Mi Abuela Ocupó El Lugar de Mi Madre
Mi Abuela Ocupó El Lugar de Mi Madre
Mi Abuela Ocupó El Lugar de Mi Madre
Odiaba cuando tenía que salir a comprar ropa con mi abuela. Íbamos a una
tienda, elegíamos faldas de mezclilla y sostenes deportivos, y nos dirigíamos a
los probadores, donde mis hermanos y yo la oíamos conversar con la encargada,
sabiendo que en algún momento, sin falta, diría: “Su madre murió. Yo solo soy
su abuela”.
No hace mucho, durante una de nuestras llamadas, le pregunté por qué siempre
hacía eso. ¿Realmente pensaba que el adolescente que nos atendía en Dairy
Queen necesitaba saber que nuestra madre estaba muerta cuando nos entregaba
nuestros helados de galleta?
Ella se rió, y luego se puso seria: “Era algo muy presente en sus vidas, Rachael.
Estaba en todos los lugares a los que íbamos. ¿Cómo no iba a hablar de eso?”.
Cuando mi madre se enteró de que tenía cáncer, a los 40 años, mi abuela pidió
un permiso temporal en el banco donde trabajaba, un empleo que se había
esforzado mucho en obtener a una edad madura. Ya había perdido un hijo que
se suicidó, y estaba decidida a no perder a su hija.
“Ninguno de ustedes puede irse antes que yo”, dijo. Pero el cáncer no la escuchó.
El día que mi madre murió, no recuerdo haber visto su cama vacía, aunque
seguramente la vi; tampoco recuerdo que me pidieran que me despidiera esa
mañana, como me lo contaron después. Todo lo que recuerdo es a mi abuela
frente a nuestra casa en su Chrysler color verde tortuga. Siempre parecía
transmitir la sensación de que la vida debía continuar, sin importar lo que
ocurriera.
Editors’ Picks
Mi abuela, una mujer de 65 años con una rodilla lesionada y artritis crónica, se
preparó para su segundo acto de crianza. Todas las semanas preparaba una lista
de compras e iba a comprar provisiones para nuestra familia de seis integrantes.
Conducía una hora desde su casa en Nueva Jersey hasta la nuestra en Staten
Island y se quedaba dos días para ayudar a mi padre con todo.
Con el paso de los años, mi abuela trató de ayudar con las cosas que en la vida
me recordaban que yo no tenía madre. Se quedó con el segundo boleto para los
padres en las graduaciones, me compró mis primeros tampones, me horneó mis
pasteles de cumpleaños y me dijo que no me dejaría, ni siquiera durante mis
difíciles años de adolescencia.
Mi relación con ella es agridulce, y nuestro profundo vínculo es el resultado de
la pérdida que la propició. Ella es la primera persona con la que quiero
compartir las buenas noticias y la que me consuela cuando son malas. Ella es mi
contacto de emergencia, asesora de recetas y maestra del amor incondicional.
Actualmente es un amor que nutro con llamadas semanales por teléfono. Ella y
yo solíamos tener pijamadas mensuales, pero la pandemia acabó con esa
costumbre, y ahora estoy más ansiosa que nunca por recuperar nuestro tiempo
juntas. Desearía que ella fuera más joven, o yo más vieja. No creo que las
personas normales de 25 años se preocupen por eso, pero las personas normales
de 25 años no suelen tener figuras maternas de 84 años.
Hace unos meses conversaba con ella por teléfono y me empecé a quejar de un
proyecto de trabajo cuando me dijo: “Así es la vida, Rachael”.
“Ay, Dios”, dije con un tono brusco, de la misma manera en que una adolescente
le responde a una madre que la sermonea.
Me molesto con ella más de lo que me gustaría admitir. Intento hacerlo menos,
para dejar que solo practique su papel de abuela. Pero en esa llamada, volví a
asignarle el papel de madre que tanto necesito.
Ese mismo mes, fui a la tienda de abarrotes a comprar carne de res para un
guiso irlandés, y me encontré con un hombre de mediana edad que llevaba
puesto un cubrebocas y caminaba por el pasillo de sopas. “Si no vuelvo a casa
con salsa holandesa mi esposa no me dejará entrar”, dijo como para sí mismo.
Jadeando, le dije: “Estoy tratando de llegar a casa antes de que oscurezca. ¿Qué
pasa?”.
Para ese entonces, mi abuela había vivido más que mi madre y que la suya, pues
ambas murieron de cáncer de colon, y también había vivido más que su otro
hijo. Ella es la persona más fuerte que he conocido, pero últimamente parecía
muy cansada.
Pero su voz sonaba diferente esta vez, menos segura. Me esforcé por decir lo
adecuado, repasando en mi cerebro las frases disponibles para la ocasión, y al
final me decidí por las únicas palabras que podía decirle: “Te amo”.
A veces, en ocasiones especiales, veo los ojos color avellana de mi abuela, llenos
de lágrimas, y comprendo la complicada alegría que debe sentir al ser esa
persona para mí, la que ocupa el lugar destinado a su propia hija.