, berenjenas a la parrilla. En verano, una ensalada de
tomate con aceite de oliva y albahaca te da un primero perfecto y sin
complicaciones, aunque quizá se quede corto para los ambiciosos que gustan
de elaborar suflés de espinaca y cremas de verdura. La batidora es una
ayudante excepcional para los primeros: combinando yogur, caldo de pollo,
pepino pelado, un poco de bulgur y zumo de limón obtendrás una sopa en
menos de diez segundos.
Lo que nos deja una única preocupación: el plato fuerte. Antiguamente
sucedía todo lo contrario. Todo el mundo sabía qué hacer como principal:
pierna de cordero. Era lo demás lo que complicaba el ágape. La pierna de
cordero, niña bonita de tantas anfitrionas de generaciones pasadas, es uno de
los platos más fáciles de convertir en incomible. Cuántas veces no se habrá
servido a los invitados unas tajadas correosas de cartón grisáceo, o trémulos
jirones de moqueta roja con la consistencia de un calcetín mojado. El cordero
ha de quedar rosa. El cordero poco hecho, tan popular en la actualidad, es una
soberana asquerosidad que debería estar prohibida. En cualquier caso, es
complicado hacer bien una pierna de cordero, y alivia constatar que se ha
quedado anticuada. También ha pasado de moda, como los perros bóxer y las
faldas con vuelo, el rosbif; hay mucha gente capaz de zamparse una tarta de
fresas con nata y que sin embargo pone reparos a consumir carne roja y grasa;
también hay quien no cree que pueda permitirse comprar unos chuletones sin
renunciar a —por ejemplo— las clases particulares o la tintorería.
Anfitrionas y anfitriones en potencia pueden aprender mucho de la
experiencia de ser comensal en casa ajena. Desde la posición de víctima
invitada aprendí lo desatinado que es servir un plato exótico en una cena con

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amigos, sobre todo si es la primera vez que lo preparas. Recuerdo con nitidez
y pavor una cena con una fase de aperitivo eterna. Cuando ya habíamos
devorado hasta la última miguita de queso, las aceitunas y los palitos de apio
—y seguíamos famélicos— nos llamaron a la mesa. Una vez tomamos
asiento, apareció la anfitriona con una calabaza grande entre las manos. Nos
quedamos atónitos.
—¿Qué es eso?, —preguntó un invitado bastante mendrugo.
—¡Una especialidad argentina!, —explicó nuestra amiga, más feliz que
una perdiz.
Al oír aquello, me subió por la espalda un escalofrío de mal agüero.
De las entrañas de la calabaza salió una extraña sustancia, que no era ni
sopa ni estofado, a base de carne recocida y berenjenas medio crudas. No
entendía cómo era posible aquella combinación hasta que descubrí que cada
ingrediente se había cocinado por separado. Allí nos quedamos, sentados en
una mesa enorme y bebiendo vino carísimo a discreción; más tarde, me metí a
husmear en la cocina inmensa y lujosa de la que había salido aquel plato tan
inusitadamente infecto.
Recuerdo también una cena para seis en un piso recalentado que más
parecía una caja de zapatos, con una única ventana situada justo encima de un
conducto de ventilación. Era la primera vivienda neoyorquina de una joven
inglesa que era un hacha organizando cenas, amén de una de las mejores
cocineras que yo haya conocido. Como no estaba dispuesta a permitir que su
diminuta y lamentable cocina le aguara la fiesta, nos sirvió una sopa de
chirivía al curri, lomo de cerdo asado, una ensalada exquisita y pudin de pan y
chocolate de postre. Nos dejó a todos agradecidísimos y deseosos de
languidecer en un butacón mientras saboreábamos el café; lástima que en
aquel apartamento solo hubiera una silla aparte de las plegables que había
pedido prestadas para colocar en torno a la mesa improvisada.
Poco después, mi amiga se mudó a un piso un pelín más grande, con dos
ventanas, donde se sirvieron muchas cenas de cinco pases para quince
personas.
Sin embargo, mi amiga es un caso excepcional, una cocinera maravillosa
a la que lo que más le gusta en el mundo es recibir invitados. El común de los
mortales somos o más perezosos o no tan buenos en la cocina, y a menudo,
también, menos sociables. Para nosotros, lo más sensato es contar con un
menú infalible que deje satisfechos a nuestros amigos sin abocarnos a un
ataque de histeria.

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Durante muchos años hice que mis amistades estrecharan lazos con uno
de estos dos menús: chili, ensalada de patata, y de postre, galletas de
mantequilla y helado; o pollo al horno con mostaza, ensalada de patata,
espinacas a la crema con jalapeños, y de postre, galletas de mantequilla y
helado.
Hasta el libro más básico contiene una receta de galletas de mantequilla
(mantequilla, azúcar, harina), y sin embargo casi nadie las hace ya. Lo del
helado es una cosa sublime, el auténtico postre sin complicaciones.
El pollo se trocea y adereza con mostaza, ajo rallado, un poco de tomillo,
pimienta negra y una pizquita de canela. Se pasa por pan rallado fino con un
poco de pimentón, se le ponen unos pegotitos de mantequilla, y al horno a
180 ºC durante un par de horas. Se sirve caliente o a temperatura ambiente;
jamás defrauda.
La ensalada de patata lleva patata, cebolleta, pimienta negra y mayonesa
rebajada con zumo de limón.
Cuando hayas preparado el mismo menú seis o siete veces serás capaz de
reproducirlo hasta dormida, pero tus seres queridos se habrán hartado de él.
Tendrás entonces que buscarte otros amigos que no conozcan las espinacas a
la crema con jalapeños, o bien dar con algo nuevo que ofrecer a las amistades
de siempre. En cualquier caso, estarás contribuyendo a mantener en
movimiento la rueda de la sociedad, con elegancia y naturalidad, sin que
nadie sospeche jamás lo misántropa que eres realmente.

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Cómo eludir las barbacoas

Al contrario que muchísimos ciudadanos de estos Estados Unidos de América


nuestros, no acostumbro a hacer barbacoas. En mi jardín no hay rastro de
armatostes tipo Hibachi ni nada que se le parezca. Cuando me mudé a este
piso, me regalaron una barbacoa sofisticadísima que, si no me equivoco, debe
de seguir arrumbada en el sótano, acumulando polvo y moho.
Las barbacoas son como tomar el sol: todo el mundo sabe que es
perjudicial para la salud pero nadie se priva. Como a mí no me gusta el sabor
a líquido para encendedores, no tengo que preocuparme de que una chuleta a
la brasa equivalga a fumar setecientos cigarrillos.
Obviamente, esta aversión lleva aparejada que tampoco me guste comer al
aire libre. Ni a mí ni a nadie en sus cabales, pienso. Cuando el tiempo es lo
bastante bueno para comer fuera, lo es también para mosquitos, moscas,
moscardones, avispas y avispones. No me hace ninguna gracia masticar arena,
de ahí que pueda soportar un pícnic playero, pero nunca planearé uno con
ilusión.
Mi concepto de felicidad consiste en un porche con mosquiteras desde el
que poder admirar la puesta de sol o el amanecer. Comer a la sombra sin
freírme el cerebro y a salvo de criaturas voladoras, tormentas de arena y
chaparrones, pero gozando plenamente de una agradable brisa.
Un año, mi marido y yo alquilamos una casita a orillas de un lago, una
cabaña rústica en medio de un pinar y a un paseíto del agua, atestada de algas.
El alquiler de la casa incluía una canoa de guerra y un porche con mosquitera.
La consigna de los caseros parecía hacer sido: «¡Esto se ha roto! ¡Para la casa
del lago!».
La mesa del comedor presentaba una cojera preocupante y la vajilla, de
melamina, databa de la década de los cincuenta. La cocina se encendía con
uno de esos chismes que lanzan una chispa junto al fogón; me fascinaba.
Junto a las alacenas vivía un ejército de ratones que dejaban constancia de su
existencia en tazas y platos. Cualquier alimento que se quedara sin guardar
desaparecía; era, en verdad, un ecosistema de lo más organizado. Una noche
recibimos la visita de un perro que no paraba de aullar porque el murmullo de
los ratones lo enloquecía.
Sin embargo, comíamos siempre en el porche, y con mucho éxito. Amigos
con casas fabulosas venían a cenar en el cutrísimo porche de nuestra

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destartalada cabañita y ver la puesta de sol en el lago. Estábamos rodeados de
barbacoas; las olíamos, pero nunca llegamos ni a tocar una briqueta de
carbón.
Dicho esto, he de reconocer que me chifla la comida que se ha cocinado
directamente sobre una llama. En una cocina de toda la vida, este
procedimiento se denomina parrilla. Las cocinas inglesas cuentan con un
adminículo especial, la salamandra, con un fuego independiente bajo el cual
se puede asar una chuleta o dorar un gratén. No hay mejor manera de hacer el
pescado, un filete o unas chuletillas.
Yo llevo toda la vida evitando las barbacoas mediante el uso de la parrilla,
y nunca he tenido que preocuparme por comprar reservas de mezquite ni
madera de manzano, ni ramitas de tomillo.
Durante una breve etapa de mi vida me planteé usar la chimenea como
superficie culinaria. Años de ingerir gasolina en barbacoas ajenas me llevaron
a preguntarme si yo podría hacerlo mejor. Decidí asar filetes en una parrilla
en mi chimenea, y por una feliz coincidencia me regalaron también madera de
manzano y cerezo. El resultado se vio empañado por el nerviosismo, un
síndrome inseparable del ámbito de los fuegos de leña: esos cortes constantes
para comprobar si la carne está hecha. No percibí el más mínimo aroma a
manzana o cereza, a pesar de que me han dicho más de una vez que no sabes
lo que te estás perdiendo hasta que no pruebas el pez espada asado en
mezquite. Puede que sea cierto pero, como dicen que dijo Abraham Lincoln:
«Para la gente a la que le gustan esas cosas, esas son las cosas que les
gustan».
Entonces, ¿qué hacer en una fresca noche de verano? El cielo rosado. El
aire fragante. Es la hora de cenar y estás rodeada de personas hambrientas que
han pasado todo el día nadando o haciendo jardinería, o bien acaban de
apearse de un coche, un tren o un autocar y se encuentran en medio del
campo, oyendo el canto del zorzalito colirrufo.
Hay gente encendiendo barbacoas en todo el país. El fenómeno arranca en
primavera, con la primera noche apacible. Da la casualidad de que vivo
enfrente de un seminario teológico que recibe alumnos de todo el territorio, y
gracias a eso me entero de que ha llegado la primavera. No porque vea al
primer petirrojo, sino por la primera barbacoa en el césped del seminario. Esa
primera bocanada de líquido combustible y humo es mi heraldo, que en cierta
ocasión dio pie a que una amiga me preguntara: «Pero ¿qué les pasa a los
episcopalianos? ¿Tú crees que lo de hacer barbacoas es una cosa genética?».

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No creo que los americanos lo llevemos en los genes, pero sí es un rasgo
cultural muy arraigado, una reminiscencia de los tiempos de los pioneros, de
los indios, del lejano Oeste. Yo he logrado esquivar la tendencia a golpe de
bocadillos de Lebanon bologna y pollo con mostaza.
El embutido conocido como Lebanon bologna no procede de Oriente
Medio sino de Lebanon, en el condado de Lancaster, provincia de
Pensilvania. Se trata de una especie de salami picante y ligeramente ácido con
la textura flácida de la mortadela. Nunca me he atrevido a informarme de su
composición, pero está claro que muy saludable no puede ser. Se consume
entre dos panes de harina integral untados con queso crema mezclado con
cebollino, tomillo, estragón, o cualquier otra hierba aromática que tengas en
el jardín. El queso hay que extenderlo generosamente, pero del embutido solo
debe ponerse una loncha —o dos, si son muy finas—. Preparas una pila
gigantesca de bocadillos, los cortas por la mitad y los sirves con ensalada de
patata, de col o una gran ensalada verde. En verano, una fuente de tomate
picado constituye una ensalada con todas las letras; no necesita añadidos.
Si te parece que es tu deber ofrecer algo más «como de barbacoa», las
chuletas de cerdo siempre son un acierto, sobre todo si previamente las dejas
marinando un par de días.
Hay quien gusta de preparar una salsa barbacoa con base de tomate; no
seré yo. Además, las mencionadas chuletas se preparan al horno, no en
barbacoa. Considero que les pega más algo que probablemente sea una
variante de la salsa teriyaki.
Para un costillar se necesitan 200 ml de aceite de oliva, 100 ml de salsa
tamari, unas cuatro cucharadas soperas de miel, el zumo de un limón,
pimienta negra recién molida y mucho —mucho— ajo pelado y cortado por la
mitad. Dejar la carne reposar en este adobo el mayor tiempo posible; una
noche en la nevera es lo mínimo, pero lo suyo son dos días. Luego, poner las
costillas en una bandeja para horno (puedes cortarlas en chuletillas o dejar la
pieza entera y cortar antes de servir) y asar a baja temperatura, unos 150 ºC,
durante tres o cuatro horas, bañando la carne en su propia grasa de vez en
cuando. El resultado, como dice un amigo mío, no tiene nombre. La carne
queda crujiente y tierna a la vez, es salada, es dulce, untuosa pero no
grasienta, y con un sabor a ajo exquisito. Las roes y luego dejas los huesos en
el plato.
Viene muy bien tener unos lavafrutas para enjuagarse los dedos, si quieres
quedar como una persona elegante; otra alternativa son esas toallitas calientes

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que te ponen en los restaurantes japoneses. El papel de cocina humedecido de
toda la vida también sirve.
Las chuletas pueden prepararse por la mañana y degustarse en la cena. No
deben servirse frías (aunque algunos consideramos que desayunar una
costillita es gloria celestial), pero a temperatura ambiente están fantásticas, y
pueden guardarse en un horno templado sin consecuencias indeseables.
Y cuando el cielo se encapote de nubes cada vez más negras y un olor a
carbón empiece a flotar en el ambiente, no tendrás más que tomar asiento
frente a tu cena ya preparada en un lugar seguro, con la satisfacción de no
haber tenido que encender ni una cerilla ni ponerte las manos hechas un asco
por culpa de las repugnantes y sucísimas briquetas. Es más, nunca en tu vida
tendrás que limpiar una parrilla, que es una de las tareas más aborrecibles e
ingratas que hay en una cocina.
No. Tú estarás en un espacio interior y a la vez exterior. La cena estará
lista y podrás concentrarte en comer, que es lo único que a una le apetece al
término de un largo día de verano.

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Comida de parvulario

Hace ya mucho tiempo que me di cuenta de que cuando estamos cansados y


hambrientos —o sea, prácticamente a todas horas en la edad adulta— no nos
apetece enfrentarnos a una comida que suponga un desafío intelectual. Lo que
buscamos es consuelo.
Cuando la vida se pone cuesta arriba y el día ha sido largo, la cena ideal
no se compone de cuatro pases impecables, cada uno sobre un precioso lecho
de salsa cuyos deleitosos sabores encarnan algo nuevo e insólito, sino más
bien de un plato reconfortante y sabroso, fácil de digerir; algo que nos haga
sentir protegidos, aunque solo sea durante un par de minutos. Una comida de
cinco estrellas es lo que apetece cuando el animal humano está descansado y
tiene la cartera llena, pero poco ayuda al alma lacerada que se sentiría mucho
mejor con un cuenco grande de sopa casera.
Hace mucho tiempo, en pleno proceso de duelo por mi padre, mi mejor
amiga me acompañó a casa, me sentó en una silla, me puso en el regazo un
número de Vogue y me ordenó que no me moviera de allí hasta que ella me
avisara. Yo obedecí como una niña buena mientras ella trasteaba en la cocina.
Cuando me senté a la mesa, descubrí que aquel ángel caído del cielo había
preparado un pastel de carne. Se me empañaron los ojos de gratitud. No era
consciente de que aquel pastel de carne era justo lo que me pedía el cuerpo.
Naturalmente, la moraleja no es que haya que servir sistemáticamente a
las amigas consomé con estrellitas o caldo concentrado (aunque yo estaría
encantada de que me sirvieran ambas cosas). Pero está claro que hay platos,
como el pastel de carne y la sopa de pollo, que son una especie de terapia
comestible. Al término de una buena cena de parvulario, quieres que tus
invitados esbocen una sonrisa de pura felicidad y te digan con satisfacción
infantil: «Llevaba años sin comer esto».
Me las he apañado para estirar como un chicle el concepto «comida de
parvulario», de suerte que bajo esta dúctil denominación cabe una amplia
variedad de platos: pollo frito, estofado de cordero, macarrones con queso,
albóndigas, alubias en tomate, potaje de lentejas, chili, patatas asadas rellenas,
lasaña… Cualquiera de ellos se remata con una ensalada adulta —puesto que
la ensalada de parvulario no existe—. De postre, mousse de limón, galletas de
mantequilla, natillas, pudin de pan, crumble de manzana, pudin de chocolate
al vapor o bizcocho de jengibre.

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Nada de lo anteriormente mencionado figura en las cartas de los
restaurantes, salvo que tengas suerte y des con uno de los pocos salones de té
que aún quedan. Hoy por hoy ni siquiera se estila que te sirvan platos así en
cenas con amigos, a menos que ellos tengan niños pequeños y a ti no te dé
apuro robar comida del plato de un bebé. Estamos en la era de la cocina
competitiva, y por lo tanto, cuando te invitan a una cena es más que probable
que te pongan por delante medallones de salmón en salsa de acederas y
caviar, o langosta salteada en champán, ensaladas aliñadas con aceite de
nueces, e imponentes pasteles de aspecto profesional. Son platos fabulosos y
no tengo nada contra ellos, pero no son auténtica comida de casa.
La comida de parvulario se enriquece felizmente tomando préstamos de
otras tradiciones culinarias. El cordero con espinacas que aparece en las cartas
de los restaurantes indios como saag gosht es un plato de parvulario de
manual, por ejemplo. El perol menorquín —una capa de patata, una de
tomates, mucho ajo, pan rallado y aceite de oliva, al horno— es comida de
parvulario para la tercera edad. El cassoulet, sin embargo, no lo es.
Demasiados ingredientes raros, como confit de oca, o difíciles de digerir,
como esas salchichas tan especiadas.
Mucha gente cree que la clave de la comida de parvulario es que puede
machacarse con un tenedor y no requiere grandes esfuerzos de masticación.
Hay elementos de la comida de parvulario que deben ingerirse sin ayuda de
ningún utensilio: las mazorcas de maíz, las galletas, las zanahorias al vapor y
las chuletillas de cordero, por ejemplo. Y nunca jamás oirás a tus comensales
pronunciar esas palabras que ninguna anfitriona quisiera escuchar por nada
del mundo: «Interesante. ¿Qué es?».
En este incierto mundo nuestro, lo bueno de la comida de parvulario es
que siempre puedes contar con ella. Sabes de qué pie cojea. Con ella no te vas
a llevar una sorpresa desagradable. («No, vida mía, era atún crudo, no ternera
marinada al estilo indonesio»). Nunca te dejará intrigado ni te deslumbrará.
La comida de parvulario sacia, levanta los corazones y dan ganas de tomarlo
en uno de esos platos esmaltados para bebés divididos en tres secciones, con
un perrito y un gatito dibujados.
Y aunque yo jamás rechazaría un menú de cinco estrellas (ni de tres, ni de
cuatro) en un local finolis, si hace frío y he tenido un día para olvidar, no
dudaría en dar marcha atrás si me propusieran como alternativa unos buñuelos
de verdura caseros mojados en kétchup, una tostada de queso gratinado o unas
buenas espinacas a la crema.

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El caldo concentrado de carne es la comida de parvulario por antonomasia;
llevo sin tomarlo desde que era pequeña, y aunque no me costaría nada
prepararme una taza, todavía no me he atrevido. Me da miedo sentirme
embargada por mi propia niñez con el primer sorbo, o que me atenace la
necesidad de sentarme a escribir una novela compuesta por varios volúmenes.
No temo que no esté tan rico como lo recuerdo. Sí lo estará. Y, ahora que
tengo una hija, sé que tarde o temprano llegará el día en que le prepare una
tacita; sé, también, que no vacilaré en insistir para que la comparta con su
madre.
Se prepara como sigue, según la receta de mi madre:
Compra medio kilo de aguja de ternera sin una pizca de grasa y córtala en
dados pequeñitos. Pon la carne y los jugos que haya podido soltar en un baño
maría, tapa y deja cocer varias horas en un hervor mínimo. No añadas sal ni
pimienta, la carne soltará sus jugos solita. Al cabo de unas horas tendrás pura
esencia de ternera, digerible y nutritiva al cien por cien. Vierte el caldo en un
bol calentito, apretando la carne para que suelte todo el líquido que contiene.
La carne en sí, convertida en un amasijo de fibras, puedes dársela al perro.
Los más delicaditos toman el concentrado de carne con cuchara. En mi
familia, donde no nos distinguimos precisamente por ser remilgados con la
comida, nos lo bebíamos en un vaso. Especialmente indicado para adultos
exhaustos y niños pachuchos.
Una manifestación más enjundiosa y menos fácil de digerir de la comida
de parvulario son los huevos al horno, un clásico de mi infancia. El recipiente
idóneo para prepararlos es una fuente pequeña de pírex con tapa. Una de
barro también vale, solo que no te dejará ver cuándo está listo el contenido.
Hay que introducir la fuente en el horno previamente para que se caliente.
Cuando esté, se añade un trozo de mantequilla del tamaño de una nuez (como
dicen los recetarios antiguos). Cuando la mantequilla empiece a chisporrotear,
se cascan los huevos, nunca más de cuatro. Se espolvorean con pimienta
negra y parmesano, pero nada de sal —el queso ya aporta suficiente—. Se
tapa y se hornea a 160 ºC hasta que estén hechos. «Hechos» puede abarcar
desde mínimamente cuajados hasta que presenten la consistencia de una goma
de borrar (a muchos niños les gustan así), pasando por rosaditos alrededor de
las yemas. Sea como sea, los huevos al horno requieren cierta vigilancia.
El acompañamiento perfecto es un tomate aliñado o unos daditos de
remolacha en vinagre. Como cena de verano resulta imbatible, por fácil y por
rápida, y conviene tenerla presente cuando hay hambre y a nadie le apetece
complicarse la vida.

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En un mundo perfecto, los huevos al horno se sirven en un plato con el
abecedario dibujado en el borde y un payasito brincando por encima de la
letra equis. El acompañamiento ideal es una tostada de pan de molde untada
con mantequilla y cortada en cuadraditos del tamaño de un sello postal, con
un gran vaso de leche (quizá en un tarro de mermelada reciclado) o un tazón
de chocolate.

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Hoja amarga

Hace más o menos diez años, en una frutería coreana, me llamó la atención
una verdura desconocida para mí, con muchas hojas, un tallo grueso y unos
floretitos en la punta que recordaban al brócoli, algunos con unas flores
amarillas diminutas. Me dijeron que se llamaba brócoli amargo.
Volví a verlo en un mercado italiano. Esta vez lo denominaban broccoli di
rapa. En su siguiente encarnación se llamaba broccoli rabe, y más tarde lo
encontré en un catálogo como rapini.
Por fin me decidí a probarlo. Lo cocí al vapor, lo serví con mantequilla, y
a nadie le gustó. Sin embargo, algo me decía que la culpa era mía y no del
broccoli di rapa, conocido también como grelo.
Me la jugué de nuevo en un restaurante italiano donde lo habían cocido en
caldo de pollo con ajo hasta dejarlo muy tierno y lo servían con queso rallado
por encima. Desde entonces, soy una mujer nueva.
Compré otro manojo, le quité las partes mustias, lo sometí a una cocción
larga al vapor y luego lo salteé con aceite de oliva y ajo. La siguiente tanda la
saboreé en frío, aliñada con una vinagreta. Cuando me vi comiéndolo
directamente en la vaporera me di cuenta de que me había enganchado.
—No le pongas eso a un hombre —me dijo una amiga inglesa, cocinera
de altura—. A los hombres no les gusta la hoja amarga.
Se conoce que mi amiga debió de tener una mala experiencia con un tío y
una ensalada de endivias o achicoria… Y lo cierto es que a mi marido no le
volvieron loco los grelos.
Esta verdura —que no es de la familia del brócoli— hace su aparición en
los mercados en septiembre y empieza a desvanecerse en abril. No es tan
amarga como intensa, aunque un poquito amarga sí que es, lo que la convierte
en la guarnición perfecta para un plato picante o mantecoso. Naturalmente, es
fantástica para la salud siempre y cuando convenzas a tus comensales de que
la tomen.
El grelo es mi verdura de hoja amarga preferida, aunque también soy
aficionada a la achicoria, la endivia y la escarola, que sirvo de vez en cuando.
Después de un plato sabrosón, como chile con queso, berenjenas a la
parmesana o lasaña, no hay nada como una ensalada de achicoria. Con el pato
me decanto más por la de remolacha y endivias. En noches frías y lluviosas,
nada como una escarola salteada con aceite de oliva, ajito, pimienta y unas

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gotas de zumo de limón. Sin embargo, nada de esto se acerca siquiera a la
exquisitez de los grelos, que yo sería capaz de comer todos los días de la
semana, feliz y sin hartarme.
Dado que se trata, indudablemente, de un sabor para paladares adultos, lo
mejor es no dar grelos a los más pequeños de la casa. Un manojo bueno tiene
más floretes que hojas. Estas últimas no deben estar ni un pelín amarillas,
aunque si las puntas de algunos tallos tienen florecillas de ese color, no pasa
nada. Las hojas han de ser verde oscuro, y los tallos, del color jade intenso del
brócoli. En otoño se encuentran en los mercados de productores, tanto los
tallos más delicados y tiernos como los más crecidos, con floretes prietos que
remiten claramente al brócoli.
Lo que nos interesa son esos floretes, aunque las hojas hacen bonito y
saben fenomenal también. Cuanto más gruesos sean los tallos, más habrá que
pelarlos. El secreto es no quedarse corta con la cocción. El grelo poco hecho
es basto y gomoso. En cambio, hecho un poco de más queda tierno y sedoso.
No es fácil hacer semejante confesión en estos tiempos de obsesión por lo
saludable, pero a mí me gusta la verdura muy tierna; que las judías verdes
cedan sin oponer resistencia. De ahí que me pirre también la verdura estofada
que ponen en los restaurantes de Oriente Medio, esas judías verdes y ese ocra
que ha estado guisándose en una salsa durante horas.
Al grelo también le sienta bien el procedimiento del estofado, en caldo,
mantequilla y ajo. Se puede incorporar a una sopa o servirlo en frío con
aguacate y una vinagreta de jengibre, a modo de entrante. Enriquece que da
gusto una ensalada de espinacas con panceta. Con fideos de trigo sarraceno
constituyen un almuerzo copioso y nutritivo, y naturalmente la posibilidad de
servirlo como guarnición vegetal siempre está ahí. Su encarnación más
extraordinaria, no obstante, llega en un plato de tres componentes llamado
pollo a la pimienta con polenta y grelos, perfecto para una cena de finales de
otoño.

El pollo

1. Pide en tu carnicería que te troceen el pollo (o trocéalo tú misma)


separando muslo y contramuslo y dividiendo la pechuga en cuartos. La
idea es que todas las tajadas tengan el mismo tamaño.
2. Prepara un adobo en seco con: una cucharada de tomillo seco, media
cucharada de pimienta negra, una cucharadita de cayena desmenuzada,
dos cucharaditas de azúcar moreno y una pizca de clavo molido.
Espolvoréalo por encima del pollo y deja reposar una hora más o

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menos. Justo antes de meter la carne en el horno, agrégale pimentón,
ajo laminado y unos pegotitos de mantequilla.
3. Hornea el pollo según tu costumbre. No hay reglas para este paso. Hay
quien prefiere que la carne se desprenda sola del hueso (yo, sin ir más
lejos), y hay quien considera una aberración esa cocción y prefiere el
pollo en su punto. Sea como sea, la piel debe quedar crujiente.

La polenta

1. Prepara la polenta según tu método habitual. A mí me resulta muy útil


removerla con unas varillas. Añade un pedazo hermoso de mantequilla
durante el proceso.

Los grelos

1. Mientras remueves, haz al vapor un manojo grande de grelos (entre


medio kilo y tres cuartos de kilo) a los que previamente les habrás
quitado los tallos más leñosos y las hojas más feas.

Pollo a la pimienta con polenta y grelos

1. Vierte la polenta en una fuente grande. Dispón las piezas de pollo


alrededor y a continuación vuelca encima de la polenta todos los jugos
de la cocción, que incluyen la grasa del pollo y la mantequilla.
Recordemos que es un plato festivo, para ocasiones especiales. Si han
quedado pocos jugos de cocción, añade aceite de oliva, mantequilla o
las dos cosas, y un poco de zumo de limón.
2. Sirve los grelos encima de la polenta o apáñalos a un lado de la
bandeja haciendo bonito. A mí me gusta cómo queda por encima. ¡Y al
ataque!

Es un plato increíblemente deleitoso que saca la mejor cara de la verdura de


hoja amarga; esta potencia el sabor de todo lo demás a la vez que aporta su
intenso contraste.
Por lo demás, es una receta muy popular entre la población masculina,
aunque no esperes que terminen la comida con una ensalada de endivias…

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Sopas

No hay nada como una sopa. Es un manjar original por naturaleza; no existen
dos iguales, salvo, claro está, que consumas sopas industriales.
Las sopas admiten una variedad casi infinita, desde esas cremas
aterciopeladas que lanzan destellos en la cuchara a las bisques de marisco
especiadas y con manchas diminutas de langosta; desde calditos donde flotan
tortellini hasta consomés servidos en tazas de té en días gélidos, o, como en el
caso de mi tía abuela Julia Rice, sumergiendo el cacillo en una ponchera de
plata y vertiéndolo en sus vasos a juego para los conductores del antiguo
tranvía de la Quinta Avenida en plena ventisca.
Hay sopas frías y sopas que parecen más bien estofados, pero cuando
aludo a una sopa me refiero a algo que se consume acompañado de pan
untado en mantequilla y recibe la denominación de «comida completa», con
su carne y sus legumbres, un plato de cuchara denso, cálido y reconfortante,
amén de una buena forma de dar salida a las sobras.
La mejor sopa de mi vida estaba hecha con el faisán que a una amiga le
sobró en Navidad, unos restos de patatas Anna, guisantes, col y caldo. Hace
poco compré un faisán en mi mercado de productores, que asé y serví a mi
familia con el único objetivo de poder reproducir semejante prodigio; por
desgracia, aquella sopa, como tantas otras armadas a partir de excedentes, es
una especie de acorde perdido que nunca nadie rescatará.
La sopa es la comida de la infancia; recuerdo haberme criado tomando la
sopa de verduras vegetariana de la marca Campbell, que entre los
tradicionales maíz, guisantes y judías verdes contenía —supongo que aún
contiene— ocra y lentejas.
Cuando nos poníamos pachuchas, mi madre preparaba lo que ella llamaba
«sopa de pollo» pero en realidad eran pechugas de pollo escalfadas en una
olla con zanahoria, cebolla, cáscara de limón, unos granos de pimienta y agua
mineral. Dos horas escalfando a fuego mínimo, y listo. Se sirve a
convalecientes de toda condición en un plato hondo, con pan de molde
tostado cortado en triangulitos y refresco de jengibre desbravado.
Hasta la adolescencia permanecí ajena a la sopa de lentejas, que desde
entonces se ha convertido en una compañera de vida. Ha habido épocas en las
que me he alimentado exclusivamente de lentejas, preparadas con huesos de
ternera, sin huesos, con espinacas, con tomate, con patata, con restos de pollo

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asado y hasta de filetes. Tras elaborar unas diez mil sopas de lentejas, y todas
buenísimas, porque una sopa de lentejas nunca puede estar mala, he llegado a
la conclusión de que la más campeona de todas es la que se prepara con
huesos y restos de estofado de ternera.
Podría tomar sopa todos los días, y ahora que tengo una niña pequeña he
acabado convenciéndome de que posee propiedades curativas. La sopa de
pollo alivia el catarro, y nada le sienta mejor a una tripa revuelta que una
sopita de cebada.
Prácticamente ninguna me resulta extraña, si bien no me convence la idea
de una sopa dulce a base de fruta. He hecho no pocas sopas de verano en
batidora, con pepino y yogur, y me encantaría preparar cazuelas de pescado si
no estuviera casada con un señor que considera que el pescado solo debe
consumirse a la plancha. En un mundo perfecto, yo tendría un congelador en
condiciones en el que poder guardar cubiteras con caldo, e incluso hacer lo
que aconsejan las revistas de cocina: congelar el caldo en cubiteras,
desmoldarlo e introducirlo en bolsas con cierre hermético, debidamente
etiquetadas. También guardaría tarritos con concentrado, o sea, caldo
reducido hasta que se parezca a lo que el padre Robert Farrar Capon califica
de «suela de zapato tierna» y que constituye la base de sopa ideal, si es que
eres capaz de resistir a la tentación de zampártelo directamente a cucharadas.
Lamentablemente, no vivimos en un mundo perfecto; lástima, porque el
caldo industrial es bastante penoso. Todas las sopas mejoran cuando se
preparan con caldo casero, aunque algunas salen más que aceptables con
agua.
Debe de haber más recetas de sopa que de cualquier otro plato. Es una
comida con todas las letras desde que Esaú vendió su progenitura a cambio de
un plato de lentejas. Unas hortalizas cocidas a fuego mínimo en agua con
unas hierbas y un pelín de mantequilla ya constituyen un manjar exquisito,
más aún si a eso se le añaden carnes y legumbres (que requerirán una cocción
más larga). Hasta estas sopas son fáciles: no tienes más que juntarlo todo en la
olla y esperar.
Hay una que preparo a lo largo de todo el invierno y que tiene la doble
virtud de ser deliciosa y sencillísima. Rebosante de ingredientes saludables.
Se prepara por la mañana y se toma por la noche. Lo único que pide es que
quites la capa de grasa que se acumula en la superficie. El segundo día (si es
que sobra algo) admite algún añadido que introduzca un poco de variedad.

Sopa de ternera, puerro y cebada

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1. Limpia bien dos tiras de costilla grandecitas y carnosas y colócalas en
el fondo de la marmita que uses para las sopas.
2. Añade 75 g de cebada, tres dientes de ajo grandes picados, dos
cebollas también picadas y tres puerros grandes cortados a lo largo
(tanto la parte verde como la blanca). También admite champiñones y
cualquier otra verdura que te guste. Añade un poco de pimienta negra
molida.
3. Agrega aproximadamente dos litros de agua (¡filtrada!) o caldo de
carne, lleva a ebullición y deja a fuego lento tres horas como mínimo,
mientras te dedicas a otros quehaceres. (También se le pueden añadir
habas, patatas en dados, guisantes, maíz, judías verdes y tomate
troceado. Personalmente, no le pondría calabaza a este plato, y no soy
fan del nabo.)
4. Antes de servir, retira la grasa de la superficie, separa los huesos de la
carne, trocéala y añádela de nuevo al perol.

Con esta sopa comes, y si no estás agasajando a gente imponente, puede ser
incluso la comida. Un platito de pasta seguido de esta sopa, un poco de pan,
queso y una ensalada componen una cena de lo más entrañable. De postre,
unas uvas y unas galletas de chocolate.
La sopa se ha convertido en el símbolo supremo del consuelo y la
protección. Hace muchos años, tendría yo unos quince o así, vi a alguien
tomar sopa en una taza, y aquella visión, que poseía todo el encanto
sentimental de un cuadro de sir Edwin Landseer, se grabó en mi recuerdo de
manera indeleble.
Era una noche otoñal fría y lluviosa, y un grupo de adolescentes
zarrapastrosos nos habíamos juntado en el majestuoso casoplón de una amiga.
Oímos el crujido de unos neumáticos sobre la gravilla. En medio de la noche
tormentosa apareció un taxi del que se apeó la hermana mayor de nuestra
amiga, que volvía de la universidad a pasar el fin de semana. Tendría
diecinueve años, pero para mí era la viva imagen de la sofisticación: llevaba
unos tacones marrones, un traje de tweed verde, pendientes de perlas, y el
pelo recogido en un moño francés.
Se quitó el abrigo empapado, se sentó junto a la chimenea y su madre le
llevó una sopa servida en una gran taza de porcelana china más decorativa
que práctica. La chica se calentó las manos contra la taza, la dejó encima del
platillo apoyado en su regazo y se tomó el contenido llevándose a los labios
una cuchara de consomé. El perro, un braco de Weimar, sesteaba a sus pies.
Afuera, la lluvia arreciaba. En aquel precioso salón todo estaba bien.

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Naturalmente, no hace falta un braco de Weimar, ni una chimenea, ni ser
una universitaria elegante para sentirte protegida y calentita en una noche fría
y húmeda. Con tener sopa es más que suficiente.

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Gastronomía inglesa

Cuando reúnes el valor necesario para confesar que te gusta la comida


inglesa, es bastante probable que tu interlocutor suelte un bufido y te replique
que es imposible comer en condiciones en las islas británicas y que los
ingleses no tienen ni idea de cocina. Es una opinión que comparten hasta los
propios británicos, sobre todo los que se criaron ingiriendo esa temible
sustancia conocida como rancho de colegio.
El Reino Unido, como es natural, cuenta con una larga e insigne tradición
culinaria; con una variedad mucho más modesta y franca que la de Francia y,
dado que el clima es frío, sin el estilo asoleado de la comida italiana —por
poner solo un ejemplo—, pero en absoluto exenta de encanto.
La primera vez que fui a Inglaterra estaba estudiando y por lo tanto sin
blanca. No recuerdo qué comí salvo un cuenco de natillas en una cafetería
cerca de la estación Victoria y un pudin de pan con uva espina en Canterbury.
Una amiga apenas un pelín más acaudalada que yo me invitó una tarde a
merendar en un lugar llamado Heal’s, en Tottenham Court Road.
A primeros de los sesenta, Heal’s era una mezcla entre Hammacher-
Schlemmer, Design Research y la actual Conran. Vendían baterías de cocina
y cacharros de alta gama. Las parejas de recién casados se hacían todo el ajuar
en Heal’s, pues también comercializaban ropa blanca, lámparas, cuberterías,
vajillas, etcétera. En el último piso había un salón de té que ya no existe.
Aquella merienda fue una experiencia celestial, la realización del sueño de
una infancia marcada por álbumes infantiles británicos. De niña, el concepto
de «tomar el té» me parecía maravilloso, y ahora que soy mayor la merienda
es mi comida preferida. Sin embargo, hasta que no estuve en Heal’s no había
tomado el té jamás.
A nuestro alrededor solo había señoras inglesas de pura cepa —de
señores, ni rastro en toda la sala— vertiendo té de teteras marrones. Ante
nosotras dispusieron una bandeja con pan y mantequilla, un bizcocho de
semillas y un platito con pastelillos hechos con cerezas confitadas. Tuve la
sensación de que nunca más sería tan feliz como aquella tarde.
En mi siguiente viaje me alojé en la casa de los padres de mi amigo
Richard Davies. Allí tomé contacto con la institución del almuerzo inglés de
los domingos: asado, patatas, dos verduras y un postre. Y descubrí que era un
menú invariable, aunque la prensa imprimiera en primera plana titulares como

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¡caray, qué calor! Podías estar tomando el sol al borde de la piscina de una
bonita casa de campo y aun así zamparte una tajada de cordero asado con sus
patatas, dos verduras y un postre.
Fue en este segundo viaje cuando probé el famoso cream tea que para
muchos constituye la comida perfecta: scones, nata y confitura de fresa. A
medida que te alejas de Londres empiezas a ver casas con letreros que rezan
servimos CREAM TEA. Yo lo tomé en un salón de té de Woodstock, al lado del
palacio de Blenheim, en un día muy encapotado. El local contaba con una sala
grande llena de mesas vestidas de blanco. Nos sentamos y dimos buena
cuenta de una cantidad asombrosa de scones, nata y mermelada.
En el siguiente viaje, ya más adulta y mejor situada, me dije que estaría
bien cocinar algo. Me vi deambulando dichosa por tiendas y supermercados
cuyos productos eran completamente distintos de los de mi país. Una
excursión a la planta de alimentación de Harrods me dejó fascinada. Nunca he
visto nada comparable: decenas de quesos nacionales, y una rica variedad de
importados. Cuántas aves, cuántos tipos de huevos. Pescados, patés y cortes
de carne que no había oído en mi vida.
En el Reino Unido podía comprar pollo que sabía a pollo, y uva espina, y
tomates, y esos pepinos alargados verde pálido con un regusto metálico. En
tiendas especializadas encontrabas empanadas superiores: de ternera, de
huevo y jamón asado, de pollo, y pastel de carne picada. Podías comprarte
una bolsa de deliciosos pastelillos de nata y zampártelos en el cine. Podías
incluso beber un café decente, si bien nada supera al clásico té inglés.
Para distraerme de mis vagabundeos interminables por comercios de
alimentación, Richard me llevó de excursión a las Tierras Altas escocesas,
donde nos aseguraron que jamás encontraríamos nada mínimamente
comestible. Una noche de junio glacial nos quedamos cenando en el hotel y
decidimos pedir haggis, por echarnos unas risas. El haggis es el plato
nacional de Escocia y consiste en una mezcla de asaduras de cordero muy
picadas y harina de avena (o cebada, según la variedad) con una salsa muy
sabrosa, mezcla que se introduce en una tripa de oveja y se hierve. El haggis
se sirve acompañado de mashed neeps, o sea, puré de nabo. Prometía ser tan
nefasto que no podíamos dejar de probarlo.
El camarero nos puso en la mesa el haggis aún dentro del estómago y lo
abrió ante nuestra atónita mirada. El contenido se desparramó liberando un
olor de lo más suculento. Para nuestro asombro, nos chifló. Era un plato
intenso, sabroso, ideal en un contexto de frío y perfecto con los nabos y su
leve amargor.

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Durante aquel viaje por las Tierras Altas de Escocia degustamos un
salmón ahumado espléndido, arenques en escabeche, un pan y unas pastas
maravillosos, y Scotch tablet, unas barritas compuestas de azúcar, mantequilla
y leche condensada.
Platos malos hay en todas partes, pero, excepción hecha de un par de
comidas estrafalarias elaboradas por amigos, lo único realmente malo que he
comido en el Reino Unido fueron unas empanadillas de cerdo industriales;
pero, en fin, cuando compras empanadillas de cerdo industriales, pasa lo que
pasa.
Una vez que la adicta a la pitanza inglesa vuelve a su tierra es posible
conjurar los ataques de nostalgia con ayuda de los libros de cocina británicos,
gracias a los cuales se pueden preparar maravillas como Queen of Puddings,
pastitas de Pascua, gambas salteadas en mantequilla con nuez moscada,
bizcocho de jengibre o de limón, bollitos de Bath, natillas de naranja, estofado
de Lancashire y crumpets, que son unos panecillos que he intentado hacer
muchas veces, siempre sin éxito.
Mis ejemplares de English Food, de Jane Grigson, y de Good Things in
England, de la señora Florence White, están hechos cisco. Como lectura
nocturna, disfruto mucho del Farmhouse Cookery de la señora de Arthur
Webb, que no tiene fecha de copyright pero parece datar de la década de los
veinte y cuenta con descripciones de objetos tales como «la rejilla galesa», «el
horno Devon Down» o «la sartén de Suffolk» y contiene recetas de platos
llamados Whitby Polony (una especie de relleno para bocadillos a base de
carne picada, jamón cocido y pan rallado) o Singing Hinnies (pastelitos
hechos en la sartén). También le tengo mucho cariño a Recipes from an Old
Farmhouse, de Alison Utely, que da cabida a un pudin hecho con la leche de
una vaca recién parida, para quien resulte que tenga una rondando por casa.
Uno de mis mejores hallazgos, en una librería de viejo de los Hamptons,
es un ejemplar de Caviare to Candy: Recipes for Small Households from All
Parts of the World, de la señora de Philip Martineau. Publicado por primera
vez en 1927, abarca todo el espectro, desde los entremeses hasta los postres, y
plantea preguntas como: «Porque, veamos, ¿quién dice que haya que servir
siempre la misma minuta en los almuerzos de críquet? Recuerdo cierta
ocasión en el club Hurlingham, en la Argentina…». El primer capítulo,
titulado «Cocineras, señoras e imaginación», sienta bastante bien las bases:
«¿Cómo se las apañaría una cocinera del montón sin la inestimable ayuda de
su señora?», se plantea. Y con razón; cuántas veces no me habré hecho yo
misma la misma pregunta.

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Las recetas de este libro son más chafarderas que científicas. Por ejemplo,
un capítulo se abre así: «Hay quien opina que incluso merece la pena visitar el
lugar más aburrido del mundo, Bagnoles-de-l’Orne, para probar los callos que
preparan en una localidad cercana».

En el terreno de bizcochos y pudines, pastelería salada, panes y pastas de té,


los ingleses son imbatibles. Si te gusta la comida británica, hay muchas cosas
que puedes reproducir en casa, y otras tantas que se encuentran en tiendas
especializadas. Sin embargo, hay algo que no se comercializa y que
protagoniza los sueños de todos los amantes de la comida inglesa: la nata
doble.
Cuando los británicos vienen a Estados Unidos y descubren lo que
nosotros denominamos nata, no dan crédito. Lo que para nosotros es nata
espesa ellos lo tienen gratis en la capa que crea su leche no homogeneizada
(que un lechero de verdad reparte a diario en botellas de vidrio).
Cuando los americanos descubrimos lo que ellos denominan nata,
tampoco damos crédito.
Mi primer contacto con semejante ambrosía tuvo lugar en mi primer
contacto con el almuerzo dominical en la casa de campo de los Davies.
Acabábamos de terminar el asado y le tocaba el turno al postre. De pronto
aparecieron un cuenco con frambuesas y una salsera grande.
—¿Qué hay ahí?, —quise saber.
—Nata —me contestaron.
Incliné la salsera y no salió nada. Pensé que estarían tomándome el pelo,
dado que no me quitaban ojo. Agité un poco el recipiente pero seguía sin salir
nada.
—Prueba con la cuchara —propuso la madre de Richard.
Le hice caso, y lo que extraje tenía la consistencia de la melaza fría o una
mayonesa casera muy pero que muy espesa. Dejé caer la cucharada sobre las
frambuesas.
—¿Esto es nata?, —pregunté con un jadeo.
—Nata doble, sí —me respondieron.
Era el invento más delicioso que yo hubiera probado jamás, de modo que
me embarqué en una especie de maratón de nata doble, un producto que,
milagrosamente, se encontraba en cualquier tienda de alimentación. Como
más me gustaba era untada en unas tortitas pequeñas que vendían en paquetes
de seis. Lamentablemente, las tortitas escocesas de la casa McVitie’s han
desaparecido de la faz de la tierra.

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De vuelta en Estados Unidos, tal era mi nostalgia de la nata doble que
cuando Richard, que vivía en Nueva York, regresó a Inglaterra por Navidad,
le pregunté si podía traerme medio litro.
Fui a buscarlo al aeropuerto una fría noche de enero. Mi amigo salió por
la puerta de aduanas un poco alterado, llevando muy separada del cuerpo una
bolsa de viaje chorreante, como si contuviera pescado podrido. Tenía la
manga del abrigo y los zapatos pringados de nata doble. La tapadera se había
salido dentro de la bolsa, el recipiente había volcado y el desaguisado había
generado un interés considerable entre los agentes de aduanas.
—¿Qué lleva ahí?, —le preguntó uno.
—Es nata para una amiga —explicó Richard.
El agente lo miró con cara de pocos amigos y acto seguido se le relajó el
semblante. Le habló muy despacio, como a un loco.
—En Estados Unidos también tenemos productos lácteos, señor Davies.
Pero cualquiera que haya estado en el Reino Unido podría haber replicado
que no, que aquí no hay nata de verdad.

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Sin sal

De pequeña, mientras mi hermana se entretenía despanzurrando bombones


para averiguar cuál tenía el mejor relleno, yo era feliz lamiendo la sal de los
pretzels y abandonando sus cadáveres pegajosos en la alfombra. Para hacer
alarde de mi habilidad manual, me gustaba sacar el pimiento morrón de las
aceitunas rellenas y clavármelas en las puntas de los dedos; así podía pulirme,
sin despeinarme, un tarro entero yo sola. Mi pasión por las cebollitas en
vinagre se consideraba muy madura para mi tierna edad.
Mis comidas preferidas eran todas saladas. No me dolían prendas en
renunciar a un helado por una bolsa de patatas fritas. Me chiflaban la panceta,
los encurtidos y los cacahuetes. A medida que me hacía mayor y mis gustos
se sofisticaban, ascendí a la categoría del jamón curado, las anchoas, los
tomates secos, el salami de Génova, la tapenade y las aceitunas de Niza. Si no
había nada salado a mano, comía sal a pelo. En la universidad, mi profesor de
geología quiso saber por qué no había identificado mi muestra de halita. El
motivo era que me había comido la halita.
También tenía la costumbre de salar el pan, aunque solo le pusiera
mantequilla. ¡Qué alegría me llevé la vez que me regalaron un molinillo para
sal! Qué ricas sabían aquellas escamitas crujientes combinadas con una
mantequilla italiana y un pan de sémola; casi sin darme cuenta le sacaba la
rosca al molinillo y me comía los granos directamente.
De modo que fue un chasco, por decirlo suavemente, cuando mi médico
me informó de que si no cambiaba mis reprochables hábitos acabaría
sufriendo de hipertensión.
Emprendí el camino a casa desde la consulta pensando con amargura en
todas las cosas de las que tendría que prescindir. Desde el autobús venía
hordas humanas engullendo pizza y pretzels, y para colmo, muchos
aparentaban estar bastante peor de salud que yo. Aquella noche en la cocina,
mientras albergaba la esperanza de que mis lágrimas arreglasen el calamitoso
requesón sin sal, caí presa de una autocompasión insólita. Estaba convencida
de que ya nada volvería a saberme rico. ¿Qué sentido tenía la vida sin queso
de cabra? ¿Y sin jamón de Virginia? ¿Y sin lima encurtida?
Enjugué mis lágrimas y decidí afrontar mi destino con valentía y decisión.
Me dije que, si tenía que renunciar a mis comidas saladas predilectas, lo
compensaría comprando lo mejor de cada producto: el aceite de oliva más

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selecto, vinagre de frambuesas, mozzarella sin sal, mantequilla normanda, el
ajo, las guindillas y el jengibre más frescos.
Descubrí que pasarse a un mundo libre de sal cuesta dinero. Las tiendas
naturistas comercializan caldo de pollo sin sal añadida; vale como un dólar
más que el de supermercado. Es un mundo que también exige más tiempo.
Para hacer una sopa rica que no contenga sal debes partir de un caldo
particularmente sustancioso que solo puede prepararse en casa. Por no hablar
de que ciertos productos sin sal, como el mencionado requesón, son un
desastre. Otros, como el cheddar, dan bastante bien el pego, y algunos —las
patatas fritas de bolsa— son una verdadera maravilla.
Al cabo de un par de semanas ya tenía la sensación de haberle cogido el
tranquillo a mi nuevo régimen. Había descubierto el pan sin sal, la mozzarella
ahumada, la pimienta verde y la salvia fresca. Me sentía preparada para salir a
comer al mundo real. Y cuando lo hice… me quedé patidifusa. ¡Todo estaba
saladísimo! Un bocado de jamón me parecía casi incomible. De un
restaurante chino salí con un zumbido en los oídos y lágrimas en los ojos. Me
precipité hacia el entorno seguro de mi cocina —ahora pura— y me preparé
unas patatas nuevas pequeñitas con un poco de pimienta, una rebanada de pan
con aceite de oliva verde oscuro y una ensalada de pepino y cebolleta sin
aliño.
Si les quitas la sal, las cosas recuperan su sabor genuino. Muchas voces
críticas con la industria agroalimentaria de este país afirman que la adicción a
lo salado en Estados Unidos no es más que la consecuencia natural de intentar
darle algo de sabor a nuestra desnaturalizada materia prima. Dichas críticas
son totalmente certeras, y por eso las personas que tenemos la sal
contraindicada debemos regalarnos. Es posible comer con alegría aun cuando
tu idea de bocadillo razonable consiste —como me lo parecía a mí— en un
bagel salado con queso crema y Bündnerfleisch, una especialidad suiza a base
de carne de ternera curada.
Hasta es posible preparar un aliño para ensaladas delicioso sin una pizca
de sal. Resulta edificante preparar tu propio vinagre poniendo a macerar
chalotas, o salvia, o guindillas, o albahaca, o romero. Las personas que no
tomamos sal debemos elaborar nuestros propios condimentos, dado que la
mayoría de las salsas industriales —mostaza, kétchup, rábano picante o
Perrins— están saturadísimas de cloruro de sodio. La angostura, sin embargo,
no lleva nada de sal y queda fantástica en una vinagreta.
Gracias a mi dieta ahora soy una persona mejor y ligeramente más
delgada. Estoy un poco harta de tener que reducir tomates para obtener algo

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parecido al concentrado (¡saladísimo!), pero vale la pena. Tengo un estante
lleno de vinagres interesantes, y otro con aceites exquisitos, y ya no me
molesto en explicar a los amigos que vienen a cenar que ningún plato lleva
sal. Me digo que, cuando doy de comer sin ella a mis seres queridos, les estoy
haciendo un favor de todas todas.
Para una cena libre de sal, sugiero:

Pollo al horno con ajo y manzana

2 pollos pequeños troceados


pimentón, pimienta
dientes de ajo, al gusto
6 manzanas McIntosh
mantequilla

1. Espolvorea el pollo con pimentón y pimienta. Vale la pena comprar el


pimentón en una tienda especializada; cuanto más fresco, mejor.
2. No peles los ajos, quítales solamente las capas externas más bastas.
3. Corta las manzanas en cuartos y descorazónalas.
4. Dispón el ajo y la manzana entre las tajadas de carne.
5. Corona el conjunto con varios trozos de mantequilla y hornea el
tiempo que consideres oportuno.
6. Las manzanas quedarán bien cocidas y los dientes de ajo se pueden
comer con piel y todo.

Como habrás usado dos pollos para cuatro comensales, sobrará para otro día,
en el que podrás deleitarte con…

Pollo asado frío con fideos de trigo sarraceno

1. Corta el pollo en tiras.


2. Hierve los fideos (de venta en tiendas naturistas y orientales) siguiendo
las instrucciones del fabricante. Escurre y pasa por el chorro de agua
fría.
3. Dispón el pollo sobre los fideos. Añade cebolleta picada y aliña tal que
así:

Aliño de jengibre para ensalada

1. Ralla un pedacito de jengibre (un centímetro más o menos).

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2. Mezcla el jengibre rallado con 100 ml de aceite de oliva virgen extra.
3. Añade una cucharada o cucharada y media de vinagre.

4. Sumerge un diente de ajo espachurrado durante unos minutos y luego


retíralo.
Vierte la vinagreta por encima del pollo y los fideos. Nunca más echarás
de menos la sal.

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El relleno del pavo. Una confesión

Tardé años en sacudirme los complejos y declarar abiertamente lo mucho que


odiaba el relleno del pavo. Todo el mundo menos yo parecía sentir una
necesidad atávica de rellenar las cavidades de un ave con esto y lo otro. En
Acción de Gracias, mis amigos intercambiaban con sumo orgullo sus recetas
de relleno, muchas de las cuales me parecían directamente nauseabundas: pan
duro, ciruelas pasas, ostras y castañas de agua, por ejemplo. ¡Ciruelas y
ostras! Cualquiera al que le sirvieran algo así en un restaurante saldría
corriendo, presa del espanto y la consternación, pero cuando se trata de un
relleno, todo vale. Se pergeñan unas combinaciones repugnantes con las que
luego atiborrar al pobre pavito.
Año tras año apartaba discretamente mi ración a un lado del plato. Al fin y
al cabo, no se le puede decir a un ser querido: «Tu relleno me sabe a serrín
aromatizado con salvia y tiene consistencia como de cola blanca con
grumos». A todos los demás comensales les chiflaba. Estaba claro que yo iba
a la contra de una tradición nacional.
Pese a todo, no ponderé lo emocionalmente delicado que era el asunto del
relleno hasta la primera vez que me decidí a dar una cena de Acción de
Gracias por mi cuenta. Después de tantas fiestas pasadas en la casa de mis
padres y en la de mi hermana, me parecía que ya había llegado el momento de
hacer las cosas a mi manera.
—¿Qué nos vas a preparar?, —quiso saber mi hermana.
—Coles de Bruselas asadas. Castañas y cebollitas braseadas. Ensalada
verde. Bizcocho de jengibre. Un pavo sin relleno.
—¿Un qué?
—Es que no me gusta el relleno —expliqué—. Nunca me ha gustado. Esta
es mi gran oportunidad de librarme de él.
—Pero no tiene sentido hacer un pavo sin relleno —insistió.
—Ahí está la clave. Me encanta el pavo y nunca lo he visto como un mero
vehículo para el relleno. Así, el pavo será el gran protagonista.
—No sé si voy a poder convencer a las niñas para que vayan —dijo,
refiriéndose a mis cuatro sobrinas, fanáticas del relleno.
Cuando llegó el día, el pavo gustó mucho, pero todos se quedaron un poco
tristones. Faltaba algo. El relleno.

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—Un pavo sin rellenar es mucho más elegante —alegué. Les trajo sin
cuidado.
Al año siguiente celebré Acción de Gracias en la casa de mi recién
adquirida familia política. Mis suegros son letones. Cuando llegaron a
Estados Unidos, el pavo representó todo un reto para la madre de mi marido,
que, al no haber visto jamás un pavo americano, lo trató como a un ave de
caza de gran tamaño. Escalfaba los muslos hasta que estaban tiernos, picaba
la carne en un robot, la mezclaba con arroz cocido, sal y pimienta, y con eso
lo rellenaba. Luego, le hincaba granos de pimienta en los costados, lo
envolvía en panceta y lo metía en el horno. El resultado era una delicia que
además me hizo abrir los ojos al hecho de que yo era la única persona del país
que se planteaba asar un pavo sin rellenar. Adaptarse o morir.
Poco después de aquello, probé el primer relleno a base de pan que me
gustó de veras. Se hace con mantequilla, nata, salchicha italiana dulce,
champiñones, apio, ajo, salvia fresca (el matiz es importante) y la miga de dos
hogazas de pan italiano. Cuando el pan ha absorbido una buena cantidad de
mantequilla y nata y se ha amalgamado bien con los demás ingredientes, se
añade un huevo batido.
«Aquí hay potencial», me dije.

De noche, algunos cuentan ovejas y otros leen novelas de misterio. Yo me


tumbo en la cama y me pongo a pensar en comida. Con frecuencia dispongo
menús completos. A veces me invento recetas. Una noche, mientras cavilaba
—medio adormilada— sobre el espinoso asunto del relleno, tuve una
revelación: pan de maíz y jamón curado. ¡Eureka! El relleno perfecto. Lo
puse en práctica al siguiente Acción de Gracias.
—Este año sí voy a rellenar el pavo —informé a mi hermana, que recibió
la noticia con gran alivio.
—¿De qué?
—Pan de maíz y jamón curado.
—¿A qué sabrá eso…?

No me pareció una respuesta muy halagüeña.

Relleno de pan de maíz y jamón curado

1. Prepara un caldo sustancioso con los menudillos, las puntas de las alas
y el cuello del pavo (si eres capaz de soportar la idea de no asarlo),

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junto con unas tajadas de pollo y una cebolla. Déjalo varias horas
hirviendo a fuego muy suave.
2. Derrite 120 g de mantequilla en una cacerola grande y rehoga en ella
dos cebollas amarillas medianas en cuadraditos, un puerro (la parte
blanca y la verde más tierna) también en cuadraditos y un diente de ajo
hermoso picado.
3. Añade 250 g de dados de jamón curado (para quienes no consuman
cerdo, unos boletus y unas pecanas tostadas son el sustituto ideal) y
saltea un pelín.
4. Agrega poco a poco el contenido de dos bolsas de relleno de pan de
maíz si eres un poco perezosa o, si no lo eres, el equivalente de pan de
maíz fresco desmigado (unos 450 g), pimienta negra recién molida al
gusto, una cebolleta picada y un manojo de perejil muy picado, y
saltea el conjunto hasta que el pan haya absorbido toda la mantequilla.
5. Moja con caldo hasta obtener una textura esponjosa pero no húmeda.
Estas cantidades dan para rellenar un pavo de ocho kilos y sobrará un
poco que puedes hacer en una cazuela y servir como guarnición.

Antes de probarlo, dudé de la conveniencia de preparar recetas ingeniadas en


un estado de semiinconsciencia, pero resultó que el relleno fue un éxito total.
Todo el mundo quedó contento y con la sensación de que el orden por fin se
había restablecido. Al fin y al cabo, un pavo sin relleno es como un puzle de
la bandera estadounidense al que le falta una pieza justo en el centro. Yo
había entrado en razón y las aguas volvían a su cauce.
Al año siguiente pillé a mi hermana engullendo cucharadas de relleno
directamente de la cacerola, y si no llego a aparecer habría sido capaz de
introducir el tenedor en la cavidad del pavo.
Y ahora ya nadie dice: «Pan de maíz y jamón curado. ¿A qué sabrá
eso…?».
En vez de eso, pronuncian las palabras que toda cocinera anhela oír: «Esto
es una maravilla. ¿Me pones un poquito más?».

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Falda de vacuno. El corte olvidado

El chuletón es el rey de la carne de res, y el solomillo, el príncipe. La falda es


una humilde sierva, magra, competente y sin pretensiones. Está considerada
un corte menor, una carne que sirves para una cena en familia pero no en una
con invitados.
Mi primera impresión de la falda fue bastante triste. Me había invitado a
cenar una compañera, previa advertencia de que no era nada cocinillas y que
solo sabía preparar falda según la receta de su beatificada abuela. Como me
encanta merodear en cocinas ajenas, estuve pendiente de la elaboración y vi
cómo mi colega cogía un trozo de carne plano con forma de aspa y lo
enrollaba y ataba como si de una alfombra vieja se tratara. Sumergió el rollo
de carne en un perol de agua caliente y lo dejó hervir un tiempo que me
pareció dolorosamente largo. Mientras, nos empapuzamos de pan y queso,
hasta que llegó el momento de cenar.
Por lo visto era un plato tradicional; puede que sí. El caso es que la carne
tenía la textura de una soga escalfada, y nunca me he atrevido a intentar
prepararla así.
La carne de vacuno cocida es un alimento noble. De vez en cuando, el
alma la reclama —hasta el alma de quien consume carne roja solo cinco veces
al año—. Pero es una mezquindad cocer una pieza de falda cuando hay tantos
otros cortes —morcillo, cadera, redondo— que piden a voces ese cocinado.
Una falda debe asarse en un fuego de leña o a la parrilla; o eso, o nada.
Cuando el personal no hierve las faldas, se pone a rellenarlas; ¿y por qué
no? Como es una tajada plana, da la sensación de que admite bien un relleno.
Algunos lo extienden sobre la carne, enrollan el conjunto, lo bridan y lo asan
a la cazuela. Otros practican un corte en la pobre carnecita y la someten a
cocción hasta la muerte. Todo mal. Fatal. A nadie se le pasaría por la cabeza
hervir un costillar ni rellenar un bistec. Pero la falda tiene pinta de encajar
cualquier castigo que nos saquemos de la manga, y algunos se aprovechan de
esta debilidad.
El resultado de emplear tales métodos es una masa gris y fibrosa. Cuando
los cubanos cuecen de más una pieza de falda al menos la llaman «ropa
vieja». Para preparar una falda como esta se merece, lo primero es ponderar
sus muchas virtudes.

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Para empezar, queda tiernísima cuando se trincha en diagonal. Posee un
sabor a vacuno extraordinario, y además es saludable y jugosa. Como es más
fina por los extremos que por el centro, satisface tanto a los fans de la carne
muy pasada como a los que la prefieren poco hecha.
Además, es barata, y sabe rica caliente, templada y fría. Admite de
maravilla un marinado, y si tienes suerte y te sobra algo siempre la puedes
trocear y añadir a una ensalada de lentejas o comerla en frío con las tostadas
del desayuno.
Como se asa rápido puede hacerse a ultimísima hora, de ahí que resulte
perfecta cuando llegan invitados de improviso o cuando te apetece una buena
cena pero sin meterte en jaleos. Lo ideal es trincharla en lonchas finas como
papel de fumar, o sea, que cunde una barbaridad. Por último, hace bonito en
una fuente.
Aunque no soy una gran consumidora de carne de vacuno, me mantengo
fiel a la falda. Sabe deliciosa en cualquier época del año. En verano puedes
asarla a la parrilla por la mañana y no trincharla hasta la noche. Y no es nada
grasa. Teniendo en cuenta todas estas ventajas, ¿quién querría hervirla?
Hagas lo que hagas con ella, el método para cocinarla siempre es el
mismo. Se coloca la pieza en una plancha que se arrima a la hornilla o a las
brasas y se deja durante unos cinco minutos por cada lado (o menos, si la
quieres poco hecha). No es una tragedia practicar un corte para comprobar si
ya está, pero mejor no hacerlo más de una vez.
Una vez hecha, se reserva cinco minutos y luego se rebana en diagonal y
se dispone en una bandeja. Los jugos de la carne son una salsa excelente.
La manera más sencilla para prepararla consiste en pincelar la pieza con
aceite de oliva, frotarla con ajo y aderezarla con pimienta negra recién
molida.
El adobo más simple lleva aceite de oliva, ajo, salsa de soja y zumo de
limón. Para preparar algo parecido a un teriyaki, añadir una cucharadita de
miel.
Mi variante preferida es la falda al curri, para la cual hay que preparar la
mezcla de especias (no sirve el curri que se vende ya molido) combinando los
siguientes ingredientes a tu gusto: cúrcuma, pimentón, jengibre, comino,
mostaza en polvo, un poco de clavo molido y canela. A esto se añade aceite
de oliva y una gota de salsa de soja y se mezcla todo; quedará una masa
pastosa. Ungir la falda con esta sustancia exquisita, aderezar con ajo y
reservar. Se puede dejar marinando un día entero o apenas una hora antes de
cocinar.

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Una vez soasada y trinchada, verter en la plancha o parrilla los jugos que
haya soltado la falda y echarlos luego sobre la carne.
También me gusta preparar un adobo en seco muy pimentado, con
pimiento rojo triturado, pimienta negra, tomillo, una pizca de clavo molido y
media cucharadita de azúcar moreno. Embadurnar la carne con esto, aderezar
con ajo y dejar reposar. Por supuesto, el ajo va fuera antes de pasar la falda
por la plancha.
Supongamos ahora que has hecho falda en una cena para cuatro y ha
sobrado algo. Si te criaste en un hogar donde se considera aberrante
desayunar tostadas con carne (yo me crie en uno donde se consideran un
manjar), al día siguiente podrás cenar ensalada de lentejas y fiambre de
ternera. Se deshebra, filetea o corta en dados la carne y se aliña con aceite de
oliva, pimienta, los jugos que hayan podido quedar y un poco de vinagre de
vino. Se cuecen unos 200 g de lentejas del modo habitual, se escurren y dejan
enfriar y se aderezan con aceite de oliva, ajo, cebolleta, pimienta (o guindilla
fresca picada) y vinagre. Se mezclan las lentejas con la carne y se sirve con
unos berros.
En mi casa, sin embargo, los restos de falda no llegan al mediodía. Tengo
la suerte de estar casada con un señor al que le repele desayunar sobras, de
modo que no tengo que pelearme con nadie. De niñas, mi hermana y yo nos
disputábamos como bárbaras cualquier pedazo de carne fría que hubiera por
ahí. Reconozco que un sándwich de ternera fría puede dar asquete, pero
también es una delicia:

1. Tostar dos rebanadas de pan integral.


2. Dejar enfriar y untar generosamente con mantequilla sin sal (este
sándwich solo puede comerlo gente con el colesterol por los suelos).
3. Depositar con delicadeza una capa de falda de ternera fileteada, sin
olvidar los jugos.
4. Añadir sal y pimienta al gusto, y degustar con un tazón de café.

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Cataclismos culinarios

En la cocina sobrevienen desgracias constantemente, hasta a las cocineras


más diestras, pero cuando te pasa a ti no es ningún consuelo saber que debes
aprender de tus errores, sobre todo cuando contemplas el espeluznante caos
que has armado.
Personalmente, nunca he preparado una empanada de espinacas, y por lo
tanto nunca he vivido la electrizante experiencia de ver una arder. Por lo
tanto, nunca he visto a mi esposo pisotear el hojaldre en llamas con la bota de
montaña empapada para impedir que la casa entera se incendiara; pero a una
amiga le pasó. A mí me ocurren cosas más prosaicas: que la mitad del
bizcocho se quede adherida al molde; que el pudin se niegue a salir de la
budinera o que salga y la mitad esté hecha papilla.
Hay catástrofes tan grandiosas que adquieren el estatus de legendarias. Ni
mi hermana ni yo hemos olvidado el pastel de salmón que una vez preparó
nuestra madre, por lo demás una cocinera de primera, cuando éramos
pequeñas. Se equivocó y le puso cayena molida en vez de pimentón. Yo tenía
seis años, mi hermana diez, pero lo recordamos como si fuera ayer.
Mi marido se acuerda de una cena que dio de joven nada más llegar a la
ciudad. El estofado de ternera quedó como un océano de agua gris en el que
flotaban unos dados de carne recocida, diminutos y duros como piedras. De
postre pretendía preparar unos crepes, pero cuando fue a sacar la masa de la
nevera se dio cuenta de que algo había fallado estrepitosamente. La sustancia
se había convertido en un bloque de cemento del que no había manera de
sacar la cuchara de madera que se había quedado dentro. Al cabo de un rato
se percató de que había usado fécula de patata en vez de harina. Cosas que
pasan.
Mis grandes calamidades siempre han sido fruto de la inexperiencia, el
exceso de ambición, la intimidación y el empecinamiento.
Siendo una alegre jovenzuela me encapriché de un plato llamado rösti,
una especialidad suiza que consiste en freír patata rallada en una cantidad
indecente de mantequilla. Me había familiarizado con esta receta gracias a un
novio inglés al que le encantaba recibir. Una noche, invitó a seis personas a
cenar y pensé que sería una idea fabulosa preparar rösti.
A solas en mi amada cocina me puse a rallar patatas en una ensaladera
gigante. Cuando empezó a dolerme el brazo, observé que habían adquirido un

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tono rosáceo, pero yo seguí a lo mío. Al cabo de unos minutos, volví a echar
un vistazo para calcular cuántas patatas debía rallar aún y comprobé que
ahora el color dominante era un verde enfermizo. Poco después asomó por allí
mi galán.
—Por el amor de Dios —exclamó—. ¿Qué es ese amasijo negruzco?
No había lugar a dudas. Aquel amasijo negruzco eran mis patatas, que
fueron directas al cubo de la basura, y desde entonces les tengo cierta fobia a
los tubérculos. Mi lema es: rösti para dos, tortitas de patata para cuatro.
En el meollo de mi fase de catástrofes culinarias —para entonces ya había
cocinado mucho y me desenvolvía bastante bien entre fogones—, decidí
echarle el lazo al hombre con el que acabaría casándome preparando un pargo
rojo, el único pescado que le gustaba. Cegada por mi propia pasión, decidí
rellenar el pez con uvas partidas por la mitad, gamba arrocera y alubias negras
fermentadas. Jamás en mi vida había rellenado un pescado, y de asarlo ya ni
hablemos. En definitiva, que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Es
más, cabe la posibilidad de que no estuviera en mis cabales. No seguía
ninguna receta, pero ¿acaso el amor requiere recetas? ¿Acaso la inspiración
necesita instrucciones?
Es difícil describir el resultado, que devolví al horno muchas veces hasta
que se secó y no hubo manera de comérselo. Me arrebolaba cual noble
doncella cada vez que anunciaba: «Vaya, por dentro todavía está crudillo; lo
meto en el horno otro poco». Puede que dijera lo mismo unas quince veces.
Cuando por fin puse la bandeja en la mesa, el pargo parecía una estampa
del infierno pintada por El Bosco; la repugnante sustancia que rezumaba
formaba un lívido charquito de jugos de pescado crudo.
Años después quise agasajar a un amigo que acababa de casarse con una
diosa; vivían en el campo. Yo, por supuesto, era una dejada y vivía en la
ciudad. La diosa había construido con sus propias manos su casa de postes y
vigas, criaba gallinas, ordeñaba vacas y también era veterinaria. En su tiempo
libre, soplaba vidrio. Había levantado su propio estudio. Toda la cristalería de
la casa, jarras, garrafas y jarrones los había hecho ella. Naturalmente, hacía su
propio pan, cultivaba su propia verdura y se confeccionaba su propia ropa,
aunque todavía no había aprendido a hilar. Exhalé un suspiro de alivio ante
este último dato.
Mientras el peso de las hazañas de aquella mujer se acumulaba sobre mis
hombros cada vez más encorvados, yo preparaba la cena. Pollo al horno,
sémola de maíz a la crema y judías verdes al vapor. Cuando oí lo del soplado

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de vidrio, andaba removiendo la masa de unos brownies de caramelo para el
postre.
Fue la primera vez que hice una cena en la que faltó comida. Y no porque
mi marido y nuestro amigo se lo ventilaran todo de lo rico que estaba. Se lo
ventilaron todo porque había muy poco que ventilar, y no quedó para repetir.
Lo compensaría con los brownies, me dije. Estaban enfriándose encima de
una rejilla, y cuando fui a cortarlos me di cuenta de que había ocurrido una
desgracia.
No pensé que sustituir el azúcar de caña sin refinar por azúcar blanquilla
tuviera mayor importancia, pero el caso es que el cuchillo se negaba a
hundirse en la masa. Cuando por fin logré aserrar hasta abajo, me di cuenta de
que el azúcar se había asentado y solidificado en el fondo. Bah, no pasa nada,
pensé. Será una especie de Scotch tablet, ese delicioso confite escocés hecho
de azúcar y mantequilla.
Solo que mis brownies de caramelo no recordaban en absoluto al Scotch
tablet. Parecían más bien un almíbar convertido en ladrillo refractario.
Aquella experiencia me enseñó que jamás debes dejar entrar en tu cocina al
cónyuge de una persona perfecta.
Sin embargo, mi peor cataclismo resultó ser un triunfo culinario, en mi
opinión. Las palabras clave de la frase anterior son «en mi opinión».
Me habían invitado a una casa de campo por Pascua. Justo antes, un
amigo inglés me había mandado un paquete de sebo con el que yo pretendía
preparar una especialidad llamada Suffolk pond pudding que aparecía en el
magnífico libro de Jane Grigson English Food.
El pudin de Suffolk, aunque un tanto curioso, sonaba totalmente
espléndido. Primero, se forra una budinera con una masa hecha con sebo.
Luego, se cortan trocitos de mantequilla mezclada con azúcar. A
continuación, se coge un limón entero y se asaeta con un tenedor. Luego, se
incrusta el limón en la mantequilla con azúcar, se cubre con más mantequilla
con azúcar, se recubre todo con una capa de masa, se envuelve el conjunto en
una muselina para pudin y se cuece al vapor durante cuatro horas. No se me
pasó por la cabeza la posibilidad de que nadie quisiera comer aquello.
Me esmeré en seguir la receta paso por paso. La masa de sebo quedó de
campeonato. Cuando desaté la muselina, presentaba un precioso color miel
oscuro. Emplaté el pudin en una fuente decorativa.
La anfitriona no entendía nada.
—Parece un sombrero pasado por el horno —dijo.
—Parece un alien —terció mi futuro esposo.

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—¡Qué más da!, —repliqué yo—. Va a ser el postre más rico que hayáis
probado en vuestra vida.
Puse el pudin en la mesa. Los anfitriones, mi futuro marido y una invitada
lo escudriñaron con suspicacia. Practiqué el primer corte y, tal y como Jane
Grigson había prometido, la masa liberó un tofe mantecoso con aroma
alimonado. Hice rodajas el limón, que también estaba blandito y mantecoso.
A cada comensal le serví una ración compuesta por un trozo de masa, una
rodaja de limón y salsa.
¡Menudo triunfazo!, pensé. El tipo de postre que me vuelve loca. Miré a
mi alrededor, feliz, y mi dicha se hizo añicos.
El anfitrión comentó:
—Es como comer grasa de tocino con sabor a limón.
—Seguro que es una exquisitez —intervino la anfitriona—. En Inglaterra,
digo.
La otra invitada espetó un: «¡Esto es un horror!».
Mi futuro marido se quedó callado; mala señal. Le había prometido un
postre magnífico y hete aquí que le había puesto por delante una extraña
argamasa incomible proveniente del espacio exterior. Me tomé el pudin casi
entero yo sola mientras los demás tomaban helado.
He pasado por toda una serie de pequeñas calamidades desde entonces,
casi siempre relacionadas con masa de empanada, a la que no termino de
pillarle el tranquillo. Una empanada se me desintegró. Otra quedó tan fea que
mi marido le sacó una foto. Y otra presentaba la textura y la resistencia de un
pergamino viejo.
Ahora que cuento con más experiencia me siento autorizada para evaluar
mis desastres culinarios y escogerlos con esmero. La próxima vez me
decantaré por un pollo al estilo circasiano (escalfado y recubierto con un puré
de nueces) o por un brazo de gitano de chocolate, que según mi hermana se
prepara con los ojos cerrados. No he hecho nunca ninguno de estos dos platos,
pero mi instinto me dice que las posibilidades de que la cosa salga mal son
infinitas.

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Ensaladas

La ensalada es un concepto maltratado, atropellado. Todo el mundo se echa a


reír cuando el camarero de Ninotchka le dice a Greta Garbo, que ha pedido un
plato de apio y zanahorias: «Madame, esto es un restaurante, no una huerta».
Hoy por hoy, en algunos restaurantes se incorpora la huerta sin mucho
conocimiento, o directamente se sirve gratis, como un lastre del que hubiera
que librarse.
El malhadado cliente puede vérselas con un cuenco pequeño imitación de
madera en cuyo interior yacen los cadáveres descuartizados de lo que otrora
fueron plantas comestibles, por lo común una injustamente pisoteada lechuga
romana acompañada de unas tristes tiras de col lombarda teñida de azul, todo
ello bañado en un espeluznante aliño anaranjado y salpicado de unas rodajitas
de rábano algodonoso o leñoso. Con frecuencia comparece también un
abatido tomate cherry.
O bien llega un plato con algo que parece un bloque descolorido y que
efectivamente es un bloque, de lechuga iceberg casi congelada. También cabe
la posibilidad de deambular por un bufé de ensaladas y decorar una montañita
de hojas verdes mustias con tiras de panceta de tercera categoría,
champiñones marinados, atún, aceitunas, remolacha encurtida, huevo duro
picado, guisantes, corazones de alcachofa de lata y pimiento rojo de bote. El
conjunto se amalgama con una especie de cola de encuadernar rebajada y
salpicada de trocitos de queso azul.
Por más sencilla o sofisticada que sea, la ensalada siempre es fuente de
controversia. ¿Cuándo comerla? En Oriente, después del plato fuerte. En
Occidente, antes.
Están los defensores a ultranza de aliñar, revolver y servir, y están
también los que disponen la vinagreta en una salsera e invitan a cada
comensal a aderezar a su gusto.
En lo que a aliños se refiere, los puristas sostienen que jamás debe
alterarse la bendita —y clásica— combinación de aceite, vinagre, sal y
pimienta. Otras almas más desenfadadas añaden eneldo, unos copos de
parmesano, alguna salsa picante, angostura, zumo de limón o mostaza. Y
luego están los que se aferran con uñas y dientes a la creencia de que
cualquier aliño que se precie debe contener una cucharadita de azúcar. Para
consternación de otros.

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Los extremistas más radicales reaccionan a la moda de ahogar la ensalada
en vinagreta llevando a la mesa una bandeja de berros al natural.
Hay ensaladas mixtas sobre las que se han escrito libros enteros y que
algunos, dicho sea de paso, no consideran ensaladas. Contienen carne,
pescado y queso. Son ensaladas complicadas.
La base fundamental de una ensalada, hasta un niño debería saberlo, es
que es verde, rápida y fácil de preparar.
Por ejemplo, llega la hora de comer y estás canina. Te dispones a
prepararte una ensaladita con un manojo de rúcula, la hoja verde más
refinada, cuando de pronto suena el teléfono. Una amiga hambrienta y su
bebé van a acercarse a veros a tu bebé y a ti, y con el puñado de rúcula no hay
para dos. Como la inventiva es una necesidad para las madres, te acuerdas de
la tartera con coles de Bruselas que hay en la nevera y del tarro de nueces de
la despensa. Mezclados con una buena vinagreta, estos tres elementos dan una
ensalada sabrosísima.
Un estado de gazuza extrema me llevó a improvisar una composición de
grelos al vapor fríos, aguacate, brotes de lentejas y berros. Los germinados de
lentejas, a la venta en tiendas naturistas, son crujientes y saben a fruto seco,
mientras que el aguacate es cremoso y suave. El grelo tiene un sabor intenso y
ligeramente amargo, y el berro presenta un toque pimentado. Unos
ingredientes que al combinarse actúan casi como los instrumentos de un
cuarteto de cuerda. Si se le añade un huevo duro o una patata pequeña en
rodajas, tienes una comida completa.
Las combinaciones son infinitas, sobre todo en verano. En invierno,
cuando cuesta más encontrar una buena lechuga, la amante de las ensaladas
siempre puede tirar de una verdura previamente cocida: berza con un aliño de
jengibre, kale con ajo y mostaza, escarola con aceite y pimienta. Mucha gente
come ensalada con diligencia porque es buena para la salud, pero los más
inteligentes la consumen con alegría solo porque está riquísima.
Cuando te canses de ensaladas con volúmenes, pásate a las planas. Una
«ensalada plana» encarna el entrante o el primero perfecto, y además alegra la
vista. No hace falta haber asistido a un curso de ikebana; basta con tener un
cuchillo afilado y una bandeja mona. Unas rodajas casi transparentes de
pepino rociadas con un aliño a base de ajo y espolvoreadas con eneldo
componen la ensalada más fácil del mundo. Puedes disponer las rodajas en
círculo y formar una guirnalda con berros o con esos brotes japoneses de
rábano que pican tanto que te lloran los ojos.

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En verano, la típica fuente de tomate, mozzarella y cebolla es una
ensalada plana con todas las letras, igual que la que se prepara con patata,
pepino y tomate con vinagreta.
Son ensaladas saludables —pocas calorías, mucha fibra y vitaminas—,
amén de fáciles y baratas. Pero ¿qué podemos pensar de una ensalada cara,
trabajosa de hacer y encima malsana? Esa ensalada existe y aparece en las
cartas de esos restaurantes anticuados y de precios desorbitados que te hacen
sentir en lugar seguro. Se llama salade gourmande y cuando te la terminas, en
vez de sentirte ligero y ágil te quedas torpón y pesado, como si tuvieras los
bolsillos a reventar de billetes.
Está compuesta por las hojas interiores —las más tiernas— de la lechuga
de mantequilla, cubitos de paté de foie gras y carne de langosta. El aliño lleva
principalmente aceite de oliva francés y una gotita de vinagre. He aquí una
ensalada saturada de colesterol y grasas, en lo más alto de la pirámide
nutricional, que para colmo de males te hará sentir culpable por gastarte una
pequeña fortuna en ensalada.
Una Nochevieja quise hacerla para agasajar a unos amigos. Para empezar,
cortar paté de foie gras en cubitos es una tarea que hace rechinar los dientes.
Comprar la carne de langosta cocida (una langosta entera habría sido un
desperdicio) da flato en el momento de pagar. Y hace falta mucha lechuga
mantequilla para tener suficientes hojas tiernas.
Pero todo eso son menudencias; vale el medio mes de alquiler que cuesta.

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Cenas vomitivas. Mi testimonio

Una comida realmente repugnante tiene algo de victoria. Pervive en la


memoria con un brillo morboso, del mismo modo que un plato glorioso se
recuerda envuelto en una especie de delicado fulgor. No estoy pensando en
desastres culinarios: pasta chiclosa, brownies calcinados, salsas cortadas; el
mejor escribano echa un borrón. Estoy pensando en comidas simplemente
abominables de principio a fin.
La comida mala abunda en los restaurantes, pero no es lo mismo una
comida mala en la calle que una comida mala en una casa; a fin de cuentas, el
restaurante no te invitó a cenar.
Mi madre es de la opinión de que si no sabes cocinar debes limitarte al
solomillo y a las patatas hervidas con perejil, y mantener una relación
cordialísima con una panadería de altos vuelos. Pero si todo el mundo siguiera
su máxima habría muchas menos comidas horrendas, y el tapiz complejo y
rico que es la experiencia humana se empobrecería bastante.
Mi vida ha prosperado mucho gracias a platos atroces; dos de los peores
con diferencia los sufrí en Londres. Soy una gran partidaria de la comida
inglesa, pero lo que me sirvieron en aquellas dos ocasiones no era ni inglés ni
comida, hasta donde yo sé.
Érase una vez, mi viejo amigo Richard Davies me llevó a una cena en
Shepherd’s Bush, un barrio de mala muerte, en el piso de uno de sus amigos
más antiguos.
—¿Cómo es tu amigo?, —le pregunté.
—Un genio —me explicó Richard—. Domina como nadie el pensamiento
abstracto.
A mí aquello me sonó fatal.
—Mira tú —respondí—. ¿Y guisa bien?
—Ni idea. En todos estos años no he comido nunca en su casa. Es que es
escocés, y los escoceses son muy miserables.
Cuando un inglés dice «miserable», quiere decir «tacaño».
Nos recibió en la puerta del piso nuestro anfitrión, una persona taciturna
con aires de portento que nos guio hacia una sala grande y sin amueblar salvo
por una mesa puesta para seis. Mis sentidos no percibieron ningún olor ni
sonido que evidenciara un cocinado. Había otros dos invitados, con cara de

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estar deseando que llegaran los entrantes. Pero encima de la mesa no había
nada.
—No creo que haya suficiente para todos —declaró nuestro anfitrión,
como si fuera culpa nuestra por ser tantos. Normalmente, no es la clase de
comentario que más le apetece escuchar a una invitada, pero al final nos
alegramos de que así fuera.
Tomamos un vino peleón y cuando prácticamente nos estábamos
mordiendo los brazos unos a otros nos indicaron que tomáramos asiento. El
señor de la casa colocó en el centro de la mesa una cazuela más bien pequeña.
Estiramos el cuello para ver qué contenía, esperanzados. El anfitrión levantó
la tapadera. «No vale mirar», dijo.
Lo normal cuando levantas la tapadera de una cazuela recién salida del
horno es que salga un humillo fragante. Esta vez no, aunque tardé en caer en
la cuenta de que aquel recipiente no acababa de salir del horno, sino que
llevaba mucho rato fuera, templándose y de paso criando salmonela.
El caso es que por fin se despejó la incógnita: la cazuela contenía una
capa de arroz a medio cocer, otra de rodajas de piña y otra de salchichas, todo
ello cocinado en un líquido indefinible. Cada comensal recibió una rodaja de
piña, una salchicha y una montañita de arroz crujiente. Comimos todos en un
silencio sepulcral, presas de la perplejidad primero, luego de la estupefacción,
y por último de la gratitud no solo por que no hubiera cantidad suficiente, sino
sobre todo por que no hubiera un segundo plato. Aquello fue lo único que
comimos.
Más tarde, mientras Richard y yo nos terminábamos la segunda pizza en el
Pizza Express, pregunté:
—Lo de esta noche… ¿era una especialidad escocesa?
—No —respondió mi amigo—. Era el plato de un genio.

Varios años más tarde, en otro viaje a Londres, nos invitaron a Richard y a mí
a una cena en Hampstead, en una casa antigua preciosa que los dueños habían
remodelado por dentro para que tuviera un estilo futurista postindustrial.
Aún en el umbral, nuestra anfitriona pronunció unas palabras pavorosas:
—Vais a ser mis conejillos de indias, porque es la primera vez que
preparo la receta. Es un plato medieval. Me pareció muy interesante.
No sé por qué, pero «interesante» nunca me ha parecido un adjetivo
halagüeño cuando se aplica a comida.
En la cocina había dos empanadas gigantescas y ligeramente abombadas.
—Qué buena pinta —comenté—. ¿De qué son?

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—Son empanadas medievales de pescado —explicó—. Una variación del
starry gazey pie de Cornualles.
El starry gazey pie es una empanada por la que asoman las horrendas
cabezas de las sardinas con que se prepara el plato, para que puedan admirar
las estrellas de masa que decoran la parte superior del preparado.
—Ah —dije, tragando saliva—. ¿Y en qué se diferencian?
—Pues es que no he podido conseguir sardinas —repuso la mujer—, así
que le he puesto calamar. Calamar, lenguado, manzana, cebolla, mucha canela
y una cosa que se llama juncia loca. Se parece un poco al galangal.
—Entiendo.
—Data del siglo doce, o del trece —añadió—. La masa se elabora con
harina, agua, sal y miel.
Me atribula rememorar aquella cena, pero la tercera fue todavía peor.
Tuvo lugar en un barrio de las afuera de Connecticut una bonita noche de
verano. Había sido una estación particularmente calurosa y exuberante, de ahí
que los mercados de la zona estuvieran a rebosar de buen producto de todo
tipo. Nos habían invitado a varios amigos y a mí.
—¿Qué nos pondrá de cenar nuestra anfitriona?, —pregunté.
—Nos ha dicho que no esperemos nada del otro mundo —me
respondieron—, que iba a preparar una especie de «pescado al horno
tradicional».
Cuesta imaginar que unas palabras tan inocentes por separado pudieran
resonar con un eco tan funesto al combinarse.
Como entremés tomamos algo que creo que se llama quesitos. Más que un
alimento, era un producto manufacturado que acompañamos de biscotes
revenidos. Luego, llegó el momento de sentarse a cenar.
El pescado al horno tradicional era una creación aterradora. Alguien de la
familia había salido a pescar y había vuelto con un puñado de morralla; nadie
fue capaz de determinar exactamente de qué especie. Los pescaditos habían
sido destripados y descamados de aquella manera y a continuación los habían
echado en una parrilla. Acaso para amortiguar sus últimos gritos de agonía,
los habían asfixiado en una gruesa capa de crema agria y posteriormente
bombardeado con cebolla cruda muy picada. El golpe de gracia consistía en
un breve paso por el horno al rojo vivo, hasta que los escasos jugos del
pescado se evaporaron y la crema agria adoptó una textura granulosa. Como
guarnición nos sirvieron guisantes congelados hervidos y una ensalada de
lechuga iceberg.

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La lechuga iceberg desata agrias controversias. Mucha gente opina que es
una aberración. A otros les despierta sentimientos menos furibundos, pero el
caso es que fue rarísimo comer aquello cuando el mercado que había a cinco
minutos de distancia tenía al menos cinco clases de lechuga, entre ellas, hoja
de roble, mantequilla y limestone.
De postre tomamos una tarta de queso industrial con guindas iridiscentes
incrustadas en una cobertura de gelatina de cerezas, y un café aguachirlado.
Como viene siendo tradicional en mí, la siniestra experiencia tuvo un final
feliz gracias a una pizza tamaño familiar.
Sin embargo, de vez en cuando una cena execrable se alarga hasta más
allá de la hora de cierre de las pizzerías. Llegas a casa desmayada de hambre,
agotada, apaleada en cuerpo y alma. Te preguntas qué has hecho tú para
merecer una cena tan atroz, una comida que no se te ocurriría servirle a tu
peor enemigo ni a un perro vagabundo. Te has ganado algo rico, pero la
nevera está pelada.
Puede que tengas para unos huevos con tostadas, o un vaso de leche
caliente, o un sándwich de queso a la parrilla, pero tu espíritu reclama algo
más.
He aquí la respuesta: rösti. El rösti es ese plato suizo a base de patata
rallada. En realidad, se trata de una burda excusa para zamparte cien gramos
de mantequilla. Y lo tienes listo en el tiempo que tarda tu media naranja en
darse una ducha o preparar unas copas.
Quítate el abrigo y echa una patata de Idaho grande en una cacerola de
agua en ebullición. Cuando te hayas enfundado el pijama y hayas colgado la
ropa, ya podrás sacarla. Siete minutos como máximo. Este paso, por lo visto,
sirve para estabilizar la fécula.
En una sartén, calienta a fuego suave una cantidad generosa de
mantequilla sin sal (unos 60 g). Debe burbujear pero no dorarse. Ralla la
patata contra la cara del rallador con los agujeros más grandes, forma
pastelitos e introdúcelos en la mantequilla. Fríelos hasta que se doren por los
dos lados.
El resultado en un tanto indigesto, pero al fin y al cabo ya te habrás visto
sometida a una auténtica barrabasada. Los rösti te harán sentir mejor. Tanto tu
pareja como tú (o tú misma, sin compañía; con las cantidades que he dado
salen dos pastelitos grandes, así que, si estás sola, ¡los dos para ti!)
empezaréis a ver las tropelías de la velada desde un ángulo más amable.
Porque las comidas horrendas que no te matan te hacen más fuerte, más
noble, y te preparan mejor para afrontar el sinfín de sorpresas y desafíos que

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nos tiene reservados este alucinante mundo nuestro.

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Ensalada de pollo

La ensalada de pollo posee cierto glamur. Es como el vestido negro de fondo


de armario: elegante, versátil, puedes llevarla a todas partes. Puedes
simplificarla y dársela a un niño, o engalanarla y servirla en una cena con
invitados. Añádele unos accesorios interesantes y sorprenderás a tus amigos.
Antiguamente, la ensalada de pollo era un plato o de niños o de salón de
té, para señoras que habían estado de compras y querían almorzar ligero. Si
recuerdas las novelas de misterio de Nancy Drew, quizá te acuerdes de que
Nancy y sus compinches, vestidas de sport, montaban en el descapotable y
tras dar caza a un villano ladrón o contrabandista paraban en un salón de té y
comían ensalada de pollo y bollitos caseros con té frío. La versión tradicional
de este plato, que consta de carne de pechuga, apio, un pelín de cebolla y
mayonesa, es difícil de encontrar en la actualidad. No debería servirse como
un sándwich sin pan, sino en un plato, con un tomate pelado y barquitas de
apio relleno.
Las ensaladas de pollo finolis han copado el mercado, pues vivimos en la
era de las tiendas gourmet con platos para llevar. Ahora puedes comprar
variedades de ensaladas de pollo inconcebibles hasta hace poco (a menudo,
con razón): con kiwi y castañas de agua, con almendras peladas, con limón
confitado y berros, o ciruelas pasas, champiñones, aceitunas negras y pera.
Algunas son tan horrorosas como ese engrudo soso e inidentificable que
venden en los delis, pero otras tienen su aquel. No soy capaz de imaginar a un
hombre ingiriendo una ensalada de pollo exótica, y eso que siempre parece
gustarles. Más bien visualizo una fuente de ensalada ante una mujer de punta
en blanco, con pamela y collar de perlas. Podemos afirmar que la ensalada de
pollo es estilosa y femenina.
A mí me encanta este plato en sus tres encarnaciones: para críos, para
almuerzos de señoras y para cenas festivas entre adultos. Ni que decir tiene
que todo el mundo puede disfrutar con alegría de cualquiera de estas
variantes.
La ensalada de pollo para los más pequeños es mejor servirla sobre una
tostada de pan blanco y se prepara de la manera más sencilla, y ya descrita:
pollo, cebolla, apio y mayonesa.
La versión para almuerzos de señoras es lo que podríamos denominar
«ensalada de pollo neoyorquina», en honor a la inmensa variedad que ofrecen

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todas las charcuterías delicatessen. Mi favorita puede parecer de lo más
inverosímil, pero es extremadamente popular: pollo, nueces pecanas, pasas
rubias, cebolleta picada y eneldo, ligado todo con una mayonesa al curri. La
mayonesa no tiene por qué ser casera, aunque la de casa siempre es una
maravilla. El curri se prepara con una cucharadita de jengibre, otra de
cúrcuma, media de comino, un cuarto de cucharadita de canela y clavo, y
media de mostaza en polvo y pimentón; no es curri de verdad, pero está de
muerte.
Para una cena en buena compañía me gusta preparar una ensalada de pollo
a temperatura ambiente con boletus. Todavía no he tenido la suerte de echarle
el guante a unos boletus frescos, pero los deshidratados valen. Mientras se
escalfan las pechugas, rehidratas las setas en agua. Luego, se cuela el líquido
resultante para retirar las impurezas y se reserva. Una vez hecho, el pollo se
desmenuza y se mezcla con los boletus, aceite de oliva, cebolleta picada, sal,
pimienta y más o menos una cucharadita del licor de setas. Una cena de
verano perfecta.
Luego está también la ensalada de pollo perfecta, la que encarna todas las
virtudes a la que cualquier ensalada de pollo aspira. Se trata de una versión
idealizada, y su elaboración vale como método para todas las demás:

1. Primero, hay que escalfar muy despacio y con suma delicadeza las
pechugas de pollo (con la piel y el hueso). El agua no debe hervir sino
sonreír, como dicen los franceses, durante una hora u hora y media. El
resultado es una carne de pollo tierna, casi cremosa, nunca correosa ni
chiclosa.
2. Quitar la piel y el hueso a las pechugas y disponer en una ensaladera.
Verter un poco del caldo por encima. Tapar el recipiente y guardar en
la nevera. Al día siguiente, retirar la gelatina de la carne y cortar. El
pollo estará jugoso y ligeramente gelatinoso.
3. Preparar una mayonesa con una yema, 180 ml de aceite de oliva suave,
media cucharadita rasa de mostaza en polvo, un diente de ajo muy
pequeño, picado, una pizca de sal y zumo de limón para diluirla un
poco.
4. Añadir estragón fresco, cebolleta y tomillo, todo muy picado (no tiene
sentido hacer esta receta sin hierbas frescas). Incorporar la salsa al
pollo troceado.
5. El resultado es pura ambrosía.

Ahora que ya tienes la ensalada de pollo, ¿qué hacer con el caldo que ha
sobrado de escalfar las pechugas? Lo puedes congelar, o usarlo como base de

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prácticamente cualquier sopa, o puedes gratificarte por ser la cocinera y
prepararte este exquisito capricho:

Sopa al minuto

250 ml de caldo gelificado, dos espárragos troceados, un puñadito de pasta


pequeña, un huevo, media lima, pimienta negra.

Cuando el caldo rompa a hervir a fuego muy lento, echar los espárragos y
la pasta (puedes robar la sopa de letras o las estrellitas de tu progenie).
Cuando la pasta esté hecha, verter un huevo batido y el zumo de media lima.
Añadir pimienta negra recién molida y degustar al momento.

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Cocina fácil para almas extenuadas

No soy una cocinera creativa, ni muy ambiciosa. Soy una guisandera de las de
toda la vida. Hace no tanto me gustaba invitar a amigos a cenar, y ahora que
tengo una hija soy la responsable de proveer tres comidas diarias, tentempiés
aparte. Y, como me gusta complicarme y no admito la idea de que mi
precioso ángel consuma un pan cualquiera, hago el mío en casa.
Tres comidas diarias, siete días a la semana, por más que te guste meterte
en la cocina, acaba agotando al más pintado, sobre todo si al margen de la
actividad culinaria tienes que recoger a la criatura de la escuela, escribir una
novela o sacar tiempo para actividades tan básicas como hacer la compra, por
no hablar de mantener un contacto con tus amistades y alguna conversación
de vez en cuando con tu pareja. Por todo esto, no es ninguna tontería tener
siempre bajo la manga unos cuantos comodines de los que se cocinan solos.
El objetivo es lograr un rendimiento descomunal a partir de una inversión
mínima. Y la cocina es prácticamente la única situación en la que algo así es
posible.
Hace ya mucho tiempo me di cuenta de que cada invierno desarrollaba un
intenso antojo de comer ternera hervida. Solía satisfacer este deseo en el
restaurante del Hogar Nacional de Ucrania, o en el desaparecido Lüchows,
donde preparaban una ternera hervida encomiable que luego enfriaban en
gelatina y servían como ternera auf der Neuen Art. Jamás se me había
ocurrido guisarla yo misma, y eso que, obviamente, es uno de los grandes
platos fáciles de hacer, porque se guisa solo, presenta sobras interesantes y
también puede convertirse en sopa.
Yo empleo un corte llamado morrillo, una pieza redondita con forma de
hogaza casi sin grasa. Se mete en una cazuela junto con tres dientes de ajo,
una ramita de romero (o no, si el romero no te gusta), pimienta negra molida
gruesa y un par de huesos de ternera. Lo ideal, porque lo que queremos es
engordar el caldo con rica gelatina, es usar una manita de ternera, pero no
siempre es fácil de encontrar. Se añade el agua necesaria —mineral o filtrada
— para cubrir la carne, se tapa la cazuela y se mete al horno a 120 ºC durante
tres horas o así, que quede tierna. Entonces se añade media col pequeña
cortada en cuartos, una zanahoria grande en trozos y una cebolla amarilla,
también en trozos. Aquí también caben nabos, si te gustan (no es mi caso), y

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una patata grande, pelada y cortada en trozos medianitos. Se hornea una hora
más, hasta que la carne esté tiernísima.
Este plato puede servirse como hacen los franceses, o sea, primero el
caldo como entrante y luego la carne con la verdura; o bien, como hacemos la
gente dejada, echarlo todo junto en un plato hondo grande, poniendo en la
mesa tenedores, cuchillos y cucharas soperas. A algunos les gusta
acompañarlo con mostaza, a otros con rábano picante, y a otros, como a mí,
con lima encurtida muy picante, que pega un montón con la ternera hervida.
Si te sobra algo de caldo, lo puedes reciclar para una sopa, o cocer en él
unas lentejas, trocear la carne que haya quedado y almorzar ensalada de
lentejas con ternera al día siguiente. Otra opción es filetear la carne sobrante y
preparar sándwiches, o hacerla tiras y macerarla en un poco de aceite de oliva,
cayena desmenuzada, cebolleta y zumo de limón. Con esto, un arroz blanco y
unas rodajas de pepino tendrás una comida muy sabrosa.
Si eres vegetariana o te codeas con gente que lo es, un plato delicioso que
prácticamente no requiere ningún esfuerzo es el chili vegetal. Auténtico no es,
pero está riquísimo.
Hasta hace muy poco, la mera idea de un chili vegetariano me daba
náuseas. Abundan en los libros de comida sana recetas aberrantes. Pero el
verano pasado, en un pequeño restaurante familiar llamado Chelsea, en Great
Barrington (Massachusetts), lo probé por primera vez y me pareció una
delicia. El truco, según me dijo la dueña, era usar cuatro legumbres.
Ya en casa, me remangué y puse manos a la obra. Usé alubias rojas
pequeñas (las de riñón son muy bastas para este plato), alubias azuki (rojas y
diminutas, de venta en tiendas naturistas), alubias negras y urid dal negras
(unas lentejas también muy pequeñas que se encuentran en tiendas de
productos indios).
Echar en una cacerola, con una hoja de laurel, 150 g de alubias negras,
150 g de las rojas pequeñas, 75 g de azuki y 75 g de urid dal. Huelga decir
que las proporciones son flexibles; con estas cantidades comerán tres o cuatro
personas. Añade una lata grande de tomate de pera italiano troceado (jugos
incluidos), tres dientes de ajo picados, una cebolla en daditos y una guindilla
mediana seca (en tiendas de alimentación mexicanas y españolas) sin las
semillas. Pon también guindilla en polvo al gusto, y agua si es menester.
Lleva a una ebullición mínima y déjalo hacer todo el día, removiendo de vez
en cuando. Las alubias no necesitan remojo previo. Como bien señala Buster
Holmes, el duelo del restaurante homónimo de Nueva Orleans, las únicas
alubias que se hacen papilla son las que han estado en remojo.

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Antes de servir se puede añadir un hilito de aceite de oliva, para que esté
más cremoso. O no. Se toma con arroz o pan de maíz.
Ya tienes dos principales extremadamente fáciles. Componer una
ensalada, naturalmente, es cuestión de segundos. Pero ¿y de postre?
En sus memorias de infancia, En el tribunal de mi padre, Isaac Bashevis
Singer menciona las peras al horno de su madre, sometidas a un proceso de
asado largo con una vaina de vainilla, canela en rama y cáscara de limón. Para
hacer estas peras uso un tayín —una cazuela de altura media con una tapa
cónica, todo de barro— que me trajo una prima de Marruecos. Nunca he
hecho tayín —el estofado para el que está concebido este recipiente—, pero sí
muchas manzanas y peras asadas, siempre con éxito. Cualquier fuente de
barro con tapa servirá.
Disponer unas peras tipo Seckel en el recipiente, espolvorear con azúcar
(o con azúcar avainillado, que es azúcar normal guardado con una vaina de
vainilla). Añadir medio vaso de agua, una rama de canela y una espiral de
cáscara de limón. Tapar y asar a 150 ºC durante una hora y media.
Y, a menos que pretendas alimentarte de leche con cereales, no hay nada
más fácil de hacer.

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Instrucciones para dar una fiesta

Nunca me he considerado una gran organizadora de fiestas, aunque lo cierto


es que he dado unas cuantas a lo largo de mi vida.
Con «fiesta» me refiero a una reunión de más de ocho personas cuyo
destino último no es la mesa del comedor; digamos que están por un lado las
fiestas y por otro las cenas. Y aunque me consta que existen grandes fiestas
que incluyen una comida nocturna, en mi casa eso se llama «tener invitados
para cenar» y el número de comensales, salvo en Nochebuena o Acción de
Gracias, nunca pasa de seis.
Una fiesta es, por definición, algo que va a la deriva. Los invitados vuelan
en libertad llenándote la moqueta de miguitas de bizcocho y el parqué de
ceniza de tabaco, asustándote al gato y dejando cercos en los muebles con las
copas arrumbadas; algo emocionantísimo para algunos anfitriones y pavoroso
para otros. A la mayoría de la gente, la idea de dar una fiesta le inspira una
mezcla de ambos sentimientos, embargándolos de tanto terror como ilusión.
En cualquier caso, qué más da que te den miedo; no queda más remedio
que dar fiestas para celebrar fechas señaladas: cumpleaños, publicaciones de
libros, compromisos matrimoniales, vueltas al hogar, etcétera. Los
cumpleaños son especialmente exigentes, dado que regresan año tras año, y
conviene saber cómo afrontarlos. Quienes no contamos con personal de
servicio gustamos de hacer algo sencillito sin renunciar a brindar un rato
agradable a nuestros allegados. Es más fácil de lo que pudiera parecer.
Lo primero es averiguar qué clase de fiesta te gusta, y qué clase de fiesta
quieres ofrecer. Tras muchos años de reflexión (sumados a la llegada de un
bebé), he llegado a la conclusión de que las fiestas nocturnas no son para mí:
llego a ellas demasiado cansada. No me apetece dar de comer y bañar a una
niña para luego tener que alimentar a dieciséis adultos, ni dedicar a recoger y
limpiar un tiempo precioso que podría emplear en dormir. No falla: dan las
nueve y empiezo a amustiarme, y observo que no soy la única. Por eso, mi
fiesta de predilección es una merienda. De un tiempo a esta parte, las que más
me gustan son las que empiezan a las tres y terminan sobre las cinco y media.
Una merienda es apta para todas las edades. Empieza a una hora del día en
que la gente suele estar ya libre y predispuesta a comer y beber algo, así como
a echar un rato de palique. Una merienda da cabida a tus amigos adultos con y
sin hijos, y da cabida también a los niños. Como bien sabe cualquiera que

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haya tenido descendencia, a las criaturas hay que darles un tentempié sobre
las cuatro…
A las cuatro de la tarde a todos nos entra gazuza, pero solo los británicos
han institucionalizado esa sensibilidad. Cada año, alguna revista inglesa
dedica un artículo al declive de los salones de té, pero el teatime persiste, y
muchas cafeterías lo sirven. La merienda es la comida perfecta para los niños,
pues tanto ellos como sus cuidadoras tienden a languidecer sobre esa hora y
necesitan algo que los reviva.
Para los británicos, existen dos tipos de tea: el high tea y el low tea. En
este país cometemos el error de tomarnos el high tea como una merienda muy
laboriosa con montones de tartas y galletas, cuando lo cierto es que el high tea
consiste básicamente en una cena, o sea, un té servido en torno a las seis de la
tarde y acompañado de algo ligero de comer, como huevos escalfados con
tostadas, por ejemplo, o —como me sirvieron una vez en un hotel de Brecon,
en Gales— un cuenco de algo llamado sopa Windsor, una chuleta de cordero
con pelos y una taza grande de té.
El low tea se toma más temprano, sobre las cuatro, y puede ser tan
humilde como un poco de pan con mantequilla, una tetera y un platito con
pastas; o tan sofisticado como una tarta helada, un cuenco de fresas y una pila
de sándwiches. A quienes anden a la caza de inspiración les resultará de
utilidad leer Mary Poppins, de P. L. Travers, o las primeras novelas de Iris
Murdoch, donde se describen con todo lujo de detalles los menús de varias
meriendas.
La mayor ventaja de celebrar una merienda es que puedes prepararlo todo
con antelación y descansar un rato antes de que lleguen las hordas
atronadoras. Es más, el menú debe semejar un collage hecho a lo loco o un
juego de porcelana desparejado. La tarta de chocolate junto a los panecillos de
queso, y los sándwiches de pepino y anchoa codeándose con las pastas de
mantequilla. En definitiva, lo ideal es servir cuatro o cinco de tus grandes
favoritos (o dos o tres) y una tetera (más café o vino para los que no tomen
té).
Hay ocasiones en las que no procede una merienda, como Nochebuena o
el Día de la Independencia. La Nochebuena pide una cena en torno a una
mesa, con un ave o pescado de gran tamaño. Nuestro menú navideño va
variando. Un año cenamos oca, una regia criatura majestuosamente
presentada en una bandeja inmensa. Una vez trinchada el ave, a cada uno le
correspondió una ridiculez de carne —que es lo que se saca de una oca— y
mi marido se llevó de propina una reacción alérgica que lo condenó a la cama

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con dos Benadryl en el cuerpo. También hemos comido capón, pato, pavo, y
el año pasado tomamos salmón, que gustó mucho a todo el mundo salvo a uno
de los invitados, que esperó al momento de sentarnos a la mesa para confesar
que era extremadamente alérgico al pescado.
Una comida festiva precisa de un plato fuerte, varias guarniciones
elegantes y un postre magnífico. Luego, los comensales se trasladan al salón a
beber expreso descafeinado y comer pistachos, mandarinas y bombones,
dejándote el suelo perdido de cáscaras y envoltorios de colorines.
Cuando yo era niña, en mi casa nos tomábamos muy en serio el Día de la
Independencia, y he mantenido esa tradición. En este caso, el menú es
invariable año tras año: pollo frito, ensalada de patata y coleslaw, con algo
clásico de postre (melocotones con helado o bizcocho de jengibre).
Pero cuando toca celebrar un cumpleaños siempre me encomiendo a una
buena merienda, desde aquella lejana ocasión en que organicé una para el
aniversario de mi marido, a medio camino entre el high y el low tea.
Veinticinco personas se apretaron una bandeja grande de sándwiches de
jamón cocido, otra de sándwiches de pepino, una pila de brownies, un
bizcocho de jengibre, una gigantesca tarta de cumpleaños letona (un bizcocho
con forma de ocho, aromatizado con azafrán y salpicado de pasas rubias), un
cestillo de bastoncitos de queso, dos cacerolas de judías en tomate, una
ensaladera de fresas y un samovar de té.

Tarta de cumpleaños letona de Elza Jurjevics

Un bizcocho aromatizado con azafrán que también puede hornearse con


forma de rosco o de bollitos. La representación tradicional para los
cumpleaños es un ocho.

1. Derretir 120 g de mantequilla en 300 ml de leche y reservar.


2. Hervir una cucharada de azafrán en tres de agua y reservar.
3. Tamizar 600 g de harina, 100 g de azúcar y una cucharada sopera de
levadura. Pasar por el pasapurés una patata mediana cocida (aún
caliente) e incorporarla a la harina removiendo con los dedos. Añadir
unos 175 g de pasas.
4. Verter la leche con mantequilla sobre la harina. Añadir el azafrán,
120 ml de crema agria, y batir hasta que adquiera un tono brillante. No
requiere amasado. Dejar reposar la masa hasta que doble su volumen.
5. Golpearla y, añadiendo un poco de harina para que no esté tan
pegajosa, golpearla de nuevo. Darle forma de rollito, estirando y

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enrollando con cuidado. Disponer la masa en forma de ocho sobre una
bandeja de horno engrasada. Parecerá un pretzel gordo.
6. Engrasar por fuera dos cuencos de natillas y colocarlos en los agujeros
del ocho para que no se cierren durante el horneado. Pincelar con
huevo, espolvorear con azúcar y al horno a 180 ºC durante cuarenta y
cinco minutos.

La tarta se sirve con las velas apoyadas en unos soportes en los huecos.
Como he dicho antes, la masa puede dividirse en unos bollitos que quedan
magníficos. Mi suegra los hace así, del tamaño del botón de un abrigo, y en
mi casa desaparecen por decenas en cuestión de segundos. Los llamamos
«pan amarillo», y vengo observando que a mi gato también le chiflan.
La masa presenta un color amarillo precioso, suntuoso. El azafrán le
confiere un sabor sutil, exótico, indescriptible. No es un bizcocho muy dulce.
Se toma tal cual o con mantequilla y mermelada, y se conserva bien varios
días si tienes la suerte de que sobre algo.
Cada año que pasa, la lista de invitados de nuestra hija es un poco más
larga, pero la fiesta se mantiene: sándwiches, una tarta de cumpleaños letona
pequeña (puesto que ella es medio letona) y dos peticiones suyas: el bizcocho
de zanahoria que aparece en The Jewish Family Cookbook y magdalenas, la
mitad con la forma tradicional y la mitad con forma de concha. Para dar salida
a las claras, una fuente de merengues de chocolate. Té y café para los
mayores, zumo y leche para los niños. La fiesta empieza a las tres y termina a
las cinco, antes de que nadie se ponga quejoso o gruñón por el cansancio. Las
fiestas de cumpleaños estresan más a las criaturas de lo que muchos adultos
creen, de modo que no es mala idea ceñirse a algo sencillo. La regla de oro es
que, si los adultos están contentos y relajados, los niños también lo estarán, y
a los más pequeños les gusta merodear cerca de la mesa y divertirse sacando
las rodajas de pepino de los sándwiches. Como la merienda no se sustenta
únicamente en un pastel y helados, los niños no se atiborrarán de azúcares, y
si cada mochuelo se marcha a su olivo a las cinco, dispondrás de una horita
para descansar antes de la cena.
Mi cumpleaños siempre es un tanto improvisado. Mi tarta preferida es un
bizcocho de jengibre con glaseado de chocolate; el bizcocho lo preparo la
víspera. A veces hago dos finos, y a veces hago uno y lo abro por la mitad.
Cuando el bizcocho se ha enfriado, unto en el centro una capa muy (pero que
muy) gorda de mermelada de frambuesa y monto encima la otra pieza. La
parte de arriba se unta con una capa fina de mermelada y se deja asentar el
conjunto toda la noche, aún sin glasear. A la mañana siguiente, preparo una

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mezcla de mantequilla, azúcar y chocolate —cualquier libro de cocina
contiene una receta con sus proporciones; o bien consulta el capítulo siguiente
— sobre la que espolvoreo, por insistencia de mi hija, fideítos de colores y de
chocolate.
Este año, para acompañar la tarta saqué una fuente de bollitos de queso:
masa de pan blanco rellena de gruyère, cebolleta picada, pimienta negra y un
poquito de aceite de oliva, espolvoreada con romero, y al horno.
Entre los invitados se contaban dos niñas de siete y ocho años, un niño de
nueve, dos niñas de tres años (una mía, la otra de mi amiga más antigua) y
dos bebés, de siete y diez meses, más sus respectivos padres.
—A él no le des tarta —dijo la madre del bebé de diez meses—.
Demasiadas especias, le dará la llorera.
—¡Es mi cumple!, —protesté—. ¿Ni siquiera para que la pruebe?
—Glaseado nada más —dijo la madre.
El glaseado triunfó.
—Anda, dale un poco de tarta —intervino el padre.
—¡Que no!, —se obcecó la madre—. Que se pone hecho una fiera.
Le di otro pedacito de glaseado con bizcocho pegado y el bebé se puso a
sacudir los puñitos y a reír, o sea, a pedir más.
Al final, los dos bebés comieron tarta de jengibre. Las de tres años
comieron tarta y acto seguido intentaron zamparse toda la cobertura. Los
niños de más edad comieron tarta y bollitos de queso, y luego todo el mundo
ayudó a recoger. Cuando introduje el último plato en el lavavajillas, las niñas
de tres años ya estaban cenadas y bañadas, una dormida en su cama y la otra
en un taxi camino de su casa. No había sobrado ni una miga, la mesa estaba
quitada, los juguetes recogidos, y reinaba un orden aceptable en la casa. Eran
las siete y media, la hora ideal para terminar el periódico, leer un rato y pedir
comida china.
Vamos, lo que yo llamo una fiesta perfecta.

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Cómo hacer bizcocho de jengibre

El bizcocho de jengibre, esa golosina tan evocadora de la niñez, se ha


convertido en una antigualla y ni siquiera el revival de la cocina tradicional ha
conseguido volver a ponerlo de moda. Jamás se ve en panaderías ni cartas,
salvo en Navidad, y solo como galletita con forma de monigote.
Yo amo el bizcocho de jengibre en su encarnación más genuina: húmedo,
esponjoso, especiado. Es un ejemplo de pura cocina de casa, pero ya nadie lo
prepara. Los que de pronto sienten el antojo de comerlo se conforman con los
preparados de venta en supermercados, y cuando les das uno de verdad se
quedan perplejos. ¿Por qué el suyo no sabe así de rico? De los preparados
industriales poco tengo que decir; son todos una bazofia. Además, el que se
hace partiendo de cero quita muy poco tiempo y a cambio te devuelve lo que
tú le has dado multiplicado por diez. Hornear bizcocho de jengibre perfuma
una casa de manera incomparable. Está rico caliente o frío, con glaseado o al
natural. Mejora con el tiempo, si es que tienes la suerte o el autodominio para
que dure.
El bizcocho de jengibre existe en todo el norte de Europa bajo múltiples
formas. El clásico de Florence White Good Things in England, por ejemplo,
cuenta con doce recetas distintas. En The Virginia Housewife, publicado en
1824 y escrito por la señora Mary Randolph, hay tres. Es, indudablemente, un
producto para un clima frío. Su sabor especiado y envolvente es justo lo que
pide el cuerpo en una tarde de invierno. El jengibre estimula el estómago (y
muchos afirman que también purifica la sangre). Cuando lo sirves, tras una
mirada rara, la reacción suele ser: «¡Bizcocho de jengibre! ¡No lo tomo desde
que era pequeña!».
Si te las ves con paladares sofisticados, puedes o bien retrotraerlos a la
niñez y servirlo sin zarandajas, solo con un poco de nata montada, o bien
darle un toque creativo con nata espesa y una pera al horno (ver página 193).
He probado todas las recetas habidas y por haber hasta que por fin he
dado con la que más me gusta. Las proporciones básicas las saqué de una
receta de «bizcocho de jengibre tropical» que aparecía en un libro
encuadernado con canutillo titulado The Charleston Receipts. Esta alhaja, que
lleva publicándose desde 1950 por la Junior League of Charleston (y que
todavía se puede adquirir), contiene recetas fantásticas prácticamente de todo,
desde estofado de Brunswick hasta scones, pasando por shorten’ bread y

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spoonbread. Su bizcocho de jengibre tropical, sin embargo, se hace con coco,
ingrediente que para mí no tiene cabida en este dulce, de modo que me tomé
la libertad de efectuar algunos cambios y añadidos a una receta, por lo demás,
excelente.
En vez de azúcar blanquilla, le pongo moreno —corriente o moscovado
—. Con el normal, el bizcocho queda un pelín más esponjoso, y el moscovado
crea una costra más dulcecita. También añado dos cucharaditas de
aguardiente de limón, un elixir celestial que se prepara fácilmente en casa
pelando la cáscara de dos limones, apurando al máximo para no llevarse el
albedo, majándola para que suelte la esencia y sumergiéndola en 120 ml de
aguardiente bueno. Yo tengo mi botella desde hace trece años y ni me
acuerdo de cuántas veces la he rellenado.
Además del jengibre, el alma de este bizcocho reside en la miel de caña.
Veamos: hay melazas y melazas, y luego está la Reina de las Melazas, a la
venta en el sur del país pero virtualmente desconocida en el norte. Se
comercializa en una lata amarillo chillón y se puede pedir por correo. En
letras negras se lee lo siguiente:

STEEN’S PURE RIBBON CANE SYRUP


(Deliciosa miel de caña, de chuparse los dedos)
«Sin azufre ni lima»
Rico en hierro
Fabricado y envasado por
THE C. S. STEEN SYRUP MILL, INC ABBEVILLE, LOUISIANA 70510
Sin aditivos - Sin extracciones - Recipiente estéril

Una vez me regaló una lata una amiga cajún, y cuando se me terminó
llamé a la empresa Steen para preguntar cómo conseguir más. Una caja de
cuatro latas de setecientos cincuenta gramos cuesta quince dólares con
cuarenta y nueve, envío incluido. En la parte de atrás de la lata figura su
receta de bizcocho de jengibre, que está exquisito pero es muy pegajoso y por
tanto hay que comerlo con tenedor. A mí me gusta tomarlo a pellizcos, o sea,
mucho menos pringoso. No hace falta usar melaza Steen para que el dulce
salga bueno, pero para mí es uno de los grandes placeres de la vida: un lujo
asequible.
Con las siguientes medidas sale un bizcocho de 22 cm de diámetro:

1. Batir 120 g de mantequilla sin sal con 100 g de azúcar moreno normal
o moscovado. Cuando se ponga esponjoso, añadir 120 ml de miel de

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caña.
2. Añadir y batir dos huevos.
3. Incorporar 225 g de harina, media cucharadita de bicarbonato y una
cucharada sopera muy colmada de jengibre molido (se puede adaptar
según gustos; a mí me gusta que sepa a jengibre). Añadir una
cucharadita de canela, un cuarto de cucharilla de clavo y otro cuarto de
pimienta de Jamaica, todo molido.
4. Añadir dos cucharaditas de aguardiente de limón. Si no tienes, usa
extracto de vainilla. ¡Extracto de limón, no! Agregar 120 ml de crema
de leche (o leche mezclada con un poco de yogur) y volcar la masa en
un molde engrasado.
5. Hornear a 180 ºC entre veinte y treinta minutos. Es aconsejable
comprobar al cabo de veinte minutos, clavando un palillo. Dejar
enfriar sobre una rejilla.

Hace poco, a mi hija le regalaron un conjunto de accesorios de pastelería


tamaño infantil: un asador donde cabe una pera, un minibaño maría, unas
varillas no más largas que un dedo, y dos bandejitas para magdalenas y tres
moldes para bizcocho del tamaño de un platillo de café. Una tarde, decidí
hacer el bizcocho de jengibre en esos moldes.
Salieron unas magdalenas del tamaño de un botón de abrigo y unos
bizcochitos de unos quince centímetros de diámetro. Examinando aquella
creación me di cuenta de que sin saberlo había hecho un descubrimiento
importante.
Les serví las magdalenas a mi hija y sus amigos y guardé los bizcochitos
para poner en práctica mi plan. Prepararía un bizcocho de jengibre de tres
capas, cada una untada en mermelada de frambuesa sin semillas, y recubierto
todo de un glaseado de chocolate. Saqué mi kit de decoración de repostería
del baratillo y preparé el glaseado. Mi intención era engalanar la creación con
festoncitos y guirnaldas, pero me pudo la impaciencia. El bizcocho no se
había enfriado del todo y las florituras chorrearon por los laterales, derretidas.
El resultado no fue como para ganar un concurso de belleza, pero igualmente
nos lo ventilamos en un santiamén.

Glaseado de chocolate

1. Batir 60 g de mantequilla sin sal. Cuando empiece a esponjar, añadir


cuatro cucharadas soperas de cacao sin azúcar.
2. Si tienes, incorpora una cucharadita de aguardiente de vainilla (se
prepara fácilmente sumergiendo en aguardiente un par de vainas de

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vainilla abiertas a lo largo), o vainilla, o aguardiente. Añadir unos
200 g de azúcar glas, poco a poco, hasta obtener la consistencia
deseada.

Este bizcocho también queda de miedo con un glaseado de limón. Solo hay
que sustituir el chocolate por la ralladura de un limón grande, añadir una
cucharadita de aguardiente de limón (o extracto) y una cucharada sopera de
zumo de limón. El resto de los pasos, igual que para el glaseado de chocolate.
La experiencia me ha enseñado que el glaseado de limón necesita un rato
de reposo para sacar todo su esplendor. Al principio sabe dulce hasta decir
basta, pero al cabo de una hora más o menos se suaviza y se convierte en una
sustancia delicada y untuosa.
Naturalmente, glasear un bizcocho de jengibre es una decisión del todo
opcional. Puedes hornearlo en un molde tamaño adulto y espolvorearle azúcar
glas por encima, o servirlo con helado, o tal cual. Cortado en cuñas cunde una
barbaridad, a diferencia del bizcocho infantil de tres pisos.
La versión infantil de tres pisos da para seis personas refinadas y
modositas de poco comer —bien porque estén a dieta, bien porque acaben de
ponerse hasta las manillas—; o para cuatro personas relativamente modositas
que no tengan mucha hambre. Dos animales de bellota pueden zampárselo de
una sentada —mitad para ti, mitad para mí—, acompañándolo de un vaso de
leche y una taza de café, sin que quede ni una miga para nadie más.

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Aleta de ternera rellena. Una mala idea

Llega un momento en la vida de cualquier cocinera en el que esta se plantea


preparar una aleta de ternera rellena. Conozco bien este impulso porque yo
misma me rendí a él.
Como tantas otras, yo también preparé el golpe con antelación. Encargué
la pieza y le pedí al carnicero que me guardara los huesos. Volví a casa y
consulté cantidad de recetarios hasta que di con lo que me pareció un relleno
glorioso: arroz, espinacas, perejil, ajo, jamón cocido, queso rallado y piñones,
algo así. Fui a recoger el pedido y preparé un caldo de carne con los huesos.
Rellené el bicho, lo hilvané y lo embadurné de mantequilla y caldo. Lo
escudriñé con ternura.
Una vez asado, lo corté en rodajas y lo serví a unos amigos. La
presentación era impresionante, y de sabor estaba bastante bien, pero tampoco
para tirar cohetes. Al día siguiente pasé las sobras por una picadora de carne y
preparé unas croquetas que no quedaron nada mal.
Una vez cedí al capricho de deshuesar un pollo y rellenarlo con un paté.
Esto sucedió en mis años mozos, cuando algo así podía parecer una buena
idea. Se podría haber realizado un triple baipás al vicepresidente de una gran
corporación en el tiempo que tardé en deshuesar aquel pollo, porque la clave
estaba en sacar los huesos sin cortar la carne, deslizando el cuchillo y
sacándolos desde abajo. Cuando acabé, yo estaba agotada y el pobre animal
parecía una pelota de baloncesto desinflada. Aun así, estaba decidida a
rellenar el pollo con una creativa combinación de jamón cocido, pollo,
pistachos, nata, coñac… Me dan escalofríos solo de recordarlo.
Mientras se hacía en el horno, me pareció que olía raro. No mal, ni
fuerte… raro. El paté neutralizaba el olor del pollo, y viceversa. Cuando
estuvo listo, lo dejé reposar para que se asentara y a continuación lo rebané.
Esta vez el invento también presentaba un aspecto impresionante, y no sabía
mal, pero a nadie le volvió loco. Desconcertaba un poco: ¿era pollo o era un
paté? En un restaurante te esperas creaciones de ese estilo. En casa ajena, por
lo visto, no. Al personal le gustan las comidas ricas y sin complicaciones: o
una cosa, o la otra, pero no las dos. Es la gran ventaja de las casas frente a los
restaurantes. Y cuando te hartas de la comida de casa, la gran virtud de los
restaurantes radica en proporcionar algo emocionante (a menos que hayas

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caído en ese estado de postración en el que te apetece comer un plato con
aires caseros pero te faltan ganas para meterte en la cocina).
He hecho pretzels, una idea muy buena, y baba de limón, una idea no tan
buena. Al fin y al cabo, el placer de cocinar es el placer de descubrir.
Hace no mucho decidí comprar un faisán. Lo encontré en mi mercado de
productores y me puse a pegar la hebra con el granjero.
—¿Ha estado madurando?, —le pregunté cuando recordé eso que se
cuenta en los libros de cocina ingleses de que el faisán está listo para guisar
cuando se le caen las plumas de la cola. Varios amigos ingleses afirman que
el faisán les gusta tan pasado que la carne se desmenuce con el tenedor. No
me veía capaz de convencer a mi marido y a mi niña de dos años y medio de
que se comieran un ave descompuesta hasta el punto de desplumarse sola, de
modo que necesitaba información.
—Por ley no se pueden comercializar aves mortificadas —me informó el
granjero—. A mí me gusta tenerlos un tiempo colgados cuando son para
consumo propio, pero nos obligan a venderlos frescos. —Dicho esto, me
tendió un cadáver pelado en una bolsa de plástico. Ni rastro de plumas.
—¿A qué sabe?
—A pollo. Un poco más sabroso. Eso sí, se le saca poca chicha.
¿Por qué he comprado esto?, me pregunté de camino a casa. Lo asé en una
cazuela y lo serví para cenar un sábado. Estuvimos de acuerdo en que sabía a
pollo carísimo, y mientras no pueda echar el guante a un espécimen que haya
desarrollado un poco más sus encantos no volveré a comprar faisán.
Por otra parte, cuando me regalaron una máquina para hacer pasta me
puse manos a la obra sin más dilación. No me salió una pasta lo que se dice
bonita, ni formó una lámina larga y vistosa, pero estaba exquisita y no me
robó mucho tiempo. También he preparado alguna vez ñoquis de espinaca, un
lío que requiere bastante rato pero lo vale con creces.
Durante años estuve viendo flores de calabacín en mi mercado cada
verano, sin comprarlas. Hasta que la última vez claudiqué. Las flores estaban
unidas a unos calabacincitos diminutos de los que pirran a mi hija, que
disfruta con cualquier verdura baby. Me las llevé a casa, separé las flores de
los calabacines y me remití a mis libros de cocina italiana para averiguar qué
hacer con ellas.
Todos los manuales coincidían en que había que rebozarlas y freírlas en
aceite. Ninguno coincidía en las medidas para el rebozado. Una de las recetas
requería un huevo, 150 g de harina, una cucharada sopera de zumo de limón y
una de agua. Me pareció que de ahí solo podía salir escayola, de modo que

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reduje la harina a 35 g y puse un poco más de agua. Sumergí las flores en la
masa y las freí en aceite de oliva. Se hincharon y adquirieron un color dorado
precioso. Ni idea del sabor que tendrían.
En la mesa del comedor me esperaban pacientemente mi marido y mi hija.
Por fin les puse por delante un plato pequeño de flores de calabacín. No sabía
a qué atenerme, aunque la experiencia me ha enseñado que lo exótico tiende a
defraudar, sobre todo si no cuentas con un referente previo.
Ahora tengo la impresión de que la razón de ser del calabacín es la flor, y
de que cualquiera que tenga hijos pequeños debería plantearse seriamente
hacer acopio de ellas en junio. El plato apenas había tocado el mantel cuando
ya no quedaba nada de su contenido.
—¡Más flores!, —gritó mi hija.
Demasiado tarde; nos las habíamos ventilado todas.
Por supuesto, de todo esto se desprende una moraleja: hay que probar
siempre todo aunque resulte un chasco. Aprendemos con la práctica. Si nunca
haces un pollo relleno de paté, te quedarás sin saber que no vale la pena, y si
nunca compras flores de calabacín te quedarás sin saber que te estás
perdiendo uno de los prodigios de la vida.

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Black cake

Cuando mi hija tenía un año, empezó a cuidarla tres mañanas por semana una
niñera originaria de la isla de San Vicente llamada Betty Chambers. Poco
después, gracias a ella, supe de la existencia del black cake, un pastel de fruta
tradicional antillano que se consume en bodas, Navidad y otras festividades.
Una mañana, Betty se presentó en casa con una extraña rebanada de algo que
bien podría haber sido brea coronada de un glaseado blanco.
—¿Qué es?, —quise saber.
—Black cake —dijo Betty—. He pensado que te gustaría probarlo.
Le di un mordisco sin mucho convencimiento y al instante caí en un
estado de éxtasis y admiración.
Están los pasteles de fruta y luego está el black cake, que es al pastel de
fruta lo que los cuartetos de piano de Brahms a la música de ascensor. Sus
parientes más cercanos son el pudin navideño de las islas británicas y el black
bun escocés, aunque a ambos los deja a la altura del betún. El black cake,
como las trufas o el borgoña añejo, es profundo, complejo e intenso. Tiene
gusto y tiene regusto. Exige una degustación lenta, sosegada. Su textura es
también compleja, densa y liviana a la vez.
—¿Cómo has hecho esto?, —dije con un hilo de voz.
—Uy, está tirado —repuso Betty—. Solo hay que picar toda la fruta y
dejarla macerando seis meses con una botella de vino dulce y otra de ron
oscuro.
Aquello me sonó no solo sobrecogedor sino también decepcionante, ya
que solo quedaba un trocito de pastel y me vi obligada a compartirlo con mi
hija, que pedía más con voz estridente.
Cogí un lápiz, le pedí a Betty que se sentara y apunté la receta. Se trata de
una receta bellísima y tradicional que a ella le transmitió su madre, a esta su
madre, y así sucesivamente. Data de un tiempo en que los dulces eran dulces
y nadie se escandalizaba por usar una docena de huevos de una sentada.
No hace falta tener la fruta macerando medio año, aunque las reposteras
antillanas serias siempre tienen una tanda preparada. Betty empieza a macerar
entre un mes y dos semanas antes del horneado.
El adjetivo black no es ningún capricho: es un pastel negro, no marrón
oscuro. El color procede en parte de la esencia de azúcar quemado, de venta
en tiendas de alimentación caribeñas. Si no la encuentras, Betty aconseja

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poner medio kilo de azúcar moreno en una sartén de fondo grueso con un
pelín de agua y cocer a fuego muy lento hasta que empiece a ponerse negro.
En ningún caso debe hervir de más. Tiene que quedar ligeramente amargo,
negro y quemadito.
Con esta receta salen dos pasteles de 22 centímetros de diámetro.

Black cake, primera parte: la fruta

1. Picar muy muy fino 450 g de uvas pasas, 450 g de ciruelas pasas,
450 g de pasas de Corinto, 450 g de cerezas confitadas y 350 g de
cáscara de cítricos confitada. Para una textura más granulosa, dejar
enteras algunas pasas de Corinto. Pasar a una ensaladera grande o una
vasija y verter una botella de vino dulce tipo oporto y otra del ron más
oscuro que encuentres. Dejar macerar como mínimo dos semanas —
aunque, cuanto más tiempo, mejor—, seis meses como máximo.

Black cake, segunda parte: el horneado

1. Batir 450 g de mantequilla y 450 g de azúcar moreno oscuro.


2. Añadir la fruta y el vino.
3. Agregar una cucharada sopera de vainilla, media cucharadita de nuez
moscada y otra media de canela molida.
4. Batir e incorporar una docena de huevos.
5. Añadir 525 g de harina y tres cucharaditas de levadura. Luego, 450 g
de azúcar quemado o un frasco de 120 ml de esencia de azúcar
quemado (si la encuentras). La masa debe presentar un color marrón
oscuro. 7. Hornear en dos moldes para bizcocho hondos de 22 cm de
diámetro, bien engrasados y enharinados, a 180 ºC, entre una hora y
una hora y cuarto.

Cuando esté frío del todo, envolver en papel sulfurizado o de aluminio —


nunca film de plástico— y dejar reposar hasta el momento de glasear.

Black cake, tercera parte: el glaseado

El glaseado del black cake, obligatorio, es el más sencillo, compuesto por


azúcar glas, clara de huevo y media cucharadita de extracto de almendra. Es
un paso fundamental y el complemento perfecto para la complejidad del
pastel. Como el black cake suele ser una tarta de bodas, es tradicional
decorarlo: glaseados de colores, flores, cordones y guirnaldas. Cualquier libro

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de cocina incluye una receta de glaseado básico, y los adornos van al gusto de
la cocinera.

Confieso que yo todavía no he preparado mi black cake. Estoy esperando. Las


últimas navidades, Betty nos regaló uno que nos ventilamos en Nochebuena
entre diez adultos y dos niñas menores de tres años. Y eso que cuando lo puse
en la mesa hubo semblantes de escepticismo.
En Nochebuena siempre nos juntamos más o menos los mismos. El año
anterior había decidido preparar un Dundee cake (un pastel de frutas con una
barbaridad de cerezas confitadas) siguiendo la receta que encontré en una
revista británica. Craso error.
Nuestros invitados vieron aparecer un rosco de serrín ligado con
mantequilla y con una serie de Jujubes encastradas (para quien no sepa lo que
es, son unos dátiles rojizos con la consistencia del cemento plástico
endurecido).
Por eso, cuando llegué con el black cake de Betty (coronado con una
ramita de acebo) no me recibieron precisamente con ovaciones.
—¿Qué es esto?, —preguntó nuestro amigo Seymour, víctima del Dundee
cake del año anterior.
—«Esto» es un genuino black cake de las Antillas —expliqué—. Se hace
con ron de San Vicente.
Nadie se mostró especialmente ilusionado salvo mi hija, que llevaba un
par de semanas sin dejar de hablar del pastel.
Empecé a cortarlo y saqué una porción.
—¡Madre mía!, —exclamó Seymour—. ¡Pues sí que es negro!
Corté una porción pequeña para cada uno. Al fin y al cabo, es un dulce
muy empalagoso, y además, yo quería que sobrara. Sobrevino un silencio
sepulcral, que es algo que puede ser una señal o buenísima o malísima.
En este caso fue buena para nuestros invitados y mala para mí, pues
contaba con tener black cake para merendar una semana o así. Las dos niñas
se zamparon una ración bastante considerable, pero como todo el alcohol se
evapora en el horno no tuvo el efecto adormecedor que todos los adultos
esperábamos. Todo lo contrario, ¡el black cake es vivificante!
Es una receta facilísima de dividir entre dos, aunque sería una pena. Es un
dulce de alma festiva, espléndida y generosa, perfecto para preparar dos y
regalar uno a un ser muy querido.
Los pasteles de fruta abundan en el Caribe. He probado un par de ellos
(uno de Jamaica y otro de Barbados), y los dos eran una fiesta de fruta y ron.

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Pero ¡ninguno como el black cake! El black cake es único en su especie.
Jamás he probado cosa igual, y el flechazo fue instantáneo.
Bastó un bocadito.

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Epílogo

Salvo para quien viva en soledad en una cueva o un eremitorio, cocinar y


comer suponen actividades sociales; hasta los monjes anacoretas celebran una
refección comunitaria al mes. Compartir el alimento es la base de la vida
social, y para mucha gente es, de hecho, la única forma de vida social en la
que merece la pena participar.
Nadie cocina a solas. Incluso en sus momentos más solitarios, la cocinera
está permanentemente rodeada de generaciones de cocineros pasados, del
consejo y los menús de los cocineros presentes, de la sapiencia de los autores
de recetarios. Yo me encomiendo, por ejemplo, a Edna Lewis, Marcella
Hazan, Jane Grigson, Elizabeth David, los muchos colaboradores de The
Charleston Receipts, y Margaret Costa (autora de un libro británico titulado
The Four Seasons Cookery Book).
Si uno de los grandes placeres de esta vida es compartir una comida con
amigos, hablar sobre comida le sigue muy de cerca. Para rizar el rizo, nada
como hablar sobre comida mientras compartes mesa con amigos. A quienes
nos gusta cocinar nos chifla hablar de comida. La guisandera de a pie (en
contraste con los genios de los restaurantes de postín) tiende a ser una persona
cordial. Al fin y al cabo, sin los consejos transmitidos de cocinera a cocinera,
el ser humano se habría extinguido hace mucho tiempo.
Por su inspiración y su compañía pasadas y presentes me gustaría dar las
gracias a las siguientes personas para y con quienes he cocinado, que me han
puesto por delante platos exquisitos, con quienes he conversado largo y
tendido sobre la actividad culinaria, y cuyas recetas y menús he fusilado sin
piedad a lo largo de estos años.
Ann Arensberg, cocinillas suprema y planificadora de menús sin
parangón; Juliet Annan, una cocinera brillante e intrépida, consciente de que
lo mejor del mundo aparte de comer es hablar de comida; Frances Taliaferro,
cuyas comidas incluyen siempre los principales grupos de alimentos, y
brownies; Jeannette Kossuth, que marida new age con clasicismo húngaro;
Linda Faulhaber, cocinera secreta y excelente comensal; Jeannie Heifetz,
valiente experimentadora, y Cinda Graham, siempre dispuestas ambas a
ensayar recetas para una amiga; Rob Wynne, artista y genio de la manduca
cuyas comidas son como fiestas de cumpleaños; Bonnie Maslin, prueba
viviente de que es posible ser una gran cocinera kosher; Willa Gelber y

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Rennis Garner, dos generosas proveedoras de comida por encargo que no
ponen reparos a compartir sus recetas; Alice Quinn, que aúna elegancia y
tradición y nunca se niega a preparar bollitos de viento para una amiga;
Carole Shookoff, amiga, filóloga y cocinera; y mi suegra, Elza Jurjevics,
repostera inigualable. Y, por encima de todo, mi madre, Estelle Colwin
Snellenberg, que nos enseñó a mi hermana y a mí todo lo que sabemos sobre
el buen comer y sobre cómo hacer que luzca bonito.
Gracias a Judith Jones, verdadera madrina de este libro; a Gail
Zweigenthal, de la revista Gourmet; a Jane Biberman, de la revista Inside; a
Liz Logan, de 7 Days; y, por último, a Victoria Wilson, la Escoffier del
gremio de la edición.

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«No creo que ningún día sea digno de vivirse sin pensar a cada momento lo
que vas a comer más tarde».
NORA EPHRON

Página 150
[1] Sibarita, gourmet. (N. de la T.). <<

Página 151

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