Sacks, Oliver - El Hombre Que Confundio A Su Mujer

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La enfermedad de Cupido

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Natasha K., una mujer inteligente de noventa años, acudió


recientemente a nuestra clínica. Explicó que poco después de cumplir
los ochenta y ocho advirtió «un cambio». ¿Qué clase de cambio?, le
preguntamos.
—¡Delicioso! —exclamó—. Era muy agradable. Me sentía con mucha
más energía, más viva... me sentía joven otra vez. Empezaron a
interesarme los hombres jóvenes. Empecé a sentirme, digamos,
«retozona»... sí, retozona.
—¿Y eso era un problema?
—No, al principio no. Me sentía bien, extremadamente bien... ¿por
qué iba a pensar yo que pudiese haber problemas?
—¿Y después?
—Mis amistades empezaron a preocuparse. Al principio decían:
«Estás radiante... ¡Parece que has rejuvenecido!», pero luego empezaron
a pensar que aquello no era del todo... razonable. «Tú eras siempre tan
tímida», «y ahora eres una frívola. Andas siempre riéndote, cuentas
chistes... ¿tú crees que está bien eso a tu edad?».
—¿Y cómo se sentía usted?
—Yo estaba desconcertada. Me había dejado llevar, y no se me había
ocurrido poner en entredicho lo que estaba pasando. Pero entonces lo
hice. Me dije: «Natasha, tienes ochenta y nueve, esto ya dura un año.
Siempre fuiste tan moderada en tus sentimientos... ¡y ahora esta
extravagancia! Eres una mujer vieja, casi al final de la vida. ¿Qué
podría justificar una euforia repentina como ésta?». Y en cuanto pensé
en euforia, las cosas adquirieron un nuevo aspecto... «Estás enferma,
querida», me dije. «¡Te sientes demasiado bien, tienes que estar mala!»
—¿Mala? ¿Emotivamente? ¿Mala mentalmente?
—No, emotivamente no... mala físicamente. Era algo de mi cuerpo, de
mi cerebro, lo que me ponía tan eufórica. Y entonces pensé... ¡maldita
sea, esto es la enfermedad de Cupido!
—¿La enfermedad de Cupido? —repetí, sin comprender. Era la
primera vez que oía aquello.
—Sí, la enfermedad de Cupido... la sífilis, comprende. Es que yo
estuve en un burdel en Salónica, hace casi setenta años. Cogí la sífilis...
muchas de las chicas la tenían... le llamábamos la enfermedad de
Cupido. Mi marido me salvó, me sacó de allí, hizo que me la trataran.
Eso fue muchos años antes de la penicilina, claro. ¿No es posible que
haya seguido conmigo durante todos estos años?
Puede haber un inmenso período de latencia entre la infección
primaria y la aparición de neurosífilis, sobre todo si la infección
primaria ha sido contenida, no erradicada. Yo tuve un paciente, tratado
con Salvarsán por el propio Ehrlich, que manifestó tabes dorsalis (una
forma de neurosífilis) más de cincuenta años después.
Pero yo no me había encontrado nunca con un intervalo de setenta
años... ni con un autodiagnóstico de sífilis cerebral expuesto con
aquella tranquilidad y claridad.
—Es una sugerencia sorprendente —contesté después de pensármelo
un poco—. Nunca se me habría ocurrido... pero quizás tenga usted
razón.
Tenía razón; el fluido espinal dio positivo, tenía neurosífilis, eran
realmente las espiroquetas las que estimulaban su córtex cerebral
antiguo. Se planteó entonces la cuestión del tratamiento. Pero surgía
aquí otro dilema, que planteó, con su agudeza característica, la propia
señora K.
—No sé si quiero curarlo —dijo—. Ya sé que es una enfermedad, pero
me ha hecho sentirme bien. He disfrutado de ella, aún sigo disfrutando,
no voy a negarlo. Hacía veinte años que no me sentía tan viva, tan
animada. Ha sido divertido. Pero sé muy bien cuando una cosa buena
va demasiado lejos, y deja de ser buena. He tenido ideas, he tenido
impulsos, no le contaré, que son... bueno, embarazosos y estúpidos.
Era como estar un poco ida, un poco achispada, al principio, pero si la
cosa va más lejos...
Remedó a un demente espasmódico y babeante. Luego continuó:
—Pensé que lo que tenía era la enfermedad de Cupido, por eso acudí
a ustedes. No quiero que la cosa se ponga peor, eso sería horroroso;
pero no quiero que me cure... eso sería igual de malo. Hasta que me
asaltó esto yo no me sentía plenamente viva. ¿Cree usted que podría
mantenerla exactamente como está?
Lo pensamos un rato y nuestra vía de actuación, afortunadamente,
estaba clara. Le hemos administrado penicilina, que ha matado las
espiroquetas, pero que nada puede hacer para eliminar los cambios
cerebrales, las desinhibiciones, que las espiroquetas han causado.
Y ahora la señora K. tiene ambas cosas, disfruta de una
desinhibición suave, una liberación del pensamiento y el impulso, sin
nada que amenace su control de sí misma y sin el peligro de una mayor
lesión del córtex. Alberga la esperanza de vivir, reanimada así,
rejuvenecida, hasta los cien.
—Es curioso —me dice—. Ha conseguido usted jugársela a Cupido.

Postdata

Muy recientemente (enero de 1985) me he encontrado con algunos de


estos mismos dilemas e ironías en relación con otro paciente (Miguel O.
), admitido en el hospital del Estado con un diagnóstico de «manía»,
pero que pronto se comprobó que se hallaba en la etapa agitada de la
neurosífilis. Miguel, un hombre sencillo, había sido peón agrícola en
Puerto Rico y, aquejado por una cierta dificultad del habla y de la
audición, no podía expresarse demasiado bien con palabras, pero se
expresaba, exponía su situación, con claridad y sencillez, por medio de
dibujos.

Elaboración excitada («una caja abierta»)


La primera vez que le vi estaba muy excitado, y cuando le pedí
que copiase una figura sencilla (figura A) realizó, con mucho brío,
un dibujo tridimensional (figura B)... o por tal lo tomé yo, hasta
que él explicó que se trataba de «una caja de cartón abierta», y
luego intentó dibujar un fruto dentro. Inspirado impulsivamente
por su imaginación exaltada, había ignorado el círculo y la cruz,
pero había retenido, y concretado, la idea de «recinto». Una caja de
cartón abierta, una caja llena de naranjas: ¿acaso no era eso más
excitante, más vivo, más real que mi insulsa figura? Unos días
después le vi de nuevo, muy acelerado, muy activo, desbordante de
ideas y sentimientos, volando muy alto, como una cometa. Le pedí
de nuevo que dibujase la misma figura. Y entonces,
impulsivamente, sin detenerse un instante, transformó el original
en una especie de trapezoide, un rombo, y luego le añadió una
cuerda... y un niño (figura C).
—¡Niño lanzando cometa, cometas volando! —exclamó exaltado.
Le vi por tercera vez pocos días después de esto, y le encontré más
bien alicaído, muy parkinsoniano (le habían administrado Haldol, para
tranquilizarlo, mientras esperaban los últimos análisis del fluido
espinal). Le pedí de nuevo que dibujase la figura, y esta vez la hizo
copiándola sin gracia, correctamente, y un poco más pequeña que el
original (la «micrografía» del Haldol), y sin ninguno de los primores y
complicaciones, de la animación y la imaginación, de las otras (figura
D).

—Ya no veo «cosas» —dijo—. Parecía tan real, parecía tan vivo antes.
¿Todo parecerá muerto con el tratamiento?
Los dibujos de pacientes con parkinsonismo, cuando se los
«despierta» con L-Dopa, constituyen una analogía instructiva. El
parkinsoniano, cuando se le pide que dibuje un árbol, tiende a dibujar
una cosa pequeña y escuálida, raquítica, empobrecida, un árbol
deshojado en invierno. Cuando se «calienta», se «recupera», se anima
con L-Dopa, el árbol adquiere vigor, vida, imaginación... y follaje. Si se
pone demasiado excitado, demasiado exaltado, debido a la L-Dopa, el
árbol puede adquirir una exuberancia y una complicación fantásticas,
estallando en una frondosidad de follaje y ramas nuevas con pequeños
arabescos, volutas, etcétera, hasta que por último su forma original
queda completamente perdida bajo estos primores enormes, barrocos.
Estos dibujos son también bastante característicos de los pacientes del
síndrome de Tourette (la forma original, el pensamiento original, queda
perdido en una selva de adornos) y en el llamado «arte veloz» del
anfetaminismo. Primero la imaginación despierta, luego se excita, cae
en un frenesí y desemboca en lo interminable, en el exceso.
Qué paradoja, qué crueldad, qué ironía hay aquí... ¡La vida interior y
la imaginación pueden permanecer apagadas y adormecidas si no las
libera, si no las despierta, una intoxicación o una enfermedad!
Es precisamente esta paradoja la que constituye el corazón de
Awakenings; es responsable también de la seducción del síndrome de
Tourette (ver los capítulos diez y catorce) y asimismo, sin duda, de esa
inseguridad peculiar que puede acompañar a una droga como la
cocaína (de la que se sabe que, como la L-Dopa y el síndrome de
Tourette, eleva la cuantía de dopamina en el cerebro). De ahí el
comentario sorprendente de Freud sobre la cocaína, de que la sensación
de bienestar y euforia que provoca «... no difiere en modo alguno de la
euforia normal de la persona sana... En otras palabras, estás
sencillamente normal, y pronto resulta difícil de creer que se halla uno
bajo la influencia de una droga».
Esta misma valoración paradójica se puede aplicar también a las
estimulaciones eléctricas del cerebro: hay epilepsias que son
estimulantes y adictivas... y pueden autoprovocárselas, repetidamente,
los que son propensos a ellas (lo mismo que las ratas con electrodos
cerebrales implantados se estimulan compulsivamente los «centros de
placer» del cerebro); pero hay otras epilepsias que aportan paz y
bienestar genuino. El bienestar puede ser genuino aunque lo provoque
una enfermedad. Y este bienestar paradójico puede otorgar incluso un
beneficio perdurable, como en el caso de la señora O'C. y su extraña
«reminiscencia» convulsiva (capítulo quince).
Nos adentramos aquí en aguas desconocidas donde pueden cambiar
completamente de sentido todas las consideraciones habituales... donde
enfermedad puede ser bienestar, y normalidad enfermedad, donde la
excitación puede ser una esclavitud o una liberación, y donde la
realidad puede residir en la ebriedad, no en la sobriedad. Es el reino de
Cupido y Dioniso.

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