El Jardín de Los Amores
El Jardín de Los Amores
El Jardín de Los Amores
caníbales
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Para mi madre, la niña del jardín
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Parece El jardín de las delicias, me dijo.
Y era cierto: decenas de personas sumergidas hasta la mitad del cuerpo en las aguas
termales, inmóviles, dejaban que el tiempo, en un breve estado de quietud, detuviese su
marcha incesante. Entre el vapor, podían verse cientos de brazos velludos y barrigas
perladas de agua volcánica, miles de cabezas flotando mansamente; un ojo que sorteaba el
enjambre de sombras, los dientes relampagueantes de una mujer. Más allá, detrás de las
piscinas, algunos chorros de agua descendían por la montaña. Ninguna estrella, quizás la
estela de la luna. Creo que me dijo: parece El jardín de las delicias –y yo debía responderle: un
fragmento del jardín; esa segunda escena que está detrás, debajo, apenas insinuada. La
montaña simulaba el cerebro expuesto de un animal: los surcos y las venas, la irregular
masa encefálica, las líneas de sangre, burbujeante y plateada, crispada por el sonido de su
propio movimiento. Y entonces, como había pasado en los últimos meses, constaté que
toda historia de dos, o de tres o de veinte como aquellos que se mecían sobre el agua,
ocultos detrás del manto vaporoso, es una historia de amor. Y como siempre, una
eternidad de dos años y más, no me horroricé.
Dos años y más, y detrás otros años más.
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Años y otros años, y unos meses más, hasta esa noche cuando me dijo que la
escena de las personas sumergidas en las aguas termales parecía una versión colombiana de
El Bosco. Entonces, como ahora, me pregunto si en efecto la vida sintetizada en la versión
amorosa del biógrafo puede acercarse al estallido de emociones –fuegos que se expanden
en la noche más oscura, ecos de tambores dispersos– que vive el héroe rendido luego de
cruzar los campos minados del deseo. Quizás de eso se trate todo: un vano intento por
engarzar en la sintaxis, esas emociones humanas imperceptibles –¿se percató de mi breve
agitación cuando toqué la espiga en la que termina su cadera?– que bullen dentro del
cuerpo, envueltas en capas y capas de carne.
Fue entonces cuando comprobé de lo que se trató: había que condenar el deseo, el
deseo a la mujer del prójimo, a la mujer, que ahora es el hombre de otra, la otra de otra, de
otro, en plural o en relación de paridad dislocada: humanos, animales, máquinas y plantas si
las hubiera. Las hay: un colega, digamos que se llama Octavio –un poeta de marcada
tendencia tenebrista–, atrapado en la desazón de la soledad que lo devora todo, vivía
rodeado de plantas al interior de su departamento que de tanta vegetación –un follaje en el
que era posible perder para siempre una olla, un libro, una persona– terminó por
convertirlo en otra forma de amor. Cada día que lo visitaba, entre las pocas horas que mi
trabajo en la universidad me permitía, lo encontraba, como decirlo, más verde, más
vegetativo. Primero fue la ropa: dejó los sacos y corbatas que vestía regularmente cuando
era profesor de lenguaje, se dejó crecer el cabello –que no abundaba precisamente en su
cabeza– y nos exhibía orgullosamente esa melena gratinada. Reemplazó los lustrados
mocasines por la simpleza del pie pelado. Los dedos parecían apios. Hasta ahí me parecía
un tipo gracioso, un hippie jubilado del magisterio, entregado a los oficios de la exigencia
vegana, pero luego, en cuestión de pocos meses, al tiempo que los helechos, rosales y
cucardas crecían, también la piel empezó a mutar: era como si debajo de la quemada piel
andina, empezara a surgir otra, verde y reluciente, como la piel de una serpiente. Un día se
lo dije: tus ojos, tus ojos se están rasgando, mis antepasados asiáticos, respondió y siguió
contemplado con júbilo premonitorio el voraz proyecto imperial de las enredaderas.
Durante dos semanas dejé de visitarlo, atareado como estaba en la entrega de los proyectos
finales de reforma universitaria. Llamarlo por teléfono no era una opción: ni siquiera
cuando vivía entregado a sus oficios de docente contestaba las llamadas, menos ahora que
se pasaba los días leyendo acostado sobre la tierra y los pedazos irregulares de césped que
colocó sobre el suelo de todas las habitaciones. De rato en rato, antes de quedarme
dormido, envuelto en las últimas letras que me permitía la conciencia, me lo imaginaba en
su departamento: una jungla de 80 metros en el tercer piso de un edificio de La Gasca,
sentado en una esquina, atento a los cazadores furtivos, a los animales feroces que lo
acecharían en las noches de luna llena, inundado todo por el potente olor a clorofila,
sustancias humanas y hollín. Me decía mañana voy a verlo, mañana seguro, de mañana no
pasa: así durante días hasta que por fin me decidí. Desde la calle podían mirarse las
ventanas del departamento cubiertas por una espesa capa de vegetación agreste. Las plantas
pugnaban por devorar el resto del edificio, ante la indiferencia de los vecinos. Por unos
segundos vi a mi colega enmarañado en las raíces de las plantas, fundido a ellas, sonriendo:
una sonrisa ajena a este mundo, con el estómago atravesado por un millar de ramas, sobre
las que se desplazaban frenéticamente insaciables hormigas hambrientas, dispuestas a
batirse en combates mortales con arañas, moscas, gusanos: en el centro de éstos, vi a una
mantis religiosa, cautiva, complacida, rodeada de una corte de sedosas guardianas: alarga la
interminable patita y se acaricia el rostro; vi la colección de libros –cerca de ocho mil
ejemplares que Octavio había coleccionado toda la vida, para despecho de las mujeres que
intentaron cambiar su vida, de los hijos que terminaron por odiar al padre ausente, de los
amigos que envidiaron su devoto oficio– enmohecidos, colgando entre las ramas como
flores de desierto: miles de páginas carcomidas, amarillentas, o húmedas, o grumosos
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caracoles de papel mojado; vi cuadros de pintores indigenistas apenas perceptibles debajo
del manto de una naturaleza salvaje, devoradora –ojos y manos y pies monstruosos– que,
ante la aceptación placentera de Octavio, había completado su ardua tarea amorosa. Quise
cruzar la calle, hablar con el portero o con algunas de las viudas que habitaban en el
edificio, denunciar a la policía. En el cielo abierto, el sol dibujaba una puñalada de templada
agonía. Di la vuelta y enfilé hacia la universidad.
Ahora, al tiempo que siento uno de tus pies debajo del agua caliente, y trato de
mirar qué hay más allá de esa mirada –un enigma imposible de descifrar, el lado oculto que
el enamorado persiste en descubrir– creo que el amor siempre tiene algo de canibalismo:
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un pequeño regusto a carne humana, pulsional, una necesidad de posesión que termina, o
comienza, el instante en que la música empieza a sonar. Te tomo de la mano y quiero
decirte frases inolvidables, para que se queden ancladas en tu memoria, en ese segundo
eterno. La noche ha enfriado el ambiente: cuerpos ocultos debajo del agua caliente, cabezas
que flotan. El vapor oculta las facciones de los rostros: son manchas de carne, volutas de
cuerpo humano, fragmentados entre girones de neblina. Y estás aquí junto a mí. Habría
querido decirle: mire cuántos años me tomó llegar hasta usted, tomarle las dos manos,
danzar con ellas sobre la superficie húmeda y bullente, decirle que cerrara los ojos. Imagine
ese pedazo del futuro donde los dos somos uno, cierre los ojos para que vea dónde
estaremos en los años siguientes, dime si tendremos hijos, si tú acompañarás mi vida de
viejo profesor universitario, dime si te ves pintando cuadros y cuadros, entregada al estado
febril de la espeluznante creación de infiernos, dime si viajamos por el mundo, como me
prometí que te prometería, algunos meses antes en perpetúo estado de postración, con el
cuerpo ceñido a la soledad húmeda de la cama, dime lo que ves, lo que siente, lo que
quieres, dígame si aceptas que el mundo ya no es mundo, inhóspito y vacío, apocalíptico si
dejamos de vernos unos segundos, dime eso y dígame más. Eso habría querido decirte,
pero, como en esos días en los que estuve postrado con el dolor de la muerte que te hinca
la razón, no te dije nada, porque también me prometí que no le prometería nada si ella
antes no me prometía todo, si no me prometías nada.
Retornarás a la sensatez.
No desearás a la mujer del prójimo. El amor no es un asunto de caníbales.
La universidad, es decir, el regreso a las aulas en calidad de estudiante, luego de
tantos años al frente del espectáculo fue, al principio, un hecho singular, cómico. Nadie
imagina el futuro con la certeza de lo que vendrá, ni siquiera las pitonisas, las adivinas, los
brujos. Algunos logran conjeturas más o menos verosímiles, o arman sólidos esquemas de
análisis científico, o, en estallidos de alucinada lucidez, operan a partir del azar.
Cómo se ajusta la vida a las necesidades de un individuo, digamos más aún: cómo
esa vida se acomodará a lo que, años más tarde, serán las necesidades de un individuo. En
el futuro se anida, se esconde, de alguna manera, el mundo que es el pasado y también el
presente. En el futuro caben todos los tiempos de manera especular. En el presente, la
vida: una especie de línea de continuidad –de efecto de verdad, como dijo ya entrado al
doctorado, el profesor Torres, retomando algunas reflexiones de Barthes sobre la novela–
entre un futuro todavía no expuesto, pero que se reacomoda de acuerdo a los sucesos del
pasado, como si el futuro no fuese una masa compacta, el destino en la mente de los
griegos, fatum, sino un cuerpo esponjoso, calamar de luz, que se expande o contrae a
medida que el pasado es presente.
Esa era más o menos la tesis que desarrollaba en las tardes y noches entregado al
devaneo alcohólico, junto con Adriana, mi gran amiga que entonces, estudiaba filosofía en
la Universidad Central. Y ella, con una sonrisa que no terminaba de armarse, más cercana al
cinismo complaciente que a la alegría, apenas hacía unos breves apuntes, consciente como
estaba de que un docente de literatura, en la telaraña que tejen las propias palabras, puede
hablar de lo que sea como si en realidad supiese lo que es.
En las clases del doctorado, mientras una cuña de la montaña se prefiguraba en el
ventanal, recordaba a Adriana: su ceja levantada, su voz corrompida por el humo del
cigarrillo, y las charlas sobre todo y nada. Ese apetito tan recurrente por salvar al mundo, la
revolución armada, el terrorismo, el sexo. Mañana tenemos que fundar una revista, crear un
club de cine, sabotear el transporte urbano. Sí, mañana, le repetíamos en coro –dos, tres,
cinco personas, con los ojos enturbiados de esa ingenua pasión juvenil– y bebíamos un
poco más de ron. Sí, mañana Adriana, no te aceleres. Hoy hay que terminar de chupar, y en
ese segundo, cuando alguien terminaba de pronunciar el ar, el ar de chupar, todos ya
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sabíamos que mañana tendríamos que soportar la resaca hasta la media tarde, y que, en ese
en estado, ni locos que fuésemos, era posible hacer nada: enlistar las diez mejores películas
de la historia del cine, sabotear parte de la infraestructura petrolera, empezar la revolución.
Total, había tiempo, tiempo era lo que sobraba, y Adriana comprendería, aunque se
molestase un poco al esperar durante dos horas a que alguno de esos idiotas –diría, dando
rienda suelta a un estallido de furia– que deberían ya estar aquí con sus latas, que al menos
uno se asome para empezar con la grafiteada, idiotas. Pobre Adriana, pensaba, mientras el
profesor Torres seguía exprimiéndose el cerebro en su afán de establecer las conexiones
entre el cannabis y el pensamiento de Walter Benjamin.
Entonces, cuando el presente era el pasado del futuro, no sabía que detrás, a dos
bancas, estaría el azar, encarnado en el cuerpo menudo de un antioqueño: la punta de un
ovillo que tendría que desmadejarse durante meses y meses, mientras la vida iba por otro
rumbo, ignorante de que ese rumbo era el estertor de un tiempo que estaba por
reorganizarse. Tampoco sabía que estaría con su esposa, ex esposa, tomándole de las
manos en las aguas termales, ella a contraluz, con el cielo que se esconde entre sus cabellos
dispersos, mientras decía: El jardín de las delicias. ¿Cuándo un pronombre, ella, transita de esa
originaria carga semántica, a otra que acumula el peso institucional del amor: enamorada,
novia, prometida, esposa; cuando deja de ser la fidanzata –cabello planchado, vestido
rosado, medias y zapatos blancos– que espera al prometido, enamorado, engalanado en el
traje del domingo, pelo engominado y breve bozo de bigote artificial, para que éste le haga
la corte, le enamore, le haga el amor, al tiempo que la madre, en el segundo piso, cree
escuchar los suspiros apretados en el corsé o cinturón de castidad, pero sabe que esos
suspiros no serán gemidos, no por ahora, porque menos mal, mi niña está con la prima
Montse, y esa es una chica a cabalidad, si lo sabré yo, y por eso no se prestaría a
complicidades con mi hija, aunque en el bullir de la imagen la madre recuerde también el
amor, no el amor del que ahora es el esposo, sino otro, ese que marca la vida de toda
mujer, no necesariamente el primer amor, piensa la madre, al tiempo que la imagen del
esposo se desvanece en la memoria para dar paso a una silueta armada sobre un fondo de
luz, casi celestial, divino, y la madre recuerda esos ojos, unos ojos en los que cabía el miedo,
dice para sí, como si rezara, y un breve estremecimiento le recorre el cuerpo, y quizás le
crispa los pezones, pero ella sabe que el deseo es más difícil de controlar que la memoria, y
está claro que puedo vencer, suspira a fondo, se refriega las manos, y se concentra
nuevamente en los sonidos que, amortiguados por los metros que los separan, llegan al
segundo piso, y vuelve a respirar con calma, al comprobar que hay un susurro diferenciado,
tres voces: la de su tierna hija, la del prometedor prometido, y la de la prima Montse, tres
voces que susurran, y ríen con suavidad, conscientes de que en el segundo piso, está la
madre de la niña buena, y ella, mientras siguen con la escena otras veces practicadas,
actores de un viejo tinglado, y seguros de que el padre no volverá hasta más tarde, saben
que aprovecha la visita del prometedor prometido, para visitar a la otra madre de sus otros
hijos (para ello debe viajar unos poco minutos en su hermoso Chevy del año 54 a otro
suburbio cercano, con un Chesterfield colgado siempre del lado izquierdo del amarillento
bigote), y eso toma un buen tiempo, el tiempo justo y necesario para que la prima Montse
simule tres voces, a veces dos, mientras su prima y su prometido se besuquean en la silla de
uno, que ahora es de dos, una sobre el otro, apretando el bulto debajo del casimir y dejando
que la saliva de él se derrame sobre sus candorosos labios rojos de muñequita rubia: ¿es
realmente rubia la cabellera o la chica se ha teñido ahora que ya no será amiga, pretendida,
amante, sino esposa, Miss Clarice de Smith, ahora que el pronombre ella, la chica que me
gusta, la que conocí en la iglesia protestante, ha aceptado que empiece a visitarla, bajo la
atenta mirada de su prima, la prima Montse, y no sé cuánto tiempo pasará hasta que me dé
un beso de verdad, será un beso beso o solamente el anuncio de lo que él cree que debe ser
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el beso de una pretty girl de Minnesota, ahora y en la hora en que el amor sea solamente,
todavía, un pronombre, un eco que no termina de armarse, ella?
Pobre Adriana me repetía, justo cuando el profesor Torres terminaba de hablar del
cuerpo y los implantes, pobre, y junto con los otros compañeros del doctorado, el
antioqueño también, entrábamos al ascensor, como los personajes de El Bosco entraban al
lienzo, solo que nosotros lejos estábamos de ser figuras espectrales, monstruos, jóvenes
cuerpos de lascivia, lejos, lejísimos de bailar entre los pecados, o de transitar del paraíso, al
jardín artificial, y de ahí al mismísimo infierno; lejos de eso, y tan cerca de ser lo que todos
somos, apenas soportando el roce del cuerpo ajeno, el aroma a barbitúricos, a loción que se
desplaza dentro del ascensor como brazos plásticos, invisibles.
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menos uno: el que contempla la silueta plateada, bañada por la luz de la luna, del otro, y le
dice, o quiere decirle al oído: princesa, muñeco, bebé, amor, mi vida. Ese segundo después
ya nada puede ser igual, porque la vida se ha rearticulado a partir del lenguaje, o el lenguaje
empieza a recomponer el orden natural de las cosas: ya no eres tú, pongamos Bernando, o
Berdi, digamos Bernandois, dejas de ser ese nombre, ese sujeto, para ser: mi amor, mi vida,
bebé, negrito, papi, o las variantes que el supuesto cariño empujan a las palabras: Bernis,
Bernandois, Berdo; B, es sin duda el más gracioso: una reducción al máximo, a una
consonante, un todo que se resume en una palabra jirafa, emigrada del animal y salvaje
mundo del abecedario, para quedarse ahí, sola, inerme, representando a un todo que soy
yo, o él. Ese él que le pregunta sobre la cursilería, y que le expone su evidente
manifestación de obsesión o fetichismo sobre el tamaño, grosor, textura de sus venas, pero
de las venas de la mano derecha, que entonces, ahora, acariciaba con las yemas de los dedos
como si fuesen infantes enanos de un mundo de fantasía, infantas venas enhiestas junto al
pintor que no las mira, o que las mira en el reflejo de los ojos de otro tiempo.
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es un día con algunas nubes dispersas que poco a poco se juntan y forman conejos, brujas,
el jardín de la abuela: un enredado campo de begonias, árboles de capulí y rocas volcánicas;
otras nubes, ahora, figuran el manto alado de un animal indescifrable, o ella, esa que
todavía no reconoces porque faltan muchos años para que el azar te disponga en ese
camino, y otros tantos para que puedas tener sus manos entre las tuyas, con el agua caliente
que golpea mansamente sus caderas, y veas que detrás, al otro lado de las piscinas, entre las
montañas, estallan un millar de luciérnagas: son dos o tres, apenas perceptibles en un
segundo, pero para ti son miles y atribuyes todo al cansancio del viaje y al hambre.
Adriana decía que el nombre es la sentencia de la persona que serás: imagina si te
llamas Soledad, Dolores, Carlo Magno, Jesús: imagina, querido, si te llamabas Pedro,
Magdalena, Calígula; imagina si decidieses travestirte, un dilema grave imaginar el nombre.
Yo sería Marilyn, le dije, así de simple.
Una Marilyn negra.
Negra con mi peluca rubia platinada y mis tacos de punta.
¿Siliconas, hormonas, extirpación genital?
Mmm, digamos que sería medio puta nomás: un implante de mamas, depilación
láser, hormonas de feminización…
Pero conservarías el pollito, ¿cierto?
Claro, ahí está la gracia.
De alguna manera Adriana tenía razón: no comprendería mi vida sin el hecho de
partir de la asignación de mi nombre. Y es curioso porque ese nombre es para los otros
solamente un enunciado pasajero, tan liviano que es fácil de confundir o de olvidar.
Muchas veces me he encontrado con personas que reconocía –su rostro, el timbre de la
voz o el gesto al reírse– pero no su nombre. ¿No te acuerdas? Silencio, silencio. Ah, sí. ¿Ah,
sí, cómo? Bah.
El nombre de ella era una forma de ser todo y nada, una entidad vacía, sin cuerpo,
sin humanidad, incluso después de que se me fuera presentada en la pantalla de la
computadora.
Guapa.
Guapa, cómo no, me respondió el antioqueño.
La clase retomó la rienda: el contrapunto: café y azúcar y los procesos de la
transculturación. Adentro, el golpeteo mecánico, refinado, de las computadoras que son las
alumnas reales de cualquier doctorado. Los ojos se posan en el teclado y el profesor Torres
pasa a ser una silueta al fondo de la mirada, en la esquina del encuadre, casi difuminada, un
cuerpo que se borra, se desenfoca hasta desaparecer. Afuera, ráfagas de agosto pugnando
por golpearse contra todo, como las manos de un boxeador desquiciado que solo
encuentra la razón de ser en el pugilato invisible contra un saco de cuero viejo. Manos de
viento.
Digamos que hemos decidido bautizarla como Claudia, Alexandra, Cristina, Lucía,
Ofelia. Ofelia nos sonó bien porque remitía al amor de Pessoa. Está bien, dijo ella, me
llamará Ofelia, me dio un beso de lado, apresurado, ligeramente displicente, tomó su casco
y mientras se subía a la motocicleta, esbozó una sonrisa. Habría querido decirle que su risa
iluminaba el mundo, pero me callé. Entonces me resistía al uso de los lugares comunes.
Creía firmemente en las posibilidades infinitas de las palabras. Tendría que habérselo dicho.
De todas formas, ya no quería estar conmigo más tiempo. Tengo cosas que hacer, se me
hace tarde, luego le escribo, habría podido decirme. Claro, no hay problema, yo regreso al
hotel porque también tengo mucho que hacer, mucho, le habría respondido.
Pero nadie nunca tiene nada que hacer: es un pretexto vacuo, insustancial, solo la
excusa más torpe de todas para decir, sin decir nada, que se aburre, que el mundo es más
interesante, y que el tiempo es tan breve, finito, como para escuchar otra vez declaraciones
amorosas vagas. A lo que vinimos decía el profesor Teodoro –y lo decía delante de todos,
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sin estrujarse en falsos compromisos o estupores–. Teo, le decía la mujer (tendría 30 años o
menos y él cincuenta o cuarenta o treinta; éramos sus alumnos, lo veíamos solemne,
hablando de Hegel), ¿me invitas otro trago? Y él, desenfadado, con ese alegre frenesí que
otorga el alcohol, sin dudar, le respondía: haber, mija, dígame ¿de aquí vamos a ir a culear,
para seguir gastando? Había en esas palabras el resultado de una sabiduría acumulada, o de
la sinvergüencería, o del cinismo; era una pregunta romana, habría dicho Adriana, apenas
matizada por el curso de la temporalidad, y ella –la acompañante del profesor Teodoro–
miraba al respetable profesor con estupor, sin decidirse a golpearlo, a increparle su
estupidez, ofendida como se hallaba, o a callar, como debía callar desde siempre. No
recuerdo –ninguna de los testigos tampoco tiene alguna explicación más o menos fiable– si
ella se levantó. La versión de esa noche solo alcanza al primer momento cuando el profesor
Teodoro, respetado doctor de filosofía, le propinaba un golpe bajo con esa pregunta
lanzada a quemarropa. ¿Qué hizo ella?, ¿se levantó, orgullosa y altiva, se dirigió a la puerta
de salida, tomó un taxi?, ¿se quedó, silenciosa y turbada, junto al hombre que le exigía una
respuesta igual de contundente?, ¿nosotros seguimos bailando, desconcertados y felices,
con la feliz responsabilidad de los veinte años, mientras al mundo de la muy santa santísima
santa ciudad de Quito le valía una mierda lo que pasaba al interior del Seseribó, esa
salsoteca perdida en el subsuelo de la calle Veintimilla?
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Bueno, es tu opción… ¿Y entonces, por qué la enfermedad y los hospitales?
Es algo que me aterra: el cuerpo entre las sábanas mugrientas de otros pacientes,
desfallecientes, inermes frente a la maquinaria de cuchillos, tijeras y vendajes.
Yo también odio los hospitales y sobre todo a los médicos.
Mercenarios. Carniceros. Cabrones.
Es una imagen macabra, me parece, porque la sangre deja estelas imposibles de
lavar.
Hay una escena que regresa, no sé si alguna vez se ha ido, cuando quiero escribir el
primer poema: la pierna amputada, necrosada de mi padre…
No sabía…
Fue por culpa de la diabetes. No es que la viera. Eso ocurrió cuando tenía ocho o
nueve años. Solo veo las manchas púrpuras, ennegrecidas, que cubren la piel; el grosor
extraño de esa pierna, la misma con la que jugaba fútbol. Era bueno mi padre, eso lo
recuerdo con claridad. Iba a jugar todos los fines de semana a la cancha de San Juan. Metía
muchos goles de diversa factura: chilenas, medias chilenas, sombreritos, pero se especializó,
como Spencer, en los cabezazos. Veo cómo se eleva por los aires, los brazos abiertos, el
cuello girando de izquierda a derecha, y el golpe de cabeza, de lleno, en el balón; luego, los
gritos de la gente de la barra, los abrazos, la montaña humana de futbolistas que, en la
cancha de tierra, se suben uno sobre otro. Es el gol del Campeonato. Y luego la fiesta en
casa. Esa misma pierna ahora, creo verla, depositada en un recipiente de aluminio junto a la
cama, en el quirófano, mientras papá duerme, los médicos salpicados de sangre, veo a
mamá y a mis tías que afuera, en la sala de espera, rezan o lloran, hablan, susurran. Tengo
frío. Un aroma a cloro, caliente, un aroma caliente en el que mezclan químicos que
desconozco, amoniaco –de eso tengo más certeza porque es el mismo que deja mi gato
Alfredo cuando se orina en los zapatos de papá y cloro, y desde el fondo, desde abajo,
supongo –estamos en el segundo piso, junto a los quirófanos–, llega un aroma a comida:
sopa de fideos, pollo hervido, vegetales hervidos, papas hervidas. Siento náuseas, me
contengo, no puedo molestar a mamá, suficiente tiene con todo, pero no aguanto: Mami,
tengo ganas de vomitar. Aguante, mijo, ya mismo nos vamos. Pero no nos vamos nunca.
La sensación amarga en la boca se disipa, se disipa cuando imagino que estoy en casa,
mirando la televisión, mientras mi papá lee el periódico junto a mí. En esa imagen no tengo
otros hermanos, ni está mamá –ella nunca estaba porque había conseguido un trabajo en el
Ministerio de Finanzas–, no hace frío. Huelo la carne frita que mi abuela cocina a pocos
metros, y veo la imagen de ella, mi abuela, en la cocina, con la cara repleta de lunares, el
cabello muy pegado al cráneo, ligeramente ondulado; me dice, sin regresar a mirarme,
mientras yo sigo viendo la televisión: mire, mijito, cuando las personas mueren hay que
enterrarlas en un buen ataúd, así resisten hasta que llegue el tiempo en que todos resuciten,
resuciten, regresen a la vida, entonces todos seremos felices. Para resucitar, pienso,
mientras mamá y las tías miran a la puerta del quirófano: la puerta se abre y sale una
enfermera, pero no se dirige a nosotros, camina con diligencia y se pierde, hay una ventana
al fondo del pasillo a través de la cual estalla un hongo de luz, como de bomba nuclear,
cierro los ojos, la náusea regresa. Para resucitar, vuelvo, el cuerpo debe estar completo, dice
mi abuela –regreso a mirar a papá, sigue leyendo la misma página del periódico, no puedo
ver sus ojos detrás de las gafas que siempre usa, pero presiento que está dormido, exhala
aire en lentos suspiros–, completito, así puede volver a la vida. La enfermera regresa, abre
la puerta del quirófano, creo que lleva un serrucho. Pero no llevaba un serrucho, mijo, me
diría mamá años después, cómo vas a creer. Llevaba un serrucho, digo. Al otro lado de la
puerta, la enfermera entrega al cirujano la herramienta. ¿Cómo controlan el estallido de
sangre cuando el metal dentado corta los músculos, las venas, las arterias? ¿Depositan la
pierna de mi padre en un balde viejo, astillado, y lo dejan ahí un rato hasta coser la herida o
en ese recipiente de aluminio brillante? Sin esa pierna, mi papá, cuando muerto y enterrado
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esté, no podrá regresar al mundo de los vivos. Sin esa pierna –ahora un cuerpo grumoso de
coágulos negros–, como un cojo perdido y ciego, vagará por el mundo, pobre papá,
perdido y ciego por el mundo de las tinieblas extraviado irá.
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me desespera, la lentitud, su lentitud. Vive en cámara lenta. Todo parece estar aquí como
estático, y hoy el viento se ha vengado. Perdona la perorata. Ayer, esas cosas que me pasan
siempre, por supuesto que mi ligue no había leído jamás a Dino Buzzati así que mientras
hablábamos con sus otros dos amigos solteros y tan estáticos como él, y pensábamos
deslumbrados en el desierto de los Tártaros (ya íbamos por la cuarta ronda de gin tonics en
el bar), ya estaba yo diciéndole, al que tiene cuarenta años, que un hijo sí que debe tener,
aunque sea una vez, una de esas cosas que se deben hacer, y cuando él dijo todavía hay
tiempo nos miramos extrañamente y yo dije sí, como el teniente Drogo. El otro amigo lo
entendió todo. Yo por supuesto me enamoré perdidamente de este tercer amigo, el que lo
entendió todo. Así que hoy el viento se vengó también del teniente Drogo y de mí, y yo
estoy en casa con el hombre incorrecto, igual que siempre.
Cómo son las cosas. Hacía tantos años que La Amarilla había decidido cambiar de
rumbo, y sin embargo su presencia todavía latía en mi corazón. De un día para el otro,
alguien me dijo que ella se había enamorado de un alemán, que estaba embarazada, que se
marchaba. Pero no era del todo cierto, puesto que los meses siguientes, o tal vez luego del
primer año –cuando el embrión se convirtió en una réplica exacta de la madre: blanca,
sonrosada y con una cabellera amarilla–, ella misma, La Amarilla, le contó a un amigo en
común que no estaba tan embarazada como decían, ni tan enamorada como afirmaban,
sino que había aprovechado que el enamorado, éste sí completamente perdido de amor, se
regresaba a su país para decidirse a emprender en la travesía europea. Estaban en el
departamento que La Amarilla compartía con otra amiga, cerca de las seis de la tarde, con
ese último rayo de luz que se engarza en los filos de los edificios de la avenida González
Suárez, cuando ella le dijo:
Amor, sobre lo que me propusiste…
¿Sí? Sí. ¿Si?
Sí, hombre, que me voy contigo.
Debió sonreír, o estamparle un beso, con ese pequeño estruendo que le gustaba
crear: los labios rojos, en punta, como un beso aprendido de Julia Roberts. Creo que allá
podré continuar escribiendo y corrigiendo los textos que me envíen desde aquí, ¿no crees?
Él se levantó –Gustav Müller, o Hans Cartof, o Peter Hancke– y miró hacia la calle. Un
sinfín de autos estaban detenidos. Regresó a mirarla, sonaba la música de Cohen. Nos
casamos, mejor. De ese momento nos enteraríamos a partir de una serie de versiones de los
amigos en común que, de tanto imaginar la escena, terminaron por apuntar unos cuantos
detalles más: ella vestía de negro, con sus pantuflas de conejo, las manos y brazos
enrojecidos por el sol que tomaron en la playa de Manta, la semana anterior. Todavía Hans
o Gustav fumaba, así que debió encender un cigarrillo en esos segundos eternos que ella
creó, mirándolo sin pestañar como lo hacía siempre con sus hermanos cuando jugaban al-
que pestañea-pierde, segundos vagos en los que Peter o Hans debió sentirse un poco tonto,
un triste enamorado del tercer mundo (él que provenía del primero), que mal había hecho
al proponerle que se casara, dónde había quedado la templanza germánica si ahora,
mientras ella se resiste tenazmente a pestañear, lo mira como se mira al vacío, hasta que por
fin, La Amarrilla sonrió. De eso, años.
La habitación silenciosa. Las otras camas desocupadas. El olor a desinfectante.
Miro, antes de hundirme en esta mortaja, antes de adormilarme otra vez, la silueta de La
Amarilla que se apropia del cuerpo de la enfermera. Creo reconocer sus ojos, sus labios,
debajo de los ojos, de los labios, hábilmente maquillados, de esa otra mujer que me
controla.
Regreso a esos días.
Tristes quedaron los que acá formaban la guardia de la faraona, despechados
algunos, al borde del suicidio otros: se decía que uno se había encerrado en un hotel de La
Merced a morir de amor, bebiendo aguardiente sin parar como si ese mugriento cuarto
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oscuro fuese el cementerio de los elefantes. Era posible pensar que así sería. No obstante,
nadie recordaba con precisión quién era ese enamorado suicida, ese cuerpo atormentado
por el desamor que deseaba cumplir el último ritual de la locura. Tampoco supimos, nadie
nos dijo, si, en efecto, alguien, la policía o algún huésped desesperado por la hediondez de
la habitación 3b, había descubierto el cuerpo putrefacto del que en vida fue…
Pasó el tiempo y, como La Amarrilla dijo, al año o dos del nacimiento de su hija se
divorció. Hans o Peter o Gustav se fue a los Estados Unidos y ella se quedó a vivir sola,
sola con la hija en Leipzig. Su vida laboral fue motivo de especulaciones, aunque todos
coincidíamos en que seguía vinculada al Ecuador a través de las ediciones que hacía a los
escritores que le enviaban sus manuscritos. Seguramente fue amante de un ejecutivo de la
Mercedes Benz, o trabajó como profesora de español, o concertista de charango: aunque
de andina no tenía mucho –casi nada la verdad: me dicen, decía La Amarilla, cuando
regreso a Quito: usted, niña, no ha de ser de acá, de allá mismo ha de ser– bien podría
apañarse para emprender una carrera como outsider de la escena musical. La Amarilla. No es
complicado montarse un espectáculo latinoamericano: ponchos, acordes de vientos y
guitarras, una dosis de lamento y gestualidad doliente, aunque resulta curioso imaginar a La
Amarilla –tan niña bien quiteña, de blanca piel apenas salpicada por unas cuantas pecas,
delgada y arrogante, con una cereza en la punta de la boca, y ese dejo displicente añadido al
final de las frases– vestida de india, mirando al infinito en estado de vegetativa agonía
celestial, mientras sus finos dedos rosados rasgan con furia las cuerdas del charango.
Y ahora, de buenas a primeras, una carta, la evidencia de que se ha decantado por
escribir novelas, y todo lo demás: el viento, Buzzati, las constantes equivocaciones
amorosas. La Amarilla. Pensaba en ella al final de la jornada matutina, cerca de la una de la
tarde, con la cabeza engullida por un millar de citas de las citas, mesetas y contrapuntos,
transmigración de los bordes, tres expresos y una manzana, cuando recibí un email de
Miguel: oiga, compa, ¿tomamos algo en la noche?
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inocencia nos adscribe al mundo de la fantasía, a la cálida certeza de que la vida es vida en
la medida en que existe la felicidad: el regocijo de la casa materna, la comprensión de la
madre, la mirada protectora del padre. Incluso la irrupción violenta de un hermano menor
que, así como llega, de pronto, te quita el protagonista antes tan natural. El hermano
intruso al que quieres ahogar en la bañera, para que deje de llorar en las madrugadas. Mi
alma es una caverna colmada por la marea alta.
Octavio decía que una tarde, a eso de las siete de la noche, cuando estaban
merendando, sintió unas irrefrenables ganas de llorar: estaba ahí mi padre, hosco, hundido
en el cansancio o el dolor, con esa expresión de un rostro aletargado, agónico, aunque a
veces llegaba festivo, impulsado por los estertores del alcohol que seguramente iluminaban
las opacidades de una vida miserable, y reía, reía, hasta que el agobio terminaba por
vencerlo, y aparecía el llanto, un llanto contenido en quejidos mansos, lastimeros, pero
siempre desprovistos de violencia, mi padre, decía Octavio, nunca nos alzó la mano ni a mí
ni a mis hermanos, optaba por ese desfalleciente estado de silencio; mi madre,
contrariamente, era luz vital, atenta, milagrosa, entregada al santo oficio impuesto en su
condición de esposa y madre, de madre también de mi padre, con una caricia dispuesta a
posarse sobre sus hijos –¿recuerdas ese poema sobre la mano de mi madre: caricia
ingrávida/mar de música que flota sobre el cráneo pelado del hijo?; esa noche mientras
merendábamos, silenciosos, con ese silencio ruidoso, reforzado por el televisor que, a
pocos metros, hace lo suyo: quiebra el silencio con su atrofiada sinfonía. Sentí unas
inmensas ganas de llorar, y me encerré en el baño. Mi padre me vio levantarme. Atrás
quedaban los graznidos babosos de su mandíbula repleta de pasta, atrás también los labios
relamidos de aceite, y la humedad que perlaba el bigote y que, siempre, era absorbida con
estruendoso esfuerzo por su boca gigante, de inmensos dientes torcidos, de inmensos
dientes amarillentos. Alguna vez Octavio, entre breves risas melancólicas, me contaba que
su padre escuchaba a Brahms –probamente La danza húngara, habría dicho–, mientras hacía
la siesta pos almuerzo: era una obsesión desde el día que había comprado un disco, de
manera accidental, en el mercado Arenas. Había ido por una antología de J.J, uno de los
cientos de discos que se amontonan entre prendas de ropa usada, candados, libros viejos,
juguetes de plástico. Octavio decía que el vendedor al momento de guardarlo en la funda
había cometido el error. Aunque también es posible que fuese el sobre adecuado, la
carátula quiero decir, pero que la confusión se hubiese producido en otro momento,
cuando el vendedor, por accidente o por malicia, cambiase los discos de sus respectivos
sobres. Como fuera, imaginar al padre de Octavio escuchando a Brahms, en el sopor del
mediodía, contrastaba con la descripción hiperbólica de su infancia y los colmillos gigantes
del monstruo que devoraba el mundo. Mi padre, decía Octavio, decidió escuchar al
romántico pianista alemán como si fuese una señal del destino, o un designio divino, y
aunque regresó en otras ocasiones al mercado Arenas nunca reclamó el descuido, o la
broma del vendedor. Atrás quedaban las arrugadas manos de mi madre –continuaba
Octavio– que envuelven los fideos con una cadencia eterna: sus manos dibujan pájaros
pálidos en pequeñísimos vuelos estáticos, atrás mis dos hermanos tan menores como yo,
tan como yo que las vecinas decían: que lindos sus trillizos, doña Mina, y mi madre no
decía nada, qué podía explicar sobre sus esmirriados hijos, hologramas de carne hermana;
atrás todo, y yo encerrado en el baño, llorando sobre el lavabo, frente al espejo del baño.
Apenas puedo mirar la corona de mi cabeza: tengo el cabello ondulado como el de papá,
ondulado y café como el agua de panela que a veces bebemos. Lloro y es un llanto
interminable, siento los pasos de mamá: mijo, mijito, dice al otro lado de la puerta, ¿estás
bien?
Octavio contaba esta escena de distintas maneras: en otras –y no necesariamente
por efectos del alcohol o las drogas: era casi tan abstemio que resultaba desesperante,
apenas una copa de vino, siempre tinto, y una cerveza light– decía que era al mediodía, y en
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vez de pasta comían pollo asado (en esta versión sus padres no eran obreros, sino
oficinistas), que era el plato común de los sábados, porque el padre era un abogado de
medio pelo perdido entre torres y torres de archivos de un juzgado civil, y la madre, más
que la cándida figura que nos narraba, era más que menos un pequeño monstruo diabólico,
de 1,50 de estatura con una voz de trueno, que mantenía el orden a base de una metódica
disciplina de gritos y amenazas, pero igual amante esposa y madre. En esa versión no hay
cabida para giros líricos, ni para digresiones sobre el sospechoso gusto de su padre por la
música de Brahms, no obstante, como en la otra, el niño Octavio se encerraba en el baño y
descubría que ya entonces era un poeta.
Había algo de fantasía pretenciosa en las dos versiones, algo de artificio, de
falsedad, pero también de una dosis de verdad, de esa verdad que surge de la obstinada
creencia de que aquello que se recuerda en efecto sucedió. Las dos versiones convivían y se
alimentaban entre sí, como si fuesen sombras de un mismo cuerpo. La necesidad de
confeccionar su propia mitología, de marcar el tiempo a partir de ese segundo de
quebranto, cuando la inocencia estalla, se evapora, se encarna en un dolor atávico. Al
principio rechazaba ese tono evangelizador con el que Octavio pretendía dotarnos de la
información imprescindible para comprender el mundo, pero acepté que así mismo
funcionan las cosas y que tarde o temprano todos necesitamos cimentar una versión
secuencial de los eventos que supuestamente nos han marcado en la vida: ese relato que
inventamos, como biógrafos de nuestra propia vida. Esa vida que recreamos con las armas
de la imaginación o que buscamos reproducir como un fiel testimonio, es el resultado de
una imperiosa necesidad de sobrevivir. El cuerpo es memoria biológica, genética, y es,
sobre todo, memoria escénica: la puesta en escena de una vida que se nos escapa dolorosa,
constatable, irremediablemente. Aquello que narramos opera como un ancla que se aferra
al mundo del pasado: una misión tan inútil como tratar de retener el agua de mar que se
desliza por la piel de un bote. En el recuerdo de Adriana, su salto al vacío, está plagado de
una emocionalidad exacerbada en el instante mismo del recuerdo, puedo dar fe de ello,
porque la misma tarde que vivió la experiencia me llamó desde Baños y me dijo, más o
menos, que había cometido una locura, que no recordaba cómo llegó allí, tampoco podía
precisar otra emoción que no fuese el miedo, y el sudor que le escurría por la espalda. Tan
ambigua fue su descripción que yo supuse que estaba describiendo su estreno en el mundo
de las orgías. Pobre Adriana me decía, mientras escuchada sus jadeos entrecortados al otro
lado de la línea telefónica, pobre niña. Pero era yo realmente quien debía compadecerse:
para mí eran unos pobre niña, porque al escucharla con la emoción que le golpeaba el
cuerpo, que le proporcionaba una dosis extra de adrenalina, me percaté de cuanto carecía
mi propia vida de cualquier otra emoción que no fuese aquella que concede la cotidianidad:
el sabor justo del café expreso, el aire fresco bajo los árboles de un parque mientras se
espera que las muchachas del colegio florezcan, una buena página escrita, media, un cuarto.
Al imaginar a Adriana en el borde mismo del puente –el cielo brumoso y la humedad del
bosque, y los quejidos del volcán– me dije, mientras ella hablaba y hablaba, pobre niña, en
silencio, solo para mí, ese otro que soy yo mismo pero que habita en mi cerebro como si
fuese uno distinto, pero se lo repetí a ella como el eco de esa misma voz que transita desde
el cielo cavernoso de la conciencia, hacia el estruendo de la boca que verbaliza: pobre,
pobre. Y ella, que durante esos segundos trataba de contarme lo que había hecho, se calló,
como si un estallido de luz atravesase la tela negra de la noche: ¿Cómo?, ¿cómo me dijiste?
Nada, pobre, mi niña, que asustada estarías, pero qué valiente eres. Nada de pobre, B., no
sabes de lo que hablas. Pero sí sabía, claro que tenía la plena certeza de que la pobre era yo
(la niña pobre era yo mismo, yo misma), de lo triste que había sido escuchar la breve
historia de su salto al vacío al tiempo que miraba las últimas escenas de mi día, un día tan
ordinario y silencioso, tan vulgarmente habitual que solo de imaginar que ella, Adriana,
estaría a 200 kilómetros jugándose la vida en la fantasía ortopédica de un salto al vacío, me
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sentí más desdichado que nunca. Nada de pobre, B., me dijo Adriana y yo me apresuré a
reír, reír estruendosamente para que esos gritos deshilachados de falsa celebración
terminasen por ocultar las emociones que me embargaban. Qué niña tan valiente, dije por
fin con los rezagos de la risa, y me callé. Al otro lado de la línea –Adriana miraría, a través
de la ventana de su habitación, las primeras sombras que se desploman sobre la calle, o
terminaría de beber un jugo de naranja, serena, junto a una caseta de frutas, de las tantas
que están dispuestas en la calle peatonal de Baños de Agua Santa, o estaría en la piscina de
un hotel, gozando del agua caliente y una cerveza fría–, escucho: Ay, Bernando, vos sí que
eres.
Las semanas siguientes pasaron frenéticamente, parece que pasaron frenéticamente
ahora que las evoco, dos o cuatro años después. ¿Por qué buscamos con tanto afán que los
eventos de la vida estén precisados con día y hora y circunstancias climáticas?, ¿no daría lo
mismo si hubiese sido un lunes, un jueves del mes de enero o agosto de 1996 o 1999? El
biógrafo requiere de los documentos históricos que legitimen su versión de la vida de su
biografiado y que, al mismo tiempo, pongan en evidencia la validez de su método de
investigación. Pasaron los años, tiempo después, con el paso de la vida, que, quizás, fueron
meses, meses de agosto en Quito: vientos capaces de formar torbellinos de mediana escala,
de arrastrar toneladas de basura, guijarros explosivos, pedazos de zinc; vientos de cometas
y paracaidismo, parapentes que se desplazan, leves, contra el cielo azul. Meses del
doctorado. Semanas de viaje al interior de las palabras: bloques compactos de palabras,
motines de agua que crujen al caer, una y otra vez y otra vez, y se vuelven a formar. Páginas
de mármol, de celofán, de musical referencia onírica; pueblos inhóspitos, abandonados,
amurallados, pueblos desdibujados detrás de capas de polvo; cuerpos calcinados, sin ojos ni
piernas ni sexos, que yacen en profundas zanjas apestosas, cuerpos apelmazados de carne
magnífica: festines de exquisitos platos: piernas y espaldas rosadas, pies encofitados en
mascarones de caramelo azulino, crespones de masa encefálica cubiertos de chocolate; y,
junto, como el peregrino que observa una caravana indescifrable, ese yo que ahora casi no
reconozco redactando otras páginas que hablen de esas páginas y más páginas para obtener
las calificaciones necesarias, terminar el seminario, y apuntar al siguiente que se avecina,
como una tormenta del desierto –la vemos todos, como los ciegos ven los últimos
corchetes de luz antes que el manto oscuro envuelva el mundo–, y más allá el siguiente
seminario; así hasta el final de los tiempos.
Esas semanas, al borde de la inconsciencia, la maquinaria del azar empezó a cobrar
vida propia, empezó a devorarse a sí misma y no hubo marcha atrás. Años después, ahora
mismo, al tiempo que su rodilla –tu rodilla, Ofelia– emerge del agua caliente, como el
cuerpo de un animal fantástico, un flechazo de imágenes, un barrido de luz desorbita el
espacio. Por unos segundos, las aguas termales parecen desaparecer, así como los cuerpos,
los fragmentos de cuerpos y animales y plantas, y solo estamos ella y yo, y te digo lo que
nunca te dije en esa noche de jardines, te digo mientras acaricio las venas de tus manos y
creo mirar, al fondo de la piscina que ahora es cristalina, sin el vapor que lo oculta todo, un
agujero de luz se abre entre el agua y miro, o creo mirar, tus pies que no son tan hermosos
como los imaginaba, nada tienen de la perfección que despierta el fetiche, tus pies
monstruosos, distorsionados tal vez, por la masa de agua que ha dejado de formar un túnel
de luz, tu pies que parecen los pies de otro cuerpo. La primera vez que idealicé sus manos,
tus manos, Ofelia, eran perfectas en mis ojos, como si fuesen ellas –los delgados y blancos
dedos, figuras de mármol– el sentido total de tu belleza, entonces no pensé, como ahora,
que esos dedos no tenían, no tienen, ninguna armonía con los pies, pues, pies y manos,
pertenecen a campos diferentes de la anatomía. ¿Cómo esas manos pueden tener unos pies
así de grotescos (dedos torcidos, cicatrices de otras guerras, venas exaltadas), así de turbios?
Son, tus manos y tus pies, como la hermana linda, celestial, y el hermano feo, el tonto, el
difuso), los pies de otro cuerpo, una mutación; entonces creo que te digo, lo que en ese
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entonces no pude decirte, te digo que todo está por decirse, que todo está por hacerse, y
ella sonríe, –sonríes, Ofelia, y tu quijada expone su leve deformación– es una mueca
prefabricada, uno de esos gestos que se heredan de la tradición femenina, uno de esos
gestos que forman parte del repertorio, y te digo eso, en el preciso momento en que los
cuerpos empiezan a formarse, primero del vapor y la noche, y luego de la luz, y ya son
decenas y cientos de cuerpos que ocupan la piscina, las aguas termales y nada queda más
que soltarte la mano, mirar al otro lado, donde la montaña es una masa tupida de tierra;
mirar, mirar…
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¿Usted es economista o poeta?
La economía dejémosla para los idiotas. Y la poesía para Octavio. Yo no soy ni lo
uno ni lo otro.
Está bien, doctor, prosiga. No se enoje, pero tampoco me hable de su amigo
imaginario.
¿Qué dices? Ni siquiera en la infancia padecí de esa necesidad.
A los datos me remito.
¿Cuáles?
Exactamente eso.
Z., ¿te conté como la conocí? Bueno, te hago un resumen, solo para contextualizar,
para crear el pre discurso. Érase que se era, una hermosa doncella de un país de ultra mar.
Me dijo que el hombre más sexy del mundo era Pablo Escobar. Eso, le dije a Z., te lleva a
ser una de las mujeres que él habría querido tener: una fabricación ortopédica, a su medida.
No creas, respondió Z., de hecho, se sabe que amaba a su esposa y a su familia: tenía esa
relación esquizofrénica con el mundo, pero era un hombre amante de su familia. Bueno, no
es mi tipo de hombre, le dije. ¿Cuál sería?, preguntó Z. ¿Si salgo del clóset, dices? Ajá. No
sé, algún bailarín del Frente de Danza. La hermosa doncella llegó al Ecuador hace veinte
años –entonces ahora debe tener más de cincuenta, debió calcular Adriana– trabajó como
profesora de una universidad de curas, entró a una maestría de gerencia y conoció a su
marido. Su marido, entonces, era su profesor, digamos de administración de empresas.
Tenía novia, una novia en Cuenca, a 500 kilómetros de distancia, o sea, que no era su
marido. Ese hombre es para mí, me dijo Z. que había pensado al verlo. Era una línea de
telenovela pronunciada por la mala, la frívola, pero también la mujer segura de estos
tiempos que toma al toro por sus cuernos, y va por él, por el toro y por el futuro marido.
Al principio no me hizo mayor caso; se resistía el hombre, dijo Z. Quizás fuera en parte
porque seguía enamorado de la chica del pueblo. Me imagino que sería la típica noviecita de
toda la vida, dijo Adriana. No sé muy bien, pero tienes razón: esa primera novia que mira a
su hombre crecer en la vida y, dado que no le propone matrimonio, termina por
enamorarse de la ilusión, trata de mantener a fuego lento un amor irreal, una fantasía
adolescente. Ese espejismo también se funda en el hecho de que con él debió perder la
virginidad, de manera apresurada, torpe, en los asientos traseros del auto, o en alguno de
los moteles que circundan la ciudad: ahí, en esos segundos postreros al orgasmo (el de él,
de seguro; el de ella, es menos probable: no me imagino, me dijo Adriana, al profesor como
un gran amante, un amante a secas) los enamorados definen el futuro: la casa, los hijos, la
nada, pero él sabe que su ambición, basada en el indudable talento con que ha venido a esta
tierra, no puede inutilizarse en los vahos ordinarios de una vida pueblerina, él debe
conquistar el mundo, piensa, mientras la noviecita se hunde brevemente en su pecho,
conquistar, por lo pronto, la capital del país y luego, si todo sale como debe ser, el mundo,
y decidido, aplica a una beca en una universidad de Quito. De un día para el otro, la
realidad cobra justicia a sus santos devotos y a sus ingenuos feligreses. Y ella, Clemencia,
me parece un nombre adecuado, creo que dijo Adriana, y pestañeó dos y tres veces,
mientras sus ojitos dislocados pugnaban por fijar centro, lo acompañó al aeropuerto
Lamar, se abrazó a él, como se abraza al destino trágico, aunque infructuosamente trató de
contener las lágrimas. Dos horas antes, seguramente, habrían tomado una bebida fría en El
rancho chileno, un restaurante respetable que, durante toda su existencia, había convivido
junto al aeropuerto, soportando el tráfico aéreo. Quizás ella ni siquiera acabó su limonada.
Quizás él –la tripa le pediría que se dejase de sentimentalismos vacuos– habría comido dos
empanadas, o un filet mignon, o, como solía hacerlo cada vez que asistía al restaurante,
habría optado por una cazuela de mariscos y una cerveza. Total, se diría para sí mismo, las
penas son menos penosas con la barriga llena. El avión rompe la visión del espacio, y ella
regresa a su casa en El Vado. Pasan los días y las semanas. Es cierto, Adriana, no me veas
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así, ya me lo has dicho antes: Clemencia se entrega sin gracia al síndrome de la mujer en la
ventana: ya ha de venir, ya ha de venir, ya ha de llegar; desde la ventana de su habitación
observa el río Tomebamba: las piedras lustradas por el agua, las camisas, las polleras, las
medias que descansan sobre las enormes piedras y que, desde la mirada de Clemencia,
forman un cuerpo inerte. También mira a las lavanderas entregadas metódicamente a su
tarea. Algunas veces ha escuchado su nombre susurrado entre las alas del viento o las olas
del río. Hasta que un día se percata, Clemencia, de que él se ha ido a la capital para siempre
de los siempres, que ha organizado una nueva vida, empieza su ascendente carrera
académica, y ella está atrás, lejos, envuelta en el polvo. Lo del polvo es ya gratuito, dice
Adriana, y los dos reímos. Pero también es posible que la novia haya sido una quiteña,
pongamos una de las secretarias del posgrado en gerencia empresarial. O una modelo, de
esas que promocionan cervezas afuera de los estadios. No, no creo, los profesores nunca se
enamoran de las modelos. Enamorarse no sé. En fin, Z. me contó que, tras unos cuantos
meses de ardua labor conspirativa, logró desarticular ese noviazgo a medias. ¿El novio
arrepentido le enviaría a la novia abandonada una carta pomposa, repleta de disculpas y
arrepentimientos, o una seca misiva, una sentencia incuestionable? Creo que Z me dijo que
el novio tuvo que ir a su natal Cuenca y disculparse con la novia de toda la vida, triste
Clemencia triste, y quizás hasta con la familia, el padre, la madre, los hermanos, los tíos, las
primas, todo de forma muy ceremoniosa. Era un asunto de familias, así que es probable
que él fuese acompañado, al menos, del padre. Yo lo habría matado. No creo, Adriana, tú
no harías eso. Bueno, lo haría si fuera ella, no ahora que soy yo, pero piensa en la triste
chica del pueblo, amante enamorada en espera eterna hasta que su hombre regrese
triunfante a la ciudad natal para, para ser alcalde, mínimo, o gerente de un banco, o
administrador de un supermercado. El muy cabrón. En el amor no somos cabrones. Pero
ella le robó al novio, tu gran amiga Z. Robar, lo que se dice robar, no, eso dejemos para el
tiempo de los bandoleros. Todos son iguales. Adriana, hablas, que te desconozco. Es que
ahora soy como la abandonada Clemencia, y odio al idiota este y a la otra, a la que
desconozco, pero imagino: alguna rubiecita anoréxica, apretada en blusas de falsa seda
china, la muy puta. Pero claro que la conoces. Es cierto, no es ni anoréxica ni rubia, pero
por unos segundos fui Clemencia, y me imaginaba a la ladrona de hombres, y le teñí el
pelo, con unas mechas horribles, y le torcí las piernas, como si montara un poni invisible, y
le puse un bigote apenas disimulado por las dolorosas jornadas de depilación, y le agregué
una joroba, lentes de botella, mal aliento, dientes amarrillos, y un delicioso aroma a mentol
y ajo que emana de su curtida piel de vampira. Entonces Z. se casó con el respetado
profesor, continué, mientras Adriana terminaba su improvisada escena melodramática.
Debió ser una boda bella, una postal que engalanó las notas sociales de una revista de
modas. Una pareja de hermosos novios cuarentones, encopetados y felices, ajustadas las
prendas a la medida, sonriendo, lavados y sonrientes, peinados escrupulosamente y
sonrientes, rígidos, diminutos, pegados a la masa blanca de la torta de tres pisos y
sonrientes: encantadores novios elaborados a base de fondant y azúcar. Ay, dijo Adriana,
cómo habría querido tomar al novio del pescuezo y comerme la cabecita sonrosada, o las
patitas musculosas de la novia: primero el casi inexistente pie y luego toda la pierna,
masticarla con serenidad, veinte veces, para sacarle todo el jugo, el sabor dulce que se
deshace con cada crujiente bocado, y luego beber un largo trago de champán. Los años
siguientes, seguí, fueron convencionales: tuvieron una hija, esa hija que no pudieron
concebir Romeo y Julieta, se estabilizaron laboralmente: él, como director de la maestría en
gerencia empresarial de la misma universidad en la que cursara sus estudios de posgrado,
ella al frente de una revista ecuestre: Z. me dijo que, desde niña, en las lejanas tierras del
país del nunca jamás, había adquirido un gusto amoroso por los caballos. Me la imaginaba
como una heroína de telenovela campestre, con el pantalón ceñido a su cuerpo firme, botas
altas, sombrero de medio lado, un ojo gris apenas perceptible entre los pliegues del
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párpado, los labios cubiertos de una breve estela de rouge, alguna cicatriz en la quijada: esa
huella de aquella ocasión en que se encaprichó Samanta, la yegua negra, y la lanzó por los
aires. Ahora la afición equina había podido, en algo, retomar al frente de la revista. Adriana
me miraba con esa mirada turbia que se deshace como si un rio, de pronto, tomase dos
senderos distintos. Pagamos la cuenta y nos dimos un beso en cada mejilla. La vi tomar un
taxi, sonreírme desde el interior. Empecé a caminar por la acera. ¿En qué momento la vida
de Z. tomó un giro insospechado? ¿Fue el día en que se encontró al salir de la revista,
dispuesta a emprender una de las caminatas habituales hasta su casa, con un paquete rojo
en la acera; el membrete llevaba su nombre? De haberlo tomado, ¿estaría ahora en una
playa del Caribe, bebiendo agua Bling, apenas con los hielos justos –solo agua, porque el
vino, el gin, y peor aún el wiski o el vodka solo traían más y más calorías que combatir–, y
mirando el mar turquesa que, manso como un caballo viejo, desprende sumisamente sus
remolinos de agua? Si tomaba ese paquete con su nombre, ¿habría sido el inicio de la
experiencia más atroz de su vida, amputada la mitad del brazo derecho, con cicatrices del
fuego que le quemaría la primera y la segunda capa de piel, una piel blanca, hidratada,
cuidada con los adelantos más exquisitos de la cosmética femenina (hay que luchar con
todas las armas contra la vejez, me dijo cuando cumplió 49 años), a los que se sumaban una
dieta rigurosa, dogmática: 0% grasas, 2% de calorías, cafeína, y sobre todo la capacidad de
combatir contra las imágenes que se proyectaban en su cabeza: pollos, vacas, chanchos,
langostas, camarones, gaviotas, delfines y murciélagos, en fila india, apretados entre sí
dentro de una larga cámara de aluminio, encadenados, exacerbados en sus gritos y quejidos
y chirridos, condenados a hervir en una inmensa olla de acero, dentro de la cual bullen
litros de aceite; alguna vez una tarta de limón, aunque luego tenga que caminar diez cuadras
más, aumentar cien abdominales en la noche y contratar dos horas más de masajes
reductores al final del mes. Z. no cogió ese paquete rojo; tampoco llevaba su nombre, tomó
la primera rotonda y giró hacia la izquierda. Desde ese punto, sorteando la mirada
contaminada por edificios, postes, semáforos, un millón de cables, anuncios publicitarios,
copas de árboles y antenas de televisión, miró hacia su barrio: una suma de sofisticados
edificios aplastados contra las faldas de la montaña y hacia allá se dirigió. Durante los
primeros pasos retornaron las imágenes de una vida tan antigua, un mundo que se resistía
al olvido. Se vio a sí misma de adolescentes, blanca y sonrosada la piel de niña regordeta,
rodeada de esbeltas mujeres de sensualidad expansiva, en la fiesta de los quince años, la
fiesta de una prima, sentada con las manos sobre las rodillas y la mirada atenta esperando
que alguno de los jóvenes invitados le sacase a bailar, sabiendo como sabe lo que sucederá
que será la última en ser escogida, quizás nunca, al tiempo que las otras chicas, esbeltas
chicas de fantasía de risa espontánea de maquillaje sobrenatural, menen su cuerpo en un
rítmico baile contenido que, no obstante de su aparente control, destila la sensualidad justa
y necesaria para repoblar el mundo entero si este, dado el caso, sobreviviese a una
hecatombe. Una suma de escenas que regresaban violenta, diariamente. Z, las veía llegar,
como langostas asesinas, zumbando, rompiendo la armonía de una vida ordenada, pausada,
armada metódicamente. En ese pasado, tan distante, tan íntimo, tan presente, se mira a sí
misma. Ella tan distinta a las otras chicas, no porque fuese fea; de hecho ahora que se mira
frente al espejo, cuarenta años después, sabe que es una mujer hermosa: ha diseñado su
rostro, como si fuese una mujer de goma: labios, pestañas, pómulos; su cuerpo es firme,
plano el vientre con algunas estrías ocultas debajo de sus blusas de seda, fuertes las piernas,
aunque no tan delgadas como ella quisiera, macizas las nalgas a pesar de que ha tratado de
disminuirlas a base de gimnasia reductiva y delirantes dietas como las que implementan las
estrellas de Hollywood; ha desarrollado una personalidad ambigua, ligeramente enigmática,
con frecuentes giros del lenguaje, algunos picantes, apenas picantes como para que su
marido pueda abochornarse; una personalidad en la que se juntan la mujer cosmopolita de
exquisitos gustos y conversación culta, más la cuota imprescindible de iconoclasta locura
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convencional, siempre apurada como si le interesase sobre todo vivir el futuro, la siguiente
cita, el día de mañana: solo vamos a estar un rato, decía al desconcertado anfitrión de
turno, tenemos un compromiso en un par de hora. Se mira ahora y se compara con aquella
campesina que habita en la memoria de sus tatarabuelos, de risa fresca y generosas historias
familiares; no, ni ahora, ni entonces era fea, sino que su piel –el origen dalmacio, las fuentes
primarias de una identidad emigrada ochenta o cien años atrás– resultada tan distinta; la
fisonomía de un cuerpo creado para soportar las inclemencias de un tiempo vikingo que,
frente a ellas, las otras, jóvenes de mestiza belleza alegórica, lucía como el cuerpo de otro
planeta. Se mira a sí misma y nada se dice, pero piensa que ha triunfado, o está triunfando:
nada queda de ese cuerpo de niña, nada de las curvas de una adolescencia glotona. Ahora
es altiva y soberana, y dispuesta como se halla a ser la mujer perfecta, se recrimina por
haber comido 100 gramos adicionales de torta de limón, y empieza a caminar y a caminar.
24
Bueno, en todo caso, no te vayas a suicidar esta tarde, me sentiría culpable toda la
vida.
Hoy no, tonto, hoy no.
Ni nunca. No eres Virginia Wolf o Alfonsina.
Oye, el suicidio no es privilegio de las escritoras. Aunque sí de los poetas.
Es verdad, porque para los novelistas no hay tiempo. Tienen demasiadas tareas
pendientes.
Debieron pasar unos pocos minutos, quizás fumamos en silencio. Ya no recuerdo
si Adriana todavía fumaba. Su tío, Pedro –un hombre robusto, de barba rusa y mirada
encendida–, había fallecido meses antes, luego de padecer años condenado a un tanque de
oxígeno. Cada vez que lo visitábamos, en un departamento colmado de libros y un antiguo
olor a cigarrillo, nos pedía que mirásemos su condición: el vigor vencido del hombre que se
aferra a la vida, aunque sabe que sus pulmones son dos masas podridas. Nos hablaba de los
proyectos de su pasado de militancia comunista, de las películas y obras de teatro que nuca
llegó a realizar, los libros que no pudo escribir. Empresas delirantes casi todas en las que su
erudición se contaminaba con formas candorosas de mirar el mundo, como si el proyecto
ilustrado ejercido a lo largo de la vida se derrumbase ante un nuevo sueño imposible: decía
que tenía cerca de 2000 páginas de notas que formarían parte de su Historia de la Filosofía
de la Infamia en la que, adicionalmente, cruzaría su reflexión sobre autores, épocas y
escuelas del pensamiento con referencias de películas, novelas y obras plásticas. El candor,
decía Adriana, es un hombre candoroso. Hablaba una y otra vez sobre las traiciones viles
de los políticos, del mundo violento de Medio Oriente, de los ovnis y las abducciones, de
las fábricas de armas y los desechos nucleares, y del mismo colibrí que lo visitaba todas las
mañanas: un multitudinario resoplar de sus diminutas alas, suspendido durante unos
segundos al tiempo que bebe el dulce néctar de un geranio, decía, y exhalaba un resoplido
de nicotina antigua. Ese trémulo flotar, recuerdo que nos dijo, mientras Adriana y yo nos
tomábamos la mano debajo de la mesa, es eterno como el amor, y luego, como solía
hacerlo –el tono contundente, irrepetible del hombre que va a decir algo para la posteridad,
como lo hizo siempre en los cientos de mítines del Partido Comunista–, terminó: el amor
es eterno mientras dura. A su haber, entonces, a pocos meses de su fallecimiento, había
surcado los mares nupciales por cinco ocasiones. Seguramente Adriana ya no fumaba, pero
en mi memoria me parece verla: encendía el cigarrillo con displicencia, como si estuviese
obligada por alguna razón imprecisa, exhalaba el humo hacia uno de los lados e
inmediatamente depositaba la incipiente ceniza en algún cenicero.
No te vayas a suicidar hoy, le dije, y busqué retomar la historia de Z., pero ella ya
no quiso y le di la razón: no había tontería más grande que hablar de la vida de Z., una vida
tan común como la de casi todas mis amigas, tan simplista y fútil como la mía misma:
enredos amorosos, conflictos familiares, laborales, políticos (lo único por lo que vale la
pena pelear es la estética, dijo Octavio, y yo lo miré como se mira lo que por repetido
termina por aburrir), a los que se sumaban algunas dudas existenciales, casi siempre
disimuladas en el fragor del día a día, tan ocultas que solo emergían en las horas huecas de
la noche cuando el insomnio era la única compañía, o en los minutos que anteceden al
ocaso, cuando el mundo de las sombras parece devorar todo resquicio de luz.
25
final silencio. Veo el trazo de su cuerpo, pero me resisto a recomponerla, ahí, sobre la cama
fría del hospital. Un aneurisma cerebral ha quebrado su vida en una madrugada. ¿Qué
queda de la familia, de lo que fue, de su pasado, qué de nuestros años de infancia: ¿te
acuerdas, hermana, cuando te subiste a los tejados de la casa vecina? Tenías cuatro o cinco
años: desde esa ocasión cada vez que desaparecías nos preguntábamos dónde estarías, pero
siempre, siempre estabas ahí mismo, sobre los tejados; ¿qué te queda de nuestra vida
recompuesta entre girones de luz y sombras, ahora que ya no eres entidad, sentido, signo?,
¿qué de ti puedo encontrar en mi madre?? Las conexiones de la memoria son insólitas, y,
sin embargo, luego de evocar esos momentos del pasado, resultan tan irremediablemente
necesarios, que del estupor inicial pasamos a la certeza de lo que nunca perece. Mientras
tocaba una de sus piernas, debajo del agua caliente, Ofelia me vio, con esa mirada que ella
todavía desconocía: una mirada de amor, oculto, suspendido todavía en el temor. Creí que
podría revivir el estado de la felicidad, y sentí que traicionaba la memoria de mi hermana.
Ella ya no podría nunca más emocionarse con el contacto de otra piel: las caricias ligeras
que incendian el cuerpo, el contacto con los labios de ese otro que es deseo, ceremonia y
porvenir. Así fue. En un segundo, luego de sentir los labios de Ofelia, camuflados los dos,
desvaídos casi entre el vapor que nos ocultaba del mundo, pensé en la desolación del
cuerpo de mi hermana, cremado, desprovisto de humanidad, carente del dolor, de las
alegrías, disuelto en el enjambre de hojas de fuego que se han llevado lo poco que le
quedada de ser humano. Nunca más la sensación de que todo puede hacerse cuando las
primeras luces del día invaden la habitación; nunca más sus hijos pequeños jugando a su
lado, saltando en la cama, o camino al colegio, o en el gimnasio o la playa, nunca más el
amargo estado del desamor y la traición, del silencio vago del marido, los meses de tortura
cuando sabes que tu matrimonio se deshace como ella misma envuelta en el manto del
fuego, nunca más el Ecuador –el país que dejó quince años atrás para estudiar su
Doctorado en Biología en Florencia–, sus primas, sus tías, sus amigos, los enamorados de
la juventud que, cada vez que nos visitaban, la alegraban con sus bobos coqueteos
adolescentes, como si todos –ahora viviendo sus cuarentas– pudiesen regresar a los quince
años, al colegio, a la festiva ingenuidad con que se mira la vida, el mundo, inconscientes
todavía que más adelante solo puede estar el dolor, la tragedia. Nunca más el crepitar del
corazón que se acelera al mínimo contacto de la piel de otro, de ella, que es Ofelia. La
noche sigue estática: como quisiera que este segundo dure para siempre, le dije, le quise
decir, te hubiera dicho, a no ser porque, como ahora, me prometí que no le prometería
nada si antes ella no me prometía todo.
En la memoria ya no puedo ver el cuerpo de mi hermana en la morgue, cubierto
por una sábana, tampoco las instalaciones del hospital de Siena, la funeraria, los girasoles
que mi hermano dispuso para que la acompañaran. En ese segundo, a miles de kilómetros
de distancia, mi madre y yo pensábamos en mi hermano menor, apresurado en los trámites
frenéticos que requiere la muerte, el pasaporte final para dejar este mundo: los papeles, las
personas que los sellan, los papeles. Pensaba en Adriana cuando me contó la muerte de su
madre, no recuerdo si fue lo primero que quiso que supiera de su vida, pero creo reconocer
su mirada oblicua sentenciando cada expresión de mi rostro. El llanto y los rasgos
genéticos. Mira, pero no me mira, con esa mirada que se aleja del centro: cada ojo genera su
propio campo de visión: un ojo hacia el centro y el otro desplazado hacia arriba. Y pienso
en mi hermano menor, con su familia en Santiago de Chile, recibiendo la noticia, la
información que yo le doy, como puente entre él y mi cuñado, en Italia. Debido a que se ha
casado con una portuguesa mi hermano tiene pasaporte europeo y puede viajar sin las
complicaciones que nosotros, mi madre y yo, debemos soportar: ¿Hay otro rasgo tan
inhumano, tan burocrático y pueril, como el que precede al funcionario de una embajada
que rechaza a la familia desesperada por acompañar a su hija, a su hermana, en los minutos
últimos, cuando su cuerpo es todavía cuerpo, aunque sea vaciado de órganos? Entonces no
26
pensaba, como ahora, en el cuerpo sin órganos, ese insoportable texto que tuvimos que leer
en el doctorado: nos reímos, Miguel y yo y todos, imaginando los gaseosos cuerpos inertes,
como globos de colores, que se alzan por los aires, inflados con helio: cuerpos sin órganos,
como el de mi hermana –¿cosido, pegado?– antes de ingresar al crematorio. ¿Para qué el
cuerpo?, tendría que preguntarle a Octavio. Él, probablemente, tendría alguna respuesta:
una salida alimentada de poesía, cine gótico, cadáveres, suicidas, huérfanos, quizás saldría
mal parado, pero al menos pensaría en las palabras, tratando desesperadamente de
enmascarar las emociones en los sonidos convencionales de los adjetivos: Todas mis horas
están hechas de jaspe negro.
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lograste tener conciencia de la embestida violenta del otro auto, siquiera pudiste escuchar
con el otro oído, el estruendo milimétrico de tu cuello?
Veo desfilar a los muertos que no murieron pero que se han ido, que es otra forma
de morir. La amistad también es una forma de amor y, como tal, una forma de muerte
también. Es cierto, Adriana, no me mires con esa cara. La Amarilla se fue sin decir nada.
Pero no era tan amiga tuya, dijo.
Lo fue, lo sería más adelante, es cierto. Cuando se largó a Alemania ni siquiera la
conocía.
Entonces, ¿por qué te mata de iras que no se haya despedido? Es un contrasentido,
un falso dilema.
De eso mismo te estoy hablando, pues: le tengo resentimiento porque no fue mi
amiga desde antes.
Creo que es más bien tu amor platónico.
En eso te equivocas del medio a la mitad.
Por favor, Bernando, todos los hombres son iguales, dicen que creen en la amistad
con las mujeres, pero es mentira, son medio animales en ese nivel, primero el sexo, luego lo
que venga.
¿Te consta?
Varias veces.
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gemelas. Ella nació para mí, dirá él. Es mi otra mitad, le dirá Z a una amiga, al día siguiente,
mientras comparten las caminadoras en un gimnasio de la calle Almagro.
No se mueve, pero se sigue moviendo.
Había algo impreciso en las manchas que emergían de las nubes, en las manchas
que formaban las nubes, algo que se fracturaba mientras las alas del avión se deslizaban a
700 kilómetros por hora. Una sola luz en la cabina, una luz cenital que iluminaba las
páginas de un libro, y la silueta de un cuerpo que es otro y ninguno, quizás el cuerpo de
Ofelia, o la imagen que proyecto sobre la porosa pared de mi habitación. Algunas veces
con Octavio, luego de los partidos de fútbol de los sábados, junto con algunos de los otros
profesores, íbamos a una cevichería que quedaba a los pies del Panecillo sobre la avenida
24 de Mayo. En el largo bulevar desfilaban los borrachos, los turistas, los mendigos, los
policías municipales, las vendedoras de flores, solo faltaba un volcán al fondo para que la
postal estuviese completa. Pero esos días, quizás porque siempre ha sido así, una gaza de
humedad impedía que la montaña pudiese contemplarse: una fina capa de vapor que
ascendía impulsada por la devoradora presencia del sol. Había un olor reconocible a orines
y humedad, a tierra y mariscos. Creo que todos sabíamos que ahí, en la cevichería Tierra de
mar, era posible contagiarse de cualquier enfermedad, pero era inevitable que terminásemos
siempre en el mismo sitio. No recuerdo cómo llegamos a ese punto de la discusión, entre
las risas impulsadas por las gansadas y las cervezas y las charlas intelectuales que Octavio
proponía llegamos al tema de la muerte. ¿Quiénes más componíamos ese tragicómico
grupo? Además de Octavio, seguramente llegarían a estas celebraciones el Toro, el Águila,
el Pájaro, y la María Belén, la María Magdalena. Una suma dispar de él y las; ellas
acompañantes fieles de sus profesores. La María Belén era profesora también, y la María
Magdalena la secretaria del Decano: ellas, nombres celebratorios del mundo cristiano, y con
comportamientos no tan santos; ellos, una fauna de animalitos domésticos: ¿por qué
ponemos apodos de animales a las personas?, ¿cuál es el afán de encontrar las similitudes
entre ciertas formas animales que aparecen hechas cuerpo humano? Todos sabíamos que
además del gusto por el juego, nos unía la clara afición por la cerveza, el pretexto siempre
argumentado de que después de jugarnos la vida en la cancha lo mínimo que podíamos
hacer era hidratarnos; las jornadas empezaban a eso de las doce o la una, y se prolongaban
hasta las nueve o diez de la noche, casi siempre en el departamento que compartían la
María Belén y la María Magdalena. Los otros profesores, que ahora no entran en la escena,
pero que existieron sin duda (un equipo se armaba, entonces, con un mínimo de siete
futbolistas), debieron irse después del pitazo final. Mientras trato de relatar ese momento,
un dolor amortiguado me golpea en el costillar izquierdo, como el eco de un dolor todavía
más profundo, cavernoso, y creo que hoy, como entonces, pensar en la muerte no ha sido
una empresa impulsada por la tristeza o el temor, no necesariamente. Quizás, como ese día,
ahora creo que la muerte está dentro de uno mismo –no esa muerte que resulta de la
intervención de otro: un asesinato, un atropellamiento, incluso la negligencia médica– de
cuerpo presente, y que se manifiesta en las distintas formas de la degeneración de ese
propio cuerpo. Es como si la muerte se alimentase de la vida, igual que lo haría una
solitaria, enroscada a los órganos, dentro de ellos. La muerte como espíritu de ese cuerpo
que tiene vida. Esa tarde, como ahora, la muerte es siempre una compañía que evita la
soledad total. Pensar en ella es una forma de amar, uno de los mecanismos a través de los
cuales se expresa la propia vida.
Lo que es yo, dijo el Águila, seguro que muero de cáncer de colon.
¿Lo dijo ciertamente? ¿o son versiones que he reorganizado con el paso del tiempo?
No hay que olvidar que las cervezas y el cansancio operan directamente sobre la sensatez.
Seguro muero de cáncer de colon, dijo.
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¿Por qué la certeza?, debió haber dicho la María Belén, o la María Magdalena, o el
Toro. ¿O fue el Pájaro? Quizás no, porque una de sus características era su animal silencio.
El rostro de ibis eremita había hecho que se refugiara en el mutismo.
Es que mis papás, los dos, tuvieron esa huevada, dijo el Águila, con los ojos
desorbitados.
Pero no están muertos, dijo la Belén.
No, por suerte, pero queda siempre latente esa mierda. Tienes la certeza de que eso
que te va a matar está creciendo dentro de ti.
Ya, bueno, además en el Ecuador te mueres casi siempre de eso.
¿Lo leíste?
¿Te estás inventando?
Es posible que a esa reunión –pero luego, en la casa de la María Magdalena– llegase
también la Lolita de la tercera edad. Era un sobrenombre que ella misma había acuñado, de
esa manera sorteó las miradas de condena que los otros profesores le lanzaban cada vez
que la veían. Es que son unos acomplejados, decía y alzaba todavía más la nariz. Yo soy
una Lolita, ¿y qué? Y si quieren más: de la tercera edad. En una universidad pública, la
presencia de una mujer alta, soberbia, siempre vestida con la exigencia que impone el
conocimiento de la moda, generaba rumores y rumores: que era una señora venida a
menos, de una prestigiosa familia decadente, que seguramente tuvo que renunciar a su
pasado latifundista, luego de que su familia estuviese condenada por una serie de
acusaciones de corrupción, que fue abandonada por su esposo, un conocido banquero de la
ciudad, luego de que ella le confrontara al descubrir que era un mitómano; que su hija de
pocos años de edad había sido encontrada muerta: la autopsia diría muerte natural: el
síndrome de muerte súbita, que esa culpa le llevó a enloquecer y que, ante el asombro de
toda su familia que estaba dispuesta a llevarla a un centro psiquiátrico, ella, la Lolita de la
tercera edad, Susana Borja y Cuesta, había presentado su currículum a la universidad estatal
y había sido aceptada sin mayor contratiempo, por algo había hecho su doctorado en la
Sorbona, o en alguna universidad de Estados Unidos, o en algún centro menor de
Querétaro. Los profesores que no escondieron su estupor –es probable que vistiera falda
corta, escocesa, largas botas hasta las rodillas, abrigo blanco, bufanda de seda y las gafas,
además de una decena manillas que colgaban de sus espigadas muñecas; el maquillaje
exagerado, travesti– al verla entrar al salón de la Asociación de profesores: caminaba como
torciendo el tiempo, descompasada, algo masculina, quizás porque los tacos de las botas
estaban ya gastados, quizás porque su altura, en un pueblo de enanos, le había impuesto la
obligación de jorobarse un poco, quizás porque los brazos parecían batirse a un ritmo
distinto del que imponían las piernas. Cabello largo, matizado en tonos rubios y pardos que
caían, como el pelaje de un animal agotado, sobre los hombros. Buenas, dijo y miró a cada
uno, pero no miró a nadie como si su realidad apenas tuviese un campo común, un mínimo
cruce con la nuestra.
En efecto, Susanita debió llegar más tarde a la casa de la María Magdalena. Habían
pasado ya varios meses desde nuestro primer encuentro con ella, y aunque nunca
terminamos por aceptar su manido desplante –una suma de huecos en su vida le habían
cubierto de una capa de espinas– veíamos, veía yo, su altiva soberbia como un gesto de
timidez frente a la belleza con la que debía haber sorteado la vida. Había algo de belleza
decadente, algo de melancólica histeria.
No es fácil ser bella en un mundo de feos, le dije a Octavio.
Es cierto, hermano.
Susanita debió sumarse a la conversación, cuando el alcohol desdibujada el
contorno de los objetos, resoplaba en el corazón, fragilizaba las convicciones. Dijo que
venía de una fiesta con sus amigas del colegio: y antes que me digan nada, ya veo sus
caritas, me adelanto a decirles que sí, que todas somos unas viejas divorciadas.
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¿Cuántos años mismo tienes Susanita?
Los que quieras, cabroncito, los que te den la gana.
El Águila le dijo al oído al Toro: ¿a usted le gusta, colega?
No, es una amiga, respondió, con ese tonito argentino que había adquirido en las
dos semanas que estuvo en Buenos Aires, haciendo un curso en locución para radio.
Es que a usted solo lea atraen las lolitas, pero las de verdad, verdad.
Tampoco, Águila, esas son del target de Octavio. Jóvenes y talentosas.
Debió pasar un tiempo, con ese irrefrenable deseo que todo terminase de una
buena vez, con ese deseo, también inexplicable, de que nada se termine, nunca. El
departamento encapsulado empezó a desvanecerse: ¿dónde estaban los objetos antes fijos
en la geometría de la sala?, ¿por qué parecía que los sillones, las butacas, los cuadros y la
ventana se diluían como relojes del tiempo?, ¿había una luz que se filtraba, tambaleante, a
través de las persianas, como si al otro lado, en la calle, estuviese suspendido un centenar
de imprecisos insectos de luz, batiendo incesantemente sus alas? ¿En qué significativo
momento los rostros de los que persistíamos en esa melancólica disputa con el devenir se
despojaron del concreto con el que habían sido esculpidos, fijos, hieráticos, para
reformarse en burbujas de ojos, bocas y pestañas?
Hay en la vergonzosa muerte algo de dignidad, dijo Octavio.
Debió ser él quien pronunciara el enunciado. Morir como mueren los elefantes,
alejándose de la manada para que nadie, ninguno, nadie, pueda ver ese instante final o
como el caballo que se lanza al abismo cuando su amo ha muerto. Hay en la vergonzosa
muerte algo de dignidad, ratificó Octavio, como si con la segunda sentencia no quedara
abierta la posibilidad de disentir. Entonces el Toro, abrió los ojos y se despojó de la
somnolencia en la que se había hundido. La María Belén tomó de las manos a Octavio.
¿Dónde estaban el Pájaro y la María Magdalena? Quizás la versión del Águila tenga sentido:
se encerraron, loco, en la habitación, y a otro cuento con esos manes. Dignidad, hermano,
dijo Octavio, y soltó unas cuántas lágrimas, al tiempo que se refregaba las manos: yo la
quise como a nadie he querido, era mi alma gemela, mi doble, mi todo: así lo creía yo, yo
que tanto he creído que el amor es imposible, ya ves, nunca pude soportar la humanidad,
mi humanidad, y terminé por destruir todo lo que la vida me puso, pero con ella era otro
mundo: una planicie despojada de males, un jardín de hermosas flores abiertas, un
riachuelo que se dibujada junto al mar, el mar que era otro rio, inmenso, ilusión me dirán,
pero ella era así, tenía la capacidad de transformar el dolor en chispazos de alegría, le veía la
espalda desnuda mirando a través de una ventana, había un mar sereno, y sus trenzas… se
despidió esa noche con un beso en la frente, como si fuera mi madre, y me dijo: no me
olvides, poeta, no se te ocurra olvidarme, y yo la vi alejarse, abrir la puerta y cerrarla con
delicadeza, y no tuve la capacidad de reaccionar, de tomarla de los hombros, de besarla y
abrazarla, y decirle que la amaba, y que nunca la olvidaría, y la vi, desde mi ventana,
caminar por la calle, hasta perderse entre los árboles de esa puta calle, y me quedé
pensativo, con un dolor impreciso, pero me dije, déjate de tonterías, y preparé otra taza de
café, leí unas cuántas páginas, quizás miré unos minutos de una película, me dormí sin
quitarme los zapatos, y antes de hundirme en el sopor, me dije, quítate los zapatos, como
ella te diría, y por unos segundos, mientras su estela todavía no se deshacía –olía a incienso,
manzanilla, olía a una vaga presencia de humo, es que no renunciaba al cigarrillo, a pesar de
que me decía: ya no fumo, hombre, son solo tus ideas, tus fijaciones, tranquilo– recordé a
mi madre: siempre pasaba por mi habitación para darme un beso de buenas noches, pero
no era ella, mi madre, tampoco era mi Laura –¿te acuerdas el poema que, días antes te
entregué: quiero desnudarte en el río/ disperso tu cuerpo en el agua/ el golpe furioso de las
piedras?–, y sin embargo, era las dos, una y otra. Laura no se parecía nada a mamá, a no ser
porque me miraba de la misma manera. Laura, algunas horas más tarde, cuando Octavio
dormía al fin, Laura entraría a la bañera de su casa –vive con su anciana madre– vestida con
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un camisón, blanco, anticuado, prendería un incienso, y se dejaría inundar por las burbujas
de jabón mientras un manto rojo tiñe el agua. Cierto es que esa versión acudía a un cliché,
pero parecía verdadero en boca de Octavio que, al relatar el suicidio, no podía contener el
llanto: un llanto sin lágrimas: una profunda mueca lastimera que le acuchillaba el rostro. En
otra ocasión, escuchamos otra versión que nos fuera dicha por un testigo que había oído a
un amigo de Octavio. Laura no es una de las chelistas de la Filarmónica Nacional, como
había asegurado Octavio, sino que es también poeta como él, seguramente una poesía
existencial, trágica en la que la voz lírica evidencia una tormentosa relación con el padre,
violencia sexual, abandono; tampoco vive con la madre, sino sola con un gato (pongo en
duda este dato porque ¿a quién mierda se le ocurriría matarse y dejar abandonado a su
gato?), otros decían que no era un gato sino dos gatos, hermanos de sangre, así pues
Bernandois, ya no hay pretexto, entre ellos se cuidan hasta que alguien los rescate. Lo más
interesante de esa versión es el hecho mismo: la noche anterior escribe una carta de
despedida que deja en el velador de su habitación, junto con una taza de té: al borde, sobre
el plato, se encuentra una tajada de limón y unos gramos de azúcar, también un paquete de
galletas de coco a medio terminar. Al día siguiente se baña y sale de su casa. La toalla estaba
colgada junto al espejo, en un gancho: una toalla celeste con una impresión de dos angelitos
abrazados, las sandalias de plástico junto a la cama correctamente dispuestas, en la bañera
una ligera capa de shampú de manzanilla, la cama tendida, con tres almohadones rojos
sobre el edredón blanco; la base, rímel y lápiz labial con que se maquilló fueron
encontrados junto al espejo de la peinadora. Una vecina dice que la vio como todas las
mañanas hacia las ocho, llevaba una cartera roja, rojos los zapatos de charol, las medias
negras, el pelo recogido, si no me equivoco, me saludó como siempre: Buenos días, señora
Martina, ¿cómo amaneció? Bien niña, ya se va, ¿no? Tengo cosas que hacer. Ya, mija,
cuídese. No se conoce en qué se transportó hasta llegar a la calle Isabel la Católica –vivía
cuatro años en la Floresta–, así que es pertinente pensar que caminó todo el trayecto: era
una mañana despejada, con nubes dispersas; se preveía un día caluroso. Apareció en el
edificio Alcántara unos quince minutos antes de las nueve. El guardia no la reconoció, pero
dejó que pasara porque tenía que acompañar al técnico de los ascensores. La vio subir por
las gradas. Solo recuerda que le llamó la atención el impecable vestido negro. Aunque no se
fijó en el maquillaje blanco, los labios pintados de rojo, los zapatos brillantes. Unos
minutos después, apenas los justos para dar tiempo a que el técnico empezara con el
mantenimiento de los ascensores, escuchó un sonido seco, un estruendo de huesos
quebrados. Él y el técnico estaban en el sótano, justo debajo del patio trasero. Corrieron a
ver qué había ocasionado esa conmoción. Subieron las gradas y ahí, entre un círculo de luz,
la descubrieron: había caído de espaldas sobre las baldosas: en un charco de sangre
reposaba la cabeza. Los ojos abiertos, el rostro perfecto, como de novia, el cuerpo en
descanso; dormía. Un vecino del segundo piso dijo que en ese momento tomaba un café y
miraba por la ventana que daba al patio trasero, y que se sorprendió con un atado de ropa
que caía: durante esa fracción de segundo, creyó mirar también el rostro de la chica, luego
pensó que sería un maniquí, una muñeca gigante, abrió la ventana, y miró el cuerpo contra
los azulejos: era como una novia, dijo, como una viuda. El detective Veintimilla, asignado al
caso (ataviado con una vieja gabardina y un sombrero de medio lado), consignó en su
reporte que el guardia había dicho que ella estaba en medio de un círculo de luz. ¿A qué se
refiere exactamente?, preguntó el detective. Parecía que ella irradiaba un manto de luz que
la protegía: era como un círculo celestial, le había contestado el guardia. Veintimilla
mostraba su desconcierto ante la descripción de la escena.
Susana miró a Octavio con incredulidad, o quizás era estupor, odio: se odia lo que
no se puede tener, pensé, y quise decírselo al Águila, quise también confiarle que la historia
de Octavio, otras veces escuchada, me parecía la sinfonía redundante del poeta que necesita
vivir hundido en un hoyo para, desde ahí, pintar el mundo de tonos ocres, difusos, quise
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decirle también que yo sí había conocido en alguna ocasión a Laura. No era un rumor. Fue
un encuentro breve, no planificado, porque como siempre al poeta le gustaba mantener sus
relaciones amorosas tras un velo de clandestinidad y misterio: no recuerdo bien, le habría
dicho al Águila, si las palabras no hubiesen estado petrificadas en mi cerebro, si fue en un
centro comercial o a la entrada de un cine, dentro de un centro comercial, es decir, no en
los pasillos o en alguno de los almacenes, sino a la entrada del cine dentro del centro
comercial. Tampoco recuerdo si Octavio hacía fila para comprar las entradas o era ella,
Laura, a quien no conocía y tampoco tenía referencia alguna de su nombre, la que estaba
primero y Octavio detrás, tomándola de la cintura, pero sí recuerdo lo que sentí, le habría
dicho al Águila si lo que quería contarle no estuviese dentro de arenas movedizas o mejor
dicho si las palabras que necesitaba para relatar lo que creía sentir cuando los vi, dentro o
fuera del cine, no fuesen pájaros de madera o de mármol: lo que sentí, viejo, era que entre
ellos había algo, algo que no puedo decir, que no puedo imaginar, inasible, como dices,
inefable, como sugieres, algo que no sé cómo definir, aunque creo poder describirte que era
un mezcla de vergüenza ajena, de incredulidad: ella era blanca, traslúcida, eso mismo como
lo que dices, medio fantasmal, medio alienígena, ¿bella? Y qué es la belleza para vos, pues,
eso primero, y lo segundo, que era tan rubia como solo puede ser alguien que se ha teñido
hasta el extremo, no, no, dicen que tenía el pelo negro, encrespado, hasta la cintura, pero
eso dicen que dicen, yo la vi de cerca, viejo, o no tan cerca, pero si a una distancia
prudencial como para definir al menos su tez y su cabello, no sé, digamos cinco, diez
metros, me aposté detrás de un pilar, porque sé que a Octavio no le gusta que lo
sorprendan, así nomás, y los vi. Como Octavio es, como te diría, oscurito, eso mismo, y
ella tan blanca, pues era medio gracioso, además, claro, claro, le llevaba, no sé, unos 25
años de diferencia, o más, tienes razón, 35, era como si fuese el papá con la hija, de paseo,
o comprando los útiles escolares, bizarro, tampoco, cómico pero dulce, algo había de
alegría y tristeza, eso, vos mismo lo dices, le hubiera terminado de decir si el Águila no
hubiese desaparecido, detrás de la deformación de los objetos y las cosas, mientras Susana,
la lolita de la tercera edad, con el ceño tan fruncido que era un mueca (me habían contado
que tenía un trasplante de piel en el entrecejo; quizás por eso, a veces, parecía que estaba
más furiosa, cuando en realidad era la luz o su ausencia la que evidenciaba más esa huella
quirúrgica), encendía otro cigarrillo y miraba a través de las paredes, ausente, deformado su
rostro también: esta sí una mueca de carne de la que emergían hilos de humo que se
dispersan por la habitación como girones de neblina.
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años, se metía en el baño a mirar como la negra Candelaria se bañaba, vendía las corbatas
de su papá y revendía todo: cromos de los campeonatos mundiales de fútbol, estampillas
viejas, libros usados, raquetas de tenis. Era de verlo, además, en los tragamonedas o en los
juegos electrónicos, sudando la gota gorda. No era muy hábil, pero compensaba su escaso
talento con un humor siempre picante. Todo lo que hacía estaba acompañado de un
insaciable apetito: arroz por libras, pescado y patacones y menestra, pollos fritos,
parrilladas, cangrejos, camarones y conchas asadas, litros y litros de gaseosa, y tortas de
merengue. Creo que nadie le vio jamás comer una manzana o una pera, aunque devoraba
las sandías en gigantes mordiscos que le dejaban la mitad del rostro cubierto por una
brillante y rosada capa de jugo y saliva. Luego, dijo Adriana, con un tono en el que se
expresaba una especie de lascivia familiar, pasó a las apuestas en serio y para eso debió
cumplir la mayoría de edad: es como mirarlo ahora mismo, vestido con pantalón blanco y
camisa negra, tres botones abiertos que muestran su ostentosa barriga, sobre el cuello brilla
una enorme cadena de oro, y detrás de las oscuras gafas sus ojos cacao: la mirada dulce,
inocente, incluso melancólica, la risa estruendosa: una hilera perfecta de dientes blancos.
Entonces, a los diez y ocho años, su mundo eran las apuestas. No perdió el tiempo en
casinos de hoteles de dos o tres estrellas, sino que fue directamente al más pesado de todos:
un lujoso complejo turístico levantado cerca de las orillas del río Toachi, y durante dos
años cumplidos, acumuló eternas jornadas de éxito: compró una moto Kawasaki, que es
como decir que compró el universo, y empezó a viajar a Quito, tres horas a toda velocidad,
sorteando las serpenteantes carreteras, entre camiones que transportan productos de la
Costa, buses interprovinciales y cientos de diminutos autos endemoniados. Prefería subir
antes de las cuatro de la tarde, así, en algo, podía evadir las capas de neblina que ascendían
del subtrópico. En ese tiempo, dijo Adriana, no se usaba ni casco ni guantes, bastaba con
una chompa de cuero y dale, a toda. ¿Cuántas veces se jugó la vida en esas correrías,
impulsado por un espíritu frenético que buscaba en Quito lo que nunca encontró en su
ciudad? Siempre nos hemos preguntado qué venía a hacer en la capital, ¿por qué esa
necesidad de vértigo, de esquivar a la muerte acechante, escondida detrás de cada una de las
360 curvas que conformaban la carretera Santo Domingo-Quito? Tengo negocios
pendientes, le decía a su madre y le daba un abrazo tan fuerte que la madre creía que en
esos segundos podían estallarle los pulmones. Como era de esperarse, de un día para el
otro, la suerte cambió y las deudas al casino empezaron a acumularse. Dicen que dijo que
estaba amenazado de muerte, y que una noche logró escaparse en medio de un tiroteo que
abrió un sicario contratado por el propio casino. Entonces desapareció. Nadie sabía el
destino del primo. Durante unos cuantos meses lo creímos muerto. La madre se limitaba a
guardar silencio, no contestaba el teléfono, e incluso se cambió de casa: ella y los otros
hijos, cuatro más, desaparecieron. Mi tío, dijo Adriana, había fallecido meses antes víctima
de un feroz ataque al corazón. Rápidamente la fortuna que había acumulado durante treinta
años, al frente de un negocio de compra y venta de repuestos para camiones, también
desapareció. Pero como todo en la vida termina por saberse, una tarde mi tía me llamó, dijo
Adriana, y en pocos minutos me contó que tuvieron que esconderse mientras hipotecaban
la casa y vendían el negocio para pagar a los dueños del casino. ¿Y el primo? Se fue para los
Estados Unidos.
Ese fue un viaje, como los que deben rememorarse, dijo Adriana, cuando
interrumpió lo que le contaba sobre madame Foutille, y la historia de sus viajes en tren por
Europa. Además, La Amarilla seguro que exagera, inventa, añade, me dijo, y durante unos
segundos me clavó la mirada, como solía hacerlo: una mirada inquisidora, bélica, dispuesta
como estaba a continuar con el combate.
Pero me dijiste que la historia de tu primo era intrascendente, dije.
No te dije eso, tú te inventas todo.
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Me dijiste que no era lo suficientemente interesante para convertirse en una novela.
Todo es una novela, te dije yo, ¿te acuerdas?
Bah, eso se te ocurre ahora. Bueno, bueno, no quiero pelar Bernandoadis. Mejor
sígueme contando sobre las increíbles aventuras pequeño burguesas de la tal Madame.
Mejor tú sigue con la historia de tu primo.
Otro día.
Este puede ser el último día del mundo, y no me quiero ir al más allá sin conocer
qué más pasó.
Si te contara…
Eso, quiero que me cuentes.
Mejor esperamos hasta mañana, y si esta noche no se estrella un meteorito contra la
Tierra o no llegan los jinetes del Apocalipsis o no estalla la guerra en Corea, entonces sigo,
¿ya?
Adriana nunca me relató el resto de la historia de su primo. Nunca me contó como
una secuencia continua, acompañado del afrutado vino rojo que tanto le gustaba, las
andanzas del primo, la oveja gorda de la familia. Tampoco nos sentamos en el Caffetto a
beber dos expresos seguidos, y luego algunos mojitos, al tiempo que me describía el arribo
de su primo a los Estados Unidos, atravesando la frontera mexicana en un remolque. Fue
un gesto irónico del destino, pudo decirme Adriana, que mi primo tuviese que soportar las
penurias más inhumanas para llegar a los Estados Unidos precisamente en un remolque. Su
padre había amasado una pequeña fortuna en el negocio de los camiones, primero como
chofer y luego como propietario de una flota. Pero todo había desaparecido por el furor
incontrolable de su vicio, el de mi primo, pudo decir Adriana, y por el deterioro físico de
mi tío. El primo contaba –años después cuando regresó al Ecuador, después de haber
vivido en Nueva York, Miami y Texas– que en el remolque iba a su lado un amigo con el
que habían organizado el viaje. Era un grandote, habría dicho el primo, fisicoculturista.
Tuco. Pero, ahí, sentado horas de horas, con tanta gente, sin parar ni un solo momento
para estirar las piernas, ni para comer o beber, más que lo que uno llevaba en la mochila.
Sin poder orinar ni cagar en paz. Apestosos todos, asqueados. Ahí, vi cómo un hombre
podía quebrarse. Llorar, pegarse en las piernas, gritar. Justo en un punto, antes de cruzar la
frontera, los coyotes hicieron una parada: es la última oportunidad para cagar, chingados,
recuerdo que nos dijo, pudo decir el primo. De aquí tenemos otras veinte horas de camino,
cabrones. Mi amigo, dijo el primo, me abrazó, lloraba desconsoladamente y me dijo: yo no
voy, compadre, no aguanto más. Luego supe que había logrado regresar al Ecuador. La
familia vendió un terreno en La Concordia para pagar el regreso. Nunca nos sentamos en el
bar Q, en la plaza Foch, a fumar y reír y comer una tabla de quesos y embutidos, mientras
el ritmo monocorde el reguetón nos enloquecía, para que Adriana me contara que su primo
llegó a Nueva York, gracias a un contacto que tenía el tío Hugo, uno de los tantos tíos que
vivían en Cuenca. El tío Hugo –con su mostacho mejicano recortado, sus enormes gafas
Ray-Ban y su prominente tórax de boxeador– había vivido en Nueva York veinte años
atrás, cuando decidió probar suerte. Su deseo era estudiar fotografía, esa había sido la
pasión de toda la vida, pero terminó trabajando como esclavo de una factoría. Menos de un
año duró su paciencia y regresó a Cuenca. En ese lapso, había establecido amistad con
varios mejicanos, uno de los cuales se llamaba, me habría podido decir Adriana, Roberto
Gómez. Este hombre era dueño de una pollería en el Bronx. Era un gordito bonachón, con
el pelo ensortijado y las manos proporcionalmente opuestas a su tamaño. Eran como dos
empanadas, había contado alguna vez el tío Hugo. Cuando la madre del primo supo que su
hijo se había fugado a los Estados Unidos, llamó a la familia de Cuenca. Preguntó si
conocían alguna persona que pudiese dar una mano a su hijo pródigo. El tío Hugo pensó
inmediatamente en su amigo Roberto y, sin dudarlo, le escribió una carta para contarle que
uno de sus sobrinos llegaría pronto. Dos semanas después Roberto contestó que estaría
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encantado, ni más faltaba mi carnal, de ayudar a ese nuevo emprendedor. El primo llegó
sano y salvo a Nueva York. Había adelgazado varios kilos en el trayecto. Aunque lucía
todavía una soberana barriga, se veía sano. Las amargas horas a pan y agua en el camión no
habían mermado su entusiasmo. Sonreía con esa sonrisa pícara, siempre adolescente. Los
ojos adormilados, soñadores. Roberto lo empleó como posillero del restaurante. Hasta ahí
la versión feliz del cuento. La historia que Adriana nunca se animó a contarme, como si lo
que venía a continuación fuese uno de esos secretos familiares que tanto se guardan para
proteger eso que llaman prestigio. Una mañana, habría contado el tío Hugo, recibo una
llamada del exterior. Reconozco esa voz lejana, es la de mi amigo Roberto. Es extraño que
me llame. Durante los años transcurridos, nunca hemos hablado por teléfono. Qué
sorpresa, mi querido Roberto, le digo. Apenas me saluda. Compadre, ¿cómo me haces
esto?, dice. No entiendo a qué se refiere. Explícate, compadre, alcanzo a decir. Y mientras
Roberto empieza a responderme, tengo ya idea clara de lo que sucede. Por mi mente se
cruzan las imágenes del dichoso sobrino, al que nunca he querido. Siempre de juerga,
hablando malas palabras y riendo como un loco. Pienso en mi mujer, Melina, a la que dije:
solo lo hago por vos, cuando me insistía en que ayudara al sobrino. ¿Cómo me haces esto?,
dice Roberto y empieza a contarme lo que ha sucedido. La versión del tío, lo que
supuestamente le dijo su amigo Roberto, apenas la conocemos, pudo haberme dicho
Adriana, es más sabemos que, en efecto, hablaron por teléfono, pero nunca tuvimos idea
de lo que se dijeron. Lo que siempre se dijo es que el primo –un experto en el arte de la
galantería criolla– había seducido a la esposa de Roberto, que se había fugado a Las Vegas,
que estuvieron desaparecidos dos o tres meses, que Roberto lo quería matar, que pasado el
tiempo apareció la esposa –una simpática y sonrosada señora, de vestidos floreados y
sonrisa generosa que respondía a la gracia de Guadalupe– con una cara de duelo, que el
primo la había abandonado alguna noche en no sé qué motel de carretera, que le había
robado los dólares, y, sobre todo, el corazón. Fue tanta la conmoción familiar, en especial
la del tío Hugo (de ahí en adelante hasta el día que por fin se divorciaron, se encargó de
recordarle a su esposa el bochorno que el sobrinito le había hecho vivir, el dolor que le
producía la amistad quebrada con su compadre Roberto, la vergüenza que debía soportar la
familia entera), que se prohibió hablar del tema. Era un hecho vedado, pudo decirme
Adriana, si se habría abierto a contarme ese pasaje prohibido por la santa inquisición
familiar. Pero, por eso mismo, se había convertido en una de las historias más difundidas
en las reuniones familiares. Cuando el tío Hugo se retiraba a dormir, al final de una extensa
jornada de comida y bebida, algún primo empezaba a recordar al otro primo, y al poco rato
las versiones de la historia alimentaba la original. Que había secuestrado a la esposa de
Roberto y que había pedido rescate, que era ella la que había obligado al inocente primo a
saciar su apetito carnal, tan abandonado por la entrega fervorosa del marido al negocio de
los pollos a la brasa, que todo era un invento del tal Roberto para cubrirse las espaldas,
pues había sido él quien quiso abusar sexualmente del primo, y antes de que lo denuncie se
encargó de distorsionar la historia. Todo eso, y mucho más, pudo contarme Adriana en una
de las tantas tardes que compartimos en mi cama, abrazados como dos primos
adolescentes que se cuentan historias de fantasmas, apenas pegados el uno junto a la otra,
incapaces de sobrepasar ese límite del amor, conscientes ambos que ese paso solo puede
llevar a la destrucción total.
Más que las aventuras de madame Foutille en sus viajes en tren, descubriendo que
el mundo, su mundo, no comenzaba y terminaba en París, me interesó lo que La Amarilla
contó después: los años posteriores, cuando se casó con un ecuatoriano, y emigró al
Ecuador con treinta años a cuestas: toda la belleza tópica: blusa de rayas horizontales,
pantalón negro, bombacho y brillante, boina ladeada, botas rojas.
¿Te imaginas –me dijo La Amarilla que madame Foutille le había dicho– francesa,
joven, rubia, dando clases de francés a un grupo de sesenta cadetes de la Escuela Militar?
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No habría sido una experiencia bella, nada tan alejado de esa definición. Supongamos, así
las cosas, que cada ojo humano es como el aguijón de una avispa, Madame Foutille debió
sentir un enjambre aguerrido de cientos de insectos que se clavaban en todo su cuerpo. No
eran los alumnos los que me preocupaban sino las autoridades, dijo Madame. Con los
chicos no, porque a pesar de la lascivia que se les escurría por la boca, nada hacían, eran
muy obedientes. Uno de ellos me contó, tiempo después, que el coronel les había dicho
que no quería una sola queja de la francesita, ni una sola, así que debían guardar su arma
entre las piernas y dejar que sea la imaginación, en las noches de litera, la que les ayudase a
liberar la tensión. No eran los chicos, pobres, tan jóvenes les veía yo, dijo Madame,
íngrimos a pesar de las jornadas agotadoras de ejercicio físico, indios la mayoría, chicos del
campo que han llegado a la ciudad hace pocos años, no, no eran los alumnos, sino los
oficiales, tenientes, coroneles y generales de la patria con los que debía socializar en los
pasillos, en las oficinas, en el patio, durante las pausas, los eventos oficiales, las fiestas
cívicas. Aunque algo quiero decir, me dijo La Amarilla que Madame Foutille le había dicho,
y es que una como mujer está preparada para casi todo. ¿Todo?, me dijo La Amarilla que le
había preguntado a Madame, extrañada de la sentencia tan definitiva que usaba la francesa.
Es decir, me dijo La Amarilla que la francesa le dijo, todo lo que más o menos puede
esperarse una mujer: esas miradas lascivas de los hombres, o los tonos melosos con los que
me saludaban: buenos días, señora, ¿cómo amaneció?, ¿qué le parece vivir en la mitad del
mundo?, ¿y su marido, si le cumple, no?, o la mano sobre el hombro, o unos dedos en la
cadera. Se puede disimular, dejar pasar una o dos o diez veces, se puede seguir la corriente
al teniente o al oficial para que no digan que la francesa se cree la gran papaya, la dueña del
mundo, o, de ser así, se puede, a la primera insinuación, pararse dura y decirle que no joda.
Que no joda, así me dijo La Amarilla que Madame Foutille le había dicho, acentuando la
palabra joda, sin desprenderse del musical fraseo de la lengua francesa en su versión
traducida al español. Pero lo que nunca pude, me dijo La Amarilla que le había dicho
Madame Foutille, fue atinar reacción alguna cuando un coronel, siempre tan educado tan
atento tan zalamero, me saludaba, me miraba durante unos segundos, mientras una de sus
manos me acariciaba un codo. Esa sensación hasta ahora me produce escalofríos: era tan
repugnante sentir los dedos del coronel apretándome el codo, estáticos en unos segundos
interminables, mientras me preguntaba, una y otra vez, sobre mi situación laboral, o sobre
el clima de Quito, tan parecido a las mujeres, no mi señorita, o sobre mi relación familiar:
¿cuántos hijitos piensa tener usted, ah? Ese gesto aparentemente inofensivo, con el que me
hacía sentir, durante el año completo que dicté clases de francés, que ahí, en ese edificio
militar, él era dueño y señor.
No podré soportar otra muerte, y, sin embargo, cada día –a veces cada hora: un
constante martilleo en la cabeza, perturbador– nuevamente siento su muerte. ¿A qué asirse
cuando no se cree en nada, cuando los rasgos del ateísmo están tan inmersos en la forma
de mirar el mundo que no queda más que enfrentar el dolor con cauta resignación,
estoicismo (ustedes los ateos sí que están jodidos, me dijo alguna vez Octavio) en el mejor
de los casos?, ¿cómo afrontar el dolor que se enraíza en la médula del cuerpo cuando no
hay, desde antes, un cuerpo al que juntarse en el frío de la noche, ese estado de aparente
sosiego que te otorga el cuerpo caliente de quien duerme junto a ti? Lo miras, imaginas que
es Ofelia. Te dice: qué lindo es estar de amores, estamos de amores. Cierra los ojos, y al
otro lado del mundo, en ese estado de simulación de la muerte que es el sueño, ella te
encuentra y te acepta como eres: no se trata de soportar tu animalidad, o la deformación de
tus extremidades (no eres un bicho raro, un fenómeno de circo), sino de quererte con la
simpleza que exige la vida. Nos comprendemos, decían antes las parejas que habían
decidido casarse, hacer la vida juntos: ¿comprendernos, que es como decir aceptarnos en la
residencia del tiempo, inocente como tú, en medio de la intemperie? En la salud y la
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enfermedad, versa la sentencia y ésta, más que otra declaración retórica del compromiso,
parecería ser, a ratos, el sentido mismo del amor, o, si es lo mismo, de la relación amorosa.
Cuando el cuerpo se enferma –agotado por las bacterias que le succionan cada médula,
cada célula del cerebro; cuando las llamas del dolor le rodean las extremidades, le calcinan–
el otro amado, antes solamente ese estado de regocijo y placer, se enfrenta a la encrucijada:
la compañía por el sendero del delirio amoroso, o la huida a mansalva al terreno de la
comodidad. Pero no es una decisión racional, me decía alguna vez Octavio, es un asunto de
piel: si amas, te quedas, punto, y te toca ponerle toallas húmedas en la frente, soportar su
cuerpo inmóvil cuando quiere dar uno o dos mínimos pasos, llevarlo hasta el baño y
limpiar sus heces, como se limpia el culo del cuerpo-niño. Mi manera de amarte es una catedral
de silencios escogidos.
Hoy Adriana vino a verme y me trajo el recuerdo de aquella vez en que visitamos a
mi madre. ¿Fue hace dos meses o quince años? Hay momentos en que los sucesos del
pasado, se suceden como escenas del presente. La memoria crea una línea de continuidad
entre ese antes y este ahora, suprimiendo todo lo que le parezca irrelevante. Esa tarde, en el
cielo se dibujaban nubes que parecían calabazas de Halloween: desde el centro emergían
unos chispazos eléctricos de luz. No había rastros de lluvia, pero parecía como si un poco
más allá del cielo, en los límites de la visión, estuviese formándose una tempestad. ¿Te
acuerdas Adriana de las fotos que vimos? Había algo en los segundos que duró el
encuentro con el pasado, un dejo de amortiguada resignación. No se puede hacer nada
contra el tiempo, dijiste, y fue como si esa frase repercutiera en la conciencia como el
estruendo de un martillazo, o la feroz embestida de un trueno en la distancia. Mi madre te
vio –nos vio, los dos ahí, apenas uno al lado del otro, cómplices; tú me mirabas con un ojo
y, al mismo, tiempo, con el otro, recorrías el fragmento del cielo recortado dentro de la
ventana– y no dijo nada. Quiero creer que no dijo nada o solo fueron los ecos de las
palabras los que colmaron la habitación, quebrando en un segundo el silencio que antes nos
anidaba. Es posible que no dijeras nada, y que solo tu pensamiento se disparara más allá de
la evidencia. Era como si las palabras, las tuyas, lanzadas como granadas, estallaran en un
punto cercano, con la fuerza concéntrica que repercute en el corazón.
Dijiste, o creí entonces que habías dicho: Ni toda mi vida resume el tiempo que tu
mamá ha vivido desde que te tuvo. No sé si fue así de literal, pero creo recordar la
intención que impulsaba tu idea. Mi madre me tuvo a la edad de treinta y cinco años, uno
menos de los que entonces tenías tú. Aquella tarde mi madre tenía setenta y seis. Desde que
nací, habían transcurrido ya más años que los que tú tenías. Todo el tiempo de la vida de
mi madre resultaba más del doble de la que tú habías vivido. ¿Por qué ese dato te pareció
tan revelador? ¿Quizás frente a ella constatabas que el tiempo era una suma mínima de
fragmentos, una estela tan veloz que apenas deja una breve marca en el cielo, como esas
nubes glotonas, en forma de calabazas, que empezaban a desvanecerse? ¿Fueron las
fotografías que te mostré de mi infancia? En una de ella miro a mi hermana: tengo ocho
años y ella cinco: está acuclillada en la piedra de lavar, desnuda, mientras la contemplo
sonriente, arrodillado sobre una silla. ¿O la otra con mis padres, junto al mar, tomados de
las manos mientras el sol se hunde en el mar, o en alguna polvorienta carretera junto al
desierto de Palmira, tiritando de frío, sin atrevernos a salir del auto, con excepción de mi
padre que es el fotógrafo familiar? ¿O fueron las fotos de mi madre a los diecisiete años
coronada como reina del colegio, o caminando en una plaza, alegre, con la luz de la tarde
que estalla sobre su negra cabellera, o el día de la boda con mi padre, vestida con un traje
blanco, de brillante seda que ciñe su cuerpo, mientras mi padre la toma de la mano frente al
cura: lleva un bigote perfilado sobre sus labios? Una vida puede resumirse en unas cuántas
fotografías, las justas y necesarias como para que otro, tú, Adriana, tengas una idea de la
vida transcurrida: esa vida, la de otra persona, mi madre, que, ante tus ojos, Adriana, parece
el vuelo violento de un pájaro en caída. Solo cuando estamos frente a otros, una anciana,
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por ejemplo, creemos darnos cuenta de la velocidad con la que la vida nos ha devorado.
No creo que hayas dicho lo que recuerdo que pudiste decir, porque en ti, en tu corazón,
solo había cabida, casi siempre, para flores y pájaros y estrellas fugaces. Detestabas al
Principito tanto como yo, pero a veces parecía que improvisabas una escena, una
simulación viciada de ironía para burlarte de los lugares comunes: la inocencia, la dulzura,
las estrellas fugaces de ese personaje tan pero tan niño, decías, que solo podía ser un
hombre adulto: la estupidez de un francés insoportable, decías, y echabas una carcajada
estruendosa. Y ahora, mientras me desespero por imaginar esa tarde –el color de la luz
perfilada entre los edificios, el aroma del café que mamá había preparado– constato que no
debiste decir nada, no como una sentencia frente a mi madre, no ese momento, sino
minutos más tarde, al tiempo que bajamos en el ascensor desde el sexto piso. Y debió ser el
resultado de las fotos que te mostré. Todavía guardo esa emoción, la mía, quizás algo de la
tuya, y mucho menos de las que mamá contenía (¿estaba acostumbrada a mirar como el
tiempo se había devorado toda la vida en un santiamén? Me había dicho, algunos meses
atrás, luego de salir del baño de mi casa: mijo, ¿ya no soy yo, cierto?, ¿por qué, mamá?,
porque no me reconozco: esa vieja del espejo no soy yo) cuando vimos a ese niño con la
mirada desconfiada que observa al padre, mientras la madre tiene al niño sobre sus piernas.
En el padre, en los ojos que suspiran, hay algo de un amor que, años después, se volverá
furia etílica. Era una fotografía en blanco y negro, plano medio frontal, cuarenta años atrás.
Los padres lucen jóvenes: apenas un matiz de luz estalla sobre la piel de la madre; el padre
junto al niño, están ligeramente opacados, como si la cámara –probablemente montada
sobre un trípode– estuviese mal colocada, dejando que el flash cubra sobre todo la zona
donde se encuentra la madre, o quizás hay una fuente de luz lateral, una ventana o una
lámpara, que descompensa el peso cromático de la imagen. Mira cómo observas a tu padre,
dijo mi madre, y depositó la fotografía en las manos de Adriana. Lo miras como si
sospecharas algo, recalcó. Regresé a mirar a Adriana: la luz de sus ojos, los dientes apenas
visibles entre los labios ligeramente abiertos: esa forma de alegría que se resumía en el gesto
que no terminaba de formarse en el rostro. Adriana, pincel de luz, te habría dicho si te
amara, pero entonces como ahora, entre nosotros no cabía más emoción que la fraternidad
en la que deviene el abandono, el abandono al que llamamos amor. No, Adriana, entre
nosotros, entonces y mañana solo queda la evocación, el gesto inconcluso, la torpe
insensatez. Algunas tardes he creído mirarte al otro lado de la ventana, entre la frondosa
espesura del sauce. No sé si vives o has muerto. Todo es tan confuso. Adriana, me viste ahí
en la foto, de dos años o más, entre mis padres, y no dijiste nada, pero lo decías todo,
como si cada gesto de los músculos, cada partícula del universo pudiese caber en los
resquicios mínimos del lenguaje del cuerpo. Entonces, como ahora, no quedaba tiempo
más que para comprobar que nada era posible, nada que no terminase por destruirse a sí
mismo. No he logrado, desde esa tarde, recomponerme; no hay cabida para nada que no
sea un estado de abandono, de despojo. Supe, como se sabe lo que tendrá que ser, que
entonces, como ahora, no había forma de que al amor sobreviviese. Y al tiempo que te
tomaba la mano para cruzar la calle, Adriana, como tantas veces lo habíamos hecho, pensé
que entonces, como ahora, el amor nunca fue posible con Ofelia. De hecho, si lo pienso
mejor, se trató de una ficción, de una versión confeccionada de la vida, a partir de las
necesidades dramatúrgicas. Los dos quisimos –Ofelia y yo, desde esa noche mientras
flotamos en el agua mansa de las termales como personajes de El jardín de las delicias– creer
que todo era posible, que el mundo estaba por inventarse, y que solo necesitábamos
encontrar las palabras justas para que la maquinaria del amor pudiese empezar a moverse.
¿Cuánto tiempo había pasado desde el momento en que miré las venas de sus
manos flotando sobre el agua apacible de las termales, y caí en la cuenta –lo comprobé
como se comprueba una herida cicatrizada de una cirugía estomacal– que, aunque tratase
durante los meses siguientes, lo único que podía hacer era amarla en el desquiciado motor
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de la memoria: un flujo traqueteado de evocaciones y estúpidas añoranzas? No te culpes,
Bernandois, me habría dicho Adriana, si le habría confesado que a mi edad estaba tan
atrapado en un laberinto que solamente yo mismo había construido a partir de un enjambre
de imágenes asesinas: cientos de punzantes imágenes caníbales que me carcomían el
cuerpo, hambrientas insaciables agónicas, hasta dejarme como el esqueleto de un animal
sobre el arenal. Entonces, como ahora, mientras Adriana me dice algo que no logro
escuchar, me digo que era preferible no amarla nunca, ni dejarme atrapar por las fauces del
amor, pero ahí mismo me arrepiento, descarto esa idea, como si su sola evocación pudiese
destruir todo lo que hemos vivido en mi imaginación. La cobardía es asunto de los
mortales y no de los amantes, me digo, tratando de ignorar el robo de la frase. No dejarme
atrapar por el sexo y la metódica satisfacción del cuerpo que no es ya mío, sino de ella, un
cuerpo doble, escindido y completo, desollado a dentelladas en cada giro del placer, un
cuerpo, que de dos o tres o cuatro, recompuesto en la fragilidad del recuerdo de otros
cuerpos (¿cuánto de sus otros amantes encontraba Ofelia en mí?, ¿cuánto de Miguel se
encarnaba en los juegos del amor y el sexo?), que se escabullen en esos segundos mientras
dura lo que dicen es la felicidad.
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me sonrió con esa luz que parecía emerger de un recóndito lugar del cuerpo. Crees que, si
fueras un estúpido hombre, común y corriente, serías mi amigo, dijo, y con eso me regresó
la calma.
El mar, el mar, Ofelia…
Ahí, mientras unas cuantas nubes formaban una concha nacarada, réplicas gaseosas
de las turquesas olas del mar, me di cuenta que era imposible no contemplarla de esa
manera. Y ella lo sabía; a propósito se esmeraba en repetir ese movimiento firme y grácil,
terrestre y etéreo. Es la natural coquetería de las colombianas, me diría minutos más tarde,
cuando hizo una pausa en la lectura de una novela de Banville. Me lo dijo sin ningún
antecedente, ninguna insinuación mía, como si estuviese esperando unos minutos, los
justos, para explicarme lo que a su mirada supondría una obsesiva fijación mía, y luego
continuó: me gusta la literatura que me cuenta el mundo de manera distinta al mundo
mismo. En las frases de Banville, le dije tratando de parecer inteligente, la realidad se
reconstruye, siendo la misma, a través de una serie de resortes que activan la maquinaria de
la belleza. La realidad que no es la misma, me dijo. Estuve de acuerdo con Ofelia y le di un
beso. Sus labios todavía sabían a sal, húmedos de agua marina, aunque cubiertos con una
capa de labial. Al salir del mar, diez minutos antes, vino hacia mi encuentro: la piel
enrojecida por el sol, las piernas largas, el cabello recogido como una bailarina de ballet.
¿Cómo dejar de observarla así, bella y única, y desprenderme de esa mirada deseante? Ella
no dijo nada más, compró aceite de coco, se lo esparció por los brazos y las piernas. Y me
estiró el pequeño envase para que yo hiciera lo mismo por la espalda. En las nalgas
también, amor, me dijo, y yo traté de comportarme con un responsable masajista
profesional. Todavía ahora, enredado como estoy en su recuerdo, siento la carne, el aroma
a coco y el brillo que acera su piel. Tengo mucha celulitis, ¿cierto, amor?, dijo y se acarició
la zona alta de la pierna. El sol se abría paso entre el manto emplumado de nubes, el aroma
a pescado frito empezó a colmar el ambiente, así como los acordes repetitivos de un
merengue, y yo la miré como se mira lo que se adora, y le dije que no, que cómo se le
ocurría, que eran unos cuantos hoyuelos coquetos, y que, si de verdad tuviera lo que
tuviese, a mí no me importaba en lo absoluto. Meses después, cuando se alejó para
siempre, habría podido decirle con malicia que esa celulitis no se quitaría por arte de magia,
ni tampoco con horas de gimnasio (siempre decía que, desde mañana, se pondría en
forma), que serían las huellas imborrables del cuerpo envejecido, las cicatrices que debía
purgar por su horrible comportamiento. Todo se paga en esta vida, amor, hubiese querido
decirle entonces, mientras tomábamos el sol, todo lo que hacemos trae consecuencias,
amor, hubiese podido decirle meses atrás, o años, cuando nos dejábamos sumergir en las
aguas termales, usted cree que puede salirse con la suya, amor, podría decirle ahora mismo,
al tiempo que miro hacia atrás y vuelvo a vivir las emociones de esa mañana apacible de
playa, no obstante de lo cual todo parece quebrarse en un segundo de duda. La puerta de la
habitación se abre. Miro a la enfermera: parece Adriana. Parece un ángel, un fantasma, un
enorme pájaro blanco. Cierro los ojos, finjo dormir. Regreso a la playa de Tonsupa.
Creo que entonces fue algo así.
¿Cómo definir la tristeza que, en ese momento, mientras Ofelia sonreía y me miraba
con ternura y condescendencia, me ahorcaba, me pateaba, me hincaba los dientes? Era la
melancolía que aparece cuando sabes que estás por perder aquello que amas, aquello que
crees que necesitas, aquella ilusión que requieres para refrendar la idea de que todavía es
posible que ocurra el milagro, pero sabes, intuyes o constatas, que el amor es siempre una
ficción propia, el amor existe en el cerebro, y aunque parece un cataclismo de dimensiones
cósmicas no es más que un impulso eléctrico claramente identificable en una zona de la
masa cerebral. Faltaban unos cuantos días para que la ensoñación –el estallido delirante que
germina en la conciencia como si fuese verdad la verdad que es, en realidad, solo el efecto
voluble del deseo– se disolviese y yo tuviese que concentrarme en el mundo concreto y
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vacuo de la universidad, las charlas con Octavio, los partidos de fútbol, los esporádicos
encuentros con Adriana, y peor aún, con la avalancha de recuerdos que mi ex mujer
producía en mi agotado cerebro. Nunca la había olvidado del todo (su presencia regresaba
a mí como una fijación), pero esos días la tenía presente todavía. El cerebro busca con
desesperación en la zona de la memoria algo que compense el dolor que sufre el cuerpo.
Ese algo suele ser otro amor. Uno que crees olvidado pero que todavía te hinca la piel.
A pesar de que todavía quedaban por delante algunos días para que Ofelia regresara
a Colombia, en ese preciso momento, al verla sentada sobre la arena, con un roído
sombrero de paja toquilla y un libro de Banville entre las manos, pensé que todo se
acabaría irremediablemente, y que esas pocas horas solo serían la prolongación de la agonía.
¿Para qué continuar con algo que, a simple vista, parecía condenado a su propia
destrucción?, ¿por qué no terminar todo de una buena vez, sin anestesia ni tiempos para
despedirnos? Siempre detesté las despedidas: la última mirada, el abrazo apesadumbrado, y
las palabras que caen como rocas volcánicas: es solo un hasta luego, pronto estaremos
juntos otra vez, vas a ver que todo saldrá bien. La última vez que vi a mi hermana se
despidió sin ninguna promesa, ninguna palabra premonitoria. Tomó a su hija pequeña de la
mano y con la otra la maleta. Mi otro sobrino, de ocho años de edad, arrastraba su propio
peso: una maleta roja, con una ilustración infantil (no recuerdo si eran delfines, jugadores
de fútbol o insectos: es probable que fueran éstos, pues mi hermana era entomóloga).
Entonces, no sabía que sería la última vez que podría tenerla entre mis brazos, la última vez
que vería el lunar sobre la boca, la última vez que su risa iluminara mi vida. Tenía una boca
para reír, me dijo Ofelia, y tenía razón: en mi hermana la risa era un estado de gracia. No
había que esperar mucho para que ella encontrara la belleza de las pequeñas cosas, las
bromas o las ocurrencias. Siempre creí, y sigo haciéndolo, que nunca más tendré un público
tan entregado como ella. Ya basta, Bernando, me decía cuando reíamos sin parar, me duele
la barriga. Mi hermana, en la puerta de embarque internacional, no dijo nada que no fuese
la despedida usual, el abrazo mínimo, la sonrisa. Nada que presagiara su partida final.
Entonces, todavía la vida parecía un camino por andarse, cuando todo está por hacerse,
todo por decirse. Esa tarde, imprecisa en años, la vi perderse entre la multitud que se
agolpaba en los filtros de seguridad, junto con sus hijos. Cómo habría querido decirle que
se quedara, ratificar la idea que entonces tenía ya clavada en mi mente: para qué irse, para
qué abandonar lo que se tiene, lo que se imagina es posible tener. Seguramente ella, una
migrante experta con quince años de residencia en Italia, me habría dicho: Bernando, ahí
están ahora mi vida, mis hijos. Tampoco quise ver cuando mi ex decidió tomar sus cosas y
largarse de la casa. Era una partida tan impulsiva. Ante mis ojos, una partida inmadura,
innecesaria, estúpida. No quería ver cómo se despedía. Escuchar el embate de la puerta que
se cierra. Oler todavía su presencia. Preferí refugiarme en un cine y esperar a que ella, mi
ex, cumpliese con su decisión. Sin embargo, ahí, en medio de la oscuridad de la sala de cine,
esperaba que se hubiese arrepentido, que al regresar a la casa la encontraría con una sonrisa
ahogada entre las lágrimas. Me diría: lo siento, amor, lo siento, y yo la abrazaría como se
abraza la frágil totalidad de un segundo.
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O porque tengo claro que la maternidad, y otros asuntos que han atribuido a las
mujeres, son ataduras culturales.
La maternidad es un asunto biológico, un instinto.
¿Cómo puedes decir eso, tú, precisamente, que eres una científica?
Durante años estudié el comportamiento de la drosófila, eso lo sabes bien tú, pero
desde el día que sentí que mi hijo empezaba a crecer pensé que hay cosas que las mujeres
debemos hacer sí o sí, y una de ellas es vivir la maternidad.
La maternidad no es instintiva, dije con una sonrisa falsa.
Claro que sí: es como una acumulación de información en el cuerpo.
Una pregunta: ¿te acuerdas que me contaste que la primera vez que tu hijo tuvo
fiebre, no sé cuántas semanas luego de haber nacido, no sabías que hacer?, ¿te acuerdas?, si
fuera instintiva, habrías sabido cómo reaccionar, esa memoria genética de la que hablas te
habría dictado inmediatamente el protocolo a seguir.
No se trata de protocolos, pues ñaño, ni de prácticas obvias como bajar la fiebre a
un bebé, sino de algo más profundo. Es como si la maternidad te completara, sabes.
¿Antes de tener a tus hijos eras incompleta?
O no tenía claro qué era lo que me faltaba hasta cuando lo tuve.
Ay, hermana, le habría querido decir, si antes, unas horas antes, unos años antes,
hubiera sabido que debía saber lo necesario para que ella no se fuera: las palabras precisas
que rompan con el hechizo, pero entonces, como ahora, el mundo, el tiempo, funciona al
ritmo de una lógica imposible de comprender. No es tan absurdo como parece, me dijo
Adriana, porque recuerda que ustedes mismos: tú y tu mamá impulsaron a que tu hermana
viajara a Italia. Sí claro, le respondí, porque ella quería hacer el doctorado en biología.
Y le dieron una beca en la Universidad de Florencia, dijo Adriana.
Di Firenze.
Florencia, Firenze, qué más da.
Pero suponíamos que regresaría, respondí.
Eso es un poco ingenuo. Verás, la gente que emigra, casi siempre, se queda, o
regresa, pero con ganar de retornar, que es una forma de quedarse.
No teníamos idea de que la vida podría tomar ese rumbo, si hasta asumí el cuidado
del Ángelo, porque pensé que serían solamente dos años.
El perro, ese Ángelo era un caso, ¿cierto?
Un caso, caso, pobre.
No pobre, es la ley de la vida, la suma de fracciones de tiempo que desembocan en
la muerte.
Vaya, estás tan contundente hoy.
Hoy y siempre, querido, lo que pasa es que no me prestas atención.
Siempre, siempre, eres mi sol.
O tu luna.
Mi cielo.
Tu infierno.
Ay, hermana: todos sabemos que es una quimera, un absurdo pero en algún
momento de la vida hemos querido regresar el tiempo, lo suficiente para que podamos
enmendar los errores, corregir el rumbo que nos desplomaba al abismo, sortear las trampas
armadas por los demonios que habitan dentro de los otros; no decir esas palabras, no
acelerar a fondo en la curva de la muerte, desplomar el orgullo, los prejuicios, la sinrazón,
sabiendo como se sabe, que eso es imposible, pues ahí, en esa suma de las particularidades,
está lo que llamamos humanidad: el error, el acto de la mentira. Desde que Colón llegó
equivocadamente a las Indias, a lo único que podía llevarnos es la catástrofe, dijo Tolu, creo
recordar que así dijo. Entonces, como ahora, supongo que la vida es la suma de errores que
podemos corregir, no regresando en el tiempo, sino a partir de las nuevas acciones.
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¿Pensaría eso, en serio, si tuviera que cambiar el rumbo de los hechos tal como se fueron
dando, desde el día que decidí conocer a Ofelia, hasta esta tarde cuando la escucho pintar
un vitral en la habitación contigua, sabiendo que en pocas horas regresará a su tierra,
partiéndome el corazón en pedazos? ¿Perdería ese estallido de emociones que supuso
conocer los sabores de su cuerpo, la risa que ilumina el rostro, que dota a sus ojos cafés de
un fulgor incandescente de tonos violetas, los juegos de palabras con los que pasaba del
francés, al italiano, al inglés, simulando que los dominaba todos –aunque en realidad no
conocía nada de ninguno– en un instante teatral tan breve, tan ridículamente perdurable?
Prefiero el error. Haberla conocido, años atrás, cuando Miguel me la presentó en la entrada
de la universidad, constituye el punto crucial en que nuestros caminos empezaron a
cruzarse, y, sin embargo, ese punto ni siquiera existe en realidad –a pesar de que Miguel
dijera: te presento a mi futura ex novia, y riera con esa risa contagiosa, los ojitos perdidos
en un gesto asiático, tal celebratorio de la vida que era imposible no dejarse arrastrar– pues
no sería sino años después, con sus manos entre las mías, cuando pensé que nuestros
caminos, tan dispares en tiempo y espacio, podrían juntarse, al tiempo que la noche
amansaba la fiera. Era yo, ahora lo sé, una fiera adormecida, un corazón que funcionaba
gracias a la mínima mecánica de la vida. A nuestro alrededor otras parejas se regocijaban
bajo el agua caliente de las termales. Por un momento imaginé que esos cuerpos podrían
juntarse, inconscientes como parecían estar, juntarse, rozar sus pieles, sus piernas, sus pies,
bajo el agua, juntarse donde no es posible mirar: solamente el movimiento ondulante,
difuminado bajo el matiz del agua, de las extremidades que parecen parte de un gigantesco
cuerpo monstruoso, mientras afuera, donde la realidad es compacta y visible, nadie se mira,
nadie pronuncia palabra alguna, ajenos al candor copular que subyace dentro de las
piscinas. Ay, hermana, era imposible, ahora todavía más, intuir siquiera que nunca más te
tendría entre mis brazos, nunca más tus manos –una plancha caliente te marcó la piel en
forma de triángulo, cuando tenía tres años: un fragmento arrugado entre el pulgar y el
índice que con los años fue desapareciendo– tomarían las mías para jugar a las manitos
calientes; tampoco ese caminar tuyo, tan orgullosa, de pasitos cortos, ni el copete con el
que enloquecías a mamá cada vez que, a tus quince años, salías con tus amigos.
El amor de la hermana, de mi hermana, es siempre, fue, ha sido, el primer amor.
Contrariamente a lo que pueda decirse, la madre no siempre se yergue como el amor total,
no siempre funcionan los triángulos edípicos, ni opera la maquinaria de la perversión. Pero
ahora, nos miro, hermana, y descubro que entonces, cuando empezabas a crecer (de eso
tuve conciencia la primera vez que tuve que salir a buscar una pastilla para tus cólicos
menstruales), eras tú la forma más cercana al amor. También me desesperaba tu copete de
quinceañera pero me fascinaba verte frente al espejo del baño acicalándote como si fuera la
única vez en tu vida que tendrías la posibilidad de exhibir tus destrezas manuales: tomabas
con soltura el cepillo, el secador de pelo, el fijador (el aroma químico, dulzón del spray está
aquí mismo en la punta de mis fosas nasales) y estirabas un mechón de cabello y luego otro,
sosteniéndolos unos segundos con el estruendoso calor del secador de pelo. Mirabas
fijamente el espejo, y de reojo a mí, y me decías: Ya, Bernando, no me molestes, pero yo no
quería molestarte, aunque te repetía una y otra vez que te apuraras, que no eras la única que
lo necesitabas, no eras la princesa de la casa –y, sin saberlo entonces, eras la princesa del
mundo entero y yo tan estúpido te miraba y, sin todavía darme cuenta, te amaba más que a
nadie–, y tú como si fuera el zumbido de una mosca apenas si fruncías la boca: el lunar
sobre tus labios se ponía de puntas, atento, como un gato listo para saltar sobre un
despistado pájaro. En esos días te regalaron al Ángelo, vino desde Cuenca como un
obsequio de una de tus primas. Era el hermano mayor de la camada.
Hoy, hermana, me vi a mismo caminando en la calle, treinta años más adelante, si
para entonces consigo sortear las tempestades. ¿Te acuerdas cuando nos perdimos en el
bosque que estaba detrás de casa y comenzó a llover y nos mojamos tanto y nos
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embarramos y no paramos de reír? Mamá nunca entendió cómo pudo pasar algo tan
absurdo. Fue la primera vez que escuché esa palabra: siempre la asocié con inutilidad,
torpeza, una vaga sensación de extrañeza, como si el mundo fuera un lugar así, absurdo,
carente de sentido, de estructura. ¿Perderse en el mismo bosque que conocen de toda la
vida?, dijo y nos miró y puso la mano en la cintura y suspiró y no dejó de mirarnos,
mientras nosotros, chorreados, veíamos como las gotas de agua empezaban a formar un
pequeño charco en el piso de madera. Y luego, como si nada, mamá nos tomó a los dos,
quizás uno en cada brazo, y nos metió en la ducha, y nos bañó con pulcritud, y luego nos
vistió y ya en la cama, recuerdo la taza de chocolate, creo sentir en la nariz, el matiz
cremoso del chocolate, y la lluvia que, afuera, al otro lado de la ventana, estalla sobre el
cristal como un millón de insectos de agua. El bosque de toda la vida, dijo mamá, y yo,
ahora, al tiempo que veo al viejo que camina por la calle, en un tiempo congelado como si
todo alrededor del hombre fuese una estampa de concreto, pienso que era toda la vida de
dos niños. Cómo no tener, entonces, como ahora, la conciencia del tiempo, de la totalidad
de la vida: te habría tomado de la mano, hermana, para caminar juntos entre el enjambre de
ramas, raíces y piedras, y lobos feroces y brujas, hasta encontrar una cueva segura, caliente
y esperar que ahí, en el núcleo de la oscuridad, la tempestad terminara de bramar toda su
furia. Era como si toda el agua del mundo cayese sobre el bosque, el mismo bosque que
habíamos recorrido toda la vida, los días, las horas, que conforman una unidad así de
inconmensurable. Llovía en capas, ¿lo recuerdas?: una lona de agua vertical y compacta, y
detrás otras más leves, pespunteadas como el grano de las fotografías ampliadas, y nosotros
habríamos estado dentro de la cueva, presos quizás, fingiendo que no comíamos nada (un
hueso de pollo sería parte de la coartada) para parecer flacos, mientras la carcelera, envuelta
en el manto de la oscuridad, nos diría que así, escuálidos, famélicos, hechos una porquería,
no podría cocinarnos. Te habría tomado de la mano, hermana –como mil años después
tomaría los dedos de Ofelia, en la noche más hermosa de todos los tiempos, para recorrer
los flancos inflamados de sus venas– para encaminarte a casa, a nuestra casa, metros más
allá, detrás de esos árboles, ñaña, camina, no tengas miedo, yo te ayudo, no pasa nada, ya
llegamos, esto no es la muerte, no seas miedosa, ya casi llegamos, solo tenemos que dar
unos cuantos pasos más, y ahí estará mamá, sé que tienes miedo, pero ya te dije que yo te
llevaré siempre, siempre. Pero hermana, ahora que veo al hombre detenido en un eterno
segundo, me reprocho, me insulto, me castigo por haber fallado a esa promesa, aquella
declaración de principios dicha esa tarde en el bosque, y me condeno por mi demagogia.
Debía, como te dije entonces, estar contigo hasta los últimos segundos de vida, de
consistencia material, cuando tu cuerpo yacía bajo el manto blanco de la morgue. Y ese
hombre, que soy yo, parece regresar a mirarme, como si tuviese la capacidad de escuchar
mis pensamientos, de oler mi miedo: era un hombre viejo, solitario, encorvado, aunque
todavía conservaba algo de una añeja elegancia que se expresaba en el corte del traje, los
zapatos de charol y un pañuelo en la solapa. Entonces experimenté una emoción similar a
la que viviera tantos años atrás cuando me compré una motocicleta: aprendí a manejarla,
superando las torpezas de quien nunca había montado un caballito de metal. Quise superar
los temores que a veces nos acechan cuando nos acercamos al conocimiento de lo que
hasta ese momento hemos desconocido. Una vez que logré gobernar al caballito de metal,
me pregunté, bueno, ¿y ahora qué? No bastaba solamente con tener un medio de
transporte porque durante años he usado un automóvil para desplazarme de un lado a otro,
sino que se trataba, me preguntaba entonces, como me pregunto ahora, hacia dónde ir. No
es importante la maquinaria –la carroza, al caballo, el barco, el aeroplano– sino el destino a
donde nos debe llevar ese artefacto. ¿A dónde ir con la motocicleta, la chompa de cuero,
las botas y el casco? ¿A dónde que no fuese encerrarse en la noria, en ese entrecejo del
tiempo y la vida, que nos hace dar vueltas sobre uno mismo, una y otra vez y otra vez?
¿Hay que descubrir qué queremos hacer, hacia dónde queremos arribar? Entonces, ahora,
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al ver pasar a ese hombre que era yo mismo dentro de muchos años, hermana, me
pregunto, como me pregunté, como me preguntaré más adelante, hacia dónde voy, hacia
dónde iba el viejo de pasitos cortos, hacia dónde iba a aquel todavía joven que, subido en
una motocicleta, no tenía ninguna certeza sobre el camino que debía emprender. ¿Al final
me encontraré con Ofelia, será ella la que conmigo cante, ella la que me ayude a huir de las
tempestades, estaré ahí, el día que su cuerpo empiece a marchitarse, tendré que sostener su
mano cuando la neblina gobierne sus ojos, la neblina del ayer, o me quedaré paralizado,
asesinado por el miedo, como esa tarde, cuando en el ojo del bosque, dejé que mi hermana
se desmoronara en llanto mientras yo, como un cobarde, me orinaba en los pantalones?
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preparaba su esposa, y patacones, y sandía. Era una fiesta: risas y olores intensos de
mariscos, ollas de arroz y de menestra, y más risas, que se prolongaban hasta la media tarde,
entre el rumor chillón de las loras y el amansador bochorno del trópico. Conservo el
recuerdo de varias tardes en las que está mi padre: es una imagen desvaída, corroída, pero
creo verlo junto con mi tío, los dos fuman y toman aguardiente: es un aroma dulzón que se
le queda en la piel, pero ahí, al tiempo que el calor se evapora junto con la llegada obsesiva
de los grillos y la noche comienza a devorar los hilos de luz, persiste el aroma del cigarrillo.
Seguramente debíamos haber llegado por la mañana. Era un recorrido en auto desde
Cuenca. Salíamos a la madrugada, antes de que las primeras luces clarearan el día, porque a
papá le gustaba recibir la luz mientras el auto se desplazaba sobre la carretera a toda
velocidad. Era un chofer tan bueno como temerario. Mamá viajaba siempre al filo del
infarto, y nosotros, mi hermana y yo en los asientos posteriores, apenas teníamos opción de
decir nada. Mi hermana dormía: miro su rostro difuminado dentro de la cabina del auto, a
ratos alguna luz exterior le ilumina parte de un ojo, la nariz o el lunar sobre la boca. Yo
tenía más noción de la velocidad que le imprimía mi padre, el peso del acelerador. Las
carreteras aparecen como una línea curva que mi padre engulle con la potencia que permite
el Chevrolet Cóndor del 79. De pronto, quizás mientras estoy en un estado duermevela,
con la música de Godoy acompañando la jornada, el auto se detiene. Bajamos. Lo primero
que siento es el calor que flota en el ambiente: un aroma denso repleto de plátano, cacao y
un amargo olor a llanta quemada. Y luego la casa del tío, apenas visible detrás de los
árboles. Damos unos cuantos pasos y el tío Ruso nos recibe, sin camiseta, con la sonrisa
que se expande en el rostro, y los brazos abiertos: es como recibir el abrazo de un molino:
huele a sudor pegajoso, avinagrado; viste una pantaloneta, los pies descalzos. Hay una foto
que también te mostré, Adriana, esa tarde, cuando visitamos a mamá: en esa foto estoy de
ocho años, sin camiseta, una cabellera peinada hacia un lado, pantalones escoces, con
diminutos guates de box, mi contendor es mi primo –ese combate, organizado por
nuestros padres, seguramente, lo gané yo, no porque fuese mejor boxeador, sino porque mi
primo tenía una extraña capacidad para perder en todos los deportes– a quien someto con
un cruzado de derecha: un gesto espontáneo que le entra de lleno en el ojo. Rio
exponiendo toda la dentadura, pero es una sonrisa que esconde el miedo, o lo disimula, o
lo pervierte, como si ese miedo pudiese reorganizarse a través de un falso coraje. No sé en
qué momento dejamos de visitar al tío Ruso, pero aparecimos en otra ciudad, y la vida fue
otra cosa, Adriana. Mejor te digo que el tío, ese hombre gordo de risa gorda corazón gordo,
empezó a adelgazar, a quebrarse como si de su cuerpo, del centro mismo de esa inmensa
humanidad, estuviese naciendo un esqueleto. Dejó su pueblo y vino a Quito: lo recuerdo
en la cama del hospital, comiendo las tortillas de quinua que mi madre, clandestinamente, le
llevaba para aliviar en algo las tortuosas jornadas de diálisis. Hermana, tiene que haberle
dicho, tráigame esas tortillitas tan ricas que usted hace. Mamá, probablemente, debe haber
visto a su hermano. ¿Le llevaría la misma edad, entonces, mientras el Ruso se resistía a
perder la esperanza, con el sabor ligeramente picante de las tortillas de quinua? Mamá decía
que le llevaba 10 para los tres días que debía estar mientras le hacían las diálisis, pero que él
se las comía todas juntas, una tras otra, con los ojos exudando una brevísima alegría, un
melancólico y fugaz vuelo de un colibrí. ¿Mamá le llevaría la misma edad que tendría yo
algunos años más tarde, cuando mi hermana moriría en esa noche aciaga, en los brazos de
su marido, a la medianoche, frente a la mirada aterrorizada de su suegra, en la casa de su
suegra, en la misma casa en la que había dormido tantas veces durante los quince años de
matrimonio?, ¿la misma edad que le llevaría a mi hermana en ese punto crucial de la vida, el
cruce de dos tiempos, que eran uno y que ahí, ahora, un ahora que todavía está por llegar,
se separarán para siempre? Adriana, todos me dirán los días siguientes a su deceso: nunca
tu hermana estará tan cerca de ti como ahora. Y creo verla como una silueta que cruza por
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las calles, entre la gente, sobre la tierra: huelo su risa, oigo su mirada iluminada de vida,
hablo con el tiempo que fue. La vida es breve fulgor entre dos tinieblas, diría Octavio.
Una tarde me llamaron a comunicarme que había fallecido mi tío, el Ruso, le cuento
a Adriana, mientras sus ojos me miran sin mirarme. Horas después estamos en la morgue
mi primo y yo. Él llora. Yo sorteo el miedo al encontrarme en ese lugar tan frío,
impersonal, colmado de un aroma a sangre a desinfectante a carne humana. Ahí está el tío
Ruso. Luce sereno, me acerco, agarro su mano: ya no es la mano grande y velluda que
tomaba la mía cuando era niño. Ahora es una mano seca, oscura, repleta de lunares. El
miedo desaparece. Era un miedo irreal, consecuente con nuestra edad: mi primo y yo
tenemos diecisiete años. Han pasado diez años de esa épica jornada cuando mi jab de
derecha le marcó una huella ligeramente roja en el pómulo izquierdo. La experiencia sobre
la muerte, hasta ese preciso momento, era una conjetura, una abstracción, una intuición
vaga, a pesar de haber contemplado, diez años atrás, el cuerpo inerte de mi compañera de
escuela, pétrea y luminosa, reposando cándidamente en el compartimento satinado. Una
abstracción a pesar de saber que el tío René había muerto, pero, quizás, dado que nunca
contemplé el cuerpo yaciente no podía comprender qué mismo suponía la muerte: tal vez,
la muerte tiene que ver con el cuerpo que se contempla, desposeído de latidos, de voluntad,
de emociones: nada queda de materialidad orgánica que no sea una masa porosa de
músculos en descomposición, nada que se defina como vida, nada que le designe como
humanidad, persona, nada queda ya de una forma de ser individualizada, como si ese
cuerpo no fuese nada más que materia vulgar, corrosible, pudriéndose frente a los ojos de
todos. El tío Ruso está desnudo, recostado ahí, sin poder decir nada, sin la capacidad para
quejarse: ¿por qué me tienes aquí?, podría decirle a mi tía, reclamando el abandono, la
vulnerabilidad de su cuerpo despojado de vida, lanzado sobre las platinadas piezas de la
morgue, mientras el mundo sigue vivo. ¿Por qué me dejaste aquí, por qué me dejaste
morir?, le reclamaría a mi tía, al tiempo que los últimos destellos de vida se subyugan y
desaparecen de sus ojos, ahora, entonces, cristalinos, vaciados. Dos señoras, dos sombras,
escondidas detrás de la puerta de la morgue, aparecen, se acercan sigilosas, como gigantes
gatos negros. No recuerdo sus rostros, no logro distinguir las facciones, pero reconozco un
vago aroma a incienso, a cebolla. Dicen, dijeron: tranquilos, mijos, nosotros le vestimos. Mi
primo apenas se mantiene en pie. Abatido como está, con pantalón y camisa blancas,
parece una figura de sal a punto de desmoronarse en un millar de pequeños grumos secos.
Lleva una funda con alguna ropa que su madre le ha dado. Solo reconozco una camisa
blanca, pero es probable que hubiese también una corbata, un saco, pantalón, calzoncillo y
medias negras de seda: mi tío era un hombre de trabajo, de camisa en mangas y zapatos
polvorientos, un hombre de acción siempre dispuesto a ganarse la vida a toda hora.
Durante años trabajó en una finca el frente de los cultivos de plátano, fue dirigente sindical,
vendedor de electrodomésticos, agente inmobiliario. En alguna ocasión me dijo: mijo,
cuando usted tenga para un carro, cómprese una camioneta, así cuando vaya por la calle si
ve a una persona que arrastra un cilindro de gas, se acerca y le hace la carrera. En ese
momento, en su hora final, el tío, habría querido lucir elegante, con el mismo traje que
vistió la noche que mi primo se casó: para morir hay que estar impecable, bien podría haber
dicho, si le hubiesen dado unos cuantos segundos más de vida, lo habría dicho porque un
muerto aspira un hálito de postrera, presente, eterna dignidad igual que los elefantes.
Aunque los humanos no buscan, como los elefantes o los perros, un lugar apartado para
vivir la muerte con discreción, en ese segundo cuando se deja de ser, cuando desaparece la
banalidad a la que llamamos vida: un segundo la luz, y siempre, siempre las tinieblas. Mi tía
le ha dado a mi primo, esas prendas para que vista a su padre, al tío Ruso, al gigante tío de
gigante risa de gigante vida, y se vea digno, digno y decente entre los pliegues satinados del
ataúd.
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No añorarás lo que nunca fue tuyo.
No harás de la memoria un cuchillo.
No era precisamente una sensación de desasosiego, sino de estupor, como si el
tiempo que pensamos vivir estuviese a punto de desmoronarse. El clásico estado de
melancolía por un futuro que, entonces, parecía resquebrajarse: el objeto de deseo y de
contemplación está presente, latiendo como un corazón de laboratorio, y el ojo del sujeto
deseante sigue obsesionado con aquello que mira, pero, en esos segundos minutos eternos
estados de dubitación, parece que nada tiene sentido, que todo está ahí solamente
funcionando como el engranaje de una maquinaria delirante. Ahí, que es como decir
siempre, empieza a despertarse ese sentimiento ajeno al presente –ya no el dolor, la tristeza
y la agónica alegría de lo que se recuerda desde la evocación agridulce–, atribuible al futuro
con más sentido. No se añora lo que pasó, ese fruto de la perplejidad: una sonrisa, la luz
que estalla en la pupila, el contorno estilizado de sus costillas que, juntos, forman los
elementos perfectos de una escena angelical, demoniaca, iridiscente: el turbado alegato por
el amor, sino lo que ya no se recordará en el futuro: el futuro, inexistente, en que el sujeto –
el ojo que desea y que se encarna en los violentos sucesos de la carne– ya no podrá
recordar el pasado, el amor, las marionetas del deseo. La melancolía, así, constituye la
añoranza de la que ya no será. ¿Por qué en la noche, en la oscuridad matizada por las luces
de las lámparas y el destello de la televisión, el mundo nos parece la boca siniestra de un
monstruo inasible, las fauces de un lobo, un oso, un dragón?, ¿por qué esa misma noche
puede, cuando pienso en Ofelia, renacer con ese manto lascivo que me convoca besar su
cuello, apenas salpicado de unas cuantas pecas, como si debajo de su piel estuviese latiendo
el sentido mismo de la vida? He tratado de imaginarla, otra vez, caminando sobre la playa,
con la vista del mar de Tonsupa que, detrás de ella, bulle en motines de sal: el agua se
desplaza de afuera hacia dentro, de adentro hacia afuera, en embates acompasados, a ritmo
sostenido, y luego más rápido. Ese mar, ahora cilíndrico, hundiéndose en la concha
primigenia, acuosa, sedienta, ese mar de carne rígida pero flexible que horadaba la
hendidura roja, untuosa, como si ese movimiento fuese la única opción para que la vida
continúe. He tratado de recomponer ese mediodía, tan próximo, tan infinitamente lejano,
cuando, siempre de adentro hacia fuera, el mar turbulento de venas expuestas, le
encaminaba el tiempo a través de un millar de sacudidas –había algo en sus ojos, en la luz
que estallaba en sus pupilas, algo en sus ojos, de perpleja divinidad mundana, como si el
cielo y la tierra se acoplaran para escuchar el estallido, el estruendo, el manantial que
emergía más allá, más adentro, del centro mismo de la concha marina–, un millar de
furiosas neuronas que se organizan y se ensanchan y se expanden para que ella, Ofelia,
pueda abrir sus piernas y dejar que el mar, la gratinada esfera del prepucio, mire con el
único ojo, Polifemus, ese secreto puente entre la vida y la muerte. Cuando morías, Ofelia,
ceñida al breve segundo del placer, no era posible más que amarte, descansar sobre tu
pecho y latir al ritmo de las olas que, en esos postreros destellos de la furia, se desvanecían,
entonces, como ahora, en un ejército de felices marinos de colas puntiagudas, atrapados
entre el látex y la piel húmeda. En esas noches, cuando la melancolía por fin me dejaba en
paz, el mundo parecía cobrar un nuevo sentido, a pesar de la distancia y la soledad.
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unos indios salvajes, dijo Adriana, cuando le contaba que Madame Foutille llegó al Ecuador
a finales de los noventas.
Y eso que, para entonces, si te acuerdas Bernando, dijo Adriana, el movimiento
indígena estaba bastante consolidado luego del levantamiento del 94. Fueron tiempos de
alegría y esperanza, porque, de pronto, bueno de pronto porque ninguno de nosotros
conocía cómo mismo había sido el proceso de consolidación del proyecto político,
aparecieron, los indios digo, como una fuerza arrolladora.
Claro, claro, me acuerdo que en la universidad también aparecieron las huipalas, y
todos, de la noche a la mañana, fuimos indigenistas, respondí.
¿Tú también, Bernando?
¿Yo…?, ni cagando, sabes que nunca comulgué con ningún colectivo, ni adopté
ninguna bandera. Pero estaba claro que a todo el mundo le interesaba ser parte del proceso.
Que palabrita tan detestable.
¿Los filósofos no la usan?
No bajo el mismo principio que los sociólogos.
De esos ni me hables, que en este país no han hecho más que inventarse una
realidad que no existe, o peor aún tomar una serie de conceptos a su conveniencia.
Ya para con eso, oye, si tienes algún problema con los manes, es asunto tuyo.
¿Busco a un psicólogo lacaniano?
Jaja, mejor no, porque, verás, cuando acudes a la consulta, estás esperando escuchar
las verdades que más o menos intuyes y, por lo tanto, las recetas para encaminar tu vida.
En el fondo, y en la forma, es uno mismo el que debe encontrar las respuestas a sus
enigmas. De todas formas, lo que me parece importante es indagar en esas dudas a partir
de confrontarte con ellas, pensando, por ejemplo, en las palabras que utilizas en el
enunciado: esas palabras podrían funcionar como fantasmas que expresan simbolizaciones
del subconsciente.
Gracias, doctorita.
En serio: los seres humanos, como las sociedades, no consiguen liberarse de sus
trabas, sus formas atávicas porque no se plantean, de verdad, una mirada íntima sobre su
propio ethos. Ese camino de la vida se muestra a través de las palabras: no se escogen
gratuitamente, de la nada digamos, sino que la mente opera de manera programada…
Diosito sabe cómo hace las cosas…
… para simbolizar el mundo interior. Digamos, veamos así, cuando se decía, en la
década de los noventas, que el Ecuador estaba en un nuevo momento de la historia, gracias
al levantamiento indígena, implícitamente se decía: uno, estamos mirando como algo –los
indios, el movimiento indígena– que estaba caído ahora se levanta, se empodera; 2, ese
hecho constituye, necesariamente, a un acto de sedición que va, por eso mismo, contra la
forma sistemática de organizar el relato de la historia…
… que se había caído porque era algo despreciable, la raza…
… y de sus registros: hay, como decirlo, un enclave, un punto de quiebre en ese
relato…
… como Moisés, dices, cuando abrió las aguas del mar…
… que marca un nuevo curso del tiempo…
… un tiempo tan breve como ridículo, en términos de la gran temporalidad del
Cosmos, ¿viste los capítulos de Carl Sagan?
…, una suerte de emancipación; 3, un ajuste de cuentas, como si una vieja deuda
fuese, de pronto, pagada, absuelta, olvidada…
… en esos capítulos se muestra como el tiempo del ser humano, pobrecito, es tan
ínfimo frente a los millones de años que ha tomado la evolución…
…, así el pasado, en tanto archivo, se resignifica y se alimenta de nuevas formas de
la mirada: en ese sentido, el levantamiento indígena no fue solo un acto concreto de
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movilización colectiva sino, sobre todo, una inscripción de una nueva marca de mirada y
registro…
… en ese tránsito de la evolución, me pregunto, como no se preguntaría nunca
Sagan como científico, dónde está el punto del error inicial: igual que ese despistado Colón
que creyó llegar a un lugar pero era otro. Octavio lo repetía hasta el cansancio como si esa
constatación reafirmara su mirada lúcida o como si cada vez que lo hacía tuviese la
capacidad de remover en algo ese pasado fallido o como si fuese un juego, un laberinto, un
círculo del que, dado que no se podía escapar, al menos podría constituirse en una broma,
una broma infinita…
… a la larga, si te fijas Bernando, aunque todo parece que sigue igual, que nada ha
cambiado, algo ha cambiado, algo de esa mirada colonialista que, ahora, parece flotar en
una zona del desasosiego o la turbación epistémica…
… igual que Eva y Adán, tan lindos y tan dispuestos a cagarlo todo desde el inicio
de los tiempos, atrapados como estaban en una trampa de Dios: no es la manzana, no fue
ese el problema, sino el deseo de joderlo todo: ni siquiera en el mismo paraíso era posible la
felicidad, pues, desde el mismo día en que fueron creados, llegaron inoculados con el mal,
la eficaz forma de joderlo todo…
… y la academia no puede hacer nada al respecto, más que reconfigurar ese ethos,
es decir, el acto de pensar el ethos, y las construcciones de la mirada histórica…
… hasta el punto de condenar a toda la humanidad, pero detrás, como un burdo
titiritero está Dios: el arquitecto más mediocre que ha creado la humanidad: todo lo que ha
hecho ha sido un fracaso.
Que capacidad la muestra de hablar tanta mierda…
Tanta, es poco.
Madame Foutille llegó a la primera hora de la mañana de un lunes desértico a la
Academia Militar de Parcayacu, a media hora de Quito. Es probable que todavía su español
fuese más que nada un balbuceo, pero lo suficientemente comprensible como para que los
cadetes –los cadetes que babean frente a la profesora de francés, frente a la mujer rubia, de
contextura voluminosa que, erguida la espalda, templados los nervios, acepta esas miradas
que son balas de salva, granadas, arcabuces, flechas de fuego– puedan entender el saludo en
francés y las primeras instrucciones del curso que llevarán adelante. Con la letra R que se
raspa a sí misma, gutural y ceremoniosa, Madame Foutille dice que de ahora en adelante
solo hablará en francés, que a eso mismo vinieron a su clase, a aprender un nuevo idioma, y
que la única manera de lograrlo es familiarizándose con la lengua desde el primer
momento, aunque les parezca imposible de descifrar, imposible entender con certeza qué
dice la francesa, qué gestos hace cuando acentúa las palabras, que modulaciones imprime a
los acentos, los verbos y los gerundios, en una pantomima que, de rato en rato, resulta solo
una silente puesta en escena, matizada a ratos por los remolinos de consonantes que la R
forma: un ciempiés, una catarata, un trémulo tren de tremolantes terminaciones nerviosas.
Santiago, Providencia.
Caminas desde la estación de metro Los Leones, hace calor y los pies apenas se
sostienen sobre el asfalto, huele a mediodía. Una hilera de gente camina en la misma
dirección, ¿a dónde va?, te preguntas y no atinas respuesta alguna, solo el eco de una idea te
golpea el cerebro: más allá, o más acá, es lo mismo, no hay paz si uno no es la paz misma, y
te miras, como te mirabas entonces, meses atrás, en medio de los destellos primerizos del
día, con la conciencia hundida a fondo en el mar de los Pisco sour, cuando dijiste entonces,
como ahora, al tiempo que sigues el frenesí de gente: mientras mi cara ríe más, más llora mi
corazón. Miras a la distancia: el Manquehue se confunde con el Pichincha: son dos
montañas diferenciadas en la orogenia y el tiempo, pero superpuestas en el mismo
recuadro, como dos imágenes fundidas en la disolvencia, y te miras tratando de conectar
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esos espacios disímiles como se conectan las emociones que se despiertan con los acordes
de una canción o los efluvios de un aroma conocido: pan recién salido del horno,
camarones y ajo, perfume de mujer. Hace unas horas te has encontrado con una colega de
la universidad a la que no has visto en dos o tres años, desde que obtuvo una beca para
empezar sus estudios doctorales. Luce más feliz, o al menos así parece al inicio, y hasta te
lo crees: salir del país genera un estado de felicidad, y hasta te lo crees. Debes largarte de
este país de mierda, te dijo Octavio muchos años atrás (Ama los paisajes que no existen, te dijo
recitando de memoria otro verso de Pessoa), cuando apenas se conocieron, y entonces,
como ahora, supiste que no lo harías, no por cobardía, sino porque pensabas entonces,
como ahora, que era preferible mantenerte en el reducto simple de la comodidad: la
estabilidad laboral, cierto prestigio adquirido. La colega, apurando un cigarrillo al tiempo
que bebe una mineral con limón, te dice que lo mejor ha sido irse del Ecuador, dejar atrás
todo lo que supone la vida, y empezar de nuevo, de cero, en otro sitio, Santiago de Chile:
conocer nueva gente, comprender las formas de la cultura: la comida, el metro, los costos
de la vida, y las miradas: una no termina de conocer a la gente, te dice, y frunce el ceño: en
la frente y en los párpados se forman infinitas arrugas. Ves a tu colega más vieja, aunque
todavía sonríe, todavía juega con la ironía, como solía hacerlo en Quito, pero debajo de ese
gesto, ese gesto que se esconde entre el humo del cigarrillo, aparece la tristeza, una forma
agónica del desconcierto y la pérdida. Entonces dejas de creértelo: irse, para ella, ha
supuesto un estado de dolor también, a pesar de que se reafirma en la decisión al repetir
una y otra vez que ha debido sortear una infinidad de pruebas: yo pensaba, te dice, que
hacer un doctorado en arte era huevada, pero me equivoqué, me di cuenta que no sabía
nada de nada, y menos que nada de estética, cachas, porque yo había actuado en varios
grupos de teatro de Quito, y me dije, qué fácil un doctorado en artes, apruebo de una, y
aprovecho para irme a Chile y que mi hijo esté con su padre, hace años que nos separamos,
y mi hijo tenía muchas ganas de vivir con él y su familia, por ese lado no me arrepiento
para nada, y hasta no me arrepiento de haber traído a mis dos gatos, ¿cómo los iba a dejar
en Quito, solitos?, pero al llegar tuve que empezar a leer cientos y cientos de páginas, y
lloraba porque no entendía nada de la huevada, y me decía, para qué mierda vine, y me
arrepentía y decía aquí dejo la huevada, pero me fumaba otro cigarrillo y volvía a leer, y así
hasta que pasaron las semanas y fui aprobando todo, todo y eso que no tenía ni siquiera
una buena computadora, ahí me dije, primera lección para un doctorado: tener una buena
computadora y no como esa huevada que yo me traje, y segunda lección: hay que comprar
los libros, no sacar esas copias de las huevadas que se arrugan y se rompen, y no sirven para
nada, y tercera lección, y ahí mi colega, que hasta entonces hablaba y hablaba, mientras yo
trataba de encontrar las calles precisas para llegar a la Universidad Diego Portales, se quedó
en blanco, como en un acceso de sombras o de vacíos alucinados, esos segundos tan
marihuanados cuando el fumador se queda colgado, y no supo cuál era la tercera lección
que había aprendido. Llegamos a la universidad tan tarde que no pude comprar los libros
que me interesaban y emprendimos el regreso, con un calor aglomerado, silencioso y
cautivo de esos que lanzan ondas expansivas de bochorno. Ahora, camino junto a la colega,
por una calle de Providencia, y me pregunto ¿a dónde va toda esta gente?, ¿a dónde va ella,
con sus Converse y su blusa blanca manchada de flores amarillas? Esa pseudo pregunta
ontológica se disolvió al ingresar a la casa que rentaba: un coche antiguo, el Citroën del
papá de Mafalda, estaba situado en una de las esquinas del jardín. Desde afuera la casa
apenas se distinguía entre la fauna carnívora de edificios que había crecido en los últimos
años. La casa estaba al fondo, como si el tiempo –imagino que la casa era de los años
setenta– se hubiese devorado el jardín: un esplendoroso reducto de flores y plantas y un
aljibe. Un gato siamés apareció maullando: era un maullido afónico, como si el gato fumase
la misma cantidad de marihuana. Mi colega trató de abrir la puerta, pero la chapa se resistió.
Por unos segundos, entre la ira que le producía el contratiempo y el calor que se
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manifestaba en invisibles espirales de infierno, creí que se trataba de una realidad paralela:
¿de verdad vives aquí?, le pregunté sabiendo que todo se resolvería en el marco más pueril
de la realidad. Ella insistió una y otra vez y luego, cuando apareció un segundo gato en el
marco abierto de la ventana –una ventana sin vidrios, protegida con unos desvencijados
hierros sin gracia–, decidió que era preferible trepar por la puerta lateral de lo que alguna
vez habría sido una bodega, un garaje, una habitación adicional. Con habilidad alzó el techo
de plástico, subida como estaba en una mesa madera, tan, tan vieja que pensé que no
resistiría su peso, y metió una escoba con la que accedió a la chapa. Adentro no supe cómo
reaccionar frente a lo que me encontré y entonces, como ahora, pensé que estaba dentro de
la casa de la muerte. No eran los pocos muebles viejos, rotos, las paredes sucias con restos
de papel tapiz crema, ni las ollas sucias y los restos de champiñones sobre un plato, ni la
oscuridad y las motas de polvo que, suspendidas en el espacio, parecían insectos de
algodón, ni los zapatos y los pantalones y las blusas apiñadas en una esquina de la
habitación, ni las fotocopias superpuestas en una torre torcida junto a una de las ventanas,
ni el piso lacerado de pálida madera, ni el techo del que colgaban dos lámparas de papel
chino, sino el lastimero llanto de los gatos, un lamento afónico de viejos fumadores que se
dispersaba por las habitaciones del primer piso, del segundo y de la terraza a la que se
accedía por un estrecha y cimbreante escalera de caracol: un agónico quejido animal,
antiguo, macerado en un tiempo de soledad. La muerte tiene formas extrañas de
manifestarse: un aroma descompuesto de carne humana, residuos fecales y orines, un
dulzón cuerpo invisible, de corroídos tiempos con parches de nicotina y restos de
cigarrillos mentolados. Afuera, al otro lado de las ventanas, el sol se aglomeraba en las
esquinas de los edificios formando una telaraña de luces y sombras, de breves chispazos de
fuego, y dentro, sobre el sillón, se percibía la silueta mansa de un animal innombrable.
Entonces, como ahora, imaginé que podría quedarme atrapado en ese reducto sin
posibilidad alguna de sobrevivir. Mientras mi colega encendía otro cigarrillo y me miraba de
reojo, creí que en el sótano –por el que habíamos pasado hacía solo unos minutos– estaría
el cuerpo inerte de un hombre, un hombre que era yo mismo, abatido entre las dudas,
amarrado con viejas sogas húmedas, cubierto la cabeza con una funda de tela negra, con la
boca ceñida en tiras de cinta de embalaje, el cuerpo desnudo, una picana en los testículos y
las huellas de los golpes sobre el pecho, las piernas y la espalda. No podría confesar nada,
porque nada había hecho, nada sabía sobre grupos subversivos, contactos, células
militantes, ni atentados al gobierno. Nada sabía sobre líderes secretos, organizaciones
internacionales ni manejo de armas. No me había capacitado en Cuba, ni conocía de
nombres de guerra, alias, pseudónimos, no podía siquiera precisar la dirección donde se
alzaba el Palacio de la Moneda, peor aún dictar, como me pediría ella, las instrucciones
precisas para un golpe, un complot, el asesinato del dictador. Debería soportar, otra vez,
los golpes, los baldazos de agua fría, las descargas eléctricas, pensando en que no no no
podía, no debía, mierda, traicionar a los amigos, no quieres, me digo y le digo a mi cabeza,
que sufra la gente a la que amas –tu madre, tu novia, tus amigos, vuelves a repetirte–, el
silencio es tu arma, te dices y te envalentonas, a pesar de que te dices a ti mismo que nada
sabes, no sé nada, le repites al torturador, que es ella, una mano dura de mujer, como
aquella regordeta de tu colega; no hay calle, no hay selvas ni discursos, te dices, esta es tu
batalla, callas, te refugias en el silencio y en la risa, callas y ríes y gritas, y creas una imagen
de ti mismo, uno que ya no está ahí dentro, que no habita tu cuerpo, te desdoblas, a pesar
de que sientes los golpes, los gritos, las descargas, y piensas que más allá, al otro lado de la
cuadra, donde el sol empezaba a descender, estaría la libertad, ese estado ridículo de la vida,
simple y mundano, al otro lado, el amor, el pasado, la memoria, mientras adentro, entre las
paredes sucias de esta casa, estaba yo, ese hombre que imaginaba en el sótano, contando
los últimos segundos de vida, al tiempo que ella, mi colega, se reía a horcajadas, saboreando
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el delicioso triunfo sobre el cuerpo inerte, el mío y el del hombre, dos y uno en ese
segundo cómico.
Al salir de la casa de mi colega, la tarde seguía estática, como si el tiempo no
hubiese pasado: las sombras de los edificios y de los árboles no se diseminaban,
prologándose sobre la superficie del mundo. Ni rastro de la noche, ninguna de sus fauces
devorando la luz, el contorno de los objetos y de las personas. Regresé por el camino
andado, descendí por las escaleras del metro Los leones, como ingresa el cuerpo exhausto a
las fosas comunes. Los acordes de un vallenato llegaban de la nada, no reconocí ningún
rostro, ninguna mueca, solo el remanso del mar, el eco disímil de las olas de Tonsupa,
dibujando sobre la piel de la arena una frase incomprensible, un rasgo de pintura marchita.
Santiago, Vitacura.
Anoche tuve una revelación, si eso, en efecto, existiese: una revelación, como esas
sagradas escrituras que daban cuenta del mecanismo de creación del mundo, como ese
segundo de lucidez que llega antes de que el delirio ebrio te sumerja en un abismo, como
ese momento previo a que te estrelles contra un poste, te caigas de la bicicleta o de la cuna.
Algo se te es revelado, emancipado de las sombras: una flecha de luz que se esparce sobre
la tela negra del horizonte, el haz de luz que se chorrea sobre la pantalla del cine, una
esquirla, una explosión, un hongo magnífico, atómico, en el núcleo del ojo, un segundo, un
milímetro, un kilogramo antes de desmayarte. Y esa revelación me fue otorgada mientras la
noche se dejaba estar, quieta, amparada en el calor del verano de Santiago de Chile, cuando
Jeanne se sentó junto a mí. El año anterior, en unas vacaciones improvisadas, la conocí, la
miré de soslayo, tratando de disimular el sismo que despertaba en la tierra desértica, en ese
corazón, entonces, como ahora, desdibujado tras los espirales, las reverberaciones y los
espejismos, ese corazón cautivo entre las ficciones que la alucinación produce en el cuerpo
deshidratado. Hablamos un poco, casi nada, un mundo entero de palabras como hojas de
un árbol, poblado árbol hecho de plumas de pájaros y de espejos y flores de arena. Y luego
nada, el regreso a Quito, y nada más porque los hombres tenemos esa capacidad de
recomenzar, como si nada hubiese existido antes, como si su mirada –la de Jeanne: una
comprometida esposa francesa casada con un importador de tecnología de la India y madre
de dos hijos– no estuviese anclada a la tierra: la raíz de un bonsái, diminuto, perdido entre
las dunas voluptuosas, malignas del desierto. Ese mínimo árbol que se olvida cuando la
vida asume las prerrogativas de la sobrevivencia. Pasó un año, que es como decir que pasó
un día o un siglo, y regresé a Santiago. Otra vez la noche. ¿Por qué en la noche aparecen las
peores pesadillas, los ahogos de la melancolía y la constatación de que todo está por
desarmarse, por qué en la noche está intacto el día, pugnando por estallar, tras los minutos
de la oscuridad más severa, por qué en la noche las cosas tienen que pasar con esa
velocidad inaudita, como si los seres humanos fuésemos solo títeres de un gigante malvado,
escondido más allá del cielo, fuera del teatrino, al otro lado de la fantasía, por qué
apareciste en la noche, Jeanne, cuando tenía que regresar, sin darme tiempo a inventar una
mínima estrategia, un poema impreciso que dé cuente de mis apresurados sentimientos, por
qué en la noche te vuelves un mendigo, un pordiosero del amor, sucio y estropeado, rota la
cara, muerto a puntapiés, sin posibilidad de redimirte, por qué en la noche solo caben las
dudas y, como esa vez en Santiago, un segundo de revelación? Otra vez la noche me
dispuso un encuentro con ella, Jeanne, sus hijos y miles de amigos que la cuidaban, la
protegían de los lobos feroces, las guerras nucleares, los cazadores furtivos, los seres
granulados que habitan en el desierto, mientras el olor a carne a la parrilla se confundía con
el dulce aroma del postre de tres leches y los cigarrillos de canela que armaba su esposo,
otra vez unos minutos, un cruce de miradas –siempre tuve la intuición de que era yo quien
la miraba, y que ella nada sabía del estruendo que crujía en mi cuerpo– y algunas palabras,
sobre qué trata tu tesis doctoral, me dijo, sobre novelas de asesinatos, respondí, ¿ah, sí?,
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preguntó, sí, una asesina de hombres enamorados, respondí, ajá, dijo. Luego el encanto del
vino, el champagne, el coñac, hasta que se sentó junto a mí, mientras los millones de
invitados, los millones de millones de ojos dejaron de vernos en ese momento. Fue como
una flor de luz que se abre entre los escombros de un día tormentoso, y entonces, como
ahora, tuve la revelación: un hombre debe sentirse así, a plenitud, cuando tienes a tu esposa
junto a ti, mirando a la vida como la miras tú, tocando los mismos acordes, cantando y
bailando la misma canción, y me dije entonces, como ahora, mientras repaso el caudal de
acontecimientos que sucedieron los años siguientes –Ofelia, ¿recuerdas que te conté ese
sueño en que todo era, será, fuimos, seremos en la serena placidez del mar de Tonsupa,
ligero y volátil, espumoso, siempre en el pasado que es como decir siempre en el futuro?–,
que nunca más seremos unos mendigos del amor, nunca más unos caníbales de una carne
que ya no es nuestra, tumefacta, nunca más perdido entre las hordas de plantas carnívoras,
flores animales objetos y personas de lienzo, pintura y pincel. Entonces, como ahora,
tendría que darme cuenta de que esa revelación –en esa noche, apenas una vaga intuición
como el buqué del coñac que se evaporó al salir de la casa de Jeanne– solo sería tal en la
magnitud de su carga semántica, años más tarde, ahora que reviso las noticias de ese pasado
que, de tan mío, parece de otro.
Ahí, todavía cerca de Jeanne, también recordé a mi ex mujer. La denomino así, a
pesar de que durante nuestro amor nunca la nombré de esa manera: mi mujer. Para
nosotros, desde el principio, se trató de un eterno estado de noviazgo. Recordé las
invitaciones que hacíamos a nuestra casa: cenas, parrilladas, pequeñas fiestas en la terraza.
Ella, mi ex, era el centro del mundo. La anfitriona por antonomasia. La reina. Su trato
esmerado, sus exquisitos platos, sus cocteles afrodisíacos siempre fueron recibidos con
absoluto beneplácito por los comensales que, cada fin de semana, venían a nuestra casa.
Era el frenesí de un tiempo en el que los dos creíamos que la felicidad existía. La casa
estaba decorada con flores siempre frescas. La música sonaba en todas las habitaciones,
como si su voz –el estruendo de su carcajada– tuviese la capacidad de renacer a través de
los acordes de la música. Ella, mi ex, algunas veces me hizo creer que la ficción podía
convertirse en realidad: el amor no era un proyecto imaginativo, sino un encuentro
concreto de dos seres que comulgan en tiempo real. Sin embargo, como toda ficción estalló
en un segundo. No obstante, ahí, mientras veía a Jeanne como el centro del mundo, tuve la
idea de que con ella (Quito y Santiago parecían una sola ciudad, fundidas en el mismo
recuadro), con la delicada francesa que prendía un cigarrillo tras otro, también era posible
inventar un tiempo paralelo –un entramado de imágenes y palabras– que me hicieran creer
que todo estaba por hacerse, todo estaba por vivirse.
Al despedirnos le dije: te veo en un año, al tiempo que le daba un beso en la mejilla
–darle es mucho decir: juntaba mi mejilla con la suya, en un gesto de amistosa cordialidad–,
y entonces recordé la escena inicial, horas atrás, cuando le obsequié una novela. Minutos
antes de entrar a su casa, supe que era el cumpleaños del esposo –había llegado gracias a un
invitado que me coló sin mayores escrúpulos– y tuve que ampliar la dedicatoria que hasta
entonces era solo para Jeanne: con un malabar aumenté el nombre del esposo jugando con
una letra más pequeña, y puse indistintamente otras palabras, también pequeñas, entre los
espacios de la dedicatoria, así parecía que se trataba de eso mismo: una superposición de
palabras grandes y pequeñas. No obstante, el esposo, al leer la dedicatoria dijo: ¿Y de
dónde aparece Jeanne?, como si, de hecho, el libro debiese ser solamente para él, dada su
calidad de cumpleañero. Los libros siempre se regalan a la pareja, le dije, y sorteé la
situación. Entonces, mientras le decía, lee la novela, le tomé –¿nos tomamos?– la mano
izquierda con mi mano derecha: un gesto apenas visible, escondido en esa zona de la
realidad que nadie mira, a no ser que seas niño o enano, y le apreté ligeramente los dedos.
Ella me miró un segundo infinito, y me dijo: Claro, la leeré. Por un segundo la imaginé
sentada en uno de los sillones de cuero de la sala con el libro entre sus manos. Sentí la
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presión de mis dedos sobre los suyos, al tiempo que nos separábamos del minúsculo beso
de despedida. ¿Alguno de los invitados se percató de ese segundo de complicidad, de eterna
declaración de amor?
Luego, mientras regresaba a mi hotel, compartiendo el taxi con el amigo que me
había llevado a la reunión, ignorante de todo lo que había sucedido, hundido como se
hallaba en el estupor alcohólico, recordé a La Amarilla y la historia de Madame Foutille: La
Amarilla me contó que Madame Foutille le había dicho que una mujer siempre está
preparada, o cree estarlo, para afrontar una situación de insinuación, de coquetería burda,
incluso de acoso, una mujer francesa, acotó Adriana cuando le repetí la versión, porque no
es así de fácil, ella porque se cree la muy muy, y que, continué, tiene armas para rechazar
esos avances machistas, si le dicen algo, le silban o le lanzan un piropo, o incluso si le
toman de la cintura. Me aparto y le digo las cosas claras, me dijo La Amarilla que le había
dicho Madame Foutille, pero ante lo que no estaba preparada era para el gesto del coronel
de la Escuela Militar, ese gesto o esa caricia del coronel que le tomaba del codo, le dijo
Madame Foutille a La Amarilla, y le decía, al tiempo que apenas sostenía ese codo con una
ligera, ligerísima presión de los dedos: Profesora, cuénteme ¿cómo van las clases? Ahora,
hace unos minutos, mientras recordaba esa noche en Santiago, cuando sentí la mano de
Jeanne entre la mía –la mirada de los dos hecha una, cuatro ojos en un solo cuerpo– pensé
si quizás, también ella, Jeanne, solo creyó sentir el acoso de ese patético ecuatoriano que,
como cualquier tarado de los años sesenta, se enamoraba de una francesa, porque si no de
qué se trataría la literatura y sus mansos corderos, los escritores, sino de enamorarse cada
noche de una mujer distinta para soñar que las musas existen, que todo es posible, que
todo está por hacerse, todo está por decirse, todo por escribirse.
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comprobar cuántos de los enamorados que tú me atribuyes, se tomarían en serio la
posibilidad de tener una relación conmigo, todos saldrían huyendo. También yo, le dije, sin
decirle que además de sus atributos caníbales por el cuerpo masculino, a los hombres nos
era difícil, jodidamente difícil, plantearnos la posibilidad de entablar una compromiso con
una madre soltera, divorciada, viuda, como fuera, una mujer que, más allá del deseo y el
amor –si eso existe, me habría dicho Adriana, porque ella, como yo, creía que el amor era
una de las más salvajes ficciones que inventamos los seres humanos para creer que la
felicidad existe–, tiene una hija, acarrea prole, con los problemas que eso supone: el ex
marido, el padre, la familia del padre, los amigos comunes del pasado, siempre curiosos,
indagadores, censuradores, y la misma hija que no sabe si el nuevo novio, amante, marido,
es el padre, o por qué mierda la trata así, diciéndole lo que debe o no hacer en su vida, y si
la hija sabe que no es el padre, y te clava la mirada, una mirada desafiante con la que te dice:
no me jodas, viejo de mierda, o peor aun cuando la madre –o sea tu novia, esposa, amante–
te dice una tarde: sabes, amor, mi hija está creciendo, quisiera que nos bañemos los tres,
para que ella desmitifique el pene de un hombre ¿vale?, y tú, claro, tía, como digas,
creyendo que estás viviendo en Madrid y no en los condominios de Cotocollao, y la
semana siguiente, luego de vivir un intenso pero extraño sexo. Ese sexo que empieza a
desmoronarlo todo cuando él, que puedes ser tú o yo, está encima de ella, sosteniéndole las
piernas en los hombros, a ritmo sostenido, monótono, ella con los ojos cerrados, apretando
la vagina, con las caderas levantadas para lograr una penetración más profunda, y tú, él o
yo, con los ojos abiertos, pensando en que las últimas líneas de lo que escribiste ayer eran,
son, una mierda, o en el estallido del volcán, un hongo hermoso y benigno, o en la comida
del fin de semana con tu madre y tus hermanos, cuando ella –tu amante, esposa, novia,
madre de la niña– abre sus ojos, y justo en ese momento, en ese preciso momento de
terrible conexión, bostezas, abriendo la boca como si fuesen las fauces de un oso con el
que te encuentras en los sueños, y ella te ve, silenciosa, deja de moverse, con una forma
dolorosa de estupor o decepción, tristeza, odio, todo al mismo tiempo, que se manifiesta en
el rostro, y sabes, como ella sabe, que todo se está yendo a la mierda. Sin embargo, te
recuperas, no pierdes la erección, besas sus labios y le susurras al oído que es hermosa, que
te encanta culearla pero que estás un poco cansado, y con los arrestos de una masculinidad
aprendida en tantos años, te decides a seguir, y seguir, con un frenesí posesivo, como de
actor porno, deshumanizado, te sientes como un robot de carne, que suda, que gime, pero,
como el robot, desprovisto de emociones, hasta que ella termina, finge que termina, exhala
pequeños hipos de placer, que tú, o él, o yo, sabes que es solo una fachada, un signo de su
inherente teatralidad, y luego descansan, reposan de la escena, y así, como si fuese la
repetición de un clisé aprendido en el cine, ella enciende, y tú también, un cigarrillo, y como
si estuviese opinando sobre los campeonatos internacionales de patinaje, te dice: sabes
amor, si llegado el momento mi hija quiere perder su virginidad, quisiera que sea contigo,
un hombre fiable, que no le haría daño, ¿cierto?, o quizás dice, ¿vale?, y tú, o él, o yo,
puedes fingir que estás en Madrid, y que el parlamento de ella, tu novia, esposa, amante,
viuda, solo es una línea de alguna novela de Almudena Grandes, y te haces el loco, el
distraído, hasta que ella te exige una respuesta, y como sabes lo que ella espera, le
respondes que claro, que cuente contigo, que para todo, y los dos duermen o fingen
dormir. Vivir con una hija de tu novia, esposa, o lo que sea, supone un conflicto, a pesar de
que también puedan contarse los momentos de alegría y complicidad. Eso lo supe, con la
constatación dolorosa del quiebre y la violencia doméstica, muchos años atrás, tantos que,
no obstaste, ahora que los evoco parecen ecos de un disparo reciente.
Bernando, decía Adriana mientras me arrancaba a La Amarilla de la piel, a este país
le obsesiona la verdad.
¿La verdad o la verosimilitud?, respondía.
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Los hechos reales, continuaba Adriana, comprobables, como si la literatura fuese la
suma de datos concretos. ¿Cuándo has visto que, a otros lectores, digamos de Londres o
Berlín o Madrid les importe si es cierto o no que un día un tipo aparece transmutado en
escarabajo?
Es cierto.
Pero aquí a todos nos interesa que lo que está escrito sea verdadero, como si la
verdad estuviese ahí esperando que le den forma. A ese hecho ha contribuido nuestra
perniciosa academia.
Aunque lo verosímil tiene que ver, más bien, con que el lector se crea lo que está
pasando, no tanto en código de verdad, sino de resolución dramática.
¿Lluvia de mariposas, mujeres encerradas durante siglos en húmedas casas
tropicales, hombres viejos que regresen en la vida hasta volverse nuevamente embriones?
¡Por favor!, es que en el Ecuador todo está atravesado por la ideología, y esa es una
herencia terrible de la izquierda.
La literatura comprometida, decía Sartré.
Pero el viejo estaba pensando en París, los hippies, el Che, y una forma de pensar el
mundo a partir de ese acto de amor entre el arte, la política y la realidad. Acá, en cambio,
usamos esa fórmula como si fuese así de simple. También para copiar hay que tener
inteligencia, habilidad, no solo la voluntad o, peor aún, la intuición.
Tu famoso ethos, eto-mismo.
Payaso.
Dentro del jardín, la niña se perdió un día: era una mañana ampliada en la retina,
ligeramente borrosa, como si los colores y las formas empezaran a dibujarse. Parecía que
no había cabida para más personajes ni escenas fantásticas, cielo tierra infierno; sin
embargo, ella apareció por una de las esquinas. Antes, fuera del espacio, no había más que
ebulliciones de luz y nubes gaseosas en blanco y negro. Dentro latía el compás de un
corazón rojo, ligero todavía. De un segundo a otro, miles de años, ella se percató de que un
poco más allá, al otro lado del manto vaporoso, estaba el umbral de una puerta, y por ahí
enfiló. Adentro, se encontró con un paisaje estático: figuras de hombres y mujeres, de
animales que no conocía, de flores y plantas y animales y siluetas de luz, enjambres de
insectos, ríos de leche y espuma, burbujeante agua que se desplazaba por canales y ríos. Los
pies de la niña eran alas traslúcidas y las manos pétalos carnívoros y los ojos, agujeros
negros, y el cuerpo era cuerpo líquido, inasible, y la boca, lengua de serpiente y dientes
perlas zafiros. La niña se desplazaba entre los cuerpos fijos, anclados en la tela, girando
entre ellos, debajo, encima, flotando, de un lado para otro, cielo tierra infierno, como si
fuese la única conciencia en ese mundo. Era una niña, ahora, con capa roja, perdida en la
infinidad de árboles, caminando por el sendero conocido, intuyendo que detrás de los
árboles, unos ojos caníbales le observan, le escrutan. Era la niña dormida, anhelante del
beso de la vida, la niña que comía manzanas envenenadas, la niña que bailaba en una noche
de máscaras en Venecia, Estambul o Quito: una fiesta de quince años, vestida con un traje
rosado, zapatos blancos y una cadena de oro que le regalara la abuela días atrás: Mijita, este
collar, le diría la abuela, es una herencia de mi madre, que recibió de su madre y ella de la
suya. Ha estado en la familia, calcule usted cuántos años, ahora se la doy porque en pocos
días será una mujercita, y tendrá que llevar esta cadena como se lleva el honor, ¿me
escuchó?, no se olvide nunca de eso, mijita, le diría la abuela, y luego le daría de beber una
taza de chocolate y dos panes horneados por ella misma: pan suave, apenas dulce, con un
marcado sabor a anís, y la niña, ya en la fiesta, al tiempo que baila con el chico que le gusta
–el copete hacia el cielo, las cejas oscuras, los labios apretados, los ojos perlados por un
llanto disimulado– recordaría a la abuela, a cientos de kilómetros de distancia, sentada en la
misma silla, con los pies sobre un taburete, mirando la televisión: vería una telenovela, una
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más y otra, como una forma de evadir su vida y vivir la vida de otros, mujeres enamoradas
y galanes mexicanos, que ayudan a soportar la soledad, y pensaría, la niña, que la abuela
debería estar aquí con ella, pero se resistió a venir por miedo a los aviones, y a pesar de esa
constancia, la niña, sentía una especie de culpa, como si ella y la abuela y la madre –que está
más allá charlando con alguna amiga– fuesen la misma mujer, la misma niña como esa niña
que, ahora, flota entre los personajes y los ríos y los árboles de fuego del jardín.
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guerra más hermosa de todas. No quiero mirarlos dormir, uno pegado al otro, quietos,
apenas resollando los últimos destellos de la luz –cascos de caballos, relinchos, estruendos
de una tormenta antigua– que todavía es luz de girasol en las pupilas dilatadas. ¿Me contó
Miguel cómo le había propuesto matrimonio, o nos dijo a los otros estudiantes del
doctorado, con la quinta copa de ron?, ¿nos contó que Claudia le había descubierto unos
emails en los que su alma de Don Juan (no de Casanova: esa era otra cosa) se exponía a
cabalidad y que por eso (por la culpa cristiana y los devaneos de su hombría, debí pensar
entonces, si el alcohol no me hubiese hundido en el manso sopor de la complacencia) había
decidido que lo mejor sería casarse. Creo recordar –ahora que todo parece el vuelo
psicótico de un viejo arrellanado en una vieja cama de hospital– que le dije: ¿y para qué
mierda te vas a casar? Entonces yo estaba también casado con mi ex –arrejuntado, me dijo
el Águila cuando le conté, años después sobre estos días, porque casado, casado, no,
recalcó, en todo caso unión libre, arrejuntado, querrás decir, mientras los otros (Octavio,
las Magdalenas, el Toro) nos miraban sin saber de qué mismo hablábamos, con excepción
de Susanita: la mirada inquisidora, los dedos deformes, la nicotina que ha creado un cerúleo
emplasto en el índice y medio– y sabía que uno de los requisitos indispensables para
emprender en ese trabajo es estar dispuesto a eso, dedicarte, al menos por un tiempo (el
necesario para que no te echen a patadas de la oficina), a un solo oficio. Para Miguel era
una estupidez, aunque probablemente me diría que claro, que, en efecto, que así va a ser,
parcero, sino cómo.
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techos, como si estuviese en una terraza. Era una imagen, me dijo, que le había llegado
como una silueta que, de pronto, como si una luz iluminase un pedazo de la realidad, se
convertía en un cuerpo. Para Tolu, la pintura era una forma de relato. En muchas
ocasiones lo que se plasmaba en el cuadro era apenas un vestigio de un mundo oculto.
Quizás, digo ahora que evoco esa escena, era porque en el fondo siempre quiso escribir lo
que imaginaba. Ese rasgo de lo que se ve y lo que se oculta, era una de las tesis que el
profesor Torres sostenía con relación a la condición del cuento. Verás, continuó, todo se
basa en la historia de la Negra –una amiga, una amiga del pasado con la que él tuvo, debió
tener un romance épico– a quien no veía hace tiempo, desde que se embarazó, desde antes
incluso, cuando se casó, cuando desapareció de la vida. Creí conocer la historia, y mientras
Tolu –ahora caminaba entre las sillas y los lienzos, entre las mesas sobre las que había
depositado pinturas, temperas, pinceles y paletas y los percheros repletos de sombreros
viejos y bufandas teñidas de óleo; afuera estallaban los truenos, uno tras otro, en un eco
medieval– me contaba sobre un tiempo perdido, miré la película de manera transparente:
los encuentros habían sido esporádicos desde que se casara. No sabía bien quién era el
marido o a qué se dedicaba, aunque conservaba la imagen difusa de una fotografía que ella
misma le había mostrado en la que él, su marido, sonreía dentro de una piscina. Desde
entonces, y a pesar del aparente enojo de la Negra, lo llamó el nadador olímpico, el nadador
a secas, Acuaman. Hay una historia que recomponer para entender esa forma de amor que
mantuvieron Tolu y la Negra, una década de encuentros y sobresaltos, de escapes a la playa
y de interminables segundos de reposo, entrelazados en el recodo del sueño, creyendo que
algo parecido a la felicidad existía a pesar de las frecuentes disputas por determinar quién
tenía la razón. Son tantas cosas las que habría que señalar, tantos los datos que encuentro
en cada una de las versiones que el pintor me contó a lo largo también de los años, que me
resulta casi imposible de sumarlos. Me limito, si cabe, a contar algunos de las conclusiones
de esa tarde, aquellas que supondrán claves para entender la cadena de los acontecimientos
posteriores que devinieron en la separación definitiva de los amantes, si se puede usar la
palabra separación para relatar una relación que nunca estuvo unida, enlazada, en realidad,
más que por la falsa cordura que resulta de la necesidad de los cuerpos, esos cuerpos que se
buscaban, se buscan a mansalva, sorteando las minas personales, las emboscadas y los
ataques kamikazes. Hay una serie de imágenes de las tantas que me relató esa tarde Tolu:
una tarde en la que el cielo de Quito se derramó en espasmos de semen glaseado: nieve en
estado putrefacto. Una serie de imágenes que me arrebatan la poca cordura que conservo,
debido quizás –es un dato más allá de una casual coincidencia– a que como él aquella tarde
también he pasado un día con diarrea y vómito. Hoy, como esa tarde, hace mil años, el
cielo se estremecía en disonancias continuas, como las que, al interior del intestino de Tolu,
se sucedían en una cadena irrefrenable. Una cadena de espasmos como la que me ha
atravesado el cuerpo, sin más remedio que la resignación. Una serie de imágenes que
aparecen en mis pupilas igual que insectos deformes, manchas que permanecen en un
punto indeterminado de la viscosa masa que conforma el ojo, bailando de un lado a otro,
caóticas, insaciables. En esas imágenes, creo recordar que él –Tolu, Tolouse, Tolomeo, To,
nominaciones diversas que uso para proteger al testigo; en una etapa de nuestra vida en
común, empecé a decirle Tolu, como una forma de ironizar con el hecho de que pintase
solamente mujeres, rostros, cuerpos, fragmentos de mujeres siempre expuestas a hirientes
fuegos a contraluz–, él me contaba, es decir, me volvía a relatar, algunos de los pasajes que
conformaban el romance, un romance cuya duración variaba en cada versión: a veces había
conocido a la Negra, diez años atrás, cuando fue su profesor en la Escuela de Periodismo,
dado que, como artista ecuatoriano, debía sortear las necesidades de la vida trabajando en
lo que fuese, y como casi todos –incluido yo, Octavio, Adriana, y tantos otros– terminó
dando clases. En esa versión dictaba la materia de Arte y comunicación. Ella, la Negra, era
su alumna: una muchacha espigada, inquisidora, furiosa. Seguramente, decía To, entre los
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ecos de los truenos que se desprendían sobre el remolino que ahora era el constipado cielo,
yo la invité a salir, no sé bien si al cine o a tomar un café o a la presentación de un libro. Y
de ahí fuimos a bailar a una salsoteca, y de ahí terminamos en un motel camino a su casa.
En esa versión, Tolu, me dijo –eso pienso, mientras miro el catéter en mi brazo: una
mínima mancha de sangre ocre en la gaza–, ella fue toda una sorpresa al verla desnuda,
como si debajo de la ropa de estudiante universitaria –un jean gastado, alguna blusa barata,
sandalias franciscanas– se escondiese otra mujer: el cuerpo robusto de una jugadora de
básquet, con piernas fuertes, vientre plano, sinuosas manos novatas. Tolu dijo que olía
intensamente –habíamos bailado tres o cuatro horas, aplastados entre la gente que se
atiborraba en El Mayo del 68–, un olor que no se disimulaba con el escaso desodorante que
se habría puesto, ni con el humo del cigarrillo y la exudación del alcohol. Es probable que
Tolu usase esa palabra, exudación, porque, al contrario de lo que usualmente pasaba en el
Quito de entonces, era un artista culto: había aprovechado cabalmente la biblioteca que
heredara de su padre. La pintura había sido una opción a la hora de encontrar su forma de
representación, pero bien pudo ser también la literatura, el cine, o, en el peor de los casos,
la crítica, el ensayo. Exudación, dijo –y continuó con el relato, mientras un centenar de
gotas de lluvia intentaba traspasar el cristal de las ventanas–, un aroma potente que sentía
desde el primer momento que me acerqué a su cuello: era un gesto aprendido, como si el
paso de salsa necesitase del acercamiento, era una prueba para ver si ella se alejaba, o me
dejaba estar, y me dejó, de ahí estamos en la calle, caminamos en la calle oscura, o apenas
iluminada por las luces de los bares, hay gente, nos encontramos con gente, creo que ella
trataba de mantenerme en pie, porque veo, me parece mirar –creo que así me dijo To,
aunque recuerdo que la lluvia cesó, como si alguien hubiese cerrado una llave de paso– solo
los zapatos de personas a ras del suelo. En otra versión, Tolu, me contó que ella estaba tan
borracha que tuvo que ayudarla a vomitar en una esquina, apenas aferrada con una mano a
las verjas de una de las señoriales casas de La Mariscal: le tomó la negra cabellera con la
mano derecha formando un moño detrás del cuello, y esquivó el olor ácido que inundó su
nariz. Y luego estamos en mi auto, a medio camino de su casa. ¿Por qué no le dijo, me
pregunto ahora, como le pregunté esa tarde, si quería ir a su estudio? A este mismo estudio
que ahora recuerdo, al tiempo que llamo a la enfermera para que me pase la cuña. Tolu
sigue con su relato: detiene el auto –el Peugeot 505, gris y descascarado, que entonces
tenía– y se sube un poco a la vereda de la avenida Eloy Alfaro, cerca de la Portugal, mira a
la Negra (en las dos versiones, To coincide en idealizar el momento: estaba bella, apenas
iluminada por un hongo de luz que se desprende de un poste, una luz que destella detrás de
su cabeza, a través de la ventana del copiloto; bella pero temerosa también, como si el furor
del alcohol estuviera desapareciendo), y le dice: hay dos opciones, ¿se acaba la noche o
vamos a amarnos a otro sitio?, ¿qué es otro sitio?, le pregunta la Negra, uno de esos sitios
donde van los amantes, le responde Tolu. Se demoró unos segundos en responder, me dijo
To, sentado en el mismo sillón de siempre, con la ventana detrás a pocos metros, detrás de
la cual, de tanto en tanto, resplandecía un intenso haz de luz. En la otra versión, dice que la
Negra no dudó un segundo; tan vertiginosa fue la respuesta que Tolu se sintió un poco
estúpido al creer que ella, la furiosa estudiante con la que apenas había cruzado algunas
palabras antes de invitarla a salir, estaba viviendo una experiencia inédita. Se demoró en
responder la Negra, repitió Tolu, y justo cuando me disponía a encender mi Peugeot, me
dijo: está bien, vamos a ese lugar de los amantes. En esa versión, o en la otra –ahora me
confundo, veo destellos iridiscentes en mis pupilas, afuera el viento murmura sobre las
hojas del sauce, huelo la estela de un aroma mentolado, es el perfume de la enfermera– To
me cuenta que le sorprende que la Negra no cuestione la palabra amarse –ese eufemismo
tan asqueroso, dice To, dijo esa tarde, una estupidez: amarnos, por no decir culearnos, pero
menos mal no dije hacer el amor, porque ahí sí me escupía la cara– sino que demande la
explicación sobre el otro sitio, ¿qué es otro sitio? El cuerpo desnudo, dijo Tolu, de la Negra
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fue como una celebración: las piernas, músculos duros, los puntiagudos pezones negros, el
pecho casi plano, casi tan plano como el vientre, en el que se marcaban los cuadriculados
abdominales, el aroma intenso del sudor y el viscoso sabor de su sexo que me cubrió la
cara. Ella le diría –eso me dijo Tolu, en la primera versión rememora con orgullo las
palabras de la amante, y en la segunda, sobre la que tengo menos certeza, las palabras
parecen apuntaladas con los restos de un orgullo que se empecina por desaparecer–
recordando años después, la primera vez que estuvieron juntos: me llevaste a ese motel
horrible, con una cama recubierta de cuerina y sábanas con olor a desinfectante, menos mal
que me diste rico, de lo contrario te habría odiado. En la tercera versión, contada meses
antes de esa tarde en la que nevó en Quito, la Negra se acomoda sobre su pecho, el de To:
están en Pedernales, se han escapado un fin de semana, sin que Acuaman sospeche de
nada, o a pesar de que sepa que se va con To: el puto amante ese, ese viejo de mierda por el
que das la vida, le habría dicho, al tiempo que da un portazo y sale del dormitorio para
encerrarse en el baño, mientras la Negra termina de preparar la maleta, y se dispone a
llamar a un taxi: le ha dicho a su marido que es un viaje laboral y que deben encontrarse
todos los funcionarios de la puerta principal de la Cancillería desde donde saldrá el bus. En
esa versión, la Negra recuerda la primera noche en que estuvieron juntos, nueve años atrás,
y le dice que fue un espléndido amante, sin usar palabras sexuales, verbos carentes de
sonoridad aunque más directos. No, no le habla de culear, pero tampoco le dice que han
hecho el amor, o que han cogido como dios manda, le acaricia los huevos, hurgando
también en el ano con un dedo, con paciencia, y le dice eres, fuiste siempre un espléndido
amante, pero ahora eres mejor, le vuelve a decir con voz melosa, mientras recorre el pecho
con sus labios expertos, son expertos en descubrir las emociones de To, lo conoce de
memoria, y baja hasta el glande, apenas rozándolo, porque lo que quiere es meter la punta
de la lengua en el culo, y él cierra los ojos, y se deja, se deja, manso, encrespado, latiendo al
ritmo que ella, la mujer que podría haberlo amado toda la vida, le impone, ahora a
horcajadas, papi, dame rico, papi, le dice y apenas gime, como si los gemidos prolongados
fuesen una muestra de amor que ella no quiere ofrendar.
Diez años atrás, la Negra era una niña, eso me dice To en todas las versiones,
aunque en la segunda insiste en que le parecía un poco lejana (como si viviese en un tiempo
paralelo), pero en la tercera considera que los prolongados silencios, dentro y fuera de la
clase, se debían a una condición de timidez, quizás sean el resultado, me dijo, al hecho de
haber sido una niña abandonada por el padre: sabes, la inseguridad, el miedo, la falta de la
certeza que otorga la figura paterna, claro a mí me conviene eso, insistió To, mostrando los
caninos carcomidos por la nicotina, porque ahí entro yo. Ahora en Quito hay cientos de
chicas que sufren de ese hermoso trastorno debido a que sus padres emigraron a España.
Para mí, para nosotros es una delicia, el paraíso. Con el tiempo, Tolu terminará diciendo
que se trataba de una chica inteligente, responsable: uno de esos engranajes necesarios en la
maquinaria del Estado y de la vida. Mi abuela habría dicho, pienso aunque no se lo digo a
Tolu, una chica con inquietudes; Octavio diría, una chica talentosa, para referirse a los
prospectos que sus ojos y sus caninos habrían seleccionado. Era un eufemismo, el
ocultamiento del deseo, la mascarada disfrazada de reconocimiento, como si él, Octavio,
tuviese la potestad de determinar quién merecía ser considerada como talentosa. Detrás de
esa sentencia, se escondía un animal al acecho. Todos mis libros están a tu disposición, me
dijeron que Octavio decía, cuando invitaba a alguna de sus alumnas talentosas, las puertas
abiertas para que escapes cuando gustes, no tengo trampas ni pócimas diabólicas. Solo
había que constatar lo logros laborales de la Negra al frente de una oficina de la Cancillería.
Nada fue posible entonces. Nada pudo ser, sino aquello que él le permitía, apenas esos
encuentros que dejaban una huella emancipada, sin convenciones ni ataduras. Y los meses
pasaron, y luego los años, y ella terminó su carrera, y Tolu continuó pintando entregado
como estaba al letargo de un tiempo sin prisas, hasta que recibió una llamada. Me dijo –me
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contó Tolu– que se iba a casar, y que me amaba y que también amaba a Acuaman, pero que
tenía que optar por una relación real, y yo, continuó To, me burlé de la redundancia porque
toda relación es real, aunque no sea ninguna relación, porque todo existe aunque no sea
real. Ella se casó. No creo, le dije a To, que ella estuviese esperando que vos, –él– impidiese
la boda, acudiendo a la ceremonia religiosa, apenas vestido con un traje sin planchar y una
corbata a medio hacer, para responder a la pregunta que el cura debería hacer, si se tratase
de una película, recalcó Tolu, y responder: yo me opongo, claro que sí, para que ella, la
Negra vestida con un ceñido traje blanco, una prenda donada por su madre: el mismo
vestido con el que ella se casó tantos años atrás con el padre: un padre que, a los pocos
meses, desistió de la empresa y emigró a California, como ilegal, y desde donde, muy de vez
en cuanto, enviaba alguna suma ridícula de dinero. Debería verse hermosa, enfadada como
siempre, encerrada en las divagaciones, apenas sonriendo cuando el novio le toma de la
mano y le dice al oído que la amará por toda la vida, o le dirá –me dijo To, al tiempo que
una cuchillada de celos le marcaba el rostro– cambia esa cara, amor, aunque sea ahora,
disimula que estás contenta. ¿Por qué se casó, le pregunto a To, si no estaba a gusto en la
boda? Y él me mira, muestra sus dientes, y me dice: eres un poco ingenuo, Bernardo, y
calla. Entonces, como si se tratase de una pausa en la puesta en escena, el viento deja de
golpear las ventanas, nada, ni siquiera un leve quejido. Imagino que una serie superpuesta
de nubes gordas se han formado en el cielo, como algodones de azúcar negra, y de un
segundo a otro, sin relámpagos ni truenos que preludien lo que vendrá, las primeras puntas
de nieve empiezan a caer. Tolu y yo las vemos desde la ventana de su dormitorio. No
salimos del estupor hasta cuando las copas de los árboles parecen coliflores, dientes de
león, cabezas albinas. Quiero decirle: es el inicio del fin del mundo, pero me resisto a
repetir una frase mil veces pronunciada. En vez de eso, regresamos a la sala, indiferentes al
fenómeno climático como si fuésemos habitantes del hemisferio norte, y preparamos café,
es decir, To enciende la cafetera, vierte café molido de Colombia y regresa a su sillón. Ya
ves, me dice –lo miro ahora mismo, como si fuese ayer, con los años a cuestas: la calvicie,
la joroba, las manos saturadas de manchas; el dolor en el vientre cede, se enrosca unos
segundos, me da tregua– pasaron diez años, o nueve meses, u ocho días, sin que volviese a
ver a la Negra, aunque mantuvimos algún contacto a través del teléfono: unas pocas frases
en el celular para preguntar cómo estaba, qué era de mi vida, alguna felicitación cuando
alguna noticia en los diarios daba cuenta de una nueva exposición. Yo le contestaba
siempre con monosílabos, nada más. Pero To no me dijo, como en la segunda versión, que
él escribía mensajes lascivos, referencias explícitas a los encuentros que habían mantenido,
reclamos amorosos de amante abandonado. La primera versión y la segunda solían estar
permeadas por fugas de la memoria, omisiones voluntarias, como si a pesar de la imagen
que había construido de sí mismo –amoral, pendenciero, cínicamente preparado para
enfrentar los desafíos de la posmodernidad– a veces pudieran más la verdad o el pudor. En
la tercera versión, quizás por una necesidad de conciliación, casi siempre, salvaba a la
Negra; salvar es una forma de decir porque siempre estuvo condenada, y reafirmaba que
ella soportaba sus afrentas y juicios de valor con altivez y mesura, aunque en la segunda
versión, decía que ella le respondía con interminables mensajes llenos de rencor, como si
los reclamos de To, le recordasen los tiempos en los que él gobernaba la situación.
No sé cuántas horas habían transcurrido esa noche. Al salir a la calle, me encontré
con un espectáculo único: las calles, los árboles, los autos había desaparecido debajo de una
espesa capa de nieve: se reconocían las formas congeladas, los cuerpos y las estructuras,
pero cubiertos de capas y capas de grumosa consistencia albina. Los techos parecían una
masa de plastilina blanca, como si un niño gigante hubiese armado un mundo de miniatura,
un mundo de cal, de leche condensada, un mundo en el que las cosas parecían siluetas de
fantasmas, cuerpos cubiertos por miles de sábanas.
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Los días siguientes empecé a recordar con más claridad el resto de la historia que
me contó To, el resto de lo que vino después de que los dos estuviésemos inertes frente a
su ventana mirando como nevaba con tanta intensidad. Recordada, todavía con nitidez, el
café que preparó Tolu y los primeros tres wiskis que me brindó, y luego, como si la
ebriedad hubiese trocado todo lo que él me decía, apenas retenía unas cuántas imágenes.
Sin embargo, a la semana siguiente, todo el relato pareció regresar a mi conciencia. Era una
nueva versión, probablemente, pero en mi cabeza parecía la única posible: To debió decir,
mientras yo sorbía el trago una dos tres veces seguidas como había aprendido de mi ex
mujer, que la Negra, de un día para otro, apareció en su vida, es decir, se hizo cuerpo lo que
antes era una estela virtual, y le escribió diciéndole que quería verlo. Habían pasado tres
años de su boda, y las cosas, seguramente me dijo Tolu, habían regresado a su cauce. Me
imagino que se refería a la pasión, al deseo. Para quienes hemos cometido matrimonio –
para quienes hemos vivido el paso del tiempo en el sosegado y aburrido estado del amor
instituido– es un dato fáctico, un asunto del elemental juego positivista: el deseo es como
un animal salvaje, un truco de magia, una ilusión óptica. Ofelia me dijo alguna vez así
mismo, solo que lo dijo cuando todavía vivíamos la segunda semana de placer, pero lo dijo
con la certeza de una bruja profesional: esto, amor, se acaba pronto. Y era cierto, qué duda
cabía. Lo mismo pasó con la Negra luego de que, entregada a su obstinada necesidad de
fidelidad, se diera cuenta que su cuerpo no era el mismo cuerpo para su esposo, que el
nadador había dejado de bucear en sus aguas volcánicas, que los ojos de su amante no la
miraban como antes, como si su cuerpo juvenil no fuese el mismo que refulgía en la mirada
del esposo como lo hiciera en los primeros dos años de vida compartida. Aunque, me
contó To, que ella le dijo por celular, siempre a través de los mensajes de texto, que nunca
había dejado de amarlo: eres mi papi, me dijo To que la Negra le había dicho, y luego
añadió unos cuantos suspiros, gemidos apretados, bocanadas de aire comprimido. Tendrían
que haberse encontrado en un motel, porque entonces To tenía una novia más o menos
fija: una poeta que luego se desapareció sin dejar rastro. Yo conocí a esa poeta, tiempo
atrás, en una fiesta en la casa del Águila, en la casa de sus padres, que él convertía en la suya
propia cuando ellos viajaban a visitar a la familia en Tulcán de donde eran originarios.
Conservo la imagen de una poeta de displicente encanto bucólico. Me habían contado que
había superado un cáncer de útero y, entonces como ahora, creía que quizás a eso se
debería esa furiosa hostilidad. Traté de ligármela, pero acepto que acudí a un repertorio
demasiado predecible. En esa época vivía decidido a caer dignamente ante rechazo de las
mujeres, y eso me otorgó una seguridad que antes desconocía: cuando estás dispuesto a
perder todas las batallas, tienes todas las batallas ganadas, pensaba. No recuerdo el final de
esa fiesta, ni la gente con la que hablé, ni siquiera alguna emoción significativa, pero creo
ser fiel a una imagen marginal, una de esas micro escenas que persisten en la memoria: la
poeta, un fantasma de cabellera azabache, camina hacia el baño, creo mirarla, creo que
incluso la sigo, hay mucha gente alrededor, mucho humo y música y risas, es un mar
estruendoso, ella está por abrir la puerta del baño, pero antes de que su mano agarre la
manija la puerta se abre, del otro lado aparece otra mano rosada, huesuda que toma la
mano de la poeta y la atrae hacia adentro del baño. Veo como la poeta atraviesa el umbral y
cierra la puerta. Todavía puedo recordar las calacas tatuadas en la muñeca de ese otro
cuerpo que desconozco. Varias veces he tratado, desde entonces, de recrear lo que deviene
a la puerta que se cierra. Adentro solo puede estar otra mujer, una mujer delgada, que viste
ropa negra, botas y chompa de motociclista (en la calle estará su Honda CB350). Imagino
que ahí no puede quitarse toda la ropa, pero de lo que se descubre –la espalda, los senos,
un fragmento del muslo– está tatuada. Espirales, flores, ojos de insectos, animales
fantásticos, hombres y mujeres desnudas, paraíso cielo infierno, se aglomeran en un paisaje
onírico sobre la rosácea piel blanca del cuerpo. Lleva el cabello corto, militar y los labios
rojos. Las dos se besan de pie, apretadas contra la puerta del baño. Afuera sigo yo, mirando
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la puerta cerrada, mientras la gente, como burbujas de carne, poco a poco, empieza a
reventar. Tolu me cuenta del reencuentro con la Negra. Me cuenta sobre la poeta
desaparecida. Lo miro, lo escucho, pero no le digo nada sobre la noche en que la vi
perderse al otro lado de la puerta del baño, al otro lado del jardín.
Una noche, tiempo después, mientras el Águila cantaba algunos boleros, dispuesto
como siempre a rasgar la guitarra ante la mirada corroída del Toro, el acendrado
distanciamiento de Susanita, y las Magdalenas, recordaba a la poeta desaparecida. Solía
diluirme en las aburridas reuniones con los colegas de la Facultad buscando alguna escena
escondida en mi cerebro: ahí me quedaba, desdoblado, mientras mi otro yo, el que seguía
en la fiesta, hacía las veces mías. Mi otro yo, eran ecos de otras voces que se superponían
en mi cerebro. Aparecían de pronto –quizás siempre las escuché– simulando tonos
femeninos, como si fuese Adriana, La Amarilla, mamá, o como si fuera Octavio, Tolu,
Miguel. Pero desaparecían rápidamente, sin dejar rastro. Atribuía esos breves estados de
abandonado al consumo excesivo de alcohol. Encendía un cigarrillo y regresaba al presente:
el Águila seguía interpretando boleros, entre una capa de humo, mientras a su alrededor
seguían escuchándolo con atención Octavio, el Toro y Susanita.
Hacía varios meses la poeta estaba extraviada. Esa era la versión de To:
desaparecida de su vida, de sus citas al estudio, que para To, era como si estuviese
desaparecida del mundo: su departamento era el principio y el fin de universo, y si alguna
persona dejaba de visitarlo, para Tolu, solo podían haber sucedido hechos misteriosos:
abducciones, suicidios, viajes a tierras lejanas. Recuerdo que Tolu me dijo, que en esas
semanas su relación con la poeta había entrado a la compleja zona del enamoramiento, y
que ella era celosa, posesiva, le registraba los mensajes, le espiaba fuera de la casa, haciendo
guardia día y noche cuando él le decía que había sido invitado a una exposición fuera de la
ciudad: según Tolu, ella dudaba de todo y prefería congelarse en el parque que estaba frente
a su departamento, a la espera de comprobar que las luces de su estudio se encendían,
prueba irrefutable de que le había mentido; entonces ella habría timbrado mil veces hasta
que él le abriese para gritarle en su cara, su mentira, su maldita mentira. La poeta lo vigilaba
fuera de su casa sin saber que To había organizado la cita en las horas en las que ella
visitaba a su madre confinada en el psiquiátrico. To no sabe, quizás nunca lo sepa, que la
desaparición de la poeta se debía a que prefería encamarse horas de horas con la
motociclista –la chica de los tatuajes de calacas–, encerradas en el mínimo departamento
que la poeta arrendaba en Guápulo.
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efecto, como dictaba la eficacia de un protocolo comprobado hasta la saciedad, se
masturbó una hora antes de ir por la Negra, para aparecer como un experto amante que
puede prolongar el tiempo del orgasmo. No es necesario especificar que ambos, la noche
anterior, se enviaron fotografías de sus crispados genitales, ansiosos como debieron estar,
ante la inminencia del coito. ¿Había en ella amor, esa forma del deseo que se sublima y se
disfraza? ¿To, como le dijo a la Negra, también pensaba que ella era el amor de su vida, la
única mujer que habría podido acompañarlo como él decía necesitar? Entre los cientos de
gemidos que se aprietan en las diferentes habitaciones de los moteles. To, me dijo que optó
por una suite cuatro estrellas, en el Tantra, con sauna, espejos, sillas del placer, sonido
amplificado, botella de champagne y flores rojas, como una forma de resarcir lo que para la
Negra siempre constituyó una afrenta a su dignidad de mujer, de estudiante universitaria,
precaria es cierto, pero mujer amada enamorada, al fin, cuando, en esa noche de salsa y
febril alcohol, aceptó entrar a un motel de mala muerte, un cuarto de choferes de provincia
y dejar que él, To, su profesor, el casi respetable profesor, la tomara (ella, creo yo, fue la
que decidió que así serían las cosas, y no como To piensa, porque ella siempre dominó la
situación, a través de una sumisión artificial) sin preámbulos, ni juegos de seducción. Entre
esos miles de gemidos, los de ellos apenas parecen cansados maullidos, los ecos de una
turbulencia que ha pasado a mejor vida: el motor angustiado de un cuerpo viejo que se
apresura a disimular frente a la juventud latente de la Negra. Los gemidos de ella pudieron
escucharse al otro lado de la puerta del motel, a no ser porque la Negra había aprendido a
contener la virulencia de su voz desde niña, desde aquella vez que sintió por primera vez la
fuerza de un cuerpo masculino que la toma.
De esa noche, restan algunos detalles: el cuerpo de Tolu reflejado en uno de los
espejos laterales: las escamas que salen del abdomen, las aletas quebradas, el pico en punta,
salivado, el cuerpo que se difumina, se deshoja, se marchita; las palabras de la Negra, como
gotas de rocío que cubren los ojos de Tolu, el llanto envasado detrás de las cavidades.
Amor, le dice, como ves, no he superado el complejo de Edipo, pensé que sí, pero a los
hechos me remito. Hay unas risas compartidas, una complicidad familiar que los junta en
ese instante infinito, sin polvo ni olvido: unas risas que se desplazan por la habitación.
Durante ese minuto de torpeza, To, se arrepiente del pasado, de lo que no ha podido ser,
de lo que nunca podrá completar, y se apresura al baño, conteniendo la vida que se escurre
por todos los orificios. Es posible que la Negra lo mire caminar hacia el baño, y constate
que el profesor ha envejecido con dignidad, si hay algo que pueda soportar las inclemencias
de todas las tormentas y definirse así, como dignidad. Mientras escucha el sonido de la
ducha, mira su celular y comprueba lo que ya sabe, el marido, al otro lado de la puerta, a
500 kilómetros de distancia, le ha enviado un mensaje: queda el registro en el celular que
ella, como buena esposa que es, nunca borrará.
Los siguientes meses se verán varias ocasiones –y es posible que, si es cierta la
versión de To, hayan viajado juntos a la playa, como si fueran una pareja estable, esa que
sobrepasa los arrestos, los disfraces de los amantes, para dar paso a la cotidianidad: el
aliento amargo de la mañana, los sonidos estomacales que estallan en plena noche, sin luna
ni bisagras de nubes románticas, los silencios que presagian el aburrimiento–, en esas
ocasiones habrán de acercarse tanto que empiezan a mirar de frente el peligro. La Negra
descubre que Acuaman tiene una relación paralela. Eso le dice, pero Tolu, lo niega:
defiende al marido, vaya ironía, lo defiende: es un buen hombre, y recuerda que la Negra le
ha contado una vez –esto me dijo To sosteniendo un vaso de agua, solo agua, para evitar
caer en el hueco de la diabetes– que, ante la sospecha del marido, le confesó que tenía
ganas de acostarse con el profesor, el viejo ese, habría dicho el marido, al tiempo que, para
sorpresa de la Negra, le decía: ya has de haber estado con el viejo, no lo niegues, cuéntame
cómo es en la cama, te gusta cómo te coge, y ella, mientras toma su verga, y lo masturba, le
dice que sí, que es rico, rico, rico, y él con los ojos en blanco tiembla como una hoja al
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viento, le dije a To, para romper con la atmósfera que, en ese punto, empezaba a
enturbiarse.
Unos días después, Quito amenazó con una nueva tormenta de nieve: se
acumularon cristales en las nubes, se apelmazaron capas de viento y humedad, se
evidenciaron los graznidos aterrorizados de los pájaros, pero nada pasó, nada salvo una
creciente sensación de miedo, como si, tal como decían todos, el inicio del fin del mundo
estuviese por comenzar. Tolu, me llamó por teléfono y me dijo que había hablado con la
Negra. Le contaba a la Negra, continuó, de mi decisión de viajar a España, o, quizás, sea
más preciso decir de mi decisión de plantearme la posibilidad efectiva de tentar un viaje a
España. Se lo dije mientras mirábamos las espiraladas nubes negras que se formaban en el
cielo. Ella como siempre, desde que tengo memoria de nuestra memoria, me escuchaba
con atención, apenas sorteando las emociones que buscaban emanciparse en su sereno
rostro moreno. En este punto de mi vida, le dije sin subrayar ninguna de las palabras para
evitar un tono teatral, tengo que jugarme la última carta. Y esa carta es viajar a España.
Tengo que lograr la exposición de una serie de cuadros en los que trabajo los últimos
meses, El jardín de los amores caníbales, te he hablado de ello, ¿cierto? (era una pregunta
retórica, solo para dilatar la duración de la escena, pues hacía pocas semanas le había
enviado tres fotografías de lo que serían los cuadros). Para ello necesito organizar un
tiempo en Madrid, arrendar un departamento, establecer una serie de contactos (organizar
almuerzos, cenas, invitar copas en algunos bares) con artistas, críticos, empresarios que me
permitan, a la brevedad posible, lograr un mínimo espacio de reconocimiento. Le tengo fe
a este tríptico, y como lo estoy pintando a ritmo frenético, creo que para marzo del
próximo año lo tendré casi listo. La Negra abrió más sus ojos. Yo me había acomodado en
una de las sillas, la miraba a contraluz, perfilada contra la brumosa tarde quiteña. Desde esa
posición parecía formar parte de una escena religiosa. Pero tengo un problema serio,
continué, al tiempo que ella se sentaba en la otra silla. Por un segundo pensé que sería un
día tempestuoso. El problema es que no tengo ánimo para emprender esa aventura en
soledad. Callé un segundo, mientras la Negra regresaba a mirar al cielo como si ahí, entre el
enjambre de colchones de agua, pudiese encontrar alguna respuesta. Necesitaría una novia
que me acompañe, dije, una mujer que asuma toda la responsabilidad, y que lo haga con
naturalidad y eficacia. No puedo, además de pintar, distraerme con la organización de esta
aventura, no a mi edad. La Negra seguía mirándome sin pestañear, como si no pudiese dar
fe a lo que escuchaba. En su mirada, eso lo supe después, empezaba a germinar una
mancha oscura, el odio que se arma y se encasquilla. Pero, a diferencia de lo que pudiera
esperarse, solamente dijo: Yo habría podido ser esa mujer. Y eso bastó. Unos días después le
escribí al celular para increparle esa declaración pronunciada así con esa aparente simpleza.
En sus palabras, me dijo Tolu, yacía una sentencia fulminante, la imposibilidad misma de
trastocar el tiempo y lo que habíamos vivido. Esa sentencia fatal: Yo habría podido ser esa
mujer, me estrujó el corazón. Ella, la Negra, pudo haber sido esa mujer, pero ya nunca
podría ser, en parte porque el matrimonio y la maternidad le impedían tomar una decisión
de esa magnitud. No eran los años sesenta, no éramos hipies irresponsables que, sin
empacar, se lanzan a la aventura. No yo, al menos. Estaba ingresando rápidamente a la
primera vejez y era raro, por no decir estúpido, que decidiese romper con la mínima
comodidad que había en mi vida, para emprender en un viaje al todo o nada. Y ella, aunque
apenas se acercaba a los treinta años, no estaba en condiciones de dejarlo todo por amor,
por el amor adolescente que hasta entonces yo le había ofrecido. Pude haber sido esa
mujer, resultó un golpe que me martilleaba el cerebro, porque evidenciaba mi total
incapacidad de entonces, y desde la primera noche en que nos acostamos, de mirar las
cosas con la mínima luz de sensatez. Eres un idiota, me repetía a mí mismo, culpándome
por la incapacidad de obrar con inteligencia. Sin embargo, me dijo Tolu, unas semanas
después, desperté con un espasmo en el lado izquierdo del pecho, y durante los segundos
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de pánico, inmovilizado como me hallaba, lo único que atiné a hacer fue escribir un
mensaje de texto. Un minuto después recibí la respuesta que esperaba. La Negra, a pesar de
todo, siempre estaría ahí.
Hermana, nunca quise que nos adentremos en ese bosque, y menos aún esos días
en los que una persistente lluvia medieval nos cubría, pero ya sabes, las cosas a veces
operan a partir de elementos misteriosos, o por la gracia de esas pulsiones incontrolables
que nos gobiernan con sadismo. No fue algo planificado, eso te dije hace años, como te
ratifico ahora, ahora que solo veo tu estela de fuego consumiéndose en el crematorio. Nos
tomamos de la mano, tú tan confiada en la aparente sabiduría de tu hermano mayor.
Tendría entonces dieciséis años, tú catorce. Nunca debiste hacerlo, me dirías ahora mismo
si pudiésemos dotar al espíritu de cuerpo y de voz. Nunca debiste tomarme de la mano,
porque yo carecía de voluntad y de conciencia para evaluar lo que podría pasar, pero me
dejé llevar por ti, y aunque llovía –mamá siempre nos había advertido sobre la enfermedad
que acecha entre la lluvia, esa fuerza oscura que aniquila el cuerpo– continué tras de ti. Tú
ibas callado, en un estado de mutismo apenas quebrado cuando me decías: vamos, vamos,
como si notaras algún signo de debilidad manifiesto en mi mano, pero yo no sabía a dónde
me llevabas, y solo al tiempo –me dolían los pies, me caía agua sobre la cara, sentía un
dolor en la espalda– me detuve en seco y te dije: Bernando, ¿a dónde vamos?, ¿cuánto
falta?, pero tú no respondiste, te bastó apretarme más la mano y jalarme para que me
callara. No recuerdo que hubiera truenos o relámpagos o embates de viento, solo la lluvia
monocorde que descendía del cielo como un manto. Años después recordé aquella tarde,
mientras me hallaba en la zona de Mindo recolectando mariposas para una clase de
biología: también llovía y los insectos habían desaparecido, refugiados entre las hojas,
mimetizados con la vegetación. Entonces, me miré en ese bosque tomada de tu mano, y vi
que el bosque no era un escenario fantástico, no había duendes, brujas, conejos, ni hadas
madrinas, tampoco dragones, o príncipes maravillosos. Todo en ese bosque eras tú, tú la
lluvia que nos cubre, la tierra y las rocas, tú la fuerza que no logro descifrar, tú el dolor, y
también ese segundo de desconcierto que anticipa el único relámpago, el camino que
anduvimos, el refugio, la cueva donde dormimos. El lobo, la niña. Después, al día siguiente,
fue como el resto de la vida que está por vivirse, como si esas horas atrapada en el bosque
fuesen la prueba necesaria para descubrir que la vida, la vida que todavía tendría por
delante, se anclaría en ese frágil estado de seguridad que otorga el secreto. Nunca le cuentes
a mamá que vinimos acá me advertiste, y yo, hasta el segundo en que el cerebro me estalló,
mantuve la promesa.
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protectores, una caricia estremecedora– para anclarse a ellas, te digo: es una forma de
realizar arqueología, arqueología del amor. Cuando todo ha muerto, solo nos queda, les
queda, digamos, buscar entre los vestigios, en las cenizas, en las huellas pétreas. Pero, a
pesar de todos los esfuerzos, solo encuentra, él o ella, la muerte.
Para Octavio, la muerte de su amada –el rostro maquillado con el que mira al cielo,
el vestido, los zapatos rojos y el labial– fue el resultado de una clara voluntad de
trascendencia. Por esos días, algunas personas más decidieron poner punto final a manos
propias: el joven mago Astoris –un estudiante de ciencias ocultas y gran coleccionador de
fetos– quien optó por el cianuro. Se mató en la habitación de la casa de su madre, donde
vivía con sus dos hermanos menores. Dejó un intrincado testamento en el que consignaba,
una vez disuelta la capa de ocultamiento, su voluntad por dar el siguiente paso, lo hacía,
insistía, con la alegría que resulta de una certeza mayor: la muerte solamente es el paso
siguiente para reintegrarse a la materia.
La otra fue una poeta –¿por qué se matan las poetas?, me preguntó Adriana,
mientras un halo de incertidumbre se postraba en el rostro–, que optó por tomar Racumin,
ese feroz químico que se usa para combatir a las ratas. Era la chica de pelo azabache, aquel
cuerpo desteñido de alegrías que se encerrara en el baño, durante una fiesta en la casa del
Águila, mientras una mano tatuada la arrastraba hacia sí. Esa poeta que se enroscaba como
otra serpiente al cuerpo de la chica de la motocicleta, al borde de la quebrada, desde donde
se veían el largo camino hacia la Amazonía. Luego otros seis poetas más decidieron acabar
con sus vidas. ¿Había una voluntaria consigna grupal en esos actos, los actos de
desprendimiento de la vida? ¿O era una coincidencia que, ante los ojos de la gente, nada
tenía de vindicación de causas políticas, estéticas, animales?
¿Por qué decidirse por una muerte tan atroz, tan dolorosa?, me dijo Adriana, al
recordar a la poeta que había ingerido Racumin.
No sé, Adriana, quizás había una necesidad de expurgar sus culpas…
… a través del sufrimiento…
… o porque era lo único que tenía a mano.
No sé… me la imagino un poco más sofisticada. No creo que haya decidido
matarse ese mismo instante, y que buscase con qué hacerlo.
Eso nunca sabremos.
Obvio que no, Bernando, pero estamos jugando a los detectives.
Conjeturando, dices.
Eso mismo.
Cuando nos enteramos que la poeta se había matado de manera tan salvaje,
empezamos a imaginar las zonas oscuras de su vida: una infancia bucólica, en las faldas del
volcán Cayambe, entre maizales y quebradas. Una niña campesina extraviada como una
oveja negra. Las noches heladas que se perfilan a través de la pequeña ventana de una
choza donde vive con la abuela materna. Y luego la escuela en una ciudad andina, la silueta
del padre que aparece en las madrugadas, borracho y triste, arrepentido de lo que ha hecho
cada día, con los mocos chorreándole por la cara, al tiempo que pide perdón a la hija
adolescente, perdón por el daño que le ha causado, mientras ella, la poeta que será en unos
años, abraza al padre y deja que sus manos ásperas recorran la piel que tanto conoce.
La noche que la vi entrar al baño de la casa del Águila, lejos estaba de intuir siquiera
que, semanas después, ella se decidiría a tragar veneno para ratas. Mientras la imaginaba
besándose con la chica de los tatuajes, ahora pienso, su propia venganza inoculaba la
sangre, bullía por las arterias. La muerte violenta era una forma de sacrificio. En su entierro
estaría el padre frente al ataúd, mustio como un insecto agonizante –era delgado y
ambarino, con las huesudas manos en flor– contemplando el cuerpo de su hija: todavía la
belleza gélida, blanca como la nieve del volcán Cayambe, la cabellera negra y enredada. La
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línea de los labios que siempre –la niña arrinconada en la choza, cerca de los cuyes y el
carbón– forman un alacrán de carne.
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través de la ventana se podían mirar las inmensas zonas cafeteras y, de rato en rato, unas
fastuosas y abandonadas mansiones devoradas por la vegetación. Eran las casas de los
narcos, dijo Ofelia. Una hora después estábamos sentados en un restaurante. ¿Por qué las
mujeres asumen un rol materno cuando el amor empieza a atisbarse?, le pregunté a Adriana
alguna vez. Porque somos medio idiotas, dijo. Había esperado una respuesta más
intelectual, una elaboración desde el sentido común, o un juego irónico, pero Adriana
respondió así, porque somos idiotas. Quise contarle de aquel almuerzo con Ofelia. Quise
decirle que, a pesar de lo estúpido que podría parecerle, me había encantado que Ofelia me
diera de comer en la boca dos, tres veces, y que no me parecía un acto idiota, quizás
maternal. Un hombre, un novio, de alguna manera, también es un hijo de la mujer, de la
novia. En ese gesto –tomar un pedazo de carne con el tenedor, llevarlo hasta la boca del
amado, sonreír mientras este lo engulle– parecía condensarse toda una filosofía de la vida.
Entonces, como ahora, ya en las aguas termales, pienso que el amor es siempre una
voluntad, y tomo la mano de Ofelia que flota sobre el agua como un animal apacible.
No recordarás.
No recordarás, porque lo vivido se desvanece.
Olvidarás para siempre a los demonios que acechan en Chile.
Fue en Santiago también hace tanto tiempo que es como si hubiese sido otro el que
estuvo ahí, como si el de ahora no fuese el de entonces. Vivir es como flotar en un espacio
doble. Mariana había sido el amor de mi adolescencia, esa forma del amor que parece
eterna. La miras: está sentada en una de las primeras bancas de la clase –el perfil de su
nariz, la mitad de la boca, los cabellos dispersos que le cubren parte de la oreja– y crees que
estás enamorado. El amor, entonces, es una forma de angustia que se anida en el estómago,
transpiración, agitación. La miras: te enfermas, te descompones. Un millar de terminales
nerviosas parecen colapsar. Y cuando estás en tu casa, en el seno familiar, piensas en ella.
La miras: ahora en el recreo, con sus amigas, sonriendo y pintándose los labios, y nada es
más importante, solo recordarla. Le cuentas a tus amigos, y todos te dicen que debes
declararte. Y un día te decides y, a pesar de creer que caminas al borde del abismo, le dices
que te gusta y le preguntas si ella quisiera ser tu enamorada. Ahora que lo pienses, te parece
una escena tan ridícula: el uniforme colegial chorreando por un cuerpo, el tuyo, que todavía
no termina de formarse. El olor a madera antigua que emerge de las tablas del piso. El
susurro agonizante que proviene de las aulas. Cómo pudiste usar la palabra enamorada, te
recriminas, es tan horrible, tan anticuada, pero sabes que, en ese entonces, el mundo de los
años ochenta en Quito, era la palabra que definía la primera forma del amor. Ahora dirías:
vacile, agarre, amarre, culito, buscando la palabra que, en algo, defina la relación, la
proximidad de un cuerpo que es siempre evanescencia. Mariana te mira, sonríe, se queda
callada durante esos segundos infinitos; son tan infinitos que siguen presentes en la vida
cada vez que la recuerdas. Te mira –en sus ojos cabe el mundo, pensarás años después, en
sus pupilas el mar y el horror– y te dice que no, que ella sabe que a la Vanesa le gustas tú. A
ti te importa un carajo la Vanesa y todas las mujeres del mundo, solo quieres a Mariana,
solo a ella hoy y por lo siglos de los siglos, y no aceptas el rechazo, o sea, aceptas lo que ella
te dice, pero nunca jamás ni hasta el final del tiempo aceptarás que te haya dicho que no, y
peor aún que la razón de su rechazo sea la supuesta lealtad con su amiga, la Vanesa. No y
no, piensas, pero no le dices nada, y aparentemente altivo sigues con tu vida, y hasta la
vuelves a saludar a la mañana siguiente y a la siguiente, y un día ella desaparece. Te dicen
sus amigas que ha regresado a su natal Chile. Durante los años siguientes, harás de su
recuerdo un refugio cada vez que el amor te hinque el corazón. Le dices en el silencio:
Mariana, tú fuiste la primera, la única. Cierras los ojos, y cuando los vuelves a abrir han
pasado treinta años, estás por viajar a Santiago, así que la contactas a través del Facebook, y
le dices que te gustaría verla, y ella acepta. Listo. Es como si los tiempos se juntasen entre el
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ayer, treinta años atrás, y el hoy, ese momento, sin mediación alguna, como si todas las
emociones volviesen a despertarse de un letargo involuntario. No ha pasado un día,
piensas, mientras la descubres en la barra de un bar de Providencia. La recordabas así
mismo: delgada, rubia la cabellera, encendidos los ojos. Ahora, cuando la saludas, como si
fuesen dos amigos de toda la vida, te fijas en los dedos largos, esqueléticos. Crees descubrir
algunas pecas en ese breve fragmento que expone su pecho. Para ti luce radiante, como si
la belleza –esa belleza que la cubre de un manto protector desde aquella mañana en que te
rechazó– fuese inherente a su condición: una luz natural que emerge del centro de su
cuerpo. Hablan unos minutos, y constatas lo que imaginabas desde que subiste al avión: en
un par de horas estarán juntos, donde sea que tenga que ser, y la imaginas tan pegada a ti
que sería imposible no decirle que regrese contigo al Ecuador. Beben pisco y fuman. Hay
un brillo en su mirada, un breve fulgor como el aleteo de un insecto iridiscente. Estás loco,
te dices, cuando dudas de lo que crees sentir. Esta vez no darás el primer paso, nunca. Vas
al baño y mientras orinas, te percatas que los tragos te han subido a la cabeza. La miras en
el espejo mientras tratas de acomodar tu cabello para disimular las entradas, pero sabes que
no es más que una silueta fantasmal que te acosa como lo ha hecho desde la adolescencia.
Sales y la miras al otro lado del bar, en la misma mesa que la dejaste: la camisa étnica, los
jeans desgastados, las pulseras. Se ha vuelto una hippie de ONG. Siempre fue, piensas, y
das otros pasos, los justos para descubrir que un hombre se ha sentado junto a ella. A pesar
de la calvicie total y la barba de leñador, crees reconocerlo. Te acercas como si fuese lo más
natural. Mariana te mira llegar. ¿Te acuerdas del Rafael?, te dice, lo invité también. Claro
que lo recuerdas: es otro de los amigos chilenos de la infancia, uno más de todos los que
llegaron a Quito a raíz de la muerte de Allende. Claro que lo recuerdas: jugaste tenis con él,
fumaste los primeros cigarrillos, pero para Mariana es casi un desconocido. Cuando ella
regresó a Chile, el Rafael apenas había ingresado al colegio unas semanas antes en Quito.
No se han visto nunca, te dice Mariana, mientras repara en tus emociones. ¿Qué cree ella
descubrir en tu mirada? ¿Qué pensaba ella de esta noche? Saludas al Rafael con esa
complicidad adolescente, le das un abrazo. La miras y descubres, crees que así es, que no
hay dejo de malicia en Mariana. Ella ha invitado a un amigo del colegio. Ahora somos tres,
piensas y sigues el curso de la noche. Pasan las horas y estás en la cama del hotel. Hace
unos cuantos minutos se han ido los dos, Mariana y Rafael. Una hora antes llegaron en taxi.
Estaban todavía eufóricos por la ingesta generosa de pisco. Habían repasado los años del
colegio: los primeros años le pertenecían casi exclusivamente a ella, luego el tránsito de la
llegada del Rafael, y luego varias escenas de una vida que Mariana no vivió. Durante los
breves minutos que Rafael fue al baño, trataste de encontrar algún mínimo signo en los
gestos de ella, alguna señal camuflada que podría insinuar que sería mejor escaparse ahora
mismo, mientras el Rafael estaba en el baño, huir, correr por las calles, esquivando a los
autos, las motocicletas, los canguros, los monos, los dinosaurios; huir, correr evitando
encontrarse con los motines revolucionarios que se arman en cada esquina, mientras la
torre Eiffel, o el Zócalo, o Madrid, o Bogotá, se constituyen en focos de insurrección
popular; huir, correr debajo de la lluvia, riendo a cada paso, riendo, con la certeza de que el
mundo no es mundo si ella no está a tu lado. Regresaste a mirar a Mariana, dos tres cuatro
segundos, pero nada pasó. Era como si el tiempo, pensabas entonces, no fuese lo
suficientemente prolongado para que permitiese desarrollar esa complicidad que creíste
evidente cuando se saludaron. Quizás Mariana, creías entonces, estaba nerviosa. Le
producía ansiedad encontrarse contigo. Tenía culpa por el rechazo de hacía tantos años.
Por eso, prefirió apoyarse en el Rafael, y lo contactó para que se encontrara contigo, para
que fuese una linda sorpresa. Quizás fue eso, o nada, pensabas también, mientras ella
hablaba sobre los mercados solidarios, el precio justo y la voracidad del Capitalismo. No
era la chilena sexy que recordabas de la adolescencia. Era más bien una furiosa militante de
izquierda, tan lejana a la chica frívola, hermosamente frívola de la juventud, cuando le
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importaba el estado de su cabello, el color de las uñas y el labial, los zapatos en punta y los
pasos de baile de Madonna. Sin embargo, habrías terminado donde ella quisiese, sin dudar
un segundo en entregarte a ese húmedo beso prolongado desde el inicio del mundo. Al fin,
decidieron pagar la cuenta. Los dos, Mariana y Rafael, se negaron rotundamente a que tú
pusieses un centavo. Tomaron un taxi hacia tu hotel. En el transcurso, el novio de Mariana
–te contó que tenía un hijo de veinte años, y que vivía con su novio, no el padre del hijo,
sino otro– la llamó varias veces, y ella le repitió que todo estaba bien, que iría pronto.
Durante unos segundos, mientras tus amigos pagaban la cuenta, tuviste nuevamente un
ataque de ilusión. Tal vez, pensabas, el idiota este diga que tiene que irse, que tomemos
nosotros el taxi, que había sido una velada magnífica pero que debía ir a su casa. Pero no, el
idiota, como empezaste a llamarlo mientras avanzaba la noche, no hizo otra cosa que
subirse al taxi y decidir que la última copa se la tomarían en tu hotel. Llegaron pasada la
medianoche. Subieron a la habitación. Ahora te avergüenzas de haber pensado –crees que
en efecto así pudo haber sido, pero también crees que ni siquiera lo pensaste– que la noche
podría terminar en un idilio compartido. No habría sido la primera vez, pero había algo
vergonzoso en la posibilidad. No el hecho de acostarte con un hombre, eso era lo de
menos, sino creer que podías compartir a Mariana con otro. Eso era insólito, doloroso.
Preferías que nada sucediera a tener que soportar a un hombre que bese esa boca que era,
que siempre será tuya. Se sentaron unos minutos, abrieron las dos botellitas de vodka que
tenías en tu refrigerador. Apenas pudiste distribuir el contenido en tres vasos. Mirabas a
Mariana y parecía una muñeca de plástico, envejecida y disuelta, como si las capas de piel
empezaran a derretirse. Nada quedaba de esa chica dorada, con la que soñaste durante
tantas noches, nada que no fuese un profundo estado de melancolía. Quizás fue la
seguidilla de bostezos, tus bostezos, lo que impulsó a que Mariana dijese: bueno, chicos, es
hora de irnos, voy a pedir un taxi. El Rafael pareció recobrar el ánimo y sugirió que
pidiesen algo más al bar del hotel, pero inmediatamente se frenó al mirar que Mariana le
daba la dirección del hotel al locutor de la compañía de taxis. Unos minutos después se
fueron. No hubo abrazos prolongados, ni lágrimas, promesas o consejos finales. Solo un
beso ligero, apenas los labios de ella que rozan tu mejilla: una ligera humedad en la piel y el
aliento a cigarrillos y alcohol. Entonces, como ahora, sabes que ese tiempo fue el tiempo
que vivió otro hombre y que, a pesar de todo, darías lo que sea por descubrir ese aleteo
animal anidado en los ojos de ella. Mariana, te dices, Mariana le dices a la enferma, y cierras
los ojos cuando apaga la luz.
No hablarás de la Amarilla.
No podrás resumir la vida de la Amarilla, no su vida real, la suma de las mínimas
partículas que conforman un mundo, porque en ella, con ella, pareció inaugurarse el relato
como la única forma idónea de dar cuenta del otro. Todos sabíamos más o menos de lo
que se trataba: nieta de una familia aristocrática venida a vemos. Era imposible que no
fuera así. Nadie habría aceptado que descendía de cualquier familia de mestizos de la Sierra
ecuatoriana, no, así no se construyen los mitos. Tenía que provenir del seno de una familia
quiteña con ancestros importantes, próceres de la Independencia, criollos intelectuales de
carácter progresista, o incluso de la estirpe camuflada de algún obispo. A ese elemento
había necesariamente que sumarle el signo del desprestigio social: una aristocracia venida a
menos suena a catástrofe familiar, un quiebre en la línea de continuidad de un linaje
privilegiado, y dota a la familia y sus descendientes de una melancólica resignación. El
abuelo de La Amarilla, no contábamos, decíamos, era un anciano furioso, encerrado en una
vieja mansión de La Mariscal: apostado junto a una ventana oscura, con algunos rayos de
luz de luna filtrándose entre las tejas corroídas, esperaba que algún intruso decidiese saltar
los muros de su propiedad para recibirlo con las descargas de su vieja escopeta Mondial. A
sus pies deberían estar dos perros ancianos –los nietos de los hermosos pastores alemanes
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que lo acompañaban en su juventud a recorrer los campos de girasoles– amodorrados en
un letargo de muerte. Desde afuera, al otro lado de la calle, era posible intuir que esa
mancha oscura, esa sombra plateada, era el cuerpo de un hombre viejo, inmóvil como las
ramas secas de los eucaliptos que se resistían a morir en el jardín delantero. El viejo se
negaba a abandonar el castillo a pesar de la insistencia de sus hijas –la madre de la Amarilla
y de sus hermanas– y de los nietos y de los sobrinos que también opinaban y de las nueras
y de los conocidos de la familia. Todavía era posible recibir buen dinero con la venta del
terreno, pues el castillo –era, en realidad, una casa de dos plantas apenas visible detrás de
los troncos y ramas secas que conformaban el antes esplendoroso jardín– no serviría más
que para albergar a los mendigos que se adueñaban de la zona. Poco se sabía de la abuela, o
no decía mucho, quizás porque la sangre judía todavía era repudiada en las santas familias
quiteñas. Pero podemos atribuirle un signo de heroísmo: la volvemos una sobreviviente del
Holocausto, la hacemos escapar de Berlín o Leipzig (así se vuelve más verosímil que La
Amarilla se haya enamorado de Hans, el apuesto alemán redimido, y que terminasen
viviendo, precisamente, en la tierra de la abuela) y llegar a América, a Quito. Incluso
podemos constatar que, como se decía, la abuela era una cazadora de nazis, y que durante
años se dedicó a rastrear a uno de los miembros del Tercer Reich desplazándose por el
Ecuador, pero sin lograr su objetivo, hasta que, en una reunión social en el Hotel Quito,
conoció al que sería su marido. Hasta ahí. Y luego la descendencia. Los padres de la
Amarilla son más convencionales: la madre, una señora bien, de hermosa cabellera roja,
dedicada a sus hijos, y el padre, un artista frustrado. Pintor de poca monta y alcohólico
gozador, durante la juventud se destacó por una férrea voluntad de tostarse la cabeza a base
de un metódico consumo de marihuana, coca y bazuco. La Amarilla es el resultado de esas
fuerzas de la naturaleza social. Estudió literatura en una universidad privada donde fue,
desde el principio, la siempre adolescente femme fatale, quizás la última de una especie en
extinción. Poco a poco se ganó la corte de los estudiantes –algunos aspirantes a escritores,
filósofos y cocineros– que la llevaron a los altares de la simplona farándula cultural de la
ciudad. No de un día para otro, sino a través de los años, fue convirtiéndose en la reina, la
reina de los pobres diablos. Yo la conocía de lejos. Su porte altivo, la inteligencia que se
reflejaba en los primeros ensayos publicados y una fecunda sensualidad expansiva. Andaba
del brazo de un árabe, un espigado estudiante de derecho y aspirante a escritor que luego
terminaría montando un restaurante. Amor de universidad que no prosperó. Luego, uno
tras otro, aparecieron los enloquecidos enamorados que se encargaban de ratificar la
imagen de mujer insaciable, manipuladoramente maternal, asesina de jóvenes imberbes,
sofisticada amante de hombres acaudalados. Y, al mismo tiempo, la lectora de los más
exquisitos libros del mundo, la escritora de intrincadas reflexiones posmodernas, la poeta
surrealista. Durante el tiempo que fuimos amigos, quizás porque entonces a mí se me
atribuía un enclosetado eros caníbal, nos acercamos sin mayores poses. Ni suyas ni mías.
Un tiempo delicioso. Ella había terminado la relación con el árabe y todavía no estaba a la
vista su viaje a Alemania.
Estabas enamorado de ella, no digas que no, me dijo Adriana.
Y yo me negué rotundamente. No porque no fuese cierto, no del todo, sino porque
odiaba la idea de convertirme en otro de sus pobres diablos. Había decido que sería el
encargado de escribir una semblanza del personaje, un cuento en el mejor de los casos. La
reina de los pobres diablos, se llamaría. En mi calidad de escritor estaría curado, me dije a
mí mismo. Y luego se lo dije también a La Amarilla.
¿Tú eres, cariño, uno de esos pobres diablos?, me preguntó ella.
¿Yo? Ni cagando. Yo soy el narrador.
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Era como el rumor del mar de Tonsupa (el rumor del agua que descansa sobre la
playa, mientras Ofelia duerme: es un sueño aletargado al que le asaltan pesadillas o
insectos), o como el sonido de un motor clásico: un Ford Mercury del 68 deslizándose por
el asfalto de la ruta 66 cerca de Texas, o como el ronquito asmático de una mujer
fumadora. Después, un latido de millones de partículas de luz y luego el estallido. La placa
doble en la que está el mundo en blanco y negro. Una escena que reproduce el nacimiento
del mundo en tonos grises. Y adentro, el frenesí: tres bloques de escenas –el paraíso, el
jardín y el infierno– que parecen desplazarse desde el centro de todo: el pecado, o las
formas en que el deseo que encarna, se traviste y se reproduce a sí mismo como un animal
de apetito insaciable. La niña camina y salta y sonríe mientras esquiva los cientos de pájaros
que flotan, con los ojitos vidriosos, sobre los campos iluminados. La niña se esconde detrás
del árbol-humano como si, al otro lado, en el trasfondo de la escena, la estuviese
contemplando un testigo silencioso, un voyerista, el observador. Ella parece saberlo porque
se parapeta detrás del árbol, un segundo dos años tres siglos, y de rato en rato se inclina
para descubrir al observador. Tiene una risa pícara, las pestañas postizas y el labial corrido.
La niña quiere que el observador no se fije en las medias rotas, ni en los zapatos bicolores –
blanco y azul– con los que asiste al colegio: no quiere que descubra las puntas desgastadas y
las suelas lisas. Hace un segundo ha corrido de un extremo al otro del paraíso hasta los
límites donde se inicia el jardín, pero se ha detenido bruscamente, como si una voz mayor –
el trueno que emerge en la conciencia– le hubiese prohibido continuar. Basta de juegos por
hoy, mi niña, le habría dicho con esa voz que es la voz de todos. La niña se acuesta sobre
los campos verdes, entre las flores carnívoras, cerca de una fuente donde danzan, en un
baile congelado, animales fantásticos: mitad pez, mitad nube.
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en el centro de ese fragmento de cielo que se encuadraba en el ventanal de la cafetería– el
sol estuviese pugnando por salir. Era una batalla perdida. Durante los últimos meses Quito
padecía de un invierno nunca visto, con días oscuros y helados, tormentas eléctricas e
interminables horas de lluvia. Adriana había pedido un café americano y una torta tres
leches, y yo un expreso doble. El tumor empezó a enceguecer a mamá, dijo Adriana. Ya
antes padecía otros síntomas: mareos, náuseas, insomnio, pero pensábamos que se trataba
de algo más manejable como colesterol alto, o cosas así. Cuando se hizo la tomografía casi
nos morimos todos: el médico nos dijo que el tumor era gigante y que era casi un milagro
que mamá siguiese viva.
Casi un milagro… los médicos y sus sentencias, son sensacionalistas como
periodistas de crónica roja, dije.
Entonces era imposible postergar la operación, pero mamá se opuso. Dijo que no
quería verse atravesada por cables, drogada, sin capacidad de mantenerse lúcida. Además,
insistió, que sería tan alto el costo, que todo el patrimonio familiar se pondría en riesgo. Al
principio, insistimos en que la operación era un hecho, pero los días siguientes, ante la
negativa rotunda de mamá, empezamos a ceder. Es dueña de su vida, decíamos, así que
debemos respetar su voluntad. Pero una mañana mientras desayunábamos nos dijo que
estaba de acuerdo en operarse, que había hablado con papá y que habían encontrado una
forma de financiar la operación. No preguntamos cuál era. Mis hermanos y yo dejamos
todo en manos de ellos. Eso sí, dijo mamá, si me muero quiero que donen todos mis
órganos a los estudiantes de medicina. Pero con todas las medicinas que ha tomado, no le
aceptan ni de broma: sus órganos deben estar hecho pomada, mamá, dijo mi hermano, y
todos nos miramos durante un segundo. Mamá rio como siempre lo hacía con los
comentarios de mi hermano, y todos también reímos. Un mes después mamá murió, o sea
fue declarada muerta, puesto que estuvo dos semanas viva gracias a los aparatos que le
conectaron. Era como un ciborg, mitad humana, mitad máquina. La vimos estática y lívida
en la cama, con el respirador artificial que le ayudaba a no dejar el mundo. Y una
madrugada, como siempre ocurren las tragedias, papá nos despertó y nos comunicó, con
una aplastante serenidad, que debíamos vestirnos de negro: su madre nos dejó, dijo. En
contra de lo que mamá hubiese deseado, papá decidió que debía enterrarse en el mismo
cementerio donde estaban sus padres y donde, nos insistió, debería estar él cuando muriese.
Tuvimos que vender el auto de la familia y pedir un préstamo al banco para pagar la deuda
con el hospital. De eso hace tantos años. No sé ni importa precisar la fecha. La muerte
nunca se va. Una noche soñé con mamá: reía con esa capacidad tan expansiva que tenía.
Eran carcajadas estruendosas, animales, como si esa fuese su única misión en la vida. En el
sueño reía, nos miraba y volvía a reír.
La neblina había empezado a devorar el contorno de los edificios. Las ramas de los
árboles se mecían entre el manto de la neblina. Parecían fragmentos de gigantes y deformes
cuerpos humanos. Algunas personas caminaban encogidas y silenciosas, protegiéndose de
la llovizna con paraguas y abrigos negros. Tomé la mano de Adriana y la besé, como hacía
siempre. Ella me miró y sonrió. Durante ese segundo, creí mirar a su madre sonreír
también, como si fuese Adriana, como si debajo de la piel estuviese todavía latiendo.
Fue un tiempo breve, como breve es el recuerdo de una imagen dispersa. Los
primeros años, que ahora parecen segundos, nos juntábamos a jugar fútbol como un
pretexto para inventar una idea de felicidad. Simular que el estado de fugaz regocijo
alcohólico era la única misión en la vida. El Águila, el Toro, y las Magdalenas, Octavio
también. Cerveza, vino, ron, en ese orden y con frecuencia profesional. Tuvimos algunas
campañas bastante exitosas. Incluso llegamos a quedar vice campeones de uno de los
torneos de docentes que se realizaban semestralmente. En la final no pudimos lidiar con el
juego eficiente de la Facultad de Filosofía. Perdimos 4-2. Nos superaban en calidad y en
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número: en la banca de suplentes estaban listos diez reemplazos, dispuestos a jugarse la
vida. Nosotros completábamos el equipo casi siempre en los primeros minutos del partido.
En varias ocasiones empezamos con uno o dos jugadores menos. Otros días, eran
evidentes los estragos alcohólicos que hacían mella en los sacrificados futbolistas. Sin
embargo, siempre terminábamos en algún restaurante, celebrando las incidencias del juego,
y bebiendo cerveza como si fuese nuestro último día en el mundo. En ese tiempo el sol
caía sobre la ciudad como un chorro de aceite. En el cielo se dibujaban algunas nubes
erráticas: eran escamas blancas que salpicaban la tela azul. Algunos creíamos que entonces,
atrapados entre los gases tóxicos del verano, empezábamos a contemplar el cambio
climático cuyo único final posible sería la extinción de la vida sobre la faz de la tierra. Lejos
estábamos de imaginar lo que al mundo le sucedería pocos años después. Todavía no había
llegado Susanita Borja a nuestras vidas, aunque en realidad nunca llegó del todo, siempre se
mantuvo en los límites de la amistad, como si algo en ella, como un feto, se negara a nacer.
Sin embargo, a pesar de esa distancia, compartió algunas jornadas pos partidos, siempre
con un cigarrillo en los labios, y la furia al borde del estallido. Había algo en ella que le
impedía intimar. Los abrigos de paño, las bufandas de mil colores, los collares y pulseras, y
las botas de cuero cuarteado nos parecían, a veces, signos de una forma de vida anticuada
que se resistía a morir. Todos nos inventamos, decía Octavio, y Susanita lo miraba con ojos
extraviados. Ojos de gato, decía la Magdalena, tiene ojos de gato, pero no por ese pálido
verde que parece desvanecerse, sino porque parecen vaciados; me intimidan. Los gatos son
como filósofos, decía el Toro a pesar de que, para él, el único animal con el que un hombre
podía convivir era el perro. El Águila decía, no, el único animal con el que un hombre
puede vivir es la mujer, y se reía. Ojos de gato, los de Susanita, se escondían entre las capas
de maquillaje, rímel y hermosas pestañas postizas. Había algo de travesti en su utilería.
Cuando le conté a Adriana me dijo que era yo quien veía travestis por todos lados. Mejor
vuélvete drag queen, me dijo. Capaz que lo hago, verás, le dije, y durante los días siguientes
de tanto en tanto me asaltaba una escena recurrente: me veía vestida con un traje rojo, de
bailarina española, maquillada con una base blanca, casi de geisha, tacones negros de punta,
medias tipo malla, danzando al son del taconeo flamenco, mientras un grupo de hombres
borrachos me aplaude. No le dije a Adriana sobre estas imágenes que me embestían por
sorpresa, no era capaz, a pesar de habernos prometido siempre que nos contaríamos todo.
Solo nos faltó, en los primeros años de amistad, consagrar esa decisión con un pacto de
sangre. No, para qué le iba a confesar esos ridículos sueños. Y le contaba otra vez sobre
Susanita y sus glamurosas pelucas rubias, o sobre la obsesión que tenía con cubrir una
herida que tenía entre las cejas. Fue un accidente de auto, me contó alguna vez. Y me dijo,
además, que había tenido que hacerse un injerto de piel. Tomaron un pedazo de espalda
para reconstruirme esa zona de la cara, porque, cuando chocamos con mi esposo, algunos
cristales del parabrisas se me clavaron. Casi me quedo ciega. Es que en esos tiempos los
autos eran una mierda y los parabrisas peores. Pensé que, quizás, me contaría que en ese
accidente había muerto su hija. Se tejían tantas historias sobre ese suceso nebuloso de la
vida, que sería bueno aclararlo de una buena vez, pero Susanita terminó la historia
preguntándome si se notaba tan fea la cicatriz. Bernando, ¿verdad que soy medio
monstruosa? No, para nada, estás más bella que nunca. Eres un mentiroso. Un grupo,
Adriana, está conformado por la suma de individualidades, pero ahora que lo evoco todos
conforman un solo cuerpo, como si fuesen las extremidades deformes de un cuerpo
monstruoso: manos, pies, ojos, lenguas. La risa es la suma de todas las voces y los ecos, y
las palabras –miles de palabras pronunciadas como olas del mismo mar, estrellas
pirotécnicas que estallan en medio de la noche– son todas, una y otra. Solo recuerdo el
llanto de Octavio, un quejido antiguo que se apropia del ambiente, y el consuelo que le
propicia alguna de las Marías, como si fuese madre, amante y hermana, tomándole de la
mano, mientras el poeta desfallece, atravesado el corazón por miles de puñales, los ojos
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hundidos, las manos mestizas, de cadavéricos dedos, que se entrelazan con aquellos de la
Magdalena. Poco a poco, se juntan, se abrazan. El poeta deposita su humanidad entre los
generosos senos de ella. Se besan, como fantasmas, mientras la noche envuelve la estancia.
Los otros son otra vez uno: un cuerpo que se expande en movimientos de carne, gemidos y
risitas inocentes. Así debió empezar a degenerarse el mundo. Es un cuadro rojo dominado
por las formas del cuerpo caníbal. Un cuerpo que se come a sí mismo en cada dentellada.
No hay final, siempre un comienzo. Así debió desvanecerse el color para dar forma al
manto de tonos grises. Cuerpo de cuerpos en los que nada queda, solo un lento bamboleo
de carne que recuerda al vuelo nocturno de una luciérnaga, mientras afuera, desde la calle,
puede mirarse un estallido de fuego que se ciñe a la ventana como un molusco.
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despejados, con vahos de calor que parecían emanar del centro mismo de la tierra. No
había rastro de lluvia. El sol gobernaba nuestras vidas.
Estaba por llamarte, me dijo, creo que estamos enamorados, Bernando.
Franki solía tener esas salidas afectuosas, en el límite mismo de la declaración
homo, pero lo hacía como una forma de quebrar las formas convencionales del trato. De
hecho, aunque se vestía con trajes estrafalarios, pañuelos de seda anudados al cuello y
zapatos de gamuza sin medias, nadie había podido comprobar realmente si era gay o no. Se
le conocían un sin fin de aventuras extra maritales que parecían confirmar su varonil
aunque ambigua condición. Alguna vez me contó Tolu la siguiente escena: borrachera
habitual en su estudio. Dos personajes secundarios: una chica anónima –digamos que se
llama Justine: una sensual y diminuta comunista, algo redonda y con una inquisitiva mirada
achinada–, y otro pintor amigo de Tolu –digamos que le decían El Pirata, alto y famélico,
escondido debajo de un abrigo de cuerpo negro–. Los dos habían llegado un poco antes
que Franki. Tras una botella de wiski, la charla había derivado hacia los pantanosos
terrenos del erotismo difuminado. Franki había rechazado la posibilidad carnal de ser gay,
aunque repetía una y otra vez que era un ser sin complejos, que grandes escritores del
mundo habían practicado las artes anales, que el travestismo era una forma cruda de
mostrar quien de verdad era. Justine, me dijo Tolu, ante las recurrentes insinuaciones, le
había preguntado directamente: ¿y por qué no eres meco y punto? Durante unos segundos,
el Pirata miró, con el ojo cristalizado por el humo, la reacción de Franki. Durante esos
segundos de dramatismo, Tolu me dijo, Franki apretó los labios, como un actor
melodramático, tragó saliva y dijo: Porque me duele la verga en el culo, mientras una
lágrima de rímel descendía por el pómulo derecho. Así es como lo recuerda Tolu, o como
quiere recordar esa escena. Ahí está la diferencia, ¿o no?, me dijo Tolu, eso es lo que hace
particular al acto gay: ese dolor anal, ¿o yo estoy mal?
Ja, respondí. Enamorados, dices…
Bernando, la Amarilla llega esta noche, dijo Franki. Mañana vamos a almorzar.
Luego podemos juntarnos los tres, para tomar una copa, ¿qué dices?
Hecho, me llamas.
No me llamó sino dos días después. Estaba saliendo de la universidad con Miguel.
Debe haber sido en el segundo año de las clases presenciales, que ocupaban los meses de
julio, agosto y septiembre. Miguel todavía estaba casado con Claudia, o se lo había
propuesto en esos días. Recuerdo la mayoría de los hechos con nitidez, aunque no puedo
precisar ese dato. Es como si el amor de Miguel con Claudia –entonces no era Ofelia, y no
tenía sus manos entrelazados con las mías, mientras flotábamos en las aguas termales–
fuese una mancha, una zona oscura. Pero recuerdo con claridad que Miguel estaba
conmigo mientras recibí la llamada de Franki. Quedamos en que nos juntaríamos por la
noche en su casa. Le pregunté si podía llevar a un amigo colombiano y me respondió que
claro, sin ningún problema. Debí recoger a Miguel a las ocho de la noche. Es probable que
estuviese esperándome en la recepción de la residencia universitaria, vestiría un jean
desgastado, zapatos deportivos y una chompa sin gracia. Era como si él, y los otros
estudiantes del doctorado, se esmerasen por parecer mendigos académicos. No había el
mínimo rastro de singularidad, peor aún de distinción. Somos estudiantes del tercer
mundo, parecían gritar. Recorrimos los kilómetros que separaban la universidad –se
levantaba en un barrio tradicional, aunque venido a menos– y el Quito tenis donde vivía
Franki con su esposa y sus hijos. Soy un hombre estudiado, me había dicho alguna vez
cuando le dije que había un gesto arribista en el barrio que había decidido para comprar su
casa. Claro que sí, corroboró, soy un hombre estudiado. Sé claramente dónde debía
comprar mi casa: en un barrio que diga: oye, ese tipo está triunfando. Entonces entendí que
la palabra estudiado remitía a una forma de construcción. Soy un hombre construido, debía
haber dicho. Era una pose, una máscara. Franki tenía absoluta conciencia de ese hecho, y
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prefería reírse de sí mismo. Durante el trayecto, debimos haber escuchado salsa o
merengue o cumbia. A Miguel le encantaban los ritmos de su tierra. Al ingresar a la sala de
la casa de Franki, vemos las volutas de humo que se expanden en la estancia. Es un golpe
de humo. Parece un sauna. Franki ha puesto música a todo volumen, Michael Jackson o
Madonna. La Amarilla viste un buzo negro de tortuga. El rostro blanco sobre el que
refulgen los labios rojos. Me parecían entonces, como ahora –a pesar de imaginar cómo
esos labios se desintegran ante las insaciables fauces de los gusanos– flores carnívoras,
labios-flores de carne y fuego. Franki y la Amarilla están alegres. Sobre la mesa de centro se
ven dos botellas de vino y un cenicero repleto de colillas. Franki viste un impecable traje
color salmón. Los dos lucen como una pareja de farándula. Se han disuelto las diferencias,
ha triunfado la lucha de clases, le digo al oído y Miguel contiene la risa. No quiere seguirme
la corriente. En poco tiempo estamos todos entonados. Miguel y yo nos hemos igualado
con rapidez, bebiendo vodka con hielo, mientras Franki y La Amarilla han recuperado la
estabilidad luego de un viaje al baño. Los imagino esnifando dos rayas de cocaína, y odio el
falso pudor que les ha llevado a excusarse durante unos minutos. Seguramente se están
besando, los putos, le digo a Miguel. Rico, dice Miguel y sonríe. Por un segundo creo
descubrir en su mirada el filo de un cuchillo. Quizás piensa que todo terminará en una
orgía. Pondrá sus manos sobre los senos blancos de La Amarilla y dejará que Franki le bese
la nunca. Sobre mi cadáver, pienso, y desvío la mirada. No pienso en Claudia, no digo
pobre Claudia se va a casar con un sátiro. Brindamos con un estruendoso golpe de los
vasos, y, como si fuese una señal de un acto de magia, aparecen La Amarilla y Franki.
Lucen impecables, sonrosados; las pupilas dilatadas. En poco tiempo estamos jugando
karaoke. Es un juego que inventamos junto con Franki, su esposa y la mía, mi ex, hace
unos meses, unos años, un siglo. El tiempo no importa. Solo la mirada de La Amarilla, y
sus zapatos de charol rojo que me golpean con insistente suavidad en la canilla. El juego es
muy simple: cada uno escoge una canción y canta, luego el otro, luego la otra. La gracia
radica en que cada participante puede sorprender a los otros con imprevistos giros
musicales. Es posible pasar de Escalona a J.J, de Kiss a Dire Straits; de la banda sonora de
Footlouse a los acordes de Carmina Burana. Y todo acompañado del insistente consumo
de alcohol, cigarrillos, y una cascada incontrolable de risas. No recuerdo en qué momento
le digo a La Amarilla que es una calienta-huevos. Eres tan predecible, le insisto, que solo
debes sorprender a los ilusos. Franki la trata con gestos de anticuada caballerosidad, como
si fuese una dama de un tiempo muerto y él, el último caballero de un Quito colonial.
Miguel se ha mantenido al margen, como el testigo privilegiado que mira los toros desde el
burladero, sin otro objetivo que saborear los olores de la sangre del animal y el sudor
exacerbado del torero. Le digo que es una calienta-huevos, una chica bien, caprichosa, la
última representante de la burguesía quiteña. Ahora gobernarán los nuevos ricos, digo, y
miro los ojos achispados de Franki: quiere estrellarme el cráneo contra la pared roja de su
casa, la limpia pared sobre la que anhela una réplica de Endara Crow, pero prefiere reír,
simular, como siempre, que es desenfadado, que todo le da igual. Miguel ríe de verdad: es la
risa de un animal suspicaz. Parece inocente, pero sabe bien cómo funciona el mundo. Es
una ficha, me dijo Tolu cuando lo conoció una noche en su estudio, no tiene un pelo de
tonto. Durante esos minutos, los emails que nos hemos cruzado con La Amarilla en los
últimos meses adquieren su dimensión real: siempre fueron juegos inofensivos, pirotecnias
de una mujer calculadora. Ahora que recuerdo esa sensación, las palabras de La Amarilla no
tenían por qué ser otra cosa, nunca habíamos sido amigos de verdad, a pesar de que, en un
tiempo que parece un sueño, un espacio fantasmal, las emociones pudieron confundirse.
Adriana pareció tener razón, como siempre. Era yo el que había creado una ilusión, un
artificio al que creí dotarlo de sentimientos reales. Tienes razón, Adriana, siempre tuviste
razón. La Amarilla parece desconcertada ante mi arremetida, pero disimula con risas y
canta y fuma y vuelve a sonreír, y yo veo sus labios que parecen el infierno, el cielo, el
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jardín. Antes de las doce, La Amarilla dice que debe irse. No hay que romper el encanto,
dice, y parece una princesa. Franki tiene los dientes teñidos de los afrutados taninos del
Merlot. Miguel me dice, vamos a dejarla, ¿no? Asiento. Si tú quieres, claro, le digo a La
Amarilla. Sí, vamos, me dice, y se levanta. Una breve ola de perfume parece desprenderse
de su cuello. Le da un beso sonoro a Franki en la mejilla. Cabrones, me dejan, dice Franki,
y sonríe. Los ojos desorbitados, las palabras susurrantes. Un auto rojo, dice La Amarilla,
subrayando la sorpresa que le produce el color, está lindo. La celebración de mi vida,
pienso, y recuerdo a mi ex mujer. Yo quería que fuese negro, pero ella –siempre el estallido
de emociones, la festividad natural, los aires de princesa– insistió que debía ser rojo. Y así
fue. La Amarilla se acomoda en el asiento del copiloto, mientras Miguel se arrellana en el
asiento trasero. Parece dormir abrazándose a sí mismo, como un gato que se enrosca
procurando conservar el calor. En pocos minutos empezamos a bajar hacia Guápulo. La
neblina asciende por las calles empedradas. Apenas se divisan los contornos de las puertas
y las ventanas. Las luces de los postes parecen grumos aceitosos sobre la mancha pálida de
la neblina. Casi no hemos cruzado palabras durante el trayecto. Solo los acordes de un fado
rompen el silencio. ¿En serio me vas a dejar primero a mí?, pregunta La Amarilla. Miro por
el retrovisor y me encuentro con los ojos de Miguel. Son como dos diminutos rayos láser.
Claro, primero a ti, respondo. Unos minutos después llegamos. La casa de La Amarilla se
encuentra a un lado del camino de Orellana, la senda que honra la aventura emprendida
siglos atrás por Sebastián de Benalcázar en su afán de llegar al país de la canela. Varias casas
contiguas en perfecta armonía. Se nota el buen gusto. Chao, chicos, dice al bajarse del auto,
y nos manda dos besos volados. Camino a la residencia universitaria, Miguel me pregunta:
¿Por qué no me dejaste a mí primero, compadre, no ves que ella está caliente contigo? Tres
días después estamos sentados en Tiempos modernos, un bar de la avenida González
Suárez. Hemos venido luego de la presentación de un libro. En la mesa están La Amarilla,
Franki, el gordo Kléver –un amigo de La Amarilla que tiene una librería en La Mariscal–, y
dos o tres personas que apenas recuerdo. Uno de ellos permanece callado. Miro su rostro:
la barba candado que perfila todavía más su rostro esquelético, dos gruesos lentes de miope
y las entradas pronunciadas que exponen el cráneo ligeramente aceitoso. Recuerdo su
silencioso estado de contemplación, como un asesino, un flaco asesino, que observa a la
futura víctima. Tiempo después Tolu me contará sobre ese sujeto: estaba perdidamente
enamorado de La Amarilla; estuvo a punto de suicidarse. Dos o tres horas antes,
tomábamos unas cervezas cerca de la Casa de la Magnolia donde se presentaría el libro. No
recuerdo el autor, tampoco su libro. Hay algo cierto: estamos bebiendo varias personas –
ahora parecen vagas siluetas, los extras de una película antigua–, uno de ellos es el gordo
Kléver, quizás también está el flaco asesino, y Soto, seguramente Soto sí está, es uno de los
empleados de la librería del gordo. Dos, tres personas más. Y, por supuesto, Franki: terno
gris, zapatos de gamuza azul y corbata verde. Unos días atrás yo había recibido una noticia
sorpresiva. Siempre tuve afanes de escritor, pero dado que todavía conservaba algo de
pudor nunca mostré a nadie, con excepción de Adriana, el resultado de esas aventuras
descaradas. No obstante, envié un cuento a una revista digital de Barcelona, y dos semanas
después me comunicaron que estarían encantados de publicarlo en la siguiente edición. Era
una historia cuya única gracia era el personaje: un regordete y paticorto vendedor de libros,
atrapado en su aburrida vida cotidiana, que enfrentaba con aparente desidia sus cincuenta
años. La única fuente de inspiración vital era el deseo que le profesaba, secretamente, a un
gato. Para los editores de la revista había una pulsión erótica en la velada relación que
dotaba al cuento, así decían, de una deliciosa intriga. No me creí nada, pero estuve
contento con la noticia. La noche de la presentación del libro, minutos antes de entrar a la
Casa de la Magnolia, le dije a Kléver: amigo, sé que han publicado un cuento en su honor,
no se irá a enojar. El gordo apenas sonrió, pero pareció disfrutar de la noticia. Eso fue
todo. Horas más tarde estamos en el bar Tiempos Modernos. Salgo a fumar. La noche
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debe ser tibia. Hemos tenido unos días calurosos. Por la noche todavía es posible sentir los
remansos de ese calor desértico. Es una avenida con varios locales nocturnos. Así que
deben estar unas cuantas personas apoyadas sobre los autos, fumando y bebiendo. Exhalo
la primera bocanada de humo cuando veo llegar a Kléver: hay un atisbo de furia que se
encandila en su mirada, pero atribuyo al efecto alcohólico. Oye, Bernando, me dice,
respétame, y me lanza un golpe sobre el pecho. Parece uno de esos gestos masculinos que
confirman la complicidad, pero hay algo que desvirtúa esa apreciación: es el fuego atenuado
que destilan sus ojos, o quizás el tono de sus palabras, o quizás la posición de las piernas,
una delante de la otra, como si el cuerpo se dispusiese a un enfrentamiento. ¿Qué?, le digo,
todavía con la incredulidad que me produce su frase. Qué me respetes, te digo, me dice, y
me lanza otro golpe al pecho, con más fuerza. Entonces se quiebra el estupor. Reacciono.
Pongo mi pie derecho detrás de los suyos, y le empujo con fuerza. Es una caída inmediata.
Se descompone como un muñeco de fin de año. Vuelan los lentes. Algunas personas
regresan a mirarnos. Yo sigo de pie. Todavía puedo dar una última calada al cigarrillo antes
de lanzarlo. Kléver se levanta como un acto reflejo. Está aturdido. No ve nada. Pregunta
por sus lentes, mientras quiere acomodarse la camisa, la chaqueta. Ha perdido toda
dignidad. Solo le resta buscar sus lentes, como si fuese un minusválido que oculta su
vergüenza fingiendo que nada ha sucedido, nada que no fuese el extravío de sus lentes.
Vuelve al piso: parece un niño gordo que reza arrodillado, con las dos manitos juntas.
Entonces aparece la Amarilla junto a Franki. Trae un cigarrillo entre los dedos. Viste de
negro. Zapatillas blancas de taco. Su piel se confunde con la piel de cuero. Una bufanda le
ciñe el cuello, como una serpiente albina. A pesar de haber compartido con ella las últimas
horas, solo entonces me percato de su vestido, como si fuese una actriz que acaba de salir a
escena. No logra descifrar qué ha pasado. Solo mira a Kléver en el suelo, en cuatro,
buscando algo. Después le contaré lo sucedido, mientras bebo un vodka en mi
departamento. No bebas más, Bernando, me dirá, al tiempo que se recuesta sobre mi sofá
de cuero. Tomo sus pies, le quito las zapatillas. Pero ahora enciende el cigarrillo, el guardia
del bar se acerca y me pregunta si soy luchador de artes marciales, Kléver encuentra sus
lentes, los cristales están quebrados, la Amarilla le pregunta si está bien, el guardia me
brinda un cigarrillo, Franki me pregunta si me encuentro bien, le digo que sí, aunque todo
mi cuerpo tiembla, no lo puedo evitar, las pocas personas que miran el desenlace de la
escena regresan a lo suyo, la música vuelve a escucharse –durante unos segundos el mundo
parece haberse detenido, solo Kléver y yo, el golpe, mi empujón, el cuerpo que cae lenta,
irremediablemente; ahora la realidad retoma su ritmo–, Kléver regresa al bar, la Amarilla
me dice que subamos, le contesto que ese gordo de mierda se buscó lo suyo y le digo que
me voy, unos segundos después estoy en mi auto, le envío un mensaje a su celular:
vámonos, le escribo, he puesto la música del auto a todo volumen, ¿y Franki?, me responde
la Amarilla, que se quede, le respondo, durante unos segundos creo que soy poderoso, el
rey del mundo, pero la adrenalina empieza a descender, me da pena por él, me escribe la
Amarilla, te espero dos minutos más, tú decides, le respondo, mi cuerpo ha dejado de
temblar, tomo un poco de agua, pasan dos minutos, enciendo el auto, la respiración y el
ritmo cardiaco se han regulado, estoy por poner la marcha en primero, y miro por el
retrovisor. Entonces la veo, la Amarilla camina hacia mí. Y creo que la felicidad existe.
Media hora después estamos en mi departamento. Le acaricio los pies, están fríos. Ya no
tomes más, Bernando, me dice. Me llevo uno de sus pies a los labios. Hay un olor amargo
que exuda su piel. Estoy a punto de contener el beso, pero prefiero soportar ese segundo
de amargo olor lácteo. Antes de que las primeras luces del día empiezan a subir por el
Oriente, la dejo en su casa. Nos besamos como dos enamorados adolescentes. De regreso a
mi departamento, pienso que Franki –mientras llevaba a la Amarilla a mi casa, le escribió
varios mensajes, la llamó insistentemente, pero le dije que no contestara y ella, como solo
lo hizo esa noche, me obedeció– me odia, me digo, pero es la ley de la vida. Pienso en
83
Kléver, la escena se repite en mi cabeza, vuelvo a acariciar la piel de la Amarilla: no me des
nalgadas, me dijo, porque mi piel es muy delicada, otra vez sus besos prolongados, su ritmo
sostenido, sus ojos donde cabía el mundo, eres como una pajarita le digo, y ella me besa,
que ridículamente cursi, me digo, cuando estoy ya entre las sábanas. Y vuelvo a creer que la
felicidad existe. A la mañana siguiente, despierto con un cúmulo de dolores que me
atraviesan el cuerpo. Creo que solo cuando hacía andinismo, en la adolescencia, mi cuerpo,
al siguiente día del ascenso a una montaña, se expresaba de esa manera. Un laberinto de
imágenes se forma en el cerebro: son como insectos desesperados: un enjambre de abejas
asesinas, un ejército bíblico de langostas. Debo ir al doctorado, así que me ducho, apenas
puedo provocar un bocado de café. En la pausa de la media mañana le cuento a Miguel la
pelea con Kléver. No le da mayor importancia. Es la ventaja de ser extranjero, pienso, un
chisme no repercute en la vida. Para nosotros constituye el motor mismo de la existencia.
El evento con Kléver –mi versión de los hechos, porque estoy seguro que él regará otra
historia: se martirizará, dirá que estaba borracho, que soy un abusivo– pondrá un hito a
nuestra amistad. Las cosas nunca más serán como antes. También le cuento a Miguel que
me he acostado con la Amarilla. Veo como sus ojos se iluminan. La boca empieza a salivar.
Se frota las manos. Cuente los detalles, compadre, me dice y adivino que en su cabeza hay
una decena de imágenes pornos bullendo como cangrejos en una inmensa olla de aluminio.
Te lo dejo a la imaginación, le digo. A la una y un poco más, estoy varado en un semáforo.
No es inusual una cola interminable de autos en el redondel de la Coruña. En los últimos
años, la gente se ha multiplicado de manera animal. Debe ser la única manera de combatir
el aburrimiento, pienso, y también pienso que mi mujer, mi ex mujer, y yo nos ratificamos
en la decisión férrea de negarnos a la procreación. Ella está muy ocupada tratando de
alcanzar el éxito en pocos años. Para mí, la paternidad no pasó de ser un reflejo que se
desvaneció cuando empezaba los treinta. No quiero ser un padre-abuelo, me digo, y piso el
acelerador cuando se pone en verde. He quedado en almorzar con mi madre, como casi
todos los días: es la hora en la que puedo verla, acompañarla, escucharla. Una espesa onda
de calor emerge desde la tierra. Vivimos en el centro del mundo, dicen algunos, como si
eso constituyese una fuente de orgullo. Entonces, recibo una llamada al celular. No
reconozco el número, pero contesto. Es la Amarilla. Bernando, me dice, ¿cómo estás?
Quería invitarte un ceviche, estoy en Cumbayá, ¿vienes? No hay marcha atrás, pensé
entonces y como ahora, sé que hice lo que debía. Ahora, como ayer, veo el cuerpo de la
Amarilla –el contorno de sus caderas sobre las mías, los dedos largos que me acarician el
escroto, las alas que le crecen, diminutas, en los omóplatos– depositado entre las satinadas
telas verdes o negras o moradas, y sé que hice lo correcto. Durante los segundos que
devienen a la pregunta, imagino el futuro: el infierno del amor: la agonía de lo que se ama y
no se posee, el cuerpo habitado por otro cuerpo, la sumisión; veo a mi mujer, mi ex mujer,
cientos de kilómetros más allá perdida en la selva, en su vano afán de salvar el mundo; me
veo a mí mismo veinte o treinta años atrás, sufriendo por el amor de Mariana, en ese
perpetuo estado del amor que me vuelve, nos vuelve, idiotas, zombis, parásitos; veo el
cuerpo abierto, sangrante de aceradas vísceras, de un carnero. No puedo, le respondo,
tengo un compromiso. Ah, bueno, dice la Amarilla, como si nada. Y se despide. En los
siguientes segundos un hondo pesar me domina. He visto tan de cerca el amor que me
duelen los ojos. Hace tantos años –desde esos días en que Mariana era el centro de todas
las emociones humanas, el único presente que podía soportar– no me invadía esa emoción
inclasificable que todos llaman amor, o quizás sea mejor decir, ese estado de súbito
desconcierto, anclado en el cuerpo como un puñal con vida propia, esa emoción
inclasificable a la que llamamos enamoramiento. Pero no hay vuelta atrás. No es posible el
arrepentimiento. Estoy orgulloso de mi entereza. En el futuro, pienso, deberé recordar con
altiva dignidad este acto de templanza. Soy un sobreviviente, me digo en voz alta, como si
mi otro yo, el que sabe que podría desvanecerse de amor, como una estatua de arena,
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necesitase confirmar su decisión. Una hora después de haber almorzado con mi madre –
apenas le he prestado atención, apenas he saboreado la insípida comida, apenas he podido
respirar, como si el aire fuese como una mucosa espesa atorada en mi laringe– estoy
camino a casa. Tengo tanto que leer para la sesión del siguiente día que, de solo pensarlo,
me siento abrumado. El doctorado es una estupidez, me digo, pero sé que he decidido
cursar los estudios para mejor mi condición laboral en la universidad. Es un consuelo. No
me interesa la academia ni sus patéticos maestros, ni sus modelos de análisis, ni ese gesto
de autoridad que les envanece, como si, en efecto, tuviesen la verdad, la única e irrefutable
verdad entre sus manos. Solo me importa la Amarilla. Ese agosto, me parece ahora, fue
como una escena descolocada del movimiento natural de las cosas. Una disonancia, una
heterotopía, un no-lugar, escucho decir al profesor Torres en un lado secreto de mi
cerebro, y me rio de mi estupidez. Qué fácil sería, pienso, implementar un repertorio de
palabras que me hagan parecer inteligente. No. Ese agosto fue uno de esos estados del
tiempo que solo pueden generarse una vez en la vida, como si una fisura en la continuidad
del universo, me hubiese deparado exclusivamente a mí la posibilidad de repensar el
sentido mismo de la vida. ¿Qué habría pasado si…? ¿Cómo hubiese sido el futuro si…?
Recuerdo los cielos despejados. El calor que nos aniquila. Las palabras de la Amarilla son,
fueron, como lanzas, como granadas, como flores de fuego. Por la noche recibo un
mensaje en mi celular. Sabes, empieza, yo también hubiera hecho lo mismo que tú.
Decirme que no, nos vuelve una singularidad. Nos evita el amor. Creo que debo contestarle
vaguedades sobre esa idea del amor. Se han desdibujado mis respuestas, igual que esas
figuras que creemos reconocer en las nubes. Sin embargo, las de ella todavía conservan algo
de su sentido. Las restauro, procurando reestablecer aquello que no termina de desaparecer.
Pasan las horas, debe ser cerca de las once de la noche –luego me enteraré que ha
almorzado con Franki. Le ha llamado inmediatamente después de que yo dijera que no a su
invitación para comer un ceviche–, me dice: Bernando, estoy paseando con Franki. ¿No te
parece que nos vemos bien juntos? No le contesto. Un signo evidente de que he hecho lo
correcto, es la ausencia de celos. He bordeado del amor, como se bordea al abismo más
temible. A las tres de la mañana suena otra vez el celular. Aunque estaba dormido despierto
a la segunda vibración. Mi sueño siempre ha sido excesivamente ligero. Sabes, empieza,
eres un patán. Yo soy una princesa, y tú un patán, tu comportamiento, las cosas que me has
dicho, y tu desplante, solo comprueba que eres el hombre más ordinario de todos los que
he conocido sobre la faz de la Tierra. El siguiente día parece no existir. He querido
reconstruirlo, pero ha sido una empresa fallida. Seguramente siguieron las clases del
doctorado. Conversé con Miguel. Almorcé con mi madre. Casi no hay registros que den
cuenta de cómo transcurrió la jornada. Tampoco debió llover. Estoy seguro de no haber
hablado con Franki desde la noche que el gordo Kléver cayó por los suelos. No te
preocupes, me dijo Tolu, cuando le conté lo sucedido, y le dije que estaba angustiado. El
gordito ha recibido varios golpes durante la vida, dijo, y con ello zanjó cualquier rasgo de
mi emoción. Por la noche –eso no se ha borrado: es como la última huella humana sobre la
piel de la arena, antes de que el mar lama toda la superficie– envío un mensaje a la Amarilla:
si quieres mañana podemos vernos para hacer la siesta, le escribo. Como es obvio de
suponer, nunca contesta. O quizás sí lo hace. Me dice: idiota. Es una respuesta lacónica,
irrefutable. Quizás se demora en contestarme, calculando el tiempo necesario para
exacerbar mi nervioso estado de ansiedad, y me dice: claro, pajarito. Quizás todo a la vez o
nada. Ahora, mientras la miro al otro lado de la ventana, como la silueta evanescente de un
ángel camuflado entre las hojas del sauce, un ángel de la gasolina y el extravío, sé que supe
que nunca más el espacio abriría un gusano de luz, un túnel del tiempo. Ese segundo
infinito en que todo pudo cambiar se ha cerrado para siempre. Se clausuró entonces
cuando le dije que no comería con ella. Y a pesar de que en los años siguientes –en varias
de las ocasiones que vino de Alemania, casi siempre en agosto, sola, o con su hija, o con
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alguno de sus nuevos maridos– nos encontramos para almorzar, o coincidimos en la
presentación de un libro, o fuimos juntos a un bar, nunca más nuestras líneas de vida
pudieron encontrar un punto de continuidad. Entonces, como ahora, constaté que, en la
vida, hay vidas ya muertas para quienes hemos dejado de tener importancia. Convivimos
con otros que están muertos para nosotros. Somos muertos para ellos –para ella, la
Amarilla, la reina de los pobres diablos– a pesar de seguir vivos. El domingo nos
encontramos con Franki en un parque. Han pasado tres o cuatro días desde la noche en
que escapamos con la Amarilla a mi departamento. Parecíamos dos viejos –lo éramos de
alguna manera, aunque ninguno de los dos había cumplido cuarenta años– que se juntaban
a charlar del pasado. Era un acto necesario. Quizás el último acto melancólico de un
mundo que ha desaparecido. Me disculpé por lo ocurrido. Le dije que no había sido mi
intención atravesarme en su camino. De hecho, le dije, ustedes se veían tan bien juntos.
Eran como una pareja de la farándula criolla. El triunfo de la lucha de clases. Esto no lo
dije, aunque tenía todas las ganas de decirlo. Se veían tan bien, le dije, mejor que tú con tu
esposa, o yo con mi mujer, mi ex mujer. Eran tan bellos como irreales. Me respondió que
lo entendía, que así era la vida: un campo de batalla, y que yo había aprovechado la ocasión.
Me dijo que nunca una derrota supone la batalla perdida, y me contó que esa noche, dado
que la Amarilla no le contestó los mensajes ni las llamadas, terminó en la casa de una amiga
a la que cortejaba tímidamente los últimos meses. Una hermosa negra, insistió, una modelo.
También me contó que los días siguientes había pasado mucho tiempo con la Amarilla, y
que ella no le había dicho nada de lo que había sucedido entre nosotros. Secreto
profesional, me dijo, y trató de simular una de sus habituales carcajadas. Nos apretamos las
manos. La tarde caía mansamente. Era como un hongo de anaranjada luz que estallaba en
el horizonte. Nos levantamos, nos dimos un abrazo. Cuando estaba a punto de caminar
hacia mi departamento, Franki me tomó del brazo, como si en ese último momento la ira
agazapada en su interior hubiese finalmente emergido. Miré sus ojos. Algún leve fulgor
todavía irradiaba sus pupilas.
Bernardo, esto es lo mejor que nos ha pasado, me dijo y sonrió.
Entonces la tarde terminó por envolverse en un trinar de enrojecidos hilos de luz.
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tiene un hijo, añadió Tolu– qué coño esperas de mí. La Negra se calmó. Sabía que era un
argumento válido, pero, seguramente, le dije a Tolu, esperaba que tú le dijeras que se
separara y que huyera contigo a una isla encantada. No, me respondió Tolu, ella siempre
me insistía en que profesaba un amor total a su marido, y que nunca se separaría. Menos
ahora, amor, me dijo Tolu que la Negra le había dicho, que tenemos un hijo. Tolu la besó,
la atrajo hacia sí, le hundió dos o tres dedos en el sexo y la tomó en cuatro como a ella le
gustaba. Dame, papi, dame, me dijo Tolu que la Negra exclamaba cada vez que él la
tomaba por detrás. Luego, cuando ella descansaba sobre su pecho, Tolu me dijo que le
propuso, con un tono de respetable seriedad, que le diera un hijo. La Negra se rio, pero
sabía que en las palabras de Tolú latía algo parecido a la verdad. Te lo digo en serio, me dijo
Tolu que le había dicho a la Negra, y que ella le había respondido que estaba loco. Debes
tener más de una que quiera hacerte el favor, me dijo Tolu que la Negra le había
respondido. Esa fue, quizás, la última vez que se vieron, al menos es la última vez sobre la
cual Tolu guarda una escena más o menos coherente. Las siguientes ocasiones, me
aventuro a decir, fueron encuentros pasajeros, apasionados pero carentes de ese afecto que
en otras ocasiones parecía juntarlos hasta siempre. Una tarde la Negra le escribió: amor, me
han pasado tantas cosas que quisiera compartir contigo. Tolu tardó en responderle: Estoy
terminando de armar una exposición, llámame en unos días. Una hora más tarde la Negra
le escribió: Espero que puedas leer esto. Te escribo muy tranquila, algo triste, pero sin
enojos ni rabias. No creo que sea bueno para mí perpetuar esta dinámica de nuestra
relación. Pasan los años y no soy capaz de equilibrar las cosas y mantener el control sobre
lo que siento y sobre mis expectativas de los momentos contigo. Cuando eso ocurre es muy
fácil necesitarte, extrañarte y frustrarme cuando decides que no quieres verme más.
Siempre ha sido una relación basada en tus tiempos, tus deseos, tus rutinas, tus problemas,
tus pausas. Basada en mi preocupación por ti, en mis ganas de cuidarte y protegerte, en mi
interés por tu vida, tu obra, tus sueños. Jamás se trató de mí. En este punto, duele que
jamás preguntes cómo estoy, que jamás hayas preguntado cómo está mi hijo, quien ahora
es parte fundamental de mi vida, cómo va mi trabajo, etcétera. No puedo exigirte más pero
incluso en esta relación o esto que tenemos, y en razón de todo lo que hemos vivido desde
que nos conocemos, era necesario que ambos pongamos algo. También estoy agotada de
dar y recibir a cuenta gotas, de seguir poniéndote por delante de todo y de todos y seguir
siendo marginada de tu vida, de estar en esta eterna sombra. No será posible esto de
permanecer en la vida del otro, de verte envejecer, de acompañarte porque eso requiere una
lucha que probablemente ya esté perdida y quizá sea para otra persona. Yo te amo
profundamente y para guardar ese sentimiento necesito cerrar mi historia contigo. No
quiero que me duela más. Haré mi parte y aunque no sea necesario pedírtelo, por si acaso,
solo por si acaso, no me busques más. Te amo.
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ideológica de los aparatos de control bio político, dijo un sociólogo. Es un gesto divino que
nos invita a la reconciliación con el Señor, dijo un sacerdote. Es el paso evidente de una
invasión extraterrestre a escala masiva, dijo un ufólogo. Pero nadie hizo nada. Poco a poco,
el departamento de Octavio –el edificio todo: un gigante árbol de cemento– se convirtió en
atracción turística. Adentro, todavía era posible intuir el latido del poeta, aglomerado bajo
una capa de corteza, mientras un millar de hormigas paseaba por sus ramas.
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editora, que reía a carcajadas con la jefa de la oficina mientras fumaban y tomaban café o
vino–, y, sin embargo, era la misma: el cabello quizás menos rubio, alguna pequeña mancha
sobre su piel blanca, la sonrisa diáfana, los párpados ligeramente caídos (¿fueron siempre
así o era yo quien no recordaba esa disposición de sus ojos, ese gesto melancólico?). Al
verla llegar a Baco, el restaurante que ella había escogido para nuestro reencuentro, cerca
del Metro Leones, sufrí un estremecimiento general. Un vestido blanco y negro, como la
piel de una cebra, ceñía su cuerpo, los zapatos negros sin medias, el cabello suelo. Había
una sensualidad manifiesta, pero, al mismo tiempo, contenida, como si quisiera mostrar lo
bien que llevaba sus cuarentas, sin que supusiese, ante la mirada del lobo insaciable, que
ella, la blanca y burguesita chica chilena, estuviese dispuesta a jugar a la Caperucita. Soy una
chica burguesa, me dijo, tres días más tarde, y bebió un trago más de su cerveza. Me gusta
el lujo, ratificó. A mí también, le respondí y apuré un trago más de vino blanco. Estábamos
sentados en una de los bares al aire libre que, a esa hora, las ocho de la noche, recibían a los
entusiastas clientes que disfrutaban el verano santiaguino. Una hora más tarde, acariciaría
sus enrojecidos pezones puntiagudos, en un motel apenas camuflado entre los edificios de
Providencia. Meses antes ese encuentro era impensable. Habíamos acordado que nos
veríamos en Santiago, pero tenía mis dudas. Eran tantos años los que nos separaban, tanta
vida, como ella diría. Recordaba que, luego de haber terminado nuestra relación amorosa y
laboral, algunos años después –tres o cuatro– le había escrito un email disculpándome por
lo que me parecía un final abrupto y vergonzoso. Al no obtener respuesta alguna, concluí
que ella me odiaba. Nunca recibí ese email, me diría luego, tenía la costumbre de cambiar
las direcciones cada dos o tres años. Disfrutaba de una ensalada fresca de mariscos y yo de
un tartare con papas fritas. Pedimos un coctel para celebrar. Unos minutos antes, la
esperaba en la puerta del restaurante Baco. Encendí un cigarrillo y miré a las personas que
transitaban por la calle, los autos que se detenían en el semáforo, el contorno de los
edificios. Pasaron tres minutos de las nueve, la hora acordada, y apareció, con ese vestido
cebra, las piernas blancas y firmes, la sonrisa dibujada. Nos abrazamos en la puerta del
restaurante, y todo fue como antes, como siempre.
Siempre nos llevamos bien, le dije minutos después achispado por el primer
impulso alcohólico, hasta que tú me abandonaste.
Bueno, porque me cansé, dijo, sin dudar la respuesta, como si hubiese esperado
durante años una ocasión para decírmelo. Tres días después, al tiempo que nuestras piernas
formaban un cuerpo deforme, repitió lo que ya antes me había dicho: nunca creí que
volvería a encontrarte, Bernardo.
¿De qué te cansaste?, dije, intuyendo su respuesta, si yo era un santo. Recordaba
con claridad el motivo de nuestra separación, pero quería que ella fuese la que asumiera el
relato de los eventos.
Eras bastante intenso, dijo la Soledad, y rio, te creías lo máximo.
Solo recuerdo que te rayaste una noche, luego del encuentro de poetas en
Guayaquil.
Esa fue la gota que derramó el vaso.
De rato en rato, desviábamos la conversación hacia otros tópicos: me contó sobre
su matrimonio, sobre su estancia en España donde había hecho una maestría en
Comunicación, sobre la salud de sus padres; le conté que también había tenido dos
relaciones importantes, le dije que mi hermana había fallecido; tomamos vino, terminamos
de cenar. El restaurante se había vaciado de sonidos y contornos precisos, como si los dos,
ella y yo, apenas separados por una mesa, fuésemos los únicos habitantes del mundo. La
realidad parecía deformarse, como si fuese una acuarela sobre la que se derraman unas
gotas de agua.
¿De aquí a dónde me vas a llevas?, pregunté.
Vamos a tomar unos piscos es Liguria, un lugar tradicional, ¿quieres?
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Caminamos unas cuantas cuadras. La brisa había refrescado el calor del verano. No
había mucha gente que transitara a esa hora, minutos antes de la medianoche. No percibí
ningún aroma particular, como si Santiago careciese de memoria, de esa memoria que se
construye en la acumulación de aromas.
¿Qué te cansaba más de Quito?, pregunté.
Era una sensación de ahogo, de encierro.
Pedimos una ronda de piscos en Liguria. Entonces, le dije, ¿por qué fuiste tan
determinante? Todavía en mi memoria recordaba que luego de ese encuentro de poetas en
Guayaquil, una amiga me invitó a la playa de Montañita. Entonces todavía creía que podía
fundar un mundo lírico. Nos quedamos el fin de semana. Era un tiempo sin celulares ni
correos electrónicos, así que, hacia al final del domingo, tomé el teléfono y la llamé. Al otro
lado de la línea respondió una Soledad furiosa: no puedo vivir así, me dijo, esperando a que
llames, como una boba. Dos o tres días después, luego de la jornada laboral, nos
encontramos en un café y, resuelta como se estaba, repitió los argumentos y dio por
terminada la relación. Luego, como si se tratase de un juicio, me otorgó la palabra. A pesar
del cansancio que debió haberme producido el regreso a Quito en bus desde la playa y las
intensas jornadas de Sodoma, seguramente debía tener algo de lucidez, esa luz que emerge
en medio de la oscuridad. No recordaba, veinte años después, mientras bebíamos y
charlábamos con la Soledad en el bar Liguria, ni recuerdo ahora, cuáles habían sido mis
contraargumentos, veinte años atrás, qué palabras pudieron quebrar la decisión que ella
había tomado, qué imágenes, qué colores, qué sonidos se engarzaron en la maquinaria de la
retórica, pero sí recuerdo –eso le dije a ella, al tiempo que bebíamos (bebía yo, ella tomó un
coctel de vino con mora) un pisco y luego otro– que, de pronto, como si el odio se hubiese
convertido en amor, me dijo: lo siento, estoy arrepentida, ya no quiero terminar.
Estábamos en una cafería de la avenida Colón, eran las seis de la tarde. Soledad, le dije en el
bar Liguria, tengo que pedirte perdón por lo que te dije luego, luego de que, veinte años
atrás, te habías arrepentido de terminar nuestra relación. Ella me miró, en sus ojos se
percibía un breve fulgor. Le dije entonces, en Quito, después que ella se echara para atrás,
está bien podemos retomar esta relación, pero solo si esta noche nos acostamos. Lo siento,
le dije nuevamente en el bar Liguria, sé que fue un chantaje, fui un estúpido. Está bien, dijo
ella, éramos tan jóvenes, como si con eso pudiese perdonarlo todo. Terminé de beber mi
copa y le pedí que posásemos para hacernos una foto. Asunto zanjado. Quería abrazarla,
quizás darle un beso de despedida, descorrer el velo. Dos horas antes, mientras estábamos
en Baco, ella me había dicho, o creo que me dijo: lo de Guayaquil fue la gota que derramó
el vaso. Ahora, entonces, en el Liguria, con el fragor alcohólico a cuestas, creía que esas
palabras eran una forma cortés de adjetivar el pasado. No sé, miro la habitación blanca,
estática y silenciosa; miro, a través de la ventana, al sauce apenas moviéndose al ritmo del
tiempo, y creo que todo pudo ser de otra manera. Quizás, la Soledad, en el Baco, me dijo
que mi ausencia luego del encuentro de poetas solo fue el final del final, y que nuestra
historia de amor había empezado a quebrarse unas semanas antes. Me diría así, mientras
reía, con una risa que contenía una dosis evidente de reclamo, de rencor, y un breve fulgor
que precede al deseo, me diría así: no, lo de Guayaquil fue el punto final. ¿O no recuerdas
la escena que me hiciste en ese restaurante de Guápulo? Creo mirarme en Santiago, en
Baco, Liguria, sin poder determinar de qué hablaba, como si toda la escena fuese una
proyección delirante, un sueño. Te cuento, entonces, siguió: teníamos una cita con la María
Dolores –era la jefa de la oficina de defensa del consumidor–, y dos posibles inversionistas,
unos viejos, viejos. Era un lugar bello, desde donde se podía contemplar el valle de
Cumbayá, una noche agradable de agosto, estábamos ahí tranquilas, y tú apareciste con dos
minas, una a cada lado, abrazado, como un narcotraficante, borracho, reclamándome sobre
esa cita. Seguramente yo no sabía y me enteré por terceros, apunté. Nada, yo te contaba
todo, dijo. Fue una escena horrible: un lugar refinado, y tú borracho con esas dos putonas,
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colombianas seguramente, de faldas cortas, enormes escotes, como enormes eran las
siliconas y los labios de pescado. No creo, Soledad, le dije, ese no soy yo, ¿cómo se te
ocurre? Claro que eras tú, tengo tres testigos: los dos viejos y la María Dolores. No, no,
repetí, estás loca, nunca pude haber hecho algo así. La historia no termina ahí, me dijo,
luego fuimos al Seseribó, porque la María Dolores quería que, en algo, pudiese alegrar esa
noche horrible. Tú, luego de mostrarte como un cabrón criollo, desapareciste del
restaurante, así que nos fuimos a esa salsoteca. Al llegar a la puerta del Seseribó, a pocas
cuadras del restaurante, te encontramos otra vez, siempre en la mitad, con las dos minas
esas a cada lado. Entonces, claro, la María Dolores me sacó de ahí y me llevó a mi casa. Fue
indignante. No, Soledad, le repetí, estás contando un sueño, una pesadilla, jamás podría
haber hecho algo así. Claro que sí, repitió, luego, una o dos semanas después, te fuiste a
Guayaquil, y ahí sí fue definitivo. Qué horrible novio fui. No, me dijo ella, y pude mirar
otra vez esa luz que relampagueaba en sus pupilas, también tuvimos cosas lindas: guardo
una foto que me tomaste en el volcán Pululahua, y una cajita de madera que, para que veas,
ha soportado los traslados por el mundo entero. No creo, le dije –aunque no puedo
precisar si fue en Baco, en Liguria, o en los dos–, que haya sido capaz de armarte una
escena así. Al día siguiente, dijo ella, me llamaste y me dijiste: tengo chuchaqui moral. ¿Algo
me quisiste? Algo te perdoné. Desde ese día, siempre, incorporé esa expresión. Cada vez
que he cometido un error, me he disculpado de esa manera: lo siento, tengo chuchaqui
moral, y he tenido que explicar que chuchaqui es una palabra ecuatoriana que significa
resaca, hangover. Habían pasado cinco horas desde que nos habíamos citado en el
restaurante Baco y ahora, al tiempo que los piscos habían calado hondo, estábamos en el
Liguria, pero también en Quito, como si las dos ciudades fuesen una sola, proyectada en la
piel de un sueño. Durante esas horas nos habíamos contado la versión resumida de
nuestras vidas, un resumen tan violento, como si el tiempo no fuese sino la fracción
concreta que nace en el ejercicio del habla. Solo lo que se recuerda existe, solamente esa
realidad que deviene en palabras. No sé quién pidió la cuenta, ni cómo llegamos a una calle
oscura, ni quién besó a quién. ¿A dónde vamos?, pregunté. A un hotel, dijo ella, y terminé
por constatar, a pesar de hallarme entre las nubes del pisco, que esa Soledad, la niña editora
de la revista de defensa del consumidor, novia y jefa, era otra, y no aquella que, veinte años
atrás, se negara durante nuestras semanas de noviazgo a pasar de los besos húmedos,
alguna caricia furtiva: tengo miedo a la intimidad, debió decirme, creo que debió decirme
las pocas ocasiones en las que estuvimos en la suite que rentaba en La Floresta. Nos
besamos en cada esquina de Providencia, en cada una de las esquinas que nos separaban
del hotel al que ella había decidido que iríamos. Era un beso prolongado, un eco del pasado
nunca muerto. Tiempo después, le dije a Tolu: debíamos darnos todo el amor que nos
faltaba; le conté, además, que no recordaba nada de la supuesta escena con las dos mujeres,
las dos minas, como decía la Soledad, a las que exhibía cínicamente. Tolu me miró en
silencio durante unos segundos y dijo: una buena memoria se hace de olvidos. Nos
besamos como si debiésemos recuperar el tiempo. Necesito que me quieras, me dijo la
Soledad. Claro que te voy a querer, le respondí. Hacía un poco de frío. Serían las dos o tres
de la mañana. Miré el hombre del hotel: Neruda. Era un signo premonitorio. Dos días
después volvimos a encontrarnos. Bebimos una copa de vino y ella una cerveza.
Recordamos los eventos vividos con gracia, como si fuese la travesura de dos niños, la
travesura de dos niños que se acercan a los cincuenta. Hablamos del matrimonio, de
nuestros matrimonios fracasados, aunque los dos, con la sabiduría adquirida a base de una
metódica tarea fallida, concordamos en que nunca se trata de un fracaso; las torpezas, los
enojos, los reclamos y los silencios que conforman la vida de una pareja; el futuro, ese
espacio del tiempo que no existe, aunque sea la proyección necesaria para continuar
viviendo.
¿A dónde vamos?, pregunté.
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Mira, empezó a responder, estuve averiguando y descubrí que a dos cuadras de aquí
hay un motel al que podemos ir.
Apruebo tu eficacia. Siempre fuiste así.
Sigo siéndolo.
Eres totalmente comprometida en lo que haces, de una responsabilidad obsesiva,
pero también eres aire, vapor. Siempre lista para expandirte.
Es cierto, me conoces.
Es cierto me conoces, me repitió una hora más tarde, luego de besarnos, de darnos
todo el amor que nos faltaba, en el Holley, un motel colombiano, con camareras
colombianas, vallenatos y aguardiente a libre disposición. Al ingresar debimos esperar el
turno. Para ello, el local disponía de dos cabinas cubiertas por una cortina. Adentro, había
un televisor y dos sillas, para que la pareja, como en un confesionario, pudiese hablar,
amparados los amantes por el artificial anonimato que otorgaban las luces de neón.
¿Has tenido relaciones homosexuales?, preguntó la Soledad, asumiendo que ese
mínimo reducto secreto debía aprovecharse.
¿Es un interrogatorio?
¿Cuántas mujeres has tenido?, ¿has participado en orgías?, ¿has usado juguetes
sexuales? ¿te gusta el sado?
¿Y tú?
Una vida aburrida.
Afuera, al otro lado de las cortinas, se escuchaba el melodrama estridente de un
vallenato. Las camareras caminaban por los pasillos hablando a todo volumen. Un leve
aroma a desinfectante se desprendía a través del aire acondicionado. Antes de ingresar al
confesionario, posamos delante de una enorme vitrina que exhibía una colección nada
despreciable de didlos, ungüentos, aceites, muñecos sexuales, y, sin saberlo, evocaba a la
Madame Foutille de un futuro incierto (eso lo sabría años después) y la miré caminar por
un parque, quizás en Quito, con un enorme paquete entre sus brazos. En ese futuro
incierto, debería imaginar que, dentro de esa caja, estaría el amor, la forma plástica del
amor.
¿Quiénes siguen?, preguntó una voz.
Nosotros, respondió alguien.
El próximo es nuestro turno, dijo la Soledad. Ya pues, responde a mis preguntas.
He hecho algo, un poco de todo.
¿Te han penetrado?
No, no que yo recuerde.
Ella rio, nos besamos.
Unos minutos más tarde, permanecíamos acostados sobre la cama. El aire
acondicionado no lograba disimular del todo los 34 grados que, a esa hora, envolvían a
Santiago.
¿Ahora ya vienes preparada?, pregunté.
Claro que sí, respondió.
Dos días atrás, mientras ocupábamos una de las habitaciones del Neruda, un hotel
convencional de cuatro estrellas que, en nada, hacía homenaje al apellido del poeta –ni
mascarones de proa, zapatos gigantes, vasos portugueses–, la Soledad me preguntó si
llevaba condones conmigo. Claro que no, le dije, no esperaba que la cena terminase así.
Intentó encontrar una farmacia a domicilio y, ante la negativa, dejó que el azar, o el deseo,
o ese monstruo que nos habita, fuese el que tomara el control. Hay mucha vida, dijo, hay
mucha vida, y me besó. Ahora, mientras otra vez nos besamos, desnudos, apenas
simulando la excitación, le pregunto si ha venido preparada, y ella dice: claro.
Es muy tarde para eso, digo, preferiría que no lo usáramos.
Fuimos tan irresponsables, dijo.
92
Quisiera embarazarte.
A estas alturas de la vida me encantaría.
Unas horas antes, al tiempo que bebíamos cerveza y vino, me contó que había
intentado con su ex esposo concebir un hijo pero que el diagnóstico médico fue algo así
como incompatibilidad genética.
Puede que yo sí sea compatible, le dije.
Hacer el amor, tener sexo, más allá del encuentro de los cuerpos, en el número y las
circunstancias que sean, deviene en una apuesta suicida, no porque suponga la entrega del
corazón o del espíritu, no porque puedas jugarte la vida al contraer alguna enfermedad,
sino porque es una forma de muerte, de pulsión de muerte, o de devoración. ¿Pensó ella,
como yo, en la deliciosa sensación que constituyó besar, oler y succionar su cuerpo, en cada
una de sus partes, en todos sus orificios?, ¿imaginó ella, como yo, en el sabor de la sangre,
ese hilo que brota ante la mordida de un pezón?, ¿o en el sabor de la carne humana, fresca
y viva que, como el núcleo del universo, se concentra en el clítoris, los labios, el prepucio y
el escroto? Durante unos segundos, mientras besaba sus axilas, o sus nalgas, o sus pies, creí
que debía abrir las fauces del animal y dejar que la naturaleza hiciera el resto. Comería de
ella, como ella comería de mí, conteniendo los gritos y los lamentos, la sangre y el miedo
que es ahora amor. Nos comeríamos hasta desaparecer tras cada engullición, a un ritmo
sostenido: las piernas, los muslos y los pies; los hígados, intestinos, los páncreas y los
pulmones (dejaríamos el corazón para el postre); los brazos y las manos; luego los ojos, la
nariz, las orejas (el cerebro debería comerse en bocados pausados para no acabar con los
recuerdos de golpe). Finalmente, nos comeríamos las bocas, en el último bocado, el último
y el principio de todo. Afuera, al otro lado de la habitación, en las calles de Santiago, ya
nada sería igual, y, sin embargo, todo sería igual.
Al salir, la Soledad me dijo: este motel parece un cuadro de Klimt.
Es verdad, le respondí, y creí que los dos, adentro, aquellos que fuimos en la
habitación del cuarto piso, siempre podríamos volver a ser, que la memoria era eso
precisamente: la escena de un cuadro que se resuelve en el trazo final.
93
meses, los años –ahora el tiempo ha perdido la densidad que tenía antes y todo tiende a
superponerse, a confundirse– y, mientras tus niños crecían, el poco tiempo que pudieron
crecer antes de que murieses, la silueta de tu esposo empezó a perderse aún más:
desaparecieron también los eventuales emails que mandaba, sobre todo el día de madre, los
encuentros en Skype, y los saludos que tú decías él nos enviaba. Luego fue solo una
mención. Empezaste a contarle a nuestra madre que no todo estaba bien, que algo se había
quebrado. Creo que no hay nada que hacer, sentenciaste. En tres frases he resumido el
declive de un amor en el que siempre creíste. La vida se resume en diez frases, podría decir
Octavio –lo miro con el ceño fruncido, ese gesto aprendido que ponía cuando estaba por
decir lo que él suponía era una frase admirable: Yo soy un loco (creo) que extraña (algunas
veces) su propia alma–, y era cierto. Mamá te preguntó si no había otra mujer. Y tú
respondiste que tu marido te había dicho que no. No seas ingenua, mija, te dijo mamá,
debe ser eso. Los hombres son así de predecibles. Pero tú insististe en que no era eso. Algo
no es como antes, te había dicho tu esposo: Qualcosa non è come prima. En esa frase se
ocultaba todo y nada. Es lo que detestamos: no la posible separación, porque así mismo es
la vida: el amor termina, se diluye, se fulmina, detestamos la ambigüedad que entraña ese
Qualcosa non è come prima. Durante las siguientes semanas, cada vez que hablabas con mamá,
le ratificabas que tu esposo continuaba con las dudas. Hablamos, mami, le dijiste a mamá, y
puntualizamos los términos. Le dije que no estaba dispuesta a seguir con las vaguedades, si
tenemos que divorciarnos lo hacemos y punto. Yo estaba orgulloso de tu postura, porque
siempre te miré defendiendo tu matrimonio. Cuando tienes hijos, Bernardo, se mira la vida
de otra forma, me dijiste. Tienes que hacer lo que sea para que ellos estén bien. Ese es un
argumento del siglo XIX, te respondí. No me digas que no hay que separarse por los hijos.
Míranos, nosotros somos resultado del divorcio. Te acuerdas que tu papá nos dejó hace, no
sé, treinta años, y no creo que seamos el ejemplo del fracaso. Es que nuestra madre hizo
todo por nosotros, respondiste. De alguna manera vi que mi hermana se negaba a la
posibilidad remota de divorciarse, para ella la ruptura habría sido una forma de reproducir
lo que consideraba el mayor error de mamá. Ahora, mientras miro la última fotografía que
tenemos juntos –una fotografía con la Torre Eiffel a nuestras espaldas, tomada por mi
mujer, mi ex mujer, hace cinco o cien años–, recuerdo esa charla. Fue la última vez que
viniste a Quito. Tus hijos jugaban en la sala, mamá escribía en la computadora. Nos
preparamos un café y charlábamos en la cocina. Pensamos qué lindo sería reunirnos el año
siguiente en Santiago de Chile, donde estaba mi hermano con su familia. Todavía recuerdo
la luz de la ventana que ingresaba a mis espaldas, y que inundaba tus ojos hasta dotarlos de
una capa de neón. Parecías un personaje alienígena. Ponte de lado, te dije, que me asustan
esos ojos diabólicos. Te reíste, y cambiaste la posición, solo lo justo como para que la luz
no inundara tus ojos. En la fotografía estamos mamá, nuestro hermano, tú y yo. Reímos
como si alguien hubiese contado un chiste. Es probable que mi mujer, mi ex mujer, nos
hubiese dicho que lucíamos demasiado serios. Sonrían, como si fuesen amigos, habría
dicho. Y nosotros fingimos una escena de felicidad eterna. Fingimos en la justa medida,
pues no hay signo de teatralidad exagerada. Parece, más bien, como si en efecto la felicidad
pudiese ser sintetizada en una foto familiar. La tarde luce brumosa, con el perfil de la Torre
Eiffel que está detrás. Me parece ahora la pata de un gigante insecto de metal. Pero lo que
veo no es más que el reflejo de lo que miraba antes. Algunas personas, de las pocas que me
han visitado (las he visto entre sueños, o colgadas de las ramas del sauce, al otro lado de la
ventana) me han dicho que esas distorsiones podrían consumo de los corticoides, pero yo
creo que me estoy convirtiendo en un iluminado. La enfermera me dijo, disuelta detrás de
una capa de sfumato, con su larga cabellera rubia o roja o negra –la mirada escrutadora de un
ave rapaz, o la mirada apacible del cuerpo satisfecho al que se odia, o la mirada estrábica de
Adriana–, que podían ser efectos secundarios de los medicamentos.
94
Dormirás.
Dormirás como una forma de ejercitarte para la muerte.
Ofelia dormía junto a mí, y yo la odiaba con todas las fuerzas del mundo. Era un
sueño apacible. Las personas de buena conciencia duermen como bebés, debiste decirme,
pero tu boca permaneció cerrada. Te miraba respirar con un ritmo constante. Los ojos no
se movían debajo de los párpados. Tampoco tus piernas desprendían movimientos
involuntarios, nerviosos. Cuando estaba despierta, Ofelia, solía cerrar los párpados de
manera frecuente, como un síntoma de ansiedad. A veces tartamudeaba, sobre todo
cuando se apasionaba con alguna idea. Al principio todos los defectos parecen lindos, me
dijiste, pero luego se ponen peor. Sonreía cuando se burlaba de sí misma, como una actriz
experimentada que ha logrado sortear todas las formas de la burla y el acoso. Yo la veía
hermosa desde siempre. Desde que la conocía de la mano de Miguel, sexual, indomable,
como si en mi imaginación tuviese la habilidad de escaparse del control que ejercía Miguel
sobre ella. El día que me enteré que se había divorciado, fue una sorpresa. La veía tan
sometida a la idea de una vida en común que saberla libre me parecía un error. No te creo,
le dije a Miguel, cuando me contó que todo se había ido al mismísimo infierno. Estuve a
punto, compadre, me dijo, de claudicar en el doctorado. Debía ser el primer mes luego de
que finalizara el segundo ciclo presencial. Había que prepararse para la estúpida serie de
actividades que se venían: coloquios, exámenes complexivos, defensa del plan de tesis, y
luego el asalto final a cualquier rezago de cordura: la escritura de la tesis y, como si fuera
poco, la puesta en escena de esa farsa llamada defensa. No te olvides, me dijo Adriana que
también había padecido del síndrome del candidato a doctor, que debes soportar la
suprema inteligencia del director de tesis: ese sujeto al que odias desde el primer día, al que
sueñas con ver asesinado por un cuchillo en la espalda, envenado por el mayordomo,
castrado por la esposa aburrida, y al que, recalcó Adriana, terminas por amar como el
secuestrado al secuestrador, y luego los lectores y el tribunal, toda una puesta en escena del
absurdo. Miguel estuvo a punto de retirarse. No tenía ánimo, me dijo, me sentía
profundamente traicionado. Miro a Ofelia. Exhala un breve quejido y recuerdo todo lo que
me contara Miguel. En esos minutos me parece que todo ha sido una mentira. Sus manos
tersas que empiezan a arrugarse debajo del calor de las aguas termales, sus aureolas rosadas,
adolescentes. ¿Te gustan mis senos de niña?, debió preguntarme la primera vez que los
chupé, ¿debió preguntarme? Ahora lo dudo, es como si esa escena fuese la proyección en la
pared de la habitación: una serie dislocada de imágenes, tiempos y personajes. Sus horribles
dedos de pianista me parecen ahora, adormecidos sobre la sábana, gusanos blancos, huesos
de un cadáver purulento, lanzas de un mundo de miniatura. Me sentí traicionado,
compadre, continuó Miguel. Estábamos sentados en un bar de la Zona, soportando el frío
con los calentadores de gas. Bebíamos la promoción de dos caipiriñas por uno. Ella vino a
Quito para seguir una maestría, ¿recuerdas? Claro que lo recordaba, le dije, si hasta vino a
nuestra casa un par de veces. Entonces era mi casa y de mi mujer, mi ex mujer. Se hicieron
amigas, pero el cariño duró poco tiempo. Claudia, me dijo mi mujer, mi ex mujer, es una
persona en la que no se puede confiar. No indagué más en la afirmación. Los matrimonios
aprendemos que en muchas ocasiones es preferible callar. Claro, que lo recuerdo, le dije a
Miguel. Bueno, pues, siguió, en esas estaba. Yo desde Colombia le ayudaba con las tareas.
De hecho, escribí por ella varios ensayos, los más difíciles, cómo no, porque fui un idiota.
Y ella, compadre, me estaba traicionando. Miguel bebió un sorbo más de su caipiriña. Al
principio no entendí de qué hablaba. Para mí Claudia –todavía no es la Ofelia que duerme
junto a mi lado, inocente de mis deseos asesinos– era el ejemplo de la mujer voluntariosa,
aquella que se entrega al amor como si fuese el único barco que le puede librar del diluvio
universal. Las colombianas son unas fichas, me dijo Tolu alguna tarde en su estudio, son
listísimas. Nos llevan cincuenta años de desarrollo. Ella, siguió Miguel, cada vez más
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indignado, se estaba viendo con un idiota, un productor de televisión que, me dijo, había
conocido en una reunión de su Maestría. Hasta ahí, todo se puede pasar. Yo le dije, me dijo
Miguel: lo que pasa en Quito se queda en Quito. ¿Cuándo le dijiste eso?, le pregunté.
Cuando descubrí su traición, pues, compadre, no me estás siguiendo. A su regreso a
Colombia, al día siguiente, escuché un timbre en el celular, ese sonido de mierda que te
avisa cuando te llega un mensaje. Tomé su celular, era un impulso. No, no tenía clave.
Habíamos acordado unos meses antes que, como prueba de fidelidad, dejaríamos que todo
estuviese expuesto. Claro, hombre, es que ella me puso el ultimátum por esos emails que
me descubrió. Sí, me estaba escribiendo con una ex, y nada, tuve que ceder a su chantaje.
Le dije, claro, amor, sin claves ni nada, para que veas que no eran más que unos mensajes
inocentes. Y ya ves, compadre, a la vuelta de unos meses me clava un puñal en la espalda.
¿Quién dices que era el huevas con el que se encontraba en Quito? Te dije, un tarado
productor de televisión. Vamos a romperle las piernas, pana, me dijo, y terminó de beber el
resto de su trago. Pedimos una ronda más. Una muchedumbre sedienta había copado todos
los bares de la plaza a pesar del frío que arreciaba sin compasión. Durante el día, el sol
calcinaba nuestros cuerpos, pero en las noches la atmósfera se transformaba. Atrás
quedaba esa ciudad veraniega –las zapatillas, minifaldas y camisetas– y llegaba el invierno.
No obstante, pocas personas parecían conscientes de ese cambio extremo. En la noche
vestían las mismas prendas tropicales, sin atreverse a cambiar la liviana indumentaria por
otra más adecuada: abrigos, bufandas y sombreros. Ya vez, compadre, retomó Miguel, la
desgraciada hacía de las suyas a mis espaldas, y yo tan pendejo haciéndole los trabajos. Miré
a Ofelia: la marca de su cuerpo debajo del edredón, las cejas rectas, sobre las cuales se
destacaban sendas líneas rojas. ¿Es por la depilación?, le había preguntado algunos días
antes. No, amor, me dijo, las tengo desde que nací. Es una mar-r-c-c-a de fábrica, dijo
sorteando con altivez el intruso tartamudeo. Esperé a que salga del baño, continuó Miguel,
entonces la confronté: ¿quién es este hijo de puta que te dice que te extraña?, le dije, y le
mostré el celular. Al principio pareció sorprendida, como buena actriz. Me la imaginé
desnuda, todavía con la humedad en la piel que la toalla no había podido secar. La
mandíbula le temblaría de rabia. ¿Y a usted cómo se le ocurre revisar mi teléfono?, le habría
dicho. Ah, no me vengas con eso, respondería Miguel. Es un abuso de su parte, diría
Claudia. No, pero qué tal, diría Miguel. Le tomé por sorpresa, me dijo Miguel, y bebió un
sorbo más de su trago. A pesar del ruido que provenía del centenar de parlantes de los
bares aledaños, creo haber escuchado el tintineo del hielo dentro del vaso. Ahí empecé a
ganar, dijo Miguel, con un dejo de tristeza que apenas se intuía debajo de las palabras
revestidas de una falsa sensación de triunfalismo. El primer golpe marca al ganador, dijo.
Miré a Ofelia (esa Claudia que según Miguel había roto su confiado corazón de amante
esposo), tan lejana a lo que yo pensaba, arrellanada en la cama, ahora enroscada como una
gata. Sabía que la versión de Miguel era tan distinta a la que ella me había contado, y, sin
embargo, ahora que la odiaba como se odia al enemigo mayor, empecé a creer que Miguel
tenía razón: era una villana, la más perra de todas las perras, y no tenía remedio: debía pagar
con la peor condena que debe soportar una mujer: la soledad. La maldije en silencio. Como
si fuese una bruja, le lancé un hechizo de cuarenta años, los justos para que pudiera
despertar de su condena cuando fuese una anciana. Cerré los ojos y la miré subir por las
escaleras que llevaban a las aguas termales, varios meses atrás, con una falda que apenas
ocultaba sus amplias caderas. Entonces, como ahora, mientras duerme, la amé, con ese
amor falso que entraña la sinrazón, y pensé que con ella el futuro era posible. El jardín se
abrió ante nuestros ojos. Lo tuvimos tan cerca, Ofelia, y todo se destruyó en un segundo.
Me dijiste que la historia de Miguel era falsa, las suposiciones de un celoso. Claro que
conocí a alguien, me dijo, pero no pasó de una linda amistad. Éramos como esos amigos
que se gustan, pero que saben que nunca será posible más que ese cariño. Nos vimos varias
veces. Le conté sobre las infidelidades de Miguel. Le dije que era el hombre de mi vida. Y él
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–nunca le pusimos un nombre, nunca te atreviste a ponerle un nombre, siempre fue una
silueta– me escuchó, me acompañó. Al final de mi Maestría nos dimos un beso. Eso fue
todo. Al regreso, Miguel me reclamó por un mensaje, un mensaje amistoso, nada más. Me
decía que esperaba que el vuelo hubiese estado bien. Luego, vino lo que vino. Abrí los ojos,
cuando Ofelia emitió un ronquido y luego otro. Estaba lívida, como si en los sueños fuese
el cuerpo de una muerta, un cuerpo abandonado de espíritu. Miguel me había confesado,
cuando el alcohol había inundado todo rasgo de cordura, que en un momento de la pelea:
una pelea que se prolongó por días y días, me dijo, le pegué una cachetada. Fue justo
cuando le dije, me dijo Ofelia, que era mejor no intentar una pelea con él (el anónimo
productor de televisión) porque, de seguro, ganaba y por paliza. Le pegué, me dijo Miguel,
porque no paraba de decir mentiras. Se lo merecía. ¿Sabes lo que me dijo, compadre?
Además, él tiene más likes que usted en su Facebook. Nunca creí del todo esta parte de la
historia. Me era difícil imaginar a Ofelia en una actitud tan frívola, vacía. Atribuía al enojo –
a esos monstruosos celos que nunca desaparecieron del corazón de Miguel– ese intento de
banalizar a Ofelia. Era para darle un manazo, ¿o no? Ofelia me dijo que Miguel le había
dicho: ¿sabes qué?, estoy pensando ir a Quito y sacarle la puta al huevón ese. Entonces, me
reí y le dije, me dijo Ofelia: no creo que te convenga, porque seguro que él te gana y por
paliza. Ahí sentí el puñetazo en mi cara. Fue un segundo. Lloré, grité, quise pegarle. Me
encerré en el baño durante una hora. Solo salí cuando escuché que Miguel cerraba la puerta
de la casa. Hice una maleta rápida y me fui a donde mi madre. Así, las cosas, compadre,
dijo Miguel, y cruzó los brazos. Parecía un niño abandonado, vulnerable a las crueldades
del mundo. A nuestro alrededor, la noche bullía. Las luces de neón producían estelas
vaporosas sobre los adoquines de la Plaza Foch. Meses más tarde, cuando Ofelia y yo nos
escribíamos con entregada devoción, recibí una invitación a participar en un Congreso de
Literatura en Armenia. La invitación traía la firma de Miguel.
Pasadas las tres de la mañana Ofelia despertó. Había transcurrido tanto tiempo
entre esas semanas terribles, cuando el odio de Miguel lo llevó a golpearla, y el presente,
ahora que dormía junto a mí. Ofelia despertó. Me miró desconcertada. ¿Todo bien, amor?,
me preguntó y volvió a cerrar los ojos.
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cráneo, un sexo apenas insinuado, como la huella de una pequeña herida no cicatrizada) me
ratificó ese hecho. Los veo salir, me dijo Claudia-Ofelia, bañaditos y tomados de la mano.
¿Qué tal broma del destino?, dijo, riéndose sin aparente pesar. Meses más tarde, cuando fui
al Congreso de Literatura, constaté mis sospechas. La ciudad era, en realidad, un pueblo
colombiano enclavado en la fértil zona del Eje Cafetero. En los pueblos todo el mundo se
conoce. En los pueblos, las novias, ex novias y amantes futuras pueden convivir en la
misma cuadra. El sueño de todo hombre es tener a todas las mujeres que han pasado por
tu cama, juntas y revueltas, me habría dicho el Águila. Era la línea que le correspondía. Era
tan pueblo que en nada me sorprendió la escena recurrente que me contaba Claudia-Ofelia.
Miguel me dijo que la Universidad del Quindío estaba lista para el I Congreso de
Literaturas Sumergidas. Pronto nos veremos, compadre, me dijo. No le conté que durante
los últimos meses su ex mujer y yo habíamos mantenido correspondencia frecuente. Un
juego de alucinadas cartas en las que nos vestíamos de enamorados del siglo XIX,
paseábamos sobre hermosos caballos recorriendo nuestros campos latifundistas. En otras
ocasiones, éramos como adolescentes torpes de un tiempo desaparecido, la década de los
ochentas, e íbamos al cine a ver Volver al futuro, Karate kid, Footloose. Entonces nos
tomábamos de las manos, en la cómplice oscuridad de la sala. Hablábamos de literatura,
cine, música. Esas eran las charlas culturales, como si fuésemos miembros de un club de
intelectuales. También hablamos del amor. Le conté que me había separado de mi mujer.
Le dije que fue un acuerdo mutuo. Y que no había sucedido nada particular. Ninguna
traición descubierta a través de emails, ningún acto de violencia que constara en una
Comisaría Familiar (en estos días circulaba la información de que Franki, en un estallido de
furiosa ebriedad, había lanzado dos o tres puñetazos, como la peor versión de un boxeador
criollo, a su esposa. Y ella, a pesar de su solvente pasado familiar, se había refugiado en el
silencio), ninguna profunda decepción sobre nuestras diferencias ideológicas, sino que nos
había vencido el aburrimiento. Ese monstruo que anida en los corazones humanos. Un
cuerpo de mil brazos que pugna por salir y devorarlo todo. Claudia-Ofelia me contó sobre
su divorcio, las terapias de pareja: el último esfuerzo fracasado por reconstituir el hogar.
Tampoco le conté a Miguel que hablamos del futuro. Era como imaginar una película que
nunca se estrenaría, una escena fantástica –como un difuso cuento infantil–, una banda
sonora armada a partir de melosos acordes. Habría querido contarle a Miguel que siempre
guardé una sensación de ambigüedad. Sabía que era una relación fantasmal, conformada
por cuerpos sin cuerpo. Tiempo después me di cuenta de que un cuerpo puede dejar de
ser, en el vaciamiento de sus órganos, como el cuerpo de mi hermana –¿cosido, pegado
para su posterior cremación?– que ahora yace para siempre en un nicho del cementerio de
Livorno. Pero entonces nada suponía, nada intuía. No le dije a Miguel que habíamos dejado
de hablar durante unos meses. Le había dicho a Claudia (todavía era ella, no mi Ofelia) que
nos juntásemos en Ecuador. Vamos a la playa, le dije, con entusiasmo desbordado. Te
pasaste de intenso, me dijo Ofelia, cuando nos mirábamos entre el vapor de las aguas
termales, tiempo después. Al recordar esos meses, Ofelia ratificó uno de sus principios: al
amor no se arriba de manera desesperada. Usted quería que fuésemos así, de una, a la playa,
eso como que no, cómo le parece. Estaba recién separado de su mujer. Yo sabía que era
una forma de evadir ese dolor. Ofelia tenía razón: seguía amando a mi ex mujer, nunca dejé
de hacerlo: era como un tatuaje marcado a fuego. Entonces, al tiempo que mi pie rozaba la
pierna de Ofelia debajo del agua, acepté su serenidad. El triunfo de la razón sobre las
pasiones. Meses después, cuando existía entre nosotros una extraña complicidad virtual –la
suma de los mensajes (Facebook, WhatsApp, email) las canciones (a través de YouTube:
cientos de links en los que compartía una lista infinita de canciones que respondía, casi
siempre, a mis estados emocionales), las películas (también vía YouTube) que habíamos
compartido a través de la más evanescentes comunicaciones tecnológicas– que había sido
el fruto, sobre todo, de mi paciencia (durante esos meses me refugié, como me aconsejó
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Octavio, en todo el sexo que fuese posible, pero sin compromiso emocional alguno como
el único antídoto para sortear la abrumadora soledad que devino de mi separación), le volví
a preguntar. ¿Si quieres podemos vernos en Cali? Estaba seguro que aceptaría. Era tiempo
de un encuentro que volviese tangible aquello que hasta ahora era solamente una suma de
pulsaciones volátiles. Pero Claudia-Ofelia rechazó la oferta. Dejé de escribirle. Estaba
cansado de inventar un amor a larga distancia. Me había esforzado de manera sostenida,
implementando todos los recursos que tenía en mi repertorio. Nada. Nuestra supuesta
relación, le habría dicho a Adriana tiempo después, luego de haber asistido al Congreso en
Armenia, se sostiene exclusivamente en la imaginación. En un mundo inexistente. Pero no
me atreví a contarle nada. Adriana era mi amiga, quizás la persona a la que más amaba en el
mundo, pero preferí simular que el mundo seguía por el mismo rumbo. Cuando nos
veíamos, procuraba hablar de cualquier cosa que no remitiese a mi viaje a Armenia. Adriana
sabía de sobra que en esa breve estadía algo había sucedido. Me conocía de memoria
(quizás intuía la imagen difuminada de unos cuerpos desnudos que flotan en las aguas
termales). Yo veía sus ojos, pero no lograba descifrar sus pensamientos. Nunca logré intuir
cómo era vivir con esos ojos dislocados. Qué fragmento de la realidad segmentaba cada
ojo. Cómo el cerebro lograba compensar ese aparente desequilibrio de las líneas focales.
Cuando conocí a Adriana, tantos años atrás, mientras cursábamos los primeros días del
pre-universitario, me sorprendió su solvencia, su altiva dignidad, incluso su prepotencia.
Era como si la inteligencia y el humor se hubiesen aliado de manera fulminante. Así, era
casi imposible que nadie pudiese decir algo sobre su pronunciado estrabismo. Cuando se la
presenté a Tolu me dijo que esa mirada le producía terror. Miro esos ojos, dijo Tolu, y me
dan ganas de salir corriendo. Los ojos de Adriana parecían danzar, como si cada uno
tuviese un particular motor incorporado que no lograba acompasarse con el otro. Cada ojo
bailaba una melodía distinta. No, no era posible descifrar lo que Adriana pensaba sobre mi
estadía breve en Colombia. Tampoco porqué había asumido un silencio tan rotundo. Los
dos sabíamos que el otro sabía que algo pasaba, pero mantuvimos una cercana frialdad.
Todo el tiempo que dejé de hablar con Ofelia me parece ahora, un sueño, una pesadilla de
estridentes tonalidades. Cada uno de los días, cada beso, cada caricia –la suma de sus
interminables orgasmos, siempre sobre mí, con sus caderas sometiéndome a un castigo
divino– parecen esquirlas de un sueño que se reventó irremediablemente. Cuando Claudia-
Ofelia se enteró que iría a su tierra –probablemente ella lo supo mucho antes de que yo
recibiese la invitación– me contactó.
Hola, señor, escribió a través del WhatsApp, sé que viene por acá.
Esperé unos minutos, estaba algo sorprendido de que me escribiese, aunque
esperaba que lo hiciera desde que la información del encuentro se colgó en el Facebook
oficial de la Universidad del Quindío.
Así es, le respondí.
Qué bueno que me responde… No me ha escrito hace tiempo… Bueno quería
preguntarle cuántos días se va a quedar.
Dos, le respondí.
Son como pocos, ¿no cree?, ¿qué día llega?
Un miércoles.
¿Por qué no se queda el fin se semana, así puede conocer el hermoso paisaje
cafetero?... ¿Qué le parece?
No me gusta pasear solo.
No, pues, lo que le quiero decir es que se quede, y yo lo llevo a pasear.
Lo voy a pensar.
Piénselo. Sería rico pasear juntos, conocernos.
Al día siguiente le escribí. Aunque dudada todavía de lo que podía suceder, también
sentía que era quizás la única oportunidad que tendríamos de vernos frente a frente. Algo
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tenía que germinar luego de tantos meses de intenso riego virtual. Y si no pasaba nada, era
el paso necesario para poner un punto final.
Está bien, me quedo el fin de semana, le escribí.
¡Qué rico!... ¿Qué le gustaría hacer?
Esa pregunta era una forma de transmitirme la responsabilidad sobre lo que
debíamos hacer o no. No contesté. Me sentí un estúpido, como ese Bernardo adolescente
que mira las agujas del reloj, mientras Mariana piensa si me aceptará como su enamorado.
Finalmente le dije:
Usted decida.
Listo, yo organizo todo. En unos días le escribo.
Faltaban dos semanas para emprender el viaje. Por la noche me comuniqué con
Miguel. Le conté que había decidido prolongar la estadía hasta el fin de semana. Qué
bueno, compadre, me respondió, así podemos hacer un pequeño viaje interior. Solo atiné a
decirle: Gracias. No tenía todavía el valor de contarle sobre mis planes.
No desearás a la mujer del prójimo, aunque esta sea la ex esposa.
No te dejarás llevar por la ilusión, por esas formas tramposas de la fantasía.
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una mueca de asco, una lágrima– que otorgan verosimilitud al relato. Fui a la casa de Arión
–se hacía llamar así porque era un fanático de la cultura griega, pero en realidad era Julio
Antonio: un nombre más de personaje de telenovela que del psicópata que parecería ser–
porque me había dicho que era pintor. A ver, te cuento cómo fueron más o menos las
cosas, le dijo Andrea a la alumna de Madame Foutille, este profesor parecía todo un
intelectual. Era inteligente, culto, decía que hablaba doce idiomas. Era medio enano pero
armónico, con unos ojos entre verdes y grises y una sonrisa sucia, ¿si sabes?, de esas que te
desnudan. Nos daba clases de filosofía. En esa época usaba un sombrero de lino, que en
nada combinaba con las zapatillas playeras ni con los jeans apretados. Nos decía en clases
que era un estudioso de los ritos satánicos. Nos mandó a leer El Evangelio de Judas. Desde la
primera clase empezó a hablar conmigo y a verme con ojos encantados. Una sabe cuando
un man quiere algo. Tomamos varios cafés en la cafetería de la Facultad. No te digo que
estaba loca de amor, nada que ver, a mí me gustan los extranjeros, ja. Húngaros, búlgaros,
así. Como que nos vemos bien: ellos, blancos, altos, y yo con esta piel morena, de latina
fogosa. Bueno, pero me gustaba su inteligencia. Arión y Andrea, no sonaba mal. Entonces
yo tendría veintiún años y el treinta más o menos. O sea, no era uno de esos profesores-
viejos-verdes que te acosan desde el primer día de clases, porque piensan que una porque
es mona, así, se tiene que acostar con ellos, nada que ver. Una vez le confesé que uno de
mis fetiches es que me pinten desnuda. Entonces Arión me dijo: yo soy pintor. Ven a mi
casa y te muestro mis cuadros. Si te sientes cómoda te pinto. Una no es tonta, qué va, sabía
que corría algún riesgo, pero accedí, porque una parte de mí se sentía fascinada. Además, si
de verdad era pintor, ya nada, estaba hecha. Fui un poco antes de las seis, apenas empezaba
a anochecer. Vivía, debe seguir viviendo, en una casa vieja de San Juan. Apenas entré,
Arión me saludó con un beso en la mano: todo un caballero. Se había quitado el sombrero
y se podía ver la calvicie temprana. Me dijo: ponte cómoda. Otra vez esos ojos lascivos.
Voy por un vino, dijo, y se perdió por un pasillo. Entonces vi un cuadro inmenso en el
vestíbulo. Estaba ahí para causar impacto. Era una mujer desnuda, con el rostro medio de
lado, un ojo recto, el otro torcido, una chica Picasso. Había algo que no lograba precisar
pero que me estremeció. Nos sentamos en la sala. Los muebles eran viejos, como esos que
se heredan de los abuelos y que nunca se restauran. Las cortinas caían pesadamente hasta el
piso sobre el que estaba una alfombra amarillenta. Recuerdo nítidamente el aroma a
humedad, a encierro, no sé, cómo a algo descompuesto. Un centenar de libros estaban en
un librero arrimado contra una pared. Y otros cuadros más, todos de mujeres desnudas.
Algunas miraban de frente con unos ojos como de agua. Me acerqué a una de ellas y me di
cuenta que, en realidad, no tenían ojos, sino una especie de mancha húmeda. Raras. Arión
trajo una botella de vino y la destapó. Dejemos que respire un poco, dijo, y sonrió con esa
risa maliciosa. Me sentía cohibida. No era el mismo Arión con el que había conversado las
últimas semanas. Me dijo que era un amante de los rituales satánicos. Me dijo que le
gustaba y que quería pintarme. Me dijo que tenía que irse al baño. Durante esos minutos
miré con más cuidado a las mujeres de los cuadros, y descubrí lo que me produjo esa
sensación extraña al entrar al vestíbulo y ver el cuadro inmenso que Arión había colocado.
Todas las mujeres estaban muertas. Pálidas, con ese color pálido de los muertos. Una sabe
cómo es el color del cuerpo sin vida. Arión regresó. Se había quitado la ropa que antes
vestía y se había puesto una salida de cama, una de esas de cuadritos que usan los abuelos.
No llevaba camisa, tampoco medias ni zapatos. Y me imaginé que tampoco tendría puesto
un bóxer. No has servido el vino, me reclamó, y él mismo lo puso en las copas. De sus ojos
salían llamas. Se acercó con una aguja en la mano. Tranquila, me dijo, y me tomó una
mano. Serena, dijo, y cogió uno de mis dedos. Insertó la punta de la aguja en una de las
yemas, creo que fue en el anular. Yo no lograba reaccionar de ninguna manera. Era como si
no fuese yo la que estuviese viviendo ese momento. Parecía una escena de una película. ¿Si
la cámara estuviese fuera de la casa, observando a través de un intersticio de la ventana,
101
vería a una mujer sometida al dominio de un enano perverso? Pero dentro, yo, que era yo,
pero otra también, levitaba, incapaz de regresar a mi cuerpo, de soltarme las manos, de
decirle: Basta, Arión, suéltame, me voy. Pero no pude hacer nada en ese momento, ñañita.
Arión chupó la gota de sangre que burbujeaba en la yema de mi dedo. Cerró los ojos unos
segundos. Algunas siluetas parecían moverse en la superficie de las paredes. Sentí una
corriente de viento que emergía del piso. Al abrir los ojos, me dijo: Andrea no eres virgen.
Era como si estuviese poseído. En sus ojos era posible encontrar el infierno. Sentí nauseas,
miedo, quería salir corriendo, pero algo me mantenía atada al piso. Estaba presa. Me dijo:
Andrea quiero darte por el ano y se abalanzó sobre mí. Apenas pude soportar su
embestida. Le dije: Arión no me violes. No te voy a violar, me respondió, solo quiero darte
por el culo, gozar. Vi que hablaba en serio. Para ganar tiempo le dije: pero no tan brusco,
pues, tomemos el vino y luego nos acostamos, pero algo rico, para que los dos disfrutemos.
No, me respondió, y volvió a apretarme sobre el sillón donde me había llevado. Después,
me dijo: te voy a matar como a ellas y luego te voy a retratar como a ellas. Ahí sí me asusté.
Pensaba que al irse al baño se había pegado unas líneas de coca, y que por eso estaba
eufórico, pero cuando me dijo que me iba a matar me puse mal. Oye, tranquilo, le dije, me
estoy sintiendo mareada. ¿Por qué?, preguntó Arión. Le dije que no había comido nada.
Voy a la cocina y busco algo, ¿sí?, le propuse. Ni se te ocurra, me respondió y me apretó
con más fuerza. En la cocina tengo un cadáver. Era cierto, pensé, ese olor a encierro era
más bien como ese tufo asqueroso que producen los restos de pollo cuando están en la
basura. Me imaginé que adentro de la cocina estaría su última víctima cortada en pedazos.
Ahora, quédate tranquila, me dijo, y me sacó la ropa. Lo hizo con violencia. Yo entré en
pánico. No pude moverme. Entonces empezó a olerme desde los pies hasta la cabeza. El
man era como un perro, babeaba. Me lamía, y me decía: solo quiero tu ano, solo tu ano. Le
dije: Arión, tengo que comer algo o voy a vomitar. ¿Cómo qué? Un pollo a la brasa, le
respondí. Pero sabes que soy vegetariano, me dijo. Es que tengo ganas de un pollo asado.
Me miró con ojos de diablo, pero como que se tranquilizó. Algo de humanidad todavía
latía en su interior. Qué terror. Está bien, respondió, voy a pedir a domicilio. Se incorporó
y se acomodó la salida de cama. Vi que tenía unas piernas flacas y blancas con varias huellas
moradas. Y te juro, ñañita, que tenía un pene tan pequeño que se enredaba entre los pelos.
Invisible. Parecía una mujer, era un clítoris. Ya vengo, dijo, no te muevas, y se fue por el
mismo pasillo por el que se había perdido antes. Tenía frío, temblaba. La casa parecía una
cueva. No sé cómo sentí una fuerza interior que me decía lárgate, flaca, ahora mismo. Ahí
reaccioné. Tomé mi ropa, y salí corriendo de la casa. Era ya de noche. Varias personas que
estaban en las aceras me vieron correr desnuda por esas calles de mierda. Corrí y corrí hasta
que llegué a un parque. Me escondí detrás de un árbol y me vestí. Quise ir a mi casa, pero
no sabía dónde estaba, todo me daba vueltas, por fin pude vomitar. No recuerdo nada más,
hasta que desperté en el mismo parque a la mañana siguiente. Fui a la Facultad, tenía un
examen de Semiótica al que no podía faltar. Recuerdo los ojos de los chicos, los
murmullos. Horrible. Di el examen como pude y me fui a mi casa. No regresé a la Facultad
sino a la semana siguiente. Me había recuperado. Tenía una decisión tomada. Mi orgullo de
mujer manaba me dio fuerzas. Esto no podía quedarse así. Miré que Arión estaba en el bar
tomando un café. Me acerqué y le dije: te voy a poner una denuncia. Él me miró como si
fuese una loca. ¿Pero qué dices, Andrea? ¿No recuerdas acaso que fuiste a mi casa, tomaste
un café y luego te fuiste? Desgraciado, sabes todo lo que hiciste. No tienes pruebas, me
dijo, y sonrió con esa sonrisa cínica, es tu palabra contra la mía. Sería su modus operandi,
pudo decir Madame Foutille, una treta, una táctica, una escuela. Todos los hombres tienen
una, ¿cierto?
102
La niña está en el centro de la laguna. A su alrededor giran inmóviles, hombres,
mujeres, caballos, cabras, pavos reales, lechuzas y pájaros: una decena de pájaros que
despliegan su estático vuelo apenas sobre la tierra. También animales fabulosos de ojos
negros y pelajes rosados. Hay algo de humanidad en sus miradas, como si alguien –el
observador, quizás– hubiese decidido dotar de un mismo espíritu a todos los seres vivos
que pueblan el jardín. La niña está junto a una esbelta chica negra. Da la espalda a varias
jóvenes, de largas cabelleras blondas. Su cuerpo apenas difuminado detrás de una capa de
gaza. Es tan pequeña –una mancha, un grumo de color, una pincelada– que no es posible
determinar si está triste o alegre. Un brazo se estira, como un gato que se despereza, y
permite descubrir los cinco dedos de una mano. La mano se mueve como una pluma que
flota al viento, una mariposa errática. La niña crece. Ahora sonríe. Cierra los ojos. Enrosca
los labios. Lanza un beso al otro lado del jardín. Quizás alguien –el observador– pueda
percatarse de la travesura. Está desnuda. Es una desnudez desprovista de erotismo. Apenas
una piel brillante, sin senos ni curvas femeninas. La cabellera teñida de naranja cae sobre
sus hombros y cubre algunas de las pecas que han empezado a aparecer. Ahora se ensancha
la espalda, se amplían las caderas, le crece vello en las axilas. Vuelve a sonreír. Hay una
mínima abertura entre los incisivos. La escena estática parece no importarle. Las mujeres
siguen tan fijas como al inicio de los tiempos. Tampoco se han movido los hombres ni los
animales. Serán así por siempre, como trazos de óleo. Pero la niña se transmuta
velozmente. Ahora le crecen los senos. Durante unos segundos parecía un monstruo, como
si dentro de ese cuerpo una serie de otros cuerpos pugnaran por emerger. Las aureolas
parecen dos insectos. La niña mira al otro lado. Sabe que el observador está al otro lado
con las manos sobre las palabras tratando de describirla. Se ruboriza: dos manchas rojas
cubren las mejillas, al tiempo que ella se cubre los pequeños senos con las manos. El
observador, eso es seguro, no ha cerrado los ojos para evitar el pudor de la niña. No ha
desviado la mirada hacia las otras dos zonas del jardín. La niña se hunde en la laguna. Solo
deja la cabeza a flote. Los ojos grises, magentas, tornasolados. Los párpados empiezan a
cerrarse. No debes quedarte dormida dentro del agua, pensará el observador, puedes
resfriarte. Y la niña, al otro lado, quizás pueda leer esos pensamientos, y salga con rapidez,
sin importarle su desnudez. Da igual, podrá pensar la niña, si hay mujeres desnudas
también dentro de la laguna, y fuera, y más allá. Quizás salga de la laguna y corra para
esconderse detrás del hombre-árbol. Pero la niña sigue dentro del agua. Se deja vencer por
el sueño. Pero solo durante un par de segundos, hasta que su cabeza empieza a hundirse en
el agua. Entonces se despierta sobresaltada. Toma uno de los pájaros que flota cerca y se
cubre los senos. Luego otro, con el que se protege el sexo. Sale. El observador apenas
puede seguirla mientras salta de un lado a otro, sorteando las manchas de pintura, los
grumos, los quiebres del trazo. Otra vez ha perdido la consistencia, el tamaño; otra vez es
como un leve vapor de color impreciso que se camufla con el paisaje. Desaparece. A pesar
de la honda tristeza, el observador se reconforta porque cree que la niña aparecerá en
cualquier momento. Lo único que debe hacer es apostarse ahí, frente al jardín, sin darse
tiempo más que para esperar que la niña emerja de entre las formas fijas del jardín. Y
vuelva a tomar cuerpo. Mientras tanto, puede rememorar lo que ha visto, una y otra vez,
hasta que, incluso sin dejar de mirar el jardín, en sus ojos amanezca la noche.
103
que producían las vísceras a la brasa; la mesera se acercaba a nuestra mesa con el rostro
fatigado y una sonrisa apenas armada; sonaban los acordes de un vallenato en los parlantes
estéreos.
Hágale, dijo Miguel.
¿En serio no te jode?, le pregunté.
Nos divorciamos hace años, compadre, no tenemos nada.
Bueno quería contártelo.
Hágale…
La mesera pasó junto a nuestra mesa mascullando algo entre dientes; algunos
pedazos de carne eran devorados por un centenar de bocas: fauces abiertas de par en par
por donde ingresaban los sanguinolentos restos de una vaca; una mancha de humedad se
formaba debajo de los vasos de cerveza.
¿A dónde te invitó?, preguntó Miguel.
No me dijo. Solo quedamos en que me pasaría recogiendo mañana por el hotel al
mediodía.
Ok. Entonces nos vemos luego del almuerzo para tomar el café y presentarte a mi
nueva novia.
¿A qué hora?
Supongo que a las tres, ¿no?, ¿o crees que te demores mucho más en un almuerzo?
Me escribes un mensaje y te paso a recoger.
Está bien.
No le conté a Miguel que habíamos acordado con Ofelia (desde que hablamos unas
horas antes, luego de la charla sobre literatura y canibalismo, se transmutó violentamente:
no más Claudia: Ofelia, Ofelia, como el susurro del mar de Tonsupa que visitaríamos unos
meses después) que me recogería a las nueve de la mañana del siguiente día para ir a
Pereira. Tampoco le conté que desde Quito me había propuesto que prolongase mi estadía
en Armenia hasta el domingo siguiente. Mire, me dijo Ofelia cuando todavía era Claudia, he
pensado que el viernes, luego de su charla, podríamos viajar a una hostería que queda a dos
horas de aquí, dormir ahí, y pasar ahí todo el sábado. Volveríamos el sábado por la tarde.
Así usted puede descansar y tomar su vuelo el domingo. Usted paga el hotel, yo la cena. Le
respondí inmediatamente que estaba de acuerdo. Así quedamos, respondió. Las siguientes
horas imaginé cómo sería esa noche juntos. La noche en que nos descubriríamos más allá
de los amores virtuales a los que nos habíamos entregado con devoción los últimos meses.
Era una escena difusa, desdibujada detrás de velo, o esplendorosa como una gigante
mancha de luz que enceguece. Las últimas gotas de rencor que tenía por su negativa a viajar
conmigo a la playa, meses atrás, terminaron por desvanecerse. Evocaba la primera vez que
la vi, de la mano de Miguel, caminando por los jardines de la universidad, ¿o era uno de los
pasillos exteriores, junto a los rosales? Era perfecta. La belleza tangible. La belleza que se
forma frente a tus ojos, el mundo que nace, el encuentro de la noción con el signo. Sus
dedos largos, las venas hincadas a la piel húmeda, los nudillos ligeramente escleróticos. A
pesar de mis esfuerzos para que la razón me gobernase, terminaba vencido por las fuerzas
oscuras de la emoción. El apetito insaciable del animal en cautiverio. El deseo oculto del
can que se evidencia frente al plato de comida. La furia de los monos enloquecidos,
enjaulados. Odié a mi ex mujer. La odié porque todo lo que había pasado, incluso esa breve
posibilidad de la felicidad, era su culpa. Faltaban pocos días para viajar. La vida giraba
alrededor de esa escena futura: la cena, los campos abiertos del Eje Cafetero, la música y el
vino. Mi mano toma la suya. ¿Se pondrá un vestido vaporoso, una minifalda estrecha, o un
holgado vestido étnico, tacos aguja, zapatillas romanas; se pintará los ojos, las cejas, usará
un labial rojo, o dejará la piel libre de emplastos; cerrará los ojos cuando me acerqué,
transpirará presa de los nervios, olerá a perfume dulce, ácido; comerá abundantemente o
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pedirá una ensalada fría; tomará vino, champagne, ron, vodka; cruzará las piernas, me
tocará una rodilla?
Compré unos cuantos recuerdos para regalarle: una libreta de hojas blancas para
que pueda empezar sus más hermosos bocetos. Claudia-Ofelia me había dicho que era
pintora en uno de los primeros mensajes que nos cruzamos. Que era profesora de inglés,
solo para ganar algo de dinero, que se había decidido por estudiar una Maestría en Cultura
pensando en el futuro. Quería ser docente. Entonces, imaginé que si yo hubiese sido su
alumno habría perdido la razón por la hermosa profesora colombiana. Todavía no conocía
de su tartamudeo. Meses después de mi regreso a Quito, cuando Ofelia era solamente la
estela marchita de un amor carcomido, me reuní con mi ex mujer. Me comentó que estaba
enterada de mi romance con Claudia. Para mi ex, ella siempre sería Claudia. Lejos estaba de
saber de las tonalidades amorosas que nos llevaron a inventar un mundo, cuyo inicio estaba
en la nominación de las primeras palabras: Te llamaré Ofelia. En esa charla, mi ex mujer
me dijo que Claudia había mostrado, cada vez que la habíamos visto en nuestra casa, un
recurrente estado de ansiedad que se expresaba en el tartamudeo. No recordaba nada, le
respondí. Claro que sí, subrayó con ese tono que usan las esposas para poner en evidencia
los defectos del marido, si tú mismo te burlaste: cuando tartamudea se le va el cantadito
colombiano, tan sexy, dijiste. Empecé a recordar levemente aquella noche. Fue cuando
también me dijiste, me dijo mi ex, mientras fumaba alegremente, ¿por qué será que las
colombianas tienen ese tono tan sexual para todo? Tú les dices qué tiempo de mierda, con
esos fríos invernales de mierda, y ellas te contestan: ay, cómo rico, ¿cierto? Claudia también
me dijo que ahora –entonces cuando empezamos nuestro romance digital– estaba sin
empleo seguro, que el divorcio con Miguel le había traído muchos problemas, que estaba
decidida a buscar suerte en cualquier lado del mundo (podría imaginarla trabajando como
personal de limpieza en algún hotel de Queens; o en un restaurante de Manhattan como
mesera, destruyéndose los pies, las rodillas, las manos; debería compartir el departamento
diminuto con dos tres cinco colombianos más, con camas calientes, un solo baño y una
sensación de dolor que le envuelve el cuerpo como una camisa de fuerza, un cordel de
púas). Recuerdo una especie de dolor en el corazón cuando me dijo eso, como si esa
manifestación así de clara, fuese al mismo tiempo una sentencia que reafirmaba la
imposibilidad de construir un amor real, pero no me hice caso y continué enfebrecido
creyendo que con ella, más allá de las primeras dudas, el amor podría reconstituirse. La
separación de mi esposa había sido tan dolorosa –un martillazo en las costillas, un hondo
vacío que germina en un permanente estado de angustia, decenas de cálculos renales que
recorren dulcemente los conductos humanos– que el encuentro con Claudia, a pesar de la
distancia geográfica (algunas veces llegué a creer que vivía en otro planeta, tan distante la
veía), me dotaba de nuevos aires. Era posible ilusionarse nuevamente, creer que el amor, el
enamoramiento; todavía poseía esa enorme fuerza que da sentido a la vida. Me dijo
también que había estudiado en la Facultad de artes y que quería ser pintora. Bah, ya soy
pintora, me escribió, aunque no con la fecundidad que quisiera. Me mostró un cuadro en el
que estaba trabajado. Era una réplica de Las espigadoras de Millet. Tenía pulso para
reproducir la composición del cuadro: los cuerpos de las mujeres campesinas, la
profundidad de campo. Incluso algo de la atmósfera cromática empezaba a evidenciarse en
la tela. Pero el trabajo estaba inconcluso. Era como si un fragmento de la realidad
apareciese ante los ojos del observador, al tiempo que la totalidad de esa realidad estuviese
todavía oculta en los trazos invisibles del lienzo. Le propuse que podríamos dedicarnos a la
falsificación de obras de artes. Nos hacemos millonarios, respondió. Al ver la imagen del
cuadro en el que Claudia estaba trabajando (me la envió a través del WhatsApp), me
pregunté si esa sería la razón de ser del arte: una reproducción de lo que está antes, un
palimpsesto infinito donde no terminan de borrarse los rasgos de lo que fue, o un retazo
nítido del mundo –como esa fracción del cuadro de Millet que Ofelia hacía suyo– que
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oculta el conjunto. Esa noche en que la miraba dormir junto a mí, muchos meses después
de haber contemplado la imagen del cuadro. Esa noche cuando hice un recorrido por el
tiempo que habíamos compartido. Esa noche en la que la imaginé con una bala en el centro
del corazón, también recordé la imagen del cuadro. Y pensé, como pienso ahora, que
Ofelia siempre fue una artista en la acepción primera de la palabra, aquella que viene de ars,
destreza adquirida. Su mano poseía la capacidad de la belleza, la belleza como réplica, pero
carecía de la belleza como creación. Era imposible que pintase un cuadro que hubiese
salido de una intuición, o de un juicio programado. Eres una artista de la mentira, le dije
mientras dormía, y quise que todo hubiese sido solamente una pesadilla. Al despertar, el
mundo regresaría a la lógica que necesitaba, y a mi lado, en vez de Claudia, me encontraría
con mi ex mujer, en aquellos días en los que también con ella creía que, por fin, había
logrado vivir dentro de la ficción más grande de todas, el amor, como si fuese la única
verdad posible. Pero no fue un sueño o una pesadilla. Los días no regresarían. No había
máquina del tiempo que pudiese descomponer el presente para llevarme al inasible pasado.
No. Todo es lo que debía ser.
Para el biografiado, cuando todavía su vida no constituye ninguna referencia
ejemplar, las cosas se dan por el movimiento propio de la Historia, su historia personal y
aquella con mayúscula. No está consciente de que la mirada de alguien lo escudriña, lo
persigue. Su condición, como tal, solamente se legitima cuando el biógrafo organiza su
vida, la califica, la conecta con las circunstancias de la Historia. Ahí, en ese cruce, parece
que las cosas vividas cobran otro sentido que no sea la inmanencia de un cuerpo que, una
vez nacido, debe continuar con la degeneración celular. La mayoría de los seres humanos
estamos condenados al olvido –si, en efecto, es una condena–, a una ligera permanencia en
la memoria de los que vendrán. Si tienes hijos, al menos, tu presencia llegará hasta tus
nietos, si es que la muerte no te ha sacado del juego antes, antes de que tus nietos tengan
alguna idea sobre su abuelo. Si no tienes hijos, quizás tus sobrinos puedan perpetuar algo
de lo que fuiste y, en el mejor de los casos, sus hijos puedan recibir alguna información
sobre el tío ausente. Te recordará algún amigo, algún viejo amor, pero sus hijos nada, para
ellos no serás ni la evocación pasajera de un cuerpo que fue. Nadie recordará esas lánguidas
tardes de verano, con un gin tonic en la mano y luego otro más, mirando, desde la terraza, a
la gente que se acostaba sobre el césped del parque Santa Clara. Entonces, la obsesión por
las palabras era lo único que te otorgan algo de tregua. ¿A quién recuerdas tú mismo de
aquellas personas que, dices, fueron más o menos importantes en tu vida? La mayoría son
siluetas difuminadas, apenas vagas presencias que se alejan por un túnel. ¿Hasta cuando tus
hijos, hermana, te recordarán, hasta cuando tu aroma, tu sonrisa, tus pasos serán tangibles
para ellos? ¿Cuándo serás solamente un eco, una palabra que aparece ya desprovista de
sentido? Para el biografiado, su biógrafo es la última persona que puede tomarse en serio la
vida que ha tenido. Solo para él –es la obsesión del investigador– los eventos
intrascendentes pueden tener algún valor que supera la simple constancia de la vida que se
derrumba cada día. Se nace para morir: esa es la broma infinita. ¿Recuerdas cuando te
escondías en una sala de cine para dejar que el tiempo haga lo suyo? Entrabas a la primera
función, a las dos de la tarde, pensando que al interior de la sala oscura era posible
encontrar algo parecido a la felicidad, mirando ese mundo que, a través del chorro de luz,
se armaba ante tus ojos. Para el biógrafo, ese mínimo acto pude suponer la explicación
sobre tu necesidad de huir de la vida cruenta que estaba afuera. El anonimato. El vacío. El
consuelo. El Águila te dijo, en alguna de las jornadas de delirio ebrio, que él sería tu
biógrafo. Le llevabas diez, quince años. Él suponía que te sobreviviría lo suficiente como
para que tu vida tuviese uno o dos giros potentes. Algo que justificara la escritura de tu
biografía. Recuerdas esa madrugada: la primera luz que aparece entre los edificios, todavía
la bruma de una noche prolongada, los acordes de una insistente canción que se repite en el
IPad, el escozor de la garganta sometida al infierno. Yo voy a escribir tu biografía, loco, te
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dice el Águila, con los últimos restos de la cordura, antes de lo que todo termine (dos horas
antes, lo miras desnudo con la cabeza entre las piernas de una amiga que ha traído a su
casa, mientras ella te come; hay algo de santidad en sus ojos cerrados, algo de comunión en
los labios que toman tu prepucio como a una hostia). Tu biografía, loco. Y le crees. Quieres
creer en lo que te dice, pero sabes que esa declaración de amor es tan evanescente como el
tiempo. Al día siguiente, el sol inunda la habitación. Estás solo. La cabeza te estalla. Nada
queda. Todo está por decirse, todo por hacerse.
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como armaba sus maletas, preferí esconderme esa noche en un cine). Si nuestra madre
moría, hermana, desaparecía todo lo que me unía al Ecuador. Vendería lo que pudiese. Me
refugiaría contigo. Tu marido habría para entonces asumido con valentía el divorcio. Se
habrían dividido los bienes. Nos reencontraríamos como siempre debió ser. Tú fuiste mi
primer amor, y a ese amor deberíamos regresar sin el temor a la condena social. No nos
importaría nada. Solo nosotros hasta que tus hijos crezcan y se lancen al vuelo. Entonces,
tomados de las manos, recorreríamos el mundo, hermana, ese mundo que soñamos desde
el día que nos internamos para descubrir que nuestro destino estaba cifrado en la piel
húmeda del bosque. Ese futuro me fue arrebatado. Llegué a creer que las conjeturas de
nuestra madre no eran descabelladas como me parecieron la primera vez que las exponía.
Mamá decía que él, tu marido, era responsable de tu dolor. Que no debía haberte llevado a
la casa de tus suegros, dos días después de haber sido operada de un quiste de útero. Ella
me dijo –me dijo mamá, una y otra vez, los días siguientes a tu muerte– que le habías
expresado tu miedo a la operación, y que después de la operación, cuando te veías en
franca mejoría, le habías dicho a mamá, con una seguridad aplastante: Sabe, mamá, creo
que me voy a morir, pero estoy tranquila. Era el miedo, creo yo, creía entonces, como no sé
si creer ahora. ¿Miedo a qué le tienes?, te pregunté, y rematé: ¿A la muerte? No,
respondiste, a que mis hijos se queden solos. Nunca te gustó hablar de la muerte, te
producía pavor, por eso preferías cambiar de tema, mientras yo te decía: Uhh, la muerte, la
muerte te coge los pies. Cuando fuimos con mamá a Livorno para mirar donde yacían tus
cenizas, tu marido, tu ex marido –¿el esposo viudo, el padre sufrido, el hombre golpeado
por la vida?– me preguntó sobre mi idea de la muerte. Me asusta, le respondí. ¿Por qué
ustedes, tú y tu hermana, le tienen, ella lo tuvo, miedo a la muerte? No sé, le dije, es un
miedo atávico. Me parece un rasgo tercermundista, dijo. La vida entraña la muerte. Es un
hecho natural. No hay que tenerle miedo. Estamos en una cafetería, solos, tomando
expresos. Afuera, en una pequeña plaza, la vida estalla en las diversas formas de la alegría:
los niños corren de un lado para otro, algunos jóvenes ríen y coquetean a las chicas que
pasean; el humo de los cigarrillos, el tintineo que los hielos producen dentro de las copas, el
aroma a pizza. Habíamos almorzado juntos –nuestra madre, tu ex esposo, tus hijos–, y
luego de terminar una botella de vino, ¿espontáneamente?, le habíamos pedido a tu esposo
viudo que nos relate la noche aciaga. Nos fuimos a dormir, empezó. A eso de las dos de la
mañana, ella vino a mi habitación gritando (sabíamos que no dormían juntos hacía más de
un año) y me dijo: ¡¡Me duele la cabeza, me duele, me estalla, no puedo más!! Su cabeza
cayó sobre mi pecho. Miré como su rostro se volvía como una hoja pálida. Abrió la boca,
torció la lengua y la volvió a cerrar con fuerza. Grité. Metí mis dedos en su boca –pobre y
hermosa y monstruosa hermana, pienso, mientras imagino el horror de esos segundos–
para que no se ahogara. Se despertó mi madre, sigue tu ex esposo, y también la vio ahí: el
cuerpo que se comprime, la vida que se te va, mi bella hermana. Llamamos a la ambulancia.
¿Sufrió?, preguntó mamá. Unos segundos, respondió, todo fue violento, veloz. Te veo,
hermana, veo como tu cuerpo se marchita, como se consume en el fuego que estalla en tu
cabeza. Veo ese segundo de miedo cuando descubres que estás muriendo: debieron ser uno
o dos o tres segundos de conciencia: te estás muriendo. En el vuelo Ecuador-Italia
habíamos recordado con nuestra madre sus primeros años del matrimonio. Fueron felices,
coincidimos. Nunca, hermana, habías estado tan dichosa. Se veían bien juntos. Había un
intenso amor que los cobijaba. Cuando tu marido nos contó sobre esos últimos minutos de
vida, ese pasado luminoso nos llevó a que abrazáramos a tu marido, a ti te habría gustado,
¿cierto? En los segundos que duró ese abrazo, mientras tus hijos se habían recogido en su
habitación, conscientes, sobre todo el mayor, de que algo pasaba entre los adultos, le
perdonamos todo el sufrimiento que habías padecido los últimos meses ante sus evasivas
por decidirse a solucionar las cosas, aun cuando esta solución supusiese el fin del
matrimonio. Siempre fuiste, hermana, una enamorada del amor. Pero ahora, mientras
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tomamos los expresos, solos los dos, en medio de una multitud, tengo la necesidad de
gritarle que es un imbécil, un cretino: Solo a vos se te ocurre, hijo de puta, debí haberle
dicho, decirme que nuestro miedo a la muerte es un signo tercermundista. Pasados los días,
ya en Quito, empecé a coincidir con la versión de nuestra madre. Tu amante esposo, de
alguna manera, había precipitado tu muerte. Los médicos dicen que la causa fue congénita,
nos había dicho cuando habías muerto. ¿Congénita? ¡Qué diablos suponía eso! Era como la
respuesta obvia que dicta el protocolo médico. No había rasgo de humanidad en ese
diagnóstico, como si todo estuviese tenido que ser así. Mi hija estuvo estresadísima los
últimos meses, le dijo nuestra madre a tu esposo, minutos antes de ese abrazo del aparente
perdón. Gracias por haber estado con mi hermana, contigo, le dije, mientras contenía todo
el llanto que había guardado durante los últimos meses. Pero ahora, como entonces, tengo
la absoluta certeza de que nunca podré perdonarle por no haberte cuidado, por no haber
celebrado la vida como te merecías, hermana. Miro otra vez por la ventana, y veo a ese
mismo sauce batiéndose entre las ondas del viento. Busco alguna pastilla que me calme. Te
busco, hermana, entre las ramas lánguidas del sauce que caen hasta la tierra, pero solo hallo
el mismo ritmo pausado del mundo que sigue girando a pesar de que todo parece morir.
Cierro los ojos y miro tu sonrisa. En ella me refugio. Todavía el eco de tu risa no se ha ido.
De alguna manera siempre vivirás en mí.
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puñalada en la espalda, dijo con unas risas que atravesaban las palabras. El tiempo pareció
detenerse. Fueron unos días lluviosos, una de esas sentencias que aparecen en la literatura y
que perpetúan en la realidad, como si la ficción tuviese capacidad de incidir directamente
en la vida misma. Ofelia había contado, mientras acariciaba sus manos, esas manos largas
que flotaban sobre las aguas termales, que su vida se había convertido en un calvario.
Mi madre siempre creyó en la palabra de Miguel, dijo Ofelia, con esa musicalidad
apesadumbrada que me encantaba.
¿Por?, pregunté.
Mi mamá es, mejor dicho, un caso. Cuando me divorcié, Miguel fue un día a
nuestra casa. Calculó las horas en las que yo dictaba clases de francés fuera de casa, y le dijo
que yo era la culpable de todo, que había sido yo la que traicioné su confianza. Ella acabó
con todo, dijo mi mamá que Miguel había concluido. Y ella le creyó. Desde ese día, cada
vez que puede, me saca en cara mi culpabilidad.
Véngase a Quito, le dije, y la besé.
Bueno, me contestó dos semanas después, voy para Quito. Me dijo que no le
habían renovado el contrato en una institución pública en la que trabajaba levantando
información de sitio.
Es el destino, dije.
Parece que sí, respondió.
El remanso del mar. El eco de un tiempo que se ha perdido en los meandros de un
espejo trizado. ¿No le importa mi celulitis? No, amor, es una delicia. Los días atrapados en
esa forma del amor que se enreda a sí misma, se devora hasta la médula. Me encanta su
casa, dijo cuando faltaban unos cuantos días para su regreso, pero ese vitral que tiene en su
estudio es horrible. Yo le voy a hacer uno lindo, ya va a ver, que sea una pequeña forma de
compensación por todo. Le pedí que incluyese un insecto. Ese insecto –una libélula que
relampagueaba en tonos verdes, azules, violetas en el vitral que pintara Ofelia– era una
forma de homenajear a mi hermana. Desde niña le gustaron los animales, por ello a nadie
sorprendió que se decidiera a estudiar entomología en la Universidad Católica. Conoció el
Dr. Onore, un italiano que comandaba los laboratorios, y desde entonces soñó con viajar a
Italia. Obtuvo una beca en la Universitá degli Studi di Firenze, y hacia allá partió, hacía
quince años. El tiempo se nombra, se cifra en unas cuantas líneas. El tiempo se colapsa en
el acto de renombrarlo. Hay todo un mundo de días, horas, semanas y años que se
difuminan como las escenas editadas de una película, y, sin embargo, en ese corte –lo que
no se nombra, lo que no se ve– está el sentido mismo de la vida, la acumulación de los
eventos y las voces que se entrecruzan, los sonidos, los olores y las imágenes que se
devoran a sí mismos. En ese vitral, Ofelia incluyó además un toro, el perfil del rostro de
García Lorca y la silueta de la luna. Se tomó en serio y pidió pinturas de diversos colores y
texturas, pinceles y químicos. Semanas después, le mostré una fotografía a mi ex, una
noche en el bar La Estación, y me dijo sin dudarlo: Es increíble, Bernardo, cuando
vivíamos juntos no me dejabas poner un solo adorno que te pareciera fuera del tono de la
casa, y aceptas ese vitral tan horrible. Por los gastos no se preocupe, le había dicho semanas
atrás a Ofelia, cuando me confirmó que había decidido venir a pasar un mes conmigo. Yo
asumo todo. Por la tarde le envié la copia del pasaje de avión. La cadencia del cuerpo, el
suyo y el mío, que es uno solo. El tercero que se forma entre los dos. Faltaban dos o tres
días –ahora parecen escenas de una película silente, un mundo deformado que persiste solo
por mi necesidad de reinventar el pasado, como si yo mismo fuese el único biógrafo que se
anima a escribir mi biografía– cuando le dije: Tengo que preguntarle algo, tengo que
preguntarte algo. Claro, me respondió, con una mirada que no he podido olvidar nunca: era
una mirada sabia, la certeza de quien sabe que lo que viene, el brillo de un espasmo que
acristala la pupila. ¿Se va a quedar conmigo? A ver, dijo, y no tartamudeó como habría sido
justo y necesario. Yo lo quiero mucho, pero mi corazón está muerto. Debió ser como el
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crujido de una nariz fracturada, el edificio que se derrumba frente a la crueldad de un
terremoto, el impacto de un avión que se estrella contra la pista de aterrizaje. No supe qué
decir. El silencio nos invadió. Estábamos en la cama. Me di la vuelta hacia el velador. Le di
la espalda. Entonces ella me dijo: Solo le pido un favor, un favor te pido, no me destruyas
en una novela. Era otro tiempo, uno distinto como si ahí, en medio de las trincheras,
mugroso y moribundo, ella hubiese pensado que yo era un escritor, como si mi misión no
fuese sobrevivir como un simple profesor universitario, sino dedicarme al oficio de la
escritura. Las palabras habían sido mis fieles aliadas toda la vida, pero esas que permanecen
bullentes en el cerebro, incapaces de tomar vuelo por sí mismas. Cerró los ojos, Ofelia,
exhausta. Mientras dormía pensé que Miguel tenía razón. Era una falsa, una arpía, debía
asesinarla. Sin embargo, todavía la piel marina –anémonas, caballitos de mar, peces espada–
era mi piel, y sus besos habían logrado eclipsar el dolor que se había acumulado por las
muertes que me rodeaban. Pensé en mi hermana. Pensé en mi ex mujer. Pensé en el
fantasma de mi padre: eclipsado en el delirio alcohólico. Escribí un mensaje por celular a
mi ex. Le dije que quería morir. Y ella me respondió que me calmara. Bernardo, dijo, si
quieres ahora mismo voy a tu casa. No te puedo abandonar hoy ni nunca. Le respondía que
no hacía falta. Miré a Ofelia. Dormía plácidamente, inocente. Busqué un somnífero y me
dejé caer en un abismo. Estaba con Adriana, ¿era un bosque, un jardín, el centro de un
laberinto? Bernardo, me dijo, creo que eres gay. No sé si reí, si le dije que no, un no
rotundo, quizás callé. Debí decirle: tú sabes que no es así. ¿Desde cuando acostarse con una
mujer garantiza una única opción sexual?, me dijo Adriana. Era ese mismo tono de voz que
usaba siempre: una sentencia imposible de debatir. ¿Lo dices por la historia con Ernesto?,
le pregunté. Ella calló. En el silencio latía una pregunta que no había podido responder en
otras ocasiones. Con Adriana era imposible evadir las preguntas. Me miraba con esa mirada
desviada. La conocí tanto tiempo, pero todavía entonces, como ahora, sus ojos
desorbitados me generaban un sentimiento de desconcierto. Se tocaba las manos
plácidamente como una mantis religiosa, abría ligeramente los labios: la puntiaguda lengua,
bifurcada y grácil como la de una serpiente, alacrán, ojo de pez. Y esperaba, podía soportar
el silencio durante prolongados minutos. Conocí a Ernesto en casa de Isadora, le respondí.
Bailaba para el Frente de Danza. En realidad, lo conocía desde antes, ya sabes que en Quito
nos conocemos todos, pero no habíamos intercambiado más que unas pocas frases. Pero
en casa de Isadora empezamos a vernos con más frecuencia. Fueron varias semanas que
coincidimos en las fiestas que ella organizaba. Entonces ponía música en el Seseribó
algunas noches a la semana. Con eso le bastaba para vivir. Compartía la casa con otras dos
amigas. Ahora me parece que todo fue un sueño. No creo haber salido nunca del letargo.
Podría inventar los días precedentes, imaginar el escenario, la noche, el alcohol, la
marihuana, la música, Adriana, pero la fatiga me vence. Quisiera despertar, mirar el sauce a
través de la ventana, sentir los últimos rayos de sol que me calientan las enmohecidas
piernas. Despertar. El sabor ácido y dulce de su beso –una mezcla de tequila y chicles de
fresa–, la boca abierta, profunda, la lengua que gira y me engulle. Recorro su piel morena,
muerdo sus tetillas, huelo sus axilas. Ernesto gime, es un gemido infantil, antiguo. Se parece
a la mía, me dice, aunque más pequeña y se la traga hasta el talle. Hago lo mismo. Me
presiona con sus piernas. Hago lo mismo. Es una pequeña venganza. Dos horas atrás,
Isadora me dijo: Mira qué culo maravilloso. Ernesto apretó los glúteos que se levantaron
aún más. Tenía puesto un jean. Su culo era perfecto. Ahora lo tenía sobre mí. Podía oler un
ligero tufo a mierda. Lo amé. Esa vez no hubo penetración. Los besos se prolongaron el
tiempo que él dispuso hasta que dijo que era tiempo de terminar. Entonces cada uno se
masturbó. Veo las mínimas gotas cristalinas que eyacula. Continuamos viéndonos algunas
veces. Una noche le dije, mientras lamía los lóbulos de sus orejas, quiero todo, papi. Él me
miró. Sabía que me lo ibas a pedir, dijo. Buscó un frasco de vaselina en su velador. Se unto
un dedo y se esparció en la entrada del culo. Dame, dijo, y se puso en cuatro. Dame, pero
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suave, subrayó. Puse la punta de la verga en la entrada del culo. Sentí la vaselina. Y me
hundí sin pausa. Dos o tres o cuatro bombeadas después terminé. Le dije que no se
moviera, hasta constatar que mi semen comenzaba a salir de su maravilloso hueco. Luego
nos acostamos en la cama. Puse mi cabeza sobre su pecho. Tenía mucho vello. Me
rompiste el culo, Bernardo, me dijo. ¿Eres gay?, preguntó otra vez Adriana. No, le
respondí, solo me enamoré. Ofelia despertó. La mañana estallaba en las ventanas. Por la
tarde regresaría a Colombia. No quise tocarla. ¿Pasa algo, amor?, me preguntó. No, le
respondí. El resto del día transcurrió en silencio. Tengo mucho que leer, le dije. Estaba
entonces escribiendo la tesis doctoral. A las cinco, me detuve. Es un infierno, le dije. ¿Qué
cosa?, preguntó Ofelia. Tenerte aquí, haberte conocido, pensar que no volverás, quise
decirle, pero le respondí: la tesis. Durante el trayecto al aeropuerto rompimos el silencio.
Mire, Bernardo, me dijo, no quiero que piense que esto tan hermoso que hemos
vivido ha sido una mentira.
Yo creo que es precisamente lo que ha sido, le respondí. Usted vino al Ecuador con
la certeza de que sería solo un amor de verano.
No diga eso. Parece que soy una calculadora. Que lo usé.
De alguna manera es así, ¿no? Te pagué todos los gastos como a una scort con la que
debería tener sexo desde el primer día.
Así mismo fue.
Por mutuo consentimiento. Y ahora me dices que tu corazón está muerto.
Yo le había dicho que la separación de Miguel, el divorcio, la condena de la gente,
han hecho que me refugie. Pero no niego que estos días junto a usted una parte empieza a
renacer…
Pero no lo suficiente…
No lo suficiente para que decida quedarme con usted, eso no, qué tal, y si usted en
dos semanas me dice que ya no me quiere, que todo ha sido producto de la pasión…
Eso nunca.
No diga nunca. Además, hay que ver qué sucede cuando su ex sepa que está con
otra mujer. Las mujeres somos territoriales. Va a ver.
Eso lo dices tú. Yo tengo las cosas totalmente claras, sentencié.
Unas horas antes, mientras Ofelia dormía en mi cama. Tan serena, como una
muñeca de plástico, tan vulnerable frente a mi inaudita zozobra. Ahí, tan a mano de mis
instintos caníbales, tomé la computadora y busqué a Miguel en el Facebook. Estaba
conectado. Seleccioné en Google una fotografía de una botella de aguardiente y se la envié.
A los pocos segundos respondió. Ahora, hace unos años, busqué esa charla y la copié en un
documento distinto. Si la cortase y la pegase aquí, quedaría de esta manera:
Miguel: Con ese aguardiente coronas la tesis, je.
Bernando: Qué así sea.
Miguel: Espera la resaca.
Bernando: Ya pasó la resaca.
Miguel: Un día me he embriagado tres días… jejeje.
Bernardo: ¿Es un poema de Sabina?
Miguel: Es la metafísica popular del Papirri.
Bernardo: Cierto, ese man sí sabía.
Miguel: Como te dije: con ese aguardiente terminas la tesis.
Bernardo: Ahora ya puedo retomar.
Miguel: Re-tomar, esa es la palabra. ¡Chupa, loco!
Bernardo: Salud, cuate, carnal. El año próximo nos emborrachamos para festejar las
tesis.
Miguel: Mejor tu cuate que tu carnal, je.
Bernardo: Ja.
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Miguel: No seas meco.
Bernardo: Por no ser meco, hago lo que hago.
Miguel: Entonces te perdono, jeje.
Bernardo: Gracias, es importante para mí.
Miguel: Jeje, pásala bien, compadre, de eso se trata la vida.
Bernardo: Aunque luego lleguen las saudades.
Miguel: Hay que celebrar sin mesura para ahogar la saudade.
Bernardo: Re-tomar.
Miguel: Jeje, la palabra de estas festividades. Salud pues, compay.
Bernardo: Salud, abrazos.
Miguel: Abrazos, maestro.
Supe que Miguel se había retrasado en la entrega de la tesis. Yo finalmente pude
convertirme en otro difuso Doctor. Ya podía recetar medicinas, ja, como si eso fuese
posible. La literatura no cura nada. Mañana me despertaré creyendo que fue hoy. Que
Miguel nunca exisitó, que tampoco Ofelia, ni Adriana –ni la estela de un cuerpo que se
desvanece entre las espirales de arena del Salar de Uyuni–, ni Octavio, fueron carne de
carne, sino la sombra de otras sombras que miro en mi habitación, mientras la luz del
crepúsculo se derrama sobre el piso de azulejos. Mañana creeré que nunca te conté sobre el
escape en motocicleta. De ese otro que nunca más seré, que nunca fui. De ese otro que fue
ahora.
Me contó que su padre había conocido a su madre (cuando no eran más que dos
signos) hacía cincuenta años. Entonces, cuando me contaba, Isolina estaba sentada en una
butaca de cuero blanco, fumaba y reía y bebía champagne. Bebíamos champagne como dos
viejos amigos, como dos cansados amantes que, sin saberlo, pero sabiéndolo de antemano,
han perdido la última batalla del amor. Una mata de cabello negro le cubría parte del ojo
izquierdo. Me contó, al tiempo que una hebra de humo se enredaba entre su encrespada
cabellera negra, que su padre, cuando todavía no era un reductor de cabezas, había
conocido en Quito (probablemente en un café del Centro) a un pintor argentino. Digamos
que se llamaba Leonardo, aunque también podría llamarse Leandro, Meandro, Lizardo. Sus
trabajos incipientes lo llevaban hacia el abstracto, cosa que en los años sesenta resultaba
una excentricidad. Recuerda que había que ser indigenista, me dijo alguna vez Tolu, cuando
rememoraba ese tiempo. Era un argentino pedante, siguió Tolu, con un aire de
superioridad, que enloquecía a las mujeres pero que también le generaba la antipatía de los
hombres. No fuimos grandes amigos, no, porque también yo me creía un mosquetero y él,
tu Leonardo, se las daba del gran artista incomprendido. Mi papi me contó, siguió Isolina,
que cultivó una profunda amistad con quien sería mi tío Leonardo. En una de esas
ocasiones (llevemos la escena a una cantina oscura, con los comensales difuminados detrás
del manto de humo, los ojos enturbiados por el consumo de aguardiente, entristecidos por
el desamor que las letras de los pasillos deslizan entre los acordes), los dos amigos beben y
ríen. En un punto de la noche (quizás la madrugada que se percibe en el contorno de la
montaña) en el cuarto de mi padre, en San Juan, mi tío le muestra una foto de su hermana,
o sea de la que llegaría a ser mi madre. Le dice: Mirá, mi hermana. Mi padre, con el último
destello de lucidez, debe creer que es la mujer más bella del mundo. Mi madre se llama, me
dijo Isolina, Romina. No sé muy bien cómo es que mi padre se hizo de esa foto (es posible
que esa misma madrugada la haya tomado de la billetera de su amigo cuando, dormido
sobre el piso de madera, parezca la representación de un muerto) pero lo cierto es que unos
días después empezó a escribirle cartas de amor. Para entonces, siguió Isolina al tiempo que
terminaba una, dos, tres copas de champagne, mi madre vivía en Buenos Aires. Era
bailarina clásica, o estudiaba para serlo, vivía en Palermo y tenía una gata. La recuerdo tan
bella, bailando sobre el escenario, con una luz cenital que la sigue mientras hace un
Ballonné Pas. En fin, no me dejes perder el hilo de la historia, me dijo Isolina, y encendió
113
otro cigarrillo. Sonaba la música de Duran Duran. Al principio, eso me dijo mi madre, le
tuvo resistencia a ese joven y desquiciado poeta ecuatoriano. Te imaginás, nena, le dijo
Romina a su hija, Isolina, mientras caminaban por la playa de Salinas treinta años después
(la madre debió creer que ese era el momento adecuado para narrar la historia, ese era el
momento cuando Isolina sufría porque el amor le doblaba el tiempo, como el fuego dobla
el acero), que yo abro una carta que venía del Ecuador, pensé que se trataba de tu tío. Hacía
varios meses que había salido de Buenos Aires, como un hippie, con la idea de recorrer el
mundo. Solo supe que había recalado en Quito, porque me mandó un telegrama. Desde
entonces, nada. Mirá vos, yo veo esa carta, y me digo: al fin, hermano, que das señales de
vida, pero me llama la atención que el remitente se apellide Luna. En fin, abro la carta y me
encuentro con las primeras letras de tu padre: Permítame que me presente, me llamo Ulises
Luna. No podía salir de la perplejidad, hija, le dijo Romina a Isolina. Ulises, como el héroe
mitológico, y Luna, era mucho, ¿no creés? En los siguientes meses, me dijo Isolina, mi papi
le escribió una infinidad de cartas a mi madre: veinte poemas fragmentados. Sería el año
1964, me responde Isolina. Poco a poco, me dijo mi madre, me cuenta Isolina mientras en
sus ojos una chispa de luz reverbera como el vuelo errático de una luciérnaga, empezó a
ceder al embate furioso del enamorado. Y bueno, le dice Romina a Isolina, sentadas sobre
la arena de Salinas, con una línea de luz anaranjada en el horizonte, una es mujer, y claro
admite la llegada del amor, de un amor platónico, pelotuda. El amor es un dragón que se
disfraza de príncipe. Justo al año, mi madre decidió encontrarse con mi padre en Quito. La
idea era que él fuese a Buenos Aires, le dice Romina a Isolina, con la última gota de luz
inundando el manto inestable de las olas, pero me confesó que no tenía un peso. Y yo, tan
boluda, le respondo que no se preocupe que yo voy para allá, así aprovecho para ver en qué
situación está mi hermano. El tío Leonardo, me dijo Isadora, había conseguido un trabajo
como profesor de la Escuela de Artes de la Universidad Central, así que tan mal no le iba.
En cambio, mi papi apenas sobrevivía en su miserable cuarto de San Juan, con el dinero
que mi abuela le enviaba desde Ibarra y con algún trabajo esporádico como corrector de
pruebas en la Casa de la Cultura. Entonces vine, le dice Romina a Isolina, mientras caminan
por el filo del mar, con dirección al hotel donde se han hospedado las dos últimas noches.
En Quito, me dijo Isolina, las cosas se dieron como era predecible. Mi madre estaba loca
de amor. Mi papi era guapo, culto, aunque no tenía dónde caerse muerto. Había formado
un grupo de cazadores cuyo objetivo era acribillar a las inocentes presas para hacer de ellas
una colección de cabezas reducidas. Algo como un safari. Algo como una revolución. Algo
así. Años después, cuarenta, cincuenta, todavía algunos ingenuos creen que esos reductores
de cabeza hicieron algo más que mínimas irrupciones en actos públicos para recitar algún
verso. De hecho, me dijo Tolu, ellos –los reductores de cabeza, con excepciones muy
puntuales: algún filósofo que repensó el barroco, algún poeta que nunca se bajó de la
bicicleta– son responsables del deterioro abismal de la Casa de la Cultura. Le hicieron la
guerra al maestro Carrión, subrayó Tolu con los ojos encendidos de furia, y éste les dijo:
me quieren joder, entonces jódanse ustedes, y se fue, pero se llevó consigo la libreta de
teléfonos, su libreta personal, donde constatan los datos de contacto de Alfonso Reyes a la
cabeza, y todos los artistas e intelectuales que te puedas imaginar. Carrión se llevó, insistió
Tolu con un dejo de cansancio o de nostalgia, todo el entramado simbólico de la Casa.
Luego los rebeldes, dijo otra vez con las llamas brotando entre sus palabras, no hicieron
nada más que destruir lo que se había construido. Y mira ahora... Nunca se casaron, porque
mi papi era ateo, siguió Isolina, comunista, libre, y mi madre era una artista O sea que para
ninguno era importante la ceremonia. Tampoco tu padre, le dice Romina a Isolina, hubiese
podido costear ni el pastel. Están sentada en una de las mesas del restaurante del hotel.
Han pedido una botella de vino tinto. Así que decidimos, le dice Romina a Isolina, ir a vivir
juntos. Primero se fueron, me dijo Isolina, al cuarto que mi papi arrendaba en San Juan,
pero debe haber sido una asquerosidad: diminuto, húmedo, un nidito de amor para
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muertos de hambre. Luego vivieron en La Floresta en la casa de un amigo que, por una
suma mínima, les dejaba quedarse en las habitaciones de las empleadas. Era una casa
grande con jardín, me responde Isolina, y los dueños, o sea el amigo de mi papi, vivían en
la casa, casa, y como no tenían servidumbre les dieron las habitaciones traseras para que allí
se acomoden mis papás. Ahí me concibieron, me dijo Isolina, junto cuando sonaba Culture
Club. Cuando nací, vivían en la Mariana de Jesús. Ese año fue especialmente bueno para mi
papi, porque publicó el segundo poemario: Pájaros del encierro equinoccial, que fue
recibido con aplausos, además empezó a trabajar como director del Cine Universitario. El
resto de su vida sabes más o menos cómo ha sido, no te voy a contar, me dijo Isolina,
mientras vertíamos la segunda ronda de vodka en unas alargadas copas tequileras. Lo que te
quiero contar es sobre esa noche. Ahora recuerdo, el escape en la motocicleta. Una escena
cinematográfica que no protagonicé yo, pero que, en los actos de la evocación, me resulta
tan familiar, como si otro yo, el doble mal pagado, hubiese aceptado protagonizar la escena
a pesar del riesgo. Debo haber tenido, diez, once años, me dijo Isolina. Entonces recordé
una foto que guardaba en uno de los cajones de mi estudio: una imagen descolorida, donde
está Isolina, junto a otra chica. A su lado izquierdo se halla mi padre (digamos que luce
joven, con la misma edad que tengo yo en la noche en que Isolina me cuenta sobre el
escape en la motocicleta; es un padre apenas reconocible: la vida le ha acuchillado el rostro,
le ha sembrado una artificial piel metálica), al otro lado, o sea al derecho, está mi madre: en
sus brazos acuna a mi hermano menor. El niño quiere a toda costa bajar al piso, por eso mi
madre aparece con una emoción congelada: la desesperación por contener a su hijo, antes
de que alguien tome la foto. Ese alguien soy yo. Tengo ocho o diez años. Isolina catorce: es
hermosa: blanca y pecosa, con una cabellera negra y crespa que le cae sobre los hombros, la
mirada intensa, el rostro ligeramente inclinado hacia abajo, solo lo suficiente como para que
la mirada luzca maliciosa. Ella no me presta la mínima atención, ni ese día ni nunca, hasta la
noche en la que me cuenta sobre el escape en la motocicleta. Nos hemos acercado, nos
hemos reconocido a raíz de la muerte de su padre. De eso hace dos o tres meses, quizás
dos años, tal vez diez, me digo ahora, antes de que la última hebra de luz rebote en los
azulejos de la habitación. Debo haber tenido diez, once años, me dijo Isolina, cuando mi
madre huyó. Mi padre, me dijo Isolina, fue con mi madre a una de las tantas reuniones de
esos años. Esos años, me responde, cuando todos creían que iban a hacer la revolución, así
chupando como dementes, jurando que empezarían al siguiente día, un siguiente día que
nunca llegó. Eran unos hippies apestosos, me dijo Isolina, con una mueca que quiebra su
belleza en un segundo de irreparable fealdad. Claro que me acuerdo de todos, me responde,
pero no te voy a dar la lista. Luego te aprovechas de la información, me dijo, al tiempo que
se sentaba junto a mí. Se había levantado para traer la botella de tequila. Pude percibir el
aroma Eternity impregnado al cuello, al inicio de sus senos. En una de esas noches, me dijo
Isolina, en casa de un escritor que vivía en las Torres Almagro, estaban todos bailando,
bebiendo, fumando, cuando apareció un joven alto que había regresado hacía pocos días de
una larga estancia en Londres. Me imagino, me dijo Isolina y empezó a fantasear la escena
como si la cocaína hubiese despertado un millar de imágenes congeladas en un panal
antiguo, que llegó vestido de un jean viejo, botas y chompa de cuero negro. Un cigarrillo le
colgaría de los labios. Entró y sonrió. Es probable que nadie le hiciera caso, pues estarían
borrachos o entregados a hilarantes charlas políticas. Quizás todos pararon en seco, cuando
el joven de piel blanca y cabellera castaña entró por la puerta como si fuera el mismo
Diablo. Quizás no todos le prestaron atención. Seguro que mi mamá fue una de las que lo
miró de pies a cabeza. Quizás la única, me dijo Isolina, y esnifó un poco más de polvo. La
noche siguió con el rumbo de siempre: bailaban salsa, bebían ron, formaban células
guerrilleras. En un punto de la madrugada, a eso de las cuatro, mi padre busca a mi madre,
me dijo Isolina. Está cansado, quiere irse, pero no la encuentra. Sus ojos recorren la amplia
sala, donde la gente continúa en un eterno bamboleo rítmico, parecen cuerpos sin rostros,
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pegados unos a otros. Canta Héctor Lavoe. El humo envuelve esos mismos cuerpos
irreconocibles. Mi padre se levanta, esquiva a la gente que parece confabulada para
detenerlo: no quieren que llegue al otro lado de la sala y más allá donde está el balcón. Pero
mi padre es hábil, tenaz, y logra esquivar la muralla de cuerpos sudorosos. Entonces mira la
silueta de una mujer, reconoce las piernas largas, la firmeza de la espalda, el cuello de garza.
También la cabellera roja, esa llamarada que tanto ha acariciado. Y ve que está junto a ese
hombre alto, ese tipo que parece un personaje de cine (era como James Dean, me dijo
Isolina, aunque quizás fue solamente una imagen balbuceada en el resplandor de la cocaína,
un James Dean desgarbado, alto y sin la belleza original), un motociclista de las carreteras
norteamericanas. No se abrazan, ni se besan, pero están juntos, como envueltos por un
manto invisible. Mi padre le dice a mi madre que es hora de irse, y ella le contenta que no,
que se queda, cómo que te quedas, eso, me quedo, pero bueno, a qué hora irás a la casa, ¿a
qué hora?, a ninguna, me quedo, me voy. Mi padre no logra comprender lo que mi madre
le dice. Quizás atribuye a la ingesta abusiva de ron. Solo cuando mi madre le repite que
nunca más se irá con él, con mi padre, se da cuenta de que habla en serio. Romina, le
alcanza a decir, cómo me haces esto, pero es tarde: mi madre sale de la mano con el imbécil
de la moto. Debería haber tenido una moto, me dijo Isolina, porque no podría creer que
huyeron a pie, soportando el frío glaciar de las madrugadas quiteñas, tampoco que él
tuviese un auto (calculo que es cierto lo que especula Isolina: ni auto, ni caballo, ni esfera),
peor que salieron antes de que amanezca y se ocultaron entre los árboles de la Plaza
Gabriela Mistral a la espera de que las primeras luces del sol despejen la miríada de sombras
para buscar una esquina y tomar un bus. No, me responde Isolina, no, me niego a eso. Al
menos que sea en una motocicleta. Que mi madre haya huido con ese cabrón que se
parecía tanto a Clark Kent (es cierto, no era parecido a James Dean, sino a Clark Kent,
pero en la versión interpretada por Kirk Alyn), en una Harley Davidson personalizada, al
menos eso. Una detrás del otro, pelvis contra culo, sorteando los grumos de neblina que
ascienden por Guápulo, sin cascos, a toda velocidad, hacia la línea del horizonte que
empieza a iluminarse. Isolina me contó con lujo de detalles esos años, esa noche, pero casi
he olvidado el contenido de sus palabras. Solo me quedan algunos flechazos de lucidez. A
veces, percibo el olor del ron, del cigarrillo; también el aroma a piel curtida de mi chaqueta
de cuero, miro los ojos verdes, acuosos como el cristal de una pecera, de Romina. Bailo
con ella, le tomo de la mano. Me digo que es la encarnación del amor y ella mira y me dice
que soy el amor. Nos decimos todo sin pronunciar palabra alguna. Y volamos. Y luego ya
no soy. Miro la silueta de la enfermera que ingresa por la ventana, no tiene piernas, solo un
vestido blanco, vaporoso, ingresa sin piernas, con una jeringuilla entre sus dedos. Y luego
ya soy, me concreto, me percibo, regresa el dolor, pero solo unos segundos antes de caer
en una espesa selva blanca, infinita. Íbamos por la autopista a ciento veinte kilómetros por
hora. Rebasaba a los autos sin importarme romper las normas de tránsito. Un manto de luz
ceniza cubría el horizonte. Detrás muestro, los últimos destellos de luz se perdían entre las
montañas. Durante unos segundos, recordé el regreso de la playa de Tonsupa. Ofelia me
había dicho, mientras recorrían la autopista a toda velocidad, voy a hacer que este viaje sea
inolvidable. Se quitó el cinturón de seguridad. Abrió la bragueta de mi pantalón y tomó mi
verga eréctil. Durante varios kilómetros me tuvo en su boca, subiendo y bajando con
calma, saboreando los restos de la sal marina. No me vine, no quise hacerlo. Regresé al
presente, camino al aeropuerto. Le dije que tenía las cosas totalmente claras, pero mentí.
Era una mentira inconsciente, una certeza disfrazada. La solvencia es solo una forma de
protegernos, de dotar a la palabra del estatuto de verdad. Eso lo supe unas semanas
después, cuando me encontré con mi ex. Me llamó al celular y me dijo que le gustaría
invitarme una cerveza. Quedamos para el viernes. Le recogí en su trabajo a eso de las seis
de la tarde y fuimos a La Estación, un bar escondido en el sótano de un edificio cerca de la
avenida 6 de Diciembre. En el trayecto me preguntó si Claudia (para mi ex siempre se
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llamará así, nunca Ofelia, Ofelia, como el aroma del café colombiano que se esparce por la
faz del mundo) había estado de visita en Quito. Sí, le respondí, con algo de sorpresa que se
evidenciaba en el rubor que mi ex nunca vio. ¿Estuvo en tu casa?, preguntó. Esa casa que
era la nuestra, debió pensar, esa casa en la que destruimos un amor que parecía eterno.
Fueron años de felicidad, pero también un tiempo de batallas. Las mínimas rencillas que se
producen en la vida cotidiana. Mi obsesión por el orden, su capacidad expansiva de dejarlo
todo como si fuese un campo devastado por un huracán. Bernardo, me dijo alguna vez, a ti
te gusta que la casa parezca una fotografía: cada cosa en su lugar, siempre en el mismo sitio:
los muebles, los adornos, las camisas, los pantalones, los libros, los platos, las botellas de
vino. Todo estático, muerto, como si la vida no hubiese interferido en el orden. Así debía
ser. Y ella lo desbarataba todo. ¿Estuvo en tu casa?, volvió a preguntar. Estábamos
estacionados varios minutos en el tráfico del viernes. El semáforo pasaba del verde al rojo y
nuevamente al verde, sin que nos moviésemos un centímetro. Sí, le respondí. ¿Es tu novia?,
preguntó. No, dije. Fue una respuesta mecánica, como si mi cerebro, a escondidas de mi
conciencia, hubiese estado practicando la respuesta. Vi a Ofelia, volví a escucharla
diciendo: Falta ver qué pasa cuando su ex sepa que tiene otra mujer. No, no, volví a decir,
mientras mi ex fijaba su mirada en el parabrisas. En el bar nos encontramos con unos
amigos, con quienes compartimos la mesa. Mi ex bebió con fervor. Era como si quisiera
borrar el presente, de una buena vez y para siempre. En algún momento de la noche, bailó
sola en la improvisada pista que se formaba separando algunas mesas. Sola. Ves, me ves,
Bernardo, no me haces falta, parecía decirme. Recuerdo haberle mostrado una foto en la
que Ofelia y yo posábamos para una cámara invisible; también le mostré la fotografía del
vitral. Fue un acto de crueldad. Tú me abandonaste, le habría dicho, a no ser porque mi
crueldad era limitada. Usted nunca la perdonará, me había dicho Ofelia cuando le conté la
historia de nuestra separación (¿fue en las aguas termales o en la playa de Tonsupa?),
porque siempre será el hombre abandonado. Era cierto. Se lo repetí a mi ex, como si las
frases de Ofelia estuvieran siendo dictadas, como susurros, en mis oídos. Tú te largaste, le
dije, yo soy el marido abandonado. Y yo soy la mujer obligada a irse, dijo mi ex. Tú,
Bernardo, me dijiste, a los dos días de haberme ido, ¿recuerdas?, que me largue de una
buena vez. Era cierto. Habíamos acordado, en medio del wiski que bebíamos en la sala de
la que todavía era nuestra casa, que nos daríamos unos días para mirar las cosas con
distancia. Dos días después la llamé. Fue un acto de desesperación. Esperé que me dijeras:
Amor, ven a verme. Y yo habría ido por ti, para siempre, le dije. Mi ex bebió una vez más.
Copa tras copa, como una sedienta insaciable. Pero me contestó: hola, estoy con una amiga
tomando un vino en el Itchimbía. A sus pies se vería el centro de la ciudad, iluminado con
esas luces amarillentas, vagas. La montaña parecería el contorno de un monstruo siempre al
asecho. La escuché tan segura, tan a gusto en compañía de su amiga. ¿Pero qué quieres,
Bernardo?, me dijo Adriana algunos días después. Para ella –mi ex, entonces la ausencia
fantasmal que se corporizaba en la casa, con sus palabras, sus susurros, el sonido de los
collares y las pulseras, el aroma a comida caliente, el perfume de su cuerpo–, para ella, dijo
Adriana, las amistades son su todo. La vida es una fiesta, una fiesta que debía ser
compartida. La imaginé semanas atrás de nuestra separación, riendo con las amigas con las
que había organizado un paseo a Buenos Aires. Libre. Única. Invencible. Al regresar, me
dijo: Bernardo, me siento en una cárcel. Ella siempre fue un pájaro. Siempre anhelando
volar. Durante su vida había vivido en Francia, Estados Unidos, Bolivia, Chile. Y ahora,
entonces, mientras escuchaba el trinar de un pájaro cautivo, supe que llegaba el momento
de partir. La escuché tan arrogante, con su amiga en un bar del Itchimbía. Le dije: No voy a
esperar más. Si has decidido romper con todo, entonces ándate de una buena vez. Dos días
después se llevó su ropa, sus botas, sus libros, se llevó lo que fuimos. Ahora, en La
Estación, mientras perdía la conciencia hundida en los mojitos, creí que todo era cierto. El
amor era una bestia caníbal. La llevé a su casa. La subí a su departamento. Apenas podía
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arrastrar los pies. Le quite las botas, el pantalón, el saco y la blusa. Le vestí con la ropa de
dormir. La misma ropa que usaba meses atrás –¿años, siglos?– cuando dormíamos juntos.
La deposité en la cama. La cubrí con el edredón. Le di un beso en la frente. Cerré las
cortinas totalmente. Odiaba despertar con el chorro de luz de la mitad del mundo. Antes de
salir, la contemplé desde el umbral de la puerta, y supe que nunca más volvería a verla. Era
el último segundo, el último encuentro. Los meses siguientes intentamos mantener un
amor distante con Ofelia. El eco de los días en que nos dejamos estar dentro de la ficción
todavía alimentaba los últimos resplandores del fuego. Ella se negó a regresar a Quito. Yo
no voy si no tengo trabajo, me dijo. Le ofrecí que yo podría asumir los costos de nuestra
vida en común. Nunca aceptó la propuesta. Un día me envió un mensaje: Nene, estoy
pensando en ir a Australia. ¿Para qué?, le respondí. Allá hay posibilidades laborales,
respondió. Pensé que sentiría cómo se quebraran mis huesos, cómo el corazón se detenía
un segundo. Pensé que me desmoronaría. Le respondí: le deseo suerte. Durante un
segundo, creí que Ofelia me estaba engañando al lanzarme un dato falso: no, no iría a
Australia; seguramente su destino, como siempre estuvo previsto, sería Nueva York. Ahí
podía imaginármela, detrás de una ventana minúscula, un cuadrado que apenas permite
definir sus trazos tristes detrás del cristal, mientras la nieve, afuera, al otro lado del mundo,
derrame sus fibras de fino algodón húmedo. ¿Quién diablos se va a Australia?, me
pregunté, una hora más tarde, mientras tomaba un café sobre la calle Almagro. Me había
sentado en una de las mesas contiguas a los grandes ventanales. El cielo celeste, apenas
matizado por algunas nubes dispersas. El sol iluminaba el día con particular intensidad: era
una luz distinta, como aquella artificial con la que se ilumina una escena cinematográfica. El
aroma a café inundaba la estancia, sin ocultar los cremosos emplastos de las hamburguesas
que se freían en el local de la esquina. A través del cristal, miraba la rutina diaria de la
ciudad: dos policías distraídos en sus teléfonos celulares en la esquina; un hombre delgado
cargando una escalera; dos viejos turistas –vestidos para un safari africano– que leían un
mapa urbano; un gato dormido sobre una maceta, y luego el rostro conocido –la risa
luminosa, el lunar sobre los labios–, un rostro que nunca se va, pero que, en algunas
ocasiones, se desvanece, se oculta detrás de la gaza del tiempo. Caminabas alegre, como si
la vida fuese todo lo que está por vivirse. Cabeza altiva, pasitos cortos. Me miraste al pasar
–fueron tres segundos, debieron ser tres segundos– y sonreíste. Creí reconocer algunos
rasgos de nuestra madre en ti: la forma de las cejas, el perfil del rostro. Nos miramos. No
quise seguirte con la mirada. No quise interrumpir esa fisura en el orden de las cosas. No
quise constatar sin flotabas. Ahora, tantos años después (quizás solo algunos meses,
algunas horas), miro la habitación fría, el silencio comprimido, los huecos del tiempo, y
vuelvo a verte en ese segundo –esos tres segundos, debieron ser tres– y sonrío: sé que estás
bien, quiero decirte. La enfermera entra otra vez. Su silueta transparente atraviesa las
paredes de la habitación. Parece flotar, como flotan las hojas del sauce al otro lado de la
ventana. Se acerca. Miro su rostro ajado. Las arrugas cruzan su piel. Sus ojos profundos
todavía destilan un aire de vida. Madame Foutille, le digo, y dejo que sus manos rastreen mi
cuerpo. La recuerdo años atrás, una tarde gris, cuando en el cielo empezó a germinar un
hongo de encrespado fulgor anaranjado. Camina por el parque Santa Clara. Viste de
blanco, toda de blanco, solo un sombrero rojo, de ala ancha, contrasta con el aura nívea
que es toda ella. Lleva entre sus manos una enorme caja de cartón. Parece que no pesa
nada, como si adentro no hubiese nada: solo el cuerpo desinflado de un hombre de
plástico. Un hombre hecho a su medida. Has encontrado el amor, quise decirle entonces,
pero no tuve tiempo. El hongo de luz me cegó en un segundo.
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incendios. El humo la cubre. Está feliz. Veo la primera estrella de la noche. Cuelga de una
de las esquinas de la ventana. Las hojas del sauce se sacuden ante una nueva envestida del
viento. Miro la habitación. Desde el piso empiezan a emerger mantos de vapor. Reconozco
su origen. Veo los cuerpos de los nadadores, fijos, anclados a la superficie de la piscina.
Siento la piel húmeda, el calor que se irriga sobre la piel. La silueta, tu silueta, amor. No
alcanzo a pronunciar tu nombre. Sé que eres tú, danzas al ritmo de una música tropical.
Tomas mi mano. Siento tus delgados dedos entre los míos, la sangre milenaria que irriga tu
cuerpo.
Tranquilo, Bernardo, descansa en paz, me dices.
Al otro lado del mundo, me veo –estoy ahí, etéreo, dentro del jardín–, empiezo a
saltar entre los árboles, las flores, los animales fantásticos. Estoy desnuda, no siento frío.
Estoy desnuda, feliz. Miro mi cuerpo reflejado en el espejo de una laguna. Dos pequeños
senos empiezan a crecerme.
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