El Secreto Del Marqués - Laura M. Galán
El Secreto Del Marqués - Laura M. Galán
El Secreto Del Marqués - Laura M. Galán
Laura M. Galán
Tempus Fugit Ediciones
Título original: © El secreto del Marqués © Laura M. Galán
Maquetación: Tempus Fugit Ediciones © 2015, Tempus Fugit Ediciones S.L
Todos los derechos reservados.
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El Secreto del Marqués
Laura M. Galán
Tempus Fugit Ediciones
Índice
Argumento
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
Epílogo
Agradecimientos
“A veces la persona que nadie imagina capaz de nada
es la que hace cosas que nadie imagina.”
(The Imitation Game)
Argumento
La señorita Anna Faris podía considerarse una muchacha afortunada ya que, a sus 19 años, poseía la
bien considerada belleza inglesa que tan de moda se había establecido en la sociedad: cabellos de hebras
tan doradas que competían con los mismos rayos del sol, ojos de un azul profundo y un cuerpo curvilíneo
que la hacía deseable a ojos de los hombres. A simple vista, no había ningún impedimento entre ella y la
búsqueda de un buen partido con el que casarse… Salvo por un pequeño detalle: Anna carecía de título
alguno con el que atraer a un futuro esposo y, por si no fuera suficiente, su familia estaba arruinada.
Huérfana de madre desde una edad muy temprana, Anna tendrá que hacer frente ahora, no solo a la
muerte de su padre, sino también a un destino incierto que la colocará bajo la tutela del misterioso
marqués de Holbrook, una antigua amistad de su padre. A juzgar por las habladurías, el marqués es un
hombre frío, huraño y del que apenas se sabe nada. ¿Cómo podría Anna vivir en compañía de un hombre
del que ni siquiera sabía su nombre de pila?
Arrancada de su hogar en Londres, Anna se ve obligada a trasladarse a la residencia del marqués en
Hertfordshire, donde tendrá que aprender a vivir junto a un anciano conocido de su padre.
Pero Anna se sorprenderá al descubrir que el marqués no es lo que ella esperaba…
Lo último que necesitaba Oliver Grant, sexto marqués de Holbrook, era hacerse cargo de una joven
huérfana a la que ni siquiera había visto en toda su vida. Y todo por el férreo honor a la amistad que el
marqués tenía al padre de la muchacha.
Habiéndose pasado la mitad de su vida como comerciante en las Indias, no estaba acostumbrado a
tratar con muchachitas insolentes cuyo único propósito en la vida era el de encontrar esposo. De nuevo
instalado en Inglaterra, Holbrook tendrá que hacer frente a su nueva condición como protector de la joven
al mismo tiempo que tendrá que lidiar con las inesperadas emociones que la muchacha despierta en él.
Alarmado por su incipiente deseo hacia Anna, Holbrook intentará afrontar la pasión que siente por ella
unida a la inesperada aparición de un personaje de su pasado que puede cambiar las tornas de su futuro
para siempre.
I
Inglaterra, 1861
Las nubes parecían descargar sobre el corazón de Londres toda la pena que albergaba el corazón de
Anna aquel aciago día de principios de primavera. El tiempo, tan impredecible en esa época del año, se
había congraciado con el sentimiento de pérdida de la muchacha, de modo que un espeso manto gris
cubría por completo el cielo y un viento frío mecía las ramas de los árboles del céntrico barrio inglés.
Sabiéndose a resguardo del temporal bajo el techo de su residencia en la calle Blandford, Anna
contemplaba, tras la ventana del saloncito, a los viandantes correr de un lugar a otro huyendo del
aguacero que caía sobre la ciudad en aquel preciso momento. A buen seguro, pensó Anna, tanto
sirvientas, lacayos y doncellas como jóvenes damas acompañadas de sus madres, preparaban ya la nueva
temporada social que comenzaría oficialmente en los próximos días.
Una nueva temporada que no la esperaba a ella, se dijo, sintiendo el peso de la melancolía. La vida
social le estaba prácticamente vetada a una muchacha joven que acaba de perder a un ser querido; aún
con más motivo si esa era la pérdida de un padre. La muerte de Patrick Faris no había sido un suceso
inesperado. Todos aquellos que lo conocieron en vida sabían del deterioro que había sufrido su salud en
los últimos años. Aun así, a pesar de la esperada llegada de la muerte, Anna no podía evitar sentir una
profunda pena por su querido padre. En su mente siempre viviría el recuerdo de un caballero maduro,
con espesa mata de pelo plateada y un prominente vientre que, al volver al hogar tras cada uno de sus
múltiples viajes, la alzaba en sus brazos y le susurraba al oído cuánto la había extrañado.
Patrick Faris había sido un respetado caballero vinculado con la Compañía Británica de las Indias
Orientales, dedicando toda su vida al crecimiento comercial entre tierras inglesas y las regiones de Asia.
Un mero comerciante, lo llamaban algunos, pues Patrick carecía de título nobiliario con el que asegurarse
un futuro. Sin embargo, la diosa Fortuna llamó a su puerta cuando, en sus primeros viajes a Calcuta,
entabló amistad con varios de los nobles ingleses que allí habitaban bajo el mando de la Corona Inglesa.
Gracias a la protección y confianza de esos terratenientes, Patrick había conseguido establecer una segura
red de comercio entre la India y los puertos de Gran Bretaña. Anna podía recordar las exquisitas sedas
exportadas que llenaban arcones enteros en los barcos de la compañía Faris, las especias más exóticas y el
delicioso té chino con el que su padre las deleitaba a ella y a su madre.
Aquellos recuerdos formaron una tímida sonrisa en los labios de la joven. Qué distinto hubiera sido
todo si su madre no hubiera fallecido tan pronto, pensó. A menudo se preguntaba cómo hubiera sido su
vida de haberla vivido en su compañía, pues, aunque Patrick adoraba a su única hija, los continuos viajes
a la India le impedían pasar todo el tiempo deseado con Anna, y ella había aprendido a vivir sin la
presencia de sus padres. Pero gracias a los retratos que su padre había encargado en honor a su esposa,
Anna sabía que era muy parecida a ella; el mismo rostro de tez clara y suaves facciones, el cabello de un
rubio claro que brillaba como hebras doradas bajo la luz del sol. Pero los ojos eran los de su padre, del
mismo tono azulado que a veces, solo a veces, los hacían parecer verdes. Anna sabía que era una
muchacha hermosa, igual que la madre a la que no recordaba, y que sus ojos brillaban con la misma luz
que los de su padre al que acababa de perder; pero la belleza no reemplazaba el sentimiento de soledad
que se había instalado en ella desde el reciente fallecimiento, pues aunque los continuos viajes de su padre
lo hubieran mantenido alejado del hogar, esta vez había emprendido uno que no tenía retorno. Y Anna se
había quedado sola en el mundo.
Sola y sin un título o fortuna de los que disponer, pues acababa de descubrir que las arcas que dejaba
atrás Patrick Faris estaban repletas, sí, pero de deudas y cuentas a pagar.
Esa constancia la sacó de sus pensamientos, y el carraspeo del señor Lowell, abogado de su padre,
situado a su espalda, la trajo de vuelta a la realidad. Benjamin Lowell había permanecido al lado de
Patrick desde que este iniciara su carrera comercial en Asia, de modo que el abogado lo consideraba más
un amigo que un mero cliente. Debido a los años compartidos por ambos, Anna sabía muy bien que el
señor Lowell hacía ya tiempo que no recibía sus honorarios por los servicios prestados, y sin embargo, el
caballero no los había abandonado y esperaba ahora su respuesta.
Un nuevo carraspeo de Lowell hizo que Anna reaccionara e hiciera frente al caballero.
—¿Se encuentra bien, señorita Faris?
Tomando asiento frente al sillón de estilo Luis XVI situado junto al hogar, Anna asintió e indicó con
un gesto de la mano el sillón parejo que había frente a ella, invitando al hombre a sentarse.
—Continúe, por favor. ¿Hay algo más que mi padre quisiera de mí?
El hombre se removió inquieto en el asiento y procedió a sacar de su maletín una serie de documentos
escritos; después extrajo del bolsillo de su desgastado chaleco una pareja de lentes redondas y se dispuso
a colocarlas sobre su ancha nariz. La imaginación de Anna le hizo ver que el prominente estómago del
hombre haría estallar de un momento a otro sus ropajes.
Lowell se aclaró la garganta una vez más antes de proceder con la lectura y Anna se preguntó si el
exceso de flemas no acabaría con la escasa paciencia de la que disponía ese día.
—<< Así pues y en pleno uso de mis facultades, declaro que, a pesar de que mi hija, la señorita
Anna Eleanor Faris, haya cumplido la establecida mayoría de edad, es mi deseo que a mi muerte su
tutela pase a cargo de las expertas manos de Oliver James Grant, marqués de Holbrook, y que desde
este día hasta el momento en que mi hija tome un esposo, es su deber velar por su bienestar y
seguridad, así como la tarea de asegurarle los medios necesarios con el fin de realizar un matrimonio
ventajoso. La señorita Faris deberá…>>
Incapaz de permanecer callada un segundo más, Anna interrumpió la lectura del documento; el señor
Lowell agradeció la interrupción pues necesitaba tomar aire.
—Espere, espere, espere…— incrédula, Anna alzó la vista hacia Lowell—. Ese documento no puede
ser legal. Quiero decir, mi padre habrá redactado otro más reciente, ¿no es así?
—Me temo señorita Faris, que el testamento de su padre es completamente veraz. El señor Faris
quiso asegurarse su bienestar en caso de que él faltase algún día.
—¡Pero eso no puede ser posible!— dándose cuenta de había alzado la voz, Anna moderó su tono.
Incapaz de permanecer sentada, se puso en pie y comenzó a recorrer la sala bajo la atenta mirada del
señor Lowell—. No hay ninguna razón por la que mi padre quisiera entregarme a manos de un
desconocido. Soy independiente, señor Lowell, y puedo valérmelas por mí misma, no necesito ningún
tutor.
—Pero es el deseo de su padre que así sea. No puede oponerse a ello.
—¡Pues me opongo! ¡No necesito un tutor, necesito un marido!— cada vez más alterada, Anna
intentó tranquilizarse alisándose las inexistentes arrugas de las faldas de su vestido negro—. No tengo
ninguna intención de vivir bajo el yugo de un marqués, mucho menos de uno que me es completamente
desconocido. Además, ¿por qué mi padre querría eso para mí? ¿Acaso se me cree incapaz de continuar
subsistiendo a pesar de su fallecimiento? Porque he pasado la mayor parte de mi vida sin él; mi padre
vivía para sus negocios, señor Lowell. Le repito que no necesito ningún tutor.
—Si me lo permite, señorita Faris, hay algo más que su padre desea de usted.— viendo la inquietud
en el horondo abogado, Anna se arrepintió un poco de su exceso de carácter para con el hombre, pues a
fin de cuentas él no era culpable—. Si usted me lo permite…
—¿De qué se trata, Lowell?
Recuperando sus gafas, el abogado recuperó su lectura.
—<< La señorita Faris deberá obedecer en todo momento las órdenes dispuestas por Lord
Holbrook, pues de producirse lo contrario, el marqués podría renunciar a cualquier deber aceptado
anteriormente con atención a la señorita Faris. Al mismo tiempo, Lord Holbrook se compromete a
encargarse de cualquier necesidad que la señorita Faris pudiera presentar, así como de proporcionarle
una dote y, llegado el momento, será el marqués quien tenga la última palabra en cuanto a la elección
de un esposo.>> — sin darle opción a Anna a intervenir tras finalizar su lectura, Lowell la advirtió
nuevamente—. Le recuerdo señorita Faris, que lamentablemente su padre no le ha dejado más que
deudas a pagar y que Lord Holbrook se encargará de ellas cuando usted pase a estar bajo su tutela.
Vaya, pensó Anna, de modo que aquello era coacción. Al parecer, su padre no le daba alternativa.
Tendría que vivir bajo las órdenes de un viejo marqués al que a buen seguro detestaría nada más verlo.
¿Tendría que hacer las veces de enfermera para un viejo lord a cambio de las deudas que pagaría en su
nombre? ¿O sería uno de esos hombres entrados en edad que buscaban los favores de las jovencitas?
Un repentino estremecimiento de náuseas y vértigo recorrió su columna vertebral. No había más
opción que aceptar la última voluntad de su padre, pero ¡maldito fuera!, pensó; con todo el amor que le
profesaba ahora solo quería gritarle. Debería haber confiado más en ella, debería haber sabido que podía
haber encontrado una solución a sus problemas por sí misma. Pero eran tantas las deudas… Anna
lamentaba los últimos meses vividos junto a su padre, cuando lo había visto encerrado en su despacho
siempre en compañía de una botella, despeinado y con aspecto desarreglado, convertido en la sombra del
caballero que un día fue. Ahora comprendía por qué la bebida había sido su perdición; las deudas lo
habían ahogado, no el whisky.
—Debe haber otra alternativa…— susurró, rendida ya ante la evidencia de que no le quedaba otra
opción.
—No la hay, señorita. Sabe que es lo mejor, su padre era un hombre coherente. Si accede a que Lord
Holbrook se encargue de usted, entonces se acabarán todos sus problemas.
—Yo podría haberlo solucionado de haberlo sabido. Podría…
Dejándose caer de nuevo en el sillón, Anna comprendió por fin que su futuro ya estaba escrito. Había
perdido a un querido padre, pero a cambio había recibido un tutor que no era deseado.
— Dispondré todo para que pueda trasladarse a Holbrook Park lo antes posible, señorita.
Mientras Lowell recogía sus pertenencias y abandonaba la sala, Anna tomó una decisión. Puede que
no tuviera más alternativa que aceptar el deseo de su padre, puede que a partir de ahora su protector
hiciera y deshiciera con ella a su antojo, pero Anna se juró a sí misma que no le haría fácil aquella tarea.
El viejo marqués de Holbrook no sabía lo que se avecinaba.
II
El viaje hasta Holbrook Park, situado en el bello Hertfordshire, estaba resultando una tortura para
Anna. A pesar de que a sus diecinueve años de edad nunca había abandonado Londres y la perspectiva de
conocer otros lugares — incluso los más cercanos a ella — siempre se le había antojado como un sueño,
esta vez estaba siendo una pesadilla. Se sentía como una prisionera marchando camino de su celda, a
punto de cumplir una condena por un delito que ni siquiera había cometido. El ruido de los cascos de los
caballos al avanzar por el camino se le clavaban como puñales en el corazón y cada bache era un duro
golpe para su orgullo herido.
Se había visto desplazada de su hogar aun cuando ni siquiera se le había dado tiempo para asimilar la
muerte de su padre, y a pesar de que el señor Lowell le aseguró reiteradas veces que sería bien recibida
en Holbrook Park, Anna no podía evitar sentir miedo hacia lo desconocido. ¿Realmente la recibirían con
los brazos abiertos? Apenas si sabía nada sobre el marqués, su nuevo protector. ¿Estaría ya esperándola,
confinado en su despacho? Hasta sus oídos había llegado la noticia de que era un hombre soltero,
¿tendría entonces intenciones deshonrosas para con ella? Mil y un pensamientos recorrieron la mente de
Anna a toda velocidad y ninguno de ellos le auguraba un futuro positivo bajo el techo del marqués.
Tristemente, era una mujer condenada a su suerte.
Si tan solo su padre hubiera confiado en ella lo suficiente como para hacerle saber lo crítico de la
situación económica que en la que vivían… Tal vez ella hubiera podido poner remedio a todo aquello,
haber encontrado alguna solución, e incluso puede que entonces Patrick Faris no hubiera muerto y
estuviera sentado a su lado en el carruaje.
Aunque Anna hubiera pasado la mayor parte de su vida en soledad debido a las continuas ausencias
de su padre, el hombre se había preocupado por darle una buena educación a su hija, de modo que Anna
bien podría haber sido una magnífica institutriz para muchas hijas de familias nobles y haber aportado un
sueldo a casa. En cambio ahora, la única opción que le quedaba para evitar una vida como prisionera de
un desconocido marqués era la de encontrar pronto un esposo que la ayudase a escapar.
La idea de contraer matrimonio a la fuerza le gustaba tanto o menos que vivir bajo la tutela del
marqués de Holbrook pero cualquier cosa era mejor que rendirle pleitesía tras hacerse cargo de las deudas
de su padre. Solo esperaba no tener que vérselas con él en demasía.
Cuando el cochero le comunicó que estaban a punto de llegar a su destino, Anna descubrió que
apenas había sido consciente de donde se encontraba. Acostumbrada al paisaje urbanizado de Londres,
con grandes edificios y calles concurridas por viandantes, carruajes y vendedores, se sorprendió al
contemplar la belleza que el campo le ofrecía a través de la ventana del coche de alquiler. Ante sus ojos se
extendía una inmensidad de verde suelo, donde un grupo de ovejas dispersas pastaban en libertad
perdiéndose en el horizonte y los pájaros trinaban sobre ellas. Era un paisaje idílico, perteneciente a una
de las novelas a las que ella era asidua lectora.
Pero lo que de verdad consiguió impresionarla y llamar su atención, lo que consiguió que olvidara el
motivo de su viaje, fue la visión de Holbrook Park.
Esperaba encontrar una gran mansión, pues era lo propio, ya que ligados al título nobiliario estaban
los hogares de los aristócratas, pero nada ni nadie la habían preparado para la magnificencia de la casa
campestre que poseía el marqués. Conforme el carruaje se acercaba, Anna quedaba, si cabe, un poco más
impresionada. Estaba segura de que todas las casas como la de ella que conformaban la calle Blandford
en Londres ni siquiera llegarían a ocupar todo el espacio de Holbrook Park.
Aquel lugar era espléndido, magnífico. Incluso el camino que conducía a la entrada de la casa estaba
bien cuidado, lo que hizo que Anna se preguntase si todas las piedras que lo conformaban habrían sido
cuidadosamente seleccionadas para tal destino. Los jardines eran los más bellos que Anna había conocido
hasta entonces, compitiendo muy de cerca con los famosos Jardines de Kensington, sus favoritos. Una
hermosa fuente de piedra presidía al centro, frente a la casa, y rodeándola, parterres de violetas, lilas y
diminutas rosas.
Al fin, el carruaje se detuvo bajo el porche que proporcionada el pórtico corintio de tres columnas de
la fachada principal. Al contemplar al servicio dispuesto en fila esperando para recibirla, Anna se sintió
cohibida. Jamás había estado en un lugar como aquel y se trataba solo de la superficie. Al pensar en el
interior tuvo que llevarse una mano al pecho para contener los nervios.
Un criado vestido con un elegante y cuidado uniforme de librea azul abrió la puerta del carruaje y le
tendió la mano para ayudarla a bajar. Por el rabillo del ojo, Anna vio a un par de jóvenes muchachos — a
buen seguro pertenecientes al servicio— descargar su escaso equipaje.
—Bienvenida a Holbrook Park, señorita Faris — Anna contempló al hombre que la había ayudado a
descender del carruaje. Su rostro serio e inexpresivo estaba surcado de arrugas y su espesa mata de pelo
gris perfectamente peinada. Le cayó bien de inmediato—. Mi nombre es Wallis, soy el mayordomo de
Holbrook Park. Y esta— continuó, señalando a una regordeta mujer madura de pelo castaño recogido en
un tirante moño bajo que vestía completamente de negro—, es la señora Graham, el ama de llaves.
—Sea bienvenida, señorita. Todos esperábamos su llegada.
Abrumada y presa de los nervios, Anna dio un paso hacia ella y estrechó la mano de la mujer. El
gesto de sorpresa y desagrado en el rostro de los sirvientes no le pasó desapercibido.
—Gracias, gracias a todos por esta bienvenida. ¿El marqués está…?
El carraspeo de Wallis rompió el incómodo silencio instalado entre los allí presentes e hizo que el resto
de empleados se pusiera en marcha y regresaran a la casa.
—La señora Graham se ocupará de instalarla, señorita Faris.
—Por supuesto— convino el ama de llaves; y dirigiéndose a ella—. Acompáñeme, señorita.
Sintiéndose como una marioneta manejada por unos hilos invisibles y preguntándose por qué el
marqués no había salido a recibirla personalmente, Anna entró en el enorme recibidor tras la señora
Graham. Y lo que vio allí la dejó sin habla.
Hermosas pinturas renacentistas cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo; el brillante mármol
del suelo que pisaba le devolvía a Anna su propio reflejo y tres enormes lámparas de cristal iluminaban la
estancia. Santo Dios, pensó Anna, y eso solo era la entrada.
—Por aquí, señorita. — la instaba el ama de llaves.
Girando hacia la izquierda, la esperaba una inmensa escalera curvada cual caracol que conducía hasta
al menos tres pisos de altura. Eso creía Anna, pues la luz cegadora que se colaba a través de los
ventanales de… ¿era eso una bóveda?, le impedía ver más alto. Aquella casa, concluyó, era una
verdadera obra de arte hasta su último rincón.
Al llegar al primer piso, sus pasos la condujeron hacia el ala oeste, hasta llegar a una enorme
habitación con puertas dobles.
—Esta será su habitación, señorita. Si no la encuentra de su agrado, podemos trasladarla; no dude en
hacérnoslo saber.
¿Si no era de su agrado? ¡Aquella era una habitación digna de una reina! Decorada con tonos suaves
blancos y ocres de diferente intensidad, la estancia resultaba cálida, femenina y acogedora, y estaba
presidida por una enorme cama de madera con cuatro postes y dosel. Frente a esta, una chimenea labrada
con terminaciones en filigranas doradas.
—Es preciosa, señora Graham. Gracias.
Dedicándole al ama de llaves una sonrisa, Anna comenzó a girar sobre el suelo de la habitación. A
pesar de todo, tenía que admitir que le encantaba aquel sitio. Comenzó a fijarse en cada detalle, desde el
delicado tocador hasta el biombo que lo separaba del femenino escritorio dispuesto junto a la ventana.
Entonces reparó en la figura femenina que se encontraba junto a la puerta y que le sonreía pensando,
imaginó Anna, que estaba loca.
—Esta es Maggie— la introdujo el ama de llaves—, será su doncella y estará a su disposición.
—Bienvenida, señorita— con una reverencia y sin tan siquiera mirarla, la muchacha añadió—. Será
un honor servirla.
Anna dedujo que no tendría más años que ella misma y las dos, pensó, se encontraban igualmente
asustadas: la una ante la perspectiva de servir a una completa desconocida y la otra, esperando vivir en
una jaula de oro.
Después de que la señora Graham se retirase, Maggie comenzó a deshacer el equipaje de su nueva
señora, y esta, impresionada, se entretuvo mirando a través de los ventanales.
—Es una casa muy grande. — comentó.
—Sí, señorita.
Maggie seguía sin levantar la vista, mientras estiraba los escasos vestidos —casi todos de un práctico
corte y de algodón— que Anna había llevado consigo.
—Y muy hermosa. Jamás había estado en un lugar igual. Imagino que debe dar mucho trabajo.
—Nos las apañamos bien, señorita.
Sentándose en la cama, Anna comenzó a sacar varios pares de guantes y pañuelos de su maleta.
—Pero es mi trabajo, señorita— protestó la doncella—. No debería estar…
—Está bien, Maggie. No pretendía ofenderte. Solo quería… charlar.
—¿Charlar?
—Charlar. No conozco a nadie aquí.
Comprendiendo a su nueva señora, Maggie asintió y Anna pudo por fin relajarse y sonreír.
—¿Cuándo crees que podré ver al marqués? Imagino que será un hombre muy ocupado. Tal vez
durante la cena…
—¿Espera encontrarse con el marqués esta noche?— Anna asintió—. Pero no podrá ser, señorita. El
señor dio aviso de su llegada, pero no se le espera en Holbrook Park hasta dentro de al menos dos
semanas.
—¿Dos semanas? — Horrorizada, Anna no se dio cuenta de que estaba apretando un guante de
encaje en el puño hasta que Maggie se lo quitó— ¿Quieres decir que no está aquí?
Maggie negó enérgicamente con la cabeza.
—El señor nunca viene por aquí. Los negocios lo mantienen muy ocupado.
—¿Negocios? Y, ¿dónde se supone que se encuentra el marqués? — su tono de voz había subido
varias octavas— ¿En algún lugar de las Tierras Altas?
—Claro que no, señorita. Lord Holbrook está en Calcuta. Él reside allí.
¿La India? ¿Su padre la había dejado en manos de un salvaje? ¿Y qué hacía un marqués en Calcuta?
Entregarse a una vida de perversión y desenfreno, a buen seguro. ¿Cómo había llegado su padre a
relacionarse con un hombre como aquel? Demasiadas preguntas, ninguna respuesta.
Anna sintió que la bilis subía rápidamente por su garganta. El enfado inicial había dejado paso a la
rabia. Su protector era un hombre tan poco educado que ni siquiera se había preocupado por estar
presente para recibirla en su propia casa. ¿Qué se suponía que tenía que hacer ella ahora? ¿Esperar su
regreso pacientemente?
Esperar… Esperar por él. La idea le resultaba tan poco seductora como a buen seguro encontraría al
propio marqués.
III
Descubrir que el marqués ni siquiera se había tomado la molestia de adelantar su regreso aún a
sabiendas de la inminente llegada de Anna a Holbrook Park, no hizo más que incrementar la indignación y
el rechazo que la muchacha sentía ante su nueva situación. Y no es que el marqués estuviera en alguna
villa vecina solucionando algún que otro problema en una de sus muchas tierras, ni tampoco estaba
cumpliendo con sus obligaciones en el Parlamento en Londres. Lord Holbrook se encontraba nada más y
nada menos que en la India, a miles de kilómetros de distancia haciendo Dios sabía qué.
Anna esperaba encontrar en él a un distinguido y aparentemente respetable— aunque repulsivo, por
supuesto— caballero, pero ahora su opinión sobre el lord había cambiado a peor. Buen Dios, el marqués
era lo que se conocía como un viejo verde. ¿Qué otra cosa si no la depravación y el deseo por lo exótico
podría llevar a un miembro de la nobleza hacia tierras orientales? Bueno, para ser justos, Anna bien sabía
que no todos los hombres eran así ni esos los únicos motivos que podrían moverlos hacia lugares tan
remotos.
Su padre, sin ir más lejos, había sido un conocido y respetado comerciante del continente asiático que
se había codeado incluso con los miembros más selectos de La Compañía Británica de las Indias
Orientales. Faris fue uno de los muchos hombres que se decidieron a entablar negocios con los
terratenientes que ocupaban las zonas de Calcuta, Ceilán y China, solo que él se preocupó por mejorar la
ruta marítima que comunicaba ambos continentes, creando una fructífera línea de comercio entre
Inglaterra y Asia.
Anna recordaba vagamente los regresos de su padre tras pasar meses en tierras extrañas, pues era
muy niña entonces. Patrick Faris volvía siempre a casa cargado de baúles repletos de vistosas y carísimas
sedas de múltiples y brillantes colores, ricas especias que lo inundaban todo con sus peculiares olores y
sabrosos tés de los que su madre disfrutaba cada tarde; pero sobre todo, el hombre regresaba ansioso por
abrazar a su esposa e hija.
Sin embargo, todo aquello cambió el día que Regina Faris cayó gravemente enferma. Unas altas
fiebres se apoderaron de ella de improviso y acabaron con la, hasta entonces, buena salud que la mujer
siempre había poseído. Al cabo de pocos días de enfermedad, fuertes accesos de tos y delirios febriles, la
señora Faris murió en brazos de su esposo mientras su hija de tan solo cinco años, le sostenía las frías
manos. Aquel día, Anna no solo perdió a su querida madre, sino también a una parte de su padre. A la
muerte de su esposa, Patrick se refugió en su trabajo en tanto que Anna fue criada entre media docena de
tutores, damas de compañía y el personal del servicio. Dos veces al año, Patrick regresaba al hogar y
comprobaba lo poco que quedaba ya de la niña que un día había dejado atrás, además de la escasa
esencia del padre y esposo que había sido él mismo cuando su esposa aún vivía y los tres juntos
formaban una familia.
Ahora Anna comprendía el motivo por el que su padre siempre presentaba un aspecto tan ojeroso y
desaliñado cuando volvía a ella; él, que siempre había sido un hombre elegante, bien parecido y respetable
aunque hubiera carecido de un título; Patrick Faris había encontrado en el alcohol el consuelo que su alma
rota necesitaba. Anna se culpaba a sí misma por no haber sido ella quien llenase el vacío que su padre
sentía.
Pocos meses antes de morir, su padre llamó inesperadamente a la puerta del hogar familiar en la calle
Blandford, pues el hombre comprendía lo poco que le restaba de vida. La botella fue al mismo tiempo su
aliada y enemigo final.
—Querida niña— le había dicho la misma noche de su muerte, antes de que ambos se retiraran a sus
aposentos. Los dedos ásperos de su padre le acariciaban con ternura la mejilla sonrosada por la cercanía
al hogar—. Te pareces tanto a tu madre… Rezo por ti, hija mía.
La vez siguiente que Anna vio a su padre yacía ya sin vida en el centro de su cama, con una
expresión de paz en el rostro.
Tuvo que enjugarse las lágrimas que corrían por sus mejillas con el dorso de la mano, pues pensar en
sus padres y en cuánto los extrañaba la entristecía, e incluso olvidaba donde se encontraba y el motivo de
su estancia allí.
Sentada frente a la mesa de escritorio de su habitación, junto a la ventana, pensó en escribirle a la
hermana de su madre, su tía Isabelle, rogándole que la sacara de allí, pero tan pronto ese pensamiento
cruzó su mente lo desechó con la misma rapidez. Jamás en sus casi veinte años la había conocido, pues
sus abuelos y su propia tía repudiaron a su madre, una señorita de distinguida familia, tras casarse con un
simple comerciante sin título y un oficio que ellos consideraban poro honroso.
No, se dijo, siempre había estado sola y así seguiría siendo, al menos por un tiempo más. Se
enfrentaría al marqués con coraje, esperaría pacientemente su regreso y entonces buscaría un marido para
poder por fin escapar.
Decidida, bajó la enorme escalera con la idea de ocupar su tiempo explorando la casa y tal vez visitar
el pueblo y conocer a sus habitantes. A punto estuvo de tropezar con Wallis y caer al suelo al doblar una
esquina. ¡Por todos los cielos! ¿De dónde salía ese hombre?
—¿Puedo ayudarla, señorita?
—Sí, eh…— recomponiéndose el vestido, Anna levantó la barbilla y miró fijamente al mayordomo—.
Quisiera que me ensillaran un caballo, por favor. Antes pude ver los establos en la parte de atrás de la
casa y me gustaría ir al pueblo, tal vez comprar algunas telas y…
El profundo carraspeo de Wallis la interrumpió. ¿Por qué torcía el gesto? ¿Acaso no podía comprar
tela para hacerse un vestido? Una de sus institutrices la enseñó a coser y por supuesto no pensaba pedirle
dinero al marqués, por el amor de Dios.
—Me temo que eso no será posible, señorita Faris.
—¿No puedo comprar?— preguntó, escandalizada—. ¿Es que el marqués lo ha prohibido? Dispongo
de mi propio dinero, señor.— Respondió dignamente, si bien obvió lo escaso que era
—Por supuesto que sí, puede hacer cuantas compras desee. Pero no puedo permitir que vaya al
pueblo— conmocionada, Anna abrió los ojos desmesuradamente y sus labios se separaron en un gesto de
protesta, pero de su boca no salió sonido alguno—. Son órdenes del marqués.
—¡Órdenes del marqués! — su voz aguda, dos o tres octavas más alta de lo normal, resonó entre las
paredes de la inmensa sala—. Wallis, ¿me está diciendo que no puedo salir?
—Puede salir, señorita. Si me lo permite, yo mismo la acompañaré hasta los establos si lo desea. Pero
las órdenes de lord Holbrook fueron claras: no debe salir de Holbrook Park hasta que el marqués haya
regresado.
—¡No soy su prisionera!— gritó.
—Es una invitada— la corrigió el mayordomo—. Lord Holbrook no se lo perdonaría jamás si a usted
llegara a sucederle algo en su ausencia.
—¿Qué podría sucederme?— y tan pronto como sus labios formularon la pregunta, a su mente
acudió la respuesta—. Cree que quiero huir.
Wallis estiró su cuerpo tanto como pudo. Hubiera sido una pose muy digna de no ser por la anchura
de su estómago, que le hacía curvarse como un arco tensado. El silencio del mayordomo le dio la
respuesta.
—¿Se le ha ocurrido pensar a lord Holbrook que, aunque me desagrada en lo más profundo estar bajo
su tutela, no tengo otro lugar al que ir?
—Deberá esperar a la vuelta del marqués, señorita. Solo cumplimos órdenes, recuérdelo.
—No puede retenerme aquí…
¿Qué más podía pasarle? Cada vez estaba más claro que ni ella quería estar allí ni el marqués la
quería bajo su techo. Ella era una obligación indeseada e incluso le hacía tener que abandonar su
licenciosa vida en la India para ir a encargarse de ella. Entonces, ¿por qué la mantenía recluida?
Analizando sus emociones, Anna descubrió que comenzaba a estar asustada. La idea de huir y labrarse un
futuro por sí misma nunca le había resultado tan atractiva.
Inmersa en sus pensamientos, incluso había olvidado que Wallis estaba allí.
—¿Desea conocer los establos, señorita?
El mayordomo estaba tan ansioso por marcharse como lo estaba ella y no lo culpaba. Era un buen
hombre y tan solo estaba haciendo su trabajo.
—No, Wallis— negando con la cabeza, Anna le dedicó una tímida sonrisa—. Gracias por contármelo.
—No se ofenda, señorita. Holbrook Park es muy grande, puede investigar tanto como desee.
Recuerde que todo el servicio está a su disposición.
—Lo tendré presente. Gracias.
—¿Puedo sugerirle la biblioteca?
Anna sonrió y Wallis, doblando su cuerpo en una perfecta reverencia, se retiró, dejando a Anna con la
sensación de encontrarse más sola que nunca.
Era prisionera de un hombre al que no conocía, del que no sabía ni siquiera su nombre, su edad y
mucho menos su aspecto físico. Su ignorancia sobre él la asustaba, no sabía qué podía esperar de lord
Holbrook ni qué haría con ella cuando al fin se conocieran.
Pues bien, tenía prohibido salir de la propiedad pero nadie podía impedirle que investigara al lord. Y
estaba decidida a desenmascarar al marqués.
IV
Cada nuevo día que pasaba encerrada entre los muros de Holbrook Park se le hacía interminable. A
pesar de lo magnífica que le resultaba la mansión, Anna no podía olvidar el hecho de que estaba
confinada entre sus paredes, bajo la estricta orden del marqués de no salir en su ausencia. Llevaba ya casi
una semana en aquel lugar y ni ella ni los empleados del servicio habían tenido noticias de él. Lo cierto era
que empezaba a dudar de la obligación del lord para con ella y ya no creía que fuese a abandonar su
acomodada vida para regresar y cuidarla. Realmente pensaba que la intención del hombre era la de
mantenerla encerrada de por vida, desentenderse de ella y olvidar que existía.
Aquellos pensamientos se apoderaban de su mente al caer la noche, cuando acostada en la enorme
cama, la soledad acudía a ella. ¿Tan terrible era? ¿Tanto como para que ni siquiera un hombre al que no
conocía se dignara a ir a verla? Era más que una ofensa para ella, era… Una herida más abierta que
guardar en el corazón. Ella siempre había creído que una vida en soledad, únicamente acompañada de
empleados, era su destino, y seguía creyéndolo. Anna Faris viviría su vida, solitaria y triste, a pesar de
que esta amenazase con acabar consumiéndola.
A pesar de que intentaba negárselo a sí misma, lo cierto era que desde la muerte de su padre había
tomado verdadera conciencia de que estaba sola en el mundo, y eso la asustaba.
Ojalá el marqués fuera diferente a como ella imaginaba, ojalá estuviera equivocada y se tratase de un
hombre bueno y amable que la quisiese como a una hija y pudieran profesarse un mutuo cariño; pero lo
cierto era que no había podido averiguar nada acerca del lord. Cada vez que se acercaba a preguntar a los
sirvientes, estos se cerraban en banda y se negaban a contestar sus insistentes preguntas alegando lo
reservado que era su señor. Por Dios, ni siquiera había conseguido saber su nombre en todos esos días,
únicamente conocía su título. Aquel hombre debía pagarles muy bien, pensó Anna.
Cuando deambulaba por la mansión, entre los numerosos cuadros que albergaba la galería de arte,
solo conseguía ver caras y más caras. Caballeros vestidos con elegantes ropas de épocas pasadas,
refinadas damas con exquisitos vestidos y de mirada perdida en el horizonte. Pero había tantos retratos
que Anna no conseguía averiguar en cuál de ellos aparecía el actual marqués de Holbrook.
A pesar de todo, no podía negar la belleza de todas aquellas pinturas. Su cuadro favorito era aquel en
el que aparecía una familia completa formada por cinco miembros. En él, el matrimonio estaba situado de
pie tras un pequeño sofá en el que se sentaban sus hijos. La mujer era de una belleza resplandeciente, con
los cabellos castaños y los ojos de un verde profundo y brillante. Colocaba una mano sobre el brazo de su
esposo, un caballero más bien alto, mirada firme y pelo oscuro clareado en las sienes. Parecía un hombre
duro a simple vista, pero Anna percibió el orgullo que el hombre debía sentir por su familia. Sentados en
el sofá había tres niños: a la izquierda, un apuesto muchacho de no más de diez años. Su porte era regio
aun estando sentado, propio de un joven heredero, y tenía una espesa mata de pelo castaño. A su
derecha, una pequeña niña de alrededor tres años, sonriente y abrazada a una muñeca, con el pelo marrón
recogida en dos trenzas. Sobre la rechoncha pierna descansaba la mano de su otro hermano. Un niño de
profundos ojos verdes como los de su madre y un abundante pelo oscuro, casi negro. El hermano
mediano, pensó Anna sin perder la sonrisa. La familia era la viva imagen de la felicidad, algo que ella
hacía tiempo que no sentía, pero…
¡Pero ni una sola pista del marqués de Holbrook!
~
Anna suspiró, frustrada, mientras Maggie le recogía la dorada cabellera en un moño trenzado a la
altura de la coronilla durante la decimotercera mañana que pasaba en Holbrook Park.
—¿Ha llegado ya aviso del marqués?— preguntó, esperanzada.
—Aún no, señorita. Pero no debe tardar mucho más— trenzando con asombrosa facilidad varios
mechones de pelo, Maggie sujetó el resto del cabello en un elegante rodete—. Si he de serle sincera,
señorita, yo misma también siento cierta curiosidad.
Girándose completamente para mirarla, Anna se ganó la protesta de su joven doncella.
—¡Aún no había terminado!
—Olvídate de mi peinado, Maggie. ¿Acabas de decir que tú también sientes curiosidad? ¿Por lord
Holbrook?— ante su incredulidad, la muchacha asintió— ¿Quieres decir que no conoces al marqués?
—No, señorita. Nunca lo he visto— confirmó—. La señora Graham me contrató cuando supieran
que usted vendría a Holbrook.
Desilusionada, Anna volvió a acomodarse en su asiento, permitiendo que Maggie acabase de peinarla.
—Pues esperaba que tú pudieras ayudarme. No conozco nada sobre él y me gustaría informarme un
poco antes de su regreso. — confesó, malhumorada.
—Bueno, sé que se llama Oliver y según dicen, aún permanece soltero.
—¿Soltero?
—Soltero, señorita. No haga ese mohín o le saldrán arrugas.
Anna quiso continuar conversando con su doncella, a pesar de que ya había finalizado su tarea, pero
la llegada de la señora Graham frustró sus planes.
—Tiene una visita, señorita Faris.
—¿Una visita?— Anna se puso en pie como impulsada por un resorte— ¿Quién?
~
Anna trató de contener la emoción que sentía ante la perspectiva de recibir una inesperada visita, pero
sus intentos se vieron frustrados y no pudo evitar bajar la escalera a toda prisa, bajo la acusadora mirada
del ama de llaves.
—En el salón dorado, señorita. — informó la resignada voz de la señora Graham.
Sentada en el sofá tapizado en ocre de estilo Luis XVI se encontraba una joven pelirroja a la que
Anna jamás había visto.
—Señorita Faris, la señorita Aldrich. Les traeré un poco de té enseguida, señorita.
La puerta se cerró tras la señora Graham y Anna contempló a la joven que tenía delante con evidente
curiosidad. La muchacha se puso en pie y le dedicó a Anna una amable y sincera sonrisa. Sus rasgos eran
delicados aunque su rostro era de grandes facciones, acorde con su estatura. Se trataba de una mujer muy
alta.
—Siento haberme presentado sin avisar, señorita Faris— comenzó la muchacha—. Me llamo Faith
Aldrich, vivo en la casa de al lado.
¡La casa de al lado! Así que tenía vecinos. Pero Anna no había visto ninguna casa al llegar a
Holbrook. Sin duda la mansión vecina debía estar a varios kilómetros de distancia.
—Es un placer conocerte, Faith— tomando a la joven por sorpresa, Anna le estrechó la mano. La
expresión desconcertada de la señorita Aldrich le hizo pensar que tal vez esa costumbre suya no estuviera
tan bien vista como ella pensaba—. Y por favor, llámame Anna. ¡Estoy encantada de que estés aquí!
Señalando el sofá, Anna la invitó a tomar asiento y ella hizo lo propio en el sillón contiguo. La señora
Graham regresó al instante cargando una bandeja de plata con el té y unos dulces; después se retiró
discretamente.
—Dime, Faith, ¿sabías que me encontraba aquí?
—Bueno, sí— tomando la taza que Anna le ofrecía, le dedicó una sonrisa de agradecimiento—. Las
noticias vuelan y todo Hertfordshire sabe ya de su llegada. ¿Encuentra agradable Holbrook, señorita
Faris?
—Anna, por favor— insistió con una sonrisa—. Esta casa es tan grande que me he perdido más de
una vez, ¿puedes creerlo? Es un lugar muy hermoso, pero reconozco que muy solitario.
—Entonces el marqués aún no ha llegado— como respuesta, Anna negó con la cabeza al tiempo que
daba un sorbo de té—. Debes estar deseando conocerle.
—En parte. Reconozco que me parece intrigante su figura.
—Lo es— convino Faith—. Rara vez se deja ver por Holbrook. Mi madre siempre dice que debe
haberse convertido en un salvaje—. Alarmada, Anna abrió mucho los ojos y Faith se dio cuenta de sus
desafortunadas palabras—. Pero estoy segura de que exagera.
—Esperemos que así sea— suspiró—. Entonces, Faith, ¿estás aquí porque te despierto curiosidad?
Las mejillas de la señorita Aldrich se tiñeron rápidamente de rojo, de un tono tan intenso que hacía
juego con su cabello.
—Señorita Faris, yo… No pretendía ser indiscreta. Mi madre me lo advirtió y se enfadó mucho
cuando supo que me dirigía hacia aquí sin una invitación. Pero… En fin— suspiró, avergonzada—, pensé
que si yo me encontrara en un lugar extraño me gustaría que alguien me diera la bienvenida.
Emocionada, Anna dejó su taza sobre la mesita que había frente a ellas y tomó las manos de Faith
entre las suyas.
—El gesto te honra, Faith. No me había dado cuenta de cuánto lo necesitaba.
—Bienvenida a Holbrook Park, Anna.
Faith le palmeó las manos y ambas muchachas estallaron en risas. Entonces Anna lo supo. Supo que
serían buenas amigas.
~
Los días en Holbrook eran mucho más agradables desde que comenzara a recibir las visitas de Faith.
La señorita Aldrich fue un soplo de aire fresco a sus días tristes e incluso le permitía olvidarse de su
confinamiento forzado.
Casi cada tarde —siempre y cuando Faith tuviera el consentimiento de su madre— la joven Aldrich se
reunía con su nueva amiga tras los muros de Holbrook, y juntas compartían risas y los pesares que ambas
soportaban. De ese modo, Anna descubrió que Faith era la quinta hija de un vizconde, la única de aún
permanecía soltera, y que todos los nombres de las hijas del matrimonio comenzaban por la misma letra.
—Frances, Felicia, Florence, Fiona y Faith— enumeró los nombres uno a uno con una sonrisa—. Mi
hermana mayor, Frances, tiene ya dos hijos varones. Intenta adivinar cuáles son sus nombres.
—¡No puede ser!— rio Anna al tiempo que negaba con la cabeza.
—Oh, sí, ya lo creo que sí— confirmó—. Mis sobrinos son Frederick y Franklin.
Ambas muchachas prorrumpieron en carcajadas que llenaron toda la estancia. Sin duda la letra f debía
de tratarse de una tradición familiar para los Aldrich.
—Pues creo que deberías ir pensando los nombres para tus futuros hijos antes de que tus hermanas
terminen con todos los que merezcan la pena con esa letra, Faith. No te quedan muchos.
—Oh, no es necesario. Yo nunca me casaré.
—¿Qué? ¿Por qué dices eso? En las próximas semanas, cuando al fin sea presentada en sociedad, las
dos encontraremos un marido. Estoy segura.
—Pronto cumpliré veinticuatro años, Anna— y con una sonrisa, añadió—. Mi destino no es el de ser
una esposa.
—Faith, no eres una solterona— le contradijo Anna, inflando los carrillos—. Y posees muchos
encantos; estoy segura de que habrá toda una hilera de caballeros tras tu puerta esperando su turno.
—Olvidas que soy la última hija y que todas mis hermanas han hecho buenos matrimonios. Yo he de
quedarme aquí, con mis padres.
La serenidad con la que Faith afirmaba tan seriamente que jamás se casaría, sin perder la sonrisa,
entristecía a Anna al mismo tiempo que la hacía enfurecer. Parecía estar tan segura de eso que ya había
asumido su destino, aunque al mirar a los ojos a su amiga Anna descubriera el reflejo de la pena. No
debería seguir insistiendo pues, al menos por el momento. De modo que cambió de tema.
—¿Qué te parece si damos un paseo hacia los establos e intentamos que nos ensillen un par de
caballos? No puedo salir de Holbrook pero seguro que se me permitirá recorrer sus tierras durante…
¿Faith? ¿Te encuentras bien?
El rostro de su amiga había perdido todo rastro de color. Estaba lívida y sus ojos verdes se habían
abierto en demasía.
—No te preocupes— consiguió decir la muchacha después de humedecerse los labios—. Es solo que
preferiría que nos quedásemos aquí. No… no me gustan mucho los ca… caballos, ¿sabes? Me asustan.
—Comprendo— colocando una mano sobre las que Faith tenía en su regazo, le sonrió—. No tienes
por qué disculparte.
Antes de que pudieran seguir conversando, Wallis entró en la sala con su regio porte.
—El señor Davies está aquí, señorita.
—¿El señor Davies?— contrariada, la mirada de Anna pasó del de repente ruborizado rostro de Faith
al del inexpresivo mayordomo—. ¿Y quién es Davies, si se puede saber?
Un apuesto y joven caballero hizo su entrada en el saloncito después de que el mayordomo se retirase
y le dejara paso. Su tez estaba oscurecida por el sol y su cabello rubio y cortado a la moda, de brillantes
destellos dorados, no hacía más que evidenciar ese contraste. Su belleza era tan evidente que incluso
Anna se impresionó cuando lo vio aparecer.
—Simon Davies, señorita Faris— se presentó él mismo. Tomó la mano de Anna, que permanecía
inmóvil en su asiento, y se la llevó a los labios al tiempo que hacía una reverencia. Luego, sus ojos azules
se posaron en Faith e inclinó la cabeza a modo de saludo—. Señorita Aldrich.
—Señor Davies.
—¿Puedo preguntar qué le trae por Holbrook Park, señor Davies? — quiso saber Anna.
—Discúlpeme, señorita Faris. Como ya sabrá, el marqués se encuentra en estos momentos viajando
hacia Inglaterra. Como colaborador y socio suyo, he de encargarme de que todos sus asuntos estén en
orden a su llegada.
—Sus asuntos… ¿Se refiere a mí, señor Davies?
—Entre otras cosas, señorita. Confío en que se encuentre cómoda aquí en Hertfordshire.
—No podría estar mejor— contestó Anna con idéntica indiferencia a la expresada por el hombre.
—Al marqués le complacerá saberlo. Ahora, si me disculpan, he de atender otros… asuntos. Un
placer, señorita Faris. Señorita Aldrich…
Y haciendo una reverencia a ambas mujeres, se marchó tal y como había llegado.
—¡Qué hombre tan insufrible!— exclamó Anna—. Ni siquiera se ha molestado en disimular que ha
venido aquí para controlarme. Estoy segura de que el marqués le paga una buena suma por espiarme.
—El señor Davies no es un espía— dijo Faith, aún sonrojada—. Lleva años trabajando con lord
Holbrook y a veces viene hacia aquí para tratar los negocios del marqués.
—Parece que le conoces muy bien.
—¡No! Quiero decir, por supuesto que no. Solo sé lo que todo el mundo en Hertfordshire.
—Pues todo el mundo conoce al marqués mejor que yo. ¡Es desesperante!
—Ya has oído al señor Davies, Anna. El marqués está a punto de llegar.
—¡Que el cielo nos asista!
V
Sintiéndose a resguardo tras el enorme ventanal del estudio en su residencia de Londres, Oliver Grant,
sexto marqués de Holbrook, contemplaba el trasiego de carruajes y el ir y venir de elegantes damas en
compañía de regios caballeros con sus correspondientes carabinas caminando por la calle del selecto
barrio de Mayfair en el que se encontraban.
Apenas hacía unas horas que su barco había atracado en el puerto de Londres y, a pesar de lo tedioso
y terriblemente largo que había resultado el viaje desde Madrás hacia Inglaterra, el marqués era incapaz
de conciliar el sueño. Ni siquiera había visitado el piso superior de la residencia, aunque imaginaba que
todo seguiría tal y como lo dejó la última vez que estuvo allí. Estaba de vuelta en Londres y había puesto
sus cinco sentidos en alerta. Hacía ya más de diez años desde que pisara suelo inglés por última vez y
ahora se sentía como un forastero en tierra extraña.
Durante todos esos años había aprendido a vivir entre las gentes de la India, impregnándose de ellos,
de su esencia, moviéndose entre Bombay y Calcuta y luego hasta Ceilán, maravillándose con sus vivos
colores. En aquel lugar un hombre comprendía verdaderamente el valor de la vida incluso aunque se
encontrase inmerso en la más absoluta miseria. Y ahora que había regresado a casa— si es que podía
considerar a Inglaterra su hogar— tomaba verdadera conciencia de las grandes diferencias que existían
entre ambos países. En Calcuta, él se mezclaba con personas de todo tipo de raza y condición: desde
antiguos terratenientes ingleses pertenecientes a La Compañía Británica de Las Indias Orientales hasta
gurús hindúes que le hacían replantearse su existencia.
Pero en Inglaterra todo era muy distinto. Al atracar su barco con las primeras luces del alba, lo único
que Oliver había percibido en los viejos muelles era la miseria y depravación que allí había; rameras de
aspecto cansado, enfermas algunas, en busca de marineros, vendedores de pescado con un olor
nauseabundo, niños hambrientos mendigando en las calles… Pero a medida que el carruaje que lo
conducía hacia Grant House recorría las calles de Londres, esa pobreza que había visto en un principio
desaparecía poco a poco. La mendicidad convertida en riqueza, pensó Oliver con ironía. Aquí, en su lugar
de origen, los pobres no tenían cabida en el mundo y sus iguales, los otros nobles de la sociedad, se
permitían el lujo de llamar salvajes a los habitantes de las colonias.
Después de la última vez que pisó Londres, Oliver se había jurado no volver jamás, pues nada ni
nadie, ni siquiera el título, lo ataba a aquel lugar. Y de no haber sido por la promesa que le había hecho al
viejo Faris tiempo atrás, así hubiera sido. Ningún hombre se hubiera embarcado en una travesía de más
de un mes de duración y ciertamente peligrosa de no ser porque tuviera un buen motivo para ello. Pero
Oliver Grant era, ante todo, un hombre de palabra.
De modo que allí estaba él, cual caballero de brillante armadura acudiendo al rescate de la dama en
apuros. Solo que la dama en cuestión no era más que una jovencita huérfana por cuyo bienestar y futuro
él debía velar. Al cabo de unos días podría al fin conocerla, le aseguraría una buena dote y cuantos
requisitos ella considerase oportunos y después se marcharía nuevamente para no regresar jamás. La
muchacha no se opondría a ello, por supuesto. Ambos vivirían su vida sin que la presencia del otro les
resultase incómodamente impuesta.
Solo era cuestión de unos días, se dijo, y así tendría también ocasión de supervisar a sus arrendatarios
en Hertfordshire, puesto que desde que dejara Inglaterra había sido su socio quien se encargara de ellos.
Una cosa era segura: Oliver Grant había resultado ser un pésimo marqués de Holbrook. Con suerte él
sería el último, pues no tenía la más mínima intención de continuar la estirpe de nobles que inundaban su
país.
La llegada de Simon Davies interrumpió el fluir de sus pensamientos y le trajo de nuevo de vuelta al
presente. Había conocido a Simon justo antes de embarcarse hacia Bombay diez años atrás y desde
entonces, el joven se había convertido en un buen amigo y en un socio indispensable para Oliver.
Acostumbrado a verlo en la India vestido con ropas claras y holgadas debido a las cálidas
temperaturas, Oliver se sonrió al contemplar a su socio luciendo un carísimo traje inglés sobre su esbelto
cuerpo.
—Estás hecho todo un lord inglés, Simon.
Dejando el sombrero sobre la mesa de escritorio que se encontraba entre ambos hombres, Davies
sonrió a su amigo y los dos tomaron asiento, uno frente al otro.
—No puedo decir lo mismo de ti, Holbrook. Estás fatal.
Ante la sinceridad de Simon, el marqués no pudo más que soltar una grave carcajada. Lo cierto era
que desde que bajara del barco esa mañana no se había preocupado en lo más mínimo por su aspecto.
Vestía de manera informal, con unos cómodos pantalones que se pegaban a sus largas piernas y una
camisa de color blanco cuyos faldones colgaban fuera de la otra prenda.
—¿Qué me traes esta vez, muchacho?
Cruzando una de sus largas piernas sobre la rodilla opuesta, Simon se acomodó en su asiento y
comenzó su explicación.
—Te complacerá saber que tienes unos buenos y fieles trabajadores en Hertfordshire que empiezan a
creer que su señor es un fantasma.
—No les culpo por ello. Pero tienes razón, me complace mucho saberlo. ¿Qué hay de Norfolk?
—Necesita mejoras, Holbrook. El algodón empieza a dificultar la respiración de los trabajadores.
El marqués se llevó el dedo índice a los labios y asintió una única vez, con el semblante serio.
—Partiré hacia allí a primera hora. ¿Qué más?
—Siguen preguntándome si asumirás tus funciones como Lord en el Parlamento ahora que has
regresado.
—No será por mucho tiempo, y tengo asuntos más urgentes de los que ocuparme— mirando
fijamente a los ojos azules de Simon, finalmente preguntó—. ¿La has visto?
Y ahí estaba la sonrisa del muchacho. Simon sabía que el marqués le había hecho llamar con tanta
urgencia no para hablar de sus negocios, sino para hablar de ella.
—Sí, la he visto.
—Y…
—¿Qué esperas que te diga? Desde luego, la muchacha está furiosa contigo por haberla encerrado
durante estas semanas.
—Tengo mis motivos.— replicó el marqués.
—Y ella los desconoce.
—No tengo por qué darte explicaciones, Davies, ni pienso hacerlo. Lo único que quiero saber de una
maldita vez es qué impresión te ha causado esa cría.
—Puedes calificarla de muchas maneras, Holbrook— dijo Simon, al tiempo que arqueaba una ceja—
pero creo que la señorita Anna Faris puede ser muchas otras cosas salvo una cría.
—¡Es la hija de Patrick, por el amor de Dios! Conociste a ese hombre y sabes tan bien como yo lo
mucho que quería ese viejo a su hija a pesar de que apenas la veía— resopló—. ¿Debo esperar
encontrarme con una joven insoportablemente consentida?
—Lo que creo es que jamás en toda tu vida te has enfrentado a una criatura como ella.
—¿Qué quieres decir? ¿Acaso es una amenaza? — rio el marqués—. ¿Qué debo protegerme de ella?
—Si fuera tú, no la subestimaría, Holbrook.
—Bien, entonces. Pongamos rumbo a Holbrook Park y descubramos quién es por fin la señorita
Faris.
~
Ese mismo día, al caer la tarde, Anna recibió un telegrama a su nombre. Wallis casi había tropezado
con la enorme alfombra de Aubusson que protegía el suelo de la biblioteca, donde ella se encontraba
inmersa en un libro. A juzgar por las prisas del mayordomo, debía de ser muy urgente.
—Gracias, Wallis. Y cuidado al salir.
El mayordomo asintió con la cabeza y gruñó para mí mismo al salir de la sala. Anna no pudo evitar
que se le escapara una risita. ¿Quién podría escribirle a ella con tanta urgencia? ¿El señor Lowell, tal vez?
Rasgó el papel y la respuesta la dejó asombrada:
Mi querida señorita Faris. Ruego disculpe mi retraso. Muy pronto al fin nos encontraremos. Lo
estoy deseando.
Oliver Grant. Marqués de Holbrook.
¡El muy canalla al fin se había dignado a ponerse en contacto con ella! Eso quería decir que había
llegado a Inglaterra y que muy pronto se verían las caras. Muy bien, Oliver Grant, pensó Anna. Ella
también sabía jugar con sus mismas reglas, estaba segura de ello.
Volvió a leer las escuetas frases que el marqués le había enviado. Así que estaba deseando
conocerla…
—Y yo, marqués. No sabes cuánto.
VI
Dos días; habían pasado ya dos eternos días desde la noche que recibiera aquel telegrama enviado por
el marqués y, sin embargo, no había vuelto a tener noticias suyas. Con su parco mensaje, Anna pensó que
la llegada del lord era inminente pero al parecer el hombre tenía otros planes que no la incluían a ella.
Aquello era indignante, una ofensa para su orgullo herido, pues hacía ya más de un mes desde el
fallecimiento de su padre y dos semanas desde que puso un pie en Holbrook Park. ¿Cuánto podía tardar
una persona en viajar desde Calcuta hasta Inglaterra? A juzgar por el documento que le leyó el señor
Lowell al morir su padre, el marqués había sido avisado con antelación de la enfermedad mortal que
padecía Patrick Faris. Así pues, se le había dado tiempo más que de sobra para que preparara el viaje,
pero el señor marqués se lo había tomado con bastante calma.
Lo que más la exasperaba era que la hacía esperar a posta. El mensaje que le enviara era la prueba de
que se encontraba en Inglaterra, pero en lugar de acudir a Hertfordshire directamente y ocuparse de ella,
ese odioso hombre había preferido postergar el momento en favor de otros asuntos que, sin duda,
encontraba mucho más interesantes.
¡Cómo lo odiaba! El marqués de Holbrook, aún sin conocerlo, despertaba en Anna profundos
sentimientos que ella ni siquiera imaginaba que podía experimentar. Era un hombre insufrible y esperaba
al menos no tener que mezclarse en demasía con él.
Anna pasaba los días en constante tensión, alerta incluso, pues en cualquier momento podía
producirse la llegada del marqués. Incluso en sueños se le aparecía la figura de un hombre orondo y feo
aunque sin un rostro definido, que se presentaba ante ella como su nuevo protector. Al despertar, lo hacía
agitaba y cubierta de un sudor frío que le hacía muy difícil volver a conciliar el sueño. Intentaba no
pensar en ello, pero temía el momento en el que finalmente se vieran las caras.
Había barajado todas las posibilidades con las que podría encontrarse; la primera— y sin duda la más
probable— era que sus sospechas hacia él fueran confirmadas y el marqués resultase ser un hombre
horrible. También cabía la posibilidad de que ambos se trataran tan poco que fuera mucho más fácil la
convivencia sin tener que soportar la mutua compañía. Aunque también tenía que admitir que… No,
imposible. El marqués jamás sería el príncipe de cuento que finalmente la rescatara de sus problemas,
pues él era el principal.
Y ni siquiera había tenido ocasión de contarle a Faith las últimas noticias, pues la muchacha estaba
pasando unos días en Londres visitando a una de sus hermanas. Si ella estuviera allí, tal vez Anna lograra
deshacerse de esa sensación de desasosiego y nerviosismo que se había apoderado de ella.
Intentaba ocupar su tiempo realizando algunas tareas con el fin de evitar que su mente trazara
hipótesis que ni siquiera sabía si se cumplirían. Así pues, se acercaba a las cocinas y ayudaba con
pequeñas tareas, vagaba por los jardines y aprendía el nombre de cada flor que embellecía Holbrook Park
o simplemente pasaba horas y horas inmersa entre libros en la biblioteca. Allí había encontrado algunos
ejemplares de libros que hablaban de las tierras de Oriente, muchos de ellos centrados en los exóticos
parajes de la India. Aquellos libros le recordaban a su padre, y por alguna razón se sentía más cerca de él
conforme sus conocimientos sobre el territorio aumentaban. Incluso tal vez así llegase a comprender
mejor al marqués.
La tercera mañana que discurría tras la llegada del telegrama, Anna decidió que era tarea inútil
preocuparse por algo que no sabía cuándo sucedería, de modo que tomó su ejemplar de Flora y Fauna
en Ceilán con la firme intención de sentarse en el cenador que había descubierto el día anterior en la zona
este de los jardines y disfrutar de unas horas de lectura.
Tan acostumbrada estaba a deambular en soledad por la mansión que no prestó atención al caballero
que estaba apostado junto a la gran escalera y chocó contra la dura pared de granito que era el pecho del
hombre.
Ni siquiera el ruido del libro al caer pudo apartar la atención de Anna del desconocido que tenía frente
a ella. Solo cuando el hombre se arrodilló a sus pies para devolverle el libro caído pudo volver en sí y
recordar que tenía modales.
—Discúlpeme, yo… Estaba distraída, ni siquiera lo vi y…— alzó la vista hacia él, que le estaba
tendiendo el libro. Al cogerlo, sus dedos desnudos y sin guantes rozaron los del hombre. ¿Por qué sentía
que se estaba ruborizando?—. Lo siento.
La respuesta al motivo por el que sus mejillas se habían teñido de rojo fue tan clara como lo eran los
ojos verdes del desconocido. A pesar de su corta vida y escasa experiencia, Anna tenía que reconocer que
era el hombre más apuesto que nunca había conocido. Era alto, al menos tres cabezas por encima de ella,
de tez morena y pelo oscuro ligeramente despeinado; una sombra de barba oscura cubría su angulosa
mandíbula y su atuendo, vestido con un pantalón y una chaqueta de elegante pero práctico tejido de paño
junto con una camisa blanca de cuello almidonado y sin corbata, le indicó a Anna que no se trataba de un
nuevo miembro del servicio.
Cuando el caballero por fin habló, su voz ronca, profundamente masculina, casi hizo que Anna
volviera a perder el habla.
—No tiene por qué disculparse, señorita…
—Faris— se presentó ella, al tiempo que, de manera instintiva, se pasaba una mano por los rizos que
caían sobre su sien—. Señorita Anna Faris.
La sonrisa que le dedicó el hombre podía haber iluminado una habitación en penumbra, estaba segura
de ello.
—Debo decir que es un placer conocerla— tomándola por sorpresa, le sujetó la mano que tenía
desocupada y la alzó hasta rozarle el dorso con los labios, que estaban cálidos—. Soy yo quien debe
disculparse. Me temo que llevo demasiado tiempo sin visitar este lugar y me he abstraído. Espero que no
se haya hecho daño.
—Oh, no. Por supuesto que no— aunque no pudo evitar pensar que de haber sido más fuerte el
impacto, con toda esa masa de músculo habría caído de bruces al suelo—. Ha dicho que lleva demasiado
tiempo sin visitar la mansión. ¿Ya había estado antes en Holbrook Park?
Nuevamente, el caballero volvió a sonreírle. Era verdaderamente apuesto, y joven, tal vez rondando
la treintena. A pesar de la distracción que le suponía el hombre a Anna no le había pasado por alto que
aún no se había presentado.
—Lo conocí muy bien una vez, señorita Faris. Hace unos años, yo pasé mucho tiempo entre estas
paredes. Pero dígame, ¿lo encuentra usted agradable?
Anna alzó las cejas, sorprendida por el cambio tan repentino en la conversación, y una idea cruzó por
su mente.
—Mucho, sin duda— contestó, levantando el mentón y abrazando contra su pecho el libro que
sostenía—. Pero no deja de ser una cárcel para mí.
—¿Una cárcel? ¿Por qué diría eso?— cambiando el peso de su cuerpo de un pie al otro, el hombre se
metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y lanzó a Anna una intensa mirada—. Holbrook Park es
un lugar muy extenso, señorita Faris. Cualquier joven de su edad lo encontraría lleno de atractivos.
Sintiendo que volvía a sí la furia, Anna tensó la mandíbula y respondió con frialdad a la mirada de él.
Azul contra verde en una batalla silenciosa.
—Sin duda los tiene, por supuesto. Pero como ya le he dicho, es una jaula para mí— y resoplando
exasperada, añadió—. Escuche, ya le dejé clara mi postura al señor Davies hace unos días sobre mi
situación. Si le envía el marqués, esta conversación ha terminado. Márchese de aquí y dígale a lord
Holbrook que si tanto desea saber cómo me encuentro, él mismo debe venir aquí y mostrar su interés.
Empiezo a perder la paciencia, señor…
—Lamento oír que se siente así— obviando el intento de Anna por descubrir su identidad, continuó
—. Pero parece que se las está arreglando bastante bien, señorita— dando unos pasos hacia ella, le sonrió
de esa manera que Anna empezó a encontrar petulante y la hizo retroceder—. Dígame, ¿le enseña
también los dientes al servicio o solo se comporta como una fierecilla ante los hombres?
—¿Cómo se atreve?— escandalizada, Anna sintió que volvía a ruborizarse, esta vez de pura rabia—.
Exijo que se marche de aquí de inmediato. No tenga duda de que el marqués sabrá de esto. ¡Márchese
ahora!
—Ya me habían advertido de su carácter— contestó él, aparentemente divertido por su reacción—. Y
debo decir que no me ha defraudado en lo más mínimo.
—¿Disculpe? Exijo saber su nombre, ¡ahora! No pienso permitir que siga riéndose de mí de esta
manera.
La señora Graham eligió ese momento para aparecer en el recibidor, alertados por las voces de Anna.
—¿Se encuentra bien, señorita? He oído…— la rechoncha mujer se detuvo en seco, sorprendida al
reparar en la figura masculina que estaba de pie entre ambas. La mirada de la señora Graham se suavizó
considerablemente al coincidir con los ojos verdes del caballero—. Lord Holbrook… Señor…—
susurrando esas palabras con la voz entrecortada, el ama de llaves consiguió sobreponerse y añadir—.
Bienvenido a casa, milord.
Mientras Oliver Grant, marqués de Holbrook, saludaba al ama de llaves y al resto del personal que
había comenzado a congregarse en el recibidor alertados por su llegada, Anna los contemplaba apenas sin
ver. Aquel hombre era el mismísimo Lord Holbrook. El marqués había regresado al fin y ella no lo había
reconocido. No solo eso, sino que además habían tenido un primer encuentro de lo más desafortunado en
el que ella incluso le había gritado. Al volver a dirigir la mirada hacia el marqués, Anna deseó poder
esconderse bajo las mantas de su cama y no salir de allí.
Escuchó cómo la señora Graham se ofrecía a preparar la habitación principal para que el marqués
pudiera asearse y descansar. Él, por supuesto, aceptó el amable ofrecimiento y cuando Anna ya pensaba
que el hombre la había olvidado y podría escabullirse para no ser encontrada, lord Holbrook se giró sobre
sus talones y le lanzó una mirada de tal intensidad que Anna sintió que sus pies echaban raíces sobre el
frío suelo de mármol.
—Después, señorita Faris.— pronunció con la voz enronquecida.
Y aquello, supo Anna, no solo era una orden o una advertencia. Era también una promesa. Pues bien,
no tenía escapatoria. Debía enfrentarse al marqués como tantas veces había estado imaginando. Solo que
ahora también lo temía.
Pues el marqués no era en absoluto lo que ella había esperado.
VII
Aunque las palabras que el marqués le había dirigido no dejaban lugar a dudas de su determinación a
verla en privado, lo cierto era que Anna no había tenido noticias de él desde que lo viera desaparecer
escaleras arriba precedido por la señora Graham, dispuesto a asearse en sus aposentos. Aquella orden—
no dejaba de serlo aunque hubiera sido formulada con una sola palabra— había hecho estremecer a la
muchacha de pies a cabeza. “Después, señorita Faris”, reproducía en su mente una y otra vez la voz
masculina del marqués; y sin embargo, el después nunca había llegado.
Anna se encontraba sentada a la enorme mesa del comedor principal esperando que la cena fuera
servida. Mientras los criados se movían de un lugar a otro, colocando frente a ella las exquisitas viandas,
Anna no podía evitar lanzar miradas de soslayo a la silla desocupada que presidía la cabecera; el lugar
destinado al marqués, se dijo.
El lord había llegado bien entrada la mañana y después de su tenso primer encuentro ella pensó que lo
más lógico sería reunirse con él cuanto antes, tal y como le había dado a entender, pero no podía haber
estado más equivocada. Se había pasado la tarde esperando ser llamada en presencia del marqués, pero
no había sido así. Es más, ni siquiera se había cruzado con él ni tenido noticias suyas a lo lardo de toda la
tarde. Anna pensó incluso que era probable que el marqués hubiera vuelto a marcharse. ¿Con destino
adónde esta vez?
Fuese como fuese, el malestar de Anna no había hecho más que ir en aumento desde que conociera
finalmente a Oliver Grant. Tanto tiempo esperando su llegada para poder al fin calmarse y aunque esta se
hubiera producido estaba aún más alterada que antes.
Poco le importaba ya que el hombre hubiera resultado ser mucho más distinto a lo que ella había
esperado. Joven, de aspecto fibroso y saludable y tremendamente atractivo, con una mirada felina que
podía hacer pecar a la más santa de las mujeres, lord Holbrook era lo que se consideraba un joven par del
reino y un buen ejemplar al que cazar, sin dudarlo. Ella misma no podía negar que se había sentido
aturdida por su regia presencia, la voz ronca, la sonrisa de dientes blancos y mirada firme y sensualmente
escrutadora que poseía el marqués. Era realmente atractivo, se dijo Anna, pero no podía pensar así.
Sacudió la cabeza de lado a lado, reprendiéndose mentalmente a sí misma por dejarse arrastrar por
una cara bonita en lugar de centrarse en lo que verdaderamente le importaba: su odio hacia él. Sentía que
se estaba riendo de ella, primero haciéndola esperar sola durante días encerrada en su mansión para
después obviarla cuando ambos se encontraban bajo el mismo techo. Apenas podía ya tolerarlo.
Llevándose las manos a sus cálidas y ruborizadas mejillas debido a la rabia que sentía, Anna tomó una
decisión al fin. El marqués la había tomado por una niña, una damita más como el resto, consentida y
mimada a la que tendría que colocar pronto en el mercado matrimonial para así poder deshacerse de ella.
Pues bien, si esas eran sus cartas, Anna estaba dispuesta a jugar. Y si él no tenía la valentía de enfrentarse
a ella, no le quedaría más alternativa que dar el paso y plantarle cara. Cuanto antes mejor, se dijo, pues
estaba deseando que llegara ese momento.
Cuando uno de los sirvientes se acercó a ella para retirar el plato que apenas había tocado, supo que
era el momento de preguntar por el marqués.
—¿Lord Holbrook continúa descansando? Quiero decir, ¿bajará más tarde a cenar?
—El marqués aún no ha regresado, señorita— fue la respuesta del joven muchacho—.Dio orden de
que no se le esperase esta noche.
—¿El marqués ha vuelto a marcharse?— preguntó la voz aguda de una incrédula Anna. El muchacho
asintió sin inmutarse—. Y, ¿adónde esta vez? Si se puede saber.
—Lord Holbrook está visitando a los arrendatarios de la propiedad, señorita. Es un buen patrón.
Dicho lo cual, el joven sirviente se retiró con los platos de la cena, dejándola sola nuevamente. Y
Anna, sin poder contener la furia que sentía, tomó la fría copa de vino entre las manos y la lanzó contra la
pared, haciéndola añicos tal y como estaba su orgullo.
Aquel hombre insufrible que la trataba como a una niña, como un juguete, había vuelto a dejarla sin
una explicación.
Y mientras se recogía las faldas de su sencillo vestido para subir las escaleras camino de su habitación,
se juró a sí misma que convertiría la vida del marqués en un infierno.
~
—¿Por qué no me lo dijiste?
Faith dejó suspendida la taza de té que se estaba llevando a los labios en el mismo momento en que
Anna formuló la pregunta, con un cierto tono de ofensa en la voz.
La noche anterior Faith había regresado de Londres junto a su madre y, al despertar por la mañana,
decidió visitar a Anna en Holbrook Park para contarle todas las novedades. Pero su amiga estaba de un
humor incierto esa mañana, a pesar del precioso día primaveral que las acompañaba.
—¿Decirte qué?
—Oh, vamos Faith— Anna dejó la taza sobre el platito, sobre la mesita de centro situada entre ambas
muchachas, y comenzó a pasearse por el salón con las manos en las caderas en una pose muy poco digna
para una dama—. Me refiero al marqués y a su aspecto.
—Entonces, ¿es cierto que ha regresado? ¿Al fin? Mi padre lo mencionó anoche cuando llegamos,
pero estaba demasiado cansada para prestar atención.
—Sí, es cierto— contestó Anna, expresando malestar en su voz—. Pero estás evitando mi pregunta.
—¿Por qué no te conté que el marqués era joven y atractivo?— Anna alzó las manos y puso los ojos
en blanco, como si fuera un hecho obvio, y Faith encogió ligeramente sus hombros—. No me lo
preguntaste y pensé que ya lo sabías. Además, yo jamás lo he visto. Solo podía dejarme llevar por lo que
saben los demás y eso fue lo que te conté.
—¡Pero he vivido las últimas semanas pensando que era un viejo sapo petulante! — exclamó Anna,
dejándose caer de nuevo de manera poco elegante en el sofá.
—Apuesto a que lo de petulante sí es cierto.
—No te rías, Faith— la reprendió su amiga—. Está siendo todo tan horrible…
—Lo siento. Es que no puedo creer que sea todo tan espantoso como piensas. Dime, ¿qué tal fue
vuestra conversación?
—No quiero hablar de eso. Es más, no quiero hablar de él.
—Anna…
—¡Está bien! Pero no quiero oír ni una risita más. No fue un momento precisamente… educado.
Y Anna procedió a relatar a su amiga su primer— y único— encuentro con el marqués y cómo este la
había obviado desde entonces.
—¿Y por qué no lo has abordado durante el desayuno esta mañana?
—Cuando he bajado al comedor él ya no estaba. Parece que lord Holbrook es un hombre tan
ocupado, tan buen patrón, que ha decidido mantenerme como un fantasma en la mansión.
—Tienes que hablar con él. Necesitas arreglar tu situación. Anna, tu futuro está en sus manos, no lo
olvides.
—¡Lo sé!— suspiró. De pronto comenzaba a sentirse muy triste—. Era más fácil cuando pensaba que
tendría que vérmelas con un anciano. Él… me perturba. — confesó.
—¿Te perturba? ¿Quieres decir que se mostró agresivo contigo?
—No, claro que no— se apresuró a aclarar Anna. Sentía sus mejillas teñirse de rojo nuevamente—.
Pero creo que tu madre tenía razón cuando afirmó que era un salvaje. Ese hombre es un verdadero
granuja.
—Un granuja…— a Faith no se le pasó por alto el rostro ruborizado de su amiga—. Un granuja
atractivo y soltero.
Alzando una ceja rubia y bien formada, Anna la miró perspicaz.
—No es lo que imaginas.
—No he dicho nada— se defendió Faith. La joven Aldrich se alisó las faldas de su vestido rosa de
mañana al ponerse en pie y Anna no pudo evitar pensar con cierta lástima lo desacertado del color para
una muchacha pelirroja y de piel blanca—. Pero deberías hablar con él y si el marqués resulta ser
resbaladizo, entonces tal vez deberías forzar un encuentro.
Acompañando a Faith al recibidor de la mansión, Anna olvidó los estrictos modales que de niña había
aprendido y abrazó con fuerza a su amiga. Su única y mejor amiga.
—Haz que todo esto merezca la pena.— le susurró Faith al oído. Después se marchó.
Su encuentro con Faith le había dado a Anna el ánimo suficiente para continuar. Y cuando el marqués
regresara, ella lo estaría esperando.
VIII
Se sentía cansado y con las ropas empapadas en sudor. Al caer la tarde, después de haber pasado el
día entero trabajando la tierra bajo el sol junto a sus arrendatarios, Oliver se había dado cuenta de cuánto
necesitaba un descanso. Y, por Dios, un buen baño.
Nunca le había asustado el trabajo duro. Hacer algo productivo con sus manos más allá de firmar
documentos y estrechar los delicados dedos de otros nobles era algo que le provocaba una profunda
satisfacción. Para él, el trabajo físico, el resultado de la tarea bien hecha, era algo que no solo gratificante,
sino que además ayudaba a mantener a raya los pensamientos de la confusa mente de un hombre. Y él
debía admitir que los había tenido desde su encuentro con la señorita Faris.
Se había sentido sorprendido tras conocer a la muchacha y aunque Simon ya le había prevenido del
exceso de carácter de ella, nada ni nadie había preparado a Oliver para descubrir lo hermosa que era la
señorita Faris. Hacía ya muchos años que no pisaba Inglaterra y ya estaba acostumbrado a la belleza
racial de las mujeres de la India. A sus treinta y un años, Oliver había encontrado todo tipo de placeres
junto a hermosas mujeres de piel oscura y ojos enigmáticos. Incluso las hijas de los terratenientes ingleses
tenían la tez ligeramente tostada y cubierta de pecas, aun cuando su obsesión era la de mantenerla tan
blanca como les fuera posible. Pero a pesar de todas las exóticas beldades que habían pasado por su vida,
ninguna era comparable a Anna Faris.
Había conocido bien al viejo Patrick Faris y, sin embargo jamás hubiera imaginado que su hija pudiera
ser tan hermosa. Durante la noche anterior, cuando comprendió que le resultaría imposible conciliar el
sueño, había recordado a la difunta esposa de Patrick. La había visto apenas un par de veces en Bombay
cuando él no era más que un crío, pero la belleza de la mujer lo había deslumbrado. Y Anna era igual a su
madre.
Oliver había abandonado sus aposentos al alba y llevaba trabajando con sus hombres desde entonces:
reparando cercas, apuntalando vigas en las modestas viviendas de los trabajadores, colocando piedras en
el muro caído del pozo… Pero ni siquiera el intenso esfuerzo físico realizado durante el día había logrado
que la imagen de la ruborizada señorita Faris desapareciera del todo de sus pensamientos. La tarde
anterior había comprobado por sí mismo el carácter excitable e irascible de la muchacha; la había
provocado, pues percibió cómo a cada palabra que él decía la furia brillaba en los ojos azules de ella.
¡Cuánto lo había disfrutado! Fue él el causante del ardor que nació en sus mejillas, de la respiración
alterada de la muchacha. Oliver estaba convencido de que si la señora Graham no hubiera aparecido,
Anna le habría abofeteado.
Llevaba demasiado tiempo sin comportarse como un noble caballero inglés y no iba a cambiar eso
ahora. Sabía muy bien cuál era su deber, por eso estaba allí, y pensaba cumplir la palabra dada al viejo
Faris. Solo que aunque le hubiera prometido a la muchacha encontrarse con ella la tarde anterior, lo cierto
era que no consiguió reunir fuerzas para enfrentarse a un segundo asalto con ella. Por ese mismo motivo
se había pasado el día evitándola. Maldito fuese por permitir que una muchacha sin experiencia y que se
vestía de manera infantil lo alterase de aquella manera. Debía asegurarse de no pasar largos períodos de
tiempo sin la compañía de una mujer. Esa era la única explicación que se le ocurría para que Anna
despertara su deseo con una sola mirada.
Con un gruñido de desesperación, sacudió el polvo de su camisa y se dirigió a grandes zancadas hacia
la mansión, con la esperanza de que un baño de agua fría se llevara consigo la tensión de su cuerpo; sobre
todo la acumulada en su entrepierna.
~
Estaba cansada de esperar. La paciencia que se había obligado a sentir desde que Faith se hubo
marchado esa mañana se estaba agotando. Llevaba todo el día esperando que el marqués regresase de
dondequiera que estuviera y cuando quedó patente que ni siquiera tenía pensado acompañarla durante el
almuerzo, Anna había estallado.
No iba a continuar siendo una prisionera, y menos ahora que él había vuelto. Faith tenía razón y
debía aclarar su situación cuanto antes, pues no pensaba pudrirse encerrada entre aquellas paredes. Ni
siquiera había cumplido aún los veinte años, lo único que quería era disfrutar de los placeres que la vida
podía ofrecerle, como cualquier otra muchacha de su edad. Pero dudaba que lord Holbrook fuera a
ponérselo fácil. ¿Cómo podía un hombre tan joven y atractivo comportarse de una manera tan cruel? ¿Es
que no sentía la más mínima compasión por ella, que acababa de perder a un ser querido?
Empezaba a pensar que Oliver Grant no tenía corazón.
Pues bien, si pretendía mantenerla como un mero objeto decorativo quería oírselo decir de sus
propios labios. Ya se habían enfrentado una vez y ella no se había amilanado ante su sensual atractivo;
ahora ya prevenida de sus encantos, estaba segura de que por muy terco y maleducado que él se
mostrase, ella podía muy bien hacerle frente. Aunque fuera una mujer carente de dote y título, estaba
dispuesta a tratarle como a un igual.
Al salir de su habitación vio el trasiego de doncellas que acarreaban baldes de agua, de modo que
comprendió que el marqués estaba de vuelta en la mansión. Es ahora o nunca, pensó Anna, y armándose
de valor se dirigió presurosa hacia los aposentos del lord. Pero no contaba con que se encontraría con el
muro infranqueable que le suponía el ayuda de cámara del marqués después de abrirle la puerta.
—¿Puedo ayudarla, señorita?
—Exijo ver al marqués ahora mismo. De inmediato—fue su contundente respuesta.
El ayuda de cámara se irguió tanto que sus hombros casi acariciaban ambos lados del marco de la
puerta, de modo que a Anna le resultaba imposible ver qué estaba sucediendo en el interior.
—Me temo que será imposible, señorita. El marqués no recibe visitas en este momento.
—Creo que no me he expresado bien— lanzándole una acusadora mirada, Anna continuó—. No le
estoy pidiendo que me deje pasar. ¡Exijo verlo! Estoy cansada de esperar por él.
—Señorita Faris, le ruego que espere en la biblioteca. Le transmitiré al marqués su mensaje y después
se reunirá allí con usted.
—¡No quiero esperar más! Le sugiero que se haga a un lado si no quiere que lo aparte yo misma.
—Pero lord Holbrook no se encuentra en condiciones de recibir a nadie…
—Déjala pasar, Roger.
La voz profunda proveniente de la habitación acalló la pugna que Anna mantenía con el ayuda de
cámara. En cierto modo ella lo entendía, pues el pobre hombre solo estaba cumpliendo con su obligación.
Pero el marqués había accedido a verla y Roger, con un gesto de disgusto y reprobación, se hizo a un
lado y la dejó pasar.
Y lo que vio hizo que se ruborizara hasta la misma raíz del pelo, pues el marqués se encontraba a
medio vestir junto a la humeante bañera de cobre. Estaba descalzo y despeinado y llevaba la camisa
blanca manchada de tierra abierta hasta el vientre, mostrando así un pecho duro y bien formado cubierto
de una fina capa de vello oscuro. Sin una sola pizca de exceso de carne.
—¿Cuál es la urgencia, señorita Faris?— dijo el marqués, sin tan siquiera inmutarse por su aspecto—.
¿En qué puedo ayudarla?
Oliver comprobó con agrado que las blancas mejillas de la chica habían vuelto a tomar una tonalidad
escarlata. Tenía el cabello rubio recogido en un moño alto, pero algunos de los mechones le caían sueltos
rozándole el cuello. Sus labios carnosos estaban entreabiertos y su pecho recatadamente cubierto subía y
bajaba debido a la alterada respiración. Sonrió complacido, pues la había dejado sin habla.
A Anna le llevó varios segundos contestar. Sabía que lo más adecuado sería dar media vuelta y
marcharse, pero entonces lo complacería y ella quedaría como una mojigata. No iba a darle ese gusto.
—Quisiera hablar con usted. Es urgente y creo que ya lo hemos aplazado demasiado— frotándose las
manos a la altura del esternón, Anna lo miró directamente a los ojos—. ¿No le parece?
—Como ve, me disponía a tomar un baño en este momento. ¿Tal vez más tarde?— sugirió él,
dedicándole una perfecta sonrisa ladeada.
—Ahora, milord— insistió—. Quisiera recuperar mi libertad ahora que usted ha regresado.
Sin perder la sonrisa, Holbrook tomó asiento a los pies de la enorme cama de madera con dosel que
presidía la estancia.
—Directa al grano— murmuró—. Me gusta. Continúe.
—Estoy segura de que conoce bien cuál es mi situación— Anna intentaba centrarse en lo que tenía
que decirle, pero el continuo ir y venir de los dedos del marqués por sus labios mientras la miraba
fijamente hacía que perdiera la concentración—. Mi padre solo me ha dejado deudas y no dispongo de
ningún título que ofrecer a un marido. Estoy a su merced— confesó, muy a su pesar—. Y eso no me
agrada en absoluto.
—Soy muy consciente de ello, señorita Faris. Y sé muy bien cuál es mi deber para con usted. Le di
mi palabra a su padre y pienso cumplirla. Ya le he asignado una cuantiosa suma de dinero como dote que,
a buen seguro, atraerá a todo un séquito de pretendientes a su puerta; si su carácter no los ahuyenta antes.
—No he sido presentada socialmente aún— decidió pasar por alto el comentario de mal gusto que el
marqués le había dedicado. Era obvio que disfrutaba provocándola.
—Lo tendré en cuenta. Hable con la señora Graham y escríbame una lista de cuántos requisitos crea
conveniente para celebrar un baile.
—¿Un baile? ¿Aquí, en Holbrook Park?
—Señorita Faris, llevo diez años fuera de Inglaterra, y a menos que las mujeres hayan comenzado a
asaltar las camas de los hombres para atraer sus atenciones, creo que es el protocolo a seguir en estos
casos.
¡Pero qué hombre tan horrible! Anna se imaginó con las manos alrededor del cuello del marqués
obstruyéndole la respiración y el placer que sintió la hizo estremecer. Odiaba que tuviera el poder para
alterarla de aquella forma.
—Es usted muy considerado— y le dedicó la sonrisa más artificial que tenía—. No tiene de qué
preocuparse, milord. Si bien es evidente que carezco de los encantos necesarios para atraer a un hombre,
su dinero lo hará por mí. Pienso encontrar un marido tan pronto que ni siquiera notará que he estado
aquí.
El gruñido casi animal que salió de la garganta de Oliver los sorprendió a ambos a la vez. Anna
retrocedió un paso de forma instintiva y el marqués la maldijo en silencio. ¿Escasos encantos? En nombre
del Señor, esa muchacha además de ser terca estaba completamente ciega.
Poniéndose de nuevo en pie, Holbrook caminó hacia el lugar donde estaba situada la bañera.
—Será un placer ayudarla— y procedió a desabotonar por completo la camisa. Ahora toda la longitud
de su torso quedaba al descubierto—. ¿Algo más?
Era el primer hombre que Anna veía con tan poca ropa. Ella, que era una amante del arte, siempre
había pensado que las estatuas masculinas estaban cinceladas siguiendo la exagerada imaginación del
artista, pero al contemplar la desnudez del marqués comprendió que la perfección también existía.
—Sus vecinos tenían razón, milord. ¡Es usted un salvaje!
Y dicho esto, Anna salió de la habitación tal y como había llegado: con grandes zancadas y hecha una
furia. La risa del marqués la acompañó durante todo el camino, al igual que la imagen de su perfecta
desnudez.
Tenía que salir de Holbrook Park cuanto antes o de lo contrario estaría perdida.
IX
Soñar con hombres con el pecho descubierto y piel oscura y sedosa al tacto no era algo a lo que Anna
estuviera acostumbrada, y sin embargo, desde su último— y airado— encuentro con el marqués, una
figura masculina, a medio vestir y sin rostro definido pero con unos intensos ojos verdes, se colaba en su
mente cada noche para perturbarle el sueño. Y sin poder dormir bien Anna no podía pensar. Ella misma
se reprendía por permitir que el marqués la alterase de aquel modo, pues no era más que un hombre
maleducado que disfrutaba provocándola; pero también debía admitir que a una parte de ella le gustaba
aquella situación.
Cada vez que se despertaba de uno de sus sueños sentía un vacío en su interior, una sensación de
abandono, y su mente volaba libre hacia Oliver Grant. Sabía que todo hubiese sido mucho más fácil si el
marqués fuera un anciano, tal y como ella pensó en un principio. Le molestaba admitir que, por muy falto
de modales que estuviera, se sentía atraída por él.
Para su alivio, desde la última vez que se vieran cuando el lord se encontraba medio desnudo frente a
ella, se había establecido una especie de mudo entendimiento entre los dos, algo así como un silencioso
pacto de paz. De modo que al día siguiente recibieron en Holbrook Park la visita de una reputada modista
recién llegada de Londres. Al parecer el marqués había pagado una considerable suma a la mujer a fin de
que el nuevo guardarropa de Anna estuviera listo cuanto antes, además de haber tomado partido
personalmente en la elección de los nuevos vestidos.
—¡Pero yo no puedo llevar eso!— se quejó Anna cuando la señora Florence, la modista, le colocaba
delante una muestra de tela de una brillante seda roja—. He perdido a mi padre recientemente. No puedo
llevar ese color y tampoco ese otro, ni ese y… ¡Oh! No pensará que ese escote es adecuado para mí,
¿verdad?
Armándose de paciencia, la señora Florence le mostró el vestido al que Anna hacía referencia. A decir
verdad, al verlo extendido, resultaba un vestido de tarde muy elegante, de un tono claro y estampado de
hermosas flores rosas. No entendía por qué de pronto se mostraba tan histérica.
—Señorita— le dijo la señora Florence—, si lo que busca es un marido entonces debe olvidarse del
luto. Con su figura, niña, cazará a los hombres como moscas.
—Pero el escote tan pronunciado…— insistió Anna.
—Es la última moda en París y muchas mujeres jóvenes visten así en los grandes salones de Londres.
Tiene una figura preciosa; utilícela. Además, el marqués ha insistido en que todos sus vestidos deben ser
así.
¿Que el marqués había insistido? Anna se llevó una mano al pecho, cubierto hasta el cuello por la
hilera de botones del vestido. Durante toda su vida había llevado ropa como aquella; ¿acaso el marqués la
veía como una niña y se avergonzaba de ella? Habría jurado ver un brillo intenso en sus ojos cuando la
miraba la tarde anterior en sus aposentos. Y no quería vestir como una matrona.
Cuando la señora Florence se marchó, lo hizo con la promesa de enviarle los nuevos vestidos,
miriñaques, zapatos y demás accesorios en el plazo de una semana.
Además de todo eso, el marqués había comenzado a hacer ciertas concesiones. Durante la noche,
después de que Anna tomara la cena en soledad y sin haber tenido noticias de él desde la noche anterior,
se sorprendió al verle entrar en la biblioteca donde ella leía hasta que la venciera el sueño.
—Tengo entendido que la señora Florence ha estado aquí esta mañana.
Verlo acercarse a ella, tan serio y sereno, hizo que Anna contuviera la respiración por unos segundos.
¿Y por qué se le secaba la boca? ¿Es que acaso también iba a robarle la capacidad de hablar además de
los nervios?
Sin levantarse del sillón donde estaba sentada y con el marqués de pie frente a ella, Anna asintió con
la cabeza.
—Estuvimos acordando un nuevo guardarropa— y colocando el libro que sostenía con las manos
sobre su regazo, se inclinó hacia adelante—. Lord Holbrook, siento mucho haberle gritado ayer, yo…
—Silencio— Anna calló cuando el hombre levantó la mano. Parecía estar sufriendo cuando la miraba
a juzgar por cómo apretaba la mandíbula—. Soy yo quien debe disculparse. A veces olvido que no me
encuentro en Calcuta— y sonriéndole, añadió—. Siento haberla escandalizado.
Ahí estaba otra vez esa perfecta sonrisa a la que Anna no pudo evitar corresponder.
—No lo hizo.
Y el pecho del marqués se hinchó tanto al dar una profunda bocanada de aire que Anna se
estremeció.
—Lo que quería decirle, señorita Faris— continuó él, después de aclararse la garganta—, es que he
de partir hacia Norfolk por unos asuntos de negocios.
—Oh…— ¿había desilusión en la voz de la muchacha?, se preguntó Oliver—. ¿Por mucho tiempo?
—Unos días, tres a lo sumo. Mientras tanto, quisiera que organizase su baile para la próxima semana.
—Pero, ¿tan pronto?
—Hable con la señora Graham, ella sabrá qué hacer. Y señorita Faris, quiero que sepa que la he
escuchado y que no es mi intención que se sienta prisionera. Salga al pueblo, visite la propiedad. No soy
su carcelero.
Anna no tuvo tiempo de darle una respuesta, pues se quedó clavada en el sillón viendo cómo el
marqués salía de la habitación después de guiñarle un ojo.
~
—No se puede preparar la presentación de una debutante con tan poco tiempo de antelación— se
quejó Anna a Faith, durante el paseo que las muchachas daban por el jardín de los Aldrich. Era la primera
vez que Anna ponía un pie fuera de Holbrook—. ¿En qué está pensando ese hombre?
—Yo creo que deberías calmarte un poco. Has estado nerviosa desde que pusiste un pie en Holbrook
Park. Creo que ha sido muy galante por su parte que intente complacerte a ti y a tu padre. Un baile
celebrado por el marqués es un gran acontecimiento, Anna. ¿Lo ves? No es tan fiero el león como
aparenta.
—Pues yo creo que sí lo es. Es un hombre peligroso, mira de una manera que… ¡Y ni siquiera tiene
idea de preparar un baile!
—Tú tampoco, por eso estás aquí— le dijo una sonriente Faith—. El marqués y tú empezáis a
entenderos, Anna, y eso es muy bueno. ¿O es que hay algo que no me estás contando?
—Es solo que él me pone nerviosa, eso es todo. ¿Me ayudarás a prepararlo todo? No podría hacer
nada sin tu ayuda.
—¿Para qué están las amigas?
~
La tercera noche después de la partida del marqués, este regresó a Holbrook Park con carácter
renovado y, para sorpresa de Anna, accedió a acompañarla durante la cena en el comedor principal. A
pesar de que ella se moría de ganas por comentar la intensa actividad de los últimos días, el marqués
había disfrutado en silencio de su cena; Anna se preguntaba cómo era él capaz de ignorarla de ese modo
cuando la tenía tan solo a unos metros de distancia. Ella, que se había pasado hora tras hora de los tres
días anteriores escribiendo y enviando invitaciones que eran confirmadas casi al instante— pensaba
premiar al lacayo que había enviado a Londres con las misivas por su eficacia—, eligiendo menús,
contratando músicos… Gastando el dinero del marqués, en definitiva; y él que ni siquiera se tomaba la
molestia de preguntarle.
Acabada la cena de la que ella apenas fue capaz de disfrutar unos cuantos bocados, lord Holbrook la
acompañó hasta el saloncito contiguo y la condujo hasta el sofá situado junto al hogar.
—¿Oporto?— le preguntó él, mientras servía el líquido ambarino en una copa.
—Nunca lo he probado— contestó Anna, pero le agradeció la copa que él le ofrecía—. ¿Es que no va
a preguntarme qué he estado haciendo estos días?
Las comisuras de los labios del marqués se curvaron ligeramente hacia arriba, pues era evidente que
su pregunta le divertía.
—¿Qué ha estado haciendo estos días?
—Gastando su dinero— y tras dar un sorbo a la copa, Anna descubrió que la punzante sensación que
dejaba en su garganta la reconfortaba, de modo que se humedeció los labios con la lengua y volvió a
beber. Al ver su gesto, Oliver se olvidó de respirar—. Y en grandes cantidades a decir verdad— continuó
ella, ajena a la tirantez que sufrían los pantalones del marqués—. ¿De veras es todo esto necesario? Yo
pienso que invitando a algunos nobles de Londres, sus socios, amistades o como quiera considerarlos y
las gentes de Hertfordshire sería suficiente. ¡Pero es que ya han confirmado cientos de ellos! Y yo no
necesito tantos vestidos. Es todo un exceso innecesario.
—Señorita Faris— sin poder ocultar la risa, el marqués se acercó a ella; los ojos verdes vivos y
brillantes mirándola—. Anna… Puede, podemos, permitirnos un baile como este. Por la memoria de su
padre, ¿recuerda?
Anna no podía seguir soportando la mirada del lord. La mención de su padre la emocionaba y a juzgar
por el tono de voz que él había empleado para referirse a su padre fallecido, el hombre mostraba un
profundo respeto por él.
—En ese caso— respondió Anna una vez hubo controlado la emoción— deberá comportarse como
un verdadero tutor y acompañarme en mi primer baile.
—¿Acompañarla? ¿Cómo? ¿Bailando?
—Bueno, es mi debut, lord Holbrook. Y usted es mi protector.
Anna vio el reflejo del pánico en el rostro del marqués y tuvo que morderse los labios para no estallar
en carcajadas. ¡Aquel hombre alto y apuesto no sabía bailar!
—No intentará hacerme creer que no sabe usted bailar, milord.
—Por supuesto que sé bailar— respondió él a la defensiva, mesándose los oscuros cabellos—. Tomé
unas clases cuando era un niño.
—¿Y estos últimos años?
—He pasado toda mi vida en un país lejano, mujer. Allí un hombre no necesita bailar— dio un paso
atrás, alertado por la risita de Anna y por la propia mujer, pues estaba acercándosele—. ¿Qué hace?
—Bailar, milord— contestó, al tiempo que le quitaba la copa de oporto de las manos y la dejaba sobre
la repisa del hogar—. Inténtelo.
—¿Ahora?— Oliver trató de pasar por alto el estremecimiento que sintió cuando Anna le tomó las
manos entre las suyas—. Pero no hay música.
—Entonces imagínesela.
Con las manos temblorosas, Oliver consiguió colocar una de ellas sobre la estrecha cintura femenina
mientras que la otra aferraba la de ella. El corazón le latía desbocado cuando Anna le deslizó la mano
hasta su hombro.
—¿Preparado? — la voz de ella era un susurro y su aliento cálido incidió directamente sobre su
garganta. Oliver, estremecido, asintió.
Comenzaron a deslizarse torpemente por la sala, Anna guiándole en todo momento pues el marqués
tendía a bajar la mirada hacia sus pies. Hubo tropiezos y pisotones, unos cuantos lo siento por parte de él
y otras tantas sonrisas como respuesta de ella, diciéndole en silencio no pasa nada. Pero cuando los ojos
de ambos conectaron, el verde se entendió con el azul y la pareja comenzó a moverse al son de una
perfecta música imaginaria.
Anna vio temor y secretos en los ojos del marqués y también un deseo insatisfecho cada vez que la
miraba. Sentía sus dedos aferrándose a su menudo cuerpo, pegándola más hacia sí. Y por un segundo
pensó que él iba a besarla, pues sus labios se habían entreabierto y su respiración estaba alterada. Anna se
ruborizó al darse cuenta de que deseaba ser besada por el marqués, que lo deseaba a él. Pero cuando
empezaba a prepararse para recibir el impacto de sus labios, él la apartó con un suave empujón de sus
brazos.
—Es tarde— murmuró; su voz masculina, teñida por un matiz ronco a causa del momento de
intimidad que acababan de vivir.
—Yo…
—Márchese a la cama, señorita Faris.
Anna sintió su rechazo como un puñal clavado en el pecho. Y antes de que las lágrimas que pugnaban
por salir de sus ojos fueran derramadas, salió de la habitación dejando tras de sí el vuelo de sus faldas.
Oliver permaneció largo rato contemplando la puerta por la que ella se había marchado,
preguntándose cómo podría pasar un día más al lado de Anna, conviviendo con ella, sin sucumbir a sus
deseos y besarla hasta hacerle perder la cabeza.
X
Mirara hacia donde mirase Anna no veía más que un pelotón de sirvientes moviéndose de un lado a
otro por la mansión ultimando los preparativos del baile de su debut social que tendría lugar esa misma
noche.
Antes de que los primeros rayos de sol aparecieran, Holbrook Park había abierto sus puertas para
recibir centenares de flores frescas que adornarían el recibidor, así como el salón de baile; también los
músicos comenzaron a llegar y los nuevos sirvientes que ayudarían durante la velada, seguidos de carros
repletos de comida que había que preparar. Se podía decir que la mansión del marqués nunca había visto
tanta actividad como aquel día. Y todo ello casi acaba con los nervios de Anna.
Apenas había pegado ojo la noche anterior, pues el constante recuerdo de los días pasados cuando el
marqués casi la besa, unido a la excitación previa a su presentación en sociedad, le habían hecho
imposible conciliar el sueño. Aquella noche volvería a bailar con él, a estar entre sus brazos, y en esta
ocasión esperaba poder contener sus sentimientos. Cada vez que cerraba los ojos se veía a sí misma
suplicándole en silencio que la besara. ¡Qué ridícula había sido! Pero al contrario de lo que había
pensado, el marqués no había hecho mención alguna de lo sucedido a la mañana siguiente durante el
desayuno. La grieta que se había abierto durante los últimos días en su esquivo comportamiento parecía
haber cerrado nuevamente, y lord Holbrook volvía a ser el hombre frío que la evitaba día tras día y
apenas se dirigía a ella empleando más que monosílabos.
Aunque esa misma mañana parecía haber hecho una excepción y, tras tomar junto a ella un café con
un poco de jamón y pan tostado, le había dedicado una sonrisa al mismo tiempo que le deseaba suerte
con todas las tareas por hacer. Anna descubrió con fastidio que a él le divertía verla tan agitada,
moviéndose de un lugar a otro como un polvorín. Había tanto, tantísimo, por hacer que ni siquiera sabía
por dónde empezar. Sentía deseos de sentarse en el suelo y ocultarse de la vista de todos como si fuera
una niña, y esperar a volver a la realidad hasta que todo estuviese listo.
—Tiene una visita, señorita Faris.
Anna se llevó una mano al pecho, sintiendo los acelerados latidos de su corazón, pues el silencioso
mayordomo jamás se hacía notar hasta que entregaba su mensaje.
—¿Una visita? Si se trata de la señorita Aldrich, por favor Wallis, condúcela al salón de baile. Hay
mucho por hacer allí.
—No es la señorita Aldrich, señorita. El señor FitzJames la espera en el salón dorado.
La mención de aquel apellido trajo a Anna recuerdos del pasado. Regina FitzJames fue su madre,
¿podría ser que algún familiar la hubiese encontrado?
—Lléveme con él, Wallis.
Al entrar en el saloncito, Anna no reconoció al caballero que tenía frente a sí. Era joven, algo más que
el marqués; su porte era recto y llevaba una chaqueta que tal vez le iba algo estrecha por los hombros.
Tenía el cabello oscuro y ondulado, quizá un poco demasiado largo y un rostro hermoso pero que a Anna
no le resultó en absoluto familiar hasta que lo miró a los ojos; eran los mismos que los de su madre.
—Mi querida señorita Faris— el caballero caminó hacia ella y le sujetó las manos en un efusivo gesto
que la sorprendió—. No imagina cuánto me alegra haberla encontrado finalmente.
—¿Haberme encontrado?— la sonrisa radiante del hombre le llegaba hasta los ojos—. ¿Nos
conocemos, señor FitzJames? Debo decir que su rostro me resulta familiar. Por favor, siéntese.
—No me sorprende— replicó el hombre una vez que ambos estuvieron convenientemente sentados
—, pues eso es lo que somos, querida. Su madre fue mi tía, señorita Faris.
Sobrecogida, Anna comenzó a comprender. Sabía que su madre había sido repudiada por su familia
tras desobedecer sus órdenes al casarse con un simple comerciante, pero hasta entonces jamás nadie
perteneciente a su familia materna se había preocupado en buscarla, ni siquiera su tía lo había intentado
cuando contrajo matrimonio y cambió su apellido. Como pudo, consiguió reunir las fuerzas para hablar.
—¿Ha estado buscándome? Ni siquiera sé su nombre.
—Disculpe mis modales, prima. Julian FitzJames a su servicio. Nuestras madres eran hermanas y
cuando llegó a nuestros oídos la desgraciada noticia de la muerte del señor Faris pusimos todo nuestro
empeño en encontrarte.
—Pero, ¿por qué ahora?— Anna apenas conseguía entender nada y ni siquiera advirtió la familiaridad
con que FitzJames había comenzado a tratarla—. Después de tanto tiempo… Pensé que ni siquiera
sabían que existía.
—Por supuesto que lo sabíamos— le sonrió. En sus ojos claros, Anna encontró el consuelo que
necesitaba—. Todos esperamos que vuelva a casa con nosotros.
—A casa…— murmuró, sin poder creerlo. ¡Tenía una familia! De pronto recordó el baile de esa
noche—. Pero yo… no puedo. Esta noche el marqués de Holbrook, mi tutor, celebra un baile en mi
honor.
—Lo sé, querida. No se habla de otra cosa en todo Hertfordshire— poniéndose en pie, Julian le
sujetó la mano entre las suyas, sin perder la sonrisa en ningún momento—. No quisiera entretenerla más,
pero me gustaría que volviéramos a vernos. Hay mucho de lo que hablar.
—Por favor, sea mi invitado esta noche.
—Nada me complacería más, querida prima— y besándole el dorso de la mano se despidió—. Hasta
esta noche.
A pesar de lo mucho que había que hacer en la mansión, Anna se permitió unos minutos en soledad y
lloró de alegría, pues acababa de descubrir que no estaba sola en el mundo y que había alguien que sí la
quería.
~
—Está preciosa, señorita Faris. Hertfordshire hablará de usted y de esta noche durante décadas.
Maggie alababa la elegantemente vestida figura de su señora mientras daba los últimos retoques al
elaborado recogido que lucía el cabello de Anna. Lo cierto era que estaba preciosa. La señora Florence
había hecho un buen trabajo a pesar del poco tiempo del que había dispuesto para elaborar los vestidos.
En su debut, Anna había elegido un elegante vestido de color marfil con una amplísima y abullonada falda
con bordados dorados en los bajos así como en el corpiño, que le hacía una estrechísima cintura; el
escote dejaba entrever más piel de la que a ella le hubiera gustado mostrar, pues se adivinaba el inicio de
sus senos, pero debía admitir que se veía hermosa y el rubor de sus mejillas no hacía más que aumentar
su belleza.
—Creo que voy a vomitar.
Presurosa, Maggie abanicó el rostro de Anna con sus propias manos. La joven doncella ignoraba que
los nervios de su señora no se debían únicamente al baile, sino también a que acababa de encontrar a
unos parientes a los que creía perdidos. ¿Estaría esperándola abajo su primo Julian? ¿La querría de
verdad su tía Isabelle? ¿Por qué no la habían buscado cuando su madre murió? Demasiadas preguntas
con respuestas por saber y que de momento desconocía. Pero no tuvo tiempo para pensar en ellas pues el
aumento de su rubor y del latir de su corazón cuando el marqués entró en la habitación, precedido por la
llamada de sus nudillos, hizo que se olvidara de todo y de todos.
Oliver se detuvo junto al lecho cuando contempló a Anna por primera vez esa noche, tan
distintamente vestida a como ella acostumbraba. La joven Faris no pensaba ponerle las cosas fáciles ya
que esa noche la encontraba más deseable que nunca.
Con una discreta reverencia Maggie salió de la habitación, dejándolos a solas.
—Resplandece esta noche, Anna.
Si era posible ruborizarse más, ella pensó que sus mejillas estaban a punto de arder en llamas. El
marqués, elegantemente vestido de etiqueta y sin un solo pelo fuera de su sitio, se acercó hasta ella, le
tomó una de las enguantadas manos entre las suyas y se la llevó a los labios. Anna tragó saliva con
dificultad.
—Y usted está sorprendentemente impecable, milord.
Él no pudo menos que sonreír, encantado.
—¿Lista, señorita Faris?
—Supongo que sí— contestó ella, al tiempo que se llevaba una mano al pecho e inspiraba
profundamente. El marqués contuvo el aliento al contemplar cómo se alzaban los senos femeninos—.
Aunque antes debo informarle de que esta mañana he recibido la visita de un primo que creía perdido y le
he invitado a asistir esta noche.
—Creí que no tenía familia.
—Eso creí yo también. ¿Le parece mal?
—No— contestó él; el ceño fruncido—. Pero tendré que reunirme con su pariente.
Anna asintió, pues lo entendía perfectamente normal. De modo que se preparó para salir de la
habitación.
—Espere— la frenó el marqués—. Antes de bajar querría darle algo.
Le vio sacar del bolsillo interior de su chaqueta una bolsita de terciopelo y de esta extraer una brillante
pulsera formada por diamantes blancos intercalados con otros amarillos. Tomando la mano de Anna,
cerró la preciosa y carísima joya sobre la muñeca de la joven.
—Consérvelo como un recuerdo de su primer baile.
Anna contemplaba la joya, muda de asombro, pues jamás se hubiera esperado un gesto tan galante
proveniente del marqués. Al levantar la vista hacia él, los ojos del hombre brillaban al igual que los de ella.
—Gracias.— consiguió murmurar y dedicarle una tímida sonrisa.
—Y ahora— Oliver tomó nuevamente la mano de ella y la colocó sobre su brazo—. No hagamos
esperar más a sus invitados.
~
Aparecer en el concurrido salón de baile del brazo del marqués y que este la condujera al centro de la
pista hizo que Anna se sintiera como la princesa del cuento de hadas. Era increíble lo encantador que
podía ser Oliver Grant cuando se lo proponía. Sentía cientos de pares de ojos clavados en ella, pero
también sabía que parte de la expectación la despertaba el marqués después de pasar tantos años fuera del
país.
Contuvo la respiración cuando lord Holbrook le aferró la cintura con el brazo al mismo tiempo que
pegaba su cuerpo al pecho de ella. Anna sujetó la mano que él le ofrecía y lo miró a los ojos. Sabía que
estaba nervioso y que no quería defraudarla, de modo que asintió con la cabeza para infundirle ánimo.
Aquellos que tuvieron la fortuna de presenciar el primer vals entre Anna y el marqués lo recordarían
como una danza que parecía bailada por profesionales. Con los primeros acordes de la pieza, Oliver
comenzó a relajarse y a disfrutar del momento en que podía tener a Anna entre sus brazos. Ella le miraba
y sonreía y el mundo más allá de ellos pareció desaparecer. Anna estaba hermosísima aquella noche y él
deseó cortar las cabezas de todos aquellos que posaban la mirada en ella, solo entonces recordaba que le
estaba prohibida.
Anna, por su parte, se olvidó de que el resto de los invitados los rodeaban, observándolos fijamente
sin perderse ni un solo detalle, olvidó su resentimiento y prejuicios hacia el marqués y disfrutó de la
sensación de estar entre sus brazos. Al inclinar la cabeza percibió el olor a sándalo, la frescura de la
esencia masculina y algo más: el olor a Oliver. Se estremeció por completo al sentir la caricia de los dedos
de él en su espalda.
El fin del vals llegó rápida e inesperadamente para los dos, que se vieron obligados a separarse cuando
los invitados irrumpieron en aplausos. El marqués hizo una reverencia ante ella y la acompañó junto al
resto de los invitados.
—Ha sido un honor.
Y tras besarle la mano, la dejó para que Anna se mezclara junto a los demás caballeros y damas.
~
Anna oía más que escuchaba las voces de todos aquellos que se le acercaban ansiosos por conocerla.
Los hombres alababan su juventud y belleza al tiempo que lanzaban discretas miradas a su escote y las
mujeres comentaban su buen gusto para elegir vestuario y lo bien que parecía haber congeniado con el
marqués. Todos y cada uno de los invitados que había conocido, hombres, mujeres, nobles y hombres de
negocios, querían saber más acerca de lord Holbrook, pues era evidente que ella estaba allí para cazar un
marido. Y parecía que iba a tener éxito, pues muy pronto su carné de baile se vio repleto. Anna se sentía
abrumada ante tanta atención como estaba recibiendo por parte de los hombres, pero tras bailar dos vals,
una polonesa y dos cuadrillas, necesitaba con urgencia un descanso. Afortunadamente, antes de que su
sexta pareja de baile llegara hasta ella, el señor FitzJames se interpuso en su camino.
—La acompaño a la mesa de refrigerios.
Encantada, ella sujetó el brazo que él le ofrecía y aceptó con una sonrisa.
—Acaba de salvar a mis pobres pies. Un baile más y habría caído de bruces al suelo.
Julian rio divertido al escucharla y le ofreció una burbujeante copa de champán.
—Está preciosa esta noche, prima. Es un privilegio estar aquí esta noche tan solo por poder
observarla.
—Me halaga, señor FitzJames.
—Por favor, llámeme Julian. ¿Sería muy atrevido por mi parte invitarla a pasear por la mañana?
—¿Para hablar de nuestras familias?— el hombre asintió.
—Y para conocerla mejor, por supuesto. Permítame repetir lo hermosa que está— Anna se ruborizó
ante el exceso de galantería de Julian, pues sin duda sabía cómo tratar a las mujeres—. ¿Me concederían
sus cansados pies una pequeña pieza?
Anna pensó en el resto de caballeros que la esperaban, pero no le apetecía bailar con ninguno de ellos.
Con el único hombre con el que quería bailar hacía ya largo rato que no se le veía, de modo que aceptó
gustosa la invitación de su primo.
~
Oliver contemplaba a Anna desde el extremo opuesto de la sala, mientras esta, junto a un
desconocido, bailaba y reía como una colegiala. Se había mantenido oculto todo el tiempo que había
podido mientras ella se relacionaba con los invitados, hasta que él mismo también se vio abordado.
Sabía que Anna estaba disfrutando de la velada; reía, se ruborizaba al recibir cumplidos y conversaba
con los caballeros que, a buen seguro, al finalizar la noche se creerían perdidamente enamorados de ella.
Sin embargo, no le gustaba la afectuosidad con la que el último caballero la trataba. Para él estaba más
que claro que aquel tipo trataba de hacerse irresistible a ojos de la muchacha con el fin de conseguirla.
Oliver notó la presencia de Simon Davies a su lado antes de volver siquiera la mirada hacia él. El
joven Davies lucía impecablemente vestido siguiendo los cánones de la moda, con los rubios cabellos
peinados de manera elegante y la mirada alerta.
—¿Sabemos quién es?
—No lo había visto antes en Hertfordshire— contestó Simon, pues al seguir la mirada del marqués
supo a quién se refería.
—Tal vez sea el primo— murmuró Holbrook y luego se giró hacia su socio—. Investiga a los
FitzJames, averigua todo lo que puedas.
—Me pondré a ello por la mañana.
Oliver se acabó la copa de champán que sostenía y la colocó en la mano de Simon.
—He tenido suficiente por una noche. Haz un favor a la señorita Aldrich y sácala a bailar. Lleva horas
escondida tras esa columna.
Y mientras Oliver se retiraba, dejó tras de sí la sonrisa de Faith Aldrich cuando la sacaron a bailar y la
noche más mágica de la vida de Anna.
XI
Tal y como le había prometido la noche del baile, Julian llegó a Holbrook Park a la mañana siguiente
para pasear con Anna por las verdes tierras de Hertfordshire. Ella le esperaba sonriente, hermosamente
ataviada con un elegante vestido de paseo de un color azul claro a juego con una chaquetilla.
—¿En carruaje, señor FitzJames?— señaló ella cuando contempló que un coche con la capota bajada
los estaba esperando a las puertas de Holbrook.
Él le sonrió; una sonrisa a la que Anna estaba empezando a acostumbrarse.
—Pensé que tal vez sus encantadores pies merecían un poco de descanso después del baile de
anoche.— contestó él, dando un toquecito con sus dedos al lazo que sujetaba el sombrero de Anna bajo
su barbilla. Después la ayudó a subir al carruaje.
—Qué considerado.
—Lo mejor para mi encantadora y preciosa prima.
La pareja de brillantes caballos que tiraban del carruaje se puso en marcha tan pronto como los
ocupantes se hubieron acomodado en él. Hacía un precioso día de primavera y el cambio de los días
grises a los soleados, donde al caminar se escuchaban los alegres cantos de los pájaros, hizo que Anna se
sintiera optimista y aunque no hubiera visto al marqués desde que este la dejara la noche anterior en la
pista de baile, sabía que todo saldría bien. Por lo pronto decidió dejar de preocuparse para poder disfrutar
del paseo y de la compañía; de modo que alzó el rostro hacia el cielo, permitiendo que los rayos del sol la
calentaran.
—Le saldrán pecas si se expone así.
Anna abrió los ojos al escuchar el comentario tan impertinente que hizo su primo. Sentado frente a
ella, la miraba de manera acusadora.
—Qué comentario tan poco galante por su parte, señor FitzJames.
—Le pido disculpas— se apresuró a excusarse al ver el malestar en el rostro de Anna—. No es usted
como el resto de damas con la que un hombre acostumbra a relacionarse.
—¿Debo tomármelo como un cumplido?
Sonriendo, Julian se levantó con cuidado para no caer y tomó asiento junto a Anna.
—¿De verdad cree conveniente sentarse tan cerca, señor FitzJames? Ya nos hemos saltado todas las
normas del decoro al salir sin carabina.
—Oh, Anna— Julian le tomó una de las manos enguantadas y se la llevó a los labios—. Eres la mujer
más fascinante que jamás he conocido. Permite que use tu nombre de pila y, por favor, haz tú lo mismo
conmigo.
—En ese caso, Julian, debo decirle que se está excediendo— Anna apartó la mano de las de él e
intentó poner distancia entre ambos—. Quisiera que me hablara de nuestra familia, por favor.
—Está bien— con un suspiro resignado, Julian comenzó a hablarle de la tía Isabelle, una mujer recta
que había contraído matrimonio con un vizconde. Al parecer, el matrimonio despreciaba toda actividad
social y vivían apartados de la bulliciosa Londres—. Pero como soy hijo único— continuó Julian—, es mi
deber dejarme ver en actos sociales si quiero encontrar una buena esposa.
—¿Y la ha encontrado ya?
—Creo que estoy muy cerca, mi queridísima Anna.
La intensa mirada que su primo le lanzó hizo que Anna se sintiera incómoda. A pesar de que no
estaba acostumbrada a tratar con caballeros, Anna sabía lo suficiente como para apreciar cuándo se le
estaban insinuando. ¿Es que su primo albergaba alguna intención para con ella? Debía reconocer que era
encantador y muy apuesto y que disfrutaba estando en su compañía, pero acababan de conocerse y no
hacía ni veinticuatro horas desde que había aparecido en su vida; un hombre sensato no podía prendarse
con tanta rapidez. De pronto sintió un aguijonazo de culpa por estar juzgando a Julian, pues en su interior
recordó que ella había sentido exactamente la misma atracción la primera vez que vio a Oliver Grant.
Cuando su mente evocó al marqués, recordó que había olvidado comentarle su salida con el señor
FitzJames. Solo esperaba que no estuviera muy furioso, pero lo conocía lo suficiente como para saber que
ya habría montado en cólera.
—Y dime— la voz de Julian la trajo de nuevo al presente—. ¿Está cumpliendo correctamente el
marqués su papel contigo, como tu benefactor?
Anna decidió que resultaría inútil corregirle el modo en que se dirigía a ella pues a fin de cuentas eran
familia y aunque acabaran de conocerse podían permitirse esa licencia.
—Es un buen tutor, aunque he de admitir que al principio no estaba de acuerdo con la decisión de mi
padre— Anna no pudo evitar sonreír y ruborizarse ligeramente al recordarse a sí misma entre los brazos
del marqués mientras bailaban—. Lord Holbrook es muy atento conmigo, por supuesto. Cualquier joven
que estuviera a su cargo se sentiría muy afortunada.
—No lo pongo en duda. Ayer lucías deslumbrante, pero hoy… Querida, queridísima Anna, estás aún
más hermosa a la luz del día. Y esos vestidos… ¿También son cortesía del marqués?
Ella asintió, centrando su atención en retorcer entre los dedos uno de sus delicados guantes de encaje,
pues su incomodidad estaban a punto de dar paso a cierto grado de enfado. Julian resultaba en exceso
adulador y a Anna no le quedaron dudas de que pretendía cortejarla.
—Lo cierto es que me encuentro algo cansada, después de toda la actividad de anoche. ¿Podríamos,
por favor, volver a la mansión?
Y dándole la orden al cochero, emprendieron la marcha de regreso a Holbrook Park; Anna nunca
antes había experimentado tamaña sensación de alivio.
~
Desde que le informaron de la salida de Anna aquella mañana, todo el servicio de Holbrook Park
había tenido que sufrir el mal humor del marqués. Después de negarse a tomar el desayuno y gritar al
pobre mayordomo que le ofrecía el té en una bandeja de plata, Oliver se encerró en su despacho y había
optado a recurrir a la botella de whisky para ahogar su enfado en ella.
Se sentía furioso con ella por haber coqueteado tan abiertamente con aquel hombre la pasada noche,
furioso también porque se hubiera marchado sin decirle ni una sola palabra, ¡y él era su tutor! Ella debía
contar con su consentimiento incluso para respirar si él se lo pedía. Pero en esas últimas semanas a su
lado había comprendido que Anna era una mujer terca y cabezota, que disfrutaba desafiándolo tanto
como él lo hacía al provocarla. Ambos eran personas de un fuerte carácter y, sin embargo, no se podía
negar la creciente atracción que había nacido entre ellos y que estaba presente en cada mirada desafiante
que se lanzaban, en los comentarios maliciosos que hacían, en el rubor de las mejillas de Anna y en la
creciente erección que experimentaba él cada vez que la tenía entre sus brazos. ¡Maldita fuera ella por
tentarlo de aquel modo! Y maldito fuese su padre por obligarlo a mantener una situación en la que
deseaba lo que no podía tener.
Con la tercera copa que se llevó a los labios, ni siquiera ya el fuerte licor consiguió aplacar los nervios
que sentía. Anna estaba en algún lugar de Hertfordshire en compañía de un completo desconocido, a
solas con él. ¿Cómo se le ocurría? Apenas conocía a la persona que decía ser su primo, ¿cómo podía ser
tan confiada? Imaginarla en brazos de otros le hacía perder la razón. Oliver no deseaba que otro hombre
que no fuera él disfrutase de las sonrisas de Anna, del suave tacto de su piel bajo los dedos, no quería que
otro se ganase su afecto y le enfermaba saber que sería otro el que disfrutara de ella, de su cuerpo. Él
quería todo eso y mucho más, aunque era consciente de que jamás obtendría tales privilegios.
Sabía que debía dejarla ir, facilitarle el camino para encontrar un esposo tal y como había sido el
deseo de su padre, pero Oliver tenía la sospecha de que Anna esperaba mucho más de la vida que ser un
mero objeto del que su esposo pudiera presumir. ¿Sería eso lo que pretendía su misterioso primo?
¿Cortejarla y conseguirla? Pensar en lo que podría estar haciendo a solas con ella hizo que la sangre le
hirviera en las venas.
Antes de que llenara de nuevo su vaso, llegó hasta él la cálida voz de Anna conversando con Wallis, e
incluso le pareció oír una risita por parte de ella. Ni siquiera fue consciente de lo que hacía, pero se
encontró caminando a grandes zancadas al recibidor. Encontró a Anna preciosa y elegante con su vestido
de paseo y se fijó en el sombrero que llevaba y que acunaba las hermosas facciones de su rostro. Se
estaba quitando los guantes y tanto ella como el mayordomo levantaron la vista ante la abrupta irrupción
del marqués.
—La quiero en mi despacho ahora.— anunció el marqués. Y tras decirlo, volvió sobre sus pasos,
dejando a Anna inmóvil y sin entender qué le ocurría.
Al seguirlo hasta su despacho y después de que él le ordenase que cerrara la puerta, Anna se fijó en el
aspecto desaliñado del marqués. Su espesa mata de pelo estaba por completo en desorden, no llevaba
chaqueta ni tampoco chaleco y su camisa estaba arrugada, con los faldones de esta fuera de los
pantalones. Aun así, Anna se mostró impasible mientras él se paseaba de un lado a otro por la habitación.
Al fin se decidió a hablar.
—Me ha desobedecido.
—Creí que era libre para salir cuando quisiera. Usted mismo lo dijo, milord.
—Sabe que no es eso a lo que me refiero— gruñó él—. No es más que una muchacha insensata que
ha olvidado a quién debe rendirle cuentas
—¿Yo debo rendirle cuentas?— la rabia que Anna se había jurado contener estaba a punto de estallar
y sentía que los dedos le temblaban al intentar desatar las cintas que sujetaban el sombrero bajo la
barbilla; cuando lo hubo conseguido, lo arrojó al suelo—. ¡Yo no pedí colocarnos en esta situación!— le
gritó—. Y si ahora estamos así es responsabilidad suya únicamente.
—¿Mía?— el marqués se acercó a ella con paso tan amenazante que Anna retrocedió hasta que su
espalda chocó con la madera de la puerta—. Dígame, Anna, ¿qué habría hecho usted si un pobre
moribundo arruinado le hubiera suplicado que cuidara de su pequeña hija indefensa?
Anna contuvo la respiración, pues el marqués estaba tan cerca que tan solo su olor la hacía flaquear.
Los ojos de él brillaban de furia, emoción y algo más que Anna no supo reconocer; estaba tan cerca que
las puntas de sus zapatos chocaban con los de ella y cuando el marqués inclinó la cabeza casi se rozan sus
narices.
—No estoy indefensa.— consiguió susurrar ella apenas con un hilo de voz.
—¿Ah, no? ¿Ni siquiera esta mañana cuando ha accedido a salir sola, sin carabina, con un hombre al
que apenas conoce?
—Tampoco lo conozco a usted.
El marqués torció la boca en una sonrisa ladeada, peligrosa.
—Y, sin embargo, estoy ahora demasiado cerca. Dime, Anna, ¿tu acompañante se ha tomado
semejante libertad contigo? ¿Debo esperar que acuda a mí para pedir tu mano?
—Está borracho— logró decir Anna cuando el aliento del marqués le rozó la mejilla y el cálido olor
del whisky llegó hasta ella. La situación no podía ser más íntima y, con la respiración acelerada, Anna
decidió provocarlo un poco más—. ¿O es que además está celoso, milord?
Anna esperaba una respuesta mordaz por parte del marqués, esperaba que la desafiara del mismo
modo en que lo había hecho ella, pero el previo gruñido que salió de su garganta justo antes de besarla no
era en absoluto la manera en que ella había esperado que reaccionara como respuesta a su ataque.
Recuperada de la sorpresa inicial, tan solo fue capaz de corresponder a su beso.
La boca del marqués era cálida y sensual, daba y exigía al mismo tiempo que un beso sucedía a otro,
sin tregua. Al principio, Oliver tuvo que tomárselo con calma cuando fue consciente de la inexperiencia de
Anna en cuanto a besar se refería, y volvió a gruñir contra la boca de la muchacha cuando pensó en qué
otros menesteres amatorios ella carecía de experiencia. Así que tomó las ardientes mejillas de ella entre
sus manos al mismo tiempo que su boca hacía lentos avances sobre la de ella, besando primero el labio
superior, humedeciéndolo e hinchándolo con sus caricias antes de pasar al inferior y cuando escuchó el
gemido de rendición que emitió Anna, sonrió satisfecho y se atrevió a deslizar la lengua en el interior de la
boca de la joven.
A su vez, Anna sentía el fuerte cuerpo del marqués estrechamente pegado a ella, rodeándole la cintura
con su fuerte brazo masculino mientras ella le deslizaba las manos por los hombros hasta la nuca para
atraerlo más hacia sí. Quería más de él, mucho más, y también deseaba entregarle todo cuanto ella
poseía. Como pudo, correspondió a los incesantes envites de su lengua y Oliver gimió al sentirla
enredándose a la suya.
Anna era una mujer apasionada y se lo estaba demostrando, acercándole la cadera a la dureza de su
entrepierna sin saber siquiera lo que su cuerpo hacía, tan solo dejándose llevar. Dejó que su mano
abandonara la calidez de la mejilla de ella y la deslizó por el delicado costado de su cuello, arrancándole
estremecimientos de placer hasta que sintió en la palma la turgencia del seno femenino que no tardó en
acunar y amasar. El cuerpo de ella respondía bajo cada caricia, el pezón comenzó a endurecerse cada vez
que él se lo pellizcaba a través de las capas de tela y Oliver enloquecía de deseo. Si no se detenía pronto
acabaría por perder la poca cordura que le quedaba y la tomaría en el suelo de su despacho.
Con un gruñido de frustración, consciente de lo que estaba a punto de hacer, se apartó de ella.
—No.— murmuró con la voz ronca y la miró a los ojos.
El rostro de Anna estaba encendido, sus labios hinchados por los besos recibidos y su cuerpo
temblaba de pies a cabeza a causa de la excitación. Era obvio que la muchacha no comprendía lo que
estaba ocurriendo, que no entendía por qué él se había detenido de improviso.
—Esto es imposible, Anna. Un error— se agachó ante ella y tomó del suelo el sombrero olvidado;
luego se lo tendió—. Por favor, olvida que esto ha sucedido y vete. Mereces algo mejor.
Los labios le temblaban por el dolor que sentía ante el rechazo de Oliver. Él la deseaba, lo había
sentido hacía apenas un minuto, estaba tan agitado como ella. Entonces, ¿por qué volvía a rechazarla?
Oliver fue testigo de cómo las lágrimas acudían a los hermosos ojos de Anna. Le había hecho daño, lo
veía en su mirada triste, pero antes de que tuviera ocasión para disculparse nuevamente, ella salió del
estudio dando un portazo tras de sí.
Oliver Grant, marqués de Holbrook, comprendió que estaba perdido. Hacía días que se reconoció a sí
mismo la atracción que sentía por ella, pero ahora, después de contemplar el dolor que había en los ojos
de Anna, la verdad le llegó como un disparo directo al corazón: se había enamorado de ella.
XII
Anna decidió dejar a un lado el constante estado irascible que la acompañaba desde que llegara a
Holbrook Park para permitirse pasar al menos un día en soledad y compadecerse de sí misma. Ella no
había planeado sentirse atraída por el marqués y mucho menos sucumbir a sus encantos. Sin embargo, el
día anterior hacía caído en la tentación y por incomprensible que pudiera parecer, aquel había sido el
momento más feliz y también el más desdichado de toda su vida.
Después de tantos gritos y peleas, Oliver al fin se había dejado arrastrar por la pasión que sentía y ella
lo había acompañado gustosa. En los últimos días, Anna había percibido la contención por parte del
hombre, pues era evidente que la deseaba pero, ¿por qué la rechazaba? Anna apenas se sentía enfadada
con él, aunque sí muy confusa. Si ambos se deseaban, ¿por qué no podían tenerse? ¿Era a causa de la
juventud de ella? Oliver no era ni mucho menos un anciano y existían muchos matrimonios formados por
mujeres muy jóvenes con esposos que tenían edad para ser sus abuelos. Tampoco había tenido ocasión
de preguntarle a él el motivo por el que no la quisiera a su lado, pues Anna supo que había abandonado
Holbrook Park después de su íntimo encuentro y aún no había regresado a la mansión. Nadie sabía dónde
estaba el marqués.
Incapaz de conciliar el sueño una vez más y sin una pizca de apetito, recibió el hermoso— y excesivo
— ramo de frescas flores que su primo le enviara acompañado de una nota que decía:
Estas flores no representan ni siquiera una pequeña parte de tu belleza. Por favor, acéptalas y
hazme saber que pronto volveré a verte pues este último día sin ti se me ha antojado una eternidad.
Tuyo,
Julian.
Anna dejó la nota a un lado, preguntándose si tal vez debía aceptar las atenciones de su primo. Julian
era un hombre apuesto, educado y atento con ella, y podía ofrecerle una vida tranquila lejos de
Hertfordshire, donde ella pudiera olvidarse de Holbrook Park y de su marqués.
Aquella tarde recibió además la visita de Faith, a quien no había visto desde la noche del baile, cuando
apenas tuvieron ocasión de hablar. Anna sonrió, pues el rostro de su amiga reflejaba un alegre brillo
diferente al aire taciturno que mostraba habitualmente. Era obvio que Faith tenía algo que contar.
—Siento no haberte prestado la atención que merecías durante el baile— se excusó Anna—. Imagino
que estar en compañía de tu madre no te hizo el baile muy divertido.
—No tienes de qué disculparte— Faith le restó importancia con un gesto de la mano—. Fue una
noche magnífica, todo el mundo lo comenta.
—Me alegra mucho que disfrutaras. Y creo recordar que te vi bailando un vals con el señor Davies—
las mejillas de su amiga adquirieron una sombra de rubor cuando nombró al caballero y su reacción no
pasó desapercibida a Anna—. Parece un hombre tan recto y aburrido… Estoy segura de que su
conversación se centró en números y asuntos del Parlamento.
—¡Oh, no! Él fue muy amable y educado conmigo. Yo… Espera, ¿y quién era el caballero con el que
no dejabas de sonreír mientras bailabas?
Anna reprimió la sonrisa ante el repentino cambio que hizo Faith en la conversación pero decidió
dejarlo pasar y contarle todo lo ocurrido con Julian desde entonces.
—Vaya, no hay duda de que te pretende— y mirando atentamente el semblante ojeroso de Anna,
añadió—. Y sin embargo no parece que te ilusione.
Anna se encogió de hombros en un gesto muy poco correcto en una dama.
—Ha sucedido algo y no estoy segura de cuál será tu reacción si te lo cuento.
—¿Quieres contármelo?— Anna asintió—. Te escucho.
Después de relatarle todo lo ocurrido con el marqués, Anna se sintió mucho más libre y relajada, pero
a medida que le contaba los avances que habían hecho, vio cómo los ojos de Faith se abrían de par en
par, sorprendida al descubrir las libertades que el lord se había tomado con su amiga.
—Pero no fue desagradable— se apresuró a añadir Anna, con las mejillas completamente encendidas
—. Yo quería que sucediera, Faith. Creo que me estoy enamorando de él.
—Oh, Anna… ¿Y qué piensas hacer?
—Nada, absolutamente nada. Tengo que olvidarme de que esto ha sucedido y si Julian se me declara,
aceptaré su propuesta.
—¿Es eso lo que quieres?— preguntó Faith, preocupada por su amiga.
—No buscaba amor cuando supe que tendría que encontrar un marido. Casarme con el señor
FitzJames o con cualquier otro no será muy diferente a lo esperado.
—¿Y qué pasa con lord Holbrook? ¿Te dejará ir?
—Si yo le importase algo, aunque solo sea un poco, no me habría rechazado— Anna tomó la mano
de Faith y le sonrió, intentando calmar a su amiga—. No tienes de qué preocuparte, Faith. Estaré bien. O
eso espero.
—Yo también lo espero. Por el bien de los dos, lo espero.
~
Había pasado ya largo rato desde que las campanadas del reloj, situado en el corredor oeste de la
mansión, dieran la medianoche pero la mente de Anna estaba tan activa como si fuera pleno día en lugar
de entrada la madrugada. Tumbada bocarriba sobre la enorme cama, se había cansado de dar vueltas y
más vueltas tratando de dormir, el suave camisón se le enredaba entre las piernas y la trenza con la que se
había recogido el cabello al acostarse estaba casi deshecha y ahora simplemente contemplaba el bello
techo del dosel de la cama que representaba una pintura con pequeños ángeles revoloteando en el cielo,
mientras se preguntaba dónde estaría Oliver.
A lo largo del día, el estado de ánimo de Anna había pasado por diferentes fases: al comienzo de la
mañana una profunda pena la embargaba, pues se sentía dolorosamente rechazada, pero tras su
conversación con Faith, la tristeza se había convertido en resignación al saber que el marqués jamás la
aceptaría; al caer la tarde, comenzó a impacientarse y el torbellino de emociones que sentía volvió a
convertirse en rabia hacia Oliver, quien a buen seguro se estaría riendo de ella. Finalmente, lo único que le
quedaba era la preocupación, pues había transcurrido todo un día sin que nadie en toda la mansión tuviera
noticias de él.
Anna esperaba que se encontrase bien y en su fuero interno rezaba para que la idea de volver a la
India sin despedirse de ella no se le hubiera pasado por la cabeza. El recuerdo de sus apasionados besos
no la había abandonado desde la pasada mañana, el modo en que él la había hecho estremecer tan solo
con la caricia de sus labios. Era la primera vez que un hombre la besaba y debía reconocer que había sido
magnífico. Luego, cuando la mano de él se aventuró a acariciarle el pecho, Anna experimentó por primera
vez lo que era la excitación. Con tan solo revivir aquel encuentro, su propia respiración se había acelerado
y se removía inquieta sobre la cama. Incapaz de permanecer así ni un segundo más a merced de sus
recuerdos, encendió una vela y decidió bajar a la biblioteca en busca de una lectura que la ayudara a
conciliar el sueño.
No había dado ni una docena de pasos por el largo corredor en penumbra cuando una silueta en la
oscuridad apareció ante ella, sobresaltándola. Se quedó paralizada y cuando la figura se acercó hasta ella,
pudo ver que tenía rostro y que presentaba un aspecto bastante desaliñado. Por supuesto, no era otro que
el marqués. Después de todo un día fuera, Oliver tenía la barba que cubría sus mejillas algo más larga y
desarreglada, sus ropas estaban arrugadas, con el chaleco abierto y la camisa sin corbatín descolocada por
fuera de los pantalones e iba descalzo, pues llevaba los zapatos sujetos en la mano.
Anna se llevó una mano al pecho, mirándolo sobrecogida, pues a pesar de que su aspecto dejaba
mucho que desear jamás lo había encontrado tan hermoso y deseable.
—Me ha dado un susto de muerte, milord.
Sin embargo, el marqués no pronunció ni una sola palabra. Permaneció impasible mientras la miraba
fijamente, disfrutando de la visión nocturna casi fantasmal de Anna en camisón. Oliver se preguntó si ella
sabía que a la luz de la vela el fino camisón se le transparentaba, revelando así la perfecta desnudez de su
cuerpo. Estaba más hermosa que nunca.
—Ha estado bebiendo— continuó ella, pues se sentía vulnerable bajo su escrutadora mirada—.
¿Tiene idea de lo preocupados que estaban todos en Holbrook Park? Y mientras tanto usted estaba
divirtiéndose de taberna en taberna. ¿Era eso lo que acostumbraba a hacer en la India?
Oliver sonrió de medio lado, pues el ataque de indignación de Anna le recordaba al de una esposa
furiosa que había permanecido despierta esperándolo para echarle un sermón. Esposa… Repentinamente,
el marqués dejó de sonreír.
—He estado bebiendo— contestó él, con la voz ronca y los ojos brillantes—. Pero no lo suficiente,
Anna.
—¿No lo suficiente para qué? ¿Para estar completamente borracho? ¿O tal vez para intentar olvidar,
tal y como me pidió ayer? ¡Y deje de llamarme Anna! Para usted soy la señorita Faris.
Con tranquilidad, el marqués se agachó ante ella y depositó con cuidado sus zapatos en el suelo.
Después se irguió de nuevo, acortando la distancia que los separaba.
—No estoy borracho, créeme. Si lo estuviera, ahora mismo te estarías viendo comprometida.
—Oh, ¡ya basta! No puede decirme un día que olvide lo que estuvimos a punto de hacer y al
siguiente sugerir que me desea. ¿O es que acaso pretende torturarme?
Alzando una mano hacia ella, le acunó una de las sedosas mejillas. Al contrario de lo que venía siendo
costumbre en ella, Oliver encontró su rostro extrañamente frío y aquello no le gustó.
—Créeme cuando te digo que es mejor para los dos dejarlo estar— ella intentó zafarse de su caricia
—. Lo nuestro no tiene futuro.
—Pues entonces déjame ir. — susurró ella, al borde de las lágrimas.
Dejarla ir… Sin tan solo fuera tan fácil. Pero Anna se había colado en su vida, en su corazón y en su
alma, derribando todos los muros que había construido durante tantos años. Y él estaba cansado de
intentar levantarlos de nuevo.
—Que el diablo se apiade de mi alma. — murmuró.
Anna estuvo a punto de perder el equilibrio cuando el marqués se abalanzó sobre ella y la besó,
derramando sobre su boca toda la pasión que había estado conteniendo en las últimas semanas. Recordó
la vela encendida que sostenía en la mano e intentó moverse con el fin de no quemarlo pero Oliver la
mantenía firmemente abrazada contra su duro pecho y lo único que pudo hacer fue devolverle los besos
que él le daba.
—Cuidado— consiguió susurrar cuando la brillante llama casi roza los mechones azabaches del
marqués—. Voy a quemarte.
—Cariño— respondió él con una sensual sonrisa; su nariz pegada a la de ella—. Estoy a punto de
arder por ti, Anna. Dime que pare ahora o de lo contrario no podré detenerme.
Ella lo miró a los ojos y supo que no podría entregarse a ningún otro hombre que no fuera él. Lo que
viniera después poco importaba, pues lo único que ella deseaba era yacer entre sus brazos. Alzó la mano
que le quedaba libre y acarició la áspera mejilla de él.
—No te detengas. — susurró.
Sintió vibrar el pecho de Oliver bajos sus manos mientras la besaba una y otra vez y la empujaba
hacia la puerta abierta de su habitación. Tropezaron varias veces con sus propios pies, pues él se negaba a
romper el contacto con sus bocas, hasta que al fin se encontraron en la intimidad del dormitorio.
—¿Estás segura, Anna? — le preguntó él una vez más.
De pie, uno frente a otro junto a la enorme cama, Oliver le quitó de las manos el portavelas y lo dejó
sobre una mesita, pero no lo apagó, pues si iba a hacerle el amor quería poder verla. Y por toda
respuesta, Anna le enredó las manos alrededor de la nuca y atrajo de nuevo la boca de él hacia la suya.
Gimió gustosa cuando Oliver se estremeció, sorprendido al sentir la intrusión de la lengua de la muchacha.
Anna no iba a darle ninguna oportunidad de arrepentirse esa vez, de modo que se movió hasta sentir el
borde de la cama tras sus piernas y permitió que Oliver la empujara hasta quedar tumbada sobre ella con
él encima.
Al contrario de lo que ella hubiera creído, no estaba en absoluto nerviosa ante la idea de entregarse
íntimamente a un hombre por primera vez, pues confiaba en su amante y sentir el peso de Oliver sobre su
cuerpo era una auténtica delicia. Anna gimió como protesta cuando él abandonó su boca para deslizarle
los labios por un costado del cuello.
—Tranquila…— susurró él, acariciando la sensible piel de ella con la lengua, llegando hasta las
clavículas que dejaba al descubierto el fino camisón—. ¿Sabes lo que ocurre entre un hombre y una
mujer, Anna?
Ella, ruborizada hasta la punta de la nariz, le acarició el pelo con los dedos.
—He leído novelas.
La ternura con que lo dijo llegó directa al corazón del marqués y su entrepierna se endureció aún más.
—Trataré de hacerlo bien, entonces— susurró, y bajó la cabeza hasta besarle uno de los pezones
erguidos a través de la tela que los cubría—. Puede que te duela.
Anna se retorcía y gemía bajo él e inconscientemente separó las piernas para dejarle sitio.
—Estoy… estoy preparada.
Sintió los dientes de él sobre la piel del seno izquierdo que acababa de dejar al descubierto y su
cuerpo se arqueó bajo el pinchazo de placer que experimentó cuando Oliver lo succionó.
—Veamos si es cierto, cariño.
El marqués se incorporó entre sus piernas y en un abrir y cerrar de ojos le sacó el camisón por la
cabeza, dejándola completamente desnuda y a su merced sobre la cama. Oliver la contempló maravillado;
sus pechos pequeños, alzados y bien formados, tenían el tamaño perfecto para acunarlos en las manos; su
piel era sedosa y muy blanca, con algún lunar disperso desde el cuello hasta el pubis femenino. Jamás se
había sentido tan excitado como lo estaba en ese momento por ella y la besó con un hambre voraz al
mismo tiempo que sus dedos se perdían entre los rizos que albergaban el centro de su deseo.
—Ah…— Anna arqueó la cadera ante la invasión que suponía la caricia íntima y le mordió los labios
a él cuando este reclamaba sus besos.
—Oh, Anna…
Ella temblaba de pies a cabeza y se removió bajo su cuerpo cuando el marqués le introdujo un dedo
en su interior. La estaba llevando al borde de la locura, boqueaba como un pez fuera del agua, pidiéndole
más, suplicándole que se detuviera, todo a la vez. Y entonces, cuando sintió curvarse el dedo que él tenía
en su interior, todo el placer que Oliver le estaba dando estalló en mil pedazos, arrastrándola hasta una
maravillosa sensación que jamás había experimentado: su primer clímax.
—Quiero tocarte. — susurró ella, con los miembros laxos y los ojos brillantes por el placer recibido.
Oliver no la hizo esperar más y antes de que ella parpadeara dos veces, estaba completamente
desnudo y situándose de nuevo sobre su cuerpo.
—¿Aún quieres que siga?
Ella le acarició las manos con las que él le acunaba el rostro y, sonriéndole, asintió una única vez.
Le sintió removerse sobre ella, deslizar una mano entre los dos cuerpos desnudos y sudorosos hasta
su entrepierna y, después, la presión punzante en el punto de unión de sus muslos.
—Perdona, perdona— le susurró él al oído.
Y entonces empujó fuerte, una única vez, y Anna sintió toda la longitud de su miembro encajado en
su interior. Dolía tanto que ni siquiera se había dado cuenta de que tenía los dientes clavados en el
hombro de él. Pasó un minuto y luego otro, en los cuales él se mantuvo inmóvil dentro de ella hasta que
el dolor cesó y Oliver comenzó a mecerse sobre su cuerpo, dentro de ella, muy despacio al principio.
—¿Quieres que pare? — le preguntó él cuando Anna se arqueó bajo su cuerpo; pero entonces ella le
rodeó con sus brazos, apretándolo más.
—Sigue, sigue por favor.
Y eso fue lo que hizo; acariciando los muslos de Anna, se subió las piernas de ella a la cadera y
comenzó a imprimir un ritmo más rápido a sus embestidas. La habitación no tardó en llenarse de los
gemidos de placer de ella y de los gruñidos salvajes de él cuando el orgasmo los alcanzó a ambos.
Ninguno de los dos fue consciente de que la llama de la vela se apagó, sumiéndolos en una íntima
oscuridad, justo cuando el marqués se derramaba en el cuerpo de la mujer que amaba.
XIII
Yacían juntos y en silencio acostados sobre la inmensa cama de Anna, los dos sin preocuparse en
cubrir la desnudez de sus cuerpos. El marqués permanecía tumbado bocarriba y usaba uno de sus brazos
flexionado como almohada mientras que con el otro abrazaba el esbelto cuerpo femenino que estaba
íntimamente colocado junto a su costado. Después de la pasión, ninguno de los dos necesitaba decir
palabra alguna que llenase el silencio, pues sabían cómo se sentían y lo que pensaba el uno del otro.
Anna no sentía el menor atisbo de vergüenza por mostrar su desnudez, pues el contacto del cálido
cuerpo de Oliver junto al de ella era lo más maravilloso que había experimentado nunca. Estaba tumbada
a su lado, rozándole el pecho velludo con las yemas de los dedos y una pierna sobre la cadera de él,
rodeándolo por completo de esa forma. Antes, mientras él le hacía el amor, no había tenido ocasión para
admirar su desnudez pero ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, Anna pudo disfrutar
de la visión de Oliver completamente desnudo. El torso masculino era duro y firme y estaba cubierto de
una fina y sedosa capa de vello oscuro que descendía hasta el ombligo y se perdía más abajo. Anna siguió
con los ojos la línea descendente que trazaba el vello corporal y, con una sonrisa traviesa, levantó su
propio muslo que le impedía contemplar el miembro masculino, que ahora yacía en reposo; aun así le
parecía increíble que su cuerpo hubiera podido albergarlo por completo.
Suspiró, relajada bajo las caricias de los dedos de él sobre su espalda y su brazo y ella le correspondió
besándole el hombro. Solo entonces se fijó en las marcas rojizas que le habían dejado sus dientes.
—Te he mordido — murmuró, un tanto avergonzada.
El marqués no pudo evitar echarse a reír y cuando la miró, con los ojos rebosantes de adoración, el
rostro de ella se cubrió de rubor.
—Llevaré mi herida de guerra con orgullo— le contestó, al tiempo que la besaba en el pelo—. ¿Cómo
te encuentras?
Anna alzó la cabeza, apoyó el codo flexionado sobre la cama y la mano bajo su barbilla. Si Oliver se
estaba preguntando si ella se arrepentía de lo que acababan de hacer, toda preocupación quedó olvidada
cuando contempló todo el amor que había en los ojos de ella cuando Anna lo miraba.
—Creo que, si me lo pidieras, podría volar.
Volvieron a besarse entre sonrisas cómplices. El marqués nunca se había sentido tan dichoso como en
ese preciso momento cuando tenía a Anna acostada sobre su pecho.
—¿Crees que mi padre había planeado esto? — preguntó ella, mientras sus dedos jugueteaban con el
vello de su pecho.
—Dudo mucho que esta fuera su intención. Cuando lo conocí yo no era más que un crío, ¿sabes? Mi
padre pertenecía a la Compañía Británica de las Indias Orientales y el tuyo era uno de los muchos
comerciantes con los que trataba— giró el rostro hacia Anna cuando sintió fija sobre él la mirada de la
joven, ansiosa por saber más. Él le sonrió y continuó su relato—. Era un buen hombre y le gustaba lo que
hacía. Siempre buscaba el mejor producto que traer a Inglaterra y no se conformaba con menos.
—¿Y por qué no decidiste seguir tras los pasos de tu padre?
—Porque yo no quería convertirme en un tirano terrateniente inglés. Mi padre no lo era, pero al morir
mi madre y mis hermanos se volvió un hombre oscuro y reservado.
De repente, Anna recordó los retratos familiares que había visto en la galería de arte. Aquel niño de
ojos verdes…
—Tú eras el muchacho de los cuadros. — murmuró, acariciándole la áspera mejilla.
—Éramos tres— continuó él— Nicholas, Sophie y yo. Sophie era la pequeña— y al nombrarla,
sonrió con triste nostalgia—. Hubo un brote de escarlatina en Hertfordshire; primero enfermó Sophie y
después Nicholas. Fueron unos días de angustia y mi madre decidió que lo mejor era enviarme a Bombay
con mi padre antes de que enfermara yo también— Anna le acariciaba el rostro, intentando aliviar la pena
que debía sentir Oliver—. Yo era el hijo mediano, no debía heredar el título— suspiró—. Esa fue la
última vez que los vi a los tres.
—¿Qué edad tenías?
—Apenas diez años. Sophie ni siquiera había cumplido seis.
—Lo siento— susurró ella, llenándole el cuello de pequeños besos—. He visto los retratos y parecíais
estar muy unidos. Tu madre era muy hermosa.
Él se giró para mirarla. Jamás, en toda su vida, ninguna mujer se había preocupado tanto de él. Ella
realmente lo amaba.
—Sí que lo era. Pero, ¿sabes qué? En todos estos años en la India solo hubo una mujer que la superó
en belleza— Oliver no pudo evitar reír al contemplar el entrecejo fruncido de Anna—. Tu madre —
aclaró.
—¿Conociste a mi madre? — preguntó, entusiasmada. Él asintió.
—La vi una vez, cuando yo no era más que un niño y tú ni siquiera habías nacido. Me pareció la
mujer más amable, elegante y hermosa que había visto nunca— le sonrió—. Hasta que te conocí.
Ella le respondió a la sonrisa, encantada.
—Yo no la recuerdo. Murió cuando yo era muy niña.
—Lo sé, lo lamenté mucho al enterarme. Pero ten por seguro que tu padre la amó hasta el día de su
muerte.
Por toda respuesta, Anna acercó los labios hasta los de él, que la besó más que gustoso.
—¿Me llevarás algún día?
—¿A la India? — ella sintió.
—Quiero conocer esos exóticos lugares donde conociste a mi padre y saber por qué motivo un
respetado marqués prefiere vivir como un comerciante en lugar de cumplir su papel como un lord del
reino.
—Tal vez algún día. Aunque, ¿qué opinará tu pretendiente? — ella lo miró sin comprender—. He
visto las flores que te ha enviado.
—Julian— suspiró ella—. Me hace feliz haber encontrado a un miembro de mi familia pero no deseo
casarme con él. Solo te deseo a ti.
Oliver la miró fijamente a los ojos mientras la mano de ella se deslizaba en una lenta caricia por su
pecho hasta su entrepierna. Contuvo la respiración cuando Anna le alcanzó el miembro.
—Anna…
—Antes no tuve ocasión para acariciarte— se quejó ella, con las mejillas arreboladas—. Oh, no
esperaba que fuera tan suave.
A medida que ella deslizaba los dedos por la sensible longitud, Oliver tenía que apretar los dientes si
no quería sucumbir demasiado pronto a la pasión. La mano de ella exploraba el miembro viril, cada vez
más grande y endurecido, y soltó un ruidito de sorpresa cuando lo hizo deslizar entre sus dedos y la
sensible piel protectora descubrió el glande hinchado.
—Ya basta— con un rápido movimiento, el marqués se zafó de su caricia y la tumbó de espaldas al
tiempo que se colocaba entre sus piernas—. Ahora es mi turno.
Anna no se había dado cuenta de que ella misma se estaba excitando hasta que se oyó gemir cuando
la boca del marqués tomó posesión de sus pezones, lamiendo, chupando y succionando, y se sorprendió
cuando su cuerpo acogió de nuevo la gran erección. Comenzaron a moverse el uno contra el otro,
dejándose llevar por la pasión que sentían hasta que esta explotó mientras ellos se devoraban con sus
besos.
~
Cuando Anna abrió los ojos por la mañana se encontraba sola en la cama. Temía que todo hubiera
sido un sueño, pero el olor íntimo de Oliver aun impregnaba su almohada y la punzante molestia que
sentía entre las piernas le hicieron saber que había sido real. Había pasado la noche a su lado y se le había
entregado, tal y como demostraban las manchitas rojas que salpicaban las sábanas. Tendría que buscar
una buena explicación para aquello, se dijo, y tal vez usara como excusa su periodo para evitar que
Maggie sacara sus propias conclusiones.
A pesar de todo Oliver no estaba junto a ella y su lado de la cama estaba ya frío. ¿La estaría
esperando abajo para el desayuno? ¿Se habría marchado al alba para no levantar sospechas entre el
servicio? Necesitaba verlo cuanto antes, hacerle saber que se sentía la mujer más feliz del mundo. Maggie
entró en la habitación justo cuando Anna se levantaba; le explicó las manchas de su cama y entre las dos
se encargaron de asearla, peinarla y vestirla casi a la velocidad de un carruaje tirado por media docena de
caballos.
Pero la desilusión se apoderó de ella nuevamente cuando tampoco encontró a Oliver esperándola en el
comedor. Una pareja de sirvientes colocaban una gran cantidad de bandejas para el desayuno junto al
mayordomo Wallis, quien tras advertir su llegada no tardó en apartarle una silla.
—Buenos días, señorita Faris. ¿Té? — le ofreció el mayordomo.
—Por favor— contestó Anna mientras le servían una abundante cantidad de comida en el plato. Todo
el apetito que tenía al despertarse había desaparecido al no ver a Oliver—. ¿Está ya el marqués en su
estudio, Wallis?
—No, señorita. Lord Holbrook salió esta mañana temprano.
—Oh…
Había vuelto a marcharse a pesar de lo que habían estado haciendo la noche anterior. Anna se
preguntaba si para el marqués había significado tanto como para ella.
—Pero el marqués le ruega que se reúna con él en los establos después del desayuno. — continuó el
mayordomo.
Tragando el bocado que acababa de darle a un bollo recién horneado, Anna se acabó el té y casi
vuelca la silla cuando se puso en pie. Dándole las gracias al mayordomo, se dirigió casi a la carrera hacia
los establos donde Oliver la esperaba.
Al llegar a las cuadras lo identificó nada más verlo, pues a pesar de que estuviera junto a un par de
caballos y de espaldas a ella, Anna no dudaría nunca a la hora de reconocer a su amor. Oliver estaba
conversando con el encargado de los establos, dándole algún tipo de orden a la que el hombre asentía casi
sin parpadear. Pero se hizo el silencio entre ellos cuando ella apareció. Anna sonrió, tímida y coqueta al
mismo tiempo y el marqués despachó al encargado, de modo que quedaron a solas.
—Esta es Sunny— le dijo él, dando unas caricias a la brillante crin de la yegua color canela que tenía
a su lado—. Y está esperando que su nueva dueña la saque a pasear.
Anna abrió mucho los ojos, impresionada y sin acabar de creer lo que oía. El hombre que hasta hacía
unas semanas la mantenía recluida en la mansión y que apenas se preocupaba por ella se había convertido
en un amante tierno y entregado, capaz de hacer cualquier cosa por complacerla. Era el hombre que ella
amaba.
—¿Me has comprado un caballo? — preguntó ella entre risas y el marqués se encogió de hombros.
—Esta señorita lleva demasiado tiempo sin que nadie la monte— la miró directamente a los ojos y
después susurró—. ¿Estás muy dolorida o crees que podríamos dar un paseo?
Ella se dejó levantar de suelo cuando se lanzó a los brazos de Oliver, riendo encantada, y consiguió
sorprenderlo una vez más cuando aplastó los labios contra los suyos. Las dudas que pudiera haber tenido
al no encontrar a Oliver en la cama a su lado se disiparon al instante, pues él seguía queriéndola.
—No estabas cuando me desperté.
—Estás decidida a dar que hablar, ¿no es así? — le sonrió cuando logró soltarse de su abrazo—.
Hubiera sido un escándalo que me encontraran en tu cama.
—Es que me siento feliz, Oliver— y dejándose ayudar por él, subió a lomos de su yegua. La mueca
de dolor que mostró el rostro de Anna cuando se sentó a horcajadas sobre la montura no pasó
desapercibida al marqués, que sintió una primitiva punzada de satisfacción por ser la causa de dicha
molestia—. Gracias.
—¿Preparada? — dijo él, después de haber montado.
—Una carrera hasta el lago, ¿te atreves?
—Anna, no creo que sea una buena idea.
—¿No te atreves a competir conmigo? — le provocó, entusiasmada, y golpeó los flancos del animal
que al instante comenzó su galope—. ¡Vamos, milord!
Oliver nunca se había sentido tan vivo, Anna le había hecho recuperar la ilusión por el futuro y estar a
su lado le hacía volver a tener esperanza. Oía su risa mientras se alejaba trotando frente a él, podía ver
cómo el viento y la velocidad mecían sus rubios cabellos, despeinándola. Cuando Anna volvió la vista
hacia él para animarlo a seguirla, tenía las mejillas arreboladas y él recordó lo joven que era, lo llena de
vida que estaba. Le resultaba imposible no quererla, verla todos los días y no sucumbir a la tentación de
tenerla. La noche anterior la había deseado y la había tenido, pues ella se le había entregado de buen
grado. Recordarla entre sus brazos, desnuda y jadeante, le provocaba una inmediata erección que
resultaba muy incómoda al cabalgar. Sabía que se estaba comportando como un muchacho con la libido
descontrolada, pero era exactamente así como se sentía cuando ella lo miraba a los ojos y le sonreía.
Finalmente fue el caballo del marqués quien llegó primero al lago y ya llevaba unos segundos
descansando libre por el prado para cuando Anna llegó a lomos de Sunny.
—Has hecho trampas— lo acusó ella, mientras permitía que él la ayudase a desmontar.
—No es cierto. Sunny es una buena yegua, te lo dije.
—Pero olvidaste mencionar que no le gusta correr. ¡Se paró a mitad de camino!
La risa acudió de nuevo al marqués. Hacía muchos años que no se divertía tanto, pero Anna parecía
de verdad tan indignada y él parecía tan joven cuando reía… Así pues, Anna acabó sucumbiendo también
a la risa y corrió de nuevo a sus brazos.
—Este lugar es precioso— murmuró ella, y tomó asiento sobre la verde hierba, bajo la sombra de un
árbol. Oliver imitó su gesto y se sentó a su lado—. ¿Cómo es que hacía tanto tiempo que no venías aquí?
Oliver tomó entre sus dedos unas briznas de hierba y las hizo girar entre sus dedos. El sol incidía
directamente sobre su rostro y el verde de sus ojos brillaba más que nunca. Anna no pudo resistir la
tentación de enterrar los dedos en el cabello que le caía sobre la nuca.
—La última vez que vine a Inglaterra fue para enterrar a mi padre— contestó al fin—. Mis últimas
visitas fueron para despedirme de un ser querido.
Anna se inclinó hacia delante y apoyó la barbilla sobre el hombro de Oliver; luego lo besó tras la
oreja.
—Pero ahora estás aquí y has venido a buscarme.
Él giró la cabeza y le sonrió antes de preguntarle:
—¿Te arrepientes?
—Ya sabes que no. Oliver, estoy bien. Estoy más que bien. Nunca en toda mi vida me había sentido
más feliz y completa, así que deja de preguntarme cómo me siento o me enfadaré.
—De acuerdo— y ella aceptó su beso, gustosa—. Anoche ni siquiera me ocupé de ti. Debías estar
dolorida.
—Yo creo que te ocupaste muy bien de mí. — murmuró, coqueta.
—Ya sabes a lo que me refiero. Fue la primera vez para ti; tal vez debí esperar para volver a hacerlo.
—No me importaría que lo hicieras de nuevo.
El susurro de ella hizo que la piel de Oliver se erizase, todo su cuerpo se estremeció y su miembro dio
un salto dentro de sus pantalones. No pudo resistir más tiempo sin besarla, y cuando Anna gimió y le
enredó la lengua alrededor de la suya, él la ayudó a subirse sobre su regazo.
Sintiéndose poderosa por primera vez, con su sexualidad recién descubierta, Anna se bajó el escote
del vestido de paseo y desató los cordones que cerraban su corsé. Jadeó cuando sus pechos quedaron
libres y desnudos frente a Oliver, y el marqués gruñó excitado antes de enterrar el rostro entre los senos.
Su lengua se ocupó de ellos, saboreándole los pezones como quien disfruta de una jugosa pieza de fruta
en verano; los mordisqueaba con los dientes y succionaba mientras ella le acariciaba la oscura mata de
pelo.
—Hazme el amor. — le susurró Anna.
El cuerpo de ella había comenzado a mecerse sobre su creciente erección y se apartó a regañadientes
cuando el marqués metió la mano bajo sus faldas para desatarle los lazos de su ropa interior. Usando los
dedos, notó la creciente humedad del sexo de Anna y lo acarició en círculos hasta introducirle uno de
ellos. Después, aún con los dedos mojados, extrajo su pene erecto de sus pantalones y lo condujo a su
interior. Anna gritó su nombre y comenzó a moverse sobre él, alzando el rostro hacia arriba con los ojos
cerrados. Nunca se había sentido tan cerca del cielo.
~
Estaba ya avanzada la tarde cuando el marqués y Anna regresaron a la mansión. Ella se sentía fresca
como una flor recién cortada por las expertas manos de un buen jardinero, que no era otro que Oliver por
supuesto. Durante su paseo había descubierto que lord Holbrook podía ser un hombre cariñoso, amable y
muy divertido, que además era incapaz de quitarle las manos de encima. No habían hablado sobre qué
harían una vez que se descubriera su relación pero Anna no tenía miedo, pues sabía que a pesar de las
habladurías, él estaría a su lado.
Antes de que pudieran escabullirse al estudio del marqués para poder disfrutar de un momento de
intimidad, Wallis los interceptó, malogrando así sus planes.
—Disculpe, milord, pero tiene una visita— el mayordomo estaba ligeramente alterado, algo que no
era propio en un hombre tan pausado como Wallis—. Insistí en que hoy no recibía visitas y que debía
volver en otro momento, pero me temo que ella ha insistido, milord.
—Está bien, Wallis— le restó impaciencia el marqués—. ¿De quién se trata?
—Le espera en la biblioteca, lord Holbrook. — y discretamente, se retiró.
—¿Quieres que espere arriba? — sugirió Ana.
—No. Lo despacharé pronto, sea quien sea. Hoy nadie va a impedirme que me dedique a ti.
Ella le sonrió y ambos se encaminaron hacia la biblioteca. Pero toda la ilusión, todos los planes que
habían hecho, se vinieron abajo en un abrir y cerrar de ojos cuando Oliver descubrió la identidad de su
misteriosa visita. De pie junto a la mesa de licores, se encontraba una hermosísima mujer de cabello tan
oscuro como la noche y unos llamativos ojos felinos ataviada con un brillante vestido de viaje de color
rojo. Ella le sonrió cuando sus miradas se cruzaron.
—Cualquiera diría que ha visto a un fantasma, milord. — le dijo ella; tenía una voz sensual y
desafiante.
—¿Qué diablos haces aquí, Elizabeth?
A juzgar por la tensión que se había apoderado del cuerpo de Oliver, Anna supo que la visita no era
bien recibida pero no tenía ni la menor idea de quién era la misteriosa mujer, pues jamás la había visto.
—Ocupar el lugar que me corresponde, querido.
El marqués dio unos pasos hacia ella, con las manos formando puños a ambos lados del cuerpo.
—Tienes que irte. Ahora.
—¿Qué formas son estas de recibirme? — la mujer intentó zafarse del fuerte agarre que suponía la
mano de Oliver sobre su brazo. Ni siquiera él mismo se había dado cuenta de que la sujetaba hasta que se
vio reflejado en los perversos ojos de ella.
—¿Oliver?
La voz de Anna le llegó lejana, como de otro mundo; había olvidado que ella estaba allí y cuando la
miró vio miedo en sus ojos.
—¿No vas a presentarnos? — Elizabeth se deshizo del agarre de Oliver y se acercó hasta Anna—.
Elizabeth Grant, marquesa de Holbrook.
Marquesa de Holbrook… Anna miró a Oliver con la esperanza de que desmintiera lo que estaba
diciendo aquella horrible mujer, pero, en cambio, él bajó la mirada, culpable y avergonzado. Y ella supo
entonces que era cierto.
Oliver Grant era un hombre casado y acababa de conocer a su esposa.
XIV
Sentía la mirada triunfante de Elizabeth clavada sobre su rostro. Anna no sabía qué hacer ni qué
decir; ¿cómo se suponía que debía reaccionar ante una noticia semejante? Acababa de descubrir que
Oliver era un hombre casado y su esposa, la marquesa de Holbrook, estaba de pie frente a ella esperando
su réplica mientras una sonrisa de clara suficiencia se formaba en sus carnosos labios.
—Bienvenida a Holbrook Park, milady— consiguió decir Anna con un hilo de voz, al tiempo que
realizaba una reverencia ante la mujer. Pudo ver de soslayo al marqués, que avanzaba hacia el lugar
donde estaban ellas; pero a pesar de vérsele apesadumbrado, Oliver no dijo ni una sola palabra e
irremediablemente los ojos de Anna se llenaron de lágrimas—. Discúlpeme, por favor.
—¡Anna, espera!
Pero ya era tarde y la súplica de Oliver de nada sirvió para tratar de detenerla. Dando media vuelta,
Anna echó a correr escaleras arriba, tropezando con sus faldas que no había recogido y puesto que la
visión borrosa a causa de las lágrimas que había comenzado a derramar le dificultaba ver por dónde la
llevaban sus pies.
—Debo decir, querido, que no es en absoluto discreta. Es obvio que te estás acostando con ella.
La penetrante voz de Elizabeth tras su espalda lo atrajo de nuevo a la realidad, pues había estado
contemplando con desolación cómo Anna se alejaba de él. El que Oliver creía haber sido hasta ese
momento el día más feliz de toda su vida acababa de convertirse en un infierno con la inesperada
aparición de su indeseable esposa.
Hacía años que Elizabeth y él no se veían las caras a pesar de vivir en el mismo continente, aunque el
marqués jamás se había permitido olvidarla pues ella era el principal y único motivo por el que su vida
estaba completamente rota y por el que, hasta la pasada noche, se había estado resistiendo al amor que
comenzaba a sentir por Anna. Pensar en ella y en el daño que le estaba causando ahora que sabía la
verdad le hizo enfurecer.
Finalmente, Oliver se giró para hacer frente a su esposa y su mirada reflejaba una furia a punto de
estallar mientras que los ojos de ella, de la misma tonalidad verdosa, demostraban una clara actitud de
suficiencia. Se estaba quitando los guantes en un delicado y tranquilo gesto cuando Oliver cerró las manos
sobre los delgados brazos femeninos.
—Te lo advierto— murmuró él entre dientes—. Si intentas lastimarla de alguna forma, juro por Dios
que te acordarás de mí.
—Vaya, vaya, lord Holbrook enamorado. ¿Quién lo iba a decir? Cuidado con lo que dices, querido.
Creí que todo tu corazón me pertenecía.
Elizabeth tuvo que sujetarse al sillón más cercano para no caer al suelo cuando el marqués la soltó de
forma brusca. Sonreía al ver a su marido descolocado, pasándose las manos por el pelo una y otra vez,
sin saber qué hacer con ella.
—¿A qué has venido?
—Ya te lo he dicho, querido— contestó ella sin perder la calma—. Vengo a ocupar mi lugar a tu lado,
por supuesto.
—Tienes que irte. ¡Ahora! No eres bien recibida, lady Holbrook. — y la forma en que pronunció las
últimas palabras no pudo estar más cargada de cinismo y desdén.
—Me temo que eso será imposible— Oliver se la quedó mirando, sin comprender—. El viaje desde
Bombay ha sido muy largo, además de peligroso, y puede que haya dejado caer una o dos veces que me
dirigía a reunirme con mi esposo, el marqués de Holbrook. Querido, a juzgar por los rostros de sorpresa
que he visto en el pueblo cualquiera podría pensar que no les has hablado de mí.
—Sé lo que intentas hacer y déjame decirte que no te va a funcionar.
—¿Tú crees? Comprobémoslo, entonces. ¿Por qué no subes y le preguntas a tu fulana qué impresión
le ha causado conocer a tu esposa?
Elizabeth permaneció impasible en su sitio, con la barbilla bien alta, mientras le veía acercarse con
grandes zancadas. Ni siquiera demudó su fría expresión cuando él alzó la mano frente a su rostro.
—Los dos sabemos que no vas a hacerlo— susurró, muy cerca del apuesto rostro masculino—.
Tanto si estás dispuesto a admitirlo como si no, recuerda que un día decidiste casarte conmigo.
La mano de Oliver descendió despacio. No iba a pegarle, jamás había golpeado a una mujer y no iba
a empezar a hacerlo ahora por mucho que ella lo provocara. Permaneció unos segundos observando a la
morena y hermosa mujer a la que creía haber amado hacía casi una década y ahora en cambio solo sentía
desprecio por ella. Con sus malas artes Elizabeth le había arruinado la vida.
—Ya no soy aquel muchacho ingenuo al que un día engañaste. Y aunque tú no hayas cambiado en
absoluto, yo por el contrario sí lo he hecho.
Acortando la escasa distancia que los separaba, Elizabeth colocó las manos sobre el pecho duro del
marqués y deslizó los dedos por las solapas de su chaqueta antes de alzar la vista y susurrar:
—Puede que tu físico haya cambiado, querido. A la vista está— sonrió—. Me gusta. Pero sigues
conteniendo el aliento cada vez que te toco, eso no ha cambiado.
Con un gesto de disgusto, Oliver se apartó de ella y deseó poder hacer oídos sordos a sus palabras
envenenadas.
—Has perdido el juicio.
—Lo sabes tan bien como yo, Oliver. Ahora estoy aquí y juntos podemos hacer grandes cosas, sé que
eres consciente del poder que tendríamos.
—Hace mucho tiempo que aprendí a no necesitarte, Elizabeth— y antes de desaparecer por la puerta,
añadió—. Partirás en el primer barco que zarpe hacia Bombay. No deshagas tu equipaje.
~
Anna no creía haber derramado tantas lágrimas ni siquiera tras la muerte de su querido padre. Sentía
una profunda sensación de ahogo en el pecho que incluso le dificultaba la respiración y Maggie, su joven
doncella, se había asustado al verla tan desconsolada, pero Anna la había despachado con un gesto de la
mano mientras le susurraba entre lágrimas que necesitaba estar sola.
La almohada que aún conservaba un ligero rastro de la esencia de Oliver estaba ahora empapada por
el torbellino de lágrimas que acudían a los ojos de la joven. Aquella misma mañana al despertarse se había
sentido la mujer más dichosa de Inglaterra, pero ahora su vida se había convertido en una auténtica
pesadilla. Después de lo que acababa de descubrir se le antojaba imposible alargar su estancia en
Holbrook Park ni un día más, pues no podría soportar ver a Oliver junto a su marquesa día tras día y
pensar que una vez ella misma se había imaginado acompañándolo en ese lugar, no como su consorte,
sino como su esposa. Pero ese puesto ya estaba ocupado.
Pensó en su padre y en la falta que le hacía tenerlo a su lado en ese momento. Si tan solo el pobre
hombre supiera cuánta felicidad y al mismo tiempo desdicha le había causado quedar bajo la tutela del
marqués… Pero era imposible que él hubiera imaginado a su hija enamorándose de un desconocido, a
pesar de la belleza y juventud de este. Anna deseó volver el tiempo atrás y encontrarse de nuevo siendo
una niña protegida por los brazos de su padre, el único hombre al que había amado hasta que Oliver
Grant se cruzó en su camino.
—Oh, papá…— sollozó, con el rostro oculto en la húmeda almohada.
Sus gemidos de pena amortiguaban el sonido que producían los nudillos que llamaban con insistencia
a su puerta, hasta que una desesperada voz masculina llegó a sus oídos.
—Anna, por favor, deja que te explique— le decía Oliver en sus intentos por entrar—. Déjame pasar.
Cariño… por favor.
Al principio Anna dudaba si debía dejarle entrar. No quería verlo, no quería tener que mirar a los ojos
del hombre que le había estado mintiendo durante semanas y tampoco deseaba que él la viera en ese
estado, destrozada por su causa. Pero Oliver podía llegar a ser muy insistente.
—No me marcharé de aquí hasta que me dejes verte, Anna— le decía—. Y poco me importa si tengo
que esperar horas, días incluso. Permite que me explique, por favor. Déjame.
Comprendiendo que él no iba a marcharse, se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano y se dirigió
hacia la puerta. Cuando la abrió y vio el aspecto hundido y desolado que presentaba Oliver casi se alegró
por ello, pues lo tenía bien merecido; aunque el aspecto de ella no fuese mucho mejor.
—Oh, Anna…
—Quieto— lo frenó ella alzando una mano, deteniendo así el intento del marqués por acercársele—.
No me toques.
—Anna, por favor. Deja que te explique. Tú no lo entiendes pero es más complicado de lo que
parece.
—¿Que no lo entiendo? Por supuesto que no lo entiendo, Oliver. Jamás te has molestado en decirme
que tienes una esposa.
—Sucedió hace mucho tiempo— intentaba explicarse él—. Tan solo éramos unos críos, no sabíamos
lo que hacíamos, y al cabo de los pocos meses nos dimos cuenta de que celebrar la boda había sido un
error. Por favor, Anna— Oliver dio unos pasos hacia ella, pero Anna caminó otros tantos hacia atrás; si él
la tocaba sabía que se desmoronaría—. Tienes que creerme.
—Pero te casaste con ella— lo acusó, sintiendo cómo nuevas lágrimas corrían por sus mejillas—. Y
eso es algo que no puede deshacerse.
—Entre Elizabeth y yo no hay nada, te lo juro. Nuestra historia ni siquiera debería haber empezado,
pero hace años que no la veía. Anna, yo no había planeado esto.
—¿Y pretendes que te crea? Sabías que tenías una esposa anoche mientras yacías conmigo y ni
siquiera te importó.
—No, Anna. Eso no es cierto. He intentado mantenerme alejado de ti durante todas estas semanas,
pero no puedo. Anna, me he enam…
—¡No! — le gritó ella, sin poder contener el llanto. No quería oír que se había enamorado de ella. No
quería más mentiras—. No lo digas.
—Por favor, Anna— repetía él sin cesar—. No la quiero. Elizabeth no significa nada para mí.
No podía soportar verla llorar y saberse el causante de su dolor; lo único que Oliver quería hacer era
abrazarla y susurrarle al oído que todo saldría bien, pero sabía que no podía seguir engañándola pues ni
siquiera él mismo sabía qué sucedería a la mañana siguiente. No podía ofrecerle nada salvo más mentiras
y dolor y la certeza de aquello lo mataba por dentro.
—Sigue siendo tu esposa— contestó ella—. Dios, ¡te habrás divertido tanto a mi costa!
—Anna…
—¡La chica ingenua que cae rendida ante tus ardides amorosos!
—Estás enfadada y lo entiendo. Grítame si es lo que deseas pero no dudes jamás de lo que siento.
Todo lo que te he dicho, todo lo que he hecho, ha sido real.
—Ya no sé qué creer, Oliver.
Si permanecía junto a él mucho más tiempo sabía que acabaría llorando desconsolada entre sus
brazos y suplicándole que la amara con lo poco que pudiera entregarle, asegurándole que se conformaría.
—Por favor, vete. Quiero estar sola.
Sabía que Anna necesitaba tiempo y tal vez comprendiera su postura cuando abriera los ojos por la
mañana, pero quería ser él quien la consolara si ella se lo permitiera. Intentó acercarse una vez más, pero
Anna se abrazó el cuerpo con las manos en un gesto defensivo; no quería que la hiriera más. Aquello fue
un golpe directo al corazón del marqués, ya que sentía que la perdía.
Cuando Oliver se marchó fue como si una malvada y poderosa fuerza invisible le arrancase el corazón
del pecho y lo rompiera en mil pedazos. Ya no le quedaba nada; todo el deseo, la pasión, las confidencias,
las risas y las caricias que habían compartido en las últimas horas se habían desvanecido y solo quedaba
el dolor. Volvió a dejarse caer en la mullida cama, sintiéndose vacía, pues acababa de perder al hombre al
que amaba.
XV
Convivir bajo el mismo techo con el hombre que amaba y la esposa de este es algo que nunca ha
resultado fácil ni agradable para una mujer y Anna no era ninguna excepción. Había pasado despierta gran
parte de la noche hecha un mar de lágrimas y lamentándose por su mala fortuna, hasta que finalmente el
cansancio acumulado la había vencido y Anna sucumbió al sueño. Por la mañana, al despertarse, se
sentía como su hubiera sido arrollada por un coche de tiro, su cuerpo estaba entumecido y tenía los ojos
hinchados por el llanto pero, por el contrario había conseguido poner en orden sus ideas. Mientras Maggie
la arreglaba, ayudándola a colocarse un bonito vestido de paseo de un color rosa pálido, decidió que no
iba a derramar ni una sola lágrima más, pues no con ello iba a conseguir deshacer el pasado de Oliver. De
modo que lo único que le quedaba era lamerse las heridas y aceptar su destino.
No iba a ser feliz entre los muros de Holbrook Park, ella lo sabía; así pues, la solución más factible
era abandonar el lugar cuanto antes, ya que no era lo mismo aceptar que nunca tendría el amor de Oliver
a tener que verlo día tras día al lado de su esposa. Anna era una muchacha inexperta, era cierto, pero no
era ninguna ingenua.
Era ya tarde cuando bajó a desayunar, y lo había hecho adrede, pues no deseaba encontrarse con el
marqués, mirarlo a los ojos y desear lanzarse a sus brazos sabiendo que ya no podía. Debía buscar cuanto
antes la manera de marcharse. Sin embargo, el destino no pensaba ponerle las cosas fáciles y no fue el
marqués con quien se cruzó al bajar las escaleras, sino lady Holbrook, preocupada en darle los buenos
días.
—Querida señorita Faris— fue el cálido saludo de lady Holbrook. La mujer vestía un llamativo
vestido de seda verde, a juego con sus ojos, y su pronunciado escote resultaba excesivo para la hora del
día en la que se encontraban—. Justo me dirigía a buscarla. ¿Se encuentra bien? No es de recibo que una
dama duerma hasta tan tarde. — la reprendió Elizabeth.
Anna se obligó a forzar una sonrisa que no sentía; por alguna inexplicable razón, el rostro de aquella
mujer de gran belleza no le inspiraba confianza, aunque debía reconocer que el motivo de su antipatía era
debido a que ella era la esposa de Oliver.
—Disculpe mi falta de modales, lady Holbrook— al cabo, hizo una elegante reverencia que pareció
complacer en demasía a la marquesa—. Debí excederme ayer bajo el sol y me sentí indispuesta.
—Las mujeres en Inglaterra debéis conocer cuáles son vuestros límites, querida— enunció Elizabeth
—. Hay ciertos menesteres para los que no os encontráis capacitadas.
Anna no estaba del todo segura de si continuaban hablando del exceso de sol en las blancas pieles de
las damas inglesas o si habría algo más oculto bajo las palabras de la mujer. Fuera como fuere, Anna se
obligó a sonreír una vez más y comenzó a formular una despedida que enseguida fue frenada por
Elizabeth.
—El marqués no se encuentra en Holbrook, por supuesto. Mi esposo es un hombre en sumo
ocupado, ¿no es cierto? — Elizabeth se preocupó por recalcar aquellas palabras que dejaban a las claras
que el marqués era de su posesión. Después, añadió—. En cualquier caso, tengo entendido que el baile
que mi esposo ofreció en su honor fue todo un éxito, querida. Ha causado usted un gran revuelo en
Hertfordshire y todos desean conocerla, así que me he tomado la libertad de aceptar la invitación de lord
y lady Whitecop para la recepción que celebran esta noche. Estoy segura de que el conde y la condesa se
sentirán en sumo halagados de recibirnos a las dos en la mansión.
—Lady Holbrook— comenzó Anna, intentando declinar la invitación. Lo último que le apetecía era
mezclarse con desconocidos y mucho menos tener que ver a Oliver—, no creo que sea oportuno que
yo…
—No diga más, querida— interrumpió Elizabeth, mostrando una sonrisa de suficiencia—. ¡Todo el
mundo hablará de nosotras!
Y soltando una risita, la marquesa se marchó con la convicción de que la protegida de su esposo ya no
tenía nada que hacer con él y que la belleza de la joven no era nada comparada con la suya.
Anna tuvo que sujetarse al pasamanos de madera para poder descender los peldaños que le quedaban.
Su breve encuentro con la marquesa la había dejado exhausta y acababa de comprobar por sí misma que
la mujer jamás aceptaba una negativa por respuesta y que acostumbraba hacer siempre su voluntad. Al
contemplarla, Anna entendía por qué Oliver se había enamorado de ella en el pasado, lady Holbrook era
la mujer más hermosa que ella había conocido nunca, con su mirada exótica, sus labios carnosos y la tez
morena, debía tener a los hombres postrados a sus pies. Sin embargo, también había frialdad en su rostro
y a Anna le pareció que no era una mujer en la que se pudiera confiar. Prácticamente la obligaba a acudir
a la recepción de los Whitecop esa noche y ella ni siquiera había podido negarse. Tal vez si fingía estar
enferma…
—El señor FitzJames ha llegado, señorita Faris. — anunció el mayordomo, y como de costumbre,
Anna no había advertido su presencia.
Sonrió sinceramente por primera vez en lo que le parecía una eternidad, agradeciendo que algunas
cosas no hubieran cambiado.
—Gracias, Wallis.
Al llegar al recibidor encontró a su primo esperándola elegantemente vestido y con su inseparable
sonrisa en los labios. Pero esta se desvaneció en cuanto acertó a ver el rostro de Anna.
—¿Qué te sucede? ¿Algo va mal?
Anna maldijo mentalmente su mala suerte. Aquella mañana había aplicado algo de color a su pálido
rostro pero nada pudo hacer con las oscuras sombras bajo los ojos.
—No he dormido muy bien, solo eso— le restó importancia y sonrió cuando Julian tomó una de sus
manos, sin guantes, y la acercó hasta sus labios—. ¿He olvidado nuestra cita?
—Te ruego me perdones, querida. Un caballero que se precie no debe presentarse sin avisar— y
mirándola a los ojos, volvió a sonreír—. Pero he de admitir que no esperaba más para verte.
—Y yo me alegro de que no hayas esperado— le sonrió Anna a su vez, realmente se alegraba de
tenerlo a su lado—. ¿Me acompañarías en un paseo?
—Será un verdadero placer.
Ofreciéndole el brazo, Julian la escoltó en su camino hacia los jardines de Holbrook. Sentir la
presencia de un amigo a su lado, el suave canto de los pájaros y el agradable olor de las flores que la
rodeaban ayudaron a que Anna comenzara a relajarse por primera vez en horas.
—He oído que lady Holbrook ha llegado a Hertfordshire— comentó Julian, sin saber que no era el
tema de conversación acertado en aquel momento—. No tenía noticias de que el marqués estuviera
casado.
—Yo tampoco— confesó Anna en un suspiro—. Ha sido una sorpresa.
—¿Cómo es?
Anna pareció pensárselo durante unos segundos. ¿Qué podía decir de ella? Era una mujer muy bella
pero inquietante.
—No estoy segura— contestó finalmente—. No hemos conversado mucho.
—¿Y el marqués?
Sintió una punzada de dolor en el pecho cuando Julian lo nombró. Había estado tratando de evitar
pensar en Oliver, pero al parecer no sería posible.
—Imagino que lo veré esta noche. Lord y lady Whitecop nos han invitado a una especie de recepción.
—Lo dices como si fuera un castigo impuesto.
—Es que no me apetece ir— confesó Anna—. Conocer a tanta gente, tantos desconocidos…— de
pronto una idea cruzó por su mente; aquella noche tendría que lidiar con personas a las que jamás había
visto mientras lord y lady Holbrook estaban a su lado y ella no quería estar sola—. ¿Vendrías conmigo,
Julian?
—¿Quieres decir que te acompañe? — Anna asintió, esperanzada—. Habrá habladurías si nos ven
aparecer juntos.
—¿A qué te refieres? ¿Qué tipo de habladurías?
—Del tipo en que acabarán pensado que estamos comprometidos.
—¡Tonterías! Eres mi primo, Julian. Y, en todo caso, no me importa el qué dirán.
—¿Estás segura? — ella volvió a asentir, sonriente.
—¿Me acompañarás, por favor?
—Que intenten impedírmelo.
~
La íntima recepción que ofrecían lord y lady Whitecop resultó ser un concurrido baile de al menos un
centenar de invitados. Por suerte, Anna había decidido escoger con minuciosidad su atuendo debido a que
aquella iba a resultar ser una velada especialmente dura para ella y ya que tenía que compartirla con lord
Holbrook y su esposa al menos quería estar a la altura de esta. Así pues pudo contemplar con cierto
placer la expresión de conmoción en el rostro de Oliver cuando la vio descender la gran escalera; Anna
lucía un hermoso vestido de una brillante seda de color azul claro y un delicado encaje cubría los bordes
del atrevido escote que dejaba al descubierto sus hombros y el inicio de sus senos. No llevaba joya alguna
y su único complemento eran los guantes de color marfil que cubrían sus brazos.
No había visto al marqués desde que discutieran la noche anterior, pero a pesar de lo impecablemente
vestido que se encontraba, su aspecto no era mucho mejor que la pasada noche. Su apuesto rostro
reflejaba las horas de insomnio, la desesperación y la angustia por la pérdida de lo que habían vivido
juntos, a pesar de su brevedad. Sin embargo, no tuvo ocasión de acercarse a ella para decirle lo hermosa
que estaba ya que lady Holbrook eligió ese momento para hacer acto de presencia; Anna tuvo que
agradecérselo en silencio, pues no hubiera soportado un encuentro a solas con Oliver. Aún era demasiado
pronto. La marquesa había vuelto a elegir el color rojo para su vestido, esta vez adornado con
complicados bordados en negro. No cabía duda de que buscaba llamar la atención y Anna sabía bien que
lo conseguiría.
Cuando la marquesa se aferró al brazo de su esposo y dio su consentimiento para marcharse, Anna no
prestó atención al gesto de desagrado que hacía Oliver, demasiado concentrada como estaba en el dolor
que le causaba contemplar junto al matrimonio. Afortunadamente, la llegada de Julian fue anunciada en
ese mismo momento y Anna dio gracias a la providencia por habérselo enviado antes de que las lágrimas
comenzaran a resbalar de sus ojos.
—¿FitzJames? — inquirió el marqués cuando lo vio aparecer y miró a Anna con el entrecejo fruncido.
—Es mi invitado. — se limitó a decir ella; una vez hechas las presentaciones oportunas, se sujetó del
brazo que Julian le ofrecía y ambas parejas salieron de la mansión.
Ahora, rodeada de tantas y tantas personas que se le acercaban para conocerla, Anna debía admitir
que apenas si tenía tiempo para pensar en Oliver. Aunque la perspectiva de una cena íntima en la que sin
duda el conde y la condesa casi la habrían interrogado con el fin de saber más sobre ella no hubiera sido
de su agrado en un principio, tenía que reconocer que prefería estar en mitad de un concurrido baile,
donde había tanta gente que ella pudo respirar algo más tranquila. Además, la inesperada aparición de
lady Holbrook había atraído toda la atención de los allí presentes, de modo que la marquesa se había
convertido en la comidilla de la noche. Y de hecho parecía estar encantada.
—Una mujer fascinante lady Holbrook. — le dijo Julian a su lado. Estaban tomándose un descanso
junto a la mesa de refrigerios después de haber bailado una animada cuadrilla.
Julian había estado en lo cierto y aparecer a su lado en el baile de los Whitecop parecía haber
disuadido la atención de sus pretendientes. Anna lo agradecía ya que no se sentía con fuerzas para
continuar la caza de un marido aquella noche.
—Supongo que lo que resulta fascinante es que nadie sabía de su existencia hasta hace un día. —
murmuró Anna contra el cristal de su copa de champán.
—Cierto, es cuanto menos sorprendente. Sin embargo no parece que el marqués esté tan
entusiasmado con su llegada como el resto. Por cierto, ¿dónde está?
Fue como si las palabras de Julian lo hubieran invocado; Oliver apareció de repente, abriéndose paso
entre la multitud para llegar hasta el lugar donde ellos estaban.
—Holbrook.
—FitzJames— Anna contuvo el aliento mientras los dos hombres se saludaban de aquel modo tan frío
pero cortés, y casi olvida que debía respirar cuando Oliver la miró a ella directamente—. Imagino que no
le importará que le robe a la señorita Faris.
—¿Disculpe?
—Para el vals— aclaró Oliver con una sonrisa torcida en los labios, para desconcierto de Julian.
—Creo, milord, que la señorita Faris ya tenía todas sus piezas comprometidas conmigo.
Oliver desvió por fin la mirada, fija hasta entonces en Anna, y se molestó en centrarse en Julian.
—Estoy seguro de que podrá hacer una excepción— y le tendió la mano a Anna—. Señorita Faris…
—Anna, no tienes por qué ir.
—Está bien, Julian— colocó una mano sobre el brazo de su primo para tranquilizarlo—. Volveré
enseguida.
Dejando su copa sobre la mesa, Anna aceptó la mano que el marqués le ofrecía y permitió que la
condujera al centro de la pista por segunda vez en apenas unos pocos días. Sentir sus brazos rodeándola
nuevamente después de lo que le había parecido una eternidad casi la hacen llorar hundida en el pecho de
Oliver. El vals comenzó y sus pies tardaron en ponerse en movimiento, así que tan solo acertó a centrar
toda su atención en ellos y seguir torpemente el ritmo que el marqués marcaba.
—Anna, mírame.
El aliento que él derramó sobre su bien al hablar la hizo estremecer y Anna tuvo que cerrar los ojos
unos segundos para contener las lágrimas antes de alzar el rostro y mirarlo a los ojos. Justo cuando sus
miradas se encontraron todo comenzó a resultar mucho más fácil y empezaron a danzar tan
elegantemente como la primera vez.
—¿Has pensado en lo que te dije? — le susurró él.
—No quiero hablar sobre eso, milord. Ya está todo dicho.
—Anna, yo nunca quise hacerte daño.
Y por alguna extraña razón que Anna no llegaba a comprender, lo creía. Creía en sus palabras y en
todo lo que habían compartido. Era un consuelo saber que todo aquello había sido del todo real, aunque
no por ello dejaba de doler menos.
—Lo sé— contestó ella—. Pero debemos aceptar nuestro destino.
Como si ella no pesara más que una pluma, el marqués la hizo girar una, dos veces. Anna se sentía
ligera y feliz en sus brazos y pensaba disfrutar de esa sensación lo que durara el vals.
—Te quiero conmigo, Anna, en mi vida. Pero sé que no puedo pedirte que hagas ese sacrificio.
—No puedes, es cierto— Anna se sintió al fin con el ánimo suficiente para enfrentarse al hombre que
amaba—. No voy a convertirme en tu amante, Oliver.
—¿Tendré que ser testigo, entonces, de ver cómo te pierdo?
Anna ladeó la cabeza cuando volvieron a girar y aprovechó para lanzarle una triste sonrisa.
—Ya me has perdido.
—¿Es por FitzJames? — quiso saber él, sintiendo que empezaba a perder los nervios—. No estarás
considerando seriamente casarte con él, ¿verdad?
—¿Qué tendría de malo? Me gusta estar en su compañía— y mirando al marqués a los ojos, añadió
—. Oliver, él no me ha engañado.
—No me fío de él.
—Eso es algo que tendré que decidir yo— y se apartó de sus brazos cuando los últimos acordes de la
pieza llegaron a su fin—. Adiós, Oliver.
Anna hizo una cordial reverencia frente a él antes de marcharse. Necesitaba unos momentos a solas y
caminó presurosa hacia un balcón solitario mientras sentía en el pecho cómo se le partía el corazón.
~
Julian los contemplaba deslizarse por el salón como si fueran una experimentada pareja de baile.
Había algo extraño en la manera que tenían de mirarse, como si… Y entonces el marqués le dijo algo al
oído, algo que hizo que la respiración de Anna se alterase y sus pechos se alzaran contra el frontal de su
vestido. Julian no tuvo dudas de que algo íntimo había nacido entre ella y el marqués, algo que podía
hacer peligrar sus planes si no se apresuraba en actuar cuanto antes.
—Qué encantadora pareja.
Julian se giró hacia la mujer que se había situado a su lado, que no era otra que la marquesa de
Holbrook.
—Cualquiera que los vea bailar así podría pensar que están enamorados, ¿no es cierto? — continuó la
marquesa.
Julian contempló a la mujer que tan desapasionadamente hablaba de su esposo y no vio rastro alguno
de celos en ella.
—¿Y es así, milady?
La marquesa encogió sus delgados hombros con un suspiro y su atrevido escote descendió un par de
centímetros más.
—¿Quién sabe? Pero sería muy inconveniente para los planes que ambos tenemos, desde luego.
—¿Y qué planes son esos, lady Holbrook?
—Oh, vamos querido. Es obvio que pretende conseguir el favor de la señorita Faris, aunque no logro
entender el motivo. Sea como fuere, yo puedo ayudarle en su propósito si usted me ayuda en el mío.
—La escucho.
—El marqués y yo hemos pasado demasiado tiempo separados y es mi intención que esta situación
comience a cambiar. Tengo entendido que mi esposo ha ofrecido una generosa dote para aquel que
consiga a la señorita Faris. Decláresele y será toda suya.
—¿Y qué sucedería si Anna no me acepta?
—Estoy convencida de que lo hará— girándose hacia él, Elizabeth le dedicó una seductora y
ponzoñosa sonrisa—. ¿Tenemos un trato?
—Será un placer ayudarla, milady.
XVI
La esperada visita de Julian se hizo de rogar hasta bien entrada la tarde, cuando ya Anna se había
recluido en su habitación para evitar así un encuentro indeseado con el marqués y su esposa. Cuando
Julian fue anunciado, Anna temió tener que vérselas con su primo, lady Holbrook y Oliver al mismo
tiempo, pero la buena de Maggie se preocupó en calmarla al informarle de que el marqués había salido
esa mañana junto al señor Davies y que lady Holbrook aún no había regresado.
Con el ánimo más tranquilo, Anna bajó a reunirse con Julian, que ya la esperaba en la biblioteca en
compañía de su inseparable sonrisa. En otro momento Anna se hubiera preguntado si es que el hombre
sufría de algún problema en sus labios, pero tuvo que admitir que al ver de nuevo aquella ristra de dientes
blancos como perlas sonriéndole de esa manera que comenzaba a ser ya tan familiar para ella, sintió un
cálido y agradable cosquilleo en el estómago.
—Mi querida Anna— Julian se le acercó nada más poner un pie en la biblioteca, tomó sus manos y
depositó un beso en ellas—. Discúlpame por no haber venido antes, unos asuntos ineludibles requirieron
mi atención. Tu estado me ha tenido muy preocupado durante el día.
—Tan solo se trata de un poco de jaqueca— sonrió Anna; ambos se dirigieron hacia un pequeño sofá
y tomaron asiento—. Nada que el descanso no pueda solucionar.
—¿Estás segura?— Julian alzó la mano en un cuidado gesto y usando las puntas de sus dedos rozó
con delicadeza las sombras azuladas bajo los ojos de Anna—. No logras entender mi grado de
compromiso hacia ti, Anna.
Ella giró el rostro apenas unos centímetros, lo justo para que los dedos de Julian abandonaran su
rostro y él no se sintiera ofendido. Presentía que el momento había llegado, que aquel había sido el día
elegido por su primo para declarársele. Respiró hondo e intentó infundirse valor ya que no estaba del todo
preparada para darle una respuesta.
—Entiendo tu preocupación— comenzó a decir ella, tratando de controlar los nervios—,yo siento lo
mismo. Eres para mí un primo muy querido y…
—Pero es más que eso— la interrumpió él, tomando las temblorosas manos de Anna entre las suyas
—. Soy consciente del escaso tiempo que hace que nos conocemos, pero no puedo silenciar mis
sentimientos por más tiempo. No necesito continuar con mi búsqueda de la dama perfecta, puesto que ya
la he encontrado. Querida, queridísima Anna, has embrujado mi alma y mi corazón y me sentiría el
hombre más horado de Inglaterra si accedieras a convertirte en mi esposa.
Ahí estaba. La proposición que Anna había estado esperando había sido formulada. Cualquier joven
en su lugar se habría sentido más que dichosa por recibir aquellas palabras de amor de boca de un hombre
tan apuesto como Julian. Ella quería decirle que sí, aceptar su propuesta y convertirse en su esposa. Con
Julian tendría una vida tranquila lejos de Hertfordshire y ambos se profesaban un sincero cariño; podrían
disfrutar de un matrimonio calmado e incluso tener hijos algún día. Pero había algo que le impedía
aceptarlo en matrimonio y Anna sabía muy bien que el único impedimento era Oliver y el amor que sentía
por él.
—Julian…— Anna sentía la garganta reseca a causa de los sentimientos encontrados que
experimentaba y tan solo pudo reunir fuerzas para hablar con un hilo de voz—. Todo lo que dices es
precioso y me siento afortunada al ser yo quien reciba esas palabras. Pero no estoy segura de que sea
acertado un compromiso entre los dos. Lord Holbrook sin duda querría conocer tu intenciones primero y
no sé si aprobaría que nosotros…
—No me rechaces todavía— le suplicó él antes de que Anna pudiera continuar——. Si es el marqués
lo que te preocupa, entonces marchémonos. Anna, me casaría contigo mañana mismo si tú me lo pidieras.
—¿Hablas de fugarnos?
—Piénsalo, cariño. Nadie lo sabría y para cuando intentaran darnos alcance, nosotros ya nos
encontraríamos muy lejos, cerca de Gretna Green.
—Gretna Green— repitió Anna. Sabía que aquel lugar se encontraba justo en la frontera entre
Inglaterra y Escocia y que por ello era el elegido por muchas parejas furtivas para celebrar una boda
rápida. A Anna le parecía una idea descabellada aunque tremendamente romántica, solo que ella no se
imaginaba con Julian como acompañante.
—Dime que lo pensarás, por favor— le susurró Julian—. Estaré impaciente esperando tu respuesta.
—Está bien. Lo pensaré.
Permitió que Julian la besara en la mejilla antes de marcharse. Ella se sentía incapaz de levantarse
para acompañarlo, como hubiera sido lo correcto, pero en aquel momento su cabeza era un torbellino de
ideas y sentía un mar de emociones contradictorias en su corazón.
Cuando alzó el rostro y miró hacia la puerta, maldijo en silencio su mala fortuna al reconocer al
marqués acercándose a la estancia y lo vio cabecear aunque sin articular ni una sola palabra cuando Julian
utilizó su título a modo de saludo y despedida.
Ambos permanecieron contemplándose en absoluto silencio durante unos minutos que a Anna le
parecieron una eternidad. Ella esperaba que él dijera algo, mientras que el marqués mantenía la expresión
tensa y fría y unas arrugas habían comenzado a formársele en el entrecejo, tal era la intensidad con que la
miraba.
—Por lo que he podido ver, FitzJames se toma demasiadas libertades contigo— por fin Oliver se
había decidido a hablar y Anna se puso tensa en su asiento mientras lo veía acercarse—. ¿Te parece
adecuado que lo haga?
—El señor FitzJames es todo un caballero, lord Holbrook.
Estaba tan apuesto, pensó Anna. Con aquella expresión hosca y su porte regio y tenso a causa de la
emoción contenida parecía más un animal salvaje a punto de saltar sobre su presa que todo un lord del
reino. Llevaba el fino corbatín de seda suelto en el cuello, sin chaqueta que cubriera sus anchos hombros
y el chaleco de brocado gris abierto sobre el pecho. Era un hombre hermoso, se dijo Anna, a pesar de que
su apostura le decía en aquel momento que también resultaba peligroso.
—Permíteme que discrepe. Tu primo puede presumir de muchas cosas, pero te aseguro que ninguna
de ellas dice mucho en su favor.
—¿Qué quiere decir? — preguntó Anna, cada vez más alterada y ofendida. A Oliver no le había
pasado por alto que ella volvía a tratarle con la cortesía propia de su título—. Julian es un hombre atento
que se preocupa por mi bienestar— le aseguró. Empezaba a estar cansada del ademán de indignación del
marqués; después de que apareciera por sorpresa su esposa él era el menos indicado para darle lecciones,
por ello se decidió por fin a confesar—. Y para ser del todo franca, he de decir que acaba de
declarárseme.
—¿Qué?
El marqués acortó la escasa distancia que los separaba en apenas un par de zancadas y Anna, en lugar
de sentirse intimidada por su actitud felina, se puso en pie para hacerle frente. Estaban tan cerca que casi
se rozan sus narices.
—No estarás considerando en serio aceptarlo, por el amor de Dios.
—Por supuesto que lo estoy considerando— le aseguró Anna, con el mentón hacia arriba y las manos
sobre las estrechas caderas—. De hecho lo aceptaré enseguida. Es un buen hombre que me aprecia y que
no ha tenido el mal gusto de mentirme.
—No puedes hacerlo— gruñó él—. ¿De veras crees que te aprecia? Por supuesto que lo hace, eres
una mujer preciosa y joven que posee una fortuna.
—¿De qué estás hablando? — Anna había olvidado ya las buenas formas y volvía a tutearlo
hablándole casi a gritos—. Todo el mundo sabe que mi padre no me dejó más que deudas. Y tú— le
clavó el dedo índice en el duro pecho —, no eres nadie para impedir que me case con él.
—No te atrevas a desafiarme Anna, o te juro por la memoria de tu padre que permanecerás encerrada
en Holbrook Park hasta que recuperes el juicio.
—¡Ya lo hiciste una vez! Me mantuviste encerrada aquí, esperándote. ¿Y todo para qué? Para
conseguir que me entregara a ti como una necia, para hacer que te amara antes de descubrir que me
mentías. Creí en ti, Oliver.
La furia que ambos sentían comenzaba a desvanecerse y había más dolor escondido entre sus
palabras que resentimiento.
—Te mantuve aquí porque no quería que huyeras antes de conocerte— le susurró él, que sentía un
profundo dolor en el pecho cada vez que la miraba a los ojos y descubría en ellos todo el daño que le
había hecho—. Anna, no te cases con él por favor.
—Tengo que hacerlo. Es la única manera de que los dos quedemos en paz.
Cuando Oliver le acunó las mejillas en sus manos creyó que se desmoronaría allí mismo, como si la
tierra se abriera bajo sus pies y ella cayese a un vacío sin fin. Al mirar su hermoso rostro, Anna supo sin
lugar a dudas que la amaba tanto como ella lo amaba él; el único problema residía en que Oliver no la
había esperado y llevaba años perteneciendo a otra mujer.
—Oliver, por favor— susurró ella sobre los labios del marqués cuando este apoyó la frente sobre la
suya—. No me lo pongas más difícil, te lo ruego.
—No te cases, Anna.
No tuvo fuerzas para apartarse cuando él la besó. Más tarde, Anna pensaría que había recibido ese
beso como un moribundo al que lo sorprendía la salvación, pues solo se sentía viva cuando la boca de
Oliver tomaba posesión de la suya. Si no lo detenía pronto sabía que los dos acabarían tumbados sobre la
mullida alfombra haciendo el amor y no había nada que Anna deseara más.
Reuniendo las escasas fuerzas que le quedaban consiguió apartarse de él. Los dos con la respiración
jadeante.
—Ya basta. ¡No! — tuvo que detenerlo cuando Oliver intentó atraerla de nuevo hacia él—. No
volverá a suceder, milord. Vuelva con la marquesa y formen una familia.
—Anna, ¡espera! — intentó detenerla cuando ella se apresuró a marcharse—. ¿Qué puedo hacer para
convencerte? Dime, ¿qué quieres de mí?
—Quiero poder quedar libre de vos, milord.
Y subió corriendo las escaleras hacia su habitación, sabiendo que viviría el resto de sus días con el
constante recuerdo de Oliver Grant.
~
Maggie se sorprendió tras la inesperada llegada de su señora. Creía que seguía en la biblioteca
disfrutando de la compañía del señor FitzJames, de modo que ella había aprovechado para extender sobre
la cama el vestido que Anna llevaría esa noche durante la cena y prepararle también un baño, pero no
esperaba que subiese tan pronto, ni mucho menos tan alterada. La señorita Faris tenía la piel sonrojada, el
pecho le subía y bajaba agitado con cada respiración y se pasaba los dedos una y otra vez por los labios
hinchados.
—¿Se encuentra bien, señorita? — Maggie se acercó para atenderla y cuando vio el rostro de Anna
no pudo reprimir una risita—. ¡Cielo Santo! El señor FitzJames se ha atrevido a besarla, ¿no es así?
La aguda y penetrante voz de su doncella la trajo de nuevo al presente. Desde que saliera de la
biblioteca su cabeza era un hervidero de ideas, pero su último encuentro con Oliver le había hecho tomar
una decisión, aunque esta fuera apresurada.
—Olvídate del baño, Maggie— comenzó a decir Anna, moviéndose deprisa por la habitación—.
Discúlpame con los marqueses, pero esta noche me encuentro indispuesta y no bajaré a cenar.
—Sí, señorita— la joven doncella contemplaba cómo Anna llegaba hasta el elegante escritorio junto a
la ventana, tomaba un trozo de papel en blanco y mojaba la pluma en el tintero para escribir con rapidez
—. ¿Quiere que haga algo más, señorita?
—Haz que entreguen cuanto antes esta nota al señor FitzJames, por favor. Ha de ser esta misma
noche— tras doblarla, se la entregó—. Asegúrate de que nadie te vea, Maggie. El marqués no puede
saberlo.
—Sí, señorita. No se preocupe, así lo haré.
Tras hacer una reverencia, la doncella abandonó la habitación y Anna comenzó a trazar su plan.
XVIII
Le dolía hasta el último músculo que conformaba su anatomía y en cada fibra de su piel podía
percibir la irresistible fragancia de Anna, adhiriéndose a su cuerpo como un manto invisible que lo
envolvía hasta llevarlo a la locura. A pesar de que había pasado los últimos días tratando de evitarla,
sabedor de que encontrarse con ella solo le provocaría más dolor a la joven, no había podido resistir el
impulso de acercársele aquella noche, tras contemplar cómo FitzJames se tomaba la libertad de besarla
peligrosamente cerca de los labios; unos labios que aún le pertenecían, se dijo. Y aquello no le había
gustado en lo más mínimo.
Oliver era muy consciente de que debía dejarla marchar; él no tenía nada que ofrecerle más que una
vida de condena y habladurías que la señalarían como la amante del marqués, y él no podía permitir que
aquello sucediera. Le había dado su palabra de honor a Patrick de que la cuidaría y protegería con su
propia vida si fuera necesario y después de todo lo que habían compartido juntos, después de admitirse a
sí mismo que la amaba, tenía la responsabilidad de proporcionarle un futuro mejor que aquel.
A pesar de todo, no soportaba imaginarla en brazos de otro hombre, pensar que sería otro el que
calmara con manos y boca la ardiente llama del deseo en el cuerpo de Anna. Recordar la intimidad que
ambos habían vivido hacía que su entrepierna cobrara vida y su miembro hinchado pugnaba por salir de
la prisión que suponía la tela que lo cubría en busca del cuerpo femenino que tanto ansiaba. Oliver se
acercó al espejo de cuerpo entero situado a unos pasos del lecho y contempló su reflejo en él. Habían
pasado ya un par de horas desde la medianoche, pero en cambio en su rostro no existía el más mínimo
atisbo de sueño. Tenía aspecto cansado, era cierto, y la preocupación se había apoderado de él, con unas
arruguitas formándosele alrededor de sus ojos verdes, pero al deslizar la mirada por el pecho cubierto de
una fina y sedosa capa de vello que la abertura del batín de seda oscura dejaba al descubierto y seguir
bajando hasta el promontorio de su virilidad marcada contra la tela, Oliver suspiró, pues su cuerpo—
sobre todo cierta parte de su anatomía— estaba más activo que nunca. Y todo había sido provocado
cuando su mente evocó a Anna. Su pene hinchado saltó hacia arriba como impulsado por un resorte
cuando se recordó a sí mismo clavándose en ella, cuando sus finos dientes le mordían la piel pidiéndole
más hasta que él la llevaba al más potente de los orgasmos. Deseó poder tenerla consigo para siempre y
morir enterrado en su cuerpo a causa del placer que le provocaba. Se llevó una mano al miembro erecto y
dio unos ligeros golpes sobre la seda. Las punzadas de placer que sintió le hicieron gruñir y se maldijo por
comportarse como un muchacho excitado. Tenía que calmarse si no quería derramar su simiente sobre la
alfombra y echarla a perder.
La imagen de Anna en compañía de FitzJames consiguió frenar su potente erección, al menos en
parte. No había querido contarle a Anna todo lo que había descubierto sobre su primo ya que estaba tan
enfadada que sin duda no le hubiera creído. Pero tenía que encontrar el modo de hacerla entrar en razón,
de que entendiera que FitzJames tan solo iba en busca de su dote y no de su afecto. Tal vez a la mañana
siguiente pudiera abordarla, si es que no le abofeteaba por el beso que él le había dado y que ella había
correspondido antes de marcharse airada. Aquella noche ni siquiera había bajado a cenar y él se había
visto obligado a sufrir la compañía de su esposa, quien no hacía más que hablar y hablar sobre temas que
a él no le interesaban en lo más mínimo. Finalmente, Oliver había optado por no escucharla y pronto su
esposa se cansó de su propio monólogo y abandonó la mesa antes del postre.
El ligero sonido que hizo la puerta al abrirse puso en alerta todos los sentidos de Oliver. Durante los
escasos segundos que transcurrieron desde que se accionara el picaporte hasta que se abrió una rendija, el
marqués pensó que tal vez se tratara de Anna. Imaginó que ella sentiría la misma sensación de
desasosiego que él después de su último beso, que acudiría a él para aclarar la situación en la que ambos
se encontraban. Pero sus esperanzas se desvanecieron cuando vio el reflejo en el espejo de la figura de
Elizabeth al entrar en la habitación.
Debía ser justo y reconocer que era una mujer hermosa y sensual. Llevaba la larga melena oscura
suelta, cayéndole los rizos en cascada por la espalda; el cuerpo cubierto por un provocativo camisón de
color marfil que dejaba a la vista sus brazos y buena parte de sus pechos era muy distinto a las prácticas
prendas para dormir que usaban las recatadas damas, y que hacía oscilar sobre sus pies descalzos
conforme se acercaba a él.
Oliver se giró para encarar a su mujer, preparado para arrastrarla de nuevo fuera de su vida.
—Ya veo querido que te alegras de verme. — fue el comentario de Elizabeth una vez dentro de la
habitación.
A su esposa no le había pasado desapercibido el estado de excitación en el que se encontraba y si bien
su erección había disminuido considerablemente con su llegada, no había desaparecido del todo.
—Siempre te has subestimado, querida— contestó Oliver, sin poder disimular su fastidio. Se puso
tenso mientras la veía caminar hacia él, hasta que la tuvo apenas a dos palmos de distancia—. ¿Qué es lo
que quieres, Elizabeth?
Ella alzó la mano en un cuidado gesto y la colocó sobre el torso desnudo que el batín dejaba al
descubierto, allí donde latía acelerado el corazón de su marido. Oliver contuvo la respiración y cuando sus
ojos verdes se cruzaron con los de ella, de la misma tonalidad, destilaban repulsión.
—¿Acaso una mujer no puede acudir en busca de la compañía de su marido?
Oliver sabía lo que se proponía, no tuvo la menor duda cuando los fríos dedos de ella comenzaron a
juguetear con el vello de su pecho.
—Tú no eres mi mujer— fue su contundente respuesta. Y cuando Elizabeth alzó el rostro hacia él vio
la mirada de una mujer perversa.
—Durante todo el tiempo que te reste de vida— le susurró ella— me pertenecerás a mí. Únicamente
a mí. ¿Por qué negarnos el placer que una vez compartimos juntos? Recuerda querido, que yo fui la
primera en hacerte estremecer— la mano de Elizabeth comenzó a descender por el vientre de Oliver, que
se sentía incapaz de moverse, tal era la sensación de repulsa que le producían las caricias de ella—.
Podemos volver a tenerlo. Deja que vuelva a hacerte enloquecer de placer.
Justo cuando ella ya se sentía triunfante y sus dedos comenzaron a rozar la íntima vellosidad, la mano
de Oliver se cerró como un grillete entorno a su muñeca.
—Basta— gruñó su marido—. No te quepa duda de que resultas deseable a todos los hombres de
Inglaterra menos a uno— y soltó su agarre con tanta fuerza que Elizabeth a punto estuvo de caer de
espaldas—. A mí.
—Ya veo que continúas obsesionado con esa fulana tuya— le espetó Elizabeth, frotándose allí donde
los dedos de Oliver se le habían marcado—. ¿No te das cuenta de que ella no puede darte lo que tú
necesitas?
—No sigas por ese camino— vociferó, fuera de sí—. No te atrevas a pronunciar su nombre o te doy
mi palabra de que yo mismo te haré callar.
—¿Y qué me harás? Oliver, tú necesitas una mujer fuerte a tu lado, una igual a ti, alguien que sepa
cómo llevarte.
—¿Alguien como tú? Ya lo hiciste una vez, querida. Me utilizaste, me hiciste creer que me amabas.
¡Incluso yo mismo me creí un necio enamorado!
—Y lo estabas— le aseguró ella—. Una mujer sabe cuándo un hombre está postrado a sus pies.
—¿Y también reconoce el rechazo? — contraatacó—. Porque eso es justo lo que siento por ti. Tienes
razón en una cosa, Elizabeth, y es que durante un tiempo creí amarte de veras. Pero entiende esto: mi
amor por ti entonces no era nada, nada en absoluto, comparado con el amor que siento por Anna. Ella me
ha hecho replantearme mi propia vida, me ha devuelto la esperanza y la fe en mí mismo. Me cueste lo
que me cueste y sea del modo que sea juro que pasaré cada uno de los días que me queden de vida al
lado de esa mujer.
Elizabeth no podía tolerar que aquello sucediera y se negaba a tener que soportar la humillación a la
que su marido la sometía. ¡Ella era la marquesa de Holbrook! Y moriría siendo su legítima esposa
ostentando el título. Había comprendido en todos aquellos años que de nada le servía ser marquesa si no
tenía a Oliver. Así que se había visto obligada a tomar medidas drásticas para conseguirlo.
—Me temo que eso no será posible.
Su voz sonaba sorprendentemente tranquila mientras se paseaba por la regia habitación frente a
Oliver.
—¿Qué quieres decir? Elizabeth, no estás en disposición de exigirme nada. Tú fuiste el mayor error
de mi vida.
—Lamento que digas eso, querido. Lo que quiero decir es que es una lástima que tu amada Anna no
se encuentre disponible para hacer realidad tus planes— comprendiendo que había captado su atención,
Elizabeth sonrió satisfecha y se dispuso a contarle la verdad—. En este preciso momento tu querida Anna
se encuentra muy lejos de aquí, dispuesta a seguir su vida sin ti, Oliver— Elizabeth hizo una pausa para
disfrutar de la reacción que sus palabras habían provocado—. Oh, ¿no lo sabías? Querido, era bastante
obvio que vuestro amor no tenía futuro; la misma Anna ha sido consciente de ello, por eso se ha
marchado. Estoy segura de que el señor FitzJames sabrá hacerla feliz y…
Se vio interrumpida en su discurso cuando Oliver la alcanzó y sujetó sus brazos con fuerza entre las
manos. El marqués estaba fuera de sí, incapaz de creer lo que su esposa le decía.
—¡Mientes! — exclamó.
—¿Por qué no vas a su habitación y lo compruebas por ti mismo?
Con un gesto de fastidio, el marqués la soltó y salió de la habitación a grandes zancadas, ansioso por
ver a Anna. No podía ser cierto lo que Elizabeth decía, ella no podía haberle abandonado. Abrió las
puertas de la habitación de Anna con tanta fuerza que estas golpearon contra las paredes, provocando tal
estruendo que el cuerpo que dormía sobre la cama diera un salto y a punto estuvo de caer al suelo.
Oliver sintió un tremendo alivio cuando la muchacha se puso en pie de forma apresurada. Ella estaba
allí, estaba con él… Solo que cuando la mujer estuvo frente a él reconoció a la doncella de Anna, Maggie.
No había ni rastro de la señorita Faris.
—¿Dónde está Anna? — bramó el marqués.
La doncella estaba temblando, temerosa por sufrir la ira del marqués. Ella tan solo cumplía las
órdenes que su señora le había dado hacía unas horas.
—La señorita Faris no está, señor— comenzó a decir, la voz temblorosa—. Me pidió que durmiera
aquí para no levantar sospechas por si alguien entraba en la habitación. No debía decirle nada, milord.
Ella dijo que regresaría pronto.
Oliver apenas si la escuchaba, de tan alterado como se encontraba. Anna se había marchado, había
huido de él sin decirle ni una sola palabra y probablemente estuviera en compañía de ese cazafortunas de
FitzJames.
—Estaba en lo cierto, querido— le llegó la voz de Elizabeth a su espalda. Ni siquiera se había dado
cuenta de que le había seguido.
—¡Fuera!— Bramó él y luego se giró de nuevo hacia la doncella—. Despierta a todos, rápido. Nadie
dormirá en Holbrook Park hasta que la haya encontrado. Y haz venir a Simon Davies. Será una noche
muy larga.
~
Después de encerrar a Elizabeth en su habitación, sin soportar ya más estar en su presencia y mucho
menos seguir escuchando sus maliciosas palabras, Oliver se había recluido en su estudio para comprobar
en diversos mapas de la zona los lugares a los que FitzJames podía llevar a Anna. Gretna Green se
encontraba demasiado lejos, aunque a buen seguro ese era el destino al que se dirigían, de modo que
tendrían que hacer alguna parada para realizar el cambio de tiro y estirar las piernas. Oliver calibró todas
las posibilidades y puesto que no había ni rastro del documento que él mismo había firmado acreditando
al futuro esposo de Anna para adquirir su cuantiosa dote, estaba decidido a partir en su búsqueda cuanto
antes. Les llevaban varias horas de ventaja y no tenía ningún minuto que perder.
Simon Davies no había tardado en llegar cuando él mismo requirió su presencia. Era muy consciente
de que sería como encontrar una aguja en un pajar pero con Simon de su lado aumentarían sus
posibilidades. En aquellos momentos se encontraba interrogando a Maggie, ya que la joven doncella se
ponía tan nerviosa ante el marqués que apenas era capaz de articular palabra y al parecer, la presencia de
Davies la tranquilizaba.
Ya había dado orden de que prepararan sus mejores y más rápidos caballos cuando Simon apareció
en el estudio.
—La doncella dice que la señorita Faris envió una nota poco antes de marcharse. A FitzJames— le
informó—. La pobrecilla apenas sabe leer pero cree que Anna aceptaba su propuesta de matrimonio y le
suplicaba que se marcharan cuanto antes.
—Ese malnacido hijo de…— murmuró Oliver entre dientes, al tiempo que apretaba un trozo de mapa
en el puño—. ¿Y Elizabeth?
—Tu esposa se niega a hablar, si no es a gritos claro. Todo esto la complace, Holbrook.
—No por mucho tiempo. FitzJames busca una boda rápida, pero no tendrá más opción que hacer
alguna parada primero. No deben estar mucho más allá de Northampton.
—Voy contigo. — aseguró Simon, decidido.
—No, necesito que te quedes aquí y te encargues de Elizabeth. Asegúrate de que por la mañana esté
en Londres y que toma el primer barco hacia Bombay cuanto antes.
—Así lo haré— prometió Simon—. Llamaré al alguacil por si necesitas ayuda. Y Holbrook— lo llamó
antes de que Oliver saliera del estudio—. Cuando los encuentres, dale a FitzJames unos buenos golpes
por mí.
XIX
El fuerte golpe que recibió en la cabeza cuando el coche de tiro en el que viajaban pasó por una serie
de socavones en el camino hizo que Anna se despertara bruscamente para llevarse una mano a la sien,
donde a buen seguro pronto tendría una hinchazón. Había estado dormitando desde que salieran de
Hertfordshire, pero debía reconocer que el viaje estaba resultado ser más incómodo de lo que había
esperado.
Después de que su doncella le enviara su nota a Julian, había preparado una muda de ropa limpia con
toda rapidez para así poder encontrarse con su primo poco después, tal y como ella le pedía en su
mensaje, a la salida del pueblo. A causa de las prisas, el único carruaje de alquiler que habían podido
encontrar a aquellas horas intempestivas era uno práctico y sin comodidades, poco adecuado para
emprender un viaje tan largo como el que ellos se proponían hacer. Pero no tenían otra alternativa. Julian
se había mostrado eufórico cuando se encontraron y no se extrañó por la urgencia de Anna a que
partieran de inmediato. Lo cierto era que ella ya no podía pasar más tiempo en Holbrook Park
conviviendo con Oliver sabiendo que jamás sería suyo, y a pesar de que entre Julian y ella no había amor,
aprenderían a entenderse por el bien mutuo. De modo que después del tumulto de emociones de las
últimas horas, se había quedado dormida casi de inmediato cuando el carruaje emprendió su camino.
Mientras se frotaba la zona dolorida en la que había recibido el golpe se dio cuenta de que Julian la
miraba fijamente. Ella le sonrió, sintiendo aún los estragos del sueño, pero en cambio él no le devolvió la
sonrisa, esa a la que Anna estaba ya tan acostumbrada. Había algo extraño en Julian, en su forma de
mirarla y en su postura descuidada, sentado de cualquier modo frente a ella con los brazos cruzados sobre
el pecho.
—¿Va todo bien?
El carruaje volvió a dar otra fuerte sacudida y Anna a punto estuvo de caer contra su primo, pero al
parecer Julian era un hombre con buenos reflejos y logró sujetarla por los hombros antes de que se
produjera la colisión. No se dio cuenta de la fuerza que él había empleado para sujetarla hasta que la soltó
en el asiento y ella notó sus hombros doloridos.
—¿Dónde estamos?— volvió a preguntar ella, acomodándose la capa para resguardarse del frío de la
noche.
Julian se tomó su tiempo antes de contestar.
—Cerca de Northampton. Pronto nos detendremos, pero solo unos minutos.
—Gracias a Dios— le sonrió Anna—. Tal vez podamos tomar algo caliente o hacernos con un
ladrillo. Apenas me siento los dedos de los pies.
—Nada de ladrillos— se apresuró a decir Julian; su voz presentaba un matiz extraño y su mirada…
A Anna le recordó el modo de mirarla que tenía la marquesa—. No haremos gastos innecesarios hasta que
estemos casados.
—¿Qué quieres decir?— preguntó una Anna desconcertada—. ¿Es que ha sucedido algo que yo no
sepa?— el oscuro matiz que mostraba la sonrisa de él la asustó y Anna se puso tensa—. Dios mío,
¡estamos en apuros!
—Cálmate, querida. No estamos en apuros. Todo se solucionará cuando lleguemos a Escocia y me
convierta en tu marido.
Anna ya no sabía si las palabras de Julian le resultaban confusas a causa del golpe que había recibido
en la cabeza o es que verdaderamente su primo no le estaba contando todo lo que sabía. El Julian que
tenía delante era muy distinto al que ella había conocido unas semanas atrás. Su mirada se había
endurecido, la cálida sonrisa se había convertido en una fina línea que se curvaba ligeramente en la
comisura y que le hacía parecer un hombre del que se debiera desconfiar. Por primera vez, Anna tuvo
miedo y un escalofrío la recorrió de pies a cabeza obligándola a abrazarse el cuerpo, pues tenía la
impresión de que se encontraba frente a un desconocido y que podía estar en peligro.
Intentando serenarse, consiguió respirar hondo y aunar fuerzas para preguntar:
—¿Qué pasará entonces, cuando te conviertas en mi marido?
Con cuidado de no caer, Julian se puso en pie para extraer algo del interior de su abrigo. Debido a la
oscuridad de la noche, Anna no supo de qué se trataba y se abrazó más fuerte a sí misma, pero cuando
vio el reflejo blanco propio del papel respiró aliviada.
—¿Qué… qué es eso?— consiguió articular.
—Esto, querida— Julian volvió a tomar asiento— es mi salvación.
Cuando su primo extendió el papel, Anna pudo distinguir su nombre escrito en él y también la firma
de Oliver. Pero, ¿por qué Julian tendría un documento a su nombre firmado por el marqués? A no ser
que… Y de pronto, como si la verdad la hubiera golpeado, lo supo.
—¡Es mi dote!
—Muy aguda, querida— sonrió Julian, al tiempo que volvía a guardarse el documento—. Es tu dote y
mi seguro para el futuro.
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué lo tienes tú?
Julian puso los ojos en blanco, disgustado al ver que su prima tenía tan poca inteligencia que no era
capaz de atar cabos por sí misma. Pensó que al menos era bonita y no le supondría un gran esfuerzo
consumar el matrimonio, aunque este no le impidiera en absoluto tomar cuantas mujeres se le antojara
desde el momento en que pronunciara el sí, quiero.
—¿No resulta evidente?— preguntó con fastidio—. La marquesa me lo dio. Debo decir que es una
mujer fascinante y muy perspicaz.
—Tú, vosotros lo habíais planeado todo desde el principio.— lo acusó.
—En absoluto, querida prima. La llegada de Elizabeth fue del todo inesperada, aunque debo decir que
convenientemente oportuna— confesó—. Ella quería a su marido y tú le suponías un problema.
—¿Por qué lo hiciste?
Anna se sentía cada vez más confundida, pero sobre todo le dolía saberse una necia que se había
dejado utilizar y engañar por todos los que la rodeaban.
—Por dinero, por supuesto— no tuvo el más mínimo reparo en confesar—. Tu enamorado ha
resultado ser más generoso de lo que me esperaba. Debes de ser muy complaciente en la cama, querida.
—Quiero bajarme, ¡ahora! ¡Cochero!
Y aunque golpeaba el techo con el puño, el carruaje no se detenía. Julian había conseguido ofenderla
y ahora con su risa mientras contemplaba sus esfuerzos por marcharse conseguía herirla aún más.
—Es inútil, Anna. Entiéndelo, no puedo dejarte marchar.
—Julian, por favor…
Comprendiendo que sus súplicas resultarían inútiles, Anna se sintió vencida. Pensó en Oliver y en el
daño que le causaría saber por la mañana que se había marchado sin tan siquiera despedirse. Ahora
comprendía que nada de lo que le había contado Elizabeth era real, que Oliver jamás tuvo intención de
volver a yacer con ella. Ambos se habían convertido en unas marionetas manejadas por Julian y la
marquesa y ahora no tenían escapatoria. Sin embargo, se juró a sí misma que haría cualquier cosa para
no convertirse en la esposa de Julian. Colocó la mano sobre el tirador de la portezuela, dispuesta a saltar
del carruaje en marcha, pero entonces se encontró a escasos centímetros de su cabeza con el cañón de la
pistola con la que Julian la apuntaba.
—Vuelve a sentarte y ni se te ocurra moverte— le ordenó a él, ya sin rastro de diversión en sus ojos
—. No vuelvas a intentarlo; pararemos muy pronto.
Y Julian no había dejado de apuntarla con la pistola desde entonces. Mientras seguían recorriendo el
camino, los dos permanecieron en silencio y la mente de Anna comenzó a pensar formas distintas con las
que pudiera distraer a Julian y salir huyendo sin ser vista, aunque sabía que sus opciones de escapar eran
muy escasas.
Dejaron atrás Northampton y cuando Anna pensó que la prometida parada se postergaría aún más, el
carruaje se detuvo.
—No quiero ninguna insensatez por tu parte— le advirtió Julian mientras abría la portezuela y le
clavaba la pistola en la espalda, oculta por la capa—. Después de ti, querida.
Fuera hacía frío, pero no el suficiente como para que Anna tiritase tan violentamente como lo hacía.
Se dijo que eran solo nervios pero la calidez que prometía el interior de aquella posada llamada El jinete
mareado se le antojaba como el mismo paraíso.
Si Anna se había preguntado el porqué de aquel nombre la respuesta fue más que obvia cuando se
encontraron en su interior. Media docena de mesas de madera desgastada se esparcían por el espacio y
solo la mitad de ellas estaban ocupadas por hombres de dudosa caballerosidad con las tripas tan llenas de
alcohol como lo estaban los grandes barriles colocados junto a la ventana. Sin duda un jinete acabaría
mareado en un ambiente como aquel. Frente a la puerta había una escalera que con toda probabilidad
llevaría al lugar donde se encontraban las habitaciones.
—Tenemos tiempo mientras cambian los caballos.— murmuró Julian.
Anna no había notado que él estaba tan cerca como para que le derramara el aliento sobre la mejilla
mientras los dedos de la mano que tenía desocupada le rozaban los rizos de la sien. Se apartó de él cuanto
pudo.
—Creí que preferías no hacer gastos innecesarios.
—No veo qué inconveniente hay— le sonrió él—. No te importará adelantar nuestra noche de bodas,
¿verdad querida?
La náusea que sintió cuando Julian depositó los labios contra la curva de su cuello casi la hizo vomitar
sobre sus zapatos. Podía soportar casarse con él pero no la intimidad en el lecho, no después de lo que
acababa de descubrir. Julian ya le había pedido a gritos al mesonero una habitación y la estaba arrastrando
hacia las escaleras cuando sintió que alguien la empujaba hacia el otro extremo de la sala, arrancándola del
brazo de Julian hasta hacerla caer contra una de las sillas.
Sin entender qué era lo que ocurría, Anna pudo distinguir dos figuras masculinas arrastrándose por el
sucio suelo, una golpeando y la otra recibiendo el impacto de los puños. Los parroquianos parecían haber
despertado del sueño de los beodos y ahora jaleaban a aquellos dos hombres. Anna pudo reconocer a
Julian, tumbado en el suelo y con la nariz ensangrentada, pero cuando este se giró para evitar otro golpe,
su salvador lo siguió hasta conseguir propinarle otro golpe en el estómago; entonces el misterioso hombre
pudo tomarse unos segundos para apartarse el flequillo que le caía sobre los ojos y Anna vio a Oliver
parado frente a ella, con la respiración jadeante a causa del esfuerzo por la pelea. Finalmente había salido
a buscarla para lograr dar con ella. Permanecieron contemplándose durante unos segundos, el marqués
reconociendo el agradecimiento y el alivio en los ojos de ella y Anna comprendiendo al fin el amor que
aquel hombre sentía por ella.
—Oliver, ¡cuidado!
Se llevó una mano al pecho cuando Julian, más recuperado, lo asaltó sorprendiéndolo por la espalda y
ambos volvieron a caer al suelo. Anna gritó preocupada cuando Julian consiguió dar varios golpes sobre
las costillas de Oliver, dejándolo sin respiración y tumbado boca arriba. Como pudo, el marqués consiguió
incorporarse y aunque estaba tambaleante y sentía un zumbido en los oídos, logró escuchar el desgarrador
grito de Anna justo cuando Julian accionaba el gatillo de su pistola.
Apenas fueron unos segundos, pero Oliver sintió que de nuevo perdía todo el aire de sus pulmones
cuando Anna impactó contra él, derribándolo con su cuerpo para evitar que la bala le alcanzara.
Con ella encima, trató de incorporarse mientras rezaba en silencio para que no estuviera herida.
—Cerveza...— oyó que murmuraba Anna.
El disparo de Julian había errado gracias a ella y la bala había impactado justo en uno de los barriles
de cerveza en la que ahora ellos se encontraban tumbados.
—No te muevas.— le ordenó.
Después de darle un beso fugaz en la cabeza, la dejó en el suelo y volvió a lanzarse contra FitzJames.
Esta vez aquel malnacido no tuvo oportunidad de ganarle terreno y recibió los golpes de Oliver sin opción
a réplica.
Fueron los guardias que lo acompañaban los que tuvieron que apartarlo del cuerpo inconsciente de
FitzJames.
—Nos encargaremos de que no vuelva a molestarlo, milord— le aseguró el alguacil—. Secuestro,
robo de documentos privados, sin mencionar que ha intentado dispararle. Sí, no volverá a inmiscuirse de
sus asuntos.
Pero él apenas si escuchaba las palabras del hombre. Lo único que le importaba era que Anna
estuviese bien, que no hubiera resultado herida, y cuando la tuvo entre sus brazos pudo al fin respirar
tranquilo. No le importaba el dolor que sentía en el costado ni el escozor en el labio cuando sonrió; solo
importaba que ella estaba entre sus brazos.
—Has venido.— susurró ella contra su pecho, sintiendo cómo sus mejillas se humedecían a causa de
las lágrimas de alivio.
—Por supuesto que sí— contestó él, apartándola lo suficiente para poder verle el rostro y enjugarle el
llanto—. Dios, Anna… Casi me muero, ¿sabes? No podía encontrarte.
—Lo siento.
—No te disculpes. Ahora estás a salvo— y la besó en la frente con todo el amor del que era capaz de
dar—. ¿Estás herida? ¿Cómo te sientes, mi amor?
—Como un borracho que ha bebido mucho más que demasiado.
Su comentario le hizo reír. Anna era la única persona que conocía capaz de bromear en un momento
como aquel. Lo cierto era que los dos apestaban a cerveza barata.
—Subamos a una habitación. Hay mucho de qué hablar.
Permitió que Oliver la condujera escaleras arriba, sabiendo que una vez allí se decidiría su destino.
XX
La habitación que ocupaban, según les había asegurado el mesonero, era la mejor de la que disponía
la posada. Aunque escasa de muebles, con tan solo una mesa y una silla junto al hogar, una bañera de
cobre que había conocido tiempos mejores y una cama cubierta por una desgastada colcha que parecía
estar convenientemente limpia, de modo que podían considerarse afortunados de ser los huéspedes de
honor de El jinete mareado.
La tensión acumulada desde que Julian había mostrado sus cartas y le había desvelado su verdadero
ser además de la posterior lucha en la posada, le habían pasado factura a Anna, que tuvo que ser ayudada
por Oliver cuando sus pies se negaron a responderle, así que el marqués cargó con ella mientras subían
las escaleras. Una vez en la habitación, Oliver se había comportado como todo un caballero y atento hasta
el extremo dio orden de que prepararan un baño caliente, así como algo de comida para poder reponer
fuerzas.
—Volveré en media hora— le dijo él cuando la hija del propietario hubo acabado con su tarea de
llenar la bañera con agua caliente—. Tú toma ese baño y relájate. Estaré abajo si me necesitas.
La besó en la cabeza antes de abandonar la habitación y Anna no pudo más que sonreír puesto que el
marqués, en deferencia a su pudor, le había otorgado unos momentos a solas para que pudiera asearse.
Gimió de alivio en cuanto su cuerpo entró en contacto con el agua caliente pues sentía los músculos
entumecidos y agradeció la pastilla de jabón que le habían proporcionado para librarse del intenso olor a
cerveza que la cubría desde la cabeza hasta los pies; cuando se dispuso a lavarse el pelo sintió una
punzada de dolor en la cabeza allí donde una hora antes se había golpeado. Si Oliver tan solo se hubiera
retrasado un poco más, si no hubiera llegado a aparecer, pensó, en ese momento estaría soportando los
envites de Julian en aquella cama. Debía sentirse afortunada y agradecida pero también notaba el peso de
la culpa sobre ella por haberse dejado engatusar con tanta facilidad.
Con cuidado de no derramar demasiada agua, salió de la bañera y se puso directamente el camisón
desgastado que alguien le había dejado en la habitación y que le quedaba demasiado grande. Como pudo
intentó acomodarlo sobre su cuerpo, dejándolo caer hacia atrás, pero uno de sus hombros se empeñaba
en quedar al descubierto. Se estaba cepillando el pelo con los dedos cuando Oliver entró de nuevo en la
habitación. Se miraron a los ojos durante unos segundos mientras ambos permanecían en silencio, hasta
que Oliver llenó de aire sus pulmones, cerró la puerta a sus espaldas y se acercó a ella.
—El agua aún está tibia si te apetece darte un baño.— le dijo ella, sintiendo cómo el rubor comenzaba
a teñir sus mejillas.
Él simplemente caminó hacia la silla donde Anna estaba sentada, se arrodilló ante ella y colocó una
mano de forma que acunase su cálida mejilla. La expresión en el rostro de Oliver era la de un hombre que
sufría, que de verdad sufría por amor, por ella, por lo que había estado a punto de sucederle y por la
incertidumbre de no saber qué ocurriría a partir de ese momento.
—Durante todo este tiempo transcurrido desde que te conozco— le susurró él— no has hecho más
que casi provocarme ataques al corazón.
—Lo siento— se disculpó ella y bajó la mirada hacia el suelo, avergonzada por su comportamiento—.
Oliver, yo no quería hacerte sufrir.
—No digas nada— la silenció él, deslizándole el pulgar sobre sus tiernos labios—. El único
responsable de causar ese sufrimiento, el tuyo y el mío, soy yo, Anna. Yo podía haber evitado todo esto.
—Intentaste advertirme sobre Julian y yo no quise escucharte. Te grité porque pensaba que te habías
vuelto loco, que simplemente estabas celoso.
—Y lo estaba— le aseguró él—. Loco de celos. Estoy celoso del aire que mece tu pelo porque tiene el
privilegio de tocarte cuando yo no puedo hacerlo, siento celos de tu doncella por poder estar cerca de ti
cuando te desvistes y te marchas a la cama; me vuelvo loco de celos cada vez que la señorita Aldrich te
arranca una sonrisa, porque yo no puedo hacerlo. Anna, mi Anna…— ni siquiera había notado las
lágrimas que corrían por la mejilla hasta que el marqués las extendió por su piel y sintió el sabor salado de
estas cuando él le acarició los labios—. Lo he intentado, he tratado con todas mis fuerzas mantenerme
alejado de ti, darte la vida que mereces y que yo no puedo darte, pero simplemente no puedo. Me he
enamorado de ti, Anna Faris. Como un necio, como un enfermo, como un loco y tenerte lejos para mí es
como si me arrancaran el corazón y la capacidad de sentir.
—Oh, Oliver…
Emocionada por sus palabras, se dejó caer entre los brazos de él y lloró contra la curva de su cuello.
Pudo llenarse de él, de su olor, y a pesar del olor a cerveza, fue capaz de captar la esencia de Oliver.
Anna supo entonces que jamás podría volver a amar, pues ese hombre era el único capaz de entrar en su
corazón y penetrar hasta su alma.
—¿Qué vamos a hacer?— preguntó ella cuando consiguió serenarse.
Oliver le acariciaba el rostro como si se tratara de un tesoro muy preciado y la besó en los labios
salados por las lágrimas de forma tierna y breve antes de contestar.
—Te juro sobre la memoria de nuestros padres que haré todo cuanto esté en mi mano por hacerte
feliz, me lleve el tiempo que me lleve.
—¿Qué pasará con Elizabeth?
El marqués suspiró. Sabía que Elizabeth no iba a ponerle las cosas fáciles para deshacerse de su
matrimonio pero no tenía otra alternativa. Además, tampoco sería el primer hombre inglés en conseguir el
divorcio, pues incluso uno de sus reyes lo había hecho, y a pesar de que se convirtiera socialmente en un
paria, seguiría ostentando el título de marqués; aunque tenía la certeza de que eso a Anna no le
importaba.
—En estos momentos está viajando a Londres y desde allí tomará un barco que la lleve de vuelta a
Bombay. Elizabeth sabe que nuestro matrimonio fue un error.
—Me hizo creer que pronto comenzaríais a tener hijos. Te imaginé y yo…
—Por supuesto que tendré hijos— le aseguró él, al tiempo que tomaba el mentón y la besaba en los
labios—. Pero contigo. Y ahora es momento de irse a la cama; debes estar agotada.
—¿Y tú?— le preguntó ella mientras la ayudaba a ponerse en pie. La inocencia con que formuló la
pregunta le hizo sonreír.
—Yo iré enseguida.
Mientras Anna se metía entre las sábanas de la sorprendentemente cómoda cama, Oliver no perdió
tiempo y comenzó a desvestirse sin el más mínimo pudor; cuando estuvo completamente desnudo
introdujo su cuerpo en el agua que comenzaba ya a enfriarse. Anna comprendió cuáles eran las
intenciones de Oliver después de que su camisa cayera al suelo y cerró los ojos de inmediato, sintiendo un
ramalazo de vergüenza, pero luego comprendió que el pudor ya no tenía cabida entre ellos. Había hecho
el amor con aquel hombre, los dos se amaban, de modo que se decidió a disfrutar del espectáculo que el
cuerpo desnudo de Oliver le ofrecía. El marqués era un hombre hermoso, con un cuerpo formado en las
proporciones justas, unas perfectas y moldeadas nalgas que ponían la guinda a su perfecta espalda y el
torso cubierto de un suave vello otorgaba un tono muy viril a su masculinidad. Pero tuvo que contener el
aliento cuando Oliver introdujo las manos bajo el agua casi translúcida y comenzó a lavarse el miembro
con ellas. El recuerdo de las veces que habían hecho el amor la asaltó y tuvo que apretar los muslos bajo
la colcha cuando imaginó aquella parte de su anatomía enterrándose nuevamente entre sus piernas.
Cerró los ojos de golpe cuando Oliver terminó de asearse y salió de la bañera. Lo escuchó moverse
por la habitación y secarse con una pequeña toalla; después, la cama se hundió a su espalda cuando
Oliver se acostó a su lado, completamente desnudo.
—Sé que estás despierta— le susurró él al oído. Anna sintió que los labios de él se curvaban en una
sonrisa sobre su oreja.
Removiéndose, consiguió colocarse tumbada sobre su espalda. Oliver estaba a tan solo unos pocos
centímetros de distancia, con el brazo flexionado apoyado en un codo, mirándola desde muy cerca.
—¿Por qué no hemos vuelto a Holbrook esta noche?— preguntó ella.
—Porque me duele el costado como el demonio— le contestó y entonces sonrió—. Y porque si nos
hubiéramos marchado esta noche, al llegar habría tal revuelo por tu vuelta que me resultaría imposible
hacerte el amor.
—¿Vas a hacerme el amor?
—Trata de impedírmelo.
Recibió gustosa el beso de Oliver y cuando su lengua comenzó a adentrarse en el interior de su boca
supo que estaba perdida y que no podía negarle nada. Un beso sucedía a otro y luego a otro más, la llama
de la pasión se desató entre los dos como una lengua de fuego que los consumía, haciéndolos arder de
deseo. Oliver contuvo el aliento cuando se colocó sobre el cuerpo de Anna, pues los golpes que había
recibido en el costado por parte de FitzJames le provocaban más dolor del que había imaginado, pero
decidió ignorarlo; nada ni nadie iba a impedir que amara a aquella mujer esa noche.
El camisón que Anna llevaba puesto quedó olvidado en un rincón de la habitación cuando Oliver se lo
sacó por la cabeza y ella arqueó el cuerpo hacia arriba, con la espalda tensa sin sentir el contacto de la
cama, cuando él comenzó a adorarle el cuerpo con sus besos. El placer que el marqués le provocaba era
indescriptible y no pudo contener los jadeos cuando Oliver le tomó un pezón entre los dientes y tiró de él.
—Mírame— le llegó la voz de él, profunda y enronquecida, mientras le lamía la rosada areola—. No
cierres los ojos, Anna.
A pesar de lo difícil que le resultaba mantener los párpados separados, ella obedeció y sus ojos fueron
testigos de cómo el marqués le torturaba los pezones con la boca, los dientes y la lengua, de cómo los
hacía endurecer cada vez que los succionaba hasta que los dejaba brillantes de saliva y completamente
erectos. Anna tuvo la certeza de que era posible morir de placer, ella misma desfallecería si Oliver
continuaba haciéndole aquello; sentía la sedosa y dura presión del miembro erecto de él sobre su vientre,
listo para penetrarla. Y como si sus caderas tuvieran vida propia, comenzaron a mecerse en busca de la
pelvis de él.
—Oliver…— lo llamaba entre gemidos—. No puedo…
El marqués detuvo las atenciones que dedicaba a sus pechos y comenzó a trazar un camino
descendente por su estómago con la lengua, pasando por su ombligo hasta llegar a los rizos de su pubis.
Anna no intentó impedir que él la besara en aquel íntimo y húmedo lugar y aunque ni siquiera imaginaba
que aquello fuera posible, el intenso placer que sintió cuando la boca masculina le succionó el centro de su
deseo le hizo perder todo pensamiento coherente y su cuerpo estalló en mil pedazos mientras gritaba el
nombre de su amor.
Exhausta y con los miembros laxos sobre la cama, Anna se dejó hacer y cuando Oliver la cubrió de
nuevo con su cuerpo sintió el propio sabor salado de su entrepierna al recibir los besos de su boca.
Después mordió los labios del marqués en un intento de grito ahogado cuando él la penetró, empalándola
hasta lo más profundo en una sola embestida.
—Dime que me amas, Anna— le susurró él sobre su boca; el cuerpo tembloroso, el miembro duro a
punto de explotar meciéndose dentro de ella—. Dímelo.
Ella le envolvió el cuerpo con brazos y piernas, acomodándole los talones sobre las nalgas apretadas y
enterrando los dedos en el pelo que le rozaba la nuca. Era imposible amarlo, desearlo más de lo que ya lo
hacía. Simplemente se pertenecían mutuamente.
—Te amo— dijo ella para complacerle—. Siempre y para siempre seremos el uno para el otro.
XXI
Dos semanas después de que Oliver la dejase instalada en Grant House, la residencia que el marqués
tenía en Londres, Anna experimentaba su ciudad natal de una manera diferente. La primavera estaba en
pleno apogeo así como la temporada social en la que un baile daba lugar a otro, noche sí y noche
también. Durante aquellos meses, la ciudad se llenaba de vida y actividad y Anna pensó que siempre
había debido de ser así pero hasta ese momento ella siempre había permanecido en su residencia de la
calle Blandford a la espera de convertirse en una debutante.
Imaginó que los días sin Oliver estarían llenos de tristeza y melancolía pues tener que despedirse de él
a la mañana siguiente después de su último encuentro en la posada había sido lo más duro que había
tenido que hacer hasta entonces, pero el marqués fue muy considerado y se preocupó personalmente de
que su vida en Londres fuese cómoda y llena de divertimento. Él le había prometido que haría mucho
más de lo que estuviera a su alcance para conseguir que pudieran estar juntos, y ella no dudaba de su
palabra. Desde entonces, la noticia de que la protegida del misterioso marqués de Holbrook estaba en la
ciudad corrió como la pólvora y no había baile, recepción, encuentro musical o reuniones de té para los
que Anna no recibiera una invitación. Debía reconocer que lo estaba disfrutando y aunque cada noche se
acostaba extrañando tener a Oliver a su lado, sabía que todo saldría bien pues tenía esperanza.
Además no estaba sola; Oliver había convencido al vizconde Aldrich para que permitiera que Faith la
acompañara mientras durase la temporada. Pese a la reticencia inicial del vizconde, ni siquiera su estricta
esposa pudo resistirse a ser la invitada de honor en Grant House durante algunas semanas, de modo que
ambas jóvenes compartían confidencias y se divertían juntas, estrechando su relación hasta tenerse un
cariño propio de hermanas.
Una mañana, después de que ambas se hubieran levantado tarde tras haber disfrutado de un animado
baile de máscaras, recibieron la inesperada visita del marqués y su socio Simon Davies. Anna no esperaba
verlo tan pronto, pues a pesar de que sabía que la separación le resultaba a Oliver tan dura como a ella,
también era consciente de que era mejor que no se encontraran por el momento, ya que era muy probable
que alguien los sorprendiera en una actitud bastante comprometida. De cualquier modo, allí estaban
ambos caballeros bien presentados mientras las esperaban junto a la escalera que llevaba a los pisos
superiores.
Anna fue consciente del rubor que cubrió las mejillas de Faith cuando se cruzó con la mirada de un
señor Davies que respiraba con dificultad. En cuanto a ella, el corazón pareció saltársele un latido cuando
se vio frente a Oliver, aunque la expresión taciturna de este le decía que debía mantenerse cauta. Debía
de haber algún motivo por el que hubiera acudido a verla tan pronto.
—Qué grata sorpresa volver a verle, lord Holbrook— le saludó ella mientras los dos caballeros hacían
sendas reverencias ante ellas—. Señor Davies, me alegra verle de nuevo.
—Es un placer, señorita Faris— contesto este—. Señorita Aldrich, me preguntaba si tal vez fuese tan
gentil de ponerme al corriente sobre las últimas novedades acontecidas. Me temo que he pasado
demasiado tiempo fuera de la ciudad— y dicho esto, le tendió el brazo—. ¿Me acompaña?
—Por supuesto, señor Davies.
Ruborizada hasta la raíz del pelo pero comprendiendo que Simon tan solo la invitaba a pasear con él
como una excusa para dejar a solas al marqués y a Anna, Faith aceptó gustosa su sugerencia y se dispuso
a disfrutar de su encuentro con Simon.
Una vez que quedaron a solas, Anna dio unos pasos hacia Oliver y lo tomó del brazo para atraer su
atención y conseguir que la mirase, pues hasta ese momento no había pronunciado palabra.
—Oliver, ¿qué ha sucedido?
—Debemos hablar.
Ella asintió, cada vez más preocupada. Se dirigieron a un pequeño saloncito decorado de manera
sencilla pero elegante con todos blancos y azules; el marqués cerró la puerta detrás de ellos.
—Debe tratarse de algo muy serio si has venido hasta aquí— él seguía sin hablar y la idea de que ya
no la quisiera cruzó por la mente de Anna—. ¿Es por mí?— se atrevió a preguntar—. ¿Te has arrepentido
de lo que hubo entre nosotros?
—¿Qué?— comprendiendo cuál era su miedo y que su silencio tan solo había conseguido
preocuparla, Oliver intentó poner en orden toda la información, pero no resultaba fácil lo que tenía que
decirle—. ¿De dónde has sacado esa idea, mujer? Hoy me siento más enamorado de ti que la última
noche que pasamos juntos.
Anna entonces respiró aliviada.
—¿Entonces? Oliver, dime de una vez qué es lo que ha pasado.
—Ha habido un accidente— dijo al fin y vio la alarma en el rostro de Anna—. El barco en el que
viajaba Elizabeth no aparece y en una ruta comercial como en la que navegaba es difícil no encontrarse
con otros barcos.
—¿Qué quieres decir?— Anna se había llevado una mano al estómago, intentando contener el
nerviosismo que la atenazaba—. Quizá haya atracado en algún puerto o puede que esté cerca de su
destino.
—Es demasiado pronto— negó Oliver—. La última vez que fueron vistos, el clima no era muy
favorable y estaban acercándose al cabo de Buena Esperanza.
—¿Y eso es algo malo?
—Es un lugar de fuertes corrientes. Si una tormenta los alcanzó allí…
—Oliver, ¿estás tratando de decir que Elizabeth…?
—Es muy probable que no haya supervivientes.
Y aquel era el motivo por el que Oliver había acudido en su busca, para compartir con ella la fatal
noticia de que Elizabeth, la marquesa de Holbrook, formaba ya parte de sus pasados y que jamás
volverían a verla.
—Es una noticia terrible.— acertó a decir Anna.
—Y no puedo evitar pensar que todo ha sido por mi culpa— murmuró Oliver, abatido, mientras se
dejaba caer en un sillón cercano—. Si no me hubiera empeñado en apartarla de mí, si no la hubiera
enviado de vuelta a la India mientras se disolvía nuestro matrimonio, ahora Elizabeth estaría viva.
—Eso no es cierto, Oliver. Ni tampoco justo— intentó hacerle ver Anna; postrada de rodillas frente a
él, le apartaba las manos de la cara para intentar hacerle ver que la muerte de Elizabeth no había sucedido
por su causa—. No ha sido culpa tuya. Todo el mundo sabe que ese viaje resulta peligroso, máxime en
esta época del año. Elizabeth lo sabía cuando decidió venir a Inglaterra, tú mismo conocías los peligros
cuando viniste aquí a buscarme.
—Dios sabe que no la amaba, pero no quería un final así para ella.
—Ni yo tampoco, amor mío— Anna se sentó sobre las piernas de Oliver y le deslizó los dedos por su
espesa mata de pelo oscuro—. Elizabeth nos hizo mucho daño y su pérdida me entristece. Pero entiende
esto, milord: nadie más que ella fue responsable de sus actos y tuvo que pagar unas crueles
consecuencias. Creo que, esté donde esté, ella lo sabe.
—¿Crees que podremos vivir con esto?— le preguntó él. Anna le dedicó una cálida sonrisa que logró
tranquilizarlo.
—Creo que podemos conseguir cualquier cosa que nos propongamos.
—¿Juntos?— la mirada de él, de un profundo verde brillante, destilaba amor a raudales y la culpa se
fue apagando poco a poco.
—Juntos.— le aseguró ella.
Fin.
Epílogo
Laura M. Galán