Dignos de descubrir el mundo
Por Victòria Molins
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dos ámbitos, con las que ha aprendido que a pesar de las enormes diferencias entre los distintos grupos sociales, todos los niños y los jóvenes son igualmente "dignos de descubrir el mundo" –así como aquel maestro de Camus consideraba a sus alumnos–.
A través de numerosos casos concretos, la autora demuestra que tanto en la escala social más alta como en la más baja cualquier persona es capaz de descubrir la riqueza de nuestro mundo, el exterior y el interior, si alguien —un buen maestro o profesor— sabe sacar lo mejor de ella.Y esto constituye para la autora la esencia misma de la educación.
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Dignos de descubrir el mundo - Victòria Molins
Dignos de descubrir el mundo
Experiencias educativas en entornos
privilegiados y vulnerables
Victòria Molins
Plataforma EditorialPrimera edición en esta colección: febrero de 2021
© Victòria Molins, 2021
© del prólogo, Gregorio Luri, 2021
© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2021
Plataforma Editorial
c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona
Tel.: (+34) 93 494 79 99
www.plataformaeditorial.com
ISBN: 978-84-18285-90-5
Diseño de cubierta y fotocomposición:
Grafime
Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).
Índice
Prólogo. Viqui Molins en su morada, de Gregorio Luri
Introducción
PARTE I. NOTA AUTOBIOGRÁFICA
1. «Quiero ser maestro»: una historia que marcó mi vida
Aquel niño con vocación educativa
Educación y enseñanza en el siglo XIX
Enrique de Ossó: una educación integral
2. «Lo primero que se aprende es lo último que se olvida»
3. «La verdad puede esperar porque es eterna»
PARTE II. ARRIBA Y ABAJO
1. Dos experiencias: la de los privilegiados y la de los olvidados
Educando con los de arriba
Educar con los olvidados
2. De la Rambla de Cataluña a las barracas de la postguerra: dos mundos por descubrir
3. Cuarenta rostros me miran
4. Abriendo ventanas al mundo que hay que descubrir
5. Reconocer talentos y darles salida
6. El mayor gozo del educador: que el discípulo le supere con el tiempo
7. Solo el amor puede educar
8. Educar y acompañar en situaciones límite
9. Y, en el acto supremo de la muerte, se igualan los dos mundos descubiertos a su debido tiempo
Epílogo. De La peste, de Albert Camus, a la pandemia del coronavirus
Después del confinamiento
No fue igual para todos
Prólogo.
Viqui Molins en su morada
I
Conocí a la teresiana Viqui Molins un atardecer luminoso de Sant Jordi, en la Rambla de Cataluña, donde coincidimos los dos con la pretensión de firmar libros en el puesto de una importante librería. A decir verdad, a ninguno de los dos se le agarrotó la mano demasiado. No teníamos nada que ver con las largas colas que se formaron ante un famoso televisivo que llegó al mismo tiempo que nosotros. Sin embargo, debo puntualizar que, aunque Viqui Molins no firmara mucho, sí se prodigó en dar abrazos, y las caras de las personas que venían a abrazarla, que no tenían pinta de dedicar mucho tiempo a la lectura, eran de una cordialidad espontánea, directa y sincera, mucho más que los rostros de quienes guardaban una fila apretada ante el famoso que no paraba de firmar. Enseguida me di cuenta de que esta mujer es una creadora de espacios o, mejor dicho, de ámbitos. Capaz de llevar con ella, como su aura, un ecosistema de honestidad de signo apacible, una generosidad sin abalorios que cautiva.
Como tuvimos tiempo para hablar, me atreví a preguntarle a qué se dedicaba porque, aunque, sabía que era monja, este es un oficio que adopta hoy las formas vocacionales más dispares. Me dijo, esbozando una sonrisa y con los ojos atravesados por un punto de ironía que era una invitación a la complicidad, que se dedicaba «al mal ladrón».
Por supuesto, caí en el lazo de su mirada (inteligente y, a la vez, conciliadora, que mueve a complicidades) y le pedí que me explicara lo que quería decir.
«Con el buen ladrón –me contestó– es fácil ser caritativo. Ha robado, sí, pero él lo sabe y algo le pesa en la conciencia. Cuando te pones a su lado, se deja ayudar y se presta a recomponerse moralmente. En cambio, el mal ladrón es aquel sujeto que aprovecha el momento en que le estás ayudando a vomitar para robarte la cartera».
Unas palabras como estas no se olvidan. Las he recordado en voz alta en las escasas ocasiones en que hemos vuelto a coincidir. Una vez, en un encuentro en la revista Valors; más tarde, durante la presentación de un libro de Julián Carrón, superior general de Comunión y Liberación, que tuvo lugar en el Ateneo de Barcelona; y la tercera, en una visita realizada al colegio de las teresianas de la calle Ganduxer, en Barcelona. Recuerdo especialmente cómo, en la presentación del libro de Carrón, yo era el defensor de Kant y del deber moral, mientras que Julián Carrón y Viqui Molins hablaban del rostro del hermano. A ambos les interesaba más el tú concreto del otro que la estricta ley moral; más las bienaventuranzas que los mandamientos. Seré sincero: ellos sabían de lo que hablaban mucho mejor que yo. Al fin y al cabo, a lo que nos invita Kant es a no ser morales fragmentariamente. Pero Viqui sabe algo más. Sabe que tan importante como cumplir un deber es la manera de cumplirlo, la generosidad, la cordialidad y la serenidad y alegría con que se lleva a cabo, porque hay una moralidad en el gesto que no cabe en ninguna norma ni tampoco en ningún hábito. Y esto es algo que ya advirtió santa Teresa de Jesús a sus monjas: «No está el negocio en tener hábito de religión o no, sino en procurar ejercitar las virtudes y rendir nuestra voluntad a la de Dios».
II
¿Quién es Viqui Molins?
Una respuesta corta, un mero esbozo, la describiría como una mujer que decidió descender de la parte alta de Barcelona a los barrios más humildes de la ciudad para intentar encontrar en los rostros de los pobres una figura de sí misma que pudiera aceptar con serenidad. En vez de desplazarse al tercer mundo, decidió residir vital y existencialmente en el cuarto, por así decir. El maestro Eckhart solía hacerles esta pregunta a sus monjes: «¿Para qué salimos?». Él mismo les daba la respuesta: «Para encontrar el camino de regreso a casa». Seamos o no creyentes, creo que podemos aceptar sin prevenciones que en esto consiste llevar una vida digna: en encontrar el camino de vuelta a casa, que es el de nuestro propio conocimiento. «Las inquietudes y los trabajos vienen de no entendernos», advirtió santa Teresa de Ávila.
La pobreza que llama a Victoria Molins es, por supuesto, la económica, pero también la sanitaria, la psicológica, y, sobre todo, la pobreza del más pobre, que es aquel que resulta invisible a los demás. Me da la sensación de que, para ella, el deber moral se podría reformular así: es preciso mirar a los ojos al pobre para hacerlo visible, porque la soledad comienza a quebrarse con la mirada compartida.
Sin duda, hay pobres más pobres que los de Barcelona, pero los de su ciudad la esperaban en casa y no quiso darles la espalda. Por eso está aquí, viviendo entre ellos en un piso humilde pero acogedor de la calle de la Cera, junto a otras monjas. Es, ciertamente, una morada sita un poco en la frontera –incluso en la frontera de la ortodoxia–, emplazada a la intemperie. Cuando cumplió los cincuenta años de monja, añadió a los tres votos de rigor (pobreza, obediencia y castidad) un cuarto: el de «vivir y morir» entre los pobres. Ha elegido el camino que conduce a casa, y la vida que lleva (la casa encontrada) recompensa su dedicación, poblando de buenos recuerdos su memoria y de realidades su esperanza. No predica, sino que ama, pues conoce, tal como santa Teresa de Jesús nos enseñó gracias a sus lecturas de san Agustín, que la verdadera morada de uno es el lugar en el que tiene puesto el corazón. Lope de Vega expresó así esta idea: «que donde se tiene amor, allí es la patria del alma». No cabe duda de que santa Teresa hubiera asentido a estas palabras.
Lo cierto es que pudimos visitar este piso del Raval de Barcelona en el que vive gracias a un programa de TV3, El convidat, dirigido por Albert Om, disponible para verlo en internet.
Viqui cree, intensamente, que la donación a los demás es una inversión muy rentable en el enriquecimiento personal. La lleva a cabo con una notable convicción y una alegría genuina que no le preocupa desvelar. En una Contra de La Vanguardia (del 25 de diciembre de 2013) confiesa con orgullo: «Amo a prostitutas, asesinos, violadores… Los visito en las cárceles. Han hecho algo terrible… y no por eso dejan de ser personas. No los juzgo: los amo». Quizás a alguno le escandalice esta confesión, pero es fielmente teresiana: «Para aprovechar mucho en este camino y subir a las Moradas que deseamos –escribió Santa Teresa en Las moradas– no está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho, y así, lo que más os despertare a amar, eso haced».
III
Hay algo que me interesa resaltar con un énfasis especial, porque me parece, al mismo tiempo, muy teresiano y muy propio de Viqui Molins: el esfuerzo por expresar con claridad la propia vivencia, por no quedarse para sí ni su gozo ni su dolor, el tesón por buscar la palabra precisa que nombre la experiencia y la creencia de que la verdad no necesita adornos retóricos.
Teresa de Ávila fue una mujer de armas tomar. Cuando tenía que enfadarse, se enfadaba; cuando debía ser diplomática, lo era; cuando precisaba fregar suelos, los fregaba… y cuando necesitaba reír, lo hacía. Una vez, estando en Ávila, recibió unos hábitos cuyas telas cobijaban una legión de molestos inquilinos. En lugar de perder el tiempo lamentándose, compuso una oración para rezarla con sus monjas que comenzaba así:
Pues nos dais vestido nuevo,
Rey celestial,
librad de la mala gente
este sayal.
Esta voluntad de no malgastar el tiempo en lamentaciones, en lamerse las propias heridas o compadeciéndose de uno mismo me parece que es uno de los principales legados de esta santa. Es también la que le hace exclamar en un pasaje de Las moradas, con la mayor espontaneidad imaginable, un «¡Válgame Dios en lo que me he metido!», que le sale del alma y que supone la constatación del reto que