034-Un Comun Impoder
034-Un Comun Impoder
034-Un Comun Impoder
La idea de impoder se introduce para pensar dramáticas clínicas en el libro deliberar las
psicosis (2004).
La expresión proviene de una observación que hace Blanchot (1959) a propósito de las
cartas que Artaud escribe a Jaques Rivière entre 1923 y 1924.
La historia se contó muchas veces. A los veintisiete años, Artaud envía a la revista
Nouvelle Revue Française sus poemas. El editor los rechaza con una nota cordial, en la
que considera que los textos todavía no encuentran una forma acabada de decir lo que
pretenden. A lo que Artaud responde que, justamente, esos poemas nacen de esa
imposibilidad. Explica que ese defecto expresa la herida abierta que siente cuando
piensa, el testimonio de su hundimiento en lo indecible, el extravío en el que las
referencias se descascaran. Aclara que sus versos no hablan sobre la angustia, sino que
la deletrean como “un sufrimiento frío, sin imágenes, sin sentimientos”. No se trata,
dice, de que no pueda elaborar sus ideas o que le falten palabras: los pensamientos
arden y las palabras se apagan como chispas en el aire. Se da cuenta, escuchando las
hablas del dolor, que pensar consiste en abismarse en la incapacidad de pensar.
Entonces, escribe Blanchot: “Ese es el grave tormento en el que se retuerce. Parece
como si hubiera tocado, a despecho de sí mismo y por un error patético del cual
provienen sus gritos, el punto en el cual pensar es ya, siempre, no poder pensar
todavía: ‘impoder’, según sus palabras”.
Blanchot subraya que pensar sobreviene (siempre) como no poder pensar todavía.
Primera proposición del impoder en la que el adverbio, a la vez que afirma la
imposibilidad, anuncia lo venidero.
Así retorna, de otro modo, una pregunta inmensa: ¿qué significa pensar? Título de las
lecciones que Heidegger dicta en Friburgo entre 1951 y 1952, en las que -apoyado en
un verso de Hölderlin (“Somos un signo por interpretar”)- comienza indicando que
habitamos huellas que se escapan, que no alcanzamos, que nos enseñan que pensar
significa saber lo que se sustrae al pensar.
La idea de impoder se impone en Artaud como posición despojada de las arrogancias
del mando. Impoder como decisión que se desprende de las fuerzas de dominio, de las
destrezas descifradoras, de los semblantes de autoridad.
Impoder que sigue el rastro de lo posible por llegar más allá de la imposibilidad.
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Ideas se distancian de la vida para construir existencias paralelas, para penetrar sus
misterios, para soñar sus despedidas y silencios, para expresar gratitud, aun cuando no
la entiendan.
Artaud (1938) en el prefacio a El teatro y su doble advierte que la separación entre
pensamiento y vida, pone en peligro a la vida. Afirma que un mundo con hambre no se
interesa por la cultura. Llama a extraer de ese pensamiento, incapaz de pensar la vida,
ideas que tengan una potencia viviente semejante a la del hambre.
El pensamiento tiene con la vida una relación de impoder: no puede decir la vida
todavía, no encuentra cómo, pero no deja de tentar formas que puedan alojarla sin
helar lo viviente.
Blanchot termina su escrito sobre Artaud interrogando si sufrir equivale a pensar.
Pero, en estado de dolor, ¿se puede pensar? Se necesita imaginar un tiempo por fuera
del dolor para pensar el dolor.
Tal vez impoder suponga la posibilidad de pensar, también, por fuera de las relaciones
de poder. Pero, ¿hay un por fuera de las relaciones de poder? Por fuera no se reduce a
una frase espacial, introduce un tembladeral. Se trata de un por fuera de la idea de
sujeto, de yo, de sí mismo, de todos los deseos de dominio. Impoder quizás quiera
decir pensar por fuera de las conciencias normadas.
Años después del texto de Blanchot, en La palabra soplada, Derrida (1969) retoma la
idea de impoder en Artaud.
Escribe: “El impoder, tema que aparece en las cartas a J. Rivière, no es, como se sabe, la
simple impotencia, la esterilidad del ‘nada que decir’ o la falta de inspiración. Por el
contrario, es la inspiración misma: fuerza de un vacío, torbellino del aliento de alguien
que sopla y aspira hacia sí…”.
Derrida distingue impoder de impotencia o esterilidad. Anota que en la falta de
inspiración reside el esbozo de una inspiración siempre por nacer y que no tener nada
que decir se ofrece como el comienzo mismo de todas las hablas del viento.
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puede. La impotencia inmoviliza. El impoder trata de desprenderse del lastre de la
omnipotencia.
Omnipotencias se culpan por todo lo que sale mal y se felicitan por todo lo que sale
bien. Explican dichas y desdichas del común vivir solo considerando el obrar personal.
Omnipotencias que fracasan se hacen llamar impotencias. Omnipotencias confunden
poder dominar con potencia. Se desvelan empeñadas en poder todo. Mientras la vida
compone potencias no personales ni individuales, afectividades que se conjugan
pudiendo y no pudiendo.
Se podría concebir una clínica del impoder. Una labor que no retroceda ante la falta, la
insuficiencia, la incapacidad.
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Clínica como incapacidad meditada, insuficiencia aprendida, falta invocada, ilusión
desencantada.
Una clínica a salvo de los peligros del todo poder.
El impoder ofrece a la clínica una salida a sus ilusiones todopoderosas. No hay
arrogancia que pueda con lo indecible, indescifrable, inexplicable.
Impoderes clínicos no necesitan más poder, sino pensar sin poder, decir sin poder,
hacer sin poder.
No se trata de tener poderío, sino de aprender a pensar sin tenerlo y sin quererlo
tener.
Alguna vez habrá que meditar que sesiones clínicas no se reducen a practicar un
análisis, intentan algo todavía más inquietante e inasible: pensar sin poder pensar. Un
común balbucear muchas veces a ciegas, sin saber cómo ni qué ni por dónde.
Ese común pensar sin poder pensar, que no obstante piensa sin poder hacerlo, no se
parece a ninguna otra conversación.
Escribe Artaud: "Me inicié en la literatura escribiendo libros para decir que en modo
alguno podía escribir. Cuando tenía algo que escribir, mi pensamiento era lo que más se
me negaba".
El psicoanálisis nace con literaturas europeas del siglo veinte que relatan que no
pueden escribir.
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Así imagina Kafka una escritura sin interrupciones. Una vida dedicada solo a escribir. Tal
vez la interrupción forme parte del fantasma de la imposibilidad.
Una cita de Edmond Jabès (1991): “No haber tenido nada para decir/ Y haber querido
expresarlo”.
El habla clínica también trata de expresar esa nada por decir recogiendo indicios,
contando suposiciones, escuchando respirar a las palabras, buceando en la memoria
de otra conversación o en las bibliotecas de una época.
Otra cita de Edmond Jabès: “Creer que todavía tenemos algo que decir, incluso cuando
ya no tenemos nada que decir. Las palabras nos mantienen con vida”.
Jabès vuelve a recurrir al adverbio que no se rinde ante la imposibilidad: “Creer que
todavía tenemos algo que decir”.
Tal vez la clínica consista en eso: la decisión de comenzar a hablar cuando no hay nada
que decir.
“Las palabras nos mantienen con vida”, cierto. Pero las palabras no se dicen solas. A
veces las dice una meditada incapacidad de concluir, una convicción que vacila, un
temblor que sabe el inesperado calor de un común desabrigo.
Recibe la beca Guggenheim para escribir su novela, pasan los días sin que pueda
anotar palabra. En ese clima desesperante en el que siente culpa, fastidio, cansancio,
tedio, comienza un Diario de beca para testimoniar esa imposibilidad. Se narra
encerrado en su departamento, perdiendo el tiempo con juegos en la computadora,
investigando recetas para hacer yogurt casero, comprando un aire acondicionado para
sobrellevar el calor del verano, observando una paloma que vive cerca de su ventana.
De pronto anota: “Me di cuenta de que será igualmente una novela, quiera o no quiera,
porque una novela, actualmente, es casi cualquier cosa que se ponga entre tapa y
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contratapa”. La novela luminosa cuenta el arte de no escribir o de escribir la
imposibilidad de escribir.
Inocencias que se analizan concurren a las sesiones muchas veces con cosas pensadas
durante la semana o a último momento. En ocasiones, algunas confiesan como si
incurrieran en una falta: “Hoy no pensé nada” o “Llegué con la mente en blanco”.
Momento en el que asalta la pregunta “Y, ¿ahora? No tendremos de qué hablar”.
Se inicia con una repentina soledad del habla que sobreviene como riesgo,
responsabilidad, ausencia de cobertura. Momento de desposesión.
Juan Carlos De Brasi (2015) escribió que pensar supone hacer la experiencia de
despertenecerse.
Candideces concurren a sus sesiones, llenas de esperanzas, para resolver algo, para
asegurarse de que son buenas, para confesar arrogancias, para compartir
humillaciones, para decir que la vida les duele.
Se escribe, como dice Deleuze, para atenuar la abundancia de la página en blanco. Una
página saturada de lugares comunes, comprimida de estereotipos morales, llena de
automatismos. Se escribe sustrayendo, borrando, despejando, haciendo lugar,
donando vacíos.
Algo semejante ocurre en la clínica. Una conversación que no se parece a ninguna otra
conversación. Una conversación que atenúa el bullicio repleto de pensamientos ya
hechos, que repone el silencio como habla secreta de la vida.
Las sesiones clínicas terminan en un umbral. Concluyen con una puerta que se abre, o
con un suspiro que exhala cosas que se quedan sin decir, o en el borde de una
inminencia que no se consuma ni se apaga, o con la promesa de la próxima vez.
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Se concurre a un psicoanálisis para poder pensar algo que no se sabe cómo pensar.
Pero esa imposibilidad que en un comienzo se siente como falta, al cabo se admite
como avatar incomprensible de la extraña plenitud de lo vivo.
No gobernamos la vida que vivimos. Cuesta concebir esa anarquía. Tal vez vivir consista
en no ceder a la tutela de pasiones que dañan ni entregar el gobierno a un dictado
moral que nos conduzca.
Las marchas de las Madres de Plaza de Mayo inauguran la procesión por fuera de los
pactos de silencio, consentimientos, complicidades.
Escribe Lyotard (1975): “Por última vez: dejen de confundir entonces poder y potencia.
Si hay un trabajo, para añadir a la banda esos breves instantes de intensidad, ese
trabajo es de desasimiento, de impoder, un trabajo que abre a la potencia. El poder es
poder de la instancia de un yo (moi), la potencia de nadie”.
Más allá del poder, de la enfermedad de la fuerza, tal vez se podría pensar impoder
como potencia activa de una común debilidad.
Una conversación clínica no se parece a ninguna otra conversación. Tampoco a otra
conversación clínica.
Se admite: “¡Qué difícil lo que está pasando!”. Reconocimiento que no declara empatía
sino un modo primero de impoder.
Se dice: “No sabemos cómo pensar lo que le está pasando. En este punto: comenzamos
a pensar lo que no sabemos”. Se declara un común impoder como llamado.
Fernando Ulloa (1995) observa que quienes hacen clínica en hospitales, salas, centros
de salud, espacios comunitarios necesitan socializar carajos. Tener un tiempo y un
lugar en el que decir: “¡No sabemos qué carajo hacer!”. La oportunidad de un común
no saber libera potencias clínicas. Un común poco saber trasforma el desánimo
personal en una repentina posibilidad de pensar que comienza por admitir la
imposibilidad.
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Por la radio un médico dice, en los peores momentos de la pandemia, que quienes
trabajan en su hospital sienten impotencia.
El impoder tiene un lado sabio que la impotencia no tiene: sabe estar ahí, sin poder,
dando la potencia de la sola presencia.
No caben justificaciones ante el reclamo sincero de un amor herido. Solo queda admitir
que se ha causado daño aun cuando no se sabía.
El impoder no sirve como excusa amorosa (Esto es lo que puedo). En el amor, ya se dijo
en diferentes variaciones de la teoría del don, justamente se trata de dar lo que no se
puede. Dar incluso la imposibilidad de dar.
Estar a la escucha significa estar a la espera de una repentina solicitud que habla.
Pero, ¿cómo se sabe esa solicitud? No se sabe. Estar a la espera equivale a estar ante la
inminencia: momento que precede al suspiro.
Está pendiente del resultado de un estudio que tiene sus días en vilo. Comienza
diciendo que el médico aseguró que está todo bien. Hablamos de una cosa, de otra, de
otra. Al rato, se encuentra diciendo que, en este momento de su vida, se siente como
siempre deseó estar.
Mientras hay cosas que se dicen en una conversación, sobrevienen cosas que no se
dicen. Cosas que se piensan solas mientras hablamos.
(“Justo ahora que se siente tan bien, qué mala pata si se llegara a enterar que tiene un
cáncer”).
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(“Se tendría que proteger de la culpa o la envidia que provoca sentirse tan bien”).
¿De dónde vienen estos pensamientos? ¿Cómo llegan en cada momento? ¿Tienen que
entrar en la conversación? ¿Se dicen o no se dicen esos relámpagos?
En cada conversación, también hay un diálogo silencioso que está presente como
indecisión clínica.
En una conversación clínica se conversa a partir de lo dicho, a la vez que se dialoga con
lo dicho.
(“Justo ahora que se terminaba de liberar de una relación que ahogaba, ¿se va a
enfermar para necesitar de la ayuda de lo que antes dañaba?”).
¿Qué palabras o qué pensamientos podrían haber evitado lo que pasó o destrabado lo
que está pasando?
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Mientras el poder descansa en la fuerza, el no poder se arropa en la debilidad de lo
insomne.
El ensayo aspira a otra cosa, aunque esa otra cosa no sepa decirse.
Habitamos una lengua que, a veces, habla por su cuenta. Actuamos como intérpretes
de voces que caen del cielo, que gruñen en recónditas entrañas, que susurran detrás
de un oído, que creemos nos pertenecen. Tras lo dicho, llegamos siempre tarde, para
hacernos (o no) responsables de lo que salió volando de nuestras bocas.
El poder de esos impulsos que dañan arrasa. Esos arrebatos omiten que dañan
mientras están dañando. Postergan todos los pensamientos que se les oponen. Al cabo,
sumen en la impotencia. La clínica muchas veces no llega, llega tarde o solo llega en
intervalos de tristezas. El imperio de los impulsos que gobiernan vidas desestima el
tiempo de las ideas: la común demora en la que seguimos pensando lo que todavía no
sabemos cómo pensar.
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V. Nicolás Koralsky (2022) "De la serie Talasofilias"
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