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La Bestia
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Libro electrónico223 páginas5 horas

La Bestia

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Tras la muerte de su madre y el incomprensible abandono de su padre, Alnath y sus hermanos deben luchar por sobrevivir en la cabaña más alejada de la aldea. Se dividen las tareas del hogar, el trabajo, y cuidar de las pequeñas gemelas. Sin embargo, conforme se acerca el invierno que los dejará aislados durante meses, el terror y la tensión comienzan a destruir la frágil mente de los cinco hermanos. Pero hay algo peor que las tormentas de nieve. Se mueve entre los árboles, toca a través de la ventana y se esconde detrás de ti. Desesperado, Alnath debe encontrar la forma de proteger a su familia contra el horrible mal que los rodea: el monstruo en la habitación, y la bestia en el bosque.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 oct 2019
ISBN9788417300593
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    La Bestia - Andrea Araiza

    47

    PRÓLOGO

    Lo más aterrador de la bestia, no son sus ojos pequeños y brillantes.

    No son los colmillos que abarcan toda su cara, ni los delgados hilos de plata que resbalan de sus labios.

    No es el color líquido de su piel negra, ni las garras que tiene por dedos.

    No son sus cuernos de once varas.

    No es que se esconda entre los pinos, ni que sepa tu nombre.

    Lo más aterrador de la bestia, es que está detrás de ti. Y si volteas en este momento… Si volteas justo ahora, la verás.

    1

    Cuando mamá murió, llevábamos seis semanas sin verla.

    Seis semanas, a finales del invierno, sin escuchar su voz, sentir sus manos en nuestras mejillas, o sus labios en nuestras frentes.

    Seis semanas son cuarenta y dos días, los conté. Todo ese tiempo vivimos angustiados. Papá se encerró en la única habitación con ella, y suplicamos día y noche que nos dejara entrar. Queríamos despedirnos. Queríamos, aunque fuera, ver.

    Verla otra vez.

    Pero eso no ocurrió.

    Ni yo, ni ninguno de mis cuatro hermanos tuvimos suerte, y para cuando mamá murió, nuestras vidas eran completamente distintas. Para empezar, ya no dormíamos en cama cubiertos por cobertores gruesos y abrazados de nuestros juguetes; sino en la estancia de la pequeña cabaña, a un lado del hogar ennegrecido por los años, y rodeados de los libros de mamá apilados en docenas de torres. La tierra fría era nuestra cama, y los dos cobertores andrajosos que encontramos entre las cajas, nuestra única protección. Durante esos cuarenta y dos días, y bastante tiempo después, no hubo más ruido en la casa que el de nuestros susurros y sollozos.

    Cada semana, el doctor de la aldea subía la colina llevando un maletín lleno de medicinas y su bastón negro. Es extraño, pero si pienso en él ahora mismo, no puedo recordar el color de sus ojos ni el sonido de su voz. Siempre que estuvo dentro de la habitación con mamá, me sentí envuelto en bruma, como flotar en un sueño.

    La última vez, su visita fue breve y dejó a padre llorando a gritos.

    Nadie dijo nada, ni Polux que antes hablaba todo el día, o Alcor que prefirió morderse las uñas hasta hacerlas sangrar. En ese silencio, el dolor de padre nos asfixió durante horas.

    Cuando salió, comenzó la pesadilla. Si, ese es el momento que elijo, no puedo pensar en uno más acertado. Cuando papá salió de la habitación donde estuvo encerrado esas seis semanas, fue con el cuerpo de mamá entre sus brazos.

    Las gemelas se aferraron a mí, escondieron sus caritas enrojecidas y lloraron gruesas lágrimas temblando de horror. Pero el horror no era hacia padre, a quien aún extrañaban y amaban dolorosamente; era el horror a la tragedia, algo a lo que no se puede estar preparado. Al menos no yo, ni mis hermanos con quienes viví cada minuto de la lenta pérdida. Aunque había noches en las que imaginaba la vida sin mamá, es imposible compararlo con el momento en el que sucede.

    Para mí, el horror fue la figura imponente de papá, apareciendo tan inesperadamente en medio de la noche. Su cabello estaba muy largo y una espesa barba le cubría el rostro. No pude ver sus ojos en ningún momento, me fue imposible reconocerlo. Me quedé ahí, abrazando a las niñas e intentando no llorar.

    Nos hizo seguirlo fuera de casa, sin decir palabra alguna. Abrigué a las gemelas lo mejor que pude, y en ningún momento me soltaron. Salimos a la noche helada, ya no había nieve, pero la hierba estaba congelada y crujía bajo nuestros pies. Había media luna esa noche, nos sonreía desde un cielo opaco.

    Los piecitos de las niñas se cruzaban con los míos y nuestro andar fue lento, pero alejarlas habría sido insoportable. Padre iba adelante, guiándonos por el viejo camino que tan bien conocíamos, hacia el bosque de pinos. Quise con todas mis fuerzas estirar las manos y tomar las de mis hermanos, pero las gemelas titiritaban y se protegían las mejillas con mis brazos.

    Cuando llegamos al linde del bosque, padre se detuvo tan abruptamente que Polux casi se estrella contra su espalda. Entonces se giró para mirarnos, y de sus labios escondidos salían nubes de vaho. Dejó el cuerpo de mamá entre rocas y hielo, y clavó los dedos en la tierra dura. Comenzó a cavar, gimiendo y balbuceando, y mis hermanos corrieron a ayudarlo. Alejé a las niñas y las dejé tapadas, tomadas de las manos, llorando y preguntando por mamá.

    –Quédense aquí –les susurré dejando besos fríos en sus mejillas–. No hagan ruido, y no se suelten.

    Yo también cavé. No sé por cuánto tiempo, ni recuerdo mis pensamientos entonces, pero cuando acabamos mis dos hermanos lloraban, y los tres teníamos las manos llenas de sangre y la espalda agarrotada.

    Papá metió el cuerpo de mamá al hoyo, y por largo rato se quedó muy quieto. Pensé: hablemos de ella. Hablemos de lo que le gustaba hacer, de su risa y sus cuentos favoritos. Que no se vaya sin saber que la amamos inmensamente.

    Pero antes de que encontrara mi voz, padre comenzó a llenar la tumba.

    2

    A papá le encantaba dibujar. Podía pasarse toda la noche con un trozo de carbón y un par de pinceles. Siempre quiso un lienzo para hacer algo grande, pero nunca tuvo suficiente dinero para conseguirlo. Era un pescador de la aldea, casi todos lo son, pero en el fondo era un artista. Recuerdo bien sus manos llenas de manchas de colores y las uñas oscurecidas. Recuerdo también la forma en que acomodaba un pincel sobre su oreja derecha, y esa sonrisa abierta cuando terminaba un dibujo. Se inspiraba en nosotros, hizo cientos de bosquejos de mí y mis hermanos, pero sus favoritos fueron siempre los de mamá, esos los clavaba en las paredes de la estancia, que hasta el día de hoy son lo único que le dan algo de vida.

    Papá era alegre, el hombre más alegre de la aldea según decían, y también el más alto. Mamá exclamaba: ¡Alto y fuerte como un roble! Aunque nunca he visto uno, imagino que debe ser un árbol grandioso. Con sus gruesos brazos nos levantaba hasta el cielo y jugábamos por horas. Las niñas lo adoraban por sobre todas las cosas, estaban enamoradas de su risa y sus bromas, y se sabían la luz de su vida. A veces me pregunto si todo eso fue mentira. ¿Es posible que alguien sea capaz de fingir amor para darle gusto a otra persona?

    Es demasiado terrible creerlo. Aún me niego a aceptar que su cariño era falso, o que la felicidad fuera solo una apariencia.

    La verdad es que padre nunca nos miró como a mamá. Perderla es lo que lo quebró, el alto y fuerte roble no fue tan fuerte después de todo.

    Mamá era una belleza exótica, o eso escuché decir a padre muchas veces. Sus ojos verdes y grandes como aceitunas, sus labios llenos, las mejillas rosas. Ella me enseñó a leer y escribir, igual que a Polux y Alcor. También aprendimos a bailar, cocer y cocinar. Inventaba juegos en un parpadeo que nos entretenían por días; cocinaba los mejores postres y después la casa olía a azúcar y vainilla, mi aroma favorito. Pero lo primero que nos enseñó a todos, fue a rezar. Mamá creía en todo tipo de cosas, principalmente en Dios. Así que aprendí a creer en Él, a hablarle y pedirle por el bien de toda mi familia. Ella no usaba ningún artefacto, ni vestía de manera especial o necesitaba ir a otro lugar para hablar con Dios. Crecí creyendo que éramos afortunados, sin embargo, ese Dios es el mismo que permitió que sufriera por cuarenta y dos días, y nos dejó huérfanos de la noche a la mañana.

    Todos dejamos de rezar la noche en que la enterramos.

    Pasamos la primavera tocando la puerta de la habitación e intentando hablar con padre. Ni una sola vez respondió. Aun así, cantábamos a medio día cuando salíamos a jugar, dábamos vueltas hasta perder el suelo, lanzábamos lejos las botas y bailábamos sobre la tierra húmeda. La vida que teníamos se había esfumado en un instante, pero aún teníamos el Sol.

    El verano con sus colores nítidos, el final de las lluvias y el constante canturreo de los insectos, nos hicieron pensar que pronto todo volvería a la normalidad. La oportunidad de algo nuevo y emocionante aún se podía sentir en el aire.

    El calor ese verano es otra cosa que me será difícil olvidar. Aún en la casa llena de huecos entre una viga y otra, nos sofocábamos. Las gemelas y yo corríamos hacia el río apenas amanecía, soltando carcajadas y dando brincos de alegría entre flores de mil colores y un césped que llegaba hasta la cintura. Pasábamos todo el rato jugando e intentando atrapar peces. Creo que durante esos días olvidamos por completo lo que nos acongojaba, dejando atrás la angustia y las preguntas sobre padre. Reíamos todo el día.

    Pero había ocasiones en que las niñas se acostaban en el pasillo, con las mejillas sobre la tierra y las narices casi tocando la puerta, tratando de ver a padre a través del filo. Otras veces, mirábamos los dibujos de madre en las paredes y jugábamos a cerrar los ojos y describirlos con detalle. Casi no hablábamos de mamá, era demasiado doloroso, pero si nos fijábamos en los trazos sobre el papel, uno por uno, podíamos revivirla en nuestra memoria de forma segura.

    A pesar de odiar a Dios, en ocasiones me sorprendía pensando en Él, pidiéndole que nos devolviera a papá.

    Pero cuando conté doscientos días de su encierro, el deseo de verlo nuevamente se convirtió en algo completamente distinto.

    3

    El otoño entró casi sin darnos cuenta, y avanzó de puntillas sobre el valle y el bosque de pinos. Aún ahora las gemelas insisten en llevarle flores a madre cada mañana, y las acompaño pidiendo que no corran demasiado lejos, ni se quiten las botas a la mitad del camino porque hace frío. Las observo brincar sobre el césped, empujándose y riendo. Han perdido a su madre, pero a su corta edad de cuatro años parece ser un evento que no puede tocarlas, como si le hubiera sucedido a alguien más. Las primeras noches lloraron hasta quedarse dormidas, preguntando por ella: "¿Dónde vive ahora, Alnath? ¿Podemos visitarla?" Pronto dejaron de hacerlo; comenzaron a olvidar su rostro mucho antes de que muriera. Por una parte, creo que es lo mejor.

    Durante el camino pienso en mis hermanos, Polux y Alcor, que ahora se encargan de la pesca; salen antes que el Sol, y caminan sobre el sendero agreste hasta llegar al río, al sur de aquí, donde está el pequeño bote mohoso atado a un ciprés. Lo arrastran al agua con los ojos bien abiertos en la oscuridad. Dicen que a esa hora las cigarras no cantan. Una vez en el agua, reman hasta el Desembocadero, el punto donde el río se convierte en un lago tan amplio que pierde la orilla. Aún estamos lejos del mar, pero el río siempre ha sido un medio de sustento para la aldea. A veces hay más pescadores cuando llegan, pero a esa hora es difícil encontrarlos. Lanzan las redes al agua y jalan, una y otra vez, hasta que tienen suficiente para volver a tierra firme. Para ese momento la mañana está llena de neblina que se enreda en los tobillos, y mis hermanos se sientan cerca del sendero a devorar el desayuno. Llevan colgando del cinturón una hogaza de pan con mermelada, un trozo de queso, y un par de huevos duros. Dicen que es el mejor momento del día, todo tan callado que parece un dibujo, de esos que hay en los libros de mamá. Nada se mueve, el cielo es claro, el aire fresco. Después van a la aldea y ahí cortan, destripan y salan la mercancía para vendérsela a los comerciantes que viajan a las ciudades más cercanas. Pasan toda la tarde rodeados del hedor agudo del pescado, hasta que vuelven a casa con los hombros cansados, marcadas ojeras bajo los ojos, y el estómago vacío.

    – ¡Mira Alnath, mira! –grita Kari dando brincos cerca de una azucena azul–. ¿Podemos llevarla?

    –Es muy bonita –dice Ariel, ella no salta de emoción, pero sus ojos bien abiertos muestran maravilla.

    –Si la cortan morirá, pero aquí está viva por siempre.

    Kari suelta una carcajada, los rizos de su cabello se sacuden.

    – ¡Eso no es cierto! ¡Nadie vive para siempre! Llegará el invierno y la flor morirá, igual que mamá.

    –No, la flor descansará, y para la primavera la volveremos a ver en este mismo lugar – intento no hacer caso de la mención de mamá.

    – ¿Lo prometes? –Ariel me mira a través de sus largas pestañas, quiere creer que es cierto, quiere creer que algún día todas las cosas volverán a ser como antes.

    –Claro que si – extiendo mis brazos hacia ella y la envuelvo, siento su calor familiar, la fragilidad de su cuerpecito, y entonces los brazos tiernos de Kari me rodean el cuello, y pide que también la abrace.

    Estamos así un rato, hasta que la tristeza se va de nuevo como espuma del mar. Viene de esta forma, en momentos inesperados, borra sus sonrisas, las hace de nuevo temerosas, y aunque intento desesperadamente que sus penas se vayan, me siento con las manos atadas.

    Al final dejan un puñado de flores en la tumba improvisada, y juegan entre los primeros árboles del linde. Me siento sobre una raíz gruesa que asoma de la tierra como una joroba, y saco una manzana. Las niñas brincan de un lado al otro correteándose, sus risas llenan el bosque.

    Recuerdo cuando padre me trajo por primera vez, tenía la edad de las gemelas; me llevó entre senderos que desaparecían y caminos llenos de rocas. Era verano entonces, el bosque estaba lleno de ruidos y colores; me miró desde toda su altura, acomodó el arco sobre su hombro y sonrió. No recuerdo mucho de aquella vez, pero sé que fue un buen día.

    Sobre mi cabeza el cielo se nubla, entre mis dedos ya no quedan más que las semillas de la fruta, y las niñas están acuclilladas en un claro, cabeza contra cabeza, probablemente analizando insectos.

    –Es hora de irnos, pronto volverán Polux y Alcor.

    Se levantan desganadas.

    – ¿No podemos quedarnos un poco más? –pregunta Kari brincando raíces.

    – ¿No prefieren ayudarme con la cena?

    – ¿Habrá galletas, Alnath? –Ariel alza sus ojos grandes, las sombras del dosel de hojas acarician sus mejillas.

    –Estoy seguro de que queda alguna.

    – ¡Yo la quiero! –reclama Kari.

    – ¡No! ¡Yo la pedí primero! –responde su gemela, y se miran como fieras.

    –Basta –tomo sus manitas–. Si queda alguna, la dividirán. Ahora, vamos.

    4

    Fue el decimotercer día del encierro de papá, después de la muerte de mamá, que Polux nos juntó en la destartalada mesa de la cocina para decidir qué debíamos hacer. La comida estaba por agotarse, los libros y juguetes de las niñas regados por todas partes, y nadie se ponía de acuerdo para ir por agua al río. Así que se sentó ahí, nos miró uno a uno con sus profundos ojos de mar, y dejó que la luz que entraba por las ventanas revelara las decenas de cicatrices en su rostro, que la fiebre de otoño le había dejado desde muy pequeño. Por una parte (una parte que no decíamos en voz alta), más que por su rango de hermano mayor, eran aquellas cicatrices las que inspiraban respeto. Parecían pequeños cráteres, purpúreos y grises; la fiebre había succionado casi toda su vida y aún quedaban rezagos de su encuentro con la muerte en los prominentes pómulos y la línea oscura que marca sus ojos, haciéndolo ver mucho más adulto. Ese día aún tenía quince años.

    Dijo que no podíamos esperar que papá saliera a arreglarlo todo, era evidente que nuestra vida había cambiado. Polux dijo que él y Alcor, por ser los más grandes, se encargarían de la pesca y llevar la mercancía a los comerciantes. Inmediatamente salté sobre la silla, ¡yo también quería ir! Pero, si era así, dijo mi hermano negando con la cabeza, ¿quién cuidará de las niñas? Necesitamos que te quedes Alnath, necesitamos que veas por ellas y por la casa.

    Por supuesto, mi primera reacción fue de puro horror. ¡Yo quería pescar e ir a la aldea! ¡Yo quería hacer las cosas que hacía papá, no las que hacía mamá! Además, las niñas no me escuchaban, no podría controlarlas. Pero Polux acarició sus tiernas caritas de porcelana, besó la punta de sus pequeñas narices, y les pidió que me escucharan en todo y no me desobedecieran.

    Al principio fue difícil, no solo porque las niñas gritaban el día entero, y lloraban por madre y padre, por hambre o aburrimiento, sino que cada noche cuando los mayores volvían y dejaban en la mesa toda su ganancia, mis manos

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