Trabajo de Historia Empresarial

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De la época agrícola solo les queda el recuerdo.

No tienen agua potable, ni vías


pavimentadas, las casas en su mayoría son de barro y palos. La poca infraestructura y
oportunidades laborales en la zona dependen de las tres empresas mineras con las que
han tenido que negociar su reasentamiento. Este último fue ordenado por el Ministerio
de Ambiente desde el año 2010, tras concluir que la explotación de carbón afectaba a
esta población así como a las comunidades vecinas de Plan Bonito y Boquerón.

“Acá el Estado nos dejó solos”, repiten los campesinos, describiendo el reasentamiento
como un proceso que les arrebató la tranquilidad y los mantiene en vilo. Por eso en este
poblado a dos horas de Valledupar, la capital del Cesar, la comunidad cuida sus
palabras. Son pocos los que quieren hablar del asesinato de Aldemar Parra García,
ocurrido el 7 de enero de 2017, y de las amenazas que comenzaron en el 2014 contra
los líderes que participaban en las mesas de concertación con las empresas mineras. El
riesgo se intensificó en el 2016 cuando presentaron una acción de tutela por la demora
en el reasentamiento, al punto que la Defensoría del Pueblo -la entidad a cargo de velar
por los derechos humanos de los colombianos- incluyó sus nombres en el informe que
alertó sobre la vulnerabilidad de 80 líderes sociales de la región.

“El peligro es latente”

La situación no mejoró. “El peligro es latente”, afirma uno de los ocho líderes que
cuenta con un esquema de protección provisto por el Estado colombiano, quien pide no
revelar su nombre por temor. Durante los próximos cinco años la comunidad entrará en
un nuevo proceso: la implementación del llamado Plan de Acción de Reasentamiento
(PAR), un documento que les tomó seis años de negociación con las mineras y que
finalmente firmaron el 29 de noviembre de 2018. Para los líderes de Hatillo, lo

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fundamental es que los compromisos pactados en sus 700 páginas no queden en el
papel y, sobre todo, que existan garantías de seguridad para reconstruir sus vidas en
otro lugar.

El campo que nunca fue, José del Carmen Correa habla con nostalgia mientras camina
por las calles destartaladas y polvorientas de El Hatillo y evoca escenas de su infancia,
corriendo con libertad por ese campo verde que de un lado es un cráter y del otro, una
montaña de sedimentos que crece con la explotación del carbón. Es descendiente de
colonos que llegaron a esta zona en el siglo pasado para cultivar maíz, plátano,
algodón, sin que les preocupara si tenían o no títulos de propiedad sobre la tierra. Por
tratarse de baldíos o tierras de la Nación tenían derecho a pedirlas en adjudicación tras
algunos años de trabajo, pero los campesinos vivían entonces tranquilos cultivando su
alimento, criando animales y pescando en el río Calenturitas.

Ese paisaje agrícola cambió a finales de la década de los 80, cuando el Gobierno
colombiano concesionó gran parte de las tierras para la minería y comenzó el auge de
la palma africana de aceite. Hoy El Hatillo está rodeada no solo por la mina que lleva
ese nombre, sino por otras cuatro más: las de Calenturitas, La Francia, El Descanso y
Pribbenow-La Loma. Su explotación ha convertido al centro del Cesar en la primera
región con mayor producción de carbón en Colombia, con exportaciones principalmente
a Turquía, Corea del Sur, Brasil, Israel, Chile, Estados Unidos, España, Polonia, Puerto
Rico y Portugal, según datos del Ministerio de Minas y Energía. La primera de ellas la
opera Prodeco, filial de la multinacional anglo-suiza Glencore Xstrata. La segunda es
propiedad de Colombia Natural Resources (CNR), que pertenecía al banco de inversión
Goldman Sachs y fue vendido al Murray Energy Group en el 2015. Y las dos últimas

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son de la minera estadounidense Drummond. La mina homónima de El Hatillo ha rotado
por varios dueños: la Empresa Promotora y Explotadora de Carbón del Cesar y La
Guajira (Emcarbón), Carbones del Caribe (hoy Sator, del Grupo Argos), la brasileña
Vale Do Rio Doce y luego CNR. Al igual que la mina La Francia, la mina El Hatillo fue
comprada por Murray Energy Group en el 2015, pero siguió operando bajo el nombre
de CNR

HECHOS DE VIOLENCIA DESARROLLO MINERO.

Su único vecino no minero es Palmagro S.A., antes llamado Palmeras de Alamosa


Ltda, que desde 1991 opera en un predio aledaño una planta extractora para procesar
el fruto de la palma de aceite usado en industrias como la cosmética y alimenticia.
Para los pobladores, la minería y la agroindustria han sido las responsables no solo de
los cambios en el uso del suelo, sino también de la contaminación del aire y los cuerpos
de agua que los ha acompañado. Ya no hay cómo alimentarse de los cultivos porque,
cuentan, la tierra se volvió infértil. Tampoco pueden cazar zainos, loches, venados,
conejos, armadillos, chigüiros o ñeques, ni pescar bagres, bocachicos, comelones ni
barbudos. Desaparecieron todos. El cañito de Piedra y los manantiales cercanos se
secaron, y el río Calenturitas fue desviado, con autorización del Ministerio de Ambiente,
para favorecer a la industria del carbón.

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“Era una comunidad cien por ciento campesina. Con la llegada de la minería pues todo
cambió”

“La vocación de la vereda era la pesquería y la cacería y se trabajaba en las fincas


aledañas que se dedicaban al ganado. Era una comunidad cien por ciento campesina.
Con la llegada de la minería pues todo cambió”, dice Deiby Rojas, tesorera de la Junta
de Acción Comunal local. Con estos cambios también comenzaron los problemas de
salud. Miriam Jaimes, conciliadora de la junta local, explica que se han vuelto
constantes las infecciones respiratorias en niños y adultos mayores, y una peste que
ataca a los pocos animales de corral que pueden criar. “Hay mucha contaminación y
han salido muchas enfermedades en los pulmones. A los animales también, a los
cerdos les da una peste y se mueren; a las gallinas, lo mismo”, apunta.

La larga espera

Esa contaminación de la que hablan los campesinos es el origen de sus luchas El


Hatillo está a 10 minutos en motocarro de La Loma, el corregimiento más grande de El
Paso. Este municipio hace parte del Distrito Minero de La Jagua, que integra además a
Becerril, Agustín Codazzi, Chimichagua, Chiriguaná, Curumaní y La Jagua de Ibirico, y
que, según datos de la Agencia Nacional de Minería, produjo 3.025.662 toneladas de
carbón en 2018. Aunque la mina de El Hatillo fue concesionada en 1997 y, según
recuerdan los pobladores, comenzó a operar en 2007, solo hasta 2010 el Gobierno
reconoció que su explotación y el de las minas circundantes afectaba a la población
rural.

Así fue como en mayo de 2010, el Ministerio de Ambiente concluyó –al final del
gobierno del presidente Álvaro Uribe- que el incremento en las emisiones de material
particulado, que resulta de la minería de carbón, “ha generado graves afectaciones a la
salud y a la calidad de vida de los habitantes de los centros poblados ubicados en la
zona de influencia de los proyectos mineros”. Junto con ese diagnóstico venía una
orden a las empresas mineras Prodeco, CNR, Drummond y Vale Coal de reasentar de
inmediato a las poblaciones de Plan Bonito, Boquerón y El Hatillo (Lea Resolución 0970
del 20 de mayo de 2010).

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Las mineras apelaron la decisión y en una nueva resolución del 5 de agosto del mismo
año el Ministerio reiteró su orden perentoria, atribuyendo a cada minera porcentajes
precisos de responsabilidad en el reasentamiento de las tres comunidades. Según la
decisión del Gobierno, las empresas debían financiar el proceso y contratar un operador
para formular y luego ejecutar un Plan de Acción de Reasentamiento (PAR), que
incluyese un diagnóstico de la población, un análisis regional y unas propuestas para el
reasentamiento, además de una interventoría que vigilara el proceso. El plazo para
terminar el reasentamiento era de dos años, que vencieron en septiembre de 2012 Sin
embargo, eso no ocurrió.

La Secretaría de Salud de la Gobernación del Cesar alertó sobre el agua “no apta para
consumo humano” de El Hatillo
En El Hatillo, los campesinos relatan que las empresas se demoraron en acatar las
órdenes del Ministerio y en garantizar la participación de los habitantes. La ONG
Pensamiento y Acción Social (PAS), que acompañó jurídicamente a la
comunidad, documentó que en marzo de 2011 el Ministerio impuso una medida
preventiva de amonestación escrita a las empresas por no haber contratado al
operador. Un mes después, la Secretaría de Salud de la Gobernación del Cesar alertó
sobre el agua “no apta para consumo humano” de El Hatillo y sobre la prevalencia de
enfermedades respiratorias, de piel y oculares en el 51,48 por ciento de la población
local.

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Tras la amonestación, las empresas mineras contrataron a mediados de 2011 al Fondo
Nacional de Desarrollo (Fonade) del Gobierno central como operador del plan y a la
Corporación para Estudios Interdisciplinarios y Asesoría Técnica (Cetec), una
organización sin ánimo de lucro de Cali, como interventora. En el Hatillo, la comunidad
decidió organizarse para comenzar a negociar el llamado Plan de Acción
Reasentamiento (PAR), de manera que en abril de 2012 crearon un Comité de
Concertación.

UNA ANGUSTIA PERMANENTE

Para los hatillanos, el anuncio de la negociación del reasentamiento coincidió con el


inicio de la intranquilidad. Cuando la noticia de la concertación con las mineras corrió,
cuentan los pobladores, llegaron a El Hatillo personas de afuera a comprar pequeños
lotes en el poblado que les permitirían beneficiarse de las compensaciones que
tendrían que hacer las empresas mineras. “Aparecieron 180 solares nuevos”, coinciden
los campesinos.

LUEGO, VINIERON LAS AMENAZAS.

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En junio de 2014, el entonces gerente de la Cooperativa de Trabajadores Multiactivos
de la Vereda El Hatillo recibió varias llamadas telefónicas amenazantes. En septiembre
del mismo año aparecieron panfletos amenazando a los líderes de la comunidad por la
demora en el proceso de reasentamiento. En diciembre, se reanudaron las llamadas al
gerente de la cooperativa, instándolo a retirarse de la negociación.

Durante 2015 esas llamadas se extendieron a otros miembros de la junta de acción


comunal y del Comité de Concertación, que participaban en las reuniones del plan de
reasentamiento. A esto se sumaron los mensajes de texto y los seguimientos por parte
de desconocidos en moto, situaciones que llevaron a la comunidad a instalar alarmas
en las casas de los líderes. “Este proceso tuvo muchos ojos encima y las amenazas
vinieron alrededor de que somos dos grupos: residentes y no residentes. Entonces
cuando peleábamos por el proceso de residentes, no peleábamos por el proceso de los
no residentes. Se sentía mucho miedo por la presión que teníamos de parte de ellos,
era una presión constante”, recuerda uno de los integrantes del Comité. Quienes
participaron en la negociación aseguran que los años más críticos fueron los últimos
tres. Sentían angustia cada vez que se sentaban en la mesa, cuentan varios miembros
del Comité. La demora en firmar no era un capricho personal, explican, sino que para
ellos primaba la importancia de lograr acuerdos sobre temas fundamentales para la
comunidad como el acceso a tierras, vivienda y proyectos productivos. Entre tanto,
otros atrasos se debieron a que las empresas mineras cambiaron varias veces de
aliados locales. Para 2015 el contrato de ejecución había pasado de Fonade a rePlan y
por último a Socya, una institución privada sin ánimo de lucro. El de interventoría pasó
de Cetec a Environmental Resources Management (ERM), una empresa de consultoría
ambiental.

Los locales exigían el cumplimiento de sus derechos a la vida, la vivienda digna, la


salud, el territorio y la alimentación campesina, haciendo énfasis en el riesgo que
sufrían los líderes en ese momento.
En julio de 2016, hombres que se movilizaban en moto y con los rostros cubiertos
continuaron merodeando las casas de los líderes, quienes siguieron recibiendo
mensajes de texto con amenazas de muerte y señalamientos de estar retrasando el
proceso de reasentamiento. Las intimidaciones se recrudecieron después de que, en
noviembre de ese año, la comunidad del Hatillo interpuso una acción de tutela contra
Drummond, Prodeco y CNR, las tres empresas que quedaron a cargo del
reasentamiento después de que Vale Coal vendió la mina El Hatillo a CNR.

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En su tutela, los locales exigían el cumplimiento de sus derechos a la vida, la vivienda
digna, la salud, el territorio y la alimentación campesina, haciendo énfasis en el riesgo
que sufrían los líderes en ese momento. “En la actualidad, 11 líderes y lideresas del
proceso de reasentamiento han sufrido amenazas contra su integridad y su vida y las
de sus grupos familiares. Todo lo anterior en consecuencia de su actividad como
representantes de los Comités de Concertación y Transición en el proceso de
reasentamiento de la vereda El Hatillo”, señalaron en su acción jurídica.

Ese final de 2016 fue una pesadilla para los líderes. En las noches comenzaron a ver
hombres armados y vestidos de negro, con botas de caucho y pasamontañas, que
rondaban por las calles y cerca de sus casas. Continuaron las llamadas a los miembros
del Comité, incluido al único integrante que hasta entonces no había recibido
amenazas.

Lo que exacerbó el miedo de la comunidad fue el asesinato de Aldemar Parra García, el


7 de enero de 2017, en la vía que comunica hacia el corregimiento de La Loma. Un par
de sicarios que se movilizaba en una moto de color rojo, sin placas y de marca
Discover, le disparó cuatro veces.

Aldemar, de 31 años, no había recibido amenazas, pero su liderazgo era reconocido


por la comunidad.
Amigos y familiares cuentan que Aldemar, de 31 años, no había recibido amenazas,
pero su liderazgo era reconocido por la comunidad. Aunque no hacía parte del Comité
de Concertación, desde el liderazgo comunitario impulsaba la mesa de empleo,
exigiéndole a las empresas mineras que operan en el territorio oportunidades laborales
para los hatillanos. La comunidad cuenta que Aldemar era sindicalista, había trabajado
como analista de carbón para CNR y buscaba un acuerdo económico con esa empresa.
Según explican, una gran parte de los antiguos trabajadores de CNR fue despedida en
2015, cuando la compañía fue comprada por Murray Enery Corp. Pero Parra no quiso
firmar la liquidación, argumentando que el trabajo había tenido efectos en su salud y
exigiendo una indemnización justa por ello.

Parra insistía en la necesidad de generar empleo para la comunidad


Su esposa Leanis Suárez explica que, mientras llegaba a un acuerdo económico con la
empresa, Aldemar había decidido sacar adelante la Asociación Apícola del Cesar
(Asograve), una iniciativa que se gestó en los cursos sobre proyectos productivos
ofrecidos por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (Pnud). Parra

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insistía en la necesidad de generar empleo para la comunidad. “A él le gustaba mucho
trabajar en ese proyecto. En diciembre sacaron una buena cantidad de miel, 17
pimpinas, de la cual, sacando cuentas, él decía que les iba bien, porque a una pimpina
le estaban sacando casi un millón de pesos”, dice Suárez.

Al preguntar a CNR sobre cuál era la situación laboral de Parra, la empresa respondió -
por intermedio del Equipo Técnico de Reasentamiento de las empresas mineras- que
era empleado de la compañía y estaba afiliado a un sindicato de la industria minera. “Al
momento de su muerte, llevaba varios años sin trabajar en la mina debido a
recomendación médica, aunque se mantenía su contratación vigente. No existía una
demanda laboral contra la empresa”, señala.

Las empresas consideran que Aldemar no representó un liderazgo en el proceso de


reasentamiento.

“Desde el Equipo Técnico de Reasentamiento y las Empresas Mineras no se evidenció


una participación activa del señor Aldemar García en el proceso de reasentamiento,
salvo por su involucramiento en el proyecto apícola desarrollado con el Pnud. Por tal
motivo, no se podría asegurar que fue un líder en el proceso y no podemos asegurar
que su muerte pueda ser atribuible de manera directa o indirecta al proceso de
reasentamiento, teniendo en cuenta que su caso aún se encuentra en investigación”,
señalaron las empresas en una respuesta conjunta el 22 de marzo, después de
consultarles sobre la situación laboral de Aldemar y sus acciones sobre la situación de
riesgo de los líderes de la comunidad.

“Hubo tanta presión que algunos compañeros se retiraron”


En El Hatillo solo hay preguntas sobre ese crimen y sobre las amenazas que arreciaron
durante todo el 2017 y el 2018, hasta que en noviembre pasado lograron firmar el PAR.

“Las presiones eran muchísimas, uno lloraba. Estábamos en una reunión para
prepararnos, antes de llegar a la mesa, para defenderse ante las empresas porque la
negociación era empresa-comunidad, cuando nos llamaban y nos decían que nos iban
a picar los hijos, que sabían dónde estudiaban. Hubo tanta presión que algunos
compañeros se retiraron”, cuenta un líder.

“Ya no nos querían recibir las denuncias en la Fiscalía de Chiriguaná ni en Bosconia”

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Los miembros del Comité de Concertación concuerdan en que ese periodo fue el más
tenso porque en él se abordaron los aspectos más estructurales del reasentamiento,
como el de acceso a tierras, vivienda y proyectos productivos. Varios reconocen que las
empresas dispusieron transporte y presencia del Ejército para garantizar su movilidad
segura hasta las mesas de reunión. Sin embargo, las autoridades no investigaron
quiénes eran los autores de las amenazas ni los hostigamientos y –según cuenta uno
de los líderes- “ya no nos querían recibir las denuncias en la Fiscalía de Chiriguaná ni
en Bosconia”, dos municipios vecinos en el Cesar.

Tras más de 200 mesas de trabajo y de una negociación sobre 151 puntos, el 29 de
noviembre de 2018 la comunidad y las empresas mineras firmaron el PAR. Después de
seis años de negociación, ocho de los once líderes del Comité de Concertación
recibieron medidas de protección por las amenazas. Varios creen que la angustia y la
presión de tantos años tuvo efectos sobre la salud de los líderes Alberto Mejía y Alfonso
Martínez, quienes fallecieron por enfermedad durante ese período. Otros decidieron
desplazarse a otras ciudades por temor, agotamiento y la incertidumbre sobre las
garantías de seguridad de los próximos años.

Del plan de papel al reasentamiento real

Para los hatillanos, en noviembre pasado comenzó un nuevo proceso que no está
exento de nuevos riesgos.

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De las 191 familias que integran originalmente la comunidad, ya 111 habían expresado
participar del reasentamiento colectivo, lo que significa que las empresas mineras
deben construirles un nuevo centro poblado en otro lugar. El predio donde proyectan
ese reasentamiento se llama Mata de Palma, tendrá 400 hectáreas, está ubicado en el
vecino corregimiento de Potrerillo y actualmente está en proceso de compra. Además
de las viviendas, la infraestructura vial y el acceso a servicios públicos, cada familia
deberá recibir un proyecto productivo.

“El riesgo sigue porque ahora es exigir que nos cumplan”


A las otras 80 familias que han manifestado su preferencia por un reasentamiento
individual, las empresas deberán garantizarles la compra de una vivienda en el lugar
donde quieren reconstruir sus vidas y un proyecto productivo.

“El riesgo sigue porque ahora es exigir que nos cumplan”, repiten varios miembros del
Comité.

Según el PAR, las empresas tendrán un plazo de cinco años en el ahora llamado Plan
de Transición, por lo que la comunidad espera que esta vez sí tenga acompañamiento
del Estado.

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“El Plan de Transición nos preocupa, porque el traslado significa que en realidad debe
mejorar la calidad de vida de la comunidad”, dice Jesualdo Vega, secretario de la Junta
de Acción Comunal.

Aunque la negociación entre la comunidad y las empresas comenzó en 2012, el


Ministerio de Minas y Energía reconoce que desde febrero de 2017 viene acompañando
las mesas de concertación del PAR y que “mantiene su compromiso de acompañar el
proceso en su fase de implementación”. Sin embargo, en respuesta a una solicitud de
información el Ministerio aclara que, como el reasentamiento es producto de
resoluciones del Ministerio de Ambiente, “corresponde a las autoridades ambientales
exigir el cumplimiento de lo acordado en el Plan de Reasentamiento y derivados del
proceso de licenciamiento”.

Desde el 4 de marzo solicitamos información de forma verbal y por escrito al Ministerio


de Ambiente y Desarrollo Sostenible sobre su compromiso en acompañar a la
comunidad de El Hatillo en la implementación del PAR y en exigir cumplimiento a las
empresas mineras sobre los acuerdos. Sin embargo, al cierre de la historia no hemos
recibido respuesta de la institución.

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“El Plan de Transición nos preocupa, porque el traslado significa que en realidad debe
mejorar la calidad de vida de la comunidad”

Jesualdo Vega
Sobre la situación de riesgo de los líderes sociales, el Ministerio de Minas y Energía
indica que formuló una política de Derechos Humanos del Sector Minero-Energético y
que en la actualidad desarrolla planes de acción para su implementación. También que
participa del Grupo de Trabajo de Derechos Humanos y Carbón, que firmó una
declaración conjunta de rechazo a las amenazas a la vida e integridad de las personas,
con el apoyo de las organizaciones de la sociedad civil como el Centro Regional de
Empresas y Emprendimientos Responsables (CREER-IHRB) y la Fundación Ideas para
la Paz.

El Grupo está integrado por la Consejería de Derechos Humanos, el Ministerio de


Minas, la Agencia Nacional de Minería y las empresas Cerrejón, Drummond, Prodeco y
CNR, que trabajan en la formulación de un “Procedimiento para la activación de ruta
para la protección de la vida e integridad personal de grupos de interés”.

Al preguntar a Drummond, Prodeco y CNR sobre las acciones que tomaron para
responder las situaciones de amenaza o riesgo de los líderes de El Hatillo, explicaron
que sugirieron a los afectados presentar las denuncias, en varios casos los
acompañaron a instaurarlas y desarrollaron talleres en competencias de seguridad,
dirigidas a los representantes de la comunidad, con el Programa de Desarrollo y Paz
del Cesar.

“Igualmente, se contó con la participación de entidades como Ejército Nacional, Policía


Nacional y la Unidad Nacional de Protección (UNP), quienes intensificaron sus
unidades en la zona para acercar y brindar una mayor protección a la población de El
Hatillo. Así mismo, en cada una de las ocasiones en donde era demostrable la
amenaza a los representantes o miembros de la Junta de Acción Comunal, las
Empresas Mineras enviaron comunicados de prensa, rechazando los hechos”,
respondieron las tres empresas en un documento conjunto, que lleva sus tres logos y a
nombre del Equipo Técnico de Reasentamientos liderado por José Link.

Frente a las garantías de seguridad ahora en el proceso de transición, las tres


empresas mineras señalan que la fortaleza del proceso pactado en 2018 es que

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involucra al menos dos Ministerios y tres agencias del Gobierno central, además de la
Defensoría del Pueblo y los gobiernos regional y local. “Algunos de estos actores
seguirán presentes durante el proceso de traslado y posterior acompañamiento de la
comunidad en su sitio de reasentamiento”, afirman.

Sin embargo, subrayan que -a su juicio- el nivel de riesgo de las comunidades no ha


aumentado, sino disminuido. “Cabe indicar que el riesgo que pueden vivir las familias
de El Hatillo en el período de transición probablemente no será mayor al que han vivido
hasta ahora, pues los riesgos están relacionados con la situación de falta de seguridad
que vive la región y el país, por múltiples causas”, señalan, añadiendo que han
propiciado reuniones de la comunidad con la Consejería de Seguridad del presidente
Iván Duque, la Unidad Nacional de Protección (UNP) y las policías locales.

“Los riesgos están relacionados con la situación de falta de seguridad que vive la región
y el país, por múltiples causas”.

En El Hatillo han sido las empresas mineras las que han fungido como Estado y la
incertidumbre se debe a que una vez firmado el PAR, por ejemplo, al pueblo no
volvieron el profesor de educación física ni la enfermera. Ambos eran pagados por las
compañías.

A marzo de 2019 ya se habían realizado tres mesas para comenzar el proceso de


transición. Con incertidumbre, esperan que existan condiciones de seguridad para
lograr el reasentamiento, que las becas de estudio universitario, técnico y tecnológico
acordadas con las empresas mineras les permitan tener los primeros profesionales
durante los siguientes 11 años y, sobre todo, que su lucha por no respirar carbón haya
valido la pena.

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