Paseantes Por La Calzada de Guadalupe

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Paseantes por la Calzada de

Guadalupe

Relatos

Segunda edición, aumentada, 2018

Miguel Ángel Izquierdo Sánchez


Paseantes por la Calzada de Guadalupe. Relatos.

Autor: Miguel Ángel Izquierdo Sánchez

Segunda edición, aumentada, 2018

Revisión editorial de Máximo Cerdio y Valentina Quaresma.

D.R. Los derechos de la obra están reservados por el autor.

Dedicatoria.
A mis padres: Guadalupe Sánchez y Jorge C. Izquierdo (+), como a mis
hermanos, amigos y vecinos de la Colonia Niños Héroes del Barrio de San
Miguelito, en SLP.
Agradezco también a los varios grupos potosinos que se dedican a la historia
de nuestro Estado y que colectan y difunden preciosas imágenes de su pasado
y presente, enriqueciendo nuestra identidad.

Se agradecerán sus comentarios al correo: [email protected]

2
Tabla de contenido
Introducción .............................................................................................................................. 4
Al salir de la cárcel ..................................................................................................................... 7
Asilados ..................................................................................................................................... 9
El bien y el mal ........................................................................................................................ 11
Cercanías ................................................................................................................................. 12
Sangre de mi sangre ................................................................................................................ 14
Cantemos al amor de los amores ............................................................................................ 17
Novilleros y toreros ................................................................................................................. 20
Unos lindos vecinos ................................................................................................................. 23
El Señor Lupe ........................................................................................................................... 25
El Negro Morales ..................................................................................................................... 27
El Señor Hambre...................................................................................................................... 33
Jando ....................................................................................................................................... 35
Las agallas del Coronel ............................................................................................................ 38
Cuando yo era un eco.............................................................................................................. 40
El hombre–mosca.................................................................................................................... 44
Calzada de Guadalupe ............................................................................................................. 48
De cómo se aprende en el campo ........................................................................................... 50
El trotador de la Calzada de Guadalupe .................................................................................. 53
Capítulo Dos ................................................................................................................................ 58
Yo ya fumaba… ........................................................................................................................ 59
La puerca ................................................................................................................................. 62
Caballo alazán tostado ............................................................................................................ 68
El artilugio de Juan .................................................................................................................. 76
Los esposos de película ........................................................................................................... 78
Aguaceros ................................................................................................................................ 81
Colonia Niños Héroes .............................................................................................................. 84
Cachimba ................................................................................................................................. 87
El enigma ................................................................................................................................. 89
La Gringa.................................................................................................................................. 97
Vocación ................................................................................................................................ 101

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Introducción

Caminar “a sus anchas”, es la vocación de toda persona paseante, libre de


peligros, con amplio espacio y abiertos horizontes, para disfrutar el bendito arte
de andar al paso, sin prisas, por el mero gusto de sentir el cuerpo, el sol, el
aire, y regodearse con la vista y demás sentidos. Eso es consustancial a
pasear por la Calzada de Guadalupe de la ciudad de San Luis Potosí, que une
a la actual Basílica de la Virgen de Guadalupe con el Jardín Colón y se
prolonga hasta la Plaza de Armas, mediante la calle Ignacio Zaragoza.
El rosado andador central de la Calzada, bordeado aquí y allá por sólidas
bancas de cantera, con faroles al centro y flanqueado por arboladas jardineras,
ha sido por más de un siglo, traspatio y jardín de vecinos, delicia de criaturas
que aprenden a domar triciclos, patines, bicicletas y ahora patinetas; espacio
de coqueteo y ardientes amores para jóvenes y adultos; ruta para el trabajo y
lugar de venta de puesteras y ambulantes, además de solaz de vacacionistas y
vagabundos.
Por ambos lados de la Calzada, antiguas casonas de adobe la engalanan con
fachadas de canteras finamente labradas. Detrás de ellas, aún se encuentran
corrales con plantas de vid y árboles de higo y breva, limas y limones. Sus
ventanas y cornisas, con sus herrajes, son parte rica del paisaje urbano,
característico de esta Calzada, que perviven en la memoria de sus visitantes.
La fronda de variedades de árboles, entre ellos pinos y pirules, fresnos y
palmeras, que pueblan sus jardineras, son hábitat y mantenimiento de aves
canoras, locales y migrantes, además de brindar la sombra buscada por los
caminantes.
Sus dos nombres revelan etapas encontradas de la historia del país y de San
Luis: Avenida Juárez para los liberales, Calzada de Guadalupe para los
conservadores y para quienes defienden su denominación original. La propia
Basílica fue durante la intervención francesa cuartel de sus ejércitos. Sus
mayores construcciones hablan también de un sostenido afán de dotar a la
ciudad de importantes servicios públicos: los Cuarteles de dos batallones del
Ejército, un cementerio para leprosos, el Rancho del Charro, varios hospitales,
4
una cárcel (ahora Centro de las Artes), varios jardines infantiles, un orfanatorio,
un asilo de ancianos. Junto con esas obras, están las históricas Cajas de Agua
y la fuente “La Conchita”, emblemáticos elementos arquitectónicos del sistema
de alimentación de agua para la ciudad, proveniente de la Cañada de Lobos, al
sur de la capital.
La Calzada sigue siendo a finales de cada año, curso de hombres y mujeres
que pagan una manda a la Virgen de Guadalupe, quienes arrodillados,
transitan por sus ásperas baldosas el kilómetro que va desde el Jardín Colón
hasta llegar exhaustos y sangrantes a la Basílica. Peregrinos de esa y de otras
ciudades la adornan a su paso con cantos, veladoras y estandartes, saturando
su andador entre los meses de octubre y diciembre. También ha sido en
décadas pasadas, paso alegre de infantes que van en el mes de mayo a
“ofrecer flores” al altar de la Virgen María.
Sea por motivos civiles como religiosos, y por necesidades inmediatas,
millones de potosinos y visitantes, han hecho de una caminata por esta
Calzada, experiencia recordable que siempre se antoja repetir, para apropiarse
de la ciudad y de sus pobladores, para saborear sus ambientes y vistas, para
deleitarse con el encuentro entre iguales con los otros, sus vecinos de mundo y
de espacio vital, paseantes por vocación.
Habitantes de esta Calzada y de sus alrededores, son sujetos de estos relatos,
mujeres y hombres. Aquí hacen presencia los ecos de sus voces, que cuentan
amores y desamores, aventuras y travesuras de antaño, y que aún se
escuchan por sus casonas, patios, jardines interiores y corrales. Estos relatos
dan cuenta de mi experiencia infantil en el rumbo, como la de algunos parientes
y amigos, que afloran continuamente en mis sueños.

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Capítulo I

Habitantes y paseantes de la Calzada

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Al salir de la cárcel

Martes y jueves por la tarde–noche, daba clases gratuitas de danza a las

reclusas interesadas. Para llegar a la cárcel caminaba por la Calzada unas

cuantas cuadras desde mi casa y lo mismo de regreso, ya de noche, con la

satisfacción de ayudar en algo a aquellas mujeres.

Me complacía especialmente ver sus sonrisas y reconocer en ellas la

posibilidad de expresarse con sus cuerpos, a pesar de las rutinas carcelarias y

de su pasado lleno de obligaciones familiares, supuestamente femeninas, que

negaban sus cuerpos. Lo sórdido de sus relatos, se matizaba con las bromas

mutuas, y con los sueños que abrigaban para sus hijos, externos y lejanos. De

alguna manera, se liberaban danzando.

Aquella noche también salí feliz de la sesión, de prisa, poniéndome una falda

sobre la malla negra. No necesité el suéter, la noche conservaba el calor de la

tarde. Salí deseando buenas noches a los guardias del portón principal,

mientras los silbatos de los centinelas cruzaban sus avisos de alerta desde las

atalayas.

Caminé firmemente sobre la Calzada. Pronto escuché pasos que me seguían,

de alguien que debió estar escondido entre los pinos. Apreté el paso para

asegurarme del movimiento del otro. Efectivamente, alguien me seguía. Di por

trotar sin gran prisa, oyendo que también apretaba el paso mi perseguidor.

Nadie estaba a la vista para pedir ayuda. Ninguno de los muchachos amigos

del barrio andaba por ahí. Era necesario correr, pues sentí el apuro del otro a

mis espaldas.

7
La evidente persecución me hizo girar de prisa: el tipo estaba a dos brazos de

alcanzarme.

Con toda ligereza, lancé una patada extendiendo la pierna derecha cuanto

pude, como en las clases de ballet. Oí el golpe seco sobre sus genitales. El

hombre voló por el impulso que traía y cayó a mis pies, inánime, como un feto.

Sentí compasión de verlo inerme, por mi causa. Estuve a punto de agacharme

para ayudarle a levantarse, pero una repentina intuición me dijo que había que

correr en ese momento.

Cuando crucé por los arcos del monumento a los Niños Héroes, pude voltear

hacia la Calzada. El fulano seguía tirado sobre las baldosas. A sesenta metros

de él, los guardias de la cárcel dialogaban con sus silbatos: “sin novedad,

seguimos alerta”.

8
Asilados

Frente al asilo sin nombre, una tarde de noviembre se asolea doña Felícitas,

metida en su viejo rebozo. Tiene siete años cuidando a su viejo, asilado por

demencia y encamado en un cuarto compartido con otros seis ancianos. Ha

salido para calentarse un poco, contrarrestando el frío de la galera,

aprovechando la siesta que toma don Cayetano, y que se acomidió una

empleada del asilo a cuidárselo en caso de que despertara.

Su frío es acumulado, de noches y noches durmiendo en lecho de cartones,

pues no hay espacio ni cama para ella. A sus setenta años, dice: “todavía estoy

buena”.

Como ella, esta banca de la Calzada la han ocupado cientos de familiares de

los ancianos recluidos, gente que viene unos cuantos días a visitarlos y acaba

abandonando a sus viejos, salvo doña Felícitas.

Entre suspiros cuenta su historia, cabizbaja, mirando extraviada.

–Don Cayetano perdió la razón cuando regresaba de una boda del

vecino Rancho San Isidro. Tenía días sin comer bien, pues yo andaba

vendiendo quesos por acá. Le dieron mucha bebida y el pobrecito se

emborrachó pronto. Embrutecido y todo, caminó de regreso a nuestro

jacal y por el camino le ganó el sueño. Quedó desplomado en medio de

una vereda, boca abajo. Ahí se asoleó sin saber de él por dos días. Lo

fueron a encontrar perdido, ya sin razón. Lo bueno es que toda la vida

fue muy mansito; y fuerte y todo, se dejaba guiar. Cuando llegué de

regreso no me reconoció. Mis vecinos se habían hecho cargo de él.

9
Le sugiero: usted ya está muy grande y no tiene fuerzas para cuidarlo, regrese

a su casa, en el asilo se encargarán de él. Contesta, sonriendo triste:

–No tengo a dónde ir. Mis hijos y sus esposas, una vez que me vine a

cuidarlo, sin mi consentimiento, se las arreglaron para vender nuestra

casa de Armadillo de los Infante con todo y las vaquitas. De eso me

enteré hasta que fui a recoger unas ropas para nosotros. El jacal ya lo

ocupaban otras personas y nada nuestro quedaba en él. No hay un

rincón para mí en las casas de mis hijos.

Doña Felícitas es bajita. Sonríe siempre con su cara arrugada, mientras ve y

acaricia sus manos, con las que se ajusta permanentemente el rebozo. Camina

lastimera: quedó zamba por tanto cargar agua desde el arroyo hasta la colina

en que tenía su jacal, desde niña. El amor por su viejo la tiene aquí, sobre las

bancas de la Calzada de Guadalupe, asoleándose para sacar las reumas de

sus huesos, y para calentar sin odio, el hielo que sus hijos le han dejado en las

entrañas.

–¡Vaya usté a creer! – dice, para no juzgarlos.

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El bien y el mal

Eran las adormiladas dos horas de la tarde. Quienes no estaban comiendo, se

quitaban de encima las moscas en la siesta con un trapo o un periódico. Hasta

la tienda de abarrotes “El Paseo”, se escucharon los gritos suplicantes de una

mujer, provenientes de la esquina de surtidor de agua, al principio de la

Calzada.

–¡Ay, ay ay! ¡Ya no me pegues!

Eran de una mujer desesperada, casi anciana, a la que golpeaba con fuerza un

hombre joven, sobre la banqueta. El tendero, espabilándose de su siesta salió

a ver lo que ocurría, y de inmediato se ocupó en defender a la víctima,

quitándole de encima al golpeador y cruzándole para empezar unos ganchos.

–¡No le pegue, señor, es mi hijo! ¡No le pegue por favor!

Era el grito de la señora.

El anciano tendero enfureció aún más:

–¡Ah! ¿Así que es su hijo?

Y con renovadas fuerzas, golpeó al sujeto hasta que lo tumbó por la calle.

–Avíseme si le vuelve a pegar, señora – fue la despedida del viejo,

mientras se chupaba los nudillos.

Es malo pegar, y es bueno pegar, dijo para sí cierto niño, único testigo

imparcial de la escena.

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Cercanías

Tanta cercanía acaba arrejuntando a los cercanos, eso he dicho siempre. Si se

trata de la prima, como dice el dicho, el primo se le arrima. Si es la comadre,

ésta hace padre al compadre. Si es la señora que asea la casa del sacerdote,

acaba siendo su mujer, aunque diga que es su hermana. Así me explico las

tantas visitas al confesionario de la señorita Lucy.

Empezó confesándose semanalmente, luego cada tres días. Al poco tiempo

venía a diario y se pasaba las horas tratando sus asuntos con el Padre. En

cosa de dos años ya lo tenía atribulado. Fue minando su vocación de visita en

visita, en cada palabra al oído, en cada gemido. La malla del confesionario dejó

filtrar sus amores.

No me digan que él no era un buen cura: era un sacerdote modelo, ejemplar.

Era considerado con los pobres, atento con los necesitados, dispuesto a salir

en la noche y en días feriados al encuentro de enfermos y desahuciados. Sabía

resolver apuros de matrimonios, discordias entre parientes, preocupaciones de

jóvenes y viejos. Para todos tenía una palabra alentadora. ¿Miento?

¿Por qué tenía ella que acudir precisamente a confesarse con él, un Padre

joven y servicial? ¿Cómo no se acercó con el Padre Lucas, ya mayor e

inofensivo para sus carnes jóvenes?

Definitivamente lo tuvo siempre en la mira, egoístamente, para sí misma. Ella

ganó haciéndonos perder a todos a un muy buen sacerdote, amado y

respetado. Como si sobraran, como si se dieran en maceta. ¿No ha visto que

cada vez hay menos, que se siguen saliendo jóvenes del seminario, algunos

incluso con diaconado?


12
Dios la perdone. A él no tiene que perdonarlo, porque no fue a buscarla, la

interesada era ella, que de tanto venir a verlo hacía canal en la Calzada rumbo

al Santuario, muy arregladita y perfumada. Me acusan de envidiarla, pues se

llevó a un Padre muy lindo, vicario, casi párroco. Bien podría haber llegado a

Monseñor, de tan formal y propio que era. Yo tengo años quedada, y no ando

tras un santo. Eso no es para mí.

Por eso digo que con una confesión al mes, es suficiente. ¿Para qué más?

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Sangre de mi sangre

Por órdenes de la Secretaría de Salubridad, el matancero mayor del Rastro

Municipal, como sus principales ayudantes, debían practicarse un examen

sanguíneo al menos una vez al semestre para garantizar la calidad de las

carnes, pieles y tripas llenas para morongas que de ahí salían a granel, día con

día.

La cita para el examen la tramitaba la propia Secretaría, con ocho días

anticipados y mediante comunicación oficial por conducto del administrador del

Rastro, “para su debido y oportuno cumplimiento”.

–Valente –ordenaba con el ceño fruncido el administrador– esta vez no

me falles o me van a sancionar por rejego. Yo por mí mejor te corro que

aceptar que me sancionen. Si quieres conservar la chamba, llega a

tiempo y déjate practicar el examen.

–Sí mi jefe– solía contestar sumiso, aquel fortachón de 110 kilos y uno

noventa de estatura, certero en la matanza de millares de toros, vacas y

bueyes de gran tamaño.

Llegado el día de la cita, se presentaba puntual al Centro de Salud, a las siete

de la mañana, muy aseado, como nunca se le veía en el rastro, pero con rostro

descompuesto, como tampoco se le veía en su trabajo.

Sudaba a chorros en la salita de espera, y a los pocos minutos estaba

empapado en sus aceites y jugos, fuera verano o invierno. Oía con

desesperación nombrar a quienes le antecedían en la fila, y sabiendo su

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próximo llamado, empezaba a temblar con más y más intensidad. Los ojos le

empezaban entonces a blanquear como borrego en sacrificio.

Cuando llamaban su turno, infaliblemente veía y sentía que le tenían amarrado

con riatas por pies y manos y que una señorita vestida de blanco y con cofia

roja, blandiendo su daga mortal, le gritaba: ¡toma! Entonces sacaba sangre de

sus venas y ésta fluía por canales de vidrio. Sus ayudantes empezaban la

faena de destazarlo por secciones, con sus cuchillos afilados por manos

expertas y a colgarlas en ganchos movibles poco arriba de la altura de sus

cabezas, entre gritos y maldiciones, reclamando a la siguiente víctima, sentada

en la fila. Por eso gritaba con sus gigantes pulmones, cubriendo sus oídos:

–¡Noooo! ¡A mí nooo!

Expulsado ese grito, emprendía la aterrorizada huída por la Calzada de

Guadalupe, desde el Centro de Salud, sin parar, hasta terminarla, y doblaba

luego hacia el rastro. Las baldosas de la Calzada sufrían a su carrera, de tanta

carga prófuga. Al llegar, se escondía aún agitado y tembloroso en los

vestidores, hasta que el administrador daba, con él y furioso daba por

maldecirlo:

–Otra vez huiste, ¡cobarde! Te digo y repito que tú no eres una res,

aunque pataleas y muges como tal, y que sólo te van a sacar un

chisguete de sangre, ni siquiera un chorro. ¡Nunca te vas a morir de eso

ni harán de ti rellena! ¡Carajo, esta vez sí te despido!

Eso le juraba y perjuraba. Sin embargo, a pesar del coraje, pasada una hora,

con el trabajo atrasado y los reclamos crecientes de los carniceros que

aguardaban la carne tasajeada, le daba la orden de seguir trabajando, pues


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nadie como él mataba y destazaba veinte reses por día y hasta treinta si había

urgencias.

“Pero qué animal es Valente: imaginar que le están abriendo las venas, una por

una, entre toda esta sarta de toscos matanceros”, despotricaba el

administrador, revisando que la nueva excusa para continuar contratándolo, no

estuviera ya repetida en pasados oficios a la Secretaría de Salubridad.

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Cantemos al amor de los amores

He sido canterero de toda la vida. Por seis generaciones nos hemos dedicado

a picar piedra. Estoy acostumbrado al sonsonete diario de golpes de marros y

cinceles, sobre canteras rosas y cenizas. Por eso es que el canto de los

caballeros de la adoración nocturna me cimbró desde la primera vez que lo oí

en voces de mujeres, agudas, como siempre mayoría de quienes cantan en

las iglesias de San Juan y del Santuario de Guadalupe. Esta noche ha salido

ese canto con nuevos colores, de mi voz y de los demás hombres, bajos y

gruesos, caballeros adoradores, al arranque de la procesión de nuestra

cofradía.

Es treinta de agosto. Veinte hombres reunidos al filo de las diez de la noche

nos hemos distribuido los turnos de velación por grupos de cuatro y cinco, y

sólo al inicio participamos todos juntos de los cantos y rezos, bajo el silencio y

oscuridad que pesan como moles de piedra, sobre la iglesia, sólo suspendidos

por nuestras voces y pasos, como por las velas que portamos. Afuera, gruesas

nubes de agosto oscurecen la noche y recluyen a la gente en sus casas. Sólo

nosotros quedaremos en vela, por turnos, frente al Santísimo, expuesto en el

altar mayor.

Ha llegado la hora de nuestro turno, de las dos a las tres de la mañana. A mi

grupo lo ha despertado un joven del anterior turno. Nos levantamos de las

camas de tabiques, sobre las que hemos descansado unas horas, entre cobijas

y falsos cojines de lana. Son camas del dormitorio de un antiguo y frío

Seminario, ahora usadas para encuentros de jóvenes y adultos, y por nuestra

cofradía.

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Iniciamos de rodillas el ritual de adoración, sobre reclinatorios situados frente al

altar mayor. Con lentes leo mi cuadernillo de oraciones, ayudado por una de

nuestras débiles velas que pobremente iluminan este inmenso Santuario. No

obstante nuestros murmullos, cargo sobre mis espaldas la presencia de sus

campanarios y naves, el coro y su órgano aflautado. Su cúpula octagonal

pende, como el enorme barco de cristal, sobre nuestras cabezas.

Acabábamos de rezar un Padre nuestro, y estábamos en un silencio

intermedio, cuando con tono azul claro se iluminó todo el interior, con luz que

provenía de un relámpago expansivo que penetró por todas las ventanas.

Enseguida, vuelta la oscuridad, sonó omnipotente un trueno retumbando por

todos los rincones del Santuario, trastornó nuestros sentidos con su escándalo

de mil rocas partidas al unísono con dinamita. Quedó hecho piedra mi cuerpo y

martillado mi corazón. Encogido, aguardé el derrumbe del campanario que

había recibido el rayo. Seguramente haría añicos su estructura y guijarros sus

fachadas.

El silencio otra vez nos abrumaba. Nada caía. Volteé con temor hacia los lados

y luego hacia atrás. Las columnas y arquitrabes parecían seguir en su lugar, las

bóvedas articulaban aún firmes sus muros, las nervaduras de las naves

estaban intactas, las cornisas sobresalían como siempre, bien posicionadas.

Sólo en mis oídos seguía circulando el tronido de salva de cientos de rifles,

disparados desde el centro de la cúpula.

Habían pasado apenas tres segundos, interminables. Los Dioses del Rayo, del

Trueno, de la Oscuridad y de la Luz, como decían mis abuelos, eran los que

reinaban sobre nuestras diminutas existencias. Unánimemente, sin acuerdo

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previo, los cuatro veladores cantamos, en un suspiro que volvía a su lugar a

nuestros corazones:

¡Dios está aquí! ¡Venid adoradores adoremos, al Cristo Redentor!

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Novilleros y toreros

Casi todas las bancas vecinas tienen algo que contar de lo que sucede en el

día, pero son tan dormilonas que no se enteran de lo que pasa de noche, con y

sin luna.

Sobre mi lomo, hace unos cuarenta años, se juntó una parvada de

adolescentes y jóvenes, admiradores de los novilleros que por las tardes

entrenaban de cuando en cuando en el Rancho del Charro. Estos chamacos

irían esa noche a torear a sus corrales.

Entre ellos estaban Fello, Beto, y otros. Esperaban que la señora que cuidaba

el lado poniente del lienzo, apodada la Cotorra, apagara las luces de su cuarto,

para brincarse a los corrales. Beto había traído un capote viejo que obtuvo de

su tío Julio, torero de pacotilla. Fello era el poste sobre el cual los demás se

apoyarían para brincarse la barda, los demás eran comparsas que a la vez que

“echarían aguas”, de repente se animarían a torear.

Me enteré a su regreso, pues nuevamente se pusieron excitadamente a platicar

sentados sobre de mí, de sus aventuras con un bravo novillo, el que los

carteles pegados con engrudo sobre todas las bardas del rumbo, anunciaban

que torearía a caballo el famoso rejoneador apodado el “Rejego”.

Fello, en tanto el mayor, y pierna larga, tuvo que poner ejemplo de valor a

todos los demás: se lanzó al corral y alcanzó de lejos a darle cuatro capotazos

al astado, que bufaba con muina a los intrusos con todos sus 300 kilos.

Segundo en el turno era Beto, el más rápido entre ellos, y el más chamaco.

Tenía experiencia sobrada de cómo esquivar con fintas, la embestida de toda

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res brava, entrenado como estaba en los corrales del Rastro de la ciudad. En

su turno logró librar seis lances del novillo, que empezó a bajar su energía,

siguiendo enfurecido, pero con respiración más agitada, las evoluciones del

capote desvaído.

Al ver al torito menos veloz, sus seis compinches tomaron valor y ya con

asomo de garbo o ciertos desfiguros, hicieron lo suyo para torearlo e irlo

agotando poco a poco. Sintieron crecer en ellos las glorias de toreros en

ciernes.

En su segundo turno, tanto Fello como el Beto se dieron confianza para lanzar

capotazos cortos y más ceñidos al cuerpo y cuernos del novillo. Le daban

tiempo para que se recuperara un tanto, lo que les permitió demostrar su

primacía sobre los otros aprendices. Tal hicieron de capotazo en capotazo,

hasta que el torito quedó desinflado. La bilis se había esparcido por todos sus

músculos, ahora débiles, sin brío. Hasta los más miedosos pudieron jalarle la

cola o rosarle los cuernos con sus manos. No daba para más.

El novillo se echó. Ellos que habían salido vivos, sin heridas ni golpes, y

sobrados de adrenalina, fácilmente saltaron las bardas para regresar a platicar

entre ellos sus emociones. Lo hicieron mientras comían unas enchiladas que

habían comprado junto al Santuario, antes de irse cada uno por su lado a

dormir a sus casas de San Sebastián o San Miguelito.

De lo que no se enteraron a tiempo esos chamacos, fue que a la mañana

siguiente, un par de horas antes de la corrida a cargo del rejoneador, no hubo

caballerango, charro, vaquero ni ranchero, que lograra mover al novillo, que

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echado esperaba paciente a reponerse durante los siguientes tres días de su

lidia.

Al organizador de la fiesta que estaba por empezar, lo oí gritar en el teléfono

del sitio de taxis, llamando al ganadero a quien comprara el novillo ponchado:

–¡Te advertí que no te volvería a comprar ningún animal si me enviabas

a otra vaca mal parida, que tal parece tu novillo! ¡A ver cómo le haces,

tienes una hora para enviarme a uno de repuesto, pero eso sí, bravo y

despabilado! Si no lo haces le diremos al público que nos enviaste a un

cobarde huevón como su ganadero.

Eso mismo tuvieron que decirle al honorable, aquella tarde.

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Unos lindos vecinos

Caminar de niño por la Calzada de Guadalupe tomado de la mano por mi

abuelo era, además de garantía de comer dulces y antojos por el camino,

oportunidad de encontrar personas interesantes que habitaban, por así decirlo,

cada una de sus gruesas e inmovibles bancas de cantera color marrón.

La primera banca, digamos que estaba reservada para el vendedor de pepitas

y chicles Canel´s, con quien empezaba nuestra ruta rumbo al mercado

Tangamanga: diez centavos de semillas, repartidas por mitad entre nosotros,

bastaban para entretenernos un rato, aunque nunca aprendí a descascararlas

con los dientes y lengua, sin usar las manos, como elegantemente lo hacía mi

abuelo.

Poco más adelante, estaba la banca de la palomilla de la colonia, futboleros

incluidos, muchachos que me aventajaban en altura. Entre ellos estaban unos

que apodaban el Fitos y otro el Manuelote, los gigantes del barrio, alegres y

justicieros.

Una cuadra adelante, la banca junto a la cual gustaba estacionarse el vendedor

de tunas, quiotes y jícamas, según la temporada. Al regreso del paseo, siendo

insistente, podría lograr que mi abuelito me comprara uno de esos manjares,

más si demostraba cierto cansancio que me obligaba a descansar justo a un

lado del carrito. Eso por pura casualidad.

A la siguiente cuadra, todas las tardes, todas, estaba la banca propiedad de

una pareja, un matrimonio al que mi abuelo saludaba cortésmente y al que yo

aprendí a admirar, por su sola e impactante presencia.

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Ella era bajita, hermosa, muy blanca, con las chapas rosadas, delgada y de

pelo completamente blanco. Saludaba afablemente. A su lado, muy junto a ella,

le acompañaba siempre su marido, un hombre altísimo y delgado, que

acostumbraba usar traje y un bombín oscuro que le daba un porte distinguido.

Él regresaba más seriamente el saludo y su mirada casi siempre se dirigía al

frente. No recuerdo haberlos visto acompañados en esa su banca, que me

parecía sin sentido cuando no la ocupaban.

Los ojos claros de ambos, quizás los únicos de la colonia que estaba a mi

alcance de niño, capturaban mi atención y me invitaban a seguirlos, a

sumergirme en ellos, apacibles los de ella, insondables los de él. De ida hacia

Tangamanga caminaba del lado izquierdo del abuelo para tenerlos más cerca,

de regreso caminaba a su lado derecho, para volver a sentir cercana, su clara y

serena mirada.

Por eso al volver a caminar sobre la Calzada de Guadalupe, de ida como de

regreso, sigo volteando a buscarlos en su banca, para deleitarme con su vista

como si me endulzara la boca con jugo del quiote más azucarado, o con sabor

a orozuz, con la rica herencia de aquella pareja, con su dulce mirada.

24
El Señor Lupe

Todos los vecinos coinciden en describir al Señor Lupe como alguien

exageradamente honrado, y todo un galán. Gustaba vestir traje gris, camisa

blanca, vistoso sombrero Tardán oblicuamente colocado, que en conjunto le

daban elegancia a su delgadez.

Su figura era fugaz, no paraba de moverse de un lado a otro, nervioso como

era, ágil y acomedido. Era madrugador, raro para un oficinista como él.

Diariamente, a las 6:30 de la mañana, el Señor Lupe se ponía su traje y salía a

coquetear a cuanta empleada doméstica de buen y regular ver barría las

banquetas embaldosadas a los lados de la Calzada de Guadalupe.

Aquella vez hizo otro tanto el Señor Lupe: se puso la camisa, el saco, y se

acomodó el sombrero a su muy peculiar estilo, de barco a la deriva. Salió de

conquista y muy cerca, a media cuadra, encontró a la primera joven en edad de

merecer sus atenciones. Ella estaba de espaldas, entretenida con la escoba

sobre las canteras rosas.

Le lanzó su mejor anzuelo:

–De la mano de una mujer hermosa como tú cualquiera me envidiaría

caminando por la alameda; prepárate y paso por ti al anochecer.

Volteó la doncella a verlo y con incontenida risita medio oculta entre sus

manos, dejó caer la escoba, viendo hacia abajo y dándole otra vez la espalda.

Eso obligó al Señor Lupe a buscar en su cuerpo el origen de tan obvia burla.

¡Había salido sin pantalones de la casa! ¡Sus calzones rayados era todo lo que

cubría unas piernas de fideos!

25
En un par de zancadas llegó de regreso a su casa, sin voltear para nada, como

mula con cubreojos, por si lo estuvieran viendo otras vecinas. Las llaves se le

habían quedado en el pantalón. Tocó la aldaba leonada de la puerta y desde

una ventana, alguien lo divisó a escondidas. No por eso le abrió, haciéndose

por quince minutos la dormida.

Dicen que de ahí salió el dicho: “si sales a coquetear, bien te has de acicalar”.

26
El Negro Morales

Gran pítcher de velocidad y control como era, el Negro tenía por diversión

acercar la bola al pecho y a la cabeza de los bateadores, provocándolos, y a

más de uno metiéndoles miedo, buscando justamente el punto en que alguno

se defendía con reclamos a gritos o aventándole directamente el bate. Él

estaba preparado para responder con los puños la rayada de madre del

bateador o para esquivar el bate de encino.

Parecía feliz con que le buscaran pleito, sonreía mientras sus compañeros de

equipo se preocupaban por los trancazos que vendrían y por el peligro de las

patadas con spikes de fierro que volarían entre ellos. A él le encantaba el flujo

creciente de adrenalina conforme se calentaba el pleito. De hecho ése era el

clímax de su juego ideal de beisbol.

–¡Negro!, ¡Negro!, –le gritaba su mánager, único a quien de vez en

cuando obedecía una vez iniciado el pleito.

Pero el Negro ya iba como de fiesta, arremangándose la camisola para el

trompo que se iba a dar con el bateador. Cuando alcanzaban a detenerlo antes

de darse a golpes, sólo decía:

–Fue él quien empezó…deténganlo a él.

O bien:

– ¿No oyeron que me rayó la madre? ¿Apoco es para dejarse?

27
Y luego, mientras trataba de quitarse de encima el cerco de compañeros que lo

alejaban del home, hasta donde había llegado para liarse a trompadas,

provocaba al bateador ofendido:

– A ver, repite lo que dijiste…

Por eso no es de extrañar que aunque era un pitcher dominante, rara vez

terminaba un partido, no por irlo perdiendo, sino por irlo ganando y silbarles

curvas a sus contrincantes, con pelotas que les rondaban las narices. Le

sobraban agallas.

II

El Negro Morales era un joven mecánico muy reconocido por sus trabajos en

autos de todo tipo. Vivía con su hermano y su mamá a dos cuadras del

Santuario. Por razones que no supe de niño, pasó cerca de ocho días debajo

del coche de mi padre, haciéndole un ajuste. Lo que nadie me explicó por esos

días era porqué unas sábanas colgaban de las rejas del portón de nuestra

casa, exactamente el tiempo que él estuvo ahí, prácticamente escondido.

Porque era evidente que se aseguraba de que nadie de fuera estuviera cerca

del portón cuando salía de debajo del motor, al baño o a comer. Si no, ¿por

qué nos dijeron a todos en casa que si llegaban a preguntar por él deberíamos

decir que no estaba ahí? Eran los días en que estaba en auge el movimiento

navista en San Luis Potosí.

28
III

Cuarenta años después respondió mi padre por qué había escondido al Negro

Morales en nuestra casa: el movimiento navista, viendo la cerrazón

gubernamental hacia sus planteamientos, tomó la decisión de hacer explotar

artefactos en la subestación eléctrica. Uno de los responsables de la operación

era el Negro Morales. Pero abortó, pues llegó a oídos del gobierno y hubo que

esconder al Negro. Más adelante lo apresaron en la cárcel de la Calzada de

Guadalupe y quedó decepcionado por haber recibido muy poco apoyo cuando

estuvo encarcelado. Lo torturaron ahí, le hicieron “el pocito” con Agua de

Lourdes, lo golpearon por todo el cuerpo. Aunque lo liberaron, tuvo que salir de

San Luis huyendo de la represión, sin protección alguna. Nunca se liberó de

ese sentimiento de abandono por quienes con él prepararon o decidieron la

acción fallida que lo llevó a la cárcel…

IV

Era una gran mazorca blanca envuelta por su risa abierta, de labios gruesos, y

fondo prieto, el de su piel. Era dicharachero, juguetón. Su tórax era enorme, de

gigante, sus manos eran fuertes como pinzas para el apretón con que

saludaba. Su lanzamiento preferido era el “dos”, una recta que resoplaba al

llegar al home y que hacía arder el guante de su cátcher, el Manteca.

Desobediente a las recomendaciones de lanzamientos de Manteca, el Negro le

avisaba con la cabeza que no y que no, hasta que sólo restaba como opción de

tiro la recta pegada al pecho o a la cabeza del bateador. Era un signo claro de

que el Negro se había aburrido de dominar a los contrarios, jugando solo, y que
29
ahora quería divertirse y poner a todo el equipo en juego, en la batalla campal a

puñetazos. Si no se le sacaba a tiempo, ejecutaba puntualmente su plan de

acción.

–¡Ay El Negro! –dice aún su exmánager– ¡Le encantaba el peligro!

Arriesgaba todo para que con el peligro le bullera la sangre!

V Tensión en la lomilla

El Negro Morales no sólo dominaba a sus contrincantes con pichadas rápidas,


lentas, curvas y engañosas. Tenía un especial sentido del clímax beisbolístico,
cuando un solo tiro podía definir el juego, la temporada, la serie final. Él
buscaba ese momento, lo iba preparando, contribuyendo al drama, dando una
oportunidad aquí, cerrando opciones por acá, asustando por allá.
Y justo cuando todo mundo estaba nervioso para su siguiente pichada
definitoria, digamos en una situación de tres bolas, dos strikes y dos outs, él
llamaba desde la lomilla a todos sus compañeros a sesionar junto a él, en el
montículo, por supuesto acompañados de su manager.
Los acercaba a él, en una rueda muy compacta, abrazándolos con sus brazos
largos. Ahí presentaba su plan de ataque, que garantizaba la victoria sobre sus
contrincantes:
–¡Me acabo de acordar de un chiste buenísimo!

–¡No me salgas otra vez con eso, Negro! –le increpaba su manager,
inconforme, mientras sus compañeros empezaban a reír y revolotear a su
alrededor.

–¡Es que se me va a olvidar si no se los cuento ahorita mismo! –se


excusaba él, como si fuera gravísimo no hacerlo.

–Bueno, pero sólo uno, uno y nada más uno, Negro –condicionaba su
mánager.

– Ah bien, ahí va.


30
En medio de la rueda empezaba a dramatizar el chiste, con su boca y dientes
gigantes desembuchando la historia que iba dando paso a manifestaciones
hilarantes de sus congregados, imposibles de que escaparan para el público y
sus contrarios. Estos últimos interpretaban de inmediato que se estaban
burlando a costa de ellos. La rabia se les venía encima ante tal espectáculo, un
escarnio a la vista de todos.
Las carcajadas tronaban entre la novena, el manager tampoco podía ocultar la
gracia del chiste y era cómplice de la jugarreta del Negro, que cerraba la
reunión, advirtiéndoles con cara muy seria, extrañado y ahora con voz que
podrían escuchar hasta lo más alto de las gradas:
–¿Qué hacen aquí haciendo chacota del juego? Vayan a sus posiciones
que estamos en un partido muy importante para este equipo.

Mientras sus compañeros corrían hacia sus destinos, él volteaba a ver uno por
uno, a sus contrincantes, que esperaban ardidos en su dogout o en el círculo
de espera al bate. Los examinaba detenidamente, hasta ir a parar con el
bateador, al que como colofón a su examen, le dedicaba una sonrisa,
murmurado: “ah, contigo estaba”.
Para entonces la furia se había apoderado de todos ellos, obligándolos con su
treta a comprimir y tensar, involuntariamente sus músculos, inhabilitándolos,
mientras el Negro, relajado como sus compañeros, se disponía a lanzar su
mejor pichada, invisible y cargada de humor, también negro. Así ganaba
también, festivamente, sus partidos.

VI
Intervención terrenal del Negro, post mortem.
En el año 1986, Arturo Cipriano, músico potosino, asistía a una ceremonia en
Taos, con los indios Pueblo de Nuevo México. La ceremonia había durado
toda la noche y la mañana siguiente, al terminar, mientras los participantes se
saludaban y daban los buenos días, lo abordó un gringo de talla descomunal, si
bien ya un tanto ajado. Sin más preámbulo, le preguntó a Cipriano:
–¿A qué te dedicas?
– Soy músico.

31
– Seguramente músico de protesta, ¿verdad?
– Puede decirse que sí.
– He matado a algunos como tú. Me han pagado para eso.

Cipriano se puso en guardia, si es que vale la expresión en tierra ajena, sin


acompañantes, ni el tamaño u oficio, ni los arrestos del gigante. Volvió a la
carga el tipo:
–¿De dónde eres?
– De San Luis Potosí.
–¡Cómo! ¿De verdad?
– Sí.
– Yo estuve ahí en los años sesenta, en la cárcel, dos años. Luego me
sacaron mis contratantes. Me detuvieron después de matar a un tipo por
encargo, fue un pinche descuido.
– Entonces conociste al Negro Morales y a Manteca.
–¡Qué! ¿Cómo sabes? ¿Los conociste?
– Sí.
–¡Ni siquiera habías nacido para entonces! ¡No es posible! ¿Cómo
sabes?
– Pues los conocí.
–¡Qué cosas! Eran muy buenos muchachitos, nos divertíamos mucho
en la penitenciaría. Me caían muy bien. Cuando llegaron los torturaron
severamente. Les dañaron los intestinos a puñetazos y macanazos,
especialmente al Manteca. Al Negro se le veía la mazorca de dientes al
contar sus chistes. Me llevé muy bien con los dos, habían sido uno
pitcher y el otro su cátcher en béisbol. Muy divertidos muchachos.

Entonces cortó la plática, se despidió de mano con empatía, la otra puesta


al hombro de Cipriano, y se marchó, mirando hacia el sol naciente.

32
El Señor Hambre

Cuando vivía con mis hijos y les preguntaban: ¿qué hace tu papá?, no sabían

ni qué contestar. No sabían que desde entonces mi chamba era hacer hambre.

Sigo haciéndola: chica, mediana, grande, según la disminuyan los trozos de

pan que consigo mendigando. Me los dan con la punta de dos dedos, para no

tocar mis manos, negras como están de levantar migajas, botes y papeles del

suelo. Les repugnan mis manos, mis manos hambrientas.

Nadie compra mi hambre, a nadie se le antoja. No hay quien me ayude a

cargarla ni a lanzarla al basurero.

A los estudiantes que pasan les invito: ¡llévense esta hambre!, enseña más que

la escuela. Ellos siguen de frente, incrédulos. Si pudieran no me verían, les doy

asco.

¡Dispárenle a esta hambre!, ruego a los militares y a los policías, para que

vivan tranquilos. Me dan por loco, fingen no oírme. Dicen que me retire de sus

puestos de guardia, que apesto.

¡Encierren a esta hambre!, suplico a los carceleros. Contestan que las cárceles

están abarrotadas de hambrientos que intentaron dejar de pasar hambre,

tomando pan ajeno. ¡Vete ya! –ordenan. Aquí no caben más piojosos ni

purulentos.

¡Ya no la soporto! ¡Sepulten a esta hambre!, exijo a los muerteros. Mientras

escarban contestan sin voltear a verme, que sólo entierran a los muertos. “Pero

lo podemos esperar”. Con moribunda voz, imploro: ¿para qué esperar? Soy un

muerto de hambre, mi féretro son estas garras y una maraña de pelos

33
entierrados. Tomen por cruz cualquiera de las que la gente pone al verme

echado sobre cartones, en mi helada banca de cantera. Pidan una cruz que le

pese a un peregrino y clávenmela, mientras tirito de frío, por la madrugada.

34
Jando

Don Jando era un viejo tartamudo y chimuelo que se mantenía pintando flores

en cortinas, o bien vaciando pequeñas casitas en yeso y luego pintándolas

para su venta en el mercado.

Decía que su misión en el mundo era terminarse todos los venenos que

producían las fábricas de bebidas, para que no dañaran a otros. Por eso cada

vez que compraba una botella de ron o de whisky, de inmediato con su

estudiada y fina letra le ponía una gran etiqueta roja que cubría totalmente a la

original: “Peligro VENENO”. Tenía su colección de botellas vacías con esos

letreros, para demostrar a sus visitas que mucho hacía por el mundo y que

nadie lo premiaba por eso.

–So–so–son to–to–todos u–unos ingratos.

Sus gastos eran pocos, aparte de las botellas de veneno. Compraba

semanalmente billetes de la lotería, que guardaba sin revisar si habían sido

premiados en la fecha del sorteo, para darse sus sorpresas a final de año. Ese

era su regalo personal de navidad, toda una ceremonia que empezaba por

sacar de un baúl los periódicos del año y buscar en ellos los resultados, tarea

que le podía tomar ocho días, considerando que aprovechaba para irse

acabando el veneno del mundo acumulado en el año.

Al visitarlo los niños del barrio, le adivinaban de qué color eran las flores que

estaba pintando, sin necesidad de verlas.

–Hoy está pintando de naranja las flores, Don Jando.

35
–¿Pe–pe–pero co–co–cómo lo–lo saben? – se admiraba o pretendía

admirarse de ellos.

–Por sus ojos – le contestaban unos; por sus cabellos, le contestaban

otros.

Le adivinaban porque al estar chimuelo y no tener dientes para detener la

lengua, ésta se le salía y se le había hecho más larga. Junto con eso, mientras

pintaba, adelgazaba con saliva sus pinturas, poniendo el pincel cargado de

colores, sobre su pronunciada lengua. Lo que no podía hablar, lo expresaba en

coloridos ramilletes que engalanaban las cocinas y salas de sus clientes más

atrevidas. Se le daba el color, escanciado con alcohol.

El estar chimuelo no le impedía disfrutar gustos de dentones. Cuando se le

antojaba masticar caña de azúcar, reunía a sus sobrinos y a los amigos de

éstos y los llevaba a comprarles a cada uno trozos de dulce caña, que todos

recibían de sus manos como regalo. Se sentaba en las bancas circulares del

atrio del Santuario de Guadalupe, y como era el anfitrión, imponía la única

regla:

–La–la tie–tie–nen que–que ma–mascar fue–fuerte. A–a–aquí, fre–frente

a mí, o ya–ya no–no les vue–vuelvo a co–co–comprar su ca–caña.

Niños y niñas hacían competencias por rasgarlas y mascarlas lo más fuerte

que podían, aunque les chorreara el jugo por las comisuras de la boca y por

todos sus cachetes. El chimuelo gozaba con verlas masticar, imposibilitado de

hacer lo propio.

36
Era un masoquista de gusto cultivado, hasta en la suerte, pues se enteró muy

cerca de morir, que había ganado dos veces la lotería, cuando le faltaban

dientes, hígado y días, para gozar las mieles de su destino chimuelo.

37
Las agallas del Coronel

Un juego de póker en el casino militar era una buena ocasión para relajar las

tensas relaciones de autoridad entre los oficiales del Batallón de Infantería. Las

“palabrotas” y maldiciones fluían en el juego sin mayor riesgo, y

frecuentemente entre ellos, mismas que ni de guasa se dirían frente a los

soldados del cuartel, con menor jerarquía.

El casino estaba casi lleno. Un Coronel, por descuido, dejó ir la oportunidad de

ganar una mano a los tres oficiales con los que jugaba. Entre sus

contrincantes en el póker estaba un General recién llegado, que a quemarropa,

le dijo con tal vocerrón, que todos en la sala lo escucharon:

–Es usté un gran pendejo, Coronel.

Se hizo un denso silencio en la sala toda. Desde las mesas de billar, al lado,

las miradas expectantes de los demás oficiales contribuyeron a dar dramatismo

a la escena, con los giros de sus cuerpos y el reposo de los tacos sobre sus

botas.

–Discúlpese, General, no tiene por qué ofenderme.

–Es usté un gran pendejo – repitió el General, ahora redoblando la voz y

ensanchando sus mejillas.

Se levantó de su silla el Coronel, con fiera mirada y brazos alistados para

pelear cuerpo a cuerpo. Se le reconocía en el batallón como “bueno para los

puñetazos”.

38
El General, levantándose, sacó su pistola 45, apuntando al pecho del Coronel.

Con todo y el silencio, nadie tuvo oídos para escuchar las campanadas que

llamaban a la última misa desde el Santuario de Guadalupe.

–El arma sólo se saca para disparar –recordó el Coronel al General,

desafiándolo a jalar el gatillo.

Se miraban despectivamente, provocándose, midiéndose. Los demás oficiales

hasta entonces atinaron a sugerirles que pararan aquello. Los rijosos no los

escucharon, estaban en su reto de cuerpos, con sólo una pistola separándolos.

Se fulminaban a plomazos con la vista.

–No se metan –ordenó el Coronel volteando hacia los que se acercaban

a separarlos.

Al tiempo que ordenaba, súbitamente, con ambas manos tomó la pistola del

General y con una torsión, lo desarmó a la vista de todos, limpia y

vergonzosamente para el superior. Apenas lo hizo tambalear.

–¡Ordenaré un Consejo de Guerra contra usted por insubordinación! –

gritó desesperado el General.

El Coronel le dio la espalda, cediendo la pistola al primer oficial en su camino

hacia la Comandancia. Iba a entregarse al oficial de guardia. Lo hizo a paso

firme, como si fuera a recibir un ascenso, alisándose orgulloso sus bigotes,

peinados a la “cuernos de toro bravo”.

39
Cuando yo era un eco

Recuerdo que una vez, cuando tenía apenas cinco años, mientras comíamos,

mi papá, como siempre, me ordenó:

– Dile a tu mamá que me sirva más caldo –yo estaba sentada entre él y

mi mamá. Obediente, cumplí su orden.

–Dile a tu papá que espere a que termine el mío –respondió mi mamá.

Con mi vocecita repetí el encargo, sin ver a papá. Mis hermanos, Carlos de

ocho años y Celia de seis, comían indiferentes al fastidioso juego de mis

padres, de ignorarse uno al otro.

De ellos, sólo Carlos tenía el vago recuerdo de pláticas directas entre mis

papás. Se sentía en parte culpable de que no se hablaran entre sí, desde

aquél día en que mi papá se olvidó de pasar a recogerlos a la salida de la

escuela. Recordaba, eso sí, muy claramente, las palabras que repitió mi mamá

después del imperdonable olvido:

–¡Me las va a pagar tu papá!, ¡no tiene madre!

Recordaba bien esa amenaza, porque esa misma vez Carlos le contestó:

–Sí tiene madre, es mi abuelita.

–No te metas en esto, chamaco, ni lo defiendas. ¡Me las va a pagar!

Esa vez que comíamos, mirando las gotas de caldo que caían de mi cuchara,

pregunté a mi mamá:

–Si te pregunto una cosa, ¿no te enojas, mami?

40
–No hijita.

–¿De veras no te enojas?

–Si no es una cosa mala, no me enojo.

–¿Te acuerdas que una vez que te pregunté por qué no le hablabas a mi

papi, me diste un soquete?

Como en coro, los dos me contestaron:

–¡Te voy a dar otro soquete!

–Dijiste que no te ibas a enojar, mami –dejé pasar unos segundos y

seguí– es que no me dejan comer, me están pide y pide repetirles todo,

es muy entretenido.

–Pues sigue haciéndolo –ordenó amenazador mi papá.

–A veces es divertido, jugar a que no se oyen, como sorditos, a que no

se ven, como cieguitos –les dije.

–¡Ya cállate, Licha, deja de decir tonterías! –fue mi madre quien ordenó.

– Conste, me callo, ¿y quién les va a decir a ustedes lo que se van a

decir?

¡Los ojos que me echaron todos!, hasta mis hermanos, pero ellos aprovecharon

para reírse un poco.

Eso no quitó que por unos años, yo me sintiera muy importante: sin mí, ellos no

podían vivir.

41
Pasaron unos tres años más, y yo de traductora, mejor dicho, de repetidora

entre mis papás. Tan acostumbrada estaba, que no hacía caso de su enojo

inútil, invasor.

Entonces, a los ocho años me pregunté: ¿cómo le harán cuando yo no estoy

para comunicarse? Intrigada, inventé una tarde que iba a salir con mis amigas

a jugar a la Caja de Agua de la Calzada, pues vivíamos casi enfrente de ella, y

avisándoles en voz fuerte, salí por la puerta principal, pero dejé abierta la

ventana de mi cuarto para entrar por el patio. Entré cuando estuve segura de

que no me habían sentido regresar. Aguardé callada, para escuchar cómo

resolvían sus asuntos sin mi presencia, sobre todo sin mis repeticiones.

De repente, oí que mi padre gritaba a todo volumen:

–Licha, pregúntale a tu mamá que dónde dejó mis pinzas, ¡no las

encuentro por ningún lado!

Estuve a punto de tomar la palabra para enviar el recado. Toda la vida la había

hecho de retransmisora, automáticamente, hasta creí que me había escuchado

entrando a mi cuarto. Pero me quedé callada a ver si me repetía la orden,

como siempre. En eso mi mamá gritó igual de fuerte, o más:

–¡Dile a tu papá que no me esté jodiendo, que mejor deje las cosas en

su lugar y ahí las encontrará cuando las busque!

Se hizo otra vez el silencio entre ellos. Traté de aguantarme las ganas de

reír. Pude de milagro alcanzar una almohada de la cama para taparme la

boca, y poder silenciosa y contenidamente, carcajear y llorar divertida por

42
mordidos minutos. Me reía también de mí, ya no era tan indispensable como

creía.

Cuando pude calmarme, decidí que haría como mis hermanos, sin habérmelo

propuesto: que mis papás se las arreglaran entre ellos, sin mí. En ese

momento me sentí de verdad libre. A partir de entonces ya era yo, no su eco,

rebotando de derecha a izquierda y al revés. En delante nadie me ordenaría,

sólo yo me ordenaría.

43
El hombre–mosca

Desde noviembre empiezan las peregrinaciones al Santuario. Avanzan por

toda la Calzada, llegando con flores, estandartes, cantos y veladoras, hasta el

altar de la Virgen de Guadalupe.

En diciembre ya es casi imposible entrar al Santuario con tantos peregrinos, si

acaso se puede en la mañana y un poco en la tardecita. El atrio se queda lleno.

El hombre–mosca escogió exactamente una tarde, en la primera semana de

diciembre, para dar su espectáculo de día, cuando era posible verlo. Subiría

entre las esculturas y columnas de cantera del frontispicio, hasta la cruz de uno

de los campanarios, como habían anunciado con un altavoz por todas las

manzanas aledañas, tanto del lado de San Miguelito como de San Sebastián.

Llegaron además de los peregrinos agotados, los vecinos: niños, jóvenes y sus

papás, queriendo admirar lo increíble, un hombre subiendo en vertical por la

fachada del templo. ¡Qué hazaña sería aquella!

El hombre mosca no lo era porque volaba, sino por lo diminuto. Era casi un

enano, eso sí con unas manotas y todos sus dedazos extraordinariamente

gruesos.

Era la hora del ascenso, las cinco de la tarde. Lo anunció un muchacho con voz

de verdulera en el mercado:

– Por única vez en el siglo, llegando desde las nubes de allende el mar,

el hombre–mosca arriesgará la vida por todos ustedes. Cierren los ojos

los enfermos del corazón, tomen sus pastillas los que padecen susto,

oren los que aún tengan saliva, respiren profundo los que padecen de

44
los pulmones. Van a contemplar cómo este ser repta entre santos y

obispos de piedra para llegar hasta el cielo. Jamás, nadie ha hecho

antes lo que este hombre–mosca hará para ustedes, como lo ha hecho

en los más altos templos de Querétaro, México, Guanajuato y toda

Europa.

El casi enano se arrodilló a la entrada del Santuario, encomendándose a la

Virgen, y descalzo, echó un par de salivazos a sus manazas, antes de empezar

su escalada.

–¡Ah! –suspiraban todos los presentes, a cada uno de sus movimientos.

Pretendía resbalar cuando apoyaba sus pies. Con eso la gente se asustaba

más y más. Llevaba la cuarta parte de subida, cuando dos muchachos pasaron

entre la gente a pedir una moneda para el valeroso hombre–mosca. “Él vive de

sus óvolos”, decían.

Las cabezas estaban todas alzadas. Los pequeños pedían a sus padres que

los subieran en sus hombros para ver mejor. Llegaba más gente

apretujándose.

–¡Se va a matar! –aseguraban las señoras.

En eso hizo un movimiento en falso y quedó suspendido sobre sus dos manos,

con las piernas colgando. ¡Cuidado! gritaban niñas y niños.

–¡Dios lo proteja! –murmuraban compasivas unas ancianitas.

–Se hace pendejo –decían unos jóvenes entre ellos.

Varias personas que no habían dado su cooperación lo hicieron hasta

entonces, convencidos del riesgo que corría. El hombre–mosca subía

45
dramáticamente, sudando. Se limpiaba el sudor con un dedo y aventaba las

gotas al aire, que caían salpicadas sobre la gente, frías como diciembre.

Todos aplaudieron ruidosamente cuando llegó a la cúspide del frontis, a la base

de los campanarios. Los peregrinos olvidaron sus mandas por unos momentos.

Él agradeció, acercándose con temeridad a la cornisa del voladero. Caminó

rápido hacia la columna del campanario de la derecha y cuando iba a iniciar la

segunda parte de su escalada, un hombre con gorra azul, como de policía,

desconocido, le silbó desde el atrio y luego, gritando, le ordenó:

–¡No suba más! No tiene permiso del párroco ni del obispo para subir.

–¡Pues consígamelo! –contestó el hombre–mosca, pretendiendo

continuar la subida. Toda la gente rompió en risas.

Encolerizado, el presunto policía le advirtió a gritos que le iba a decomisar la

colecta, mientras apretaba del brazo a uno de sus ayudantes.

–¡Ahí queda! ¡Ahí queda! Ya no subo –fue la respuesta. Y dirigiéndose al

público, el hombre–mosca gritó contrariado:

–Me lo impide la autoridad, por mí seguiría hasta la cruz. Dios los

bendiga por su cooperación.

Y desapareció de la vista.

Los espectadores empezaron a dispersarse, traían la boca seca y un gran

hueco estomacal por la angustia. Junto al atrio, a ambos lados, en puestos fijos

y móviles, vendían cañas, tejocotes, mandarinas, naranjas y jícamas,

enchiladas y pepitas. Varios padres complacieron a sus hijos, mientras

46
tomaban jugo de caña. Al terminar, ya para pagar frituras y frutas, se oyó que

muchos gritaban:

– ¡Me robaron la cartera!

Tras unos segundos de reflexión, gritaron otros:

–¡Fueron los ayudantes del hombre–mosca!

–¡Atrápenlos! –fue el siguiente grito colectivo de los hombres,

buscándolos furiosos.

Volando entre el gentío, desaparecían con los bolsillos llenos, cambiadas las

camisas, los ayudantes del hombre–mosca y con ellos, el falso policía.

47
Calzada de Guadalupe

Estoy en la ciudad en que nací y crecí hasta los 18 años. Al cumplirlos la dejé

para estudiar lo que en ella no había. Cuando tomé el autobús de mi partida,

justo antes de subir su primer escalón, juré volver apenas terminara los cuatro

años de carrera: matemático. No volví nunca más, sino de paso, a visitar a

amigos y familiares.

Treinta y cinco años después, estoy de visita fortuita por sus calles. Decido en

mi único rato libre, caminar mis querencias, recorrerlas a solas para derramar

unas lágrimas cada vez que se suelten. Por alguna razón profunda y

desconocida que se manifiesta en el acto, empiezo por visitar a Doña Juanita

Hernández de Moreno, porque su hermosa casa siempre tuvo su portón

abierto, con unos canarios como recepcionistas y un patio engalanado con

plantas y macetas que invitaban a detenerse y admirarlo. En algún lugar

invisible, estaba ella, sabedora del arte de criarlos y darnos el goce de

escuchar sus trinos y detenernos en sus encantos. Toco a su puerta, la primera

que elijo y nadie me abre. Insisto y el silencio domina, no está la puerta abierta

como antaño y el desasosiego me confunde. ¿Acaso no vive más ella? Me

acobardo ante esa posibilidad y continúo caminando sobre la banqueta

mientras deslizo mis dedos sobre las canteras rosas que forran las fachadas y

balcones de cada una de las casas vecinas. Son mías como los sueños en

que visito cada una de ellas, a treinta y tantos largos años de dejar de pasar a

su lado, comiendo jícama o quiote como chamaco enfiestado.

48
Queda atrás su casa, aparentemente abandonada, nadie me ha respondido, si

acaso el golpe bruto del silencio que choca de frente con mis recuerdos de

alegres canarios.

Voy a esta casi tercera edad en años, saboreando entre mis dedos los

portones de mezquite, las aldabas leonadas y réplicas de delicadas manos

femeninas moldeadas en bronce, venidas de otras centurias, que flanquean

esta Calzada y que pueblan mis paseos nocturnos desde una enorme

distancia. Sigo llorando, al no atreverme a visitar esas calles que me hicieron

feliz de niño y que me imponen pisarlas sin la misma inocencia.

¿Qué hago en otros lugares?

49
De cómo se aprende en el campo

Don Pedro Gómez, vecino de Villa de Zaragoza, tiene cuarenta años vendiendo

tunas, quiotes, melones, jícamas y otras delicias de temporada, en su carrito de

madera con dos ruedas, vitrina y sombra integrada para protegerlas, sobre

varios tramos de la Calzada de Guadalupe.

Estamos en el mes de julio, en que vende sus jugosas tunas cardonas,

amarillas y verdes cristalinas, que ha conseguido en Guanajuato. Ahora las

ofrece junto al mercado Tangamanga.

Campesino como es, disfruta platicar de sus cultivos de maíz y frijol, de cómo

cada que puede riega su milpa bombeándole agua de un pozo, y observa cómo

el agua “pasea por entre los surcos”, y cómo las plantas de maíz “sombrillean”

la tierra para dejar humedad durante unas semanas, beneficiando al nuevo

maíz que brota.

Explica cómo aprendió a labrar la tierra: desde pequeño mi papá me llevaba a

la labor. A la hora de su desayuno, iba a comer su lonche a la sombra de los

árboles más cercanos, que estaban fuera de mi vista. Me dejaba cuidando a la

yunta y a los bueyes. Tenía yo siete años cuando me dije con ésta (señalando

a su cabeza): también puedo hacer surcos y labrar la tierra. Empecé por arriar

a los bueyes con mi vocecita y puse toda mi atención en la profundidad del

surco. Así hice todo un surco largo, pero bien garigoleado, que no acompañaba

a los que mi padre había hecho.

Regresó él y me preguntó mientras volteaba a ver hacia todos lados:

–¿Quién te ayudó a hacer ese surco?

50
Pero nadie se divisaba, yo estaba ahí solito entre todas esas milpas.

– Yo –le dije.

– ¡Pues qué mal lo hiciste! –fue su comentario.

Entonces tomó una vara dulce y me golpeó con ella en la espalda y en las

piernas. Me las dejó bien moreteadas. Era una vara de palo azul.

Y así otro día, sin su permiso hice otros surcos. Otro día hice otros tres. Cada

una de esas veces me golpeó con su vara dulce. Hasta las costillas me dolían.

Pero entonces me dije con mi pensamiento: para que el surco vaya parejito con

los otros, algo se tiene qué hacer con los animales y así jalándolos derechito,

siguiendo a los otros surcos.

Así que alineé a mis animalitos y a la yunta con los otros surcos, y con toda la

fuerza en mi voz y en las riendas, mantuve a los bueyes jalando al parejo, ni

más p´allá ni más p´acá. ¡Derechito! Quedaron cuatro surcos bien hechos.

¡Eso me puso bien contento!

Regresó mi padre de su almuerzo y otra vez más preguntó que quién me ayudó

a hacer los surcos, pues habían quedado bien hechos y parejitos. Le volví a

decir:

– Yo solito los hice.

Y él me soltó esto:

– Siempre he dicho que sólo a varazos se enseña a los hijos.

51
Sin asomo de rencor, cuarenta años después, y con tanta dulzura como la de

sus tunas, Don Pedro reflexiona:

– Antes no se enseñaba con la boca, con el diálogo. Antes se enseñaba

a varazos...

52
El trotador de la Calzada de Guadalupe

Exactamente a las cuatro y media de la mañana, el trotador aparecía entre las


arcadas del monumento a los Niños Héroes –antes leprosario–, y cruzaba la
calle, junto a la fuente, para tomar desde su inicio la Calzada de Guadalupe,
con pasos largos, de calentamiento.
En el silencio absoluto de la madrugada, sólo los silbatos de los centinelas de
la Penitenciaría, cada quince minutos, y la ruidosa respiración y expiración del
trotador, rebotaban entre los altos muros de las casas laterales, de orilla a
orilla.
Salía encapuchado para protegerse del frío invernal, con doble sudadera “para
sudar suficientemente y mantenerme en línea”, pantalón deportivo, tenis, y un
bate de beisbolista que mantenía girando ya con una o las dos manos, hacia
arriba y hacia los lados, haciendo rehiletes.
Excepto los domingos que descansaba, el resto de los días del año,
invariablemente se encontraba en la primera cuadra con una pordiosera
jorobada y renga, a la que le tomaba una hora llegar desde ahí hasta el portón
de la Catedral, con su paso entrecortado. Daba entonces su primer saludo:
–¡Buenos días Doña Chole!
–Buenos días, señor.
Él tomaba de la mano de ella, como de costumbre, un lazo con el que
arrastraba en una gran bolsa, cartones, papeles viejos y ropa. Ese día él hizo
algo más. Le acarició la mano.
–Dios se lo pague –agradeció ella de antemano, como siempre, pero quedó
extrañada.
Él continuaba luego a trote por la Calzada, arrastrando aquel bulto empolvado.
A la siguiente cuadra saludaba de lejos a los guardias de la cárcel, tomando el
bate como ellos su rifle. Esta vez hizo además un rehilete, saludando.
Seguía driblando los postes con las lámparas de la Calzada, respirando
profundo el oxígeno que le regalaban pirules, robles y pinos de las jardineras
laterales.

53
Dos cuadras más adelante, a trote normal, saludaba a los cabos de guardia del
cuartel militar, colocando ahora el mango del bate sobre su sien, muy formal.
Le contestaban reglamentariamente los bisoños guardias, helados por una
larga noche en vela. Pero esta vez él lo hizo con marcialidad exagerada, notó
uno de ellos.
A la altura de la tienda de abarrotes “El Volcán”, junto a la fuente “La
Conchita”, alcanzaba a Don Sebas, que iba empujando su carrito de tamales,
rumbo al centro. Le solía dar una palmada suave sobre la espalda,
comentando:
–¡Hoy los venderá todos, mi amigo!
–¡Dios lo oiga, señor, buen camino!
Esta vez Don Sebas sintió que el corredor fijó su vista un par de segundos más
sobre sus ojos. Para entonces, continuó con trote firme, empezando a sudar
en el frío. Llegó frente a la fábrica de motores, donde dormía diariamente en
una banca Luis, el vagabundo en harapos. Se detuvo para colocarle encima
los periódicos y cartones caídos con que solía taparse, y mitigarle un poco el
aire y la helada. Así lo saludó en silencio.
Al llegar a la Caja de Agua, cambiaba su rutina, girando ciento ochenta grados,
para caminar hacia atrás. A lo lejos podía ver que de las calles vecinas, se
incorporaban a los flancos de la Calzada, ciclistas, obreros de las fábricas y
ferrocarrileros que entre guantes, cubrebocas y gorros de lana, rompían el
viento a su paso.
Llegando al Jardín del Mercado Tangamanga o La Merced, en la primera
banca dejaba el bulto de Doña Chelo, para que ella lo recogiera a su paso,
cuarenta minutos después. Continuaba de frente su trote por la calle
Zaragoza, hasta el zócalo y luego doblaba hacia la calle Venustiano Carranza.
Ahí le daban las 5:00 de la mañana, hora de emprender el regreso, cuando
varias mujeres habían salido a barrer las banquetas de sus casas y a limpiar
las herrerías y vidrios de muy antiguas ventanas.
Dejó de concentrarse en su respiración, como habitualmente, y dio por voltear
a ambos lados de su camino, como bebiendo la ciudad y sus rincones. Decidió
por primera vez dejar el centro de la calle y avanzar esta vez por una banqueta,

54
a trote lento y acariciando muros y ventanas, herrerías y portones con su mano.
Pensó que al tocarlos los tendría por siempre consigo.
Al llegar al zócalo, se liberó del estorbo del bate, compañero de cuarenta años
de correrías, regalándolo a un barrendero. A esa hora ya no le amenazarían
ni pondrían en peligro los perros ni los borrachos envalentonados. Necesitaba
en esa travesía especial, ambas manos para percibir con cada poro su terruño
adoptivo, sus rumbos sagrados, y el bate se lo impedía.
Siguió por Zaragoza y en zigzag, trotó para tocar con sus manos los zaguanes
de ambas aceras. Por ellas pasaron fierros forjados, aceros y bronces;
cedros, mezquites y encinos tallados. Cada sensación material iba dejando
huella única, espiritual, en su cerebro.
Su respiración se había acelerado como nunca: iba acercándose a la euforia.
Entrando a la Calzada, siguió su trote cruzando de la banqueta poniente a la
oriente, y a la inversa, e inició a repegar su cuerpo por el frente, espalda y con
la capucha bajada, con sus cabellos, sobre los muros de las casonas. A
cuantos lo veían les parecía extraviado. Saludaba, eso sí, pero sin detenerse
con sus vecinos cotidianos. Acarició cada una de las casas a los flancos de la
Calzada, cada tienda e institución, cada esquina y fuente, cada aldaba.
Todos los últimos madrugadores de a pié o en bicicleta volteaban a su paso.
Las mujeres que aseaban las banquetas se preguntaban de aquél raro
comportamiento de un hombre toda la vida predecible, por su paso lineal, firme,
puntual, cortés y saludador, al centro de la Calzada, sin desatinos, como ahora.
Hubo entre ellas quien pensara que esa era una nueva manda de peregrino de
la Virgen de Guadalupe; otro corredor aseguró que se trataba de una nueva
rutina apropiada para un atleta nato como él.
Los cabos de guardia del cuartel militar se alertaron al verlo cruzar decidido
hacia su puesto de vigilancia. Se sosegaron cuando volvió a desearles buenos
días con su vocerrón, tocando de paso una columna del edificio. Cruzó luego
hacia el asilo, hizo lo propio por su reja alta y llegó a la Cruz Roja, donde
además rozó con sus manos las ambulancias. Se dirigió luego al Internado
Damián Carmona. Ahí su jardinero se asustó de ver tanta decisión al paso.

55
Ahora iba gritando al viento, en todas las direcciones, a plena voz con su gran
caja torácica, febril: ¡buenos días, día! ¡buenos días, árboles! ¡buenos días,
jardín! ¡buenos días, aves! ¡buenos días, vecinas y vecinos!
Volvió a la acera de enfrente para continuar palpando con ternura cada una de
las casas con fachadas de cantera.
Cruzó la Calzada. En la cárcel tomó por sorpresa a los guardias, que a pesar
de conocerlo bien, tuvieron que apuntarle en su carrera. Un “no se apuren,
muchachos, buenos días” les hizo suspender su temor y luego bajar los rifles.
Tocó la torrera del portón y siguió su trote y saludos mañaneros a los que
esperaban enteleridos el camión, por las esquinas de la Calzada, cuando ya
amanecía.
Siguió ahora a paso largo, por la fuente del atrio del Santuario de Guadalupe,
flanqueado por sus palmeras y encinos, que recibieron alegres sus buenos días
y parecieron inclinarse en signo de cortesía, a su paso. Llegado al portón del
Santuario, gritó: ¡gracias, gracias, madre!, dirigiéndose a la Virgen de
Guadalupe. El padre Cornelio y una docena de ancianas, estaban terminando
la misa de las cinco de la mañana. Nunca supieron, admirados, de dónde
provino aquel agradecimiento al que hicieron eco las altas naves de la iglesia.
Avanzó luego con paso normal, de enfriamiento, rumbo a su casa, tras lo que
había sido antaño el Leprosario y luego el Jardín de los Niños Héroes. Estaba
totalmente vacía. Un día antes había venido la mudanza para llevarse su
menaje de toda la vida para llevarlo a una ciudad lejana, donde habría de pasar
sus últimos años.
Se dio su baño de agua caliente y luego fría, frotándose con enérgicamente
todo el cuerpo, como era su costumbre. Se vistió e hizo un último recorrido en
silencio, casi temblando, entrando a cada uno de los cuartos desnudos de la
casa que acababa de malbaratar, construida durante años de sudados y
desmañanados esfuerzos. Tomó su maleta, la subió a su auto y cerrando la
casa, la abrazó del portón, aferrándose a ella. Su sollozo, tan fuerte como sus
pulmones de profesor y mánager de equipos de béisbol, llegó a oídos de sus
vecinos en la privada, que en esos instantes se estaban levantando. Por
primera vez en su vida, la emoción que lo dominaba no le permitió recuperarse
de aquella situación difícil, a su estilo y como era su hábito, que tanto
56
recomendaba: respirar profundo, llevando aire hasta la base del estómago,
mirando a las alturas.
Los vecinos sabían bien de lo que se trataba. Por eso lo dejaron despedirse
así, apretado a sus apegos, a sus años juveniles y de madurez, a sus logros y
pasiones. Al ver su auto enfilar por la Calzada, apenas alcanzaron a desearle
que las lágrimas no nublaran su camino, rumbo a las tierras de su ocaso.

57
Capítulo Dos

Infancia por la Calzada

58
Yo ya fumaba…

– ¿Qué están haciendo chamacos?, preguntó en voz alta tía Male

entrando al garaje de la casa de mis abuelitos.

Los seis primos guardamos silencio. Desde segundos antes, todos excepto

yo, tenían las manos atrás. Su mirada nos recorrió, la sentí muy fuerte.

“Fu fu”, es lo que le contesté, con los dedos de mi mano derecha simulando

detener un cigarro sobre la boca, según dicen mis hermanos, pues yo de esa

parte no me acuerdo. El silencio cómplice de los demás, hermanos y primos,

se volcó unánimemente amargo sobre mi respuesta.

“¡Ajá! ¡Con que están fumando!” fue la siguiente frase de mi tía, con expresión

de sonrisa burlona, pasando su vista por cada uno de nosotros y asintiendo. De

todo esto sí bien me acuerdo. Cada quien escondía en las manos, por la

espalda, una colilla, tomada de los ceniceros de la casa, abandonados por

Lupita, la graciosa amiga de mis tías gemelas y por ellas mismas. Eran los

restos de los deliciosos y mentolados Lucky Strike o Pall Mall, de importación,

llegados por Tampico, de donde los traía Lupita para gusto de todas ellas.

– ¡Pues si tienen ganas de fumar, su tía Male los va a deleitar! ––nos

dijo alegremente, muy bonachona.

En eso sacó de su fina cigarrera de cuero, una cajetilla de las dos que portaba,

y ante nuestros ojos incrédulos, nos fue pasando a cada uno, un cigarro entero,

mentolado, extralargo, y luego empezó a prendérnoslos con su elegante

encendedor de gasolina. ¡Qué increíble tía! Ningún adulto nos había dado en

59
la vida tan rico regalo, ni siquiera en navidad. Si ya la admirábamos, con esa

sorpresa se nos hizo radiante, única en la vida.

Paladeamos en silencio el cigarro, nadie entre nosotros cruzaba palabra. Era

un gozo entrecortado, a medias, pues hacíamos lo prohibido frente a una

persona mayor, invitados por ella. Acabamos el primero y renovó su alegría:

–¿Les gustó, verdad? Tomen otro, enterito para que no anden

recogiendo colillas chupadas y con secretos ajenos.

Nos los fue encendiendo amablemente: ándenle, decía. El segundo nos supo

rico, no tanto como el primero, pues tanto silencio le quitaba sabor al mentol,

como su contento extraño.

Acabado el segundo, nos encendió el tercero. Más de uno se resistía, pero

nos animó a seguirle:

– ¡Ándele! Son mentolados, finísimos, les van a gustar.

Pasados unos segundos, uno por uno, empezando por los más chicos, hasta el

mayor que tenía ocho años, nos sentimos mareados. La barda de la cochera

ayudó a mantenernos en pie.

– Ya no tía, siento ganas de vomitar, dijo uno, y los demás, con ojos

perdidos o dolor en el estómago, se rindieron, suplicando terminar con el

juego de fumar.

Yo me acuclillé sintiendo que me caía. De eso también me acuerdo, pues para

entonces ya tenía tres años y tres cigarros completos, lo que es mucho más

que sólo tres años.

60
Al despertar, esa misma tarde, decidí firmemente dejar de fumar, y no tuve que

hacer una manda de caminar de rodillas por toda la Calzada. Lo bueno es que

no fue con el chisme a mis papás. Por eso admiro más a mi tía. Y porque

mientras están fumando sabores dulces que se vuelven tan amargos y te dan

ganas de vomitar, se la pasan alegremente. Todavía no sé cómo le hacen.

61
La puerca

En el terreno de al lado de nuestra casa, a media cuadra del Santuario de

Guadalupe, mi abuelito tiene un corral en el que cría chivos, borregos,

guajolotes, conejos, puercos y todo lo que de repente se le ocurre, hasta

animales que se comen a los que ya tiene. Cuando están gordos y grandes, en

mañanas que nos vamos a la escuela, desaparecen. Es entonces cuando el

abuelo nos regala un helado o invita a sus amigos a un gran mole. Él nos dice

que compra la carne en la carnicería, que no es la de los animales que le

ayudamos a alimentar, pero no me atrevo a decirle que sospecho que él vende

hasta a nuestros animales consentidos.

El corral es gigante, de bardas muy altas. En la orilla izquierda hay un enorme

árbol de breva, al que nos subimos en junio para bajar hasta diez cubetas

llenas de brevas, con las que mi mamá prepara la más deliciosa mermelada del

mundo. Se pasa horas y horas cociéndola en la estufa, y nosotros cooperamos

moviéndole y añadiéndole unas cucharadotas de azúcar. La verdad es que

apenas se voltea para otro lado, metemos el dedo para probar la mermelada,

aunque a veces nos quemamos por gusgos.

En el corral andan sueltos los borregos, las chivas y los guajolotes, pero están

encerrados los puercos y los conejos.

En el rincón del corral, lejos de la puerta y cerca de la breva, está la porqueriza,

rodeada con una malla de alambre delgado, sostenida por palos. Los puercos

machos se deben separar de las hembras cuando ellas van a parir, pues dice

mi abuelo que el macho es capaz de matar a sus cerditos recién nacidos y de

comérselos. Yo no sabía si creerle eso. ¿Apoco ustedes creerían posible que

62
un papá se coma a sus hijos? Por ejemplo, yo no creo que él se pueda comer a

mi papá por mucho que esté enojado. ¡Y vaya que se enoja!

Bueno, tengo que platicarles lo que pasó ayer, cuando estábamos los tres

hermanos mirando cómo mamá puerca daba de comer a sus cerditos. Estaba

echada con toda su barrigota al sol y con los doce puerquitos pegados a su

ubre, empujándola con sus hocicos mientras comían como enojados, repelando

y cambiando entre ellos de lugar. Mis hermanos y yo peleamos, pero no tanto,

y menos mientras comemos, pues para pronto nos aplaca mi papá. La puerca

de vez en vez les daba de mordiscos y patadas, haciendo tantos gruñidos que

ni parecía su mamá. Yo creo que los puerquitos la mordían y por eso los

trataba así, para enseñarlos a comer en paz.

De repente la puerca empezó a gruñir muy agudo, con más y más fuerza, que

hasta la panza se le infló como globo. Los puerquitos se le separaron de miedo

y ella con un resoplido que aventó polvo para todos lados, se levantó de un

golpe y le dio por tirar o morder todo lo que veía. Tumbó su casa de dormir, la

bandeja con comida y el bebedero. Aventó, pisoteó y mordió a sus marranitos

como si fueran trapos, que trataban de huir de ella pero sin poder escapar.

Acabó a mordidas con cada uno de ellos con una furia que seguía creciendo.

¡No lo podíamos creer!

Luego se lanzó contra nosotros, que observábamos lo que había quedado de

los cerditos sin movernos de miedo. Por suerte que estaba la malla de alambre,

que resistió apenas su primer empujón. Pero la puerca siguió lanzándose y

tomando tanto vuelo, que acabó por romperse de los palos. Cuando nos dimos

cuenta del peligro la marrana venía ya corriendo sobre nosotros. Sin pensarlo,

63
huimos los tres hacia el árbol de breva, pues era la protección más cercana, ya

que la puerta del corral estaba lejísimos para nuestros apuros. El primero en

llegar y treparse por el tronco fue mi hermano mayor, luego el mediano, y al

último, por no poder correr tan rápido como ellos, yo, el más chico. Cuando

estiraron sus brazos para subirme al árbol sentí que el hocico de la puerca

bufaba sobre mi pantalón. Volé jalado por las manos de mis hermanos,

mientras la puerca mordisqueaba desesperada el tronco de nuestra breva,

intentando subirse para acabar también con nosotros. No podíamos gritar ni

hablar de terror. Sólo nos apretábamos a las ramas para no caer del árbol y

acabar como los cerditos.

Yo creo que eran como las cuatro de la tarde cuando sucedió eso, pues se

acababa de ir a trabajar mi papá. Ahí estuvimos los tres tiritando, sin que nadie

se diera cuenta de lo que pasaba, pues las bardas tan altas del corral no

dejaban oír ruidos para afuera.

Como hasta una hora después, mi mamá apareció por la puerta del corral,

extrañada porque no sabía de nosotros. Las mamás dicen que cuando sus

hijos no hacen ruido es que alguna travesura andan haciendo y es cuando

salen a buscarlos. Desde el otro rincón alcanzamos a gritarle pidiéndole ayuda.

Ella tomó la escoba para defendernos y dio unos pasos hacia nuestro árbol. La

puerca la vio y se lanzó a la carrera contra ella como con ganas de devorarla.

Todos volvimos a gritarle a mamá, esta vez con más fuerza: ¡córrele mamá,

salte rápido! Apenas alcanzó a salir del corral, porque en cuanto cerró la puerta

tras ella, la puerca la golpeó como si fuera un toro.

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Suspiramos contentos de que se había salvado mi mamá, aunque luego nos

volvimos a dar cuenta de que seguíamos atrapados. Así pasó como otra hora o

más, hasta que por fin llegó mi papá. Lo vimos aparecer con su bate de béisbol

entre las dos manos, como si fuera su turno a batear, pero caminando muy

firme hacia nosotros y gritándonos muy valiente: ¡no se apuren mis hijitos!,

¡ahorita los saco de aquí! Él es muy alto y fuerte, por eso pensé: ahora sí se le

va a quitar lo loca a la puerca con un batazo al jardín izquierdo.

Y que sale disparada la puerca derechito contra mi papá. Él no alcanzó a tirarle

el batazo porque ya la tenía encima y apenas pudo esquivarla girando sobre su

cuerpo. Ya iba otra vez contra él y que lo vemos desaparecer corriendito por la

misma puerta que entró. Entonces sí que nos preocupamos mucho, porque si

ni mi papá que es muy fuerte pudo salvarnos, entonces nadie podría. Desde

el tronco en que estábamos oímos sus gritos tras la puerta: ¡no se apuren mis

hijitos!, ¡ahorita los sacamos de allí! La verdad es que necesitábamos que

alguien nos consolara, porque se hacía de noche y ahora menos nos

imaginábamos cómo podrían salvarnos.

Creo que se dieron cuenta de que estábamos a punto de llorar, porque pronto

se oyó ruido por la barda que da a la casa y apareció otra vez mi papá trepado

en una escalera, desde donde volvió a animarnos. Esta vez nos dijo que

tuviéramos calma, que no nos asustáramos porque iban a matar a la puerca,

que sólo así podrían sacarnos del corral. ¿Pero cómo la iban a matar si nadie

se atrevía siquiera a pegarle? Ni modo que a pedradas desde lo alto de la

barda y a oscuras.

65
En eso que entra al corral mi abuelito con su viejo rifle 22, un Remington.

Caminó rápido hacia la puerca empujando como siempre hacia delante su

cabeza, muy decidido. Él es famoso por atinarle hasta a las liebres cuando van

corriendo, pero creo que eso no es lo mismo que tirarle a una puerca gigante

corriendo hacia uno, porque mi abuelo sólo alcanzó a hacer un disparo sin

atinarle a la puerca, cuando ya estaba corriendo de retache para la puerta del

corral. ¡Patas pa´ que las quiero!, dice él mismo cuando cuenta de alguien que

huye de un peligro. Esa es la primera vez que veo correr a mi abuelito, el que

dice ser muy valiente. Mi papá, al ver que la puerca se lanzaba contra mi

abuelo, desde la barda le gritó: ¡Cuidado! ¡Mejor regrésate!

¡Matadura!, nos dice mi abuelito burlándose de nosotros, cuando nos

equivocamos en algo o no le atinamos al blanco con el rifle de municiones en la

feria. Sin darme cuenta, en voz baja le dije: ¡Matadura!, cuando falló el tiro a la

puerca y nos dejó ahí solos en el corral con ella. No sé cómo me atreví a

decirlo, aunque en voz muy bajita. ¿Y si se entera?

Yo ya quería regresar a la casa, pero ninguno de los que nos cuidan podía

hacer algo para protegernos de la puerca. Era de noche, teníamos entumidos

nuestros brazos de tan fuerte que nos apretábamos a la breva. Una luz larga

salió de la cabeza de mi papá, era la lámpara que usa mi abuelito cuando va de

cacería. Luego otra con luz como de coche, iluminó hacia nosotros. Era la

lámpara de nuestro vecino, el señor Lozano. Las habían traído para ver bien a

la puerca y dispararle desde arriba, pues ya nadie se atrevía a entrar al corral,

menos de noche.

66
Mi papá tomó el rifle y le disparó a la puerca una, dos, tres, cuatro...muchas

veces. Los disparos retumbaban por las bardas, haciendo eco como si otros

rifles le contestaran con balazos. ¡Hazte a un lado matadura!, le dijo mi abuelito

a mi papá, viendo que no le hacía nada a la puerca. Ahí aprendí que también

los papás fallan el tiro. Le quitó el rifle mi abuelito a mi papá y le disparó a la

puerca una, dos, tres, cuatro…muchas y más veces que él. Ahí aprendí que

hasta los abuelos se equivocan y fallan, hasta el mío. ¡Matadura!, pensé otra

vez, pero deseando que sí la matara.

Dicen que casi se gastaron una caja de tiros. Pero a la puerca no le salía

sangre ni la herían porque las balas se le metían entre las capotas de grasa

que tiene bajo la piel. Eso lo digo porque luego vi por el hoyito de la cerradura

de la cocina que la destazaban y entre los pedazos de grasa estaban como

nuevas, las balas.

Cuando me bajaron mis papás del árbol, los abracé más fuerte que a la breva,

no los quería soltar, aunque sentía todo el cuerpo encogido. Bueno, también

bajaron a mis hermanos. Creo que estaban apenados porque no nos pudieron

salvar antes. Fuimos también a abrazar a mi abuelito, que no se cansaba de

decirle palabrotas a la puerca, jalándose los cabellos. No nos vio a los ojos,

aunque nos acarició la cabeza.

Hoy no paramos de regalar carne a todos los vecinos y la casa sigue oliendo a

chicharrón por todos los cuartos y el patio. El corral amaneció limpio. Ahora

quiero ir a abrazar suavemente a la breva y decirle gracias por crecer inclinada

para poder subirnos y salvarnos la vida.

67
Caballo alazán tostado

Yo creo que todos los niños quieren tener un caballo y también creo que todos

los padres no quieren que lo tengan. Nunca quieren regalártelo, aunque les

ofrezcas que te dejen de dar domingo hasta que alcance para comprar un

caballo.

Porque si de verdad quisieran, al menos te regalarían un potrillo, que sale más

barato, pues come menos. Un potrillo cabe en el patio de cualquier casa, o si

vives en un departamento, cabe aunque sea en la banqueta de la calle, pero

cabe, y se puede estar amarrado de la protección de la ventana. Eso no lo

entienden los papás. Siempre te salen con que no hay dónde ponerlo, que

necesita espacio, que come mucho, que hace falta darle medicinas. Pues yo le

doy de comer, les digo, pues yo limpio su boñiga, pues yo lo baño, lo aliso, lo

peino y le doy de comer. Todo eso les he dicho y nunca los he podido

convencer de regalarme siquiera un potrillo.

Yo siempre les pedía un caballo y no dejaba de pedírselos, hasta que me di

cuenta que mi papá prefería a mis hermanos, pues a ellos sí les compró su

bicicleta nueva y a mí ni siquiera un pony. Decía que cuando ellos crecieran

me iban a dejar una de sus bicicletas.

Mi abuelito sabía bien que yo quería un caballo, por eso cuando estaba por

cumplir diez años, me dijo:

– No tengo para comprarte un caballo, pero te voy a montar en el mejor

cuaco de San Luis Potosí. Voy a comprarte un traje de charro, nuevo,

con todo y su camisa, sombrero y botas. Luego voy a rentar el mejor

caballo del Rancho del Charro, el garañón alazán tostado, y compraré


68
una cámara fotográfica para tomarte fotos, montado en él. Ese será tu

regalo de diez años.

¡Me puso feliz mi abuelito! Salté de puro gusto. Serían mis primeras botas, mi

primer traje acampanado como el de los verdaderos charros y caballerangos,

sería mi primer sombrero.

Al día siguiente fuimos con el sastre para que me tomara las medidas, y a

comprar las botas, la corbata de seda de Santa María, lisa, hermosa como

bandera, y una camisa de charro, con sus tarugos de hueso. Ansioso pasé

todos los siguientes días y noches, esperando que el sastre terminara el traje y

me lo probara.

Llegó el día de estrenar el traje. Era elegante, con rayas verticales y color café,

que combinaba muy bien con la camisa y las botas. La cámara estaba

lista. Sólo faltaba rentar el caballo y tomar las fotos. Eso hizo mi abuelito la

tarde del día siguiente.

Neto, el caballerango, preparó al nervioso garañón y hasta me prestó sus

espuelas de plata. Tenían cada una su estrella que sonaban como campanitas

al caminar. Me advirtieron que no picara con ellas al caballo, pues podía

tirarme, y que no le jalara la rienda, pero que la mantuviera tensa, muy

firme. Yo no sabía montar, menos desde tanta altura. Nunca me había subido

al alazán, un gigante que siempre estaba furioso, y que sólo podían controlar

su dueño y Neto. Lo bueno que él estaba ahí para que no lo dejara tirarme.

–¡Apúrele! le dijo don Neto a mi abuelito, cuando ya me había trepado en

el cuaco encrespado.

69
Con la cámara nueva, mi abuelito se colocó por todos lados para tomar las

veinticuatro fotos que traía el rollo. Lo hizo muy alegre, pues sabía que me

estaba dando mi gusto, un gusto que ninguno de mis hermanos podía darse ni

con bicicleta nueva.

Pegaba la cámara a sus gruesos lentes y se agachaba para acomodarse. Se

veía que le colgaba su barriga al inclinarse para adelante.

Esa noche dormí feliz, soñando que cabalgaba a galope en el alazán por la

Tenería, a trote por el Cerro de la Cruz y al paso, entre el pedrerío de la

Cañada de Lobos, buscando pedernales, divisando a lo lejos unos gatos

monteses.

Esperamos hasta diez días para que revelaran las fotos. Cada uno de ellos se

me hacía más y más largo. Las fotos tenían que enviarse a México,

regresarlas, revisarlas y luego entregarlas. Hasta que por fin llegaron en un

sobre.

Nos sentamos mi abuelito y yo, como todas las tardes, en nuestra banca

preferida, la primera banca de la Calzada de Guadalupe. Me pegué a su

cuerpo, él me abrazó. Abrió un sobre amarillo muy grueso.

Sacó la primera foto. Ahí estaba mi cabeza con el sombrero nuevo, pero sin el

caballo. En la segunda se veía muy bien peinada la cabeza del caballo, pero

sin el jinete que era yo. En la tercera sólo aparecían las ancas fuertes y la cola

elegante del caballo, sin su charro, que era yo. En la cuarta aparecieron las

nerviosas patas blancas delanteras del caballo, con una bota y la espuela de

Neto.

70
Así siguió con las demás.

En ninguna salimos completos el alazán y yo. Todas, todas, estaban mochas.

La mejor era una en que salía la mitad delantera de mi cuerpo con la mitad del

caballo. No entendimos por qué salieron así.

Volteé a ver a mi abuelito, suplicándole:

– ¡Abuelito, vamos a sacarlas otra vez!

Sin voltear a verme, pero apretándome con sus brazos fuertes, contestó como

con agua en la boca:

– No tengo dinero para rentarlo, ya se me acabó.

Yo sabía por su abrazo que me estaba diciendo la verdad, y eso le dolía, por

eso no le volví a pedir montarme en el mejor garañón del Rancho del Charro.

II

Pasó una semana. Yo no le dije a mis papás lo que había pasado con las fotos

porque me daba mucha vergüenza, pero me parece que mi abuelito sí les

platicó. Entonces mi papá me llamó y con mucho cariño me dijo:

–No tengo dinero para comprarte un caballo, ni un potrillo, ni un pony.

Pero ya conseguí que te acepte don Neto el caballerango como su

ayudante para que aprendas a cuidar y montar caballos todos los días.

Hay una condición: primero debes hacer tus tareas y después ya puedes

ir al Rancho del Charro.

–¿Deveras? –le pregunté con los ojos muuuuy abiertos.

71
–¡Seguro! Ve con tu abuelito, él te llevará a ponerse de acuerdo con

Neto.

Eso lo dijo muy contento.

Al día siguiente, empezó mi entrenamiento para criar caballos con don Neto.

¡Podía entrar a todas las caballerizas y acariciarlos! Con él aprendí a darles de

comer en las cantidades adecuadas, a darles de tomar agua –pero sólo

después de que hubieran descansado–, a alisarlos, peinarlos, limarles las

pezuñas y bañarlos. Todo eso era muy divertido.

Más divertido fue sacarlos a pasear por la ciudad y al monte. Así fui conociendo

a todos los caballos que ahí estaban, unos pintos, otros bayos, otros

palominos, dos tordillos. Bueno no todos, nunca me dejaron montar otra vez al

garañón alazán tostado. Era demasiado nervioso, y adivinaba el miedo que yo

le tenía.

Primero me enseñaron a andar al paso, despacio, como presumiendo uno su

caballo, mientras todas las demás personas, van allá abajo en el suelo, sin

jamelgo. Luego al trote, que se siente cómo golpean las nalgas sobre la silla, y

si hablas mientras trotas, te sale muy diferente la voz, como cortada. Sentía

salir volando con el trote, por eso casi no me gustaba. Luego me enseñaron el

medio galope, con el que corren los caballos y te sientes muy seguro. El viento

ya te va empujando al medio galope, y el campo se te acerca rápido. Por

último, me enseñaron el galope tendido: ese sí que es peligroso. Cuando lo

lleva, el caballo da su más larga zancada, su cabeza se va hasta adelante y

sientes que sólo pegándote a su cuello puedes mantenerte en la silla. Oyes su

72
respiración agitada, hueles la polvareda que levantan sus patas y los cachetes

y cabellos se te van para atrás. Es muy emocionante.

Poco a poco, en esas salidas a la Sierra de San Miguelito, me fui encariñando

con el “tordillo”, un caballo blanco de manchas negras, mediano y manso. Ese

es mi consentido, no me tira patadas ni me amenaza con golpearme con sus

patas, cuando camino detrás de él. Otros te amenazan y te tiran una cruel y

larga patada, que hasta te puede matar.

También aprendí a ensillarlos, a quitarles los insectos con la arpilla, a revisarles

la dentadura y a quitarles las garrapatas de las orejas y del cuerpo. ¡Qué lata

es quitarles las garrapatas! Aprendí la inseminación artificial de las yeguas,

para que tengan potrillos fuertes y hermosos hijos de los mejores caballos.

Olvidaba platicarles del paso más peligroso que puede dar un caballo. Se los

platico pero a condición de que no lo platiquen. Yo mismo no se los he contado

a mis papás ni a mi abuelito. El paso que nunca quisieras aprender es cuando

el caballo se desboca. Cuando eso pasa, va peor que a galope tendido,

despavorido. Aunque le jales la rienda, ya no te hace caso, aunque le piques

las espuelas para que obedezca, ya no las siente, como que se hubiera vuelto

loco. Ni él mismo se da cuenta a donde va, ni si se puede estrellar contra un

muro o desbarrancar. Se olvida de ti, nada lo detiene en su carrera desbocada,

y a veces así se matan solos. Eso puede suceder cuando se asustan mucho.

A mí se me desbocó un caballo palomino, que acabábamos de herrar, la vez

que venía entrando a la ciudad, cerca del río Españita. Estábamos por cruzar la

carretera, cuando por detrás, lo asustó el claxon de un camión de pasajeros

que le pitó a un burro estacionado sobre la carretera. Sí, de verdad,


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estacionado en la carretera. Al palomino, de repente, como que se le doblaron

las patas traseras, tomó impulso, saltó muy alto y arrancó sin freno por todo un

campo de béisbol y no paraba en su carrera. Yo venía prendido a sus crines y

a la cabeza de la silla, pues me había arrancado el freno. Traía mis piernas

muy pegadas a su cuerpo, los pies bien metidos en los estribos de la silla, con

mucho miedo, tratando de brincar para bajarme de él, pero sin hacerlo, por

temor a estrellarme.

El palomino enfiló hacia el Santuario. Lo pasamos sobre la terracería y

estábamos llegando a los arcos de los Niños Héroes. Yo esperaba que por ahí

doblara para el Rancho del Charro, hacia su caballeriza, pero siguió de frente.

Un camión venía por la calle hacia nosotros y eso lo hizo virar apenas en

dirección de la Calzada, donde se terminaba la terracería y empezaban los

adoquines.

Cuando apoyó sus patas después de brincar el escalón de la Calzada,

patinaron sus cascos hacia afuera y se desplomó sobre la cantera.

Resbalamos unos metros sobre su barriga hasta que se fue de lado,

botándome al ras de las baldosas.

Cuando abrí los ojos, me quemaba todo el cuerpo. Lo tenía lijado por todas

partes. Desde el suelo, lo primero que vi fue la banca de la Calzada, donde

habíamos abierto el sobre con las fotos mi abuelo y yo. Luego oí que bufaba el

palomino. Volteé a verlo y estaba bañado en espuma, queriéndose levantar,

pero sin poder lograrlo. Tenía una pata y una mano fracturadas. Sus ojos

estaban rojos, hinchados.

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Entonces llegó a mi lado don Neto: “no se mueva, niño; pronto viene una

ambulancia para levantarlo”.

Cerré los ojos imaginando que llegaba una ambulancia con su sirena y se

llevaba al palomino a un hospital.

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El artilugio de Juan

Juan tiene uno o dos años más que cada uno de la bolita de vecinos que nos

juntamos en el parque, casi a diario. Aunque no viene a jugar con nosotros

todos los días y es el más pobre, siempre es bienvenido por sus bromas y

destrezas: es el mejor de todos para tirar con la resortera y para tirarse pedos

siempre que quiere o que le pedimos que se los eche.

Vive a cinco cuadras del Parque, en el barrio de San Juan. Es buen caminante

y seguido nos invita a ir de cacería de pájaros, palomas crestunas, lagartijas y

gatos monteses, al Cerro de la Corona y más allá, hasta la Cañada del Lobo,

donde empieza la sierra verde de pingüicas. También es de los mejores para

jugar canicas y choyas. Cuando se cansa de ganarnos canicas, empieza a

perder adrede, pues dice: “¿y luego qué les voy a ganar mañana?”.

Hoy ha llegado como otros días al Parque, escondiendo en su bolsa derecha

del pantalón, su artefacto para echarse pedos. Nos tiene apantallados: ¿cómo

es posible echarlos tan tronados, tantos unos después de otros y cada que se

le antoja? Apenas se aprieta un poco la bolsa, y le sale una ristra de pedos

sonando como sapos aplastados.

Entre todos los amigos que hoy nos reunimos, con tal de que nos deje usar su

máquina, le hemos ido subiendo la oferta para que nos la venda o al menos

nos la preste. Carlos le ofreció 10 canicas. Juan no aceptó, contestando con un

pedito. Preguntó: ¿quién da más? Le propuse 12 canicas y una ágata bien

bonita. Se burló de mí, era muy poquito, “tanto así”, dijo, echándose dos

pedillos. Luis le ofreció su ponche favorito y 15 canicas, tampoco le pareció

suficiente. Enrique luego le ofreció 15 canicas, y cuatro ponches de colores,

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gringos, de los mejores que hay en el mundo. Juan contestó: “ya casi” y se

echó un pedote fenomenal, de vaca. Carlos subió su oferta, sudando, como si

arriesgara todo lo que tenía en el mundo: “te doy 20 canicas, ocho ponches

gringos, un balín y te presto una semana mi ponche favorito”. Sufría al

completar el cambalache. Juan se volteó y aventó una sarta larga de pedos

que daban envidia.

Carlos se alegró, creyendo tener ya en sus manos la máquina soñada. Juan,

como otras veces, en el momento que ya iba ganando, aburriéndose de

derrotarnos, se despidió: “otro día les vendo mi aparato”. Se fue

pavoneándose, levantando de vez en vez la pierna y la nalga para acompañar

su adiós con varios gases expansivos.

Todos nos volvimos a hacer las preguntas de siempre: ¿por qué no nos vende

su aparato y se va a comprar otro y otro más, y así gana dinero con cada uno

de nosotros? ¿En qué tienda del mercado lo compra?

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Los esposos de película

Hace dos años llegaron a nuestra colonia una muchacha y su esposo. Eran tan

bellos, que a todos nos hacían voltear a verlos por entre las rejas, cada vez

que pasábamos por su casa. Para mi hermana, él es guapísimo, para mi papá

ella “es muy hermosa”. Mi mamá dice que ella es muy linda. Yo no les digo,

pero a mí me gusta ella.

Llegaron con un bebé. Su mamá lo sacaba a asolear al patio en una cuna muy

elegante. Entonces mis amigos y yo nos deteníamos para ver a su mamá,

hasta que alguien al vernos nos regañaba:

–¿Qué hacen ahí bobeando de metiches? –estábamos trepados en la

barda de piedra de la esquina del jardín de los Niños Héroes, muy alta,

desde donde se veía mejor hacia su casa.

Desde que llegaron, mis hermanos mayores y sus amigos, en lugar de jugar

fútbol donde siempre, dos cuadras más allá, empezaron a jugar casi frente a la

casa de ellos. Era para verla también, aunque no lo dijeran. Estoy seguro de

eso, porque apenas iba ella a salir con su bebé, todos decían gritando “paren la

bola”, y como si estuvieran en los honores a la bandera de la escuela,

volteaban derechitos hacia ella y no se movían, hasta que se alejaba. ¡Ah!,

pero si pasaba una señora o cualquier otra persona, ni se daban cuenta y no

paraban de jugar. ¡Qué convenencieros!

Cuando el niño casi tenía dos años ya se parecía a su papá, como en los

cuentos de niños, muy bien vestido y limpiecito, no como nosotros que siempre

andábamos empolvados de jugar a las canicas en el suelo, o con arena en las

bolsas, de las piedras que usábamos para resorterear. Aunque lo invitábamos


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a jugar, su mamá siempre nos decía, “todavía está muy chico, niños, muchas

gracias”, y se lo llevaba tomado de la mano, retirándolo de nosotros. Entonces

al menos nos sonreía un poquito y al irse, nos peleábamos entre todos porque

cada uno decía que le había sonreído a él. Yo digo que muchas veces a mí sí

me sonrió. Para mí era bellísima, no nada más bella, como dicen los nombres

de unas películas.

Luego nació su bebita, era una niña tan hermosa como su mamá, sólo una vez

nos dejó verla. Como a los dos meses, hicieron una fiesta por la llegada de la

bebé, y nadie de la colonia fue invitado. De todos modos nosotros estábamos

pendientes, subidos en la barda para ver quiénes llegaban y se iban. Era una

fiesta infantil muy alegre.

De repente, casi todos salieron apurados y asustados. Vino una ambulancia y

dicen que trataron de salvar a la bebé, pero no pudieron. Supimos que en su

cuna se había tragado una piedra y que se ahogó.

Nos volteamos a ver, preguntándonos: ¿cómo llegó una piedra a su cuna? Nos

pusimos chinitos cuando uno dijo:

–Fue alguna piedra de resortera que cayó a su casa.

Todos nos quedamos callados y pálidos.

–¿Cómo creen?, la casa siempre está limpiecita, bien barrida, lustrosa

como ellos –contestó otro.

Respiramos un poco, pero sentíamos apretado el pecho.

–Fue una piedra que llegó volando a su cuna cuando la andaban

paseando por el patio –alguien debió haber dicho.

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Volvimos a enfriarnos unos minutos, hasta que les aseguré:

–Pero una bebé no puede tomar una piedra del tamaño de las que

usamos en nuestras resorteras, ni siquiera abre los ojos.

Como que no los convencí y volvimos a quedarnos callados. Ya nadie habló.

Estaba oscureciendo. Muy preocupados y tristes, nos fuimos cada uno a su

casa.

Cuando al día siguiente mis papás fueron a dar las condolencias a sus papás,

quise acompañarlos. Los esposos ya no estaban en su casa. Se habían ido,

dijo una muchacha. Su portón tenía un moñito delgado, de listón negro. A los

pocos días un camión de mudanzas se llevó todas sus cosas, pero ellos nunca

volvieron. No pude entrar a su casa. Quería ver el cuarto de la niña, la cuna y la

piedra. La que nos quitó a la más bella de la colonia y a sus bebés de cuentos

de hadas. Mis hermanas dicen: “nos arrebató al hombre más guapo del barrio”.

Días después, la rezandera doña Margarita, al saber por qué estábamos tan

tristes, nos dijo: “quítense la pena, ahora la bebé es un angelito”.

Así la veo desde entonces, como los angelitos del Santuario, con sus bellos

papás y su hermanito, esculpidos en cantera rosa.

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Aguaceros

Por mucho que llueva en San Luis, no caen más de cinco aguaceros o lluvias al

año, y eso en agosto. Son escandalosos, no duran más de diez minutos. Sus

enormes gotas son del tamaño de una moneda de veinte centavos, duelen al

caerte sobre la tatema. Sin que te des cuenta, de repente, termina el aguacero

y no deja ni nubes a su paso, pareciera que alguien aventó los chorros y se

escondió.

Nosotros, apenas escuchábamos las primeras gotas de aguacero, dejábamos

todo lo que estuviéramos haciendo, hasta las tareas, para hacer nuestros

barquitos. Sabíamos que nos iban a dejar los papás aventar nuestros barcos

de papel por el arroyo que se hacía por toda la calle al lado de la Calzada.

Hacíamos tantos barquitos como tiempo durara el paso del arroyo formado con

el aguacero, con prisa. Entre más, mejor, porque no todos duraban en el agua,

algunos se hundían. Si los hacías mal, pues más pronto iban a parar al fondo

de la calle, por eso teníamos que doblar muy bien sus partes. Los hacíamos

apurados porque la avenida de agua duraría una media hora a lo más. Era toda

el agua que se juntaba desde la Sierra de San Miguelito, y que se salía del Río

Españita, y tomaba por la Calzada, pasando por muladares y campos

abandonados.

Usábamos periódicos viejos para hacerlos, o papel brilloso. A escondidas

tomábamos hojas de revistas como Time. Debían ser ligeros para que no se

hundieran pronto.

Pero además de hacerlos para que navegaran mucho tiempo por la Calzada, el

chiste era que en ellos escribiéramos un deseo secreto, o un recado para que
81
alguien lo leyera, alguien que no viera quién lo había escrito, pero que

deseábamos supiera lo que decía. Teníamos nuestras reglas: no se valía leer

los secretos de otros barcos, a menos de que se hundieran, por eso debíamos

hacerlos muy bien, y así los hermanos o amigos no los sabrían, y sólo las niñas

o niños que vivían Calzada abajo podrían leerlos, pues hasta allá no nos

dejaban ir persiguiendo a los barquitos.

Me acuerdo que al primero que hice, le puse un deseo: “que se cure mi mamá”.

Al siguiente año, tenía miedo que en la escuela me iba a tocar de maestra la

señorita Ortiz, por eso puse en mi barquito: “que no me toque ella, la Ortiz”. En

otro puse: “que me suban mi domingo”, y hasta dibujé dos monedas pues sólo

me daban cinco centavos. Al siguiente año, puse: “Carlos es novio de Gloria”,

Carlos era mi vecino, de ocho años, como yo. Al otro año puse, después de

pensarlo mucho y sin que nadie me viera: “me gustan Lula y Aurora”. Vivían

cinco cuadras más abajo, sobre la Calzada. ¡Ojalá lo leyeran! Pero no puse mi

nombre, tenían ellas que adivinar.

A los más grandes les daba coraje que alguno de nosotros pusiéramos, por

ejemplo, “Luis quiere a Manuela”, decían que eran chismes. Pero era la puritita

verdad, no querían que se supiera, o mejor dicho, que no supieran los papás

de las niñas, les daba miedo eso.

A los diez años sí me animé a escribir en uno: “Isabel te quiero”, y le di una

pista, poniendo como firma mi inicial. Isabel vivía en la calle Zaragoza, por

donde continuaba la Calzada. Sospecho que lo leyó o alguien le fue con el

chisme, porque de ahí en delante me huía en la escuela. Creo que yo no le

gustaba. Eso me dio mucha vergüenza.

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Al siguiente aguacero ya no quise botar ningún barco, pero sí ayudé a los niños

y niñas más chicos a doblar bien sus barquitos y a ponerlos a bogar.

Siempre me preguntaba qué barquitos soltados por niñas cuadras arriba

hubiera leído. ¿Le podría gustar a alguna?

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Colonia Niños Héroes

Eran las cinco de la tarde, de un martes seguramente, porque los papás de

Jacobo habían salido al cine y su hermano no había regresado aún del trabajo.

“Tenemos que apurarnos”, dijo él, para que no lo regañara nadie en su casa al

descubrirnos en su sala, escuchando sin permiso el fonógrafo. El aparato era

de su hermano y sólo él podía usarlo, pues los niños sólo servimos para

descomponerlos, como decían los mayores. Entramos de carrera, silencitos,

los ocho seleccionados por él para escuchar el disco que ese verano le habían

traído de Estados Unidos. Era de un grupo muy famoso, unos melenudos de

pantalones acampanados, “muy mal ejemplo”, diría si lo supiera, cualquier

mamá de nosotros o vecina. A mí lo que me atraía era la casa, que no pude

conocer pues la sala estaba luego luego, entrando a la derecha.

Por más que quise asomarme al patio y ver qué había más allá, el jalón que dio

mi hermano Javier a mi camisa me arrastró hacia la sala con todos los demás.

Nos quitamos los zapatos y los dejamos a la entrada para no ensuciar la

alfombra. Por supuesto que no nos sentaríamos en los grandes sillones de la

sala, que como en todas las casas del barrio, estaban forradas con sábanas

para protegerlas del polvo. Aunque yo siempre pensé que las protegían de

nosotros los chamacos, pues nunca dejaban que nos sentáramos en ellos.

Cada quien tomó su lugar, como en la iglesia, y como en ella, hubo un

encargado de oficiar. Yo era monaguillo y fácil supe que ahí el sacerdote era

Jacobo. Su voz se imponía a la de todos los demás, mayores que yo, iguales

en edad que él, incluso a la del capitán del equipo de fut que ahí estaba y era

mi hermano Arturo.

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Jacobo sacó con mucha paciencia el disco de su forro, y se puso a limpiarlo

ligeramente con un trapito, delicadamente como si fuera un cáliz. Todos

seguíamos obedientes, en silencio.

Al mayor de nosotros le permitió sostener la portada, pues sabía un poco de

inglés e iba a explicarnos qué decía. Jacobo colocó el disco y entonces nos

dispusimos a escuchar las canciones, casi tan incomprensibles como los

cantos en latín de la misa.

Todos ellos tenían entre 14 y 16 años, yo apenas 10. Era el más pequeño,

pues mi mamá no dejaba salir a mis hermanos sin mí. Yo pagaba mi presencia

con las burlas de todos ellos a mis camisas desfajadas y con los jalones que

daban a mi “brochita”, el copete que mi abuelo ordenaba al peluquero que

siempre me dejara.

Unos estaban hincados, otros sentados sobre sus talones. Cuando uno recargó

su cabeza en un asiento de la sala, lueguito lo regañaron los demás:

¡compórtate, Luis!, le ordenaron en un susurro unánime para no interrumpir la

música. El pidió perdón de inmediato. Nos lo habían advertido: quien no se

comportara no volvería a ser invitado a escuchar discos. El riesgo era muy

grande, pues nadie más en toda la colonia tenía esa posibilidad de escuchar

discos, ni aunque fueran adultos.

La misa avanzaba, yo me dediqué a observar a los demás. A ellos sí les

gustaba esa música, como lo veía en sus ojos agrandados, en las reverencias

que hacían y en los comentarios queditos que cruzaban, señalando tal o cual

cosa del forro en su portada o en alguna palabra que captaban en inglés. Yo

también identifiqué algunas palabras y oraciones: lov mi du; ailovyu; pi es


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ailovyu; lisen; camanbeibi; Ana; bois en guerls, y otras. No era tan difícil el

inglés, me dije, pues no tenía derecho a comentar, pero sí a quedarme callado.

Cuando el cantante y el coro empezaron a gritar: ¡¡¡aaaAAAAGuau!!!

¡¡¡Camancamanbeibi!!!, todos ellos se miraron entre sí, movían el cuello hacia

los lados, luego lo estiraban con todo y sus brazos. Yo creo que antes la

habían escuchado sin mí, porque se les oía muy parejos, al concelebrar con

esos gritos desaforados, como decía el capellán de la iglesia cuando criticaba a

los que pasaban con sus bocinas vendiendo colchones junto a la iglesia.

Escandalizan, decía él. Así escandalizarían todos ellos, a no ser porque no les

dejaban gritar en la casa de Jacobo.

Terminamos de escuchar el disco. Salimos como llegamos: muy calladitos.

Miré hacia el patio que no pude conocer, pensando que la siguiente vez

inventaría que necesitaba ir al baño para explorarlo, aunque no tuviera ganas.

Dimos gracias, como cuando salíamos de la iglesia.

Apenas se sintieron en la calle, empezaron a gritar como los greñudos del

disco, mientras otros hacían como que tocaban la guitarra o la batería y

pronunciaban: ¡Camancamancamanbeibi!

Yo les puse las cruces, bendiciéndolos: habían enloquecido.

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Cachimba

Cachimba le llamamos al más hablador de nuestra pandilla. A él le sobran

historias, unas vividas, otras inventadas, pero que no sabe cuándo sale de

unas para entrar a las otras. Decimos que le sobran porque debe tener tantas

que hilvana una dentro de otra, y una más dentro de la segunda y la tercera, y

así te va llevando, sin que tenga final ninguna de sus historias.

Aunque todavía no le conocemos un cuento completo, se anima con cualquiera

y se le hacen grandes los ojos en su plática, mientras va arrojando burbujas de

saliva como vendedor de pompas de jabón en el zócalo. Saltan de su boca,

empujadas por el gusto de tener quien le ponga atención.

Tenemos muchas ideas de por qué es así Cachimba. Oscar, por ejemplo, cree

que nadie lo escucha en su casa, por eso se repone con nosotros. Carlín,

piensa que Cachimba se siente profesor, que nos enseña y para que sepamos

más, nos va presentando todos los detalles de sus historias como él las ve,

aunque acabe perdiéndose en el mar de palabras. Rupos, como decimos a

Ruperto, apuesta que siempre está midiendo nuestra paciencia, pues nos tiene

ordenados según el tiempo y las historias que aguantamos de su cadena sin

fin.

Cachimba sencillamente pierde el rumbo porque no nos atrevemos a

regresarlo, creyendo que está a punto de volver al cuento original, y que es su

manera de decirnos que es nuestro amigo. Amigo con sobradas cáscaras de

cebolla ensalivada, si quieren.

Cuando discutimos entre nosotros y no está Cachimba, más de una vez hemos

tratado de resolver el asunto de quién le va a decir que es un desorden como


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cuentero y que nunca ha terminado uno de su cebolla de cuentos. Unos, y

otros, hemos sido encargados por la pandilla para llamarlo al orden, pero por

su magia con las palabras, cuando lo escuchamos, todos olvidamos quién era

el indicado de volverlo al carril y nadie se atreve a hacerlo.

Finalmente, hoy sábado, sentados sobre los escalones de la arcada del

monumento a los Niños Héroes, se atrevió Cachano a decirle a Cachimba que

terminara su primer asunto y que apenas lo acabara, podría empezar los

siguientes.

Cachimba lo volteó a ver, extrañado. Luego nos vio a los demás. Nos preguntó:

–¿Y quién sabe cuál es el primero?

Nos quedamos callados, sin saber la respuesta.

–El que empieces a contar –atinó a responder Cachano.

–¿Y cuál es el último?

–El que cuentes al final –muy seguro respondió Cachano.

–¡Ah! ¡Entonces cuando lleguemos al último me piden que regrese al

primero para terminarlo! –contestó Cachimba, feliz por haber encontrado

la solución.

–¡Noooo! ¡Por Dios! ¡Qué cosa! ¡Es por demás! ¡Ya déjenlo!

Respondimos así entre unos y otros, cubriéndonos ojos y frente con las manos,

dejando a Cachimba seguir con sus pompas y cuentos ensartados.

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El enigma

Don Chenchito, celoso sacristán del Santuario, sólo nos permitía subir al

campanario en días de misa de cuerpo presente, por temor de que nos

cayéramos desde sus alturas, como hacía muchos años ya había sucedido a

un inquieto acólito como nosotros.

Esa tarde, a la muerte de un anciano vecino, había que doblar las campanas,

para lo que nos ofrecimos mis vecinos Carlos y Sergio, y yo.

–Suban sin sotanas –ordenó Chenchito, sabedor de que las piernas se

atoran con ellas con peligro para andar en las alturas.

–Sí Don Chenchito –contestamos los tres.

–Y no se sienten sobre las cornisas –continuó ordenando.

–No Chenchito –contestamos los tres, volteándonos a ver unos a otros,

sospechando que nos había visto o le habían ido con el chisme, la vez

anterior que nos subimos a doblar las campanas.

Subimos gustosos. Tendríamos toda una media hora para explorar los techos y

cornisas del Santuario y para ver la ciudad en todas direcciones. Dimos la

primera llamada, tristemente, como debía ser, combinando con lentitud los

golpes del badajo de la campana mayor con los repiqueteos de la campana

menor, un esquilón. Juntas parecían llorar.

Al terminar la primera llamada, y con el temor de que nos descubrieran

sentados sobre las cornisas, con las piernas al vacío, decidimos explorar por

las orillas exteriores de las naves, más seguras que las cornisas. El trazo de la

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iglesia era perfecto, hasta por sus techos. Mirábamos para un lado y el otro le

replicaba simétricamente, con iguales medidas, que medíamos con pasos.

Nuestro recuento iba todo por pares, hasta que saltó a nuestra vista algo que

no se equiparaba: un murete de cantera achaflanada sobre el lado poniente no

tenía su pareja del lado oriente. Miramos atentamente y desde varios ángulos,

aquella construcción.

Situados en un lugar muy cercano a la orilla de la nave central, desde lo alto y

cerca de la cúpula, se apreciaban tres escaloncitos escondidos por el prisma

que coronaba al murete por el exterior. Estos terminaban en un hoyo cuadrado

oscuro: ¡una pequeña entrada a la iglesia, a cinco metros de altura y escondida

de la vista de quienes circulaban por su piso exterior! El disfraz del murete era

perfecto, nosotros mismos al jugar allá abajo, en el patio oriente, nunca la

habíamos visto.

Nos sorprendieron los chiflidos y gritos inconfundibles de Don Chenchito, desde

allá abajo:

–¡Se les está pasando la segunda llamada!

Interrumpimos nuestra exploración para dar la segunda llamada, con prisa.

¿Qué era aquello que habíamos descubierto? Las campanadas no nos dejaban

platicar, cada uno seguía pensando en el descubrimiento de una entrada

secreta. O salida secreta. Apenas nos dimos cuenta que estábamos

entrecortando la segunda llamada, distraídos por el hallazgo y retumbando

nuestros oídos por las campanadas.

Nos quedamos en el campanario para no olvidarnos de la tercera llamada,

acostados, sacando apenas las cabezas por las cornisas. Así no se verían
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nuestros cuerpos al vacío. Arriba de nosotros estaban los dos niveles

superiores del campanario a los que no nos atrevíamos a subir. Mientras

veíamos toda la ciudad desde lo alto, nos intrigábamos:

–Es un pasadizo secreto, dijo Carlos.

–¿A dónde va a dar? –preguntó Sergio.

–Al púlpito –aseguré yo.

–Hay que pedir la llave para subir al púlpito –propuso Carlos.

–¿Crees que nos la preste Don Chenchito? Ahí sólo entra el Padre.

–¿Qué le diremos para que nos la preste? – preguntó Sergio.

–Diremos que vamos a limpiarlo – propuse yo.

–Hay que buscar una mejor excusa –concluyó Carlos.

En eso llegó la carroza con la caja del difunto. Debía pesar mucho, pues cuatro

hombres batallaron para sacarla y ponerla en unas ruedas. Se acercaba

caminando mucha gente por las calles laterales. Todos se veían como

hormigas desde las alturas del campanario. Venían vestidos de negro o de

colores oscuros, las señoras con arreglos de flores blancas y veladoras. Casi

nadie hablaba. Era hora de dar la tercera llamada. Lo hicimos muy lentamente,

pensando en cómo entrar a la escalera interior al muro que lleva al púlpito y

buscar la entrada secreta del Santuario.

Al terminar la misa, cuando todos los asistentes se habían ido, nos acercamos

al sacristán pidiéndole permiso para limpiar el púlpito.

–¿Desde cuándo les interesa asear cualquier lugar del Santuario? –

preguntó Don Chenchito, cuando le pedimos las llaves para entrar al

púlpito –algo se traen entre manos.


91
–Es que casi nunca lo limpian y se puede ofrecer –respondió Carlos.

–Ya casi es mes de María y desde ahí reza el rosario el Padre Lucas –

respondí yo.

–No me convencen, pero estaré observándolos a ver que travesura

planean, porque no dejaré que la hagan –resolvió Chenchito

soltándonos las llaves y mirándonos con la cabeza inclinada, así nos

examinaba mejor.

Como sin querer, las tomamos y fuimos por trapos, escobas, recogedor y nos

dirigimos allá.

–Hagan como si nada –aconsejó Carlos.

–Yo revisaré a los lados del pasillo –ofreció Sergio en voz baja.

–Yo revisaré el piso de las escaleras –sugerí yo.

–Y yo el techo del pasillo –Carlos completó.

Hubiéramos querido correr hacia allá, pero sentíamos la mirada de Don

Chenchito sobre nuestras espaldas, desde el altar, vigilante.

Abrimos, y en la oscuridad cada uno empezó a hacer su tarea. Dejamos abierta

la puerta para ver mejor, el pasillo era muy oscuro. Como acariciando los

muros y el piso, íbamos tentándolos en busca de la entrada.

–No se ve bien, pero parece que no hay entrada en el techo, ni en los

muros, ni en el piso –observamos ya uno ya otro al llegar al púlpito.

Bajamos buscando aberturas, goznes, cuadros, rendijas que pudieran señalar

la entrada.

Nos pareció que no era por ahí.

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–Yo creo que está por aquí cerca –dijo Carlos– en su cabeza de frente

amplia iba planeando la siguiente búsqueda.

–No se oye que estén limpiando el púlpito –gritó Don Chenchito desde el

altar.

Nos espantó, se nos había olvidado limpiar. Tuvimos que hacerlo, palmo a

palmo, lo que nos permitió confirmar que por ahí no estaba la entrada.

–Entonces está debajo del confesionario –se iluminó el rostro de Sergio.

–O entre los retablos de madera junto al altar de la virgen de la

Concepción –propuse yo.

–¡O entre los retablos junto a la puerta del púlpito! –sugirió Carlos.

Acabamos de limpiar, entusiasmados porque teníamos otras posibilidades de

encontrarla. Había que probarlas de inmediato.

Salimos del pasillo y ahí estaba enfrente Chenchito, para revisar la limpieza y si

no habíamos hecho algún estropicio. Terminó su revisión, y rascándose los

cabellos, como cuando estaba en problemas, nos recordó varios

mandamientos.

–Algo se traen, todavía no lo adivino, pero voy a andar vigilándolos.

Nunca se les dio el aseo y ahora de repente están muy solícitos

limpiando donde no hace falta. Les aseguro que algo se traen.

–Es una buena obra, Don Chenchito –fue otra vez Carlos el más listo a

responder.

–Una buena que esconde a una mala –completó Chenchito.

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Nos miramos sorprendidos. Le entregamos las llaves. Esa tarde no podríamos

seguir la búsqueda. Sería hasta la siguiente.

Imposible investigar con Chenchito alrededor. Tuvimos que esperar a su día de

descanso para continuarla. Uno de nosotros nos avisaría si Javier, el otro

sacristán, se acercaba al lugar y los otros dos harían la búsqueda.

Un martes por la tarde, una hora antes del rosario, cuando casi no había gente

rezando, dejamos a Sergio en la sacristía para que nos avisara si Javier, que

acomodaba las casullas, las estolas y los pañuelos para asear el cáliz, se

acercaba al altar, desde donde podría vernos cercanos al púlpito. Mientras

Carlos buscaba entre los retablos detrás del altar de la Virgen, yo lo hacía entre

los que están al lado del púlpito. Ninguno notó una puertita o algo así que se

abriera para entrar o salir. Se nos ocurrió entonces golpear la madera para ver

si sonaba hueco, como con un pasillo detrás. Todos los paneles sonaban

hueco, ni uno más que el otro. Una señora volteó a vernos por el ruido que

hacíamos, extrañada y caralarga.

–¿Qué andan haciendo, chamacos?

–Buscando polilla, nos lo encargaron –le contestamos.

Funcionó la mentirilla. Decidimos entonces que teníamos que buscar en el

confesionario, y si fuera necesario, moverlo, aunque era muy pesado para los

dos. La entrada tendría que estar ahí. Inspeccionamos por dentro del

confesionario, intentando abrir una tapa movible. Nada. Buscamos en los

reclinatorios de los confesados, tampoco. Era necesario moverlo. Empujó uno

por cada lado, no alcanzábamos a moverlo ni un poquito. Empujamos los dos

juntos por un lado, hacia el frente y el confesionario se iba para atrás del otro.
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Nos pasamos al otro, empujando para el frente, y quedaba como habíamos

empezado. Lo repetimos varias veces y empezamos a sudar. En eso

escuchamos el grito agudo:

–¿A quién le pidieron permiso de moverlo? –era Javier que nos

reclamaba. Se tuvo que distraer Sergio como para no avisarnos.

Nos quedamos callados.

–Ya me lo había dicho Chenchito, que andaban en malos caminos. ¿Por

qué lo mueven?

–Se me fue una moneda debajo –salió al paso Carlos.

–La queremos sacar –dije yo.

–¡Qué casualidad! ¡A estas horas de la tarde jugando a los volados en

plena iglesia! ¿Creen que me van a engañar? Esto lo va a saber el

Padre. ¡Vámonos de aquí!

Nos llevó a la sacristía, ahí nos estuvo preguntando varias veces y no nos sacó

de lo mismo. Habíamos perdido una moneda.

Al día siguiente el Padre nos llamó aparte para advertirnos que dejaríamos de

ser monaguillos si seguíamos haciendo cosas raras en el interior o en el

exterior de la iglesia. Debíamos portarnos bien y respetar los lugares sagrados.

Un pecado mayor sería cometer sacrilegio, y al parecer en esas andábamos.

Sólo nos faltaba mover las imágenes sacras de los altares. “Se van a condenar

si hacen eso”.

Tanto cuidado tenían en alejarnos del área, que eso nos convenció de que el

pasadizo iniciaba ahí, debajo del confesionario. Nos dijimos: “algún día lo

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moveremos para probarlo”. Esperaríamos a tener suficiente fuerza y amigos,

para hacerlo sin que nadie se diera cuenta. ¿Pero qué tal si estuviera debajo

del lugar de las imágenes sacras?

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La Gringa

Yo no sabía ni me interesaba saber por qué la Gringa buscaba tanto a mi

hermano todos los veranos. De repente aparecía en su motocicleta gigante –

una Harley decían los mayores–, haciendo retumbar el motor para que

notáramos su llegada. La muy calzonuda viajaba sola, trepada en su moto

desde Chicago, donde trabajaba para la ensambladora de coches Chrysler.

Al bajar, se quitaba el casco, agitaba toda su güera cabellera, y aflojaba su

camisa y pantalones sudados del viaje. Nos abrazaba, nos daba unos largos

besos, adrede a mí más largos porque sabía que no me gustaba eso. En su

acento gringo empezaba a platicar sobre su viaje de quince días por bosques y

desiertos, entre traileros y pillos, puebleando y cerveceando por moteles y

posadas. Era un mujerón de otro mundo, increíble, decían los muchachos de

esa gringa.

Sí, era muy diferente. Para empezar, usaba pantalones, lo que ninguna

muchacha del barrio. Montaba moto, lo que ningún muchacho ni señor

alcanzaba a comprar entre nuestros vecinos, que andaban en bici. Carcajeaba

a media calle, rodeada de los jóvenes de la colonia, lo que era para

escandalizar a cualquiera. Había algo que sí me gustaba de ella: su letra

manuscrita gótica, muy elegante y refinada. Sus cartas llegaban como ella,

inesperadamente, desde cualquier lugar del mundo, contando sus locas

travesías y encuentros. ¿Cómo hacía para que no le pasara nada? Alguien

decía que debió ser hija de militar muerto en combate, quizás en Vietnam, para

tener todo el tiempo del mundo y viajar protegida, aunque solitaria. Debía tener

su ángel, la muy diabla.

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Le gustaba provocarme: tú portarte mucho bien, necesitar portarse mal, y

lanzaba una de sus carcajadotas. O decía, a sabiendas de que yo me

interesaba en convertirme en sacerdote, a mis trece años: ¿ya saber tocar

panza de la novia? Sentirse bien calientito –mientras pasaba cachondamente

la mano por su cintura. Yo le huía, sobre todo cuando me encontraba solo, pero

me acercaba a escucharla cuando nos encontraba en bola, así no tenía

oportunidad de cargarme la mano ni la boca.

Este verano en que cumplí catorce años, me encontró de camino a comprar las

tortillas. Yo tenía que andar ocho cuadras a pleno sol del mediodía y su

ofrecimiento de darme un aventón me cayó muy bien.

–Súbete –casi me ordenó.

Yo la obedecí. Avanzó muy lento primero, luego aceleró levemente,

asegurándose de que yo no podría bajarme sobre la marcha. Hasta entonces

puso sus reglas:

–Hoy aprender a portarse mal y divertirse. No tener miedo, Güera muy

abusada y cabrona, no pasar nada. Apretar muy fuerte cintura o chiches,

con brazos y manos, porque vamos correr. Pegar piernas a mis nalgas,

no poder coger y andar en moto. Si no pegarse, caer al suelo.

Muy didáctica, seguía acelerando por las calles del barrio, solitarias a esa hora.

Medio bajaba la velocidad en las esquinas, segura de que luego me daría

vértigo en sus arrancones. Me convencí de que la única manera de no caer era

adherirme a su cuerpo, maléfico y calientito a la vez.

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–Ahora romper reglas, todas las reglas. Agarrarse bien –fue su segundo

anuncio.

Dejó las calles de tierra y enfiló hacia la Calzada. Tomó adrede en sentido

contrario hacia el centro, acelerando por los adoquines. A la altura de la tienda

El Volcán, dobló de regreso, en dirección contraria al tráfico, si acaso

esquivando un camión que pasaba lentamente. Pasamos frente al cuartel

militar, ahí aprovechó para simular que disparaba hacia el aire, frente a los

cabos de guardia. Luego frente a la cárcel pintó una cruz en el aire, y continuó

acelerando.

–Es hora de ir a rezar a la iglesia en moto –anunció.

Pasó volando junto al Rancho del Charro e hizo cabriolas entre los eucaliptos,

frente al Seminario. Subió al atrio del Santuario por el lado este y avanzó hacia

el frente sobre sus canteras rosas. Disminuyó un poco la velocidad y preguntó:

–¿Bajar por escalones para redención de pecados carnales?

Ahí grité:

–¡No!, ¡no!

Fue la única vez que me hizo caso, riéndose de mi pánico.

Regresó hacia el Seminario y enfiló hacia abajo a velocidad, para subirse a la

gran fuente, al inicio de la Calzada. La cruzó asustando a los tordos que bebían

agua y se bañaban a sus anchas, y subiendo los escaloncitos, tomó por la

calle, a toda velocidad, hacia la Diagonal Sur. Íbamos dejando un terregal como

cauda. Tuve que gritarle:

–¡Se van a terminar las tortillas y me van a regañar!


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Era ese mi cuento, para terminar con aquella tortura. Finalmente aceptó

dirigirse a la tortillería de los González, ahuyentando a las lagartijas de los

muladares y provocando a los perros de todas las casas que pasamos por el

barrio de San Juan.

Bajé de la moto, abierto de piernas como vaquero, temblando, tenso y pálido,

con su calorcito entre mis brazos y piernas, y la cara estirada por romper con

ella el viento. Se ofreció:

–Aquí esperar para llevar a casa.

–Noooo, gracias, me regreso solo –respondí largo, para no dejar dudas,

sin voltear a verla.

Se fue despacio y carcajeando. Entré a la tortillería. Una fila de niñas, niños y

señoras me veían con sonrisitas mal disimuladas. Cuando fue mi turno, no

encontré el dinero para pagar, seguía aturdido. Lo debí haber tirado en el

camino. Con mucha pena, tuve que pedir fiado. Preguntó el despachador:

–¿A ti también te trae loco la Güera?

De regreso a casa, caminando en el solazo, buscaba dónde poner las tortillas

para que no quemaran el calor que la Gringa había dejado en mis manos.

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Vocación

El Párroco del Santuario, había ido de visita al Seminario Conciliar. Era noche y

después de tratar sus asuntos, se despidió del Padre Rector. Subió a su auto y

al girar su cabeza para echar reversa, advirtió sorprendido que Huicho,

seminarista neófito y vecino del Santuario estaba escondido en el asiento

trasero con todo y su maleta.

–¿Qué haces aquí, Huicho?

Silencio.

–¿Quieres pasar unos días en tu casa? ¡No te debes salir sin avisar!

Silencio continuado.

–¡Siempre has querido ser seminarista! ¿Cómo es que te vas?

–Ya no regreso.

–Pues ve a notificarle al Rector.

–Vaya usted, yo no voy.

El tono era tan firme que el párroco tuvo que bajar del auto para avisar en la

Rectoría que por lo visto estaban perdiendo una vocación.

Arrancaron rumbo al Santuario. El silencio continuó por el camino. Huicho no

salía de su mutismo.

–Ya te puedes sentar, si no quieres no te regreso al Seminario. ¿Qué es

lo que no te gustó?

–Todo.

–¿Cómo, si te habías preparado todo el año para entrar? Tú mismo

asegurabas que era lo que más querías.


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–Quería…

–¿Qué les vas a decir a tus papás?

–Nada.

–Mmmm…

Siguió el silencio. El coche avanzaba lentamente por la Calzada de Guadalupe,

al paso de ciclistas que regresaban a sus casas del trabajo. Sobre la Calzada

vivían los padres de Huicho. Eran las ocho y media de la noche. Fue el primero

en bajar del auto, tocó al portón urgido, cuidando los movimientos del Padre,

como si temiera que lo llevara de regreso. Luego bajó el cura.

–Buenas noches. Aquí les traigo a su hijo – fue todo su comentario.

–Buenas noches, Padre. ¿Qué pasó, hijo?

–Nada – fue la respuesta, mientras apurado se metía en su casa sin

despedirse del sacerdote.

–Déjelo descansar, ya mañana le dirá por qué se vino – comentó el cura,

despidiéndose.

Su mamá, alegrada por el regreso, no hizo preguntas. Le dio de merendar,

acercando los varios platillos que tenía preparados. El muchacho comió el triple

que de costumbre, a grandes mordiscos. Pidió dos veces chocolate con leche.

Agradeció y deseándoles buenas noches, se fue a bañar, esa primera vez, sin

que se lo pidieran. Era otro.

Desde el baño, se oía un fuerte chorro de agua, tan caliente, que salía vapor

debajo de la puerta.

–¿Estás bien, hijo? – preguntó su papá.

–Muy, muy bien, se oyó la voz sonriente de Huicho.


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Salió del baño, y para disponerse a dormir, se puso extrañamente, una cobija

de sobra y doble almohada. Gritó desde su cama, alegre:

–¡Buenas noches!

Al cerrar los ojos, sintió nuevamente que el cabello y los cachetes, presionados

por el viento, se le iban para atrás, y se apretó, más y más, a la cintura de la

Gringa.

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