RATZINGER, J., Introduccion Al Cristianismo, LA FE
RATZINGER, J., Introduccion Al Cristianismo, LA FE
RATZINGER, J., Introduccion Al Cristianismo, LA FE
AL CRISTIANISMO
Joseph Ratzinger
Joseph Ratzinger Introducción al cristianismo
INTRODUCCIÓN
YO CREO - AMEN.
1. LA FE EN EL MUNDO DE HOY:
Duda y fe: la situació n del hombre ante EL MUNDO DE HOY: el
problema de Dios.
Quien intente hoy dí a hablar del problema de la fe cristiana a los hombres que ni por vocación
ni por convicción se hallan dentro de la temática eclesial, notará al punto la ardua dificultad de tal
empresa. Probablemente tendrá en seguida la impresión de que su situación ha sido descrita con
bastante acierto en la conocida narración parabólica de Kierkegaard sobre el payaso de la aldea en
llamas, narración que Harvey Cox ha resumido brevemente en su libro La ciudad secular. El relato
cuenta cómo un circo de Dinamarca fue presa de las llamas. El director del circo envió a un payaso,
que ya estaba preparado para actuar, a la aldea vecina para pedir auxilio, ya que existí a el peligro de
que las llamas se extendiesen incluso hasta la aldea, arrastrando a su paso los campos secos y toda
la cosecha. El payaso corrió a la aldea y pidió a sus habitantes que fuesen con la mayor urgencia al
circo para extinguir el fuego. Pero los aldeanos creyeron que se trataba solamente de un excelente
truco ideado para que en gran número asistiesen a la función; aplaudieron y hasta lloraron de risa.
Pero al payaso le daban más ganas de llorar que de reí r. En vano trataba de persuadirlos y de
explicarles que no se trataba ni de un truco ni de una broma, que la cosa habí a que tomarla en serio
y que el circo estaba ardiendo realmente. Sus súplicas no hicieron sino aumentar las carcajadas;
creí an los aldeanos que habí a desempeñado su papel de maravilla, hasta que por fin las llamas
llegaron a la aldea. La ayuda llegó demasiado tarde, y tanto el circo como la aldea fueron
consumidos por las llamas.
Con esta narración ilustra Cox la situación de los teólogos modernos, y ve en el payaso, que
no puede conseguir que los hombres escuchen su mensaje, una imagen del teólogo a quien no se le
toma en serio si viste los atuendos de un payaso de la edad media o de cualquier otra época pasada.
Ya puede decir lo que quiera, lleva siempre la etiqueta del papel que desempeña. Y, aunque se
esfuerce por presentarse con toda seriedad, se sabe de antemano lo que es: un payaso. Se conoce lo
que dice y se sabe también que sus ideas no tienen nada que ver con la realidad. Se le puede
escuchar confiado, sin temor al peligro de tener que preocuparse seriamente por algo. Sin duda
alguna, en esta imagen puede contemplarse la situación en que se encuentra el pensamiento
teológico actual: en la agobiante imposibilidad de romper las formas fijas del pensamiento y del
lenguaje, y en la de hacer ver que la teologí a es algo sumamente serio en la vida de los hombres.
Pero quizá debamos sondear las conciencias de modo más radical. Quizá la irritante imagen
que hemos pintado, aun conteniendo parte de verdad y cosas que han de tenerse muy en cuenta,
simplifique las cosas, ya que da la impresión de que el payaso, es decir, el teólogo que todo lo sabe,
llega a nosotros con un mensaje bien definido. Los aldeanos a los que se dirige, es decir, los que no
creen, serí an, por el contrario, los que no saben nada, los que deben ser instruidos en todo. En ese
caso, el payaso tendrí a solamente que quitarse sus vestiduras y lavarse para que todo se arreglase.
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Pero ¿puede resolverse el problema tan fácilmente? ¿Basta que realicemos el aggiornamento, que
nos lavemos y que, vestidos de paisano, presentemos en lenguaje profano un cristianismo
arreligioso para que todo se arregle? ¿Es suficiente mudar espiritualmente los vestidos para que los
hombres vengan a ayudarnos a extinguir el fuego que, según predica el teólogo, existe y constituye
un peligro para nosotros?
Me atreverí a incluso a decir que de hecho la teologí a moderna, vestida de paisano y después
de quitarse todos sus pinturetes, alimenta como justa esta esperanza. Es cierto que quien quiera
predicar la fe a los hombres de hoy, pueda presentarse ante ellos con las vestiduras de un payaso, o
quizá como alguien que, salido de un sarcófago, pretende entrar en nuestro mundo de hoy con las
aspiraciones y formas de pensar de la antigüedad. Ni le entenderá el mundo de hoy ni lo entenderá
él. En verdad, quien quiere predicar la fe y al mismo tiempo se somete a autocrí tica, pronto se dará
cuenta de que no es una forma o crisis exterior lo que amenaza a la teologí a. Al querer llevar a cabo
la difí cil empresa de hablar teológicamente a los hombres de nuestro tiempo, quien tome la cosa en
serio se dará cuenta que no sólo la dificultad de la traducción, sino también de la vulnerabilidad de
su propia fe que, al querer creer, puede experimentar en sí misma el poder amenazador de la
incredulidad. Por eso quien hoy dí a quiera instruirse a sí mismo o a otros sobre la fe cristiana, debe
antes darse cuenta de que él no es el único que anda vestido y que sólo necesita mudarse para poder
después amaestrar con éxito a todos los demás. Por el contrario, debe hacerse a la idea de que su
situación no es tan diferente de la de los demás como él creyó al principio. Debe darse cuenta de
que en ambos grupos obran fuerzas semejantes, aunque de modo diverso.
En los creyentes existe ante todo la amenaza de la inseguridad que en el momento de la
impugnación muestra de repente y de modo insospechado la fragilidad de todo el edificio que antes
parecí a tan firme. Vamos a ilustrar esto con un par de ejemplos. Teresa de Lisieux, una santa al
parecer ingenua y sin problemas, creció en un ambiente de seguridad religiosa. Su existencia estuvo
siempre tan impregnada de la fe de la iglesia que el mundo de lo invisible se convirtió para ella en
un pedazo de su vida cotidiana, mejor dicho, se convirtió en su misma vida cotidiana, parecí a casi
palparlo y no podí a prescindir de él. La .religión. era para ella una evidente pretensión de su vida
diaria, formaba parte de su vivir cotidiano, lo mismo que nuestras costumbres son parte integrante
de nuestra vida. Pero precisamente ella, la que al parecer estaba escondida en completa seguridad,
en los últimos dí as de su pasión nos dejó escritas sus sorprendentes confesiones. Sus hermanas en
religión, escandalizadas, mitigaron las expresiones de su herencia literaria, pero hoy dí a han
aparecido en su forma original. En una de ellas dice así : .Me importunan las ideas de los
materialistas peores.. Su entendimiento se vio acosado por todos los argumentos que pueden
formularse en contra de la fe; parece haber pasado el sentimiento de la fe; se siente metida .en el
pellejo de los pecadores.2. Es decir, en un mundo que al parecer no tiene grietas, aparece ante los
ojos del hombre un abismo que le acecha con una serie de convenciones fundamentales fijas. En
esta situación uno ya no se plantea el problema de sobre qué hay que discutir .defender o negar la
asunción de Marí a, la confesión, etc.. Todo esto aparece como secundario. En realidad se trata de un
todo, o todo o nada. Esta es la única alternativa que dura. Y no se ve en ningún sitio un posible
clavo al que el hombre, al caer, pueda agarrarse. Sólo puede contemplarse la infinita profundidad de
la nada a la que el hombre mira.
Paul Claudel ha descrito esta situación del creyente en el preludio de su obra El zapato de
raso. El náufrago es un misionero jesuita, hermano del héroe Rodrigo, el caballero, el errante e
inconsciente aventurero entre Dios y el mundo. Los piratas habí an hundido la barca del misionero y
lo habí an atado a un madero que lo llevaba a merced de las olas del océano3. El drama comienza
con el último monólogo del jesuita:
Señor, os agradezco que me hayáis atado así . A veces he encontrado penosos vuestros
mandamientos. Mi voluntad, en presencia de vuestra regla, perpleja, reacia. Pero hoy no hay manera
de estar más apretado con vos que lo estoy, y por más que examine cada uno de mis miembros, no
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hay ni uno solo que de vos sea capaz de separarse. Verdad es que estoy atado a la cruz, pero la cruz
no está atada a soporte alguno. Flota en el mar4.
Clavado en la cruz, pero la cruz en el aire, sobre el abismo. No puede describirse con
precisión más incisiva la situación del creyente de hoy. Parece que lo único que le sujeta es un
madero desnudo situado sobre el abismo. Y parece que llega el momento de hundirse para siempre.
Un madero parece atarlo a Dios, pero, a decir verdad, le ata inevitablemente y él sabe que en último
término el madero es más fuerte que la nada, que está a sus pies, pero que sigue siendo el poder que
amenaza su existencia actual.
El cuadro presenta además otra dimensión más amplia que, a mi modo de ver, es la más
importante. El jesuita náufrago no está solo, en él se anuncia la suerte de su hermano, en él se
refleja el destino de su hermano, del hermano que él tiene por incrédulo, a quien Dios ha vuelto la
espalda porque no considera como algo propio la espera, sino .la posesión de lo que puede
alcanzarse, como si él pudiera ser de otro modo al que tú eres..
Observemos, aun sin querer seguir en todos sus pormenores la trama de la obra de Claudel,
cómo destinos, al parecer contrarios, se unen, hasta el punto de que, al fin, el destino de Rodrigo se
asemeja al de su hermano: al final el caballero se convierte en esclavo del barco y se regocija de que
una monja, vestida de harapos y con una herrumbrosa sartén en la mano, le tome consigo como
despreciable mercancí a.
Dejemos la imagen y volvamos a la situación de la que vení amos hablando: el creyente sólo
puede realizar su fe en el océano de la nada, de la impugnación y de lo problemático; el océano de
la inseguridad es el único lugar donde puede recibir su fe; pero no pensemos que el no creyente es
el que, sin problema alguno, carece de fe. Como hemos notado antes, el creyente no vive sin
problemática alguna, sino que siempre está amenazado por la caí da en la nada. Pero los destinos de
los hombres se entrelazan: tampoco el no-creyente vive dentro de una existencia cerrada en sí
misma, ya que incluso a aquel que se comporta como positivista puro, a aquel que ha vencido la
tentación e incitación de lo sobrenatural y que ahora vive una conciencia directa, siempre le
acuciará la misteriosa inseguridad de si el positivismo siempre tiene la última palabra. Como el
creyente se esfuerza siempre por no tragar el agua salada de la duda que el océano continuamente le
lleva a la boca, así el no creyente duda siempre de su incredulidad, de la real totalidad del mundo en
la que él cree. La separación de lo que él ha considerado y explicado como un todo, no le dejará
tranquilo. Siempre le acuciará la pregunta de si la fe no es lo real. De la misma manera que el
creyente se siente continuamente amenazado por la incredulidad, que es para él su más seria
tentación, así también la fe siempre será tentación para el no- creyente y amenaza para su mundo al
parecer cerrado para siempre. En una palabra: nadie puede sustraerse al dilema del ser humano.
Quien quiera escapar de la incertidumbre de la fe, caerá en la incertidumbre de la incredulidad que
no puede negar de manera definitiva que la fe sea la verdad. Sólo al rechazar la fe se da uno cuenta
de que es irrechazable.
Quizá sea oportuno traer a colación la historia judí a narrada por Martí n Buber; gráficamente
se describe en ella el dilema en que se encuentra el ser humano.
Un racionalista, un hombre muy entendido, fue un dí a a disputar con un Zaddik con la idea de
destruir sus viejas pruebas en favor de la verdad de su fe. Cuando entró en su aposento, lo vio
pasear por la habitación con un libro en las manos y sumido en profunda meditación. Ni siquiera se
dio cuenta de la llegada del forastero. Por fin, lo miró ligeramente y le dijo: .Quizá sea verdad.. El
entendido intentó en vano conservar la serenidad: el Zaddik le parecí a tan terrible, su frase le
pareció tan tremenda, que empezaron a temblarle las piernas. El rabí Levi Jizchak se volvió hacia
él, le miró fija y tranquilamente, y le dijo: .Amigo mí o, los grandes de la Tora, con los que has
disputado, se han prodigado en palabras; tú te has echado a reí r. Ni ellos ni yo podemos poner a
Dios y a su reino sobre el tapete de la mesa. Pero piensa en esto: .quizá sea verdad.. El racionalista
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movilizó todas sus fuerzas para contrarrestar el ataque; pero aquel .quizá., que de vez en cuando
retumbaba en sus oí dos, oponí a resistencia5.
Prescindamos del ropaje literario. Creo que en esa historia se describe con mucha precisión la
situación del hombre de hoy ante el problema de Dios. Nadie, ni siquiera el creyente, puede servir a
otro Dios y su reino en una bandeja. El que no cree puede sentirse seguro en su incredulidad, pero
siempre le atormenta la sospecha de que .quizá sea verdad.. El .quizá. es siempre tentación
ineludible a la que uno no puede sustraerse; al rechazarla, se da uno cuenta de que la fe no puede
rechazarse. Digámoslo de otro modo: tanto el creyente como el no creyente participan, cada uno a
su modo, en la duda y en la fe, siempre y cuando no se oculten a sí mismos y a la verdad de su ser.
Nadie puede sustraerse totalmente a la duda o a la fe. Para uno la fe estará presente a pesar de la
duda, para el otro mediante la duda o en forma de duda. Es ley fundamental del destino humano
encontrar lo decisivo de su existencia en la perpetua rivalidad entre la duda y la fe, entre la
impugnación y la certidumbre. La duda impide que ambos se encierren herméticamente en su yo y
tiende al mismo tiempo un puente que los comunica. Impide a ambos que se cierren en sí mismos:
al creyente lo acerca al que duda y al que duda lo lleva al creyente; para uno es participar en el
destino del no creyente; para el otro la duda es la forma en la que la fe, a pesar de todo, subsiste en
él como exigencia.
Lo que hemos dicho hasta ahora muestra que para describir la mutua relación entre la fe y la
incredulidad no basta la simple imagen del payaso incomprendido y de los aldeanos desaprensivos.
Pero lo que no ha de ponerse en tela de juicio es que da expresión a un problema especí fico de la fe,
ya que la cuestión fundamental que ha de resolver una introducción al cristianismo es qué significa
.yo creo., pronunciada por un ser humano. Pero esa cuestión aparece ante nuestros ojos rodeada de
un determinado contorno temporal. Dada nuestra conciencia histórica, que se ha convertido en una
parte de nuestra autoconciencia y de la comprensión fundamental de lo humano, la frase suena
necesariamente así : ¿qué es y que significa hoy la profesión de fe cristiana .yo creo., habida cuenta
de las condiciones de nuestra existencia actual y, en general, de la relación actual con lo real?
Esto nos lleva a un análisis del texto que será la médula de nuestras reflexiones: el .credo
apostólico. que es, ya desde su origen, .introducción al cristianismo. y sí ntesis de su contenido
esencial. El texto comienza sintomáticamente con las palabras .yo creo.... Por el momento
renunciamos al intento de explicarlo partiendo de su contenido material. Veremos antes qué
significa ese .yo creo. fundamental, encerrado en una fórmula fija, relacionado con un determinado
contenido y separado de un contexto cúltico. Ambos contextos .la época cúltica y un determinado
contenido. condicionan por otra parte el sentido de la palabra .creo., lo mismo que, a su vez, la
palabra .creo. arrastra tras sí y condiciona tanto el contenido posterior como el marco cúltico. Pero
dejemos estos problemas a un lado para preguntarnos más radicalmente y reflexionar sobre qué
actitud se nos pide al definir la existencia cristiana con la palabra .credo. y al definir .cosa en sí no
evidente. el núcleo de lo cristiano con la palabra .fe..
Sin darnos cuenta, suponemos que .religión. y .fe. son lo mismo y que todas las religiones
pueden definirse también como .fe.. Pero esto es sólo verdad en cierto sentido, ya que muy a
menudo otras religiones no se denominan así , y gravitan en torno a otros puntos. El Antiguo
Testamento, por ejemplo, considerado como un todo, no se ha definido a sí mismo como .fe., sino
como .ley.. Es, ante todo, una regla de vida en la que el acto de la fe adquiere cada vez mayor
importancia. La religio expresa principalmente, según la religiosidad romana, la suma de
determinados ritos y obligaciones. Para ella no es decisivo un acto de fe en lo sobrenatural. El
hombre puede con todo derecho olvidarse completamente de él, sin que por ello pueda decirse que
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