(Extractos) Ficcion.Y.Construccion - Fotografica
(Extractos) Ficcion.Y.Construccion - Fotografica
(Extractos) Ficcion.Y.Construccion - Fotografica
FOTOGRÁFICA
Paul Éluard
Foto2
Prof. Angela Caro
1. Fotografía, realidad y utopía
Man Ray
Al respecto han surgido polémicas sobre el uso de los medios digitales dentro de la fotografía.
Hay algunos artistas que lo consideran “tramposo”, pues ya no se trabaja en el negativo producido
por una impresión lumínica sino en un soporte digital totalmente manipulable. Es cierto que es
muy fácil, para cualquiera que tenga acceso a una computadora y ciertos dispositivos, tomar una
imagen, pasarle unos cuantos filtros con el PhotoShop y lograr efectos visuales y ediciones muy
atractivos. Desde mi punto de vista, esta manipulación digital no necesariamente significa una
trampa, comenzando por el hecho de que la computadora no genera ideas y sin ideas no hay arte.
Misha Gordin
“Todavía, creo, que es solamente materia del tiempo antes de que la tecnología digital substituya
a la análoga y el acercamiento conceptual recibirá el lugar bien merecido en el arte de la
fotografía”. (Misha Gordin).
No hay que olvidar que el sentido actual de la fotografía ya no es sólo el reflejo inmediato del
mundo real, sino crear ideas y sumarlas a la realidad. Joan Fontcuberta, considerado como un
fotógrafo postmoderno que ironiza sobre la realidad y sobre los roles adquiridos por la sociedad de
consumo, afirma que, del mismo modo en que la fotografía emancipó a la pintura de la
representación realista, hoy las tecnologías digitales le están devolviendo el favor a la fotografía.
La computadora ha revolucionado y transformado nuestra vida cotidiana y la forma de
comunicarnos. Se están gestando movimientos culturales y sociales que se manifiestan casi como
cultos religiosos; cibernautas, ciber hippies, ciberdélicos, hackers, crackers y phreackers son
algunos de los nombres que empiezan a ser no sólo la descripción de grupos de jóvenes fanáticos
de los videojuegos, la programación o el Internet, además representan todo un movimiento social
que se está manifestando en prácticamente todos los aspectos de la vida humana.
Bill Viola
Las nuevas tecnologías han permitido explorar nuevos territorios de expresión. Con la utilización
de recursos de toda índole, desde proyecciones múltiples hasta instalaciones luminosas, fibra
óptica, videoproyecciones y toda clase de dispositivos, los creadores brindan imágenes de gran
impacto visual y espacios ambientados sólo imaginados por la ciencia ficción, como es el caso de
las obras del estadounidense Bill Viola. La posibilidad de manipular las imágenes es tan grande
que los resultados nos hacen dudar de nuestra capacidad de percepción. Montajes y retoques nos
presentan situaciones tan verídicas que hacen que la realidad parezca sólo el reflejo de la ficción.
Al mismo tiempo que encontramos imágenes que nos presentan una realidad tan cruda o fantástica
que nos es difícil determinar si son realmente verídicas.
Parece que nos acercamos nuevamente al comienzo, la fotografía no detendrá su evolución, la lista
de artistas que están trabajando tanto con sistemas tradicionales como con medios digitales,
animaciones, videos y proyecciones, es extensa. La temática principal de muchas de estas obras no
es muy diferente a la de los trabajos realizados por otros artistas, y parece girar en la disyuntiva de
seguir buscando o cuestionando, según el caso, la utopía del mundo perfecto (aunque la perfección
está más allá de lo humano) mientras habitamos la pesadilla del caos y la búsqueda conflictiva de
una nueva identidad, más incorpórea y virtual, menos política y ontológica. Al parecer, la nueva
utopía descansa hoy en el mundo digital, donde sí existe la posibilidad para la imaginación total y
abierta y la aventura visual ilimitada.
***
Sin embargo, el análisis de las fuentes, y sobre todo, las imágenes de la época nos dice lo contrario.
La ficción, como manipulación, falsificación o alejamiento de la realidad, estuvo presente como
concepto y como factor de creación en la fotografía desde sus orígenes, en diversas manifestaciones
fotográficas y con diferentes usos y funciones que exceden el mundo de la fotografía como arte
(prácticas sociales como los tableaux vivants y otras escenificaciones domésticas; religiosas, como
los exvotos; políticas; comerciales; etc.).
El retrato ha sido concebido tradicionalmente como un género basado en la reproducción exacta del
parecido físico (aún cuando los historiadores del arte somos conscientes del grado de construcción
que hay presente en la mayoría de los retratos que estudiamos), condición que parece exacerbarse
cuando se hace referencia al retrato fotográfico. Este se concibe como prueba, como huella de la
persona retratada gracias a su proverbial realismo y a una característica peculiar del proceso de
producción de la imagen en fotografía: la persona retratada ha de estar (estuvo) inevitablemente
presente en el momento de la toma de la imagen. Sin embargo, la fotografía supuso un elemento que
transformó para siempre la práctica del retrato, y en virtud precisamente de ese poder de hacer
presente al retratado, de garantizarnos su existencia, la fotografía abrió la puerta a prácticas que
hacían innecesaria la reproducción de los rasgos físicos en una obra para que esta fuese considerada
un retrato: representaciones de elementos parciales del cuerpo humano (manos, ojos, piernas...),
figuras vueltas de espaldas, incluso sombras o reflejos, pueblan la fotografía desde sus orígenes en
modalidades que, tanto por la intención del fotógrafo como del modelo pueden ser consideradas
retratos.
Por otro lado, si la reproducción del parecido físico era (y sigue siendo) importante en el retrato
fotográfico destinado al intercambio afectivo (el ejemplo paradigmático es el relato de Roland
Barthes acerca de una fotografía materna, eje de la teoría expuesta en La cámara lúcida, pero se
conservan testimonios similares desde los inicios de la fotografía4), o en el retrato identificativo
institucional (cuyo epítome es la antropometría de Alphonse Bertillon), no lo era así en otras
modalidades de retrato, desde el retrato artístico, donde la representación quedaba supeditada a la
búsqueda de la belleza, hasta el retrato “de sociedad”, que en la mayoría de los casos se basaba en la
construcción de una determinada imagen personal destinada a epatar públicamente. Surgen así
múltiples clases de retrato fotográfico donde la manipulación, la escenificación, en definitiva, la
ficción, son fundamentales.
No en vano, muchos de los profesionales de la fotografía en el siglo XIX provenían del mundo del
teatro, algunos de ellos como actores (Disdéri o Rejlander entre otros, algo que ocurre también con
algunos de los más destacados representantes de la ficción fotográfica posterior, como Claude Cahun
o Yasumasa Morimura), y no han sido pocos los teóricos de la fotografía que han resaltado l relación
de ésta con la práctica teatral y posteriormente con el desarrollo de performances.
Actitudes codificadas y decorados estereotipados, incluso el uso de disfraces, tenían como finalidad
construir una imagen para presentar en sociedad. Pero no solo de recursos teatrales se trataba. Desde
bien temprano se venían dando en el retrato fotográfico otro tipo de recursos de ficción, basados en
manipulaciones técnicas, que permitían desdoblar al retratado, agrandarlo o empequeñecerlo,
convertirlo en estatua, o descabezarlo, por citar solo alguno de los trucos más populares en el retrato
comercial. Trucos o entretenimientos que, con la evolución de este tipo de retrato público, fueron
pasando de modelos más o menos ingenuos a representaciones cada vez más sorprendentes y
sofisticadas, destinadas a epatar al virtual receptor de las fotografías, prolongándose este tipo de
retrato hasta las primeras décadas del siglo XX.
La ficción se introdujo así en el retrato fotográfico público, que funcionaba como un elemento más
en la construcción de un rol que representar en sociedad. Pero además, cuando la cámara se
convertía en un instrumento de autoexploración, la ficción aparecía también como medio a través del
cual manifestar el yo más profundo. Los mismos recursos teatrales y técnicos pueblan también los
autorretratos y retratos íntimos desde los primeros momentos de existencia de la fotografía. En estos
casos no se trataba ya de aparentar, pues a menudo la circulación de estas imágenes se remitía a un
ámbito privado, sino de transformarse, llevados por una necesidad de expresión o autoafirmación
visceral y psicológica (el caso paradigmático es el de la Condesa de Castiglione, 1835-1899), por el
deseo de diferenciarse de la incipiente masa social a través de modelos de retrato singulares, o de
desarrollar una faceta creativa al margen de la labor de los estudios comerciales, en el caso de los
fotógrafos profesionales.
De este modo, fotógrafos y clientes de todo el mundo posaron ante el objetivo a lo largo del XIX
caracterizados o transformados de diversas formas, adelantando así una práctica que será muy
trascendente en la fotografía posterior. Nadar disfrazado como indio americano (c. 1863, Los
Angeles County Museum of Art) o Disdéri como militar (c. 1858, Bibliothèque Nationale de France)
anticipan la reflexión sobre los roles sociales y los medios visuales de masas de Cindy Sherman;
Allain de Torbechet (Autorretrato como artista, c. 1860, Bibliothèque Nationale de France) o
Valério Vieira (Los treinta Valerios, Biblioteca Nacional de Brasil, 1901) multiplicados hasta el
infinito nos recuerdan a la aparición repetida de Yasumasa Morimura en muchas de sus obras; los
retratos compuestos mediante recortes y yuxtaposiciones de imágenes sirvieron de inspiración para
los collages de la vanguardia, al igual que las transformaciones de diverso tipo: desde bustos de
mármol de estética clásica (fig. 1), que sugestionaron al dadaísta Baargeld (Typical Vertical Mess as
Depiction of the Dada Baargeld, 1920, Museum of Modern Art of New York, fig. 2), hasta la
adición de prótesis (falsas piernas y brazos) que anticipan ingenuamente las atrevidas
fotoperformances de Pierre Molinier o Jurgen Klauke.
En España destaca el caso del fotógrafo catalán Pau Audouard (1856-1919) y su serie de
autorretratos disfrazado (que abarca un periodo de treinta años); o la colección de fotografías
privadas del hijo del fotógrafo Juan Rovira y Ruiz de Osuna; escenificaciones y transformaciones
llevadas a cabo con una estética irónica y espontánea que adelantan prácticas críticas de la fotografía
de vanguardia y postmoderna (muestran un sentido del humor y un afán experimental comparable al
de las series fotográficas de Stanislaw Witkiewicz, Vaclav Zykmund, Egon Schiele, o Lucas
Samaras), no solo por la importancia que las ideas de ficción y construcción de la propia imagen
tienen en estas manifestaciones, sino por la valorización a la que someten elementos como lo lúdico,
la crítica social o el propio cuerpo como factores de creación artística.
Se trata por tanto de imágenes en las que, más allá de la ingenuidad de los primeros momentos de
experimentación con una nueva técnica, se refleja una inquietud identitaria y social compartida con
el arte actual, y en las que la ficción se convierte en un recurso con el que reflexionar sobre la
condición humana.
2. La ficción de la Historia.
Las posibilidades de manipulación y artificio que permitía el nuevo medio se aplicaron pronto
también a la interpretación de la Historia, en dos vertientes distintas: la descripción de los sucesos
presentes, y la reconstrucción o imaginación del pasado.
Respecto a los hechos del presente, la fotografía brindaba un medio supuestamente ideal para
inmortalizar objetivamente estos sucesos y difundirlos al mundo. Ya en los años cincuenta, los
fotógrafos se afanaban en ilustrar los acontecimientos más importantes, especialmente la guerra,
surgiendo así una incipiente fotografía documental y de reportaje que, como sabemos, será una de
las ocupaciones más aclamadas de la fotografía. Sin embargo, la supuesta transparencia del medio
ofrecía todo tipo de recursos, más o menos sutiles, para una representación subjetiva de la Historia,
cuando no decididamente para una falsificación.
No son estos los únicos ejemplos de fotomontajes o recreaciones que hacen referencia a la Historia
contemporánea (en España destaca la reconstrucción del levantamiento de Fermín Salvochea hecha
por Rafael Rocafull en 1868; en Italia, Carlo Cataldi recrea episodios del Risorgimento; y en Francia
se producen fotomontajes que recrean otros acontecimientos, como la
salida de Eugenia de Montijo y Luis Felipe de Versalles, por citar solo
unos cuantos ejemplos), o que utilizan de un modo u otro la ficción
para aludir a los sucesos y figuras de su tiempo (durante el XIX fueron
frecuentes las caricaturas fotográficas en las que se manipulaba la
imagen de los líderes mundiales para ensalzar o desvirtuar su papel
político, fig. 3), prácticas que posteriormente siguieron vigentes a
través de artistas como John Heartfield (1891-1968), en sus mordaces
fotomontajes para la revista AIZ (figura 4), caricaturizando a los líderes
del partido nazi.
Además del deseo de presentar la Historia contemporánea bajo una óptica determinada, la fotografía
aspiró desde muy pronto a un objetivo mucho más utópico: fotografiar el pasado. No se trataba
únicamente de la fotografía arqueológica, utilidad que había sido ya anunciada por Arago en la
presentación del invento en la Academia de Ciencias, sino de inmortalizar los hechos de tiempos
pasados, una idea presente en el imaginario colectivo de la época, que en ocasiones atribuía a la
fotografía más facultades de las que en realidad tenía12. Si la utopía de fotografiar el pasado era
imposible, la fotografía encontró pronto la manera de traerlo al presente mediante el camino de la
ficción. Desde la nostalgia prerrafaelita y las aspiraciones artísticas del pictorialismo, hasta la
evocación de un paraíso erótico en las reconstrucciones del mundo clásico de Von Gloeden y
Pluschow, pasando por las recreaciones de héroes del pasado realizadas como reivindicación
nacionalista o socialista por diversos fotógrafos de todo el mundo (como el español Lucas Fraile, que
hacia 1895 compuso un fotomontaje inspirado en el cuadro Los Comuneros de Antonio Gisbert, con
el líder socialista Julián Besteiro jugando el rol de Juan de Padilla), muchos fueron los que jugaron,
con diversas intenciones, a reinventar el pasado.
Por último, una cuestión donde la ficción en fotografía juega un importante papel creativo e
ideológico es en la construcción en el imaginario colectivo de la idea del “Otro”. Al igual que
ocurría con la representación de hechos históricos, la fotografía suponía a priori un extraordinario
medio para el conocimiento de realidades ajenas al potencial consumidor de imágenes del siglo XIX
(el burgués occidental): acercaba los parajes y modos de vida de tierras lejanas, documentaba las
penosas situaciones de los más desfavorecidos, clasificaba las razas y pueblos más desconocidos,
analizaba las patologías de los enfermos, y daba a conocer los rostros de los criminales que suponían
una amenaza para el bienestar de la sociedad.
Esta costumbre, iniciada por los fotógrafos occidentales, fue continuada por los fotógrafos
autóctonos (como Kusakabe Kimbei, 1841-1934, en Japón; o los hermanos árabes Abdullah, activos
entre 1870-90 en diversas zonas de Oriente Medio), todo lo contrario a lo que sucede en la
actualidad, donde, tras el proceso de descolonización y globalización, los artistas no occidentales
(como Morimura, Samuel Fosso, Yinka Shonibare, o Bae Chan-Hyo) utilizan la ficción como medio
de desenmascarar los elementos de construcción de la figura del Otro, jugando con referencias a la
cultura y el arte occidental (figs. 5 y 6).
Dentro de este tipo de escenas de ficción, un caso llevado al extremo es el del doctor Thomas
John Barnardo (1845-1905), responsable de una casa de acogida en Londres, que sufrió varias
denuncias por la difusión de fotografías en las que los niños del centro aparecían
dramáticamente caracterizados para conmover a los posibles benefactores de la institución.
Las fotografías de Barnardo, en las que se exageraba la severidad de unas condiciones de vida
ya de por sí duras, son un ejemplo de cómo en la fotografía del XIX podían entremezclarse lo
real, la ficción y lo hiperreal: cómo en una fotografía, la manipulación, la escenificación, en
definitiva la ficción, podía utilizarse para hacer parecer la imagen más real que la propia
realidad.
Cabe preguntarse por tanto qué grado de credibilidad obtenían estas imágenes entre el público
de la época. Si bien en el caso de los retratos de ficción, el componente de engaño y
representación parece más evidente (aún cuando la idea de verosimilitud era un factor
importante para el éxito de estas imágenes), en el caso de las reconstrucciones en estudio de
tipos y las recreaciones de sucesos contemporáneos, no podemos estar seguros de cuál era su
capacidad de hacer creer al espectador que las imágenes recreadas se correspondían con la
realidad. La frontera entre realidad y ficción es todavía hoy difusa en muchas de estas obras
(aunque es mucho más problemática en muchos reportajes históricos o sociales
pretendidamente objetivos), y es plausible que muchos espectadores de la época, no
acostumbrados a la contemplación de productos visuales, fuesen incapaces de distinguir
realidad de escenificación o manipulación, (al igual que para nosotros, que hemos crecido en
un mundo superpoblado de imágenes, resulta difícil distinguir el uso de muchas de las nuevas
técnicas de manipulación fotográfica). Si bien no podemos estar seguros de la actitud del
público de la época hacia estas manifestaciones, lo que resulta evidente es que para muchos
fotógrafos del XIX, la ficción fue un recurso técnico y creativo de gran importancia con el
que reflexionar sobre conceptos como la identidad, la historia y la alteridad, conceptos que
serán clave en el arte y el pensamiento posteriores.
***
En su famoso ensayo “meditaciones sobre un caballo de juguete”, el historiador del arte Ernst H.
Gombrich, analizaba los procesos psicológicos que podían llevar a un niño a representar un caballo
con el palo de una escoba, poniéndolo en paralelo con los procesos representativos de las
creaciones artísticas. “Mi caballo de madera no es arte” explica Gombrich, pero si lo introducimos
en un museo, si lo legitimamos como arte, nadie duraría de su valor estético: “Se convierte en parte
de una institución, con tanta seguridad como el juguete en el cuarto de los niños”. A pesar de que
el objetivo de Gombrich en su ensayo era reflexionar sobre el problema de la representación y
evidenciar que en muchos casos la sustitución del objeto real lo conseguimos a través de la
similitud funcional del referente, en vez de por la semejanza formal, lo cierto es que Gombrich nos
demuestra de forma implícita algo que ya venía discutiéndose desde el romanticismo
decimonónico, que el arte y el juego están estrechamente unidos. En sus “cartas sobre la educación
estética del hombre” de 1795, Friedrich Schiller hablaba de un impulso formal en el juego del niño
que podría desarrollarse en el artista adulto. Todo hombre sería un potencial artista de adulto en la
medida que es un jugador de niño. Llevado al pensamiento de nuestros días, podríamos citar al
historiador del arte William J. Thomas Mitchell, para el cual el único objetivo del arte es su sentido
lúdico. Todas estas consideraciones deben hacernos reflexionar en torno a los juguetes y su
función no solo educativa y lúdica, sino también acerca de sus capacidades estéticas, así como al
papel lúdico inherente en las obras artísticas.
Es a partir del arte de principios de siglo XX que los artistas comienzan a experimentar más
profundamente con estos conceptos. En los artistas de las vanguardias históricas, la fascinación por
el mundo de los niños y de los juguetes puede considerarse una pulsión constante. Para muchos, el
arte debía liberarse de su elitismo aurático, y comenzar a ser considerado un campo de
experimentación, una mera fascinación lúdica. Duchamp introdujo la manipulación del espectador
como una parte necesaria para completar la obra artística; obras como “Priere de Toucher”, de
1947, compuesta por un falso seno femenino adherido a una página de un libro con fondo de
terciopelo negro, incitan al espectador a tocar lo que no debe ser tocado. Otras como “À bruit
secret”, de 1916, un ovillo de cordel entre dos láminas cuadradas de latón sujetas por cuatro
tornillos, o la “Roue de bicyclette” de 1913, directamente carecen de sentido sin la activación o
interacción directa del espectador. Este papel activo del observador como manipulador de la obra
de arte dota a muchos ready-mades duchampianos de un cierto paralelismo con la función de los
juguetes infantiles, dando un paso fundamental en la incorporación del juguete en el mundo del
arte.
También desde el surrealismo se continuó esta visión lúdica del arte. En los propios escritos
fundacionales del movimiento, se concibe el proceso creativo como un juego que cualquiera puede
practicar mediante la escritura automática o el cadáver exquisito. Al igual que en el juego, los
surrealistas democratizan el proceso creativo abriéndolo a todo aquel que quiera practicarlo. Más
paradigmático aún para el asunto que nos ocupa, es el caso de uno de los artistas plásticos
surrealistas más universales, Alexander Calder, el cual creaba con igual pasión sus famosos
móviles y estabiles (de los cuales también podríamos extraer un componente lúdico), sus
esculturas de alambre y su circo de juguete, confeccionado con materiales básicos como trapos,
maderas, alambres, y gomas. Calder no solo creaba los personajes circenses sino que también les
daba vida, con pequeñas actuaciones o performances que fueron degustadas por artistas e
intelectuales desde su estreno en París en 1926 (Jean Cocteau, Fernand Léger, Piet Mondrian, y
Joan Miró fueron algunos de los adeptos), hasta su muerte en 1976.
Pero incluso antes que los dadaístas y surrealistas, ya hubo tentativas entre la recreación y el
juguete en otros movimientos artísticos, como en el ámbito del cubismo sintético en relación con el
primitivismo estético. En Picasso existe una relación inherente entre el cubismo bidimensional y el
tridimensional, sobre todo en el cubismo analítico, con las esculturas de guitarras. Picasso llena sus
trabajos con referencias al mundo infantil y del juguete de manera recurrente. Al igual que lo hace
Paul Klee, desde una perspectiva más expresionista, incluyendo los famosos títeres que creó para
su hijo Felix.
Los futuristas italianos por su parte, son los artistas de vanguardia que mejor asumen el juguete de
forma consciente; no de forma intuitiva, sino de manera profunda y extensiva. Para los futuristas el
juguete es un asunto nuclear en sus teorías y prácticas artísticas. Los juguetes creados por
miembros del futurismo como Gerardo Dottori, Giacomo Balla y sobre todo Fortunato Depero,
tuvieron una gran repercusión en la época, llegando a ser mostrados en exposiciones de cobertura
internacional. Fundamental es también hablar del papel del juguete en las vanguardias rusas,
historiadores como Juan Antonio Ramírez sospechaban que la producción de juguetes con fines
educativos debía ser fundamental en aquella sociedad revolucionaria convencida de que el arte
podía transformar la realidad social, ya que no existe mejor transformación que la educación desde
la infancia. El creador del Suprematismo, Kazimir Malevich, fabricaba sus famosos
“arquitectones”, los cuales pueden ser considerados como maquetas con cierto interés lúdico,
mientras que el líder de los constructivistas, Alexandr Rodchenko, sí llegó a crear directamente
juguetes, los cuales tuvieron mucha influencia en artistas a lo largo de toda Europa, como el checo
Minka Podhajská, el alemán Lyonel Feininger, o los españoles Antonio de Lara y Ángel Ferrant.
Este último coincidía con el pensamiento de Schiller en que el juguete es una primera
aproximación a la creación experimental artística, llegando a afirmar que “En el juego por el juego
está lo más noble del Arte”.
***
Desde que existe el ser humano existe la motivación y la necesidad de buscar distracciones y
divertimentos. Esto es mucho más común en la niñez. Para ello el hombre siempre ha buscado
conformar objetos que ayuden a llevar adelante dichos objetivos. Con el tiempo, estos objetos
también han logrado influir en el desarrollo intelectual y psíquico del niño. La niñez influye en el
futuro de la persona, es en ese momento donde se configura la personalidad del hombre. La niñez,
para bien o para mal, repercute sobre toda la vida del ser humano.
La definición de los términos Arte y Juego ha ocupado sectores importantes del pensamiento
occidental. En torno a ellos se han reunido diversas concepciones que bien pueden delinearse
desde los griegos hasta nuestros tiempos. El conjunto de reflexiones que aquí se presentan tienen
como objetivo descifrar la relación Arte-Juego en la Filosofía de Federico Nietzsche, cuya raíz se
advierte ya desde sus primeros escritos y de manera especial en el Nacimiento de la Tragedia.
Tras la bella máscara de Apolo, que es el impulso formador de las apariencias, de lo ordenado y
armónico, siempre se encuentra el fondo caótico, informe y del flujo vital efervescente, que es
Dionisos. Apolo domina en las artes figurativas, que es armonía de formas; mientras que su
oponente Dionisos es el dominante en la música, que está privada de forma, porque significa
ebriedad, exaltación entusiasta y orgiástica. El arte transfigura lo horrible y lo absurdo en
imágenes.
De esta consideración del arte podemos deducir la primera relación con la noción de Juego. En el
arte se produce el "develar" que no es otra cosa que la realidad dionisíaca de construcción y
destrucción simultánea. Dionisos designa el principio destructor-constructor, símbolo del poder
cósmico; es el mundo que juega, juega como el fondo dionisíaco que produce el mundo apolíneo
de las formas, juega configurando y destruyendo, más allá de toda estimación axiológica, pues
todos los valores aparecen en el seno
de ese juego.
Una segunda consideración en la óptica nietzsheana refiere al arte como valor metafisico. El
mundo no es otra cosa que arte, nos dice Nieztsche en Ecce Homo. Esta afirmación sentencia el
principio de una metafísica de artista que refiere a la justificación de la existencia sólo como
fenómeno estético; sólo el arte hace la vida no solamente bella, sino digna de ser vivida. Generada
de esta concepción resulta fundamental la idea del arte en relación con la vida: tanto en un sentido
fisiológico como psicológico, el arte es concebido como el Gran Estimulante, como aquello que
impulsa eternamente al hombre a vivir, a vivir eternamente.
A la primera afirmación del juego como principio constructor-destructor de todo lo existente, que
hemos señalado, debemos agregar ahora el carácter fundamental de esa noción. En sentido
extenso, el juego refiere a toda actividad ejercida sólo con miras a sí misma y no por el fin a que
tiende ni por los resultados que ella produce. Como actividad física o intelectual no posee una
aplicación útil ni determinada y la razón de ser en la conciencia de quien se entrega a él, es el
placer mismo que ella produce. Refiriéndonos en términos nietszcheanos el juego es efectivamente
inútil y puede considerarse como ideal del hombre sobrecargados de fuerza, como cosa infantil. La
confrontación que origina el juego, el pólemos, es inútil, es decir, no tiene motivo práctico. Lo que
produce el enfrentamiento no son motivaciones extrañas a él mismo, por lo que no hay "ningún
para algo", sino un "porque sí", que no excluye en ningún sentido el dolor.
En el juego no hay ausencia de leyes, pues cuando el niño se entrega a la acción lúdica no es
arbitrario, él crea sus leyes previamente, sólo que éstas no conocen otra estimación que no sea la
propia interior, lo mismo que el artista crea normas para sí mismo sin obedecer a motivaciones
axiológicas que procedan de otra instancia que no sea la del juego mismo.
El arte como el juego, es el ideal del hombre sobrecargado de fuerzas; el proceso creativo es como
el juego del niño, manifestación de candidez, entrega, plenitud y olvido. Es amoral porque, porque
ninguna ley constriñe su propio dinamismo. El artista como jugador está abierto extáticamente al
dios danzante que es Dionisos, se entrega de igual manera como se entrega el niño al juego y en su
acto creador se devela el juego del mundo, la infantilidad del dios Dionisos.
Admitamos ahora una tercera valoración que nos permite nombrar al arte como afirmación
trágica de la existencia.
Esta manera de afirmar la existencia y el hombre mismo, es la fórmula trágica en su sentido más
profundo, es la expresión del pensamiento trágico, que no pretende orígenes ni fines determinados,
que no tiene últimas metas, que no proyecta hacia el porvenir, fuera de este mundo. Ese pensar que
sólo cree en el único mundo existente, en este mundo donde el esfuerzo y la lucha permanecen
eternos. Es allí donde el hombre trágico instaura la afirmación decidida de la vida incluso en los
aspectos más enigmáticos y terribles.
El reconocimiento del arte como afirmación nos permite otra nueva vía conectiva con el Juego.
Ese principio constructor-destructor que caracteriza la acción lúdica, es esencialmente inocente.
Sólo en el niño y en el artista puede sucederse la propia infantilidad del Zeus heracliteano, que
expresa el juego del fuego, como principio cósmico de la realidad y como símbolo eminente de la
naturaleza y de la vida.
El juego es la manifestación del 'santo decir sí', es la decisión infantil firme y decidida de
entregarse al momento de jugar y con ello querer su voluntad y conquistar su mundo. Esa es la
enseñanza de Zaratustra: Sí, hermanos míos, para el juego del crear se precisa un santo decir sí: el
espíritu quiere ahora 'su' voluntad, el retirado del mundo conquista ahora su mundo. (F. Nietzsche,
Así Habló Zaratustra, "De las transformaciones") Para ese querer y esa conquista se precisa
inocencia, ausencia de culpas o deudas con el pasado y así entregarse a la inutilidad del juego, sin
preocupaciones por compromisos convencionales. Es la validez permanente de la candidez infantil,
capaz de desarrollar una actividad continua sin depender de estimaciones extrañas a su propia
vitalidad.
El devenir de la naturaleza está orientado por lo que la fuerza es, expansión y búsqueda del poder
máximo como supremacía sobre las demás fuerzas que le ofrecen resistencia. Este enfrentamiento
de fuerzas es el origen del acto de la creación, caracterizado en Nietzsche como victoria de una
fuerza sobre sus oponentes, los cuales quedan reducidos soberanamente por ella a una unidad. En
palabras de Diego Sánchez Meca, la obra de arte puede prefigurar la esencia del mundo
engendrándose perpetuamente a sí mismo, o sea, dando sin cesar rostro a las cosas, creando y
destruyendo sin otra finalidad que la de ejercitar espontáneamente su propio dinamismo interno.
***
3.2 Minúscula historia del juguete. Begoña Zubero (Revista Exit nº 25)
Rasgó una hoja de papel y lanzó los trozos sobre una madera encolada; luego pegó
cuidadosamente los pedazos de papel sobre el soporte tal y como habían caído. Ese instante de azar
y esa disposición concreta de los papeles ya nunca se repetirán, pero están presentes en el museo y
en la mitología del arte contemporáneo. Es 1917, en Zúrich, y Jean Arp acaba de realizar, como
jugando a los dados, una de sus obras bajo las leyes del azar. El arte terriblemente serio de los
cubistas se ha convertido en una especie de pasatiempo. Cinco años antes, en París, Marcel
Duchamp había dejado caer un hilo de un metro de largo sobre una superficie de terciopelo,
generando una curva indeterminada que él quiso definir como nueva unidad de medida. Colocó
tres tiradas del hilo -tres paradas- en un estuche para jugar al críquet y se refirió a ello como azar
en conserva.
Arp dejó de jugar con sus papelitos justo cuando su futura esposa, Sophie Taeuber, se puso
precisamente a hacer muñecas, como si no hubiera superado la infancia; aunque no era
exactamente eso: trataba de recuperar su inocencia y la de todos, especialmente la del arte, con
Dada, un caballito de madera, la infancia del arte que volvía a sus orígenes, la ruptura con la
cultura establecida y el punto de arranque de un nuevo comienzo. Eran muñecas para ampliar el
campo operacional del arte, para unir arte y juego, para atravesar la barrera desde el homo faber,
estrictamente dedicado al sustento, hasta el homo ludens, capaz de desarrollar energía imaginaria y
plantear conflictos simbólicos en forma de juego.
El rumano Marcel Janco también hacía muñecas, pero aterrorizaban a las niñas y a casi todos los
adultos: eran máscaras salvajes para recomenzar el arte desde un paleolítico contemporáneo. Pero
el juguete más auténtico era otro de los fundadores del lugar, Hugo Ball, inmovilizado con su
vestuario de robot, salmodiando los versos salvajes de Karawane en el Cabaret Voltaire: atracción
de feria para ociosos asistentes a las soirées, ridiculizado en la prensa, pero mimetizado él mismo
en objeto lúdico: un personaje imaginario que acompaña sus momentos reales, juguete de sí
mismo. (...)
***
Dicen que la vida es un juego. Sin embargo, no hay que tomársela como un juego, hay que vivirla
seria-mente. Porque los juegos no parecen que sean lo suficientemente serios. Son cosas de niños.
Tal vez por eso el juego, los juguetes, están asociados inevitablemente a la niñez, a una situación
temporal en la que la imaginación, la
ensoñación, la credibilidad e incluso una
cierta inocencia, son permitidas e incluso
obliga-das.
Entonces, la vida es el único juego que todos jugamos, aunque las reglas no estén suficientemente
claras para todos, incluso sean diferentes para unos y para otros. Lo cierto es que hayamos sido
ricos o pobres, felices o desgraciados, nuestra infancia nos marca lo suficiente para que siempre
recordemos aquella muñeca de plástico que a veces era nuestro hermano y a veces nuestro hijo, al
que castigábamos cuando no se comía la papilla y al que vestíamos y lavábamos aprendiendo el
juego de ser madres. Mientras los niños, y alguna niña infiltrada de dudoso futuro, construían
ferrocarriles, ciudades, edificios, fuertes… los indios y los americanos en aquellas mañanas sin
colegio en las que la cama de nuestros padres era el salvaje oeste, y otras veces una balsa a la
deriva en un mar lleno de tiburones. La imaginación llega a acelerar el corazón ante el peligro
irreal, perfilado en el juego de la ilusión.