Mi Abuela Ocupó El Lugar de Mi Madre

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Mi abuela ocupó el lugar de mi madre,

ahora llegó el momento de cuidarla


Mi madre murió joven, pero mi abuela me ayudó a superar esa pérdida. Ahora
llegó el momento de aceptar que ella también va a fallecer.
Credit...Brian Rea
Por Rachael Cusick
 29 de noviembre de 2020 a las 05:00 ET

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Odiaba cuando tenía que salir a comprar ropa con mi abuela. Íbamos a una
tienda, elegíamos faldas de mezclilla y sostenes deportivos, y nos dirigíamos a
los probadores, donde mis hermanos y yo la oíamos conversar con la encargada,
sabiendo que en algún momento, sin falta, diría: “Su madre murió. Yo solo soy
su abuela”.

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Lo hizo en American Eagle y Foot Locker, en las cabinas de Applebee’s y en la


caja de ShopRite. Mis hermanos y yo empezamos a bromear sobre cuántos
minutos de conversación serían necesarios antes de que ella le contara nuestro
mayor secreto a un extraño.

No hace mucho, durante una de nuestras llamadas, le pregunté por qué siempre
hacía eso. ¿Realmente pensaba que el adolescente que nos atendía en Dairy
Queen necesitaba saber que nuestra madre estaba muerta cuando nos entregaba
nuestros helados de galleta?

Ella se rió, y luego se puso seria: “Era algo muy presente en sus vidas, Rachael.
Estaba en todos los lugares a los que íbamos. ¿Cómo no iba a hablar de eso?”.

No debía haberme sorprendido que viera la ausencia de mi madre en esas


situaciones cotidianas. Después de todo, mi abuela no se sentía muy cómoda en
Victoria’s Secret ni yo en su reunión semanal de jubilados en IHOP. Pero a mí
nunca me pareció tan grave. Culpo a mi abuela por el lujo de olvidar en
ocasiones que mi madre había muerto, pues era muy buena asumiendo su rol
maternal.

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Cuando mi madre se enteró de que tenía cáncer, a los 40 años, mi abuela pidió
un permiso temporal en el banco donde trabajaba, un empleo que se había
esforzado mucho en obtener a una edad madura. Ya había perdido un hijo que
se suicidó, y estaba decidida a no perder a su hija.

“Ninguno de ustedes puede irse antes que yo”, dijo. Pero el cáncer no la escuchó.

El día que mi madre murió, no recuerdo haber visto su cama vacía, aunque
seguramente la vi; tampoco recuerdo que me pidieran que me despidiera esa
mañana, como me lo contaron después. Todo lo que recuerdo es a mi abuela
frente a nuestra casa en su Chrysler color verde tortuga. Siempre parecía
transmitir la sensación de que la vida debía continuar, sin importar lo que
ocurriera.
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Florecer sin el amor de una madre


Éramos cinco los que debíamos superar la infancia. Yo tenía seis años cuando
todo ocurrió; era la más pequeña. Necesitaba que alguien me limpiara los oídos
y me llevara al dentista, que notara que las galletas que estaba comiendo en
exceso no llenaban el hueco de mi corazón y que estuviera orgullosa de mí,
tuviera éxito o no, y a pesar de que no hiciera nada.

Mi abuela, una mujer de 65 años con una rodilla lesionada y artritis crónica, se
preparó para su segundo acto de crianza. Todas las semanas preparaba una lista
de compras e iba a comprar provisiones para nuestra familia de seis integrantes.
Conducía una hora desde su casa en Nueva Jersey hasta la nuestra en Staten
Island y se quedaba dos días para ayudar a mi padre con todo.

Los jueves por la tarde aparecía en la esquina de la calle, cerca de nuestra


escuela, y se quedaba media cuadra detrás de las otras madres, como para
ahorrarnos la escena de tener que reconocer que ella no era la persona que se
suponía que debía estar allí. Yo corría por esa calle hasta llegar a sus brazos y
recibir el primer abrazo suyo después de la semana anterior. Los viernes por la
noche, preparaba la cena con muchas sobras, y luego se iba en su Chrysler a
descansar un poco antes de regresar la semana siguiente.

Con el paso de los años, mi abuela trató de ayudar con las cosas que en la vida
me recordaban que yo no tenía madre. Se quedó con el segundo boleto para los
padres en las graduaciones, me compró mis primeros tampones, me horneó mis
pasteles de cumpleaños y me dijo que no me dejaría, ni siquiera durante mis
difíciles años de adolescencia.
Mi relación con ella es agridulce, y nuestro profundo vínculo es el resultado de
la pérdida que la propició. Ella es la primera persona con la que quiero
compartir las buenas noticias y la que me consuela cuando son malas. Ella es mi
contacto de emergencia, asesora de recetas y maestra del amor incondicional.

Actualmente es un amor que nutro con llamadas semanales por teléfono. Ella y
yo solíamos tener pijamadas mensuales, pero la pandemia acabó con esa
costumbre, y ahora estoy más ansiosa que nunca por recuperar nuestro tiempo
juntas. Desearía que ella fuera más joven, o yo más vieja. No creo que las
personas normales de 25 años se preocupen por eso, pero las personas normales
de 25 años no suelen tener figuras maternas de 84 años.

Hace unos meses conversaba con ella por teléfono y me empecé a quejar de un
proyecto de trabajo cuando me dijo: “Así es la vida, Rachael”.

“Ay, Dios”, dije con un tono brusco, de la misma manera en que una adolescente
le responde a una madre que la sermonea.

Me molesto con ella más de lo que me gustaría admitir. Intento hacerlo menos,
para dejar que solo practique su papel de abuela. Pero en esa llamada, volví a
asignarle el papel de madre que tanto necesito.

Parecía desconcertada por mi respuesta, y yo estaba sorprendida por su


fragilidad.

Ese mismo mes, fui a la tienda de abarrotes a comprar carne de res para un
guiso irlandés, y me encontré con un hombre de mediana edad que llevaba
puesto un cubrebocas y caminaba por el pasillo de sopas. “Si no vuelvo a casa
con salsa holandesa mi esposa no me dejará entrar”, dijo como para sí mismo.

De vuelta a casa, me fui a dar un paseo en bicicleta de 64 kilómetros cerca del


océano. Mientras pedaleaba, dejé que mi mente vagara, preguntándome si el
hombre de la salsa holandesa había logrado entrar a su casa y pensando cuánto
le gustaría a mi abuela sentarse junto a este mar si no se avergonzara de cómo se
verían sus piernas en traje de baño. Era muy agradable volver a pensar en cosas
normales, olvidar que el tiempo pasaba.

Entonces sonó mi teléfono. Era mi hermana mayor.

Jadeando, le dije: “Estoy tratando de llegar a casa antes de que oscurezca. ¿Qué
pasa?”.

Se apresuró a colgar el teléfono pero, una hora después, volvió a llamar.

“Le dieron malas noticias de salud a la abuela”, dijo. Mi hermana era la


encargada de dar las noticias, y yo sabía que todos estaban preocupados de que
yo fuera la que más se impactara con la noticia. “Tiene un tumor en el riñón”.

Para ese entonces, mi abuela había vivido más que mi madre y que la suya, pues
ambas murieron de cáncer de colon, y también había vivido más que su otro
hijo. Ella es la persona más fuerte que he conocido, pero últimamente parecía
muy cansada.

La llamé, decidida a ocultar lo asustada que estaba, pero todo me parecía


un déjà vu. Era nuestra dinámica de siempre en la que yo me esforzaba para no
admitir que mi mundo se estaba desmoronando, mientras ella se aseguraba de
decirme que no se iría a ninguna parte.

Pero su voz sonaba diferente esta vez, menos segura. Me esforcé por decir lo
adecuado, repasando en mi cerebro las frases disponibles para la ocasión, y al
final me decidí por las únicas palabras que podía decirle: “Te amo”.

Me preguntaba si YouTube tenía videos sobre cómo dar baños de esponja, o si


podía tomarme un permiso en el trabajo para cuidarla si las cosas se ponían
feas. ¿Las abuelas están incluidas en esos permisos? Esos momentos me
recuerdan la parte faltante entre nosotras y el espacio inusualmente grande que
llenamos la una con la otra.

Y ahí estaba, el siguiente giro en nuestro amor agridulce: había adoptado el


papel de madre conmigo, y ahora era mi turno de ejercer el rol de madre para
ella.

Se sintió raro imaginar cómo explicaría al departamento de recursos humanos


lo que ella significaba para mí usando esa única palabra, “abuela”, que, a la vez,
es tremendamente inadecuada y apropiada. Un solo marco la contiene tanto a
ella como a mi madre, como si fuera la muñeca rusa más grande que une el
conjunto de muñecas que representa mi vida, esa que guarda a las demás.

Durante muchos años, ella amortiguó las secuelas de la desaparición de mi


madre. Me dejó seguir siendo la pequeña y sólida muñeca rusa de madera en el
centro del conjunto por un poco más de tiempo.

Sin ella, la capa de mi madre también desaparecerá, y me veré obligada a ver la


ausencia que mi abuela vio todo el tiempo. Perderé a la madre que perdí hace
casi veinte años y a la mujer que llegué a amar en su lugar. Perderé a la persona
que me escribió cartas en el campamento de verano, así como mi último nexo
con la mujer que se suponía que debía hacer esas cosas.

A veces, en ocasiones especiales, veo los ojos color avellana de mi abuela, llenos
de lágrimas, y comprendo la complicada alegría que debe sentir al ser esa
persona para mí, la que ocupa el lugar destinado a su propia hija.

Cuando la pierda, las perderé a ambas. Y entonces ¿cómo será la vida?

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