CASO El Niño Máquina
CASO El Niño Máquina
CASO El Niño Máquina
El primer tratamiento
Durante los primeros meses de vida, Joey realizaba balanceos violentos y rítmicos con su cabeza.
Al año y medio, sus abuelos notaron que el niño estaba ausente, se hablaba a sí mismo y
manifestaba preocupación continua especialmente por un objeto: un ventilador. Su lenguaje poco
a poco se tornó abstracto, despersonalizado, hasta que finalmente, dejó de usar los pronombres
personales. El pequeño creó un lenguaje adecuado para sí, pero sin intención comunicativa. A los
cuatro años ya no dirigía ni su mirada ni su sonrisa al otro. Miraba constantemente sus manos a las
que hacía girar. Sus actividades eran repetitivas, interesándose sólo en los objetos que pudieran
ser girados. Imitaba las variaciones de sonido de las máquinas y se refería a partes de ellas con
precisión. Cuando no se comportaba como un motor, tiraba la vajilla mientras gritaba “¡Crac-
bang!” o, dirigía su violencia contra sí mismo. Se designaba a sí mismo en segunda persona y a los
adultos con el yo. Al llegar a la edad límite (seis años) en la escuela maternal donde se encontraba
realizando el tratamiento, Joey fue internado en un pensionado religioso severo. Como efecto de
ello se despersonalizó nuevamente y dejó de hablar, a excepción de la madre con quien se
comunicaba utilizando cuchicheos. Es durante esa época comienza a utilizar circuitos eléctricos y a
aislar su cuerpo del contacto de cualquier objeto, para evitar el abandono de la corriente eléctrica.
Joey comenzó su tratamiento en la Escuela dirigida por Bettelheim a los nueve años y medio. De
impactante fragilidad corporal, su mirada estaba dirigida al vacío. Daba la impresión de funcionar
movido por máquinas creadas por él mismo y pronto, fuera de su control. Joey pasaba de la
inmovilidad a la existencia cuando las máquinas se ponían en funcionamiento. Llegado a este
punto, la maquinaria alcanzaba un acmé marcado por una explosión, la cual se producía cuando
bruscamente Joey tiraba una lámpara al piso, entonces corría y gritaba “¡Crac! ¡Crac!” o
“¡Explosión!” cesando en ese preciso momento su actividad, es decir, se apagaban tanto el ruido
como él. Las funciones vitales como la alimentación y la defecación, incluso las recreativas, sólo
podían efectuarse si estaba conectado a la electricidad. Por ejemplo, para comer disponía una
serie de hilos imaginarios y los enchufaba (había intentado hacerlo con cables reales). Una vez
conectados se enchufaba a ellos. Esta acción era absolutamente necesaria pues de esa manera la
electricidad movía su aparato digestivo. Durante los primeros meses de su estancia en la escuela,
todo intento de entrar en contacto fracasaba. El niño transformaba-según infirió el autor- los
juegos en peligrosas máquinas destructoras. Los colores también eran peligrosos ya que algunos
de ellos cortaban la corriente o indicaban una explosión.
El modo de hablar de Joey era mediante alusiones privadas, utilizando también neologismos, los
cuales eran cambiados si suponía que sus cuidadores habían descubierto si significado. No se
refería a nadie por su nombre, en cambio utilizaba la expresión “esa persona”. Posteriormente,
realizó una diferenciación entre “persona pequeña” y “persona grande”. El orden de los objetos
debía ser invariable, de lo contrario el pequeño sufría intensas crisis de ira. Los elementos que
conformaban las máquinas que creaba tenían nombres invariables, sentimientos y vida propia.
Joey advertía cuándo una de sus lámparas iba a tener una crisis de cólera o si sangraban cuando
algo le hacía daño o se enfermaba. Para Joey también era peligroso cuando le hablaban. Durante
las primeras semanas en la Escuela, cada vez que se dirigían a él, gritaba la onomatopeya de la
explosión como modo de neutralizar la voz de quien le hablaba.
Cada actividad que Joey realizaba estaba mediatizada por una máquina. Sin embargo cada vez que
trasladaba su ampulosa máquina al comedor y se disponía a comer descubría que alguna pieza o
aislante estaban fuera de lugar, por lo que tenía que repetir la operación sin que pudiese probar
bocado. Fue por ello que sus cuidadores sólo le permitieron llevar una lámpara “como simple
recordatorio de todos sus aparatos”. A pesar de dicha intervención, hubo dos prevenciones que no
desaparecieron: beber únicamente a través de un objeto tubular y comer dentro de un objeto
móvil. En una ocasión observaron que el niño luego de haberse deslizado por un tobogán,
actividad que le gustaba mucho, exhibía un extraño rictus y un temblor en los labios, por lo que
dedujeron que se trataba de una actividad peligrosa para él y le prohibieron su uso. Joey explicó
que era un dispositivo electrónico lo que lo hacía descender por el tobogán hasta que salía
despedido. Entonces, el circuito se cortaba y era eso lo que lo hacía “explotar”. Paulatinamente
comenzaron a negarle las lámparas, pero a pesar de ello, el pequeño comenzó a fabricarlas y a
dividirlas entre buenas y malas.
La máquina en funcionamiento
Así como con la alimentación, también la función excrementicia era una tarea a ser desarrollada
por las máquinas. Al ir al baño se desvestía, se ponía en cuclillas sobre el inodoro; con una mano
tocaba la pared mientras apretaba las lámparas que le daban energía tanto para la micción como
para la defecación. Con la otra mano se sostenía el pene al defecar o bien, se tapaba el ano al
orinar. Bettelheim interpreta las prevenciones efectuadas por Joey como la manifestación del
temor a que el contenido de su cuerpo se derramara por un orificio; en definitiva, desaparecer
junto a sus deyecciones. El problema que se le planteaba a sus cuidadores era la de contrariar la
idea de que ellos extraían algo de una máquina en mal funcionamiento, y para eso evitaron todo
tipo de restricción a la eliminación. El pequeño defecaba en pequeñas cantidades durante largas
horas para de ese modo asegurarse que no perdía los intestinos durante la defecación. La relación
entre la evacuación y las lámparas se evidencia en la siguiente expresión: “Enchufo mi lámpara.
Voy a hacer un movimiento del vientre; voy a encender las luces afuera.” Finalmente, en el
momento de la deposición gritaba “¡explosión!”. Los ruidos de los otros eran vividos como
amenazadores, entonces los tradujo en “ruidos eléctricos”. En una ocasión explotó una pequeña
lamparita de su dormitorio, dejando al pequeño sumido en el pánico, pues estaba persuadido de
que era su propio cuerpo el que estallaba en pedazos. Joey se refería a alguna parte de su cuerpo
en términos mecánicos, evaluando su funcionamiento. La aceptación de una linterna para
manipular marca un cambio en la función de eliminación pues ya no necesitaba taparse el ano
para orinar. En lugar de ello, sujetaba su pene y gritaba aterrorizado temiendo perderlo junto a la
orina
Valor de los alter-ego Kenrad el terrible Joey comenzó a interesarse por primera vez en otro niño,
Ken, unos años mayor que él. Interesado en la defecación, Joey manifestó lo siguiente: “Ha pasado
una cosa hoy. He visto a una de las personas pequeñas en el retrete. Yo sabía el nombre de esta
pequeña persona. He echado una ojeada a la puerta. Mientras ponía una hez, hubo un gran
resplandor y una explosión.” (Ibíd., 378) Esta era la primera vez que llamaba a alguien por fuera de
sus cuidadores. Sin embargo el nombre con el que Joey lo designaba era el mismo que su lámpara
más poderosa: Kenrad. Semanas después Joey manifestó exaltado el apellido de Kenrad: Conflicto.
Seguido de ello actuó un conflicto entre sus lámparas y Kenrad saliendo éste último victorioso.
Joey dejó de cometer actos de violencia ya que todos sus poderes de destrucción (incluida la
temática en redor de la analidad) habían sido transferidos al alter ego. Conviene subrayar que Joey
distinguía a Kenrad de Ken, ya que no le interesaba lo que éste hacía en la realidad cotidiana. Al
aumentar los “poderes” de Kenrad también aumentaba la insuficiencia que Joey referida en dichos
tales como “Arrancadme los pulmones, es absolutamente necesario; cortadlos, no sirvo para
nada” o “no soy más que desperdicios.” (Ibíd., 381) Meses después, comenzó a enrollarse en unas
mantas, como un “papoose” (forma en que los indios de América del Norte nombran a los bebés),
según su propia expresión. Vivió de ese modo varios meses y en vez de hacer explotar al mundo
usaba onomatopeyas al disparar con un arma imaginaria. Joey se dibujaba como un papoose, claro
está, eléctrico. No había variado el modo en el que era animado, todavía era movido por
máquinas. Junto a su educadora preferida, comenzó a jugar al “papoose de Connecticut”, juego
que consistía en una persona con cristal alrededor. Bettelheim interpretó que se trataba de una
persona encerrada, conectada y sin embargo separada, al leer el equívoco presente en la palabra
“Connecticut”(Connect I cut /conecto-yo-corto). Posteriormente, agregó los “vagones hennigan”,
término este último interpretado por el autor como la representación de reconectarse a la vida.
Mitchell el bueno
Poco a poco Kenrad fue perdiendo preponderancia en la vida de Joey al aparecer el interés en
otro niño también unos años mayor que él. Mitchell no estaba relacionado con las lámparas, y era
el único al que llamaba por su nombre. Al igual que Kenrad, era omnipotente, pero los poderes
protectores que Kenrad ostentaba, estaban ahora en posesión de Mitchell. Joey comenzó a crearle
a éste una familia mecanizada imaginaria, la familia Carr; posteriormente expresó que la
enfermera de la Escuela y Mitchell podrían darle nacimiento. Bettelheim coligió un cambio de
importancia en los dibujos ya que se humanizaban y por tanto ya no se trataba del papoose. De
Mitchell también extraía energía eléctrica al tocar los mismos objetos que le daban energía a éste,
hasta finalmente, atreverse a tocarlo.
Al aumentar el contacto físico con el niño, Joey comenzó a reducir un tópico preponderante en la
relación con Kenrad: la diarrea. A partir de Mitchell, fue posible que les hablara a otros niños,
utilizando progresivamente el pronombre “él” y los nombres propios. Sin embargo, si el pedido
que le realizaba a alguno de éstos no era satisfecho Joey gritaba o ponía en marcha sus máquinas.
El valor de Mitchell quedó expuesto cuando éste abandonó la Escuela: Joey volvió a quedar bajo el
control de las máquinas.
Valvus
BIBLIOGRAFÍA
Bettleheim, B. (1967): La fortaleza vacía. El autismo infantil y el nacimiento del sí mismo, Laia,
Barcelona, 1987.
Laurent, E. (2011): “Lo que nos enseñan los autistas”. Revista Lacaniana de Psicoanálisis Nº13,
Buenos Aires, Grama Ediciones, 2012.
Laurent, E. (2013): La batalla del autismo: de la clínica a la política, Buenos Aires, Grama, 2013
Maleval, J-C. (2009): El autista y su voz, Madrid, Editorial Gredos,2011.
Maleval, J-C. (2014) Clínica del espectro del autismo. En Miller,J-A.et al., Estudios sobre el autismo,
Buenos Aires, Colección Diva, 2014.