Sesión 11 - AM - 1 - El Ojo y 2 - Noche

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Finale

Las cuatro últimas piezas de este libro no son exacta-


mente cuentos. Forman una unidad distinta, que es au-
tobiográfica de sentimiento aunque a veces no llegue a
serlo del todo. Creo que es lo primero y lo último --y lo
más íntimo- de cuanto tengo que decir sobre mi propia
vida.
El ojo

uando tenía cinco años, mis padres de repente tuvieron


un hijo varón, que según mi madre era lo que yo siem-
~~· pre había querido. De dónde sacó esa idea, no lo sé. Se
empeñaba en adornarla con detalles, todos ficticios pero difíciles
de rebatir.
Un año más tarde apareció una hijita, y se volvió a armar un
alboroto, aunque más contenido que el anterior.
Hasta que nació el primer bebé, yo nunca había tenido con-
ciencia de sentir algo distinto de lo que mi madre decía que sen-
tía. Y hasta ese momento mi madre había colmado la casa entera,
con sus pasos, su voz, su olor pulverulento y aun así amenazador
invadiendo todas las habitaciones, incluso cuando ella no estaba.
¿Por qué amenazador? No me inspiraba miedo. No era que mi
madre me impusiera realmente lo que tenía que sentir. Era una
autoridad sin necesidad de cuestionar nada. No solo con el her-
manito, sino también en el caso de los cereales Red River, que
eran sanos y debían gustarme. O en cómo interpretar la imagen
que colgaba al pie de mi cama, donde se veía a un sufrido Jesús
dejando que los niños se acercaran a él. Ser sufrido significaba
algo distinto en aquellos tiempos, pero no era en eso en lo que
nos concentrábamos. Mi madre señalaba a la chiquilla medio es-
condida en un rincón porque quería acercarse a Jesús pero lepo-
día la timidez. Esa era yo, decía mi madre, y me convencí de que
sí, a pesar de que no lo habría imaginado si no me lo hubiera di-
cho y de que en el fondo no quería serlo.
Algo que me ponía triste de verdad era imaginar a ía gigantes-
ca }Jicia en el País de las Maravillas atrapada en la madriguera,
pero me reía, porque veía a mi madre de lo más contenta.
Sin embargo, con la llegada de mi hermano y el sinfín de tri-
quiñuelas con las que quiso convencerme de que era una especie
de regalo para mí, empecé a aceptar hasta qué punto las ideas que
mi madre se hacía de mí podían distar de las mías.
Supongo que todo me estaba preparando para cuando Sadie
empezó a trabajar en nuestra casa. Mi madre se había replegado
en el territorio al que la acotaban los bebés. Al no tenerla tan en-
cima, pude detenerme a pensar lo que era verdad y lo que no.
Aunque desde luego me cuidé mucho de hablarlo con nadie.
Curiosamente, aunque en mi casa no se le diera mucha im-
portancia al asunto, Sadie era toda una celebridad. En el pueblo
t
había una emisora de radio donde Sadie tocaba la guitarra y can-
taba la cortina musical, que ella misma había compuesto.
«Hola, hola, hola a todos ... »
Y que media hora después era un «Adiós, adiós, adiós a to-
dos». Entre medias cantaba peticiones de los oyentes, y temas que
elegía ella. La gente más sofisticada del pueblo tendía a bromear
sobre sus canciones y sobre la emisora que, según se decía, era la
más pequeña de Canadá. Esa gente escuchaba una radio de To-
ronto en la que ponían canciones populares de la época - Three
little fishes anda momma fishy too .. .- y retransmitían las terribles
noticias de la guerra en la voz atronadora de Jim Hunter. Los
granjeros, en cambio, preferían la en1isora local y canciones como
las que cantaba Sadie. Tenía una voz fuerte y triste y cantaba acer-
ca de la soledad y el dolor.

Leanin' on the old top raíl,


in a big corral.
Lookin' down the twilight trail
For my long lost pal. ..

Hacía unos ciento cincuenta años que los colonos habían de-
forestado la tierra y levantado la mayoría de las granjas de nuestra
región, así que era raro que desde una granja no hubiera otra a la
vista, apenas a unos campos de distancia. Y sin embargo a los
granjeros les gustaban las canciones que hablaban de vaqueros so-
litarios, del reclamo y la decepción de lugares lejanos, los amargos
crímenes que empujaban a los criminales a morir con el nombre
de sus madres, o el de Dios, en los labios.
A pesar de que Sadie cantara con hondura y a pleno pulmón
sobre esas cosas, en mi casa trabajaba rebosante de energía y con-
fianza, hablando de buena gana, sobre .todo de sí misma. Normal-
mente no había nadie con quien hablar más que yo. Las tareas de
Sadie y las de mi madre las mantenían casi siempre apartadas, y
en cierto modo tampoco creo que hubieran disfrutado mucho ha-
blando juntas. Ya he mencionado que mi madre era una mujer
seria, que antes de darme lecciones a mí daba clases en un colegio.
Quizá le habría gustado poder ayudar ·a Sadie, enseñarla a pulir el
habla, pero Sadie no daba muestras de querer ayuda de nadie ni
de hablar de un modo distinto al que había hablado siempre.

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Después del almuerzo, que era la comida de mediodía, Sadie y
yo nos quedábamos solas en la cocina. Mi madre se echaba un
rato, y con suerte los bebés también dormían una siesta. Al levan-
tarse se cambiaba de vestido, como si esperara una tarde apacible,
aunque desde luego habría más pañales que cambiar y también
aquella escena de mal gusto que yo procuraba no ver, cuando el
más pequeño mamaba de un pecho.
Mi padre también dormía la siesta, apenas quince minutos en
el porche, con el Saturday Evening Post tapándole la cara, antes de
volver al granero.
Sadie calentaba agua en la cocina y yo la ayudaba a fregar los
platos, con las cortinas echadas para mantener el fresco. Cuando
acabábamos fregaba el suelo, y yo lo secaba con un método que
me había inventado: patinar dando vueltas y más vueltas sobre
unos trapos viejos. Luego descolgábamos las pegajosas tiras ama-
rillas de atrapar moscas que se ponían después del desayuno y ya
estaban llenas de moscas negras muertas o que zumbaban agoni-
zantes, y colgábamos tiras nuevas, que para la hora de la cena
volverían a llenarse de nuevos cadáveres. Y entretanto Sadie me
hablaba de su vida.
Entonces no me resultaba fácil juzgar la edad de la gente. Para
mí había niños o adultos, y a ella la consideraba una adulta. Pue-
de que tuviera dieciséis años, puede que dieciocho o veinte. Fuera
cual fuera su edad, más de una vez me aseguró que no tenía nin-
guna pnsa por casarse.
Todos los fines de semana iba a bailar, pero iba sola. Sola y a lo
suyo, decía.
Me hablaba de las salas de baile. Había una en el pueblo, en la
calle principal, donde en invierno ponían la pista de curling. Pa-

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gabas diez centavos por baile y entonces subías a bailar a una pla-
taforma donde la gente se ponía en corro a mirar embobada, aun-
que eso a ella la traía sin cuidado. Sadie prefería pagarse sus diez
centavos, no deber nada a nadie, pero a veces algún tipo se ade-
lantaba. Le preguntaba si quería bailar y ella lo primero que le
preguntaba sin rodeos era, ¿sabes? ¿Sabes bailar? Él la miraría ex-
trañado y contestaría, sí, como diciendo, ¿a qué crees que he veni-
do, si no? Y normalmente por bailar entendía ir arrastrando los
pies por la pista mientras la agarraba con unas manos sudorosas
como dos enormes pedazos de carne. A veces ella se soltaba sin más
y lo dejaba plantado en la pista para seguir bailando sola, que era
lo que le gustaba. Acababa el baile que se había pagado, y si el co-
brador quería hacerla pagar por dos cuando ella era solo una, lepa-
raba los pies. Que se rieran todos de que bailara sola, si querían.
La otra sala de baile estaba a las afueras del pueblo, en la carre-
tera. Allí se pagaba en la puerta, y no por un baile, sino por la
noche entera. El sitio se llamaba Royal-T. Allí Sadie también se
pagaba la entrada. Solía haber mejores bailarines, pero siempre
procuraba hacerse una idea de cómo se las apañaban antes de de-
jar que la llevaran a la pista. Normalmente eran chicos del pueblo,
mientras que en el otro sitio eran del campo. Los chicos del pue-
blo movían mejor los pies, aunque no siempre eran los pies lo que
tenías que vigilarles, sino dónde te plantaban las manos. A veces
tenía que leerles la cartilla y decirles lo que les haría si no paraban
inmediatamente. Les dejaba claro que ella iba allí a bailar y que
para eso había pagado su entrada. Además sabía dónde darles un
buen pellizco. Con eso los enderezaba. A veces eran buenos baila-
rines y se divertía. Cuando tocaban el último baile, Sadie daba
media vuelta y se iba a casa.

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Ella no era como otras, decía. Ella no iba a dejarse atrapar.
Atrapar. Cuando decía eso, yo veía caer una gran red de alam-
bre con las que unas criaturas malvadas te envolvían hasta asfixiar-
te para que no pudieras salir nunca. Sadie debió de verme la cara
de susto, porque dijo que no había que tener miedo.
-No hay nada en este mundo que deba darte miedo, solo
hay que saber cuidarse.

-Sadie y tú habláis mucho - dijo mi madre.


Supe que se avecinaba algo y que debía ir con cautela, aunque
no sabía de qué se trataba.
-Te cae bien, ¿verdad?
Dije que sí.
-Claro, cómo no. A mí también me cae bien.
Confié en que la cosa no fuera más allá, y por un momento
pensé que se quedaba ahí.
Entonces siguió hablando.
-Ahora, con los críos, no tenemos mucho tiempo para ti y
para mí. No nos dejan parar demasiado, ¿eh?
»Pero los queremos igual, ¿a que sí?
Rápidamente contesté que sí.
-¿De verdad? -dijo ella.
No iba a parar hasta que dijera que de verdad, así que lo dije.

Mi madre vivía con una gran desazón. ¿Echaba en falta tener ami-
gas distinguidas? ¿Mujeres que jugaran a bridge, casadas con hom-
bres que fueran a trabajar en traje y chaleco? No exactamente,
aunque eso estaba descartado de todos modos. ¿Quería que yo
volviera a ser como antes, que no me importara quedarme quieta
mientras me hacía los tirabuzones, y recitara de memoria los tex-
tos de catequesis? IVIi madre ya no tenía tiempo para esas cosas.
Y dentro de m í empezaba a germinar una sem illa traicionera, sin
que ella supiera por qué, ni yo tampoco. En catequesis no había
hecho am istad con nadie del pueblo; en cambio, adoraba a Sadie.
Oí que mi madre se lo comentaba a ini padre.
-Adora a Sadie.
Mi padre dijo que Sadie era una bendición del cielo. ¿A qué se
refería? Sonaba jovial. A lo mejor significaba que no pensaba po-
nerse de parte de nadie.
-Ojalá tuviéramos aceras como es debido -dijo mi ma-
dre-. Si tuviéramos aceras como es debido, la niña podría apren-
der a patinar sobre ruedas y hacer amigas.
Por más que deseara unos patines de ruedas, en ese momento
supe, sin preguntarme por qué, que jamás iba a reconocerlo.
Mi madre dijo algo de que mejoraría cuando empezara el co-
legio. Que a mí me iría mejor, o que algo con Sadie iría mejor. No
quise oírlo.
Sadie me estaba enseñando algunas de sus canciones, y yo sa-
bía que no era muy buena cantando. Esperé que no fuera eso lo
que tuviera que mejorar, o de lo contrario acabarse. Por nada del
mundo quería que se acabara.
Mi padre no tenía mucho que decir. Era mi madre la que se
ocupaba de mí, salvo cuando más adelante me volví respondona
de verdad y había que castigarme. Mi padre estaba esperando a
que mi hermano creciera y hacérselo suyo. Un chico no sería tan
complicado.
Y en efecto mi hermano no dio problemas. Al hacerse mayor
fue un chico excelente.

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La escuela ya ha empezado. Empezó hace unas semanas, antes de
que las hojas se pusieran rojas y amarillas. Ahora ya casi todas se
han caído. No llevo el abrigo de la escuela sino el bueno, el que
tiene puños y cuello de terciopelo oscuro. Mi madre se ha pues-
to el abrigo que lleva a la iglesia, y un turbante que le cubre casi
todo el pelo.
Vamos a algún sitio. Mi madre conduce el coche. No lo hace a
menudo, y siempre tiene un porte majestuoso, aunque conduce
con menos seguridad que mi padre. Al tomar cualquier curva toca
el claxon.
-Bueno, ya estamos - dice, a pesar de que tarda un rato en
aparcar el coche. Noto que su voz trata de ser alentadora. Me toca
la mano para ofrecerme la oportunidad de dársela, pero hago ver
que no me doy cuenta y la aparta.
En la casa no hay entrada para los coches, ni siquiera una ace-
ra. Se ve decente, pero bastante anodina. Mi madre ha levantado
una mano enguantada para llamar, pero resulta que no es necesa-
rio. Nos abren la puerta. Mi madre ha empezado a decirme unas
palabras de ánimo, algo así como, será más rápido de lo que crees,
que no alcanza a terminar. Me ha parecido detectar en su voz un
deje de severidad, aunque levemente reconfortante. Cuando la
puerta se abre las palabras se apagan un poco, atenuadas como si
hubiera agachado la cabeza.
De la casa salen varias personas, no es que hayan abierto la
puerta por nosotras. Al marcharse, una de las mujeres se vuelve y
habla por encima del hombro, sin asomo de amabilidad.
-Es esa para la que trabajaba, y la chiquilla.
Entonces una mujer bastante arreglada se acerca a hablar con
mi madre y la ayuda a quitarse el abrigo. Hecho esto~ mi madre
me quita el mío y le dice a la rnujer que yo le tenía especial cariño
a Sadie. Espera que no sea una molestia haberme traído.
-Ay, la pobrecita -dice la mujer, y mi madre me da un pe-
queño empujón para que salude-. Sadie adoraba a los niños
-dijo la mujer-. Le encantaban . .·
Advierto que hay otros dos niños en la casa. Chicos. Los conoz-
co de la escuela, uno va a primero conmigo, y el otro es más mayor.
Se asoman de lo que probablemente sea la cocina. El más pequeño
se ha metido una galleta entera en la boca y pone una cara muy
cómica, mientras que el otro, el mayor, hace una mueca de asco.
No al que engulle la galleta, sino a mí. Me odian, evidentemente.
Los chicos o te ignoraban cuando te los encontrabas en algún sitio
que no era la escuela (allí te ignoraban igual), o ponían caras de esas
y te soltaban insultos horribles. Cuando no tenía más remedio que
acercarme a uno de ellos, me quedaba tiesa como un palo, sin saber
qué hacer. Si había adultos cerca era distinto, claro está. Aquellos
chicos no dijeron nada, pero seguí allí plantada y compungida has-
ta que alguien tiró de ellos y los metió en la cocina. Entonces repa-
ré en la voz de mi madre, especialmente dulce y compasiva, más
refinada incluso que la voz de la mujer con la que hablaba, y pensé
que tal vez la mueca era por ella. A veces, cuando iba a buscarme a
la escuela, los otros niños imitaban los gritos con que me llamaba.
La mujer con la que hablaba y que parecía estar al mando nos
condujo hasta el salón. Sentados en un sofá, había un señor y una
señora con cara de no entender muy bien dónde estaban. Mima-
dre se inclinó y les habló con profundo respeto.
-Ella quería mucho a Sadie -oí que les comentaba, señalán-
dome.

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Supe que me correspondía decir algo pero, antes de tener la
oportunidad de hacerlo, la mujer del sofá dejó escapar un gemido.
No nos miraba a ninguna de las dos, y gimió con tanto desgarro
que parecía que un animal estuviera mordiéndola a dentelladas o
royéndole las carnes. Dio unos manotazos al aire, como para de-
sembarazarse de lo que la atormentaba, pero fuera lo que fuera no
se marchó. La señora miraba a mi madre como rogándole que hi-
ciera algo.
El señor a su lado le dijo que se calmara.
- Ha sido un duro golpe para ella - dijo la mujer que nos
guiaba- . No sabe lo que hace. - Se agachó un poco más y di-
jo- : Vamos, vamos. A ver si asusta a la chiquilla.
- Asusta a la chiquilla - repitió el hombre obedientemente.
En cuanto lo dijo, la mujer dejó de gemir y se palpó los brazos
arañados, como si no supiera lo que les había pasado.
- Pobre mujer -dijo mi madre.
- Y además era hija única - dijo la que nos guiaba, curtida
en esas lides, antes de dirigirse a mí y añadir- : No te preocupes.
Estaba preocupada, pero no por los aullidos.
Sabía que Sadie estaba en alguna parte y no quería verla. Aun-
que m i madre no me había dicho que tendría que verla, tampoco
me había dicho que no.
Sadie había muerto una noche al volver a casa andando desde
la sala de baile Royal-T. Un coche la había atropellado justo en el
pequeño tramo de grava que unía el aparcamiento del local con
el principio de la acera del pueblo. Seguramente quiso cruzar de-
prisa, como hacía siempre, convencida de que los coches la verían,
o de que tenía el mis1no derecho a pasar primero, y puede que el
coche pegara un volantazo, o que ella no estuviera exactamente

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donde creía estar. La embistieron por detrás. El coche que la atro-
pelló se había apartado para dejar pasar a otro, que quería girar
por la primera calle que llevara al pueblo. Había corrido la bebida
en el baile, aunque allí no sirvieran alcohol. Y al acabar siempre
había bocinazos y gritos y salidas encabritadas. Sadie, correteando
en la oscuridad sin una linterna siquiera, seguramente se compor-
taba como si todo el mundo tuviera que apartarse de su camino.
-Mira que una chica sin novio yendo a los bailes a pie ...
-dijo la mujer, que seguía congraciándose con mi madre. Habla-
ba bastante bajo, y mi madre murmuró algo apesadumbrada.
Se lo estaba buscando, dijo la mujer en tono cómplice, aún
más bajo.
En casa había oído comentarios que no alcancé a entender. Mi
madre quería que se hiciera algo que quizá tuviera que ver con
Sadie y el coche que la atropelló, pero mi padre le dijo que lo ol-
vidara. No nos incumben las cosas del pueblo, dijo. Ni siquiera
traté de averiguar de qué hablaban, porque intentaba no pensar
en Sadie, menos aún en que estaba muerta. Cuando me di cuenta
de que íbamos a la casa de Sadie deseé librarme de aquella obliga-
ción, pero no vi otra salida que comportarme como si me parecie-
ra una afrenta.
Ahora, después de que la señora perdiera los estribos, me pare-
ció que daríamos media vuelta y nos iríamos a casa. Así nunca ten-
dría que reconocer la verdad: que me aterraba ver a un muerto.
Justo cuando creí ver el cielo abierto, oí que mi madre y la
mujer con la que parecía conspirar hablaban de la peor de las po-
sibilidades.
Ver a Sadie.
Sí, decía mi madre. Desde luego tenemos que ver a Sadie.

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A Sadie, muerta.
Hasta ese momento casi no me había atrevido a apartar la vis-
ta del suelo más que para mirar a aquellos chicos apenas más altos
que yo y a la pareja de ancianos del sofá, pero de pronto mi madre
me llevaba en otra dirección.
Aunque el ataúd había estado en la habitación en todo mo-
mento, yo no me había dado cuenta. Por falta de experiencia, no
sabía el aspecto que tenían esas cosas. El objeto al que nos acercá-
bamos podría haber sido una repisa para poner flores, o un piano
cerrado.
Quizá la gente que había alrededor disimulaba el verdadero
tamaño, la forma y el fin del objeto, pero de pronto esa misma
gente nos abría paso respetuosamente, y mi madre habló entonces
con un hilo de voz, apenas audible.
- Vamos -me dijo. Su delicadeza me sonó odiosa, triunfal.
Se agachó para mirarme a la cara, y tuve la certeza de que
quería impedir que hiciera lo que se me acababa de ocurrir en
ese momento: cerrar los ojos con todas mis fuerzas. Mi madre
dejó de mirarme pero siguió agarrándome muy fuerte de la
mano. Conseguí bajar los párpados en cuanto apartó la vista de
mí, aunque sin cerrarlos del todo, para no tropezarme o que al-
guien me empujara justo hacia donde no quería acercarme. Al-
cancé a ver borrosamente las flores rígidas y el brillo de la made-
ra lustrada.
Entonces oí a mi madre sorbiéndose la nariz y sentí que me
soltaba. Su bolso se abrió con un chasquido. Al ir a coger algo,
dejó de agarrarme la mano y quedé libre. Oí sus sollozos. Me ha-
bía soltado para atender sus lágrimas y sus moqueos.
Miré directamente hacia el ataúd y vi a Sadie.
El accidente había dejado intactos el cuello y la cara, aunque
no reparé en eso de inmediato. Al verla solo tuve la vaga impre-
sión de que no era tan malo como había temido. Cerré los ojos
enseguida, pero fui incapaz de no volver a mirar. Primero el pe-
queño cojín amarillo debajo de su cuello, colocado de manera que
también le tapaba la garganta y la barbilla y la única mejilla que
alcanzaba a verle. El truco consistía en mirarla fugazmente, volver
a fijar la vista en el cojín, y luego mirar un poquito más algo que
no diera miedo. Y al final era Sadie, toda ella, o al menos todo lo
que se veía de ella desde el ángulo donde yo estaba.
Algo se movió. Lo vi, el párpado de mi lado se movió. No es
que se abriera, ni que quedara entornado , ni. nada de eso. Se le-
vantó imperceptiblemente, como para que, si hubiera alguien
dentro de ella, pudiera ver a través de las pestañas. Apenas lo justo
para distinguir la claridad de la oscuridad de afuera.
No me sobresalté ni me asusté lo más mínimo. Esa imagen se
fundió en ese mismo momento con todo lo que sabía de Sadie y
también, en cierto modo, con la experiencia extraordinaria que se me
ofrecía. Y no se me ocurrió llamar la atención de nadie ante lo que
veía, porque no iba destinado a ellos: era exclusivamente para mí.
Mi madre me había vuelto a coger de la mano y dijo que nos
marchábamos. Hubo un nuevo intercambio de saludos, pero en
lo que me pareció un instante estábamos fuera.
-Bien hecho -dijo mi madre. Me apretó la mano y aña-
dió-: Bueno, ahora ya está.
Tuvo que pararse a hablar con alguien más que iba hacia la
casa, antes de que nos montáramos en el coche y emprendiéramos
el regreso. Se me ocurrió que le hubiera gustado que rompiera el
silencio, o incluso que le contara algo, pero no lo hice.
No experimenté nunca otra aparición de esa naturaleza, y de
hecho Sadie se desvaneció de mi mente bastante rápido, entre
otras cosas por el impacto de la escuela, donde de algún modo
aprendí a desenvolverme con una curiosa mezcla de terror mortal
y fanfarronería. De hecho la importancia de Sadie había empeza-
do a desvanecerse aquella primera semana de septiembre, cuando
dijo que tenía que quedarse en casa a cuidar de su padre y de su
madre, y que no podría seguir trabajando para nosotros.
Y luego mi madre se enteró de que estaba trabajando en la le-
chería.
Aun así, cuando pensaba en ella, nunca me cuestionaba aque-
llo que había visto y que creía destinado a mí. Mucho, mucho
después, cuando ya había abandonado todo interés por lo sobre-
natural, seguía teniendo la certeza de que había ocurrido. Lo
creía con la misma naturalidad con la que crees, y de hecho re-
cuerdas, que tuviste dientes de leche, que ahora no están pero
existieron de verdad. Hasta el día que, ya en la adolescencia, supe
con una vaga sensación de vacío en mis entrañas que había deja-
do de creerlo.
Noche

n mi juventud parecía no haber nunca un parto, o un

E apéndice reventado, o cualquier otro incidente drástico


de salud que no ocurriera mien tras arreciaba una torm en-
ta de nieve. Las carreteras estarían cortadas, así que de todos mo-
dos no se podría pensar en sacar un coche, y habría que enganchar
varios caballos para llegar al pueblo e ir al hospital. Por suerte aún
había caballos: en circunstancias normales la gente se habría des-
hecho de ellos, pero con la guerra y el racionamiento de combus-
tible las cosas habían cambiado, al menos por el momento.
Por eso cuando me empezó el dolor en el costado tenían que
ser las once de la noche, y soplaba una ventisca y, como en ese
momento en nuestro establo no había caballos, tuvimos que pedir
el tiro de los vecinos para llevarme al hospital. Un trayecto de
apenas una milla y media, pero aun así una aventura. El médico
estaba esperando, y nadie se sorprendió cuando se preparó para
extirparme el apéndice.
¿Se extirpaban más apéndices entonces? Sé que todavía se
hace, y que es necesario, incluso sé de alguien que murió por no
intervenirlo a tiempo, pero en mi memoria ha quedado como una
especie de rito al q u e pocas personas de mi edad debían someter-
se, o por lo menos no muchas, y no todas tan de improviso, o
quizá sin tanta pena, porque significaba unas vacaciones de la es-
cuela y daba cierta categoría: haber sido tocado por el ala de la
mortalidad distinguía, aun fugazmente, del resto, en una época de
la vida en que tal cosa podía llegar a ser grata.
Así que, ya sin apéndice, pasé varios días viendo por la venta-
na del hospital la nieve cernirse lóbregamente a través de unos
árboles de hoja perenne. No creo que se me pasara por la cabeza
pensar cómo iba a pagar mi padre esta distinción. (Creo que tuvo
que desprenderse de una parcela de bosque que había conservado
al vender la granja de su padre. Quizá esperaba utilizarla para po-
ner trampas, o elaborar jarabe de arce. O quizá sentía una nostal-
gia innombrable.)
Luego volví a la escuela, y disfruté de que me dispensaran de
educación física más tiempo del necesario, y un sábado por la
mañana que mi madre y yo estábamos solas en la cocina, me con-
tó que en el hospital me habían extirpado el apéndice, tal y como
yo pensaba, pero no fue lo único que me quitaron. Al médico le
había parecido conveniente extirparlo, ya que estaba metido en
faena, pero lo que más le preocupó fue un tumor. Un tumor, dijo
mi madre, del tamaño de un huevo de pava.
Pero no te preocupes, dijo, ahora ya ha pasado todo.
La idea del cáncer en ningún momento se me ocurrió, y mi
madre tampoco la mencionó nunca. No creo que hoy en día pue-
da hacerse una revelación como esa sin alguna clase de pregunta,
alguna tentativa de esclarecer si lo era o no lo era. Maligno o be-
nigno, querríamos saber inmediatamente. La única razón que se
me ocurre para que no hablásemos de ello es que la palabra debía
de estar envuelta en un halo de misterio, similar al que envolvía la

286
r mención del sexo. O incluso peor. El sexo era vergonzoso, pero
sin duda encerraba algunas satisfacciones; desde luego nosotros
las conocíamos, aunque nuestras madres no estuvieran al corrien-
te. En cambio, la mera palabra cáncer evocaba una criatura oscu-
ra, putrefacta y hedionda, a la que no se miraba ni siquiera al
quitarla de en m edio de una patada;
De modo que no pregunté, ni nadie me dijo nada, y solo pue-
do suponer que era benigno o que lo extirparon con mucha des-
treza, porque aquí estoy. Y tan poco pienso en ello que toda la vida,
cuando me p iden que enumere las intervenciones quirúrgicas que
me han hecho , automáticamente digo o escribo solo «Apendi-
..
Cl tlS».

Esta conversación con mi madre probablemente tuvo lugar en


las vacaciones de Semana Santa, cuando las ventiscas y la nieve
de las montañas habían desaparecido y los arroyos se desbordaban
agarrándose a todo lo que encontraran a su paso, y el broncíneo
verano estaba ya a la vuelta de la esquina. Nuestro clima no se
andaba con devaneos, nada de clemencias.
En los primeros días calurosos de junio terminé la escuela,
después de librarme de los exámenes finales con notas bastante
buenas. Tenía un aspecto saludable, hacía las tareas de la casa, leía
libros como de costumbre, nadie creía que me pasara nada raro.
Ahora tengo que describir el dormitorio que ocupábamos mi
hermana y yo. Era un cuarto pequeño en el que no cabían dos
camas individuales, una al lado de la otra, de manera que la solu-
ción fue poner literas y colocar una escalerilla por la que trepa-
ba la que dormía en la cama de arriba. Que era yo. Cuando estaba
en la edad d e las tomaduras de pelo, levantaba una de las esquinas
del fino colchón y amenazaba con escupirle a mi hermana peque-
ña, indefensa en la litera de abajo. Claro que mi hermana, que se
llamaba Catherine, no estaba indefensa del todo. Podía esconder-
se bajo las mantas; pero mi juego consistía en acecharla hasta que
la asfixia o la curiosidad la hacían salir de nuevo, y en ese momen-
to escupirle en plena cara, o fingir que lo hada y conseguir el
efecto deseado, enfurecerla.
A esas alturas ya era mayor para esas tonterías; demasiado ma-
yor, desde luego. Mi hermana tenía nueve años y yo catorce. La
relación entre nosotras siempre fue desigual. Cuando no estaba
atonnentándola, fastidiándola con alguna necedad, adoptaba el
papel de sofisticada consejera o le contaba historias espeluznantes.
La disfrazaba con la ropa vieja que se guardaba en el arcón del
ajuar de 1ni madre, prendas demasiado buenas para cortarlas y
hacer edredones, y demasiado anticuadas para que nadie las usara.
Le ponía el carmín endurecido de mi madre en los labios, le em-
polvaba la cara y le decía que estaba preciosa. Era preciosa, sin
asomo de duda, pero cuando terminaba de maquillarla parecía
una muñeca extranjera estrafalaria.
No pretendo decir que ejercía sobre ella un control total, ni
siquiera que nuestras vidas se entrelazaran constantemente. Ella
tenía sus propios amigos, sus propios juegos. Juegos que tendían
más a la domesticidad que al glamour. Sacar de paseo a las muñe-
cas en sus carricoches, o a veces, en lugar de las muñecas, a algún
gatito disfrazado que siempre desesperaba por escapar. Además
había sesiones de juego en las que alguien era la maestra y podía
pegar al resto en los antebrazos con una vara y hacerlos llorar de
mentirijillas, por infracciones y estupideces varias.
En el rnes de junio, como he dicho, quedé libre de ir a la es-
cuela y me dejaron a mi aire, como no recuerdo haberlo estado en

288
ninguna otra época de mi juventud. Hacía algunas tareas de la
casa, pero nü madre aún debía de encontrarse con las fuerzas ne-
cesarias para ocuparse de la mayor parte de ellas. O quizá enton-
ces teníamos dinero para contratar a alguna mujer a quien mi
madre llamaría sirvienta, aunque todo el mundo las llam ara em -
pleadas. En cualquier caso no recuerdo haberme enfrentado a
ninguno de los trabajos que se me amontonaron los veranos si-
guientes, cuando luché de buena gana por mantener la dignidad
de nuestra casa. Por lo visto el misterioso huevo de pava me con-
cedía cierta condición de inválida, así que a ratos podía pasearme
por ahí como alguien de visita.
Aunque sin darme aires de ser especial. Nadie en nuestra fami-
lia se hubiera salido con la suya en eso. Iban por dentro , la inuti-
lidad y la extrañeza que sentía. Y tampoco era una in utilidad
constante. Recuerdo haberme agachado a entresacar los brotes de
zanahorias, igual que todas las primaveras, para que las raíces al-
canzaran un tamaño decente.
Debió de ser simplemente que no había cosas por hacer a to-
das horas, como ocurrió los veranos de antes y después.
Así que quizá por eso me empezó a costar conciliar el sueño.
Al principio creo que simplemente me quedaba despierta en la
cama hasta alrededor de medianoche, extrañada de notarme tan
despabilada, mientras el resto de la casa dormía. Había leído, me
cansaba como de costumbre, apagaba la luz y esperaba. Nadie ha-
bía venido a decirme que apagara la luz y me durmiera. Por pri-
mera vez en la vida (y eso también debió de marcar un estatus
especial) dejaban que yo decidiera cuándo hacerlo.
La casa mudaba paulatinamente de la luz del día hasta que las
luces de la casa se encendían a última hora de la tarde. Al dejar
atrás el trajín general de las cosas por hacer, por tender y por ter-
minar, se convertía en un lugar más extraño, en el que las personas
y el trabajo que gobernaba sus vidas languidecían, las necesidades
de cuanto les rodeaba languidecían, y los muebles se retraían, al
no depender de que nadie les prestara atención.
Podría pensarse que era un alivio. Al principio tal vez lo fuera.
La libertad. La novedad. Sin embargo, a medida que mi dificultad
para conciliar el sueño se prolongaba y finalmente se apoderaba
completamente de mí hasta el amanecer, se convirtió en una cre-
ciente preocupación. Empecé a recitar rimas, luego poesía de ver-
dad, primero para obligarme a perder la conciencia, y ya después
al margen de mi voluntad. La actividad me frustraba. O era yo
quien me frustraba a medida que las palabras terminaban en el
absurdo, en un discurso tonto sin pies ni cabeza.
No era yo.
Toda la vida había oído ese comentario sobre otra gente, sin
pensar qué podía significar.
Entonces, ¿quién te crees que eres?
También había oído decir eso, sin atribuirle una verdadera
amenaza al comentario, tomándolo simplemente como una espe-
cie de mofa rutinaria.
Piénsalo de nuevo.
A esas alturas ya no era dormir lo que quería. Sabía que de
todos modos lo más probable era que no me durmiera. Quizá
dormir ni siquiera era deseable. Algo se estaba apoderando de
mí y tenía la obligación, la esperanza, de vencerlo. No me falta-
ba sentido común para lograrlo, aunque al parecer tampoco me
sobraba. Fuera lo que fuera, algo quería obligarme a hacer cosas,
n o po r una razón concreta sin o solo por ver si tales actos eran
posibles. Algo me estaba informando de que no hadan falta mo-
tivos.
Solo hacía falta ceder. Qué extraño. No por venganza ni por
cualquier razón normal, sino solo por haber acariciado una idea.
Y desde luego lo había hecho. Cuanto más me esforzaba por
desterrar esa idea, más acudía. Sin deseo de venganza, sin odio, ya
digo, sin ninguna razón, salvo que una especie de pensamiento
profundo y absolutamente frío, no tanto un impulso como una
contemplación, pudiera apoderarse de mí. Algo impensable, pero
en lo que no podía evitar pensar.
La idea estaba allí, rondando en mi cabeza.
La idea de que yo pudiera estrangular a mi hermana pequeña,
que dormía en la litera de abajo y a la que quería más que a nadie
en el mundo.
No lo haría por celos de ninguna clase, ni por malevolencia o
rabia, sino en un acceso de locura, la locura que acaso de noche
yaciera junto a mí. Y tampoco un arrebato salvaje, sino algo más
próximo a una travesura. Una insinuación traviesa, perezosa, me-
dio indolente, que parecía llevar al acecho mucho tiempo.
Sería decir por qué no. ¿Por qué no probar lo peor?
Lo peor. Ahí, en el lugar más familiar de todos, la habitación en
la que habíamos dormido toda la vida y donde nos creíamos más a
salvo que en ningún otro. Y lo haría sin una razón que ni yo ni
nadie fuese capaz de entender, salvo por no haber podido evitarlo.
La solución era levantarse, alejarme de aquella habitación y
salir de la casa. Me deslizaba por los travesaños de la escalerilla sin
mirar en ningún momento hacia donde mi hermana dormía. Lue-
go bajaba con sigilo las escaleras, sin despertar a nadie, hasta la
cocina, que conocía perfectamente y donde podía orientarme a
oscuras. La puerta de la cocina no estaba cerrada con llave, ni si-
quiera estoy segura de que la hubiera. Encajábamos una silla bajo
el pomo de la puerta, para que si alguien intentaba entrar se ar-
mara mucho alboroto. Se podía quitar la silla, despacio y con cui-
dado, sin el menor ruido.
Tras la primera noche logré encadenar mis movimientos sin
interrupción, y me parecía que en un abrir y cerrar de ojos ya es-
taba fuera.
Por supuesto no había alumbrado público, vivíamos demasia-
do lejos del pueblo.
Todo era más grande. A los árboles de alrededor de la casa
siempre los llamábamos por su nombre: la haya, el olmo, el roble,
los álamos, en plural y sin distinciones, porque crecían muy jun-
tos. De noche se veían negrísimos. Igual que el lilo blanco y el lila
violeta, a los que también considerábamos árboles, no arbustos,
de tan enormes que se habían hecho.
El terreno que rodeaba la casa por los cuatro costados no pre-
sentaba complicaciones, porque yo misma había segado la hierba
con la idea de que nos diera cierta respetabilidad urbana.
La cara este y la cara oeste de nuestra casa miraban a dos mun-
dos distintos, o a mí me lo parecían. La cara este daba al pueblo,
aunque desde allí no se viera. A dos millas escasas se alineaban
casas, con farolas y agua corriente, y a pesar de que he dicho que-
desde allí no se veía nada de eso, no estoy segura de que no se
apreciara un débil resplandor si uno se detenía a mirar.
Hacia el oeste, nada interrumpía jamás la vista del largo
meandro del río y los campos y los árboles y las puestas de sol. Un
paisaje que para mí nunca tuvo nada que ver con la gente o con la
vida cotidiana.
Caminaba de un lado a otro, primero cerca de la casa, y luego
aventurándome aquí o allá, a medida que me acostumbraba a
confiar en mi vista para no tropezar con la bomba de agua o la
plataforma que sostenía la cuerda de tender la ropa. Los pájaros
empezaban a agitarse y a cantar, como si a todos se les hubiera
ocurrido lo mismo por separado, en .las copas de los árboles. Des-
pertaban mucho más temprano de lo que hubiera imaginado,
aunque poco después de aquellos primeros trinos madrugadores
el cielo empezaba a clarear. Y de pronto el sueño se apoderaba de
mí. Entonces volvía a entrar en la casa, donde la oscuridad lo en-
volvía todo de repente, y con cuidado, en silencio, atrancaba el
pomo de la puerta con la silla indinada y subía las escaleras sin un
solo ruido, manipulando puertas y escalones con la necesaria cau-
tela, aunque ya medio dormida. Me hundía en mi almohada y me
levantaba tarde. Tarde en nuestra casa eran las ocho.
Al despertar lo recordaba todo, pero era tan absurdo - la par-
te mala, desde luego, era tan absurda- que me desembarazaba de
ella sin muchas complicaciones. Mi hermano y mi hermana ya se
habrían ido a la escuela, aunque en la mesa siguieran sus platos
con granos de arroz inflado flotando en la leche sobrante.
Qué absurdo.
Cuando mi hermana volvía a casa de la escuela, nos mecíamos
juntas en la hamaca, una en cada punta.

En esa hamaca me pasaba casi todo el día a la bartola, y posible-


mente esa fuera la razón de que por la noche no lograra conciliar
el sueño. Y, como no hablaba de mis problemas nocturnos, a na-
die se le ocurrió darme el sencillo consejo de que me convenía
tener un poco más de actividad durante el día.

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Mis problemas regresaban con la noche, por supuesto. Los de-
monios volvían a apoderarse de mí. Pronto c01nprendí perfecta-
mente que debía levantarme y salir de la litera sin fingir que las
cosas se arreglarían y me quedaría dormida si ponía el empeño
suficiente. Hacía el recorrido hasta la puerta y salía con el mismo
sigilo. Me orientaba cada vez mejor; incluso el interior de las ha-
bitaciones se me hizo más visible y aun así más extraño. Distin-
guía el machihembrado del techo de la cocina que colocaron al
construir la casa hacía cosa de un siglo, y el marco de la ventana
que daba al norte, roído en algunas partes por un perro que una
noche se quedó encerrado dentro, mucho antes de que yo naciera.
Rescaté un recuerdo completamente olvidado: de pequeña me po-
nían a jugar en un cajón de arena en un lugar donde mi madre
pudiera vigilarme por la ventana que daba al norte. Frente a esa
ventana crecía ahora una desmañada mata de margaritas que ape-
nas dejaba ver el exterior.
La pared de la cocina encarada al este no tenía ventana, sino
una puerta que daba a un porche, donde tendíamos la colada más
gruesa y la recogíamos cuando estaba seca y todo olía fresco y
próspero, desde las sábanas blancas a los bastos petos oscuros de
trabajo.
En ese porche me detenía a veces en mis paseos nocturnos.
Nunca me sentaba, pero me tranquilizaba mirar hacia el pueblo,
quizá simplemente por la sensación de cordura que me daba. La
gente no tardaría en levantarse, y saldrían a hacer la compra, abri-
rían las puertas de sus casas para recoger las botellas de leche: el
trajín cotidiano.
Una noche - no sé si hacía doce o veinte, o apenas ocho o
nueve que me levantaba y me ponía a caminar- noté, demasiado

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tarde para cambiar el paso, que había alguien a la vuelta de la es-
quina. Alguien estaba esperando allí y no pude hacer otra cosa
q ue seguir adelante. Si daba media vuelta me pillarían, y sería
peor que dar la cara.
No era otro que mi padre. También él sentado en la escalinata,
mirando hacia el pueblo y su tenue e improbable resplandor. Lle-
vaba ropa de calle, pantalones de trabajo oscuros, lo más parecido
a un peto sin llegar a serlo, una camisa oscura de tela basta y bo-
tas. Estaba fumando un cigarrillo. De liar, por supuesto. Tal vez el
humo del cigarrillo me había alertado de otra presencia, aunque
es posible que en aquellos tiempos el olor a humo de tabaco estu-
viese por todas partes, tanto dentro como fuera de los edificios, de
modo que pasaba de~apercibido.
Buenos días, me dijo, de un modo que podría parecer natural
pero que de natural no tenía nada. No teníamos costumbre de
saludarnos así en mi familia. No por hostilidad, supongo que sen-
cillamente se consideraba superfluo, cuando nos íbamos viendo a
cada rato a lo largo del día.
Buenos días, le contesté. Y debía de estar acercándose lama-
ñana, o mi padre no hubiera estado vestido ya para trabajar. Qui-
zá el cielo clareaba, pero los tupidos árboles lo ocultaran aún.
También cantaban los pájaros. Cada vez me quedaba fuera de la
cama hasta más tarde, aunque ya no me reconfortaba como al
principio. Las posibilidades que una vez habían habitado solo el
dormitorio, las literas, iban conquistando poco a poco todos los
nncones.
Ahora que lo pienso, ¿por qué mi padre no llevaba el peto de
trabajo? Iba vestido como si tuviera que ir al pueblo _a hacer algún
recado a primera hora de la mañana.

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No pude seguir caminando, el ritmo se había roto completa-
mente.
- Qué, ¿te cuesta dormir? - me dijo.
Mi primer impulso fue decir que no, pero entonces pensé en
el apuro de explicar que solo estaba dando una vuelta, así que dije
que sí.
Me dijo que eso solía pasar las noches de verano.
-Te vas a la cama rendida y entonces, justo cuando crees que
te estás quedando dormida, te desvelas. ¿No es así?
Dije que sí.
En ese momento supe que no era la primera noche que me oía
levantarme y dar vueltas por ahí. La persona que tenía el ganado
en la finca y velaba de cerca por lo poco que le procuraba el sus-
tento, la persona que guardaba un revólver en el cajón del escrito-
rio, sin duda se despertaba con el menor crujido en las escaleras o
el más sigiloso giro de un pomo.
No estoy segura de hacia dónde pensaba encaminar mi padre
la conversación acerca de mis desvelos. Parecía haber dado a en-
tender que desvelarse era un fastidio, pero ¿eso sería todo? Desde
luego yo no pensaba contarle nada. Si él hubiera dejado entrever
que sabía que había algo más, incluso si hubiese insinuado que
estaba allí con el propósito de oírlo, no creo que me hubiera son-
sacado nada. Tuve que ser yo la que rompiera el silencio por vo-
luntad propia, diciendo que no podía dormir. Que tenía que le-
vantarme y dar un paseo.
¿Y eso por qué?
No lo sabía.
¿No serán pesadillas?
No.
-Qué pregunta tan tonta - dijo- . No saldrías escopeteada
de la cama si fueran sueños bonitos.
Dejó que me tomara tiempo para continuar, no preguntó
nada. Aunque intenté echarme atrás, seguí hablando. La verdad
afloró, apenas alterada.
Mencioné a mi hermana pequeña y dije que me daba miedo
hacerle daño. Creí que con eso bastaría, que entendería a qué me
refería.
-Estrangularla -dije de pronto. No pude contenerme, des-
pués de todo.
Así ya no podría desdecirme, no podría volver a ser la persona
que había sido hasta entonces.
Mi padre lo había oído. Había oído que me creía capaz, sin
ningún motivo, de estrangular a mi hermana pequeña mientras
dormía.
-Bueno -dijo. Luego dijo que no me preocupara. Y aña-
dió-: A veces a la gente se le ocurren esas cosas.
Hablaba en serio y sin dar muestras de alarma o sobresalto.
A la gente se le ocurren esas cosas, o los asaltan esos temores, si
prefieres llamarlo así, pero no hay por qué preocuparse de verdad,
no más que si fuera un sueño.
No dijo explícitamente que no existía ningún peligro de que
hiciera algo así. Más bien parecía dar por hecho que semejante
cosa no podía suceder. Un efecto del éter, dijo. Del éter que te
dieron en el hospital. No tiene más trascendencia que un sueño.
Era algo que no podía suceder, del mismo modo que un meteori-
to no podía caer encima de nuestra casa. (Podía, desde luego, pero
era tan improbable que caía en la categoría de las cosas que no
podían suceder.)

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Aun así, no me culpó por pensarlo. No le parecía nada del
otro m undo, fue lo q ue me dijo.
Podría haber dicho otras cosas. Podría haber cuestionado mi
actitud hacia mi hermana pequeña o mi descontento con la vida
que llevaba. Si esto ocurriese hoy, me habría pedido una cita con
un psiquiatra. (Creo que es lo que yo habría hecho por un hijo,
una generación después, y con otros ingresos.)
La verdad es que lo que hizo funcionó la mar de bien. Me
puso, aunque sin burla ni alarma, en el mundo en que vivíamos.
A la gente se le ocurren ideas que preferirían no tener. Es algo
que pasa en la vida.
Si hoy en día vives lo suficiente, descubres que con tus hijos
has cometido errores que no te molestaste en ver, además de los
que viste perfectamente. Te pesa cierta humillación en el fondo,
a veces te indignas contigo mismo. No creo que mi padre sin-
tiera nada parecido, pero sé que si alguna vez lo hubiera acusa-
do por pegarme con el cinturón o la correa con que afilaba las
cuchillas, me habría dicho que no me quedaba otra que tragar y
punto. Aquellos correazos no serían en su memoria, si es que
quedaba rastro de ellos, más que el correctivo necesario para
una cría respondona que imaginaba que podía llevar la voz can-
tante.
«Te las dabas de lista», sería su justificación del castigo, un
comentario que por lo demás se oía mucho en aquellos tiempos,
en que la viveza se encarn_aba en un diablillo detestable al que
había que quitarle el descaro a palos. O de lo contrario se corría
el riesgo de que llegara a mayor creyéndose listo._O lista, según el
caso.
Aquel día al romper el alba, sin embargo, mi padre rne dijo justa-
mente lo que necesitaba oír, y que de todos modos yo olvidaría
enseguida.
He pensado que quizá llevaba su mejor ropa de trabajo porque
tenía una cita en el banco, donde supo, sin sorprenderse, que no
iban a prorrogarle el préstamo. Se había dejado la piel trabajando,
pero el negocio no iba a remontar, y tuvo que buscar una nueva
manera de mantenernos al tiempo que pagaba lo que debía. O
puede que averiguara que existía un nombre para los temblores de
mi madre, y que no iban a desaparecer. O que estaba enamorado
de una mujer imposible.
Qué más da. A partir de entonces pude dormir.

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