El Diablo-Tolstoi Leon
El Diablo-Tolstoi Leon
El Diablo-Tolstoi Leon
EL DIABLO
LEÓN TOLSTÓI
PUBLICADO: 1911
TRADUCCIÓN: ELEJANDRÍA
ORIGEN: EN.WIKISOURCE.ORG
ÍNDICE
I 1
II 4
III 5
IV 9
V 12
VI 13
VII 15
VIII 17
IX 18
X 20
XI 22
XII 24
XIII 26
XIV 28
XV 32
XVI 34
XVII 36
XVIII 38
XIX 40
XX 41
XXI 43
Final alternativo 45
I
Una brillante carrera estaba por delante de Eugene Iretnev. Tenía todo lo
necesario para alcanzarla: una educación admirable en casa, altos honores al
graduarse en derecho en la Universidad de San Petersburgo y conexiones en
la alta sociedad a través de su padre recientemente fallecido; también había
comenzado a servir en uno de los Ministerios bajo la protección del minis-
tro. Además, tenía una fortuna; incluso grande, aunque insegura. Su padre
había vivido en el extranjero y en San Petersburgo, permitiendo a sus hijos,
Eugene y Andrew (que era mayor que Eugene y estaba en los Guardias a
Caballo), seis mil rublos al año cada uno, mientras él y su esposa gastaban
mucho. Solo solía visitar su propiedad por un par de meses en verano y no
se preocupaba por su dirección, confiándolo todo a un administrador sin es-
crúpulos que tampoco se ocupaba de ella, pero en quien tenía plena
confianza.
Después de la muerte del padre, cuando los hermanos comenzaron a divi-
dir la propiedad, se descubrieron tantas deudas que su abogado incluso les
aconsejó rechazar la herencia y retener solo una finca que les había dejado
su abuela, valorada en cien mil rublos. Pero un propietario vecino que había
hecho negocios con el viejo Irtenev, es decir, que tenía pagarés de él y había
venido a San Petersburgo por ese motivo, dijo que a pesar de las deudas po-
drían arreglar los asuntos de manera que conservaran una gran fortuna (solo
sería necesario vender el bosque y algunas tierras periféricas, conservando
la rica finca de Semenov con cuatro mil desiatinas de tierra negra, la fábrica
de azúcar y doscientas desiatinas de praderas) si uno se dedicaba a la ges-
tión de la finca, se instalaba allí y la cultivaba de manera sabia y económica.
Así que, habiendo visitado la finca en primavera (su padre había muerto
en Cuaresma), Eugene examinó todo, decidió retirarse del Servicio Civil,
instalarse en el campo con su madre y emprender la gestión con el objetivo
de preservar la finca principal. Arregló con su hermano, con quien tenía una
muy buena relación, que le pagaría cuatro mil rublos al año o una suma glo-
bal de ochenta mil, por la cual Andrew le entregaría su parte de la herencia.
Así arregló las cosas y, habiéndose establecido con su madre en la gran
casa, comenzó a gestionar la finca con entusiasmo, pero con cautela.
Generalmente se supone que los conservadores suelen ser personas ma-
yores y que los partidarios del cambio son jóvenes. Eso no es del todo co-
rrecto. Usualmente los conservadores son jóvenes: aquellos que quieren vi-
vir pero que no piensan en cómo vivir, y no tienen tiempo para pensar, y por
lo tanto toman como modelo para sí mismos una forma de vida que han
visto.
Así fue con Eugene. Al establecerse en el pueblo, su objetivo e ideal era
restaurar la forma de vida que había existido, no en tiempos de su padre, ya
que su padre había sido un mal administrador, sino en los de su abuelo. Y
ahora intentaba resucitar el espíritu general de la vida de su abuelo en la
casa, el jardín y en la gestión de la finca, por supuesto con cambios adecua-
dos a los tiempos: todo a gran escala, buen orden, método y todos satisfe-
chos. Pero para hacer esto era necesario mucho trabajo. Era necesario aten-
der las demandas de los acreedores y los bancos, y para ello vender algunas
tierras y organizar renovaciones de crédito. También era necesario obtener
dinero para continuar (en parte arrendando tierras y en parte contratando
mano de obra) las inmensas operaciones en la finca de Semenov, con sus
cuatrocientas desiatinas de tierra arable y su fábrica de azúcar, y ocuparse
del jardín para que no pareciera descuidado o en decadencia.
Había mucho trabajo por hacer, pero Eugene tenía mucha fuerza, física y
mental. Tenía veintiséis años, de estatura media, fuertemente construido,
con músculos desarrollados por la gimnasia. Estaba lleno de sangre y todo
su cuello era muy rojo, sus dientes y labios eran brillantes, y su cabello sua-
ve y rizado, aunque no espeso. Su único defecto físico era la miopía, que él
mismo había desarrollado al usar lentes, de modo que ahora no podía pres-
cindir de un pince-nez, que ya había formado una línea en el puente de su
nariz.
Ese era su físico. Para su retrato espiritual se podría decir que cuanto más
lo conocían las personas, más les gustaba. Su madre siempre lo había ama-
do más que a nadie, y ahora, después de la muerte de su esposo, concentra-
ba en él no solo todo su afecto sino toda su vida. Y no solo su madre lo
amaba tanto. Todos sus compañeros de la escuela secundaria y la universi-
dad no solo lo querían mucho, sino que lo respetaban. Tenía este efecto en
todos los que lo conocían. Era imposible no creer lo que decía, imposible
sospechar de engaño o falsedad en alguien que tenía una cara tan abierta y
honesta y, en particular, unos ojos así.
En general, su personalidad le ayudaba mucho en sus asuntos. Un acree-
dor que habría rechazado a otro confiaba en él. El empleado, el anciano del
pueblo o un campesino, que habrían jugado una mala pasada y engañado a
alguien más, olvidaban engañar bajo la agradable impresión del trato con
este hombre amable, agradable y, sobre todo, sincero.
Era finales de mayo. Eugene había logrado de alguna manera en la ciudad
liberar la tierra hipotecada, para venderla a un comerciante, y había tomado
dinero prestado de ese mismo comerciante para reponer su stock, es decir,
para adquirir caballos, toros y carros, y en particular para comenzar a cons-
truir una casa de campo necesaria. El asunto había sido arreglado. La made-
ra estaba siendo transportada, los carpinteros ya estaban trabajando y el es-
tiércol para la finca estaba siendo llevado en ochenta carros, pero todo aún
colgaba de un hilo.
II
Entre estos asuntos, ocurrió algo que, aunque no era importante, atormen-
taba a Eugene en ese momento. Como joven, había vivido como viven to-
dos los jóvenes sanos, es decir, había tenido relaciones con mujeres de va-
rios tipos. No era un libertino, pero tampoco, como él mismo decía, era un
monje. Sin embargo, solo recurría a esto en la medida en que era necesario
para la salud física y para tener la mente libre, como solía decir. Esto había
comenzado cuando tenía dieciséis años y había continuado satisfactoria-
mente, en el sentido de que nunca se había entregado a la disipación, nunca
se había enamorado y nunca había contraído una enfermedad. Al principio
tuvo una costurera en San Petersburgo, luego ella se echó a perder y él hizo
otros arreglos, y ese aspecto de sus asuntos estaba tan bien asegurado que
no le preocupaba.
Pero ahora vivía en el campo por segundo mes y no sabía en absoluto qué
hacer. La abstinencia obligatoria comenzaba a afectarlo mal.
¿Debía realmente ir a la ciudad con ese propósito? ¿Y a dónde? ¿Cómo?
Eso era lo único que lo perturbaba; pero como estaba convencido de que la
cosa era necesaria y que la necesitaba, realmente se convirtió en una necesi-
dad, y sintió que no era libre y que sus ojos involuntariamente seguían a
cada joven mujer.
No aprobaba tener relaciones con una mujer casada o una sirvienta en su
propio pueblo. Sabía por informes que tanto su padre como su abuelo ha-
bían sido bastante diferentes en este aspecto de otros terratenientes de esa
época. En casa nunca habían tenido enredos con mujeres campesinas, y él
había decidido que tampoco lo haría; pero después, sintiéndose cada vez
más bajo compulsión e imaginando con horror lo que podría sucederle en el
pueblo vecino, y reflexionando sobre el hecho de que los días de la servi-
dumbre ya habían terminado, decidió que podría hacerlo en el lugar. Solo
debía hacerse de manera que nadie lo supiera, y no por disipación sino sim-
plemente por salud, como se decía a sí mismo. Y cuando decidió esto, se
volvió aún más inquieto. Al hablar con el anciano del pueblo, los campesi-
nos o los carpinteros, involuntariamente llevaba la conversación hacia las
mujeres, y cuando se trataba de mujeres, mantenía el tema en esa línea. No-
taba cada vez más a las mujeres.
III
Resolver el asunto en su mente era una cosa, pero llevarlo a cabo era
otra. Acercarse él mismo a una mujer era imposible. ¿Cuál? ¿Dónde? Tenía
que hacerse a través de alguien más, ¿pero a quién debería hablarle sobre
ello?
Sucedió que entró en la cabaña de un guardabosques en el bosque para
beber agua. El guardabosques había sido el cazador de su padre, y Eugene
Ivánich charló con él, y el hombre comenzó a contar algunas historias extra-
ñas sobre juergas de caza. A Eugene Ivánich se le ocurrió que sería conve-
niente arreglar las cosas en esta cabaña o en el bosque, solo que no sabía
cómo manejarlo y si el viejo Daniel se encargaría del arreglo. "Quizás se
horrorizará ante tal propuesta y me habré avergonzado, pero quizás lo acep-
te con toda sencillez". Así pensó mientras escuchaba las historias de Daniel.
Daniel estaba contando cómo una vez, cuando se habían detenido en la ca-
baña de la esposa del sacristán en un campo lejano, había llevado una mujer
para Fedor Zakharich Pryanishnikov.
"Estará bien", pensó Eugene.
"Tu padre, que el reino de los cielos sea suyo, no se metía en tonterías de
ese tipo."
"No servirá", pensó Eugene. Pero para probar el asunto, dijo: "¿Cómo es
que te metiste en cosas tan malas?"
"Pero ¿qué había de malo en eso? Ella estaba contenta, y Fedor Zakha-
rich estaba satisfecho, muy satisfecho. Conseguí un rublo. ¿Qué iba a ha-
cer? También él es un hombre animado, al parecer, y bebe vino."
"Sí, puedo hablar", pensó Eugene, y enseguida procedió a hacerlo.
"¿Y sabes, Daniel, no sé cómo soportarlo?", -sintió que se ponía rojo.
Daniel sonrió.
"No soy un monje, estoy acostumbrado a eso."
Sintió que lo que decía era estúpido, pero se alegró de ver que Daniel
aprobaba.
"Por supuesto, deberías haberme dicho hace mucho tiempo. Todo se pue-
de arreglar", dijo: "solo dime cuál quieres."
"Oh, realmente me da igual. Por supuesto que no una fea, y debe estar
sana."
"¡Entendido!" dijo Daniel brevemente. Reflexionó.
"¡Ah! Hay un bocado sabroso", comenzó. De nuevo Eugene se puso rojo.
"Un bocado sabroso. Mira, se casó el otoño pasado". Daniel susurró: "y
él no ha podido hacer nada. ¡Piensa lo que eso vale para alguien que lo
quiere!"
Eugene incluso frunció el ceño de vergüenza.
"No, no", dijo. "No quiero eso en absoluto. Quiero, al contrario (¿qué po-
dría ser lo contrario?), al contrario solo quiero que ella esté sana y que haya
lo menos posible de alboroto, una mujer cuyo marido esté en el ejército o
algo por el estilo."
"Sé. Te traeré a Stepanida. Su marido está en la ciudad, igual que un sol-
dado. Y ella es una mujer fina y limpia. Quedarás satisfecho. De hecho, el
otro día le estaba diciendo, deberías ir, pero ella..."
"Bueno, entonces, ¿cuándo será?"
"Mañana, si quieres. Iré a comprar tabaco y pasaré por allí, y a la hora del
almuerzo ven aquí, o al baño detrás del huerto. No habrá nadie cerca. Ade-
más, después del almuerzo todos se echan una siesta."
"Está bien entonces."
Una terrible excitación se apoderó de Eugene mientras volvía a casa.
"¿Qué pasará? ¿Cómo será una mujer campesina? ¿Y si resulta ser horrible,
espantosa? No, es guapa", se dijo a sí mismo, recordando a algunas que ha-
bía observado. "Pero ¿qué diré? ¿Qué haré?"
No estuvo en sí todo ese día. Al día siguiente, al mediodía, fue a la caba-
ña del guardabosques. Daniel estaba en la puerta y silenciosa y significati-
vamente asintió hacia el bosque. La sangre corrió al corazón de Eugene, él
era consciente de ello y se dirigió al huerto. No había nadie allí. Fue al
baño: no había nadie cerca, miró adentro, salió y de repente escuchó el cru-
jido de una rama que se rompía. Se volvió y ella estaba parada en el mato-
rral más allá del pequeño barranco. Cruzó el barranco corriendo. Había orti-
gas en él que no había notado. Lo picaron y, perdiendo las gafas de su nariz,
subió la ladera del otro lado. Ella estaba allí, con un delantal blanco borda-
do, una falda marrón rojiza y un pañuelo rojo brillante, descalza, fresca, fir-
me y guapa, y sonriendo tímidamente. "Hay un camino que rodea, deberías
haber ido por ahí", dijo. "Llegué hace mucho tiempo, hace muchísimo."
Se acercó a ella y, mirándola, la tocó.
Un cuarto de hora después se separaron; encontró sus gafas, pasó a ver a
Daniel y, en respuesta a su pregunta: "¿Estás satisfecho, señor?", le dio un
rublo y regresó a casa.
Estaba satisfecho. Solo al principio se había sentido avergonzado, luego
había pasado. Y todo había ido bien. Lo mejor era que ahora se sentía tran-
quilo, vigoroso. En cuanto a ella, ni siquiera la había visto bien. Recordaba
que estaba limpia, fresca, no estaba mal, y era sencilla, sin pretensiones.
"¿De quién es esposa?", se dijo a sí mismo. "De Pechnikov, dijo Daniel.
¿Qué Pechnikov es ese? Hay dos familias con ese nombre. Probablemente
sea la nuera del viejo Michael. Sí, eso debe ser. Su hijo vive en Moscú. Le
preguntaré a Daniel en algún momento."
A partir de entonces, ese previamente importante inconveniente de la
vida en el campo, la abstinencia obligatoria, fue eliminado. La libertad
mental de Eugene ya no estaba perturbada y pudo atender libremente a sus
asuntos.
Y el asunto que Eugene había emprendido estaba lejos de ser fácil: antes
de que tuviera tiempo de tapar un agujero, uno nuevo aparecía inesperada-
mente, y a veces le parecía que no sería capaz de llevarlo a cabo y que ter-
minaría teniendo que vender la finca después de todo, lo que significaría
que todos sus esfuerzos habrían sido en vano y que no había logrado lo que
se había propuesto. Esa perspectiva lo perturbaba más que todo.
Todo este tiempo aparecían más y más deudas de su padre inesperada-
mente. Era evidente que hacia el final de su vida había pedido prestado a
diestra y siniestra. En el momento del acuerdo en mayo, Eugene había pen-
sado que al menos conocía todo, pero a mediados del verano recibió una
carta de la que se desprende que todavía había una deuda de doce mil rublos
con la viuda Esipova. No había pagaré, solo un recibo ordinario que su abo-
gado le dijo que podría ser disputado. Pero Eugene ni siquiera pensó en ne-
garse a pagar una deuda de su padre solo porque el documento podría ser
impugnado. Solo quería saber con certeza si realmente había existido esa
deuda.
"¡Mamá! ¿Quién es Kaleriya Vladimirovna Esipova?" preguntó a su ma-
dre cuando se encontraron como de costumbre para almorzar.
"¿Esipova? La crió tu abuelo. ¿Por qué?"
Eugene le contó a su madre sobre la carta.
"Me sorprende que no tenga vergüenza de pedirlo. ¡Tu padre ya le dio
tanto!"
"Pero ¿le debemos esto?"
"Bueno, cómo decirlo... No es una deuda. Papá, por su infinita bondad..."
"Sí, pero ¿consideraba papá que era una deuda?"
"No puedo decir. No lo sé. Solo sé que ya es bastante difícil para ti sin
eso."
Eugene vio que Mary Pavlovna no sabía qué decir y, como si estuviera
tanteando.
"Veo por lo que dices que debe pagarse", dijo él. "Iré a verla mañana y
hablaré con ella, a ver si no puede posponerse."
"¡Ah, cuánto lo siento por ti, pero sabes que eso será lo mejor! Dile que
debe esperar", dijo Mary Pavlovna, evidentemente tranquila y orgullosa de
la decisión de su hijo.
La posición de Eugene era particularmente difícil porque su madre, que
vivía con él, no se daba cuenta en absoluto de su situación. Había estado
acostumbrada toda su vida a vivir de manera extravagante y no podía ni
imaginarse la posición en la que estaba su hijo, es decir, que hoy o mañana
las cosas podrían llegar a tal punto que no les quedaría nada y él tendría que
venderlo todo y vivir y mantener a su madre con el salario que pudiera ga-
nar, que como máximo serían dos mil rublos. No entendía que solo podrían
salvarse de esa posición reduciendo gastos en todo, por lo que no podía en-
tender por qué Eugene era tan cuidadoso con las pequeñeces, en gastos de
jardineros, cocheros, sirvientes, incluso en alimentos. Además, como la ma-
yoría de las viudas, nutría sentimientos de devoción a la memoria de su di-
funto esposo bastante diferentes de los que había sentido por él en vida, y
no admitía la idea de que algo que el difunto había hecho o dispuesto pudie-
ra estar mal o pudiera cambiarse.
Eugene, con grandes esfuerzos, logró mantener el jardín y el invernadero
con dos jardineros, y las caballerizas con dos cocheros. Y Mary Pavlovna
ingenuamente pensaba que se estaba sacrificando por su hijo y haciendo
todo lo que una madre podía hacer, al no quejarse de la comida que prepara-
ba el viejo cocinero, del hecho de que los caminos en el parque no estaban
todos limpios y que en lugar de lacayos solo tenían un muchacho.
Así también, con respecto a esta nueva deuda, en la que Eugene veía un
golpe casi devastador para todas sus empresas, Mary Pavlovna solo veía un
incidente que mostraba la noble naturaleza de Eugene. Además, no sentía
mucha ansiedad por la posición de Eugene, porque confiaba en que él haría
un matrimonio brillante que arreglaría todo. Y él podría hacer un matrimo-
nio muy brillante: conocía una docena de familias que estarían encantadas
de darle sus hijas. Y ella deseaba arreglar el asunto lo antes posible.
IV
El primer año de matrimonio fue difícil para Eugene. Fue duro porque los
asuntos que había logrado posponer durante su cortejo, ahora, después de su
matrimonio, le cayeron encima todos a la vez.
Era imposible escapar de las deudas. Se vendió una parte remota de la
propiedad y se cumplieron las obligaciones más urgentes, pero quedaron
otras y no tenía dinero. La finca generaba buenos ingresos, pero había teni-
do que enviar pagos a su hermano y gastar en su propio matrimonio, por lo
que no había dinero disponible y la fábrica no podía seguir funcionando y
tendría que cerrarse. La única salida era usar el dinero de su esposa; y Liza,
habiendo comprendido la situación de su marido, insistió en ello ella mis-
ma. Eugene accedió, pero solo con la condición de darle a ella una hipoteca
sobre la mitad de su finca, lo cual hizo. Por supuesto, esto se hizo no por el
bien de su esposa, que se sintió ofendida por ello, sino para apaciguar a su
suegra.
Estos asuntos, con varias fluctuaciones de éxito y fracaso, ayudaron a en-
venenar la vida de Eugene ese primer año. Otro problema fue la mala salud
de su esposa. Ese mismo primer año, siete meses después de su matrimonio,
Liza sufrió una desgracia. Estaba yendo a encontrarse con su esposo en su
regreso de la ciudad, y el caballo tranquilo se volvió un poco juguetón y ella
se asustó y saltó. Su salto fue relativamente afortunado, podría haber sido
atrapada por la rueda, pero estaba embarazada, y esa misma noche comen-
zaron los dolores y tuvo un aborto espontáneo del cual tardó mucho en re-
cuperarse. La pérdida del esperado hijo y la enfermedad de su esposa, junto
con el desorden en sus asuntos y, sobre todo, la presencia de su suegra, que
llegó tan pronto como Liza se enfermó, todo esto junto hizo el año aún más
difícil para Eugene.
Pero a pesar de estas circunstancias difíciles, hacia el final del primer año
Eugene se sentía muy bien. En primer lugar, su anhelada esperanza de res-
taurar su fortuna caída y renovar el estilo de vida de su abuelo en una nueva
forma, estaba acercándose a su realización, aunque lentamente y con difi-
cultad. Ya no se planteaba la cuestión de tener que vender toda la finca para
pagar las deudas. La finca principal, aunque transferida al nombre de su es-
posa, estaba a salvo, y si solo la cosecha de remolacha tenía éxito y el pre-
cio se mantenía, para el próximo año su posición de carencia y estrés podría
ser reemplazada por una de completa prosperidad. Eso era una cosa.
Otra era que, por mucho que esperara de su esposa, nunca había esperado
encontrar en ella lo que realmente encontró. No encontró lo que esperaba,
sino algo mucho mejor. Los arrebatos de amor, aunque intentaba provocar-
los, no ocurrían o eran muy leves, pero descubrió algo completamente dife-
rente, a saber, que no solo estaba más alegre y feliz, sino que le resultaba
más fácil vivir. No sabía por qué debía ser así, pero lo era.
Y era así porque inmediatamente después del matrimonio, su esposa de-
cidió que Eugene Irtenev era superior a cualquier otra persona en el mundo:
más sabio, puro y noble que ellos, y que, por lo tanto, era correcto que todos
lo sirvieran y complacieran; pero como era imposible hacer que todos hicie-
ran esto, ella misma debía hacerlo hasta el límite de sus fuerzas. Y lo hizo;
dirigiendo toda su fuerza mental a aprender y adivinar lo que a él le gusta-
ba, y luego haciendo exactamente eso, lo que fuera y por difícil que pudiera
ser.
Ella tenía el don que proporciona el principal deleite del trato con una
mujer amorosa: gracias a su amor por su marido, penetró en su alma. Cono-
cía cada estado y cada matiz de sentimiento de él, mejor, parecía a él, que él
mismo, y se comportaba en consecuencia y por lo tanto nunca hirió sus sen-
timientos, sino que siempre aliviaba sus angustias y fortalecía sus alegrías.
Y entendía no solo sus sentimientos sino también sus alegrías. Cosas com-
pletamente ajenas a ella, relacionadas con la agricultura, la fábrica o la va-
loración de otros, las entendía de inmediato de modo que no solo podía con-
versar con él, sino que a menudo, como él mismo decía, ser una consejera
útil e insustituible. Consideraba los asuntos, las personas y todo en el mun-
do solo a través de los ojos de él. Amaba a su madre, pero al ver que Euge-
ne no le gustaba la interferencia de su suegra en su vida, inmediatamente
tomó el lado de su esposo, y lo hizo con tal decisión que él tuvo que
contenerla.
Además de todo esto, ella tenía muy buen gusto, mucho tacto y, sobre
todo, tenía reposo. Todo lo que hacía, lo hacía sin ser notada; solo se obser-
vaban los resultados de lo que hacía, es decir, que siempre y en todo había
limpieza, orden y elegancia. Liza había entendido de inmediato en qué con-
sistía el ideal de vida de su esposo y trató de lograrlo, y en la disposición y
el orden de la casa lo logró. Es cierto que faltaban niños, pero también ha-
bía esperanza de eso. En invierno fue a San Petersburgo a ver a un especia-
lista y él les aseguró que estaba completamente bien y que podía tener hijos.
Y este deseo se cumplió. Al final del año, estaba embarazada de nuevo.
Lo único que amenazaba, por no decir envenenaba, su felicidad era su
celos, una celosía que reprimía y no mostraba, pero por la que a menudo
sufría. No solo Eugene no podía amar a ninguna otra mujer, porque no ha-
bía ninguna mujer en la tierra digna de él (en cuanto a si ella misma era dig-
na o no, nunca se lo preguntó a sí misma), sino que ninguna mujer, por lo
tanto, podía atreverse a amarlo.
VIII
Era justo antes del Domingo de la Trinidad. Liza estaba en su quinto mes
y, aunque tenía cuidado, todavía estaba activa y ágil. Tanto su madre como
la de él vivían en la casa, pero bajo el pretexto de cuidarla y protegerla, solo
la alteraban con sus disputas. Eugene estaba especialmente absorto en un
nuevo experimento para el cultivo de remolacha azucarera a gran escala.
Justo antes de la Trinidad, Liza decidió que era necesario hacer una lim-
pieza a fondo de la casa, ya que no se había hecho desde la Pascua, y con-
trató a dos mujeres por día para ayudar a los sirvientes a lavar los suelos y
ventanas, golpear los muebles y alfombras, y ponerles fundas. Estas muje-
res llegaron temprano en la mañana, calentaron las calderas y se pusieron a
trabajar. Una de las dos era Stepanida, quien acababa de destetar a su niño y
había pedido el trabajo de lavar los suelos a través del oficinista, con quien
ahora mantenía relaciones. Quería echar un buen vistazo a la nueva señora.
Stepanida vivía por su cuenta como antes, su marido estaba fuera, y seguía
en sus andanzas como había estado primero con el viejo Daniel (quien una
vez la había sorprendido robando algunos troncos de leña), luego con el pa-
trón, y ahora con el joven oficinista. Ya no se preocupaba por su amo.
"Ahora él tiene esposa", pensó. Pero sería bueno echar un vistazo a la dama
y a su establecimiento: la gente decía que estaba bien organizado.
Eugene no la había visto desde que se encontró con ella y el niño. Al te-
ner un bebé al que atender, no había salido a trabajar, y él rara vez caminaba
por el pueblo. Esa mañana, en la víspera del Domingo de la Trinidad, se le-
vantó a las cinco y fue a caballo a la tierra en barbecho que iba a ser rociada
con fosfatos, y había dejado la casa antes de que las mujeres estuvieran en
movimiento y mientras aún estaban encendiendo los fuegos de las calderas.
Regresó al desayuno alegre, contento y hambriento; desmontando de su
yegua en la puerta y entregándosela al jardinero. Golpeando la alta hierba
con su látigo y repitiendo una frase que acababa de pronunciar, como uno a
menudo hace, caminó hacia la casa. La frase era: "los fosfatos justifican"...
qué o a quién, ni lo sabía ni lo reflexionaba.
Estaban golpeando una alfombra en el césped. Los muebles habían sido
sacados.
"¡Vaya! ¡Qué limpieza ha emprendido Liza!... Los fosfatos justifican...
¡Qué administradora es! Sí, una administradora", se dijo a sí mismo, imagi-
nando vívidamente a ella en su bata blanca y con su rostro sonriente y ale-
gre, como casi siempre lo estaba cuando él la miraba. "Sí, debo cambiarme
las botas, o de lo contrario 'los fosfatos justifican', es decir, huelen a estiér-
col, y la administradora en tal condición. ¿Por qué 'en tal condición'? Por-
que un nuevo pequeño Irtenev está creciendo allí dentro de ella", pensó. "Sí,
los fosfatos justifican", y sonriendo a sus pensamientos, puso su mano en la
puerta de su habitación.
Pero no tuvo tiempo de empujar la puerta antes de que se abriera por sí
misma y se encontró cara a cara con una mujer que venía hacia él llevando
un cubo, descalza y con las mangas arremangadas. Se apartó para dejarla
pasar y ella también se apartó, ajustando su pañuelo con una mano mojada.
"Adelante, adelante, no entraré si tú...", comenzó Eugene y de repente se
detuvo, reconociéndola.
Ella le lanzó una mirada alegre con sus ojos sonrientes y, bajando su fal-
da, salió por la puerta.
"¡Qué tontería!... Es imposible", se dijo Eugene a sí mismo, frunciendo el
ceño y agitando la mano como para deshacerse de una mosca, molesto por
haberla notado. Estaba irritado por haberla notado y, sin embargo, no podía
apartar los ojos de su cuerpo fuerte, balanceado por sus ágiles pasos, de sus
pies descalzos, o de sus brazos y hombros, y los pliegues agradables de su
camisa y la falda bien subida sobre sus pantorrillas blancas.
"Pero ¿por qué estoy mirando?", se dijo a sí mismo, bajando los ojos para
no verla. "Y de todos modos, debo entrar para conseguir otras botas". Y dio
media vuelta para entrar en su habitación, pero no había dado cinco pasos
cuando volvió a mirar para echarle otro vistazo sin saber por qué ni para
qué. Ella estaba justo doblando la esquina y también lo miró.
"¡Ah, qué estoy haciendo!", se dijo a sí mismo. "Ella puede pensar... In-
cluso es seguro que ya piensa..."
Entró en su húmeda habitación. Otra mujer, vieja y flaca, estaba allí, y
todavía la estaba lavando. Eugene pasó de puntillas sobre el suelo, mojado
con agua sucia, hasta la pared donde estaban sus botas, y estaba a punto de
salir de la habitación cuando la mujer misma salió.
"Esta se ha ido y la otra, Stepanida, vendrá aquí sola", empezó a reflexio-
nar alguien dentro de él.
"¡Dios mío, en qué estoy pensando y qué estoy haciendo!" Agarró sus
botas y salió corriendo con ellas al pasillo, se las puso allí, se cepilló y salió
a la terraza donde ambas mamás ya estaban tomando café. Liza evidente-
mente lo había estado esperando y salió a la terraza por otra puerta al mis-
mo tiempo.
"¡Dios mío! Si ella, que me considera tan honorable, puro e inocente, si
solo supiera..."—pensó él.
Liza, como de costumbre, lo recibió con un rostro radiante. Pero hoy de
alguna manera le pareció particularmente pálida, amarilla, larga y débil.
X
El hecho de que Eugene confiara su secreto a su tío y, más aún, los sufri-
mientos de su conciencia y el sentimiento de vergüenza que experimentó
después de aquel día lluvioso, lo hicieron recapacitar. Se decidió que parti-
rían hacia Yalta en una semana. Durante esa semana, Eugene fue a la ciudad
para conseguir dinero para el viaje, dio instrucciones desde la casa y la ofi-
cina sobre la administración de la finca, volvió a ser alegre y amigable con
su esposa y comenzó a despertar moralmente.
Así, sin haber visto a Stepanida después de aquel día lluvioso, partió con
su esposa hacia Crimea. Allí pasaron dos excelentes meses. Recibió tantas
impresiones nuevas que le pareció que el pasado se había borrado de su me-
moria. En Crimea se encontraron con conocidos anteriores y se hicieron es-
pecialmente amigos de ellos, y también hicieron nuevas amistades. La vida
en Crimea fue una continua fiesta para Eugene, además de ser instructiva y
beneficiosa. Allí se hicieron amigos del ex Mariscal de la Nobleza de su
provincia, un hombre inteligente y de mentalidad liberal que tomó cariño a
Eugene y lo orientó, atrayéndolo a su partido.
A finales de agosto, Liza dio a luz a una hermosa y saludable hija, y su
parto fue sorprendentemente fácil.
En septiembre regresaron a casa, los cuatro, incluyendo al bebé y su no-
driza, ya que Liza no podía amamantarla ella misma. Eugene volvió a casa
completamente libre de los horrores anteriores y como un hombre nuevo y
feliz. Habiendo pasado por todo lo que un esposo experimenta cuando su
esposa tiene un hijo, la amaba más que nunca. Su sentimiento por el niño
cuando lo tomó en sus brazos fue un sentimiento nuevo, divertido, muy
agradable y, por así decirlo, cosquilleante. Otra novedad en su vida ahora
era que, además de su ocupación con la finca, gracias a su conocimiento con
Dumchin (el ex Mariscal), un nuevo interés ocupaba su mente, el del
Zemstvo, en parte un interés ambicioso, en parte un sentimiento de deber.
En octubre habría una Asamblea especial, en la que sería elegido. Después
de llegar a casa, condujo una vez a la ciudad y otra vez a Dumchin.
De los tormentos de su tentación y lucha había olvidado incluso pensar, y
con dificultad podía recordarlos. Le parecía algo así como un ataque de lo-
cura que había sufrido.
Hasta tal punto se sentía ahora libre de ello que ni siquiera temía hacer
preguntas en la primera ocasión en que se quedó solo con el administrador.
Como había hablado con él sobre el asunto anteriormente, no le daba ver-
güenza preguntar.
"¿Y Sidor Pechnikov sigue fuera de casa?" preguntó.
"Sí, todavía está en la ciudad".
"¿Y su esposa?"
"Oh, ella es una mujer sin valor. Ahora está liada con Zenovi. Se ha sol-
tado completamente".
"Bueno, eso está bien", pensó Eugene. "¡Qué maravillosamente indife-
rente soy a ello! ¡Cómo he cambiado".
XIX
Todo lo que Eugene había deseado se había hecho realidad. Había obteni-
do la propiedad, la fábrica estaba trabajando con éxito, las cosechas de re-
molacha eran excelentes y esperaba un gran ingreso; su esposa había tenido
un hijo satisfactoriamente, su suegra se había ido y había sido elegido por
unanimidad para el Zemstvo.
Regresaba a casa desde la ciudad después de la elección. Había sido feli-
citado y había tenido que dar las gracias. Había cenado y bebido unas cinco
copas de champán. Ahora se le presentaban planes de vida completamente
nuevos y estaba pensando en ellos mientras conducía a casa. Era el verano
indio: un camino excelente y un sol caliente. Mientras se acercaba a su casa,
Eugene estaba pensando en cómo, como resultado de esta elección, ocupa-
ría entre la gente la posición que siempre había soñado; es decir, una en la
que podría servirles no solo mediante la producción, que daba empleo, sino
también mediante una influencia directa. Se imaginaba lo que él y los de-
más campesinos pensarían de él en tres años. "Por ejemplo, este", pensó,
pasando justo entonces por el pueblo y mirando a un campesino que cruza-
ba la calle con una mujer campesina llevando un cubo lleno de agua. Se de-
tuvieron para dejar pasar su carruaje. El campesino era el viejo Pechnikov y
la mujer era Stepanida. Eugene la miró, la reconoció y se alegró de sentir
que permanecía completamente tranquilo. Todavía era tan atractiva como
siempre, pero esto no lo tocaba en absoluto. Condujo a casa.
"¿Podemos felicitarte?" dijo su tío.
"Sí, fui elegido".
"¡Excelente! ¡Debemos brindar por eso!"
Al día siguiente, Eugene condujo para ocuparse de la agricultura que ha-
bía estado descuidando. En la granja de afuera, una nueva máquina trillado-
ra estaba en funcionamiento. Mientras la observaba, Eugene se movió entre
las mujeres, tratando de no prestarles atención; pero por mucho que lo in-
tentara, una o dos veces notó los ojos negros y el pañuelo rojo de Stepanida,
que llevaba la paja. Una o dos veces la miró de reojo y sintió que algo esta-
ba sucediendo, pero no podía explicárselo a sí mismo. Solo al día siguiente,
cuando volvió a conducir al lugar de trilla y pasó dos horas allí innecesaria-
mente, sin dejar de acariciar con sus ojos la figura familiar y atractiva de la
joven mujer, sintió que estaba perdido, irremediablemente perdido. De nue-
vo esos tormentos. De nuevo todo ese horror y miedo, y no había salvación.
Lo que esperaba le sucedió. La noche del día siguiente, sin saber cómo, se
encontró en su patio trasero, junto a su cobertizo de heno, donde una vez en
otoño habían tenido un encuentro. Como si estuviera paseando, se detuvo
allí encendiendo un cigarrillo. Una mujer campesina vecina lo vio, y cuando
él se dio la vuelta, escuchó cómo le decía a alguien: "Ve, él te está esperan-
do, te lo juro por mi muerte, está parado allí. Ve, tonta".
Vio cómo una mujer, ella, corría hacia el cobertizo de heno; pero como
un campesino lo había encontrado, ya no era posible para él regresar, así
que se fue a casa.
XX
"Sí, hay que matar, sí. Solo hay dos salidas: matar a mi esposa o matarla
a ella. Porque es imposible vivir así", se dijo a sí mismo, y yendo a la mesa,
tomó de ella un revólver y, después de examinarlo —faltaba un cartucho—,
lo puso en el bolsillo de su pantalón.
"¡Dios mío! ¿Qué estoy haciendo?" exclamó de repente, y juntando sus
manos comenzó a rezar.
"Oh Dios, ayúdame y líbrame. Tú sabes que no deseo el mal, pero por mí
mismo soy impotente. Ayúdame", dijo, haciendo la señal de la cruz en su
pecho frente al icono.
"Sí, puedo controlarme. Saldré, caminaré y reflexionaré".
Fue al vestíbulo, se puso el abrigo y salió al porche. Inconscientemente,
sus pasos lo llevaron por el jardín a lo largo del camino del campo hacia la
granja. Allí, la máquina trilladora todavía zumbaba y se oían los gritos de
los jóvenes conductores. Entró en el granero. Ella estaba allí. La vio de in-
mediato. Estaba recogiendo el trigo, y al verlo, corrió rápida y alegremente,
con ojos risueños, recogiendo ágilmente el trigo esparcido. Eugene no pudo
evitar mirarla aunque no quería hacerlo. Solo se dio cuenta cuando ella ya
no estaba a la vista. El empleado le informó que ahora estaban terminando
de trillar el trigo que había sido derribado, por eso iba más lento y la pro-
ducción era menor. Eugene se acercó al tambor, que de vez en cuando daba
un golpe cuando pasaban bajo él gavillas no alimentadas uniformemente, y
le preguntó al empleado si había muchas gavillas de trigo derribado.
"Habrá cinco carretadas de eso".
"Entonces mira..." comenzó Eugene, pero no terminó la frase. Ella se ha-
bía acercado al tambor y estaba recogiendo el trigo de debajo, y lo quemó
con sus ojos risueños. Esa mirada hablaba de un amor alegre y despreocu-
pado entre ellos, del hecho de que ella sabía que él la deseaba y había ido a
su cobertizo, y que ella, como siempre, estaba lista para vivir y ser feliz con
él sin importar las condiciones o consecuencias. Eugene se sintió en su po-
der pero no quería ceder.
Recordó su oración e intentó repetirla. Comenzó a decirla para sí mismo,
pero de inmediato sintió que era inútil. Un solo pensamiento lo absorbía por
completo ahora: cómo organizar un encuentro con ella para que los demás
no se dieran cuenta.
"Si terminamos este lote hoy, ¿vamos a empezar con una nueva pila o lo
dejamos para mañana?" preguntó el empleado.
"Sí, sí", respondió Eugene, siguiéndola involuntariamente hasta el mon-
tón al que ella y las otras mujeres estaban rastrillando el trigo.
"Pero, ¿realmente no puedo dominarme?" se dijo a sí mismo. "¿Realmen-
te he perecido? ¡Oh Dios! Pero no hay Dios. Solo hay un diablo. Y es ella.
Me ha poseído. Pero no quiero, ¡no quiero! Un diablo, sí, un diablo."
De nuevo se acercó a ella, sacó el revólver del bolsillo y le disparó, una,
dos, tres veces, en la espalda. Ella corrió unos pasos y cayó sobre el montón
de trigo.
"¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué es eso?" gritaron las mujeres.
"No, no fue un accidente. La maté a propósito", gritó Eugene. "Llamen al
oficial de policía".
Regresó a casa y se dirigió a su estudio, donde se encerró, sin hablar con
su esposa.
"No vengas a mí", le gritó a través de la puerta. "Lo sabrás todo".
Una hora más tarde tocó el timbre y le dijo al criado que respondió: "Ve y
averigua si Stepanida está viva".
El criado ya sabía todo al respecto y le dijo que había muerto hace una
hora.
"Bien, está bien. Ahora déjame solo. Cuando llegue el oficial de policía o
el magistrado, avísame".
El oficial de policía y el magistrado llegaron a la mañana siguiente, y Eu-
gene, después de despedirse de su esposa y su bebé, fue llevado a la cárcel.
Fue juzgado. Era durante los primeros días de los juicios por jurado, y el
veredicto fue de locura temporal, por lo que solo fue condenado a realizar
penitencias en la iglesia.
Había estado encarcelado durante nueve meses y luego fue confinado en
un monasterio durante un mes.
Comenzó a beber mientras estaba en prisión, continuó haciéndolo en el
monasterio y regresó a casa como un borracho debilitado e irresponsable.
Varvara Alexeevna aseguraba que siempre había predicho esto. Según
ella, era evidente por la forma en que discutía. Ni Liza ni Mary Pavlovna
podían entender cómo había sucedido el asunto, pero aun así, no creían lo
que decían los médicos, es decir, que estaba mentalmente perturbado, un
psicópata. No podían aceptar eso, porque sabían que él era más cuerdo que
cientos de sus conocidos.
Y de hecho, si Eugene Irtenev estaba mentalmente perturbado cuando co-
metió este crimen, entonces todos están igualmente locos. Las personas más
mentalmente perturbadas son ciertamente aquellas que ven en otros indicios
de locura que no notan en sí mismos.
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