21 Las Pilchas Gauchas Pedro Inchauspe

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 6

1

Las pilchas gauchas


Inchauspe, Pedro: (Dupont Farré, Bs. As., 1947)

“Acotación preliminar
Las pilchas gauchas -la vestimenta y el apero- es un libro de simple vulgarización. De acuerdo con una
posición personal que he observado estrictamente en toda mi obra -el deseo de interesar a los más con
estos comentarios de nuestra tradición- en este libro se describen, en forma somera, y en lo posible sin
tecnicismos que lo alejen del lector común, las prendas de vestir y las del apero o recado, usadas las
primeras en su tiempo -tiempo que feneció definitivamente en las postrimerías del siglo pasado, época en
que desapareció, también definitivamente, el gaucho- y en uso todavía las segundas, porque el caballo,
como útil de trabajo, sigue siendo hoy en nuestro campo lo que era ayer.
características regionales
Cada una de las regiones de nuestro país tiene sus costumbres, costumbres que responden, por una ley
natural, a las modalidades que impone el medio ambiente. Por eso, es necesario distinguir en el gaucho
paisano o campesino y, en modo especial, el obrero de las tareas ganaderas en el campo abierto de antaño-
cuatro tipos, entre los cuales existieron y existen diferencias más o menos pronunciadas: el serrano de la
región central, el de la andina, el paisano de la pampa y el del litoral o mesopotámica, siendo estos dos
últimos los que tienen entre sí mayores puntos de contacto y los que dieron origen al gaucho. Las
diferencias mencionadas se encuentran, más que en el físico, en la manera de hablar, en las voces
populares o modismos, en las prendas de vestir y en las del apero o recado, en los elementos de trabajo y
en la forma cómo se encaran éstos, en los bailes, en los cantos, en las creencias y en muchas otras
manifestaciones de las comunidades. En estas diferencias, el factor geográfico tiene una gran importancia
y debe ser considerado como el principal de los generadores; el serrano, en muchos casos, deja el caballo
por la mula; el isleño reemplaza a uno y a otra con el bote. Es que la tierra, la piedra y el agua imponen
sus condiciones, condiciones a las que el hombre no tiene más remedio que someterse. En todos los
rincones del mundo la población humana, la flora y la fauna están condicionadas a la influencia
omnipotente del factor geográfico; y esta influencia tiene que ser -por razones simples- más incontrastable
en los pueblos nuevos, los pueblos que se encuentran en los albores de su formación cultural, vale decir,
librados a sus propias y escasas fuerzas.
Así, el hombre de la llanura le llamó pilchas a todas las prendas de vestir y del recado, fuesen lujosas o
no; en cambio, en el mismo caso, el serrano, aunque también usa aquella, prefiere la denominación de
calchas, que incluye las ropas de cama, y agrega la de cacharpas para las del apero. ¿Por qué?
Sencillamente por imposición de la costumbre, la tradición, pero claro está que esa costumbre tiene que
tener su origen en factores lógicos y propios de cada lugar.
En consecuencia, debemos remitirnos siempre a la anterior clasificación de nuestro hombre de campo,
vale decir, a la zona de su actuación; ello nos permitirá ubicarlo más exactamente dentro de sus usos y
costumbres, pues del norte al sur y del este al oeste de la República Argentina los modos típicos pueden
variar fundamentalmente. Y más aún: en los tiempos pasados, esas diferencias, aunque no tan
pronunciadas, eran frecuentes hasta dentro de los límites de una misma región, o sea entre los diversos
pagos que la formaban. la vestimenta gaucha
En general, los hombres de la ciudad están convencidos de que conocen bien la vestimenta gaucha; y lo
están porque el circo, el teatro y el carnaval -y hasta muchos tradicionalistas- les han presentado, con
suma frecuencia y dentro de una gama variada, lo que ellos creen, acaso sinceramente, que fue el traje
gaucho. Sin embargo, si por uno de esos milagros de la fantasía, pudiésemos retrotraernos y asistir a una
reunión de gauchos de verdad, nuestro concepto actual sufriría una enorme decepción; la realidad nos
haría comprender, en el acto, hacia qué punto alcanza nuestro engaño. Y es que el circo, el teatro, el
carnaval, y también los muchos tradicionalistas, han creado un traje gaucho más de utilería que real, un
traje que llena los ojos del espectador, pero que atenta contra la verdad y crea un concepto equivocado
del mismo. Yo entiendo que hablar de tradición o tratar de encarnarla, es pura y exclusivamente hacer
historia; la historia de nuestro pasado, tal como fue en realidad. He dicho y repito: si alguna
documentación fiel nos queda de las viejas épocas, ella es la que se refiere a las prendas de vestir y a las
del apero o recado del gaucho. En los museos argentinos y en ricas colecciones particulares, existen
dibujos y pinturas que reproducen escenas de nuestro pasado, en sus distintos momentos y con sus tipos
2

y costumbres; documentación positiva, irrecusable, pues los dibujantes y pintores, tuviesen o no una
técnica depurada, no se dejaban llevar por la imaginación, no creaban; tenían delante de sus ojos el modelo
cabal; reproducían, simplemente, lo que veían, o sea que el ambiente de conjunto, el detalle y el color se
registraban con entera fidelidad.
A través de esa documentación, y la de los viajeros escritores, también importante, comprobaremos que
siempre, y en todas las regiones, los colores vivos fueron característica principal en el vestido campero
de ambos sexos. El negro y toda la escala de tonos oscuros, severos, correspondían más al traje de lujo
que no estaba al alcance de todos- y al de las personas de edad, a los ancianos y a los habitantes de los
pueblos.
¿De dónde salió, entonces, ese gaucho que vemos, siempre vestido de negro de pies a cabeza? Y no es
esto sólo: ¿a qué antecedente se habrán remitido los que usan chiripá y blusa corralera, con abigarramiento
de bordados a todo color?
Voy a tratar de aclarar, según lo alcanzo, el origen de los errores, la probable causa de nuestra confusión:
el circo hizo su aparición -o se popularizó- allá por 1880; para entonces, el gaucho, en su verdadera
acepción, había desaparecido casi totalmente, anulado por la propiedad, el alambre y las tranqueras que
modificaban por completo las condiciones de la campaña; el hombre del caballo, el lazo, las boleadoras
y el cuchillo, verdadero representante de una época de nuestra formación social -hombre con muchos
defectos, sí, pero también con virtudes indiscutibles- era ya tipo del pasado en sus líneas principales. El
circo lo revivió o, mejor dicho, creyó revivirlo; forjó un gaucho para las tablas, un gaucho moralista,
verdadero pozo de sabiduría o experiencia. Unas veces era un viejo patriarcal, que en larguísimas tiradas
filosóficas dictaba normas de conducta a sus descendientes y allegados, tomando mate a la sombra del
ombú típico o del alero del rancho; otras, era el matrero desgraciado, a quien perseguían sin descanso -
siempre injustamente- policías prepotentes y caudillos sin conciencia. Y para ambos individuos creó
también la gauchiparla, la verborrea gaucha, otra ficción, ya que el gaucho fue, por excelencia,
sentencioso y reticente, o sea que decía mucho con pocas palabras. De ahí los modismos y refranes en
que finca su vocabulario. Falseado así en sus condiciones intrínsecas... ¿qué importancia podía tener el
falsearlo en lo exterior?
Para el circo, el color negro hacía un magnífico contratono con la albura de los calzoncillos cribados y
con el blanco del pañuelo del cuello; la vincha -que nuestro gaucho usó sólo accidentalmente- era prenda
efectiva, pues permitía al protagonista sacudir con vigor la cabeza, mientras hacía frente a la partida
policial, sin que se le desacomodase la negra y larga melena. En fin, cuestiones de conveniencia escénica
más que intenciones de deformar la verdad; a lo sumo incomprensión o ignorancia. Pero lo malo es que
el espectador creyó estar delante de la realidad y cuando quiso encarnar al gaucho, rendirle su sincero
homenaje, lo encarnó tal como lo había conocido a través de la ficción.
Ateniéndonos a las fuentes de información antes citadas, podemos decir que el traje, más o menos tipo,
de un gaucho elegante de mediados del siglo pasado -debe tenerse en cuenta que eran los menos- se
componía de: botas de potro -la bota fuerte o de fábrica también era frecuente- calzoncillos cribados,
camisa de mangas holgadas, con puños; encima del calzoncillo llevaba el chiripá -que luego cambió por
la bombacha, en razón de su mayor comodidad- sostenido por el ceñidor o la faja; cubriendo esta prenda,
el cinto de cuero o chanchero, adornado con monedas, pero no con exceso, y cerrado por delante con una
rastra; el chaleco, que no alcanzaba a llegar a la cintura, se prendía con dos o tres botoncitos de metal
precioso; la chaqueta -no la corralera que es muy posterior- corta, quedaba abierta en la parte delantera
y dejaba ver el chaleco, parte de la camisa y la rastra, infaltable lujo gaucho; un pañuelo al cuello y otro
para sujetar el cabello, que en un tiempo se llevó muy largo con trenzas y hasta con peinetas, exactamente
como en los usos femeninos. A semejante costumbre se refiere Leopoldo Lugones, en uno de sus
magníficos romances, al hablar de dos gauchos que han bajado a Buenos Aires, desde Tucumán, en busca
de regalos para sus novias.

Por ser prendas delicadas Pues el hombre de esos tiempos que no aguantan
las maletas, una y otra cosa usaba, cada cual ha de traer que el serenero
en la nuca en su trenza las peinetas. bajo el chambergo embolsaba.
3

Completaba el equipo un sombrero de alas angostas y copa alta, en forma de cubilete de dados, pero el
gaucho consideró integrantes de su vestimenta, o imprescindibles, el poncho, el cuchillo, las espuelas y
el rebenque, prendas que no abandonaba mientras estaba de pie.
La vincha no fue común en el traje del hombre de la llanura ni en el del serrano, que sólo la usaron
accidentalmente, en oportunidad de una doma, carreras o en las boleadas de gamas y avestruces. Lo
corriente fue el pañuelo -llamado serenero por Lugones- que cubría la cabeza, la nuca y parte de la cara,
y que se llevaba atado en formas diversas. En resumen, enumeradas por su orden, de los pies a la cabeza,
las pilchas o calchas nombradas, son:

a) Botas de potro g) Chaleco


b) Calzoncillos cribados h) Chaqueta, blusa o saco
c) Chiripá i) Pañuelo de cuello
d) Ceñidor o faja j) Serenero
e) Cinto o chanchero y rastra k) Sombrero
f) Camisa

Ahora bien: debe tenerse en cuenta que entre las prendas indicadas y todas las demás de uso general, hubo,
en el transcurso del tiempo, y hasta contemporáneamente a cada época, gran cantidad de modelos y estilos,
pues el gaucho llevó bragas o calzón corto, pantalón y chaqueta ajustados, de tipo español, sombrero de
paja, de los llamados panamá o jipi-japa, otro de forma parecida a los actuales cilindros de felpa, el
característico panza de burro, boina con un borlón que caía a un costado, etc., etc. Y así hasta el infinito.
Por otra parte, existió quien nunca supo lo que era ponerse un sombrero, una chaqueta, un calzoncillo con
cribos o sin ellos- y alguna otra prenda que la pobreza desterraba.
Un pañuelo reemplazaba, con éxito, al sombrero; el poncho suplía la falta de chaqueta o saco -que también
se usó mucho- y el chiripá, un poco más amplio y caído, la del calzoncillo. Y este disimulo sobraba cuando
el gaucho era un gaucho rotoso o de pata en el suelo, como se decía para designar al que andaba siempre
descalzo, es decir, al haragán recalcitrante, ya que el material para confeccionar unas botas estaba allí, en
medio del campo, al alcance de todos, y no costaba un centavo siquiera. En cuanto a las mujeres, los
vestidos, con profusión de puntillas que se almidonaban al igual que la ropa interior, se caracterizaban
por ser amplios, sin escote y con mangas largas, para defender la piel de las caricias agresivas del sol y
del viento unas veces, y otras para conformarse a las reglas que imponía el pudor. La coquetería ha sido
la más constante de las virtudes femeninas, en todos los tiempos y épocas, lo mismo en el corazón de las
ciudades y pueblos que en medio del desierto. Claro que también aquí, caben todas las excepciones que
antes se anotaron para los hombres.1 Y repito lo que ya he dicho muchas veces: en ciertas cuestiones de
la tradición, especialmente en esta que hemos tratado, no hay que inventar nada. Aquí y allá, en libros y
más libros, están las pilchas gauchas bien descriptas, con su forma, su color y sus adornos.
Y aquí y allá, en los cuadros pictóricos de la época. La verdad es fácil de encontrar. Pero es necesario que
estemos dispuestos a buscarla y que la busquemos sin pasionismo, con la misma independencia de criterio
y juicio con que el historiador -el verdadero historiador- estudia y anota los hechos que caracterizan a un
pueblo o una época. Como una curiosidad, y al mismo tiempo a modo de confirmación de lo dicho
anteriormente, transcribimos la descripción que del traje de don Francisco Candioti -el príncipe de los
estancieros de Santa Fe- hizo Juan Parish Robertson, inglés que nos visitó allá por 1810. Sus atavíos -
dice- a la moda y estilo del país, eran magníficos. El poncho había sido hecho en el Perú, y además de
ser del material más rico, estaba soberbiamente bordado en campo blanco. Tenía una chaqueta de la
más rica tela de la India, sobre un chaleco de raso blanco que, como el poncho, era bellamente bordado
y adornado con botoncitos de oro, pendientes de un pequeño eslabón del mismo metal. No usaba corbata,
y el cuello y pechera de la camisa ostentaban primorosos bordados paraguayos en fino cambray francés.
Su pantalón era de terciopelo negro, abierto en la rodilla y, como el chaleco, adornado con botones de
oro, pendientes también de pequeños eslabones que, evidentemente, nunca se habían pensado usar en los
ojales. Debajo de esta parte de su traje se veían las extremidades, con flecos y cribados, de un par de
calzoncillos de delicada tela paraguaya. Eran amplios como pantalones de turcomano, blancos como la

1De mi pago y de mi tiempo, de A. J. Althaparro, libro aparecido en 1944, contiene datos interesantes y de gran veracidad sobre
vestimenta gaucha; a esa obra deben remitirse los lectores que deseen ampliar sus conocimientos sobre el tema.
4

nieve, y llegaban a la pantorrilla, lo bastante para dejar ver un par de medias oscuras, hechas en el Perú,
de la mejor lana de vicuña. Las botas de potro del señor Candioti ajustaban los pies y tobillos como un
guante francés ajusta la mano, y las cañas arrolladas dábanles el aspecto de borceguíes. A estas botas
estaban adheridas un par de pesadas espuelas de plata, brillantemente bruñidas. Para completar su
atavío, el principesco gaucho llevaba un gran sombrero de paja del Perú, rodeado por una cinta de
terciopelo negro, y su cintura ceñida con una rica faja de seda punzó, destinada al triple objeto de
cinturón de montar, de tirantes y de cinto para un gran cuchillo con vaina marroquí, de la que salía el
mango de plata maciza.
Conviene recalcar, para mayor claridad, que ese traje no es un traje de solemnidad o fiesta: es el traje que
usa cotidianamente don Pancho Candioti.

Descripción y vocabulario

botas de potro
La bota de potro es, por excelencia, la más típica de las prendas gauchas. Su nombre se debe a que estaban
hechas de cuero de potro; podían ser tanto de caballo, como de yegua o potrillo, aunque se daba
preferencia a los animales ya desarrollados, pues ese material resultaba de mayor duración. Para hacerlas,
se sacaba entero el cuero de las patas traseras de un potro; una vez limpios de todo pellejo y bien sobados,
esos tubos de cuero, con la parte del pelo hacia afuera -dejándolo o afeitándolo, a gusto de su dueño- se
amoldaban a las piernas y pies del hombre; el ángulo que forma el garrón servía de talonera, y la parte
superior, ajustada con un tiento o una liga, de caña.
Las puntas de la bota de potro se dejaban, a veces, abiertas totalmente o en parte, y por esa abertura salían
los dedos del pie, que los jinetes llevaban desnudos para estribar entre los dedos, o sea de acuerdo con las
costumbres de aquella época.
Una bota similar a la descripta, menos frecuente, pues sólo la usaban los gauchos ricos o elegantes
resultaba cara y poco durable- era la que se confeccionaba con cuero de tigre o gato montés, dejándole el
pelo con todo su colorido.
calzoncillos cribados
El calzoncillo, cuyos perniles blancos eran casi tan anchos como una enagua, tenía en la parte inferior, la
que salía por debajo del chiripá y cubría las piernas hasta los tobillos, flecos y una serie de bordaditos
calados o cribos; estos cribos son los que dieron origen al nombre de calzoncillos cribados. chiripá
El chiripá, cuyos antecedentes le asignan un probable origen indio, es una especie de manta, muy parecida
al poncho -que lo reemplazaba, en casos de necesidad- y hasta se afirma que los primeros chiripaes no
fueron otra cosa. Las orillas se ribeteaban con trencilla, y los colores vivos, a que fueron tan afectos los
gauchos, eran frecuentes, ya en un tono uniforme, ya en franjas o listas longitudinales. Al igual que el
poncho, el chiripá de vicuña -rumiante de la región cordillerana, que produce una lana de excelente
calidad- era expresión de riqueza y buen gusto; lo mismo ocurría con el merino negro. ceñidor - faja
El chiripá se sujetaba con el ceñidor o la faja. El ceñidor, de seda o lana y vivos colores, tenía cierta
diferencia con la faja; era más angosto y, una vez ajustado, con una o dos vueltas a la cintura, se anudaba
y las dos puntas, terminadas en borlas, caían -atrás, adelante o a un costado- hasta distancia de una cuarta,
más o menos. En cambio, la faja da mayor número de vueltas a la cintura del hombre y sus extremos se
introducen en los dobleces de la misma, sin nudo alguno y, a lo sumo, dejando ver los flecos de su
terminación.
chanchero y rastra
El chanchero, llamado así por estar hecho de preferencia, en cuero de chancho o cerdo -de superficie
graneada, que contribuye a su mejor aspecto- era un cinto de anchura variable, provisto de dos o tres
bolsillos y adornado con monedas de plata -los patacones, reales y medios, que circulaban antiguamente-
y también de oro, las onzas o peluconas, bolivianos, cóndores y, en modo especial, la libra esterlina
inglesa, de curso corriente en nuestra campaña.
Este cinto podía ser de una sola pieza, o de dos y prendido atrás con una o más hebillas, a efectos de
graduarlo, según la cintura del que los usara.
La rastra, que cerraba su parte delantera, es una de las prendas gauchas que subsisten aún y quizá la que
goza de mayor aceptación por parte del hombre de campo. Reemplaza a la hebilla, común en nuestro
5

cinturón, y consiste en una chapa de metal -níquel, plata u oro- de diversas formas; por lo regular, en esa
chapa, unas veces grabado y otras calado, con artísticos relieves, va el monograma y, en ocasiones hasta
el nombre completo de su dueño. De unas argollitas soldadas en la parte inferior de la chapa, salen
repartidas por mitades, a derecha e izquierda, cuatro o seis ramales -cadenitas de un grosor variable o
trabas articuladas terminados en una especie de botón, que suele ser una moneda de plata o de oro, un
escudo, una flor, etc.; estos botones se abrochan en los ojales correspondientes en los dos extremos del
cinto o chanchero, con lo que éste queda sujeto y cubre el ceñidor o la faja. Por lo que respecta al tamaño
y el peso, hubo rastras de todas las magnitudes imaginables: enormes, grandes, medianas, chicas,
pequeñas, muy pesadas, pesadas y livianas, de acuerdo con los gustos del interesado o con el volumen de
su cuerpo; igual variedad debe anotarse en lo referente a los motivos decorativos de su labrado.
En el museo histórico de Luján -y en otros muchos lugares- se exhiben interesantes conjuntos de platería
gaucha, en los cuales la rastra, las espuelas, el cuchillo o facón, el rebenque, los estribos, las cabeceras
de los bastos, la unión del pretal y la frentera de cabezada o del bozal y, a veces, hasta la pontezuela del
freno, ostentan idéntico monograma e iguales adornos, es decir, hacen juego, pues todas esas piezas han
pertenecido al chapeado de un mismo dueño.
chaleco - chaqueta
El chaleco usado por los gauchos, muy similar por su forma a los actuales, se diferenciaba de éstos en que
no alcanzaba a llegar a la cintura; de ese modo, se dejaba al descubierto la rastra, verdadero lujo campero
y la primera pilcha de valor que se adquiría en cuanto se disponía de unos pesos.
En el chaleco, lo mismo que en otras prendas, el ribete de trencilla solía ser uno de sus principales adornos;
otro, acaso el más común, era el reemplazo de los botones por monedas de metal precioso. La chaqueta
ha sido, quizá, la prenda que menos variaciones experimentó con el correr del tiempo. Poca diferencia
puede establecerse, en lo fundamental, entre la chaqueta de origen español, corta, de cuello volcado y con
delanteros en punta o ángulo recto, y el saco, también corto, con delanteros redondeados, que no se
abrochaba para dejar a la vista el chaleco, parte de la camisa y la rastra.
Las blusas -no el tipo llamado corralera, que es muy posterior- tenían forma similar a la del saco; se
confeccionaban con telas livianas, sin forro, pues se usaban preferentemente en el verano. El ribete y otras
aplicaciones de trencilla era el único adorno que solía admitirse en estas prendas. Por otra parte, según lo
comprueban fotografías y referencias de la época, el saco, más largo y de uso común en los pueblos, no
estaba desterrado, en absoluto, de la vestimenta gaucha. serenero
El serenero era un pañuelo de igual o mayor tamaño que los usados para el cuello; se llevaba debajo del
sombrero, cubriendo la cabeza, la nuca y parte de la cara; de día era una protección contra el viento y el
sol; de noche, contra el sereno o relente -especie de rocío- fresco y peligroso para quienes están mucho
tiempo expuestos a su acción. De ahí su nombre de serenero.
sombrero
Desde el casi cónico sombrero de alas angostas, usado a principios del siglo pasado -y que nunca cayó
por completo en desuso- hasta el chambergo clásico de fines del mismo, son muchos los tipos y formas,
las variantes que pueden apreciarse en ese transcurso de menos de cien años.
Entre ellas merecen citarse, como principales, el sombrero de paja, multiforme, según su país de origen -
Perú, Panamá, etc.- otro de copa armada y algo cilíndrica, muy usado en las zonas cercanas a Buenos
Aires, y el famoso panza de burro -su nombre se debía a que estaba hecho con el cuero que cubre el
vientre de dicho animal- que fue el sombrero favorito de los montoneros o soldadesca gaucha que seguía
a los caudillos en el período de nuestras luchas civiles.
En cambio, el serrano, especialmente el de las regiones norteñas, fue en todo tiempo amigo de los
sombreros de alas anchas, que necesitaba para defenderse de los fuertes soles de aquellas zonas.
Arséne Isabelle, viajero francés que recorrió los países del Plata de 1830 a 1833, dice, refiriéndose a esta
prenda: El gaucho de la Banda Oriental -así se le llamaba entonces a la actual República del Uruguay-
se cubre la cabeza con un sombrero redondo de anchas alas planas, y en Buenos Aires con uno muy
pequeño, de copa elevada, de alas estrechas, colocado hacia un lado sobre un pañuelo doblado en forma
triangular, que se anuda bajo la barba.
El pañuelo a que se hace referencia en último término, es el serenero del que ya se habló.
6

poncho
El poncho fue, sin ningún género de dudas, la prenda que mereció, con verdadera justicia, el nombre de
caballito de batalla con que se designa a las cosas que sirven para todo y en todos los momentos. Puesto,
defendía del frío y de la lluvia; se usaba también como pilcha del recado, a fin de hacerlo más mullido;
era excelente cobija cuando cuadraba hacer cama con el apero -muchos gauchos no conocieron otra cobija
ni otra cama en toda su vida- ya en las casas, ya durmiendo a campo o sea con el cielo por techo.
Otras veces, al llegar los hombres a la pulpería accidentalmente, sin las alforjas o maletas, usadas para el
transporte a caballo de mercaderías, el poncho las reemplazaba con éxito.
Pero, además, tenía otra aplicación, acaso la más importante de todas, pues donde se apreciaban en grado
máximo las ventajas del poncho, era en los casos de pelea, frecuentísimos en nuestro campo antiguo.
Entonces, el gaucho se lo envolvía en el brazo izquierdo y formaba así una especie de coraza o escudo
que le permitía parar, sin tanto peligro, los tajos y puñaladas del facón enemigo.
Si el duelo era a muerte, es decir, motivado por una ofensa grave -arreglo de viejas cuentas, amores, juego-
la función del poncho se ampliaba; en el calor del combate uno de los duelistas, más ladino o canchero,
dejaba arrastrar por el suelo una de las puntas de su poncho, y si el contrario no se apercibía de la trampa,
su desgracia estaba sellada: en cuanto asentaba un pie encima del poncho, su rival, con un fuerte e
inesperado tirón, lo desequilibraba; y con el desequilibrio, súbita como un relámpago, llegaba también la
puñalada que ponía trágico fin a la contienda.
En muchos lugares de la República Argentina se fabricaban y se fabrican ponchos, tejiéndolos antes a
mano o en telares más o menos primitivos; el puyo, el pampa y el calamaco eran ordinarios y usados por
los pobres o en el trabajo; los ricos y elegantes lucían el fino y abrigado poncho de vicuña, el mejor que
se conocía y que, en consecuencia, era y es muy caro. También fueron comunes y gozaron de gran favor
los ponchos de fabricación extranjera, pues los establecimientos textiles ingleses comprendieron pronto
la conveniencia de su industria y se dedicaron a explotarla. Estos ponchos eran de paño grueso y de doble
faz.
El puyo era de reducida longitud -llegaba un poco más debajo de la cintura, tal como el calamaco que, a
su vez, era también cortón- y su trama, gruesa, irregular y con frisa denunciaba, bien a las claras su
confección rudimentaria.
El pampa, muy característico, lo mismo que el chiripá de igual nombre, tenía el más puro origen indio
pampa es la denominación común de los salvajes que ocupaban el antiguo desierto o Tierra adentro- y
un color grisáceo uniforme; ese color se debía al de la lana de una oveja, llamada cari, que criaban en las
tolderías; estos indios perfeccionaron después sus tejidos, los tiñeron con tinturas vegetales y los
adornaron con guardas y motivos que se hicieron típicos e inconfundibles.
Los ponchos fabricados en las regiones serranas, especialmente en las andinas, fueron siempre los
mejores, tanto por la calidad del material empleado, como por la delicada urdimbre de la trama obtenida
a costa de la inigualable paciencia de las tejedoras- y por la firmeza y armonía del colorido de las guardas
y dibujos con que se los adornaba. Hoy mismo, aunque la industria haya caído un poco en desuso, nadie
podría discutirles la superioridad en ese terreno.”

* * *

También podría gustarte