El Diablo-Tolstoi Leon

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¡ESPERAMOS QUE LO DISFRUTÉIS!

EL DIABLO

LEÓN TOLSTÓI

PUBLICADO: 1911

TRADUCCIÓN: ELEJANDRÍA
ORIGEN: EN.WIKISOURCE.ORG
ÍNDICE

I 1
II 4
III 5
IV 9
V 12
VI 13
VII 15
VIII 17
IX 18
X 20
XI 22
XII 24
XIII 26
XIV 28
XV 32
XVI 34
XVII 36
XVIII 38
XIX 40
XX 41
XXI 43
Final alternativo 45
I

Una brillante carrera estaba por delante de Eugene Iretnev. Tenía todo lo
necesario para alcanzarla: una educación admirable en casa, altos honores al
graduarse en derecho en la Universidad de San Petersburgo y conexiones en
la alta sociedad a través de su padre recientemente fallecido; también había
comenzado a servir en uno de los Ministerios bajo la protección del minis-
tro. Además, tenía una fortuna; incluso grande, aunque insegura. Su padre
había vivido en el extranjero y en San Petersburgo, permitiendo a sus hijos,
Eugene y Andrew (que era mayor que Eugene y estaba en los Guardias a
Caballo), seis mil rublos al año cada uno, mientras él y su esposa gastaban
mucho. Solo solía visitar su propiedad por un par de meses en verano y no
se preocupaba por su dirección, confiándolo todo a un administrador sin es-
crúpulos que tampoco se ocupaba de ella, pero en quien tenía plena
confianza.
Después de la muerte del padre, cuando los hermanos comenzaron a divi-
dir la propiedad, se descubrieron tantas deudas que su abogado incluso les
aconsejó rechazar la herencia y retener solo una finca que les había dejado
su abuela, valorada en cien mil rublos. Pero un propietario vecino que había
hecho negocios con el viejo Irtenev, es decir, que tenía pagarés de él y había
venido a San Petersburgo por ese motivo, dijo que a pesar de las deudas po-
drían arreglar los asuntos de manera que conservaran una gran fortuna (solo
sería necesario vender el bosque y algunas tierras periféricas, conservando
la rica finca de Semenov con cuatro mil desiatinas de tierra negra, la fábrica
de azúcar y doscientas desiatinas de praderas) si uno se dedicaba a la ges-
tión de la finca, se instalaba allí y la cultivaba de manera sabia y económica.
Así que, habiendo visitado la finca en primavera (su padre había muerto
en Cuaresma), Eugene examinó todo, decidió retirarse del Servicio Civil,
instalarse en el campo con su madre y emprender la gestión con el objetivo
de preservar la finca principal. Arregló con su hermano, con quien tenía una
muy buena relación, que le pagaría cuatro mil rublos al año o una suma glo-
bal de ochenta mil, por la cual Andrew le entregaría su parte de la herencia.
Así arregló las cosas y, habiéndose establecido con su madre en la gran
casa, comenzó a gestionar la finca con entusiasmo, pero con cautela.
Generalmente se supone que los conservadores suelen ser personas ma-
yores y que los partidarios del cambio son jóvenes. Eso no es del todo co-
rrecto. Usualmente los conservadores son jóvenes: aquellos que quieren vi-
vir pero que no piensan en cómo vivir, y no tienen tiempo para pensar, y por
lo tanto toman como modelo para sí mismos una forma de vida que han
visto.
Así fue con Eugene. Al establecerse en el pueblo, su objetivo e ideal era
restaurar la forma de vida que había existido, no en tiempos de su padre, ya
que su padre había sido un mal administrador, sino en los de su abuelo. Y
ahora intentaba resucitar el espíritu general de la vida de su abuelo en la
casa, el jardín y en la gestión de la finca, por supuesto con cambios adecua-
dos a los tiempos: todo a gran escala, buen orden, método y todos satisfe-
chos. Pero para hacer esto era necesario mucho trabajo. Era necesario aten-
der las demandas de los acreedores y los bancos, y para ello vender algunas
tierras y organizar renovaciones de crédito. También era necesario obtener
dinero para continuar (en parte arrendando tierras y en parte contratando
mano de obra) las inmensas operaciones en la finca de Semenov, con sus
cuatrocientas desiatinas de tierra arable y su fábrica de azúcar, y ocuparse
del jardín para que no pareciera descuidado o en decadencia.
Había mucho trabajo por hacer, pero Eugene tenía mucha fuerza, física y
mental. Tenía veintiséis años, de estatura media, fuertemente construido,
con músculos desarrollados por la gimnasia. Estaba lleno de sangre y todo
su cuello era muy rojo, sus dientes y labios eran brillantes, y su cabello sua-
ve y rizado, aunque no espeso. Su único defecto físico era la miopía, que él
mismo había desarrollado al usar lentes, de modo que ahora no podía pres-
cindir de un pince-nez, que ya había formado una línea en el puente de su
nariz.
Ese era su físico. Para su retrato espiritual se podría decir que cuanto más
lo conocían las personas, más les gustaba. Su madre siempre lo había ama-
do más que a nadie, y ahora, después de la muerte de su esposo, concentra-
ba en él no solo todo su afecto sino toda su vida. Y no solo su madre lo
amaba tanto. Todos sus compañeros de la escuela secundaria y la universi-
dad no solo lo querían mucho, sino que lo respetaban. Tenía este efecto en
todos los que lo conocían. Era imposible no creer lo que decía, imposible
sospechar de engaño o falsedad en alguien que tenía una cara tan abierta y
honesta y, en particular, unos ojos así.
En general, su personalidad le ayudaba mucho en sus asuntos. Un acree-
dor que habría rechazado a otro confiaba en él. El empleado, el anciano del
pueblo o un campesino, que habrían jugado una mala pasada y engañado a
alguien más, olvidaban engañar bajo la agradable impresión del trato con
este hombre amable, agradable y, sobre todo, sincero.
Era finales de mayo. Eugene había logrado de alguna manera en la ciudad
liberar la tierra hipotecada, para venderla a un comerciante, y había tomado
dinero prestado de ese mismo comerciante para reponer su stock, es decir,
para adquirir caballos, toros y carros, y en particular para comenzar a cons-
truir una casa de campo necesaria. El asunto había sido arreglado. La made-
ra estaba siendo transportada, los carpinteros ya estaban trabajando y el es-
tiércol para la finca estaba siendo llevado en ochenta carros, pero todo aún
colgaba de un hilo.
II

Entre estos asuntos, ocurrió algo que, aunque no era importante, atormen-
taba a Eugene en ese momento. Como joven, había vivido como viven to-
dos los jóvenes sanos, es decir, había tenido relaciones con mujeres de va-
rios tipos. No era un libertino, pero tampoco, como él mismo decía, era un
monje. Sin embargo, solo recurría a esto en la medida en que era necesario
para la salud física y para tener la mente libre, como solía decir. Esto había
comenzado cuando tenía dieciséis años y había continuado satisfactoria-
mente, en el sentido de que nunca se había entregado a la disipación, nunca
se había enamorado y nunca había contraído una enfermedad. Al principio
tuvo una costurera en San Petersburgo, luego ella se echó a perder y él hizo
otros arreglos, y ese aspecto de sus asuntos estaba tan bien asegurado que
no le preocupaba.
Pero ahora vivía en el campo por segundo mes y no sabía en absoluto qué
hacer. La abstinencia obligatoria comenzaba a afectarlo mal.
¿Debía realmente ir a la ciudad con ese propósito? ¿Y a dónde? ¿Cómo?
Eso era lo único que lo perturbaba; pero como estaba convencido de que la
cosa era necesaria y que la necesitaba, realmente se convirtió en una necesi-
dad, y sintió que no era libre y que sus ojos involuntariamente seguían a
cada joven mujer.
No aprobaba tener relaciones con una mujer casada o una sirvienta en su
propio pueblo. Sabía por informes que tanto su padre como su abuelo ha-
bían sido bastante diferentes en este aspecto de otros terratenientes de esa
época. En casa nunca habían tenido enredos con mujeres campesinas, y él
había decidido que tampoco lo haría; pero después, sintiéndose cada vez
más bajo compulsión e imaginando con horror lo que podría sucederle en el
pueblo vecino, y reflexionando sobre el hecho de que los días de la servi-
dumbre ya habían terminado, decidió que podría hacerlo en el lugar. Solo
debía hacerse de manera que nadie lo supiera, y no por disipación sino sim-
plemente por salud, como se decía a sí mismo. Y cuando decidió esto, se
volvió aún más inquieto. Al hablar con el anciano del pueblo, los campesi-
nos o los carpinteros, involuntariamente llevaba la conversación hacia las
mujeres, y cuando se trataba de mujeres, mantenía el tema en esa línea. No-
taba cada vez más a las mujeres.
III

Resolver el asunto en su mente era una cosa, pero llevarlo a cabo era
otra. Acercarse él mismo a una mujer era imposible. ¿Cuál? ¿Dónde? Tenía
que hacerse a través de alguien más, ¿pero a quién debería hablarle sobre
ello?
Sucedió que entró en la cabaña de un guardabosques en el bosque para
beber agua. El guardabosques había sido el cazador de su padre, y Eugene
Ivánich charló con él, y el hombre comenzó a contar algunas historias extra-
ñas sobre juergas de caza. A Eugene Ivánich se le ocurrió que sería conve-
niente arreglar las cosas en esta cabaña o en el bosque, solo que no sabía
cómo manejarlo y si el viejo Daniel se encargaría del arreglo. "Quizás se
horrorizará ante tal propuesta y me habré avergonzado, pero quizás lo acep-
te con toda sencillez". Así pensó mientras escuchaba las historias de Daniel.
Daniel estaba contando cómo una vez, cuando se habían detenido en la ca-
baña de la esposa del sacristán en un campo lejano, había llevado una mujer
para Fedor Zakharich Pryanishnikov.
"Estará bien", pensó Eugene.
"Tu padre, que el reino de los cielos sea suyo, no se metía en tonterías de
ese tipo."
"No servirá", pensó Eugene. Pero para probar el asunto, dijo: "¿Cómo es
que te metiste en cosas tan malas?"
"Pero ¿qué había de malo en eso? Ella estaba contenta, y Fedor Zakha-
rich estaba satisfecho, muy satisfecho. Conseguí un rublo. ¿Qué iba a ha-
cer? También él es un hombre animado, al parecer, y bebe vino."
"Sí, puedo hablar", pensó Eugene, y enseguida procedió a hacerlo.
"¿Y sabes, Daniel, no sé cómo soportarlo?", -sintió que se ponía rojo.
Daniel sonrió.
"No soy un monje, estoy acostumbrado a eso."
Sintió que lo que decía era estúpido, pero se alegró de ver que Daniel
aprobaba.
"Por supuesto, deberías haberme dicho hace mucho tiempo. Todo se pue-
de arreglar", dijo: "solo dime cuál quieres."
"Oh, realmente me da igual. Por supuesto que no una fea, y debe estar
sana."
"¡Entendido!" dijo Daniel brevemente. Reflexionó.
"¡Ah! Hay un bocado sabroso", comenzó. De nuevo Eugene se puso rojo.
"Un bocado sabroso. Mira, se casó el otoño pasado". Daniel susurró: "y
él no ha podido hacer nada. ¡Piensa lo que eso vale para alguien que lo
quiere!"
Eugene incluso frunció el ceño de vergüenza.
"No, no", dijo. "No quiero eso en absoluto. Quiero, al contrario (¿qué po-
dría ser lo contrario?), al contrario solo quiero que ella esté sana y que haya
lo menos posible de alboroto, una mujer cuyo marido esté en el ejército o
algo por el estilo."
"Sé. Te traeré a Stepanida. Su marido está en la ciudad, igual que un sol-
dado. Y ella es una mujer fina y limpia. Quedarás satisfecho. De hecho, el
otro día le estaba diciendo, deberías ir, pero ella..."
"Bueno, entonces, ¿cuándo será?"
"Mañana, si quieres. Iré a comprar tabaco y pasaré por allí, y a la hora del
almuerzo ven aquí, o al baño detrás del huerto. No habrá nadie cerca. Ade-
más, después del almuerzo todos se echan una siesta."
"Está bien entonces."
Una terrible excitación se apoderó de Eugene mientras volvía a casa.
"¿Qué pasará? ¿Cómo será una mujer campesina? ¿Y si resulta ser horrible,
espantosa? No, es guapa", se dijo a sí mismo, recordando a algunas que ha-
bía observado. "Pero ¿qué diré? ¿Qué haré?"
No estuvo en sí todo ese día. Al día siguiente, al mediodía, fue a la caba-
ña del guardabosques. Daniel estaba en la puerta y silenciosa y significati-
vamente asintió hacia el bosque. La sangre corrió al corazón de Eugene, él
era consciente de ello y se dirigió al huerto. No había nadie allí. Fue al
baño: no había nadie cerca, miró adentro, salió y de repente escuchó el cru-
jido de una rama que se rompía. Se volvió y ella estaba parada en el mato-
rral más allá del pequeño barranco. Cruzó el barranco corriendo. Había orti-
gas en él que no había notado. Lo picaron y, perdiendo las gafas de su nariz,
subió la ladera del otro lado. Ella estaba allí, con un delantal blanco borda-
do, una falda marrón rojiza y un pañuelo rojo brillante, descalza, fresca, fir-
me y guapa, y sonriendo tímidamente. "Hay un camino que rodea, deberías
haber ido por ahí", dijo. "Llegué hace mucho tiempo, hace muchísimo."
Se acercó a ella y, mirándola, la tocó.
Un cuarto de hora después se separaron; encontró sus gafas, pasó a ver a
Daniel y, en respuesta a su pregunta: "¿Estás satisfecho, señor?", le dio un
rublo y regresó a casa.
Estaba satisfecho. Solo al principio se había sentido avergonzado, luego
había pasado. Y todo había ido bien. Lo mejor era que ahora se sentía tran-
quilo, vigoroso. En cuanto a ella, ni siquiera la había visto bien. Recordaba
que estaba limpia, fresca, no estaba mal, y era sencilla, sin pretensiones.
"¿De quién es esposa?", se dijo a sí mismo. "De Pechnikov, dijo Daniel.
¿Qué Pechnikov es ese? Hay dos familias con ese nombre. Probablemente
sea la nuera del viejo Michael. Sí, eso debe ser. Su hijo vive en Moscú. Le
preguntaré a Daniel en algún momento."
A partir de entonces, ese previamente importante inconveniente de la
vida en el campo, la abstinencia obligatoria, fue eliminado. La libertad
mental de Eugene ya no estaba perturbada y pudo atender libremente a sus
asuntos.
Y el asunto que Eugene había emprendido estaba lejos de ser fácil: antes
de que tuviera tiempo de tapar un agujero, uno nuevo aparecía inesperada-
mente, y a veces le parecía que no sería capaz de llevarlo a cabo y que ter-
minaría teniendo que vender la finca después de todo, lo que significaría
que todos sus esfuerzos habrían sido en vano y que no había logrado lo que
se había propuesto. Esa perspectiva lo perturbaba más que todo.
Todo este tiempo aparecían más y más deudas de su padre inesperada-
mente. Era evidente que hacia el final de su vida había pedido prestado a
diestra y siniestra. En el momento del acuerdo en mayo, Eugene había pen-
sado que al menos conocía todo, pero a mediados del verano recibió una
carta de la que se desprende que todavía había una deuda de doce mil rublos
con la viuda Esipova. No había pagaré, solo un recibo ordinario que su abo-
gado le dijo que podría ser disputado. Pero Eugene ni siquiera pensó en ne-
garse a pagar una deuda de su padre solo porque el documento podría ser
impugnado. Solo quería saber con certeza si realmente había existido esa
deuda.
"¡Mamá! ¿Quién es Kaleriya Vladimirovna Esipova?" preguntó a su ma-
dre cuando se encontraron como de costumbre para almorzar.
"¿Esipova? La crió tu abuelo. ¿Por qué?"
Eugene le contó a su madre sobre la carta.
"Me sorprende que no tenga vergüenza de pedirlo. ¡Tu padre ya le dio
tanto!"
"Pero ¿le debemos esto?"
"Bueno, cómo decirlo... No es una deuda. Papá, por su infinita bondad..."
"Sí, pero ¿consideraba papá que era una deuda?"
"No puedo decir. No lo sé. Solo sé que ya es bastante difícil para ti sin
eso."
Eugene vio que Mary Pavlovna no sabía qué decir y, como si estuviera
tanteando.
"Veo por lo que dices que debe pagarse", dijo él. "Iré a verla mañana y
hablaré con ella, a ver si no puede posponerse."
"¡Ah, cuánto lo siento por ti, pero sabes que eso será lo mejor! Dile que
debe esperar", dijo Mary Pavlovna, evidentemente tranquila y orgullosa de
la decisión de su hijo.
La posición de Eugene era particularmente difícil porque su madre, que
vivía con él, no se daba cuenta en absoluto de su situación. Había estado
acostumbrada toda su vida a vivir de manera extravagante y no podía ni
imaginarse la posición en la que estaba su hijo, es decir, que hoy o mañana
las cosas podrían llegar a tal punto que no les quedaría nada y él tendría que
venderlo todo y vivir y mantener a su madre con el salario que pudiera ga-
nar, que como máximo serían dos mil rublos. No entendía que solo podrían
salvarse de esa posición reduciendo gastos en todo, por lo que no podía en-
tender por qué Eugene era tan cuidadoso con las pequeñeces, en gastos de
jardineros, cocheros, sirvientes, incluso en alimentos. Además, como la ma-
yoría de las viudas, nutría sentimientos de devoción a la memoria de su di-
funto esposo bastante diferentes de los que había sentido por él en vida, y
no admitía la idea de que algo que el difunto había hecho o dispuesto pudie-
ra estar mal o pudiera cambiarse.
Eugene, con grandes esfuerzos, logró mantener el jardín y el invernadero
con dos jardineros, y las caballerizas con dos cocheros. Y Mary Pavlovna
ingenuamente pensaba que se estaba sacrificando por su hijo y haciendo
todo lo que una madre podía hacer, al no quejarse de la comida que prepara-
ba el viejo cocinero, del hecho de que los caminos en el parque no estaban
todos limpios y que en lugar de lacayos solo tenían un muchacho.
Así también, con respecto a esta nueva deuda, en la que Eugene veía un
golpe casi devastador para todas sus empresas, Mary Pavlovna solo veía un
incidente que mostraba la noble naturaleza de Eugene. Además, no sentía
mucha ansiedad por la posición de Eugene, porque confiaba en que él haría
un matrimonio brillante que arreglaría todo. Y él podría hacer un matrimo-
nio muy brillante: conocía una docena de familias que estarían encantadas
de darle sus hijas. Y ella deseaba arreglar el asunto lo antes posible.
IV

Eugene mismo soñaba con el matrimonio, pero no de la misma manera


que su madre. La idea de usar el matrimonio como un medio para arreglar
sus asuntos le resultaba repulsiva. Deseaba casarse honorablemente, por
amor. Observaba a las chicas que conocía y se comparaba con ellas, pero
aún no había tomado una decisión. Mientras tanto, contrariamente a sus ex-
pectativas, sus relaciones con Stepanida continuaron e incluso adquirieron
el carácter de un asunto establecido. Eugene estaba tan lejos de la disipa-
ción, le resultaba tan difícil hacer en secreto esta cosa que sentía que estaba
mal, que no podía organizar estos encuentros por sí mismo e incluso des-
pués del primero esperaba no volver a ver a Stepanida; pero resultó que des-
pués de algún tiempo la misma inquietud (debida, creía, a esa causa) lo vol-
vió a vencer. Y su inquietud esta vez ya no era impersonal, sino que sugería
precisamente esos mismos brillantes ojos negros, y esa profunda voz dicien-
do "hace muchísimo tiempo", ese mismo aroma a algo fresco y fuerte, y ese
mismo pecho lleno levantando el delantal, y todo esto en ese matorral de
avellanos y arces, bañado en brillante luz solar.
Aunque se sentía avergonzado, volvió a acercarse a Daniel. Y nuevamen-
te se fijó una cita a mediodía en el bosque. Esta vez Eugene la observó más
detenidamente y todo en ella le pareció atractivo. Intentó hablar con ella y
preguntó sobre su marido. Realmente era el hijo de Michael y vivía como
cochero en Moscú.
"Entonces, ¿cómo es que tú...", Eugene quería preguntar cómo era que le
era infiel.
"¿Qué pasa con 'cómo es que'?" preguntó ella. Evidentemente era inteli-
gente y perspicaz.
"Bueno, ¿cómo es que vienes conmigo?"
"Allí", dijo ella alegremente. "Apuesto a que él se va de juerga allí. ¿Por
qué no debería hacerlo yo?"
Evidentemente estaba fingiendo descaro y seguridad, y esto parecía en-
cantador para Eugene. Pero de todos modos, él mismo no fijaba citas con
ella. Incluso cuando ella propuso que se encontraran sin la ayuda de Daniel,
a quien parecía no tener en muy alta estima, él no aceptó. Esperaba que este
encuentro fuera el último. Le gustaba. Pensaba que tal relación era necesa-
ria para él y que no había nada malo en ello, pero en el fondo de su alma
había un juez más estricto que no lo aprobaba y esperaba que esta fuera la
última vez, o si no esperaba eso, al menos no quería participar en los arre-
glos para repetirlo otra vez.
Así pasó todo el verano, durante el cual se encontraron una docena de ve-
ces y siempre con la ayuda de Daniel. Ocurrió una vez que ella no pudo es-
tar allí porque su marido había vuelto a casa, y Daniel propuso a otra mujer,
pero Eugene rechazó la idea con disgusto. Luego el marido se fue y los en-
cuentros continuaron como antes, al principio a través de Daniel, pero luego
él simplemente fijaba la hora y ella venía con otra mujer, Prokhovova, ya
que no estaba bien que una campesina anduviera sola.
Una vez, justo en el momento fijado para el encuentro, una familia fue a
visitar a Mary Pavlovna, con la misma chica que ella deseaba que Eugene
se casara, y fue imposible para Eugene escaparse. Tan pronto como pudo
hacerlo, salió como si fuera al campo de trilla y rodeó por el camino hasta
su lugar de encuentro en el bosque. Ella no estaba allí, pero en el lugar
acostumbrado todo lo que estaba a su alcance había sido roto: el aliso ne-
gro, las ramas de avellano e incluso un joven arce del grosor de un palo.
Ella había esperado, se había emocionado y enojado, y había dejado alegre-
mente un recuerdo. Él esperó y esperó, y luego fue a ver a Daniel para pe-
dirle que la llamara para el día siguiente. Ella vino y era como de
costumbre.
Así pasó el verano. Los encuentros siempre se organizaban en el bosque
y solo una vez,
cuando se acercaba el otoño, en el cobertizo que estaba en el patio trasero
de ella.
No pasó por la cabeza de Eugene que estas relaciones suyas tuvieran al-
guna importancia para él. Ni siquiera pensaba en ella. Le daba dinero y
nada más. Al principio no sabía y no pensaba que el asunto era conocido y
que ella era envidiada en todo el pueblo, o que sus parientes tomaban dinero
de ella y la alentaban, y que su concepto de pecado en el asunto había sido
completamente borrado por la influencia del dinero y la aprobación de su
familia. Le parecía que si la gente la envidiaba, entonces lo que estaba ha-
ciendo era bueno.
"Es simplemente necesario para mi salud", pensó Eugene. "Reconozco
que no está bien, y aunque nadie dice nada, todos, o muchas personas, sa-
ben de ello. La mujer que viene con ella lo sabe. Y una vez que lo sabe, se-
guramente se lo habrá dicho a otros. Pero ¿qué se puede hacer? Estoy ac-
tuando mal", pensó Eugene, "pero ¿qué más da? De todos modos, no será
por mucho tiempo.
Lo que más perturbaba a Eugene era el pensamiento del marido. Al prin-
cipio, por alguna razón, le pareció que el marido debía ser un tipo pobre, y
esto de alguna manera justificaba parcialmente su conducta. Pero vio al ma-
rido y quedó impresionado por su apariencia: era un tipo excelente y bien
vestido, en nada peor que él, pero seguramente mejor. En su próximo en-
cuentro, le dijo que había visto a su marido y se había sorprendido de ver
que era un tipo tan bueno.
"No hay otro hombre como él en el pueblo", dijo ella con orgullo.
Esto sorprendió a Eugene, y el pensamiento del marido lo atormentó aún
más después de eso. Ocurrió que estaba en casa de Daniel un día y Daniel,
habiendo comenzado a charlar, le dijo abiertamente:
"Y Michael me preguntó el otro día: '¿Es cierto que el señor está con mi
esposa?' Le dije que no lo sabía. 'De todos modos', le dije, 'mejor con el se-
ñor que con un campesino.'"
"¿Y qué dijo él?"
"Dijo: 'Espera un poco. Me enteraré y se lo daré igual.'"
"Sí, si el marido volviera a vivir aquí, la dejaría", pensó Eugene.
Pero el marido vivía en la ciudad y por el momento su relación continuó.
"Cuando sea necesario, lo terminaré, y no quedará nada de ello", pensó.
Y esto le parecía cierto, especialmente porque durante todo el verano mu-
chas cosas diferentes lo ocupaban plenamente: la construcción de la nueva
granja, la cosecha y la construcción, y sobre todo, hacer frente a las deudas
y vender el terreno baldío. Todas estas eran cuestiones que lo absorbían
completamente y en las que gastaba sus pensamientos cuando se acostaba y
cuando se levantaba. Todo eso era la vida real. Su relación, ni siquiera la
llamaba conexión, con Stepanida no le prestaba atención. Es cierto que
cuando surgía el deseo de verla, venía con tanta fuerza que no podía pensar
en nada más. Pero esto no duraba mucho. Se organizaba un encuentro, y él
volvía a olvidarla durante una semana o incluso un mes.
En otoño, Eugene a menudo iba a la ciudad y allí se hizo amigo de los
Annenski. Tenían una hija que acababa de terminar el Instituto. Y entonces,
para gran pena de Mary Pavlovna, ocurrió que Eugene "se desvalorizó",
como ella lo expresó, enamorándose de Liza Annenskaya y proponiéndole
matrimonio.
Desde ese momento, sus relaciones con Stepanida cesaron.
V

Es imposible explicar por qué Eugene eligió a Liza Annenskaya, como


siempre es imposible explicar por qué un hombre elige a esta y no a aquella
mujer. Había muchas razones, tanto positivas como negativas. Una razón
era que ella no era una heredera muy rica como la que su madre buscaba
para él, otra que era ingenua y digna de lástima en sus relaciones con su
madre, otra que no era una belleza que atrajera la atención general sobre sí
misma, y sin embargo, no estaba mal. Pero la principal razón era que su co-
nocimiento de ella comenzó en el momento en que estaba listo para casarse.
Se enamoró porque sabía que se casaría.
Liza Annenskaya era al principio simplemente agradable para Eugene,
pero cuando decidió hacerla su esposa, sus sentimientos por ella se hicieron
mucho más fuertes. Sentía que estaba enamorado.
Liza era alta, esbelta y larga. Todo en ella era largo; su rostro, y su nariz
(no prominente sino hacia abajo), y sus dedos, y sus pies. El color de su ros-
tro era muy delicado, blanco cremoso y delicadamente rosado; tenía cabello
largo, suave y rizado, de color marrón claro, y ojos hermosos, claros, suaves
y confiados. Esos ojos, especialmente, impresionaron a Eugene, y cuando
pensaba en Liza siempre veía esos ojos claros, suaves y confiados.
Así era ella físicamente; no sabía nada de ella espiritualmente, solo veía
esos ojos. Y esos ojos parecían decirle todo lo que necesitaba saber. El sig-
nificado de su expresión era este: Aún en el Instituto, cuando tenía quince
años, Liza solía enamorarse continuamente de todos los hombres atractivos
que conocía y se sentía animada y feliz solo cuando estaba enamorada. Des-
pués de dejar el Instituto, continuó enamorándose de la misma manera de
todos los jóvenes que conocía y, por supuesto, se enamoró de Eugene tan
pronto como lo conoció. Fue este estar enamorada lo que le dio a sus ojos
esa expresión particular que cautivó tanto a Eugene. Ya ese invierno había
estado enamorada de dos jóvenes al mismo tiempo, y se ruborizaba y se
emocionaba no solo cuando ellos entraban en la habitación, sino cada vez
que se mencionaban sus nombres. Pero después, cuando su madre le insinuó
que Irtenev parecía tener intenciones serias, su amor por él aumentó tanto
que se volvió casi indiferente a las dos atracciones anteriores, y cuando Irte-
nev comenzó a venir a sus bailes y fiestas y bailaba con ella más que con
otras y evidentemente solo deseaba saber si ella lo amaba, su amor por él se
volvió doloroso. Soñaba con él en su sueño y parecía verlo cuando estaba
despierta en una habitación oscura, y todos los demás desaparecían de su
mente. Pero cuando él le propuso matrimonio y se comprometieron formal-
mente, y cuando se besaron y se convirtieron en pareja de novios, entonces
no tuvo más pensamientos que para él, ningún deseo más que estar con él,
amarlo y ser amada por él. También estaba orgullosa de él y se sentía emo-
cionada por él y por ella misma y por su amor, y se derretía y se sentía des-
fallecer por el amor que sentía por él.
Cuanto más la conocía, más la amaba. No había esperado en absoluto en-
contrar tal amor, y fortalecía su propio sentimiento aún más.
VI

Hacia la primavera, Eugene fue a su propiedad en Semenovskoe para


echar un vistazo y dar instrucciones sobre la gestión, y especialmente sobre
la casa que se estaba arreglando para su boda.
Mary Pavlovna estaba insatisfecha con la elección de su hijo, no solo
porque el matrimonio no era tan brillante como podría haber sido, sino tam-
bién porque no le gustaba Varvara Alexeevna, su futura suegra. No sabía si
era amable o no y no podía decidirlo, pero veía desde su primer encuentro
que no era bien educada, no *comme il faut* -- "no una dama", como Mary
Pavlovna se decía a sí misma, y esto la angustiaba; la angustiaba porque es-
taba acostumbrada a valorar la educación y sabía que Eugene era sensible a
ella, y preveía que él sufriría muchas molestias por esta razón. Pero le gus-
taba la chica. Principalmente porque a Eugene le gustaba. No se podía evi-
tar amarla, y Mary Pavlovna estaba sinceramente dispuesta a hacerlo.
Eugene encontró a su madre contenta y de buen humor. Estaba ordenan-
do todo en la casa y preparándose para irse ella misma tan pronto como él
trajera a su joven esposa. Eugene la persuadió para que se quedara por el
momento, y el futuro quedó sin decidir.
Por la tarde, después del té, Mary Pavlovna jugaba a la paciencia como
de costumbre. Eugene se sentó a su lado, ayudándola. Esa era la hora de sus
conversaciones más íntimas. Habiendo terminado un juego y mientras se
preparaba para comenzar otro, ella lo miró y, con un poco de vacilación, co-
menzó así:
"Quería decirte, Jenya, por supuesto, no lo sé, pero en general quería su-
gerirte, que antes de tu boda es absolutamente necesario terminar con todos
tus asuntos de soltero para que nada te perturbe ni a ti ni a tu esposa. Dios
no lo quiera. ¿Me entiendes?"
Y de hecho, Eugene entendió de inmediato que Mary Pavlovna estaba
insinuando sus relaciones con Stepanida, que habían terminado en el otoño
anterior, y que ella atribuía mucha más importancia a esas relaciones de la
que merecían, como siempre hacen las mujeres solitarias. Eugene se sonro-
jó, no tanto por vergüenza como por irritación de que la bondadosa Mary
Pavlovna estuviera preocupándose, sin duda por afecto, pero aún así preo-
cupándose por asuntos que no eran de su incumbencia y que no entendía ni
podía entender. Respondió que no había nada que necesitara ocultarse y que
siempre se había conducido de manera que no hubiera nada que impidiera
su matrimonio.
"Bien, querido, eso es excelente. Solo, Jenya... no te enojes conmigo",
dijo Mary Pavlovna, y se detuvo confundida.
Eugene vio que no había terminado y que no había dicho lo que quería. Y
esto se confirmó cuando, un poco más tarde, ella comenzó a contarle cómo,
en su ausencia, le habían pedido que fuera madrina en... la casa de los
Pechnikov.
Eugene se sonrojó de nuevo, no con irritación o vergüenza esta vez, sino
con una extraña conciencia de la importancia de lo que estaba a punto de
serle dicho, una conciencia involuntaria completamente en desacuerdo con
sus conclusiones. Y lo que esperaba sucedió. Mary Pavlovna, como si solo
fuera parte de la conversación, mencionó que este año solo nacían varones,
evidentemente una señal de una guerra próxima. Tanto en la casa de los Va-
sins como en la de los Pechnikov, la joven esposa había tenido un primer
hijo, en cada casa un niño. Mary Pavlovna quería decir esto casualmente,
pero ella misma se sintió avergonzada cuando vio el color subir a la cara de
su hijo y lo vio quitarse nerviosamente, golpear y volver a ponerse las gafas
y encender apresuradamente un cigarrillo. Se quedó en silencio. Él también
estaba en silencio y no podía pensar cómo romper ese silencio. Así que am-
bos entendieron que se habían entendido.
"Sí, lo principal es que haya justicia y no favoritismos en el pueblo, como
en tiempos de tu abuelo".
"Mamá", dijo Eugene de repente, "sé por qué estás diciendo esto. No ne-
cesitas preocuparte. Mi futura vida familiar es tan sagrada para mí que no la
infringiría en ningún caso. Y en cuanto a lo que ocurrió en mis días de sol-
tero, eso ha terminado completamente. Nunca formé ninguna unión y nadie
tiene ningún reclamo sobre mí".
"Bueno, me alegro", dijo su madre. "Sé cuán nobles son tus
sentimientos".
Eugene aceptó las palabras de su madre como un tributo debido a él y no
respondió.
Al día siguiente, mientras conducía a la ciudad, pensaba en su prometida
y en cualquier cosa del mundo excepto en Stepanida. Pero, como si fuera a
propósito para recordárselo, al acercarse a la iglesia, se encontró con gente
caminando y volviendo de ella. Vio a Matvey el Viejo con Simón, algunos
muchachos y chicas, y luego a dos mujeres, una mayor, la otra, que le pare-
cía familiar, bien vestida y con un pañuelo rojo brillante. Esta mujer cami-
naba con ligereza y audacia, llevando a un niño en brazos. Se acercó a ellas
y la mujer mayor se inclinó, deteniéndose a la manera antigua, pero la joven
con el niño solo inclinó la cabeza, y debajo del pañuelo brillaban unos ojos
familiares, alegres y sonrientes.
Sí, era ella, pero todo eso había terminado y no tenía sentido mirarla: "y
el niño podría ser mío", cruzó por su mente. No, ¡qué tontería! Ahí estaba
su marido, ella solía verlo. Ni siquiera consideró más el asunto, tan asenta-
do estaba en su mente que había sido necesario para su salud, le había paga-
do dinero y no había más que decir; no había, no había habido, y no podía
haber ninguna cuestión de unión entre ellos. No era que sofocara la voz de
la conciencia, no, su conciencia simplemente no le decía nada. Y no volvió
a pensar más en ella después de la conversación con su madre y este en-
cuentro. Tampoco la volvió a ver.
Eugene se casó en la ciudad la semana después de Pascua y se fue inme-
diatamente con su joven esposa a su finca. La casa se había arreglado como
de costumbre para una pareja joven. Mary Pavlovna deseaba irse, pero Eu-
gene le pidió que se quedara, y Liza aún más fuertemente, y ella solo se
mudó a una ala separada de la casa.
Y así comenzó una nueva vida para Eugene.
VII

El primer año de matrimonio fue difícil para Eugene. Fue duro porque los
asuntos que había logrado posponer durante su cortejo, ahora, después de su
matrimonio, le cayeron encima todos a la vez.
Era imposible escapar de las deudas. Se vendió una parte remota de la
propiedad y se cumplieron las obligaciones más urgentes, pero quedaron
otras y no tenía dinero. La finca generaba buenos ingresos, pero había teni-
do que enviar pagos a su hermano y gastar en su propio matrimonio, por lo
que no había dinero disponible y la fábrica no podía seguir funcionando y
tendría que cerrarse. La única salida era usar el dinero de su esposa; y Liza,
habiendo comprendido la situación de su marido, insistió en ello ella mis-
ma. Eugene accedió, pero solo con la condición de darle a ella una hipoteca
sobre la mitad de su finca, lo cual hizo. Por supuesto, esto se hizo no por el
bien de su esposa, que se sintió ofendida por ello, sino para apaciguar a su
suegra.
Estos asuntos, con varias fluctuaciones de éxito y fracaso, ayudaron a en-
venenar la vida de Eugene ese primer año. Otro problema fue la mala salud
de su esposa. Ese mismo primer año, siete meses después de su matrimonio,
Liza sufrió una desgracia. Estaba yendo a encontrarse con su esposo en su
regreso de la ciudad, y el caballo tranquilo se volvió un poco juguetón y ella
se asustó y saltó. Su salto fue relativamente afortunado, podría haber sido
atrapada por la rueda, pero estaba embarazada, y esa misma noche comen-
zaron los dolores y tuvo un aborto espontáneo del cual tardó mucho en re-
cuperarse. La pérdida del esperado hijo y la enfermedad de su esposa, junto
con el desorden en sus asuntos y, sobre todo, la presencia de su suegra, que
llegó tan pronto como Liza se enfermó, todo esto junto hizo el año aún más
difícil para Eugene.
Pero a pesar de estas circunstancias difíciles, hacia el final del primer año
Eugene se sentía muy bien. En primer lugar, su anhelada esperanza de res-
taurar su fortuna caída y renovar el estilo de vida de su abuelo en una nueva
forma, estaba acercándose a su realización, aunque lentamente y con difi-
cultad. Ya no se planteaba la cuestión de tener que vender toda la finca para
pagar las deudas. La finca principal, aunque transferida al nombre de su es-
posa, estaba a salvo, y si solo la cosecha de remolacha tenía éxito y el pre-
cio se mantenía, para el próximo año su posición de carencia y estrés podría
ser reemplazada por una de completa prosperidad. Eso era una cosa.
Otra era que, por mucho que esperara de su esposa, nunca había esperado
encontrar en ella lo que realmente encontró. No encontró lo que esperaba,
sino algo mucho mejor. Los arrebatos de amor, aunque intentaba provocar-
los, no ocurrían o eran muy leves, pero descubrió algo completamente dife-
rente, a saber, que no solo estaba más alegre y feliz, sino que le resultaba
más fácil vivir. No sabía por qué debía ser así, pero lo era.
Y era así porque inmediatamente después del matrimonio, su esposa de-
cidió que Eugene Irtenev era superior a cualquier otra persona en el mundo:
más sabio, puro y noble que ellos, y que, por lo tanto, era correcto que todos
lo sirvieran y complacieran; pero como era imposible hacer que todos hicie-
ran esto, ella misma debía hacerlo hasta el límite de sus fuerzas. Y lo hizo;
dirigiendo toda su fuerza mental a aprender y adivinar lo que a él le gusta-
ba, y luego haciendo exactamente eso, lo que fuera y por difícil que pudiera
ser.
Ella tenía el don que proporciona el principal deleite del trato con una
mujer amorosa: gracias a su amor por su marido, penetró en su alma. Cono-
cía cada estado y cada matiz de sentimiento de él, mejor, parecía a él, que él
mismo, y se comportaba en consecuencia y por lo tanto nunca hirió sus sen-
timientos, sino que siempre aliviaba sus angustias y fortalecía sus alegrías.
Y entendía no solo sus sentimientos sino también sus alegrías. Cosas com-
pletamente ajenas a ella, relacionadas con la agricultura, la fábrica o la va-
loración de otros, las entendía de inmediato de modo que no solo podía con-
versar con él, sino que a menudo, como él mismo decía, ser una consejera
útil e insustituible. Consideraba los asuntos, las personas y todo en el mun-
do solo a través de los ojos de él. Amaba a su madre, pero al ver que Euge-
ne no le gustaba la interferencia de su suegra en su vida, inmediatamente
tomó el lado de su esposo, y lo hizo con tal decisión que él tuvo que
contenerla.
Además de todo esto, ella tenía muy buen gusto, mucho tacto y, sobre
todo, tenía reposo. Todo lo que hacía, lo hacía sin ser notada; solo se obser-
vaban los resultados de lo que hacía, es decir, que siempre y en todo había
limpieza, orden y elegancia. Liza había entendido de inmediato en qué con-
sistía el ideal de vida de su esposo y trató de lograrlo, y en la disposición y
el orden de la casa lo logró. Es cierto que faltaban niños, pero también ha-
bía esperanza de eso. En invierno fue a San Petersburgo a ver a un especia-
lista y él les aseguró que estaba completamente bien y que podía tener hijos.
Y este deseo se cumplió. Al final del año, estaba embarazada de nuevo.
Lo único que amenazaba, por no decir envenenaba, su felicidad era su
celos, una celosía que reprimía y no mostraba, pero por la que a menudo
sufría. No solo Eugene no podía amar a ninguna otra mujer, porque no ha-
bía ninguna mujer en la tierra digna de él (en cuanto a si ella misma era dig-
na o no, nunca se lo preguntó a sí misma), sino que ninguna mujer, por lo
tanto, podía atreverse a amarlo.
VIII

Así vivían: él se levantaba temprano, como siempre había hecho, y se


ocupaba de la granja o de la fábrica donde se realizaban trabajos, o a veces
iba a los campos. Alrededor de las diez volvía para tomar su café, que to-
maban en la terraza: Mary Pavlovna, un tío que vivía con ellos y Liza. Des-
pués de una conversación que a menudo era muy animada mientras toma-
ban su café, se dispersaban hasta la hora de la comida. A las dos almorza-
ban y luego salían a caminar o a dar un paseo en coche. Por la noche, cuan-
do él regresaba de la oficina, tomaban su té y a veces él leía en voz alta
mientras ella trabajaba, o cuando había invitados, tenían música o conversa-
ción. Cuando él se iba por negocios, escribía a su esposa y recibía cartas de
ella todos los días. A veces ella lo acompañaba, y entonces eran particular-
mente alegres. En el día de su santo y en el de ella se reunían invitados, y a
él le complacía ver cómo ella lograba organizar las cosas de manera que a
todos les gustara venir. Veía y escuchaba que todos la admiraban, la joven y
agradable anfitriona, y la amaba aún más por esto.
Todo iba excelentemente. Ella llevaba su embarazo con facilidad y, aun-
que tenían miedo, ambos comenzaron a hacer planes sobre cómo criarían al
niño. El sistema de educación y los arreglos fueron decididos por Eugene, y
su único deseo era llevar a cabo obedientemente sus deseos. Eugene, por su
parte, leyó obras médicas e intentó criar al niño de acuerdo con todos los
preceptos de la ciencia. Ella, por supuesto, estuvo de acuerdo con todo y se
preparó, haciendo "envolturas" cálidas y también frescas, y preparando una
cuna. Así llegó el segundo año de su matrimonio y la segunda primavera.
IX

Era justo antes del Domingo de la Trinidad. Liza estaba en su quinto mes
y, aunque tenía cuidado, todavía estaba activa y ágil. Tanto su madre como
la de él vivían en la casa, pero bajo el pretexto de cuidarla y protegerla, solo
la alteraban con sus disputas. Eugene estaba especialmente absorto en un
nuevo experimento para el cultivo de remolacha azucarera a gran escala.
Justo antes de la Trinidad, Liza decidió que era necesario hacer una lim-
pieza a fondo de la casa, ya que no se había hecho desde la Pascua, y con-
trató a dos mujeres por día para ayudar a los sirvientes a lavar los suelos y
ventanas, golpear los muebles y alfombras, y ponerles fundas. Estas muje-
res llegaron temprano en la mañana, calentaron las calderas y se pusieron a
trabajar. Una de las dos era Stepanida, quien acababa de destetar a su niño y
había pedido el trabajo de lavar los suelos a través del oficinista, con quien
ahora mantenía relaciones. Quería echar un buen vistazo a la nueva señora.
Stepanida vivía por su cuenta como antes, su marido estaba fuera, y seguía
en sus andanzas como había estado primero con el viejo Daniel (quien una
vez la había sorprendido robando algunos troncos de leña), luego con el pa-
trón, y ahora con el joven oficinista. Ya no se preocupaba por su amo.
"Ahora él tiene esposa", pensó. Pero sería bueno echar un vistazo a la dama
y a su establecimiento: la gente decía que estaba bien organizado.
Eugene no la había visto desde que se encontró con ella y el niño. Al te-
ner un bebé al que atender, no había salido a trabajar, y él rara vez caminaba
por el pueblo. Esa mañana, en la víspera del Domingo de la Trinidad, se le-
vantó a las cinco y fue a caballo a la tierra en barbecho que iba a ser rociada
con fosfatos, y había dejado la casa antes de que las mujeres estuvieran en
movimiento y mientras aún estaban encendiendo los fuegos de las calderas.
Regresó al desayuno alegre, contento y hambriento; desmontando de su
yegua en la puerta y entregándosela al jardinero. Golpeando la alta hierba
con su látigo y repitiendo una frase que acababa de pronunciar, como uno a
menudo hace, caminó hacia la casa. La frase era: "los fosfatos justifican"...
qué o a quién, ni lo sabía ni lo reflexionaba.
Estaban golpeando una alfombra en el césped. Los muebles habían sido
sacados.
"¡Vaya! ¡Qué limpieza ha emprendido Liza!... Los fosfatos justifican...
¡Qué administradora es! Sí, una administradora", se dijo a sí mismo, imagi-
nando vívidamente a ella en su bata blanca y con su rostro sonriente y ale-
gre, como casi siempre lo estaba cuando él la miraba. "Sí, debo cambiarme
las botas, o de lo contrario 'los fosfatos justifican', es decir, huelen a estiér-
col, y la administradora en tal condición. ¿Por qué 'en tal condición'? Por-
que un nuevo pequeño Irtenev está creciendo allí dentro de ella", pensó. "Sí,
los fosfatos justifican", y sonriendo a sus pensamientos, puso su mano en la
puerta de su habitación.
Pero no tuvo tiempo de empujar la puerta antes de que se abriera por sí
misma y se encontró cara a cara con una mujer que venía hacia él llevando
un cubo, descalza y con las mangas arremangadas. Se apartó para dejarla
pasar y ella también se apartó, ajustando su pañuelo con una mano mojada.
"Adelante, adelante, no entraré si tú...", comenzó Eugene y de repente se
detuvo, reconociéndola.
Ella le lanzó una mirada alegre con sus ojos sonrientes y, bajando su fal-
da, salió por la puerta.
"¡Qué tontería!... Es imposible", se dijo Eugene a sí mismo, frunciendo el
ceño y agitando la mano como para deshacerse de una mosca, molesto por
haberla notado. Estaba irritado por haberla notado y, sin embargo, no podía
apartar los ojos de su cuerpo fuerte, balanceado por sus ágiles pasos, de sus
pies descalzos, o de sus brazos y hombros, y los pliegues agradables de su
camisa y la falda bien subida sobre sus pantorrillas blancas.
"Pero ¿por qué estoy mirando?", se dijo a sí mismo, bajando los ojos para
no verla. "Y de todos modos, debo entrar para conseguir otras botas". Y dio
media vuelta para entrar en su habitación, pero no había dado cinco pasos
cuando volvió a mirar para echarle otro vistazo sin saber por qué ni para
qué. Ella estaba justo doblando la esquina y también lo miró.
"¡Ah, qué estoy haciendo!", se dijo a sí mismo. "Ella puede pensar... In-
cluso es seguro que ya piensa..."
Entró en su húmeda habitación. Otra mujer, vieja y flaca, estaba allí, y
todavía la estaba lavando. Eugene pasó de puntillas sobre el suelo, mojado
con agua sucia, hasta la pared donde estaban sus botas, y estaba a punto de
salir de la habitación cuando la mujer misma salió.
"Esta se ha ido y la otra, Stepanida, vendrá aquí sola", empezó a reflexio-
nar alguien dentro de él.
"¡Dios mío, en qué estoy pensando y qué estoy haciendo!" Agarró sus
botas y salió corriendo con ellas al pasillo, se las puso allí, se cepilló y salió
a la terraza donde ambas mamás ya estaban tomando café. Liza evidente-
mente lo había estado esperando y salió a la terraza por otra puerta al mis-
mo tiempo.
"¡Dios mío! Si ella, que me considera tan honorable, puro e inocente, si
solo supiera..."—pensó él.
Liza, como de costumbre, lo recibió con un rostro radiante. Pero hoy de
alguna manera le pareció particularmente pálida, amarilla, larga y débil.
X

Durante el café, como a menudo sucedía, se desarrollaba un tipo de con-


versación peculiarmente femenina que no tenía una secuencia lógica pero
que evidentemente estaba conectada de alguna manera, ya que continuaba
ininterrumpidamente. Las dos ancianas se lanzaban puyas entre sí, y Liza
maniobraba hábilmente entre ellas.
"Estoy tan molesta de que no hayamos terminado de lavar tu habitación
antes de que regresaras", le dijo a su esposo. "Pero quiero tanto tener todo
arreglado".
"¿Dormiste bien después de que me levanté?"
"Sí, dormí bien y me siento bien".
"¿Cómo puede estar bien una mujer en su condición durante este calor
insoportable, cuando sus ventanas dan al sol?", dijo Varvara Alexeevna, su
madre. "Y no tienen persianas ni toldos. Yo siempre tuve toldos".
"Pero ya sabes que estamos a la sombra después de las diez", dijo Mary
Pavlovna.
"Eso es lo que causa fiebre; proviene de la humedad", dijo Varvara Ale-
xeevna, sin notar que lo que estaba diciendo no concordaba con lo que aca-
baba de decir. "Mi médico siempre dice que es imposible diagnosticar una
enfermedad a menos que se conozca al paciente. Y ciertamente lo sabe, por-
que es el médico principal y le pagamos cien rublos por visita. Mi difunto
esposo no creía en los médicos, pero no me escatimaba nada".
"¿Cómo puede un hombre escatimar algo a una mujer cuando quizás su
vida y la del niño dependen..."
"Sí, cuando tiene medios, una esposa no necesita depender de su esposo.
Una buena esposa se somete a su esposo", dijo Varvara Alexeevna. "Solo
que Liza es demasiado débil después de su enfermedad".
"Oh no, mamá, me siento bastante bien. Pero ¿por qué no te han traído
crema hervida?"
"No quiero ninguna. Puedo conformarme con crema cruda".
"Yo le ofrecí a Varvara Alexeevna, pero ella rechazó", dijo Mary Pavlov-
na, como si se justificara.
"No, hoy no quiero". Y como si quisiera terminar una conversación des-
agradable y ceder magnánimamente, Varvara Alexeevna se dirigió a Eugene
y dijo: "Bueno, ¿y has esparcido los fosfatos?"
Liza corrió a buscar la crema.
"Pero no la quiero. No la quiero".
"Liza, Liza, ve con cuidado", dijo Mary Pavlovna. "Esos movimientos
rápidos le hacen daño".
"Nada hace daño si la mente está en paz", dijo Varvara Alexeevna como
si se refiriera a algo, aunque sabía que no había nada a lo que sus palabras
pudieran referirse.
Liza regresó con la crema y Eugene bebió su café y escuchó malhumora-
do. Estaba acostumbrado a estas conversaciones, pero hoy estaba particular-
mente molesto por su falta de sentido. Quería reflexionar sobre lo que le ha-
bía sucedido, pero este parloteo lo perturbaba. Varvara Alexeevna terminó
su café y se fue de mal humor. Liza, Eugene y Mary Pavlovna se quedaron
atrás, y su conversación fue sencilla y agradable. Pero Liza, siendo sensible,
notó de inmediato que algo atormentaba a Eugene y le preguntó si algo des-
agradable había sucedido. Él no estaba preparado para esta pregunta y dudó
un poco antes de responder que no había pasado nada. Esta respuesta hizo
que Liza pensara aún más. Que algo lo estaba atormentando, y mucho, era
tan evidente para ella como que una mosca había caído en la leche, pero él
no quería hablar de ello. ¿Qué podía ser?
XI

Después del desayuno, todos se dispersaron. Eugene, como de costum-


bre, fue a su estudio, pero en lugar de comenzar a leer o escribir sus cartas,
se sentó a fumar un cigarrillo tras otro y a pensar. Estaba terriblemente sor-
prendido y perturbado por la recrudescencia inesperada dentro de él del mal
sentimiento del cual había pensado que estaba libre desde su matrimonio.
Desde entonces, no había experimentado ese sentimiento ni una sola vez, ni
por ella, la mujer que había conocido, ni por ninguna otra mujer excepto su
esposa. A menudo se había sentido contento por esta liberación, y ahora, de
repente, un encuentro casual, aparentemente tan poco importante, le reveló
que no estaba libre. Lo que ahora lo atormentaba no era que estuviera ce-
diendo a ese sentimiento y la deseara, no soñaba con hacerlo, sino que el
sentimiento estaba despierto dentro de él y tenía que estar alerta contra él.
No tenía dudas de que lo suprimiría.
Tenía una carta que responder y un documento que escribir, y se sentó en
su escritorio y comenzó a trabajar. Después de terminar y haber olvidado
completamente lo que lo había perturbado, salió para ir a los establos. Y de
nuevo, como por mala suerte, ya sea por casualidad desafortunada o inten-
cionalmente, tan pronto como salió del porche apareció una falda roja y un
pañuelo rojo de la esquina, y ella pasó junto a él balanceando sus brazos y
moviendo su cuerpo. No solo pasó junto a él, sino que al pasar corrió, como
jugando, para alcanzar a su compañera de trabajo.
Nuevamente, el brillante mediodía, las ortigas, la parte trasera de la caba-
ña de Daniel y, a la sombra de los árboles, su rostro sonriente mordiendo
algunas hojas, surgieron en su imaginación.
"No, es imposible dejar las cosas continuar así", se dijo a sí mismo, y es-
perando hasta que las mujeres hubieran desaparecido de la vista, fue a la
oficina.
Era justo la hora de la comida y esperaba encontrar al administrador to-
davía allí, y así fue. El administrador acababa de despertar de su siesta des-
pués de la comida, y estirándose y bostezando estaba de pie en la oficina,
mirando al vaquero que le estaba contando algo.
"¡Vasili Nikolaich!" dijo Eugene al administrador.
"¿Qué desea?"
"Termine lo que está diciendo".
"¿No vas a traerlo?" dijo Vasili Nikolaich al vaquero.
"Es pesado, Vasili Nikolaich".
"¿De qué se trata?" preguntó Eugene.
"Ah, una vaca ha parido en el prado. Bueno, está bien, ordenaré que en-
ganchen un caballo enseguida. Dile a Nicholas Lysukh que saque el carro."
El vaquero salió.
"Sabe," comenzó Eugene, sonrojándose y consciente de ello, "sabe, Vasili
Nikolaich, cuando yo era soltero me desvié un poco del camino... Quizás
haya oído..."
Vasili Nikolaich, evidentemente compadecido de su patrón, dijo con ojos
sonrientes: "¿Se trata de Stepanida?"
"Pues sí. Mire, por favor, no la contrate para ayudar en la casa. Usted en-
tiende, es muy incómodo para mí..." "Sí, debe haber sido Vanya el oficinista
quien lo arregló." "Sí, por favor... y ¿no sería mejor esparcir el resto del fos-
fato?" dijo Eugene, para ocultar su confusión.
"Sí, justo ahora voy a ocuparme de eso".
Así terminó el asunto, y Eugene se calmó, esperando que, como había
vivido un año sin verla, así seguirían las cosas ahora. "Además, Vasili Niko-
laich hablará con Ivan el oficinista; Ivan le hablará a ella, y ella entenderá
que no lo quiero", se dijo Eugene a sí mismo, y se alegró de haberse obliga-
do a hablar con Vasili Nikolaich, aunque había sido difícil hacerlo.
"Sí, es mejor, mucho mejor, que ese sentimiento de duda, ese sentimiento
de vergüenza". Se estremeció solo de recordar su pecado en pensamiento.
XII

El esfuerzo moral que Eugene había hecho para superar su vergüenza y


hablar con Vasili Nikolaich lo tranquilizó. Le pareció que el asunto había
terminado ahora. Liza notó de inmediato que él estaba bastante tranquilo e
incluso más feliz que de costumbre. "Sin duda, se sintió molesto por las pu-
llas entre nuestras madres. Realmente es desagradable, especialmente para
él, que es tan sensible y noble, siempre escuchar insinuaciones tan hostiles
y mal educadas", pensó ella.
Al día siguiente era el Domingo de la Trinidad. Era un día hermoso, y las
campesinas, camino al bosque para trenzar coronas, llegaron, según la cos-
tumbre, a la casa del terrateniente y comenzaron a cantar y bailar. Mary Pa-
vlovna y Varvara Alexeevna salieron al porche con ropa elegante, llevando
parasoles, y se acercaron al círculo de cantantes. Con ellas, vestido con una
chaqueta de seda china, salió el tío, un libertino y borracho flácido, que vi-
vía ese verano con Eugene.
Como de costumbre, había un anillo brillante y multicolor de mujeres y
chicas jóvenes, el centro de todo, y alrededor de estas, desde diferentes la-
dos como planetas acompañantes que se habían desprendido y estaban gi-
rando, iban chicas de la mano, susurrando en sus vestidos nuevos de algo-
dón; muchachos riéndose y corriendo de un lado a otro; jóvenes robustos
con abrigos azul oscuro o negros y gorras y camisas rojas, escupiendo sin
cesar cáscaras de semillas de girasol; y los sirvientes domésticos u otros es-
pectadores observando el círculo de baile desde un lado. Ambas ancianas se
acercaron al círculo, y Liza las acompañó en un vestido azul claro, con cin-
tas azules claras en la cabeza y mangas anchas bajo las cuales eran visibles
sus largos brazos blancos y codos angulosos.
Eugene no quería salir, pero era ridículo esconderse, y él también salió al
porche fumando un cigarrillo, saludó a los hombres y muchachos y conver-
só con uno de ellos. Mientras tanto, las mujeres gritaban una canción de
baile con todas sus fuerzas, chasqueando los dedos, aplaudiendo y bailando.
"Están llamando al patrón", dijo un joven acercándose a la esposa de Eu-
gene, quien no había notado el llamado. Liza llamó a Eugene para que viera
el baile y a una de las bailarinas que le gustaba especialmente. Esta era Ste-
panida. Llevaba una falda amarilla, un chaleco sin mangas de terciopelo y
un pañuelo de seda, y era ancha, enérgica, sonrosada y alegre. Sin duda,
bailaba bien. Él no veía nada.
"Sí, sí", dijo, quitándose y volviendo a ponerse las gafas. "Sí, sí", repitió.
"Así que parece que no puedo librarme de ella", pensó.
No la miró, temiendo su atracción, y justamente por eso lo que su mirada
fugaz captó de ella le pareció especialmente atractivo. Además de esto, vio
por su mirada chispeante que ella lo veía y veía que él la admiraba. Se que-
dó allí el tiempo que la decencia lo exigía, y al ver que Varvara Alexeevna
la había llamado "mi querida" sin sentido ni sinceridad y estaba hablando
con ella, se apartó y se fue.
Entró en la casa para no verla, pero al llegar al piso superior se acercó a
la ventana, sin saber cómo ni por qué, y mientras las mujeres permanecie-
ron en el porche, estuvo allí de pie mirándola y mirándola, deleitándose con
la vista de ella.
Corrió, mientras nadie lo veía, y luego caminó con pasos tranquilos hasta
la terraza y desde allí, fumando un cigarrillo, pasó por el jardín como si fue-
ra a dar un paseo y siguió la dirección que ella había tomado. No había
dado dos pasos por el sendero antes de notar detrás de los árboles un chale-
co sin mangas de terciopelo, con una falda rosa y amarilla y un pañuelo
rojo. Ella iba a algún lugar con otra mujer. "¿A dónde van?"
Y de repente, un terrible deseo lo abrasó como si una mano estuviera
apretando su corazón. Como si fuera por el deseo de alguien más, miró a su
alrededor y se dirigió hacia ella.
"Eugene Ivanich, Eugene Ivanich. He venido a ver a su excelencia", dijo
una voz detrás de él, y Eugene, viendo al viejo Samokhin que estaba cavan-
do un pozo para él, se recompuso y girando rápidamente fue a su encuentro.
Mientras hablaba con él, se giró de lado y vio que ella y la mujer que estaba
con ella bajaban por la pendiente, evidentemente hacia el pozo o usando el
pozo como excusa, y después de detenerse allí un rato, corrieron de regreso
al círculo de baile.
XIII

Después de hablar con Samokhin, Eugene regresó a la casa tan deprimido


como si hubiera cometido un crimen. En primer lugar, ella lo había entendi-
do, creyó que él quería verla y lo deseaba ella misma. En segundo lugar, esa
otra mujer, Anna Prokhorova, evidentemente sabía de ello.
Sobre todo, se sentía conquistado, que no era dueño de su propia volun-
tad, sino que había un poder ajeno moviéndolo, que había sido salvado solo
por buena suerte, y que si no era hoy, sería mañana o un día después, pere-
cería de todas formas.
"Sí, perecer", no lo entendía de otra manera: ser infiel a su joven y amo-
rosa esposa con una campesina en el pueblo, a la vista de todos, ¿qué era
sino perecer, perecer completamente, de modo que sería imposible vivir?
No, algo debía hacerse.
"¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué debo hacer? ¿Puede ser que vaya a perecer
así?" se decía a sí mismo. ¿No es posible hacer algo? Sin embargo, algo de-
bía hacerse. "No pienses en ella", se ordenó a sí mismo. "¡No pienses!" e
inmediatamente comenzó a pensar y a verla ante él, y a ver también la som-
bra del plátano.
Recordó haber leído sobre un ermitaño que, para evitar la tentación que
sentía por una mujer a la que tenía que ponerle la mano para curarla, metió
su otra mano en un brasero y se quemó los dedos. Recordó eso. "Sí, estoy
dispuesto a quemarme los dedos en lugar de perecer". Miró a su alrededor
para asegurarse de que no había nadie en la habitación, encendió una vela y
puso un dedo en la llama. "Ahora piensa en ella", se dijo a sí mismo iróni-
camente. Le dolió y retiró su dedo ahumado, tiró la cerilla y se rió de sí
mismo. ¡Qué tontería! Eso no era lo que tenía que hacer. Pero era necesario
hacer algo, evitar verla, ya sea irse él mismo o enviarla a ella. Sí, enviarla.
Ofrecerle dinero a su marido para mudarse a la ciudad o a otro pueblo. La
gente se enteraría y hablaría de ello. Bueno, ¿y qué? De todos modos era
mejor que este peligro. "Sí, eso debe hacerse", se dijo a sí mismo, y en ese
mismo momento estaba mirándola sin mover los ojos. "¿A dónde va?" se
preguntó de repente. Ella, al parecer, lo había visto en la ventana y ahora,
después de mirarlo y tomar a otra mujer de la mano, se dirigía hacia el jar-
dín balanceando enérgicamente el brazo. Sin saber por qué ni para qué, sim-
plemente de acuerdo con lo que había estado pensando, fue a la oficina.
Vasili Nikolaich, vestido de fiesta y con el cabello engrasado, estaba sen-
tado tomando el té con su esposa y un invitado que llevaba un pañuelo
oriental.
"Quiero hablar contigo, Vasili Nikolaich".
"Por favor, di lo que quieras. Ya hemos terminado el té".
"No. Prefiero que salgas conmigo".
"En seguida; solo déjame buscar mi gorra. Tanya, apaga el samovar", dijo
Vasili Nikolaich, saliendo alegremente. A Eugene le pareció que Vasili ha-
bía estado bebiendo, pero ¿qué se podía hacer? Quizás fuera mejor, simpati-
zaría más fácilmente con él en sus dificultades.
"He venido de nuevo a hablar sobre ese mismo asunto, Vasili Nikolaich",
dijo Eugene, "sobre esa mujer".
"¿Qué pasa con ella? Les dije que no la contrataran de nuevo bajo ningu-
na circunstancia".
"No, he estado pensando en general y esto es lo que quería consultarte.
¿No es posible alejarlos, enviar a toda la familia lejos?"
"¿A dónde se les puede enviar?" dijo Vasili, desaprobador e irónico,
como le pareció a Eugene.
"Bueno, pensé en darles dinero, o incluso algo de tierra en Koltovski,
para que ella no esté aquí".
"Pero, ¿cómo se les puede enviar lejos? ¿A dónde va a ir él, arrancado de
sus raíces? ¿Y por qué deberías hacerlo? ¿Qué daño puede hacerte ella?"
"Ah, Vasili Nikolaich, debes entender que sería terrible para mi esposa
enterarse".
"Pero, ¿quién se lo va a decir?"
"¿Cómo puedo vivir con este temor? Todo el asunto es muy doloroso
para mí".
"Pero realmente, ¿por qué te afliges? ¡Quien remueve el pasado, fuera
con su ojo! ¿Quién no es pecador ante Dios y culpable ante el Zar, como
dice el refrán?"
"Aún así sería mejor deshacerse de ellos. ¿No puedes hablar con el
marido?"
"Pero no tiene sentido hablar. Eh, Eugene Ivanich, ¿qué te pasa? Todo es
pasado y olvidado. Pasan todo tipo de cosas. ¿Quién diría ahora algo malo
de ti? Todos te ven".
"Pero aún así, ve y habla con él".
"Está bien, hablaré con él".
Aunque sabía que no saldría nada de ello, esta conversación calmó algo a
Eugene. Sobre todo, le hizo sentir que, por la excitación, había estado exa-
gerando el peligro.
¿Había ido a encontrarse con ella por cita? Era imposible. Simplemente
había ido a pasear por el jardín y ella había salido corriendo al mismo
tiempo.
XIV

Después de la cena, ese mismo Domingo de la Trinidad, Liza, mientras


caminaba desde el jardín hasta el prado, donde su esposo quería mostrarle el
trébol, dio un paso en falso y cayó al cruzar una pequeña zanja. Cayó sua-
vemente, de lado; pero exclamó, y su esposo vio una expresión en su rostro
no solo de miedo sino de dolor. Él estaba a punto de ayudarla a levantarse,
pero ella lo apartó con la mano.
"No, espera un poco, Eugene", dijo ella, con una débil sonrisa, y lo miró
con culpa, como le pareció a él. "Solo se me torció el pie".
"Ahí está, siempre lo digo", comentó Varvara Alexeevna, "¿puede al-
guien en su condición saltar zanjas?"
"Pero está bien, mamá. Me levantaré enseguida". Con la ayuda de su es-
poso, se levantó, pero inmediatamente se puso pálida y parecía asustada.
"Sí, no me siento bien", y le susurró algo a su madre.
"¡Oh, Dios mío, qué has hecho! Dije que no deberías ir allí", gritó Varva-
ra Alexeevna. "Espera, llamaré a los sirvientes. ¡No debe caminar! ¡Debe
ser cargada!"
"No tengas miedo, Liza, yo te llevaré", dijo Eugene, poniendo su brazo
izquierdo alrededor de ella. "Agárrame del cuello. Así". Y agachándose,
puso su brazo derecho bajo sus rodillas y la levantó. Nunca pudo olvidar
después la expresión de sufrimiento y, sin embargo, beatífica de su rostro.
"Soy demasiado pesada para ti, querido", dijo ella con una sonrisa.
"Mamá está corriendo, ¡dile!" Y se inclinó hacia él y lo besó. Evidentemen-
te quería que su madre viera cómo la estaba llevando.
Eugene le gritó a Varvara Alexeevna que no se apurara, y que llevaría a
Liza a casa. Varvara Alexeevna se detuvo y comenzó a gritar aún más
fuerte.
"La vas a soltar, seguro que la vas a soltar. Quieres destruirla. ¡No tienes
conciencia!"
"Pero la estoy llevando excelentemente".
"No quiero ver cómo matas a mi hija, y no puedo". Y corrió alrededor de
la curva del sendero.
"No importa, pasará", dijo Liza, sonriendo.
"Sí, solo espero que no tenga consecuencias como la última vez". "No.
No hablo de eso. Eso está bien. Me refiero a mamá. Estás cansado. Descan-
sa un poco".
Aunque le resultaba pesado, Eugene llevó orgullosa y alegremente su
carga a la casa y no la entregó a la criada y al cocinero que Varvara Ale-
xeevna había encontrado y enviado a su encuentro. La llevó al dormitorio y
la puso en la cama.
"Ahora vete", dijo ella, y atrayendo su mano hacia ella, la besó. "Annush-
ka y yo nos las arreglaremos bien".
Mary Pavlovna también corrió desde sus habitaciones en el ala. Desvis-
tieron a Liza y la acostaron en la cama. Eugene se sentó en la sala de estar
con un libro en la mano, esperando. Varvara Alexeevna pasó por su lado
con un aire tan reprochablemente sombrío que él se sintió alarmado.
"¿Y bien, cómo está?", preguntó.
"¿Cómo está? ¿De qué sirve preguntar? Probablemente es lo que querías
cuando hiciste saltar a tu esposa sobre la zanja".
"¡Varvara Alexeevna!", exclamó. "Esto es imposible. Si quieres atormen-
tar a la gente y envenenar su vida" (quería decir, "entonces ve a hacerlo en
otro lugar", pero se contuvo). "¿Cómo es que no te duele?"
"Ahora ya es demasiado tarde". Y agitando su gorro de manera triunfal,
salió por la puerta.
La caída realmente había sido mala; el pie de Liza se había torcido torpe-
mente y había peligro de que tuviera otro aborto involuntario. Todos sabían
que no había nada que hacer excepto que ella debía permanecer acostada
tranquilamente, pero aun así decidieron enviar a buscar a un médico.
"Estimado Nikolay Semenich", escribió Eugene al médico, "siempre has
sido tan amable con nosotros que espero que no rehúses venir en ayuda de
mi esposa. Ella..." y así sucesivamente. Después de escribir la carta, fue a
los establos para organizar los caballos y el carruaje. Había que preparar ca-
ballos para traer al médico y otros para llevarlo de vuelta. Cuando una finca
no se maneja a gran escala, tales cosas no se pueden decidir rápidamente
sino que deben considerarse. Después de organizarlo todo y enviar al coche-
ro, ya pasaban de las nueve cuando regresó a la casa. Su esposa estaba acos-
tada y dijo que se sentía perfectamente bien y sin dolor. Pero Varvara Ale-
xeevna estaba sentada con una lámpara protegida de Liza por algunas hojas
de música y tejiendo una gran colcha roja, con un semblante que decía que
después de lo sucedido la paz era imposible, pero que ella al menos haría su
deber sin importar lo que hicieran los demás.
Eugene notó esto, pero, para aparentar como si no lo hubiera hecho, in-
tentó asumir un aire alegre y tranquilo y contó cómo había elegido los caba-
llos y qué bien había galopado la yegua, Kabushka, como caballo de iz-
quierda en la troika.
"Sí, claro, es justo el momento para ejercitar a los caballos cuando se ne-
cesita ayuda. Probablemente el médico también será arrojado a la zanja",
comentó Varvara Alexeevna, examinando su tejido bajo sus gafas y acer-
cándolo a la lámpara.
"Pero sabes que teníamos que enviar de una manera u otra, e hice el me-
jor arreglo que pude".
"Sí, recuerdo muy bien cómo tus caballos galoparon conmigo bajo el
arco de la entrada". Esta era una fantasía suya desde hacía tiempo, y ahora
Eugene fue imprudente al señalar que eso no era exactamente lo que había
sucedido.
"No es en vano que siempre he dicho, y a menudo he comentado al prín-
cipe, que lo más difícil de todo es vivir con personas que no son sinceras ni
honestas. Puedo soportar cualquier cosa, excepto eso".
"Bueno, si alguien tiene que sufrir más que otro, ciertamente soy yo",
dijo Eugene. "Pero tú..."
"Sí, es evidente".
"¿Qué?"
"Nada, solo estoy contando mis puntos".
En ese momento, Eugene estaba de pie junto a la cama y Liza lo miraba,
y una de sus manos húmedas fuera de la colcha agarró su mano y la apretó.
"Soporta por mi bien. Sabes que ella no puede impedir que nos amemos",
decía su mirada.
"No volveré a hacerlo. No es nada", susurró, y besó su mano larga y hú-
meda y luego sus ojos afectuosos, que se cerraron mientras los besaba.
"¿Puede ser lo mismo otra vez?" preguntó. "¿Cómo te sientes?"
"Tengo miedo de decirlo por temor a equivocarme, pero siento que él está
vivo y vivirá", dijo ella, mirando su vientre.
"Ah, es terrible, terrible pensar en ello".
A pesar de la insistencia de Liza para que se fuera, Eugene pasó la noche
con ella, apenas cerrando un ojo y listo para atenderla.
Pero ella pasó bien la noche, y si no hubieran enviado a buscar al médico,
quizás se habría levantado.
Para la hora de la cena llegó el médico y, por supuesto, dijo que aunque si
los síntomas se repetían podría haber motivo de preocupación, en realidad
no había síntomas positivos, pero como tampoco había indicaciones contra-
rias, se podría suponer por un lado que... y por otro lado que... Por lo tanto,
debía permanecer acostada y que "aunque no me gusta recetar, aún así de-
bería tomar esta mezcla y permanecer tranquila". Además de esto, el médi-
co dio a Varvara Alexeevna una conferencia sobre anatomía femenina, du-
rante la cual Varvara Alexeevna asintió significativamente con la cabeza.
Habiendo recibido su honorario, como de costumbre, en la parte más trasera
de su palma, el médico se fue y la paciente se quedó en cama durante una
semana.
XV

Eugene pasó la mayor parte de su tiempo al lado de la cama de su esposa,


hablando con ella, leyéndole y, lo que era más difícil, soportando sin quejar-
se los ataques de Varvara Alexeevna, e incluso logrando convertir estos en
bromas.
Pero no podía quedarse en casa todo el tiempo. En primer lugar, su espo-
sa lo enviaba lejos, diciendo que se enfermaría si siempre permanecía con
ella; y en segundo lugar, las labores agrícolas progresaban de una manera
que exigía su presencia en cada paso. No podía quedarse en casa, sino que
tenía que estar en los campos, en el bosque, en el jardín, en la era de trillar;
y en todas partes lo perseguía no solo el pensamiento sino la imagen vívida
de Stepanida, y solo ocasionalmente la olvidaba. Pero eso no habría impor-
tado, tal vez podría haber dominado su sentimiento; lo peor de todo era que,
mientras anteriormente había vivido meses sin verla, ahora continuamente
se encontraba con ella. Ella evidentemente entendía que él quería renovar
las relaciones con ella y trataba de cruzarse en su camino. No se dijo nada
ni por él ni por ella, y por lo tanto ninguno de los dos iba directamente a un
encuentro, sino que solo buscaban oportunidades de encontrarse.
El lugar más posible para que se encontraran era en el bosque, donde las
campesinas iban con sacos a recolectar hierba para sus vacas. Eugene sabía
esto y por eso iba allí todos los días. Todos los días se decía a sí mismo que
no iría, y todos los días terminaba yendo al bosque y, al escuchar el sonido
de las voces, se paraba detrás de los arbustos con el corazón encogido para
ver si ella estaba allí.
Por qué quería saber si era ella quien estaba allí, no lo sabía. Si hubiera
sido ella y hubiera estado sola, no habría ido hacia ella, o eso creía, habría
huido; pero quería verla.
Una vez se encontró con ella. Mientras él entraba en el bosque, ella salía
de él con otras dos mujeres, llevando un pesado saco lleno de hierba en la
espalda. Un poco antes quizás se habrían encontrado en el bosque. Ahora,
con las otras mujeres allí, ella no podía volver hacia él. Pero aunque se daba
cuenta de esta imposibilidad, se quedó durante mucho tiempo detrás de un
arbusto de avellano, corriendo el riesgo de llamar la atención de las otras
mujeres. Por supuesto, ella no regresó, pero él se quedó allí mucho tiempo.
Y, cielos, ¡cómo su imaginación la hizo parecer deliciosa! Y esto no solo
una vez, sino cinco o seis veces, y cada vez con más intensidad. Nunca le
había parecido tan atractiva, y nunca había estado tan completamente en su
poder.
Sentía que había perdido el control de sí mismo y se había vuelto casi
loco. Su severidad consigo mismo no había disminuido ni un ápice; por el
contrario, veía toda la abominación de su deseo e incluso de su acción, por-
que ir al bosque era una acción. Sabía que solo necesitaba acercarse a ella
en cualquier lugar oscuro, y si era posible tocarla, y cedería a sus sentimien-
tos. Sabía que solo la vergüenza ante la gente, ante ella y sin duda ante sí
mismo, lo retenía. Y sabía también que había buscado condiciones en las
que esa vergüenza no sería evidente, la oscuridad o la proximidad, en las
que sería sofocada por la pasión animal. Y por lo tanto sabía que era un mi-
serable criminal, y se despreciaba y odiaba a sí mismo con toda su alma. Se
odiaba a sí mismo porque aún no se había rendido: todos los días rezaba a
Dios para que lo fortaleciera, para que lo salvara de perecer; todos los días
se determinaba que a partir de ese día no daría un paso para verla y la olvi-
daría. Todos los días ideaba medios para liberarse de esta tentación, y usaba
esos medios.
Pero todo fue en vano.
Uno de los medios era la ocupación continua; otro era el trabajo físico
intenso y el ayuno; un tercero era imaginarse a sí mismo la vergüenza que
caería sobre él cuando todos lo supieran, su esposa, su suegra y la gente de
alrededor. Hizo todo esto y le pareció que estaba conquistando, pero llegó el
mediodía, la hora de sus encuentros anteriores y la hora en que se había en-
contrado con ella llevando la hierba, y fue al bosque. Así pasaron cinco días
de tormento. Solo la vio de lejos y no se encontró con ella ni una sola vez.
XVI

Liza se estaba recuperando gradualmente, podía moverse y solo estaba


preocupada por el cambio que había ocurrido en su esposo, que no entendía.
Varvara Alexeevna se había ido por un tiempo, y el único visitante era el
tío de Eugene. Mary Pavlovna estaba como siempre en casa.
Eugene estaba en su estado semi-insano cuando llegaron dos días de llu-
via torrencial, como suele suceder después de un trueno en junio. La lluvia
detuvo todo el trabajo. Incluso dejaron de acarrear estiércol debido a la hu-
medad y el barro. Los campesinos se quedaron en casa. Los pastores se ago-
taron con el ganado y finalmente lo llevaron a casa. Las vacas y las ovejas
vagaban por los pastizales y corrían sueltas por los terrenos. Las campesi-
nas, descalzas y envueltas en chales, chapoteando en el barro, corrían bus-
cando las vacas fugitivas. Arroyos fluían por todas partes a lo largo de los
caminos, todas las hojas y toda la hierba estaban empapadas de agua, y los
arroyos fluían incesantemente desde las canaletas a los charcos burbujean-
tes. Eugene se sentó en casa con su esposa, que ese día estaba particular-
mente molesta. Ella le preguntó varias veces a Eugene la causa de su des-
contento, y él respondió con irritación que no pasaba nada. Ella dejó de pre-
guntarle, pero seguía angustiada.
Estaban sentados después del desayuno en la sala de estar. Su tío, por
centésima vez, estaba relatando invenciones sobre sus conocidos de la so-
ciedad. Liza estaba tejiendo una chaqueta y suspiraba, quejándose del clima
y de un dolor en la parte baja de la espalda. El tío le aconsejó que se acosta-
ra y pidió vodka para él mismo. Eugene estaba terriblemente aburrido en la
casa. Todo era débil y aburrido. Leyó un libro y una revista, pero no enten-
dió nada de ellos.
"Debo salir a ver la máquina raspadora que trajeron ayer", dijo él, y se
levantó y salió.
"Llévate un paraguas".
"Oh, no, tengo un abrigo de cuero. Y solo voy hasta la sala de hervido".
Se puso las botas y el abrigo de cuero y fue a la fábrica; y no había dado
veinte pasos cuando se encontró con ella que venía hacia él, con las faldas
recogidas por encima de las pantorrillas blancas. Caminaba, sosteniendo el
chal en el que su cabeza y hombros estaban envueltos.
"¿A dónde vas?", dijo él, sin reconocerla en el primer instante. Cuando la
reconoció, ya era demasiado tarde. Ella se detuvo, sonriendo, y lo miró fija-
mente durante mucho tiempo.
"Estoy buscando un ternero. ¿A dónde vas con este clima?" dijo ella,
como si lo viera todos los días.
"Ven al cobertizo", dijo él de repente, sin saber cómo lo dijo. Era como si
alguien más hubiera pronunciado las palabras.
Ella mordió su chal, guiñó un ojo y corrió en la dirección que llevaba del
jardín al cobertizo, y él continuó su camino, con la intención de desviarse
más allá del arbusto de lila e ir allí también.
"Amo", escuchó una voz detrás de él. "La señora lo está llamando y quie-
re que regrese por un minuto".
Era Misha, su criado.
"¡Dios mío! Esta es la segunda vez que me salvas", pensó Eugene, y de
inmediato dio la vuelta. Su esposa le recordó que había prometido llevar un
medicamento a la hora de la cena a una mujer enferma, y sería mejor que lo
llevara consigo.
Mientras preparaban el medicamento, transcurrieron unos cinco minutos,
y luego, al irse con el medicamento, dudó en ir directamente al cobertizo
por temor a ser visto desde la casa, pero tan pronto como estuvo fuera de la
vista, rápidamente giró y se dirigió hacia allí. Ya la veía en su imaginación
dentro del cobertizo sonriendo alegremente. Pero ella no estaba allí, y no
había nada en el cobertizo que indicara que había estado allí.
Ya estaba pensando que no había venido, que no había escuchado o en-
tendido sus palabras, las había murmurado por la nariz como si tuviera mie-
do de que ella las escuchara, o tal vez no había querido venir. "¿Y por qué
imaginé que se apresuraría a mí? Ella tiene su propio esposo; solo yo soy
tan desgraciado como para tener una esposa, y buena, y correr tras otra".
Así pensaba sentado en el cobertizo, cuyo tejado tenía una gotera y goteaba
desde su paja. "Pero qué delicioso sería si viniera, sola aquí en esta lluvia.
Si solo pudiera abrazarla una vez más, que pase lo que pase. Pero podría
saber si ha estado aquí por sus huellas", reflexionó. Miró el suelo pisoteado
cerca del cobertizo y el camino cubierto de hierba, y la huella fresca de pies
descalzos, e incluso de uno que había resbalado, era visible.
"Sí, ha estado aquí. Bueno, ahora está decidido. Dondequiera que la vea,
iré directamente a ella. Iré a ella por la noche". Se sentó durante mucho
tiempo en el cobertizo y lo abandonó exhausto y abatido. Entregó el medi-
camento, regresó a casa y se acostó en su habitación para esperar la cena.
XVII

Antes de la cena, Liza se acercó a él y, aún preguntándose cuál podría ser


la causa de su descontento, comenzó a decir que temía que él no estuviera
de acuerdo con la idea de que ella fuera a Moscú para su parto, y que había
decidido que se quedaría en casa y bajo ninguna circunstancia iría a Moscú.
Él sabía cuánto temía tanto el parto en sí como el riesgo de no tener un hijo
sano, y por lo tanto no pudo evitar sentirse conmovido al ver cuán dispuesta
estaba a sacrificarlo todo por él. Todo era tan agradable, tan placentero, tan
limpio en la casa; y en su alma era tan sucio, despreciable y repugnante.
Toda la noche Eugene estuvo atormentado por saber que, a pesar de su sin-
cera repulsión por su propia debilidad, a pesar de su firme intención de rom-
per, lo mismo sucedería mañana.
"No, esto es imposible", se decía a sí mismo, caminando de un lado a
otro en su habitación. "Debe haber algún remedio para esto. ¡Dios mío!
¿Qué debo hacer?"
Alguien golpeó a la puerta como lo hacen los extranjeros. Sabía que de-
bía ser su tío. "Adelante", dijo.
El tío había venido como un embajador auto designado por Liza. "¿Sa-
bes? Realmente noto que hay un cambio en ti", dijo, "y Liza — Entiendo lo
preocupada que está. Entiendo que debe ser difícil para ti dejar todo el ne-
gocio que has empezado tan excelentemente, pero *que veux-tu*? Te acon-
sejaría que te fueras. Será más satisfactorio tanto para ti como para ella. Y
sabes, te aconsejaría que fueras a Crimea. El clima es hermoso y hay un ex-
celente *accoucheur* allí, y llegarías justo a tiempo para la mejor tempora-
da de uvas."
"Tío", exclamó de repente Eugene. "¿Puedes guardar un secreto? Un se-
creto que es terrible para mí, un secreto vergonzoso".
"Oh, vamos, ¿realmente sientes alguna duda sobre mí?"
"Tío, puedes ayudarme. No solo ayudar, ¡sino salvarme!" dijo Eugene. Y
la idea de revelar su secreto a su tío, a quien no respetaba, la idea de mos-
trarse en la peor luz y humillarse ante él, era agradable. Se sentía desprecia-
ble y culpable, y deseaba castigarse.
"Habla, querido, sabes cuánto te aprecio", dijo el tío, evidentemente com-
placido de que hubiera un secreto y que fuera vergonzoso, y de que se le co-
municara, y de que él pudiera ser útil.
"Primero debo decirte que soy un desgraciado, un inútil, un sinvergüenza,
un verdadero sinvergüenza".
"¿Qué estás diciendo...", comenzó su tío, como si se ofendiera.
"¿Qué? ¿No soy un desgraciado cuando yo, el esposo de Liza, Liza! Solo
hay que conocer su pureza, su amor, y que yo, su esposo, quiera serle infiel
con una campesina".
"¿Qué es esto? ¿Por qué quieres serle infiel? ¿No has sido infiel a ella?"
"Sí, al menos lo mismo que serle infiel, porque no dependía de mí. Estaba
listo para hacerlo. Fui detenido, o de lo contrario yo...ahora. No sé qué ha-
bría hecho..."
"Pero por favor, explícame..."
"Bueno, es así. Cuando era soltero, fui lo suficientemente estúpido como
para tener relaciones con una mujer aquí en nuestro pueblo. Es decir, solía
tener encuentros con ella en el bosque, en el campo..."
"¿Era bonita?" preguntó su tío.
Eugene frunció el ceño ante esta pregunta, pero estaba tan necesitado de
ayuda externa que hizo como si no la hubiera escuchado y continuó:
"Bueno, pensé que esto era solo casual y que lo rompería y se acabaría. Y
lo rompí antes de mi matrimonio. Durante casi un año no la vi ni pensé en
ella". A Eugene mismo le pareció extraño escuchar la descripción de su
propia condición. "Entonces, de repente, no sé por qué, realmente a veces se
cree en la brujería, la vi, y un gusano se metió en mi corazón; y me roe. Me
reprocho a mí mismo, entiendo el horror completo de mi acción, es decir,
del acto que puedo cometer en cualquier momento, y sin embargo, yo mis-
mo me vuelvo hacia él, y si no lo he cometido, es solo porque Dios me pre-
servó. Ayer iba a verla cuando Liza me llamó".
"¿Qué, bajo la lluvia?"
"Sí. Estoy agotado, tío, y he decidido confesarte y pedir tu ayuda". "Sí,
por supuesto, es algo malo en tu propia finca. La gente se enterará. Entiendo
que Liza es débil y que es necesario protegerla, pero ¿por qué en tu propia
finca?"
Nuevamente, Eugene trató de no escuchar lo que decía su tío y se apresu-
ró a llegar al meollo del asunto.
"Sí, sálvame de mí mismo. Eso es lo que te pido. Hoy fui detenido por
casualidad. Pero mañana o la próxima vez nadie me detendrá. Y ella lo sabe
ahora. No me dejes solo".
"Sí, está bien", dijo su tío, "pero ¿realmente estás tan enamorado?"
"Oh, no es eso en absoluto. No es eso, es una especie de poder que me ha
atrapado y me retiene. No sé qué hacer. Tal vez gane fuerza, y entonces..."
"Bueno, resulta como sugerí", dijo su tío. "Vámonos a Crimea".
"Sí, sí, vámonos, y mientras tanto estarás conmigo y hablarás conmigo".
XVIII

El hecho de que Eugene confiara su secreto a su tío y, más aún, los sufri-
mientos de su conciencia y el sentimiento de vergüenza que experimentó
después de aquel día lluvioso, lo hicieron recapacitar. Se decidió que parti-
rían hacia Yalta en una semana. Durante esa semana, Eugene fue a la ciudad
para conseguir dinero para el viaje, dio instrucciones desde la casa y la ofi-
cina sobre la administración de la finca, volvió a ser alegre y amigable con
su esposa y comenzó a despertar moralmente.
Así, sin haber visto a Stepanida después de aquel día lluvioso, partió con
su esposa hacia Crimea. Allí pasaron dos excelentes meses. Recibió tantas
impresiones nuevas que le pareció que el pasado se había borrado de su me-
moria. En Crimea se encontraron con conocidos anteriores y se hicieron es-
pecialmente amigos de ellos, y también hicieron nuevas amistades. La vida
en Crimea fue una continua fiesta para Eugene, además de ser instructiva y
beneficiosa. Allí se hicieron amigos del ex Mariscal de la Nobleza de su
provincia, un hombre inteligente y de mentalidad liberal que tomó cariño a
Eugene y lo orientó, atrayéndolo a su partido.
A finales de agosto, Liza dio a luz a una hermosa y saludable hija, y su
parto fue sorprendentemente fácil.
En septiembre regresaron a casa, los cuatro, incluyendo al bebé y su no-
driza, ya que Liza no podía amamantarla ella misma. Eugene volvió a casa
completamente libre de los horrores anteriores y como un hombre nuevo y
feliz. Habiendo pasado por todo lo que un esposo experimenta cuando su
esposa tiene un hijo, la amaba más que nunca. Su sentimiento por el niño
cuando lo tomó en sus brazos fue un sentimiento nuevo, divertido, muy
agradable y, por así decirlo, cosquilleante. Otra novedad en su vida ahora
era que, además de su ocupación con la finca, gracias a su conocimiento con
Dumchin (el ex Mariscal), un nuevo interés ocupaba su mente, el del
Zemstvo, en parte un interés ambicioso, en parte un sentimiento de deber.
En octubre habría una Asamblea especial, en la que sería elegido. Después
de llegar a casa, condujo una vez a la ciudad y otra vez a Dumchin.
De los tormentos de su tentación y lucha había olvidado incluso pensar, y
con dificultad podía recordarlos. Le parecía algo así como un ataque de lo-
cura que había sufrido.
Hasta tal punto se sentía ahora libre de ello que ni siquiera temía hacer
preguntas en la primera ocasión en que se quedó solo con el administrador.
Como había hablado con él sobre el asunto anteriormente, no le daba ver-
güenza preguntar.
"¿Y Sidor Pechnikov sigue fuera de casa?" preguntó.
"Sí, todavía está en la ciudad".
"¿Y su esposa?"
"Oh, ella es una mujer sin valor. Ahora está liada con Zenovi. Se ha sol-
tado completamente".
"Bueno, eso está bien", pensó Eugene. "¡Qué maravillosamente indife-
rente soy a ello! ¡Cómo he cambiado".
XIX

Todo lo que Eugene había deseado se había hecho realidad. Había obteni-
do la propiedad, la fábrica estaba trabajando con éxito, las cosechas de re-
molacha eran excelentes y esperaba un gran ingreso; su esposa había tenido
un hijo satisfactoriamente, su suegra se había ido y había sido elegido por
unanimidad para el Zemstvo.
Regresaba a casa desde la ciudad después de la elección. Había sido feli-
citado y había tenido que dar las gracias. Había cenado y bebido unas cinco
copas de champán. Ahora se le presentaban planes de vida completamente
nuevos y estaba pensando en ellos mientras conducía a casa. Era el verano
indio: un camino excelente y un sol caliente. Mientras se acercaba a su casa,
Eugene estaba pensando en cómo, como resultado de esta elección, ocupa-
ría entre la gente la posición que siempre había soñado; es decir, una en la
que podría servirles no solo mediante la producción, que daba empleo, sino
también mediante una influencia directa. Se imaginaba lo que él y los de-
más campesinos pensarían de él en tres años. "Por ejemplo, este", pensó,
pasando justo entonces por el pueblo y mirando a un campesino que cruza-
ba la calle con una mujer campesina llevando un cubo lleno de agua. Se de-
tuvieron para dejar pasar su carruaje. El campesino era el viejo Pechnikov y
la mujer era Stepanida. Eugene la miró, la reconoció y se alegró de sentir
que permanecía completamente tranquilo. Todavía era tan atractiva como
siempre, pero esto no lo tocaba en absoluto. Condujo a casa.
"¿Podemos felicitarte?" dijo su tío.
"Sí, fui elegido".
"¡Excelente! ¡Debemos brindar por eso!"
Al día siguiente, Eugene condujo para ocuparse de la agricultura que ha-
bía estado descuidando. En la granja de afuera, una nueva máquina trillado-
ra estaba en funcionamiento. Mientras la observaba, Eugene se movió entre
las mujeres, tratando de no prestarles atención; pero por mucho que lo in-
tentara, una o dos veces notó los ojos negros y el pañuelo rojo de Stepanida,
que llevaba la paja. Una o dos veces la miró de reojo y sintió que algo esta-
ba sucediendo, pero no podía explicárselo a sí mismo. Solo al día siguiente,
cuando volvió a conducir al lugar de trilla y pasó dos horas allí innecesaria-
mente, sin dejar de acariciar con sus ojos la figura familiar y atractiva de la
joven mujer, sintió que estaba perdido, irremediablemente perdido. De nue-
vo esos tormentos. De nuevo todo ese horror y miedo, y no había salvación.
Lo que esperaba le sucedió. La noche del día siguiente, sin saber cómo, se
encontró en su patio trasero, junto a su cobertizo de heno, donde una vez en
otoño habían tenido un encuentro. Como si estuviera paseando, se detuvo
allí encendiendo un cigarrillo. Una mujer campesina vecina lo vio, y cuando
él se dio la vuelta, escuchó cómo le decía a alguien: "Ve, él te está esperan-
do, te lo juro por mi muerte, está parado allí. Ve, tonta".
Vio cómo una mujer, ella, corría hacia el cobertizo de heno; pero como
un campesino lo había encontrado, ya no era posible para él regresar, así
que se fue a casa.
XX

Cuando entró en el salón, todo le pareció extraño e irreal. Esa mañana se


había levantado vigoroso, decidido a dejarlo todo atrás, olvidarlo y no per-
mitirse pensar en ello. Pero sin darse cuenta de cómo había ocurrido, duran-
te toda la mañana no solo no se había interesado en el trabajo, sino que ha-
bía tratado de evitarlo. Lo que antes le había animado y sido importante,
ahora le parecía insignificante. Inconscientemente, intentó liberarse de los
negocios. Le pareció que tenía que hacerlo para poder pensar y planear. Y
se liberó y se quedó solo. Pero tan pronto como estuvo solo, comenzó a va-
gar por el jardín y el bosque. Y todos esos lugares estaban manchados en su
recuerdo por recuerdos que lo atrapaban. Sentía que estaba caminando por
el jardín y fingiendo que estaba pensando en algo, pero que en realidad no
estaba pensando en nada, sino esperando insana e irracionalmente por ella;
esperando que por algún milagro ella supiera que él la estaba esperando y
viniera de inmediato y fuera a algún lugar donde nadie los viera, o viniera
por la noche cuando no hubiera luna y nadie, ni siquiera ella misma, viera.
En una noche así vendría y él tocaría su cuerpo...
"Ahora, hablando de romper cuando quiero", se dijo a sí mismo. "Sí, y
eso es tener una mujer limpia y saludable por el bien de mi salud. ¡No, pare-
ce que no se puede jugar con ella así! Pensé que la había tomado, pero fue
ella quien me tomó; me tomó y no me deja ir. Pensé que era libre, pero no
era libre y me estaba engañando cuando me casé. Todo era un sinsentido, un
fraude. Desde que la tuve, experimenté un nuevo sentimiento, el verdadero
sentimiento de un esposo. Sí, debería haber vivido con ella.
"Una de dos vidas es posible para mí: la que comencé con Liza: servicio,
administración de la finca, el niño y el respeto de la gente. Si eso es vida, es
necesario que ella, Stepanida, no esté allí. Debe ser enviada lejos, como
dije, o destruida para que no exista. Y la otra vida es esta: llevarla lejos de
su marido, pagarle dinero, despreciar la vergüenza y la desgracia, y vivir
con ella. Pero en ese caso es necesario que no exista Liza, ni Mimi (el
bebé). No, eso no es así, el bebé no importa, pero es necesario que no haya
Liza, que se vaya, que sepa, me maldiga y se vaya. Que sepa que la he cam-
biado por una campesina, que soy un engañador y un sinvergüenza. ¡No,
eso es demasiado terrible! Es imposible. Pero podría suceder", continuó
pensando. "Podría suceder que Liza se enfermara y muriera. Morir, y enton-
ces todo sería estupendo.
"¡Estupendo! ¡Oh, sinvergüenza! No, si alguien debe morir, debería ser
Stepanida. Si ella muriera, qué bien sería".
"Sí, así es como los hombres llegan a envenenar o matar a sus esposas o
amantes. Coger un revólver, ir a llamarla y, en lugar de abrazarla, dispararle
en el pecho y acabar con todo. Realmente ella es... un demonio. Simple-
mente un demonio. Se ha apoderado de mí contra mi voluntad.
¿Matar? Sí. Solo hay dos salidas: matar a mi esposa o a ella. Porque es
imposible vivir así. (Empieza el final alternativo aquí). ¡Es imposible! Debo
considerar el asunto y mirar hacia adelante. Si las cosas siguen como están,
¿qué sucederá? Volveré a decirme que no lo deseo y que la dejaré, pero se-
rán solo palabras; por la noche estaré en su patio trasero, y ella lo sabrá y
saldrá. Y si la gente lo sabe y se lo dice a mi esposa, o si se lo digo yo mis-
mo, porque no puedo mentir, no podré vivir así. ¡No puedo! La gente lo sa-
brá. Todos lo sabrán: Parasha y el herrero. Bueno, ¿es posible vivir así?
¡Imposible! Solo hay dos salidas: matar a mi esposa o matarla a ella. Sí, o
si no... Ah, sí, hay una tercera salida: matarme a mí mismo", dijo suave-
mente, y de repente un escalofrío recorrió su piel. "Sí, matarme a mí mis-
mo, entonces no necesitaré matarlas". Se asustó, porque sintió que solo esa
salida era posible. Tenía un revólver. "¿Realmente me mataré? Es algo en lo
que nunca pensé... qué extraño será..."
Regresó a su estudio y de inmediato abrió el armario donde estaba el re-
vólver, pero antes de que pudiera sacarlo de su funda, su esposa entró en la
habitación.
XXI

Lanzó un periódico sobre el revólver.


"¡Otra vez lo mismo!" dijo ella horrorizada al mirarlo. "¿Qué es lo
mismo?"
"Esa misma expresión terrible que tenías antes y que no quisiste explicar-
me. Jenya, querido, dime qué es. Veo que estás sufriendo. Dímelo y te senti-
rás mejor. Sea lo que sea, será mejor que sufrir así. ¿No sé acaso que no
puede ser algo malo?"
"¿Tú sabes? Mientras..."
"Dime, dime, dime. No te dejaré ir."
Él sonrió con una sonrisa lastimera.
"¿Debo decirlo? -- No, es imposible. Y no hay nada que contar."
Quizás él podría haberle contado, pero en ese momento entró la nodriza
para preguntar si debía salir a pasear. Liza salió para vestir al bebé.
"Entonces, ¿me lo dirás? Volveré enseguida."
"Sí, quizás..."
Liza nunca pudo olvidar la sonrisa lastimera con la que él dijo esto. Ella
salió.
Apresuradamente, sigilosamente como un ladrón, agarró el revólver y lo
sacó de su funda. Estaba cargado, sí, pero hacía mucho tiempo, y faltaba un
cartucho.
"Bueno, ¿cómo será?" Se puso el arma en la sien y dudó un poco, pero
tan pronto como recordó a Stepanida—su decisión de no verla, su lucha,
tentación, caída y lucha renovada—, se estremeció de horror. "No, esto es
mejor", y apretó el gatillo...
Cuando Liza entró corriendo en la habitación—solo había tenido tiempo
de bajar del balcón—, él estaba tendido boca abajo en el suelo: la sangre
negra y caliente brotaba de la herida, y su cadáver se retorcía.
Hubo una investigación. Nadie pudo entender o explicar el suicidio. Ni
siquiera pasó por la cabeza de su tío que la causa pudiera tener algo en co-
mún con la confesión que Eugene le había hecho dos meses antes.
Varvara Alexeevna aseguró que siempre lo había previsto. Era evidente
por su manera de discutir. Ni Liza ni Mary Pavlovna podían entender en ab-
soluto por qué había sucedido, pero aún así no creían lo que decían los mé-
dicos, es decir, que estaba mentalmente trastornado, un psicópata. No po-
dían aceptarlo, pues sabían que él era más cuerdo que cientos de sus
conocidos.
Y de hecho, si Eugene Irtenev estaba mentalmente trastornado, todos es-
tán en la misma situación; las personas más mentalmente trastornadas son
ciertamente aquellas que ven en los demás indicaciones de locura que no
notan en sí mismas.
FINAL ALTERNATIVO

"Sí, hay que matar, sí. Solo hay dos salidas: matar a mi esposa o matarla
a ella. Porque es imposible vivir así", se dijo a sí mismo, y yendo a la mesa,
tomó de ella un revólver y, después de examinarlo —faltaba un cartucho—,
lo puso en el bolsillo de su pantalón.
"¡Dios mío! ¿Qué estoy haciendo?" exclamó de repente, y juntando sus
manos comenzó a rezar.
"Oh Dios, ayúdame y líbrame. Tú sabes que no deseo el mal, pero por mí
mismo soy impotente. Ayúdame", dijo, haciendo la señal de la cruz en su
pecho frente al icono.
"Sí, puedo controlarme. Saldré, caminaré y reflexionaré".
Fue al vestíbulo, se puso el abrigo y salió al porche. Inconscientemente,
sus pasos lo llevaron por el jardín a lo largo del camino del campo hacia la
granja. Allí, la máquina trilladora todavía zumbaba y se oían los gritos de
los jóvenes conductores. Entró en el granero. Ella estaba allí. La vio de in-
mediato. Estaba recogiendo el trigo, y al verlo, corrió rápida y alegremente,
con ojos risueños, recogiendo ágilmente el trigo esparcido. Eugene no pudo
evitar mirarla aunque no quería hacerlo. Solo se dio cuenta cuando ella ya
no estaba a la vista. El empleado le informó que ahora estaban terminando
de trillar el trigo que había sido derribado, por eso iba más lento y la pro-
ducción era menor. Eugene se acercó al tambor, que de vez en cuando daba
un golpe cuando pasaban bajo él gavillas no alimentadas uniformemente, y
le preguntó al empleado si había muchas gavillas de trigo derribado.
"Habrá cinco carretadas de eso".
"Entonces mira..." comenzó Eugene, pero no terminó la frase. Ella se ha-
bía acercado al tambor y estaba recogiendo el trigo de debajo, y lo quemó
con sus ojos risueños. Esa mirada hablaba de un amor alegre y despreocu-
pado entre ellos, del hecho de que ella sabía que él la deseaba y había ido a
su cobertizo, y que ella, como siempre, estaba lista para vivir y ser feliz con
él sin importar las condiciones o consecuencias. Eugene se sintió en su po-
der pero no quería ceder.
Recordó su oración e intentó repetirla. Comenzó a decirla para sí mismo,
pero de inmediato sintió que era inútil. Un solo pensamiento lo absorbía por
completo ahora: cómo organizar un encuentro con ella para que los demás
no se dieran cuenta.
"Si terminamos este lote hoy, ¿vamos a empezar con una nueva pila o lo
dejamos para mañana?" preguntó el empleado.
"Sí, sí", respondió Eugene, siguiéndola involuntariamente hasta el mon-
tón al que ella y las otras mujeres estaban rastrillando el trigo.
"Pero, ¿realmente no puedo dominarme?" se dijo a sí mismo. "¿Realmen-
te he perecido? ¡Oh Dios! Pero no hay Dios. Solo hay un diablo. Y es ella.
Me ha poseído. Pero no quiero, ¡no quiero! Un diablo, sí, un diablo."
De nuevo se acercó a ella, sacó el revólver del bolsillo y le disparó, una,
dos, tres veces, en la espalda. Ella corrió unos pasos y cayó sobre el montón
de trigo.
"¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué es eso?" gritaron las mujeres.
"No, no fue un accidente. La maté a propósito", gritó Eugene. "Llamen al
oficial de policía".
Regresó a casa y se dirigió a su estudio, donde se encerró, sin hablar con
su esposa.
"No vengas a mí", le gritó a través de la puerta. "Lo sabrás todo".
Una hora más tarde tocó el timbre y le dijo al criado que respondió: "Ve y
averigua si Stepanida está viva".
El criado ya sabía todo al respecto y le dijo que había muerto hace una
hora.
"Bien, está bien. Ahora déjame solo. Cuando llegue el oficial de policía o
el magistrado, avísame".
El oficial de policía y el magistrado llegaron a la mañana siguiente, y Eu-
gene, después de despedirse de su esposa y su bebé, fue llevado a la cárcel.
Fue juzgado. Era durante los primeros días de los juicios por jurado, y el
veredicto fue de locura temporal, por lo que solo fue condenado a realizar
penitencias en la iglesia.
Había estado encarcelado durante nueve meses y luego fue confinado en
un monasterio durante un mes.
Comenzó a beber mientras estaba en prisión, continuó haciéndolo en el
monasterio y regresó a casa como un borracho debilitado e irresponsable.
Varvara Alexeevna aseguraba que siempre había predicho esto. Según
ella, era evidente por la forma en que discutía. Ni Liza ni Mary Pavlovna
podían entender cómo había sucedido el asunto, pero aun así, no creían lo
que decían los médicos, es decir, que estaba mentalmente perturbado, un
psicópata. No podían aceptar eso, porque sabían que él era más cuerdo que
cientos de sus conocidos.
Y de hecho, si Eugene Irtenev estaba mentalmente perturbado cuando co-
metió este crimen, entonces todos están igualmente locos. Las personas más
mentalmente perturbadas son ciertamente aquellas que ven en otros indicios
de locura que no notan en sí mismos.
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