Ospina Martinez 2007 Renovación Carismática Católica

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La Renovación Carismática Católica: una fuente


contemporánea de la eterna juventud

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Maria Angelica Ospina


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La renovación
carismática católica:
una fuente contemporánea
de la eterna juventud *

María Angélica Ospina Martínez

Aquella acertada consigna de “lo personal es político”, que debemos


en buena medida a los estudios feministas, se ha convertido subrepticia-
mente en el emblema de las recientes imágenes de la identidad en el mundo.
Se torna ingenuo pensar hoy en una marginalidad apolítica de individuos
pasivos y ensimismados en sus propios dilemas, alegrías y tragedias. Y,
precisamente, han sido los estudios sobre esos “otros”, considerados por
las hegemonías como “marginales”, “excluidos” o “inferiores”, los que han
promovido el avance de las ciencias humanas hacia el reconocimiento de
la experiencia cotidiana de tales sujetos como una agencia determinante en
su compleja realidad social.
Los estudios sobre “los y las jóvenes”, “la juventud” o “lo juvenil”
–nociones aparentemente análogas, pero disímiles según el contexto– han
tenido, pues, mucho que ver en dicho avance. Han ampliado enormemente
la perspectiva de análisis de nuestra realidad, a pesar de que algunos sue-
lan incurrir en tipologías estereotípicas que corroboran visiones simplistas
o acomodadas a ciertos intereses políticos. Y es que otorgar el estatus de

*
El presente texto se deriva de la ponencia “Ágape, identidad y terapéutica entre los jóvenes
carismáticos católicos”, presentada en el X Congreso de Antropología en Colombia en el
Simposio “Jóvenes y conflicto: cursos vitales, reflexividad y estrategias de vida” (Maniza-
les, Universidad de Caldas, 2003), y de la conferencia presentada en la Cátedra Manuel
Ancízar “Creer y poder hoy” durante la sesión “Cultos y creencias juveniles” (Bogotá,
Universidad Nacional de Colombia, 2004). Ambas intervenciones son resultado de la in-
vestigación “Tras la quimera de un nuevo ágape. Un estudio etnográfico de la renovación
carismática en El Minuto de Dios”, realizada por la autora entre 2001 y 2003.

La renovación carismática católica: una fuente contemporánea de la eterna juventud 389


María Angélica Ospina Martínez
agente social a tan inmenso sector, ubicado tradicionalmente en el límite
entre el desafuero y la “elección racional”, podría significar para el anhelo
aséptico de muchos el despeje del umbral hacia el caos.
Lejanos de las etiquetas se hallan hoy en día los procesos identitarios
de cualquier estirpe. Sus principales rasgos, por el contrario, son la inesta-
bilidad, la tensión constante y la “hibridez” (Bastian, 1997, 2005; Garay
y Pinzón, 1999). No obstante, también se evidencia en muchos de ellos
una exageración en la cohesión grupal, la distinción y la exclusividad en
torno a corpus de normas, valores y símbolos complejamente imbricados,
que evocan y estrechan la unidad colectiva. De esta manera, asistimos hoy
a una acelerada efusión de afiliaciones identitarias a discursos de talante
fundamentalista o revivalista (Fuenzalida, 1995), que eligen y recombi-
nan elementos asociados a los temas religiosos, étnicos, artísticos, políticos,
massmediáticos, entre otros.
La diversificación y la fluidificación del mercado mundial de bienes,
servicios y símbolos, gracias al desarrollo tecnológico y a la globalización
de los medios de información y comunicación, han permitido que infini-
dad de alternativas se expongan en una “gran vitrina global”, un “espacio
ecumene” (Fuenzalida, 1995: 131) que “incorpora la totalidad del planeta”
y que habilita la “concurrencia simultánea de creencias contradictorias en
un mismo mercado” (Ibíd.). Por otra parte, la exigencia competitiva de
este tipo mercantil –sustentado claramente en una lógica neoliberal– ha
obligado a que antiguas afiliaciones identitarias meramente adscriptivas,
como las grandes instituciones eclesiásticas, contiendan en igualdad de
condiciones con una multiplicidad de opciones asociacionales, terapéuticas
e identitarias que se encontraban usurpándoles una gran cantidad de fieles.
“Fieles” o “usuarios” que, por lo demás, se conciben en este actual contexto
mercantil como libres consumidores de bienes y servicios, siempre atentos
a las mejores ofertas de identificación, y aparentemente autónomos en la
elección y combinación de elementos coadyuvantes en su beneficio.
Los referentes identitarios que aglutinan a los jóvenes de las urbes se
sitúan también dentro de este marco. Pululan las posibilidades de afilia-
ción ofrecidas en este mercado global, las cuales se configuran, además,
mediante el diálogo permanente con estos particulares demandantes de
identidad. No es de extrañar, por tanto, que el principal atavío de estas
ofertas incluya un discurso que promueve la consecución del bienestar a
través de la sanación, del hallazgo de soluciones y de sentido, y del encuen-
tro del afecto. En términos populares, todas estas alternativas están me-

390 Creer y poder hoy


diadas por la fórmula de “salud, dinero y amor”, demandas fundamentales
de los dolientes de la modernidad, aunadas a la búsqueda angustiosa de
un referente unitario colectivo –arrebatado por la fluidez de la estructura
secular– con el cual identificarse.
Una gran mayoría de estos itinerantes en busca del bienestar la consti-
tuyen actualmente los sectores que se consideran en nuestra sociedad como
“juveniles”. Muchachos entre los 13 y los 25 años nutren, abanderan y re-
presentan el inmenso abanico de posibilidades de identidad y paliación que
hoy tiene lugar en el mercado mundializado. En estas ofertas predomina la
convocatoria dirigida a la “juventud”, aunque también se promociona un
sentido (re)juvenilizante, inherente a las propuestas, que la mayoría de ellas
traduce en “renovación” y que, por ende, atrae públicos de otros rangos de
edad que idealizan “lo juvenil” como fuente de todo bienestar.
Tal idealización proviene de la exaltación que esta sociedad le otorga
a las condiciones de “lo joven”: entusiasmo, frescor, energía, motivación
pasional, además de salud, belleza y creatividad. El orden socioeconómi-
co imperante exige a sus subordinados encontrarse en plena capacidad de
producir, reproducir y consumir. Por tal razón, vía massmediática, pro-
mueve una imagen análoga al mismo concepto de “vida” y “vitalidad”,
en la cual se magnifica la plenitud de las facultades físicas y mentales,
insertadas en modelos éticos y estéticos –de predominancia eurocéntrica
y anglosajona– que aseguran el éxito en una sociedad capitalista. Muje-
res y hombres de rasgos arios, cuerpos de mármol impecables –delgados
y cuidadosamente torneados–, sanos, felices, monógamos y heterosexua-
les, constituyen la imagen de humanidad que debe alcanzarse para abor-
dar el tren del bienestar y la felicidad en todos los ámbitos de la vida
cotidiana moderna.
No obstante, tales características de “lo juvenil” no son las únicas que
se promueven en estas nuevas propuestas identitarias. Cabe anotar que,
por otra parte, se señala también a los jóvenes como una población inesta-
ble, irresponsable, que se encuentra en el límite entre la niñez y la adultez
y, por tanto, entre la irracionalidad de la emoción y la lógica racional de la
individuación exitosa. Y aunque estos apelativos apunten a una concepción
denigrante de la calidad humana frente a la imagen exaltada anteriormente
expuesta –es decir, a lo tachable de la inmadurez, la falta de autonomía, la
rebeldía, entre otros–, es corriente que se insista también dentro de muchas
propuestas en la identificación con esa liminalidad de “lo juvenil”. Se yer-
gue así también una poderosa atracción desde el “desorden clasificatorio”

La renovación carismática católica: una fuente contemporánea de la eterna juventud 391


María Angélica Ospina Martínez
de la figura juvenil, orientada a todos aquellos sujetos absorbidos por la
aridez de las estructuras sociales (véase Ospina, 2003, 2004a y 2004b).
Estos parámetros dominantes de la época posindustrial marcan irre-
mediablemente las nociones sobre “lo juvenil” y sus sujetos individuales
–“los jóvenes”– y colectivos –“la(s) juventud(es)”–, quienes aparecen en
la escena de la ciudadanía y del consumo de estilos y valores promovi-
dos ampliamente en el nuevo orden global (Reguillo, 2000). El siglo XX
occidental abre paso a la “adolescencia” como la etapa del conflicto y la
crisis del sujeto en formación, tanto a nivel biológico como psicológico y
social, naturalizando la condición del joven y sus conductas reactivas –en
especial las violentas–, desde una perspectiva adultocéntrica y etnocéntrica
(véanse Costa et al., 1996; Reguillo, 2000; Serrano, 1998, 2002, 2004).
Tales representaciones engranan sin problema con la idea del malestar del
individuo moderno, razón por la cual las ofertas identitarias y terapéuticas
contemporáneas se valen de aquéllas para posicionarse en la competencia
mercantil de un bienestar particular.

La renovación carismática: un avivamiento católico


Como ya lo he señalado, las instituciones eclesiásticas no escapan a
esta actual dinámica de mercado. Particularmente, la Iglesia católica ha
tenido que responder a los retos de la modernidad de una forma acelerada e
intensiva. Su presencia monopólica en Latinoamérica se ha visto duramen-
te confrontada en los últimos 50 años por la incidencia creciente de otras
grandes vertientes cristianas y la proliferación de nuevos movimientos au-
tónomos que le hacen frente a su poder exclusivo –y que la Iglesia no duda
en denominar “sectas”–, enmarcados dentro del avance de la economía
mundial de bienes simbólicos. Un revivalismo religioso sin precedentes
se expande híbrida y multilateralmente entre los intersticios y márgenes
de una estructura secular que se autoproclamaba reinante (Bastian, 1997,
2005; Fuenzalida, 1995; Turner, 1988 [1969]).
De esta forma, los grandes monstruos eclesiásticos, anquilosados en
una aburrida burocracia viciada por el despotismo de las jerarquías, tuvie-
ron que “avivarse” durante las últimas décadas en confrontación con los
brotes exacerbados de promesas de bienestar, con el fin de recuperar terre-
no y ubicarse ventajosamente en la gran vitrina global. Con el Concilio
Vaticano II, en la primera mitad del decenio de 1960, se abriría paso a una
adecuación a gran escala de la tradición dogmática y moral del catolicismo
a las condiciones difundidas por la secularización, donde el laicado y las

392 Creer y poder hoy


comunidades locales comenzarían a asumir un papel activo determinante.
El espíritu ecuménico que el papa Juan XXIII le imprimió al Concilio
permitiría, además, el diálogo católico con otros movimientos religiosos,
en especial con algunos movimientos protestantes que estaban teniendo
éxito en el mundo.
Los frutos de este diálogo interconfesional se vieron reflejados en la
aceptación oficial de ciertas corrientes que ya venían teniendo lugar en la
Iglesia católica. Una de ellas fue la renovación carismática, movimiento
generado en el seno de las iglesias pentecostales de comienzos del siglo XX,
y difundido más tarde en vertientes protestantes más ortodoxas. La reno-
vación se caracteriza por una intención de “avivamiento” en el ritual y en
el dogma de fe, a través de la oración suplicante, el evangelismo, la reunión
reiterada en pequeñas comunidades de fe, la entusiasta expresión corporal
y emotiva en los ritos, y el compromiso cristiano personal. Su principal
emblema lo constituye el Espíritu Santo y sus cualidades bíblicas, entre las
que se cuentan el otorgamiento de poder y de dones espirituales a quienes
le invocan (Jaramillo, 1978) 1.
La renovación carismática se introduce en la Iglesia católica hacia
1966 por algunos sectores del clero estadounidense que quisieron experi-
mentar las “técnicas de avivamiento espiritual” empleadas por los jóvenes
bautistas. De allí en adelante su expansión por América Latina fue asom-
brosamente acelerada. Como lo expresa el sociólogo Jean-Pierre Bastian:
la base de este movimiento son grupos de oración, organizados en las parroquias,
por núcleos de 10 hasta 50 fieles reagrupados cada semana en un ambiente de
intensa emoción de tipo pentecostal, con cantos, aplausos, glosolalia [o don de
lenguas], testimonios y curación. Este tipo de práctica toma regularmente di-
mensiones mayores a través de retiros espirituales (…) Este esfuerzo culmina en
grandes encuentros en estadios de fútbol o centros deportivos donde se imita lo
que realizan las mismas sectas pentecostales y evangélicas. En este catolicismo

1
Se recogen aquí, particularmente, los dones que están consignados en la Primera Epístola
de San Pablo a los Corintios, capítulo 12: “Hay diversidad de dones, pero uno mismo es el
Espíritu (…) Hay diversidad de operaciones, pero uno mismo es Dios, que obra todas las
cosas en todos. Y a cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utili-
dad. A uno le es dada por el Espíritu la palabra de sabiduría; a otro, la palabra de ciencia,
según el mismo Espíritu; a otro operaciones milagrosas; a otro, profecía; a otro, discreción
de espíritus; a otro, diversidad de lenguas; a otro, interpretación de lenguas. Todas estas
cosas las obra el único y mismo Espíritu, que distribuye a cada uno según quiere” (Sagrada
Biblia, 1974: 1447-1448 [1 Cor 12, 1-11], subrayados de la autora).

La renovación carismática católica: una fuente contemporánea de la eterna juventud 393


María Angélica Ospina Martínez
“pentecostalizado” se ofrece un espacio de conversión, de curación y de entusias-
mo fusional (Bastian, 1995: 205-206).
Esta influencia pentecostal en los terrenos católicos se afianzó hacia
finales de la década de 1960 –aunque hasta hoy la jerarquía nunca haya
confiado plenamente en una corriente de predominancia local, oral y entu-
siasta que se escapa por lo general a su control–. No obstante, en los mis-
mos documentos del Concilio Vaticano II está consignada la inspiración
que instó a su realización:
El Espíritu [Santo] habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en
un templo (…) y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos (…). Con
diversos dones jerárquicos y carismáticos dirige y enriquece con todos sus frutos
a la Iglesia (…) a la que guía hacia toda verdad (…) y unifica en comunión y
ministerio. Hace rejuvenecer a la Iglesia, la renueva constantemente y la conduce
a la unión consumada con su Esposo. Pues el Espíritu [Santo] y la Esposa dicen
al Señor Jesús: ¡Ven! (Concilio Vaticano II, 1965: 12).
La campaña pastoral subsiguiente del catolicismo empuñaría, enton-
ces, como emblema el retorno a referentes antiguos que condensaran sus
actuales intenciones: el Espíritu Santo, la comunidad cristiana primitiva y
la imagen de Jesucristo vivo, resucitado y “eternamente joven”. Pero en el
foco de su sentido revivalista se ornaría también con una inquietud per-
sistente por la “renovación”, paradójicamente regresando a los orígenes. Se
alentaría así una suerte de “fundamentalismo moderno” que soportaría las
nuevas expresiones de la feligresía cristiana, tanto en el ámbito institucio-
nal y organizativo como en el espiritual y ritualístico.
Aquel revivalismo comienza a ser ligado a toda escala con la idea de
“lo juvenil”. El sentido mismo de la renovación carismática tiene que ver
con el “rejuvenecimiento” transversal a todos los ámbitos de la Iglesia, y
análogo a las ideas de vitalidad, entusiasmo, energía y poder, así como de
reversión de las jerarquías hacia el igualitarismo, la inclusión de los margi-
nales, la participación en la transformación social y la oposición a los po-
deres seculares. Aunado a ello, se establece en la nueva estrategia pastoral
un marcado énfasis en la evangelización y la formación de jóvenes laicos,
respondiendo a sus demandas actuales fundamentales.
Es así como la Iglesia católica emprende su avanzada en el mercado
del bienestar, transformando paralelamente su antigua condición mera-
mente adscriptiva a una semiadscriptiva, en donde el concepto de “pueblo
de Dios” se amplía a toda la humanidad, y donde la misma institución
tiene que reelaborar sus prácticas y discursos en una nueva propuesta capaz

394 Creer y poder hoy


de competir con otras. Y no es para menos cuando comienzan a proliferar
en dicho mercado las opciones que dicen contrarrestar los malestares de la
estructura secular, al mismo tiempo que las diversas tradiciones mundiales
se someten a un proceso de apertura y se exponen sincréticamente en la
vitrina global de bienes y servicios para los dolientes de la modernidad.
De otro lado, aunque la mayoría de estas alternativas se va lanza en
ristre contra el orden establecido, utiliza sus mismos mecanismos para la
convocatoria de posibles usuarios: los medios masivos de comunicación e
información, el establecimiento de sus centros de operaciones en urbes y
megaurbes, la institucionalidad empresarial de tipo transnacional y multi-
nacional, entre otros. Así mismo, “se valen de todos los recursos y técnicas
de la ciencia moderna de la persuasión y del marketing” (Fuenzalida, 1995:
132). La propuesta de la renovación carismática católica tampoco escapa
de esta lógica. Cientos de comunidades locales de dicha línea en todo el
continente americano cuentan con programas de televisión y emisiones
radiales regionales y nacionales, con canales de televisión por cable, nume-
rosos sitios en internet, publicaciones –libros, revistas, periódicos, folletos–
de grandes y limitados tirajes, además de tener a su disposición un ejército
de relacionistas públicos entre sus mismos fieles que, vale decir, no reciben
ningún tipo de salario por su labor. El emblema de la paloma blanca, del
corazón rojo, llameante y luminoso, o del globo terráqueo azul –a veces
sobrepuestos, otras por separado– parecen serles comunes a todas estas
agrupaciones, por lo cual es relativamente fácil identificarlas: constituyen
el símbolo del “avivamiento”, del derramamiento del poder del Espíritu
Santo y de su globalización.
Como bien lo señala el antropólogo peruano Fernando Fuenzalida,
para el caso del campo religioso, “en el mercado, la demanda modifica la
oferta” (1995: 64-65). Aquella gran masa de dolientes de la modernidad
secular emprende, incluso desde muy temprano, nutridos e inestables iti-
nerarios de búsqueda de su propio bienestar en una efusividad reactiva
a la anomia generalizada. “En el origen de este ‘contra-movimiento’, se
constatan diversas impresiones de vacío, falta o pérdida: de la autoridad, de
rigor, de equivocación y de gurú o de padre, de identidad y de puntos de
referencia”, comenta Florence Beauge (citada en Vallverdú, 2002 [2001]:
204) 2 ; mientras Fuenzalida asegura que:

2
La cita completa es Florence Beauge. “Hacia una religiosidad sin Dios”. Le monde diplo-
matique, septiembre-octubre, 1997.

La renovación carismática católica: una fuente contemporánea de la eterna juventud 395


María Angélica Ospina Martínez
las “sectas” de ahora reclutan sus fieles entre marginales de tipos diversos y per-
sonas que se hallan en estados de (...) desorientación psicológica (...). La incer-
tidumbre, la depresión, el estrés, la hipocondría, las enfermedades funcionales y
psicosomáticas; los sentimientos de insuficiencia, inadecuación e ignorancia son
propios de las situaciones de anomia y proporcionan un inmenso mercado para
quienes se ofrezcan a remediar esos males (Fuenzalida, 1995: 101, 134-135).

Los fieles, ahora usuarios o consumidores de bienes y servicios, se au-


toproclaman como sufrientes o dolientes; de allí que en la vitrina se deban
encontrar opciones de sanación de los distintos malestares.

Juventud, amor y poder: una fórmula identitaria


y terapéutica
La ausencia de referencias unitarias de identidad parece estar hoy in-
fluyendo en el surgimiento de una corriente generalizada en reacción a la
angustia que ello genera. Según Fuenzalida, esta situación no es más que
el reflejo de la regresión a un antiguo consenso social de tipo sagrado, al
que se nacía adscrito y en el que reinaba la fe (fides) irrefutable entre lo
divino y lo humano como partes contractuales. En contraste con éste, hoy
se erige el consenso secular moderno, sustentado en la universalización de
la razón científica y en la expansión de las democracias liberales, donde la
fides se dirige a “lo real/racional” y se convierte en una “virtud instintiva”
de cada persona, relegándola al espacio privado en el cual aquélla se diluye.
La angustia del individuo moderno occidental será producto de la extrema
fluidez en el consenso social –donde su juicio es sólo uno entre millones– y
de su sensación de desarraigo e inseguridad en ausencia de referentes iden-
titarios externos en los cuales confiar.
Esa regresión a lo unitario busca entonces restaurar y perpetuar esa
confianza consensual, con el fin de resucitar la seguridad y volver a sentir
que se cuenta con una posición fija en un orden establecido. Con frecuencia
se acusa a la estructura moderna secular de haber lesionado al individuo, de
haberle robado sus referentes identitarios colectivos –como el “deicidio”– y
de haber sometido a la sociedad a una anomia generalizada. Para Fuen-
zalida, los movimientos que pretenden retornar a esos antiguos referentes
constituyen un proceso “reactivo” a este orden secular, recurriendo a una
inversión/reversión de los valores modernos y adecuando y recomponiendo
los antiguos a las nuevas condiciones:

396 Creer y poder hoy


El vaciamiento de la ciencia y la tecnología formales fragmenta la imagen del
mundo y alienta regresiones fanáticas. De su parte, y en ausencia de una legítima
instancia de síntesis, la voluntad progresiva unitaria sincretiza en forma confusa.
Desarrolla una especie de intento de reconstruir esa imagen, generar un nuevo pa-
radigma que resuelva las contradicciones internas del que se halla en vigencia, pero
juntando los mismos fragmentos en un orden distinto más bien que innovando
(Fuenzalida, 1995: 159-160).

De otro lado, las actuales alternativas identitarias/terapéuticas pare-


cen revestirse con un corpus muy llamativo para los dolientes de la moder-
nidad. Un llamado a hacer parte de una dinámica colectiva es muy común
entre tales opciones, en donde los vínculos interpersonales aparecen atrave-
sados por un particular discurso amoroso. En muchos de esos “nuevos mo-
vimientos”, el concepto de identidad con una “comunidad” está planteado
en términos afectivos o eróticos, en especial en el sentido de fraternidad
con los demás miembros del grupo o de enamoramiento hacia la figura
líder o hacia la divinidad.
La tradición discursiva de las comunidades de la renovación carismá-
tica se nutre de referencias al judaísmo, al judeocristianismo de San Pablo
y al misticismo, además del pentecostalismo y del catolicismo posterior al
Concilio Vaticano II. Por tanto, el discurso amoroso ofrecido por las alter-
nativas carismáticas católicas evocan la tensión histórica originada hacia el
siglo I d.C. entre la ética amorosa del Eros griego y la del Ágape cristiano.
El primero privilegia el amor-fusión hacia el objeto deseado como medio
para acercarse a la perfección, a la divinidad, lo cual sólo puede consumar-
se con la muerte. El segundo vuelca esta lógica posibilitando en el presente
y tangible terreno el acceso a la divinidad, por medio del amor al prójimo
y del amor gratuito y sin distingo que Dios otorga a sus hijos. La ética del
ágape está basada en las narraciones de los Hechos de los Apóstoles res-
pecto a la vivencia comunitaria de las primeras comunidades de cristianos
perseguidos en donde
…todos los que creían vivían unidos, teniendo todos sus bienes en común; pues
vendían sus posesiones y haciendas y las distribuían entre todos, según la necesi-
dad de cada uno. Todos acordes acudían con asiduidad al templo, partían el pan
en las casas y tomaban su alimento con alegría y sencillez de corazón, alabando a
Dios en medio del general favor del pueblo. Cada día el Señor iba incorporando a
los que habían de ser salvos (Hechos 2, 44-45. Sagrada Biblia, 1974).

La renovación carismática católica: una fuente contemporánea de la eterna juventud 397


María Angélica Ospina Martínez
Este ágape igualitario y fraterno es ofrecido como una posibilidad dis-
cursiva con la cual identificarse, al tiempo que constituye una invitación a
la satisfacción de las necesidades afectivas individuales, vulneradas de una
u otra manera en la estructura secular. De allí que se constituya perma-
nentemente en un referente unitario básico en las comunidades carismáti-
cas. Derivados de la misma angustia del sinsentido moderno, también hay
otros referentes como ese que tienen especial relevancia en la conciliación
entre identidad y terapéutica en el mercado del bienestar:
Cuando la tradición se deteriora [en contraste con la dinámica de la modernidad],
y prevalece la elección de estilo de vida, el yo no es inmune. La identidad personal
tiene que ser creada y recreada más activamente que antes. Esto explica por qué
son tan populares las terapias y asesoramientos de todo tipo en los países occiden-
tales. (...) [En algunas de esas terapias] los individuos cuentan sus historias vitales
y reciben apoyo de los demás presentes cuando manifiestan su deseo de cambiar.
Se recuperan [de su malestar], esencialmente, rescribiendo el guión de sus vidas
(Giddens, 2001 [1999]: 60).

La construcción de una narrativa del malestar, como parte de un in-


tento por resignificar la historia de vida y la identidad del individuo desde
un nuevo contenido semántico, en donde se privilegia la expresión oral y
corporal, ha sido heredada directamente del psicoanálisis como una posi-
bilidad de sanación propuesta hoy en día por distintas alternativas que se
definen a sí mismas como terapéuticas. Primordialmente adoptada como
técnica, la narrativa catártica de los sufrientes es tremendamente ensalzada
en las agrupaciones de la línea carismática, y empata de manera evidente
con los postulados del Concilio Vaticano II frente a su preocupación por la
experiencia cotidiana del laicado. Allí, el testimonio de vida o de conver-
sión del discípulo adquiere gran relevancia para el éxito de la sanación: se
devuelve un orden significativo a ese yo roto, perdido y difuso del malestar,
a través de su recreación narrativa como drama personal y de la consecuen-
te reconstrucción de la propia autobiografía.
Las múltiples comunidades de base de la renovación carismática ca-
tólica, al igual que otras miles de alternativas que se encuentran en com-
petencia, adoptaron ante los ojos de la clientela un sentido terapéutico
particular, capaz de solucionar todo problema y paliar todo malestar. An-
tes que la adscripción, proponen una identificación voluntaria y flexible
con su propuesta –sobre todo en los inicios de la afiliación–, asunto que
no desconoce su carácter exclusivo en contraposición con otras alternati-
vas –en especial, las de tipo esotérico, pentecostal, ayurvédico, neocha-

398 Creer y poder hoy


mánico, devocional, Teología de la Liberación y algunas protestantes–.
La “renovación”, básicamente, se plantea en términos de “muerte” al pa-
sado doloroso y de una gozosa resurrección terrena posterior a la con-
versión. Los líderes carismáticos o la divinidad se presentan en principio
como “sanadores”, y el ritual, el encuentro comunitario y la formación del
discipulado giran en torno a la consecución del bienestar, traducido en
cura, prosperidad y éxito afectivo.
Las pequeñas comunidades de jóvenes carismáticos constituyen un
ejemplo evidente de lo anterior. Pero, para su caso concreto, la estrategia
de marketing que esgrimen es mucho más compleja. Por una parte, se
exaltan ciertas características de “lo juvenil”, que se proclaman como se-
ñales de la sanación producida por la adquisición de una nueva identidad:
tanto las sensaciones de alegría, optimismo y tranquilidad como el cuida-
do de la apariencia física y el recobro de la salud se expresan análogos a la
noción de juventud que, a su vez, se equipara con una noción particular
de bienestar.
Como ya lo expuse, para quienes traspasan la frontera etárea que co-
múnmente se considera como “juvenil” –es decir, quienes superan los 25
años–, la alternativa de estas comunidades juveniles también puede cons-
tituirse como una opción atractiva. Para aquellos marginados por una es-
tructura que los considera improductivos e indeseados y que los condena
a la soledad, la infelicidad, la enfermedad e, incluso, la muerte, la promesa
carismática de bienestar, sumada a la vivencia regular con muchachos de
estas edades, puede emularles una “fuente de la eterna juventud”. Una ju-
ventud, no obstante, considerada estructuralmente como liminal en asun-
tos fisiológicos, psicológicos, socioculturales, económicos y políticos.
Referentes revivalistas nutren también la imagen de estas comunida-
des juveniles ante los posibles consumidores. Como comunidades eclesiales
de base, herederas del Concilio Vaticano II y vinculadas a la renovación
carismática, la alusión al Pentecostés es determinante. Se propende por un
retorno al ágape, a la vivencia comunitaria de los apóstoles de Jesucristo,
insistiendo en la promesa que éste les hizo de enviar el poder de su Espíritu
para que siempre estuviera con ellos. Tal poder se expresa en los dones,
gracias o carismas otorgados a los discípulos, que en estos grupos juveniles
se consideran de acceso democrático y no exclusivo. El tipo de dones que
allí se reconocen están directamente relacionados con el requerimiento de
servicios en cada congregación: música, liderazgo, manejo de la oralidad,
simpatía, belleza física, disposición a la acogida y el consuelo de otros, dis-

La renovación carismática católica: una fuente contemporánea de la eterna juventud 399


María Angélica Ospina Martínez
ciplina en la oración. Otros dones menos frecuentes parecen ser ostentados
exclusivamente por los líderes, en particular aquellos que se consideran ex-
traordinarios como el don de lenguas, el de profecía y el de sanación, entre
otros. Cuando éstos aparecen en el discipulado se permite, en cambio, el
beneficio de la duda sobre la veracidad de su detentación, más aún cuando
la imitación tiene un lugar privilegiado en el ritual.
Otro referente de antaño que utilizan corrientemente estas congre-
gaciones juveniles es la posibilidad de acceder a la santidad, a la pureza.
Éste es evidentemente sustentado en modelos éticos, morales y estéticos, a
la vez atravesados por el prestigio, la posición socioeconómica y el capital
simbólico de los discípulos. Se reproducen estereotipos ideales tradicio-
nales de lo que debe ser “lo masculino” y “lo femenino”, y se propende
por alcanzarlos. Por otro lado, se retorna a la figura heroica-mesiánica de
Jesucristo que sintetiza el mito común y lo renueva, insistiendo en el sacri-
ficio, la resurrección, la vitalidad y la vigencia del personaje. Figuras como
la Santísima Trinidad se hacen más aprehensibles al creyente, cuando se
desglosa y se ofrece así ante los posibles usuarios: un Dios como autoridad
máxima, un Hijo como encarnación de un amoroso Mesías y un Espíritu
Santo como fuente de poder.
Un elemento sumamente atractivo para los consumidores en la ex-
periencia terapéutica que proponen las comunidades carismáticas es la re-
valorización de lo corporal, especialmente de sus disposiciones sensoriales
y emotivas. El cuerpo adquiere varios matices y funciones en esta labor.
Es el lugar donde se siente, pues es objeto del sufrimiento, del placer del
rito y de la sanación. Es el lugar desde donde se dice, porque se exalta su
condición como medio de expresión de la emoción y, por consiguiente,
del malestar y del bienestar. Es el lugar de la acción divina, ya que es allí
donde se expresan los dones que la divinidad otorga y, además, es una
herramienta al servicio de sus intereses. Es el lugar de los afectos, primor-
dialmente porque se constituye en un medio de relación con los condiscí-
pulos a través de una exaltación del contacto físico “tierno”. Y es el lugar
de la conversión porque es el blanco del cambio, de la cura del malestar,
de la nueva identidad del yo.
Todos estos factores se entremezclan y terminan por configurar un
tipo de discurso y de identidad que se constituyen como los elementos
principales expuestos por las comunidades carismáticas juveniles en el
mercado y que las proyectan como una alternativa terapéutica plausible. Su
experiencia evangelizadora ha arrojado resultados gratos en cuanto a “in-

400 Creer y poder hoy


vestigación de mercados” se refiere, razón por la cual lo que estas congre-
gaciones ofrecen está basado en un análisis detallado de las demandas de
los posibles usuarios. Por una parte, se revisten con un particular discurso
amoroso que proponen como terapéutico. La observación de los perfiles
de aquellas personas que se sienten atraídas por sus propuestas confirma el
objeto de la búsqueda [de los usuarios] y el contenido del ofrecimiento [de
las congregaciones]: jovencitos huérfanos o con situaciones de abandono y
maltrato intrafamiliar; un inmenso grupo de hombres y mayoritariamente
mujeres, solteros, de todas las edades, muchos de los cuales se conside-
ran indeseados sexualmente o desamados; y personajes marginados por
su entorno social a causa de su edad, género, condición socioeconómica,
estado psicológico o enfermedad. Es la ausencia de afecto, en últimas, la
que determina los rastreos de los usuarios y las alternativas ofrecidas por
las comunidades.
El discurso amoroso que se propone en estas agrupaciones cubre va-
rios aspectos. De un lado, se encuentra el acogimiento de parte de sus
equipos de líderes que oscila entre lo autoritario y lo seductor. Aquellos, a
su vez, insisten en el enamoramiento e identificación con el líder máximo,
el carismático, virtualizado en la figura de Jesucristo, quien acoge y per-
dona, sin distingo alguno, a los que quieran cobijarse bajo su manto. El
hecho de la virtualidad de este “pastor de pastores” no anula su condición
carismática, ya que a pesar de su irrealidad, es en torno de él que la con-
gregación se aglutina fervorosamente. No hay un líder real que convoque,
a diferencia de movimientos carismáticos como los de corte evangélico, ni
una encarnación de la divinidad. El grupo de líderes sólo cumple con se-
ducir angelicalmente, formar y acompañar a los neófitos, además de ejercer
gran control sobre ellos a través de la palabra, pero a su alrededor no podría
haber aglutinación suficiente. El poder centrípeto lo esgrime, sin duda al-
guna, la imagen de un Jesús cuidadosamente dibujado para los usuarios.
En esto se insiste agudamente en cada reunión de las comunidades.
Para éstas, la relación con lo divino es, idealmente, la promotora de la
sanación. Se reiteran constantemente tres factores en esa relación con la
divinidad: el placer del encuentro con ella, el enamoramiento de ella y la
identificación con ella. El placer de la comunión con lo divino se atribuye
a la máxima intimidad que pueda lograrse en la relación personal con
Dios, y se liga con el acceso a dones y con todas las expresiones rituales de
alabanza hacia él: el canto, el baile y la oración introspectiva o colectiva.
El enamoramiento y la identificación con lo divino se centran en la figura
humana de Jesucristo, además de ser exigidos para hombres y mujeres por

La renovación carismática católica: una fuente contemporánea de la eterna juventud 401


María Angélica Ospina Martínez
igual. Sin embargo, a los primeros se les insiste más en la identificación y
a las segundas más en el enamoramiento. En los dos casos, los atributos
del Mesías siguen unos cánones éticos, morales, emocionales y estéticos
validados culturalmente. Este asunto es determinante en el tipo de re-
lación que se pretende establecer con la divinidad y que hace de ésta la
síntesis de la figura carismática: no importa la virtualidad del líder desde
que pueda ser imaginado con el fin de enamorarse de él o de identificarse
con él. En últimas, la relación carismática existe desde que las cualidades
de la figura líder que se consideran “atractivas” estén legitimadas por la
cultura de los discípulos.
Al parecer, la imagen de Jesús es uno de los factores que hace muy
exitosa la convocatoria de público femenino. Como lo atestiguan muchas
de las mujeres que se han vinculado a estos grupos, los conflictos afecti-
vos en torno a sus vínculos con los hombres fueron paliados total o par-
cialmente, de forma duradera o momentánea, al remplazar sus antiguos
objetos de deseo masculinos por un nuevo y único “príncipe azul” de
ojos claros, barba y cabellos rubios; aquel hombre que recuerda la figura
del héroe, apuesto y a la vez desaliñado, y que en su fantasía les ofrece un
amor incondicional, grandioso y eterno3. Pero además de constituirse en
el sustento del tradicional mito del amor romántico –tan vivo todavía en
nuestras tierras y en nuestros tiempos–, el Mesías también recrea la me-
táfora de los vacíos, conflictos y anhelos que estas mujeres dicen padecer
en lo que se refiere al amor y al desamor: las demandas fallidas de placer,
ternura, apoyo, reconocimiento y protección hacia sus padres y amantes.
Este asunto predomina en la amalgama que presenta el malestar de las
mujeres de hoy y las ubica en los primeros lugares de consumo en este
gran mercado identitario/terapéutico.
Por otra parte, también se insiste en un matiz de Jesucristo orien-
tado a convocar público “juvenil” o sediento de “juvenilización”. Co-
rrientemente al Mesías se le califica como un “parcero”4 que nunca deja
solos a sus discípulos, como un “man bacán” que los ama tanto que dio

3
Una imagen que no se aleja demasiado de otros referentes clave en el ideal masculino he-
roico occidental del cual son ejemplos William Wallace –personificado por Mel Gibson en
la película Corazón Valiente–, Jim Morrison –el vocalista del grupo The Doors– o el mismo
“Che” Guevara, entre muchos otros.
4
Entre los jóvenes urbanos colombianos, “parcero” hace referencia al compañero, al amigo
con quien se comparte el tiempo libre y que, generalmente, es considerado “par”, tanto en
edad como en otras dimensiones.

402 Creer y poder hoy


su vida por ellos, como un “joven revolucionario” como ellos, que sigue
vivo. La insistencia en estos atributos incluye, claro está, la utilización de
una jerga que debe ser actualizada constantemente en pos de un mayor
acercamiento a la experiencia cotidiana de los usuarios, quienes, además,
deben identificarse entre sí como “hermanos en Cristo” gracias a su aná-
logo amor al líder virtual.
Hay, sin embargo, un asunto fundamental en las experiencias afec-
tivas de los individuos contemporáneos que vulnera en gran medida al
sector “juvenil”, y que se atestigua constantemente en estas comunida-
des carismáticas. Aquella ausencia de referentes identitarios propios de
la tradición involucra, además, la dilución de la vieja noción de familia.
Anthony Giddens afirma, por ejemplo, que “hay quizá más nostalgia del
refugio perdido de la familia que de ninguna otra institución que hunda
sus raíces en el pasado” (2001 [1999]: 67). Esta institución recrea en la
actualidad, según el mismo autor, la tensión constante entre tradición y
modernidad. Una gran cantidad de agrupaciones en las últimas décadas
–como es el caso de “Tradición, Familia y Propiedad” en Colombia–,
muchas de ellas afiliadas a las estructuras eclesiásticas, han centrado sus
esfuerzos en promulgar un retorno a la antigua institución familiar, hoy
en crisis, aprovechando el referente de la Sagrada Familia.
Sin embargo, este retorno se ve confrontado seriamente por los cam-
bios generados en las últimas décadas en relación con la sexualidad y las
luchas por la igualdad de género, donde los jóvenes han llevado la vanguar-
dia. La familia se desmorona como la unidad reproductiva y económica
que era, mientras que el componente erótico de la sexualidad se aleja cada
vez más de la exclusividad del vínculo matrimonial heterosexual (Ibíd.:
70). Derivado de tal situación, acaece otro fenómeno: la pareja se ha esta-
blecido como el núcleo de la vida familiar; en ella, la comunicación emo-
cional y la intimidad son las que garantizan su constitución, además de su
éxito o fracaso. Tal tipo de comunicación, según el mismo Giddens, ha
permeado “los viejos lazos que solían unir las vidas privadas de la gente
–las relaciones sexuales y amorosas, las relaciones padre-hijo y la amistad”
(Giddens, 2001 [1999]: 74), y depende esencialmente de la confianza, el
entendimiento y el respeto mutuos, y de la ausencia de “poder arbitrario,
coerción o violencia” (Giddens, 2001 [1999]: 74).
Las comunidades carismáticas católicas juveniles proponen también
una exaltación ideal de ese retorno a la familia tradicional, aunque sus
propias dinámicas se encuentren en confrontación con aquélla. Uno de los

La renovación carismática católica: una fuente contemporánea de la eterna juventud 403


María Angélica Ospina Martínez
principales conflictos con los que arriban los neófitos a estas congregacio-
nes es la angustia generada por la inminente disolución de su propio pro-
yecto de familia tradicional, por lo cual éste se constituye como un tema
de gran algidez y recurrencia. Los discursos carismáticos juveniles oscilan
entre proponer a la congregación como un sustituto de la familia y recons-
truir el modelo hogareño que se ha venido al piso, recurriendo al paradig-
ma fundamental de la corresidencia del núcleo parental, la monogamia,
la sumisión a las figuras de autoridad, la sexualidad para la reproducción
y la solidaridad económica, entre otras características. Sin embargo, las
mismas congregaciones se exponen como una alternativa para el estable-
cimiento de vínculos afectivos en el sentido que Giddens anota: relaciones
íntimas “igualitarias” que privilegien la comunicación emocional, en con-
traposición a las hostiles relaciones de poder de la familia tradicional –de la
que incluso se llega a renegar en las prédicas al resaltar la importancia de la
comunidad de fe y del amor único y verdadero de la divinidad–. En pocas
palabras, se trata de constituir el tan anhelado ágape.
Igualmente, el “emparejamiento” inunda tanto las aspiraciones de los
discípulos como los designios de los líderes. Se aspira y se insiste en “con-
seguir una relación de pareja estable”; un compromiso que se alimente con
la experiencia cristiana compartida y que sea validado socialmente en la
congregación –es decir, que tenga la bendición de un sacerdote en nombre
de la divinidad, la supervisión del equipo de líderes y la aceptación de los
condiscípulos para quienes se tiene que ser modelo–. La tensión se genera,
de nuevo, cuando aparece en escena el tema de la sexualidad, de la cual
sólo se motivan y se permiten sus manifestaciones “tiernas”. Las intencio-
nes erótico-sexuales se asocian exclusivamente con la reproducción y el
matrimonio, y el placer se condena y se patologiza –en exceso, las relacio-
nes sexuales se consideran adicciones–. El referente tradicional de la moral
cristiana al cual se quiere regresar se hace, sin embargo, inalcanzable. La
progresiva ansiedad desencadenada por la ausencia de afecto y de placer en
una sociedad que avanza en la ruptura entre sexualidad y reproducción,
vuelca a los discípulos al combate cuerpo a cuerpo: o se sublima la nece-
sidad de placer hacia Cristo y por Cristo, o se termina satisfaciéndola a
cualquier coste, incluso el de la culpa.
Esta tensión constante entre la exigencia de santidad –traducida en
castidad– y la ansiedad sexual puede constituirse en uno de los principales
detonantes de la deserción de miembros de las congregaciones, quienes
corrientemente continúan sus rastreos de identidad y sanación sin desechar

404 Creer y poder hoy


del todo sus demandas de calidad sexual y afectiva. Para otros, no obstan-
te dueños de las mismas demandas, el encuentro de una alternativa que
sublime sus necesidades sexuales puede llegar a frenar sus itinerarios de
búsqueda de bienestar, renunciando a la obtención de placer a través de
una vida sexual activa. En este caso, se refugian ansiosamente en la ilusión
amorosa del ágape comunitario o en el remplazo de sus objetos masculinos
de deseo por uno único y virtual –Jesús–, situación que se exalta cuando
las posibilidades de establecer vínculos de emparejamiento fracasan.
Dentro de este contexto de establecimiento de vínculos afectivos, la
invitación al ágape es, indiscutiblemente, un elemento clave en el discurso
amoroso de las comunidades carismáticas juveniles –retornando a un re-
ferente antiguo: la vivencia de las comunidades cristianas primitivas–. El
acogimiento de la comunidad fraterna, especialmente a través del abrazo
y de otras expresiones físicas del afecto “tierno”, tiene un éxito arrollador
entre los neófitos. En busca de la communitas como una “confrontación
directa, inmediata y total de identidades humanas” (Turner, 1988 [1969]:
138), los dolientes itinerantes encuentran en el umbral de las congrega-
ciones un desborde afectivo que los embarga de bienestar, motivándolos a
regresar. De hecho, hay instancias de estas comunidades carismáticas que
se especializan en dicho acogimiento, comúnmente denominadas “Minis-
terios de Acogida”. Una aparente indiferenciación y un ambiente fraterno
muy solidario les atiza la esperanza de haber encontrado por fin lo que
tanto habían anhelado: un lugar de reconocimiento, valoración, respeto y
disfrute de privilegios con los que no cuentan en su cotidianidad.
Es aquí donde tiene lugar un tipo de identidad llamativa para un
público marginal, liminal o estructuralmente inferior –donde, entre otros,
suele ubicarse a la “juventud”–: la de una suerte de communitas que revierte
los valores de la estructura secular y le otorga poder a los más débiles. Estas
alternativas carismáticas plantean un modelo de identidad liminal expre-
sado en la inestabilidad y efusividad ritual, y en la exaltación de las inicia-
ciones de los neófitos como definitivas en la conversión. Por otra parte, las
congregaciones se envuelven a primera vista con atavíos de liminalidad:
invitación a la indiferenciación estructural, al despojo, a la uniformidad,
a la humildad, al sometimiento al líder y a la crítica de la racionalidad
secular, todo desde una condición juvenil. Ese llamado a un nuevo ága-
pe considera una realización terrena de la felicidad en el amor; ese amor
que lo cura todo y que logra subvertir por momentos la hostilidad de una
estructura que lesiona gravemente a sus excluidos. Un aparente poder del

La renovación carismática católica: una fuente contemporánea de la eterna juventud 405


María Angélica Ospina Martínez
amor en el igualitarismo de la communitas se ha ubicado ventajosamente en
el mercado mundial de bienes y servicios como una alternativa terapéutica
para los malestares de la modernidad secular.
La potencialidad terapéutica de la identidad liminal se evidencia en
casos concretos donde, por ejemplo, personas discapacitadas o margina-
das descubren a través de su experiencia en una congregación carismática
que pueden empuñar un poder –el “poder de los débiles”– otorgado por
su misma condición; una condición que es, en sí misma, de “desorden
clasificatorio”. A la vez que se autoproclaman como víctimas de la dis-
capacidad que las diferencia y distancia de los otros, también pretenden
indiferenciarse de esos otros por medio de los afectos que la comunidad
de hermanos les ofrece, precisamente gracias a su condición patológica.
Al mismo tiempo que se definen como enfermas desahuciadas, atestiguan
mejorías eventuales por causa de la exacerbación sensorial y emocional del
contacto con lo divino. Llegan a descubrir que por medio de su condición
pueden disfrutar de ciertos privilegios que jamás llegarían a tener fuera de
la agrupación; incluso llegan a ser tituladas por el mismo equipo de líderes
como “hijas preferidas de Dios”, quienes pueden llegar aun a ser ungidas
con algún don. A partir de la reconstrucción de su autobiografía bajo la
red significativa ofrecida por las congregaciones, estas personas le dan un
nuevo y coherente sentido a su identidad liminal, en donde su malestar y su
condición de víctimas son reinterpretados como una señal divina.
De esta manera, acudimos hoy a una oferta de estados de transición o
de experiencia liminal pasajera dentro de la misma estructura social secular,
es decir, a una oferta de múltiples opciones para experimentar la communi-
tas espontánea, la ilusión de un ágape, en donde surge la liminalidad como
una alternativa identitaria de carácter terapéutico. La altísima inestabilidad
de esos estados, sin embargo, se encuentra promoviendo los itinerarios en
busca del bienestar deseado, fortaleciendo la libre escogencia, combinación
y sincretismo de los usuarios potenciales de tales opciones. En palabras de
Turner: “La misma flexibilidad y movilidad de las relaciones sociales en las
modernas sociedades industriales puede (…) favorecer el surgimiento de
la communitas existencial, antes que cualquier otra forma previa de orden
social, aun cuando sólo sea a través de incontables y efímeros encuentros”
(Turner, 1988 [1969]: 205).
Por otra parte, cuando el futuro de la historia propia re-escrita se
sustenta en la promesa de la cura y en la prolongación de los bienestares
efímeros bajo una nueva red de significados que debe seguirse al pie de

406 Creer y poder hoy


la letra, encierra a los sufrientes en una eterna alteridad oscilante entre el
poder de la victimización y la vehemencia del malestar. De allí que el in-
tento por resignificar la vida termine en muchos de los casos rutinizado y
sea ineficaz. Así mismo, la virtualidad teológica de este tipo de alternativas
terapéuticas limita el verdadero encuentro con la cura, más aún cuando el
sufriente debe ser sometido y controlado: las mismas relaciones de poder se
reproducen en la congregación porque ella hace parte activa de la misma
estructura secular que critica y de su mismo entramado social y cultural,
por lo cual el ágape se jerarquiza en la práctica y no termina siendo más
que una mera estrategia de marketing.
De allí que las fases liminales de la dinámica de estas comunidades,
tales como sus rituales, sus reiterados encuentros, los retiros espirituales y
las jornadas masivas que organizan, sean las etapas más entusiastas y las
únicas en las que se asoman algunos visos de bienestar. Pero la inestabi-
lidad de la identidad liminal tan sólo provee a los sufrientes de cambios
volátiles en la estructura de su yo y, para la gran mayoría, la resignificación
de sus autobiografías en una nueva identidad fracasa. No obstante esta
situación, las comunidades carismáticas superan hoy la mera afiliación al
discurso religioso católico. Además de enarbolarse como alternativas tera-
péuticas paralelas a las del sistema de salud oficial –que actualmente son
cada vez más consideradas como inaccesibles e ineficaces–, se convierten
en alternativas reales de integración y participación social por medio del
fortalecimiento de la identidad individual y colectiva, lo que, a su vez, es
uno de los grandes nutrientes de la ilusión del bienestar en quienes son
marginados fuera de las agrupaciones.

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