Hitchcock Cuentos

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R E D H I TC H C O C K

ALF

Cuentos que mi madre nunca me contó

BA16

Traducción de Haizea Beitia


Título original: Stories my Mother Never Told Me

Diseño de colección y cubierta: Setanta


www.setanta.es

© Alfred Hitchcock, por cortesía de Alfred Hitchcock LLC.


Todos los derechos están reservados

© de la traducción: Haizea Beitia, 2020


© de la edición: Blackie Books S.L.U.
Calle Església, 4-10
08024 Barcelona
www.blackiebooks.org
[email protected]

Maquetación: David Anglès


Impresión: Liberdúplex
Impreso en España

Primera edición en esta colección: octubre de 2021


ISBN: 978-84-18733-23-9
Depósito legal: B 8431-2021

Todos los derechos están reservados.


Queda prohibida la reproducción total o parcial
de este libro por cualquier medio o procedimiento,
comprendidos la reprografía y el tratamiento informático,
la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso
de los titulares del copyright.
Índice

Introducción 3

1. El viento
Ray Bradbury 5
2. Los años amargos
Dana Lyon 19
3. Nuestros amigos los pájaros
Philip MacDonald 31
4. Los veraneantes
Shirley Jackson 43
5. La diosa blanca
Idris Seabright 63
6. La tumba circular
Andrew Benedict 71
7. El ídolo de las moscas
Jane Rice 87
8. El ascenso del señor Mappin
Zena Collier 119
9. Los hijos de Noé
Richard Matheson 137
10. El hombre que estaba en todas partes
Edward D. Hoch 161
11. Apuestas
Roald Dahl 167
12. Una casa muy convincente
Henry Slesar 181
13. La niña que creyó
Grace Amundson 191
14. El montículo de arena
John Keefauver 213
15. Adiós, papá
Joe Gores 223
16. Onagra
John Collier 235
17. ¿Quién tiene la dama?
Jack Ritchie 251
18. Selección natural
Gilbert Thomas 269
19. Segunda noche en el mar
Frank Belknap Long 283
20. El muchacho que predecía terremotos
Margaret St. Clair 295

Relatos incluidos en este volumen 309


Introducción

A no ser que hayas empezado este libro por la contracubierta


y lo hayas leído de atrás hacia delante, habrás observado que
su título es Cuentos que mi madre nunca me contó. Y te aseguro
que este título es una descripción absolutamente exacta de su
contenido. Incluso estaría dispuesto a declarar bajo juramento
ante cualquier tribunal del mundo que ninguno de estos cuen­
tos me llegó, en forma alguna, por boca de mi madre.
La razón es muy sencilla: ninguno de ellos estaba escrito en
la época en que mi madre me contaba cuentos.
Sin embargo, no creo que mi madre me hubiera contado las
historias que he recopilado aquí, ni siquiera aunque hubieran es­
tado a su disposición. Tampoco te recomiendo narrárselas indis­
criminadamente a tus pequeños. Son cuentos para gustos refi­
nados, para aquellas personas que ya han dejado atrás el sencillo
placer del golpe contundente, el grito en la noche o el veneno en
el decantador de oporto.
Creo que es del conocimiento público que soy un adicto a
las historias que tiñen con una pincelada de terror las emocio­
nes del lector, que turban su sensibilidad con horrores angus­
tiantes o le aceleran el pulso mediante el suspense. He llevado
esta afición tan lejos como para publicar algunos volúmenes en

3
los que agrupaba relatos que, a mi parecer, destilaban esas emo­
ciones en su más pura esencia.
Esta vez, en cambio, no quisiera condicionar las reacciones
que provocarán en ti, lector, estos cuentos. Resistiré a la tenta­
ción y me abstendré de mencionar este o aquel relato. Hay que
adentrarse en estas historias sin advertencias ni prejuicios. Solo
de este modo el impacto podrá ser completo y rotundo en tu
susceptible sistema nervioso.
Lo único que sí puedo prometer es que te espera todo un
abanico de emociones, exceptuando, claro está, los sentimientos
más tiernos y amables, con los cuales yo no tengo nada que ver.
He incluido uno o dos de los cuentos por mero entretenimien­
to, pero no debes interpretar este detalle como un punto débil.
Incluso en esos relatos subyacen elementos escalofriantes que
convertirán su lectura en una experiencia extrañamente placen­
tera. Y hay otros que considero casi diabólicos. Además...
¡Basta ya! Ya lo dijo alguien una vez: la mejor introducción
es la más breve.
¡Adelante entonces!

Alfred Hitchcock

4
1

El viento
Ray Bradbury

El teléfono sonó a la seis y media de la tarde. Era diciembre, así


que ya había anochecido. Thompson descolgó.
—¿Diga?
—Hola. ¿Herb?
—¡Ah! Eres tú, Allin.
—¿Está tu mujer en casa?
—Claro, ¿por qué?
—¡Mierda!
Herb Thompson se acercó más al teléfono y bajó la voz:
—¿Qué pasa? Te noto alterado.
—Quería pedirte que vinieras esta noche.
—No puedo, tenemos visita.
—Me gustaría que pasaras la noche aquí. ¿Cuándo se mar­
cha tu mujer?
—La semana que viene —dijo Thompson—. Estará en
Ohio unos nueve días. Su madre está enferma. Iré a verte en­
tonces.
—Necesito que vengas hoy.
—Ojalá pudiera, pero con las visitas y todo eso, mi mujer
me mataría.
—Por favor, ven hoy.
—¿Qué te pasa? ¿Otra vez el viento?

5
—Oh, no. No.
—¿Es el viento? —insistió Thompson.
La voz al otro lado del teléfono vaciló.
—Sí... Sí, es el viento.
—Hace buena noche. No sopla mucho viento.
—El suficiente. Llega hasta la ventana y agita un poco las
cortinas. Lo justo para hablarme.
—Oye, ¿por qué no vienes tú aquí a pasar la noche? —su­
girió Herb Thompson mientras recorría el vestíbulo iluminado
con la mirada.
—No, no. Ya es demasiado tarde. Me atraparía por el cami­
no. Hay mucha distancia, joder, no me atrevo. Pero gracias de
todos modos. Son treinta millas, pero gracias.
—Tómate una pastilla para dormir.
—He estado de pie en la puerta una hora, te lo juro. He visto
cómo se iba formando en el oeste. Por allí hay nubes y he vis­
to cómo una se deshacía en pedazos, no sé si me entiendes. El
viento sopla hacia aquí, Herb, te lo aseguro.
—Está bien, pero lo que tienes que hacer es tomarte una
pastilla para dormir. Y llámame a cualquier hora que lo necesi­
tes. Luego, más tarde, si te apetece.
—¿A cualquier hora?
—Claro.
—Eso haré, pero preferiría que vinieras. Aunque tampoco
quiero causarte problemas. Eres mi mejor amigo y eso no esta­
ría bien. Tal vez sea mejor que me enfrente a esta cosa yo solo.
Siento haberte molestado.
—¡Pero qué dices! ¿Para qué están los amigos entonces?
Oye, mira, haz algo: por ejemplo, ¿por qué no escribes un rato?
—dijo Herb Thompson, apoyándose primero en una pierna y
luego en la otra—. Así te olvidarás del Himalaya, del valle de
los Vientos y de esa obsesión tuya por las tormentas y los hura­
canes. Escribe otro capítulo de tu libro de viajes.

6
—Puede que lo haga. Tal vez. No sé. Puede. Muchas gra­
cias por aguantarme.
—Gracias, dice. ¡Vete a la mierda! Y ahora cuelga. Mi mu­
jer me está llamando para cenar.
Herb Thompson dejó el teléfono, fue al comedor y se sentó
a la mesa. Su mujer se acomodó frente a él.
—¿Era Allin? —preguntó. Él asintió con un gesto y ella si­
guió hablando mientras le pasaba un plato lleno de comida—.
Siempre anda con eso de los vientos, que si soplan para arriba,
que si soplan para abajo, que si fríos, que si calientes.
—Le pasó algo en el Himalaya, durante la guerra —dijo
Herb Thompson.
—No te creerás lo que cuenta del valle, ¿verdad?
—Es un buen relato.
—Escalar esto, escalar aquello. Subir montañas cada vez
más altas. ¿Por qué os da por hacer esas cosas? ¿Para luego pa­
sar miedo?
—Nevaba —continuó Thompson.
—¿Ah, sí?
—Y llovía, granizaba y soplaba mucho viento, todo a la vez.
Allin me lo ha contado millones de veces, lo describe muy bien.
Estaba a bastante altura. Nubes y todo eso. El valle producía un
sonido...
—Por supuesto que sí —dijo ella, harta.
—... como de muchos vientos juntos. Vientos de todo el
mundo. —Tomó un bocado—. Así lo cuenta él al menos.
—Para empezar, no tendría que haber ido allí. Uno mete
las narices donde no le llaman y luego se le ocurren ideas raras.
Además, ya sabes, los vientos se enfurecen con el intruso y lo
persiguen.
—No te rías de Allin, es mi mejor amigo —replicó Herb
Thompson.
—¡Es tan estúpido!

7
—De todos modos, no lo ha tenido nada fácil. Primero,
aquella tormenta en Bombay y, luego, el huracán de las islas del
Pacífico, dos meses después. Y lo de Cornualles.
—No me inspira mucha simpatía un tipo que se mete en tor­
mentas y huracanes todo el rato y acaba desarrollando una ma­
nía persecutoria.
El teléfono volvió a sonar.
—No lo cojas —dijo ella.
—Igual es importante.
—Es Allin otra vez.
Permanecieron sentados y el teléfono sonó nueve veces sin
que ninguno de los dos contestara. Finalmente, dejó de sonar.
Terminaron de cenar. En la cocina, las cortinas de la ventana se
movían con suavidad, agitadas por una ligera brisa.
El teléfono volvió a sonar.
—No puedo no responder —dijo él, y descolgó el auricu­
lar—. Hola, Allin.
—¡Herb! ¡Está aquí! ¡Ha llegado!
—Estás muy cerca del teléfono, aléjate un poco.
—Me he quedado esperándolo con la puerta abierta. Lo he
visto recorrer la carretera, agitando todos los árboles, uno a uno,
hasta que ha llegado a los que están al lado de mi casa. Y cuan­
do estaba ya a punto de entrar, ¡le he cerrado la puerta en las
narices!
Thompson no respondió. No se le ocurría nada que decir.
Su mujer lo miraba desde la puerta del vestíbulo.
—Qué interesante —dijo al fin.
—Está rondando mi casa, Herb. Ahora ya no puedo salir
ni hacer nada. Pero me he burlado de él. ¡Le he dejado creer
que ya me tenía y, justo cuando venía a por mí, le he cerrado
la puerta en las narices! Estaba listo. Me he estado preparando
para ello durante semanas.
—Vaya, qué cosas, ¿no? Continúa contándomelas, colega.

8
Herb Thompson intentó sonar despreocupado ante la mi­
rada de su mujer. Notó como empezaba a caerle el sudor por el
cuello de la camisa.
—Empezó hace seis semanas...
—¿Ah, sí?
—Pensaba que me había librado de él. Creía que había de­
jado de seguirme y de intentar atraparme. Pero solo estaba a la
espera. Hace seis semanas oí como el viento se reía y murmura­
ba por los rincones de mi casa. Duró una hora o así, no mucho
tiempo, tampoco era muy fuerte. Luego se marchó.
Thompson asintió con la cabeza.
—Me alegro, me alegro.
Su mujer lo miraba fijamente.
—A la noche siguiente regresó. Golpeó las persianas y le­
vantó chispas en la chimenea. Volvió cinco noches seguidas, un
poco más fuerte cada vez. Abrí la puerta, vino hacia mí y tra­
tó de arrastrarme al exterior, pero aún no era lo bastante fuerte.
Esta noche sí lo es.
—Me alegro de que estés mejor —dijo Thompson.
—No estoy mejor. ¿Qué coño te pasa? ¿Es que nos está es­
cuchando tu mujer?
—Sí.
—Lo entiendo. Sé que parezco un loco imbécil.
—Para nada. Continúa.
La mujer de Thompson salió de la habitación y él se relajó.
Se sentó en una silla al lado del teléfono.
—Sigue, Allin, saca todo lo que tengas que decir, dormirás
mejor.
—Ahora envuelve toda la casa, es como si una enorme as­
piradora quisiera llevarse hasta las tejas. No para de sacudir los
árboles.
—Es curioso, aquí no hace nada de viento.
—¡Claro que no! Vosotros no le importáis, viene a por mí.

9
—Tal vez sea eso...
—Es un asesino, Herb, un cazador asesino prehistórico. El
peor de todos, joder. Es una inmensa alimaña que va por ahí
olfateando, tratando de llegar hasta mí. Empuja la casa con su
hocico helado, husmeando. Si estoy en el salón, presiona por
ahí; si me voy a la cocina, me sigue. Ahora está intentando en­
trar por las ventanas, pero las tengo reforzadas y puse bisagras
y cerrojos nuevos en las puertas. Es una casa sólida. Es antigua,
pero la construyeron con mucha solidez. He encendido todas
las luces. La casa entera brilla. El viento me ha seguido de ha­
bitación en habitación, mirando por las ventanas a medida que
iba encendiendo las luces. ¡Joder!
—¿Qué pasa?
—Acaba de arrancar la protección de la puerta principal.
—Lo mejor sería que vinieras aquí a pasar la noche, Allin.
—¡No puedo! Dios santo, no puedo salir de la casa. No pue­
do hacer nada. Conozco este viento, es listo. He intentado en­
cender un cigarrillo hace un momento y, con una breve ráfaga,
me ha apagado la cerilla. Al viento le gusta jugar, mofarse de
mí. Se está tomando su tiempo, tiene toda la noche. ¡Dios mío!
¡No! Ahora mismo, uno de mis viejos libros, sobre la mesa...
Ojalá pudieras verlo. Una brisa se ha colado por a saber qué
agujero de la casa y... la... la brisa ha abierto el libro y está pasan­
do las páginas una a una. Ojalá pudieras verlo. Ahí está aquella
in­troducción. ¿Recuerdas la introducción de mi libro sobre el
Tíbet, Herb?
—Sí.
—«Este libro está dedicado a todos aquellos que sucumbie­
ron a los elementos, de parte de alguien que los conoce, pero
que ha logrado sobrevivir.»
—Sí, la recuerdo.
—¡Se ha ido la luz!
Se oyó un chasquido.

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—Acaba de caer el tendido eléctrico. ¿Me oyes, Herb?
—Aún te oigo.
—El viento se ha puesto celoso de las luces de mi casa, así
que ha derribado los cables de fuera. Lo siguiente será el teléfo­
no, ya verás. Mi lucha con el viento es a vida o muerte, te lo juro.
Espera un segundo.
—¿Allin?
Silencio.
Herb apretó aún más el auricular. Su mujer le lanzó una mi­
rada desde la cocina. Herb Thompson siguió esperando.
—¿Allin?
—Ya está —dijo la voz al otro lado de la línea—. Entraba
una corriente por debajo de la puerta y he puesto unos trapos
para evitar que se me congelasen las piernas. Al final me alegro
de que no hayas venido, Herb, prefiero no haberte metido en
esto. Acaba de romper una de las ventanas del salón y entra una
ráfaga continua. Está arrancando los cuadros de las paredes. ¿Lo
oyes?
Herb Thompson prestó atención. Se oía un aullido constan­
te y salvaje, y también algunos golpes. Allin gritó más fuerte:
—¿Lo oyes?
Herb Thompson tragó saliva.
—Sí, lo oigo.
—Me quiere vivo, Herb. No tira la casa abajo de un solo so­
plo porque eso me mataría. Me quiere vivo para despedazarme
miembro a miembro. Quiere lo que hay dentro de mí. Mi men­
te, mi cerebro. Quiere mi energía vital, mi fortaleza psíquica,
mi yo. Quiere mi intelecto.
—Me llama mi mujer, Allin. Tengo que secar los platos.
—Es una gran nube de vapores, formada por vientos de todo
el mundo: aquel que azotó Sulawesi hace un año, el asesino de
La Pampa que tantas muertes causó en Argentina, el tifón que
se cebó con Hawái y el huracán que asoló la costa africana a

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prin­cipios de año. Tiene un poco de todas aquellas tormentas
de las que escapé. Empezó a perseguirme en el Himalaya por­
que no quería que yo supiera lo que averigüé, lo del valle de los
Vientos; allí se junta y planea destrucciones. Algo, hace muchí­
simo tiempo, le infundió un principio de vida. Sé dónde se ali­
menta. Sé dónde nace y dónde algunas de sus partes van a morir.
Por eso me odia, porque he escrito libros contra él, explicando
cómo derrotarlo. Quiere incorporarme a su inmenso cuerpo, po­
seer mis conocimientos. ¡Me quiere en su bando!
—Tengo que colgar, Allin. Mi mujer...
—¿Qué? —Se produjo una pausa. Al otro lado del teléfono
se oía soplar al viento, lejano—. ¿Cómo dices?
—Llámame dentro de una hora, Allin —dijo Thompson, y
colgó.
Fue a secar los platos. Su mujer lo interrogó con la mirada,
pero él fijó la vista en la vajilla mientras la iba frotando con un
trapo.
—¿Qué tal noche hace? —preguntó Herb al rato.
—Buena, no muy fría. Se ven las estrellas —contestó ella—.
¿Por qué lo preguntas?
—Por nada.
Durante la siguiente hora el teléfono sonó tres veces. A las
ocho en punto llegaron las visitas, el señor y la señora Stoddard.
Estuvieron hablando una media hora y, después, decidieron sen­
tarse a la mesa de juego y empezar una partida de blackjack.
Herb Thompson barajó las cartas largo y tendido y las re­
partió una a una, con brusquedad, entre los jugadores. La con­
versación iba y venía. Se encendió un puro, cuya punta ense­
guida adquirió el tono gris de la ceniza, y ordenó sus cartas en
la mano. De tanto en tanto levantaba la cabeza, como si tratara
de escuchar algo. No se oía nada en el exterior. En una de esas
ocasiones, su mujer le vio el gesto y él disimuló de inmediato.
Descartó una jota de tréboles.

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Continuó fumando con caladas lentas y todos charlaron
tranquilamente, riendo de vez en cuando. El reloj del vestíbulo
dio las nueve.
—Aquí estamos —dijo Herb Thompson sacándose el puro
de la boca y mirándolo con actitud pensativa—, seguros y có­
modos. Qué absurdo.
—¿Eh? —preguntó el señor Stoddard.
—Nada. Solo que aquí estamos, viviendo nuestras vidas,
mientras, allá fuera, por todo el mundo, hay millones de perso­
nas viviendo las suyas.
—Es una afirmación obvia y un poco tonta, ¿no?
—Pero no deja de ser cierta. La vida... —volvió a llevarse
el puro a la boca— es solitaria. Incluso para la gente casada. A
veces, cuando estás en los brazos de otra persona, te sientes a
miles de kilómetros de ella.
—A mí eso me gusta —respondió su mujer.
—No me has entendido —dijo con calma. No se sentía cul­
pable por estar arruinando la conversación y se tomó su tiempo
para explicarse—. Me refiero a que todos tenemos unas creen­
cias, cada uno las suyas, y vivimos nuestras minúsculas vidas al
mismo tiempo que otras personas viven las suyas propias, que
pueden ser totalmente diferentes. Por ejemplo, ahora nosotros
estamos aquí, sentados en esta sala, mientras mueren miles de
personas. Unas de cáncer, otras de neumonía, algunas más de tu­
berculosis. Me imagino que, en este preciso instante, no muy le­
jos de aquí, alguien habrá fallecido en un accidente de tráfico.
—No es una conversación muy alegre, que digamos —in­
terrumpió su mujer.
—Lo que quiero decir es que todos vivimos sin pararnos a
pensar en cómo piensan, cómo viven o cómo mueren los de­
más. Esperamos hasta que nos llega la muerte. Míranos: aquí
sentados, con nuestros culos bien seguros, mientras que, a trein­
ta millas de aquí, en un caserón antiguo, completamente rodea­

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do por la noche y por Dios sabe qué más, uno de los mejores
tipos que he conocido...
—¡Herb!
Dejó el puro sobre el cenicero y miró sus cartas sin verlas.
—Lo siento. —Volvió a coger el puro con un gesto rápido y
lo encendió de nuevo—. ¿Me toca?
—Te toca.
Siguieron jugando, conversando y riendo. Se intercambia­
ron cartas y cuchicheos. Herb Thompson se recostó en la silla y
empezó a sentirse enfermo.
Sonó el teléfono. Thompson dio un salto y corrió a descol­
garlo.
—¡Herb! Te he estado llamando.
—No podía contestar, no me dejaban.
—¿Qué estáis haciendo?
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
—¿Han llegado ya las visitas?
—Joder, claro que sí.
—¿Estabais charlando, riéndoos y jugando a las cartas?
—Sí, sí, pero qué tiene que ver eso con...
—¿Te estás fumando tu puro de diez centavos?
—Que sí, joder, pero...
—¡Qué suerte! —dijo la voz del teléfono con envidia—. Eso
sí que es una suerte. Me gustaría poder estar allí. Me gustaría
no saber las cosas que sé. Hay tantas cosas que me gustarían...
—¿Estás bien?
—De momento sí. Estoy encerrado en la cocina. La entrada
principal de la casa acaba de caer, pero yo ya tenía planeada la
retirada. Cuando la puerta de la cocina ceda, me meteré en el
sótano. Con suerte, podré aguantar ahí hasta mañana. Va a tener
que echar abajo toda la maldita casa para atraparme. El sótano
es un refugio bastante sólido y tengo una pala, podría incluso
cavar...

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A través del teléfono llegaba un sonido como de muchas
voces.
—¿Qué es eso? —Herb Thompson se estaba poniendo ner­
vioso, tenía frío, temblaba.
—¿Eso? —repuso la voz del teléfono—. Eso son las voces
de los diez mil muertos por un tifón, de los siete mil asesinados
por un huracán, de otros tres mil enterrados por un ciclón... ¿Te
aburro? Es una lista larga. Eso es el viento, ¿sabes? Una muche­
dumbre de espíritus, un montón de muertos. El viento los mató
y se quedó con sus inteligencias y sus almas para adquirirlas y
usarlas. Se ha apoderado de todas sus voces y las ha converti­
do en una sola: la suya propia. Interesante, ¿verdad? Millones de
personas asesinadas a lo largo de los siglos, arrastradas y tortu­
radas de continente en continente, viajando en el vientre de los
monzones y a lomos de los torbellinos. Mierda, me estoy po­
niendo muy poético.
Por el teléfono se oían los ecos cada vez más intensos de
gritos, alaridos y quejidos.
—Venga, vuelve aquí, Herb —lo llamó su mujer desde la
mesa de juego.
—Así es como el viento se hace más inteligente cada día.
Aumenta su intelecto con un cuerpo tras otro, una vida tras otra,
una muerte tras otra.
—Te estamos esperando, Herb —insistió su mujer.
—¡Que sí, joder! —Thompson se giró, casi gritando—.
¡Esperad un minuto! —Volvió a hablar al teléfono—: Allin, si
quieres que vaya, salgo enseguida para ayudarte.
—Ni se te ocurra. Esta lucha es personal, no serviría de nada
involucrarte. En fin, será mejor que cuelgue. La puerta de la
cocina está cediendo y tendré que bajar al sótano.
—Llámame más tarde, ¿vale?
—Tal vez si tengo suerte. Esta vez no creo que sobreviva.
Pude escabullirme y huir aquella vez en Sulawesi, pero creo que

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ahora me tiene atrapado. Espero no haberte molestado mu­cho,
Herb.
—¡Para nada, joder! Llámame luego.
—Lo intentaré...
Herb Thompson regresó a la partida de cartas. Su mujer lo
fulminó con la mirada.
—¿Qué tal está tu amiguito Allin? —preguntó—. ¿Ya se le
ha pasado la borrachera?
—No ha tomado una copa en su vida —repuso Thompson,
malhumorado—. Debería haber ido a su casa.
—Mira, ha estado llamando cada noche durante seis sema­
nas y tú has ido a dormir allí al menos diez veces. Y ni una sola
noche viste nada raro.
—Necesita ayuda.
—Estuviste allí hace solo dos noches, no puedes andar siem­
pre pendiente de él.
Terminaron la partida. A las diez y media sirvieron los cafés.
Herb Thompson tomó el suyo a sorbos, lentamente, mirando el
teléfono. «Tal vez esté en el sótano», se dijo a sí mismo.
Herb Thompson se dirigió al teléfono y trató de hacer una
llamada a larga distancia.
—Lo siento —respondió un operador—. Las líneas de ese
distrito no funcionan. Le avisaremos cuando estén reparadas.
—¡Las líneas telefónicas están cortadas! —gritó Thompson,
y colgó el teléfono de golpe. Dio media vuelta, atravesó el ves­
tíbulo a toda prisa, abrió el armario y sacó el abrigo y el som­
brero.
—Perdonadme. —Jadeó—. Me disculpáis, ¿verdad? Lo sien­
to mucho.
Los visitantes lo miraron atónitos, y su mujer se quedó con
la mano suspendida en el aire, sosteniendo la taza de café.
—¡Herb! —gritó.
—¡Tengo que ir! —dijo él.

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En la puerta se oyó un leve roce. Todos se quedaron rígidos.
—¿Quién puede ser? —preguntó la mujer.
Aquel leve roce se repitió. Thompson se apresuró de nuevo
al vestíbulo y se quedó allí quieto, alerta. Afuera se oía una dé­
bil risa.
—¡Qué idiota! —dijo Thompson, sorprendido pero tam­
bién aliviado—. Reconocería esa risa entre un millón. Es Allin.
Habrá venido en coche. —Thompson se rio entre dientes—.
Creo que viene con amigos. Se oye a mucha más gente...
Abrió la puerta de la casa. En el umbral no había nadie.
Thompson no mostró sorpresa, sino que puso una mueca, di­
vertido. Riendo, gritó:
—¿Allin? ¿Ya estás con tus bromas? Vamos, entra. —Buscó
el interruptor y encendió la luz del porche—. ¿Dónde estás,
Allin? Anda, venga.
Una ligera brisa le sopló en la cara. Thompson se quedó pe­
trificado y sintió que se le helaban los huesos. Salió al porche y
miró a su alrededor, inquieto.
Una ráfaga de aire repentina le agitó las solapas del abri­go
y lo despeinó. Le pareció que volvía a oír risas. De pronto, el
viento rodeó toda la casa y la sensación fue asfixiante. El ven­
daval duró un minuto exacto, luego cesó.
El viento se alejó entre los árboles con un aullido fúnebre, en
dirección al mar, hacia Sulawesi, hacia Costa de Marfil, hacia
Sumatra y el cabo de Hornos, hacia Cornualles y las Filipinas.
Se fue alejando más y más, hasta perderse.
Thompson se quedó allí de pie, aterido. Entró en la casa,
cerró la puerta y se apoyó de espaldas contra ella, con los ojos
cerrados.
—¿Pasa algo? —preguntó su mujer.

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